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LA RA BIA DE LOS C O N D E N A D O S

Antes creía que los desastres unían a la gente. M i p rim er im pul­


so durante los grandes incendios de Estam bul de m i niñez y tras
el terremoto de 1999 fue siem pre buscar a otros y com partir mi
experiencia con ellos. Pero esta vez, sentado frente a la pantalla
de un televisor en u n p eq u e ñ o cuarto p ró x im o al m uelle de los
transbordadores, en u n cafe frecuentado p o r carreteros, porteros
y tuberculosos, m e sentí desesperadam ente solo m ientras veía
cómo se hundían las torres gemelas.
La televisión turca co m en zó a em itir en directo ju sto después
de que el avión chocara co n tra la segunda torre. El pequeño
grupo reunido en el café observaba en asom brado silencio
mientras aquellas im ágenes tan difíciles de creer centelleaban
ante sus ojos pero n o parecía q u e les afectaran dem asiado. E n
cierto m om ento sentí el deseo de levantarm e y decir que yo ha­
bía vivido entre aquellos edificios, q u e había cam inado sin un
ochavo por aquellas calles, que había co n o cid o a gente en aque­
llos bloques, que había pasado tres años de m i vida en aquella
ciudad. Pero perm an ecí en silencio co m o si estuviera soñando
que me sumergía en u n silencio aún más profundo.
Salí a la calle incapaz de soportar más lo que veía en la pantalla
y esperando encontrar a otros q u e se sintieran de igual manera.
Poco después vi a una m u jer llorando entre la m ultitud que es­
peraba el transbordador. P or su actitud y su aspecto com prendí
de inm ediato que n o lloraba p o rq u e tuviera seres queridos en
Manhattan, sino porque creía que se avecinaba el fin del mundo.
De niño había visto otras m ujeres llorar de la misma form a dis-

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"i aíd i cuando la crisis de los misiles cubanos amenazaba conver­
tí -se en la Tercera G uerra M undial. Pude contem plar cómoda
clase m edia llenaba sus despensas de paquetes de lentejas y ma­
carrones. D e vuelta ai cafe, volví a sentarm e y según la historia
se iba desarrollando en la pantalla la seguí tan compulsivamente
com o todo el m u n d o sobre la superficie de la tierra.
Más tarde, de nuevo cam inando p o r las calles, me topé con
uno de mis vecinos.
-¿H a visto, O rh an Bey? H an bom bardeado América. -Y aña­
dió furioso-: Y con razón.
El anciano n o es en absoluto religioso, se gana la vida traba­
jando de jardinero y h acien d o pequeñas chapuzas y se pasa las
noches bebiendo y discutiendo co n su m ujer; todavía no ha vis­
to las im presionantes im ágenes d e la televisión, simplemente ha
oído que ha habido u n ataque co n tra Estados U nidos. Aunque
luego lam entaría sus agresivos co m en tario s iniciales, no será el
único a quien se los oiga. Y eso aparte de que, com o en tantas
otras partes del m undo, la repulsa p o r este salvaje acto de terro­
rismo fue unánim e. N o obstante, después de m aldecir a aquellos
que habían provocado la m u erte de tantos inocentes, todos pro­
nunciarían la palabra «pero» y se lanzarían a una crítica encubier­
ta o explícita de Estados U n id o s co m o p o ten cia global. Puede
que no fuera adecuado ni m o ralm en te aceptable debatir el papel
de Estados U nidos en el m u n d o bajo la som bra del terror, justo
después de que unos terroristas q u e p reten d ían construir una
falsa división entre cristianos y m usulm anes m ataran salvajemen­
te a tantos inocentes. Pero, en el calor de su legítima ira, era po­
sible que algunos se en co n traran azuzando p u n to s de vista na­
cionalistas que podrían conducir a la m u erte de aún más inocen­
tes: por esa razón, se m erecen una respuesta.
Todos sabemos que cuanto más co n tin ú e esta guerra, cuanto
más pretenda el ejército n o rteam erican o satisfacer a su nación
matando inocentes en Afganistán y otras partes del m undo, más
se exacerbará la tensión artificial entre O rie n te y O ccidente, ca­
yendo en el juego de los mismos terroristas a quienes se preten­
de escarmentar. H oy día es m oralm ente inaceptable sugerir que
este terrorism o salvaje es una respuesta a la dom inación del
mundo por parte de Estados U nidos. Pero, n o obstante, es mi-

