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Lazo de Sangre

No imaginaba el día de su Rito así.

El hedor a sangre, humo y putrefacción saturaba el aire. Había sido una masacre. La

techumbre de bambú de algunas cabañas seguía ardiendo. Podían oírse los gritos

dispersos de mujeres siendo violadas, unas dentro de los hogares, otras en los arrozales

contiguos a la aldea. Ikki apretó los dientes. No quería que el Maestro Kano percibiese

vacilación en él.

Unos oficiales se aproximaron al verlos y el Maestro se dirigió a ellos con voz rígida.

—El sol está cayendo. Saca a tus hombres de aquí, los espíritus de los muertos se están

congregando. Y a juzgar por lo que habéis hecho, regresarán enfurecidos.

El capitán compuso una mueca.

—Para eso habéis venido, ¿no? Este mequetrefe tiene que hacerse un hombre. ¿Cuántos

inviernos has visto, chico?

Ikki lanzó una rápida mirada a su Maestro, solicitando permiso para hablar. Éste asintió.

—Quince, señor.

El militar parecía sorprendido.

—Bueno, si te matan, al menos tu espíritu será tan flaco como tú. ¡Soldados!

¡Volvemos!

Las huestes formaron en columna bajo los estandartes a ritmo de tambor. Los últimos

rayos de sol acariciaban el cielo cuando su retaguardia abandonaba los límites del

pueblo, camino abajo.


El Maestro se plantó frente a su aprendiz, con semblante serio. Sus ojos plateados

parecían atravesarlo.

—Es la hora. ¿Preparado?

—Lo estoy, Maestro —repuso Ikki con determinación.

—Relaja la mandíbula, o no podrás moverte con fluidez. ¿Sabes lo que debes hacer?

—Ha habido una batalla y hay muchos muertos. Es seguro que aparecerá una naari para

alimentarse de las almas de los caídos. Debo darle caza y beber su sangre.

El Maestro asintió y extrajo algo de un bolsillo secreto de su traje ceremonial. Lo puso

en las manos de su aprendiz.

—Cuando le des muerte, su cuerpo se desvanecerá rápidamente. Asegúrate de llenar

este vial con toda la sangre que puedas. —Entonces mostró una ampolla idéntica que

colgaba de un cordel alrededor de su cuello. Estaba llena de un líquido del color de la

plata, fascinante a la vista—. La sangre de las naari permite a nuestros ojos ver a los

muertos. Y el acero de luna, forjado con los fragmentos que se desprenden de ésta, nos

permite herirlos.

Ikki asintió, concentrado, llevando una mano a su daga corta.

El sol se puso tras las montañas. La oscuridad abrazó el mundo cual serpiente a su

presa. De repente, hacía mucho frío. Unos jirones de niebla sobrenatural comenzaron a

arremolinarse a su alrededor.

Espíritus. Ikki no podía verlos, pero los sentía.

—Atraeré su atención —dijo el Maestro mientras bebía un minúsculo sorbo de su

ampolla. Sus ojos brillaron entonces con blanca incandescencia—. Encuentra a la naari,
reclama su esencia y tu Rito estará consumado. Pertenecerás a la Orden del Crepúsculo,

y serás mi hermano.

El Maestro desenvainó su espada y murmuró letanías en una lengua olvidada. Envolvió

la empuñadura de su hoja con un sello de brillantes caracteres dorados. Unos chillidos

escalofriantes acuchillaron la penumbra de la noche, como si aquella luz atormentase a

las tinieblas.

—¡Ikki! ¡Corre!

Sin mirar atrás, Ikki se internó en las hierbas altas más próximas. Alcanzó a oír la

espada de su Maestro hendiendo el aire y el terrorífico grito de ultratumba que la siguió.

Avanzó con cautela, su daga siempre presta. Las naari eran demonios que podían

adoptar muchas formas, pero temían al acero de luna sobre todas las cosas. Anduvo un

buen trecho, pero no lograba encontrar ninguna pista.

