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Psicoanálisis de una boda

Fernando Vizcaíno Casas


Adaptación
PERSONAJES
Enrique de la Garza — El novio, de mediana edad, un hombre de porte que
siempre usa traje y es enérgico.

Cristóbal — El mayordomo, refinado para su trabajo.

Rodrigo Languardia — El notario, de la edad de Enrique aproximadamente. Es un


despistado.

María Isabel Lascuraín — La novia, una mujer de clase y adinerada; es guapa,


simpática, y alegre

Rosario Lascuraín — La madre de la novia es una mujer distraída.

Aníbal Lascuraín — El padre de la novia, un hombre de negocios e imponente


personalidad.

Catalina “La Duquesa” — Una anciana despiadada, una villana que buscaría
hacer lo que sea con tal de protegerse a ella y a su familia.

Padre — Un sacerdote ejemplar ante el público pero un mujeriego a espaldas del


mundo.

Luisa — La ama de llaves, una mujer tímida, paciente, cálida y honesta.

Teresa Villaseñor — La ex del novio, una joven engreída y dispuesta a todo.

Salazar — El ex de la novia, un hombre romántico, carismático, dispuesto a todo


por recuperar a su amada.

Impedimento — Hijo perdido de Enrique.

DECORADO
Decorado 1 — Casa de Enrique.

Decorado 2 — Casa de la familia de María Isabel.


PRIMERO ACTO
DECORADO 1

(Entra CRISTÓBAL, mayordomo de ENRIQUE, mientras este duerme. Se


encienden las luces. ENRIQUE en la cama, rezonga algo entre dientes y da media
vuelta para seguir durmiendo pero CRISTÓBAL no lo deja.)

CRISTÓBAL. — Señor… Señorito Enrique… (ENRIQUE murmura algo y da otra


media vuelta.) Perdóneme señor… Señorito Enrique…

(Pero ENRIQUE sigue durmiendo. CRISTÓBAL con gesto de dolor, toma de la


mesita de noche una botella de agua y la vierte sobre la cabeza de ENRIQUE,
este da un salto en la cama y se queda sentado en ella a la vez que grita.)

ENRIQUE. — ¡¿Pero qué demonios…?!, ¡¿Qué?!, ¡¿Qué pasa?! (responde


malhumorado)

CRISTÓBAL. — Lo lamento mucho, señor. Pero son las once.

ENRIQUE. — Demasiado temprano. Buenas noches.

(Vuelve a sumergirse en la cama.)

CRISTÓBAL. — (Destapando dignamente las sábanas.) Perdone señor, pero hoy


es el día.

ENRIQUE. — ¿Qué día?

CRISTÓBAL. — El día que debe ir a comprar los anillos para formalizar su


compromiso con su prometida

ENRIQUE. — ¡Es verdad! A las doce…

CRISTÓBAL. — Efectivamente. A las doce.

ENRIQUE. — (Levantándose.) Se me hizo tarde… (A CRISTÓBAL) ¡Vamos,


ayúdame…!

(CRISTÓBAL le ayuda a ponerse un batín y las zapatillas.)

CRISTÓBAL. — ¿Qué traje desea ponerse el señor?

ENRIQUE. — ¿Qué tal el clima?

CRISTÓBAL. — Magnífico. Un día de primavera tan cálido.


ENRIQUE. — Y después, almuerzo con ella en casa de sus padres ¿Verdad?

CRISTÓBAL. — Efectivamente.

ENRIQUE. — Entonces un traje *****, Cristóbal. (Muy solemne.) *****.

(CRISTÓBAL, abre el armario y dentro hay colgadas infinidad de perchas, pero


sólo una tiene traje. Un traje ******, naturalmente.)

CRISTÓBAL. — (Mientras lo coge de la percha.) El señor sabe siempre escoger el


traje más propio para cada momento.

ENRIQUE. — Eso lo sé. Auméntate veinte pesos en tu cuenta.

CRISTÓBAL. — Muchas gracias señor, pero en estas circunstancias no sé si


debo…

ENRIQUE. — Sí que debes Cristóbal. Aunque nunca tanto como yo, naturalmente.

CRISTÓBAL. — A propósito, también llamó la señorita Teresa.

ENRIQUE. — ¿Teresa? ¡Pero qué encantadora! ¡Y cómo la quiero, Cristóbal!

CRISTÓBAL. — Está muy triste señor.

ENRIQUE. — ¿Triste? ¿Por qué?

CRISTÓBAL. — No le agrada que vaya a casarse con la señorita María Isabel.

ENRIQUE. — Pero ya se lo expliqué todo. Mi boda es…una inversión… Y


además, la señorita María Isabel es un amor.

CRISTÓBAL. — No lo dudo señor.

ENRIQUE. — ¿Ya te diste cuenta? Es la heredera de las Papas Provis.

CRISTÓBAL. — Claro que me he dado cuenta. Llevamos varias semanas


alimentándonos exclusivamente con semejantes chucherías.

ENRIQUE. — (Dignísimo y con una sonrisa amplia) Que son muy ricas…

CRISTÓBAL. — No me cabe duda señor. Pero uno, humildemente, prefiere los


Tachitos.

ENRIQUE. — ¡Tú eres un raro! Vamos, dame el traje, no se me vaya a hacer


tarde…
(CRISTÓBAL le entrega su hermoso traje y ENRIQUE sale con él mientras que
CRISTÓBAL empieza a tender la cama. Suena el timbre, CRISTÓBAL se alisa el
pelo y abre. Es RODRIGO.)

RODRIGO. — Buenos días…

CRISTÓBAL. — Buenos días señor…

RODRIGO. — Perdóneme… ¿Vive aquí Enrique?

CRISTÓBAL. — Enrique… ¿Qué?

RODRIGO. — Enrique de la Garza.

CRISTÓBAL. — En efecto. Pase señor.

(RODRIGO se introduce.)

RODRIGO. — Si está ocupado puedo volver después… No quisiera molestarle.

CRISTÓBAL. — No hace falta, no molesta. ¿A quién anuncio?

RODRIGO. — Señor Languardia. Bueno, mejor dígale que ha venido Rodrigo, solo
Rodrigo ¿comprende?

CRISTÓBAL. — Sí señor. Con su permiso…

(Sale CRISTÓBAL. RODRIGO pasea por la habitación. Suena el teléfono,


RODRIGO se sobresalta pero ante la insistencia de la llamada contesta y
pregunta.)

RODRIGO. — (Hablando por teléfono.) ¿Dígame?… (Lo que le dicen debe ser
algo feo y además se lo dicen a gritos. RODRIGO enojadísimo, objeta.) ¿Y por
qué tiene usted que mezclar a mi padre en esto señorita…?

(Se nota que han colgado. También, cuelga RODRIGO en el momento en que
entra ENRIQUE, ya vestido de gris claro, eufórico y afectivo.)

