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Soñar en lo antigüedad

Los soñadores y su experiencia

Sergio Pérez Cortés


SOÑAR EN LA ANTIGÜEDAD
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
FILOSOFÍA

100

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA


Rector General
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El manuscrito de este libro ingresó al Comité Editorial de Libros del Consejo Editorial de Ciencias Sociales
y Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa, para iniciar el proceso de evalua-
ción por sistema doble ciego, en la sesión trimestral de XXXXXXXXXXX, celebrada el XXXXXXXXXXXXXX
y quedó aprobado para su publicación el XXXXXXXXXXXXXXX.
Sergio López Cortés

SOÑAR EN LA ANTIGÜEDAD
Los soñadores y su experiencia

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA


UNIDAD IZTAPALAPA
Consejo Editorial de Ciencias Sociales y Humanidades
Soñar en la antigüedad : Los soñadores y su experiencia / Sergio López Cortés. —
Barcelona : Anthropos Editorial ; México : Universidad Autónoma Metropolitana -
Iztapalapa, 2017
000 p. ; 21 cm. — (Autores, Textos y Temas. Filosofía ; 100)

Bibliografía p. 000-000
ISBN 978-84-16421-73-2
ISBN UAM: 978-607-28-FALTA

1. I. Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa (México) II. Título III.


Colección

Primera edición: 2017

© Sergio Pérez Cortés, 2017


© Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa, 2017
© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2017
Edita: Anthropos Editorial. Lepanto, 241. 08013 Barcelona, España
www.anthropos-editorial.com
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14387, Tlalpan. Ciudad de México, México
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San Rafael Atlixco No. 186, edificio H, Segundo piso
Colonia Vicentina, 09340 Iztapalapa. Ciudad de México, México
ISBN Anthropos: 978-84-16421-73-2
ISBN UAM: 978-607-28-FALTA
Diseño de cubierta: Javier Delgado Serrano
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: (+34) 936 972 296
Impresión: Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.
Centeno 162-1. Col. Granjas Esmeralda. Ciudad de México, 09810

Impreso en México - Printed in Mexico

Este libro ha sido dictaminado positivamente por pares académicos ciegos y externos a
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por escrito de los editores.
PRESENTACIÓN
SUBJETIVIDAD Y EXPERIENCIA ONÍRICA

¿Soy yo quien sueña? ¿Es a mí a quién pueden serle atribui-


das esas narraciones extravagantes, por momentos criminales y
las más de las veces imposibles? Los sueños posibilitan estas
preguntas porque son un aspecto singular de la experiencia hu-
mana: el soñador sabe que los sueños son suyos, puesto que es él
quien sueña, pero al mismo tiempo no puede estar seguro de
que son su obra, al menos no bajo el estado de conciencia ordi-
nario. Los sueños parecen escindir al individuo en diversas ins-
tancias de sí. Y sin embargo, está claro que sus sueños le con-
ciernen solo a él, dicen algo de él mismo y de nadie más: soña-
mos siempre de manera individual, es decir como existencias
subjetivas independientes. Con frecuencia, los sueños se presen-
tan como acertijos: son narraciones hechas con los recursos de
la imaginación por medio de un simbolismo atemporal y pre-
lingüístico. Es precisamente ese carácter enigmático lo que pa-
rece demandar un cierto compromiso reflexivo que suscita di-
versas interrogaciones, nuevas maneras de introspección que
pueden tomar la forma, sea de una interpretación del contenido
del supuesto mensaje o bien preguntarse por el estado interior
del soñador. Para muchos de nosotros, sujetos de la moderni-
dad, después de la conmoción freudiana los sueños deben ser
comprendidos en clave subjetiva: ellos permiten entrever una
escena que, aunque interior al individuo, permanece largamen-
te ignorada por este. Los sueños son hoy sobre todo manifesta-
ciones de una verdad alojada en cada individuo que, aunque re-
sulta ser su verdad más profunda, solo aflora a la superficie en-
vuelta en los ropajes de la imaginación incontrolable. Puesto que
son experiencias estrictamente individuales, los sueños se han
convertido en un hilo más en la trama de reclusión del sujeto
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moderno en sí mismo. Pero este modo de relacionarse con los
sueños, característico de la modernidad, no es sin embargo más
que una entre otras distintas posibilidades en que los individuos
de occidente han dialogado con sus sueños, se han interrogado a
sí mismos e interactuado con otros soñadores.
El propósito de este trabajo es justamente examinar otras
formas de experiencia onírica es decir otras formas de inciden-
cia de los sueños en la existencia. Para ello nos desplazaremos a
la antigüedad. No lo hacemos con el fin de encontrar en qué
medida esas experiencias antiguas se aproximan o prefiguran a
la nuestra sino a la inversa, para la mostrar la distancia que se-
para aquellas preocupaciones, esas ansiedades, esos afanes, de
nosotros mismos. A diferencia del sujeto moderno quien, salvo
sufrir problemas afectivos graves que lo remiten al diván, suele
enviar los sueños al cajón de la indiferencia y el olvido, los indi-
viduos de la antigüedad hicieron uso de sus sueños para diferen-
tes propósitos: para conocerse, para guiar su conducta, para es-
tablecer una diferencia con sus semejantes, para exaltarse o in-
dividualizarse. En la antigüedad, una vida razonable no podía
dispensarse de esa tarea. La conciencia antigua interroga a los
sueños pues no sabe a ciencia cierta cuál es su origen y no siem-
pre cree que se trate de simples productos del psiquismo inte-
rior; en consecuencia, esa consciencia se problematiza a sí mis-
ma: ¿qué parte de responsabilidad tiene, qué le corresponde ha-
cer, hasta qué punto está involucrada? y finalmente dialoga con
muchos otros individuos acerca de sus sueños, sea para pedir su
ayuda en la interpretación, sea para sobresalir entre ellos.
Es debido a este desplazamiento que nuestro libro está divi-
dido de la siguiente manera: El primer capítulo incluye las filo-
sofías helenísticas y su concepción de los sueños. Su primer apar-
tado se refiere a la filosofía estoica y el segundo a la filosofía de
Epicuro. Hemos elegido las filosofías helenísticas porque son
las que prestan mayor atención a la subjetividad soñadora y al
carácter moral del durmiente. Ocasionalmente aparecerán men-
cionadas otras doctrinas filosóficas de la antigüedad, pero por
su carácter ético aquellas doctrinas centran su reflexión en la
manera en la que el agente moral debe hacer frente a sus pro-
ducciones oníricas. Ambas se proponen definir una actitud que
permita al soñador vivir una vida libre y verdadera, una plena
realización de sí. Para estas filosofías los sueños no son un obs-
táculo a la vida moral sino una oportunidad de alcanzar la vir-
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tud, la impasibilidad, la libertad interior, a pesar de las amena-
zas, tentaciones o insinuaciones que los sueños pueden propi-
ciar.
El segundo capítulo se ocupa de lo que hemos llamado «gran-
des soñadores», esto es de hombres y mujeres que han dejado
testimonio explícito de la manera en que los sueños incidieron
es sus vidas. El primer apartado se refiere a Elio Aristides, un
orador perteneciente a la cultura pagana en la segunda mitad
del siglo II, quien hizo de sus sueños y sus visiones un medio de
comunicación constante con Asclepio, el dios taumaturgo grie-
go. La obediencia absoluta a las prescripciones divinas fue para
Aristides una forma de sobrevivencia y un modo de realización
profesional. El segundo apartado se refiere a Perpetua, una jo-
ven mártir cristiana de inicios del siglo III quien unos días antes
de ser sacrificada en la arena parece haber dejado de propia mano,
en una serie de sueños y visiones, el testimonio de la nueva fe y
de los valores que los creyentes perseguidos debían hacer suyos
si deseaban ser acogidos por Cristo. Los sueños de Perpetua son
indicativos de una nueva forma de la subjetividad, asombrosa
para el mundo clásico, que la religión naciente traía consigo. El
tercer apartado se refiere a san Jerónimo, el gran exégeta cristia-
no quien expresó, a través de sus sueños, la tensión interior de
un intelectual educado en la tradición clásica que no podía aban-
donar y que no contaba con una cultura cristiana, apenas en
formación. Los sueños de san Jerónimo son un signo del papel
que una nueva interioridad jugaría en la tradición cultural del
mundo de Cristo. Finalmente, el cuarto apartado se concentra
en los monjes que a partir del siglo IV decidieron exiliarse al de-
sierto para llevar la guerra moral hasta el último reducto del
territorio diabólico, y luchar ahí en nombre de la humanidad
entera. Para estos, los sueños ocupan un lugar especial porque
revelan, sin el obstáculo de la conciencia, el estado del alma que
lucha por alcanzar una pureza perfecta que le permita volver al
estado original de la creación.
Este segundo capítulo se propone mostrar que para un gran
número de individuos de la antigüedad los sueños ofrecían un
modo alternativo de mirar al mundo y mirarse a sí mismos. Cier-
tos sueños los llenaban de inquietud, otros les aportaban imáge-
nes consoladoras: a Elio Aristides ellos le revelaban la presencia
de un dios personal y sanador; a los otros, soñadores cristianos,
les hacían reconocer la existencia intangible de un Dios trascen-
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dente. Los sueños parecían unir dos mundos: la profundidad del
fuero interior y la exterioridad de un mundo de dioses y otros
reinos espirituales. Pero la relación con lo divino no era la mis-
ma para todos y esta dependía de narraciones irrepetibles, am-
biguas, sujetas a reglas extraordinarias que, por su extrañeza,
exigían adoptar diversas actitudes hermenéuticas.
En síntesis, este libro se desplaza a la antigüedad para exa-
minar otras formas de experiencia del individuo que sueña, las
maneras cambiantes en las que este se planta ante sus sueños
para asimilarlos o rechazarlos, esto es para hacerlos incidir de
algún modo en su existencia. Pero hay algo que ninguno de estos
soñadores hace y que los separa del soñador moderno: ellos no
los interrogan para encontrarse a sí mismos en las profundida-
des de un «yo» inaccesible para los demás y para sí mismo, y que
ocultaría una verdad de sí que subyace en lo más profundo de sí.
Los sueños no les hablan de un «yo» que se negaría a salir a la
luz. Por el contrario, nuestros soñadores interrogan y se apro-
pian de sus sueños para crearse un «yo» alternativo, para mode-
lar su existencia, para formar un nuevo discurso interior. Son
estas formas distintas de experimentarse como soñadores las que
nos interesan. Apoyándose en un material histórico, la nuestra
es una apuesta filosófica: la subjetividad (que en este caso se des-
cubre en y a través el sueño) no es una entidad inmóvil y perma-
nente que estaría para siempre alojada en el fondo de uno mis-
mo. El «sujeto» no es una sustancia, esto es, una entidad que se
fundaría a sí misma, que encontraría en sí misma su propia jus-
tificación; por el contrario, el sujeto es una «forma», una forma
histórica de experimentarse a sí que afortunadamente no es siem-
pre idéntica a sí misma. Nuestro trabajo se propone entonces
como objetivo general ser una contribución, mediante el exa-
men de la experiencia onírica, a una historia de las prácticas de
la subjetividad en occidente.
De este modo se comprende el uso intensivo que hacemos
de las filosofías de Michel Foucault y Pierre Hadot.1 Ambos han
defendido que la antigüedad tenía una concepción del agente
moral y su subjetividad que descansaba en una «elaboración de
sí», en una práctica sobre uno mismo que debía conducir a un
«yo» renovado que dejaba atrás al «yo» inauténtico que se creía
ser, y esto con el fin de alcanzar una vida más verdadera, un
proyecto de existencia más logrado. A lo largo de la exposición
se encontrará entonces la tesis de que hay otras formas de «suje-
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to soñador», que el sujeto que sueña no está atado a ninguna
naturaleza inmutable, que tiene la libertad de determinarse a sí
mismo y por tanto es más libre de lo que piensa. Por ello se
encontrarán actuando una serie de categorías filosóficas indis-
pensables para comprender el proceso por el cual el sujeto se
vincula a sus sueños para interrogar-los e interrogar-se. Desde
ahora deseamos hacer explícitas dichas categorías a fin de ofre-
cer al lector un marco general que corre el riesgo de ocultarse en
el océano de los detalles.

Consideraciones preliminares

La experiencia y la problematización

Desde el inicio, nuestro propósito consiste en colocar a cada


soñador en su singular experiencia onírica. La categoría de «ex-
periencia» es fundamental porque con ella se indica que el en-
cuentro del soñador con sus sueños y consigo mismo no sucede
nunca de manera inmediata, directa. Tal relación «individuo-
sueño» solo es posible al interior de una forma de experiencia,
esto es por la mediación de un conjunto de prácticas, discursos,
doctrinas que la posibilitan. No puede haber una reflexión, un
conocimiento de sí del soñador sino al interior de esas condicio-
nes de posibilidad. Es en ciertas formas de experiencia en las
que se presenta la diferencia más notable entre nuestros soña-
dores: los soñadores inspirados por la filosofía buscarán su li-
bertad interior ante cualquier amenaza externa: ellos llaman
«virtud» a la capacidad de mantener su poder de elección en
todas las circunstancias de la vida. Actuarán sobre sí mismos
para ser fundamentalmente inmunes ante cualquier poder ex-
terno. Los soñadores cristianos, en cambio, se proponen ajustar
infaliblemente sus vidas a los mandatos de Dios: ellos llaman
«perfección» a la obediencia a las normas de un Padre invisible
pero omnipresente. Actuarán sobre sí mismo para agradar, me-
diante la humildad, a Dios. Remitir los sueños a una forma de
«experiencia» es entonces hacer explícitas las premisas al inte-
rior de las cuales el soñador se percibe y se designa a sí mismo
para transformarse. Tal categoría de «experiencia» se refiere
entonces a las condiciones externas, sean filosóficas, religiosas o
sociales en las que se forma y se realiza toda relación del soña-
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dor consigo mismo. No hay ningún sustrato anterior a la expe-
riencia desde el cual el sujeto podría reflexionarse a sí mismo.
La experiencia del soñador está toda hecha con los procedimien-
tos, discursos y prácticas en las que emerge. Fuera de este régi-
men, el sujeto no sabe, ni podría saber, nada de sí mismo. Con la
categoría de «experiencia» se intenta pues resaltar que la rela-
ción del soñador con sus sueños, tan íntima como parezca, tam-
bién tiene una historia.
Es siempre al interior de una experiencia donde el sujeto
puede interrogar a sus sueños, formularse cuestiones, pregun-
tarse a sí mismo. Para designar este conjunto de interrogantes
que se dirige a sí mismo se hará uso de la categoría de «proble-
matización». La «problematización» indica pues para nosotros
el modo en que los soñadores se encuentran a sí mismos en torno
a ciertas inquietudes o ansiedades. Es bajo una cierta problema-
tización que san Jerónimo encuentra en sus sueños las tensio-
nes propias a un intelectual del cristianismo naciente. Es bajo
una problematización de sí donde Elio Aristides recibe en sus
visiones los tratamientos divinos que le permiten preservar su
vida y su carrera de orador. Al problematizarse, el individuo pone
en juego ciertas normas de relación de sí a sí y se pone a sí mis-
mo en relación a esas normas. La problematización es pues un
dispositivo a través del cual el sujeto se interroga acerca de lo
que es, lo que hace y el mundo en que vive. No hay experiencia
como soñador sino mediante una problematización del sueño y
de sí, la cual produce efectos de realidad y con ello permite al
sujeto formas de apropiación y transformación de sí. Con la ca-
tegoría de «problematización» se busca delinear el dominio en
que uno mismo se hace aparecer a uno mismo.
Más importante aún, una problematización es un conjunto
de prácticas discursivas y no discursivas que hace entrar el con-
tenido de los sueños en el juego de lo verdadero o de lo falso,
esto es que lo constituyen como objeto de un determinado saber.
Toda experiencia del valor de un sueño, su afirmación o su re-
chazo se realiza al interior de una problematización y es dentro
de esta que tal o cual visión o imagen es evaluada en relación a
las normas y el dispositivo en el que aparecen. Cada problemati-
zación propone un «régimen de verdad» es decir una relación
del sujeto y su sueño en relación a una serie de principios y valo-
res respecto a los cuales valora, justifica o legitima su propia
acción. Así, Perpetua hace uso de sus visiones para justificar su
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identidad como creyente de Cristo, aun en la más grande de las
adversidades. Los anacoretas descubren mediante sus sueños el
interior de un alma que la conciencia cotidiana es incapaz de
revelar y san Jerónimo descubre que no tiene el afecto por las
Escrituras que su conciencia le dicta. La actividad de interroga-
ción a la que se libra un soñador no consiste en señalar un refe-
rente en el mundo, sino en producir al referente, indizar al soña-
dor colocándolo respecto a una línea de veracidad o falsedad
respecto al fin que persigue como agente moral. Los sueños par-
ticipan en el régimen de veredicción dentro del cual el sujeto se
coloca y es colocado como objeto de un saber posible.
El primer territorio a investigar en este trabajo son esas con-
diciones de posibilidad que hemos llamado «experiencia» y «pro-
blematización» los cuales permiten la irrupción de los sueños y
de la conciencia que reflexiona sobre esos sueños. Se trata pues
de detectar la trama que hace irrumpir al soñador en la forma
singular que adopta, mostrando que son esas condiciones las
que determinan simultáneamente la inteligibilidad del sueño, la
reflexividad sobre sí de la conciencia soñadora y la relación en-
tre ambos. La pregunta más general que formulamos es: ¿cómo,
bajo qué forma, por qué motivo, bajo qué prácticas, llegó a plan-
tearse el problema de los sueños de esa manera?
No se dirá pues que el sujeto «tiene» una experiencia como
si él fuese una sustancia a la que acaecen accidentes; es a la
inversa: son las formas de la experiencia y las problematizacio-
nes las que posibilitan al soñador alcanzar una determinada «for-
ma-sujeto». La cuestión básica podría en consecuencia formu-
larse así: ¿en qué medida se forma y se transforma la experien-
cia que el individuo soñador tiene de sí mismo por el hecho de
que su relación con los sueños está mediada por una u otra for-
ma de discursos filosóficos o religiosos, prácticas sociales o mé-
dicas que le preexisten en un determinado momento histórico?
Hacemos uso de una expresión extraña, «forma-sujeto» (y no
simples «formas de ser») porque se trata de probar que las deter-
minaciones que la experiencia impone no pueden ser tomadas
como accidentes ocurridos a una personalidad ya dada; ellas no
son aptitudes adquiridas o virtudes aprendidas sino cualidades
del ser, cualidades de existencia, cualidades que afectan y modi-
fican el ser mismo del soñador. Esas formas esenciales, que com-
prometen toda la esencia y la existencia, lo establecen en su sin-
gularidad, hacen que sea el que es y no otro. A este proceso por
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el cual el sujeto se hace a sí mismo objeto de su acción se le
puede llamar «autopoiesis».

Dispositivos de poder, dispositivos de veredicción

Con estas categorías pretendemos señalar que el sujeto solo


se encuentra, reflexiona y actúa sobre sí a través de una serie de
relaciones que le han sido ofrecidas, propuestas o sugeridas por
una forma de experiencia que lo coloca en determinadas posi-
ciones de subordinación o independencia, esto es en condicio-
nes de poder y de veracidad. La experiencia de sí es resultado de
un proceso complejo en el que intervienen relaciones sociales,
políticas, formas de sujeción, formas de saber, tácticas y proce-
dimientos de autoexamen y muchas más.
Dispositivos de poder, porque el individuo tiene siempre frente
a sí un régimen de obligaciones y coacciones que es específico a
su tiempo y a su condición. Llega a suceder que el soñador no
puede afirmar su identidad sino a través de un poder externo
que lo somete o lo avasalla. Perpetua, por ejemplo, encuentra la
motivación de sus sueños en el encontronazo con el poder judi-
cial romano que se dispone a aniquilarla. Su experiencia onírica
está impulsada por la necesidad de afirmarse a sí misma (y a los
creyentes como ella) mediante revelaciones que le descubren un
poder aún más grande, una recompensa insuperable con la cual
afrontar la catástrofe que se avecina. Estos sueños serían im-
pensables si la tradición judeocristiana no hubiese poseído pre-
viamente a los sueños y las visiones como medios de revelación
divina.
Dispositivos de veredicción porque la identidad y la conduc-
ta de Perpetua son «verdaderas» o mejor es la conducta de una
«verdadera cristiana» en relación a los principios y dogmas que
le fueron impuestos por su historia. Hacemos uso del término
«veredicción» y no «verdad» porque aquí no se trata de exami-
nar cómo se produce un conocimiento científico, sino más bien
de comprender cómo el sujeto puede reconocerse y ser recono-
cido por la manera en que se vincula con normas susceptibles de
guiar su existencia. Los discursos religiosos o filosóficos le pro-
ponen una determinada racionalidad para la conducta pero no
lo hacen sin ofrecer igualmente algún grado de justificación para
sus dogmas. Para el sujeto, este proceso tiene dos aspectos: se
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trata de una elección de vida y a la vez un discurso sistemático
que se propone justificar esa forma de existencia. Tales normas
son adoptadas por el individuo como «verdaderas» en la medida
en establecen un fin existencial juzgado deseable. Su relación
con este régimen de veredicción es entonces doble: por una par-
te demuestra que el individuo no tiene una verdad en sí mismo,
pues su vida verdadera se establece en relación a esos principios
asumidos (y la antigüedad tenía la completa convicción de que
el individuo carece de medios, en su simple relación a sí mismo
o a su razón autónoma, de elucidar las normas válidas para su
conducta moral). Existe además un segundo aspecto de esta «ve-
redicción» porque se trata de hacer que un discurso asumido
como verdadero se convierta en principio permanente y activo
de la propia existencia. El propósito es ahora saber en qué medi-
da el sujeto ha sido capaz de actualizar esos preceptos en sí mis-
mo, es decir, los ha integrado en su fuero interno y los manifiesta
en su actitud exterior. Así encontramos a Elio Aristides adoptan-
do de manera temeraria todas las prescripciones que Asclepio le
transmite en sus sueños, aun las más extravagantes; es porque
solo de este modo, acatando sin titubeos, que Aristides puede
aspirar a ser designado por la divinidad como el «primer ora-
dor» lo que para él significa «el primero entre los hombres». El
sujeto alcanza su «verdad» interior en el momento en que hace
coincidir sus deseos más profundos con esos mandatos; puede
ser llamado «verídico» cuando su existencia y su conducta son
la manifestación espontánea de esos principios.
Los sueños juegan un papel fundamental en esa «veredic-
ción» de sí, en esta prueba de la verdad de uno mismo. La razón
es que los sueños emergen en un momento en que la conciencia
se encuentra relajada. No están en actividad los mecanismos de
auto-protección y por tanto el sujeto corre el riesgo de encontrar
una imagen inesperada de sí mismo. Las imágenes oníricas son
la superficie de aparición de una verdad que no parece al alcan-
ce de la conciencia vigilante, de manera que los sueños pueden
enunciar una verdad del alma del durmiente en estado «natu-
ral», sin la sanción de la conciencia. Los sueños son pues una
prueba de veredicción porque pueden descubrir que el indivi-
duo no es aún lo que pretende ser. Este es el papel que les otorga-
ban los monjes del desierto: las llamadas «emisiones nocturnas»
del solitario propiciadas por el sueño hacían ver que, dentro del
sujeto, había una sexualidad que no había remitido a pesar de la
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intensa lucha interna desplegada. Pero simultáneamente los sue-
ños son índices de en qué medida los dogmas que aproximan a
Dios se han convertido en la forma espontánea del monje dur-
miente.
La subjetividad no es concebida entonces a partir de una
teoría previa y universal del sujeto y no remite a ninguna expe-
riencia originaria y fundadora de todo individuo. Por el contra-
rio, aquí se trata de ver cómo, a partir de ciertos regímenes de
poder y de veredicción que le son dados, el sujeto ejerce una
acción sobre sí destinada a transformar la experiencia que tiene
de sí mismo. Por supuesto que hay en ello un cierto «conoci-
miento de sí», pero este no descansa en la exploración de un
«yo» oculto, sino en los progresos que ese «yo» realiza en la cons-
trucción de sí que le conduce a una acción verdadera. La subje-
tividad es aquello que se construye y se altera en la relación que
el individuo establece con su propia «verdad» asumida. No hay
ninguna comprensión del sujeto independiente de la relación
que establece con un determinado proceso de «veredicción», esto
es con la relación de sumisión o rebeldía con aquello que ha
asumido como su verdad o a lo que se propone como verdadero.

Ejercicios espirituales

El sujeto «hace suya» una concepción del mundo, una for-


ma de experiencia, que se pretende verdadera y le ofrece una
manera de conducirse a sí mismo: esa verdad fundamenta la
racionalidad de la conducta y la racionalidad de la conducta jus-
tifica en retorno esas proposiciones verdaderas. Pero esta coin-
cidencia perfecta no se logra sino a través de una transforma-
ción de sí, es decir, una serie de procedimientos y ejercicios que
el sujeto debe realizar sobre sí mismo con el fin de alojar en el
fondo de sí mismo esos principios. Para la antigüedad filosófica
y religiosa, la vida verdadera no podía ser alcanzada sino al pre-
cio de poner en juego lo que uno es en sí mismo. Es por eso que
el sujeto debía volcar toda su atención hacia sí, intensificar su
relación consigo. Ante los sueños, por ejemplo, el individuo de la
antigüedad no permanecía inactivo, como víctima simplemente
sufriente; por el contrario, los tomaba como índices mediante
los cuales buscaba convertirse en sujeto racional de la acción
que aquellos exigían. Nuestros soñadores quieren hacer de sus
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sueños un principio regulador de su propia acción en el mundo
y de su relación con los otros soñadores. En el proceso de subje-
tivación del agente moral, además de principios y dogmas, exis-
te un dominio que se refiere a los actos y a las conductas que él
se autoimpone, a los procedimientos mediante los cuales se in-
teriorizan y luego se actualizan esos preceptos: es lo se ha llama-
do la «conducción de sí», esto es la relación de sí a sí por la cual
crea en sí mismo una nueva disposición interior. A esta actividad
por la cual el sujeto se toma a sí mismo como objeto de reflexión
y objetivo de su acción se la ha llamado «tecnologías del yo»
(Foucault) o bien «ejercicios espirituales» (Hadot).
A fin de alcanzar una vida verdadera, el soñador establece
una cierta relación consigo con el propósito de expulsar o sim-
plemente de mantener lejos de sí todo aquello que entorpece o
desvía su proyecto de vida y que los sueños le revelan como
amenazas, tentaciones o inquietudes. Los epicúreos por ejem-
plo se proponen desterrar el miedo a la muerte y la intromisión
de los dioses en la vida humana que los sueños parecen promo-
ver. Los anacoretas luchan contra las insinuaciones que los se-
res demoníacos susurran al oído del durmiente. Los estoicos se
esfuerzan por evitar las pasiones como el placer, el dolor o la
pena que surgen de las narraciones oníricas. Para todos ellos,
aun si las intimidaciones y las afecciones tienen un origen exter-
no, es el estado interior del alma el que les da abrigo o los recha-
za. En cada uno de ellos, para actuar como agente moral no
basta con un catálogo dado de actos permitidos o prohibidos,
sino que se debe elaborar toda una técnica destinada a analizar
todos los pensamientos y juicios, detectando sus orígenes, sus
cualidades, sus peligros, su poder de seducción y todas las fuer-
zas oscuras que pueden ocultarse bajo el aspecto que adoptan.
Todos estos procedimientos están destinados a provocar gradual-
mente un cambio en la disposición interior, en la percepción que
el individuo tiene de sí mismo. «Ocuparse de sí mismo» es pues
formarse a sí mismo, tomar su propia alma como objeto de co-
nocimiento y como meta de su acción con el objetivo de alcan-
zar una profunda alteración de sí. El fuero interno (llamémosle
«alma» para usar el término antiguo) tiene que tomarse ahora
como la protagonista de sus propios procedimientos a cuyo tér-
mino se encuentra ella misma y cuyo itinerario adopta la forma
de una auto-contemplación.
En este acto reflexivo por el cual se «preocupa de sí mismo»,
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el sujeto ocupa al menos tres posiciones simultáneas: la de actor,
porque esas emociones o esas inquietudes son algo que pasa en
él, que se encuentra en el fondo de él, en el fondo de su corazón;
la de objeto, porque está seguro de que esas afecciones lo con-
movieron a él, de que lo percibió y lo vio con la mirada interior
que ha dirigido sobre sí mismo; finalmente, la de testigo impar-
cial, porque eventualmente está obligado a confesar a otro (un
guía espiritual, un director de consciencia) lo que pasó en su
interior como lo haría un extraño, un tercero que narra lo que
sucede como si pasara en otro que sí mismo.
A esta investigación sobre sí mismo por la cual el individuo
se toma como objeto de saber y objetivo de su actuar, se la ha
llamado «ejercicios espirituales».2 La expresión «ejercicios espi-
rituales» se refiere a la forma que toma la actividad que el sujeto
efectúa sobre sí cuyo propósito final es el dominio de sí mismo
que los griegos y romanos llamaban enkrateia. A pesar de que el
término «espiritual» pronto adquirió (y aún mantiene) una fuer-
te connotación religiosa, originalmente no estaba ligado a la re-
ligión: la espiritualidad era simplemente el acercamiento o el
encuentro que el individuo realiza con su propia vida interior. El
término permite mostrar que no se trata únicamente de procedi-
mientos mentales y tampoco se circunscriben a prácticas de in-
trospección, sino que buscan alcanzar toda la constitución física
y psíquica del individuo. Por eso los monjes soñadores de Egipto
se entregan a disciplinas físicas como el ayuno, la vigilia perma-
nente, la inmovilidad. Se trata pues de un modo de constituirse
frente a todos los sucesos que ocurren al individuo, externos e
internos. Los ejercicios tienen un gran alcance de la vida moral:
gracias a ellos, el individuo se desprende su «yo» inmediato y se
eleva a la vida del espíritu objetivo, es decir se coloca desde la
perspectiva de la totalidad de la naturaleza a la que pertenece.
Hay que actuar correctamente según lo prescriben los preceptos
verdaderos pero a la asunción de la palabra verdadera deben
seguir necesariamente acciones justas.
Los sueños tienen un papel relevante en la disciplina de los
ejercicios espirituales, sea porque indican un estado del alma
que debe ser modificada, sea porque los sueños mismos pueden
ser ejercicios del espíritu. El sujeto puede pues influir en la cali-
dad de sus sueños y estos ser los mejores signos externos de un
triunfo sobre sí mismos. A través de sus sueños, los estoicos con-
templan la grandeza del universo y la majestad de los dioses y se
18
educan en el orden cósmico que los determina. Para ellos, lo
mismo que para los anacoretas, los sueños son los mejores índi-
ces del progreso espiritual: esos progresos son reales si durante
el sueño el durmiente no es derrotado por pasiones vergonzosas
y a la inversa, en la medida en que las imágenes y la afectividad
de los sueños sean ordenadas por la razón, estos pueden reflejar
una serenidad interior diáfana, libre de toda inquietud.
Los ejercicios espirituales llevan consigo la convicción propia
de la antigüedad de que todo individuo tiene la posibilidad de
modificarse libremente a sí mismo, de transformar su discurso
interior, su visión del mundo y finalmente de transformar todo su
ser. Cada ejercicio es un acto determinado por un fin, una activi-
dad destinada a influir sobre sí mismo, ejercido con el propósito
consciente de realizar un efecto moral específico; en su itinerario,
cada uno de ellos lleva al individuo más allá de sí mismo porque
cada uno está ligado a otras prácticas en un conjunto sistemático,
Puesto que están destinados a modelar tanto el pensamiento, como
los deseos y todas las actitudes corporales, esos ejercicios no tie-
nen solo un valor moral sino un alcance existencial. De este modo,
los anacoretas, Perpetua y Elio Aristides ofrecen toda su existen-
cia a la voluntad de Dios (aunque no es el mismo Dios), renun-
ciando a sí mismos, renunciando a tener voluntad propia con el
fin de identificarse completamente a la voluntad divina. Los sue-
ños, que no eran todos atribuidos al psiquismo individual, funcio-
naban como medios para articular una visión coherente, articu-
lada, desde la perspectiva del «yo» y su relación con el universo.
Los sueños poseían una dimensión supra-simbólica, o al menos
parecían ofrecer al soñador esa posibilidad.
Los principios y los dogmas que los ejercicios espirituales se
proponen implantar en el alma no son como las reglas matemá-
ticas que se aprenden una vez y luego se aplican mecánicamen-
te. Por su valor existencial, esas guías para la acción solo son
eficaces a condición de impregnar constantemente el alma, con-
virtiéndose en disposiciones o intuiciones que tengan a la vez la
fuerza de la emoción y la rapidez de un reflejo espontáneo. El
alma debe estar preparada de antemano a toda amenaza. Por
eso se verá a nuestros soñadores esforzándose por reanimar en
cada momento su discurso interior, el cual corre el riesgo de
marchitarse y dispersarse en la monotonía y la futilidad de la
vida cotidiana. Estoicos, epicúreos, anacoretas, todos ellos se
obligan a ejercicios de repetición, reiterando en la memoria una
19
y otra vez los preceptos hasta que el alma cree en torno a sí una
barrera inexpugnable a las tentaciones y amenazas de los sue-
ños. Los sueños contradicen con mucha frecuencia nuestros
deseos y nuestras esperanzas, por eso ante ellos el sujeto tiene
que prepararse para saber qué es posible esperar, qué es lo que
realmente está a su alcance en su acción, a qué debe otorgar su
asentimiento.
Todos los ejercicios espirituales tienen como objetivo permi-
tir al sujeto ser de otro modo de lo que es. Son pues en cierto
modo un desdoblamiento del «yo», es decir actos por los cuales
el sujeto toma cierta distancia de sí mismo a fin de no confundir-
se con sus deseos, sus apetitos o sus inquietudes más inmedia-
tas. Se trata de tomar distancia en relación a los objetos de su
apetencia y así tomar conciencia de su poder de separarse de
ellos. Los sueños son portadores de intimidación, apetitos o pa-
siones que pueden arrastrar al soñador. Por ello los ejercicios
espirituales se proponen devolver a este su dominio de sí mis-
mo, recobrar su poder de elegir aceptarlos o rechazarlos. Aun si
es un ser durmiente, el sujeto debe poder ser en cada instante
consciente de lo que es y de lo que hace. De este modo, los ejerci-
cios espirituales producen aun en el sujeto durmiente un senti-
miento de soberanía y de respeto para consigo mismo. La única
propiedad auténticamente suya es la propiedad de sí mismo,
porque la propiedad de las cosas externas no libera al «yo» sino
que lo somete. Para toda esta forma de subjetividad, lo esencial
no es el dominio sobre las cosas sino el dominio de sí mismo y
en esto descansará todo su concepto de libertad.