Sin darse cuenta, había vuelto a entrar en el pueblo. La niebla lo envolvía

opresivamente. Estaba rodeado de murmullos espeluznantes. Dio un grito cuando algo

tiró de sus ropajes. La piel de su brazo y la manga que la cubría habían sido rasgados

por unas garras etéreas. Grandes gotas de sangre resbalaban mano abajo. Los espíritus

lo estaban atacando, pero no podía verlos. Solo oía sus susurros enloquecedores, de

palabras arcaicas y prohibidas. Hendió el cuchillo inútilmente en el aire y unas risas que

parecían silbidos se burlaron de él. Estaba aterrado.

Era el final de su Rito y de su vida.

De pronto, un fugaz destello obligó a la niebla a retroceder. Los espíritus protestaron y

una campana clara les respondió. Al mismo tiempo y en dirección opuesta, Ikki vio el

brillo de la espada de su Maestro. Venía corriendo y abatiendo sombras durante la

carrera.
—¡Detrás de ti, Ikki! ¡Naari!

Kano lanzó unas estrellas arrojadizas a la espesura y se oyó un gruñido animal. Ikki

reunió valor y siguió ese sonido. La criatura era rápida y se perdió de su vista, pero

había un rastro de humor plateado sobre las hojas, que irradiaba luz propia. Estaba

herida. Tras una persecución frenética, la encontró junto al río, recostada sobre una

rueda de molino.

No estaba preparado para aquello.

Una joven, no mucho mayor que él en apariencia. Toda ella era nieve y plata, como si

fuera hija de la misma luna. Vestía una sencilla túnica tradicional plateada y plateados

eran sus ojos, que refulgían de angustia. Era lo más hermoso que Ikki había

contemplado nunca. Tenía un par de las estrellas del Maestro clavadas en el muslo. La

sangre que manaba de sus heridas era plata líquida.

Ikki abandonó sigiloso los matorrales, pero ella lo escuchó, poniéndose en guardia.

Escupió una amenaza que el aprendiz no comprendió, pero inmediatamente cayó de

rodillas, acusando su estado. Él guardó el cuchillo y mostró las manos desnudas.

—No voy a hacerte daño.

La naari entornó sus bellos ojos, pero mostró los dientes en gesto feral. Parecía estar

transformándose en un animal, pero Ikki no se amedrentó. Avanzó resueltamente y echó

mano al vial. Al verlo, ella se envaró y adquirió visiblemente los rasgos de una loba,

resoplando rabiosamente. Ikki pasó de largo y llenó la ampolla con agua de la acequia,

gesticulando después en dirección a las estrellas arrojadizas. La naari lo traspasó con la

mirada durante unos tensos segundos. Finalmente, pareció comprender. Adoptó de

nuevo forma humana y tomó asiento junto a la rueda.


Ikki vertió agua sobre las heridas y diligentemente separó acero de carne. Oyó los

sordos gruñidos y supo que ella se estaba transformando de nuevo, aunque no se atrevió

a mirar. Al terminar, se puso muy nervioso. Las heridas seguían sangrando y nada de lo

que Ikki intentaba parecía funcionar.

—¿Qué te ocurre? No puedo…

La voz que respondió sonaba como una nítida campana de cristal.

—Tu Maestro me ha perforado con acero de luna. Esas heridas no pueden sanar con los

medios de que dispones.

Ikki no podía soportarlo. Al morir, las personas podían ir al Paraíso o al Infierno. Pero

los demonios y los espíritus desaparecían para siempre en el Vacío.

—Tiene que haber otro modo.

—¿Por qué te molestas? Bebe mi sangre y llena tu recipiente maldito con ella. Estás a

tiempo.

—No.

—¿Y qué será de tu Rito, aprendiz?

—Mi Rito ya lo he superado.

Ikki recogió delicadamente una gota de sangre del muslo de ella y la dejó caer al fondo

del vial. Llenó el resto con agua de la acequia, e incluso así, el fluido resplandecía con

argéntea elegancia. Seguidamente, utilizó la sangre que había empapado la madera de la

rueda y bañó el dorso de su arma con ella. Los ojos de la naari se humedecieron, pero él

no lo vio.