ENRIQUE. — (Abriendo los brazos a su amigo.) ¡Rodrigo! ¡Qué milagro volver a


verte…!
RODRIGO. — Hola Enrique ¿cómo estás?
ENRIQUE. — ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de susto?
RODRIGO. — Es que… (Mirando a todos los lados.) Deberías tener mucho
cuidado...
ENRIQUE. — ¿Qué tenga cuidado? ¿De qué?
RODRIGO. — Acaban de llamar por teléfono… Era para ti… Yo conteste pero sin
darme tiempo a preguntar nada, una voz femenina me llenó de insultos. Luego,
colgó.
ENRIQUE. — ¡Ah, no te preocupes! Seguro fue Teresa. Es inofensiva, Pero
siéntate, hacía años que no nos veíamos, al menos cuatro años…
RODRIGO. — Cinco. Todavía estaba yo en la Notaría de Rioverde.
ENRIQUE. — ¿Te mudaste?
RODRIGO . — Gané un puesto.
ENRIQUE. — ¿Y eso está bien?
RODRIGO . — (Ofendido por la ignorancia de ENRIQUE) ¡Pues sí! En este lugar
justo donde estoy ahora tengo hasta agua diario, pero bueno ¿a qué te dedicas?
ENRIQUE. — Negocios.
RODRIGO. — ¿De construcción?
ENRIQUE. — No. Eso ya no.
RODRIGO. — ¿Entonces?
ENRIQUE. — (Nervioso) Pues…invierto dinero. ¡Sí! (Cambia de tema) Por cierto,
¿cómo van tus finanzas?
RODRIGO. — ¿De qué?
ENRIQUE. — No vayas a decirme que no sabes en qué consiste el riesgo
bancario…¿verdad?
RODRIGO. — Pues no lo sé…
ENRIQUE. — (Sorprendido.) ¡¿Qué no lo sabes?! (Llamando.) ¡Cristobal!
¡Cristobal! (A RODRIGO) ¿Con qué Bancos Trabajas?
RODRIGO. — Ahí, en el pueblo, no hay más que una sucursal de Banorte. Pero
yo solo voy cuando tengo que hacer algún movimiento...
ENRIQUE. — (Con desprecio.) ¡Qué pena!...
(Entra CRISTOBAL.)
CRISTOBAL. — ¿Llamaba, señor?
ENRIQUE. — ¿Tenemos por ahí alguna chequera para treinta mil pesos?
CRISTOBAL. — Creo que sí.
ENRIQUE. — Tráela, por favor…
(Sale CRISTOBAL.)
ENRIQUE. — (A RODRIGO.) Pon atención,voy a enseñarte una derivación del
Código de Comercio..
RODRIGO. — ¿Puedes hablar en español?
ENRIQUE. — ¡Que debes tener un informe bien hecho!
RODRIGO. — ¿En dónde?
ENRIQUE. — ¡En el Banco, ¿dónde más?!, mentalidad de tiburón (Lo toma por los
hombros y mira el techo inspirado) haces una cuenta y…(chasquea los dedos en
la cara de RODRIGO) se hace dinero en seguida.
(Entra CRISTÓBAL con la agenda, chequera y lapicero.)
ENRIQUE. — (A RODRIGO.) Mira, Rodrigo, tú eres un Notario sensacional, pero
de estas cosas no tienes ni idea, pero no te preocupes para eso me tienes a mí.
(A CRISTÓBAL.) Dame... (CRISTÓBAL le da la chequera a ENRIQUE.) ¿Cómo
tenemos el 25 de mayo?
CRISTÓBAL. — Bastante cargado.
ENRIQUE. — ¿Y el veintinueve?
CRISTÓBAL. — (Siempre consultando la agenda.) Es sábado.
ENRIQUE. — ¡Perfecto!
CRISTÓBAL. — (A ENRIQUE.) Recuerde que para entonces y si Dios quiere
usted estará casado.
ENRIQUE. — ¡Es verdad! (A RODRIGO.) Entonces, le pagaré. Descuida.
RODRIGO. — No me habías dicho que te casabas...
ENRIQUE. — Pues sí, me caso. Ahora te explicaré. (Poniéndole delante la
chequera.) Pero antes que nada firma aquí, anda… Donde esta la rayita…
RODRIGO. — Date cuenta de que mi firma...
ENRIQUE. — No te pido que pongas el garabato ese de los notarios, no seas
tonto. Nada más que una firmita corriente...Me la aceptara a mí y aquí no ha
pasado nada ¿No?...
RODRIGO. — Sí…
ENRIQUE. — (Insistiendo.) Bueno, ¡firma...! (RODRIGO, que es un pedazo de
pan, firma. ENRIQUE toma la chequera, sopla para secar la tinta y se la da a
CRISTÓBAL.) Toma, Cristóbal. Llévala enseguida al banco. (Lo detiene) ¡Espera!
Tengo que firmarlo también... (Firma también ENRIQUE. Vuelve a dársela a
CRISTÓBAL.)
CRISTÓBAL. — (A ENRIQUE.) Sería conveniente darle algo de dinero a quienes
les debe…
ENRIQUE. — Tienes razón. Cinco mil. El resto me lo traes. Y te quedan tres para
ti..
CRISTÓBAL. — Muchas gracias... Lo haré de inmediato... (A RODRIGO.) Mucho
gusto señor…
(Sale CRISTÓBAL.)
RODRIGO. — Bueno, Enrique, pero cuéntame… ¿andas mal de dinero?
ENRIQUE. — (Desinteresado) Siempre.
RODRIGO. — ¿Pero no dices que te vas a casar?
ENRIQUE. — ¡Pues por eso!
RODRIGO. — (Indignado.) ¡¡Enrique!!
ENRIQUE. — No pienses mal. Estoy bastante enamorado. María Isabel es una
muchacha sensacional. Buena, guapa, dulce, comprensiva. Y además, hija única
del propietario de las Papas Provi.
RODRIGO. — Ah, ¿Entonces te casas por eso?
ENRIQUE. — Claro que no. Me caso porque la quiero. Pero a pesar de eso no
podría hacerlo de no darse esta muy favorable circunstancia. Porque casarse sale
muy caro, ¿sabes? Y yo me caso a crédito. Un crédito que me conceden todos en
atención a mi futuro suegro.
RODRIGO. — No me gusta.
ENRIQUE. — ¿Mi futuro suegro?
RODRIGO. — No. El que te cases así.
(Suena el teléfono.)
ENRIQUE. — Contesta. Debe ser Teresa. Hazte el loco.
(RODRIGO coge el teléfono.)
RODRIGO. — ¿Dígame? (Se oyen voces inconcretas, pero altísimas, que el pobre
RODRIGO ha de alejar el teléfono de su oído. Cuando se hace un silencio dice:)
Yo se lo diré, descuide... (Cuelga. A ENRIQUE.) Sin duda era la de antes, Teresa.
ENRIQUE. — Le gusto. Y además, llevamos dos años, que tampoco es ninguna
tontería. Pero ella sólo gana 8 mil pesos quincenales en una empresa cualquiera.
Y sobre todo: no es mi tipo. Mi tipo es…(suspira) María Isabel. ¡Qué mujer,
Rodrigo! ¡Qué ojos, qué simpatía, que clase...!
RODRIGO. — ¡¡¡Y qué cuenta!!!…
ENRIQUE. — No debe estar mal, no. ¡Ah! Además resulta que a mi futuro suegro
le caigo muy bien. Y eso que aún no me conoce. Desde luego, el hombre se
merece este sacrificio que voy a hacer por él....
RODRIGO. — ¿Qué sacrificio?
ENRIQUE. — ¡Pero Rodrigo! ¿No te lo he dicho ya? Sacrificar mi dignidad y poner
a mi suegro por delante para que todo el mundo me fíe los gastos de la boda...!
MUTACIÓN
(El living en casa de MARÍA ISABEL. Está probándose un sombrero delante del
espejo. Junto a ella su madre que es una señora encantadora y despistada.)
MARIA ISABEL. — ¿Qué te parece, mamá?
ROSARIO. — Precioso, hija.
MARÍA ISABEL. — ¿Y tú crees que será propio para el juzgado mamá…?
ROSARIO. — ¿Qué pasa en el juzgado? ¿Es que tienes algún pleito otra vez?
MARIA ISABEL. — ¡Mamá! Que tendremos que ir mi novio y yo a lo del
matrimonio civil… o como se llame eso…
ROSARIO. — ¡Ah, es verdad! Como tengo esta cabeza. Sí me parece propio, muy
lindo, María Isabel, luces perfecta
MARIA ISABEL. — Espero que le guste…
ROSARIO. — ¿A quién?
MARÍA ISABELA. — ¿Pues, a quién más? A mi novio.
ROSARIO. — ¡Ah, claro! A tu novio. Aunque no le conozco, me cae re bien tu
novio. Por cierto, ¿cómo se llama?
MARÍA ISABELA. — ¡Pero mamá! Se llama Enrique.
ROSARIO. — ¿Enrique? Seguro tiene un segundo nombre. No me suena.
MARÍA ISABELA. — Estás cada día más despistada. (Abrazándola) Hasta luego.
Acuérdate que comemos en casa.
ROSARIO. — Claro hija; como siempre.
MARÍA ISABELA. — No, no mamá; quiero decir que comemos en casa Enrique y
yo…
ROSARIO. — ¿Lo sabe la cocinera?
MARÍA ISABELA. — Claro, mamá, adios...
ROSARIO. — Hasta luego, hija.
(Sale MARÍA ISABELA. ROSARIO toca una campana. Entra LUISA, doncella.)
LUISA. — ¿Llamó usted, señora?
ROSARIO. — Si, Aurelia…
LUISA. — Perdón, señora. Me llamo Luisa.
ROSARIO. — ¡Es verdad hija, es verdad! ¡Pero qué nombres tan difíciles se
ponen! Oiga ¿qué día es hoy?
LUISA. — Miércoles. Miércoles veintitrés. ¿Ya lo olvido? (Va entrando ANÍBAL)
ANÍBAL. — Hola, Rosario...
ROSARIO. — (Levantándose.) Hola, Aníbal. ¿Qué tal el viaje?
ANÍBAL. — Pero si vengo de la oficina, mujer. A Monterrey me voy la semana que
viene... (A LUISA.) Luisa ¿Puede traerme una cerveza...?
LUISA. — En seguida, señor…
(Sale LUISA.)
ROSARIO. — ¿Sabes lo de la chica?
ANÍBAL. — ¿Qué le pasa a la chica?
ROSARIO. — Que hoy se compromete con su novio. Ese muchacho tan simpático
que nunca me acuerdo como se llama...
ANÍBAL. — Obviamente lo sé, Rosario. Y también recuerdo que comen aquí con
nosotros…
ROSARIO. — (Con admiración.) Tienes una inteligencia impresionante Aníbal.
ANÍBAL. — A propósito de eso, he pensado una cosa.
ROSARIO. — ¿Sobre el menú?
ANÍBAL. — ¡No, mujer! Sobre la boda.
ROSARIO. — Dijiste que cuanto antes, ¿no?
ANÍBAL. — Sí. Pero primero quisiera hacer una prueba.
ROSARIO. — (Sin entender nada.) ¿Una prueba?
ANÍBAL. — Verás. He pedido informes bancarios de Enrique.
ROSARIO. — ¿De Enrique? ¿Quién es Enrique?
ANÍBAL. — El novio de la chica...
ROSARIO. — ¡Ah, sí! Creo que se llama Salazar.
ANÍBAL. — ¡Enrique mujer, Enrique! En fin, no son demasiado buenos
¿comprendes?
ROSARIO. — ¡Pero se quieren tanto!
ANÍBAL. — Sin embargo, creo que deberíamos cerciorarnos de que no se casa
simplemente por el interés.
ROSARIO. — ¿La chica?