El sujeto, el «yo», la interioridad

En este complejo proceso de autodominio, los ejercicios es-


pirituales están dirigidos a diversas instancias contenidas en la
conciencia del individuo. A fin de diferenciar estas instancias,
haremos uso de tres categorías: la de «individuo» entendiendo
por ello ese aspecto de la conciencia que vive una serie de rela-
ciones y roles frente a otros individuos; el «individuo» corres-
ponde al aspecto intersubjetivo por el cual la conciencia exhibe
ante los demás la clase de hombre que los demás deben recono-
cer. Luego viene la categoría de «sujeto» es decir ese aspecto por
el cual la conciencia se sabe a sí misma en su singularidad. «Su-
20
jeto» es esa parte de la conciencia que se sabe fuente de reflexión
autónoma, centro de decisiones propias y que tiene un papel
fundamental en el proceso de identificación singular y de dife-
renciación respecto a los otros. Con esta categoría se busca su-
brayar que la subjetivación no es solo un resultado constituido
por el contexto social, sino igualmente algo que se sabe y se co-
noce como un «sí mismo». Finalmente viene la categoría del
«yo» (o la «persona») esto es una conciencia que se reconoce
dotada de un fuero interno, de un dominio interior que le es
propio.
La apuesta central de este trabajo es mostrar que todas estas
instancias, incluida la del «yo» interior no son sino formas de ser
constituidas históricamente. Nuestra exposición se esfuerza en
mostrar que cuando nuestros soñadores se refieren a su fuero
interior no consultan una suerte de refugio interior y secreto a
descifrar. Los griegos, los romanos y los primeros cristianos no
quieren encontrar una verdad en sí mismos que sería anterior y
fundadora de toda experiencia; ellos buscan más bien usar sus
sueños como una guía o como una orientación para su acción.
Ellos se interrogan acerca de qué principios deben conocer, qué
hay que hacer con uno mismo, qué prácticas se deben adoptar,
cómo reaccionar ante tal o cual sueño. Así, cuando el estoico se
preocupa por sí mismo lo que busca no es un «yo» personal que
tendría como fundamento su autenticidad; en realidad, su aten-
ción se centra en el Logos que domina el mundo y que le permite
comprender su lugar en la naturaleza. La suya es una identidad
sin duda personal pero también universal. El dominio del sujeto
característico de la modernidad, que le exige un desciframiento
de sí, un encuentro con su estructura profunda es desconocido
en la antigüedad.
Esto no significa que todos los individuos de la antigüedad
son iguales. Por el contrario, a lo largo de la exposición se hará
perceptible que con el advenimiento del cristianismo se presen-
tó una modificación profunda en las diversas instancias de la
conciencia. Es porque a lo largo de los primeros siglos de la reli-
gión naciente se generalizó una relación con la ley que tenía un
origen semítico y que descansaba en la idea de falta, de mácula,
de culpa. Y esto habrá de representar una modificación profun-
da en las prácticas de la subjetividad en occidente. Ahí donde
griegos y romanos veían un error a mejorar o una nueva dimen-
sión de la conducta a adoptar, los cristianos veían una contami-
21
nación original que resultaba imposible de erradicar de manera
definitiva. Entre los griegos y romanos no se trataba de castigar-
se por un sueño pervertido o monstruoso, sino de corregirse, de
reorientar una conducta ignorante que se había adoptado, es
decir de iniciar un camino de perfección. Para los cristianos en
cambio se trataba de purificar un corazón originalmente puro
pero que se ha manchado, purificación lograda al precio de un
encarnizamiento sobre sí, cuyo intento era erradicar una falta
que no era inmediatamente redimida por el bautismo. La reali-
zación plena de sí se realiza, entre griegos y romanos, sobre todo
en la interiorización de un discurso que se ha asumido como
verdadero, mediante una práctica y un ejercicio de sí sobre sí;
entre los cristianos esa realización intenta más bien domesticar
un alma indócil mediante la aproximación del sujeto a la ley de
Dios, que es la única vía de salvación. No pretendemos con ello
oponer una supuesta feliz libertad pagana a la dócil sumisión
cristiana, sino mostrar que ambas formas de subjetivación exi-
gen, por procedimientos diferentes, una forma de autocontrol y
austeridad sin por ello dejar de ser determinaciones externas al
sujeto y determinaciones de sí sobre sí del sujeto.
Pero lo que es común a estas «formas-sujeto» es su diferen-
cia con la subjetividad moderna. Encontrar su verdadero «yo»
no significa para ellos sumergirse en esos movimientos ocultos
de un alma que nunca es transparente a sí misma. Si el soñador
de la antigüedad practica el examen de consciencia no es para
sacar a la luz verdades que estarían latentes en la profundidad
de su psique, sino para ponderar dónde se encuentra en un cier-
to itinerario de la apropiación de los principios que deben guiar
su conducta. La idea moderna de «interioridad» les es ajena.
Esto no quiere decir que en la antigüedad no existe el «yo» o que
la noción de fuero interno es tan solo moderna. Es simplemente
señalar que tanto el «yo» como su «interioridad» son formas de
experiencia de sí mismo históricamente definidas y transforma-
das.3 Desde esta perspectiva, el alma (si se quiere denominar así
el psiquismo interior del ser humano) no es una sustancia, esto
es, una entidad autónoma que sería causa de sí misma y causa
originaria de cualquier motivación para actuar, sino una «for-
ma» es decir un resultado de la confluencia de una serie de de-
terminaciones que le son ofrecidas al sujeto y que este, de mane-
ra reflexiva, trata de reforzar, afirmar o hacer prevalecer en sí.
Es por eso que los estoicos no hablan de «voluntad», como una
22
facultad independiente del querer, sino de «disposición interior».
Su interioridad es aquello que resulta de un conjunto de proce-
dimientos y prácticas forjada de acuerdo un conjunto de imáge-
nes y modelos que se han adoptado como verdaderos. El «yo» de
la antigüedad no es un refugio inaccesible que la conciencia ex-
plora hasta la fatiga, sino lo que resulta de ciertas formas de
experiencia con las cuales el sujeto se identificaba, sea para imi-
tarlas, sea para rechazarlas de sí. Desde luego también es un
sujeto que se sabe y se reconoce a sí mismo mediante ciertos
mecanismos de elección y decisión, de congruencia consigo mis-
mo. La interioridad, que hoy es ocupada por fuerzas más allá de
nuestro alcance no era en ese momento más que el fuero interno
que surgía de determinadas técnicas de introspección, como el
diálogo consigo mismo, la disciplina del asentimiento, el exa-
men de consciencia o de la confesión cristiana.
Si la experiencia del soñador antiguo es tal como la describi-
mos, entonces una historia de las prácticas de la subjetividad en
occidente es posible y esta incluye una genealogía de las proble-
matizaciones posibles del fuero interno, esto es un relato de las
formas cambiantes en que la interioridad ha sido pensada, des-
crita y experimentada. Ciertamente, el interior es una dimen-
sión necesaria en la que el sujeto se reflexiona, se reconoce, se
identifica y que no es idéntica al estado de su conciencia inme-
diata. Pero esta genealogía mostraría que hay distintas posibili-
dades de referirse a ello, otras alternativas de expresión del inte-
rior psíquico; se puede adherir a un fuero interior sin por ello
creer que nos revela en nuestra verdad más profunda o nos obli-
ga esencial e irremediablemente. Al menos para los soñadores
antiguos existía la convicción de que ese «yo» interior era malea-
ble (aun si los cristianos lo consideraban especialmente rebel-
de). Hay una historia compleja de la manera en la cual nuestra
subjetividad moderna llegó a tal sobrevaloración de su interior,
tanto de su psique, como de su espíritu. El término latino inti-
mus que no era más que el superlativo de interus («interior, den-
tro de...») condujo a la idea de que lo más íntimo es «lo más
profundo» y con ello recibió una valoración exagerada. Es pro-
pio de la modernidad creer que las verdades éticas más profun-
das deben buscarse en el interior de sí y descubiertas mediante
la introspección, el autoanálisis y la guía de otro. La experiencia
antigua ante los sueños no exhibe esa convicción. En el «yo» de
este período existe una relación de sí a sí que no pasa por un
23
«yo» sustancia, atrapado en la profundidad de su inmanencia.
Por eso los relatos oníricos que nos ocupan, como los de Elio
Aristides, Perpetua o san Jerónimo, no son ni autobiografías, ni
pertenecen al género de las confesiones, ni de los diarios ínti-
mos. Y esto no quiere decir ninguna carencia sino simplemente
ofrece una forma de relación de sí a sí que posee su propia exce-
lencia y su propia plenitud.
Con ello reaparece el tema de la veredicción. Referir la inte-
rioridad a la veredicción busca resaltar que el «yo», el sujeto y el
individuo resultan de ciertas prácticas de sí sobre sí en las que el
agente se ajusta (o se aparta) de un conjunto de proposiciones
asumidas como verdaderas ante las cuales debe tanto definirse
en su acción como actualizarlas en su existencia. Los sueños son
una parte esencial de este ajuste con el cual pondera sus logros o
sus fracasos: así, un solo sueño que provoca una polución noc-
turna puede derrumbar un largo trabajo espiritual del monje, o
bien revelar una tendencia equívoca que san Jerónimo no sabía
reconocer. Esto es lo que hace participar a los sueños en el dis-
positivo de veredicción, es decir aquello que «verifica» una exis-
tencia. Y puesto que esos principios que son puestos a prueba no
son simples normas mantenidas en la exterioridad de la ley sino
que son inmanentes a la veracidad de su existencia, tales precep-
tos no son resentidos por el sujeto bajo la forma de una coacción
sino bajo la modalidad de una apropiación, de un logro personal
perseguido.

Autonomía-heteronomía

Las filosofías helenísticas se interesaron en los sueños por-


que era importante saber si los seres humanos estaban atados al
Destino y la fatalidad pero también era importante determinar
el grado de libertad de que disponían. Muchos sueños eran pro-
ducciones psíquicas inofensivas pero otros parecían contener
mensajes que intimidan, reconfortan o previenen. Aun si estas
advertencias provenían de una voz externa, nuestros filósofos
soñadores no permanecían inactivos sino que buscaban asumir
su propia acción, reivindicaban su libertad de elegir: ante la po-
sible adversidad erigían su dignidad como lo hacían los estoicos,
o los explicaban mediante la física como lo hacían los epicúreos.
Enfrentados a sus sueños ellos buscaban reaccionar, elevarse por
24
encima de sus circunstancias, dominar los temores que amena-
zaban con arrastrarlos. Toda su formación moral era el empeño
por aprender a dominar sus juicios, sus deseos, sus acciones, en
una palabra por aprender a gobernarse a sí mismos. En suma, la
incidencia de los sueños en sus vidas les brindaba la oportuni-
dad de ejercer su libertad. Lo hacían rechazando su «yo» ante-
rior y pasivo para explorar otras «formas de ser», exploración en
la que el sujeto ejercía un alto grado de autonomía y de respeto
de sí. Predominaba la convicción de que el sujeto es libre como
auto-producción reglada de sí.
Desde luego, el significado de la libertad antigua difiere del
actual. En el plano social, la libertad grecoromana se determina-
ba en relación a la esclavitud: ser libre era no ser un esclavo. En
el plano moral significaba no ser un esclavo de sus propias pa-
siones. En ambos casos se trataba de no estar sujeto a coaccio-
nes externas o ser capaz de dominar afecciones alienantes. Esta
libertad, que no era meramente interna, se hacía tangible en tres
ámbitos específicos: en la relación con los otros, porque los sue-
ños potencialmente significativos no eran una experiencia ínti-
ma sino compartida que involucraba a otros soñadores. Luego,
su libertad se hacía manifiesta en su relación a las formas de
veredicción que le eran ofrecidas, porque el sujeto no se sentía
obligado a seguir ciegamente las normas comunes sino que las
problematizaba en concordancia con su proyecto de vida. Final-
mente, ejercía su libertad en su relación de sí a sí, imponiéndose
ciertas prácticas y métodos de auto-vigilancia que le permitirían
transitar de la atormentada conciencia cotidiana a un nuevo «yo»
alternativo.
La experiencia onírica ponía en tensión la relación entre la
libertad del sujeto y la coacción de las normas externas. Deci-
mos «en tensión» porque dicha relación no puede plantearse sim-
plemente bajo la forma pasiva y negativa de la obligación y el
sometimiento. La realidad del soñador no se agotaba en la pre-
sencia de prescripciones compulsivas. Al determinar para sí su
forma de conducirse nuestros soñadores dejan ver que se niegan
a ser los soportes pasivos de coacciones externas; por el contra-
rio, ellos buscan real-izarse en relación a nuevas normas que
han adoptado como verdaderas. Desde luego su actitud no pro-
viene de una simple decisión de la voluntad que imagina auto-
otorgarse el poder de modificar su mirada. Los seres humanos
no transforman sus sistemas de valores partiendo de una idea
25
arbitraria, sino lo hacen sustituyendo un sistema por otro consi-
derado más verdadero. Por eso, la actitud de nuestros soñadores
no era de rechazo puro y simple sino de una exploración concre-
ta de los espacios de libertad real que estaban a su alcance.
Naturalmente, esta concepción de acción autónoma no es
entendida como la iniciativa de un sujeto que, por sus propios
medios, podría erigir sus normas de acción. Es porque tal no-
ción de autonomía es inexistente. Un verdadero sujeto ético solo
puede emerger en determinada confluencia entre procesos his-
tóricos de sujeción y ciertas estrategias de auto-dominio que ejer-
ce sobre sí mismo para aceptar o rechazar las normas que le son
ofrecidas o impuestas. Lo que hace notable a las filosofías hele-
nísticas es que afirman que las determinaciones externas de nin-
guna manera anulan un margen de acción autónoma, porque el
sujeto siempre conserva su poder de juicio y de elección y por
ende tiene la capacidad de adoptar diversas estrategias de insu-
misión, rebeldía o rebelión. Para estas filosofías no hay una opo-
sición radical entre la acción autónoma y la presencia de las
normas. En su concepción acerca de los sueños ellas hacen ver
que el sujeto nunca está atado a una sola verdad según una nece-
sidad trascendental o un destino fatídico. No está al alcance del
individuo modificar el curso natural de las cosas que los amena-
zan y que los sueños les revelan: la desgracia, la enfermedad, a
veces la muerte. Pero sí está a su alcance ejercer su actividad
ante el curso de las cosas y ante sí mismo, explorando activa-
mente el campo de su libertad posible y dándole una forma efec-
tiva. El sujeto antiguo también ha sido libre, aunque ha debido
ejercer su libertad en el horizonte de las posibilidades concretas
que su momento histórico le ofrecía. Y si a pesar de todo, los
augurios llegaban a cumplirse, el individuo estoico o epicúreo
podía erigir su libertad moral para no dejarse someter por los
acontecimientos.
Es esta forma de experiencia de sí mismo entre el sujeto, su
libertad, las normas que lo normalizan y el proceso de subjetiva-
ción el que nos proponemos explorar mediante la experiencia
onírica. Ciertamente, esta idea antigua de libertad se centra por
completo en el plano subjetivo, en la autarquía, y a nuestros ojos
parece insuficiente. Ante ello, simplemente cabe reconocer que
aún no había llegado el momento en que los seres humanos ha-
brían de reconocer que también está a su alcance modificar todo
el orden causal que los determina.
26
1. En la bibliografía se encontrará el detalle de los textos pero desde ahora
señalamos los más importantes: Foucault, M., Le gouvernement de soi et des
autres, Subjectivité et vérité, L’herméutique du sujet, Le courage de la vérité, L’usage
des plaisirs, Le souci de Soi. Hadot, Pierre, Qu-est-ce que la philosophie ancien-
ne?, Exercises spirituels et philosophie antique, La citadelle intérieure, Appren-
dre à philosopher dans, l’Antiquité.
2. El concepto proviene, por supuesto, de Pierre Hadot.
3. Véase Aubry, G., Ildefonse, F. (eds.), Le moi et l’intériorité.

27
28
CAPÍTULO 1
LA FILOSOFÍA ANTIGUA Y LOS SUEÑOS

En la antigüedad pagana los sueños y las visiones eran sus-


ceptibles de conmover y perturbar la vida humana: ellos eran
portadores de amenazas terribles, promotores de esperanzas
infundadas o simplemente expresiones de vicios y pensamien-
tos indecorosos. En ese mundo espiritual, dioses antropomorfos
impulsados por pasiones idénticas a las humanas intervenían
regularmente en la vida mediante epifanías, presagios, visiones
o revelaciones. Es por eso que las filosofías estoica y epicúrea,
cuyo propósito era conducir a una vida armoniosa y equilibrada
se interesaron profundamente en la experiencia onírica. Era ne-
cesario establecer si los hombres dependían por completo si los
hombres dependían por completo de esas potencias arbitrarias
o bien determinar el grado de libertad que estaba a su alcance.
¿Cómo debía responder el individuo a esos mensajes inquietan-
tes? ¿Qué debe saber para comprenderlos? Elaborar una res-
puesta implicaba ofrecer una explicación racional de la natura-
leza toda, de la naturaleza humana y de la naturaleza divina.
Era porque los hombres mortales, los animales, la tierra y aun
los seres celestiales cohabitaban en solo ámbito, un único cos-
mos que exigía una explicación inteligible. El universo no era
aún obra de una única potencia creadora, trascendente e inal-
canzable. Es por eso que, en su explicación de los sueños, las
doctrinas filosóficas evitarán los recursos de la fe y la imagina-
ción y harán uso de los conocimientos físicos, los argumentos
lógicos y los principios éticos en los que podría descansar la li-
bertad, esto es, la realización de la verdadera naturaleza huma-
na.

29
1.1. La experiencia estoica del «yo» ante los sueños

En la doctrina estoica los sueños son una entre varias for-


mas de experiencia que ofrecen al individuo acceso a un orden
que lo trasciende: al orden del Cosmos, del Destino y de la Provi-
dencia. La experiencia estoica no se concentra primariamente
en la conciencia individual del soñador, sino en una armonía
universal; por ello consideró que, si son bien interpretados, los
sueños permiten entrever el orden causal que rige al mundo,
actual y futuro. Los estoicos fueron en consecuencia grandes
promotores de la adivinación, lo que les valió la acusación de
supersticiosos. No obstante, cuando se observa más cerca, las
cosas son diferentes. Para esta doctrina, lo que los sueños dejan
entrever es una regularidad impersonal, racional, un principio
activo que ninguna voluntad, incluida una voluntad omnipoten-
te podría alterar. El cosmos no obedece a un Dios omnisciente
que podría modificar a su antojo la naturaleza de las cosas. En
consecuencia, el estoico no busca interpretar los sueños para
alterar su destino, puesto que este es inalterable, sino para guiar
su conducta enfrentándolo racionalmente, desde su puesto de
hombre. La lección fundamental de esta filosofía es que el orden
causal del mundo no cancela la libertad, sino que es el marco en
que el «yo» puede darse una libertad interior que le permita ex-
presar su verdad humana. Naturalmente, la regularidad impasi-
ble que los sueños revelan puede parecer inhumana, pero el es-
toico la enfrentará provisto de su fuerza interior y, sin importar
qué tan dramático parezca, hará uso de su libertad para decidir
el curso de su acción. Hay cosas que los seres humanos no tie-
nen la fuerza para alterar, pero ninguna de ellas puede arreba-
tarles su carácter de seres racionales y libres: es desde este punto
de vista que los filósofos estoicos abordaban los mensajes oníri-
cos.

