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LA TIRANÍA DE LA HIGIENE

Por: Luis Tejada.


Yo afirmo que la Higiene se está convirtiendo en una tiranía horripilante y absoluta, contra la
cual va a ser necesario rebelarse en masa. Ya el pueblo, con su instinto inefable, desconfía de
ella y la odia como a un insoportable soberano, como a un verdadero aniquilador de
libertades y de tradiciones, que está haciendo del mundo, antes libre, bello y pintoresco, una
aburridora máquina de matar microbios.
Afortunadamente, Bogotá, ciudad conservadora y romántica por excelencia, es inaccesible a
las problemáticas innovaciones de la ciencia moderna. La prueba es que las tentativas que se
venían haciendo para clorificar el agua van a fracasar por completo, y el pueblo no carece de
razón al hostilizar con un murmullo confuso y sostenido esa labor química, que quizá logrará
disminuir en cierta proporción de los casos de tifoidea, pero que hará de aquel licor divino,
fresco y tónico jugo de la tierra, un líquido pastoso y abominable, inexpresivo al paladar.
Desde hace años se ha notado que el agua esterilizada no conserva el mismo sabor dulce y
grato de las aguas naturales; luego, lo que le da su buen sabor a las aguas naturales son los
microbios. Además, el agua del acueducto, hay que reconocerlo, precisamente por la
respetable cantidad de bacterias que lleva en cada gota, se ha convertido en una especie de
vacuna, que preserva de todas las enfermedades infecciosas a los que desde pequeños están
acostumbrados a ingerirla; aquí no sufren de esas enfermedades sino los forasteros, los que
toman el agua en cantidades no dosificadas progresivamente; una vacuna demasiado
abundante puede también matar al vacunado. Se conocen casos de personas acostumbradas
al agua esterilizada de Bogotá, que al ir a Girardot y tomar agua natural, se sienten atacadas
de súbitas dolencias internas. Y es que un estómago sin muchos microbios de todas calidades
y tamaños, está en muy malas condiciones para vivir y para viajar; la mejor manera de
eliminar a los microbios es tragárselos sistemáticamente.
Aquí no necesitamos para nada de las combinaciones diabólicas de la Higiene. El agua de
acueducto por dentro, y la mugre por fuera, nos guardan, gracias a Dios, contra todos los
enemigos del cuerpo. Yo quisiera hacer un elogio sincero y apasionado de la mugre en Bogotá,
de la buena mugre, la tibia, densa y protectora, que, acumulándose sobre los poros y
endureciendo la piel, da al hombre de estas heladas cumbres un atributo necesario que la
naturaleza olvidadiza no le dio: la caparazón defensiva y formidable que preserve contra los
fríos del invierno y contra las rachas veraniegas de Monserrate, mortales como espadas.
Nadie sabría explicarse cómo las gentes limpias, felizmente muy escasas, pueden vivir en este
páramo, cruzado de pulmonías por todas partes; cómo no mueren instantáneamente al salir
del teatro, o al descubrirse un poco la bufanda para tomar el aperitivo. Porque las neumonías
prefieren los cuellos blancos y tersos de las mujeres que se han bañado, y se dirigen como
balas a las camisas perfumadas de los caballeros ricos, y sienten una delectación espantosa
por la piel olorosa a jabón fino, de los niños aristocráticos. En realidad, en estos climas, la
muerte es compañera inseparable del estropajo: bañarse y refregarse con esponjas, no es sólo
alborotar los microbios para que tengan oportunidad de penetrar por las narices y por los
ojos, sino también abrir en cada poro un camino libre para que los enemigos dispersos en el
agua y en el aire nos invadan. Además, el baño, a esta altura, es un doloroso placer, algo
perverso y delicioso al mismo tiempo, que asume la categoría de paraíso artificial, que puede
convertirse en vicio refinado y peligroso, en pasión enfermiza, degeneradora de la voluntad;
yo creo que hasta pecado será.

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