ANÍBAL. — ¡El novio, mujer! ¡Esto ya es demasiado...!
ROSARIO. — Perdón, perdón... Tengo la cabeza en otro lado…
ANÍBAL. — Y he tenido una idea. Hoy, cuando estemos aquí comiendo, vamos a
decirle a Enrique que estamos arruinados. Que en una jugada de bolsa lo hemos
perdido todo.
ROSARIO. — (Muy asustada.) ¡Aníbal, no me digas eso! ¿Lo hemos perdido todo
en la bolsa? ¡Ay, Dios mío...!
ANÍBAL. — (Colmándose de paciencia.) Estamos más ricos que nunca, Rosario.
Pero se trata de probar al novio de María Isabel, de conocer sus intenciones... Si a
pesar de la noticia, insiste en casarse, es que la quiere de verdad ¿entiendes?
ROSARIO. — ¡Qué peso me quitas de encima! Ahora ya lo entiendo todo... Una
idea sensacional. Como todas las tuyas...
ANÍBAL. — Por si acaso, tú no hables nada. Yo se lo diré con mucha seriedad. Y
veremos cómo reacciona…
ROSARIO. — ¿Y si se echa para atrás?
ANÍBAL. — Entonces, señal de que venía sólo por el dinero de la niña. Bueno,
mejor dicho, por nuestro dinero…
ROSARIO. — (Contentísima.) ¡Genial, Aníbal, genial! (De pronto seria.) ¿De
verdad no es cierto que estemos arruinados?
ANIBAL. — ¡Por Dios mujer! Nada de eso. Pero me interesa mucho conocer la
reacción de ese muchacho que aspira a ser mi yerno. Me interesa muchísimo…
¡Susto que le voy a dar...!
MUTACIÓN
(ENRIQUE frente al espejo, termina de ajustar la corbata. CRISTÓBAL a su lado,
le mira complaciente, RODRIGO, está sentado hojeando un periódico.)
ENRIQUE. — (A CRISTÓBAL) Impresionante. ¿No es así?
CRISTÓBAL. — Desde luego, señor. Se ve muy elegante.
ENRIQUE. — Si en la joyería no me fían el anillo, serían unos tontos. (A
CRISTÓBAL. Imperativo.)
ENRIQUE. — ¿A dónde vas ahora, Rodrigo?
RODRIGO. — (Sin levantarse.) No sé... A lo mejor me doy una vuelta por alguna
plaza. Suelo ir siempre que vengo a San Luis...
ENRIQUE. — Bueno, entonces me llevas. Quede de verme con María Isabel cerca
del Campestre.
RODRIGO. — Te advierto que no traje el coche.
ENRIQUE. — Es igual. Te acepto la invitación a taxi.
(Entra CRISTÓBAL)
ENRIQUE. — Bueno, en marcha. (A CRISTÓBAL) Tú ya sabes: al Banco
enseguidita; En cuanto finalice la ceremonia nupcial tendremos dinero para pagar
a las personas que les debo. (A RODRIGO que se habrá levantado.) Querido
Notario Languardia… (Inicia el mutis. Justamente entonces suena el timbre de la
puerta. Enrique se detiene. Muy serio, dice:) ¡Cuidado!
CRISTÓBAL. — (En voz baja.) Voy a ver.
(Se acerca a la mirilla de la puerta. Se vuelve horrorizado. Siempre en voz baja.)
CRISTÓBAL. — ¡La señorita Teresa!
ENRIQUE. — (A CRISTÓBAL.) Salgo por la puerta de servicio, Cristóbal...
Quítatela de encima como puedas... Dile que me he marchado a Roma..., o a
Vietnam del Sur; es igual... (Teniendo una idea.) ¡Espera! (A RODRIGO.) Rodrigo,
hazme un favor grandísimo, ¿quieres?
RODRIGO. — (Que no entiende nada.) ¿Pero qué pasa?
(Suena otra vez el timbre. Ahora más insistentemente.)
ENRIQUE. — Tienes que ayudarme, Rodrigo. Te vas a quedar aquí y cuando
entre esa mujer, preséntate como... qué se yo... como uno del juzgado... Invéntate
cualquier cosa para que se asuste y se marche.
(Tercer timbrazo. Tremebundo.)
RODRIGO. — Oye, pero... ¿Quién es?
ENRIQUE. — Teresa... La que habló contigo por teléfono...
RODRIGO. — ¿La loca?
ENRIQUE. — Exacto... Hazlo por mí, Rodrigo... Por los viejos tiempos... (Sin darle
tiempo a responder inicia el mutis.) ¡¡Adiós!!
(Sale corriendo. Y cuando está sonando un nuevo timbrazo, CRISTÓBAL abre.
TERESA entra.)
TERESA. — (Apartando a CRISTÓBAL sin demasiados miramientos.) ¿Dónde
está ese patán?
CRISTÓBAL. — (Sin perder la solemnidad.) ¿A quien se refiere la señorita?
TERESA. — ¡Usted entiende! A su señorito…
CRISTÓBAL. — Lo siento. El señor está fuera.
TERESA. — ¿Ah, sí? Ya veremos…
(Husmea por todos lados. Abre puertas mientras CRISTÓBAL insiste.)
CRISTÓBAL. — Le aseguro que no está, señorita Teresa. Ni en casa ni en San
Luis. (Le hace señas a RODRIGO para que intervenga.) ¿Verdad que no está,
señor?
RODRIGO. — No… no está…
TERESA. — (Se planta frente a RODRIGO. Descarada.) ¿Y usted quién es?
RODRIGO. — Rodrigo Languardia, para servirle.
CRISTÓBAL. — El señor es del Juzgado.
RODRIGO. — Bueno, realmente... Digamos mejor que pertenezco a la
Administración de la Justicia.
TERESA. — ¿Conoce a Enrique?
RODRIGO. — Sí señorita.
CRISTÓBAL. — (Siempre al quite.) Por razones profesionales, las deudas
lamentablemente agobian al señor.
TERESA. — (Cortándole.) ¿Acaso a usted también le debe dinero?
RODRIGO. — Pues a mí todavía no.
CRISTÓBAL. — Pero a sus clientes... ¿comprende usted? El señor Languardia
es... es…
RODRIGO. — (Sin poder ya más.) Notario.
TERESA. — Pues mucho gusto: pero a mi no me importa. Yo necesito ver a
Enrique y no me voy hasta que llegue.
(Se sienta.)
CRISTÓBAL. — Para nosotros sería un placer tenerla aquí, señorita, pero ahora
mismo vamos saliendo…
TERESA. — Allá ustedes... Yo me quedo.
CRISTÓBAL. — Pero lo del Banco... (A RODRIGO.) Es urgentisimo, señor
Languardia, usted lo sabe...
TERESA. — (En sus trece.) Yo me quedo.
RODRIGO. — (Siempre tímidamente.) Podría quedarme yo también…
CRISTÓBAL. — (A RODRIGO ) Pero señor, comprenda mi responsabilidad... (A
TERESA) Señorita, si fuese usted tan amable...
TERESA. — Yo me quedo.
CRISTÓBAL. — (Rindiéndose nerviosamente.) Bien. Iré al Banco solo. (A
RODRIGO.) No tardaré señor.
(Sale CRISTÓBAL. TERESA saca un cigarro, ofrece a RODRIGO, que sigue de
pie, muy hambriento.)
TERESA. — ¿Quiere?
RODRIGO. — Gracias, no fumo.
TERESA. — No me extraña. (Lo barre con los ojos y lo mira con desdén) Con esa
pinta.
RODRIGO. — ¿No le gusta mi aspecto?
TERESA. — Obviamente no. Ese traje le sienta fatal. Y la corbata es corriente. Y
los zapatos… Claro que una está acostumbrada a Enrique, siempre luce como un
galán de cine ¿Me entiende?…
RODRIGO. — Tiene usted razón.
TERESA. — ¡Pues claro! Mira que lo que me ha hecho ese tonto… ¿No lo sabe?
(Gesto de ignorancia de RODRIGO.) Pues venga y se lo contaré… ¡Pero siéntese,
que debe estar agusto…!
RODRIGO. — (Sentándose.) Con su permiso…
TERESA. — Pues vera. (Inciso.) Oiga, a propósito, ¿Como dijo que se llamaba?
RODRIGO. — Rodrigo
TERESA. — ¡Qué nombre! Después de todo es el que mejor le sienta a usted…
(Volviendo al tema.) Pues le decía que Enrique y yo éramos…, vamos a llamarle
novios. Y usted ya me entiende.
(Risita de RODRIGO. Ante el gesto de TERESA, la corta en seco para preguntar:)
RODRIGO. — ¿Y llevaban mucho tiempo…, bueno; de novios?
TERESA. — Más de dos años. Enrique me conoció cuando yo actuaba, era la
estrella, la empresa me consideraba importante.. tanto que ponía mi nombre en
grande en los anuncios.
RODRIGO. — (Meloso) Como usted merece..
TERESA. — Hasta que una noche vino Enrique… Usted ya lo conoce, otra cosa
no tendrá, pero simpatía… ¡Ay, Señor, y qué imbécil más simpático…!
RODRIGO. — Tampoco es mal chico, en el fondo…
TERESA. — Muy. muy en el fondo…, quizás. Pero bueno…
RODRIGO. — ¿Se enamoró de él?
TERESA. — ¡Enamorarme…! Me cayó bien apenas me lo presentaron.
(Recordando con agrado.) ¡Cuando le da la gana conquista a todas!
RODRIGO. — ¿Qué le dijo?
TERESA. — “Preciosidad. Mañana pondré una demanda por que no te hayan
incluido entre los monumentos dignos de verse en París.”
RODRIGO. — (Enloquecido de entusiasmo) ¡Precioso! ¡Precioso!
TERESA. — Sí… pero no fue solo eso. Enseguida añadió: “La vida está llena de
cosas bonitas, por ejemplo tú”
RODRIGO. — ¿Eso también se lo dijo? ¡Es muy bueno!
TERESA. — Tenía razón, claro
RODRIGO. — ¡Ah!, pero entonces , usted no es…
TERESA. — Yo soy de Matehuala, querido. Lo que pasa es que la profesión exige
lo suyo. Y hay que olvidarse de las raíces o no salen contratos. Al principio la
pasabamos muy bien. Tiene mucho futuro Enrique y es muy valiente. Hasta que
hace unos meses, el muy imbécil…
(Rompe a sollozar.)
MUTACIÓN
(ROSARIO, pasea de arriba abajo, inspeccionando unas mesitas con canapés y
un carrito lleno de botellas. Junto a ella. LUISA.)
ROSARIO. — No se habrá olvidado de lo que beben todos ¿verdad?
LUISA. — ¿De qué, señora?
ROSARIO. — ¡Ay, hija, pero que lenta es usted! De esa bebida así amarillenta que
está tan de moda y que está carísima.
LUISA. — Se refiere usted al whisky. (Señalando.) Ahí está…
ROSARIO. — ¿Y las aceitunas? ¿Y los canapés de salmón?
LUISA. — (Señalando.) Mírelos, señora…
ROSARIO. — Está todo espléndido, ¿verdad? Hay que causar buena impresión
desde el primer día. Eso es muy importante.
LUISA. — El aperitivo está perfecto señora.