Los sueños y el cosmos estoico: el Destino y la Providencia

Para los estoicos, los sueños son una ventana que permite
entrever el orden global que rige el universo, por eso conviene
exponer esta experiencia onírica partiendo de un punto de vista
cósmico. En efecto, producto de la antigüedad pagana clásica, el
cosmos estoico excluye por completo la presencia de un Dios
30
creador o de un demiurgo dotado de voluntad omnisciente. Por
el contrario, el mundo, Ð kÒsmoj, o lo que los estoicos llaman el
universo, tÕ Ólon, es un cuerpo continuo y homogéneo, un ser
material rodeado de vacío, animado por un único principio acti-
vo, sin partes independientes en su interior. A este principio acti-
vo los estoicos lo llaman «Logos o razón universal», «causa del
mundo» o «Dios» y es el responsable de toda forma, cohesión,
diferencia y cambio en los seres. Toda cosa que existe al interior
de este universo está compuesta de este principio activo también
llamado «pneuma» (tÕ pneàma, o «aliento vital»), que es una
mezcla de aire y fuego,1 y un principio pasivo llamado «materia»
que es una mezcla de tierra y agua. Aunque en el mundo existe
una inmensidad de cosas, solo hay una única sustancia que está
en todo ser, desde el más pequeño hasta el más grande, desde la
cosa más insignificante hasta los dioses, en una escala continua
y homogénea. Más allá de este cosmos natural y humano no hay
ninguna realidad trascendente, solo el vacío. Sin embargo, este
principio activo o «logos universal» afecta de manera específica
a la materia para producir una diferenciación entre los seres: en
cada cuerpo, materia y logos forman una mezcla perfecta que le
otorga un «tonus», una fuerza interna propia. Todas y cada una
de las cosas participa en algún grado del Logos único, pero este
fuego creador actúa en un grado creciente de pureza producien-
do una escala jerárquica que inicia con el mundo inanimado (las
piedras, los árboles), que solo está dotado de naturaleza, sigue
con los animales no-racionales que además de naturaleza po-
seen un alma, y culmina con los seres humanos y los dioses, los
únicos que poseen un alma racional. El universo estoico es una
sola unidad expresiva del logos racional en el que el ser humano
participa al lado de todos los seres, sin escapar al orden natural
de las cosas y por eso tal orden puede ser llamado «principio
directriz de Dios». Es en esta razón universal donde el hombre
soñador debe encontrar su lugar.
Los estoicos estudiaban física para hacerse conscientes de
su unidad perfecta con el cosmos. Este universo monista hace
que el ser humano, lo mismo que toda la naturaleza, obedezca a
un solo orden causal en el que cada cosa y cada hombre tienen
una razón de ser invariable. Por tanto, a este régimen infinito
que lo abarcaba todo, los estoicos también lo llamaban «Desti-
no»; y por eso los sueños, que les permitían entrever esa regula-
ridad, les abrían una ventana al Destino. El destino deviene si-
31
nónimo de «Dios», en el sentido que denota el principio activo
que estructura y mueve al mundo de forma impersonal. Según
Stobeo, Crisipo había definido al Destino como aquello que hace
concordar los eventos que sucedieron, los eventos que suceden y
los eventos que sucederán. Esto permitía a Crisipo sustituir sin
dificultad el término Logos, el principio único, por las expresio-
nes «verdad», «causa» o «necesidad»: en consecuencia, todo lo
que sucedió, sucede o sucederá a cada ser obedece a una causa,
tiene una razón de ser, una necesidad intrínseca inalterable.2 El
Destino involucra entonces tres aspectos: primero, es teleológi-
co, es un ordenamiento natural que lo administra todo y que
tiene un fin preestablecido; segundo, es eterno, pues como prin-
cipio organizador no tiene comienzo, ni fin y siempre ha estado
ahí para determinar cualquier cosa antes de que suceda; en ter-
cer lugar, es «necesario» —«la mayor necesidad» dice Crisipo—
. Por todo ello, los textos estoicos describen el Destino mediante
una colorida selección de adjetivos: «inflexible», «invencible»,
«irrevocable», «inexorable», «inconquistable».3 Como coexten-
sivo a toda la naturaleza, no hay nada que pueda oponérsele,
nada, incluidos los dioses, pues está en la naturaleza de las cosas
ser como son y no ser de otro modo. Es inalterable, pues todo lo
que está predeterminado tiene que existir. Dios mismo no puede
modificarlo, pues el destino es la naturaleza de Dios y entonces,
¿cómo podría quebrantarse a sí mismo? A diferencia de otras
doctrinas religiosas que le eran contemporáneas, los estoicos no
admitían que haya nada, por ejemplo las plegarias, que pueda
modificar el curso inalterable de esa fuerza impersonal. Obvia-
mente, ellos estaban atentos a todo aquello que permitiera reve-
lar esa potencia infinita: es aquí donde irrumpen los sueños, las
alucinaciones, los presagios, los augurios y las premoniciones:
Por ejemplo, Artemidoro relata el siguiente caso: Alejandro el
filósofo soñó que había sido condenado a muerte y a pesar de
sus súplicas, estuvo a punto de no librarse del castigo de la cruz,
precisamente él, que llevaba una vida retirada y que no le intere-
saba ni el matrimonio, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa simbo-
lizada por la cruz. Al día siguiente durante una discusión con un
violento filósofo cínico, recibió un golpe en la cabeza con un
bastón de madera y esto era precisamente lo que su alma le ha-
bía predicho en el sueño: que le iba a faltar poco para ser mata-
do por un madero.4
Por supuesto, los estoicos no fueron los únicos en su tiempo
32
interesados en el Destino. De hecho, la idea de «destino» es anti-
quísima entre la humanidad. Entre los griegos, la palabra «Des-
tino», ¹ ™imaršnh, es una expresión sustantivada que proviene
del participio perfecto del verbo me…romai, que significa «obtener
en suerte», «obtener en la distribución»,5 es decir el destino es el
lote que corresponde a cada uno en la vida. El verbo ya había
sido usado por Homero, Hesíodo, los poetas trágicos y los filóso-
fos presocráticos: en todos ellos denota lo que nos es dado por
una potencia superior o por el orden general del mundo y por
tanto que no depende de uno mismo.6 Pero, naturalmente, la
idea de Destino tenía muchas facetas acordes con los dominios
en los que se mostraba. En la época de los estoicos, estos eran al
menos dos: la religiosidad popular y el dominio científico. En la
religiosidad popular, la idea de Destino estaba asociada a la exis-
tencia ciertas potencias suprahumanas normalmente capricho-
sas. Este tipo de religiosidad no excluye necesariamente la exis-
tencia de un orden cósmico, pero niega a los hombres acceso a
este y más bien afirma que, aunque gobierna sus vidas, se trata
de un poder independiente de ellos. Ante esta incapacidad hu-
mana, la única respuesta posible era intentar ganarse la volun-
tad de esas potencias superiores mediante ritos y plegarias e tra-
tar de penetrar su misterio mediante la adivinación, como técni-
ca o como inspiración extática. En consecuencia, los oráculos y
la adivinación eran familiares al mundo griego desde tiempos
inmemoriales, pero habían perdido gradualmente su credibili-
dad hasta que, a partir del siglo IV a.C., con el arribo de las técni-
cas astrológicas provenientes de Oriente, recibieron un nuevo
impulso. Ahora bien, cualquiera que sea la técnica de adivina-
ción utilizada para descifrar el destino, la religiosidad popular
normalmente deja un margen de azar e incertidumbre que era
llamado «fortuna», Týche, ¹ tÚch, personificado en una diosa,
cuya acción impredecible transformaba los destinos individua-
les, de modo que los individuos perdían el control de una parte
de su existencia.
Algo diferente sucedía entre los científicos griegos. Entre los
astrónomos, cuyo objetivo era una observación meticulosa de
los movimientos de los astros, el Destino era un principio de
regularidad del que fácilmente se extraía un sentido de armonía
e inteligencia. Naturalmente, para ellos el Destino era un poder
necesario que se encuentra mucho más allá de las fuerzas fini-
tas, pero esta «necesidad» no era inquietante sino tranquilizado-
33
ra porque su regularidad era inteligible, permitía una previsión
racional y eventualmente posibilitaba la acción humana (como
sucede en Platón y en Aristóteles). A este pensamiento racional
pertenece la filosofía estoica: hay una causalidad infinita que
une irresistiblemente a todas las cosas; de ahí la definición de
Crisipo: «El Destino es la causa (a„t…a) que conecta todas las
cosas».7 El Destino es aquella cadena que conecta todos los se-
res entre sí: es la «razón del universo». Se trata de una concep-
ción «científica» del término como «causalidad universal»: todo
lo que existe o sucede está entrelazado a sus causas anteceden-
tes. Ningún ser y ningún suceso carecen de «razón de ser». El
estado presente del mundo está vinculado al pasado y al futuro
por una serie de causas que lo explican y que, por tanto, produ-
cen en él una serie de movimientos en un sentido determinado e
inteligible. Es por esto que los estoicos llegan a la conclusión
opuesta a la religiosidad popular: para ellos, esta regularidad es
indicativa de que en el mundo gobierna la razón y no el azar, el
orden y no la fortuna, aun si la conciencia común no acierta a
creerlo, de manera que este orden existente es el único concebi-
ble, y aún después de la destrucción cósmica periódica que acon-
tecerá y que llaman «ekpirosis», el universo renacerá idéntico a
como es ahora, incluidos el lector y el autor que ahora mismo
concurren en este libro que está en sus manos. A través de los
sueños y su interpretación, el estoico no contempla esta armo-
nía con fervor religioso y supersticioso, sino con una veneración
racional que lo eleva a la Razón universal.
Los estoicos comparten con los astrónomos griegos la con-
cepción del orden cósmico como una infinita cadena causal, pero
difieren de estos porque su física no es mero trabajo de contem-
plación intelectual. Su física se inscribe en una ética para la ac-
ción humana y por tanto es, siguiendo la bella expresión de P.
Hadot, una «física vivida»,8 un conocimiento destinado a mos-
trar al hombre su lugar en el cosmos como premisa para la ac-
ción práctica. Por tanto, la interpretación de los sueños era para
el estoico algo que formaba parte de vivir una vida razonable.
Era necesaria una categoría que mostrara que el universo no
está abandonado por el principio que lo creó y que las directri-
ces de este penetran a todos los seres que lo habitan: a esta pre-
sencia la llaman «providencia». Crisipo podía entonces unir
ambas nociones: el destino es la «razón de las cosas gobernadas
en el mundo por la Providencia».9 La Providencia excluye por
34
completo el azar y la fortuna y asegura que aquello que puede
parecer arbitrario es simplemente ignorancia de la totalidad que
lo causa; por ejemplo, Séneca, ante un hombre valioso que po-
seía un cuerpo débil declara que la naturaleza ha sido injusta
con él «a menos que ella se haya propuesto mostrar que un alma
feliz y valiosa puede esconderse bajo no importa qué piel».10 Cada
una de las partes del universo, aun la más humilde, está unida a
la razón universal y cumple con un papel que le es connatural.
Todo, incluso si la apariencia lo mantiene oculto, pertenece a un
equilibrio que inevitablemente se alcanza. Pero su reconocimien-
to requiere de la inteligencia y es por eso que el estoico convierte
la observación de la naturaleza y la interpretación onírica en un
ejercicio para su espíritu, en un conocimiento al servicio de la
vida.
Debido a la providencia no hay un solo movimiento que sea
incausado: si hubiese una sola cosa que, por su poder de espon-
taneidad, pudiera ser causa aleatoria de un movimiento o un
evento, entonces, cualquiera que fuesen las circunstancias, ello
podría producir un camino alternativo e inesperado y el cosmos
ya no sería el mismo. Como lo explica Crisipo, cualquier evento
o estado tiene una «razón de ser» y ha sido «querido» por la
naturaleza, aun si desde el punto de vista individual tal evento es
indeseable y dañino. Hay que advertir que este radicalismo no
era compartido por todos los estoicos: Cleantes, por ejemplo,
pensaba que la maldad humana no era atribuible al Logos uni-
versal, es decir, a Dios. Con todo, ningún estoico renunció com-
pletamente a admitir la presencia del Destino en la vida huma-
na.
Destino y Providencia forman una trama que vincula todos
los objetos y todos los sucesos de una manera ordenada. Crisipo
explicaba este entrelazamiento como «causa que entrelaza los
seres, o razón conforme a la cual el mundo procede».11 A fin de
comprender el cosmos estoico hemos debido introducir cons-
tantemente la idea de «causa», pero ¿qué es una causa? De acuer-
do con Crisipo, una causa es la «Razón según la cuál sucedió lo
sucedido, sucede lo que sucede y sucederá lo que ha de suce-
der».12 Ahora bien, en la física estoica todo lo que es causa de
algo es necesariamente un cuerpo, tiene la objetividad de un
cuerpo, porque de otra manera no podría afectar ningún otro
cuerpo. Aquello que resulta de la acción de esa causa, por el
contrario, no es un cuerpo, sino un predicado, algo que acontece
35
a los cuerpos: por ejemplo en la expresión: «el cuchillo corta la
carne», el cuchillo y la carne son cuerpos, pero «corta» es un
predicado, algo que no es un cuerpo, aunque le ocurre a la car-
ne.13 La realidad está constituida por cuerpos que, en su acción
sobre otros cuerpos, producen ciertos efectos, ciertos estados de
cosas. Naturalmente, si la causalidad lo impregna todo y es la
razón de todo lo que existe, entonces nos encontramos en un
mundo enteramente determinado: todo lo que es, desde lo más
pequeño, está configurado por la situación causal que lo antece-
de, por las causas que lo han producido. Debido a esta doctrina,
los estoicos han pasado a la historia como una filosofía comple-
tamente determinista.14 Crisipo defenderá hasta sus últimas con-
secuencias el principio de que no existe nada arbitrario, postura
que se explica porque quiere oponerse decididamente tanto a la
idea de azar y contingencia defendida por Epicuro, como a la
causalidad débil defendida por Aristóteles.15
El determinismo no era una doctrina exclusiva de los estoi-
cos. En la reflexión moral se lo puede encontrar en Platón y Aris-
tóteles quienes no aceptan la existencia de actos humanos in-
causados: para ambos, no está dentro de las posibilidades de un
ser humano actuar de manera completamente independiente del
carácter adquirido previamente mediante los actos morales rea-
lizados.16 Pero nadie había dado el paso adicional propio de los
estoicos de afirmar una naturaleza causal universal y estricta.
Ello otorga al universo estoico una coloración propia: nada des-
de el exterior puede obstruir o desviar la organización de este
universo puesto que, salvo el vacío, nada hay fuera del universo.
Nada en el mundo puede tampoco estar en movimiento o en un
estado cualitativo diferente a la concordancia con la naturaleza
universal y esto incluye a la naturaleza de cada individuo soña-
dor. Ahora bien, los sueños, los augurios, los oráculos son venta-
nas abiertas a este orden universal pero, de acuerdo con lo ante-
rior, aquello que vaticinan o sugieren ya está determinado por la
necesidad inviolable. Los mensajes oníricos pueden ser antici-
patorios o premonitorios pero además de preguntarse si pueden
ser correctamente interpretados, aún queda en pie la cuestión:
¿sirve esto de algo si todo está predestinado a ser como es? Si los
sueños deben servir al estoico para orientar su conducta, para
definir su identidad ¿de qué vale esta advertencia anticipada si
la marcha de las cosas es inviolable? Estas fueron las objeciones
más comunes hechas a la doctrina. En cierto modo en su res-
36
puesta se encuentra concentrada la originalidad de la ética es-
toica ¿Cómo podrá conciliar su tesis sobre la causalidad estricta
con la idea de libertad moral del soñador?17

Los sueños, la adivinación y la libertad moral

El interés de los estoicos por aquellas experiencias que pue-


den predecir el orden causal de las cosas es a la vez científico y
moral. Ellos no tienen dudas de que la predicción es posible,
aunque extraordinaria. En defensa de esta tesis, Crisipo ofrecía
varios argumentos: ante todo, que los dioses existen; luego, que
ellos lo saben todo y, finalmente, puesto que los dioses se intere-
san en los seres humanos, envían a estos signos premonitorios
en sueños y visiones. Él mismo define así la adivinación: «la fa-
cultad de conocer, observar y explicar los signos que son presa-
giados a los hombres por los dioses».18 Aunque las fuentes va-
rían ligeramente, los estoicos parecen haber reconocido las si-
guientes formas de adivinación entre las que se encuentra la
oneiromancia:

Adivinación natural: Oráculos de inspiración divina


Interpretación y predicción por medio de sueños19

Adivinación artificial: Astrología


Interpretación de movimientos meteorológicos
Adivinación sacrificial
Interpretación del vuelo de los pájaros

No todos los estoicos admitían la adivinación, pero aquellos


que lo hacían se esforzaban por mostrar sus aspectos científi-
cos. Crisipo, por ejemplo, dedicó al tema dos libros hoy perdi-
dos.20 En el primero titulado Sobre el destino reunía todas las
pruebas y las demostraciones conocidas en su tiempo acerca de
la presencia de la Providencia. Entre estas pruebas se encontra-
ba el siguiente sueño: «dos amigos viajan juntos pero en la posa-
da encuentran alojamientos separados: durante la noche uno es
asesinado y el otro lo sueña advirtiéndoselo. En un primer mo-
mento no cree en la veracidad el sueño, por eso recibe un segun-
do mensaje con el fin de que el crimen no quede impune. Y efec-
tivamente a la mañana siguiente así sucede».21 Para sostener que

37
«el hado está sometido a la necesidad» Crisipo tomaba además
como testigos a Homero y los poetas trágicos, cuyos personajes
usualmente sucumben ante el Destino. En su segunda obra, Cri-
sipo intentaba responder a las objeciones acerca de que la exis-
tencia del Destino cancelaba la noción de «aquello que depende
de nosotros» es decir de nuestra libertad de acción, que es cen-
tral a la ética estoica.22 Esta defensa de Crisipo no era extraordi-
naria en su tiempo: a lo largo de la antigüedad los temas de la
predicción, el determinismo y el futuro fueron discutidos, inclu-
so con un alto grado de sofisticación, en el contexto de la teolo-
gía filosófica y solo comenzaron a desaparecer en el momento
en que el cristianismo impuso la creencia de que ninguna técni-
ca humana podía arrebatar a Dios, contra Su voluntad, el cono-
cimiento del porvenir que le está reservado solo a Él. La particu-
laridad de los estoicos es que consideraron que la interpretación
de los sueños era un arte, una ciencia o un saber.23 Y tenían razo-
nes para creerlo: mediante un mecanismo inductivo ellos reunían
todas las instancias conocidas de asociación entre ciertos signos
y los eventos futuros que parecían justificarlos y estas regulari-
dades organizadas eran llamadas «teoremas». La adivinación y
la interpretación de los sueños parecía cumplir con todos los
elementos constitutivos de una doctrina empírica: acumulaba
datos, realizaba inducciones, elaboraba proposiciones genera-
les (los teoremas), ofrecía explicaciones y proponía prediccio-
nes.24
Por supuesto los estoicos sabían que las interpretaciones de
los sueños eran las más de las veces erróneas y que sus practi-
cantes eran con frecuencia charlatanes. ¿Entonces, por qué obs-
tinarse en defender la pro-gnosis? Por razones «científicas», esto
es por su profundo racionalismo: la pro-gnosis es la prueba pal-
pable de que la Providencia gobierna al mundo y si aquella no
existe, no hay otra forma de probar esta tesis que es de la mayor
importancia para la ética estoica. Por ello, Crisipo sostenía que
también existe la onirocrítica verdadera. Probablemente lo ha-
cía estableciendo ciertas condiciones: que los teoremas y las in-
terpretaciones sean verdaderos y que los videntes sean practi-
cantes honestos, que dominen su ciencia y no cometan errores
en la interpretación de las instancias particulares de pronósti-
co.25 Para los estoicos el problema de la interpretación de los
sueños no es una creencia supersticiosa sino un problema teóri-
co: es la prueba de la existencia de un principio superior que
38
existe en aquellas cosas que no provienen de la iniciativa huma-
na. Si esto es así, entonces debe existir una potencia que hizo las
cosas tal como son, potencia a la cual solo podemos acceder por
conjetura.
Crisipo sabía igualmente que no todo sueño, aun bien inter-
pretado, es una predicción fatal. El arte de interpretar los sueños
debe ser tomado con precaución porque descansa en signos en-
viados por los hombres a los dioses. Una representación onírica
es un signo, pero no es una causa de eventos. Esta afirmación de
que los sueños y los presagios descansan en signos es muy im-
portante porque permite a Crisipo afirmar que la relación entre
la interpretación y el evento futuro no es una relación causal:
una interpretación onírica no es del tipo «si algo está predicho,
entonces sucederá», sino una relación que afirma que una pre-
dicción es verdadera si se cumplen todas las instancias que pue-
den hacerla verdadera, es decir si todas las causas antecedentes
concurren en ello, y esto último no es un problema lógico, sino
una cuestión empírica. Hay un «suceso signo», un sueño, que
nos es dado en el presente (el único tiempo a nuestra disposi-
ción), y hay un «suceso significado» que supone una interpreta-
ción que es solo una conjetura. Un signo es un «evento» que es
de algún modo indicativo de algo y que se supone ligado a aque-
llo que representa, pero lo que representa es un evento futuro
(eventualmente pasado) sobre el cual no podemos nada y por
ello el nexo entre ellos es más tenue que el de causalidad.26 El
primero es un signo y no una causa y, por tanto, los estoicos
nunca llaman «causalidad» a la relación que une el «signo even-
to» con el suceso futuro. Para los estoicos, el conocimiento per-
fecto de todas las causas existe, pero pertenece a los dioses (y
eventualmente al sabio); los seres humanos normales solo pue-
den hacer conjeturas a partir de signos. Nada impide, sin embar-
go, el intento de examinarlos, pues ellos no son acertijos sino
«índices» enviados por dioses interesados en nosotros y que de
acuerdo con la doctrina determinista de algún modo están co-
nectados a los sucesos que ellos significan.27
Una estrategia adicional para defender la adivinación y el
destino usada por Crisipo era de naturaleza «dialéctica», esto es,
lógica y descansaba en la tesis ampliamente aceptada en la anti-
güedad de que toda proposición, sin excepción, debe tener un
valor de verdad, debe ser o bien verdadera o bien falsa. Esta tesis
ya había sido abandonada por Aristóteles a propósito de las ex-
39
presiones llamadas «contingentes futuros», proposiciones del
tipo: «mañana habrá una batalla naval». Según Aristóteles, las
proposiciones referidas a los contingentes futuros no pueden ser
calificadas en el tiempo presente de verdaderas ni de falsas, pues
de serlo el futuro quedaría enteramente determinado, como una
fatalidad, lo que para el estagirita es inaceptable. Crisipo, por el
contrario, sostiene la afirmación de que aun las proposiciones
referidas al futuro pueden ser, en el tiempo presente, calificadas
de verdaderas o falsas. Esta tesis ha sido juzgada poco convin-
cente y falaz, pero al interior de la doctrina estoica de la causali-
dades es perfectamente inteligible: Crisipo sostiene que, para
cualquier evento futuro, existe una serie de causas antecedentes
que lo impulsarán o lo inhibirán y que, si es posible conocer esa
trama causal de manera exhaustiva, la proposición del futuro
puede ser vinculada al presente (aun cuando siempre puede pre-
sentarse una causa no prevista que haga contingente a la propo-
sición). Se dirá entonces: si todas las condiciones antecedentes
están dadas, la batalla naval ocurrirá, no como una fatalidad,
sino simplemente porque irrumpe impulsada por sus condicio-
nes de existencia. En breve, el punto de vista de Crisipo es el de
un racionalismo a ultranza, una concepción que defiende que
todo lo que sucede, sucede por una trama causal la cual, en prin-
cipio, es inteligible para la inteligencia humana.
Pero esta defensa racionalista de la adivinación no libró a
los estoicos de aparecer a los ojos de los antiguos como supersti-
ciosos y fatalistas. En efecto, sus adversarios sostenían que si
todo lo que sucede, sucede por el Destino y si este es predecible,
entonces la libertad moral no existe. Si nada puede obstruir la
organización del Destino y si el movimiento del todo no puede
ser alterado entonces no existe ninguna posibilidad de que fuera
de otra manera: la idea misma de algo «posible» se esfuma. Un
determinismo estricto cancela en el fondo toda la acción huma-
na, porque es inútil actuar si todo está decidido. De hecho, afir-
maban los críticos, la idea misma de predicción resulta super-
flua: si el intérprete ha sido acertado ¿en qué sentido nos ayuda
su predicción? Si los sueños, por ejemplo, anuncian peligros y
amenazas, ciertas medidas precautorias pueden ser tomadas,
pero si el final está previsto estas no tendrán ningún efecto: es-
toy condenado a hacer lo que tendría que hacer, aun si no me lo
aconsejan. La verdadera utilidad de la predicción consiste en
hacernos conocer lo que será, sin más, pero esto no nos libera; a
40
lo sumo nos convierte en agentes conscientes y resignados ante
el Destino y a cooperar, voluntariamente o no, con lo que suce-
derá. El argumento llamado del «perezoso», que los adversarios
de Crisipo blandían, descansa justamente en esta alternativa: si
está previsto por el Destino que moriré de la enfermedad que me
aqueja en el presente, no vale la pena visitar al médico, y si está
previsto que sobreviviré a esta enfermedad, tampoco vale la pena
visitar al médico, ¿para qué hacerlo si todo ocurrirá inevitable-
mente?28
Los estoicos respondían a estos adversarios de varias mane-
ras. Epicteto, por ejemplo escribe: «Es necesario ir a los adivinos
sin deseo y sin repugnancia; como cuando el viajero pregunta a
alguien que cruza por su camino, ¿cuál de los dos senderos con-
duce a la meta?, sin desear de antemano que sea el de la derecha
o el de la izquierda. En efecto, el viajero no tiene preferencia por
pasar por una u otra de las rutas, sino solo por aquella que lo
conduce a su destino».29 Con ello, Epicteto revela adecuadamen-
te la actitud de los estoicos hacia la predicción por lo sueños: la
adivinación no nos obliga, sino apenas nos advierte, primero
porque, como sabemos, con frecuencia se equivoca pues proce-
de por conjetura, pero aun si fuera exitosa, ella no nos enseña
sino un evento, un suceso que no depende de nosotros.30 De
manera que el estoico no va con el intérprete de los sueños a que
le diga algo imposible que desea escuchar, sino con la certeza de
que, suceda lo que suceda, él sabrá enfrentarlo con impasibili-
dad y previsión. ¿Acertará el intérprete? Eso el paciente no lo
sabe, y por ello actuará como debe hacerlo, introduciendo en el
curso de los eventos presagiados, su propia acción.
Esta última es la ruta que siguió Crisipo para sostener que,
en un mundo en el que todo está determinado por una trama
causal, aun existe la libertad de la acción moral. Todo proviene
de una causa y nada es incausado, pero la libertad estoica con-
siste en introducir la acción humana entre las causas de todo lo
que sucede. Para ello, Crisipo distingue en un evento cualquiera
dos grandes tipos de causas: por un lado las causas antecedentes
llamadas también «próximas» (o «coadyuvantes», o «anteriores»)
y, por otro lado, las causas principales también llamadas «perfec-
tas». Las primeras, las causas próximas son aquellas que provie-
nen del exterior del agente, del contexto en que se desenvuelve;
por ejemplo, «he soñado que caigo enfermo y desde luego no he
elegido sufrir la enfermedad». Las segundas, las causas princi-
41
pales son aquellas que provienen del agente mismo, que tienen a
este como origen, por ejemplo, «a consecuencia de este sueño he
decido visitar al médico». La distinción depende de su origen:
las causas próximas tienen su origen en la naturaleza exterior,
en el cosmos en que vive el individuo; las perfectas son aquellas
que tienen su origen en la acción del agente y no le vienen im-
puestas desde el exterior, es decir, están bajo su control. Crisipo
llama «co-fatales» a la reunión de ambos eventos: «he soñado
que caigo enfermo» y «voy al médico» son causas «co-fatales»
porque no son dos acciones vinculadas al azar, sino acciones
obligatoriamente simultáneas. Ambos tipos de causas concurren
en el evento. Sin duda, la enfermedad es algo que me sobrevie-
ne, pero mi acción como agente no está determinada por esa
causa antecedente, por el Destino, sino que tiene otro origen: mi
naturaleza interior la cual me conduce a desear preservar la sa-
lud y la vida. Lo que el sueño prevé que sobrevendrá depende
ambas causas. Ciertamente, el ser humano no puede escapar a
su naturaleza, pero lo que sucederá, la salud o el deceso, no es
ajeno a su acción. El ser humano es un ser que cae enfermo y
eventualmente muere, pero para que eso suceda también parti-
cipan la serie de causas que él introduce en su calidad de agente,
como visitar al médico, y esto también forma parte de lo que
sucederá. Las causas externas (como soñar la enfermedad) ini-
cian el proceso pero no lo subsumen del todo, pues el agente
reacciona ante ellas y, por tanto, asume la responsabilidad de los
actos que le conciernen. La libertad estoica no es pues un poder
infinito devuelto al individuo y tampoco es la resignación pasiva
ante el destino: es una libertad activa y eficaz pero que está cir-
cunscrita al contexto del que inevitablemente forma parte.
En breve, en el universo estoico el orden causal estricto no
es contradictorio con la libertad, porque esta se refiere al domi-
nio interior, al dominio de sí mismo y este no tiene relación di-
recta con el determinismo externo. El individuo puede estar su-
jeto a una represión exterior sin por ello perder aquella libertad
profunda. Y la filosofía se ocupa solamente de crear este domi-
nio interior. La interpretación de los sueños es un buen ejemplo
de la manera en que los estoicos devuelven al ser humano la
libertad de sus actos, aun si vive un mundo en el que todo lo que
sucede lo hace dentro de una serie causal. Su actitud ante los
sueños muestra que el orden del cosmos precede a nuestra liber-
tad moral, pero no la aniquila. No todo está al alcance de cada
42
individuo, pero todo lo que ocurre incluye su acción. Lo propia-
mente original de la doctrina estoica sobre los sueños es buscar
conciliar la determinación del individuo con su libertad de ac-
ción.
«Cooperar con el Destino» no significa entonces «resigna-
ción» sino introducir, entre las causas que conducen a un even-
to, las acciones propias (las cuales resultan ser las más impor-
tantes, por eso son llamadas «principales»), aunque estas no
necesariamente puedan modificar aquello que está en la Natu-
raleza. Es por esto que los estoicos nos deslumbran con su ex-
traordinaria dignidad de seres humanos. Esta primacía de la
acción individual se explica porque aun si la predicción onírica
es exacta, ella solo nos dice algo que no está en nuestro poder
cancelar (la enfermedad o la muerte); pero cómo hacer nuestra
esa predicción, eso el Destino no lo decide, porque corresponde a
nuestra libertad. El Destino no quiere más que el evento externo
y nos lo informa mediante un sueño, pero no va más allá: la
libertad moral, en cambio, se separa de estas causas y el indivi-
duo se hace cargo de sí mismo. Ante las predicciones oníricas el
ser humano tiene que actuar, porque nada es realmente necesa-
rio hasta que sucede y él desconoce de antemano lo que sucede-
rá sin su intervención. En la diferencia ente causas próximas y
causas principales descansa la libertad moral humana: por eso
la libertad de acción del individuo es colocada por delante de
aquello que amenaza con someterla. Las causas antecedentes,
la naturaleza del cosmos se encuentran presentes en la vida hu-
mana y los sueños pueden revelarla en el lote que corresponde a
cada individuo, pero este no es un autómata: no importa qué tan
débil pueda ser su carácter, él posee el privilegio de decidir su
acción, un principio que actúa inevitablemente en concordancia
con su naturaleza interior.
Para los estoicos «Destino» no es equivalente de «fatalidad».
Recordemos que para ellos no existe un poder ajeno (un Dios
trascendente) que simplemente impondría a los seres su volun-
tad omnisciente. Los signos que los dioses envían en los sueños
indican el orden del cosmos, pero este no depende de su impo-
nente voluntad y por tanto ellos no pueden ni imponerlo, ni
modificarlo. La doctrina estoica no ofrece al ser humano un con-
suelo en la benevolencia de los dioses; simplemente coloca al
hombre ante el orden cósmico al que pertenece y lo responsabi-
liza del uso de su libertad. Sin duda existe un Destino-causal
43
pero este incluye la acción del ser humano, el cual forma parte
del mundo racional y no solo lo sufre. El Destino precede a la
libertad moral pero no la cancela y ni siquiera la penetra.
Sin embargo, esto último hace emerger un problema en tor-
no a la concepción de libertad moral porque parece introducir,
con la acción humana, una causa que no tiene antecedente. Y
esto contradice la doctrina estoica. En efecto, los adversarios del
estoicismo, queriendo defender una libertad radical buscaban
mostrar la existencia de un movimiento incausado previo a la
acción, una situación en la cual todas las alternativas para ac-
tuar eran idénticas y el individuo elegía arbitrariamente, en un
movimiento espontáneo que descansa exclusivamente en el po-
der del sujeto que decide.31 Ante un sueño idéntico, afirmaban
esos críticos, dos individuos pueden reaccionar de manera dis-
tinta. Sucede algo similar en la modernidad con los términos
«autonomía» y «voluntad»: en nuestros días ambos parecen in-
dicar ante todo la ausencia en el individuo de cualquier clase de
influencia externa. En sentido moderno, «voluntad libre» signi-
fica que el agente es causa original, causa que no tiene causa
anterior, que posee el poder de actuar en cualquier dirección
posible y que ese actuar depende de su arbitrio. Para los estoicos
tal cosa como la «voluntad libre» de la modernidad, no existe.
Sin duda es el individuo el que actúa y su acción le pertenece,
pero él mismo no es causa original, no posee una voluntad inde-
terminada, pues él es ya resultado de una serie de causas (el
estado de su alma, debido a la educación recibida, por ejemplo)
que lo llevan a actuar de un cierto modo. Los estoicos afirman
que no hay una persona que carezca de carácter, opiniones y
propósitos, esto es de un estado interior que condiciona sus de-
cisiones. Ante determinados sueños y circunstancias, el hombre
malo actuará conforme al estado de su alma, es decir con mal-
dad, y el hombre virtuoso actuará conforme al estado de su alma,
es decir virtuosamente. Según los estoicos, el ser humano es tam-
bién «predecible»: dadas las mismas circunstancias y la misma
disposición interna de su alma, él cometerá siempre las mismas
acciones. De manera que, para orientar su acción el individuo
debe, en primer lugar, actuar sobre sí mismo, determinar por sí
mismo el estado de su fuero interno, hacerse a sí mismo un suje-
to ético. Así, entramos en el discurso interior del sujeto.