—Dime cómo salvarte.


—Hay una forma. Pero no puedo pedirte algo así —musitó ella, agachando la cabeza.

Ikki la tomó por el mentón, para que sus miradas se encontraran. Se observaron durante

un momento que resultó eterno. Y desde ese preciso instante, no hubo vuelta atrás. Los

engranajes de un mecanismo más antiguo que el mundo se pusieron en marcha con un

chasquido y ya nada podría detenerlos.

El amor nació entre ellos.

—Dímelo, por favor.

Una débil lágrima de emoción resbaló por la mejilla de la naari e Ikki la capturó con un

dedo.

—Un lazo de sangre. Nuestra vida y nuestros destinos quedarán unidos para siempre.

Viviré el tiempo que se te ha dado, en vez de morir aquí.

—¡Hagámoslo!

La naari alzó una mano de finos dedos.

—Nunca más necesitarás beber sangre de mi especie para ver a los espíritus. Y como un

espíritu partirás. No habrá Paraíso ni Infierno para ti. Solo el Vacío.

Ikki parpadeó y suspiró, súbitamente amilanado. Caviló unos segundos y luego tomó las

manos de ella entre las suyas.

—Quiero salvarte.

La intensidad de la mirada del aprendiz no admitía reproche. Y ella, en lo más profundo

de su corazón, no quería partir sin pasar más tiempo con él.

—Moja tus labios con tu sangre —explicó ella, haciendo lo propio.

Ikki obedeció, aprovechando su brazo malherido.


—¿Y ahora?

La naari se inclinó sobre él y lo besó. Ningún beso sería jamás tan dulce e intenso como

aquel. Sintió un calor ardiente en su interior. Una fuerza indómita se abrió paso por su

alma, algo agreste, salvaje. Cuando el beso terminó, las heridas de ambos habían

desaparecido.

—Mi nombre es Ikki. ¿Tú tienes uno?

—Shiro.

—¡Ikki!

El aprendiz se sobresaltó al oír la voz de su Maestro aproximándose. Éste apareció

como un ciclón de entre la maleza. Ikki volteó la cabeza, aterrorizado, solo para

descubrir que Shiro ya no estaba allí.

—Bienvenido a la Orden, hermano —pronunció Kano, solemne—. Celebro la plata en

tu cuchillo y la plata en tus ojos.

(…)

Los años pasaron e Ikki creció. Nunca volvió a necesitar sangre de naari para ver a los

espíritus y éstos le temían y se encogían ante su hoja. Se convirtió en uno de los

hermanos más destacados de la Orden, que ganó todavía más renombre. No volvió a ver

a Shiro, aunque soñaba con ella todas las noches. Ella se mostraba ante él al volver de

sus misiones, a veces en forma de loba, otras como raposa o como lechuza, e incluso

vistió de grulla. Pero siempre que Ikki iba a su encuentro, se desvanecía. ¿Acaso no lo

amaba? Esa duda lo torturó durante un tiempo. En una ocasión, oyó de unos monjes que

los espíritus tenían prohibido interactuar con humanos. De hacerlo, eran perseguidos por

las autoridades celestiales y enviados a consumirse al Vacío. Así, Ikki comprendió.


(…)

Prosiguieron más años, de la mano de conflictos sin fin que desgarraban la tierra y

prendían el cielo. La Orden era más necesaria que nunca para apaciguar a los muertos.

Ikki siguió engrandeciendo su nombre y llegó a Maestro, mas no aceptó aprendiz

alguno. Disfrazó esa decisión con falsa modestia, declarando no sentirse preparado. En

realidad, no deseaba que ningún discípulo suyo reclamase la vida de una naari, llegado

el día de su Rito.

Fue en su trigésima primavera cuando su vida cambió para siempre.

Volvía de meditar en el estanque cuando encontró a Kano esperando bajo el dintel de su

alcoba. Un farol de papel arrojaba sombras de augurios sobre su rostro.

—Maestro, no esperaba verte aquí.

—Ya no soy tu Maestro, Ikki. Me superaste con creces.