ROSARIO. — (Como acordándose de algo.) ¡Eso era!
LUISA. — ¿Qué ocurre?
ROSARIO. — ¡La langosta! ¡Nos olvidamos de la langosta!
LUISA. — Creo recordar que nunca había pensado poner langosta.
ROSARIO. — ¡Es verdad! (Tomándole la mano agradecida.) ¡Qué peso me quita
de encima, Amelia...!
LUISA. — (Con desesperación.) Luisa, señora, Luisa...
ROSARIO. — Eso, Luisa. Usted me entiende...
(Entra ANÍBAL.)
ANÍBAL. — (A ROSARIO.) ¿Qué tal?
ROSARIO. — Muy bien, Aníbal, muy bien. No te preocupes. Será un aperitivo
ligero. Y luego, la comida..., ¡qué comida Aníbal...!
ANÍBAL. — Bueno (A LUISA dándose cuenta de que está al tanto.) Luisa, vea
cómo marchan las cosas por la cocina...
LUISA. — Si, señor...
(Sale LUISA.)
ROSARIO. — Hay canapés calientes..., y de los otros..., y champán francés..., y
un banquete glorioso…
ANÍBAL. — (Llevándola a un ángulo, en tono confidencial.) ¿Pero no te acuerdas
de lo que hemos hablado antes?
ROSARIO. — (Disimulando) Si, claro... (De pronto.) ¿A qué te refieres?
ANÍBAL. — A mi idea de simular que quedamos en la ruina... Al truquito de probar
las intenciones de ese muchacho haciéndonos los pobres...
ROSARIO. — (Desinflada.) No me acordaba. (De pronto.) Entonces, ¿te parece
que quitemos todo esto?... Y si quieres, abro unas latas de sardinas que siempre
dan en las despensas...
ANÍBAL. — No, no; déjalo. Pero por favor, Rosario, no te olvides mientras esté
aquí Enrique de aparentar mucha tristeza... sin ánimos de nada…
ROSARIO. — (Extrañadísima.) ¿Por qué?
ANÍBAL. — ¡Rosario, por Dios! ¡Porque estamos arruinados!
ROSARIO. — ¡Pero no es verdad!…
ANÍBAL. — ¡Claro que no! Pero hay que aparentarlo…
(Suena el timbre.)
ROSARIO. — ¡Dios mío, ahí están...! Y yo sin arreglar. Vamos cariño, ¡Vamos!...
(Sale ROSARIO. ANÍBAL pasea; pica una aceituna. En seguida entran ENRIQUE
y MARÍA ISABEL tomados del brazo. MARÍA ISABEL anima a ENRIQUE, que está
bastante apocado, como es natural en este trance.)
MARÍA ISABEL. — Pasa, amor, sin miedo... Mira; este es mi padre...
(Presentando.) Y este es Enrique, papá. Mi novio…
ANÍBAL. — Mucho gusto.
ENRIQUE. — Encantado.
ANÍBAL. — ¿Quiere sentarse?
ENRIQUE. — Con permiso...
(ENRIQUE Y ANÍBAL se sientan. MARÍA ISABEL ha ido hacia los canapés y las
botellas.)
MARIA ISABEL. — ¡Cuántas cosas...! ¡Y qué buenas!
ANÍBAL. — (Fúnebre.) Mamá ha hecho un esfuerzo... Como venía tu novio...
ENRIQUE. — No debieron molestarse....
ANÍBAL. — En estos casos es preciso apostar todo, como se dice vulgarmente,
aunque no se pueda.
ENRIQUE. — (Animando la cosa.) Y cuando se puede... ¿eh?.... Cuando se
puede, con mayor motivo....
ANÍBAL. — Sí. Para los que pueden, debe ser muy hermoso consentirse así.
ENRIQUE. — (Mosca.) ¿Cómo dice?
(MARIA ISABEL se incorpora al grupo. Tiene un vaso de whisky en la mano. Se lo
ofrece a ENRIQUE.)
MARIA ISABEL. — Toma. Es tuyo.. (A ANÍBAL.) ¡Si vieras cómo le gusta el
escocés...!
ENRIQUE. — (Disimulando.) Se entiende con la debida moderación...
MARIA ISABEL. — ¡Sí, sí, moderación!
ENRIQUE. — ¿Usted no bebe?
ANÍBAL. — Solo agua mineral sin gas.
ENRIQUE. — (Aulando.) ¡Gran idea! Es lo mejor... (A MARÍA ISABEL.) Oye, mi
vida ¿por qué no me cambias ésto por un vaso de agua mineral...?
MARIA ISABEL.. — ¡Pero amor...! Si tú dices siempre que sólo usas el agua para
usos higiénicos...
ENRIQUE. — (Muy digno.) Pero la mineral. La mineral me encanta. (A ANÍBAL.)
Bebo muchísima ¿sabe usted? A estas horas. Eso sí... sin gas.
ANÍBAL. — ¿Por el hígado?
ENRIQUE. — No, no. Mi hígado, gracias a Dios, no puede estar mejor.
ANÍBAL. — ¡Qué suerte! El mío es un dolor de cabeza...
(Pausa. Nadie sabe de qué hablar. Rompe el fuego ENRIQUE.)
ENRIQUE. — ¿Qué le gusta a usted?
ANIBAL. — Yo soy un hombre de negocios... Nunca tuve tiempo de leer
demasiado... Pero también tengo un hobby, como ahora se dice...
MARIA ISABEL. — ¡Y que no te pones pesado ni nada con él! (A ENRIQUE.)
Papá es un entusiasta de la entomología...
ENRIQUE. — (Que no tiene ni idea de lo que es eso.) ¡¡MaraviIloso!! Una afición
muy original...
ANÍBAL. — Bueno, no tanto. En México somos varios entomólogos aficionados.
ENRIQUE.. — ¿Ah, sí?...
(Se levanta ENRIQUE.)
ANÍBAL. — Y créame que acaba convirtiéndose en una pasión fascinante...
ENRIQUE. — (Acercándose a MARÍA ISABEL. A ANÍBAL.) Señor! No me creería
lo mucho que me encanta...
ANÍBAL.. — (Alegre.) ¡No me diga! ¿Pero usted?...
ENRIQUE. — Me entusiasma la entomología, don Aníbal, me encanta...
ANÍBAL. — ¡Perfecto! (Se levanta.) Ahora mismo le traigo mis últimas
adquisiciones... Ya verá, Seguro que te dará envidia... Con permiso...
(Sale ANÍBAL.)
ENRIQUE. — (A MARÍA ISABEL, por lo bajito.) Oye, mi vida, ¿qué es eso de la
entomología?
MARÍA ISABEL. — ¡Qué descarado eres...!
ENRIQUE. — No me dijiste que tenía que estar muy simpático? Pues ya ves.
MARÍA ISABEL. — Pero cuidadito con pasarte, Enrique. Que estás exagerando
demasiado.
ENRIQUE. — ¡Bah, no pasa nada! A mí esto se me da muy bien. Y por favor, dime
ya de una vez en qué consiste ese capricho de tu padre.
MARÍA ISABEL. — La entomología es la ciencia que estudia los insectos…
ENRIQUE. — ¡Pero qué asco...! (Entra DON ANÍBAL. Viene cabizbajo y triste. Sin
nada en las manos. A ANÍBAL.) Bien. Veamos esos insectos tan excepcionales...
ANÍBAL. — (Muy triste.) No. No se va a poder....
MARÍA ISABEL. — ¿Qué pasa? Los tienes en tu despacho...
ANÍBAL. — Los tenía. Hasta ayer.
MARÍA ISABEL. — ¿Y qué les pasó?
ANÍBAL. — Los vendí.
MARÍA ISABEL. — ¿Pero cómo que vendiste tus bichos?...
ANÍBAL. — Si, hija. (Sombrío.) Cosas…
MARÍA ISABEL. — ¡No lo puedo creer! ¡Si lo eran todo para ti!
ANÍBAL. — Pero hay veces en que nos vemos obligados a los mayores sacrificios
por las circunstancias... (A ENRIQUE.) ¿Verdad, amigo Enrique?
ENRIQUE. — (Creciente mosca.) Si..., si.... si... claro...
ANÍBAL. — (Animandose un poco.) Bueno: no comencemos con caras largas. (A
MARÍA ISABEL.) Sirve una copita de ron. Haré una excepción en homenaje a tu
novio…
ENRIQUE. — Muchas gracias; pero su hígado…
ANÍBAL. — ¡Bah! En algunos casos conviene alegrarse con unas copitas para
olvidar así las preocupaciones del dinero…
ENRIQUE. — Desde luego.
(Mosquísima.)
ANÍBAL. — Y hábleme de usted, Enrique. Comprenderá que necesitamos saber
algo sobre sus proyectos..., sobre sus realidades. María Isabel está acostumbrada
a vivir muy bien... demasiado bien. ¿Cree que podrá mantenerla en un nivel
similar...
ENRIQUE. — ¡En realidad, yo...!
(Afortunadamente entra ROSARIO, que corta el difícil momento. MARIA ISABEL
corre hacia ella. Se toma de su brazo.)
MARIA ISABEL. — ¡Mamá...! Ven, mamá... Por fin vas a conocer a mi novio... Se
llama ENRIQUE; acuérdate…
ROSARIO. — (Dando la mano para besar a ENRIQUE.) Claro que me acuerdo...
¡Faltaría más...! ¿Qué tal estás Salazar...?
MARIA ISABEL. — Mamá, recuerda que es Enrique, Salazar es historia.
(Apenada.)
ENRIQUE. — (Incómodo.) Feliz de conocerla. Y permítame que le diga, señora,
que siempre pensé que su hija era la segunda mujer más guapa de México.
Porque la primera es usted.
ROSARIO. — Ay, Dios mío (Apenada.)
MARIA ISABEL. — (A ROSARIO.) Mamá, ¿quieres tomar algo?...
ROSARIO. — No sé... No tengo mucho apetito...
ANIBAL. — Pero mujer ¡no puedes dejarnos solos...! ¿Qué te gustaría?
ROSARIO. — Me apetece un chocolatito con galletas. Pero es claro que no es el
momento....
MARIA ISABEL. — (Desde el sitio de los canapés, a su madre.) Aquí tienes de
todo. Salmón, caviar, langostinos con mayonesa... ¡Compraste de todo mamá!....
ROSARIO. — (Yendo hacia ella.) Yo no, hija. Papá, qué es el que paga las
facturas...
ANIBAL. — Y que lo digas…
ENRIQUE. — (Ya hecho puré.) Oiga... ¿Qué quiere decir con eso?
ANIBAL. — (Mira hacia las mujeres. Confidencial.) Ven, Enrique... (Se aleja unos
pasos.) Quiero que lo sepa antes que mi familia.
ENRIQUE. — Muchas gracias por su confianza... Pero cuente ya de una vez.
ANÍBAL. — (Solemne y serio.) Enrique... Estoy arruinado...
ENRIQUE. — (Balbuciente.) ¿Cómo dice? ¿Que ya no...? Pero… ustedes están...
Pero bueno, explíquese....
ANÍBAL. — Es que... No quiero que mi hija se ponga triste en su día especial.
ENRIQUE. — Le diré...
ANÍBAL. — Lo de María Isabel y usted no se cancelará... Hoy se hará el cambio
de anillos...
ENRIQUE. — (Desinflado.) Claro, claro…
ANÍBAL. — Vamos. A no ser que usted cambie de opinión al conocer lo
sucedido…
ENRIQUE. — ¿Cambiar de opinión? No lo entiendo, don Aníbal…
ANÍBAL. — Es fácil entender . Ahora ya no se casará usted con una rica heredera,