44
Ocuparse de sí mismo; la disciplina del deseo

El problema de la libertad moral nos conduce así al concep-


to central de la doctrina estoica: «preocuparse de sí mismo».32
En efecto, ningún individuo puede escapar a cierta determina-
ción externa (y los sueños le advierten de ello) pero hay un domi-
nio que es propio, del que resulta enteramente responsable: su
disposición interna, el estado de su alma. Los estoicos no admi-
ten que en la naturaleza hay impuesto al ser humano, sin apela-
ción, el estatuto de «bueno» o «malo». Solo aceptan que, por su
naturaleza, él es un ser racional y esto significa justamente que
puede reflexionar sobre sí, influir sobre sí mismo, hacerse de un
cierto modo, virtuoso o vicioso. Desde luego en un primer mo-
mento el estado de su alma puede estar determinado exterior-
mente por contexto, su educación, su familia, pero como ser
pensante él puede distanciarse de ello y constituirse del modo
que elija. Para los estoicos, el individuo es completamente mol-
deable y como ejemplo citaban a Sócrates de quien Záfiro, el
fisionomista, basado en el aspecto exterior del filósofo, había
predicho que sería un hombre malo. Sócrates es la mejor prueba
de que el individuo es responsable de los factores causales que
mantienen en él un estado del alma. Es por eso que, para deter-
minar el grado de responsabilidad del hombre en sus acciones,
los estoicos no hablan de «libertad» sino usan la expresión «lo
que depende de nosotros»,33 ™f_ ¹m‹n.34 No dependen de nosotros
las causas externas impuestas por el Destino, pero depende en-
teramente de nosotros la disposición interior que nos permite
hacer frente a esa situación: es por eso que, ante la misma expe-
riencia onírica, dos individuos tendrán un comportamiento di-
ferente que descansa en las composiciones diferentes de sus al-
mas racionales y no de que tengan dos diferentes «posibilida-
des» abiertas de elección.
La actitud ante los sueños es una buena prueba para esa
disposición interior. En la antigüedad, los sueños y su interpre-
tación podían informar al individuo de la fortuna que le espera o
del infortunio que lo amenaza (un poco como sucede en nues-
tros días en el gabinete médico). Esto se explica porque no todos
los sueños eran arrojados al territorio de la falsedad, como me-
ros productos de la fantasía del durmiente. Para los estoicos, los
sueños representan el oráculo más próximo a nuestras vidas, un
consejero silencioso e infatigable que nos acompaña siempre...
45
La interpretación de esos sueños formaba parte de las técnicas
de la existencia y ninguna vida razonable, ni la más humilde ni
la más noble, podía dispensarse de esa tarea.35 Sin embargo, es
crucial retener que en esta experiencia el estoico no interroga a
sus sueños para encontrar en ellos una verdad más profunda de
sí mismo, un «yo» inaccesible: él los descifra más bien para sa-
ber cómo actuar, o mejor para actuar ante el destino como un
hombre racional. Ciertos sueños son augurios que le exigen una
reacción determinada, un comportamiento porque lo que está
en juego es ejercer un dominio de sí mismo ante los sucesos que
le están reservados por la naturaleza. A ese dominio de sí mis-
mo, Epicteto llama «deseo».36 Epicteto lo refiere al «deseo», por-
que al reconocer el carácter racional del curso de las cosas, el
individuo advierte el alcance de lo que depende de él y de lo que
no depende de él, es decir, el alcance de lo que es posible desear y
de lo que está en sus manos rechazar y con ello toma conciencia
del lugar que ocupa en el cosmos: «aquel que quiere vivir de
acuerdo a la naturaleza —escribe Cicerón— debe buscar su punto
de partida en el conjunto del mundo y en el modo en que este es
gobernado».37
Los estoicos vieron a la Naturaleza como el campo de acción
de un principio racional y por ello con frecuencia la «personali-
zan» en términos de un agente que «quiere». La Naturaleza «ha
querido» muchas cosas: es ella la que se encuentra en el ciclo de
las transformaciones biológicas que afectan a todo ser humano:
la generación y el nacimiento, la aparición de la barba, el creci-
miento, la madurez, la vejez, la enfermedad, la pérdida de lo que
nos es querido y la muerte. Comprender este proceso es para el
estoico dar su consentimiento racional a todo lo que ocurre. En
las palabras que dirige a la Naturaleza: «dame lo que quieras,
quítame lo que quieras»38 no hay resignación sino consentimiento
racional. El estoico se prepara para «saber qué querer», para
reconocer lo que depende de él y lo que no está a su alcance
evitar. Esta preparación es lo que P. Hadot ha llamado la «disci-
plina del deseo». Es «disciplina», porque implica un aprendizaje
metódico, una modelación de sí. No es sinónimo de «sumisión»
porque ante los signos del Destino revelados por los sueños el
individuo no renuncia actuar, pero incluye en su acción el curso
de las cosas y acepta racionalmente lo que la naturaleza le tiene
reservado. Lo más importante de esto ocurre en su fuero inter-
no, porque cuando adquiere esa conciencia el «yo» se transfigu-
46
ra, abandonando el plano de la necesidad externa de las cosas
para alcanzar el plano de la libertad de su elección. Al dejar atrás
la perspectiva limitada de su «yo» individual (capaz de aterrori-
zarse con un sueño), el estoico se identifica con la razón univer-
sal. Ante los embates del Destino el individuo resiente la causali-
dad impasible y a veces cruel del cosmos, pero ahora su razón
domina a su emoción, y se hace evidente que a un alma así pre-
parada, «no puede sucederle nada que sea que sea malo», escri-
be Marco Aurelio.39
Al Destino presagiado por los sueños, los estoicos le oponen
la «disciplina del deseo» lo que significa aprender a querer cada
cosa del modo como ella sucede. Esto no está al alcance de la
conciencia ordinaria, la cual evalúa todo desde su perspectiva
particular y por tanto considera una bendición los eventos que
la favorecen y una fatalidad los eventos que la dañan. Lo que la
doctrina estoica propone es abandonar esta conciencia ordina-
ria produciendo un «yo» que se eleve hasta la idea de totalidad y
desde aquí observe con serenidad el curso de las cosas. Este cam-
bio de perspectiva de la conciencia «le exige una transformación
radical», escribe P. Hadot. Es «radical», porque esa modifica-
ción de sí mismo involucra no solo lo que la conciencia sabe,
sino toda su disposición interna, la transformación de sus im-
pulsos, de todas sus convicciones, de todas las representaciones
que se hace. Esta modificación radical del yo que percibe, eva-
lúa y actúa es el objetivo último de la doctrina estoica. Natural-
mente, esta alteración profunda de sí mismo no es un acto ins-
tantáneo sino un proceso, un itinerario lleno de dificultades que
el individuo solo puede lograr en el contexto de una formación y
una comunidad de filósofos. A estas técnicas que permiten al
individuo esta transformación de sí mismo, P. Hadot las ha lla-
mado «ejercicios espirituales»: «por ejercicio espiritual designa-
mos un itinerario, un acto determinado destinado a influirse a sí
mismo efectuado con el propósito consciente de realizar un efecto
moral específico; esa acción se orienta siempre más allá de sí
misma, en tanto que se repite a sí misma o está ligada, con otros
actos, en un conjunto metódico».40 Se les ha llamado correcta-
mente «ejercicios», para indicar que son del orden de la repeti-
ción, del entrenamiento, esto es, suponen un trabajo orientado a
un fin preestablecido.41 Luego, se les ha llamado «espirituales»
para indicar que no se refieren únicamente al pensamiento sino
que involucran todo el psiquismo del individuo, incluido el com-
47
portamiento corporal.42 El término «espiritual» no está aquí aso-
ciado de ningún modo a la fe en Dios, sino que implica el cues-
tionamiento del individuo con la totalidad de su espíritu interior.
Lo que la filosofía estoica le propone al individuo a través de
los ejercicios espirituales es una completa transformación de su
manera de ser en su fuero interno, de su manera de vivir con los
demás, de su modo de ver las cosas y de comprenderse a sí mis-
mo, en otros términos modelarse una subjetividad alternativa.
No hay, pues, un «yo» inamovible, irrenunciable y eterno, sino
un proyecto de sí mismo. Según esta doctrina, lo que atormenta
cotidianamente al ser humano es que se entrega a deseos desor-
denados, a esperanzas y lamentos vanos, que es exactamente lo
que los sueños promueven. Lo que se busca es justamente dejar
atrás este «yo» vacilante, separando al «yo» que creíamos ser del
«yo» racional que realmente somos, para lo cual el individuo
tiene que aprender a pensar, a querer y a sentir de otra manera,
esto es darse a sí mismo otra «forma sujeto». «Hacerse a sí mis-
mo», significa modelar el fuero interior, lograr una interioridad
que no existía previamente y que solo existirá en la medida en
que se la constituye. Pero, naturalmente, este es un aprendizaje
paulatino, un abandono gradual del «yo» anterior que tiene como
propósito que el individuo mantenga el equilibrio interior a fin
de no dejarse derrotar, por ejemplo, por los signos ominosos de
los sueños. A fin de comprender el proceso por el cual se estable-
ce gradualmente una nueva subjetividad, esto es una nueva rela-
ción de sí a sí mismo, conviene aproximarse a un «ejercicio espi-
ritual» practicados por los estoicos: «delimitar el presente y amar
al destino».43
En efecto, con frecuencia los mensajes oníricos conducen al
soñador al remordimiento del pasado o al miedo del futuro. Para
evitar ambas inquietudes, la doctrina propone al individuo «de-
limitar el presente», esto es, concentrar toda su atención en el
momento actual, absteniéndose de cualquier juicio de valor res-
pecto a lo anterior o respecto al porvenir. Ello descansa en la
convicción estoica de que el presente es el único tiempo en que
los seres humanos son realmente libres, por el simple hecho de
que es único momento que está en su poder, aquel en el que
gracias a su acción y a la conciencia de esta acción tienen acceso
a la totalidad del mundo. El pasado que se reprocha o el futuro
que lo amenaza no están al alcance de su acción real y entonces
es inútil evocarlos. Ahora bien, es preciso tomar conciencia del
48
momento presente, porque este no cobra realidad y no tiene
duración sino en la medida en que se delimita respecto al pasa-
do y al futuro. Y es sobre este momento presente, fugaz e instan-
táneo, sobre el cual el estoico ejerce toda la fuerza de su inten-
ción moral, es decir, toda la libertad humana. Para ello, el filóso-
fo se repite a sí mismo en su fuero interno: «no te dejes derrotar
por la representación global de tu vida, es decir por la suma de
todas las circunstancias y de todas las pruebas que te esperan».44
A fin de no dejarse arrastrar por la inquietud, él debe interiorizar
la convicción de que es vano creer que el pasado podría haber
sido de otro modo y es vano temer un futuro que está en manos
de la Naturaleza. La fuerza aparente del presagio onírico se des-
lava si el individuo se concentra en lo que está realmente a su
alcance ahora: «no te confunda la imaginación de la vida ente-
ra».45 Desde luego esto supone cambiar la perspectiva de la con-
ciencia y el devenir temporal: es colocarse en el momento pre-
sente con tal intensidad que toda la vida se concentre en la ac-
ción real, que la vida entera esté ahí contenida y que ahí concluya.
Delimitar el presente significa no plantearse vanas esperanzas o
vanos temores tomando conciencia de ser libre justo dentro del
alcance de mi propia iniciativa. El ejercicio espiritual consiste
en tomar conciencia del valor infinito de cada instante en que se
vive.46
El propósito de interiorizar los principios filosóficos es pre-
parar al individuo a enfrentar el pasado o el Destino sin resentir
la conmoción de ver sus esperanzas frustradas, sufrir remordi-
mientos inútiles. Mediante este ejercicio la filosofía abandona
su carácter meramente contemplativo y se ocupa de educar a la
conciencia a fin de que esta comprenda siempre los sucesos des-
de la perspectiva del todo. Este es justamente el ejercicio espiri-
tual de «amar al destino». Esta expresión quiere decir habituar-
se a aceptar racionalmente lo que acontece, para no ver fracasa-
dos los deseos y para no caer en lo que se quiere evitar. Epicteto,
en sus lecciones para los aspirantes a filósofos lo expresa así:
«no pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino quie-
re los sucesos como suceden y vivirás sereno».47 En el caso de los
presagios oníricos, es preciso observarlos desde la causalidad
que es inherente a todo lo que acontece; ante ellos, el estoico se
dirá que todo lo que sobreviene por obra de la naturaleza es algo
siempre exterior, algo que no depende de él, y por tanto algo que
no amenaza su libertad. El ejercicio espiritual consiste en habi-
49
tuarse a poner todo pronóstico en la perspectiva del cosmos, es
decir, retirarle toda visión antropomórfica o subjetiva de las co-
sas, dejando de decirse: ¿por qué me sucede a mí? Aprender a
«amar al destino» es prepararse a admitir que lo que sucede debe
ser racionalmente aceptado, lo que para los estoicos es sinóni-
mo de «querido» o «amado». De este modo, el «yo» evita verse
abrumado por el suceso o por el presagio que a la conciencia
ordinaria le parecen arbitrarios, ciegos, inexplicables. Para la
limitada conciencia ordinaria la expresión «amar al destino» tie-
ne un aire extravagante; para el estoico en cambio es la prueba
de que su alma ha sufrido una transfiguración. Haciendo suya la
racionalidad del momento o del evento futuro el estoico acepta
simultáneamente el universo que los ha producido y el «yo» se
identifica con la razón universal.48 Dando su consentimiento al
suceso que llega o se anuncia (sea la fortuna o el infortunio) él
«quiere» al orden universal que los genera, resiente ante este un
sentimiento de participación y pertenencia que lo conduce mu-
cho más allá de sus límites individuales. No se sentirá pues aco-
rralado por los sueños, sino dominador de su inteligibilidad,
porque su conciencia no será individual, sino cósmica. Tan pe-
queño y tan banal como pueda parecer, cada suceso de la vida y
cada presagio puede confirmar al estoico su pertenecía al Logos
universal: todo sucede de manera armoniosa y necesaria, en su
tiempo y lugar adecuados: él lo enfrentará con esa dignidad im-
pasible que aun hoy llamamos «estoicismo».
Por supuesto los términos «racionalidad» y «armonía» atri-
buidos al cosmos no significan que en este todo está bien y todo
es bello. En el mundo existen cosas que la conciencia humana
encuentra odiosas, aberrantes o simplemente incongruentes. Pero
a estas, el concepto de racionalidad estoica no las rechaza, sino
que las incluye en «la razón del mundo». Crisipo, por ejemplo,
explica que las grandes obras creadas por la Naturaleza provo-
can inevitablemente dificultades e inconvenientes: las rosas tie-
ne espinas, ciertos animales devoran seres humanos, algunos
ríos se desbordan, pero sostiene que todo esto también tiene una
razón de ser, comprensible por la complejidad de la naturaleza,
en cual cada uno de estos seres, las rosas, los animales, los ríos,
guarda y cumple el papel que le ha sido asignado. Ante lo contra-
hecho, ante el mal, ante la amenaza de los sueños, el estoico se
repetirá que todo tiene una razón de ser y que no conviene des-
esperar, sino que exige comprenderlo mediante la razón. Solo
50
una conciencia así, que se eleva más allá de sí misma, más allá
de sus representaciones, es capaz de corregir el juicio equivoca-
do según el cual lo que sucede es una desgracia arbitraria y ciega
contra todos nosotros. Para el estoico todo lo que sucede resulta
de la buena voluntad de la Naturaleza, aunque no todo lo que
sucede es agradable. Su conciencia cósmica lo lleva a ver la rea-
lidad natural como es: como un orden en el que el ser humano
participa pero que no ha sido creado para su satisfacción. El
impulso original del cosmos se debe a una fuerza impersonal y
el universo no es producto de una deliberación racional por par-
te de un artesano divino. El estoico tuvo la osadía de pensar la
libertad moral humana en un universo sin Demiurgo.
En este cosmos dominado por la causalidad y la necesidad,
jerarquizado e imperturbable, el estoico erige su libertad moral.
Mediante los ejercicios espirituales comprende su lugar natural,
no para rebajarse o humillarse, sino para orientar su acción moral
libre. Esto se debe a que tiene algo que es único en el cosmos:
tiene la razón, es decir, la capacidad de distanciarse del momen-
to, del contexto y de su yo anterior, de elegir su conducta, de
hacerse a sí mismo en relación a cierta verdad. Pero esto le exige
una constante atención a sí mismo, una preocupación perma-
nente. Si se deja dominar nuevamente por la conciencia ordina-
ria no podrá evitar verse arrastrado por el tumulto. Su concen-
tración completa debe estar dirigida al estado de su fuero inter-
no, de su alma racional que los estoicos llaman «principio rector»,
hegemonicón, Ð ¹gemonikÒn. Le resulta preciso aprender a domi-
nar sus representaciones, su mirada, su juicio. A ello nos orien-
tamos.

El alma humana y los sueños

De acuerdo con la doctrina estoica los hombres poseen cuer-


pos naturales que reciben información a través de los sentidos,
la cual provoca representaciones en el alma que se altera, se
modifica, por ellas. El alma no es pues una superficie estable
que recibiría pasivamente una imagen externa, sino una entidad
maleable que ve modificada su forma mediante esas representa-
ciones. En consecuencia, el alma tendrá una cierta «forma» de
acuerdo con las representaciones que la alteran. Desde luego,
una gran parte de esa información proviene de objetos externos
51
pero los estoicos, a diferencia de Aristóteles, admitían que puede
provenir de objetos no sensoriales, como los sueños, las emocio-
nes o los pensamientos. Ahora bien, ¿qué es una representación?
Sexto Empírico nos informa que una representación es una «al-
teración» específica del alma debida a un objeto exterior o una
afección interna.49 Al utilizar el término «alteración» los estoicos
sostienen que se trata de la acción de un cuerpo (que afecta),
sobre otro cuerpo, el alma (que es afectado y alterado). Por ejem-
plo, para los estoicos, la enfermedad es un cuerpo, un ente mate-
rial que altera el alma afectada y la hunde en la preocupación o
el dolor. Obviamente es más usual la representación que provie-
ne de un objeto externo mediante la vista o el tacto, pero cuando
esa afección se refiere a las representaciones cuyo origen no es
la sensibilidad (como en el caso de los pensamientos) se produ-
ce una afección similar, pues estos no carecen de materialidad y
modifican el alma que las sufre. En la doctrina estoica el térmi-
no «representación» tiene un sentido extenso pues cubre todos
los estados mentales, todos los sentimientos, imaginaciones o
sueños. Todos estos son pensamientos que alteran el alma me-
diante el miedo, la tristeza, el deseo o el placer. Desde el momen-
to en que toda representación es admitida como objeto del pen-
samiento, tiene sentido para un ser razonable llamarla «verda-
dera» o «falsa» es decir, hacerla sujeta de aceptación o de rechazo.
Los sueños caen naturalmente en la categoría de «represen-
taciones de objetos no sensibles». Ellos no son pues una mera
ficción interior del durmiente. Como para gran parte de la anti-
güedad, para los estoicos los sueños son una «realidad» en el
sentido de que son producidos por algo y por ende caen bajo una
representación provocando ira, miedo o vergüenza. Al menos
algunos sueños son «signos» enviados por los dioses y como «re-
presentaciones» que son, resulta entonces razonable preguntar-
se si son verdaderos o falsos. Todo ello señala dos grandes dife-
rencias respecto a la concepción moderna de los sueños: prime-
ra, en nuestros días, se ha retirado todo valor de verdad de las
imágenes oníricas. Segunda, para los estoicos los sueños son
«pensamientos», de manera que en esta doctrina no hay lugar
para un estado pre-consciente o in-consciente, pues no existe
otra facultad en virtud de la cual puedan aparecer estados men-
tales diferentes a los que la conciencia posee.50
Entre todas las representaciones, algunas son claramente
producidas por el impacto en el alma de un objeto externo: estas
52
son las representaciones evidentes que los estoicos llaman «com-
prensivas» o «catalépticas». Se llaman «comprensivas» porque
vienen de lo que es real, están modeladas e impresas en el alma
en conformidad con un objeto que existe y son tales que no pue-
den sino convencer al alma de lo que existe y por eso son llama-
das «verdaderas». Pero también hay un gran número de repre-
sentaciones formadas en el alma que no son «comprensivas» y
no son convincentes, sea porque son recibidas en situaciones
anormales o patológicas o bien porque son recibidas al azar, en
condiciones accidentales. Estas pueden provenir del exterior o
del interior pero en todos los casos el alma las admite sin firme-
za, sin convicción y no les otorga su asentimiento como verda-
deras. En consecuencia, para los estoicos no hay un género de
las representaciones verdaderas que se deba a su carácter mera-
mente empírico. Lo que hace «verdadera» una representación
no es su origen empírico o incorpóreo, sino el juicio que el indi-
viduo debe hacer antes de hacer suya o rechazar esa representa-
ción. Este es un rasgo singular de la teoría del conocimiento
estoica: una representación alojada en el alma nunca es una
imagen meramente pasiva proveniente del dato externo, porque
el alma misma nunca es pasiva sino agente activo que hace un
juicio. Las representaciones pueden ser juzgadas verdaderas,
falsas o dudosas pero cualquiera que sea su estatuto verídico,
siempre dicen algo del alma que las percibe y las juzga. De ahí la
definición ofrecida por Aetio: «una representación es una afec-
ción del alma que se revela a sí misma y a su causa».51 El alma
«se revela a sí misma» porque en la lógica estoica no hay en el
«yo» una parte que sea receptiva y otra parte que sea cognitiva.
Es la misma alma la que siente y la que razona: siente porque
razona y lo que razona forma parte de lo que siente, sin ninguna
separación.52 No hay ningún estado mental que no contenga
ambas cosas, o en otras palabras, no hay estados sensoriales se-
parables de los estados mentales. Sueño y soñador son insepara-
bles porque el primero exhibe algo de la naturaleza del alma del
segundo: el sueño influye en el soñador, pero el alma del soña-
dor también interviene en el sueño.53
Sin embargo, los sueños tienen la particularidad de irrumpir
en un momento en que la función consciente del alma está debi-
litada. Según los estoicos, en el momento de dormir sobreviene
una «baja de tensión» del pneuma sensorial que anima al indivi-
duo: el sueño se produce al debilitarse la tensión sensitiva que
53
caracteriza al alma racional. Pero esta «baja de tensión» es solo
relativa y no un relajamiento completo (porque esto último sería
el equivalente a la muerte). Aunque próximos, «debilitamiento»
y «relajación» son diferentes porque el primero se explica por la
pérdida temporal de la razón debida al efecto de alguna droga,
de la locura, el desmayo o el sueño,54 mientras el segundo es una
pérdida definitiva, sin retorno. Con esta doctrina, los estoicos
quieren oponerse a Aristóteles quien, después de haber definido
el sueño como una «inmovilización» de la sensación, explica con
detalle que la causa del sueño no es la parálisis de los sentidos
mismos, sino una afección de la facultad que es común a todos
los sentidos. De acuerdo con el estagirita, el sueño afecta la fun-
ción central del alma que es donde convergen las percepciones y
el principio del movimiento, función que se encuentra alrededor
del corazón: el sueño es la «compresión» de ese órgano lo que
provoca una suerte de «parálisis» general de la razón. Los estoi-
cos, en cambio, estiman que durante el reposo se debilita la ten-
sión de aquellos órganos de los sentidos que poseen capacidad
de recepción, pero eso no afecta la parte racional del alma que
permanece activa. Para ellos, el alma racional no cesa nunca su
actividad: el debilitamiento de la tensión concierne solamente
aquella parte directriz del alma que se extiende hacia los dife-
rentes órganos de los sentidos: la razón ya no está en contacto
con estos y los sentidos vacilan, pero ella misma no está afecta-
da o debilitada y su acción no ha sido cancelada. Desde luego
esta acción permanente de la parte directriz del alma es menor
si el individuo se encuentra afectado por alguna circunstancia
exterior como el alcohol, y es mayor a medida que progresa en la
sabiduría, como en el caso del sabio estoico.
En la formación de las imágenes oníricas no actúan solo los
movimientos residuales de los órganos sensoriales, como asegu-
ró Aristóteles.55 Sin duda algunas ilusiones de los sueños pueden
provenir de los fragmentos diurnos de la experiencia, pero el
alma participa en su producción, pues los estoicos se niegan a
retirar por completo el ejercicio de la razón, sobre todo en el
alma de un hombre virtuoso. Esta cuestión es crucial para la
vida ética porque la razón puede jugar un papel en los sueños:
estos no son una experiencia que escape del todo al alma racio-
nal. En esta filosofía, el alma directriz del hombre virtuoso pue-
de jugar un papel crítico ante las representaciones oníricas, aun
en ausencia del marco sensorial que provee un marco de reali-
54
dad en el que las imágenes dudosas son evaluadas. El grado cre-
ciente de virtud y sabiduría permite dominar las representacio-
nes oníricas. Es por eso que Plutarco puede referir esta anécdota
a propósito de Stilpon: «este filósofo estaba a punto de soñar a
Poseidón colérico contra él porque Stilpon no le había sacrifica-
do un toro. El filósofo respondió al Dios reprochándole su re-
proche porque había ofrecido un sacrificio acorde con sus me-
dios y no se había endeudado».56 Aun durmiendo Stilpon no po-
día admitir la afirmación de este sueño, pues según la doctrina
estoica no cabe la cólera en la impasibilidad divina y menos aún
a propósito de un simple sacrificio. Stilpon no podía impedir
que esas imágenes falsas se mostraran en su sueño, pero su sabi-
duría podía resistirlas y con ello impedir que incurriera en una
acción indebida. En el reposo, el alma está en cierto modo «re-
plegada» sobre sí misma, pero los estoicos se niegan a aceptar
que con ello su virtud se viera paralizada.57 Lo mismo que suce-
de en la vigilia, el alma racional se mantiene vigilante en el dur-
miente que posee un espíritu cultivado: «Zenón pensaba que,
gracias a los sueños, cada uno podía tener conciencia de los pro-
gresos que lograba. Esos progresos son reales si durante el sue-
ño uno no se ve derrotado por alguna pasión vergonzosa, o bien
que consienta a algo malo o injusto, o incluso que se consienta a
cometerlo; (esos progresos son reales) en la medida en que las
facultades de la representación y de la afectividad del alma, re-
forzadas por la razón, resplandecen como un océano diáfano de
serenidad que no se ve perturbado por ninguna agitación».58
A través de los sueños el individuo recibe representaciones
que pueden ser fuentes de zozobra, pero ellas no dicen solo algo
del objeto representado, sino también del alma que las recibe la
cual inevitablemente les asigna o les retira algún valor. En la
lógica estoica ninguna representación está enteramente deter-
minada por el objeto pues incluso la sensación más inmediata
requiere de la parte directriz y lo que vemos con los ojos no pro-
viene únicamente del objeto externo, sino que involucra el alma
rectora. Tomemos por ejemplo la representación: «Sócrates está
pálido»: obviamente, son los ojos los que nos informan del color
de la piel de Sócrates, pero el «está pálido» no proviene de los
ojos, sino de la parte rectora que califica esa impresión y ense-
guida la evalúa en uno u otro sentido. Solo los animales tienen
representaciones «simples» en las cuales este calificativo signifi-
ca «no conceptualizadas». En los seres humanos, por el contra-
55
rio, toda sensación es inseparable de un yo racional que está
comprometido en todas y cada una de sus experiencias. Cues-
tión que será crucial para elaborar un nuevo «yo» moral. El «yo»
es inseparable de la entidad que percibe, siente e imagina y to-
das las representaciones son una mezcla insoluble de percep-
ción sensible y acción de la razón. Por supuesto esto solo tiene
sentido en una doctrina para la cual el proceso cognitivo es un
acto complejo que no conoce ninguna simplicidad receptiva:
aunque la representación es una afección, no es pasividad, por-
que cada vez que algo es percibido por el alma, esta se transfor-
ma activamente.
En consecuencia, ante las imágenes oníricas, el estoico no
está inerte, y las admite o las rechaza en función de su propio
juicio. De acuerdo con sus progresos racionales, en algunos ca-
sos admitirá, en otros rechazará, pero siempre evaluará el con-
tenido de esas representaciones. Sin duda hay jerarquías entre
los soñadores: el sabio estoico tiene siempre control sobre sus
sueños, pero aun el insensato, si bien no tiene control sobre lo
que sueña, siempre puede tener control sobre su reacción al
mensaje. A esta evaluación que asiente o rechaza las representa-
ciones, incluso oníricas, los estoicos la llaman «asentimiento» y
es el índice más seguro de su libertad. El término griego es synka-
táthesis, ¹ sugkat£qesij y es equivalente a «juzgar», «establecer
un juicio crisis», ¹ kr…sij.59 «Hacer suya», asentir a una repre-
sentación no es un simple «acuse de recibo» que el pensamiento
concede a una imagen de origen externo: es por el contrario una
respuesta activa a un signo que proviene de la naturaleza espiri-
tual y material del ser humano. La función del asentimiento es
evaluar las imágenes y asignar un valor de verdad a su conteni-
do, decidir si estas representan o no algo de lo que se tienen
buenas razones para respaldar acerca de cómo son las cosas. El
asentimiento es tanto un juicio de existencia como un juicio de
valor,60 afirmando «así son realmente las cosas y por ello es con-
veniente que yo reaccione de tal manera». Es a la vez un juicio
teórico y un juicio práctico, lo que entre los estoicos no es una
contradicción, porque ambos son producto de la razón y al dar
el asentimiento a algo, la razón nos conduce a actuar en conse-
cuencia. Asentir a algo es sancionar como valioso ese algo y por
ello reconocer igualmente que actuando en consecuencia persi-
go un fin racional mío. Por ello el asentimiento es la auténtica
marca de racionalidad: él comporta, ante todo, una deliberación
56
interna que Crisipo define como «momento interior de la razón»
cuya tarea es «comprender la afección de cada uno de los senti-
dos, inferir de esos mensajes cuál es el objeto, reconocer cuando
está presente, pero también recordarlo cuando está ausente e
incluso prever una acción futura».61
En la interpretación de los sueños importaba saber si un ser
humano estaba sujeto al Destino, pero también importaba saber
también cuál era el margen de su libertad. Ante el mundo oníri-
co, el estoico no es sumiso: posee su juicio, un asentimiento que
le permite hacer suya o rechazar esa representación y a la vez lo
conduce a la acción, esto es, introducir su propia causalidad en
el orden del cosmos, lo que incide en el curso de las cosas. Está
consciente de que en ese orden no todo depende de él, pero tiene
un ámbito de libertad irrestricta que depende enteramente de él
y de nadie más: su juicio y su asentimiento. Ahora bien, las re-
presentaciones oníricas son fuente de muy diversas afecciones:
pueden contener peligros y amenazas pero también esperanzas,
temores, inquietudes, placeres o consuelos. Al individuo se le
presentan dos alternativas: o bien mantener una actitud racio-
nal ante ello, o bien dejarse arrastrar por esas afecciones. Su
respuesta nunca será arbitraria, ni una «libre elección», pues
depende del estado de su fuero interno, de manera que actuará
virtuosamente si su disposición es hacia la virtud o será arras-
trado por las pasiones si no es así. El estado del alma decidirá de
su acción futura: nunca dejará de ser racional, pero o bien sabrá
hacer uso de la razón o permitirá que su razón se equivoque.
Veamos ambas alternativas.

La virtud y los sueños

Es posible actuar virtuosamente durante y ante los sueños.


