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Soñar en La Antiguedad. Los Soñadores y Su Experiencia - S. Pérez Cortés
Soñar en La Antiguedad. Los Soñadores y Su Experiencia - S. Pérez Cortés
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SOÑAR EN LA ANTIGÜEDAD
Los soñadores y su experiencia
Bibliografía p. 000-000
ISBN 978-84-16421-73-2
ISBN UAM: 978-607-28-FALTA
Este libro ha sido dictaminado positivamente por pares académicos ciegos y externos a
través del Consejo Editorial de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autóno-
ma Metropolitana - Iztapalapa, se privilegia con el aval de la institución coeditora.
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PRESENTACIÓN
SUBJETIVIDAD Y EXPERIENCIA ONÍRICA
Consideraciones preliminares
La experiencia y la problematización
Ejercicios espirituales
Autonomía-heteronomía
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CAPÍTULO 1
LA FILOSOFÍA ANTIGUA Y LOS SUEÑOS
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1.1. La experiencia estoica del «yo» ante los sueños
Para los estoicos, los sueños son una ventana que permite
entrever el orden global que rige el universo, por eso conviene
exponer esta experiencia onírica partiendo de un punto de vista
cósmico. En efecto, producto de la antigüedad pagana clásica, el
cosmos estoico excluye por completo la presencia de un Dios
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creador o de un demiurgo dotado de voluntad omnisciente. Por
el contrario, el mundo, Ð kÒsmoj, o lo que los estoicos llaman el
universo, tÕ Ólon, es un cuerpo continuo y homogéneo, un ser
material rodeado de vacío, animado por un único principio acti-
vo, sin partes independientes en su interior. A este principio acti-
vo los estoicos lo llaman «Logos o razón universal», «causa del
mundo» o «Dios» y es el responsable de toda forma, cohesión,
diferencia y cambio en los seres. Toda cosa que existe al interior
de este universo está compuesta de este principio activo también
llamado «pneuma» (tÕ pneàma, o «aliento vital»), que es una
mezcla de aire y fuego,1 y un principio pasivo llamado «materia»
que es una mezcla de tierra y agua. Aunque en el mundo existe
una inmensidad de cosas, solo hay una única sustancia que está
en todo ser, desde el más pequeño hasta el más grande, desde la
cosa más insignificante hasta los dioses, en una escala continua
y homogénea. Más allá de este cosmos natural y humano no hay
ninguna realidad trascendente, solo el vacío. Sin embargo, este
principio activo o «logos universal» afecta de manera específica
a la materia para producir una diferenciación entre los seres: en
cada cuerpo, materia y logos forman una mezcla perfecta que le
otorga un «tonus», una fuerza interna propia. Todas y cada una
de las cosas participa en algún grado del Logos único, pero este
fuego creador actúa en un grado creciente de pureza producien-
do una escala jerárquica que inicia con el mundo inanimado (las
piedras, los árboles), que solo está dotado de naturaleza, sigue
con los animales no-racionales que además de naturaleza po-
seen un alma, y culmina con los seres humanos y los dioses, los
únicos que poseen un alma racional. El universo estoico es una
sola unidad expresiva del logos racional en el que el ser humano
participa al lado de todos los seres, sin escapar al orden natural
de las cosas y por eso tal orden puede ser llamado «principio
directriz de Dios». Es en esta razón universal donde el hombre
soñador debe encontrar su lugar.
Los estoicos estudiaban física para hacerse conscientes de
su unidad perfecta con el cosmos. Este universo monista hace
que el ser humano, lo mismo que toda la naturaleza, obedezca a
un solo orden causal en el que cada cosa y cada hombre tienen
una razón de ser invariable. Por tanto, a este régimen infinito
que lo abarcaba todo, los estoicos también lo llamaban «Desti-
no»; y por eso los sueños, que les permitían entrever esa regula-
ridad, les abrían una ventana al Destino. El destino deviene si-
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nónimo de «Dios», en el sentido que denota el principio activo
que estructura y mueve al mundo de forma impersonal. Según
Stobeo, Crisipo había definido al Destino como aquello que hace
concordar los eventos que sucedieron, los eventos que suceden y
los eventos que sucederán. Esto permitía a Crisipo sustituir sin
dificultad el término Logos, el principio único, por las expresio-
nes «verdad», «causa» o «necesidad»: en consecuencia, todo lo
que sucedió, sucede o sucederá a cada ser obedece a una causa,
tiene una razón de ser, una necesidad intrínseca inalterable.2 El
Destino involucra entonces tres aspectos: primero, es teleológi-
co, es un ordenamiento natural que lo administra todo y que
tiene un fin preestablecido; segundo, es eterno, pues como prin-
cipio organizador no tiene comienzo, ni fin y siempre ha estado
ahí para determinar cualquier cosa antes de que suceda; en ter-
cer lugar, es «necesario» —«la mayor necesidad» dice Crisipo—
. Por todo ello, los textos estoicos describen el Destino mediante
una colorida selección de adjetivos: «inflexible», «invencible»,
«irrevocable», «inexorable», «inconquistable».3 Como coexten-
sivo a toda la naturaleza, no hay nada que pueda oponérsele,
nada, incluidos los dioses, pues está en la naturaleza de las cosas
ser como son y no ser de otro modo. Es inalterable, pues todo lo
que está predeterminado tiene que existir. Dios mismo no puede
modificarlo, pues el destino es la naturaleza de Dios y entonces,
¿cómo podría quebrantarse a sí mismo? A diferencia de otras
doctrinas religiosas que le eran contemporáneas, los estoicos no
admitían que haya nada, por ejemplo las plegarias, que pueda
modificar el curso inalterable de esa fuerza impersonal. Obvia-
mente, ellos estaban atentos a todo aquello que permitiera reve-
lar esa potencia infinita: es aquí donde irrumpen los sueños, las
alucinaciones, los presagios, los augurios y las premoniciones:
Por ejemplo, Artemidoro relata el siguiente caso: Alejandro el
filósofo soñó que había sido condenado a muerte y a pesar de
sus súplicas, estuvo a punto de no librarse del castigo de la cruz,
precisamente él, que llevaba una vida retirada y que no le intere-
saba ni el matrimonio, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa simbo-
lizada por la cruz. Al día siguiente durante una discusión con un
violento filósofo cínico, recibió un golpe en la cabeza con un
bastón de madera y esto era precisamente lo que su alma le ha-
bía predicho en el sueño: que le iba a faltar poco para ser mata-
do por un madero.4
Por supuesto, los estoicos no fueron los únicos en su tiempo
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interesados en el Destino. De hecho, la idea de «destino» es anti-
quísima entre la humanidad. Entre los griegos, la palabra «Des-
tino», ¹ ™imaršnh, es una expresión sustantivada que proviene
del participio perfecto del verbo me…romai, que significa «obtener
en suerte», «obtener en la distribución»,5 es decir el destino es el
lote que corresponde a cada uno en la vida. El verbo ya había
sido usado por Homero, Hesíodo, los poetas trágicos y los filóso-
fos presocráticos: en todos ellos denota lo que nos es dado por
una potencia superior o por el orden general del mundo y por
tanto que no depende de uno mismo.6 Pero, naturalmente, la
idea de Destino tenía muchas facetas acordes con los dominios
en los que se mostraba. En la época de los estoicos, estos eran al
menos dos: la religiosidad popular y el dominio científico. En la
religiosidad popular, la idea de Destino estaba asociada a la exis-
tencia ciertas potencias suprahumanas normalmente capricho-
sas. Este tipo de religiosidad no excluye necesariamente la exis-
tencia de un orden cósmico, pero niega a los hombres acceso a
este y más bien afirma que, aunque gobierna sus vidas, se trata
de un poder independiente de ellos. Ante esta incapacidad hu-
mana, la única respuesta posible era intentar ganarse la volun-
tad de esas potencias superiores mediante ritos y plegarias e tra-
tar de penetrar su misterio mediante la adivinación, como técni-
ca o como inspiración extática. En consecuencia, los oráculos y
la adivinación eran familiares al mundo griego desde tiempos
inmemoriales, pero habían perdido gradualmente su credibili-
dad hasta que, a partir del siglo IV a.C., con el arribo de las técni-
cas astrológicas provenientes de Oriente, recibieron un nuevo
impulso. Ahora bien, cualquiera que sea la técnica de adivina-
ción utilizada para descifrar el destino, la religiosidad popular
normalmente deja un margen de azar e incertidumbre que era
llamado «fortuna», Týche, ¹ tÚch, personificado en una diosa,
cuya acción impredecible transformaba los destinos individua-
les, de modo que los individuos perdían el control de una parte
de su existencia.
Algo diferente sucedía entre los científicos griegos. Entre los
astrónomos, cuyo objetivo era una observación meticulosa de
los movimientos de los astros, el Destino era un principio de
regularidad del que fácilmente se extraía un sentido de armonía
e inteligencia. Naturalmente, para ellos el Destino era un poder
necesario que se encuentra mucho más allá de las fuerzas fini-
tas, pero esta «necesidad» no era inquietante sino tranquilizado-
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ra porque su regularidad era inteligible, permitía una previsión
racional y eventualmente posibilitaba la acción humana (como
sucede en Platón y en Aristóteles). A este pensamiento racional
pertenece la filosofía estoica: hay una causalidad infinita que
une irresistiblemente a todas las cosas; de ahí la definición de
Crisipo: «El Destino es la causa (a„t…a) que conecta todas las
cosas».7 El Destino es aquella cadena que conecta todos los se-
res entre sí: es la «razón del universo». Se trata de una concep-
ción «científica» del término como «causalidad universal»: todo
lo que existe o sucede está entrelazado a sus causas anteceden-
tes. Ningún ser y ningún suceso carecen de «razón de ser». El
estado presente del mundo está vinculado al pasado y al futuro
por una serie de causas que lo explican y que, por tanto, produ-
cen en él una serie de movimientos en un sentido determinado e
inteligible. Es por esto que los estoicos llegan a la conclusión
opuesta a la religiosidad popular: para ellos, esta regularidad es
indicativa de que en el mundo gobierna la razón y no el azar, el
orden y no la fortuna, aun si la conciencia común no acierta a
creerlo, de manera que este orden existente es el único concebi-
ble, y aún después de la destrucción cósmica periódica que acon-
tecerá y que llaman «ekpirosis», el universo renacerá idéntico a
como es ahora, incluidos el lector y el autor que ahora mismo
concurren en este libro que está en sus manos. A través de los
sueños y su interpretación, el estoico no contempla esta armo-
nía con fervor religioso y supersticioso, sino con una veneración
racional que lo eleva a la Razón universal.
Los estoicos comparten con los astrónomos griegos la con-
cepción del orden cósmico como una infinita cadena causal, pero
difieren de estos porque su física no es mero trabajo de contem-
plación intelectual. Su física se inscribe en una ética para la ac-
ción humana y por tanto es, siguiendo la bella expresión de P.
Hadot, una «física vivida»,8 un conocimiento destinado a mos-
trar al hombre su lugar en el cosmos como premisa para la ac-
ción práctica. Por tanto, la interpretación de los sueños era para
el estoico algo que formaba parte de vivir una vida razonable.
Era necesaria una categoría que mostrara que el universo no
está abandonado por el principio que lo creó y que las directri-
ces de este penetran a todos los seres que lo habitan: a esta pre-
sencia la llaman «providencia». Crisipo podía entonces unir
ambas nociones: el destino es la «razón de las cosas gobernadas
en el mundo por la Providencia».9 La Providencia excluye por
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completo el azar y la fortuna y asegura que aquello que puede
parecer arbitrario es simplemente ignorancia de la totalidad que
lo causa; por ejemplo, Séneca, ante un hombre valioso que po-
seía un cuerpo débil declara que la naturaleza ha sido injusta
con él «a menos que ella se haya propuesto mostrar que un alma
feliz y valiosa puede esconderse bajo no importa qué piel».10 Cada
una de las partes del universo, aun la más humilde, está unida a
la razón universal y cumple con un papel que le es connatural.
Todo, incluso si la apariencia lo mantiene oculto, pertenece a un
equilibrio que inevitablemente se alcanza. Pero su reconocimien-
to requiere de la inteligencia y es por eso que el estoico convierte
la observación de la naturaleza y la interpretación onírica en un
ejercicio para su espíritu, en un conocimiento al servicio de la
vida.
Debido a la providencia no hay un solo movimiento que sea
incausado: si hubiese una sola cosa que, por su poder de espon-
taneidad, pudiera ser causa aleatoria de un movimiento o un
evento, entonces, cualquiera que fuesen las circunstancias, ello
podría producir un camino alternativo e inesperado y el cosmos
ya no sería el mismo. Como lo explica Crisipo, cualquier evento
o estado tiene una «razón de ser» y ha sido «querido» por la
naturaleza, aun si desde el punto de vista individual tal evento es
indeseable y dañino. Hay que advertir que este radicalismo no
era compartido por todos los estoicos: Cleantes, por ejemplo,
pensaba que la maldad humana no era atribuible al Logos uni-
versal, es decir, a Dios. Con todo, ningún estoico renunció com-
pletamente a admitir la presencia del Destino en la vida huma-
na.
Destino y Providencia forman una trama que vincula todos
los objetos y todos los sucesos de una manera ordenada. Crisipo
explicaba este entrelazamiento como «causa que entrelaza los
seres, o razón conforme a la cual el mundo procede».11 A fin de
comprender el cosmos estoico hemos debido introducir cons-
tantemente la idea de «causa», pero ¿qué es una causa? De acuer-
do con Crisipo, una causa es la «Razón según la cuál sucedió lo
sucedido, sucede lo que sucede y sucederá lo que ha de suce-
der».12 Ahora bien, en la física estoica todo lo que es causa de
algo es necesariamente un cuerpo, tiene la objetividad de un
cuerpo, porque de otra manera no podría afectar ningún otro
cuerpo. Aquello que resulta de la acción de esa causa, por el
contrario, no es un cuerpo, sino un predicado, algo que acontece
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a los cuerpos: por ejemplo en la expresión: «el cuchillo corta la
carne», el cuchillo y la carne son cuerpos, pero «corta» es un
predicado, algo que no es un cuerpo, aunque le ocurre a la car-
ne.13 La realidad está constituida por cuerpos que, en su acción
sobre otros cuerpos, producen ciertos efectos, ciertos estados de
cosas. Naturalmente, si la causalidad lo impregna todo y es la
razón de todo lo que existe, entonces nos encontramos en un
mundo enteramente determinado: todo lo que es, desde lo más
pequeño, está configurado por la situación causal que lo antece-
de, por las causas que lo han producido. Debido a esta doctrina,
los estoicos han pasado a la historia como una filosofía comple-
tamente determinista.14 Crisipo defenderá hasta sus últimas con-
secuencias el principio de que no existe nada arbitrario, postura
que se explica porque quiere oponerse decididamente tanto a la
idea de azar y contingencia defendida por Epicuro, como a la
causalidad débil defendida por Aristóteles.15
El determinismo no era una doctrina exclusiva de los estoi-
cos. En la reflexión moral se lo puede encontrar en Platón y Aris-
tóteles quienes no aceptan la existencia de actos humanos in-
causados: para ambos, no está dentro de las posibilidades de un
ser humano actuar de manera completamente independiente del
carácter adquirido previamente mediante los actos morales rea-
lizados.16 Pero nadie había dado el paso adicional propio de los
estoicos de afirmar una naturaleza causal universal y estricta.
Ello otorga al universo estoico una coloración propia: nada des-
de el exterior puede obstruir o desviar la organización de este
universo puesto que, salvo el vacío, nada hay fuera del universo.
Nada en el mundo puede tampoco estar en movimiento o en un
estado cualitativo diferente a la concordancia con la naturaleza
universal y esto incluye a la naturaleza de cada individuo soña-
dor. Ahora bien, los sueños, los augurios, los oráculos son venta-
nas abiertas a este orden universal pero, de acuerdo con lo ante-
rior, aquello que vaticinan o sugieren ya está determinado por la
necesidad inviolable. Los mensajes oníricos pueden ser antici-
patorios o premonitorios pero además de preguntarse si pueden
ser correctamente interpretados, aún queda en pie la cuestión:
¿sirve esto de algo si todo está predestinado a ser como es? Si los
sueños deben servir al estoico para orientar su conducta, para
definir su identidad ¿de qué vale esta advertencia anticipada si
la marcha de las cosas es inviolable? Estas fueron las objeciones
más comunes hechas a la doctrina. En cierto modo en su res-
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puesta se encuentra concentrada la originalidad de la ética es-
toica ¿Cómo podrá conciliar su tesis sobre la causalidad estricta
con la idea de libertad moral del soñador?17
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«el hado está sometido a la necesidad» Crisipo tomaba además
como testigos a Homero y los poetas trágicos, cuyos personajes
usualmente sucumben ante el Destino. En su segunda obra, Cri-
sipo intentaba responder a las objeciones acerca de que la exis-
tencia del Destino cancelaba la noción de «aquello que depende
de nosotros» es decir de nuestra libertad de acción, que es cen-
tral a la ética estoica.22 Esta defensa de Crisipo no era extraordi-
naria en su tiempo: a lo largo de la antigüedad los temas de la
predicción, el determinismo y el futuro fueron discutidos, inclu-
so con un alto grado de sofisticación, en el contexto de la teolo-
gía filosófica y solo comenzaron a desaparecer en el momento
en que el cristianismo impuso la creencia de que ninguna técni-
ca humana podía arrebatar a Dios, contra Su voluntad, el cono-
cimiento del porvenir que le está reservado solo a Él. La particu-
laridad de los estoicos es que consideraron que la interpretación
de los sueños era un arte, una ciencia o un saber.23 Y tenían razo-
nes para creerlo: mediante un mecanismo inductivo ellos reunían
todas las instancias conocidas de asociación entre ciertos signos
y los eventos futuros que parecían justificarlos y estas regulari-
dades organizadas eran llamadas «teoremas». La adivinación y
la interpretación de los sueños parecía cumplir con todos los
elementos constitutivos de una doctrina empírica: acumulaba
datos, realizaba inducciones, elaboraba proposiciones genera-
les (los teoremas), ofrecía explicaciones y proponía prediccio-
nes.24
Por supuesto los estoicos sabían que las interpretaciones de
los sueños eran las más de las veces erróneas y que sus practi-
cantes eran con frecuencia charlatanes. ¿Entonces, por qué obs-
tinarse en defender la pro-gnosis? Por razones «científicas», esto
es por su profundo racionalismo: la pro-gnosis es la prueba pal-
pable de que la Providencia gobierna al mundo y si aquella no
existe, no hay otra forma de probar esta tesis que es de la mayor
importancia para la ética estoica. Por ello, Crisipo sostenía que
también existe la onirocrítica verdadera. Probablemente lo ha-
cía estableciendo ciertas condiciones: que los teoremas y las in-
terpretaciones sean verdaderos y que los videntes sean practi-
cantes honestos, que dominen su ciencia y no cometan errores
en la interpretación de las instancias particulares de pronósti-
co.25 Para los estoicos el problema de la interpretación de los
sueños no es una creencia supersticiosa sino un problema teóri-
co: es la prueba de la existencia de un principio superior que
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existe en aquellas cosas que no provienen de la iniciativa huma-
na. Si esto es así, entonces debe existir una potencia que hizo las
cosas tal como son, potencia a la cual solo podemos acceder por
conjetura.
Crisipo sabía igualmente que no todo sueño, aun bien inter-
pretado, es una predicción fatal. El arte de interpretar los sueños
debe ser tomado con precaución porque descansa en signos en-
viados por los hombres a los dioses. Una representación onírica
es un signo, pero no es una causa de eventos. Esta afirmación de
que los sueños y los presagios descansan en signos es muy im-
portante porque permite a Crisipo afirmar que la relación entre
la interpretación y el evento futuro no es una relación causal:
una interpretación onírica no es del tipo «si algo está predicho,
entonces sucederá», sino una relación que afirma que una pre-
dicción es verdadera si se cumplen todas las instancias que pue-
den hacerla verdadera, es decir si todas las causas antecedentes
concurren en ello, y esto último no es un problema lógico, sino
una cuestión empírica. Hay un «suceso signo», un sueño, que
nos es dado en el presente (el único tiempo a nuestra disposi-
ción), y hay un «suceso significado» que supone una interpreta-
ción que es solo una conjetura. Un signo es un «evento» que es
de algún modo indicativo de algo y que se supone ligado a aque-
llo que representa, pero lo que representa es un evento futuro
(eventualmente pasado) sobre el cual no podemos nada y por
ello el nexo entre ellos es más tenue que el de causalidad.26 El
primero es un signo y no una causa y, por tanto, los estoicos
nunca llaman «causalidad» a la relación que une el «signo even-
to» con el suceso futuro. Para los estoicos, el conocimiento per-
fecto de todas las causas existe, pero pertenece a los dioses (y
eventualmente al sabio); los seres humanos normales solo pue-
den hacer conjeturas a partir de signos. Nada impide, sin embar-
go, el intento de examinarlos, pues ellos no son acertijos sino
«índices» enviados por dioses interesados en nosotros y que de
acuerdo con la doctrina determinista de algún modo están co-
nectados a los sucesos que ellos significan.27
Una estrategia adicional para defender la adivinación y el
destino usada por Crisipo era de naturaleza «dialéctica», esto es,
lógica y descansaba en la tesis ampliamente aceptada en la anti-
güedad de que toda proposición, sin excepción, debe tener un
valor de verdad, debe ser o bien verdadera o bien falsa. Esta tesis
ya había sido abandonada por Aristóteles a propósito de las ex-
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presiones llamadas «contingentes futuros», proposiciones del
tipo: «mañana habrá una batalla naval». Según Aristóteles, las
proposiciones referidas a los contingentes futuros no pueden ser
calificadas en el tiempo presente de verdaderas ni de falsas, pues
de serlo el futuro quedaría enteramente determinado, como una
fatalidad, lo que para el estagirita es inaceptable. Crisipo, por el
contrario, sostiene la afirmación de que aun las proposiciones
referidas al futuro pueden ser, en el tiempo presente, calificadas
de verdaderas o falsas. Esta tesis ha sido juzgada poco convin-
cente y falaz, pero al interior de la doctrina estoica de la causali-
dades es perfectamente inteligible: Crisipo sostiene que, para
cualquier evento futuro, existe una serie de causas antecedentes
que lo impulsarán o lo inhibirán y que, si es posible conocer esa
trama causal de manera exhaustiva, la proposición del futuro
puede ser vinculada al presente (aun cuando siempre puede pre-
sentarse una causa no prevista que haga contingente a la propo-
sición). Se dirá entonces: si todas las condiciones antecedentes
están dadas, la batalla naval ocurrirá, no como una fatalidad,
sino simplemente porque irrumpe impulsada por sus condicio-
nes de existencia. En breve, el punto de vista de Crisipo es el de
un racionalismo a ultranza, una concepción que defiende que
todo lo que sucede, sucede por una trama causal la cual, en prin-
cipio, es inteligible para la inteligencia humana.
Pero esta defensa racionalista de la adivinación no libró a
los estoicos de aparecer a los ojos de los antiguos como supersti-
ciosos y fatalistas. En efecto, sus adversarios sostenían que si
todo lo que sucede, sucede por el Destino y si este es predecible,
entonces la libertad moral no existe. Si nada puede obstruir la
organización del Destino y si el movimiento del todo no puede
ser alterado entonces no existe ninguna posibilidad de que fuera
de otra manera: la idea misma de algo «posible» se esfuma. Un
determinismo estricto cancela en el fondo toda la acción huma-
na, porque es inútil actuar si todo está decidido. De hecho, afir-
maban los críticos, la idea misma de predicción resulta super-
flua: si el intérprete ha sido acertado ¿en qué sentido nos ayuda
su predicción? Si los sueños, por ejemplo, anuncian peligros y
amenazas, ciertas medidas precautorias pueden ser tomadas,
pero si el final está previsto estas no tendrán ningún efecto: es-
toy condenado a hacer lo que tendría que hacer, aun si no me lo
aconsejan. La verdadera utilidad de la predicción consiste en
hacernos conocer lo que será, sin más, pero esto no nos libera; a
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lo sumo nos convierte en agentes conscientes y resignados ante
el Destino y a cooperar, voluntariamente o no, con lo que suce-
derá. El argumento llamado del «perezoso», que los adversarios
de Crisipo blandían, descansa justamente en esta alternativa: si
está previsto por el Destino que moriré de la enfermedad que me
aqueja en el presente, no vale la pena visitar al médico, y si está
previsto que sobreviviré a esta enfermedad, tampoco vale la pena
visitar al médico, ¿para qué hacerlo si todo ocurrirá inevitable-
mente?28
Los estoicos respondían a estos adversarios de varias mane-
ras. Epicteto, por ejemplo escribe: «Es necesario ir a los adivinos
sin deseo y sin repugnancia; como cuando el viajero pregunta a
alguien que cruza por su camino, ¿cuál de los dos senderos con-
duce a la meta?, sin desear de antemano que sea el de la derecha
o el de la izquierda. En efecto, el viajero no tiene preferencia por
pasar por una u otra de las rutas, sino solo por aquella que lo
conduce a su destino».29 Con ello, Epicteto revela adecuadamen-
te la actitud de los estoicos hacia la predicción por lo sueños: la
adivinación no nos obliga, sino apenas nos advierte, primero
porque, como sabemos, con frecuencia se equivoca pues proce-
de por conjetura, pero aun si fuera exitosa, ella no nos enseña
sino un evento, un suceso que no depende de nosotros.30 De
manera que el estoico no va con el intérprete de los sueños a que
le diga algo imposible que desea escuchar, sino con la certeza de
que, suceda lo que suceda, él sabrá enfrentarlo con impasibili-
dad y previsión. ¿Acertará el intérprete? Eso el paciente no lo
sabe, y por ello actuará como debe hacerlo, introduciendo en el
curso de los eventos presagiados, su propia acción.