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"ir,
p o rta n tecomprender por qué millones de personas que viven
en países pobres y marginados que han perdido incluso el dere­
cho a construir su propia historia sienten tal rabia contra Améri­
ca. Eso no implica que la justifiquem os. Es importante recor­
dar que muchos países musulmanes y del Tercer M undo usan los
sentimientos antiamericanos para tapar sus carencias democráti­
cas y apuntalar dictaduras, Estados Unidos no ayuda lo más mí­
nimo a los países musulmanes que están luchando para establecer
democracias seculares cuando se alia con sociedades cerradas
como la de Arabia Saudí, que afirma que democracia e islam son
conceptos irreconciliables. D e manera parecida, el antiamerica-
nisino superficial que uno puede ver en Turquía sirve a quienes
tienen el poder para derrochar de manera inadecuada el dinero
que les dan las instituciones financieras internacionales y así di­
simular la brecha cada día mayor entre pobres y ricos. En Esta­
dos Unidos hay algunos que apoyan incondicionalm ente una
actitud ofensiva porque desean dem ostrar su superioridad mi­
litar y quieren dar a los terroristas una «lección» simbólica, y
otros que discuten los posibles objetivos de los próximos bom ­
bardeos tan alegrem ente com o si estuvieran jugando a un vi­
deojuego; pero deberían com prender que las decisiones que se
toman en el calor del com bate solo servirán para intensificar la
rabia y la hum illación que los millones de habitantes de los paí­
ses musulmanes pobres sienten con respecto a un Occidente
que se considera a sí mismo superior. N o es el islam lo que pro­
voca que la gente se alíe con el terrorism o ni tampoco la pobre­
za, es la aplastante hum illación que se siente en todo el Tercer
Mundo.
En ningún otro m om ento de la historia ha sido tan amplia la
brecha que separa a pobres y ricos. Se podría argüir que las na­
ciones ricas solo se deben a sí mismas su propio éxito y que, por
lo tanto, no son responsables de la pobreza mundial. Pero no ha
habido nunca otro m om ento en que las vidas de los ricos se ha­
yan aireado de la manera en que se hace hoy mediante la televi­
sión y las películas de Hollywood. Se podría responder que los
pobres siempre se han entretenido con historias de reyes y rei­
nas. Pero nunca antes los ricos y los poderosos habían hecho va­
ler sus razones y sus derechos con tanta fuerza.

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Un ciudadano norm al y corriente de un país pobre, musul­
mán y no democrático, com o cualquier funcionario de un país
antiguamente satélite de los soviéticos u otra nación del Tercer
Mundo, obligado a hacer piruetas para llegar a fin de mes, será
muy consciente de la m ínim a p orción que le corresponde a su
país de las riquezas mundiales; tam bién será consciente de que
vive en condiciones m ucho más difíciles que sus iguales occi­
dentales y de que su vida será m ucho más corta. Pero no todo
acaba ahí porque en un rin có n de su m en te existe la sospecha
de que los culpables de su miseria son sus padres y sus abuelos.
Es una vergüenza que el m undo occidental preste tan poca aten­
ción a la abrum adora sensación de hum illación que sufre la
mayor parte de la población m undial, una humillación que han
tratado de superar sin perder la razón o sus formas de vida y sin
sucumbir al terrorism o, al ultranacionalism o o al integrismo re­
ligioso. Las novelas del realismo m ágico expresan de manera
muy sentimental su estupidez y su pobreza, mientras que los es­
critores viajeros en busca de lo exótico están ciegos ante su pro­
blemático m undo particular, en el que las indignidades se sufren
día tras día con resignación y una dolorosa sonrisa. N o basta con
que O ccidente descubra en qué tienda, qué cueva o qué remota
ciudad se refugia un terrorista fabricando la próxim a bomba m
será suficiente con que se le bom bardee ante la mirada del mun­
do entero; el verdadero desafío consiste en com prender la vida
espiritual de unos pueblos pobres, hum illados y denigrados que
han sido excluidos del club.
Los gritos de guerra, los discursos nacionalistas y las aventuras
militares solo consiguen el efecto contrario. Las nuevas restric­
ciones en visados que los países occidentales han impuesto a
quienes viven fuera de la U nión Europea, las medidas policiales
que limitan el m ovim iento a quienes proceden de países musul­
manes y otros países pobres no occidentales, la difundida suspi­
cacia hacia todo lo no occidental, las groseras arengas que asimi­
lan terrorism o y fanatismo con civilización islámica, todo eso
nos va alejando cada día de la razón, de la necesidad de pensar
con la cabeza fría y de la paz. Si un viejo indigente en una isla de
Estambul es capaz de adm itir m om entáneam ente el ataque te­
rrorista en Nueva York, o si un joven palestino extenuado por la

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ocupación israelí puede ver con admiración cómo los talibanes
arrojan ácido a las caras de las mujeres, lo que les dirige no es el
islam, ni lo que esos imbéciles llaman ia guerra entre Oriente y
Occidente, ni la pobreza; es la im potencia nacida de una humi­
llación constante, de la incapacidad de los demás de compren­
derlos, de la necesidad de que se Ies escuche.
Cuando encontraron resistencias, los adinerados moderniza-
dores que establecieron la R epública de Turquía no hicieron el
m enor esfuerzo po r com prender p o r qué los pobres no les apo­
yaban; en su lugar, im pusieron su voluntad mediante amenazas
legales, prohibiciones y represión militar. El resultado fue que la
revolución se q ued ó a m edias. Hoy, al oír a gente de todo el
m undo llam ando a la guerra contra O ccidente me tem o que
pronto veremos a la m ayor parte del planeta siguiendo el camino
de Turquía, que ha soportado una ley marcial casi continua.
Temo que ese O ccid en te tan satisfecho de sí mismo como para
autojustificarse, lleve al resto del m undo por el camino del
H om bre S ubterráneo de Dostoievski a proclamar que dos y dos
son cinco. N ada alim enta más el apoyo al «islamista» que arroja
ácido a la cara de las m ujeres que el rechazo de Occidente a
com prender la rabia de los condenados.

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