Pero para comprender la virtud y la búsqueda del bien entre los
estoicos debemos remontar nuevamente a la perspectiva cos-
mológica del universo, desde la cual todo comienza. Según la
doctrina, el fin último de la vida humana descansa en una co-
munidad profunda que une a todos los seres del universo a tra-
vés de un principio único: el Logos. En fundador de la escuela,
Zenón de Citio, había expresado este principio con la expresión
lapidaria: «vivir conforme». A pesar de su abstracción esta fór-
mula deja entrever el sentido fundamental: el fin último de la
57
vida humana es un vivir armonioso. No obstante a los seguido-
res de Zenón la fórmula les pareció incompleta y agregaron la
frase «vivir conforme... a la naturaleza». Bajo esta expresión se
encontraban un propósito: lograr un acorde perfecto entre la
naturaleza propia del ser humano y la naturaleza del cosmos a
la que este pertenece. Se añadieron algunas precisiones pero eran
apenas variantes de la definición originalmente debida a Zenón:
«hacer invariablemente y sin desviación alguna aquello que está
en nuestro poder para alcanzar las cosas naturales principales».62
Con ello quedaba establecido el telos, tÕ tšloj, el fin último de la
doctrina estoica. Esto era importante porque desde Aristóteles,
definir un telos propio era una premisa indispensable para cual-
quier doctrina ética.63 Los antiguos definían el telos como «aque-
llo que es perseguido por sí mismo», «el objetivo último de todos
los esfuerzos», «aquello que es lo más valioso». En breve, es el
Bien, que para el estoico se alcanza cuando su propia conducta
racional se ajusta con perfección al Logos universal.
Pero esto significa dejar atrás la conciencia ordinaria cuya
relación con la naturaleza oscila siempre entre la avaricia y el
miedo. La reacción ante los sueños, que permite al estoico per-
manecer sereno en el mismo lugar en que la conciencia ordina-
ria se pierde entre el temor y la impotencia, no es espontánea.
Tal impasibilidad, lo que previamente hemos llamado «querer al
Destino» es resultado de una profunda transformación del «yo»
y de la manera en que este concibe su relación con el cosmos.
«Vivir conforme a la naturaleza» es entonces una elección exis-
tencial, una forma nueva de subjetividad. Con ella se inaugura
un nuevo dominio de la vida moral: la acción que el individuo
debe realizar sobre sí mismo, sobre sus pensamientos y sus afec-
tos, sobre el estado interior de su alma. Es una nueva relación,
mucho más intensa, de sí consigo mismo. El individuo se con-
vierte en el centro de su propia reflexión porque su tarea consis-
te en conducir su modo de ser hasta la perfección respecto al fin
último que ha elegido. La cuestión que se plantea es: ¿cómo debo
gobernar mi existencia para darle la forma más adecuada en
relación a la razón que domina todas las cosas? ¿Cómo realizar
plenamente mi propia naturaleza racional?
Para los estoicos, la racionalidad es un logro de madurez. La
naturaleza ha dotado al ser humano de pensamiento, pero solo
llega a ser racional en una cierta etapa de su vida. Al inicio de su
vida, como todo ser vivo, el hombre está animado por un princi-
58
pio de sobrevivencia que lo lleva a elegir aquello que conviene a
su ser físico y rechazar aquello que repugna a su existencia. Cuan-
do niño, busca aquello que responde a su naturaleza material:
alimento, cobijo, protección. Pero gradualmente aparece en él
un nuevo impulso que, según los estoicos, se afirma alrededor
de los 14 años de edad: es la razón. Los bienes para la sobrevi-
vencia, originalmente prioritarios, pasan a segundo plano: los
verdaderos fines humanos son, en adelante, los fines de la ra-
zón. Con ello, el estoicismo no hace más que seguir la tradición
del pensamiento griego que, desde Sócrates, sostenía que reali-
zar la verdadera naturaleza del hombre era alcanzar la perfec-
ción de uno mismo, la areté, ¹ ¢ret». Lo propio de los estoicos es
identificar esta excelencia con la razón. «Vivir conforme» equi-
vale entonces a «alcanzar la suprema realización de uno mis-
mo», es decir lograr la Virtud, esto es, «aquello que está en com-
pleto acuerdo con la naturaleza de un ser racional, en tanto que
es racional», escribe Cicerón.64
Ahora bien, ¿cuáles son los principios en los que descansa
esa perfección de uno mismo? En este punto, los estoicos no son
innovadores: ellos hacían suyas las virtudes cardinales que eran
tradicionales en la cultura griega: sabiduría, templanza, fortale-
za y justicia. Sin embargo sostenían algo que les es propio: que
estas no son virtudes independientes sino manifestaciones de
una única virtud. La virtud solo es una, porque es un modo de ser
y todas sus exhibiciones se implican unas a las otras en ese modo
de ser: cada una de las virtudes implica la sabiduría, porque cuan-
do actúa con fortaleza o justicia, el individuo conoce lo que debe
hacer; cada una de las virtudes involucra a la fortaleza porque
cuando el individuo actúa con sabiduría o justicia, el individuo
pone a prueba la fuerza de su carácter; cada una de las virtudes
involucra la templanza, porque cuando actúa con sabiduría o
fortaleza el individuo se propone elegir las cosas mejores; cada
virtud involucra la justicia pues cuando actúa con templanza o
sabiduría ante los demás, el individuo entrega a cada uno el va-
lor que le es debido. Es por eso que los estoicos sostenían que
«aquel que tiene una virtud las tiene todas».65
Aparece aquí el rasgo más audaz de la ética estoica. Esta
coloca como principio básico que solo es bueno aquello que for-
talece a la virtud (en todas sus manifestaciones) y solo es malo
aquello que daña a la virtud. Y todo lo demás es indiferente. La
gran audacia estoica consiste en afirmar que solo hay un bien, el
59
Bien moral y solo hay un mal, el Mal moral y todo lo demás,
incluidos los bienes que la conciencia ordinaria considera como
«buenos» son indiferentes para la vida moral. Armado con este
principio, el estoico otorga o rechaza su asentimiento ante todas
las circunstancias de la vida. A cada evento le concede el valor
que es adecuado respecto a su virtud: es bueno aquello que for-
talece la sabiduría, la templanza, la fortaleza y la justicia; es malo
aquello que debilita a cualquiera de estas, y todo lo demás, como
ser rico, estar sano, ser bello, gozar de prestigio y muchas cosas
más, son declaradas indiferentes. Se consideran «indiferentes»
en la medida en que, por sí mismas, ni implican ni impiden a la
virtud. La enfermedad o la pobreza, por ejemplo, no son un obs-
táculo para ser prudente, equilibrado, generoso y justo; a la in-
versa, la riqueza y la belleza no hacen al individuo más pruden-
te, más generoso, más equilibrado o más justo. Por el contrario,
las cosas que dañan esos valores conducen al vicio: la ignoran-
cia, la impetuosidad, la cobardía, la injusticia. Es posible ser
imprudente, impetuoso, cobarde e injusto en plena posesión de
todos los recursos materiales. Es porque estos recursos son, por
definición, externos al alma y por ello indiferentes a la vida éti-
ca, porque todo el problema moral se concentra en el bien y en el
mal.66 De este modo, el estoico puede enfrentar todos los suce-
sos, los augurios, las predicciones que provienen de la interpre-
tación de los sueños. Ante una amenaza que pone en juego la
salud o la riqueza, por ejemplo, el estoico se dirá: nada de esto
afecta a mi virtud. El atrevimiento de los estoicos es haber he-
cho de la virtud algo completamente realizable al interior del
individuo: «Cuando el cuervo grazne un mal augurio, que no te
arrebate la representación. Sino al punto distingue en tu interior
y dite: eso no significa nada para mí, sino para mí cuerpecito o
para mí hacienda. Para mí, todo lo que indica es de buen augu-
rio si yo lo quiero. Pues está en mi mano obtener beneficio de
ello, sea lo que sea lo que se recibe».67
Esto no significa que los estoicos no valoren la salud, la ri-
queza o la belleza, pero no los consideran esenciales para la vida
moral. Sin embargo, también es claro que desvalorizando esos
recursos, el estoicismo queda expuesto a un rigorismo moral
que puede resultar descorazonador para el individuo común. Para
evitar este peligro, los estoicos crearon una nueva categoría: los
«indiferentes preferibles». Es preferible estar sano que enfermo,
ser rico que pobre, ser bello que feo, gozar de prestigio y no care-
60
cer de este. Es natural que el individuo persiga la riqueza, la
salud y la fama, y la doctrina lo alienta a ello. Pero debe saber
que si no los logra, ni la enfermedad, ni la pobreza o el infortu-
nio cancelan a la virtud, la cual se mantiene intacta a pesar de
esas adversidades. El estoico debe actuar en el mundo y su filo-
sofía no le invita a la marginación o al aislamiento. Él debe ocu-
par un sitio entre los hombres, desde el puesto de Emperador de
Roma, como sucedió con Marco Aurelio, hasta esclavo, como le
ocurrió por un tiempo a Epicteto, pero ambas situaciones, tan
opuestas una a la otra, por sí mismas ni impiden ni impulsan
alcanzar la armonía consigo mismo y con el cosmos que condu-
ce a la virtud. Por el contrario, aquel que alcanza a la virtud se
encuentra en un estado armonioso durante la vigilia o el sueño,
en la perfección de la razón, en una buena disposición perma-
nente e inalterable, invulnerable ante cualquier situación o vici-
situd externa. Será libre, porque nada ajeno puede impedirle vi-
vir la virtud; conservará para consigo la libertad de ser como
quiere ser, de elegir lo debido y rechazar lo injusto, libertad inte-
rior que nada, ni nadie, puede arrebatarle.
Es posible comprender mejor ahora la actitud estoica ante
las revelaciones de los sueños: estos augurios solo pueden refe-
rirse a los indiferentes (preferibles): pueden amenazar la salud,
la riqueza o incluso la vida, pero todo ello ha sido declarado
exterior al verdadero valor de la virtud y por tanto el estoico los
evaluará en concordancia. Los sueños pueden amenazarnos y
más aún, cumplir su amenaza, pero no está a su alcance alterar
el libre uso de su virtud con la cual se les hará frente, sin doble-
garse.
«Virtud» es vivir bajo la guía de la razón. No puede haber fin
más alto. Cuando los estoicos se refieren a la virtud la rodean de
los adjetivos más entrañables: Stobeo la llama «buena», agrada-
ble», «preciosa», «bella», «útil», «necesaria», «ventajosa». Aun-
que esto pueda parecer un tanto retórico y ampuloso, tales ex-
presiones dejan ver una admiración sincera por la completa ar-
monía espiritual. La virtud no es otra cosa que la perfección de
la vida lograda bajo la razón, una vida bien vivida que los seres
humanos tienen razón en llamar «felicidad».68 Crisipo definía la
felicidad como «el suave flujo de la vida» (que como sabemos
alcanza tanto la parte consciente como la parte onírica), una
existencia que será el florecimiento del individuo porque realiza
todas las acciones razonables bajo el estándar de la naturaleza.69
61
Es por ello que la virtud alcanza toda la existencia del hombre.
Puede parecernos extraño, pero para los estoicos la virtud es
algo visible, es un cuerpo y como tal provoca modificaciones en
el cuerpo del hombre que la posee. A la virtud se la ve en el
estado físico inalterable del sabio, en la perfecta estabilidad de
su carácter, en su presencia que se hace patente en todos sus
comportamientos, en todos los actos de su vida. Es una existen-
cia que exhibe su verdad. El sabio estoico encarna la virtud (pues
se ha hecho el mismo la encarnación). Él es la muestra palpable
de un Logos actualizado que anima, intensifica, prueba y verifi-
ca su existencia.
Es muy importante para nuestra tesis hacer ver la diferencia
que separa la forma de la subjetividad moral estoica de la forma
de la agencia moral de nuestros días. Las éticas antiguas, a dife-
rencia de las éticas modernas, no descansaban en la obligación
moral ante una ley considerada verdadera. Los antiguos no se
preguntaban, como lo hacemos nosotros, primero, cuál era una
norma válida universal y, luego, cuál debería ser el fundamento
de la obligación que se tiene para seguir esa ley. Los antiguos
deliberaban más bien sobre lo que es una vida lograda, una vida
buena guiados por una concepción de sabiduría práctica que,
desde Aristóteles, era llamada «prudencia» y se afanaban luego
en modelar su carácter individual para llevar su existencia a esa
perfección. Es esto lo que les conducía a prestar atención a sí
mismos, a ocuparse de sí mismos.
En segundo lugar, en la antigüedad la acción del agente moral
no descansaba en la «voluntad» entendida como un impulso es-
piritual indeterminado orientado hacia el bien. Para las éticas
antiguas no es suficiente con «querer el bien»; para ellas es in-
dispensable saber qué es el bien, conocerlo mediante un juicio
adecuado que conduce a la acción moral verdadera. Esas éticas,
en particular la ética estoica, descansaban en un conocimiento
del mundo y un conocimiento sobre sí mismo.70 De ahí provie-
nen las sorprendentes definiciones estoicas de la virtud en tér-
minos de «ciencia»: «la virtud es la ciencia del bien y del mal; el
vicio es la ignorancia del bien y del mal».71 Los términos «cien-
cia» e «ignorancia» indican que hay que conocer lo que se persi-
gue, darse los medios para alcanzarlo, preparar la disposición
interna para acoger ciertos valores y rechazar otros. A diferencia
de las éticas actuales la acción moral no inicia con un mero im-
pulso indiferenciado de la voluntad decidida a obedecer por de-
62
ber a una ley cuyo contenido se determinará posteriormente. El
concepto moderno de «voluntad», como un poder espiritual en
sí mismo neutro que puede ser orientado hacia donde lo desee el
individuo es algo completamente desconocido en la antigüedad
y en particular entre los estoicos. El término latino «voluntas»,
que se encuentra por ejemplo en Séneca, no es equivalente a la
facultad indeterminada de nuestros días, como lo muestra el si-
guiente pasaje: «La conducta no será correcta a menos que la
voluntas actúe correctamente, porque esta, la voluntas, es la fuen-
te de la conducta. Ni tampoco puede la voluntas ser correcta sin
una adecuada actitud de la mente, porque esta es la fuente de la
voluntas».72 Para los estoicos, la voluntad no tiene un papel inde-
pendiente o previo al conocimiento, de manera que en lugar de
usar el término «voluntad» ellos introducen una «buena disposi-
ción», es decir, una forma del alma proveniente de un conoci-
miento determinado que conduce a un comportamiento ade-
cuado. El estoico no «dirige» su voluntad hacia un fin externo,
más bien él «elabora» su buena disposición, la educa como una
disposición que sabe lo que persigue en su acción. En la doctri-
na estoica «voluntad» significa «disposición interior» que es bue-
na porque sabe qué debe elegir y qué debe rechazar, porque se
ha determinado a «querer» lo que es acorde con la prudencia, la
templanza, la fortaleza y la justicia. Siguiendo el «intelectualis-
mo» de la ética griega posterior a Sócrates, esa doctrina estima
que no se puede ser virtuoso si no se sabe lo que se debe perse-
guir, lo que es realmente valioso y uno se conforma con obede-
cer a la ley por el simple deber.
Se percibe ahora la importancia excepcional de la forma-
ción de ese discurso interior que responde a la pregunta ¿cómo
debo ser? El agente moral vive en un cosmos ordenado por leyes
que ninguna voluntad puede alterar. Pero cuenta con un domi-
nio interior de libertad irreductible:73 su juicio que le permite
asentir o rechazar y así mantenerse impasible ante todo lance de
la fortuna, declarando indiferentes los males y los bienes que
torturan a la conciencia ordinaria. Los estoicos valoran sobre
todas las cosas esta independencia: el individuo es libre porque
no depende del azar de nada ajeno, porque ha logrado la com-
pleta impasibilidad y por tanto de percibe a sí mismo en un esta-
do similar a los dioses. Diógenes Laercio nos hace saber que «la
felicidad de Zeus de ningún modo es más preferible, bella o va-
liosa que la felicidad del sabio estoico».74 Solo que a diferencia
63
de los dioses a los que este estado les es dado sin restricción por
la naturaleza, los hombres deben ocuparse de sí mismos para
alcanzarla, construyendo la verdad de su existencia a medida
que se distancian de su naturaleza biológica. Así emerge la «pre-
ocupación de sí», esto es una vigilancia permanente de uno mis-
mo, un saber de sí mismo, un examen frecuente de su fuero inte-
rior, un autodominio, la moderación, ¹ ™gkr£teia, tanto en la
vigilia como en el reposo.
Esta elaboración de sí no es una suerte de accesorio que ven-
dría a agregarse a una conciencia ya dada sino que constituye
toda la identidad del «yo», toda la subjetividad, incluida la inte-
rioridad de la conciencia.75 Estas filosofías conciben al indivi-
duo como algo completamente maleable: su libertad consiste
justamente en darse la forma que ha elegido para sí.76 Desde esta
perspectiva, el «yo», su subjetividad, no es una sustancia que
permanece invariable a través de todas las experiencias, sino que
es una forma, un resultado que no es siempre, ni sobre todo,
idéntico a sí mismo.77 Su reacción ante las advertencias oníricas
le hará saber hasta qué punto ha logrado modificar su discurso
interior en relación a la verdad que la doctrina le propone. Si
logra permanecer impasible ante las amenazas o el infortunio
mostrará su propia verdad, que su existencia se ha hecho «ver-
dadera».
Según la filosofía estoica el ser humano no es en sí, por su
naturaleza, ni bueno ni malo. Solo es racional y por tanto su
tendencia natural es vivir bajo la razón, esto es decidir ser libre-
mente él mismo. De manera que cuando elije el bien lo hace por
un impulso que corresponde a su naturaleza esencial y no lo
hace contra esta naturaleza. A diferencia de otras doctrinas éti-
cas para las cuales la razón no sobrevive sino venciendo a la
naturaleza primitiva, para los estoicos el ser humano solo es vi-
cioso cuando se desvía de la razón, cuando se equivoca e ignora
qué es lo suyo propio. No es el bien lo que debe ser explicado,
pues este es un impulso de su naturaleza racional, sino el mal, el
vicio lo que requiere explicación. Desde luego, no todos los seres
humanos se comportan racionalmente, pero esta conducta des-
viada no proviene de su naturaleza innata sino del fracaso de la
razón.
La acción humana no está dominada por un impulso innato,
sino por una disposición interior del alma. Virtud, saber y ac-
ción humana son inseparables. Los estoicos no admiten, como
64
lo hace Aristóteles, que alguien pueda tener una buena disposi-
ción interna de la que no hace uso; para ellos no hay, como en
Platón, una buena disposición interior que luego que traduce en
actos inmorales. No es verdad que uno sea interiormente bueno
y exteriormente malvado. ¿Cómo podría ser razonable saber lo
que es bueno para uno y luego no buscarlo? Si el individuo sabe
lo que es mejor, no es racional no perseguirlo. En consecuencia,
sus actos delictivos revelan que el criminal no sabe lo que es
racional y bueno. Es un ignorante. El malvado, el criminal, el
colérico, el envidioso, todos ellos actúan por ignorancia, por una
anomalía de la razón que ignora lo que es conveniente querer
para sí mismo, y es de este modo, como ignorantes, que deben
ser explicados. Cuando actúan mal no es su naturaleza primaria
la que triunfa sino su razón la que fracasa. Fracaso de la razón,
pues el delincuente no puede argumentar que está dominado
por una mala naturaleza invencible: según los estoicos, es una
pobre excusa para un ser humano afirmar que su razón no pue-
de nada contra sus impulsos. Cada uno, el criminal incluido, es
responsable del estado de su alma: cada uno es bueno o malo
por decisión propia, pues es libre y por ende, todas sus malas
acciones le serán imputadas con justicia, como corresponde a
un ser racional que se equivoca, sin atenuantes. La libertad es-
toica tiene como contrapartida la absoluta responsabilidad de
uno mismo.
La virtud es un carácter que cada uno puede formarse por la
reflexión consigo mismo y que se prueba en la continuidad de la
conducta. ¿Puede este estado de perfección perderse en algún
momento, por ejemplo durante el sueño? Según Aristóteles, quien
distingue entre disposición interior y uso de esta disposición, la
virtud puede perderse en aquellos momentos en los que la razón
deja de actuar momentáneamente sea en un estado de embria-
guez o durante el sueño. Entre los estoicos la respuesta no fue
unívoca: según Cleantes, siguiendo la tesis original, una vez que
el sabio alcanza la virtud esta no puede perderse, ni aun tempo-
ralmente —a consecuencia por ejemplo del sueño o la melanco-
lía—. Crisipo por el contrario pensaba que «era mejor admitir
que no es sabio tratar de mantenerse sabio por medios insensa-
tos»78 y que, por lo tanto, es mejor suponer su pérdida temporal
que admitir la presencia de la virtud en momentos que pueden
resultar indignos. La virtud, según Crisipo, puede perderse tem-
poralmente durante el sueño y en este el individuo puede incu-
65
rrir en representaciones odiosas y repugnantes, mientras las fa-
cultades racionales están debilitadas. En el sueño, lo mismo que
en las alucinaciones alcohólicas pueden manifestarse «objetos
imaginarios, apariciones del pensamiento que tienen cierta fa-
miliaridad con los objetos existentes, pero que son falsas porque
no corresponden a ningún objeto real, aun cuando resulte impo-
sible distinguirlas de las representaciones verdaderas».79 Por tan-
to, ellos se esfuerzan por constituir una buena disposición inter-
na que no puede estar ausente en ningún momento y buscan
reducir esos momento que, como los sueños, pueden quedar
excluidos del reino de la virtud: el «yo» sabrá de su propia virtud
por el contenido de sus sueños que no hacen más que reflejar el
estado de su alma que se le escapa en la vigilia.