Esta última es la ruta que siguió Crisipo para sostener que,
en un mundo en el que todo está determinado por una trama
causal, aun existe la libertad de la acción moral. Todo proviene
de una causa y nada es incausado, pero la libertad estoica con-
siste en introducir la acción humana entre las causas de todo lo
que sucede. Para ello, Crisipo distingue en un evento cualquiera
dos grandes tipos de causas: por un lado las causas antecedentes
llamadas también «próximas» (o «coadyuvantes», o «anteriores»)
y, por otro lado, las causas principales también llamadas «perfec-
tas». Las primeras, las causas próximas son aquellas que provie-
nen del exterior del agente, del contexto en que se desenvuelve;
por ejemplo, «he soñado que caigo enfermo y desde luego no he
elegido sufrir la enfermedad». Las segundas, las causas princi-
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pales son aquellas que provienen del agente mismo, que tienen a
este como origen, por ejemplo, «a consecuencia de este sueño he
decido visitar al médico». La distinción depende de su origen:
las causas próximas tienen su origen en la naturaleza exterior,
en el cosmos en que vive el individuo; las perfectas son aquellas
que tienen su origen en la acción del agente y no le vienen im-
puestas desde el exterior, es decir, están bajo su control. Crisipo
llama «co-fatales» a la reunión de ambos eventos: «he soñado
que caigo enfermo» y «voy al médico» son causas «co-fatales»
porque no son dos acciones vinculadas al azar, sino acciones
obligatoriamente simultáneas. Ambos tipos de causas concurren
en el evento. Sin duda, la enfermedad es algo que me sobrevie-
ne, pero mi acción como agente no está determinada por esa
causa antecedente, por el Destino, sino que tiene otro origen: mi
naturaleza interior la cual me conduce a desear preservar la sa-
lud y la vida. Lo que el sueño prevé que sobrevendrá depende
ambas causas. Ciertamente, el ser humano no puede escapar a
su naturaleza, pero lo que sucederá, la salud o el deceso, no es
ajeno a su acción. El ser humano es un ser que cae enfermo y
eventualmente muere, pero para que eso suceda también parti-
cipan la serie de causas que él introduce en su calidad de agente,
como visitar al médico, y esto también forma parte de lo que
sucederá. Las causas externas (como soñar la enfermedad) ini-
cian el proceso pero no lo subsumen del todo, pues el agente
reacciona ante ellas y, por tanto, asume la responsabilidad de los
actos que le conciernen. La libertad estoica no es pues un poder
infinito devuelto al individuo y tampoco es la resignación pasiva
ante el destino: es una libertad activa y eficaz pero que está cir-
cunscrita al contexto del que inevitablemente forma parte.
En breve, en el universo estoico el orden causal estricto no
es contradictorio con la libertad, porque esta se refiere al domi-
nio interior, al dominio de sí mismo y este no tiene relación di-
recta con el determinismo externo. El individuo puede estar su-
jeto a una represión exterior sin por ello perder aquella libertad
profunda. Y la filosofía se ocupa solamente de crear este domi-
nio interior. La interpretación de los sueños es un buen ejemplo
de la manera en que los estoicos devuelven al ser humano la
libertad de sus actos, aun si vive un mundo en el que todo lo que
sucede lo hace dentro de una serie causal. Su actitud ante los
sueños muestra que el orden del cosmos precede a nuestra liber-
tad moral, pero no la aniquila. No todo está al alcance de cada
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individuo, pero todo lo que ocurre incluye su acción. Lo propia-
mente original de la doctrina estoica sobre los sueños es buscar
conciliar la determinación del individuo con su libertad de ac-
ción.
«Cooperar con el Destino» no significa entonces «resigna-
ción» sino introducir, entre las causas que conducen a un even-
to, las acciones propias (las cuales resultan ser las más impor-
tantes, por eso son llamadas «principales»), aunque estas no
necesariamente puedan modificar aquello que está en la Natu-
raleza. Es por esto que los estoicos nos deslumbran con su ex-
traordinaria dignidad de seres humanos. Esta primacía de la
acción individual se explica porque aun si la predicción onírica
es exacta, ella solo nos dice algo que no está en nuestro poder
cancelar (la enfermedad o la muerte); pero cómo hacer nuestra
esa predicción, eso el Destino no lo decide, porque corresponde a
nuestra libertad. El Destino no quiere más que el evento externo
y nos lo informa mediante un sueño, pero no va más allá: la
libertad moral, en cambio, se separa de estas causas y el indivi-
duo se hace cargo de sí mismo. Ante las predicciones oníricas el
ser humano tiene que actuar, porque nada es realmente necesa-
rio hasta que sucede y él desconoce de antemano lo que sucede-
rá sin su intervención. En la diferencia ente causas próximas y
causas principales descansa la libertad moral humana: por eso
la libertad de acción del individuo es colocada por delante de
aquello que amenaza con someterla. Las causas antecedentes,
la naturaleza del cosmos se encuentran presentes en la vida hu-
mana y los sueños pueden revelarla en el lote que corresponde a
cada individuo, pero este no es un autómata: no importa qué tan
débil pueda ser su carácter, él posee el privilegio de decidir su
acción, un principio que actúa inevitablemente en concordancia
con su naturaleza interior.
Para los estoicos «Destino» no es equivalente de «fatalidad».
Recordemos que para ellos no existe un poder ajeno (un Dios
trascendente) que simplemente impondría a los seres su volun-
tad omnisciente. Los signos que los dioses envían en los sueños
indican el orden del cosmos, pero este no depende de su impo-
nente voluntad y por tanto ellos no pueden ni imponerlo, ni
modificarlo. La doctrina estoica no ofrece al ser humano un con-
suelo en la benevolencia de los dioses; simplemente coloca al
hombre ante el orden cósmico al que pertenece y lo responsabi-
liza del uso de su libertad. Sin duda existe un Destino-causal
43
pero este incluye la acción del ser humano, el cual forma parte
del mundo racional y no solo lo sufre. El Destino precede a la
libertad moral pero no la cancela y ni siquiera la penetra.
Sin embargo, esto último hace emerger un problema en tor-
no a la concepción de libertad moral porque parece introducir,
con la acción humana, una causa que no tiene antecedente. Y
esto contradice la doctrina estoica. En efecto, los adversarios del
estoicismo, queriendo defender una libertad radical buscaban
mostrar la existencia de un movimiento incausado previo a la
acción, una situación en la cual todas las alternativas para ac-
tuar eran idénticas y el individuo elegía arbitrariamente, en un
movimiento espontáneo que descansa exclusivamente en el po-
der del sujeto que decide.31 Ante un sueño idéntico, afirmaban
esos críticos, dos individuos pueden reaccionar de manera dis-
tinta. Sucede algo similar en la modernidad con los términos
«autonomía» y «voluntad»: en nuestros días ambos parecen in-
dicar ante todo la ausencia en el individuo de cualquier clase de
influencia externa. En sentido moderno, «voluntad libre» signi-
fica que el agente es causa original, causa que no tiene causa
anterior, que posee el poder de actuar en cualquier dirección
posible y que ese actuar depende de su arbitrio. Para los estoicos
tal cosa como la «voluntad libre» de la modernidad, no existe.
Sin duda es el individuo el que actúa y su acción le pertenece,
pero él mismo no es causa original, no posee una voluntad inde-
terminada, pues él es ya resultado de una serie de causas (el
estado de su alma, debido a la educación recibida, por ejemplo)
que lo llevan a actuar de un cierto modo. Los estoicos afirman
que no hay una persona que carezca de carácter, opiniones y
propósitos, esto es de un estado interior que condiciona sus de-
cisiones. Ante determinados sueños y circunstancias, el hombre
malo actuará conforme al estado de su alma, es decir con mal-
dad, y el hombre virtuoso actuará conforme al estado de su alma,
es decir virtuosamente. Según los estoicos, el ser humano es tam-
bién «predecible»: dadas las mismas circunstancias y la misma
disposición interna de su alma, él cometerá siempre las mismas
acciones. De manera que, para orientar su acción el individuo
debe, en primer lugar, actuar sobre sí mismo, determinar por sí
mismo el estado de su fuero interno, hacerse a sí mismo un suje-
to ético. Así, entramos en el discurso interior del sujeto.
44
Ocuparse de sí mismo; la disciplina del deseo
115
¿Para qué existen los dioses?
119
El miedo a la muerte
133
El soñador impasible: el placer catastemático
El «yo» epicúreo
145
1. Llamado por ello «fuego artesano» o «fuego creador» por Zenón de Ci-
tio, fundador de la escuela estoica.
2. La influencia de Heráclito aquí es innegable: se trata de un Logos impo-
sible de transgredir por nadie. Sin embargo, también hay diferencias: para
Heráclito ese Logos universal es tensión perpetua, contradicción, fugaz y ca-
rente de otro propósito que no sea el equilibrio; para los estoicos, en cambio,
el Logos es el principio de coherencia inserto en todas las cosas. Por lo demás,
el Logos heracliteano se desentiende completamente de sus creaturas; por el
contrario, entre los estoicos, el individuo que se entrega al Destino no sufre de
ninguna humillación, ninguna derrota heroica, sino un sentimiento de parti-
cipación ante esa fuerza omnipresente.
3. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in stoic philosophy, Oxford
University Press, Oxford, 1998, p. 49.
4. Artemidoro, La interpretación de los sueños, Akal, Madrid, libro IV, 33, p.
339.
5. Muller, Robert, Les Stoïciens. La liberté et l’ordre du monde, Librairie
Philosophique J. Vrin (Bibliothèque des Philosophies), París, 2006, p. 117.
6. Ibíd., p. 118.
7. Citado por Bobzien, Susanne, op. cit., p. 50. De acuerdo con la física
estoica, el Destino no es definido en términos de una concatenación de causas
y efectos, porque estos últimos no son cuerpos sino «eventos» y por ello no
aparecen es esta definición: la serie causal está formada por cuerpos que inte-
ractúan unos con otros.
8. Hadot, Ilsetraut, Hadot, Pierre, Apprendre à philosopher dans l’Antiquité,
p. 33
9. Crisipo de Solos, Testimonios y fragmentos I, Sobre el destino, 106, p. 263.
10. Séneca, Cuestiones Naturales, Editorial Gredos, Madrid, 2013, I, 17, pp.
1-4.
11. Crisipo de Solos, op. cit., 108, p. 264.
12. Ibíd., 106, p. 263.
13. Por eso, de acuerdo con la física de Crisipo, el Destino no es definido en
términos de una concatenación de causas y efectos, porque estos últimos no
son cuerpos sino «eventos» y por ello no aparecen es esta definición: la serie
causal está formada por cuerpos que interactúan unos con otros.
14. Es preciso tener presente que el término «determinismo» no pertenece
al vocabulario griego: el término es moderno y data de mediados del siglo XIX
en lengua inglesa y de la segunda mitad del siglo XVIII en lengua alemana.
15. Aristóteles se había detenido en causalidades de distintos niveles y las
había coordinado y subordinado de manera jerárquica; para los estoicos, por
el contrario, la causalidad es universal, las leyes causales son inmanentes a
cada ser y todos los seres se pliegan a ella con una docilidad infinita. Bréhier,
Émile, Chrysippe et l’ancien stoicïsme, p. 176.
16. Long, A.A., «Freedom and determinism in the stoic theory of human
action», p. 175.
17. La libertad no podía tener entre los griegos el sentido que tiene hoy
para nosotros. Para ellos, la libertad es una realidad social y política. El esta-
tuto de un hombre libre se define en oposición a la esclavitud: un hombre
libre es un hombre libre y no es preciso decir filosóficamente nada más. La
única cuestión que se plantea entonces es ¿cuál es el dominio de acción que
146
está a su alcance? ¿qué elecciones se le presentan? Por ende, la cuestión de la
libertad aparece siempre, especialmente entre los estoicos, en el plano moral.
Véase Duhot, Jean-Joël, La conception estoicienne de la causalité, p. 246.
18. Cicerón, Cuestiones académicas, II, 130.
19. Los antiguos griegos, especialmente Artemidoro y Macrobio general-
mente hacían uso de los términos tÕ Ônar, onar, tÕ Ôneiron, Ð Ôneiroj, oneiros
(que pasó al latín como somnium), para referirse a cualquier clase de sueños
proféticos y del término tÕ ™nÚpnion (que pasó al latín como insomnium) para
referirse a cualquier clase de sueño no profético. Holowchack, Andrew, An-
cient science and dreams, p. XV.
20. Las tesis de Crisipo se conservan solo en testimonios indirectos, el más
antiguo de los cuales es Cicerón, seguido por Diogeniano, Plutarco y Aulo
Gelio.
21. Citado por Cicerón, De la adivinación, I, 27, 57.
22. Gourinat, Jean-Baptiste, «Prédiction du futur et action humaine dans
le Traite de Chrysippe “Sur le Destin”», p. 250.
23. Goulet-Cazé, Marie Odile, «À propos de l’assentiment stoicïen», p. 214.
24. Muller, Robert, Les Stoïciens. La liberté et l’ordre du monde, p. 120.
25. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in Stoic philosophy, p. 91.
26. Por ejemplo, Artemidoro relata la siguiente predicción onírica cuya
interpretación solo se logra mediante una analogía entre la naturaleza del
veneno y el adulterio, así como entre la muerte y la separación: «un individuo
soñó que [el Dios] Pan le decía: “tu mujer dará veneno a través de un ser
conocido y familiar tuyo”. Su esposa no lo envenenó, sino que fue seducida
por esa persona por la cual se decía en el sueño que iba a ser envenenado.
[¿En dónde se encuentra la analogía que el sueño ha realizado?]. En que tanto
el envenenamiento como el adulterio “se hacen a escondidas”, a ambas accio-
nes se las denominan “maquinaciones” y, además, [se aproximan en que] ni la
mujer que comete adulterio ni la que le da un veneno aman a su marido. No
mucho tiempo después de este sueño la mujer se separó del esposo [y aquí la
analogía consiste en que...] “la muerte libera de todas las cosas, y el veneno
significa lo mismo que la muerte”». Artemidoro, Interpretación de los sueños,
libro IV, 71, p. 367.
27. De ahí la sutil sugerencia que Crisipo ofrece a los videntes (y que Cice-
rón reporta con burla porque no la comprende): a fin de que sus predicciones
no sean tan fácilmente invalidadas les propone que no se expresen sus profe-
cías bajo la forma de condicionales: si A entonces B, porque estos se revelan
causalmente falsas, sino que se expresen bajo la forma de una conjunción
negativa: – (A y B) es decir que si alguna de las dos premisas no se cumple,
entonces la totalidad no se cumple.
28. Objeciones semejantes se encuentran en Cicerón, Alejandro de Afrodi-
sia, Boecio y Plutarco.
29. Epicteto, Disertaciones por Arriano, II, VII, 10.
30. Goldschmidt, Victor, Le système stoïcien et l’idée du temps, p. 103.
31. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in stoic philosophy, p. 37.
32. «El precepto de que es preciso ocuparse de sí mismo... tomó la forma
de una actitud, de una manera de comportarse, impregnó las formas de vivir;
se desarrolló en procedimientos, en prácticas y recetas que eran reflexiona-
das, desarrolladas, perfeccionadas y enseñadas... dio lugar finalmente a un
147
cierto modo de conocimiento y a la elaboración de un saber». Foucault, Mi-
chel, Histoire de la sexualité III: Le souci de soi, Gallimard, 1984, p. 59.
33. Frede, Dorotea, «Stoic determinism», p. 200.
34. «En los textos estoicos “lo que depende de nosotros” nunca aparece en
la cuestión general de la libertad sino siempre en un contexto moral», Duhot,
Jean-Joël, op. cit., p. 246.
35. Foucault, Michel, Le souci de soi, p. 17.
36. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 12, 1-7.
37. Cicerón, De los términos extremos, III, 72, cit. por Hadot, P., Apprendre
à philosopher dans l’antiquité, p. 31.
38. Marco Aurelio, Meditaciones, X, 14, citado por Voelke, André Jean, L’idée
de volonté dans le stoïcisme, p. 110.
39. Marco Aurelio, Meditaciones, XI, 13. 4.
40. Hadot, P., Ejercicios espirituales y filosofía cristiana, p. 76.
41. El término «ejercicio» tiene su etimología en el latín «exercitium», «ac-
ción de ejercitar a alguien en algo», «someterlo a prueba con el objetivo de
formarlo y constatar su progresos», véase Pavie, Xavier, Exercices spirituels.
Lecons de la philosopie Antique, pp. 19-20.
42. Hadot, Pierre, Ejercicios espirituales y filosofía cristiana, p. 21.
43. Los hemos tomado de Pierre Hadot, La citadelle intérieure, pp. 140 y
siguientes.
44. Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 36.
45. Ibíd.
46. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 151.
47. Epicteto, Manual, c. 8.
48. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 163.
49. Sexto Empírico, citado por Muller, Robert, Les stoïciens, p. 149.
50. Long, Anthony, «Representation and the self in stoicism», p. 272.
51. Aetio, IV, XII, 1, citado en Long, Anthony, «Representation and the self
in stoicism», p. 271.
52. Long, Anthony, «Representation and the self in stoicism», p. 272.
53. Artemidoro, por ejemplo, considera que el sueño refleja la misma en-
fermedad física que moral: «Conozco un hombre lisiado en el pie derecho, el
cual soñó que su criado tenía una lesión idéntica en el mismo pie y cojeaba del
mismo modo. Así pues, lo encontró con la amante de la que él mismo estaba
enamorado. Esto era precisamente lo que le pronosticaba el sueño: que su
esclavo cometería los mismos fallos que él». Artemidoro, Libro III, 51, p. 296.
54. Bénatouïl, Thomas, Faire usage: la pratique du stoïcism, p. 173.
55. Según Aristóteles, mientras dormimos dejamos de percibir tanto los
sensibles propios como los sensibles comunes. Pero los órganos sensoriales
han quedado impresionados por los objetos percibidos en la vigilia y son sus
movimientos residuales los que causan las imágenes percibidas en los sueños.
Estos movimientos de dan también durante la vigilia pero durmiendo, mien-
tras los sentidos y el entendimiento no funcionan plenamente, esas imágenes
se desarrollan sin traba alguna y si sufren un efecto deformante dan lugar a
sueños incoherentes o monstruosos.
56. Plutarco, citado por Bénatoüil, Thomas, p. 171.
57. Es esta concepción estoica la que se transmitió al cristianismo. Es ella
la que se manifiesta en el momento en que Clemente de Alejandría, en su obra
148
Stromata, describe al cristiano perfecto (gnostikos) y considera que la virtud
de amar a Dios no puede perderse de ninguna manera, en la vigilia, el sueño o
en alguna representación imaginaria: «Aquel que enseña a amar a Dios no
tiene una virtud que pueda ser perdida de manera alguna [...] Debido a su
buena disposición interior, en ausencia de cualquier alteración de sus nocio-
nes, la parte directriz [del alma] permanece inalterada y no admite en ella
ninguna modificación de sus representaciones del tipo de aquellas que imagi-
na a partir de los momentos de la vigilia o cuando sueña. Es por eso que el
Señor nos previene de ser vigilantes, a fin de que nuestra alma no se vea jamás
afectada durante el sueño». Clemente de Alejandría, Stromata IV, 22, 139.
Contenido en Stoici Antichi, SVF III, [C.e] 240.
58. Plutarco, en Stoici Antichi, I [A] 234.
59. El término griego «juicio» denotaba originalmente el hecho de «estar
de acuerdo con alguien» y rememora la idea de un escrutinio en que el indivi-
duo deposita un voto que coincide con el voto de algún otro ciudadano. Vo-
elke, André Jean, L’idée de volonté dans le stoïcisme, p. 31.
60. Ibíd., p. 48.
61. Calcidio, Stoici Antichi, SVF, II, [B.f] 863 [I].
62. Stobeo, citado por Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 683.
63. El término telos no debe ser traducido simplemente como «objetivo» o
«meta» porque la palabra griega posee connotaciones de «culminación» o
«completitud» que le otorgan un significado mucho más trascendente.
64. Cicerón, citado por Inwood, «Stoic ethics», p. 688.
65. Crisipo de Solos, op. cit., 45.
66. Epicteto, Manual, I, 35.
67. Ibíd., I, 18.
68. Según la doctrina estoica la virtud se basta a sí misma para obtener
toda la felicidad y no requiere de ningún complemento externo como la rique-
za o la belleza física que, como sabemos, no alteran en nada la armonía del
alma. En esto, los estoicos se oponen a Aristóteles para quien la felicidad es un
rasgo de carácter, pero que se ve favorecido por la presencia de bienes mate-
riales satisfactorios y deseables.
69. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 685.
70. «La preocupación de sí es desde luego un conocimiento de sí... pero es
también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de
principios que son a la vez verdades y prescripciones... es equiparse con esas
verdades; es ahí donde la ética está ligada al juego de verdad». Foucault, M.,
«L’étique de soi comme pratique de la liberté», Dits et écrits, IV, 713.
71. Crisipo, Stoici Antichi, III, [C.e] 256.
72. Séneca, Epístolas 95, 57.
73. Lo que Pierre Hadot ha llamado «la ciudadela interior», véase Hadot,
P., La citadelle intérieure, Introduction aux Pensées de Marc Aurèle, pp. 123 y ss.
74. Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más
ilustres, VIII, ¿¿??
75. Véase, por ejemplo, Gill, Christopher, The Structured Self in Hellenistic
and Roman thought, pp. 127 y ss.
76. Foucault la ha llamado «ethopoética», esto es una poiesis, una obra,
una producción, realizada sobre el comportamiento, ethos. Citado en Gros,
Fréderic, «Situation du cours», en Foucault, M., L’herméneutique du sujet, p.
149
510.
77. Foucault, M., «L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté»,
en Dits et écrits, IV, 718.
78. Bénatoüil, Thomas, Faire usage; la pratique du stoïcisme, p. 144.
79. Diógenes Laercio, op. cit., VII, 50, SVF, II, 56-57.
80. Artemidoro, por ejemplo, relata el caso de un hombre que, debido al
temor provocado por un sueño, decidió suicidarse: «Un hombre soñó que al
agacharse le olía mal la zonda del ombligo. Voluntariamente tomó un veneno
mortal, porque no soportaba el peligro y la carga de las deudas. Como conse-
cuencia de este sueño, por miedo a que sus obligaciones y secretos despren-
dieran un olor que los pusiera al descubierto, murió y fue incinerado más
rápido de lo normal». Artemidoro, V, 33.
81. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 63.
82. Séneca, De la ira, i, II, 5, 2.
83. Muller, Robert, Les stoiciens, p. 230.
84. Crisipo, Stoici Antichi, III, [C.e] 462 [I].
85. Diógenes Laercio, op. cit., VII, 109-114.
86. El terror es el miedo que produce espanto; la vergüenza es el miedo a la
deshonra, la indecisión es el miedo a la acción futura; la turbación es el miedo
acompañado de una turbación de la voz; la angustia es el miedo de una cosa
mudable. Diógenes Laercio, ibíd.
87. Crisipo reportado por Andronico, Stoici Antichi, [C.e] 397.
88. ¿Quiere decir que el soñador debe simplemente permanecer inerte ante
la supuesta amenaza? No. El individuo hará todo lo que está a su alcance para
preservar su fortuna y la de su familia, introducirá las causas «principales»,
pero sabrá adoptar una actitud racional ante el hecho y eventualmente ante el
cumplimiento del presagio. Sabrá mantener en todo momento la armonía
consigo mismo y ante los demás, cosa que para el individuo romano en el
Imperio Romano resultaba crucial.
89. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 63.
90. Cicerón, Disputas tusculanas III, 11, 24.
91. Plutarco, Stoici Antichi, III, [C.e] 459.
92. «¿Qué cosas son las que nos apesadumbran y nos sacan de quicio?
¿Qué otras, sino las opiniones?», Epicteto, Disertaciones por Arriano, II, 16,
24.
93. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 68.
94. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 703.
95. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 144.
96. Ibíd., p. 145.
97. Muller, Robert, Les stoiciens, p. 229.
98. Inwood, Brad, Ethics and human action in early stoicism, p. 138.
99. Ibíd., p. 138.
100. Cicerón, Disputas tusculanas, III, XXXI, 75.
101. Lo mismo que otros, Posidonio un filósofo del estoicismo llamado
«medio» se planteaba cuestiones similares y por ello hizo un intento por aban-
donar este aspecto de la doctrina de Crisipo, reivindicando una partición del
alma en partes independientes al estilo de la doctrina de Platón.
102. Potte-Bonneville, Mathieu, Michel Foucault, La inquietud de la histo-
ria, pp. 203 y siguientes.
150
103. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 712.
104. Muller, Robert, Les stoïciens, p. 236.
105. Bénatouïl, Thomas, Faire usage: la pratique du stoïcism, p. 105.
106. Ibíd., p. 105.
107. Nuevamente, seguimos en ello a P. Hadot.
108. Epicteto, Manual, 5.
109. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 129.
110. Epicteto, Disertaciones por Arriano, IV, 1, 112.
111. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 137.
112. Mauss, Marcel, «Una catégorie de l’esprit humain: la notion de per-
sonne, celle du “moi”», en Sociologie et Anthropologie Vème partie, p. 333.
113. Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une réponse foucaldienne à la
question de la présence du moi dans l’antiquité», en Aubry, G., Ildefonse, F.
(eds.), Le moi et l’interiorité, p. 171.
114. Según la doctrina, la Ciudad más alta incluye a todos los seres racio-
nales, es decir es la ciudad de los dioses y los hombres.
115. Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 1.
116. Ibíd., VIII, 23.
117. «El individuo antiguo se busca y se encuentra en otro, en los espejos
que reflejan su imagen que son para él el Alter ego: parientes, amigos, hijos
[...] a sus propios ojos, él no es sino el espejo que los otros le presentan».
Vernant, Pierre, «L’individu dans la cité», en L’individu, la mort, l’amour, soi-
même et l’autre en Grèce Ancienne, p. 224.
118. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 21.
119. Marco Aurelio, Meditaciones (VII, 29, 2).
120. Séneca, De la tranquilidad del alma, XIII, 2-3.
121. Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 32.
122. Séneca. De la providencia, II, 1 y 4.
123. Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 42, 12.
124. Epicteto, Disertaciones por Arriano, I, 28, 4-9.
125. Marco Aurelio, Meditaciones (VIII, 59).
126. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 26, 89-93.
127. Entre todas las escuelas helenísticas el epicureísmo fue la que la que
tuvo mayor duración; en su versión clásica estuvo aún presente durante el
siglo II. A pesar de todas las vicisitudes, la enseñanza de la filosofía clásica
griega cerró su ciclo el año 529 en Atenas con la clausura de la Academia y el
año 726 en Constantinopla con el cierre de la universidad. John Dillon, «Phi-
losophy as a profession in late antiquity», p. 12.