sino con una mujer humilde... Muy humilde, Enrique... Casi pobre
(MARÍA ISABEL se acerca a ellos.)
MARÍA ISABEL. — ¿Qué están secreteando? ¿No tiene hambre...?
ENRIQUE. — A mí se me está pasando...
MARÍA ISABEL. — ¿Se puede saber qué les pasa, que de pronto están tan
tristes?
ANÍBAL. — (A ROSARIO.) Verás, hija... Y tú, Rosario... Acércate. (ROSARIO se
acerca. Todos juntos.) Tengo que decirles algo muy importante.
ROSARIO. — Por cierto, Aníbal. He decidido teñirme el pelo de rubio.
MARÍA ISABEL. — ¡Mamá, por favor! (A ANÍBAL.) Me asustas. ¿Qué es lo que
ocurre?
ANÍBAL. — Una cosa inesperada. Y muy grave.
ROSARIO. — Pues yo creo que de rubio estaré mejor…
ANÍBAL. — (Sin hacer caso.) Enrique ya sabe algo... Se lo anticipé hace unos
momentos... Y la verdad: me gustó su primera reacción... (A ENRIQUE.) Sí,
muchacho, sí, me gustó.
MARÍA ISABEL. — (Angustiada.) ¿Pero qué ocurre?
ROSARIO. — Claro que a lo mejor, me dejo aquí (Señala.) un mechón oscuro…
MARÍA ISABEL. — ¡Por Dios, mamá! (A ANÍBAL.) ¿Quieres decirlo ya de una
vez?
ANÍBAL. — Bien. Ahí va. La Bolsa ha dado un vuelco inesperado y tremendo.
Como consecuencia de él, en estos momentos estamos totalmente arruinados.
ROSARIO. — Entonces, ¿no podré teñirme el pelo?
ANÍBAL. — Habrá que restringir los gastos... Creo que tendremos que
desprendernos de los coches. Y desde luego, venderemos la casa de Real de
Catorce.
MARÍA ISABEL. — ¡Papá pero eso es horrible! (A ROSARIO.) ¿Te das cuenta?
¡Por favor, entiende! Estamos arruinados!...
ROSARIO. — ¡Pero es una mentira! (De pronto, dándose cuenta. Exagerada.)
¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío...! (Llora.)
ANÍBAL. — Bueno mujer. Si Dios quiere saldremos adelante... Y en unos cuantos
meses lograremos cierto desahogo. Lo malo será ahora al principio...
MARÍA ISABEL. — ¿Y nuestra boda?
ANÍBAL. — Se casan. Ya se lo he dicho a tu novio. Desafortunadamente no habrá
banquete ni viaje de novios por el extranjero. Pero después de todo ¿eso qué
importa?
MARÍA ISABEL. — ¡Claro qué importa! (A ENRIQUE.) ¡Enrique! ¿Oyes ésto?
ENRIQUE. — Perfectamente.
ANÍBAL. — (A ENRIQUE.) Quiero repetirle una cosa, María Isabel ya no es la
misma que conoció. Si lo desea, puede romper el compromiso…
MARÍA ISABEL. — (A ENRIQUE.) ¡¡Enrique...!!
ENRIQUE. — (Poniéndose en pie muy teatral.) ¡Por favor, don Aníbal! Yo nunca
he pensado en el dinero de María Isabel, nunca jamás. Para mi, todo sigue igual…
MARÍA ISABEL. — (Abrazándolo.) ¡¡Enrique...!!
ROSARIO. — (A MARÍA ISABEL.) Hija, ¡aquí estamos nosotros!..
ANÍBAL. — Déjala, Rosario. El gesto merece una elusión... (A ENRIQUE.) A mis
brazos, Enrique. O mejor dicho: a mis brazos hijo
(CATALINA toca la puerta y LUISA cruza el escenario para abrir. Entran CATALINA
y el PADRE)
CATALINA. — María Isabel, ven y abrazame hija.
MARIA ISABEL. — (Corre a brazos de CATALINA y la abraza.) ¡¡Abuela!!
(Después de unos pocos segundos se separan y observa al PADRE.) Buenas
tardes padre.
ANIBAL. — (Frustrado.) ¿Qué hace aquí suegra? Que yo recuerde no la invitamos
a comer hoy. (Hablando para él.) Ni nunca.
CATALINA. — Traje al padre que llevará a cabo la boda, tiene que hablar unas
cosas con los novios… Además (Molesta.) ¿Qué era todo ese alboroto que se
escuchaba antes de entrar?
ROSARIO. — Hemos quedado en quiebra madre, lo hemos perdido todo
(Llorando y sollozando dramáticamente.)
PADRE. — (Consolandola.) Hija mía, Dios siempre ve por nuestro bien, ya veras
que tiene una misión para ustedes.
ANÍBAL. — (Harto mirando a CATALINA y al PADRE.) Si se pudieran retirar, es un
tema familiar.
CATALINA. — (Fastidiada.) Yo soy de la familia.
ANIBAL. — (En murmullos) La familia de las víboras. (Sacándolos de los
escenarios.) Ahora por favor…
PADRE. — Hijos míos, su odio solo los perjudica, el rencor que existe en su
corazón los alimenta de maldad. hagan las paces y verán como todo prosperará…
CATALINA. — (Molesta) Si, si…Ya nos vamos, pero por esas actitudes negativas,
están como están.
(Se acaba la escena.)
MUTACIÓN
(RODRIGO despidiéndose de TERESA, que se limpia las lágrimas.)
RODRIGO. — ¡Por favor, no llore más! Me parte el alma.
TERESA. — (Agarrándolo de las manos.) ¡Qué bueno es usted, Rodrigo! Pero eso
que me dijo me ha dejado muy triste.
RODRIGO. — Lo siento. Pero entre Enrique y usted no existe el menor
compromiso. Él es libre. Totalmente libre...
TERESA. — Pero yo también seré libre de partirle una pierna ¿o no?
RODRIGO. — El amor no se consigue con la violencia, Teresa...
(Cuando va a despedirse, ya en la puerta, esta se abre y entra CRISTÓBAL.)
CRISTÓBAL. — Buenas. (A TERESA.) ¿Sigue aquí?
TERESA. — Ya me voy, descuide... (A RODRIGO, mientras CRISTÓBAL se aleja.)
Me ha consolado mucho, Rodrigo. Gracias
(Le da la mano.)
RODRIGO. — Gracias a usted.
TERESA. — Adiós.
RODRIGO. — Adiós, Teresa...
(TERESA le otorga una mirada triste y se va. RODRIGO cierra la puerta y queda
pensativo. Sonríe. Se le acerca CRISTÓBAL.)
CRISTÓBAL. — ¿Qué tal, señor?...
RODRIGO. — ¿Qué tal? ¡Ah! muy bien… ¿Arregló lo del Banco?
CRISTÓBAL. — Tiene usted un informe bancario colosal, señor...
RODRIGO. — ¿Ah sí? Nunca me preocupé de averiguarlo…
CRISTÓBAL. — Por eso, señor... (De pronto.) ¡Pero son más de las cuatro y el
señor no ha comido.!
RODRIGO. — ¡Es verdad! Charlando con Teresa ni me di cuenta...
CRISTÓBAL. — Puedo ofrecerle lo único que tenemos en casa: Papas Provi.
Estan muy ricas
RODRIGO. — No, Cristóbal, muchas gracias. Pero no tengo ningún apetito.
(Se abre la puerta. Entra ENRIQUE desencajado y nervioso. CRISTÓBAL va hacia
el.)
CRISTÓBAL. — Buenas tardes, señor. ¿Qué tal la cena?
ENRIQUE. — Un desastre.
RODRIGO. — ¿Qué quieres decir?
ENRIQUE. — Pues eso: un desastre...
(Se derrumba en el sillón.)
CRISTÓBAL. — El señor parece malhumorado…
RODRIGO. — Efectivamente. Traes una cara malísima.
ENRIQUE. — ¿Les digo ya la noticia? Mi futuro suegro está arruinado...
CRISTÓBAL. — (Reaccionando) ¿Perdón?
RODRIGO. — ¿Pero cómo...?
ENRIQUE. — Como lo oyeron. La Bolsa ha dado un vuelco inesperado y don
Aníbal se quedó sin su fortuna.
CRISTÓBAL. — Y pensar que el de la tienda me aseguro que la fortuna de ese
señor se acercaba a los cincuenta millones.
ENRIQUE. — Se acercaba…
RODRIGO. — ¿Y tú qué has dicho?
ENRIQUE. — Yo soy un caballero, Rodrigo. Y además me gusta Maria Isabel.
CRISTÓBAL. — Magnífico, señor...
ENRIQUE. — Me dio pena la chica. Ella se enteró de que era pobre al mismo
tiempo que yo. Y si encima yo me arrepiento...
RODRIGO. — Bien hecho, Enrique...
CRISTÓBAL. — Sin embargo, señor...
ENRIQUE. — Si, ya lo sé: lo teníamos todo montado con base en la boda.
Nuestros prestamistas ya no esperarán más. Hay que hacer algo; es obligatorio
llevar a cabo el compromiso.
RODRIGO. — ¿Pero qué estás diciendo?
ENRIQUE. — Digo que no puedo quedar como un caza fortunas, pero que al
mismo tiempo no puedo mantener esas relaciones. Al menos por ahora...
CRISTÓBAL. — Tengo una idea, señor…
ENRIQUE. — ¿Cuál?
CRISTÓBAL. — Que sean ellos quienes rompan el compromiso…
ENRIQUE. — ¡Mira qué gracioso! ¿Pero cómo? Ahora soy un encanto ¿no
comprendes? Un caballero que no se fija en el dinero porque antepone el amor a
los intereses.
CRISTÓBAL. — Eso cambiará con un anónimo....
RODRIGO. — ¿Con un anónimo?
CRISTÓBAL. — Está clarísimo. El futuro suegro del señor recibe un anónimo,
contándole la mala vida del señor, sus trampas y sus amores con la señorita
Teresa. Y entonces, el futuro suegro del señor se opone a la boda.
ENRIQUE. — ¡Maravilloso Cristóbal!
RODRIGO. — Pero no me parece correcto....
ENRIQUE. — ¡Qué tontería! (A CRISTÓBAL) Trae un papel, Cristóbal.
(Sale CRISTÓBAL.)
RODRIGO. — ¿Tú la quieres Enrique?
ENRIQUE. — Ya te digo que bastante. Pero no puedo casarme con ella. ¿Con
qué, dime? Al menos, Teresa gana 8 mil pesos de lo que trabaja al menos…
RODRIGO. — Teresa es una chica estupenda.
ENRIQUE. — No te digo que no. Pero pobre. Y pobre por pobre, prefiero a María
Isabel.
RODRIGO. — ¿Entonces...?
ENRIQUE. — Tengo que cancelar el compromiso de boda. Imaginate el gasto que
se me viene encima. Luego, ya veremos.
RODRIGO. ¿Por qué no haces algo, ENRIQUE? ¿Por qué no trabajas?
ENRIQUE. — ¡Rodrigo! ¡Pero cómo se te ocurre!
RODRIGO. — Aunque sea..., anunciando camisas en la televisión…
ENRIQUE. — Para eso hace falta ser galán…
(Entra CRISTÓBAL, con una hoja de papel en la mano.)
CRISTÓBAL. — Señor…
ENRIQUE. — Vamos a ver... Siéntate ahí, Cristóbal... (CRISTÓBAL se sienta.) Y
escribe... (Dictando.) Señor don Aníbal Lascuraín. Soy un buen amigo suyo que no