La razón se equivoca: las pasiones

Las representaciones oníricas y visionarias provocan afec-


ciones amenazantes o placenteras en el alma racional y, de acuer-
do con su disposición interior, esta reacciona frente a cada afec-
ción otorgando su asentimiento o rechazándola, pues ambas
funciones son «maneras de ser», «actos» del Logos. Aunque la
naturaleza racional del hombre lo orienta hacia el bien, sucede
igualmente que la razón fracasa: el individuo actúa como un
insensato. Pero, ¿por qué fracasa la razón? Para una ética que
descansa en la razón, como la estoica, la existencia de emocio-
nes que parecen escapar a la razón se convierte en un problema
que tarde o temprano deben afrontar. Así lo hicieron, con la par-
ticularidad de afirmar que todas las afecciones, aun las más ne-
gativas, como las pasiones, son alteraciones del alma racional y
que todas son atribuibles a esta, sin intervención de ningún fac-
tor «irracional». En esta filosofía, las pasiones son desordenes
de la razón. Es la misma razón, la única que poseemos, la que
conduce a la virtud o la que lleva al vicio. Es el alma racional,
siempre activa, la que por debilidad se deja llevar por emociones
excesivas como el miedo, el dolor, el placer o el deseo, afecciones
que la perturban y la pierden.80
Para el pensamiento de nuestros días la doctrina estoica de
las pasiones puede parecer extraña: ¿puede la razón ser su pro-
pio verdugo? ¿Puede la razón dañarse a sí misma?, ¿explicar su
propia desviación? La dificultad reside en la concepción moder-
66
na de la razón. Salvo pocas excepciones filosóficas, según la
modernidad, la razón y el mal no pueden ir juntos; la razón solo
puede orientar hacia el bien y para evitar culparla de nuestros
males preferimos atribuir las malas acciones a otras facultades
psíquicas, o a otro impulso, lo mismo que Platón aceptaba la
existencia en el alma de una parte irascible y otra parte concu-
piscente, ajenas a la parte racional. Para salvar a la razón de ser
la causante del mal, otras doctrinas adoptan estrategias ligera-
mente diferentes: por ejemplo, aceptan que no hay otra alma
que el alma racional, pero esta tiene la debilidad de tolerar pe-
queñas derrotas cotidianas de aspecto insignificante que, suma-
das, la entregan finalmente al vicio. O bien aceptan a la razón,
pero reconocen que su alcance es limitado y por ello ciertas cau-
sas externas la inducen a acciones irracionales. El estoicismo y
en particular Crisipo tuvo el valor de enfrentar este escándalo
que se le presentaba así: o bien la razón es causa de sus propias
perturbaciones —y los impulsos ajenos no son excusa para su
caída—, o bien las causas externas —incluida nuestra naturale-
za biológica— escapan a su control y la conducen al vicio. Crisi-
po eligió la primera vía y de ahí proviene su concepción de las
pasiones como un movimiento arrebatado, excesivo, del alma
racional: en otras palabras, para Crisipo la razón no es buena
siempre por sí misma o lo que es lo mismo, la razón puede ser
depravada.
Recuérdese que el alma racional o «principio rector», es un
poder práctico de representación y de asentimiento al cual nada
le escapa: él es responsable de toda acción intencional. Ahora
bien, asentir a una representación, onírica u otra, no es recibir
pasivamente una impresión no sensible sino también admitirla,
hacerla nuestra como válida y esto último depende del estado
del alma del durmiente (que en principio puede resistir). Las
creencias que este hace suyas son su único «yo»,81 y su configu-
ración está compuesta de ese haz de creencias que no le son
ajenas. Si su espíritu acepta el miedo transmitido por una ima-
gen (como en el caso del suicida) es porque el «yo» está compro-
metido con ella. Es por eso que Séneca escribe: «el espíritu no
opera desde el exterior a las pasiones para impedirles ir más
lejos de lo conveniente, sino que él mismo deviene pasión... lo
repito, pasión y razón no tienen un asiento particular separado:
no son más que modificaciones del espíritu en bien o en mal».82
No hay en el alma estoica dos o más facultades antagónicas que
67
se contraponen, sino solo una facultad razonante que, sin em-
bargo, es susceptible de adquirir diversas modificaciones de
acuerdo con su tensión interior. No hay tampoco dos generado-
res de motivación de la conducta (los pensamientos por un lado,
la voluntad por el otro), ni dos centros de interés psíquico. La
acción malvada, la acción pasional, son simplemente la facultad
razonante pero tomada en un rol que la perturba hasta anularla:
por eso tiene sentido afirmar que el asentimiento virtuoso o vi-
cioso son causados por la misma alma y por ninguna otra cosa.
La realidad de la acción moral del individuo está toda entera en
el asentimiento, en el buen uso de la razón, en la decisión que
hace suya o rechaza una emoción. De este modo, ser dominado
por la angustia provocada por un sueño es fracasar en la dispo-
sición de la razón.
El problema ético de «el buen uso de la razón» tenía profun-
dos antecedentes en el pensamiento griego, desde Sócrates, pero
en la época de los estoicos las dudas para aceptar ese «buen uso»
se habían incrementado, especialmente por el fortalecimiento
del escepticismo filosófico que había caracterizado a la Nueva
Academia, heredera de Platón. Para los escépticos resultaba im-
posible encontrar en la vida moral un patrón de la verdad; en
consecuencia ellos «suspendían su juicio» (la conocida epojé, ¹
™poc») ante toda acción humana y no afirmaban ni su verdad ni
su falsedad. Era imposible (casi como hoy) tener un juicio defi-
nitivo sobre lo que era bueno o malo. A lo que parece, a través
del sorprendente procedimiento de «suspender su juicio» sobre
todas las cosas los escépticos alcanzaron, sin proponérselo, la
serenidad completa del espíritu. Pero los estoicos combatieron
frontalmente este escepticismo moral. Lo hicieron reivindican-
do a la razón: ellos afirman que los seres humanos poseen la
misma razón que los dioses pero su libertad les permite, incluso
a la mayoría, hacer mal uso de aquella. El que la mayoría de
individuos se equivoque sobre lo que hay que pensar y hacer, o
bien que la mayoría carezca de la fuerza de carácter para actuar
conforme a lo que sabe que es correcto, no significa que carez-
can de razón o que la hayan perdido: simplemente no saben ha-
cer uso de ella y caen en las pasiones como la codicia, el miedo o
los placeres. Estas pasiones son un abatimiento de la razón. Los
estoicos identificaban la pasión como páthos, tÕ p£qoj, y al esta-
do del alma que la sufre lo llamaban diástrophe, ¹ di£strofh,
término griego que indica «desarreglo», «distorsión», «deforma-
68
ción». Cuando Cicerón intentó verter estos términos filosóficos
griegos al latín, consideró que el equivalente exacto sería «mor-
bus», «enfermedad», pero acabó por preferir «perturbatio», «per-
turbación», que indica mejor su carácter de acción inmoderada,
aunque no evita un tono peyorativo. Como perturbaciones del
alma, las pasiones pueden suscitar una gama muy amplia de
reacciones en el individuo, desde un pequeño malestar pasajero
hasta un sufrimiento irrefrenable: todas ellas pueden manifes-
tarse en afecciones físicas o psíquicas que les son característi-
cas. Es entonces natural que se combata a las pasiones, lo mis-
mo que se combate una enfermedad. Sin embargo, a diferencia
de la enfermedad que se sufre pero no se elige, la pasión depen-
de del estado del alma del afectado y por ello y por el hecho de
que puede producir temporalmente algunas formas de placer, la
pasión no siempre lleva consigo un deseo de curación, al menos
hasta cierto punto.83
Las pasiones provienen de elecciones equivocadas de la ra-
zón: son pues juicios, pero juicios viciosos. ¿Cómo se equivoca
la razón? Se equivoca en el momento en que otorga su asenti-
miento a aquello que daña al bien y la virtud. Recordemos que
para el estoico solo es un bien aquello que fortalece a la virtud y
sus manifestaciones: la prudencia, la templanza, la fortaleza y la
justicia (con sus derivados), y solo es un mal aquello que debilita
a la virtud: la insensatez, el desequilibrio, la cobardía y la injus-
ticia (con sus innumerables derivados). Todo lo demás es un in-
diferente. Este es el primer juicio que puede ser erróneo: por
ejemplo, un sueño que le informa al individuo que su fortuna
está amenazada: luego, este concluye que un bien está en peli-
gro y se deja dominar por el miedo de perderla o la cólera ante el
que lo amenaza. Si esto sucede, su reacción será errada, violen-
ta. El primer error de juicio proviene de considerar a la riqueza
como un bien cuando, como sabemos, respecto a la vida moral
es un indiferente, pues ni alienta no disminuye la virtud del so-
ñador. Aquí, el error de juicio no es carencia de juicio: el alma
racional ha reflexionado y se ha dicho «mi fortuna, un bien, está
en peligro», pero ha reflexionado mal porque ha dado un juicio
de valor equivocado. El individuo no ha dejado de ser razonador
y desde el punto de vista formal el silogismo que lo lleva a la
conclusión es perfecto, pero no sabe lo que debe valorar real-
mente, por eso Crisipo insiste: «en tales casos hablamos de un
“apartarse” irracional, no para designar un mal proceso en el
69
razonamiento, como se diría de lo contrario de lo que está bien
razonado, sino para designar el darle la espalda a la razón».84
Como puede verse, por «razón» los estoicos no entienden solo
un proceso lógico formal, sino también un juicio de valor, algo
referido a un contenido, algo que la conciencia «sabe» que debe
querer.
Este primer juicio equivocado orienta mal al soñador, pero
aun no lo arroja a la pasión. Lo orienta mal porque produce en él
una perturbación de origen. Los estoicos distinguen cuatro pa-
siones fundamentales que conducen al «yo» a la inquietud: el
placer, la pena, el deseo y el miedo, todas las cuales pueden ser
promovidas por los sueños. Las dos primeras se refieren a lo que
se toma erróneamente como un bien que acaece en el momento
presente: el placer emerge si se cree, por ejemplo, que la bebida
o las mujeres son de suyo un bien. La pena emerge si se piensa
que aquello que acaece en el presente es un mal, por ejemplo, la
enfermedad. Las dos pasiones adicionales, el deseo y el miedo
provienen de un mal juicio de lo que puede sobrevenir en el futu-
ro: el deseo surge si se cree, erróneamente, que algo futuro es un
bien, como una herencia; el miedo, si se cree equivocadamente
que la pérdida de una fortuna es un mal que puede acaecer en el
futuro. Las cuatro pasiones fundamentales tienen un gran nú-
mero de pasiones derivadas: por ejemplo, el deseo, avivado por
un sueño, es una tendencia bajo la cual se cobijan el ansia (que
es un deseo separado de su objeto, pero tenso y anhelante), el
odio (que es un deseo de hacer daño a alguien), la cólera (que es
un deseo de castigo dirigido a alguien que parece alejarnos de
nuestro propósito), el rencor (que es una cólera envejecida y en-
conada que aguarda su oportunidad) o el furor (que es un deseo
de hacer daño que está en su momento de inicio), y muchas
más.85 El miedo, también quizá promovido por un sueño, es la
previsión de un supuesto mal que llegará, pero bajo su manto se
cobijan el terror, la indecisión, la vergüenza, el espanto, la turba-
ción, la angustia y otros más.86 Los estoicos fueron unos nota-
bles taxonomistas de las pasiones y las codificaron con gran de-
talle; por ejemplo, fueron capaces de detectar 27 especies de de-
seo.87 Pero el propósito de estas clasificaciones de la pasión no
era erigir un catálogo de la servidumbre humana, sino detectar
con precisión el mecanismo de su formación para prevenir pos-
teriormente su cura.
No obstante, este primer juicio equivocado no produce aún
70
una pasión. Según Crisipo, al primer juicio se agrega un segun-
do juicio equivocado que suele pasar inadvertido aun para el
que lo sufre y que exacerba la situación. Este segundo juicio dice
«y está bien para mí entregarme a ese impulso». El durmiente
ha soñado que alguien amenaza su fortuna, ha concluido falsa-
mente que un bien está en peligro, este es el primer juicio erró-
neo, pero además agrega «y está justificado que dirija todo mi
odio contra aquel que me amenaza». Al primer juicio se ha agre-
gado un segundo mal juicio que con frecuencia es instantáneo y
por ello pasa inadvertido, según el cual está justificada la pasión
que lleva al paroxismo. La pasión tiene pues dos componentes:
un mal juicio de valor y un mal juicio de la tendencia hacia la
acción: según el primero la pasión surge de un abandono de los
valores realmente racionales (pues la fortuna es solo un indife-
rente preferible), y luego tal desobediencia a la razón se convier-
te en transgresión, pues deja atrás la medida justa en que el lo-
gos puede oponerse a cualquier tendencia, y es por ello que la
acción de odiar puede ser llamada «excéntrica». El sueño le en-
vió un mensaje: tu fortuna está en peligro; el soñador agregó «un
bien está amenazado» y este juicio lo arrojó al miedo, y el miedo
lo arrojó a la cólera cuando un segundo juicio le aseguró que
está justificado el odio a aquel que amenaza ese supuesto bien.
He aquí al soñador entregado al miedo incontrolable, a la cólera
irrefrenable, a la zozobra, la inquietud y la angustia que ya he-
mos definido.88 Estas pasiones son causadas exactamente por el
mismo mecanismo que genera cualquier otro impulso, salvo que
son equivocadas y excesivas. La pasión se revela como la razón
llevada a la turbulencia. La expresión griega para ello era hormé
pleonazouza, derivado del verbo pleonázo, pleon£zw, que signifi-
ca «exceder» «superabundar», pero en la forma gramatical de
participio presente, esto es, se trata de algo que «está excedien-
do», una actividad que ya está desbordando la medida conve-
niente.89 ¿Quién ha sido responsable de la zozobra? ¿El sueño o
el mensaje?, ¿o tal vez la riqueza o el individuo que amenaza?
Ninguno de estos: la responsable ha sido la razón del soñador
que ha equivocado dos juicios, la razón que se ha dejado arras-
trar por ella misma al desobedecerse. Nada exterior le ha im-
puesto tales juicios: es ella misma la que crea las normas bajo las
que vive y por tanto es ella misma la que tiene la capacidad de
transgredirlas. La razón está perturbada sin dejar de estar pre-
sente; de ahí la definición de pasión que se encuentra en Cice-
71
rón: «toda pasión es un momento del alma desprovisto de razón
o que desdeña a la razón o que desobediente de la razón».90 Plu-
tarco agrega: «es un exceso de la tendencia [...] alguna extrava-
gancia contraria a las resoluciones de la razón».91 El sueño ha
roto la armonía de la vida. El equilibrio emocional está perdido:
puesto que la armonía y el equilibro son las propiedades de la
felicidad, esta se ha extraviado. No es casual entonces encontrar
al individuo que se ha dejado dominar por la pasión recurrir a
toda clase de actos innobles, degradantes e injustos. «Impulso
excesivo» quiere decir justamente «falta de equilibrio», «ausen-
cia de armonía», pero esto no le ha sido impuesto al soñador por
algo externo sino que es algo que, en su ignorancia y en su debi-
lidad, el alma se ha auto-impuesto.
El individuo dominado por una pasión (el miedo, el amor, la
codicia) está «fuera de sí», se «huye a sí mismo» y con frecuen-
cia agregamos «ya no es él mismo». Se trata de juicios que nos
llevan «fuera de nosotros», escribe Epicteto.92 La pasión lo ha
colocado en un estado de «éxtasis». Lo irracional es justamente
este paroxismo: la perturbación predomina sobre el equilibrio,
como si la mente racional que produjo la pasión ya no fuera
capaz de controlarla, como si ella hubiera perdido la habilidad
de ejecutar sus propias órdenes.93 Crisipo, quien solía buscar
fuentes de inspiración filosóficas en la literatura griega, pensaba
que su doctrina podía dar cuenta de aquellos personajes derro-
tados por la cólera, enceguecidos por el odio, sometidos por el
deseo, individuos que se precipitan en actos que claramente van
en contra de su interés. ¿Si no es así, cómo entender el sacrificio
de sus propios hijos ejecutado por Medea? Es posible defender
que el aspecto más destructivo de la pasión es que está acompa-
ñada de un sentimiento de falta de auto-control. La pasión es un
abdicación de la razón, pero según los estoicos esta no ha sido
vencida por algo más fuerte, sino por sí misma, y por eso la pa-
sión no indica (como se cree actualmente) una fortaleza del es-
píritu sino a la inversa, una debilidad del alma. En consecuen-
cia, toda pasión es en cierto sentido voluntaria, aunque el apa-
sionado mismo lo ignore.
Lo interesante para nosotros es que en esta filosofía, el pro-
blema de las afecciones destructivas no conduce a admitir la
existencia de otras fuerzas superiores a la razón, sino a pregun-
tarse por la causa que origina la debilidad del alma racional. Los
estoicos examinaron esto último con detenimiento; analizaron,
72
por ejemplo, las dificultades que el individuo tiene para distan-
ciarse de las representaciones inmediatas. En efecto, la primera
reacción ante algo que nos amenaza o nos atrae, es espontánea.
Los estoicos lo sabían y admitían que el ser humano, incluido el
sabio, no es monolítico. Aun el alma mejor preparada, si es asal-
tada de improviso en un sueño por una representación destruc-
tiva, podría no lograr contener un reflejo instantáneo. Pero lo
importante no es la primera reacción sino la capacidad de otor-
gar o no el asentimiento y esta capacidad de juzgar requería de
un cierto distanciamiento. Por ejemplo, un hombre injustamen-
te ofendido reaccionará instantáneamente a la agresión, pero si
actúa racionalmente sabrá distanciarse de esta reacción inme-
diata. A este reflejo que parece presentarse previamente a la ac-
ción de la razón, la llamaron «pasión preliminar»94 y aceptaban
que todos, incluidos los sabios, la padecían. Aristóteles también
aceptaba que ante la presencia de un hermoso cuerpo femenino
el alma se conmueve (y agregaba pícaramente «y también otras
partes del cuerpo»). Los estoicos admitían esas reacciones ins-
tantáneas previas a la razón porque el filósofo no posee una fuerza
sobrehumana. Lo que no estaban dispuestos a aceptar era la
existencia de una potencialidad interna del alma que no se ac-
tualiza en actos morales; para ellos, una interioridad pretendi-
damente buena pero nunca realizada es una mera quimera; se-
gún ellos, el hombre es sus acciones y cada acción es un evento
real que exhibe el alma que la causa y por ello justifica que al
individuo le sea atribuida toda la responsabilidad.
Los estoicos estaban conscientes de que la pasión no es el
único mal que asalta a los insensatos: se agregan los vicios, los
actos encubiertos, los errores de apreciación, porque el insensa-
to actúa «fuera de toda razón», siempre entregado a la persua-
sión de las cosas externas. Aceptaban además que no todos los
individuos enfrentan las mismas dificultades. Con su intenso
sentido de la individuación, el estoicismo estaba dispuesto a ad-
mitir que cada individuo es diferente de otro y que la debilidad
del alma descansa en ciertos rasgos de carácter que pueden ju-
gar un papel benigno o maligno ante las representaciones exter-
nas. Así, ante sueños similares cada uno reacciona como le es
propio. Por ello, distinguían en el alma humana individual va-
rios estados posibles: proclividad, padecimiento y enfermedad.
La primera, la proclividad, es una propensión, una tendencia del
alma, pero que no está del todo exenta de algún grado de inten-
73
cionalidad en el individuo, esto es de la existencia en su interior
de alguna creencia errónea.95 Entre estas propensiones se en-
cuentran la inclinación al deseo, a la envidia o a la cobardía: el
temeroso, por ejemplo, es proclive a mantener una actitud de
miedo ante cualquier mensaje onírico. Los «padecimientos», por
su parte, son opiniones equivocadas provenientes de un juicio
falto de fuerza que se encuentra en estado inicial. Salvo que son
iniciales, los «padecimientos» no son distintos de las «enferme-
dades» que son padecimientos que se han enraizado y endureci-
do y que por ende resultan difíciles de erradicar, al menos hasta
que se logre un reajuste profundo de la personalidad. Entre los
padecimientos del alma, que los sueños pueden alentar se en-
cuentran: «la locura por las mujeres», «la locura por el vino» o
«la locura por la comida».96 Naturalmente, las enfermedades o
la intemperancia del carácter pueden verse favorecidas por cau-
sas adicionales como una mala educación, la influencia nociva
del medio, las amistades dudosas. Por último, ningún método
educativo es infalible y no puede descartarse que aun el indivi-
duo que ha recibido la mejor educación se equivoque y caiga en
el error.
Pero ninguna de estas circunstancias justifica una abdica-
ción de la razón. Entre los estoicos es inquebrantable la idea de
que lo propio del ser humano es su capacidad de distanciarse de
cualquier mensaje onírico, de cualquier circunstancia, para de-
terminar sus propios fines racionales, para ser el individuo que
desea ser. Cuando no lo hace es simplemente que su alma racio-
nal no ha sido activada, que en esta prevalece la pasividad y no
sabe elegir. Un alma racional que ha sido descuidada, carece de
tensión interna, es débil y no está en condiciones de adherirse a
la verdad: posee un juicio pobre, un asentimiento enclenque y
esta atonía es la que explica la irrupción de la pasión, la agita-
ción exuberante que la caracteriza. Según la doctrina estoica, si
la tensión del alma del soñador es insuficiente, el Logos se debi-
lita y aunque conozca las normas del bien es incapaz de apegar-
se a estas: en esto consiste la desobediencia de la razón y la des-
mesura propia del alma apasionada. En definitiva, es esta con-
cepción de la debilidad y la pasividad del alma en la pasión la
que separa a los estoicos de la percepción moderna. El término
páthos, tÕ p£qoj, que normalmente es traducido por «pasión»,
tiene en la lengua griega una connotación de «pasividad» que no
poseen sus equivalentes modernos: «nosotros aprobamos una
74
acción hecha con pasión, pero en general no nos felicitamos por
ser pasivos, por “sufrir”, “recibir”, y estos son los estados del alma
que el término griego evoca».97 Lo notable entre los estoicos es
que atribuir esa pasividad a la acción del individuo: es algo que
el agente «ha dejado de hacer» y, por tanto, nos resulta extraño
el término páthos aplicado a una «pasión pasiva» o una «pasión
sufrida». Un soñador dominado por la pasión tiene un grado de
responsabilidad pues se ha dado a sí mismo un alma frágil que
sufre las amenazas oníricas. Sin embargo, tanto la debilidad como
la fortaleza del alma tienen en común que dependen del agente,
proveen de alguna clase de fuerza al asentimiento y este se tra-
duce en una decisión a actuar. Según los estoicos un asentimien-
to correcto dado por un alma fuerte no puede cambiar, porque
ellos no conciben que un hombre conozca el bien y no lo bus-
que. Por ello no admiten la categoría tradicional de «voluntad
débil», akrasía, ¹ ¢kras…a, pues según ellos un alma frágil no
puede contener un asentimiento fuerte. Si un «yo» fuerte fraca-
sa y cae en la pasión es porque el soñador ha cambiado su razón
o bien porque el asentimiento original no era tan fuerte como
pretendía. Todos los asentimientos conducen a la acción y si en
la acción se presenta un contratiempo, este debe ser explicado
como una instancia de súbito cambio del asentimiento y del
impulso.98
Desde el punto de vista estoico, las pasiones humanas no
tienen ningún misterio: ellas provienen de dos errores de juicio,
uno respecto a lo que es valioso y otro por la intemperancia del
alma que los produce y los mantiene. Naturalmente, esta asocia-
ción entre pasión y debilidad de la razón enfrentó muchas obje-
ciones de gran fuerza, por ejemplo, ¿pueden los seres irraciona-
les tener pasiones? A esto, los estoicos respondían que los ani-
males poseen afectos que no llegan a ser pasiones, pues las bestias
son incapaces de tales juicios y por tanto no tienen el poder de
acrecentar o contener la fuerza de sus impulsos. Una segunda
objeción más seria provenía de la pregunta: ¿qué es lo que pro-
voca que, durante un período, el afligido no pueda escapar a su
pasión pero que con el paso del tiempo esta tienda a mitigarse?
Si la pasión proviene de un juicio y una creencia equivocada
resulta difícil explicar por qué, con el transcurso del tiempo, el
juicio y la creencia subsisten pero la pasión se extingue. La res-
puesta estoica descansa en el segundo juicio que realiza el apa-
sionado, aquel que lo conduce a la desmesura de la acción: «y
75
está justificado para mí entregarme a tal acto». En efecto, la pri-
mera evaluación nos engaña acerca de aquello que debemos
aceptar como un bien o como un mal (por ejemplo, la adverten-
cia onírica acerca de nuestra fortuna) pero el segundo agrega
que está justificado que debido a ellos suframos una contrac-
ción o una expansión del alma (el odio) contra el supuesto agre-
sor. Durante el período que este segundo juicio prevalece, el in-
dividuo padece una «opinión fresca»;99 esta es llamada «fresca»
no porque sea necesariamente reciente sino porque tiene que
ver con el estímulo a reaccionar afirmativamente a cierta con-
ducta. Cicerón, para ejemplificar, citaba el caso de Artemisia, la
viuda de Mausolo, una mujer que debido a la pérdida de su es-
poso mantuvo el resto de su vida un gran dolor: su opinión esta-
ba «fresca» a pesar del tiempo transcurrido.100 Sin embargo, lo
más usual —pensaba Crisipo— es que el tiempo nos brinda la
oportunidad de reconsiderar con mayor cuidado las cosas y en-
tonces seguimos pensado que lo que nos ocurrió es un mal, pero
que no es justificado mantener por ello una penosa contracción
del alma. La opinión que lleva a la desmesura se preserva pero
deja de ser «fresca» pues se agota con el paso del tiempo.101

La cura de una pasión

Caer en una pasión es una derrota de la razón. Por eso, la


lucha contra las pasiones no es un incidente menor dentro de la
filosofía estoica: de hecho, esta lucha se identifica en gran medi-
da con la formación misma del sujeto, cuya meta es no dejarse
dominar por nada externo a él. La «formación» consiste justa-
mente en establecer en el discurso interior del «yo» una trama
de opiniones y deseos que pertenezcan a la recta razón de acuer-
do con la armonía del cosmos. Si la doctrina le provee de princi-
pios y dogmas aún es preciso agregar una relación de sí a sí que
le permita constituirse como sujeto moral de sus propias accio-
nes. Se trata, pues, de que el sujeto aprenda a conducir su vida.
«Conducir» es un término que tiene aquí dos significados: pri-
mero, aprender a conducir-se, esto es orientar todo lo que piensa
y desea en relación a los principios que ha elegido como verda-
deros, es decir, constituir una nueva subjetividad. Luego, esta-
blecer una línea de conducta continua y coherente, «acorde con»,
homologouménos, Ðmologoumšnoj. El «yo» moral debe identifi-
76
car cada una de sus acciones en conformidad con una línea de
conducta que desea establecer, confirmar o reforzar ante sí mis-
mo y ante los demás, es decir hacerse una «persona».102 Es en
esta relación de sí a sí y luego de sí a la norma elegida donde
reside su libertad moral.
Ahora bien, la experiencia muestra que, por el contrario, las
pasiones abruman a los hombres. El soñador cae con frecuencia
en el miedo, la angustia y la zozobra. Según los estoicos pueden
diferenciarse al menos dos situaciones: o bien la pasión ya se
encuentra instalada en el individuo o bien es posible establecer
una estrategia preventiva. Cuando ha sucedido lo primero y el
afligido está apremiado por la pasión, el consuelo que aportan
los dogmas filosóficos es inútil: el soñador se ha dejado ya domi-
nar por el miedo y el enamorado por la aflicción. En ese mo-
mento, el apasionado no escuchará la voz de la razón que le
aconseja no valorar abusivamente las cosas exteriores. Es por
eso que Crisipo, siguiendo su propia doctrina del segundo juicio,
pensaba que para intervenir es mejor que pase el paroxismo,
esperar que cese la expansión o la contracción del alma apasio-
nada. Esto no quiere decir meramente «inacción»: durante este
lapso es conveniente tratar de convencer al enfermo que no es
racional que se entregue a la turbulencia —por ejemplo que se
desgarre por un amor amenazado, convicción que somete total-
mente al afectado— pues esa intemperancia lo denigra y lo reba-
ja a un nivel de racionalidad inferior. Este es el caso más usual
porque aquellos hombres que no saben gozar honorablemente,
tampoco saben sufrir correctamente.
Solo a medida que, con el paso del tiempo, o por alguna
causa externa se mitigue aquella primera convicción, esto es deje
de ser «una opinión fresca», puede haber esperanza de que los
principios del juicio de valor, esto es, saber diferenciar lo bueno,
de lo malo y lo indiferente, tengan alguna eficacia.103 Solo enton-
ces se podrá decir: obsérvala con detenimiento: su presencia no
es un bien, su ausencia no es un mal. Pero esta comprensión
otorgada al afligido no se debe convertir en condescendencia: lo
que de ninguna manera aceptan los estoicos es algún grado de
tolerancia o de moderación ante las pasiones. Hacia la pasión
no hay ninguna indulgencia. Esto último resulta extraño a nues-
tra concepción moderna que tiende a creer que existen pasiones
útiles, con tal que sean moderadas. Por el contrario los estoicos
piensan que las pasiones son malas por definición y no conside-
77
ran por qué darles un lugar ni siquiera modesto. Un mal es un
mal y es absurdo consentir en ser «un poco malo».104 El que la
pasión tenga al inicio una apariencia insignificante no evita su
eventual propagación hasta convertirse en una plaga inextirpa-
ble, y, luego, esas pequeñas derrotas del alma son menores solo
en apariencia: es de los pequeños deslices de lo que están hechos
los grandes fracasos. Los estoicos disienten así de la opinión aris-
totélica de que puede haber un buen uso de las pasiones natura-
les, por ejemplo, admitir la cólera en el momento de la lucha
atlética o cuando se castiga a un criminal. Ellos niegan que las
pasiones sean susceptibles de una buena utilización, pues son
más bien la prueba de que la razón no está logrando hacer uso
de sí misma. Después de todo, el pugilista que obtiene la victoria
no es aquel que se deja dominar por el ardor sino aquel que
mantiene la cabeza fría,105 y en el castigo a un criminal no es la
cólera lo que debe predominar sino la justicia: por eso Séneca
solo aprueba que el verdugo exhiba, por motivos terapéuticos,
una cólera fingida. Toda pasión provoca movimientos erráticos,
violentos, impredecibles: una pasión dócil, que se deja utilizar
por motivos legítimos no merece ser llamada una pasión.106
Es por eso que la mejor estrategia contra la pasión es la pre-
vención. Ahora bien, la prevención no es otra cosa que la dispo-
sición interior que, mediante su reflexión sobre sí, el individuo
ha hecho de sí mismo. No está en la naturaleza del alma racio-
nal ser dominada por fuerzas psíquicas más fuertes que ella. El
colérico o el ambicioso existen pero no como una fatalidad. Vol-
vemos pues a la «preocupación de sí» ahora a propósito de dos
ejercicios espirituales fundamentales para la constitución del
«yo»: la disciplina del asentimiento y la disciplina de la acción
moral.107
Los estoicos fueron excepcionales analistas de los movimien-
tos del alma. Recordemos que el alma recibe una serie de repre-
sentaciones provenientes del mundo de objetos que le rodea. La
sensación (aíthesis, tÕ a‡qhsij), es motivada por algo exterior y
la imagen (phantasia, ¹ fantas…a), es su reproducción interior
en nosotros. Esto vale tanto para la vigilia como en los sueños.
Pero el asentimiento o el rechazo a esos mensajes oníricos es
obra nuestra, producto de una elección libre. La diferencia entre
el insensato ordinario y el estoico es que el primero cree que las
cosas son tal como aparecen a la primera impresión onírica, es-
pantosas y atroces, mientras que el segundo toma distancia de
78
esa impresión, se aleja de ella para evaluarla, para decidir de su
valor y del curso de acción que le conviene. Es verdad que el
soñador estoico puede resentir una conmoción instantánea que
no puede impedir, una pre-emoción, pero enseguida rechaza
confundirse con esos apetitos y estableciendo una distancia de
ellos cobra conciencia de ser libre. No obstante, este distancia-
miento reflexivo requiere preparación y constancia porque la
conciencia ordinaria no lo conoce. Aquí intervienen los ejerci-
cios espirituales que buscan disciplinar al asentimiento. Aunque
existen diversos ejercicios mediante los cuales el individuo toma
conciencia de su libertad de elección, nos referiremos únicamente
a dos de ellos: el aprendizaje de saber que las cosas externas no
tocan el alma y el ejercicio de circunscribir el yo.
En efecto, sabemos que la mayor audacia de la ética estoica
consiste en afirmar que las cosas externas ni contribuyen ni da-
ñan a la virtud. Pero este dogma, sencillo de expresar, es extre-
madamente difícil de practicar cotidianamente. Es preciso no
solo saberlo sino ejercitarse para vivirlo. Por ello, el estoico con-
servará en la memoria y luego se repetirá con frecuencia el prin-
cipio de que las cosas por sí mismas no tienen poder sobre el
alma a menos que esta les conceda el acceso. Las cosas externas
como la riqueza o la reputación son algo que está fuera de la
virtud y se limitan a ser el pretexto de las impresiones que el
alma recibe. En sí mismas no son ni buenas ni malas sino que
obedecen a su curso imperturbable y por ende no deberían da-
ñarnos. Si lo hacen, es porque mediante juicios equivocados el
alma les otorga un valor que, sin nosotros, no poseen. La sabidu-
ría estoica consiste en sostener que, debido a su libertad de jui-
cio, es el ser humano el que introduce la inquietud en el mundo.
«Los hombres se ven perturbados no por las cosas sino por las
opiniones sobre las cosas».108 Soy «yo» el que sobrevalora la ri-
queza, soy «yo» el que se inquieta por el poder que no tiene. El
ejercicio espiritual consiste justamente en preparar ese cambio
de visión que retira el valor a las cosas externas. Al observar las
cosas como realmente son, retirándoles todo juicio de valor, des-
pojándolas de todos los predicados que los hombres les atribu-
yen como «deseable» o «terrible», «aterrorizante» o «peligrosa»,
los eventos de la vida y de la naturaleza aparecen en su simple
desnudez, en su belleza salvaje.109 El estoico puede hacerlo por-
que la libertad del «yo» consiste justamente en su asentimiento.
Se trata de un saber que compromete a todo el «yo» individual:
79
contiene un juicio de existencia, pues reconoce que las cosas
tienen una presencia física inobjetable, pero también contiene
un juicio de valor que descansa en el principio de que solo es un
bien aquello que fortalece a la virtud y solo es un mal aquello
que debilita a la virtud, y todo lo demás es un indiferente.
Este distanciamiento de las cosas ajenas es simultáneamen-
te una delimitación del «yo». En el mismo movimiento en que se
libera de ese canto seductor, el individuo toma conciencia de
que las cosas externas se habían unido a él de tal manera que
estaba alienado. Entonces, al liberarse de ellas, encuentra su
verdadero «yo» en oposición al «yo» inauténtico, aquel que ha-
cía depender su bien de los «bienes» externos. «Purifica tus opi-
niones, no se les pegue algo de lo que no es tuyo, no se te hagan
de tu naturaleza de modo que no te duela al arrancártelas».110
Esta delimitación del «yo» es en el fondo «el ejercicio funda-
mental de estoicismo, porque implica una transformación total
de nuestra conciencia de nosotros mismos».111 Al descifrar la
confusión que reinaba entre él y las cosas externas, el individuo
descubre que ese desorden no procedía de las cosas sino de él y
entonces el «yo» toma conciencia de su total libertad.
Pero circunscribir el «yo» verdadero es una acción compleja
que debe llevarse a cabo en diversos círculos, cada vez más leja-
nos, empezando por el individuo mismo. En efecto, todo ser
humano está compuesto de un cuerpo, un aliento vital y un alma
racional. El cuerpo y el aliento vital le fueron dados por la natu-
raleza que en cualquier momento puede retirárselos. El alma
racional también es un don natural pero puesto que es libertad
de elección permite oponer, frente a los mensajes oníricos que
amenazan su cuerpo y su vida, la actitud impasible de su «yo»
racional. Otro dominio de la delimitación aparece respecto a los
seres humanos, sus semejantes. Delimitar al «yo» quiere decir
ahora alejarse de toda consideración de lo que los demás pue-
dan hacer o decir, porque esto no concierne al «yo» auténtico. El
estoico permanecerá impasible si un sueño le revela que otros
conspiran contra él o contra su reputación. El tercer círculo de
delimitación del «yo» es aquel que lo concentra en el presente y
lo separa del pasado y del futuro. No tiene sentido el remordi-
miento de lo hecho o temor del porvenir, porque ni uno ni el otro
están a nuestro alcance. El «yo» solo es libre actuando y solo
puede actuar en el momento presente. Los sueños de culpa o
miedo no dicen nada sobre nuestra libertad. Cuarto círculo de la
80
delimitación del «yo»: establecer una frontera neta entre las
emociones involuntarias que afectan al cuerpo y el asentimien-
to. Después de un sueño, una emoción sensible afecta al cuerpo;
esto es inevitable y acontece a cualquiera, pero en un segundo
momento el «yo» racional rechaza entregarse al miedo o la in-
quietud que esas visiones oníricas promueven. Finalmente, últi-
mo círculo de delimitación del «yo»: establecer un borde infran-
queable entre el curso ininterrumpido de las cosas que pasan y
perecen y el «yo» impasible que al tomar conciencia de sí mismo
se eleva más allá del flujo del destino, aun si no puede evadirlo.
Delimitar el «yo» verdadero quiere decir entonces evitar perder-
se en la vacuidad de los otros, no atormentarse por el pasado o
un futuro en los cuales no es posible actuar; no dejar que el «yo»
se someta al placer y las penas que afectan al cuerpo y, finalmen-
te, no dejarse arrastrar por el torbellino de la vida. En cierto
modo, todo ejercicio espiritual estoico es un retorno a sí mismo
por el cual el «yo» se libera de la alienación a la que lo han lleva-
do la inquietud, las pasiones y los deseos. Delimitándolo, preci-
sando su real alcance, esta doctrina sostiene que el «yo» no es
una idea primordial, inserta naturalmente en lo más profundo
de nuestro ser, sino que el «yo» es algo que se edifica, que se
clarifica, que se especifica.112
De este modo, en un cosmos impersonal en el que reina la
necesidad, el ser humano encuentra un reducto en el que ejerce
su entera libertad. Este espacio inexpugnable, este «yo» verda-
dero donde se aloja su capacidad de elegir, no puede serle arre-
batado por nadie, es un dominio donde nada exterior somete al
hombre. Pero esta libertad solo es posible si se admite que el
«yo» no es una suerte de entidad intocable e inalterable sino una
elaboración de sí. Desde esta doctrina, el «yo» es un resultado,
una forma de experiencia correlativa a una serie de prácticas
que el sujeto realiza sobre sí mismo las cuales le otorgan una
forma particular. Para los estoicos, el «yo» no es otra cosa que la
parte de sí mismo que el sujeto ha decidido trabajar. La trama de
ideas y convicciones que resulta de este «cuidado de sí» consti-
tuye su alma, su «disposición interior». El alma no es ya una
suerte de sustancia de la que el individuo estaría dotado por su
naturaleza sino es simplemente la meta que persigue la «elabo-
ración de sí», la parte a la que el sujeto presta atención para
modificarla, fortificarla o hacerla reinar en él.113 El «yo», como
una mera «forma», reenvía justamente a estas formas de expe-
81
riencia en las que el sujeto se identifica a sí mismo. En particu-
lar, en el «yo» estoico se encuentra un equilibrio perfecto entre
razón, reflexión y libertad.
Hasta ahora nos hemos concentrado en la actitud «reactiva»
del yo estoico ante los presagios oníricos. Pero la vida moral no
concluye ahí. Para un estoico la vida moral incluye la acción en
un mundo compartido con todos los otros seres, inanimados o
vivos. Por ello, requiere una «disciplina de la acción». Su sentido
de pertenencia hace que el estoico no reduzca sus sueños a una
aventura subjetiva: la experiencia onírica le sirve igualmente para
conducir la acción que realiza ante otros hombres. El individuo
pertenece a la naturaleza universal y por tanto debe dar su asen-
timiento a las leyes que la rigen, esto es al Destino, pero también
participa en lo que la doctrina llama «la ciudad del mundo», es
decir, la comunidad de seres racionales.114 Por este profundo sen-
tido de pertenencia el estoico tiene la convicción de que ningún
ser está solo: todos y cada uno forma parte de la totalidad de
seres animados por la razón. Esta elevación del «yo» al orden
común es lo que le permite abandonar el estrecho punto de vista
del egoísmo individual. «La naturaleza del conjunto universal
ha constituido a los seres racionales para ayudarse unos a
otros».115 La disciplina de la acción inicia entonces por pregun-
tarse si cada acto contribuye al bienestar común: «¿Hago algo?»
se pregunta Marco Aurelio y se responde: «Lo hago teniendo en
cuenta el beneficio de los hombres».116 Los principios que guían
la conducta moral del «yo» ante los hombres son el altruismo, la
justicia, la imparcialidad, la piedad, la dulzura y la caridad. A
estas acciones mediante las cuales el individuo cumple en el
mundo el lugar que le corresponde, los estoicos las llaman «ac-
tos apropiados», Kathekonta, kaqÁkonta. Un acto apropiado es
aquel realizado en el dominio exterior al «yo», en lo que no de-
pende directamente de su asentimiento, le permite participar en
la vida social y política, cumpliendo su papel de ciudadano. Los
latinos tradujeron ese término como «deberes», officium: todo
ser debe cumplir su «oficio» el lugar que le corresponde en el
mundo. En consecuencia, realizar actos como respetar a los pa-
dres, amar a los hijos, querer a la patria y cosas de este orden, es
obedecer al impulso natural del hombre, es decir todo aquello
que es «apropiado» a un ser humano.
El «yo» estoico reacciona ante los mensajes oníricos para
guiar una conducta que exhibía ante los otros la clase de perso-
82
na que era. En otros términos, la disposición interior del «yo» se
hace visible bajo la categoría de «persona». Cuestión crucial en
la antigüedad para la cual la identidad de cada uno requería de
la percepción de los otros.117 De ahí que la disciplina de la acción
sea complementaria con la disciplina de la asentimiento: la iden-
tidad del «yo» estoico no puede carecer de cumplir su oficio
mundano: «come como hombre, bebe como un hombre, arré-
glate, cásate, abstente de insultar, aprende a soportar al herma-
no insensato, soporta al padre, al hijo, al vecino, al compañero
de viaje».118 Esta disciplina obliga en primer lugar a actuar con
compromiso, con seriedad lo que quiere decir poner todo acto
en relación a un fin sabido, reflexionado, propio de la naturaleza
razonable. En términos modernos, conduce a tomar conciencia
de la intención y del propósito de cada acción. Desde luego, lo
opuesto es el actuar de insensato. La acción pasional de este
último está caracterizada por el tumulto y la agitación pero se-
gún los estoicos el alma humana se deshonra cuando no es ella
la que dirige el impulso a actuar. Por ello Marco Aurelio describe
la disciplina de la acción con esta expresión lapidaria: «Detén el
impulso de marioneta».119 Guiado por el principio rector, el hege-
monikon, el estoico compromete todo su corazón y toda su alma
en su papel en el mundo.
Sin embargo, toda acción humana se realiza en un mundo
lleno de innumerables circunstancias en las cuales reina la in-
certidumbre. Ante los presagios oníricos el «yo» moral ha toma-
do la decisión de actuar porque es preciso saber qué hacer y, sin
embargo, lo hace en un contexto cuyas condiciones no están
previstas por ninguna teoría. Él hace frente a la contingencia de
su acción valorando el propósito y el juicio que lo impulsó razo-
nablemente. No puede asegurar que su acción tendrá éxito ni
que obtendrá los resultados que desea y con mucha frecuencia
verá frustrados sus propósitos. Pero aun si su acción no tiene
éxito y se cumplen los presagios y las amenazas oníricas, consi-
dera que no ha fracasado porque remite su acción a la intención
que lo ha animado. El impulso que lo lleva a actuar obedece a
una disciplina y por tanto es preciso actuar incluso si de antema-
no se prevé el fracaso de la tentativa. El fracaso no lo descorazo-
na, porque se debe hacer lo que se debe hacer.
Es importante no confundir esta doctrina con las versiones
modernas de la «buena intención» moral las cuales se desintere-
san por las consecuencias, felices o funestas, de sus actos. El
83
estoico se interesa por las consecuencias de sus acciones y las
incluye en su reflexión racional, pero sabe que cuando actúa en
el mundo se entrega a la contingencia y por ello agrega una «cláu-
sula de reserva»: «yo quiero hacer esto, a condición de que no
suceda nada que obstaculice mi acción» escribe Séneca.120 El
«yo» moral compromete toda su responsabilidad pero solo en el
momento presente que es el único al alcance de su libertad. Es
en cierto modo otra forma del ejercicio de «delimitación del yo»
que esta vez se expresa como una regla de prudencia: «Es preci-
so compaginar la vida de acuerdo con cada una de las acciones
y, si cada una consigue su fin, dentro de sus posibilidades, con-
tentarse».121 Lo que caracteriza al «yo» del estoico es esta dispo-
sición interior que se manifiesta en las ocasiones más diversas,
en los sucesos más dispares. Cuando esa disposición anterior
está presente, nada externo como el fracaso o la decepción pue-
den alterarla. Según los estoicos a un estado del alma que coin-
cide con la razón, nada malo puede sucederle: «El hombre de
bien pinta los sucesos con su color [...] sea lo que sea que suceda,
él lo hace a su favor».122 Para un alma racional que de este modo
desarma a la adversidad o la fortuna anunciada por los sueños,
todo es bueno.
Llegada a este punto, la existencia muestra una actitud per-
manente, una línea coherente de acción, en breve, el individuo
exhibe una conducta, una conducción de sí y una manifestación
exterior de sí. Es preciso ser de un cierto modo, darse a sí mismo
una cierta forma porque solo así no habrá confrontación entre
los impulsos interiores, el fin que se persigue y la imagen que se
ofrece. Entonces, el sujeto muestra la verdad de su vida, su exis-
tencia verdadera. La conducta no es más que la manifestación
de un carácter y adquiere la forma de un «reflejo instintivo»: es
por eso que un hombre valiente o justo no necesita de grandes
reflexiones para actuar con valentía o justicia. El hace el bien
como todos los seres que actúan de manera inconsciente: lo mis-
mo que la abeja y el viñedo hacen su oficio de viñedo y de abeja,
el hombre debe cumplir su oficio de hombre y debe hacerlo de
manera espontánea. La acción moral es el reflejo exacto de la
disposición del alma y por esto no puede haber una buena dis-
posición que no se realice: cada acción moral es simplemente la
actualización de lo que verdaderamente se es. Y, por ello, tal
acción no requiere de ninguna recompensa adicional, ni en este
mundo ni en el otro mundo, porque el bien no tiene otra recom-
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pensa que él mismo, en la belleza de la existencia propia: «¿No
te basta haber actuado conforme a tu propia naturaleza? ¿Quie-
res además un salario? Como si el ojo exigiera una compensa-
ción por ver o los pies la exigieran porque caminan».123
Finalmente, esta visión «cósmica» del sujeto consciente de
sí se realiza en una comunidad terrenal, de seres racionales como
él mismo. Él es también un individuo. De ahí deriva su conducta
permanente hacia los demás a quienes reconoce como sus se-
mejantes y los que tiene el deber de amar, aun si con frecuencia
son odiosos debido a sus faltas. Esta benevolencia descansa en
el principio ético de que el error es ignorancia, es decir que el
malvado, el envidioso, el colérico son, en el fondo, ignorantes y
que ante ellos lo mejor es asistirlos como se haría con un ciego o
un contrahecho: «sabe que, cuando alguien da su asentimiento
al error, su alma no puede hacer otra cosa. ¿Por qué entonces
irritarte contra ella?».124 Aun si estos insensatos derivan de sus
propios sueños una actitud amenazante o peligrosa, es deber del
estoico auxiliarlos, advirtiéndoles de su error, enseñándoles los
valores verdaderos. En tanto que individuo, es preciso acudir en
ayuda del que se equivoca: «los hombres han sido hechos los
unos para los otros: instrúyelos o sopórtalos».125
Podemos concluir este apartado con una visión general de la
experiencia de la subjetividad estoica ante los sueños. El estoico
no condena los sueños como una mera figuración psíquica: lo
mismo que muchos otros hombres y mujeres de la antigüedad
los usa para guiar su vida razonable. No lo hace con el talante de
las viejas supersticiosas sino para mostrar la clase de sujeto que
es, el carácter que se ha modelado para sí. Ante los remordi-
mientos del pasado y los augurios pesimistas del futuro, él erige
su libertad interior, su capacidad de elegir el curso de su acción:
si no tiene control sobre lo que sueña, en cambio tiene absoluto
control sobre la conducta que de ahí deriva. Coloca pues a los
mensajes divinos en el orden natural de las cosas, y nada más:
«esas palabras de mal augurio [...] aquí no hay palabras de mal
augurio sino palabras que no presagian más que un proceso na-
tural [...] ¿sería de mal augurio presagiar una cosecha?».126 Pero
esta actitud no es espontánea sino resulta de una profunda trans-
formación de su «yo» lograda mediante una constante preocu-
pación de sí. El «yo» del discurso interior no se dejará dominar
por el miedo, la cólera o el resentimiento promovidos por los
sueños, porque estas son pasiones que arrastran al alma a la
85
inquietud, justo lo opuesto de una vida feliz y virtuosa. Un largo
trabajo interior permite al estoico actuar con absoluta libertad
en lo que sabe que depende de él, aceptar racional y gustosa-
mente lo que la naturaleza le depara y no depende de él y mante-
ner siempre en todo ello la armonía y la congruencia consigo
mismo. El encarna ahora la libertad estoica.