128. Platón, Critón, 44b.
129. Término que se opone a insomnia, que son los sueños ordinarios.
130. Artemidoro, La interpretación de los sueños, 2, 34.
131. Versnel, H.S., «What did ancient man see when he saw a God?», pp.
49-50.
132. Citado en ibíd., p. 24.
133. Que es el mismo término que adoptará Epicuro y luego Lucrecio.
134. Casevitz, Michel, «Les mots du rêve en grec ancien», p. 72.
135. Epicuro, Carta a Meneceo, § 123.
136. Los dos textos que han suscitado mayor controversia en torno a la
existencia de los dioses son: el escolio a la Máxima Capital I de Epicuro y un
151
breve comentario de Cicerón en Sobre la naturaleza de los dioses (I, XIX, 49).
137. Jaap Mansfeld (1993), «Aspects of Epicurean Theology», p. 183.
138. Epicuro, Carta a Meneceo § 123.
139. El escolio a la Máxima Capital I dice que Epicuro consideraba que los
dioses son vistos por la razón (cuando está liberada del fardo del cuerpo) y
que ante esta podían presentarse o bien individualmente diferenciados o bien
en grupos en los que todos ofrecían una semejanza perfecta. Citado por Jean
Salem (1997), Tel un dieu parmi les hommes, p. 188.
140. Lucrecio: De la naturaleza de las cosas, V, 148-149.
141. Aristóteles, Metafísica, 7, 1072b, 13-30.
142. Jean-Marie Guyeau, La morale d’Épicure, pp. 112 y ss.
143. Filodemo de Gadara, citado en Voula Tsouna, The Ethics of Philode-
mus, p. 220.
144. Como lo hará muchos siglos más tarde L. Feuerbach.
145. Guyeau, Jean-Marie, La morale d’Épicure, p. 113.
146. Homero, Ilíada, XXIII, 65-107.
147. Long, A.A., Greek models of Mind and Self, p. 54.
148. Casevitz, Michel (1982), «Le mots du rêve en grec ancien», p. 73.
149. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, III, 60-88.
150. Ibíd., 64-73.
151. Ibíd., 85.
152. Ibíd., V, 1151-1160.
153. Ibíd., III, 1012-1024.
154. «El hombre por fin quedará libre de poder tomar conciencia de algo
extraordinario [...] el placer de su existencia, de la identidad de la simple exis-
tencia». Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, pp. 131-132.
155. «El tema de la conversión de sí no debe ser interpretado como una
deserción del dominio de la actividad, sino más bien como la búsqueda de lo
que permite mantener la relación de sí a sí como principio, regla de vincula-
ción a las cosas, a los sucesos y al mundo». Michel Foucault, Le gouvernement
de soi et des autres, p. 518.
156. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 60.
157. Epicuro, Carta a Meneceo, § 122.
158. Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 139.
159. «La preocupación de sí es desde luego el conocimiento de sí [...] pero
es también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de
principios que son a la vez verdades y prescripciones. Preocuparse de sí es
equiparse de esas verdades: es ahí donde la ética está ligada al juego de ver-
dad». Foucault, Michel, «L’ethique du souci de soi comme pratique de la liber-
té», Dits et écrits, en Daniel Defert y François Ewald (eds.), IV, p. 712.
160. Epicuro, contenido en Usener, H., Epicurea, 221.
161. Epicuro, Máximas Capitales, XII. Este racionalismo profundo explica
el renacimiento de la filosofía de Epicuro cada vez que la humanidad toma
conciencia de su libertad de decidir, como ocurrió en la primera modernidad
del siglo XVII.
162. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 317.
163. A pesar del que el estoicismo y el epicureísmo se oponen en todos y
cada uno de sus principios, comparten la idea básica a las éticas helenísticas:
es preciso que el ser humano comprenda su lugar en el cosmos a fin de funda-
152
mentar su vida práctica.
164. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, I, 790-791.
165. El término no pertenece al vocabulario de Epicuro sino que es crea-
ción de Lucrecio.
166. DeWiit, Norman (1973), Epicurus and his philosophy, p. 131.
167. Ibíd., p. 223.
168. Sedley, David, Creationism and his critics in Antiquity, p. 155.
169. Según Demócrito, puesto que los átomos del alma están en constante
movimiento, pueden generar calor y así sostiene que «el alma es una especie
de fuego y es caliente», Demócrito (67, B1, 28). I Presocratici, Testimonianze et
frammenti secondo la raccolta di Diels, H.
170. Epicuro, Carta a Herodoto, § 63.
171. Según Demócrito, la primera característica que el alma insufla al cuer-
po es la vida mediante el movimiento de sus partículas atómicas.
172. Es por esta razón que en la antigüedad pagana un libro que, como el
de Aristóteles, llevara como emblema «Tratado sobre el alma», contenía en
realidad el examen del conjunto completo de las funciones propias de un ser
vivo: la nutrición, la locomoción, la procreación. Véase, P.H. Schrijvers, «La
penseé d’Épicure et Lucrèce sur le sommeil», p. 235.
173. Estas son las funciones vitales básicas. «La palabra griega psiché, ¹
yuc», que suele ser traducida como «alma» parece derivar de una raíz que
expresaba la idea de «aliento», ¹ YÚcein. El aliento y la respiración distingue
a los seres animados de los fallecidos y, por ello, el aliento era asimilado a la
vida misma. La palabra psiché ya aparece en Homero y es en este poeta en la
que es identificada con el corazón, los pulmones y en general las funciones
que tienen lugar en el pecho, lugar de residencia del aliento». Donnay, G.,
«L’âme et le rêve d’Homère à Lucrèce», p. 9.
174. Como veremos, los cuerpos de los dioses son un ejemplo de algo que
existe pero que no es sensorialmente perceptible.
175. Tanto anima como animus son morfológicamente semejantes al tér-
mino griego ánemos, Ð ¥nemoj, viento. Los términos griegos phsiché y su equi-
valente thimós, Ð qumÒj, que fueron traducidos al latín como anima y animus
denotaban ante todo el aliento y, por extensión, la vida. Este aliento tiene su
origen en el pecho que es la sede del corazón y los pulmones cuyos movimien-
tos traducen los sentimientos o los «estados del alma». Donnay, G., «L’âme et
le rêve d’Homère à Lucrèce», p. 10.
176. Platón ofrece en su obra diversas representaciones del alma, pero en
su Timeo la presenta como una entidad tripartita localizada en distintas par-
tes del cuerpo: una parte está localizada en el área del corazón; otra parte
apetitiva está localizada en la zona baja, cerca del hígado. Estas dos partes
fueron creadas por los dioses inferiores como un desafío a la búsqueda de la
virtud. La tercera parte, el alma racional por el contrario está localizada en la
cabeza y fue creada por el Demiurgo. Los dioses inferiores, como el Sol, la
Luna y los cuerpos celestes, gobiernan los ciclos de la generación, el creci-
miento y la corrupción en el área inferior. Estas partes inferiores resultan de
la encarnación del alma y desaparecen con la muerte. Solo el alma racional es
inmortal y sobrevivirá a la extinción del cuerpo. Burnyeat, M.F., «La verité de
la tripartition», p. 42.
177. Epicuro, Carta a Herodoto, § 64.
153
178. Gill, Christophe, «Psychology», p. 135.
179. El término aísthesis tiene una larga tradición. En el Teeteto, Platón lo
usa para indicar cualquier cosa que aparezca a una persona. En este diálogo,
Sócrates hace ver que bajo el término se encuentra cualquier percepción, in-
cluidos los sueños, la experiencia de los dementes y otros actos alucinatorios.
Aristóteles también hace uso de aísthesis para significar «percepción» me-
diante los cinco sentidos pero excluye de manera explícita los sueños y las
alucinaciones. Véase Asmis, Elizabeth, Epicuru’s scientific method, p. 89.
180. Para Platón la aísthesis también es a-racional, esto es una simple creen-
cia, pero para él esta pasividad en la recepción es la prueba de que es una
simple reproducción inalterada de los datos externos y esta es la muestra de
su variabilidad, es decir de su falsedad. De esto mismo, Epicuro retira la idea
de que no puede ser falsa.
181. «En el punto de partida del epicureísmo hay una experiencia: la expe-
riencia de la carne». Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 129.
182. «Además de esa primera experiencia de la carne, el epicureísmo es
una elección, el placer», ibíd., p. 130.
183. Tertuliano, De anima, XVII.
184. Sexto Empírico nos informa que entre los epicúreos: «los testimonios
confirmatorios y la falta de testimonios contrarios forman un criterio de la
verdad de una cosa, pero la falta de testimonios confirmatorios y la presencia
de testimonios contradictorios lo es de su falsedad [...] y la base y el funda-
mento de todo es la sensación». Sexto Empírico, Adversus Matematicus 7,
210-216.
185. Una prolepsis es una «noción común» formada por la repetición sen-
sible; se trata de un concepto que no requiere demostración adicional pues
resulta de una serie de inducciones empíricas. Véase Elizabeth Asmis, Epicuru’s
scientific method, p. 32.
186. La sensación, que nosotros explicamos hoy por el desplazamiento de
ondas de luz o vibraciones del aire, Epicuro lo explica por el desplazamiento
de esos simulacros vagabundos.
187. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 159.
188. Lo que nosotros explicamos por la velocidad de la luz y del sonido,
Epicuro lo explica por la velocidad de esas imágenes.
189. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 211.
190. En su teoría sobre la necesidad el reposo, los epicúreos coinciden con
otras doctrinas psicofisiológicas de la antigüedad. Los presocráticos Alcmeón
y Diógenes de Apolonia explicaban la necesidad de sueño como consecuencia
de la acumulación de sangre o de aire al interior del cuerpo humano. Preso-
cratici, 24 A 18 y 62 A19. Aristóteles explica la necesidad de reposo asociado al
proceso de nutrición: los humores de la alimentación, que originalmente re-
montan hasta el cerebro descienden enfriados por este y se tropiezan con
otros humores ascendentes. En consecuencia se agolpan en la zona del cora-
zón y provocan el debilitamiento de los sentidos que este gobierna. Aristóte-
les, «Acerca del sueño» en Tratados breves de historia natural, 456a30 - 456b.
trad. E. de la Croce et al., Editorial Gredos, Madrid, 1987. Capelleti, Ángel J.,
Las teorías del sueño en la filosofía antigua, pp. 62 y ss.
191. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 942.
192. Ibíd., 950.
154
193. Aristóteles atribuía el sueño a la concentración de calor vital al inte-
rior del alma, proceso que se acelera con la alimentación que provoca un
sueño más profundo. Aristóteles, Sobre los sueños, 456b 18.
194. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 916-926.
195. Esta era la misma concepción que tenía Demócrito sobre las imáge-
nes oníricas.
196. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 968-976.
197. Ibíd., V, 722.
198. Ibíd., IV, 760-762.
199. Epicuro, Carta a su Madre, en Obras, pp. 94-95.
200. Según el escolio de la Máxima Capital número I, Epicuro consideraba
que los dioses tenían forma humana y podían presentarse o bien individual-
mente diferenciados, o bien en grupos de divinidades que ofrecían entre ellas
una semejanza perfecta.
201. En este punto Epicuro se aparta de Demócrito quien otorgaba a estas
emanaciones una estructura tal que les permitía transmitir la animación de
los seres de los que provienen. Para Demócrito no existía ninguna diferencia
entre representaciones cotidianas y representaciones extraordinarias; por ello
considera que existen efluvios benéficos, maléficos y nulos. Con todo, el he-
cho de que estos afecten al durmiente depende en parte del estado de espíritu
del soñador. Demócrito, I Presocratici, 68 B 166.
202. Al inicio del Libro IV del Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio
advierte que al examinar la teoría de los simulacros su propósito último es
examinar la naturaleza de las imágenes que aparecen en los sueños: «No vaya
a ser que pensemos que las animas han escapado del Aqueronte». Lucrecio,
De la naturaleza de las cosas, IV, 37.
203. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 24.
204. Cicerón llama «supeditatio» este proceso específico de los dioses.
205. Moreau, Joseph-Marie, «Epicure et la physique des dieux», p. 289.
206. Furley, David, Cosmic problems. Essay on greek and roman philosophy
of nature, p. 112.
207. Filodemo de Gadara, citado por Morel, Pierre-Mare, Epicure, p. 74.
208. Ibíd., p. 75.
209. Epicuro, Máxima Capital I.
210. Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, I, XVI, 46.
211. Ibíd., II, LXV, 162.
212. Ibíd., I, XX, 55.
213. Epicuro, Carta a Meneceo, § 125.
214. Ibíd., § 124.
215. Una reflexión importante se encuentra en Elias, Norbert, La soledad
de los moribundos.
216. Desde luego, el tema de los deseos ilimitados ya había sido considera-
do por los filósofos antiguos. Según Platón, ninguna cantidad de riqueza mate-
rial puede compensar la insuficiencia espiritual. Aristóteles por su parte no
buscaba el origen de la codicia en la psicología sino en las características de los
bienes materiales, por eso distingue entre el valor de uso de un bien y su valor
de cambio y estima que en el desarrollo de las relaciones humanas el valor de
cambio se ha vuelto independiente separándose de las necesidades naturales y
convirtiéndose en un fin en sí mismo. Naturalmente, ni aun Aristóteles hubie-
155
ra podido sospechar una sociedad como la nuestra, en la que el dinero se ha
vuelto un fetiche.
217. No hace mucho tiempo que la economía renunció a su dimensión
ética. En los albores del capitalismo, aún se debatía el papel que la codicia y el
interés jugaban en la búsqueda de la riqueza y del bienestar común. Véase
Hirschman, Albert, The passions and the interests.
218. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 68.
219. Cicerón, De los fines, de los bienes y los males, I, 45.
220. Por supuesto hoy esto parece extraño, pues en nuestras sociedades
nadie obtiene fácilmente la comida, el vestido y el cobijo.
221. Los epicúreos colocan al amor entre las pasiones desbordadas. Esto
es muy notable en Lucrecio quizá porque, como lo deja ver la literatura roma-
na del período, el amor era visto entonces como un deseo obsesivo y sin freno.
El amor es un deseo de completitud nunca satisfecho y que por tanto busca
llenarse con la ilusión de una realización que jamás llega, lo que a su vez hace
renacer al doloroso movimiento del deseo que lo engendró y así sin cesar.
222. Diógenes Laercio, op. cit., X, 118.
223. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 139.
224. Si Epicuro suena extraño a nuestros oídos es porque nuestras socie-
dades no solo no buscan liberar al individuo, sino por el contrario hacen todo
lo posible por multiplicar sin cesar las necesidades imaginarias más frívolas.
225. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 33.
226. Hadot, P. ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 130.
227. Filodemo de Gadara, citado por Asmis, Elizabeth, «Philodemus’ Epi-
cureanism», p. 2387.
228. Ibíd.
229. Diógenes Laercio, op. cit., X, 120.
230. Epicuro, Máximas Capitales, XXVII.
231. Testamento conservado en Diógenes Laercio, op. cit., X, 17-21.
232. Filodemo de Gadara, citado en Tsoula Voula, pp. 261 y ss.
233. Ibíd., p. 294.
234. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, III, 850-851.
235. Filodemo, citado por T. Voula, p. 279.
236. Ibíd., p. 291.
237. Ibíd., p. 291.
238. Probablemente Epicuro tenía en mente a Hegesias el cirenaico, lla-
mado «el aconsejador de la muerte», quien recorría el país promoviendo el
suicidio inmediato, aparentemente con cierto éxito.
239. Petronio, El satiricón, 104, 1-4, citado por Kragehund, Patrick, p. 440.
240. Foucault, Michel, Le courage de la vérité, pp. 202 y ss.
241. Aristóteles, Ética a Nicómaco, capítulo 13-14, 1153a-1154b.
242. Quién afirmó, ante la puerta de un lupanar: «No es feo el entrar sino
el no poder salir», Diógenes Laercio, op. cit., II, 69 y ss. Lampe, Kurt, The Birth
of hedonism, The cyrenaic philosophers and pleasure as a way of life.
243. Diógenes de Oenoanda, cit. por Salem, Jean, Tel un dieu parmi le hom-
mes, p. 130.
244. Diógenes Laercio, op. cit., X, 5.
245. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 58.
246. Epicuro, Máxima Capital, 19.
156
247. Filodemo de Gadara, citado por Tsoula Voula, p. 257.
248. Epicuro, Máximas Capitales, XX.
249. Epicuro, Carta a Meneceo, § 128-129.
250. «El placer es el telos y se muestra en el hecho de que desde que nacen
los animales sin razonar están plenamente satisfechos por el placer pero re-
chazan aquello que los molesta». Diógenes Laercio, op. cit., X, 137.
251. Plutarco, Contra Colotes, 27, 1122d.
252. Cicerón, De los fines, los bienes y los males, I, XV, 79.
253. Epicuro, Máximas Capitales, XVII.
254. Según Plutarco, quien con frecuencia busca denigrar al filósofo, Epi-
curo ponía el mayor placer en el vientre. Plutarco, Sobre la imposibilidad de
vivir placenteramente según Epicuro, 2, 1087b.
255. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 112.
256. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 292.
257. Como sabemos, los placeres naturales pero no necesarios no provo-
can dolor al cuerpo pero pueden atormentar al alma, como el amor y el sexo.
Los deseos ni naturales ni necesarios, obra de la imaginación, sumergen al
alma en un estado de inquietud y en cambio su satisfacción no produce nin-
gún placer duradero.
258. Epicuro, Carta a Meneceo, § 132.
259. Epicuro, Máximas Capitales, X.
260. Epicurea, edición de H. Usener, 181, citando a J. Estobeo.
261. Metrodoro, fragmento 49, citado por Salem, Jean, Tel un dieu parmi
les hommes, p. 63.
262. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 97.
263. «Intensificación» porque el yo supone siempre algún grado de conoci-
miento de sí. El término lo tomamos de Foucault: «Una intensificación mayor
en la relación a sí, es decir de las formas en las cuales el sujeto ha sido interpe-
lado a tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento y dominio de acción
a fin de transformarse, corregirse, purificarse o buscar su salvación». Foucault,
M., Le souci de soi, p. 56.
264. Epicuro, Sentencias vaticanas, 35.
265. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua? p. 141.
266. Hadot, Pierre, «La philosopie est-elle un luxe?», en Exercises Spirituels
et philosophie antique, p. 364.
267. Morel, Pierre Marie, Épicure, p. 115.
268. Ibíd., p. 135.
269. Epicuro, Carta a Meneceo, § 135.
157
158
CAPÍTULO 2
GRANDES SOÑADORES
El carácter de la obra
La medicina religiosa58
La subjetividad de Aristides
207
cas subyacen en la importancia que tal o cual cultura otorga a
esos sueños: o los considera meramente compensaciones psico-
lógicas o bien les da un valor de profecía. En la antigüedad su
importancia era mucho mayor que ahora porque ellos eran los
vehículos privilegiados entre el hombre, el cosmos y el mundo
divino. Esta atención fue en constante ascenso hasta el final de
la llamada «antigüedad tardía», como lo prueba no solo la exis-
tencia de numerosos tratados de onirocrítica sino diversos géne-
ros literarios como los papiros mágicos o la epigrafía. Tal situa-
ción se incrementa en el momento en que los individuos enfren-
tan una crisis moral y de valores. Y esta era el contexto del
cristianismo naciente. La nueva religión había traído consigo
nuevas demandas religiosas y morales, un conjunto nuevo de
creencias y un mensaje inédito; en breve, se había trastornado la
relación con lo divino; se había abierto un período de angustia o
al menos de incertidumbre.
Una premisa caracteriza además el pensamiento de la nueva
religión en los inicios del siglo III: la importancia que, al interior
de la creciente literatura intertestamentaria, el género apocalíp-
tico confería a los sueños. En este contexto de inquietud, el gé-
nero apocalíptico buscaba una nueva forma de conocimiento
que descansaba en la convicción de la insuficiencia de las for-
mas humanas de comunicación y por ello se esforzaba en elabo-
rar otro código comunicativo conforme a sus exigencias más
profundas, capaz de alcanzar una realidad religiosa más allá de
la apariencia, difusa y múltiple, del mundo sensible. Es en este
clima exacerbado y de espera escatológica que aparece Perpe-
tua: desde una iglesia que se siente amenazada por el mundo y
por las herejías, iglesia en la que tienen lugar tendencias y movi-
mientos rigoristas, nuevas formas de pneumatismo carismático
cuya consecuencia es un interés renovado por las revelaciones
oníricas y visionarias. La experiencia onírica de Perpetua, la in-
terrogación que se dirige a través de sus visiones es inseparable
de esta problematización. No es, pues, casual que sea en la lite-
ratura martiriológica donde se encuentra la mayor concentra-
ción de testimonios oníricos concretos. Las Actas de los mártires
y las Pasiones presentan, tanto los sueños como las apariciones
oníricas y las visiones de los mismos mártires, como hechos ab-
solutamente normales del supremo testimonio de la presencia
de Dios.138 En el caso singular de Perpetua esta situación se agra-
va porque ante la amenaza de la muerte el ser humano tiende a
208
volcarse hacia un Dios auxiliador, invocándolo en su presencia
sensible, material, como una vía única de salvación. A esta fe,
que descansa en las visiones y los sueños, un comentarista la ha
llamado «fe visual», una fe que «ha visto» es decir que descansa
en la mirada, algo que garantiza la correspondencia entre el
martirio presente y el gozo futuro, una garantía de que habrá
una recompensa a cambio del sufrimiento.
Todo ello implica una importante diferencia en la relación
que el cristianismo naciente establecía con los sueños. En efec-
to, en nuestros días, todos los sueños tienen un origen único: la
psicología del soñador. En los sueños modernos ya no hay otra
voz que la voz del «yo». Todos ellos reflejan su vida interior, la
vida del yo del soñador. Pero para la antigüedad los sueños po-
dían ser, o bien personales, o bien tener un origen externo usual-
mente divino. Por ello, la cuestión más general que se planteaba
entonces no era ¿qué significa el sueño para mi «yo» individual?,
sino ¿cómo reconocer los sueños verdaderos (aquellos que de-
jan escuchar la voz del Otro) diferenciándolos de los sueños fal-
sos? ¿A qué sueños o visones puede tener acceso el soñador o el
individuo en estado de vigilia?139 Artemidoro, por ejemplo, sos-
tiene que hay dos clases de sueños: la primera no tiene interés
particular, porque deriva de la experiencia presente del que sue-
ña y, puesto que estos sueños no ofrecen ninguna advertencia, es
inútil preguntarse por su verdad o su falsedad. La segunda clase
de sueños es por el contario muy importante porque predice el
futuro, pero de acuerdo con Artemidoro,140 esta clase se divide a
su vez en dos: sueños que predicen algo directamente y sueños
que requieren de una interpretación para comprender la predic-
ción que contienen. La primera iglesia cristiana no modificó esta
división clásica, pero respondió afirmando que solo los sueños
de origen divino son verdaderos, mientras a la cuestión del acce-
so a esos sueños respondió afirmando que era preciso saber si el
soñador era merecedor, o no, de recibir ese sueño divino. Aun-
que jugara un papel, la cuestión esencial no era entonces la «in-
terpretación del sueño», el desciframiento de las cadenas de sím-
bolos que lo componen, o su significado latente, sino su veraci-
dad, y para esta lo más relevante era el estatuto del soñador.
Evidentemente, por su situación excepcional, las visiones y los
sueños de los mártires eran considerados proféticos: así sucedió
con Policarpo, por ejemplo, quien fue capaz de predecir su pro-
pio martirio por el fuego. De este modo se explica que Perpetua
209
no tenga ninguna duda acerca de la veracidad de su visión: su
sueño era una respuesta directa de Dios, la muestra de que sus
plegarias habían sido escuchadas.
La existencia de sueños proféticos es una constante en toda
la tradición cristiana. Los sueños proféticos son sin duda mucho
más numerosos en el Antiguo Testamento, pero también existen
algunos casos en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evange-
lio de Mateo y en los Hechos de los Apóstoles. Desde san Ireneo
hasta san Agustín no hay duda de que las visiones se encuentran
entre los medios que el Espíritu Santo emplea para esclarecer a
ciertos hombres y mujeres. Pero aún resta una cuestión: ¿esas
visiones son genuinamente divinas? Tertuliano, a quien se debe
el primer tratamiento sistemático cristiano acerca de los sueños,
sostiene que estos tienen tres fuentes: Dios, el diablo y el alma.
Resultaba muy importante pues establecer quién de ellos estaba
en el origen de un sueño específico. Ahora bien esto último agre-
gaba un matiz decisivo para su interpretación: si se conocía el
origen del sueño y este era Dios, el mejor intérprete era el soña-
dor mismo. Así, si el origen del sueño era divino, su mejor intér-
prete era su receptor, pues a este Dios le envía mensajes, no enig-
mas. En el cristianismo del siglo III ya circulaban dos textos que
dejaban ver esto con toda claridad: el escrito llamado Segundo
Esdras y el llamado Pastor de Hermas. Ninguno de ellos fue rete-
nido en el canon cristiano elaborado dos siglos más tarde a pe-
sar de que gozaban de gran popularidad. Ambos contenían sue-
ños y profecías cuyo mensaje podía ser interpretado ciertamen-
te por sus protagonistas. El primero de ellos, llamado el Segundo
libro de Esdras (que después del Concilio de Trento recibió el
nombre de Cuarto libro de Esdras) fue escrito a finales del siglo I.
Su parte más significativa son siete revelaciones que el soñador
debe escuchar del ángel Uriel, quien se le aparece en sueños.141
Mediante sus sueños Esdras alcanza la sabiduría pero, puesto
que ellos tienen origen divino, se asume que si Dios eligió a Es-
dras para dar a conocer su mensaje, entonces este tendrá la sabi-
duría suficiente para comprenderlo. El mismo mensaje resulta
aún más claro en el Pastor de Hermas. En este escrito, Hermas
alcanza gradualmente la sabiduría a través de cinco visiones,
hasta la visión final en la que es visitado por el Pastor, quien le
anuncia que ha sido enviado por el ángel más venerable para
permanecer a su lado hasta el fin de su vida. Hermas ha sido
capaz de comprender estas profecías, aunque ha requerido par-
210
cialmente la ayuda de otros intérpretes, personajes que apare-
cen en sus propias visiones. El libro concluye con una serie de
mandatos para seguir correctamente la vida cristiana. Lo mis-
mo que en el caso de Esdras, se comprende que, si Dios ha elegi-
do a Hermas como conducto, también le ha dotado de la facul-
tad de interpretar el mensaje onírico. Probablemente esta con-
vicción fue promovida por la primera iglesia cristiana como una
forma de combate contra los intérpretes onirocríticos paganos.