quiere ver desdichada a su hija MARÍA ISABEL...
RODRIGO. — ¡ Eso es un poco fuerte...!
ENRIQUE. — Déjame ser. (A CRISTÓBAL dictando.) Ese Enrique de la Garza,
que quiere casarse con su hija, es un bueno para nada, una basura, un
prostipirugolfo, un mentecato, degenerado, cobarde…
RODRIGO. — ¡Enrique...!
ENRIQUE. — ¿Qué más da? Hay que cargar la mano... (A CRISTÓBAL dictando.)
Un huevón, baboso, un mequetrefe, (A RODRIGO.) Eso es verdad. (A
CRISTÓBAL dictando.) Con su simpatía les ha impresionado, pero no confíen en
él... (Piensa un momento, A CRISTÓBAL.) ¿Tú crees que queda bastante duro?
CRISTÓBAL. — No, señor…
ENRIQUE. — Pues no se me ocurre nada más para denigrarme... comprendelo,
esto de autoinsultarse, no es fácil… Fírmala ya.
RODRIGO. — ¿Cómo quiere que firme?
ENRIQUE. — Tienes razón. No firmes, Rodrigo.
CRISTÓBAL. — No, señor. Descuide.
RODRIGO. — (A ENRIQUE.) Me parece que con esa carta cierras definitivamente
todas tus posibilidades con María Isabel...
ENRIQUE. — A lo mejor. ¡Pero qué le voy a hacer! Las circunstancias mandan…
CRISTÓBAL. — (Terminando de escribir.) Listo, señor.
ENRIQUE. — Metela en un sobre.... Y ve a dejarla en su buzón discretamente.
CRISTÓBAL. — (Levantándose.) Voy corriendo, señor.
(Sale CRISTÓBAL.)
RODRIGO. — ¿Y qué piensas hacer?
ENRIQUE. — De momento, cancelar todas las obligaciones referentes a la boda.
Lo malo es que ya pagué el traje, bueno, puedo empeñarlo. Y ver cómo consigo
los diez mil pesos que me hacen falta. (De pronto.) Oye, ¿por qué no me firmas
otro chequecito?
RODRIGO. — (Levantándose.) No, Enrique. Ya no seré más veces cómplice de
tus locuras... No comprendo cómo las mujeres te hacen caso.
ENRIQUE. — Seguramente por eso: porque soy un loco.
RODRIGO. — Teresa está enamorada de ti. ¿Por qué la dejaste, Enrique?
ENRIQUE. — Ya te lo he dicho. Porque estoy enamorado de María Isabel.
RODRIGO. — Entonces, ¿por qué no te casas con María Isabel?
ENRIQUE. — Porque se ha venido abajo la operación financiera. ¿Cómo quieres
que te lo explique?
(Llaman a la puerta.)
RODRIGO. — ¿Esperas a alguien?
ENRIQUE. — ¡Con que no sea uno de los que les debo...!
RODRIGO. — ¿Abro?
ENRIQUE. — Bueno. «Que sea lo que Dios quiera».
(Abre RODRIGO y entran MARÍA ISABEL y ANÍBAL. MARÍA ISABEL Va hacia
ENRIQUE jubilosa.)
MARÍA ISABEL. — ¡Amor!... Tenemos que decirte algo sensacional.
ENRIQUE. — ¿Más aún de lo que ya me contaron?
MARÍA ISABEL. — ¡Claro que sí! No te preocupes Enrique.
ENRIQUE. — (Disimulando.) No, si no estoy preocupado...
ANÍBAL. — (A ENRIQUE.) Tienes que perdonarme, hijo....
RODRIGO. — (Tímidamente.) Si quieren me voy....
ENRIQUE. — No. (A MARÍA ISABEL y ANÍBAL.) Es mi amigo Rodrigo.
Compañero de carrera. Notario de no sé dónde...
RODRIGO. — De Rioverde
ENRIQUE. — (Presentándolos.) María Isabel, mi novia. Y don Aníbal, su padre…
RODRIGO. — Mucho gusto...
(Da la mano a MARÍA ISABEL.)
ANÍBAL. — Encantado señor Notario...
(Le da la mano.)
ENRIQUE. — (A MARÍA ISABEL.) Bueno ¿qué es lo que pasa ahora?
ANÍBAL. — (A ENRIQUE.) Qué debe usted disculparme por el engaño...
ENRIQUE. — ¿Qué engaño?
MARÍA ISABEL. — El de nuestra ruina. ¡No es verdad!
ENRIQUE. — ¿Cómo que no es verdad?
ANÍBAL. — No hijo, no es verdad. Fue una mentira. Un truco para ponerte a
prueba.
ENRIQUE. — A ver, a ver... No entiendo nada…
MARÍA ISABEL. — Papá te lo dijo para ver cómo reaccionabas. Por si te casabas
por interés ¿entiendes?
ANÍBAL. — Le ruego que me perdone, pero comprenda: ¿Qué no hará un padre
para asegurar la felicidad de su hija?
ENRIQUE. — ¿Entonces, usted…?
ANÍBAL. — Estoy como siempre. O sea, en situación próspera.
ENRIQUE. — (A RODRIGO.) ¿Oyes esto Rodrigo?
RODRIGO. — Claro que lo oigo.
ENRIQUE. — ¿No ha vendido sus bichitos?
ANÍBAL. — ¿ Y para qué?
ENRIQUE. — (A ANÍBAL.) Oiga, es usted un...
MARÍA ISABEL. — (Cortándole.) ¡Enrique...!
ANÍBAL. — Déjalo, hija. Tiene derecho a estar ofendido. Pero a cambio, yo estoy
tranquilo porque ahora sé que Enrique es un hombre honrado, un hombre digno
de ti.
(Se abre la puerta. Entra CRISTÓBAL.)
MARÍA ISABEL. — Compréndelo, Enrique…
ANÍBAL. — (A ENRIQUE.) Hijo, me siento orgulloso de ti.... ¡Eres perfecto!
CRISTÓBAL. — (A ENRIQUE.) Perdonen los señores. Misión cumplida, señor...
TELÓN
SEGUNDO ACTO
DECORADO 1
(ENRIQUE pasea nervioso por su apartamento. RODRIGO sentado, mira al
infinito.)
ENRIQUE. — Este es el final, Rodrigo.
RODRIGO. — En medio de todo, me alegro. Te lo has merecido.
ENRIQUE. — ¡No seas cruel! Yo quería quedar como un caballero. Claro que la
joyita de don Aníbal...
RODRIGO. — Me parece lógico. Le habían hablado de ti y quería probarte.
ENRIQUE. — Claro. Como yo no tengo precisamente buena fama.
RODRIGO. — Por culpa tuya. El prestigio se gana con méritos. Y con tiempo.
ENRIQUE. — Lo malo es que luego, perder ese prestigio resulta sencillísimo.
RODRIGO. — Tienes razón.
ENRIQUE. — Si Cristóbal consiguiera rescatar la carta...!
RODRIGO. — Es imposible, la dejo en el buzón de su casa.
(Entra CRISTOBAL entregando una botella de agua a ENRIQUE.)
ENRIQUE. — Imagínate cuando reciban esa carta. No querrán saber nada de mi...
CRISTÓBAL. — Lo lamento profundamente...
ENRIQUE. — No te preocupes Cristóbal.
CRISTÓBAL. — Pero ahora eso será decisivo para la negación de don Aníbal...
ENRIQUE. — Seguramente. En fin ¿qué le vamos a hacer? La operación boda se
viene abajo.
RODRIGO. — A lo mejor, a pesar de la carta....
ENRIQUE. — No seas ingenuo, Rodrigo.
(Suena el teléfono. Contesta CRISTÓBAL.)
CRISTÓBAL. — (Hablando por teléfono.) Dígame... Sí, un momento (A
ENRIQUE.) Es la señorita María Isabel...
ENRIQUE. — No estoy...
RODRIGO. — No puedes hacer eso, Enrique. Atiende...
(ENRIQUE a regañadientes se levanta y va al teléfono.)
ENRIQUE. — (Hablando por teléfono.) Si, mi vida. Dime... ¡Claro que no estoy
enfadado!... Ha sido muy gracioso... ¿Mañana? No se si podré... Bueno, de
acuerdo. Mañana... Sí, sí... dile a tu padre que le perdono... Adiós... (Cuelga. A
RODRIGO.) Y encima, me invitan a comer mañana.
RODRIGO. — Debes ir. Y que sea lo que Dios quiera.
ENRIQUE. — Eso. Que sea lo que Dios quiera…
(Suena el teléfono. Se pone CRISTOBAL.)
CRISTOBAL. — (Hablando por teléfono.) ¿Diga? Aquí es... Buenas tardes,
señorita Teresa... (Gesto de ENRIQUE fastidiado.) Efectivamente, está aquí...
(Gesto de ENRIQUE a CRISTÓBAL de que no. CRISTÓBAL le tranquiliza.) En
seguida se lo digo, señorita (A RODRIGO.) Es para usted, Rodrigo. La señorita
Teresa quiere hablarle...
RODRIGO. — ¿A mi...?
(Se levanta y va hacia el teléfono.)
ENRIQUE. — Y encima, el Notario con Teresa... (A CRISTÓBAL) Cristóbal, esto
se pone peor...!
MUTACIÓN
(En el living de casa de MARÍA ISABEL, ésta y sus padres han leído la carta.)
MARÍA ISABEL. — No se puede hacer caso de un anónimo, papá. La gente es
muy envidiosa y muy mala.
ANÍBAL. — Sin embargo, lo que aquí dicen es terrible: Tenemos que cerciorarnos
María Isabel, compréndelo.
ROSARIO. — Bueno, ¿pero qué dicen?
MARÍA ISABEL. — Nada, mamá. Tonterías…
ANÍBAL. — SÍ, sí, tonterías... Que es un vago, que no tiene oficio ni beneficio.
MARÍA ISABEL. — ¿Vas a creértelo? Total, por una carta anónima
ROSARIO. — ¿Y quién la firma?
ANIBAL. — ¡Nadie!...
ROSARIO. — ¡Pues entonces...! Yo, que pensaba ir a la boda con el pelo teñido
de rubio...
ANIBAL. — (A María Isabel) Lo siento María Isabel, pero tengo que cerciorarme.
MARIA ISABEL. — Pero yo lo quiero...
ANIBAL. — Y yo te quiero demasiado a ti para entregarte sin más a un
desconocido. Porque eso es Enrique, un desconocido.
MARIA ISABEL. — Que no dudó en mantener su palabra a pesar de tu engaño.
ANIBAL. — Eso no basta.
MARIA ISABEL. — ¡Pues me casaré con él, ya lo sabes! ¡Aunque te opongas!
¡Por encima de todo, me casaré con él...!
(Sale enfadada al punto de casi llorar.)
ROSARIO. — ¿Qué le pasa a la niña?
ANIBAL. — Ya lo has visto. Quiere casarse a pesar de todo.
ROSARIO. — ¡Pues claro! ¿Por qué no?
ANIBAL. — Pero Rosario, no has oído lo que dice esa carta?
ROSARIO. — Sí, pero no he entendido nada.
ANIBAL. — Cuando se escribe una carta así, es porque hay algo de cierto.Y tú,
¿te imaginas la vergüenza si en plena ceremonia se escucha una voz que dice:
«Yo me opongo»?
ROSARIO. — ¡Qué horror! Pero oye, ¿eso puede pasar?
ANIBAL.. — Claro que sí. Y pasaría en este caso.
(Suena el timbre.)
ROSARIO. — ¡Ahí debe estar! ¿Qué hacemos?
ANIBAL. — De momento, nada. Si acaso, tú muéstrale cierta frialdad.
ROSARIO. — ¿Y le doy comida a pesar de todo?