1.2. El soñador imperturbable: la filosofía de Epicuro

Con Epicuro se ingresa en una reflexión radical de la liber-


tad humana. Para él, la filosofía tiene como tarea liberar al ser
humano de ciertas taras que le impiden alcanzar su excelencia,
realizando su naturaleza verdadera. Aquí, la filosofía no consis-
te en formular problemas astutos que nadie es capaz de resolver,
sino que se propone comprender nuestras atrofiadas condicio-
nes de existencia para aportar un remedio: el placer imperturba-
ble. Por ello, su pensamiento está animado por dos conviccio-
nes: primero, tomar conciencia del valor infinito de la existen-
cia; para él esta vida no es un simple tránsito hacia algo mejor,
sino la única e irreductible oportunidad de que cada uno se rea-
lice como ser humano, sin esperar una segunda ocasión o algu-
na recompensa posterior al sufrimiento de aquí abajo. Segundo,
la felicidad no es un ideal inalcanzable sino algo terrenal: si los
seres humanos se aplican, pueden lograr el máximo de felicidad
posible, el mismo del que gozan los dioses, sin conformarse con
un remedo ofrecido a seres mutilados. La filosofía de Epicuro es
un himno a la vida para festejarla en lo que tiene de irremplaza-
ble y única, al reconocimiento de que vivir, simplemente vivir,
sin falsas inquietudes, debe ser reconocido como un bien, como
el mayor Bien. Este mundo soleado y humano perduró largo
tiempo en Occidente y solo se extinguió con el arribo de otra
concepción en la que la vida terrenal perdió valor y se nos invitó
a abandonarla lo más pronto posible. Pero mientras se mantuvo
la confianza en el conocimiento veraz y la certeza de que el ser
humano puede lograr su realización contando con sus propias
fuerzas, la filosofía de Epicuro permaneció como testimonio de
esta doble libertad.127
En esta filosofía los sueños ocupan un lugar significativo,
pues eran uno de los principales pilares de las falsas creencias
que doblegan a los hombres y, por tanto, representaban una
86
amenaza a la vida de serenidad que Epicuro concibe. En efecto,
durante ciertos sueños, seres inmateriales, divinos o difuntos, se
presentan como portadores de mensajes, presagios y amenazas
que inevitablemente son fuente de temores e inquietud. De acuer-
do con Epicuro dos de estos miedos son fundamentales: la inter-
vención de los dioses en nuestras vidas y el presagio de nuestra
muerte. Ambos son fuentes de servidumbre. Los primeros por-
que ponen el destino humano en manos de potencias inconmen-
surables y lejanas pero, sobre todo, arbitrarias y volubles; los
segundos porque provocan que el aterrorizado soñador se aferre
a los bienes materiales con el propósito insensato de que estos
mitiguen o al menos posterguen la angustia del fin terrenal. Es
por eso que Epicuro y sus seguidores, Lucrecio y Filodemo de
Gadara se ocuparon de los sueños con el propósito de liberar a
las conciencias de aquella superstición y de este miedo. Ellos
intentarán explicar los sueños mediante un discurso racional,
riguroso e implacable, que dé cuenta de su formación, retirán-
doles la fuerza alucinatoria con la que aniquilan la libertad y la
serenidad humana. Liberar al ser humano de los productos de
su propia imaginación es devolverle el control de su existencia
para permitirle volver a sí, decidir por sí mismo. Uno no puede
gozar del placer de existir si no se deshace previamente de cier-
tas deficiencias y malformaciones que tienden a ocultar aquel
placer, en especial el temor a los dioses y el miedo a la muerte, y
ambos son alimentados por los sueños.

La aparición onírica de los dioses

Los dioses ya no frecuentan nuestros sueños con la regulari-


dad como lo hacían en la antigüedad. En el mundo grecolatino
era una creencia muy extendida que a través de los sueños ellos
se comunicaban regularmente con los mortales. Mientras en la
poesía homérica tal cosa es segura, para Platón los sueños ya
pertenecen más a las condiciones subjetivas del durmiente sin
que el filósofo llegue a negar la posibilidad de que, bajo cierto
estado del alma, puedan recibirse mensajes divinos, como le su-
cede a Sócrates en el diálogo Critón.128 La presencia de un dios
en los sueños podía mostrarse de dos maneras, con su aparición
personal o mediante un hecho milagroso; ambas formas eran
llamadas epifánia,129 ¹ ™pif£neia, «aparición». Algunas veces los
87
creyentes podían ver al dios directamente bajo una figura huma-
na. Él podía manifestarse idéntico a las imágenes pintadas o a
las estatuas que todos conocían, aparición que recibía el mismo
valor sagrado que su representación corporal. Según Artemido-
ro solo algunos dioses como Hecate, Pan o Asclepio pueden ser
percibidos por los sentidos, mientras otros como Heracles, Dio-
nisio o Hermes solo pueden ser aprehendidos por el intelecto.130
Quizá por ello en ocasiones los creyentes veían simplemente un
fantasma, tÕ f£ntasma, una forma humana o animal, o entre
humana y animal y en muchos otros casos no veían nada, pero
estaban seguros de la presencia divina cuya manifestación era
demasiado imponente para ser descrita. Los grados de visibili-
dad eran distintos, pero sea que fuese visto con claridad o sim-
plemente resentido, los creyentes afirmaban «verlo» sin referen-
cia al sentido visual, pero con la certeza de que se encontraba
tan cerca que podía ser «tocado» a pesar de no tener una corpo-
ralidad sensible. La forma más extrema de invisibilidad se daba
cuando la divinidad se hacía presente únicamente por sus he-
chos milagrosos: a los griegos les resultaba muy difícil creer que
ocurriera un milagro sin la presencia en la proximidad de un
dios que fuese responsable.131 De este modo Asclepio realizaba
sus curas milagrosas a un número considerable de pacientes que
no siempre lo percibían pero que al recobrar la salud daban tes-
timonio de su presencia.
No existe una situación típica para la revelación de una divi-
nidad. Algunas veces la epifanía se realizaba en estado de vigilia
como ocurría con el dios Pan, quien se mostraba en pleno día.
En el siglo II Máximo de Tiro sostenía haber visto a Asclepio,
«pero no en un sueño».132 Sucedía con frecuencia que la gente
no podía precisar si había encontrado al dios mientras estaba
despierta, dormida o en un estado intermedio: podía suceder
que se encontraran en un estado de somnolencia, o bien en un
estado extático, de manera que con los relatos conservados re-
sulta difícil distinguir entre un sueño, una visión diurna o una
alucinación. Es por eso que los términos que eran empleados
oscilan entre «visión clara» y «alucinación». A pesar de la varie-
dad, los griegos hacían generalmente uso del término eídolon,
tÕ e‡dwlon,133 «imagen», para referirse a cualquier forma insus-
tancial, a un espectro o a un simulacro. Dicho término indica un
falso semblante, el «doble» de un dios que aparece en los sue-
ños, pero también puede referirse a espectros de difuntos. Para
88
esas mismas apariciones existían otros nombres que suelen aso-
ciarse a nuestro «fantasía». Los trágicos griegos llegaron a refe-
rirse a estas apariciones mediante el término skiá, ¹ ski£,134 «som-
bra», indicando con ello que los sueños pueden abrir una venta-
na a un mundo oscuro y amenazante.
Ante esta extendida creencia existían diversas posiciones: por
un lado una multitud de creyentes, por el otro, expresiones de
franca incredulidad acerca de la existencia de los dioses e inclu-
so expresiones de ateísmo. En el ámbito específico de la filosofía,
también el término «existencia» aplicado a los dioses era ya un
problema, al menos desde Aristóteles. En su diálogo Las leyes,
Platón ofrece una pequeña síntesis de esta situación: existían dos
bandos en torno al problema: a) aquellos que afirman que no
hay dioses; b) aquellos que aseguran que sí hay dioses, pero estos
a su vez se dividen en dos bandos: b.1) aquellos que sostienen
que los dioses no se interesan en los asuntos humanos; b.2) aque-
llos que consideran que los dioses sí se interesan y pueden ser
persuadidos de modificar su intervención mediante plegarias o
sacrificios. La peor situación pertenecía a aquellos que afirma-
ban que los dioses existen, pero que son inconmovibles ante las
súplicas. Epicuro es inclasificable en este panorama: él no recha-
za la existencia de los dioses y asegura que de ellos «tenemos un
conocimiento claro»,135 que, además, es «universal»; esto es, com-
partido por numerosos pueblos y hombres. Epicuro no es, por lo
tanto, un ateo. Pero él va a retirar a los dioses cualquier clase de
injerencia en los asuntos humanos. Su propuesta es tan radical
que se ha llegado a pensar que el suyo es un ateísmo apenas
disfrazado con el fin de no inquietar a la supersticiosa multitud.
Algunos investigadores actualmente sostienen que para Epicuro
los dioses son meros constructos del pensamiento, sin existencia
real, y que no fue sino entre sus seguidores posteriores como
Lucrecio y Filodemo de Gadara que se impuso la idea de que se
trataba de entidades reales y espaciales discretas.136 En realidad,
Epicuro ofrece diversos argumentos para sostener la existencia
real de los dioses; en su Carta a Meneceo, por ejemplo, dice que
dios es zoon, tÕ zúon, palabra que en griego refiere a un ser vivo,
incluso a un animal, y todas las ocurrencias de esta palabra de-
jan ver que, con ella, Epicuro denota algo que posee existencia
física, un viviente, como lo son todos los seres de la naturaleza.137
Son otros y no Epicuro los que en la antigüedad pueden ser con-
siderados candidatos al título de «ateo»: uno de ellos es Protágo-
89
ras, el sofista, quien sostenía que no estaba en condiciones de
saber si los dioses existen o no existen, o de saber qué forma
tienen, si es que la tienen, y que todo este conocimiento está lle-
no de obstáculos por su propia oscuridad, y por el hecho de que
la vida humana es breve. Pero Epicuro no se cuenta entre estos;
de hecho, el primer principio de su doctrina se refiere a los dio-
ses y su existencia: «porque los dioses existen; el conocimiento
que tenemos de ellos es evidente».138
Epicuro no tiene dudas: los dioses existen, o mejor pueden
recibir el predicado «existir», lo mismo que muchos otros seres
de la naturaleza. Los argumentos que ofrece son dos: el primero
es que todos los pueblos conocidos de la tierra adoran alguna
clase de dios, lo que muestra que es una convicción compartida,
una «noción común», y esta es una categoría muy relevante en
la canónica de la doctrina. Segundo, y más interesante para no-
sotros, es que los dioses son percibidos solo durante los sue-
ños.139 Los dioses existen y están compuestos, lo mismo que to-
dos los otros seres, de dos cosas: átomos y vacío. La diferencia es
que la materia divina es mucho más sutil que la ordinaria, im-
perceptible para los cinco sentidos usuales y reconocida única-
mente por el alma en un momento particular: mientras la sensi-
bilidad reposa. Los dioses no son percibidos ni por la vista, ni
por el tacto, ni por el olor y tampoco sabemos de su existencia
mediante conjeturas lógicas: ellos son existencias materiales, pero
que solo pueden ser descubiertos cuando los sentidos están in-
movilizados y el alma ejerce su vigilancia de otra manera: «por-
que la naturaleza de los dioses, sutil y muy alejada de nuestros
sentidos, a duras penas con la inteligencia del alma se advier-
te».140 Según Epicuro los dioses no son creación de la imagina-
ción y tampoco una producción psíquica interior. La sensación
que tiene el durmiente mientras sueña es real, la verdadera per-
cepción de una realidad más ágil e impalpable. La experiencia
onírica de los dioses no miente, es verdadera, y para este filóso-
fo, decir de algo que es verdadero es equivalente a decir que eso
es real.
Los seres humanos no se equivocan al creer en la existencia
de los dioses pero yerran completamente en la concepción que
se hacen de ellos. Este error consiste en que imaginan a esas
divinidades exactamente como ellos mismos, dotados de una
naturaleza idéntica a la humana, esto es, cambiante, voluble y
sometida a todas las pasiones: la ira, la cólera, los celos, la ven-
90
ganza. Solo que esta concepción es justo lo opuesto de lo que
cabe esperar de un ser eterno y perfecto. Y de acuerdo con Epi-
curo esta es la definición que corresponde a los dioses: seres que
disfrutan de su beatitud y de su excelencia, libres de inquietudes
mundanas. De hecho, Epicuro pertenece a una antigua tradi-
ción que remonta a Aristóteles y que ofrece una concepción de
Dios como un ser viviente, eterno y perfecto que trasciende a un
mundo que aspira a él, mientras que aquel lo ignora pues vive en
una felicidad que es la pura contemplación de sí mismo, en la
beatitud de su soberana perfección.141 Por el contrario, la fuerza
espontánea de la imaginación humana las hace antropomorfas
y luego les otorga un control efectivo de todo aquello que parece
fuera de nuestro alcance. Esas potencias reinan entonces sobre
la suerte de la humanidad y sobre el destino de cada uno, con
una voluntad arbitraria. Una vez rodeado de esas creaciones de
su propia imaginación, el ser humano encuentra que su libertad
y su serenidad han desaparecido: se ha hecho esclavo de seres
volubles, tanto más temibles cuanto que son invisibles. Lo que
originalmente fue una simple proyección de nosotros mismos se
ha convertido en nuestras cadenas. Según esta superstición, los
dioses gobiernan supremos en un universo providencial en el
cual nada o muy poco depende de los hombres. En consecuen-
cia, no queda más remedio que tratar de obtener su benevolen-
cia mediante ruegos, súplicas y tributos. Como es imposible co-
nocer la voluntad de esos dioses y tampoco es posible ignorarla
entonces se intenta, o bien conjeturarla mediante la adivinación
o bien modificarla mediante ritos y ofrendas. El ser humano ya
no «actúa por sí mismo» pues ignora aquello que lo hace actuar.
Su serenidad se ha esfumado: aun si ha cumplido con todos los
deberes imaginables y ha intentado hacerse perdonar todas sus
faltas, el simple vuelo de un pájaro lo derrumba. No hay lugar en
la tierra, no hay un instante de su vida en que pueda abstraerse
del capricho de esos déspotas. Todo es cuestión de signos y no
hay nada más variable que la interpretación de un signo.142 Para
colmo, en la medida en que cada individuo desea ser el favorito
del tirano, todos combaten entre sí de una manera fanática a fin
de atraer esos dioses que las más de las veces son de cualquier
modo inflexibles.
La filosofía de Epicuro ha descifrado el origen de la supers-
tición religiosa: «No son los dioses quienes originan el bien y el
mal entre los hombres; son estos quienes proyectan en aquellos
91
su propia inclinación».143 Epicuro no llega a afirmar que los dio-
ses son una simple invención de la imaginación humana,144 pero
sostiene que se les ha atribuido falsamente todas las pasiones
humanas y como potencias superiores se les ha permitido opri-
mirnos. Las exigencias de los déspotas terrenales son una minu-
cia si se las compara con las exigencias rituales de las religiones.
La menor falta puede irritar a la divinidad. Tales dioses son insa-
ciables y jamás consideran haber recibido suficiente: a la menor
vacilación humana, empiezan los celos, de manera que en cual-
quier momento pueden arrebatarlo todo. Epicuro no cesa de
reprochar la abyección servil que se deriva de esta creencia. Y
como sucede con las obras de la imaginación, entre más esfuer-
zos se hacen por liberarse, más profundas son las ataduras, por-
que la superstición se alimenta a sí misma: «En verdad no hay
amos más tiránicos que los que uno se da a sí mismo».145 La
filosofía de Epicuro es un esfuerzo racional para liberar a los
seres humanos de los productos de su propia imaginación ali-
mentada por los sueños.
Pero antes de llegar a ello es preciso analizar un segundo
temor que asalta a los seres humanos durante la experiencia
onírica: el miedo a la muerte. Los sueños son en buena medida
responsables porque exhiben imágenes de los que ya no perte-
necen a este mundo, pero que aun así parecen conservar las mis-
mas aflicciones que los perturbaron en vida, promoviendo la
creencia en una suerte de vida después de la vida. Así, la muerte
del individuo, que podría ser una liberación de las preocupacio-
nes, se convierte en una nueva esclavitud.
En la primera antigüedad grecolatina la aparición de los di-
funtos durante el sueño era frecuente, al menos así lo refleja la
poesía de Homero. De acuerdo con el poeta, el alma (la psique)
desprendida del cuerpo es apenas una réplica de la persona pre-
viamente encarnada. Puede visitar a los soñadores, pero solo
puede hacerlo como un fantasma; así es como Patroclo, quien
no ha podido obtener su ingreso al Hades, se presenta a Aquiles,
para hacerle la petición de ser honrado con funerales dignos.146
En Homero, la muerte lo nivela todo, sin excepción: todas las
sombras son insustanciales y no hay ni recompensas para los
buenos ni castigos que sufrir para los malos.147 De este modo
insubstancial se presentan las almas ante Odiseo hasta que este
las revive milagrosamente con bebida de sangre, capacitándolas
para comunicarse con él, pero no entre sí. No obstante, una vez
92
animados, estos fantasmas parecen preservar su identidad y su
historia propia: jóvenes, viejos, mujeres y hombres famosos se
mueven y comunican con el durmiente para relatar los mismos
roles que ocupaban en vida. No es infrecuente que expresen sus
afectos, sus odios o su sed de venganza recurriendo a la memo-
ria, que aparentemente ha trascendido intacta el umbral de la
vida. En nuestros días atribuimos estas apariciones a la imagi-
nación soñadora, pero en la lengua griega clásica el término que
se les aplicaba —óphsis, ¹ Óyij, «espectáculo»—, no era especí-
fico del sueño, sino aplicable también a las imágenes percibidas
en estado de vigilia. Un proceso lingüístico adicional provocó
que, aunque en el origen se aplicaran a esas imágenes términos
que sugerían presencias «inanimadas», gradualmente se usaron
términos «animados», o bien se empezaron a utilizar palabras
que permitían otorgar al contenido del sueño la misma fuerza
de realidad que el espectáculo de la realidad misma.148
Si en Homero el alma que ha abandonado su cuerpo es in-
sustancial, una simple sombra, en Platón el alma se ha converti-
do en inmortal. En este último, el alma post-mortem es el sobre-
viviente de un cuerpo, pero mental y moralmente es idéntico al
ser previamente encarnado. Ya no requieren ser revividas con
sangre para mantener sus mentes y su carácter moral. Las al-
mas platónicas continúan siendo sustantivas y reales y, por tan-
to, son susceptibles de recibir castigos, recompensas y renaci-
mientos. Mientras en Homero el alma separada del cuerpo es
una simple réplica de una persona viva que ha perdido la esen-
cial identidad corporal, en Platón la identidad humana es esen-
cialmente «espiritual» o psíquica, es decir, se preserva en su fun-
damento mental y moral, aun en ausencia del cuerpo. Ha adqui-
rido el carácter de una sustancia pues existe por sí misma.
Emergió así una concepción de la vida después de la muerte.
Esta creencia plantea enormes problemas (y también beneficios)
para la vida humana. Según Epicuro es la amenaza más grande
a la felicidad y la serenidad. Lucrecio, por ejemplo, sostiene que
el miedo a la muerte es el origen de un gran número de graves
conductas viciosas como la avaricia, la ambición, la traición, la
injusticia, la envidia, la alegría malévola o ciertos actos deshon-
rosos, pero incluye también otros vicios más anodinos como el
aburrimiento constante y la indiferencia ante la naturaleza: «to-
das estas llagas del vivir se alimentan en no pequeña parte del
miedo a la muerte».149 La razón es que todas estas conductas
93
odiosas y evasivas descansan en una misma emoción: en el mie-
do, un temor que los hombres ocultan y conocen mal pero que
justo por esto es más dañino.
Entre todas estas afecciones viciosas, según Lucrecio, dos
son las más importantes: la avaricia y la ambición. Hoy no resul-
ta muy claro como la codicia, el ansia inmoderada de riquezas,
puede ser nutrida por el miedo a la muerte. Es porque, según
este poeta, el miedo a la muerte provoca una ansiedad indefini-
da, un temor vago, pues no se sabe a ciencia cierta si la extinción
es un bien o un mal. Para tratar de calmar esa ansiedad los seres
humanos se precipitan hacia los bienes materiales y persiguen
un renombre terrenal, con la esperanza ilusoria de que así paci-
fican su miedo interior. La consecuencia, sin embargo, es que al
hacerlo, atropellan todo sentido de la justicia y la equidad. Bus-
can alejar imaginariamente a la muerte con la ambición de ri-
quezas inmoderadas porque ser pobre o ser despreciado parece
una condición peligrosamente precaria, demasiado próxima al
tenebroso mundo de las sombras. Así es al menos como lo expli-
ca Lucrecio: «Porque en general, la fea miseria y la pobreza pa-
recen reñidas con una vida grata y estable, es como estar parado
ante las puertas de la muerte».150 Si su origen es dudoso, sus
consecuencias en cambio son evidentes: la avaricia y la ambi-
ción minan la serenidad del alma porque para satisfacerlas es
preciso dejar muy atrás los límites impuestos por la justicia. Los
avaros, por ejemplo, disfrutan con la muerte de sus seres queri-
dos, pues esperan una herencia, y en cambio no disfrutan la cerca-
nía de sus parientes más próximos, pues temen ser envenena-
dos. No hay afecto, ni familiar ni patriótico que resista: «porque
esos insensatos llegan a traicionar a su patria para eludir los
pasajes de Aqueronte».151
Epicuro no desdeña la necesidad de cierta riqueza material
y de un reconocimiento honorable de sus semejantes: estos im-
pulsos le parecen naturales y deben ser atendidos. Lo condena-
ble es que estos deseos naturales se conviertan en pasiones exa-
geradas. Esto es esencial para comprender a nuestro filósofo:
para él, las pasiones ilimitadas no son naturales al hombre, sino
producto de una ilusión equivocada. Con ello, Epicuro se opone
a otras concepciones del alma propuestas por Platón y Aristóte-
les. En Platón, por ejemplo, los deseos ilimitados son naturales e
inextirpables —aunque una buena educación puede contener-
los—, porque descansan en ciertas partes del alma humana: la
94
ambición descansa en la parte concupiscente, mientras la avari-
cia reposa en la parte apetitiva. Epicuro promueve una concep-
ción distinta del alma humana: para él, si todos los deseos son
naturales y estimados, ningún deseo es por sí mismo ilimitado,
por tanto, es su desbordamiento el que debe ser explicado. Los
deseos exagerados no son intrínsecos a nuestra naturaleza sino
provienen de una causa exterior, de una razón de ser ajena. Y
este impulso es provisto por el miedo a la muerte. Los deseos
que provienen de esta vaga ansiedad nos son impuestos y no
deben ser confundidos con lo que pertenece a nuestra naturale-
za. Las necesidades físicas de evadir la miseria y el abandono
son naturales: lo anti-natural es llevarlas al paroxismo impulsa-
das por un miedo irracional. Por lo tanto, no tenemos derecho a
culpar a nuestra naturaleza de ese mal. Sostener que nuestra
naturaleza es en y para sí inevitablemente injusta y violenta es
solo un mal argumento con el que los crápulas buscan confun-
dirse entre los demás.
Sucede sin embargo que los mismos sueños que promovie-
ron el miedo a la muerte van a convencer a los seres humanos
que sus conductas deshonrosas no quedarán impunes. Ellos
imaginan —se los han dicho los sueños—, que en el más allá
recibirán un castigo correspondiente exactamente a su conduc-
ta. Sospechan que la retribución será equivalente a la que pudie-
ron evadir aquí, pues después de todo, la vida supra terrenal no
es más que la prolongación de la vida que llevaron aquí abajo.
Los malvados temen, pues torturas infinitas: azotes, fuego, des-
peñadero, lo que no hace más que aumentar el miedo a la muer-
te. Este teatro interminable del terror no tiene nada de sobrena-
tural, dice Epicuro: son los mismos látigos y picotas que sufren
los criminales terrenales. No puede ser de otra manera, porque
los hombres no saben nada de esa vida sobrenatural y por ello
no pueden sino proyectar en aquel mundo imaginario, la vida
que llevan en la tierra. Los castigos eternos que recibirán los
criminales terrenales no tienen ningún misterio: son los mismos
con los que aquí se trata de frenar los daños que cometen con
sus fechorías, pero así dan forma conocida a algo que descono-
cen: una retribución en el más allá. Luego, para continuar su
obra de convencimiento, la imaginación le da a esas torturas la
forma bella y digna de los mitos; en efecto, dice Epicuro, los
mitos no hacen más que refrendar esa convicción culpable: así,
el castigo que reciben las Danaes, quienes transportan agua en
95
un bidón que se vacía a medida que se va llenando, es un emble-
ma y un buen tema de reflexión para las almas insaciables de
este mundo, jamás satisfechas con nada. Como no tienen otro
recurso en la mente, los mitos que su imaginación produce les
reafirman que sufrirán los mismos suplicios que Tántalo y mu-
chos otros.
El círculo se ha cerrado. El miedo injustificado provoca im-
pulsos de codicia y ambición ilimitados que conducen a accio-
nes deshonrosas; luego, esos apasionados caen en el temor que
padecerán el castigo que merecen por su conducta, salvo que
será por la eternidad. Es un doble sufrimiento auto-infringido,
porque todo ha sido producto de la imaginación humana. Nada
extraordinario ha ocurrido y, sin embargo, ya están atrapados
entre la ansiedad, la injusticia y el miedo. Epicuro ha mostrado
de manera natural y comprensible cómo se forma el temor para-
lizante y todo ello sin ninguna intervención divina y sin suponer
ninguna naturaleza pervertida. El individuo ha creado una pri-
sión en su propia conciencia. Esta es la cárcel más segura pues
el culpable nunca podrá escapar de ella, aun si lograra engañar
todo el tiempo a todos los otros, hombres y dioses; por eso, suele
ocurrir que los delincuentes revelan sus crímenes secretos en
sueños, en delirios o en la fiebre.152 Para denotar el momento en
que el individuo adquiere esta conciencia ominosa, Lucrecio usa
el término conscius sibi (y no la palabra conscientia) porque no
se refiere a lo que en términos modernos llamaríamos «tormen-
tos de la interioridad», pues esta aún no existe (a la manera de
un Karamázov), sino más bien al conocimiento culpable que
está asociado con el miedo al castigo: «En esta vida, el miedo al
castigo por las maldades es claro y también la expiación del cri-
men: la cárcel y el espantoso despeñadero de los condenados,
azotes, verdugos [...] y aunque falte todo esto, la propia concien-
cia aterrorizada por sus acciones se arrima clavos y se escuece a
latigazos, por donde el vivir de los necios viene a ser a la postre
su Aqueronte».153
Hemos recorrido las dos grandes inquietudes alimentadas
por los sueños: el temor a los dioses y el miedo a la muerte.
Ambas cancelan el placer de vivir: la serena felicidad posible se
ha esfumado. El individuo ha perdido el control de sí mismo.
¿Cómo confirmarlo? A los supersticiosos, les pueden suceder dos
cosas: o bien desarrollan una mentalidad de carpe diem, es decir
un afán por disfrutar al máximo, pues estiman que la vida es
96
demasiado corta para cualquier otra cosa que no sea los place-
res inmediatos; o bien, segunda alternativa, eligen el camino in-
verso, absteniéndose de toda comodidad y de todo placer, se pre-
cipitan a apresurar el fin de su vida, esperando obtener una re-
compensa en el más allá. Ambas declaran, en el fondo, la
incapacidad de otorgar o de recibir ayuda de los demás. En to-
das sus formas, el miedo a la muerte trae consigo una forma de
renuncia: el olvido del placer de vivir. Para Epicuro no es anti-
natural inquietarse ante la muerte, pero este impulso debe estar
contrarrestado por la razón. Es, por el contrario, totalmente ri-
dículo pensar constantemente en la muerte y más aún extraer de
ello alguna satisfacción. Esto contradice el impulso natural del
ser humano por preservarse a sí mismo, por retener aquello que
lo beneficia y rechazar aquello que lo daña. Una vez que logra
liberarse de ese miedo, lo que el ser humano encuentra es el
placer supremo de vivir sereno, no por inercia, sino porque el
placer de vivir constituye una fuerte motivación para seguir vi-
viendo.154 Y el epicureísmo, que es una filosofía que apuesta por
la vida, va a luchar por expulsar el miedo a la muerte de todos
sus escondrijos oníricos.
Descubiertas las fuentes de la servidumbre humana, es pre-
ciso escapar al estado de alienación al que le han conducido el
miedo y la superstición. El primer paso, evidentemente, es reco-
nocer el estado de dispersión y de desgracia en el que uno se
encuentra. El móvil del sufrimiento es el desorden de las pasio-
nes pero estas tienen a su vez como causa las creencias imagina-
rias. Es necesario pues abandonar el sistema de creencias que
produjo esa convicción, esto es dejar atrás el «yo» que se creía
ser para constituir un «yo» renovado. Se inicia pues una «pre-
ocupación de sí», una reflexión sobre sí mismo que debe condu-
cir a una transformación del «yo». Es una catarsis profunda.155
Aquí interviene la filosofía: puesto que trata de corregir una
malformación, ella adopta con frecuencia el vocabulario de la
medicina y la terapia: a esa catarsis Lucrecio, por ejemplo, la
llama «purgare», expulsión de lo dañino. La doctrina de Epicuro
es una invitación hecha a cada hombre para transformarse a sí
mismo, para abandonar ese estado de indefensión mental que
conduce a que «todos abandonen la vida como si acabaran de
nacer».156 Esta conversión de sí es la elección de un nuevo modo
de vivir que ya está a su alcance con solo proponérselo, y por ello
la invitación adquiere ciertos tintes de urgencia: «Que nadie mien-
97
tras sea joven se muestre remiso en filosofar, ni al llegar a viejo
de filosofar se canse. Porque para alcanzar la salud del alma
nunca se es, ni demasiado viejo, ni demasiado joven».157
¿En dónde reside esa transformación? Puesto que las cade-
nas han sido obra de la imaginación, tal conversión reside, en
esencia, en la capacidad de dominar el propio pensamiento, esto
es, tomar el control del sistema de creencias, elecciones y juicios
que otorgan al sujeto su identidad como «yo» y toda su subjetivi-
dad. Por supuesto, esta transfiguración no se logra solo enun-
ciando principios generales y abstractos que cada uno debe in-
terpretar, sino mediante un largo itinerario individual que cada
uno debe recorrer entre obstáculos y sobresaltos, en el que «yo»
se aprehende nuevamente a sí mismo. Es por eso que la filosofía
antigua y por supuesto el epicureísmo no es un discurso abstrac-
to sino una conversación viva, de hombre a hombre, acompaña-
do por otros que persiguen su mismo fin,158 tanto más, cuanto
que esta elección puede alejarlo de la vida cotidiana tal como la
viven los demás. Pero este es el camino de la libertad interior; si
se logra, se alcanzará un «yo» consciente de sí que, guiado por
ciertas normas filosóficas, modifica sin cesar su pensamiento y
su acción,159 decidido a no perder la única e irrepetible oportuni-
dad que ha recibido para vivir. La filosofía quiere ser útil al hom-
bre en cuanto hombre pues de otra manera, piensa Epicuro, ella
se reduce a palabras vanas: «Vanas son las palabras del filósofo
con las cuales no se cura ninguna pasión humana; lo mismo que
la medicina no tiene ninguna utilidad si no expulsa los males del
cuerpo, así sucede también con la filosofía si no expulsa la pa-
sión del alma».160