Todavía san Agustín piensa que la calidad del receptor lo hace el
mejor intérprete: su madre Mónica le solía relatar regularmente
sus propios sueños y Agustín aceptaba sin dudar esta interpreta-
ción, pues pensaba que Mónica era una santa.142
La primera visión de Perpetua es pues profética y responde a
la pregunta ¿será condenada o liberada? El ascenso al cielo a
través de una escalera estrecha y llena de peligros no deja duda:
ella morirá, pero a la vez que le quita toda esperanza de vivir, su
sueño busca ofrecerle a manera de compensación el futuro del
cielo y una comunidad extraterrena. Con todo, si Perpetua debe
articular este mensaje, tiene que recurrir a los elementos simbó-
licos que están a su alcance, así sea combinándolos en secuen-
cias dictadas por su propia imaginación. Esto es así, porque aun-
que el sueño es probablemente la experiencia más personal de
cada uno, a pesar de su extraña organización, es un discurso, un
diálogo del sujeto consigo mismo y con los demás. Por ello es
susceptible de adoptar diversos códigos de la imaginación. Per-
petua hubo de recurrir a los temas que su cultura pagana y el
simbolismo naciente cristiano le ofrecían. Para su ascenso al
cielo hizo uso del tema de la escalera, que tenía amplios antece-
dentes. Entre estos se encuentra el relato bíblico de Jacob, que
quizá Perpetua conocía, con la diferencia de que Jacob observa
a los ángeles ascendiendo y descendiendo por la escala, mien-
tras que es Perpetua misma quien asciende. En la antigüedad, la
escalera era un símbolo usado con frecuencia para indicar la
posibilidad de cruzar, de ir más allá y, según Artemidoro, ella
significa viaje, progreso y peligro. El ascenso de Perpetua está
lleno de riesgos: la serpiente enorme al pie de la escalera, las
filosas cuchillas que rodean a esta. Con ello Perpetua logra sig-
nificar que el camino del creyente a la salvación entraña peli-
gros, tanto de la sociedad pagana (la cual rechaza por completo
esa elección), como por parte de la familia biológica, en este
caso el padre, quien no cesa de instarla a que renuncie mediante
211
argumentos de amor familiar o mediante amenazas. Lo estre-
cho de la escalera muestra que este ascenso es individual, que es
un camino que cada uno debe realizar por sí mismo. Pero, según
Perpetua, todos estos peligros que amenazan la elección perso-
nal pueden ser sorteados; de hecho, como heroína del viaje, Per-
petua muestra toda la fuerza de su rebeldía contra un medio
familiar y contra una sociedad que normalmente no le concede
la posibilidad de expresarse. La verdad del discurso de Cristo se
convierte, mediante su experiencia onírica, en su propia verdad.
Quizá la imagen más emblemática de esta oposición que el
creyente debe vencer sea la serpiente, que era un símbolo co-
mún entre los cristianos: desde las Escrituras, la serpiente es un
enemigo del género humano, especialmente de las mujeres y el
Génesis dice literalmente: «la mujer pisará la serpiente en la ca-
beza».143 Según Artemidoro, los animales ponzoñosos represen-
tan hombres poderosos, tal vez al padre mismo. Tertuliano por
su parte, comparaba al diablo con una serpiente o un dragón.
Perpetua se representa a sí misma sorteando todos los obstácu-
los, incluido el dragón, que es el símbolo más imponente de los
que quieren impedir que gane el cielo. A pesar de su fea aparien-
cia, este enemigo no es una amenaza real ante la fe verdadera:
«es como si me temiera» —escribe Perpetua—, pues el dragón
solo puede paralizar por su aspecto a los espíritus más débiles.
Para el creyente que está decidido, por el contrario, la victoria es
segura: ella apoya el pie en la cabeza de la serpiente, como si
fuera un escalón, haciendo uso de un gesto que en la antigüedad
era frecuente: pisar la cabeza del adversario vencido.144 Los már-
tires, asegura Tertuliano, deben superar al diablo, utilizándolo
como trampolín de la fe.
Luego del peligroso ascenso, Perpetua desemboca en un enor-
me jardín. Desde la simbología de la cultura pagana, el paraíso
solía ser un lugar apacible, verde, húmedo y fresco: así, según
Virgilio, en la visita de Eneas a los Campos Elíseos, Orfeo se
encuentra con «verdes sitios y amenos prados verdeantes [...]».145
El cielo como un jardín era también un símbolo bien conocido
entre los primeros cristianos y aparece, por ejemplo, en el Evan-
gelio apócrifo de Pedro, donde se lo representa como un jardín
inmenso, lleno de árboles y frutos benditos, que transpira un
intenso olor a perfume, cuya fragancia lo baña todo. Al desem-
bocar en este lugar, Perpetua se percata que el cielo no es un
lugar solitario: está poblado de una multitud que comparte con
212
ella la misma elección. Pero la figura principal que la acoge es
un Pastor venerable. Con esta figura el sueño introduce un com-
plejo sincretismo simbólico. En efecto, el tema del Buen Pastor
es sin duda uno de los emblemas más representativos de Jesús y,
al lado del Ichtus, el más difundido en la antigüedad. Cuando
aparece representado en el arte paleo-cristiano la figura del Pas-
tor posee una alta dosis de realismo, sin ninguna esquematiza-
ción. Esta precisión figurativa se debe a que tenía antecedentes
paganos en la representación pictórica ligada principalmente al
culto de Hermes. El corpus mitológico griego había atribuido a
Hermes la función de ser Pastor146 y era pues natural que se lo
representara bajo los rasgos de Crióforo (del griego Chrio-pho-
ros, «portador de ovejas»).147 Pausanias informa que cuando la
ciudad de Tanagra era asolada por la peste, Hermes contuvo la
plaga recorriendo el perímetro de la ciudad llevando a sus espal-
das una oveja. Quizá la idea de tal acto era que la oveja absorbie-
ra toda la peste sobre ella y luego bastaría sacrificarla para libe-
rar a la ciudad. Es por eso que el escultor Calamis realizó una
obra dedicatoria a Tanagra: un Hermes llevando en sus espaldas
a una oveja. La tradición cristiana asimiló este simbolismo del
Buen Pastor pero lo asoció sobre todo al Apocalipsis y la visión
de Daniel. Sin embargo, Perpetua introduce una diferencia: en
la primera iconografía cristiana el Pastor es representado siem-
pre como un joven, mientras ella lo llama «grandis» que en latín
clásico tiene con frecuencia el significado de «viejo».
En la visión de Perpetua el Pastor se encuentra «ordeñando
sus ovejas». La visión reproduce así el hecho de que en la tradi-
ción cristiana los ovinos en general tienen un lugar de privilegio.
Por su mansedumbre (pues aun en el momento de su muerte
aceptan su suerte como un sacrificio) el cordero aparece como
sinónimo de paciencia148 pero también de gloria. De acuerdo con
Juan (I, 29) Jesús era «El cordero de Dios que quita el pecado del
mundo». Entre los primeros cristianos, para celebrar la Pascua,
realizaban la comida colectiva del cordero. Este ritual tenía an-
tecedentes en la tradición judía solo que ahora no conmemora-
ba la salida de Israel de Egipto sino la resurrección de Cristo,
considerado el Cordero Pascual, inmolado para la eternidad y
que, por sí solo, excluye la necesidad de ninguna otra víctima
sacrificial. Naturalmente, Cristo fue representado en la icono-
grafía bajo la forma de un cordero. Finalmente, el Pastor le da la
bienvenida a Perpetua en el paraíso, es decir la conduce a otra
213
vida. Nuevamente este aspecto tiene antecedentes latinos: ade-
más de Pastor, Hermes es un dios psycopompo esto es, encarga-
do de conducir las almas a ultratumba, sea al cielo o al infierno.
Es verosímil que Cristo como Buen pastor haya heredado este
rasgo y por las mismas razones: es un conductor de almas: «Él
es la vía; eternamente joven, Él es el camino»,149 como Jesús
mismo lo dice en Juan (XIV, 6): «Yo soy la vía, la verdad y la vida.
Nadie accede al Padre sino por mí».
Hay en este sueño una suerte de compensación: Perpetua se
ha distanciado de su padre terrenal, quizá incluso lo ha vencido
simbólicamente para iniciar su ascenso; ahora, ella es recom-
pensada con otra paternidad, hospitalaria, que la recibe en el
cielo: «bienvenida seas, hija», le dice. Toda la hostilidad del pa-
dre terrenal se transforma en benevolencia del padre celestial.
Ella sabe, lo mismo que el auditorio que escuchará su narración
onírica, que su elección tiene sentido y que lleva al verdadero
bienestar espiritual, aun si en la vida terrenal esta decisión con-
duce a una catástrofe. No parece arbitrario suponer que esta
primera visión contiene un mensaje tranquilizante para la joven
y de confirmación de los principios de la fe para su potencial
auditorio. A su manera, Perpetua interpreta el mandato de Cris-
to que ordena al cristiano renunciar a su contexto terrenal y se-
guirlo. Naturalmente, cada creyente sabía que su elección podía
significar una suerte de aislamiento en este mundo. El retiro de
Perpetua de este reino terrenal se manifiesta en primer lugar por
la separación que establece con hombres y mujeres que pueblan
esta tierra y que aquí se reproducen, pero esta renuncia permite
su ingreso a una nueva comunidad, donde las relaciones están
dominadas por la referencia a Dios. Las relaciones de los prime-
ros cristianos con el poder terrenal de Roma estuvieron teñidas
en menor o mayor medida por esta disociación. La joven no hace
más que mostrar esta elección de manera dramática. En el pla-
no simbólico, esta conversión se manifiesta por el hecho de que
el pastor ofrece a la recién llegada un pedazo de queso, producto
de la ordeña que realizaba. El queso, sin embargo, no era un
sacramento cristiano y tampoco formaba parte de las sustancias
paradisíacas de ese momento: el néctar, la ambrosía, la leche y la
miel.150 Para Perpetua, el símbolo quizá tiene como antecedente
el que en la iglesia cartaginesa los recién bautizados recibían
leche, queso y miel, como preámbulo a las dulzuras que recibi-
rían como recompensa final. La pequeña ceremonia ritual que
214
su visión recrea, parece implicar el acto de unión con el Padre
celestial y el ingreso a una comunidad no biológica, sino espiri-
tual. Pero por el momento, es apenas una promesa que, para
materializarse, habrá de requerir pruebas físicas dolorosas.
Esta primera visión parece haber ocurrido durante la noche
y quizá se trató de un sueño. Lo cierto es que no está claro si
estas experiencias deben ser consideradas «sueños» o «visiones».
Se ha argumentado que se trata de «visiones» de tipo profético,
porque dos de ellas ocurren en medio del día y en lugares públi-
cos. Tiene cierta importancia distinguir entre ambas formas de
percepción psíquica: una visión no es propiamente hablando un
sueño, pues este supone una cierta pasividad del soñador, mien-
tras la visión tiene algo de «visionario», es decir de actividad. En
efecto, «visión» tiene algo de «revelación», «dádiva», «inspira-
ción otorgada por lo divino» y por ello, para la primera sabiduría
cristiana, los sueños tenían menos autoridad que las visiones
ocurridas durante la vigilia. Según un autor moderno,151 las vi-
siones eran consideradas una forma de experiencia superior al
de cualquier sueño. Los manuscritos conservados no resuelven
la cuestión, porque Perpetua vuelve en sí usando la expresión
experrecta sum que puede significar «desperté» pero igualmente
puede querer decir «me doy cuenta», «me percato». Las pala-
bras latinas que se usan para describir las experiencias de Perpe-
tua son visionem, ostemtum, horomate, pero no se usa el lengua-
je de los sueños: somnium.152 De modo que al ser descritas como
«visiones», estas adquirían una mayor legitimidad, un efecto
mayor de autoridad del escrito. De hecho, la joven misma adop-
ta el lenguaje de la revelación y la profecía y, por ello, su relato
está estrechamente ligado al dispositivo retórico cuyo fin era
establecer una visión, no arbitraria, sino cristiana, de los suce-
sos. Si la experiencia onírica es personal, en cambio, convertida
en dispositivo textual, ella se propone la legitimación de un pun-
to de vista social, porque participa en el diálogo de sí con los
Otros.
La primera revelación ha permitido a Perpetua una forma
de afirmación religiosa: la elección de Cristo es dolorosa y puede
ser ruinosa; supone un itinerario personal lleno de peligros pero
tiene como contrapartida una nueva identidad, la pertenencia a
una comunidad que le otorga bienes imperecederos en una vida
más allá de la vida, una prolongación de sí más duradera la cual
no podía ser revelada sino mediante los medios extraordinarios
215
del sueño.
Un poco después de ocurrida esta primera visión, Perpetua,
al lado de sus compañeros fue juzgada y recibió la condena a
muerte. El juicio que el Estado romano establecía en contra de
los cristianos ha sido permanentemente objeto de malas inter-
pretaciones. Es verdad que se trataba de un juicio con un cierto
grado de arbitrariedad. Mientras que el antiguo Derecho Roma-
no es considerado un monumento intelectual, el derecho crimi-
nal y la ley pública en Roma son mucho más insatisfactorios y
uno de sus ejemplos más deplorables es el procedimiento llama-
do cognitio, bajo el cual se encontraban los juicios que involu-
craban a los cristianos.153 El proceso conocido como cognitio (de
cognoscere, «conocer») cuyo título completo era cognitio extra
ordinem o cognitio extraordinario ofrecía al magistrado una gran
discrecionalidad. Estaba compuesto de procedimientos de prueba
muy diversos, porque obligaba al magistrado a examinar él mis-
mo todos los hechos, incluido el interrogatorio, todo ello dentro
de la gran vaguedad que rodeaba el derecho criminal romano.154
Pero esta discrecionalidad no significa que los cristianos fueran
juzgados de manera sumaria como una simple represión pro-
ducto de la intolerancia: los suyos eran juicios legales. Hay evi-
dencia de que incluso muchos magistrados eran renuentes a
condenar a los cristianos y por ello los procesos podían desarro-
llarse en una sola o en varias sesiones dando un cierto número
de días al acusado para que reflexionara sobre su situación. Si
los gobernadores no deseaban ejercer ningún castigo, tenían un
amplio margen para actuar de este modo, pero para los propósi-
tos prácticos, en un caso criminal como este, ellos estaban obli-
gados a actuar solo por aquellas leyes y edictos imperiales rele-
vantes para el caso que estuvieran vigentes. ¿Qué era entonces
lo que, en casos como el de Perpetua llevaba a que el veredicto y
la ejecución tuvieran lugar? Algo que podríamos llamar, con al-
gunos especialistas modernos, la «condena pública».
En efecto, es preciso tener presente que en la época de Per-
petua los cristianos no eran perseguidos de oficio por el Estado
romano. La causa de su persecución era más puntual. Obedecía
al hecho de que el año 202, el emperador Septimio Severo expi-
dió un edicto que tenía un alcance limitado: se prohibía promo-
ver conversiones religiosas hacia el judaísmo y el cristianismo,
quizá tratando de mantener ambas religiones en límites de cre-
cimiento más estrechos.155 Las razones que motivaron a Severo
216
no eran claras: quizá lo movió la guerra civil que había librado
contra Albino (196-107 d.C.) en la que los judíos, como solían
hacerlo con frecuencia, se opusieron a Roma. Pero si se trataba
de una suerte de castigo a la comunidad judía, la inclusión de los
cristianos en el edicto se debía más bien a la tendencia de la
época a confundir esos dos grupos, sin percatarse que los cris-
tianos eran mucho más fervientes en su labor pastoral.156 Debi-
do a que no se trataba de una persecución sistemática, en casos
como el de Perpetua y sus compañeros, el procedimiento se ini-
ciaba únicamente si existía un acusador, un delator que debía
sostener sus dichos, pues en caso contrario, él mismo se arries-
gaba a una condena. No se requería de nada más, ninguna evi-
dencia adicional era precisa en el plano jurídico. En nuestro caso,
esta acusación denunciaba una violación al edicto emitido por
Severo, que no reprimía directamente a la religión cristiana o
judía, pero afectaba a aquellos implicados en la enseñanza de
los dogmas.
Ahora bien, la característica principal de la religión de Cristo
era su negativa absoluta a realizar ningún sacrificio a cualquier
otro Dios que no fuera el suyo. En esto solo eran equiparables a
los judíos, otra excepción, pero que normalmente habitaban en
los límites orientales del mundo romano, y no en el centro mis-
mo del Imperio. A los ojos de un romano común, para quien
todo ritual religioso estaba destinado a asegurar la armonía y la
benevolencia de los dioses con los hombres, tal negativa rotun-
da podía provocar la cólera divina y por tanto amenazaba la paz
reinante, la pax deorum, acarreando desastres que afectarían a
toda la comunidad. Este era el punto central de la acusación
contra los cristianos. La cuestión era delicada porque el romano
común vivía en un universo poblado con incontables dioses (exis-
tían, por ejemplo cuatro deidades alojadas simplemente en el
marco de cada puerta), pero esta superstición estaba compensa-
da por una gran tolerancia, al punto que Roma había adoptado
numerosos dioses provenientes de los pueblos que había con-
quistado, incluso de sus más grandes enemigos, como las divini-
dades cartaginesas. El pueblo romano no era pues adverso a la
presencia de nuevos dioses, es decir, no era intolerancia religio-
sa lo que se encontraba en el origen de la condena.
Para la gran mayoría de la población romana no era necesa-
ria ninguna clase de presión para participar en ritos colectivos,
porque lo importante para ellos no era el fundamento teológico
217
o doctrinal, sino el procedimiento ritual propiamente dicho, los
actos cultuales que eran debidos. Por tanto, lo que se pedía a los
cristianos de Cártago era una libación en honor de la salud del
emperador Septimio Severo (y de sus hijos, pues el aniversario
de uno de ellos, Geta, estaba próximo), y no una clase de jura-
mento de fidelidad a otra religión. No era un sacrificio religioso,
porque ningún emperador era incluido entre los dioses sino has-
ta el momento de su muerte, cuando era declarado divus; era
más bien un culto al «genio» tutelar de la salud del monarca,
culto que había sido instaurado en Roma por Augusto. Cuando
el acto ritual incluía al emperador, normalmente la libación era
un juramento a este «genio», a su «destino», a su «fortuna». Al
negarse a hacerlo, los cristianos se desinteresaban de su bienes-
tar, por tanto, delataban un enemigo de la comunidad, un deser-
tor. Los cristianos no solo no aceptaban participar en los ritos
comunes, sino que afirmaban abiertamente que, o bien los dio-
ses paganos no existían, o peor aún, que eran demonios maléfi-
cos: a los ojos romanos, los cristianos eran atheótes, ateos. La
profesión de fe cristiana era entonces una deserción a la vida de
la comunidad, un delito merecedor de la pena de muerte.157
En Roma solo los gobernadores de las provincias (en la capi-
tal el Praefectus Urbis) tenían la facultad del ius gladii y por tanto
solo ellos podían decretar la pena capital. Los cristianos que vi-
vían en la ciudad donde residía el gobernador comparecían ante
su tribunal y los que residían fuera —como en nuestro caso—
comparecían primero ante la autoridad municipal que tenía la
obligación de instituir el proceso, el que luego era leído ante el
gobernador quien finalmente dictaba sentencia. Los procesos
judiciales podían realizarse en privado, el despacho de la autori-
dad si el magistrado deseaba evitar aspecto teatral del juicio y
del castigo, o bien como en el caso de Perpetua en audiencia
pública. Debido a la naturaleza de la acusación, el interrogato-
rio judicial era extremadamente escueto y se limitaba a la pre-
gunta: ¿es cristiano? a lo que se limitaban a responder christi-
anus sum, o bien hacían réplicas basadas en su fe, lo que, desde
el punto de vista legal era irrelevante. Así sucedió a Perpetua y
sus compañeros quienes fueron interrogados uno por uno. Hila-
rianus, el magistrado, pidió a Perpetua «sacrifica por la salud de
los emperadores» a lo que ella se negó. «Luego, preguntó, ¿eres
cristiana? [...] Christiana sum». 158 Esta respuesta selló el estatu-
to de mártir.159
218
Todos ellos fueron condenados Ad Bestias, a ser arrojados a
las bestias. Los cristianos, lo mismo que otros considerados cri-
minales, podían sufrir tres formas de ejecución de la pena de
muerte: entregados a las bestias, la crucifixión o la hoguera, cas-
tigos que en principio eran reservados para los humiliores pero
que podían aplicarse a los honestiores que habían perdido sus
privilegios, como aparentemente sucedió a Perpetua. El ence-
rramiento en prisión no era una alternativa pues en la antigüe-
dad este no era considerado un castigo, salvo en los casos de
aquellos criminales que eran condenados a trabajos forzados
hasta la muerte, en beneficio del estado. La sentencia Ad bestias
era considerada la menos severa entre las ejecuciones capitales;
se aplicaba a los asesinos, los parricidas, los sediciosos, los pri-
sioneros de guerra y algunas veces a los cristianos.
Hay siempre algo extraordinario en la situación de un már-
tir. Conviene pues comprender su estatus con un poco más de
detalle. El término «mártir» es, en su origen, griego: Ñ m£rtur,
mártyr (que se convirtió en mártyros, mártyres), y significa «testi-
go», atestiguar».160 Con este significado la palabra formó natu-
ralmente parte del vocabulario legal griego y era utilizada meta-
fóricamente para toda clase de observador y de testimonio. Su
significado de «morir por una causa» no lo adquirió sino hasta
la aparición de la literatura cristiana del siglo II. La primera apa-
rición de la palabra «mártir» y «martirio» en el sentido de: «muer-
to a manos de una autoridad secular hostil», se encuentra en el
relato del sacrificio de Policarpo, escrito alrededor del año 150.161
No deja de ser sorprendente que a partir de entonces el término
se dedicara exclusivamente a la persona que sufre y muere por
la fe, mientras que el «testigo» será llamado en adelante «confe-
sor».162 Naturalmente, ya existían antecedentes de auto-sacrifi-
cio en la tradición judeocristiana, como el de los mártires maca-
beos (contenido en 4 Macabeos, una obra apócrifa), o el sacrifi-
co de Esteban (contenido en Hechos de los Apóstoles 7; 51-53).
Uno de estos antecedentes importantes en el siglo I fue el marti-
rio de Ignacio de Antioquía, prototipo del mártir quien, captura-
do en la costa Siria, fue conducido hasta Roma para su ejecu-
ción; en el trayecto escribió una serie de cartas solicitando que
nadie se interpusiera en el camino que conducía a su ejecución,
la cual saludaba con un lenguaje incendiario: «vengan el fuego,
la cruz y el encuentro con las bestias, incisiones, disecciones,
destrozo de los huesos, aplastamiento del cuerpo entero [...]».163
219
Y sin embargo, Ignacio no parece conocer aún ningún concepto
de martirio. La consagración del término «mártir» fue ligera-
mente posterior. Desde luego, tal sacrificio como elección racio-
nal se convirtió en algo conmovedor, pero como impulso auto-
destructivo en los cristianos era inaceptable y suficiente para
horrorizar a los romanos cultivados, como Plinio el joven o Mar-
co Aurelio.
Lamentablemente, el martirio voluntario se convirtió en el
emblema del cristiano y los creyentes fueron considerados por
los romanos como anormales, desviados mentales que busca-
ban ansiosamente la muerte. No es sencillo explicar las causas
de este impulso. Sin duda, algunos escritores como Tertuliano o
el mismo Ignacio contribuyeron significativamente a su expan-
sión, alentando esa muerte como placentera a Dios y emulación
de Cristo.164 Luego, es probable que el fenómeno haya sido alen-
tado igualmente por su proximidad con la «muerte noble», a la
que la aristocracia romana se entregaba con frecuencia, a veces
sin realmente desearlo. Esta glorificación del suicidio aristocrá-
tico pudo crear un clima de aceptación favorable. El hecho es
que se manifestó una ola de mártires voluntarios. Al inicio del
siglo III, Tertuliano habla de una gran abundancia de mártires y
llega a mencionar una comunidad que se presentó, íntegra, para
ser torturada. La iglesia cristiana reaccionó a ello. Como conse-
cuencia, hacia mediados del mismo siglo sus mandatarios ya
prohibían el martirio voluntario y, una y otra vez, se negaron a
conceder el estatuto de mártires a los fanáticos. Escritores como
Orígenes, Cipriano, Lactancio y Clemente de Alejandría reaccio-
naron condenado esa práctica. Este último en sus Stromata165
adoptó como estrategia restablecer el sentido original de «testi-
go». Señalaba que martyría es una confesión de fe en Dios y que
toda alma que, en su pureza, está reconociendo a Dios obede-
ciendo Sus órdenes, es ya un mártir, en palabras y en hechos.
Por ello, Clemente establece un paralelismo entre martyría y
homología (la confesión) que es el acto de un hombre piadoso,
una prueba a la que el individuo puede aspirar, sin por ello co-
rrer a su perdición. Clemente de Alejandría estaba buscando re-
tornar al sentido original de la palabra, distanciándose de la ideo-
logía aristocrática romana, retirando al suicidio cualquier signo
honorable. Para él, dar testimonio, la homología es ya un sacrifi-
cio, una prueba de fe susceptible de ofrecer una lección a los
demás, otorgándoles ayuda y fortaleza. De manera que, al me-
220
nos para esta tendencia de la tradición cristiana, ya no hay con-
tradicción entre ser mártir y vivir. No era ya axiomático que un
mártir muriera: bastaba con defender en vida radicalmente sus
ideas, aunque esta defensa pudiera eventualmente ponerla en
peligro. Por el contrario, el que persigue intencionalmente el
martirio está cometiendo pecado, pues orilla al magistrado ro-
mano a cometer un homicidio condenándolo. Este proceso no
llegará a su culminación sino cuando la iglesia cristiana, a tra-
vés de san Agustín, logre elaborar una condena formal al marti-
rio voluntario cerrando así la puerta al fanatismo. A partir de ese
momento, solo tuvo valor de martirio la muerte violenta cuando
le era impuesta a un cristiano que no la había buscado.