ANIBAL. — Pues claro. Yo voy un momento dentro a llamar por teléfono. ¡Ah! Que
no te extrañe si cuando vuelva soy amigable con él. Es para confundirlo. Tú, en
cambio, más bien fría, ¿eh? Fría. ¿Comprendes?
ROSARIO. — Ni una palabra.
(Sale ANIBAL. ROSARIO se retoca. Entran MARÍA ISABEL y ENRIQUE.)
MARIA ISABEL. — Aquí está Enrique, mamá...
ROSARIO. — (Muy fría) Hola, Salazar, digo, Enrique...
ENRIQUE. — (Abrazándola) Señora, un gusto
MARIA ISABEL. — (A ENRIQUE) Mamá te ha preparado hoy una comida
deliciosa.
ROSARIO. — ¡Bah! Sencillita.
ENRIQUE. — Estoy seguro de que será inolvidable.
ROSARIO. — ¡Oiga, joven! ¿Qué es lo que se ha creído?
MARIA ISABEL. — ¡Mamá...!
ROSARIO. — (A ENRIQUE) Lo sabemos todo, todito.
ENRIQUE. — (A MARIA ISABEL) ¿Qué quiere decir?
MARIA ISABEL. — No te preocupes; mamá es así... ¿Un whisky?
ROSARIO. — Eso, eso. Embriagale, que es lo suyo....
MARIA ISABEL. — ¡Por favor, mamá!
ENRIQUE. — No, no quiero nada, gracias.
ROSARIO. — (Indignada) Pues entonces me voy.
(Sale ROSARIO.)
ENRIQUE. — ¿Qué le pasa a tu madre conmigo?
MARIA ISABEL. — Nada. ¿Qué quieres que le pase?
ENRIQUE. — Está como enojada...
MARIA ISABEL. — Mamá es algo rara; no te inquietes...
ENRIQUE. — De todos modos, la noto no sé cómo...
MARIA ISABEL. — Ya, déjate de tonterías y tómate un whisky...
(Entra Aníbal, que, en cambio, llega muy cariñosisimo y cordial a más no poder.)
ANIBAL. — ¡Enrique!... ¡Qué alegría verte otra vez...!
ENRIQUE. — (Saludándolo, bastante extrañado.) Lo mismo digo, don Aníbal...
ANIBAL. — (Ofreciéndole un asiento.) ¿Un cigarrito?
ENRIQUE. — No, no; muchas gracias.
ANIBAL. — Hoy sí que voy a enseñarte mi colección...
ENRIQUE. — ¿Qué colección? (Reaccionando.) ¡Ah, sí Los bichos...
MARIA ISABEL. — Ya verás. Tiene algunos divinos...
ANÍBAL. — Pero ¿De verdad no me guarda rencor por lo de ayer?
ENRIQUE. — ¡No! ¡Para nada!
MARIA ISABEL. — (A ANIBAL.) La que no te ha perdonado aún soy yo. ¡Qué
susto me diste...!
ANIBAL. — Pero creo que ya te he compensado bastante ¿le has enseñado a tu
novio el anillo...?
ENRIQUE. — ¡Vaya! Hay regalitos…
MARIA ISABEL. — (A ENRIQUE.) Un anillo precioso... (A ANIBAL.) Lo tiene
mamá en su joyero...
ANIBAL. — (A ENRIQUE.) ¿Pero aún no la ha visto? Voy a buscarla. Espero que
le guste.
(ANIBAL sale sonriente. MARÍA ISABEL se coge del brazo de ENRIQUE.)
MARÍA ISABEL. — ¡Qué feliz soy, Enrique! Sobre todo después del susto de
ayer...
ENRIQUE. — Y yo (En confianza) Pero oye. ¿De verdad tus padres no están
enfadados conmigo...?
MARÍA ISABEL. — ¿Contigo? Al revés. Les has demostrado que me quieres por
encima de todo.
ENRIQUE. — Bueno, si. Pero como la gente es tan mala... Y tan envidiosa. A lo
mejor les han ido con cualquier cuento sobre mi...
MARÍA ISABEL. — ¿Y qué podrían decirles? ¿Que has sido un joven bastante
desvergonzado? ¡Eso ya lo expliqué yo! Pero verás en cuanto yo mande en esta
casa.
ENRIQUE. — Pero, bueno, ¿tú estás segura de que no les han contado nada
terrible?
MARÍA ISABEL. — No te preocupes, Enrique, nos casaremos...
ENRIQUE. — Y como de mi se han dicho tantas cosas... Todo mentiras, ¿eh?...
Pero yo le debo dinero a algunos; no acabo de estar tranquilo de que no le vayan
a tu padre con cualquier chisme...
MARÍA ISABEL. — ¡Te digo que no te preocupes, Enrique!...
ENRIQUE. — Hasta quién sabe si no serían capaces de escribirle una carta…
(Viendo nervioso a todos lados) ¡La gente es malísima!...
MARÍA ISABEL. — Enrique, no insistas. Te digo que nos casamos y basta…
MUTACIÓN
(RODRIGO y CRISTÓBAL pasean por la sala.)
CRISTÓBAL. — Hay que idear algo, señor. La boda no puede estropearse.
RODRIGO. — Y además, Enrique la quiere...
CRISTÓBAL. — Y yo he dado mi palabra de honor a los acreedores. ¿Comprende
usted lo que eso supone?
RODRIGO. — No se me ocurre nada para arreglarlo.
CRISTÓBAL. — Ni a mi. (Siguen paseando. De pronto, CRISTÓBAL se detiene,
dándose el clásico golpe en la frente.) ¡La señorita Teresa!
RODRIGO. — ¿La señorita Teresa? ¿Qué?
CRISTÓBAL. — Que ella puede salvarnos. Hay que convencerla para que vaya a
ver al padre de la señorita María Isabel y le diga que todo fue una mentira suya
por culpa de los celos...
RODRIGO. — No sé hasta qué punto... Además no querrá.
CRISTÓBAL. — Eso depende de usted.
RODRIGO. — ¿De mi?
CRISTÓBAL. — Si, señor Notario, de usted. Le ha caído muy bien a la señorita
Teresa...
RODRIGO. — ¡Pero si ella está enamorada de Enrique...!
CRISTÓBAL. — ¡No lo crea! Lo aparenta por cuestión de amor propio... Pero ya
no…
RODRIGO. — De todos modos… yo soy muy tímido...
CRISTÓBAL. — Si el señor me permite...
RODRIGO. — ¿Qué?
CRISTÓBAL. — Con los debidos respetos. Conozco de sobra a la señorita Teresa.
Si usted quisiera...
RODRIGO. — ¿Pero qué...?
CRISTÓBAL. — Coquetearle un poco.
RODRIGO. — ¿Coquetear?... ¿Yo?... ¿En serio?
CRISTÓBAL. — Perdone, señor. No es ningún monstruo...
RODRIGO. — Desde luego que no.
(Haciéndose a la idea.)
CRISTÓBAL. — ¡Y qué sonrisa!.. Y sobre todo: que usted le gusta.
RODRIGO. — (Contentísimo.) ¿Usted cree?
CRISTÓBAL. — ¡Seguro! (Va hacia el teléfono.) ¿Me permite que la llame?
RODRIGO. — Pero, oiga, Cristóbal. Mire que yo no entiendo nada de mujeres. A
lo mejor quedo mal.
CRISTÓBAL. — (Mientras marca.) Usted tiene un encanto natural evidente....
(Hablando por teléfono.) ¿Señorita Teresa? Perdone, la llamo de parte de Rodrigo,
el señor Notario desearía invitarla a salir con usted esta tarde, ¿adónde?; donde
usted quiera... ¡Estupendo! ¡Si, si! Pasará a recogerla a las... a las cinco en
punto... Buenas tardes, señorita... (Cuelga.) Está encantada...
RODRIGO. — ¿Y qué voy hacer con ella?
CRISTÓBAL. — Déjese llevar. Pero recuerde bien esto: al final ha de convencerla
para que hoy mismo vaya a casa de la señorita María Isabel, a decirle a sus
padres que ella escribió esa carta calumniosa por despecho...
RODRIGO. — Me parece que voy a fracasar...
CRISTÓBAL. — Le digo que no. Usted se da muy buena maña para ganar la
voluntad de la gente, créame. (Animándole.) ¡Valor, Rodrigo..! Piense que de usted
depende nuestro futuro…
MUTACIÓN
(ROSARIO se encuentra viendo la televisión con LUISA. Entra ANÍBAL, con cara
de mal humor. Sigue serio.)
ANÍBAL. — Rosario...
ROSARIO. — ¡Chisst! Es la novela de las ocho.
ANÍBAL. — (Le quita el control.) Es un tema serio Rosario.
ROSARIO. — ¡Pero Aníbal...!
ANÍBAL. — Y escúchame con mucha atención si te es posible... (A LUISA.) Por
favor, Luisa...
(Sale LUISA.)
ROSARIO. — (Fastidiada.) ¿Qué pasa...?
ANÍBAL. — Ya has visto a la chica. Está decidida en casarse con Enrique.
ROSARIO. — Claro. Se han ido hace dos horas a ver casas...
ANÍBAL. — Y además, es mayor de edad.
ROSARIO. — Como yo. ¿Y qué?
ANÍBAL. — Que si nos oponemos, no podremos evitarlo.
ROSARIO. — ¿Pero por qué oponernos con lo bien que se ha portado el
muchacho?
ANÍBAL. — ¡Acuérdate de la carta mujer!
ROSARIO. — ¡Tienes razón! No puede casarse.
ANÍBAL. — Se me ha ocurrido una idea.
ROSARIO. — Siempre se te ocurren cosas…
ANÍBAL. — Vamos a conseguir que sea Enrique el que se niegue.
ROSARIO. — ¿Con lo enamoradísio que está?
ANÍBAL. — A pesar de eso. He pensado en escribirle una carta.
ROSARIO. — ¿Tú?
ANÍBAL. — ¡No, mujer! Firmare con cualquier nombre... Como si se tratara de ese
muchacho. (Recordando.) ¡Salazar!
ROSARIO. — ¡Cómo me caía bien ese!
ANÍBAL. — Enrique es un sinvergüenza, Rosario. Le diré que ella no le quiere...,
que se casa por despecho, que su verdadero amor es... ese ex novio suyo. ¡Te
apuesto lo que quieras a que mañana Enrique nos pone una excusa para romper
el compromiso...!
ROSARIO. — ¡Qué lástima! ¡Yo pensaba teñirme el pelo de rubio...!
ANÍBAL. — Pero comprenderás que no podemos seguir con esa boda.
ROSARIO. — La pobre niña se va a llevar un gran disgusto…
ANÍBAL. — Es por su bien, Rosario. Con semejante tipo no podría ser feliz...
ROSARIO. — ¿Y si no fuera verdad?
ANÍBAL. — Lo es. Seguro. Yo no me equivoco nunca en estas cosas…
ROSARIO. — (Resignada.) Bueno... Tú sabes mucho. Aníbal…
(Sale ANÍBAL. ROSARIO se queda en el sofá. Suena el timbre. Entra LUISA.)
LUISA. — (A ROSARIO.) Perdone. Una señorita pregunta por el señor o por
usted.
ROSARIO. — ¿Qué aspecto tiene?
LUISA. — (Despectiva.) Pues, no parece tener clase.
ROSARIO. — Entonces dígale que no estamos...
LUISA. — Es que ha insistido mucho.
ROSARIO. — ¿Y cómo se llama?
LUISA. — Teresa. Viene para disculparse por una mala acción que cometió y que
es urgentísimo.
ROSARIO. — ¿Qué puede ser?
LUISA. — Dice que se trata de Enrique, el novio de la señorita
