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El amor a sí mismo
¿Cuál es la diferencia entre el amor a sí mismo y el egoísmo? ¿Qué relación existe
entre aquel y el amor a los demás? ¿Amar a los demás de forma desinteresada no
supone amarse menos a sí mismo?

Roldán, Juan Pablo. Revista "Creciendo en Familia", Educa, Año VIIII, N° 17, 2011

El amor a sí mismo merece ocupar un lugar destacado en esta sección dedicada a


las “virtudes olvidadas”, tanto por su importancia como por su casi completa
desaparición de nuestra cultura a lo largo de un proceso que ha durado siglos.
En efecto, en la actualidad queda poco de aquella antigua tradición relativa a
esta virtud. Podríamos decir que ha sido olvidada tanto por defecto como por exceso,
tanto por una crítica encendida como por una defensa exagerada que ha falseado su
imagen original.

Un profundo olvido
Quienes lo difaman, consideran que el amor a sí mismo es sinónimo de egoísmo
e individualismo. Pensadores tan variados como el reformador Martín Lutero o los
filósofos Kant y Hegel han nutrido y jalonado este descrédito. Hoy en día, no pocos
consejos espirituales -a veces teñidos de un tono “orientalista”- predican el “olvido del
yo” como primer mandamiento. El “ego” sería ese ser mezquino del cual deberíamos
desprendernos para crecer.
La corriente de opinión opuesta recoge el guante de esta crítica y redobla la
apuesta. Conforme a ella, el mayor y, tal vez, único amor, es el amor a sí mismo. “No se
olvide de usted mismo”, “hágase un tiempo para su gratificación”, “aprenda a ser
egoísta sin culpa”, son posibles ejemplos de esta mentalidad de sentido inverso a la
anterior. Pero esta nueva espiritualidad del individualismo, que tanto lugar ocupa en
nuestra sociedad es, como está dicho, otra forma de olvido. Depende de la anterior
opinión difamatoria por haber aceptado de ella que el amor a sí mismo es egoísta en su
esencia y, simplemente, se ha limitado a invertir la valoración que de este hecho debe
hacerse. Pare la primera forma de olvido, el amor a sí mismo es egoísta y debe ser
rechazado. Para esta segunda, es egoísta y así debe ser profundizado.
¿Qué afirma, sobre este tema, en cambio, aquella tradición a la que hemos hecho
referencia?

Creación y amor de sí
En primer lugar, que el amor a sí mismo es una virtud indispensable y el
fundamento de todo nuestro desarrollo psicológico y moral. La creación del hombre por
parte de Dios no es una mera “producción en serie” sino una apelación, una invitación
individual. El hombre es llamado a aceptar su ser único e irrepetible. El amor a sí
mismo constituye esa aceptación. Esta apelación, que se renueva a cada momento de
nuestra vida, es como la inercia resultante de nuestro origen que, en palabras del
filósofo Josef Pieper, “no puede quitarse de circulación ni suspenderse en sus efectos, y
domina y penetra toda tendencia natural y cualquier decisión consciente”. En cierta
medida, cada acto positivo de nuestra vida implica una aprobación de lo que somos,
mientras que todo problema psicológico y todo acto moralmente malo poseen un
componente de rechazo de nosotros mismos.

Al prójimo como a ti mismo


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Por otra parte, el amor a sí mismo no se opone al amor a los demás. Por el
contrario, ambos son directamente proporcionales y se alimentan mutuamente, en una
especie de “círculo antropológico”, según la expresión del entonces Cardenal Joseph
Ratzinger. Fuimos amados por Dios en nuestra creación y de aquí proviene la fuerza
original de nuestro amor. De niños, recibimos de nuestro padres o cuidadores una nueva
aprobación amorosa de nuestro ser. Ésta es la base para querernos a nosotros mismos. Y
sólo quien se ha aceptado a sí mismo está en condiciones de decir “sí” a otro, y ese
amor a otro le posibilita la afirmación de sí mismo. El amor a los demás es auténtico si
brota de las raíces de nuestro ser y aquel, a su vez, fortalece el amor de nosotros
mismos.
San Bernardo de Claraval explicaba cómo el verdadero desinterés al amar a
alguien revierte, como consecuencia, en la aprobación de sí mismo, al escribir que “todo
amor verdadero carece de cálculo y, sin embargo, tiene un pago; incluso, únicamente
puede recibir ese pago si no lo ha incluido en sus cálculos”.

Cuando se rompe el círculo


Podemos no amarnos por motivos psicológicos -al no haber sido queridos
adecuadamente en nuestra infancia- o por motivos morales -por una libre decisión de
rechazo-.
Esta falta de amor puede provocar una conducta egoísta, para intentar compensar
esta inseguridad respecto del propio valor. El egoísmo, por lo tanto, no sólo se distingue
sino que también se opone al amor de sí. El egoísta se encuentra en un estado de
discordia consigo mismo. En la medida en que se construye y quiere fortalecer un falso
ser, puede decirse que, en realidad, odia o desprecia su ser verdadero. Su incapacidad de
amar a otros de forma auténtica proviene de este desdoblamiento interior.
En ocasiones, una entrega a los demás aparentemente desinteresada puede
encubrir, en realidad, una huida del propio ser. Quien se vuelca a los demás como un
escape de sí mismo, nunca llega a los otros sino que, más bien, los utiliza.

La mejor herencia
Podemos influir positivamente en la adquisición del amor a sí mismo, en primer
lugar, queriendo auténticamente a quienes educamos. En los primeros años de vida, este
amor proporciona esa confianza originaria indispensable para la vida. Más adelante, en
casos de historias personales dolorosas o en situaciones de crisis vitales, puede ser
providencial para restaurar la seguridad perdida.
No deberíamos confundir este amor con una condescendencia que, en realidad,
constituye una subestimación que debilita a quien la recibe. Un verdadero amor,
favorable a la autoestima, no está reñido con la exigencia, las correcciones o la
propuesta de ideales altos y difíciles. Quien corrige sin humillaciones -las cuales, en
general, provienen de educadores que quieren compensar con una muestra de
superioridad su falta de amor de sí-, en realidad respeta el ser auténtico de la persona
corregida y confía en su capacidad para ser fiel a sí misma.
Tal vez esta dimensión de la educación, palpitante en todas las otras, sea la
mejor herencia formativa que podemos legar a alguien.

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