222
petua y sus compañeros han cumplido su papel de «testigos»,
dando pruebas verbales de su fe. La segunda visión no hace sino
reafirmar este rol y el estatuto excepcional que conlleva. La Pas-
sio de Perpetua exhibe la experiencia dramática de un puñado
de jóvenes y simultáneamente ofrece una instrucción oral para
los aspirantes a formar parte de la comunidad cristiana. El pe-
queño grupo ha cumplido el papel que incumbe al catecúmeno:
después de todo «catequesis» significa «recibir instrucción».169
El comportamiento del catecúmeno a través de su período de
formación será valorado entonces conforme, o divergente, de
las prácticas pregonadas por Cristo. Las acciones correctas como
las del pequeño grupo eran tan importantes para la instrucción
de los futuros catecúmenos como las creencias correctas, en un
aprendizaje que podía durar hasta tres años. Perpetua y sus com-
pañeros mostrarán mediante sus actos, su verdad, en la perfecta
concordancia de su fe con la obligación de declararla a cual-
quier precio.
A cambio de su sacrificio definitivo, Perpetua recibe el don
de intercesión del que hace uso para favorecer a un miembro de
su familia: Dinócrates, un hermano menor fallecido tiempo atrás
de una enfermedad deformante del rostro, quien viene súbita-
mente a la memoria de la joven. Quizá debido a su corta edad,
Dinócrates no se había convertido a la nueva religión pues el
relato no lo menciona entre los convertidos por Saturo. El sueño
en el que Dinócrates participa ha sido objeto de numerosos co-
mentarios modernos. Ante todo porque, desde Tertuliano hasta
san Agustín, todos los Padres de la iglesia negaron la posibilidad
de la aparición de los difuntos en los sueños. La presencia de su
hermano quizá se explica entonces no por sus creencias cristia-
nas como una reminiscencia de mentalidad pagana en Perpe-
tua, porque en la antigüedad romana se creía que los muertos
jóvenes tenían tendencia a regresar a esta vida debido a que no
encuentran reposo pues no han cumplido su destino. El lugar
donde Dinócrates se encuentra plantea también problemas: no
puede ser llamado «purgatorio» porque en aquel momento este
lugar de tránsito no se encontraba aún establecido entre los dog-
mas cristianos. Dinócrates reside pues en un sitio tenebroso pro-
bablemente porque murió siendo pagano. El niño además, no
fue transfigurado en el más allá, pues su rostro muestra las hue-
llas de su enfermedad: su vestido sucio y la plaga en el rostro
simbolizan la presencia en su alma de una mácula que no fue
223
redimida por la conversión hacia la fe.
Dinócrates sufre de sed. Esta era una forma de tortura que la
antigüedad grecoromana conocía bien: según el mundo antiguo,
los muertos que no han alcanzado la paz eterna tienen sed, una
sed inextinguible.170 La creencia de ofrecer agua y vino para cal-
mar la sed a las almas difuntas estaba muy extendida entonces y,
con variantes, se ha mantenido en algunas regiones del mundo
hasta nuestros días. Dinócrates sufre una pena similar a la de
Tántalo: el agua está permanentemente cerca, pero no logra al-
canzarla nunca y sus incesantes esfuerzos son inútiles. La im-
precisión del lugar y de la pena hace pensar que Perpetua no
tiene en mente un dogma cristiano sino que en su imaginación
se refractan diversas representaciones heredadas de los infier-
nos paganos en los que hay diferentes residencias para los muer-
tos en función de las faltas cometidas. Perpetua puede ver a su
hermano, pues aparentemente visita el lugar de reclusión, pero
una gran distancia entre ellos le impide ayudarle físicamente.
No queda otro camino que las plegarias. Se ha sugerido que esta
segunda visión es una compensación simbólica: puesto que ya
no puede calmar la sed de su pequeño hijo que le ha sido arreba-
tado, se le ofrece a cambio que, con su intercesión, calmará la
sed de su hermano, solo que este, como muy pronto ella, ya no
pertenece al mundo de los vivos.
El auxilio que Perpetua se apresura a ofrecer a su hermano
fallecido es más notable porque contrasta con el resto de sus
relaciones familiares, que en el escrito son sumamente difusas.
En efecto, su padre consagra todos sus esfuerzos en doblegar la
voluntad de la joven, inútilmente desde luego. Él insiste en que
la decisión de Perpetua no solamente la aniquila a ella, sino que
deja a un pequeño abandonado y muy probablemente significa-
rá un estigma difícil de borrar para toda la familia. Pero el padre
es vencido en privado y luego humillado en público.171 El resto
de la familia es un mero telón de fondo. La madre y el hermano
son apenas mencionados y, debido a su inacción, el texto quizá
sugiere de manera indirecta que aprueban la decisión de la jo-
ven. El rol de esposo es aún más indefinido: no aparece en nin-
gún momento, como si ya no viviese, como si estuviese ausente
durante los sucesos o que no compartiese la decisión de Perpe-
tua y por ello se abstiene de intervenir. El escrito deja la impre-
sión que el único conflicto verdadero en Perpetua es el que en-
frenta al padre terrenal y al Padre celestial.
224
La relación de Perpetua ya no es, pues, la misma con los
vivos que con los fallecidos. La tercera visión de Perpetua, conti-
nuación de la visión previa, muestra el resultado de su interven-
ción en auxilio de su hermano sufriente: «[...] He hice oración
por él, gimiendo y llorando día y noche, a fin de que, por interce-
sión mía fuera perdonado».172 Unos días después, estando en el
cepo, probablemente en el curso del día, ella tuvo la siguiente
visión:
231
sin embargo, revelar, a veces con gran detalle como a Perpetua,
la vida en el más allá; en este caso, para hacerle ver los signos de
bienaventuranza que le serán otorgados después de su sacrifi-
cio: coronas, copas, palmas o trofeos que hacen las veces de cá-
liz de la pasión de Cristo, que ellos viven a escala humana.196
Esto último es lo que sucede en esta cuarta visión, con la que
concluye el llamado «Diario de la prisión».
Hasta ahora, las visiones habían provisto a Perpetua de dos
perspectivas: su destino en el paraíso y su estatuto como interce-
sora de los desdichados ante el cielo. Su cuarta visión, domina-
da por el sacrificio, está repleta de símbolos y alegorías referidas
a los sentenciados a la arena197 y por ello permite comprender el
vínculo profundo que unía al martirio con la civilización roma-
na. Roma y el martirio cristiano son inseparables. Veamos más
de cerca. Como en los sueños precedentes, Perpetua hace uso
del archivo de imágenes provisto por su contexto histórico y pro-
cesado por su psiquismo. En efecto, desde el inicio, la visión
busca resolver (o al menos apaciguar) las inquietudes de la jo-
ven víctima: Pomponio, quien la conduce a la arena, viste ya
como los habitantes del paraíso. Al fin de su pequeño recorrido,
aquel le da un beso, el beso de la paz. Está acompañada, ade-
más, de dos jóvenes hermosos, dice Perpetua. No está pues sola:
su nueva comunidad espiritual se encuentra a su lado, porque
una prueba como la que va a enfrentar debe ser insoportable en
la soledad.
Perpetua debía ser entregada a las bestias pero en su visión
su enemigo resulta ser un egipcio «de fea catadura». No es extra-
ño que ella se representara a su adversario como un egipcio, pues
los nativos de este país eran los atletas por excelencia y participa-
ban frecuentemente en los juegos, de lo que hay numerosos tes-
timonios. Luego, para la sabiduría pagana, especialmente la lati-
na, Egipto con sus innumerables deidades antropomórficas, con
aspecto medio animal, era la personificación del mal: para el
romano común, el egipcio era el símbolo de lo bárbaro.198 La
imagen onírica del egipcio probablemente debe aún más a la
tradición bíblica: desde el Antiguo Testamento, el Faraón es el
perseguidor del pueblo de Dios, tradición que se había conserva-
do a tal punto que Tertuliano hace una identificación expresa
entre el Faraón y Satán. Esta última asociación es importante
porque, como lo señala Perpetua, las luchas de los mártires no
eran contra Roma misma,199 pues esta no es más que un interme-
232
diario de fuerzas más grandes, como las de Satán, ante las cuales
aquellos deben triunfar mediante el dolor y el sufrimiento.
Aunque se encuentra en la arena, el de Perpetua no es un
combate entre gladiadores sino una lucha llamada pancracio,
un brutal deporte griego, mezcla de lucha y boxeo en la que to-
dos los golpes sin excepción eran permitidos. Previo al combate,
Perpetua es desvestida y aparece uno de los elementos simbóli-
cos que ha dado lugar a un buen número de interpretaciones
psicoanalíticas: el cuerpo de la joven se transmuta en un cuerpo
masculino. Nosotros nos limitaremos a señalar que quizá el ca-
rácter brutal de la lucha le hacía a ella inconcebible que una
mujer la practicara. Ciertamente, la presencia de las mujeres en
la arena no era desconocida. Nerón había recurrido a ellas como
representantes de las Danaes y Circe, y con su crueldad habitual
les había hecho correr la misma suerte final que a los personajes
mitológicos. Dión Casio menciona un combate feroz, realizado
justo por las mismas fechas que Perpetua, entre mujeres conver-
tidas en gladiadoras quienes lucharon con tal vigor que se des-
ataron bromas ofensivas que alcanzaron hasta a las damas ro-
manas más distinguidas, por lo cual Septimio Severo prohibió
en lo sucesivo la participación femenina en combates individua-
les.200 Lo cierto es que la arena ofrecía a las mujeres, gladiadoras
y mártires, la posibilidad de mostrar un valor extraordinario que
sorprendía a un público que más bien pensaba que tal resisten-
cia era una virtud estrictamente masculina. Las mártires se con-
virtieron en un emblema de la «paciencia» femenina ante el do-
lor: un caso notable había sido Blandina, a quien nos hemos ya
referido. Las mujeres mostraban un valor extraordinario y así
contravenían las afirmaciones acerca de su «fragilidad» y su «ca-
rencia de valor», que eran fuertes soportes ideológicos de la sub-
ordinación a la que las sujetaba el mundo antiguo (y luego el
cristianismo). El martirio era para ellas una oportunidad de ele-
varse por encima de un estatus usual que ni la sociedad, ni una
iglesia primitiva fuertemente masculinizada, solían poner en
cuestión.201 Es posible que este fuera un aliciente al sacrificio
femenino en el cristianismo primitivo.
El papel de mártir provocaba inversiones profundas en los
roles sociales que se acentuaban cuando se trataba de una mu-
jer. Estas situaciones extraordinarias incluían profecías y visio-
nes, como en Perpetua, pero también muestras de valor sobresa-
liente tales que incluso los hombres de la élite romana recono-
233
cían como «hombría», virtus. Debido a que participaba en un
pancracio, en su sueño Perpetua se ve ungida con el aceite pro-
pio a tal lucha. La unción con aceite que le aplican sus dos ayu-
dadores no era desde luego un simbolismo desconocido entre
los cristianos: el aceite significa la gracia y las bendiciones de
Dios; era usado como un signo de Su providencia durante los
ritos de bautismo, ordenación y extremaunción. Ser ungido, dice
Tertuliano representaba una suerte de bendición de Cristo. Un-
gida, ahora Perpetua está doblemente lista: para encarar a su
adversario en la arena y bendita para morir.
En ese momento aparece en la visión una figura gigantesca,
ricamente ataviada, «vestido de túnica, con un manto de púrpu-
ra abrochado hacia el medio del pecho por dos hebillas de oro,
calzado con chinelas recamadas de oro y plata».202 Probablemente
se trata de Dios personificado. No es de sorprender que Dios
mismo se muestre con los atributos del árbitro de la competen-
cia: el bastón y el ramo de manzanas de oro, que representaban,
por un lado su autoridad y por el otro, el premio al vencedor de
la lucha.203 Aunque Perpetua tal vez lo ignorara, Tertuliano en su
obra Ad Martyras había equiparado el martirio con el agôn, Ð
¢gèn, con el combate, porque los mártires son «los atletas de la
fe», combate en el que Dios ocupaba el papel de agonothetes,
presidente de los juegos, y Cristo el de lanista, esto es el «entre-
nador de gladiadores».204 La imaginería onírica de Perpetua es
coincidente con la de Tertuliano y en general con la del cristia-
nismo norafricano. Luego, Perpetua recibe de manos del perso-
naje gigantesco el premio por su victoria: es una palma, o rama,
«que tiene manzanas de oro».205 Según Tertuliano, después de su
victoria los mártires reciben tres premios: la corona de la eterni-
dad (a la que corresponde el ramo entregado a Perpetua), la ciu-
dadanía del cielo (representada por la salida de perpetua por la
puerta de los vivos) y la gloria eterna, a la que Perpetua se refiere
explícitamente. Radiante de gloria, ella sale por la puerta de los
gladiadores que sobrevivían a la lucha: la puerta sanavivaria, en
oposición a la puerta libitinaria o funeral por la que eran extraí-
dos los cuerpos sin vida de los luchadores. En breve, esta cuarta
visión, el día anterior a su sacrificio, brindó soporte emocional a
la joven otorgándole la convicción de que su desastre personal
era en realidad una victoria obtenida no contra las bestias, sino
contra el mal, contra el enemigo de todos. Así justificaba su pa-
pel de intercesor: luchando a nombre de toda la humanidad.
234
Esta es su verdad: ser la muralla defensiva de una humanidad
asediada por el maligno, y dar testimonio de que los seres huma-
nos, particularmente las mujeres, poseían los medios de derro-
tarlo, con la gracia de Dios: «tales son los sucesos hasta el día del
combate».
Podemos ahora retirar alguna conclusión del papel que los
sueños y las visiones ocupan en tanto en el individuo como en
este universo espiritual. El relato de Perpetua no es un diario, ni
una biografía: su propósito no es explorar el interior emocional
de la joven y solo se interesa en ella en torno a las circunstancias
de su sacrificio. El suyo es un relato que busca básicamente su
identificación como miembro de una comunidad que a su vez se
verá afirmada a través de esa misma identidad. Si se admite su
autenticidad, el texto expresa las tribulaciones de una joven, pero
a través de sus visiones, esta no busca explorar sus problemas
psíquicos o su interioridad sino mostrar la experiencia de la ver-
dad de un creyente. Contiene una expresión personal, pero está
más orientada a convencerse a sí y a su auditorio de cómo ejer-
cer un control sobre sí mismo para aquellos que no tienen otra
elección que la del sufrimiento físico. El escrito fue realizado en
un momento temprano y, por ello, tuvo gran influencia en la
educación moral de los cristianos y del fortalecimiento espiri-
tual de la iglesia. Pero no hay en él ningún esfuerzo de introspec-
ción. La conciencia de sí expresada en el escrito no contiene un
repliegue sobre el yo del autor para encontrar en este una ver-
dad oculta. Los sueños o las visión es no sirven a Perpetua para
explorarse; no son el punto de partida de un auto-análisis y su
conciencia no es reflexiva. El escrito contiene sin duda un dis-
curso subjetivo, pero no contiene un discurso interior. Las visio-
nes de Perpetua son más bien confirmaciones, demandas dirigi-
das a algo fuera de ella, lo divino, en un momento dramático de
su vida. En consecuencia, esas visiones participan de una con-
cepción de sí mismo muy lejana a la nuestra.
En efecto, en nuestros días, los sueños son una pieza clave
de la vida interior, del «yo» del soñador. Pero en la antigüedad, el
«yo» no se definía tanto en relación a ese repliegue interior, sino
en relación con los otros, con un «nosotros», constituido por su
nueva comunidad espiritual y por su nuevo padre celestial. Para
nuestros propósitos, esta cuestión es importante porque mues-
tra la manera cambiante en que los sueños se entrelazan con
distintas experiencias de la subjetividad. Las visiones de Perpe-
235
tua muestran que su «yo» se experimenta más en términos de su
participación a diferentes tipos de comunidad, que como un ejer-
cicio de su autonomía. Para Perpetua, la verdad no está en la
exploración de su «yo» más íntimo, sino en relación con la ver-
dad de lo divino, que le indica lo que ella es y debe ser. Perpetua
no desea intentar ninguna introspección, porque sin aquella pre-
sencia trascendental, ella no es nada. De ahí que la narración
ofrezca más bien una lección colectiva que una interioridad pro-
pia, un modo de ser y de comportarse potencialmente válido
para los futuros miembros de esa comunidad. La narración de
Perpetua deja ver que históricamente la relación de si a si que el
individuo establece consigo mismo a través de sus sueños, es
cambiante. En ella el «yo», entendido como instancia interior,
como discurso verdadero, secreto, e inaccesible a otro que no
sea el yo mismo, no está presente. Estas visiones muestran que
en la historia de la subjetividad es posible hablar de una serie
cambiante de «problematizaciones del interior».206 Las visiones
de Perpetua muestran que el «yo» puede darse de otro modo que
en la dimensión de lo íntimo y lo secreto.
Con ello, desde luego no estamos defendiendo que Perpetua
carezca de conciencia de su «yo», que no sea consciente de ser la
fuente de decisiones: ella sabe que por la fuerza de su voluntad
ha tomado las riendas de su destino. Pero esta acción suya no
está centrada en sus motivaciones íntimas, sino en el papel que
ocupa en un drama colectivo. No es un «yo» centrado en el dis-
curso de la primera persona y detentor de una individualidad
singular. En la época del Perpetua, el cristianismo no había aún
llegado a ese grado de intensificación en la relación a sí mismo,
que habría de producir más tarde las Confesiones de san Agus-
tín.207 Lo que nos importa señalar por ahora es que, cuando el
sujeto se interroga a sí mismo a través de sus sueños, no se en-
cuentra necesariamente a su «yo» íntimo, secreto e indecible de
nuestros días. Si los sueños pueden mostrarlo es simplemente
porque participan de una cierta «historia de la interioridad», es
decir, de las formas cambiantes en las que el sujeto se interroga
y se encuentra, se analiza y se hace objeto de su preocupación.
Grandes transformaciones han debido ocurrir para llegar a la
concepción moderna del «yo». Profundos procesos de individua-
ción, de singularización, han debido presentarse para que surja
el «yo» como interioridad individual y secreta. El «yo» íntimo de
nuestros días es resultado de ciertas formas de introspección y
236
de análisis por las cuales el sujeto se ha tomado a sí mismo como
objeto de sus transformaciones conscientes. Si ese «yo» interior
e irrepetible falta en el texto de Perpetua no es pues por ignoran-
cia o carencia, sino porque expresa otra forma de plenitud, aquella
en la que el «yo» se unía más fuertemente al «nosotros» de una
comunidad y al «nosotros» espiritual. En ausencia de este «yo»
interior, las visiones participaban en el fortalecimiento de una
nueva comunidad. Pero esto no lo habrían podido lograr los sue-
ños por sí mismos, sin el relato del martirio, obviamente agrega-
do por un redactor anónimo. Por ello ya sin la presencia física y
las palabras de Perpetua, debemos acercarnos a esta experien-
cia colectiva y su significado.
Como todo emplazamiento ritual, la arena romana, donde
se consumaba el castigo, era un lugar ambiguo. Los romanos
construían diferentes edificios para sus espectáculos: teatros (para
sus representaciones escénicas como comedias o dramas), odeo-
nes (salas para música y poesía), estadios (para los eventos atlé-
ticos) y circos (destinados a carreras de caballos). Entre ellos el
anfiteatro ocupa un lugar aparte. Estaba destinado a desfiles,
espectáculos que hoy llamaríamos circenses, pero también a las
luchas de gladiadores y ejecuciones capitales.208 Aunque su in-
vención era relativamente reciente (pues aparece apenas en el
siglo II a.C.) el anfiteatro estaba profundamente ligado a la cul-
tura romana. Era el lugar al que se iba a dar testimonio del es-
pectáculo de la muerte: muerte de animales y de seres humanos
que eran considerados o bien dañinos, o bien sin valía. Era un
lugar vinculado directamente a las necesidades políticas de los
emperadores o del gobierno, sitio donde estos podían imponer
la ejecución violenta demostrando con ello su poder sobre la
vida y la muerte.209 En principio era un sitio de humillación don-
de gente despreciada sería espectáculo de escarnio público. Ahí
se preparaba una agonía de larga duración adecuada para escla-
vos o gente sin dignidad para la cual una degradación física no
era una ofensa. Estaba reservada para los humiliores pues los
honestiores que incurrían en el castigo capital eran decapitados.210
Pero en la arena, por todo un juego de significados, podía darse
una inversión completa y lo que debía ser un lugar de denigra-
ción, podía transformarse en un sitio donde esos seres obtenían
gloria y hasta un espacio de inmortalidad. Este era el caso, cier-
tamente excepcional, de los mártires, pero también de sus com-
pañeros de arena: los gladiadores. Ambos estaban expuestos a la
237
humillación pública, pero bajo circunstancias especiales eran
susceptibles de encontrar reconocimiento y hasta admiración,
porque en su sacrificio intervenían valores que la cultura roma-
na admiraba y respetaba: el honor, el valor del juramento, la
reivindicación de la manera de morir.
Recuérdese que Perpetua y sus compañeros fueron conde-
nados Ad Bestias. Dentro de los espectáculos del anfiteatro, este
tipo de castigo ocupaba un lugar subalterno: los condenados a
las fieras eran sacrificados a mediodía, entre los sacrificios de
animales, los venatorios, realizados por la mañana y las luchas
de gladiadores de la tarde, es decir en una pausa para comer que
casi nadie del auditorio aprovechaba para salir, por temor a per-
der su sitio. Entre todas las sentencias la de Ad Bestias era la más
costosa y difícil de cumplir: requería una cuidadosa planeación
y medidas que aseguraran la disponibilidad de las fieras211 y otras
precauciones para asegurar que, en el momento cumbre, las
bestias mostraran su natural agresividad. Debido a ello, la Datio
ad bestias estaba reglamentada y aparentemente se realizaba en
fechas fijas: «así, cuando el heraldo anunció que Policarpo se
había declarado cristiano, la multitud gritó que se soltara a un
león, pero el heraldo respondió: “ya no es posible, los juegos anua-
les han concluido”, y la gente no insistió más».212 Cuando en
estos espectáculos estaban incluidas mujeres, eran reservadas
para el último día, como una ocasión especial. En el caso de
Perpetua, aparentemente la ejecución fue pospuesta varios días
para hacerla coincidir con el aniversario de Geta que se realiza-
ba cada cinco años, de modo que los altos costos de la ejecución
fueran incluidos en la celebración.
Cuando se trataba de mujeres, la humillación estaba acom-
pañada de un componente sexual y simbólico adicional. Según
el narrador anónimo, las autoridades intentaron obligar a Per-
petua y sus compañeros a disfrazarse de sacerdotes de Saturno y
sacerdotisas de Ceres (quienes según Tertuliano vestían llamati-
vas túnicas púrpuras y rojas).213 Es posible que estos vestidos
asociados a cultos politeístas fueran elegidos como un insulto a
los monoteístas cristianos, porque la sentencia a las fieras no
excluía la humillación. Perpetua se resistió argumentando que
habían accedido a ir a la arena a condición de no portar esos
trajes. Finalmente tanto a ella como a Felicidad, se le cubrió con
una red que no ocultaba del todo su desnudez pero que en cam-
bio dificultaba sus movimientos. Con frecuencia se buscaba re-
238
bajar a las mujeres enfrentándolas a un toro embravecido, sím-
bolo de la potencia sexual, atándolas a un poste, en una suerte
de violación simbólica. En el caso de Perpetua se le enfrentó una
«vaca bravísima [...] preparada por el diablo» —dice el narra-
dor—, «emulando aun en la fiera, el sexo de ellas».214 La elección
es notable porque entre los animales que normalmente eran uti-
lizados en estos suplicios se encontraban osos, toros, leopardos
y jabalíes; desde luego el león era la estrella pero era muy costo-
so y para recurrir a él había que obtener un permiso especial.
Perpetua fue embestida por la vaca embravecida y lanzada por
los aires; se incorporó aturdida, aparentemente sin tener clara
conciencia de lo ocurrido y «se ató los dispersos cabellos pues
no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparci-
da, para no dar la apariencia de luto en el momento de su glo-
ria».215
No siempre las bestias arremetían contra los condenados y
esto daba al espectáculo un tono especial. Así sucedió con los
compañeros de Perpetua. A Saturo le ataron a un poste y en un
primer intento le enfrentaron un jabalí, pero este no lo hirió,
sino que embistió contra su conductor, el venator, quien murió a
los pocos días. En un segundo intento, se le trató enfrentar un
oso, animal al cual Saturo tenía un pánico particular, pero la
bestia se negó a salir de su jaula. Saturo salió por segunda vez
ileso.216 Finalmente, se le arrojó a un leopardo que, de un solo
mordisco lo dejó bañado en sangre. Aun malheridos, a petición
de la multitud, todos los mártires fueron conducidos a un lugar
visible en la arena donde fueron acabados por la espada de un
gladiador novel e inexperto: según L. Robert, se trató del tirun-
culus de Éfeso, esto es la clase de gladiador que en sus combates
estaba provisto de una red.
No hay ningún indicio de piedad hacia los mártires por par-
te de la multitud, lo que a los ojos modernos provoca una valora-
ción negativa del pueblo romano. Pero es preciso comprender
que, desde el punto de vista romano, un criminal condenado a la
arena era una mercancía cuyo castigo podía satisfacer una nece-
sidad social y en este contexto, el sacrificio era más bien un en-
tretenimiento que un castigo. La Datio ad Bestias era realmente
un juego en el que no había lugar para la compasión. A menos
que por sus crímenes el paciente fuese una celebridad para el
público el condenado contaba menos que cualquier otro ani-
mal. Los numerosos textos conservados nunca dicen que, movi-
239
da por la piedad, la multitud hubiese hecho liberar a esos des-
graciados. Los sentimientos de la plebe romana eran muy dife-
rentes a la sensibilidad moderna, pero esto no impedía que tu-
viera lugar una completa inversión de valores.