ROSARIO. — ¡Ay, Dios mío! Aníbal se acaba de ir. (ROSARIO pasea
nerviosamente.) ¡Que pase la señorita! Y veámos qué le ocurre a Enrique…
MUTACIÓN
(CRISTÓBAL acompaña a ENRIQUE mientras este se prueba y modela un nuevo
traje frente al espejo.)
ENRIQUE. — ¿No ha llamado Rodrigo?
CRISTÓBAL. — No, señor…
ENRIQUE. — Tengo que darle las gracias por lo de anoche. Por lo visto, Teresa
hizo la escena de maravilla.
CRISTÓBAL. — Me permito decirle que el asunto fue idea mía.
ENRIQUE. — Pues salió mejor de lo que esperaba.
CRISTÓBAL. — Celebro que otra vez todo esté arreglado… ¿Cuándo se casa por
fin el señor?
ENRIQUE. — Cuanto antes.
(ENRIQUE da una vuelta.)
ENRIQUE. — Bien. ¿Qué tal?
CRISTÓBAL. — ¡Perfecto señor...!
ENRIQUE. — ¡Cristóbal!
CRISTÓBAL. — Señor...
ENRIQUE. — Permíteme que te dé un abrazo. Te lo has merecido.
CRISTÓBAL. — (Dejándose abrazar dignamente.) Gracias, señor.
ENRIQUE. — Tu colaboración ha sido decisiva para llevar a buen término la boda.
Por fin me caso. ¿Te das cuenta de lo que eso quiere decir?
CRISTOBAL. — ¡Ya lo creo!
ENRIQUE. — Voy a conseguir mi boda soñada. Porque la quiero, Cristóbal, la
quiero mucho.
CRISTÓBAL. — La señorita María Isabel se lo merece...
ENRIQUE. — Y encima, piensa en las Provi. ¡Cuánta botana se vende
diariamente!
CRISTÓBAL. — La cuenta es clara. Felicidades, señor.
ENRIQUE. — (Contentísimo, en un arranque de euforia) Abre la botella de
champán que nos queda...!
CRISTOBAL. — (Dudando.) Es francés, señor...
ENRIQUE. — ¡Pues con mayor motivo! ¡Hoy quiero desayunar con champán! Y
brindar contigo...!
CRISTÓBAL. — En seguida, señor...
(Sale CRISTOBAL. ENRIQUE va al teléfono, Marca un número.)
ENRIQUE . — (Hablando por teléfono.) Buenos días, la señorita María Isabel, por
favor… ¿Qué ha salido?... ¡Ah! tiene usted razón. Son las diez y pico… Su novio…
No, nada. Muchas gracias...
(Cuelga. Entra CRISTÓBAL Trae una bandeja con dos copas y le ofrece una copa
a ENRIQUE .)
CRISTÓBAL. — Señor...
ENRIQUE . — (Alzando la copa) Por mi boda. Cristóbal...
CRISTÓBAL. — (Alzando la suya) Por la felicidad del señor… (Beben. Suena el
timbre de la puerta.) Perdón... (Va hacia la puerta. Abre.) Buenos días, Rodrigo...
(Entra RODRIGO. Sin darle tiempo para hablar, ENRIQUE va hacia él.)
ENRIQUE. — ¡Rodrigo! ¡A mis brazos amigo! ¡Qué grande eres!
(Le abraza.)
RODRIGO. — Entonces, ¿ha sido buena la intervención de Teresa?
ENRIQUE. — (Señalando al traje.) ¿Pero no lo ves...? ¡Todo marcha a la
perfección!
(CRISTÓBAL le acerca un trago a RODRIGO y lo acepta. )
(Beben los dos. Al terminar, ENRIQUE se sienta. RODRIGO, como recordando
algo saca un sobre del bolsillo.)
RODRIGO. — ¡Ah, por cierto...! Con este recibimiento se me olvidaba ésto…
Estaba en la entrada... Es una carta para ti...
ENRIQUE. — ¿Para mí?
(La abre.)
CRISTÓBAL. — (A RODRIGO.) ¿Más champán, Rodrigo...?
RODRIGO.. — ¡No, no...!
ENRIQUE. — (Mientras se dispone a leer la carta. A CRISTÓBAL.) ¡Ponme a mí,
Cristóbal! ¡Estoy contento! (CRISTÓBAL le llena la copa y se la ofrece. ENRIQUE
la lleva maquinalmente a los labios, mientras lee. De pronto la separa y grita.) ¡Por
Dios!
RODRIGO. — ¿Qué pasa?
ENRIQUE. — (Acabando de leer. Irónicamente.) ¡¡Increible!!
(Deja caer abatido los brazos, vertiendo el champán en el suelo. Se levanta de un
salto y le entrega la carta a CRISTÓBAL.)
RODRIGO. — (A ENRIQUE.) ¿Qué ocurre, Enrique?
CRISTÓBAL. — (Entre línea y línea.) ¡Dios santo!
RODRIGO. — Bueno, ¿Pero qué pasa?...
(CRISTÓBAL, que ha terminado de leer, entrega la carta a RODRIGO.)
CRISTOBAL. — Vea usted
ENRIQUE. — (A CRISTÓBAL.) ¿Qué opinas?
CRISTÓBAL. — ¿Qué quiere el señor que opine?
RODRIGO. — (Ante la lectura.) ¡¡No puede ser!! Me quedo impresionado.
ENRIQUE. — ¡Pues imagínate yo! ¡No, si ya no se puede fiar uno de nadie…!
RODRIGO. — ¿Y qué harás ahora?
ENRIQUE. — ¡Morirme!
CRISTOBAL. — ¡Eso, nunca señor!
RODRIGO. — Quizás serviría averiguar…
CRISTÓBAL. — Se hablaban de impedimentos señor…
ENRIQUE. — A lo mejor está casada con el monstruo que me escribe
RODRIGO. — O quizás…
(Dejó en el aire la suposición.)
ENRIQUE. — Quizás… ¿Qué?
RODRIGO. — Se entiende, quizás…
(Hace un gesto de acunar a un niño.)
ENRIQUE. — No tiene ninguna gracia, Rodrigo (Llaman a la puerta.) ¿Quién
demonios será ahora?
CRISTOBAL. — (Temeroso.) ¿Y si fuera el… firmante?
ENRIQUE. — ¿Qué más da? Anda, abre..
(CRISTÓBAL abre. Entra optimista TERESA.)
TERESA. — ¡Buenos días! (A ENRIQUE fijándose en su extraña vestimenta.)
¡Enrique! ¿Qué es esto? ¿El ensayo general? (A RODRIGO.) Hola, notario…
¿Cómo estás? (A ENRIQUE.) ¡No vayas a decirme que ahora estás arrepentido
de casarte…!
RODRIGO. — No se casa.
ENRIQUE. — (A CRISTÓBAL.) Cristóbal más champán.
CRISTOBAL. — Ya casi no queda señor
ENRIQUE. — Pues lo que haya. Cerveza, ron, agua mineral… Lo que sea, con tal
de que me suba la presión.
(CRISTÓBAL, va en busca de copas.)
TERESA. — (A RODRIGO.) ¿Y tú por qué no me has llamado?
RODRIGO. — Mujer, con este drama…
ENRIQUE. — ¡No hay ningún drama! Es una comedia de risa… (Entra
CRISTÓBAL, con una botella de vino común.) Sírveme, te lo suplico
(CRISTOBAL sirve.)
ENRIQUE. — ¡Por el fracaso de un seductor! ¡Por fin iba a sentar cabeza!
(Bebe de un sorbo. Suena el timbre.)
CRISTOBAL. — ¡Vaya! Y ahora ¿Quién será?
ENRIQUE. — Abre, cada llamada es una nueva sorpresa.
RODRIGO. — (Temeroso. A ENRIQUE) ¿No será por fin el de la carta que viene
por ti?..
ENRIQUE. — ¡Bueno! ¡Pues adelante…!
(Son MARÍA ISABEL Y ROSARIO)
ENRIQUE. — (Poniéndose en pie.) ¡Maria Isabel!
MARIA ISABEL. — (Inicia la acción de ir hacia el.) ¡Enrique…! (Pero ROSARIO la
agarra del brazo, deteniendo.A ROSARIO.) Mamá, ¿Qué quieres?
ROSARIO. — Tú dirás. Una explicación.
ENRIQUE. — Perdóneme, señora, pero me parece que soy yo quien debe pedirla.
MARIA ISABEL. — ¡Tienes razón, cariño..! Precisamente por eso…
ROSARIO. — (Cortando a MARIA ISABEL. A ENRIQUE.) ¿Qué hace esta aquí…?
(Por TERESA)
TERESA. — Teresa Villaseñor.
MARIA ISABEL. — Un momento… (A ENRIQUE.) ¿Con qué esta es Teresa? La
famosa Teresa… ¿no? ¿Se puede saber qué hace aquí?
(Tocan el timbre de nuevo. TODOS voltean a ver a la puerta.)
MARIA ISABEL. — (A ENRIQUE.) Sigo esperando una respuesta.
CRISTÓBAL. — Yo abro.
(CRISTOBAL sale de escena.)
ENRIQUE. — ¿Sabes lo que dice esa carta que no te has molestado en mirar…?
MARIA ISABEL. — ¡Claro que lo sé!
(Murmullos de sorpresa.)
ENRIQUE. — ¿Qué lo sabes?
RODRIGO. — ¿Como?
(Regresa CRISTÓBAL con SALAZAR detrás de él. TODOS en la sala los voltean
a ver.)
ENRIQUE. — (Señalando a Salazar.) ¿Y este quién es? (A CRISTOBAL.) No
tengo tiempo para visitas, estamos en medio de algo importante.
SALAZAR. — Si me permite, vine en busca de María Isabel.
ENRIQUE. — (Molesto.) ¿Y usted quién se cree?
ROSARIO. — (Entusiasmada.) ¡Salazar, hijo! Que bueno que llegaste.
MARIA ISABEL. — (Acercándose a SALAZAR.) Te dije que no me volvieras a
buscar, lo nuestro termino hace mucho.
(Sonidos de asombro.)
ENRIQUE. — Entonces ¿La carta es suya?
SALAZAR. — (Confundido.) ¿Carta? ¿Qué carta?
MARIA ISABEL. — Salazar no tiene nada que ver, esa carta la escribió mi padre.
ENRIQUE. — Pero la carta decía…
ROSARIO. — (Acordándose.) ¡Claro, la carta! Conste que lo del impedimento fue
idea mía.
ENRIQUE. — Entonces, ¿No es verdad?
MARIA ISABEL. — ¡Por Dios!, ¿has podido creerlo?
(Timbran de nuevo y sale CRISTÓBAL.)
ENRIQUE. — Pero entonces ¿Qué hace él aquí?
SALAZAR. — Vengo a recuperar a Maria Isabel.
(Entra CRISTÓBAL con ANÍBAL Y CATALINA que peleaban entre ellos.)
CRISTOBAL. — Perdone señor. (Resaltando.) Tiene más visitas.
CATALINA. — (Enojada.) ¡Mi pobre María Isabel! Ese muchacho no te merece.
MARIA ISABEL. — Descuida abuela, todo fue un malentendido. Nos casaremos
Enrique y yo.
SALAZAR. — ¿Y yo?
ANÍBAL. — ¿Quién es este?
CATALINA. — Si ¿Quién es?
ROSARIO. — Es con quien se debería casar María Isabel.
MARIA ISABEL. — Basta, Enrique y yo nos casaremos, está decidido.
ANIBAL. — (Entredientes.) Si no hay de otra…
(Tocan el timbre de nuevo y CRISTÓBAL sale.)
RODRIGO. — Lo mejor será que yo ya me retire, con su permiso (Da unos
cuantos pasos para salir del escenario.)
TERESA. — ¡Espera! (Lo alcanza.) me voy contigo.
(Regresa CRISTÓBAL junto al IMPEDIMENTO.)
CRISTOBAL. — Señor…
IMPEDIMENTO . — ¿Aquí está Enrique de la Garza?
ENRIQUE. — (Dando un paso adelante.) Soy yo…
IMPEDIMENTO. — Papá…
(TODOS se quedan en silencio sorprendidos. ROSARIO se desmaya sobre los
brazos de ANÍBAL.)
OSCURIDAD/FINAL

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