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El autor afirma que la higiene se está convirtiendo en una tiranía que amenaza las libertades y tradiciones. Sostiene que la clorificación del agua en Bogotá fracasará porque el pueblo desconfía de los intentos de la ciencia moderna por esterilizar el agua. Además, argumenta que el agua del acueducto, con sus bacterias, actúa como una vacuna que protege a los residentes de largo plazo contra las enfermedades. Por último, el autor elogia la "buena mugre" de Bog
El autor afirma que la higiene se está convirtiendo en una tiranía que amenaza las libertades y tradiciones. Sostiene que la clorificación del agua en Bogotá fracasará porque el pueblo desconfía de los intentos de la ciencia moderna por esterilizar el agua. Además, argumenta que el agua del acueducto, con sus bacterias, actúa como una vacuna que protege a los residentes de largo plazo contra las enfermedades. Por último, el autor elogia la "buena mugre" de Bog
El autor afirma que la higiene se está convirtiendo en una tiranía que amenaza las libertades y tradiciones. Sostiene que la clorificación del agua en Bogotá fracasará porque el pueblo desconfía de los intentos de la ciencia moderna por esterilizar el agua. Además, argumenta que el agua del acueducto, con sus bacterias, actúa como una vacuna que protege a los residentes de largo plazo contra las enfermedades. Por último, el autor elogia la "buena mugre" de Bog
Yo afirmo que la Higiene se está convirtiendo en una tiranía horripilante y absoluta, contra la cual va a ser necesario rebelarse en masa. Ya el pueblo, con su instinto inefable, desconfía de ella y la odia como a un insoportable soberano, como a un verdadero aniquilador de libertades y de tradiciones, que está haciendo del mundo, antes libre, bello y pintoresco, una aburridora máquina de matar microbios. Afortunadamente, Bogotá, ciudad conservadora y romántica por excelencia, es inaccesible a las problemáticas innovaciones de la ciencia moderna. La prueba es que las tentativas que se venían haciendo para clorificar el agua van a fracasar por completo, y el pueblo no carece de razón al hostilizar con un murmullo confuso y sostenido esa labor química, que quizá logrará disminuir en cierta proporción de los casos de tifoidea, pero que hará de aquel licor divino, fresco y tónico jugo de la tierra, un líquido pastoso y abominable, inexpresivo al paladar. Desde hace años se ha notado que el agua esterilizada no conserva el mismo sabor dulce y grato de las aguas naturales; luego, lo que le da su buen sabor a las aguas naturales son los microbios. Además, el agua del acueducto, hay que reconocerlo, precisamente por la respetable cantidad de bacterias que lleva en cada gota, se ha convertido en una especie de vacuna, que preserva de todas las enfermedades infecciosas a los que desde pequeños están acostumbrados a ingerirla; aquí no sufren de esas enfermedades sino los forasteros, los que toman el agua en cantidades no dosificadas progresivamente; una vacuna demasiado abundante puede también matar al vacunado. Se conocen casos de personas acostumbradas al agua esterilizada de Bogotá, que al ir a Girardot y tomar agua natural, se sienten atacadas de súbitas dolencias internas. Y es que un estómago sin muchos microbios de todas calidades y tamaños, está en muy malas condiciones para vivir y para viajar; la mejor manera de eliminar a los microbios es tragárselos sistemáticamente. Aquí no necesitamos para nada de las combinaciones diabólicas de la Higiene. El agua de acueducto por dentro, y la mugre por fuera, nos guardan, gracias a Dios, contra todos los enemigos del cuerpo. Yo quisiera hacer un elogio sincero y apasionado de la mugre en Bogotá, de la buena mugre, la tibia, densa y protectora, que, acumulándose sobre los poros y endureciendo la piel, da al hombre de estas heladas cumbres un atributo necesario que la naturaleza olvidadiza no le dio: la caparazón defensiva y formidable que preserve contra los fríos del invierno y contra las rachas veraniegas de Monserrate, mortales como espadas. Nadie sabría explicarse cómo las gentes limpias, felizmente muy escasas, pueden vivir en este páramo, cruzado de pulmonías por todas partes; cómo no mueren instantáneamente al salir del teatro, o al descubrirse un poco la bufanda para tomar el aperitivo. Porque las neumonías prefieren los cuellos blancos y tersos de las mujeres que se han bañado, y se dirigen como balas a las camisas perfumadas de los caballeros ricos, y sienten una delectación espantosa por la piel olorosa a jabón fino, de los niños aristocráticos. En realidad, en estos climas, la muerte es compañera inseparable del estropajo: bañarse y refregarse con esponjas, no es sólo alborotar los microbios para que tengan oportunidad de penetrar por las narices y por los ojos, sino también abrir en cada poro un camino libre para que los enemigos dispersos en el agua y en el aire nos invadan. Además, el baño, a esta altura, es un doloroso placer, algo perverso y delicioso al mismo tiempo, que asume la categoría de paraíso artificial, que puede convertirse en vicio refinado y peligroso, en pasión enfermiza, degeneradora de la voluntad; yo creo que hasta pecado será.