Detallando la actitud de Perpetua, el relato busca justamen-
te mover los resortes que logran que ese lugar de oprobio se
transformara en su contrario. En primer lugar porque exhibe
que la víctima cristiana en su verdad, da prueba de su fidelidad a
la palabra empeñada en el momento de recibir los sacramentos.
Era el momento en que la iniciación a la fe probaba que era una
verdadera transmutación del ser. Con la aceptación de los sacra-
mentos, el creyente dejaba atrás su ser previo e ingresaba en una
milicia singular, la de los combatientes en nombre de Dios: «He-
mos sido llamados —escribe Tertuliano aproximadamente en el
mismo momento— en el servicio del Dios viviente en el momen-
to en que respondimos a las palabras del sacramenti» (el jura-
mento en el bautismo).217 El martirio era el momento de la «ve-
redicción» de Perpetua, es decir, la prueba de que su identidad
era exactamente la que se proponía ser: la de una verdadera cris-
tiana. Ahora bien, la cultura romana, tan apegada a la noción de
honor, apreciada fuertemente esa fidelidad a la palabra dada,
por eso exigía un juramento a sus soldados y aun a los gladiado-
res.218 Este último tenía por supuesto un sentido peculiar, pues
los gladiadores carecían de honor y por ello su juramento,219
auctoramentorum gladiatorum, apenas les ofrecía una mínima
posibilidad de redención honorable. Claro está que, a diferencia
de los soldados, para mártires y gladiadores su batalla no tenía
lugar en el campo sino en la arena.220 Pero la arena reconstruía
las condiciones tradicionales del honor y la manera en que se
hacía frente a la muerte era el momento culminante. Ahora bien,
la obtención de los sacramentos (o el juramento del gladiador)
es un acto voluntario, algo que ata al individuo a su elección y la
comunidad que comparte tal elección. Es una barrera autoim-
puesta, un límite posible para la acción, que como decisión pro-
pia, puede al menos en potencia ser roto por el individuo. Es por
eso que la fidelidad a la palabra empeñada abría la posibilidad a
Perpetua (y a los gladiadores) de ofrecer un espectáculo subli-
me, aceptable a los ojos de Dios (y de los ciudadanos). Se dejaba
la vida por la propia elección. Y es este auto-sacrificio en fun-
ción de algo que se estima más alto el que permitía aquella inver-
sión completa de valores. Hay algo que enaltece al individuo que
240
auto-determina su voluntad al costo de su propia vida, de mane-
ra que la degradación a la que estaba destinado se convierte en
la redención del honor perdido. La diferencia es que para los
cristianos como Perpetua, el paradigma ofrecido era el sacrifi-
cio voluntario de Cristo, el auto-sacrificio redentor, de alguien
que, considerado por algunos como un criminal, que dejó la vida
por propia elección.221 De ahí el impulso irresistible al martirio
para muchos y la excepcionalidad del mártir.
Pero esa fidelidad debía manifestarse expresamente en la
manera de morir. En una cultura como la romana, para la cual
la muerte era un momento muy importante de la veracidad de la
vida de un individuo, se trataba de una situación crucial. Aquí, la
actitud de la víctima le abría la posibilidad de redimir un honor
de suyo perdido. En principio, la víctima había sido enviada a la
arena para ser objeto del oprobio, la burla y el insulto de todos.
¿Cómo colocarse más allá de ello? La única posibilidad era mos-
trar que aceptaba con paciencia cristiana la brutalidad y su de-
rrota. Si la vida es lo más valioso que se posee, entonces la re-
nuncia a la vida en función de algo que se considera de mayor
valor, eleva el valor de esto último por encima de aquello a lo que
se renuncia. La auto-destrucción se convierte entonces en mag-
nificencia. Pero para ello, la mártir debía afirmar claramente
con su actitud que su objetivo no era salvar a toda costa la vida,
sino preservar lo que dignificaba su destrucción. Los espectado-
res creían arrancarle algo valioso y ella probaba que lo verdade-
ramente valioso no podía serle arrebatado. La víctima debía
mostrar un valor insuperable y un absoluto auto-control, mos-
trando que había logrado dominar uno de los más grandes mie-
dos: el temor a la muerte.222 Es por eso que el relator señala que
el gladiador encargado de dar el golpe definitivo a Perpetua, sien-
do demasiado inexperto, debió ser auxiliado por la mártir quien
llevó a su propia garganta la espada errante: «Tal mujer tan ex-
celsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien
que era temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera queri-
do».223
Si esta paciencia cristiana suscitaba admiración es porque
tenía profundos antecedentes similares en Roma. En el pensa-
miento romano existía de tiempo atrás una trama de conceptos
de auto-sacrificio. Este modelo romano de auto-inmolación era
llamado devotio. La devotio era el auto-sacrificio que algunos
generales romanos habían realizado, sea para salvar al resto de
241
sus tropas o bien para asegurar la victoria, como lo hizo Decius
Mus (340 a.C.). Los dioses aceptaban esta auto-inmolación a
cambio de un beneficio para los demás. El comandante, que había
pedido su poder y sus fuerzas reivindicaba su libre voluntad en
el mero acto de convertirse en víctima y por ende la devotio era
un acto de valor irrefrenable y salvaje. Probablemente era el es-
toicismo filosófico quien había enseñado a la aristocracia roma-
na que el bien moral estaba por encima de la preservación de la
vida, que esta era indiferente frente a la virtud. Por la devotio, la
víctima podía actuar estoicamente: la muerte era un destino al
que no podía escapar, pero estaba en su poder cierta manera de
enfrentarla. Sin embargo, entre los militares romanos, la devotio
era también una suerte de maldición dirigida contra el enemigo
que el sacrificado ofrecía a los dioses infernales para que desen-
cadenaran su descontento, de manera que aquel y sus enemigos
quedaban vinculados con una unión indisoluble y a la larga fu-
nesta para ambos.224
El término devotio pasó al vocabulario cristiano: «yo soy tu
devoto», como sinónimo de «entrega». Pero su sentido era total-
mente distinto: la actitud de Perpetua denota una nueva rela-
ción de la conciencia humana con Dios y con el mundo divino.
Esta nueva relación obedecía a una redefinición que no tenía
antecedentes en el mundo pagano: la completa sumisión del cre-
yente ante Él. En efecto, Perpetua no busca afirmarse ante Dios,
sino por el contrario, vaciarse a sí misma en la completa humil-
dad: ser leal a su fe, aquí y ahora.225 Para ella la muerte no es una
amenaza, ni un límite sino la oportunidad de ser perfecta y ver-
dadera ante la gracia de Dios, aun en la entrega final. La muerte
no es una separación de Dios sino a la inversa, la transición ha-
cia una vida en la cual Cristo es el último horizonte. Y esto es lo
que las visiones confirmaban. En el anfiteatro, el público espe-
raba un espectáculo de irrisión y el mártir le ofrecía una demos-
tración de firmeza y dignidad, es decir, de poseer un honor que
en principio le había sido negado. Se comprende ahora en qué
sentido el martirio y Roma están asociados profundamente: sin
el antecedente de la cultura del honor, sin la existencia de la
muerte honorable en el ejército y la aristocracia romana, el mar-
tirio cristiano no habría tenido más sentido que la diversión.
Por esta inversión profunda que conducía de la ignominia a
la magnificencia, la víctima recibía un aura especial: la sangre
de los gladiadores, por ejemplo, era adquirida inmediatamente
242
para la preparación de fórmulas mágicas que se consideraba que
incrementaban la potencia sexual y, en muchos casos, los cuer-
pos de los mártires eran incinerados o desmembrados para im-
pedir que los cristianos se apropiaran de ellos para hacerlos ob-
jeto de culto. Los cuerpos de Perpetua y sus compañeros fueron
sepultados en la Basilica Majorum donde 17 siglos más tarde
serían localizados.226 Para los cristianos, esta derrota física solo
podía convertirse en victoria espiritual por la idea de trascen-
dencia, de la existencia de una vida más verdadera después de la
vida. Una trama compleja de creencias y argumentos permitía
enfrentar esa situación dramática y dejar con ello un legado es-
piritual duradero: «los cristianos no nacen, se hacen» —escribió
Tertuliano—227 por la misma época. Pero esta revelación no per-
tenecía a la experiencia en la vigilia sino a la experiencia onírica,
única que podía ofrecer a una prueba definitiva. Solo así puede
comprenderse que lo normal, el apego a la vida, pudiera ser tras-
gredido. Pero esto era una convicción que no podía realizarse
únicamente en la arena, porque solo la experiencia de los sueños
y las visiones podían afirmarla.
270
2.4. Los sueños y la perfección espiritual: los Padres
del desierto
La ascesis
328
1. Se trata de una mutación de las ideas que el hombre se hace de sí mismo
señalas por Max Scheler en su obra La idea del hombre y de la historia.
2. Aristides había nacido en Mysia el año 117, pero no hay un acuerdo
entre los filólogos acerca del momento de composición de la obra: para algu-
nos, el orador debió empezar el año 166, otros como Boulanger estiman la
fecha el año 171, y otros más la estiman hasta el año 175 (lo que probable-
mente es muy tardío pues se considera que el orador pudo haber muerto en
torno al año 180).
3. Los Discursos Sagrados recorren un período de alrededor de 26 años de
la vida de Aristides, entre 144 y 171, con un intervalo silencioso entre los años
156 y 165.
4. En lo que quizá fue la última obra que llegó a componer, Aristides escri-
bió: «Por ello y por muchas otras cosas, ni en público ni en privado, y ni
siquiera en nuestras relaciones sociales con quien nos encontráramos, hemos
cesado de mostrarle todo el agradecimiento posible, hasta donde llega nues-
tra memoria y mientras goce de entendimiento», Laliá a Ascelio, Discursos 42,
15.
5. Lee Pearcy, «Theme, dream and narrative. Reading the Sacred Tales of
Aelius Aristides», p. 377.
6. Salvatore Nicosia, «L’autobiografia onírica d’Elio Aristides», p. 176.
7. André, Festugière, Personal religion among the Greeks, pp. 15-16.
8. Aristides, Discursos Sagrados II, 9-10.
9. Pearcy Lee, «Theme, dream and narrative. Reading the Sacred Tales of
Aelius Aristides», p. 379.
10. Elio Aristides, Discursos Sagrados I, 3; II, 2-3.
11. Ibíd., II, 2-3.
12. En el vocabulario literario de la antigüedad una línea era la unidad de
medida con la que se pagaba a los copistas. En la esticometría moderna una
línea corresponde a 15 sílabas, alrededor de 35 letras. Esto significa que el
registro de los sueños de Aristides era 11 veces mayor que la Ilíada y la Odisea
juntas y ocuparía hoy unas 10 000 páginas de una edición moderna. Pernot,
Laurence, «Le livre grec au IIème siècle apr. J.C., d’après l’œuvre d’Aelius Aris-
tide», p. 951.
13. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 11.
14. Boulanger traduce en francés «en la oreja» porque el término «énaula»
puede significar «lo que retuve de lo escuchado». La importancia de la cultura
oral en la antigüedad era tal, que la creencia generalizada era que la memoria
residía en las orejas y no en el cerebro.
15. Elio Aristides, Discursos Sagrados IV, 70.
16. Pero esto no le quita valor intrínseco: «(La obra está escrita) en un
estilo muy simple, rápido, incoherente, aunque placentero porque Aristides
nació escritor y por eso tiene chispa y animación». Festugière, André, Perso-
nal religion among the Greeks, p. 87.
17. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 41.
18. El primer pasaje se encuentra en el Discurso 28, 116 y el segundo en el
Discurso Sagrado IV, 52, véase Behr, C.A., Aelius Aristides, p. 117.
19. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 24.
20. Castelli, Carla, «Intenzionalità espressiva e ordine della narrazione nei
Discorsi Sacri di Elio Aristide», Annali de la Facoltá di lettere e filosofía della
329
Universitá degli Studi di Milano, p. 206.
21. Behr, C.A., Aelius Aristides, p. 109.
22. Quet, Marie-Henriette, «Parler de soi pour louer son dieu. Le cas d’Aelius
Aristide», p. 214.
23. Foucault, Michel, Le souci de soi.
24. «La “persona” no es una realidad histórica presente en todo hombre y
más o menos desatendida, sino una experiencia históricamente constituida,
correlativa a un conjunto de prácticas de sí que le dan su forma particular; la
interioridad no es otra cosa que lo que constituyen como siendo real ciertas
técnicas como la introspección, el examen de conciencia, la confesión». Mer-
cier, Carine, «Ce que pourrait être une réponse foucaldienne à la question de
la présence du moi dans l’antiquité», en Aubry, G., Ildefonse, Frédérique (eds.),
Le moi et l’intériorité, p. 170.
25. Aubry, G., Ildefonse Frédérique (eds.), Le moi et l’intériorité, pp. 9 y ss.
26. Festugière, André, Personal religion among the Greeks, p. 103.
27. Boulanger, André, Aelius Aristide et la sophistique dans la provence d’Asie
au IIème siècle de notre ere, p. 181.
28. Ibíd., p. 170.
29. Brown, Peter, The making of late antiquity, pp. 23 y ss. Véanse igual-
mente sus obras Le culte des saints, y La societé et le sacré dans l’antiquité
tardive.
30. El siglo II tiene muy mala fama espiritual: «El tardío siglo II d.C. ha
sido descrito como “patológicamente tradicionalista” y representa una época
en la cual las energías fueron despilfarradas en extremo por la trivialización,
la pedantería, el exhibicionismo... la elocuencia aticista de los rétores de la
segunda sofística, copiada a los grandes de la antigüedad, ofrece un sonido
vacío. Las conferencias públicas en las que se deleitaban Plinio el joven, Hero-
des Ático o Aristides habían reemplazado el verdadero trabajo del sabio». Fes-
tugière, André, La revelation de Hermes Trimégisthe, p. 4.
31. Brown, Peter, The making of late antiquity, p. 139.
32. Elio Aristides, A Serapis, Discurso 45, contenido en el volumen V de las
Obras.
33. Ibíd., 45, 34.
34. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 5-7.
35. Festugière, André, La revelation de Hermes Trimégisthe, p. 20.
36. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 7.
37. Cortés Copete, J.M., Elio Aristides. Un sofista griego en el Imperio, p. 57.
38. Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», en su libro Los
griegos y lo irracional, p. 105.
39. Ibíd., p. 106.
40. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 32.
41. Para Homero, Asclepio no era originalmente un Dios sino un héroe
que sabía medicina porque Chiron, su tutor, le había hecho entrega de algu-
nas drogas. En la tradición homérica Asclepio es uno de los héroes, pero no el
único, que sabe medicina. Sin embargo, sus orígenes legendarios son más
inciertos: hijo de Coronis, amante infiel y víctima del vengativo Apolo, origi-
nario de Trikka, Asclepio había crecido en la gruta del centauro Chiron y por
ello pertenecía a los dioses de la montaña y de los bosques, esto es, asociado a
los semidioses ctónicos y a los dioses mistéricos. Véase Bouché-Leclercq, Au-
330
guste, Histoire de la divination dans l’antiquité, p. 751.
42. Edelstein, E., Edelstein, L., Asclepius, p. 157.
43. Dodds, E.R., Paganos y cristianos en una época de angustia, p. 70.
44. Plauto, Gorgojo, acto II, escena II, 1.
45. Asclepio aparece además acompañado de serpientes. La serpiente es
un animal ctónico asociado con las divinidades oraculares y curativas de la
tierra y tiene un simbolismo de curación y resurrección en diversas culturas
del antiguo mediterráneo. Pausanias (Descripción de Grecia, II, 28) asegura
que las serpientes son sagradas para Asclepio, especialmente aquellas que
tienen la piel amarillenta, que son inocuas para el hombre. Según un mito, de
una serpiente Asclepio había aprendido a resucitar a los muertos. Cuando el
culto a Asclepio desapareció, a través de Hipócrates las serpientes aportaron
su símbolo para la medicina. Véase Hernández de la Fuente, David, Oráculos
griegos, p. 241.
46. Michenaud, G., Dierkens, J., «Les rêves dans les Discours Sacrés d’Aelius
Aristides», p. 23.
47. «El soñador cree y por eso ve las apariciones y aquellas apariciones que
ve, esas las cree». Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», p. 112.
El mismo Dodds llama «esquema cultural» a esta creencia compartida.
48. Elio Aristides, Discursos Sagrados IV, 53.
49. Ibíd., II, 18.
50. Aristides prácticamente no se refiere a sus padres con los que parece
tener gran desapego; por el contrario, se refiere en términos de lo más afec-
tuosos a aquellos que le sirvieron en su niñez y su juventud.
51. Para la antigüedad las enfermedades epidémicas son enviadas por dio-
ses coléricos y por ello para enfrentarlas no se recurría a la medicina tradicio-
nal sino a las expiaciones y las plegarias. En consecuencia, Aristides no podía
ser salvado sino por una intervención divina.
52. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 44.
53. Ibíd., V, 23-24.
54. Elio Aristides, Discurso 23, Sobre la concordia de las ciudades, 16. Cita-
do en Quet, Marie-Henriette, op. cit., 248. Además de la arrogancia que revela,
la actitud de recibir ese trueque de vidas con toda naturalidad, sin resentir
ningún remordimiento aparente, ha hecho a nuestro orador especialmente
desagradable a los lectores modernos.
55. El año 148 por ejemplo, el Dios envió a su paciente a purificarse a
Quíos, pero en el trayecto Aristides decidió modificar el itinerario lo que pro-
vocó que tropezara con una tormenta en alta mar que estuvo cerca de costarle
la vida. Aristides invocó a Asclepio quien, además de recetarle un duro pur-
gante, le informó que el hado había previsto para él un naufragio, pero que
para cumplir este destino bastaba con realizar un pequeño simulacro en una
playa segura: «naturalmente, hicimos esto de buen grado —comenta nuestro
orador— y a todos les pareció maravilloso el artificio del naufragio, acaecido
sin peligro real». Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 14.
56. En Pérgamo, Asclepio era honrado bajo el nombre de Zeus Asclepio,
simultáneamente con su padre Apolo Calitecnos, su hija Higieria y su genio
auxiliar Telésforo.
57. André Festugière, Discours Sacrés. Rêve, religion médicine au IIème siècle
après J.C., p. 13.
331
58. En la antigüedad, enfermedad y religión no son fácilmente separables
y no había conflicto entre las curaciones religiosas y las curaciones médicas.
Según una anécdota recogida por Plinio el Viejo pero desacreditada desde el
tiempo de Artemidoro, Hipócrates habría aprendido medicina copiando las
inscripciones dejadas por los enfermos en el templo de Cos. El médico griego,
quien había obtenido su oficio ejerciendo como aprendiz de alguien más ex-
perimentado era apenas considerado como un artesano. Cuando no podía
curar (y era muy frecuente) admitía que sus pacientes recurrieran a Asclepio.
Los médicos mismos eran en general creyentes y rendían culto a Asclepio en
sus hogares. Ellos estaban presentes en los templos del Dios atendiendo a los
enfermos y siguiendo el desarrollo de las prescripciones divinas. En santua-
rios como Pérgamo había pues más bien colaboración entre religión y medici-
na, lo que no impidió a la larga que el saber médico se desarrollara como un
arte alejado de la magia y de la religión. Véase Holowchak, A.M., «Interpre-
ting dreams for corrective regimen; diagnostic dreams in greco-roman medi-
cine».
59. «Los libros de sueños recomendaban dormir con una rama de laurel
bajo la almohada. Los papiros de magia estaban llenos de fórmulas y rituales
privados y según Juvenal, había en Roma algunos judíos que, a cambio de
unos cuantos céntimos, le ofrecían a uno convocar el sueño que se le antoja-
ra». Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», p. 9.
60. Gil Fernández, Luis, Therapeia. La medicina popular en el mundo clási-
co, p. 353.
61. En el caso de Asclepio conocemos un poco mejor esos pasos rituales,
pero las fuentes son desiguales: algunas provienen de los rastros epigráficos
contenidos en las estelas votivas y otras provienen de obras literarias como el
Gorgojo de Plauto, o bien la obra Pluto de Aristófanes. En esta última obra los
datos se encuentran naturalmente en un contexto socarrón: dos amigos se
proponen conducir a Pluto, el dios de la abundancia al templo de Asclepio
para que recobre la vista y cese de distribuir la riqueza de manera tan arbitra-
ria, a ciegas, sin ningún fundamento razonable.
62. Gil Fernández, Luis, Terapeia, p. 364.
63. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 46. El valor de las ofrendas no es
una cuestión menor: en el contexto de la antigüedad en la que no había ningu-
na clase de ayuda del estado, la carga económica de una enfermedad podía
ser muy grande para los pobres. En la antigüedad no existía ninguna asisten-
cia social y el sentido de la caridad entre los ricos era prácticamente nulo. Los
médicos, por su parte, se preciaban de ganar dinero con su arte y no ejercían
regularmente la benevolencia, de modo que aquel pobre que enfermara no
podía contar con ninguna clase de auxilio. A pesar de su generosidad, los
santuarios de Asclepio tampoco pueden ser considerados como lugares de
asistencia o un antecedente de los modernos hospitales públicos porque no
ofrecían ninguna asistencia, aunque permitían un refugio a los pobres sin
exigir ningún pago. Edelstein, E., Edlstein, L., op. cit., p. 178.
64. En esto, Asclepio era diferente a otras deidades sanadoras que apare-
cían en circunstancias muy dramáticas: había dioses salutíferos y ctónicos
como Trofonio, que tenían una apariencia temible y pavorosa. Después de un
período de marginación y una serie de sacrificios y purificaciones, los creyen-
tes de Trofonio eran introducidos en una cueva artificial en la que parecían
332
ser absorbidos por una terrible corriente de aire, solían perder el conocimien-
to al instante y según se cuenta, «después de la experiencia, tardaban algún
tiempo en volver a sonreir». Pausanias, Descripción de Grecia IX, 39, 5 y ss.
65. No fue sino hasta el siglo II que Antonino Pío mando construir un
edificio separado para los agonizantes y las parturientas recién llegados, quie-
nes hasta entonces permanecían en la intemperie para no mancillar el lugar
sagrado.
66. La devoción entregada a Asclepio sobrevivió lo mismo a los intentos de
algunos emperadores romanos deseosos de extirpar las prácticas politeístas,
que a los intentos cristianos por reducir la resistencia pagana a la figura de
Jesús. Ante las dificultades, el cristianismo optó por una suerte de asimilación
e instituyó el culto a Santa Tecla, una mujer convertida por el mismo San
Pablo, quien recibió un culto incubatorio. Ella también se revelaba a sus de-
votos que incubaban en su iglesia. Bajo la apariencia de Santa Tecla, Asclepio
logró pues prolongar su presencia. Cox Miller, Patricia, Dreams in late antiqui-
ty, p. 117.
67. Las prescripciones de Asclepio no concluían ahí y podían incluir amu-
letos, encantamientos, palabras mágicas o sugerencias inauditas, sin ninguna
conexión aparente con la enfermedad, como cuando recomendó al orador el
uso de sandalias egipcias como antídoto para la hidropesía.
68. Según Artemidoro, las ordenanzas del Dios son siempre simples y no
son acertijos: «Los dioses llaman a los ungüentos y emplastos de la misma
manera que nosotros o bien, cuando es preciso adivinar, ellos tienen el cuida-
do de ser claros». Artemidoro, Interpretación de los sueños, IV, 22.
69. Así, alguna vez que leía Las nubes de Aristófanes, Aristides dedujo del
título que debía posponer un viaje pues al día siguiente llovería, Discursos
Sagrados, V, 18, y en otra ocasión, la aparición de Atenea en un sueño le hizo
comprender que debía tomar un clisterio de miel ática, Discursos Sagrados, II,
43.
70. Ibíd., II, 79.
71. Boudon, Véronique, «Le rôle de l’eau dans les prescriptions médicales
d’Asclepios chez Galien et Aelius Aristide», pp. 165 y ss.
72. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 19-22.
73. Artemidoro, Interpretación de los sueños, I, 64.
74. Downie, Janet, «Proper pleasures: bathing and oratory in Aelius Aristi-
des’ Hieros Logos and Oration 33», pp. 116-119.
75. Elio Aristides, Discursos Sagrados, I, 20.
76. Ibíd., 4.
77. Nicosia, Salvatore, op. cit., p. 179.
78. En el caso de Aristides no es pues necesario recurrir a la categoría
religiosa de «milagro»: basta comprender que en la superación de la enferme-
dad se moviliza una fuerza interior que anima a todo lo vivo, las plantas, los
animales y los seres humanos.
79. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 73.
80. Ibíd., III, 40.
81. Ibíd., IV, 102.
82. «La cuestión de la verdad del sujeto es la cuestión de esa relación a sí en
la que el individuo es llamado a buscar en el interior de sí mismo y a enunciar
por sí mismo o con más frecuencia a otro su verdad de individuo singular y no
333
su verdad genérica de hombre». Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une
réponse foucaldienne à la question de la présence du moi dans l’antiquité», en
Aubry, G, Ildefonse, F. (eds.), Le moi et l’intériorité, p. 173.
83. Pierre Hadot, Exercices spirituels et philosophie antique.
84. Por ejemplo, en Brooke, Holmes, «Aelius Aristides’ illegible body», pp.
85 y ss.
85. Perkins, Judith, «The self as sufferer», p. 262.
86. «[...] el sujeto se constituye a sí mismo de un modo activo, por las
prácticas de sí; esas prácticas no son sin embargo algo que el individuo inven-
te él mismo, son esquemas que encuentra en su cultura y que le son propues-
tos, sugeridos, impuestos por su cultura, su sociedad, su grupo social».
Foucault, Michel, «L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté», en
Dits et écrits, vol. IV, p. 719.
87. Baslez, Marie-Francoise, et al., L’invention de l’auto-biographie d’Hesiode
à saint Augustin, p. 9.
88. Epicteto, Disertaciones por Arriano, I, 14, 13-14.
89. Diversos autores han expresado esta afirmación acerca del sujeto en la
antigüedad. Entre muchos otros, merecen ser citados: Vernant, J-P. «L’individu
dans la cité», en su libro L’individu, la mort, l’amour, soi même et l’autre en
Grèce ancienne, pp. 211-232. Gill, Christoper, The structured self in Hellenistic
and Roman thought. Michel Foucault, L’Herméneutique du Sujet.