—Siempre serás mi Maestro, Kano —respondió Ikki con una breve sonrisa.

La sonrisa fue correspondida. Ikki le ofreció pasar y sirvió té.

—Ikki… el Venerable Jomei ha muerto hace unas horas. Nuestra Orden siempre debe

estar guiada por ocho Venerables. Los otros siete se han encerrado en el templo a

deliberar.

—El amanecer traerá uno nuevo consigo.

—Sí. Tengo buenas relaciones con el Venerable Hato… ha compartido sus impresiones

conmigo. Están pensando en ti.

Ikki estaba sorprendido.

—Soy demasiado joven.


—Juventud y madurez suelen ser opuestos, pero no son excluyentes. Medita un poco

más antes de dormir.

No obstante, pasó la noche en vela.

La mañana siguiente, en la ceremonia de nombramiento, los Venerables llamaron a Ikki

a prestar juramento ante el resto de la Orden. Lo coronaron con flores de loto y lo

invitaron a pasar a los recintos interiores del templo, normalmente vedados. El lugar

evocaba respeto, tradición y pulcritud, con su penetrante olor a incienso y todas aquellas

efigies de deidades con plácida expresión.

—Celebramos tu nombramiento, Venerable Ikki. Tus gestas no tienen igual —comenzó

Nagano, el más anciano—. Ahora conocerás los secretos de nuestra Orden y nos

ayudarás a orquestar futuras guerras.

—¿Orquestar?

—He aquí la primera revelación. Nosotros derrocamos al antiguo Imperio. La mano del

difunto Venerable Jomei fue la que arrebató la vida del Emperador. Desde entonces,

mantenemos a las distintas casas nobles del país enfrentadas entre sí.

Ikki trató de ocultar su consternación.

—El Emperador murió hace más de cien años.

Los Venerables sonrieron de forma cómplice. Se sintió insultado.

—Además, ¿por qué hacer algo semejante?

—Las guerras producen muertes crueles y violentas —repuso el Venerable Nagano—.

Muchas almas vuelven sedientas de venganza. Así, la nobleza requiere de nuestros


servicios, lo que nos permite ostentar nuestra influyente posición. Privilegios, riqueza…

poder.

Ikki enmudeció. Le costaba respirar.

—Asimismo… —prosiguió el Venerable—. Los muertos atraen a las naari, espíritus

esquivos y piadosos, que ayudan a las almas a realizar el tránsito. Obsequiamos con

generosas ofrendas a los monjes para que extiendan rumores sobre ellas. Si para el

pueblo son devoradoras de almas, podemos cazarlas sin levantar sospechas.

Un frío glacial oprimió el corazón de Ikki. Necesitó toda su voluntad para mantener el

semblante sereno.

—El auténtico don de la sangre de las naari reside en aliviar las aflicciones del cuerpo y

postergar la vejez —apostilló Nagano con grandilocuencia.

—Por eso los Venerables viven varios siglos —susurró Ikki.

—Así es. Por eso codiciamos tan incomparable tesoro. Las guerras deben continuar,

para que podamos seguir cazando naari. —El anciano parecía satisfecho—. Tu primer

cometido como Venerable será infiltrarte en el palacio de la familia Takeda y asesinar a

su primogénito. Te proporcionaremos ropajes del clan Uesugi para que los vistas.

Asegúrate de ser visto.

—Así lo haré, Venerable —repuso Ikki cortésmente.

Trataron muchos otros asuntos, a cuál más abominable. Ikki permaneció imperturbable

durante el resto del cónclave, hasta que pudo volver a su alcoba. Allí dio rienda suelta a

su rabia. Hizo trizas la corona de flores y lloró de frustración e impotencia. Había

entregado su vida y su esfuerzo a una monstruosa red de engaños, ambiciones y

crueldad inhumana. Flirteó con la idea de quitarse la vida para restaurar su honor, pero
su mano no llegó a desenvainar la espada. Aquello acabaría con Shiro también.

Desenvainaría la espada, pero con un objetivo muy distinto.

Los Venerables debían morir.

Durante la siguiente fase lunar, un Venerable fue asesinado cada noche. Muerte tras

muerte, Ikki se sentía más alienado, más salvaje. Sus ojos brillaban durante la oscuridad

del crepúsculo. En la sexta noche, se transformó en lobo durante un parpadeo. La

séptima noche ocurrió de nuevo, y tuvo que debatirse por deshacer la transformación.

Su corazón latía con la esencia de Shiro.

Tras los truculentos sucesos, reinaba la confusión dentro de la Orden, que languidecía

descabezada y sin guías. Pero Ikki sabía que no se habían marchado. La octava noche,

acudió a los recintos interiores del templo, a solas.

Allí esperaban, los espíritus de los siete Venerables, con formas espectrales de altiva y

oscura majestad. La sombra de Nagano se adelantó, apuntando a Ikki con una garra

traslúcida. Un fuego demoníaco crepitaba en sus cuencas.

—Tu vida termina aquí, traidor. Arderás en el Infierno.

Ikki desenvainó su espada y la sostuvo erguida ante él.

—Pereceréis en el Vacío. El mundo os olvidará.

La lucha fue terrible y enconada, pues no eran espíritus cualesquiera, sino ánimas

corruptas de incomparable maldad. Para cuando Ikki había desterrado a tres de sus

rivales, sangraba profusamente por sendas heridas.

El tintineo de una prístina campana resonó entre las columnas del templo.

Su último pensamiento sería para Shiro.


Con un destello cegador, una resplandeciente loba plateada saltó desde las vigas y

aterrizó entre los combatientes. Ikki estalló de asombro y júbilo, transformándose

también, inconscientemente. Ambas bestias lucharon como una sola y destruyeron a los

taimados Venerables, no sin grandes dificultades.

Tras la batalla, llegó la arrulladora calma.

(…)

Ikki reposaba en los brazos de Shiro, acariciando dulcemente su pelo, reluciente como

la plata bruñida.

—Sigues tan hermosa como la primera vez que te vi.

—Tú has crecido, aprendiz. Jamás cesé de observarte.

—¿Por qué nunca me dejaste acercarme a ti?

—Está prohibido. No deseo que te persigan. La sentencia es el Vacío.

—Solo si nos capturan. Además, tú misma dijiste que nuestra vida durará el tiempo que

se me ha dado. Me sobrevendrá la vejez y te arrastraré conmigo. Iremos al Vacío de

todas formas.

—¿Vivirías huyendo?

—Desafiaré las leyes divinas, si es a tu lado.

Shiro lo contempló durante largo rato antes de volver a hablar. En sus ojos brillaban las

estrellas del cielo, dispuestas en constelaciones.

—Yo también.

Hizo una pausa. Parecía contrita.


—Debo confesarte algo. No vivirás cuánto se te ha dado. Esos edictos ya no prevalecen

sobre ti. Lo cierto es… que no envejecerás. Serás siempre como ahora te veo y la luz de

la luna brillará en tus ojos, así como lo hace en los míos.

Shiro sujetaba a Ikki con fuerza, temblando. Él fue a decir algo, pero ella puso un dedo

en sus labios.

—Temía decírtelo, porque poseer un gran poder corrompe a las personas, como has

aprendido dolorosamente. —Hizo otra pausa, seguida de una sonrisa radiante que

encendió el pecho de Ikki como una pira—. Pero contigo, mi temor era en vano.

Shiro besó los labios de Ikki tiernamente antes de desvelar la verdad última.

—Permanecerás en este mundo mientras nuestro amor perdure. Eso es un lazo de

sangre.

—Entonces me has dado la vida eterna.

Se dice que, cuando Kano y varios hermanos acudieron al templo atraídos por el

tumulto de la pelea, hallaron un círculo de sangre escarlata y plateada en el suelo. En su

centro, clavada en la madera de ciprés, estaba la espada de Ikki, envuelta en un halo de

neblina grisácea.

Los hombres juraron ver a una lechuza nívea saliendo por una claraboya. Junto a ella,

planeaba un halcón albino.

Volaban en dirección a la luna creciente.

Susanoo

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