90. Vernant, J.-P., La mort dans les yeux, Figures de l’Autre dans la Grèce
ancienne, pp. 79-93.
91. «El “yo” designaría una modalidad histórica de esa parte de sí mismo
que el individuo se propone trabajar... o bien una forma igualmente histórica
de ese modo de ser que él intenta alcanzar (la apoteosis del “yo” como objetivo
de la ética). El “yo” lo mismo que el alma sería la interioridad o la persona,
una experiencia histórica que el individuo hace de sí mismo —experiencia
constituida por un conjunto de prácticas y forjado según un conjunto de mo-
delos, de imágenes, etc.—». Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une répon-
se foucaldienne à la question de la présence du moi dans l’antiquité», en Au-
bry, G., Ildefonse, F. (eds.), Le moi et l’intériorité, p. 170.
92. El término es de Festugière, André, Personal religion among the greeks,
p. 98.
93. Con ello queremos decir que para un creyente genuino de nuestros días
resulta chocante que Dios se ocupe cotidianamente de cuestiones como si el
devoto debe bañarse hoy y qué clase de purgante debe tomar. Ibíd., p. 99.
94. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 69.
95. «El sujeto y la verdad no están aquí anudados, como en el cristianismo,
desde el exterior y como por una toma de poder opresiva, sino desde una
elección irreductible de existencia. Un sujeto verdadero es pues posible en el
sentido no ya de un «sujetamiento» sino en el sentido de una “Subjetivación”».
Gros, Frédeirck, «situatión du cours», en Foucault, M., L’hérméneutique du
sujet, p. 493.
96. Los calificativos de hipocondríaco e histérico son los términos que apa-
recen con más frecuencia en los intentos por determinar la personalidad pa-
tológica del orador. Véase Nicosia, Salvatore, op. cit., p. 182.
97. André Boulanger, op. cit., p. 183.
98. Antíoco hace que el caso de Aristides resulte menos extraordinario.
334
Según Filóstrato, Antíoco «pasaba la mayoría de las noches en el templo de
Asclepio, en Egas, por causa de sus sueños y por causa de sus relaciones entre
los que permanecían despiertos y hablando unos con otros pues el Dios solía
hablar con él mientras estaba despierto, convirtiendo en hermosa proeza de
su ciencia el apartar las enfermedades de Antíoco». Filóstrato, Vidas de los
sofistas, I, 4, 568.
99. Holowchak, K.M.A., Ancient science and dreams. Oneirology in Greco-
roman antiquity, p. 165.
100. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 25.
101. Ibíd., 31.
102. Elio Aristides, Discurso 37, Himno a Atenea, 1.
103. Elio Aristides, Discurso 41, Himno a Dionisio, 1. Según Behr, este
puede ser el primer discurso que le fue inspirado por Asclepio después de su
estancia en Pérgamo, aunque no es del todo seguro que sea el mismo que se
ha conservado.
104. Laurence Pernot, La rhétorique dans l’antiquité, p. 245.
105. André Festugière, Discours Sacré. Rêve, religion, médicine au IIème
siècle après J.C., p. 13.
106. Frontón, Epistolario 181.5.
107. Un aspecto de la ayuda que Asclepio brindó a Aristides consistió en
permitirle evadir en varias ocasiones sus responsabilidades ciudadanas.
108. Flinterman, Jaap-Jan, «The Self-portrait of an Antonine Orator: Aris-
tides, or. 2.429 ff», E.N. Ostenfeld (ed.), Greek Romans and Roman Greeks:
Studies in Cultural Interaction, Aarhus Studies in Mediterranean Antiquity III,
p. 199.
109. En nuestro libro La travesía de la escritura hemos tratado de recons-
truir ese esfuerzo de los autores antiguos.
110. Elio Aristides, Discurso 27, Panegírico en Cícico sobre el templo.
111. Elio Aristides, Discursos Sagrados, V, 16.
112. Elio Aristides, Discurso 27, Panegírico en Cícico sobre el templo, 3.
113. Desde tiempo atrás, los santuarios de Asclepio habían aglutinado a la
inteligencia pagana y por ello se convirtieron en focos de resistencia al adveni-
miento del cristianismo: ellos eran la encarnación más auténtica de la Provi-
dencia en el sentido pagano del término y luego, centros importantes en el
intento hecho por Juliano por restaurar la cultura clásica. Por eso los cristia-
nos acabaron odiando al dios Asclepio y a sus santuarios. Cortés Copete, Juan
Manuel, «Los sueños y la comunicación con la divinidad en Elio Aristides», p.
55.
114. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 15.
115. Ibíd., 48-49.
116. Boulanger, André, Aelius Aristide et la sophistique dans la provence
d’Asie au IIème siècle de notre ere, p. 172.
117. Elio Aristides, Discurso 34,43. Contra aquellos que profanan el misterio
de la oratoria.
118. Pernot, Laurent, «Periautologie. Problèmes et métodhes de l’éloge de
soi même dans la tradition éthique et réthoriquegreco-romaine», p. 101.
119. Es lo que hace Fields, Dana, «Aristide and Plutarch on self-praise», en
William V. Harris y Brooke Holmes (eds.), Aelius Arisyides Between Greece,
Rome, and the Gods, pp. 156 y ss.
335
120. «Se es lo que los otros ven de sí; la identidad de cada individuo coinci-
de con su evaluación social», Vernant, J.-P., El hombre griego, l hombre griego,
versión al español de Pedro Bádenas, Antonio Bravo García y José Antonio
Ochoa Anadón, pp. 23-25.
121. Plutarco: De cómo alabarse sin despertar envidias, 540 c-e.
122. Elio Aristides, Discurso 28. Sobre una observación de paso.
123. Ibíd., 50. Sobre una observación de paso.
124. No se conoce con precisión la fecha de la ejecución que puede haberse
llevado a cabo desde inicios de febrero hasta las nonas de marzo. Sin embar-
go, fue el día 7 de marzo el que la iglesia cristiana antigua eligió para la con-
memoración de las mártires Perpetua y Felicitas. Los manuscritos conserva-
dos no indican tampoco el año de los sucesos. La única mención contemporá-
nea a ellos proviene de Tertuliano (De anima, LV, 4), pero si esto es así, entonces
la fecha no puede ir más allá de mediados del siglo III pues Tertuliano murió
durante la persecución de Valeriano.
125. Los manuscritos conservados no indican el lugar de los hechos, aun-
que algunos de ellos señalan a Thuburbo Minus (cuya localización es desco-
nocida) como el lugar del arresto de los jóvenes. Casi todos los comentaristas
sitúan los hechos en el norte de África y por tanto estiman que la ejecución se
llevó a cabo en Cártago, única ciudad de los alrededores que contaba con
arena, cuarteles romanos y prisión.
126. La editio princeps en latín de la Pasión de Perpetua data de 1663,
hecha por P. Poussines de acuerdo con un manuscrito encontrado en el Mon-
te Cassino por L. Holste. La versión griega, en cambio, no fue conocida sino
hasta 1890, descubierta en el convento del Santo Sepulcro de Jerusalen. Véa-
se Leclerq, Henry, «Perpétue et Félicité», p. 394.
127. Véase Dodds, E.R., Cristianos y paganos en una época de angustia, p.
75.
128. Leclerq, Henry, «Perpétue et Félicité», p. 423. Nosotros haremos uso
de la versión bilingüe del escrito original (que incluye como apéndice la ver-
sión griega) publicada por D. Ruiz Bueno en la BAC, «Martirio de las santas
Perpetua y Felicidad y de sus compañeros» en el volumen con el título Actas
de los Mártires, pp. 419-440.
129. Saxer, V., «Martirio», Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristia-
na, p. 1381.
130. Se trata de sus sermones CCLXXX, CCLXXXI y CCLXXXIII.
131. Amat, Jacqueline, «L’authenticité de songes de la passion de Perpétue
et de Félicité», p. 177.
132. Shewring, W.H., «Prose rhythm in the Passio S. Perpetuae», p. 57.
133. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua y Felicidad y de sus
compañeros», III, p. 421.
134. Ibíd., p. 421.
135. Ibíd., p. 422.
136. El texto no permite precisar si se trata de su hermano biológico o
simplemente de otro miembro de la comunidad cristiana, un hermano espiri-
tual.
137. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua y Felicidad y de sus
compañeros», IV, pp. 423-424.
138. Devoti, Domenico, «All’origine dell’onirologia cristiana», p. 40.
336
139. Desde el libro XIX de la Odisea, Penélope señala que, para alcanzar al
durmiente, los sueños pueden cruzar o bien a través de una puerta de hueso,
o bien a través de una puerta de marfil. Aquellos que atraviesan por la puerta
de hueso son los sueños verdaderos, mientras aquellos que cruzan la puerta
de marfil (un material opaco) son dudosos, inciertos, y por tanto potencial-
mente falsos. Este tema recibió diversos tratamientos en la antigüedad.
140. Artemidoro, La interpretación de los sueños, libro I.
141. Este libro apócrifo consta de siete visiones en las que, por medio de
símbolos apocalípticos tradicionales, se describe el mundo futuro y el Mesías.
Este fallecerá al cabo de siete días, resucitará y dará la merecida retribución a
los justos y a los pecadores. En el escrito se promete también la restauración
de la Ciudad Santa. Esdras, inspirado por Dios dicta a cinco amanuenses
durante 40 días los 24 libros de Canon Hebreo y otros sesenta y dos apócrifos;
estos habrán de mantenerse ocultos a fin de que los empleen únicamente los
sabios del pueblo. Larraya, J.A., Enciclopedia de la Biblia, III, p. 124.
142. Véase Salisbury, J., Perpetua passion, p. 96.
143. Génesis (3, 15).
144. El gesto de un soberano que planta el pie sobre la nuca del bárbaro
era representada sobre todo en las monedas: el término que se usaba, «calca-
re» que Perpetua hace suyo, había sido empleado por algunos filósofos estoi-
cos en el sentido de «triunfar» sobre las pasiones.
145. Virgilio, Eneida, VI, pp. 637-645.
146. Carmona Muela, Juan, Iconografía Clásica, Istmo, Madrid, 2000, pp.
34-35.
147. Tristan, Frédérick, Les premières images chrétiennes, p. 134.
148. Lurker, Manfred, Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, Edi-
ciones del Almendro, Córdoba, España, 1994, p. 72.
149. Tristan, Frédérick, op. cit., p. 135.
150. Salisbury, J., Perpetua passion, p. 103.
151. Kruger, Steven, Dreaming in the Middle Ages, pp. 28-29.
152. Rousse, Erin, «Rhetoric of martyrs: listening to saints Perpetua and
Felicitas», p. 322.
153. En sus obra Apologético y A los gentiles, Tertuliano ofrece un panora-
ma breve de los juicos romanos en contra de los cristianos.
154. De Saint Croix, G.E.M., «Why were the early Christians persecuted?»,
p. 111.
155. A pesar de su alcance limitado, el edicto de Severo fue el primer movi-
miento a escala imperial contra los cristianos. Afectó a un grupo pequeño de
estos y solo en los grandes centros urbanos pero dejó una profunda huella en
el cristianismo africano y sobre todo significó un antecedente a acciones ofi-
ciales posteriores de mayor escala: las grandes persecuciones.
156. Tal vez había otras razones: en el momento en que Severo reformaba
las leyes matrimoniales para salvar a la familia romana, los cristianos prego-
naban la condena al matrimonio; y en el momento en que las fronteras de
Imperio estaban siendo amenazadas, los cristianos se alentaban entre sí para
no servir en el ejército. Rossy, Mary Ann, «The passion of Perpetua. Every
woman in late antiquity», pp. 143-144.
157. Tertuliano, en su Apologético, responde a esta acusación de que ac-
tuando así los cristianos «ofenden a la majestad más augusta». Afirma que
337
hay entre los cristianos un verdadero respeto por los emperadores pero que se
expresa de manera distinta: primero, porque no sacrifican al genio tutelar que
protegía su salud sino al Dios verdadero: «(Al emperador) lo encomiendo a
Dios, el único a quien lo someto; lo someto solo a Aquel con quien no lo
igualo». Luego, con ello los cristianos muestran una verdadera religiosidad
que contrata con la superstición romana: «demostráis mayor temor a un se-
ñor humano; entre vosotros, antes se jura en falso por todos los dioses que por
un solo genio del emperador». Finalmente, señala Tertuliano, los cristianos
no ofrecen sus libaciones y sacrificios en medio de la provocación, la desver-
güenza y el libertinaje. Tertuliano, Apologético, 28.4, 30.1, 33.2.
158. «Martirio de las santas...», VI, p. 425.
159. En su epístola 20, Ambrosio señala que las mismas palabras típicas de
un juez romano a un acusado se revertirán en su contra el día del Juicio final:
«No te estoy juzgando; son más bien tus acciones las que te condenan... yo
mismo no estoy actuando en lo personal contra ti; más bien estoy procedien-
do de acuerdo a las normas del tribunal». Citado en Shaw Brent D., «Judicials
nightmares and Christian memory», p. 556.
160. Bowersock, G.W., Martyrdom & Rome, p. 8.
161 Martirio de san Policarpo, obispo de Esmirna, XIV. Contenido en las
Actas de los mártires. Esta obra fue compuesta un poco después de la muerte
de Policarpo, Obispo de Esmirna, bajo la forma de una carta enviada a la
iglesia de Filomelio. Véase Di Bernardi, A., Diccionario Patrístico, vol. II.
162. «Martirio», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, p. 1376.
163. Citado por Bowersock, G.W., Martyrdom..., op. cit., p. 6.
164. El término «mártir» se extendió muy pronto a otras lenguas. Quizá su
extensión más notable fue el uso árabe de la expresión, que trajo al mundo un
significado renovado que permanece hasta hoy entre los palestinos: shahid,
«mártir», «testigo». Véase Bremmer, J., «The motivation of martyrs. Perpetua
and the palestinians», p. 550.
165. Clemente de Alejandría, Stromata, IV, 4, 15; 3.
166. Frend, W.H.C., Martyrdom and persecution in the early church, p. 364.
167. Brown, Peter, «Le saint homme», pp. 76 y ss.
168. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua...», op. cit., VII, pp.
426-427.
169. El texto no entra en detalles acerca de la formación de Perpetua y sus
compañeros. No obstante, hacia el siglo II el ingreso al grupo de los catecúme-
nos implicaba un fuerte proceso de iniciación que incluía diversas entrevistas
y un largo período de prueba, destinado a preparar a los futuros bautizados a
fin de prevenir su eventual desviación herética y fortalecer su convicción ante
el acoso de la gente y la justicia paganas. Aunque ignoramos si Perpetua si-
guió este procedimiento, la fortaleza espiritual que mostrará a continuación
sugiere que había adquirido una fuerza de voluntad no espontánea. Michel
Foucault dedica un análisis a la formación del catecumenado en su libro Del
gobierno de los vivos, pp. 174 y siguientes.
170. Dronke, P., Las escritoras de la edad media, p. 29.
171. En el momento de la declaración de Perpetua que condujo a su sen-
tencia, el padre porfiaba en hacerla apostatar. Por ello el magistrado ordenó
que lo echaran fuera y aun que lo apalearan con una vara. Martirio de las
santas... VI.
338
172. Ruiz Bueno, «Martirio de las santas...», VII, p. 427.
173. Ibíd., VIII, 427-428.
174. Amat, Jacqueline, op. cit., p. 180. Sin embargo, ello no refleja del todo
la catequesis de su tiempo porque según el mismo Tertuliano, el refrigerium
estaba reservado estrictamente para los cristianos que habían recibido el bau-
tizo.
175. McKechnie, P., «St. Perpetua and roman education», p. 280.
176. Auerbach, E., Literary Language and its public in late latin antiquity,
pp. 27 y ss.
177. Ibíd., p. 63.
178. Dronke, P., Escritoras [...], op. cit., p. 36.
179. Auerbach, E., Literary language [...], op. cit., p. 63.
180. Dronke, P., Escritoras cristianas [...], op. cit., p. 35.
181. Shaw, B. «Body/ power/ identity: passions of the martyrs», p. 280.
182. La corriente encabezada por Montano era un movimiento sumamen-
te austero, dotado de una espiritualidad muy estricta y que por ello resultaba
sumamente atractiva para los nuevos adeptos entre los que acabó por encon-
trarse el mismo Tertuliano. El montanismo ofrecía a sus adeptos diversos
tipos de encuentros con Dios o bien con el Paracleto, encuentros que incluían
una serie de manifestaciones histéricas. Véase Zizoulas, J., «The early Chris-
tian community», p. 40.
183. Ibíd., p. 41.
184. La resurrección de los muertos es un tema muy antiguo y es una
constante de la fe de la iglesia primitiva. Es un tema que necesariamente está
asociado a la concepción del cuerpo como un obstáculo pero igualmente como
un bien para el hombre. Lo notable en el cristianismo primitivo es que es
preciso el sufrimiento para hacer del cuerpo un valor espiritual.
185. Perkins, J., The suffering self, [...], op. cit., p. 120.
186. Véase Walker Bynum C., The resurrection of the body, pp. 27 y ss.
187. Los siguientes dos párrafos se deben fundamentalmente a Shaw, B.
188. Cicerón, Disputas Tusculanas, 4, 24, 53.
189. El sustantivo «passio» conservó un doble sentido: por una parte, «pas-
sio» se refería al intenso afecto heterosexual que un hombre resiente por una
mujer, que incluye el placer físico (mientras «sustinere» era el término que
designada la paciencia con la que el cuerpo homosexual aceptaba el acto
sexual). Era aquel afecto alienante para el hombre al que se oponía, por ejem-
plo, Lucrecio y con este todos los filósofos. Por otra parte, en el contexto cris-
tiano, «passio» será la heroica resignación con la que el mártir enfrenta la
injusticia; de ahí el título Passio Perpetuae et Felicitas.
190. Balz, Horst, et al., Diccionario exegético del Nuevo Testamento, p. 1894.
191. Tertuliano, De la paciencia, III.
192. Ibíd., XV.
193. Ibíd., XIV.
194. Ruiz Bueno, D., Martirio de las santas [...], X, 429.
195. Ibíd., 430.
196. Dulaey, M., op. cit., pp. 46-47.
197. Un comentarista contemporáneo, Louis Robert, cuya tesis es que nues-
tra mártir no hace más que sublimar en sueños lo que ha presenciado como
espectador en la arena romana, intentó identificar cada una de las imágenes
339
de la visión con alguno de los ritos paganos que se desarrollaban en los juego
Píticos, en honor de Apolo y que habían sido celebrados en Cartago de mane-
ra simultánea al martirio de Perpetua. Robert, Louis, «Une visión de Pérpétue
martyre à Carthage en 203», 228-276.
198. Como sucede por ejemplo en la Sátira número XV de la obra de Juve-
nal que se refiere «a las atrocidades de Egipto».
199. El combate no era contra Roma, pero la sangre de los mártires se
convirtió en el centro del descontento latente de la población contra el Impe-
rio cuando aumentaron el desencanto y la inquietud que anunciaban su final.
Cuando la incertidumbre se implantó en el Imperio, los cristianos pudieron
por fin afirmar que los dioses antiguos o bien eran inútiles o bien estaban
sordos.
200. Dion Cassio, citado en Salisbury, J., Perpetua passion..., op. cit., p. 109.
201. Es por eso que algunas lecturas modernas de la Passio hacen de Per-
petua el símbolo de la resistencia femenina en la antigüedad. En estas inter-
pretaciones feministas, ella representa una mujer cristiana reivindicando su
espiritualidad, y con ello rebelándose contra elementos «que ella considera
restrictivos de su sociedad a la libertad de pensamiento y acción de la gente».
Petroff, E., «Women in the early church», p. 63.
202. «Martirio de las santas...», X, p. 429.
203. Kleinberg, A., Histoires des saints, p. 101.
204. Tertuliano, Exhortación a los mártires, III, 1.
205. Cada ciudad organizadora de juegos tenía su corona tradicional de
victoria: el olivo salvaje en Olimpia, el pino en Itsmia, el laurel en Delfos;
probablemente los juegos Píticos tenía el suyo.
206. Véase Aubry, G., Ildefonse, F., Le moi et l’intériorité, 2008.
207. Lo que coincide con la ya lejana tesis de G. Misch según la cual la
autobiografía en la antigüedad no aparece sino hasta el momento en que el
«yo» alcanza la profundidad de san Agustín. Misch, G., A history of autobio-
graphy in antiquity.
208. Golbin, Jean-Claude, L’amphithéâtre romain, p. 299.
209. Coleman, op. cit., p. 73.
210. La frontera entre honestiores y humiliores era por supuesto la propie-
dad, el poder y el prestigio. Por ello, en general los cristianos adinerados eran
una excepción a esta regla.
211. No siempre había bestias disponibles y por ello algunos mártires cris-
tianos vieron frustrados sus deseos de ser arrojados a los animales salvajes,
como sucedió el año 305, en Letonia. En lugar de ello, fueron decapitados.
Véase, Coleman, op. cit., p. 57.
212. Leclerq, Henry, Ad Bestias, op. cit., p. 450.
213. Entre las funciones de estos dioses paganos estaban la siembra y la
cosecha y por ello se encontraban cerca de la muerte y del pasaje al inframun-
do.
214. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas...», XX, p. 437.
215. Ibíd., XX, p. 437.
216. Un dato curioso es que para enfurecer a los animales se podía poner
en la arena una figura llamada «pilae», un maniquí de paja o trapo, vestido
con apariencia humana. De ahí proviene la expresión «hombres de paja» para
designar a los subalternos destinados a recibir los golpes que correspondían a
340
los hombres importantes. Leclerq, Henry, Ad bestias, p. 459.
217. Tertuliano: Ad martyiras, III, 1.
218. Plass, Paul, The game of death in Ancient Rome, pp. 29 y ss.
219. El «juramento» de los gladiadores era también una suerte de «contra-
to» elaborado por el lanista por el cual se buscaba asegurar que el miedo no
los hiciera retroceder en el último minuto.
220. Desde luego entre mártires y gladiadores el juramento tenía grandes
diferencias: los gladiadores, últimos en la escala social juraban ser quemados,
heridos, golpeados y cortados por la espada, en expresiones que no tienen
equivalente en la antigüedad. En el sacramentum gladiatorum se mezclan una
devoción, una consagración pero también una execración, pues ellos mismos
aceptaban ser humillados sin otra compensación que una (posible) muerte
honorable. El texto del juramento era de tal ferocidad que Marco Aurelio tra-
tó de prohibirlo.
221. «Tu sangre es la llave del paraíso», dice Tertuliano a los cristianos en
Sobre el alma, LV, 5.
222. Incluso Pablo compara a los Apóstoles con los condenados a muerte,
como «espectáculo del mundo» (Corintios I, 4; 9).
223. «Martirio de las santas...», XXI, p. 439.
224. Versnel, Hendrik S., «devotio, ritual», Encyclopaedia of the Ancient
World, vol. IV, pp. 327-328.
225. Perowne, Stewart, Caesars and saints, p. 145.
226. Delattre, R.P., «Lettre à M. Héron de Villefosse sur l’inscription des
martyrs de Carthage, Sainte Perpétue, Saint Felicité et leurs compagnons», p.
193.
227. Tertuliano, Apologético, 18.4. La editora de este libro nos hace saber
que Tertuliano está adaptando un adagio estoico: «Nadie nace sabio, sino se
hace» de Séneca, De la ira, II, 10, 6.
228. San Jerónimo, Epistolario 22, 30.
229. San Jerónimo está citando 2 Cor. 6, 14-15.
230. San Jerónimo, Epistolario 20, 30.
231. San Jerónimo está citando, Mt 6, 21.
232. La referencia corresponde al Sal 6,6.
233. Nuevamente san Jerónimo recurre a una cita del Sal 56,2
234. San Jerónimo, Epistolario, 20, 30.
235. Las interpretaciones acerca de la veracidad del sueño son muy diver-
sas. Los primeros comentaristas no pusieron en duda su veracidad y algunos
consideraron que el exégeta había recibido un justo castigo. Hacia inicios del
siglo XII, Jean de Salisbury consideraba que había sido real pues había sido
relatado por «un prudentísimo y verídico Doctor», agregando como prueba
las cicatrices y moretones dejadas por el látigo. Pero otros comentaristas con-
sideraron que era una alucinación resultado de una enfermedad debida a la
falta de vitaminas provocada por los ayunos que se manifestaba con frecuen-
cia por delirios. Las contusiones no eran imaginarias, pero se las había produ-
cido él mismo en su agitación febril, contra la dureza de su lecho. Véase Antin,
Paul, «Autour du songe de saint Jerôme», p. 354.
236. Stroumsa, Guy G., «Dreams and visions in early christian discourse»,
p. 2.
237. Esta es la opinión de Thierry, J.J., «The date of the dream of saint
341
Jerome», quien cita otros autores que comparten su opinión como Rapisarda,
p. 29.
238. Entre estos autores se encuentran Grützmacher, Cavallera, Hagendal
y Kelly.
239. San Jerónimo, Epistolario 22, 30.
240. Peter Brown, The Making of late antiquity, pp. 65-67.
241. Rufino, Apología 2, 6-8.
242. Courcelle, Pierre, Les lettres grecques en occident... p. 38.
243. San Jerónimo, Epstolario 14, 7, 2.
244. La ascesis antigua tenía dos elementos básicos: la anachoresis, es de-
cir el alejamiento, el aislamiento y la enkrateia, el autocontrol. Como se verá
ambos elementos están presentes en los sueños de san Jerónimo.
245. San Jerónimo, Epistolario 14, 6, 1.
246. Ibíd., 15.2.
247. Ibíd., 2.
248. Ibíd., 3, 2.
249. 2 Cor 2, 10.
250. San Jerónimo, Epistolario 3, 5.
251. Ibíd., 2.
252. Ibíd.
253. Ibíd.
254. San Jerónimo está citando a Virgilio, Eneida III, 19 y Eneida V, 9.
255. Rebenich, Stefan, Jerome, p. 16.
256. Véase Cavallera, F., Saint Jerôme, sa vie et son oeuvre, p. 102.
257. San Jerónimo, Epistolario 5, 2, 4.
258. «Todo ello recuerda la existencia en Egipto de celdas excavadas que
fueron más bien casas subterráneas estilo «atrio», con habitaciones, un corre-
dor y otras facilidades como cuartos fríos para almacenar pan e incluso vidrio
en algunas ventanas», Rebenich, S., op. cit., p. 15.
259. El final del período en el desierto fue lamentable. San Jerónimo se
encontró envuelto en el drama que acabaría por dividir a la comunidad de
Antioquía y a la cristiandad de oriente y occidente: la disputa acerca de la
naturaleza trinitaria de Dios. Aunque el Concilio de Nicea (325 d.C.) había
tratado como equivalentes los términos de «esencia» e «hipóstasis», en la igle-
sia de oriente fue imponiéndose gradualmente la fórmula más sutil «una esen-
cia, tres hipóstasis» que a san Jerónimo le parecía conducir inevitablemente a
la blasfemia de Arriano. Él estaba completamente dispuesto a aceptar que hay
tres personas subsistentes en la trinidad sustancial pero encontraba sospe-
chosa la obstinación en hacer de las hipóstasis seres igualmente sustanciales.
Los tres grupos en disputa acosaban al exégeta buscando su adhesión. San
Jerónimo no cesaba de expresar su opinión pero dijera lo que dijera, todo era
rechazado como inaceptable: «Confieso lo que quieren y no quedan satisfe-
chos. Suscribo sus fórmulas y no me dan crédito. Lo único que les gustaría es
que me fuera de aquí» (San Jerónimo, Epistolario, 17.3). A decir verdad, los
eremitas de Calcis consideraban a san Jerónimo un intruso. Altamente educa-
do, rodeado de una pequeña élite intelectual y rica y asistido por una corte de
secretarios, san Jerónimo era además irascible, irónico y sumamente mordaz:
algo muy diferente se sus agrestes, incultos y mal educados vecinos Sirios.
Todas las ilusiones primeras acerca del desierto se disolvieron en esta expe-
342
riencia: desilusionado y maltratado, dijo adiós a su período eremítico.
260. San Jerónimo, Epistolario 7, 2.
261. Kelly, J.N.D., Jerome, his life, writings and controversies, p. 50.
262. San Jerónimo, Epistolario 125, 12.
263. Citado en Kelly, J.N.D., Jerome, his life writings and controversies, p.
43.
264. Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica VI, 3, 8.
265. Casiano, Colaciones, 14, 12.
266. Paulino de Nola, Poemas, 10, 21.
267. Citado por Antin, Paul, «Autour du songe de saint Jerôme», p. 374.
268. Haines-Eitzen, Kim, Gaurdians of letters. Literacy, power and the trans-
mitters of early Christian literature, pp. 21 y ss.
269. Ghellinck, G., Patristique el moyen âge. Introduction et compléments à
l’étude de la Patristique, p. 189.
270. Petronio, Satiricón, 63, 7-10.
271. Amat, J., Songes et visions, p. 10.
272. Hechos de los Apóstoles, 41, 2.
273. P. Antin cita otros casos de azotes propinados por seres sobrenatura-
les con diversos motivos que son relatados por Luciano, Tertuliano, Eusebio
de Cesarea y Sulpicio Severo. En algunos casos se trata de demonios que
flagelan a un cristiano para obligarle a desertar de su fe, como en un ejemplo
que incluya san Agustín en La ciudad de Dios (22, 8, 4). Con frecuencia los
agentes que administran el castigo solo aparecen después de varias adverten-
cia oníricas que el cristiano ha desdeñado como en Eusebio de Cesarea, Histo-
ria Eclesiástica (V, 28, 12).
274. San Agustín, Sermones.
275. La representación del juicio romano aparece en las obras de Petronio,
Apuleyo, en las novelas de Aquiles Tacio y Heliodoro. En ciertos casos, esta
literatura describe todo el proceso, desde la actividad criminal, la investiga-
ción, el arresto, las audiencias formales, la tortura y el castigo público. Véase
Shaw, Brent D., «Judicials nightmares and Christian memory», p. 556.
276. Shaw, Brent, ibíd., p. 544.
277. Los textos se refieren al juicio final como «El día del juicio (illa diez
iudicci), El próximo día del juicio (diez futuri iudicci), y el terrible día del juicio
(per tremendam diem iudicci)». Ibíd., p. 560.
278. Véase los artículos «kr…nw = kríno, juzgar» y «kr…sij = krísis», en Batz,
H. (ed.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento.
279. Citado en Shaw, Brent D., «Judicials nightmares and Christian me-
mory», p. 560.
280. San Agustín, Sermón 13, 7.
281. Erny, P., Les chrétiens et le rêve dans l’antiquité, p. 122.
282. San Jerónimo, citado por Amat, J., op. cit., p. 218.
283. San Jerónimo se refiere algunas veces aprobatoriamente a sueños
que contienen presagios. En su correspondencia, refiriéndose a la vida de
Asela, el exégeta relata que esta «ya había sido bendecida en el seno de su
madre antes de nacer; que a su padre se le presentó virgen en sueños bajo la
forma de una copa de cristal resplandeciente y más pura que cualquier espe-
jo...», San Jerónimo, Epistolario, 24.2.
284. O de conversión: ya Orígenes había afirmado que muchos se conver-
343
tían al cristianismo a consecuencia de un sueño o de visiones diurnas. Oríge-
nes, Contra Celso, 1, 46.
285. Tertuliano, Acerca del alma, XLVI, 3.
286. Ibíd., XLVI, 12.
287. El sello estoico se hace evidente porque para Tertuliano a través de los
sueños el alma parece concebir la coherencia interna del Todo, sea por simpa-
tía, sea por su propio poder. Tertuliano, op. cit., XLVII, 3.
288. San Jerónimo, Contra Rufino, 1, 31.
289. Que muchos sueños son provocados por demonios malignos es una
opinión general de los Padres Apologéticos como Justino (Apología 1, 14),
Taciano (Discurso contrs los griegos 18), o Atenágoras (Legación a favor de los
cristianos 27).
290. Tertuliano, Apologético, 22, 5.
291. La física de entonces prestaba gran atención a las emanaciones: cual-
quier acción a distancia tendía a ser explicada por los efluvios ocultos prove-
nientes de las personas o las cosas, como lo mostraba la acción invisible del
imán. Eran ellas las que explicaban que súbitamente se arruinaran los frutos
en flor.
292. Tertuliano, Acerca del alma, XLVII, 2.
293. Véase Le Goff, J., «Le christianisme et les rêves (II-VII ème siècles)»,
p. 294.
294. Ibíd., XLV.
295. «Entonces el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y
este se durmió; tomó luego una de sus costillas y cerró el hueco con carne. Y
el Señor Dios, de la costilla que había tomado del hombre formó a la mujer y
se la presentó al hombre». Génesis, 2, 21.
296. Ibíd., XLVII, 2.
297. San Jerónimo, Vidas de tres monjes; Vida de Pablo, 376.
298. San Jerónimo, Epistolario 107, 5, 2.
299. Stanley Pease, A., «The attitude of Jerome towards pagan literature»,
p. 157.
300. San Jerónimo, Epistolario, 70, 3.
301. Ibíd.
302. Ibíd., 70.2
303. Ibíd.
304. Courcelle, Pierre, Les lettres grecques en occident, de Macrobe à Cassio-
dore, p. 47.
305. «A pesar de su prestigio en occidente como gran helenista y de su
larga estancia en oriente, hay grandes lagunas en su cultura griega. No ha
leído la antigua literatura profana, salvo quizá algunos diálogos de Platón en
la traducción de Cicerón... no ha leído las obras maestras del siglo V a.C. y
conoce de grandes autores no el pensamiento sino algunas anécdotas sobre
su vida o sobre sus aforismos». Ibíd., p. 111.
306. Ibíd. En su obra De Viris illustribus, refiriéndose a Teótimo el Escita,
san Jerónimo escribe: «sigue oyendo que también escribe otras obras». De
viris illustribus, CXXXI.
307. Stanley Pease señala que en la epístola 20, 5 dirigida a Dámaso, Jeró-
nimo cita a Virgilio (Eneida I, 37) para señalar algún caso de elisión de la vocal
intermedia en la poesía.
344
308. Courcelle, Pierre, op. cit., p. 114.
309. El caso de Elio Aristides que examinamos previamente es paradigmá-
tico de esta exposición pública de los sueños.
310. Tertuliano, Acerca del Alma, XLVII, 2.
311. Le Goff, Jacques, «Le christianisme et les rêves», p. 291.
312. Stroumsa, Guy G., «Dreams and visions in early Christian discourse»,
p. 194.
313. Judge, E.A., «The earliest use of “monachos” for “monk”», p. 72. Este
párrafo acerca de la historia del término debe mucho a este autor.
314. «Estos son raros —escribe Eusebio— es por eso que han sido llama-
dos, según Aquila, monogeneis, asimilados al Hijo Monogènes de Dios...»,
citado en Guillaumont, A., «Aux origins du monachisme chrétien», p. 47.
315. Lo hace en el prólogo a su obra «El monje: un tratado sobre la vida
práctica», Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, pp. 95-96.
316. Rubenson, Samuel, «Asceticism and monasticism». pp. 644-645. A lo
largo de nuestro texto nos referiremos a las tres modalidades, pero con un
énfasis mayor en los eremitas, los solitarios.
317. «Desierto», Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Tardía, vol. I, p.
583.
318. Citado en Harmless, William, Desert Christians, p. 86.
319. Citado en Ware, Kallistos, «The way of the ascetics: negative or afir-
mative», p. 8.
320. Atanasio, Vida de San Antonio, 28.
321. En este trabajo haremos uso de la llamada «Colección sistemática» y
de la llamada «Colección alfabética».
322. La extensión geográfica del anacoretismo explica que el registro de
estas colecciones de dichos del desierto se conserven en copto, siríaco, arme-
nio, griego, latín y más tarde en algunas lenguas eslavas.
323. Gould, Graham, The desert Fathers on monastic community, p. 20.
324. Michel Foucault dedica a ello la segunda parte de los cursos en los
años 1979-1980 publicadas bajo el título de Del gobierno de los vivos.
325. «Por vez primera en la historia, el miedo respecto de sí mismo, el
miedo a lo que uno es —y de ningún modo el miedo al Destino y de ningún
modo el miedo a los decretos de los dioses— está creo anclado en el cristianis-
mo a partir de la transición de los siglos II y III y tendrá, como es evidente, una
importancia absolutamente decisiva en la historia de lo que podemos llamar
la historia de la subjetividad, es decir la relación de sí consigo, el ejercicio de sí
sobre sí y la verdad que el individuo puede encontrar en el fondo de sí mis-
mo». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 156.
326. «Creo que el gran esfuerzo y la singularidad del cristianismo, que a no
dudar explican su desarrollo y su permanencia, consistió en disociar salva-
ción y perfección». Ibíd., p. 295.
327. «La etimología de los términos griegos ¢sk»o, «ejercitar», ¥skhsij,
«entrenamiento», y ¢skhtšj, «aquel que practica», permanece oscura. Home-
ro usa el término para expresar un trabajo artístico o técnico. La palabra tuvo
un gran éxito en los dominios del ejercicio físico, en la preparación intelectual
y en el culto religioso. Entre los Padres apostólicos y los Apologetas del siglo
II, los cristianos no fueron llamados ¢skhtšj sino ¢qlht»j, atletas». No fue
sino con Orígenes y Clemente de Alejandría que el término tomó un significa-
345
do propiamente cristiano. Spidlik, Thomas. «The spirituality of Christian East»,
p. 179.
328. Ware, Kallistos, «The way of the Ascetics: negative or affirmative», p.
9.
329. Brown, Peter, The body and society, p. 220.
330. Erny, Pierre, Les chrétiens et le rêve dans l’antiquité, p. 112.
331. Evagrio Póntico, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert. Évagre le Pontique, p. 208.
332. Harmless, William, Desert Christians, p. 87.
333. Como hemos visto en un capítulo previo, en la doctrina de Platón
cada una de estas partes tiene un origen diferente: la parte racional ha sido
creada por el Demiurgo y es divina, las partes irascible y concupiscente eran
obra de las potencias inferiores. Solo la parte racional es inmortal mientras
las restantes, destinadas a la procreación, se extinguen con la muerte del cuer-
po. Esta concepción del origen separado tenía su réplica en Severo, quien
afirmaba que «el hombre es obra de Dios de la cintura para arriba y obra del
diablo más abajo». Citado en Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios,
p. 39.
334. Brown, Peter, The body and society, p. 232.
335. Ibíd., p. 218.
336. Antonio, 11, The sayings of the desert Fathers. The alphabetical collec-
tion.
337. El Abba Elías había abandonado un monasterio de mujeres por te-
mor a no ser capaz de contenerse. Tres ángeles se le aparecieron en un sueño
y le hicieron jurar que volvería si ellos lograban curarlo de esa pasión. Una vez
que hubo jurado, dos ángeles lo tomaron de los pies y el tercero lo emasculó
«no realmente sino en el sueño». Palladius, The Lausiac History, 29, 4.
338. Y la antigüedad encontraba problemas para diferenciar entre un filó-
sofo cínico y un asceta cristiano.
339. Juan Casiano, Colaciones, IX, XXXI.
340. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, pp. 181 y siguientes.
341. Kellia es una de las poblaciones emblemáticas de la vida de los eremi-
tas; su nombre significa justamente «celdas». Las excavaciones modernas han
descubierto un lugar sumamente poblado donde, en una superficie de ocho
kilómetros cuadrados se encuentran más de 600 koms, esto es construcciones
más o menos importantes. Guillaumont, Antoine, Aux origines du monachis-
me chrétien, p. 80.
342. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «Foundations of the
monastic life», 9.
343. Abba Moïse, Les Apophtegmes des Pères, Collection systématique, II, 19.
344. A esta presencia tentadora, Antonio replicó: «Eres negro en tu alma y
débil como un muchacho», Atanasio, Vida de Antonio, 6.
345. «Acidia», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, vol. I, p. 18.
346. Escolio a los Salmos, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe
au désert. Évagre le Pontique, p. 216.
347. Abba Isaïe, Les Apophtegmes des Pères, Collection systématique, II, 15.
348. Ibíd., II, 16.
349. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «Foundations of the
monastic life», 10.
346
350. Abba Efrén, citado por Regnault, Lucien, The day-to-day life of the
Desert Fathers in Fourth- Century Egypt, p. 65.
351. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 178.
352. Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, IV, 73.
353. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «Exhortación a una virgen», 40.
354. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The monk: A treatise on
the practical life», 73.
355. Citado en Plested, Marcus, The Macarius legacy, p. 37.
356. Ibíd., p. 37
357. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «De la oración», 92.
358. San Jerónimo, Epistolario, 124.1.
359. San Jerónimo, citado en Alesio, Franco, «Conservazione e modelli di
sapere nel medioevo», p. 109.
360. Evagrio Póntico, citado en Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert, p. 193.
361. San Antonio, por ejemplo, era analfabeta pero conocía las Escrituras
de memoria simplemente «manteniéndose atento mientras se leían, de modo
que nada se le escapaba y lo retenía todo pues su memoria le servía de libro».
Atanasio, Vida de Antonio, 3.
362. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 33, 1-7.
363. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «Sobre la oración», p. 234.
364. Existen tres grados de oración; la oración del cuerpo y oral; la oración
de la mente o interior y la oración espiritual que tiene lugar en la profundidad
del espíritu. «Oración», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, vol. II,
p. 1589.
365. Evagrio Póntico, Obras espirituales, «Sobre la oración», 110.
366. Regnault, Lucien, The day-to-day life of the Desert Fathers in Fourth-
Century Egypt, p. 121.
367. Evagrio Póntico, Obras espirituales, «Sobre la oración»,106.
368. Además de una religión de salvación el cristianismo es un religión
confesional, es decir «cada persona tiene el deber de saber quién es, esto es, de
intentar saber lo que está pasando dentro de sí, de admitir las faltas, recono-
cer las tentaciones, localizar los deseos y cada cual está obligado a revelar esas
cosas o bien a Dios o bien a la comunidad y por tanto, de admitir el testimonio
público o privado de sí». Foucault, Michel, Tecnologías del «yo», p. 81.
369. Foucault los llama «una analítica de los pensamientos».
370. Antonio, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, II, 2.
371. Evagrio Póntico, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert, p. 234.
372. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 9.
373. Foucault sostiene que la dirección espiritual monacal que exige obe-
diencia absoluta etsá compuesta de subditio, sumisión, patientia, paciencia y
humilitas, humildad: «Una obediencia sin fin... querer lo que quiere otro, que-
rer no querer, no querer querer son los tres aspectos de la obediencia en cuan-
to es a la vez condición de la dirección, sustrato de la dirección, efecto de la
dirección». Foucault, M., Del gobierno de los vivos, p. 321.
374. Regnault, Lucien, The day-to-day life of the Desert Fathers in Fourth-
Century Egypt, p. 122.
375. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The monk: a treatise on
347
the practical life», 5.
376. Foucault, Michel, «L’écriture de soi», p. 422.
377. Atanasio, Vida de Antonio, 55.
378. Ibíd.
379. Macario, citado por Brakke, David, Demons and the making of the
monk, p. 153.
380. «[...] ser pecador es estar camino de la muerte, pertenecer al reino de
la muerte, estar del lado de los que están muertos... Al renunciar a todo, al
cubrirse con un atuendo miserable, uno muestra la renuncia al mundo y lo
que podrían ser los placeres, las plenitudes, las satisfacciones de este mundo,
nada de eso cuenta. La muerte que se manifiesta en la exomologesis cristiana
es la muerte de lo que uno es y representa lo que uno ha pecado pero también
es, a la vez, la muerte que quiere con respecto al mundo. Uno quiere morir
para la muerte». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 250.
381. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The foundations of
monastic life», 9.
382. En su guerra privada, el monje tiene dos grandes auxilios: el guía
espiritual terreno y los ángeles. En efecto, los ángeles auxilian a los monjes de
diversos modos: por un lado cierran las heridas provocadas en el fragor del
combate contra los demonios y por otra parte aconsejan a los monjes sea
mediante apariciones personales o a través de presentaciones oníricas. Entre
estos ángeles destaca el «ángel de la guarda» porque Evagrio, lo mismo que
Orígenes, considera que desde su nacimiento cada hombre es asistido por un
ángel particular.
383. «Esto es lo que pasó dentro de mí, estas son las intenciones que te-
nía... sé que pasó, puedo dar fe de ello por la mirada que yo pongo sobre mí
mismo... y puedo exhibirlo ante ustedes lo mismo que si se tratara de un obje-
to cualquiera que no soy yo». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p.
105.
384. Juan el Sordo, citado en Brakke, David, Demons and the making of the
monk, p. 154.
385. Hadot, Ilsetraut, «The spiritual guide», p. 449.
386. «(En las escuelas helenísticas) ambas voluntades coexisten... el dirigi-
do siempre quiere ser dirigido y la dirección solo funcionará en la medida en
que el dirigido quiera serlo. Y siempre tiene libertad de querer dejar de serlo...
aquí el juego de la completa libertad en la aceptación del vínculo es, creo,
fundamental». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, pp. 261-262.
387. «¿Qué es lo que la obediencia produce? No es difícil: la obediencia
produce obediencia... obedecemos para ser obedientes, para producir una
obediencia tan permanente y definitiva que subsista aun cuando no haya na-
die a quien tengamos precisamente que obedecer... es decir, la obediencia no
es manera de reaccionar ante una orden... la obediencia es una manera de ser
anterior a cualquier orden. En consecuencia, obediencia y dirección deben
coincidir. Si hay dirección es desde luego, porque somos obedientes». Foucault,
Michel, Del gobierno de los vivos, p. 316.
388. Paésios, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, XI, 59.
389. Citado en Gould, Graham, The desert Fathers on monastic community,
p. 29.
390. «Se trata, en efecto... de ligar el principio» «no querer nada por sí
348
mismo» al principio «decirlo todo de sí mismo». «Decirlo todo de sí mismo, no
ocultar nada, no querer nada por sí mismo, obedecer en todo... Obedecer y
decir, obedecer exhaustivamente y exhaustivamente decir lo que uno es, estar
bajo la voluntad de otro y hacer recorrer por el discurso todos los secretos del
alma». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 309.
391. Abba Poemen, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, X,
89.
392. Evagrio, un hombre culto, había ocupado el cargo de diácono al lado
de Gregorio de Nacianceno en Bizancio. Pero mantenía una relación ilegíti-
ma con la esposa de un funcionario oficial. Durante un sueño, los ángeles le
revelaron su propia imagen como un hombre encadenado y torturado y le
hicieron jurar que concluiría con esa relación. Al día siguiente, partió para
Roma donde encontró a Melania, quien puesta al corriente de la situación, le
sugirió partir al desierto. Evagrio obedeció e inició ahí una brillante carrera
como perseguidor de demonios.
393. Prólogo al Antirrético, citado por Guillaumont, Antoine, Un philoso-
phe au désert, p. 221.
394. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 8.
395. Ibíd., 27.
396. Ibíd., 2.
397. Ibíd., 9.
398. Ibíd., 16.
399. Ibíd., 10.
400. Diógenes Laercio, por ejemplo, señala que Pirrón sorprendía a sus
conciudadanos porque se hablaba a sí mismo en voz alta. Diógenes Laercio,
op. cit., IX, 64.
401. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The Monk. A treatise on
the practical life», 27.
402. Evagrius of Pontus, Antirrhêtikos. El libro fue compuesto a petición
del un monje llamado Loukios quien había pedido ayuda a Evagrio para resis-
tir con mayor eficacia a las insinuaciones diabólicas.
403. Ibíd., 2, 60. La refutación es extraída de la Epístola a los Efesios, 5;5.
404. Brakke, David, Prólogo al Antirrêtikos, pp. 10 y 11.
405. Aunque la estrategia de san Antonio para rechazar los asaltos incluía
otros medios como la plegaria, el signo de la Cruz o el nombre de Cristo.
406. Marco el egipcio, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique,
IX, 6, 11.
407. Le Goff, Jacques, «Le christianisme et les rêves», p. 292.
408. Palladius, The Lausiac History, Moisés el etíope, 8.
409. La iniciativa de Pacomio tuvo un gran éxito: él mismo fundó nueve
monasterios, entre ellos dos comunidades femeninas, cada uno de los cuales
contenía unos 1 400 individuos distribuidos en un organización sumamente
detallada.
410. Vida de Pacomio en su versión Bohairística, 8, citado en Brakke, Da-
vid, Demons and the making of the monk, p. 118.
411. Citado en Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 98.
412. Citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk, p. 84.
413. Ibíd., p. 85.
414. Pacomio, citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk,
349
p. 86.
415. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 97.
416. Nuevo Testamento, Epístola a los Efesios, 5, 14.
417. Antiguo Testamento, Proverbios, 6, 5.
418. Brakke, David, Demons and the making of the monk, p. 85.
419. Ibíd., p. 83.
420. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «A los monjes», 97.
421. Ibíd., «Tratado práctico», 94.
422. Ibíd., 54.
423. Ibíd., 55.
424. En los medios no monásticos, la presencia de esta conmoción corpo-
ral estaba más bien asociada al valor que el creyente atribuía a su comunión
con Dios.
425. Steward, Columba, Cassian the Monk, p. 82.
426. Jacquart, D., Thommasset, Cl., Sexualité et savoir médical au moyen
âge, pp. 207-208.
427. Juan Casiano, Colaciones, IV, XV.1; VII, II.1.
428. Ibíd., XII, VIII.
429. Casiano, citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk,
p. 245.
430. Juan Casiano, Colaciones, I, IV. Este libro adopta el género griego
clásico de «preguntas y respuestas», una suerte de conversación que en este
caso involucra al propio Casiano, su amigo Germán y diversos monjes.
431. Ibíd., XII, IV.
432. Ibíd., XII, IV.
433. Ibíd., XII, IV. El original latino dice «renes», «riñones», que los anti-
guos consideraban la fuente de la potencia sexual.
434. Que son las virtudes que desarrolla durante el período «práctico».
435. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, Introducción, p. 99.
436. Brakke, David, Demons and the making of the monk, pp. 73-75.
437. Ibíd., p. 76.
438. Guillaumont, Antoine, Un philosophe au désert. Évagre le Pontique, p.
302.
439. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 39.
440. Juan Casiano, Colaciones, XII, X.
441. Ibíd., XII, XV.
442. Foucault, Michel, «Le combat de la chasteté», p. 303.
443. Juan Casiano, Colaciones, XII, VII, 2.
444. Ibíd., XII, VII, 3.
445. Ibíd., XII, VIII.
446. Ibíd., XII, X.
447. Ibíd., XII, XVI.
448. Por eso —escribe Casiano— para corregir a aquellos que caen en el
pecado del orgullo es preciso que Dios les retire por un tiempo su ayuda y
sufran la tiranía de los vicios que la virtud había reprimido. Ibíd., XII, XVI.
449. Ibíd., XII, XI.
450. Ibíd., XII, XIII.
451. Ibíd., XI, V.
452. Ibíd., XII, VIII.
350
453. Ibíd., XII, VIII.
454. Brown, Peter, The body and society, p. 232.
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376
ÍNDICE
377
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
FILOSOFÍA 1100 111
En este libro se examina la experiencia de un grupo de soñado
res de la antigüedad greco-latina y del primer cristianismo. Entre
los soñadores paganos se encuentran los filósofos estoicos y
epicúreos además de Elio Aristides. Entre los soñadores cristia
nos están Perpetua, san Jerónimo y los anacoretas del desierto
de Egipto. Por «experiencia» entendemos la serie de preguntas
que estos individuos dirigían a sus sueños: <<¿soy yo quien sue
ña? Y si no soy yo, ¿quién me advierte, me amenaza o amonesta
a través de ellos?». Por «experiencia•• entendemos también la
serie de preguntas que el individuo se dirige a sí mismo para ha
cer intervenir esos sueños en su existencia: «¿Cómo debo com
portarme ante mis sueños?, ¿cómo debo dirigirme a mí mismo,
corregirme o justificarme para ser la clase de sujeto moral que
debo ser?». La nuestra es una contribución a la historia de las
formas de subjetividad soñadora en Occidente.
ISBN: 978-84-16421-73-2
� grupo editorial
J�llll�ll�l �� ll�ll� 1 � siglo veintiuno
www.anthropos-editorial.com