Una doctrina materialista como fundamento del alma soñadora

¿Cómo erradicar esas supersticiones y ese miedo que se ali-


mentan de sueños? Con una doctrina racional que explique su
origen y el mecanismo de su formación sobre bases materiales y
les retire si aspecto enigmático. Epicuro estaba seguro que con
su rostro de incontrolables, los sueños era una pieza clave en la
servidumbre humana. A través de ellos se deslizaban las aluci-
naciones más aberrantes. La estrategia de Epicuro es entonces
estrictamente científica. La superstición es vástago de la igno-
rancia y entre el conocimiento y la inopia hay una relación de
98
oposición: la arbitrariedad avanza en la medida en que no se
conocen las causas verdaderas de las cosas. Por tanto, la ciencia,
especialmente la ciencia natural, es la enemiga de la credulidad.
Ella enseña que los miedos que torturan al ingenuo no tienen
razón de existir y su aparición, lo mismo que la luz del sol hace
retroceder los temores nocturnos de los niños, disuelve ese te-
mor infundado: «no es posible que el hombre anule su temor a
los seres esenciales si no sabe cuál es la naturaleza del universo
y continúa inquietándose de lo que cuentan los mitos. De modo
que, sin la ciencia de la naturaleza, no es dado obtener placeres
puros».161 Desde luego debemos estar prevenidos porque la con-
cepción de la unidad entre la ciencia y la filosofía es más articu-
lada que la nuestra. En el plano del conocimiento descansa en la
certeza de que cualquier progreso científico que logre separar
de algún modo lo verdadero de lo falso es ya un paso hacia la
extinción del miedo. Luego, la llamamos «más articulada» por-
que Epicuro no separa la razón pura que conoce de la razón
práctica que actúa. Para el filósofo el conocimiento de la verda-
dera naturaleza de las cosas es una premisa y forma parte de la
vida ética. La filosofía es solo una y no se divide en campos ais-
lados uno de otro, como la ética y la epistemología, porque sin
un verdadero conocimiento no hay conducta ética razonable y
ninguna conducta racional puede provenir del error o de la in-
certidumbre. Las opiniones y los cálculos relativos al bien y al
mal no tienen valor si carecen de una base objetiva. La física no
es para Epicuro un conocimiento «desinteresado» sino un fun-
damento para la elección de vida que se ha hecho, esto es una
disciplina que otorga a la contemplación racional de la naturale-
za un significado espiritual: es saber, para saber vivir. Es lo que P.
Hadot ha llamado una «física vivida», es decir una parte de la
formación espiritual que debe contribuir a la serenidad.162
En esta doctrina, la libertad moral no se encuentra en la re-
clusión del individuo al interior de sí mismo con la simple fuerza
de su voluntad, sino por el contrario en tomar conciencia del
lugar que él ocupa en el orden del mundo.163 Y puesto que los
sueños se encuentran entre los principales promotores de la su-
perstición es preciso dar una explicación racional de su origen y
de su formación. Para ofrecer una concepción científica de los
sueños, Epicuro recurrió a la física materialista más consistente
de su tiempo: el atomismo de Demócrito, a la cual debemos
acercarnos.
99
El universo del atomismo antiguo consiste en un flujo cons-
tante de átomos, de partículas indivisibles, cuyo número y varie-
dad de formas es infinito. En este universo los átomos y el vacío
en que estos se desplazan son las únicas realidades. Su unidad
primordial, el átomo, no es un ente ideal o meramente concep-
tual sino un Ser, un ente plenamente material. Pero a diferencia
del ser postulado por Parménides que es solo uno e inmóvil, esos
corpúsculos se desplazan en el vacío, entidad que gracias a De-
mócrito recibió por vez primera el reconocimiento de su existen-
cia. Probablemente, como lo señala Aristóteles, con ello los ato-
mistas buscaban conciliar la tesis eléatica que afirma que el ser
en sentido propio es una entidad absolutamente plena y sin fisu-
ras, pero inmóvil, con los fenómenos sensoriales perceptibles que
implican movimiento. La conciliación democrítea consistió en
que el átomo es un ser pleno, pero no es solo uno, sino un núme-
ro infinito de cuerpos imperceptibles en movimiento los cuales,
mediante su asociación, dan lugar a todos los objetos de la natu-
raleza. A través de la combinación de átomos se explica la gene-
ración de todas las cosas y mediante su disociación se compren-
de la destrucción de todo objeto. No hay más que una sola natu-
raleza: la atómica, la misma para todos los seres: piedras, plantas,
animales, seres humanos y dioses, y la misma para todos los fe-
nómenos: la sensación, el alma y los sueños. Todo lo que existe
está en permanente proceso de composición y descomposición,
pero dentro del cambio subsiste un ser pleno e inalterable, el
átomo, «porque —escribe Lucrecio— debe existir algo inmuta-
ble para que no todo sea completamente destruido».164
La adopción de la física materialista de los átomos permite a
Epicuro una explicación inmanente de la naturaleza y tiene enor-
mes consecuencias éticas. En efecto, para disgusto de Aristóte-
les, ni Leucipo, ni Demócrito habían establecido la causa o el
origen último del movimiento de esos corpúsculos; para ambos
el desplazamiento carece de origen asignable y de un fin prede-
terminado. Pero debido a ese movimiento inexplicado todo cuan-
to existe obedece a una ley mecánica rigurosa: en este universo
reina un orden causal regido por las leyes del movimiento ató-
mico sin que pueda introducirse la acción de alguna voluntad
supra-humana y trascendente. No hay ninguna necesidad de un
artesano creador como el Demiurgo platónico o el primer motor
aristotélico. No hay ninguna intervención divina: el mundo no
fue creado por nadie, no obedece a ningún designio, ni oculta
100
una realidad inaccesible. Por el contrario, cualquier evento físi-
co puede ser imputable a una causa y siempre es posible remon-
tarse desde los cuerpos que percibimos hasta la causa que los
originó, la cual no es, invariablemente, otra cosa que la ley me-
cánica de la que son efectos. Todo tiene un mecanismo que lo
explica y este se reduce, en última instancia, a la agregación o
desintegración de las partículas que se desplazan en un vacío
infinito. En este universo no hay, pues, acciones milagrosas o
maravillosas, ni naturalezas divinas que podrían alterar a su
antojo el orden mecánico de las cosas. La naturaleza no es más
que un sistema impersonal constituido por sus propias reglas,
que posee una base material y una potencia unificada y comple-
ta. De acuerdo con el atomismo, esto basta para dar cuenta de
todo: los árboles, los animales, los dioses y los seres humanos
dotados de sensibilidad y soñadores.
Epicuro hizo suya esta concepción atomista no sin antes in-
troducirle características propias. En primer lugar, para él, los
átomos no giran en un torbellino, como lo creía Demócrito, sino
que descienden verticalmente en una lluvia perenne en el vacío
sin límites. Aunque los átomos existen en infinitos tamaños, for-
mas y peso, debido a que se desplazan en el vacío, la velocidad
de caída de todos es la misma. En segundo lugar, Epicuro no
está de acuerdo con Demócrito en que hubo un choque primige-
nio de átomos, pues esto supondría que el movimiento y la coli-
sión son anteriores a cualquier otra cosa. Por eso prefiere el
movimiento vertical de caída de las partículas: en un vacío infi-
nito un átomo desciende verticalmente debido a su peso; no le-
jos de él descienden otros átomos, igualmente solitarios. Si nin-
gún desplazamiento se presentara, nada, ningún cuerpo podría
formarse. Aquí es donde aparece la principal innovación de Epi-
curo: sin razón aparente, en su caída se presenta un movimiento
por el cual los átomos se desvían ligeramente de su trayectoria
vertical; lo hacen apenas la distancia minúscula de un intervalo,
pero es suficiente para producir una colisión con el átomo veci-
no y así se inicia una sucesión de choques que provocan la inte-
gración, primero de cuerpos aislados y luego de mundos com-
pletos. Este movimiento incausado llamado «clínamen»165 —que
resultó escandaloso para la racionalidad antigua— es el que per-
mite que los átomos acaben por encontrarse, rebotando unos
con otros, asociándose al azar. Se forman así una multitud de
cuerpos y de mundos con figuras diversas, cada uno de los cua-
101
les representa un experimento mecánico.166 Existen pues dos cla-
ses de cuerpos: los indivisibles que son los átomos y los divisi-
bles (que Lucrecio también llama «cuerpos», concilia). Finalmen-
te, después de muchos intentos, algunas de estas figuras llegan a
estabilizarse obedeciendo a las leyes mecánicas de asociación
que les han creado. Puesto que el número de átomos es infinito
en un vacío igualmente infinito, el número de mundos que se
crean y se destruyen constantemente es también infinito.
Uno de esos infinitos mundos productos del azar es el nues-
tro. No es eterno pues, como todos, está en renovación perpetua
y en perpetua disolución. Tampoco ha sido creado para satisfac-
ción del ser humano como este gusta de imaginarlo. En esta
filosofía los seres humanos son parte de la naturaleza y de nin-
guna manera su fin último. Ellos habitan un universo impasible
de átomos en movimiento que es indiferente a su voluntad, a sus
proyectos y a sus anhelos. La naturaleza es insensible al hombre
y este se equivoca al proyectar en ella sus propias inquietudes.
Ella tampoco ha sido creada por un poder sobrehumano que
gobierna sobre las cosas, porque los átomos no deciden ni deli-
beran nada. La física de Epicuro pide no dotar a la naturaleza de
un sentido referido a nosotros porque en realidad seguimos las
mismas leyes que la vida entera y no somos seres excepcionales
a los que, por algún motivo, los dioses habrían decidido ator-
mentar. Un universo sin creación ni propósito creó una criatura
que, sin embargo, tiene propósitos y fines.167 En este mundo
impasible, sin voluntad ni afecto, es donde el ser humano debe
encontrar su felicidad.
Si ahora descendemos al nivel del ser humano encontramos
que para el materialismo de Epicuro el alma y el cuerpo también
están constituidos por una agregación de átomos, exactamente
igual que cualquier otro objeto del mundo físico: ellos no son
producto ni de una generación espontánea ni de un acto crea-
cionista.168 Sin embargo, los seres humanos poseen vida y pen-
samiento y ello obliga a examinar la clase de átomos que permi-
ten esa configuración particular. La simple diversidad de formas
atómicas no es suficiente para explicar la agregación que da lu-
gar a lo humano y es preciso otorgar a esas partículas una fun-
ción más positiva. La doctrina postula entonces que, como todo
viviente, el ser humano está formado por dos categorías de áto-
mos: la primera clase de esas partículas es áspera y rugosa y
cumple con una función estrictamente somática: su asociación
102
forma los huesos, la carne y la piel. La segunda categoría de
átomos es mucho más sutil debido a su forma estrictamente es-
férica y es la responsable del alma, esto es, de todas las funcio-
nes psicofísicas de las que gozan las criaturas animadas: sensibi-
lidad, motricidad y pensamiento. Lucrecio llega a llamar a los
primeros «materia», «principios primeros de las cosas» (primor-
dia rerum) y a los segundos «principios genitores» (gemina rerum).
En sí mismos los átomos del cuerpo y los átomos del alma no
poseen cualidades diferentes entre sí y solo se distinguen por su
tamaño, su finura y su disposición; debido a su fineza y su movi-
lidad los segundos pueden penetrar todas las partes corpora-
les.169 Esta semejanza en la composición atómica es la que per-
mite comprender la notable afirmación materialista de Epicuro:
«el alma es un cuerpo sutil y disperso».170 La prueba que ofrece es
que la actividad de los átomos del alma transmite su movimien-
to a los átomos del cuerpo y esto sería imposible sin alguna clase
de contacto material entre ambos. Puesto que el alma sufre cuan-
do el cuerpo padece, ella debe poseer alguna naturaleza corpó-
rea a la que le sea dado sufrir y padecer. El alma es inseparable
del cuerpo pero no es accidente de este sino un ser independien-
te y corpóreo que actúa, sufre y padece.
La comunión del alma y del cuerpo es fundamental para la
filosofía de Epicuro. Este se niega a separar las funciones corpo-
rales de las funciones psíquicas: el alma no es un soplo intangi-
ble insuflado al hombre sino una configuración de átomos res-
ponsables de toda sensación y todo pensamiento. Los seres hu-
manos son «almas encarnadas» esto es seres que piensan y sienten
simultáneamente, ninguna de cuyas funciones sobrevive si esas
dos partes se separan. Aquí no hay lugar para un alma que tras-
cendería a la vida, susceptible de recibir recompensas o casti-
gos. Los sueños deben ser explicados en este contexto y la estra-
tegia consistirá en convertirlos en una forma de sensación a fin
de retirarles todo su poder alucinatorio. Es pues necesario aproxi-
marnos un poco más a la estructura del alma es decir al conjun-
to de funciones psíquicas de acuerdo con Epicuro.
El alma es responsable de todas aquellas funciones que ase-
guran la vida,171 mediante dos funciones principales: a) hacer de
su poseedor capaz de todas las formas de conciencia y de sensa-
ción, sea mental, emocional o física; b) hacer de su poseedor
capaz de movimiento y motricidad. El alma es, entonces, una
parte física del ser humano que da cuenta de las funciones vita-
103
les, cerebrales y nerviosas.172 A fin de cumplir estas funciones el
alma misma está compuesta de cuatro clases de átomos: Los
primeros, «semejantes al fuego», los segundos «semejantes al
aire», los terceros «semejantes al viento» y una cuarta clase que,
dice Epicuro, carece nombre. Las dos primeras clases confieren
al cuerpo la vida básica: el aliento y la temperatura. Su existen-
cia se comprueba porque cuando la vida lo abandona, el cuerpo
muerto parece tener todo lo que tenía en vida, excepto el aliento
y el calor.173 Las dos primeras clases asociadas a la respiración
son inseparables porque no hay ningún tipo de calor que no sea
aire mezclado. La tercera clase de átomos «parecida al viento»
es aquella que produce el movimiento. La cuarta categoría de
partículas, que carece de nombre, es la clase más sutil y fina y es
especialmente importante porque ella provee aquello por lo cual
el alma percibe toda sensación, delibera y juzga, ama y odia,
padece y sueña, es decir, estas partículas posibilitan en general
la inteligencia racional y práctica. Esta clase de partícula carece
de nombre y no debe recibir ningún predicado, pues esto sería
limitarla a una sola cualidad, es decir hacerla semejante a las
otras cosas, desvirtuando su complejidad y su particularidad.
Esas partículas son «el alma del alma», lo único y decisivo de un
ser racional. Lo que demuestra su existencia, asegura Epicuro,
es la capacidad que el alma tiene de recibir sensaciones, produ-
cir movimiento, elaborar juicios, es decir llevar una vida cons-
ciente.
El entrelazamiento de los átomos del alma y del cuerpo hu-
mano tiene en Epicuro una forma particular. A diferencia de
Demócrito, quien pensaba que cada átomo del cuerpo estaba
asociado a un átomo del alma, para nuestro filósofo, la finura de
los átomos del alma les permite agruparse en haces que se desli-
zan entre los intersticios de los átomos corporales más gruesos
y, por tanto, dejan entre sí intervalos más estrechos. Son estos
haces de átomos del alma los que resienten la sensación y a la
vez establecen el límite inferior de esta, pues aquello que, por su
fineza, puede deslizarse entre sus intersticios no es sensorial-
mente percibido.174 Según Epicuro, no es el cuerpo (o sus áto-
mos) el que siente, sino el alma. Diseminadas en todo el cuerpo
estas partículas se hacen responsables de toda sensación «físi-
ca»: son la base de los cinco sentidos pues están presentes en los
ojos, los oídos, la nariz y la boca y son capaces de resentir tanto
el placer más refinado como la pena más profunda, por ejemplo
104
un dolor de muelas. A aquella parte del alma sensitiva que inclu-
ye las tres primeras clases de átomos, Lucrecio la llama anima
término que por su etimología se aproxima a «aliento» o «espíri-
tu». Pero el segundo segmento del alma compuesto por la cuarta
clase de partículas (las que carecen de nombre), responsables de
las funciones del intelecto, la emoción y la voluntad recibe el
nombre de animus cuyo sentido se aproxima más bien a la pala-
bra «mente». Es obviamente la parte más racional y se encuen-
tra concentrada en un lugar recóndito que Lucrecio localiza en
el pecho. En otras palabras, el espíritu, anima, es el segmento
del alma más «pasivo» mientras la mente, el animus, es el seg-
mento más activo: el primero implica sensación, el segundo in-
telecto y voluntad y es desde luego la parte gobernante del alma.175
Todos estos refinamientos no deben ocultar que, para Epi-
curo, el alma es una y única. A diferencia de Platón, él no admite
que existan partes independientes del alma que posean diferen-
tes orígenes y mecanismos.176 No hay un alma meramente car-
nal y apetitiva separable del alma que reflexiona, sueña y juzga.
Los órganos físicos de alimentación y reproducción no tienen
un impulso autónomo que los anime, y el alma racional no es
una dádiva divina excepcional. Esa alma, que es una, está unida
indisociablemente al cuerpo: lo mismo que un vaso contiene agua
y previene que esta se desintegre en gotas minúsculas, el cuerpo
contiene al alma sin cuya protección esta se disolvería. El alma
comunica al cuerpo la capacidad de sensación y movimiento y
este a cambio ofrece al alma la protección necesaria para que
reciba toda clase de sensaciones en la vigilia y mientras sueña y
emita toda clase de juicios: «el alma provee la causa esencial de
las sensaciones pero de seguro no las tendría si de algún modo
no estuviera contenida en el resto del organismo».177 A la vez
contenedor y vehículo, el cuerpo en su unión con el alma es aque-
llo que en realidad define a un ser vivo y es por esto que Epicuro
sostiene que la muerte del cuerpo es simultáneamente la disolu-
ción del alma. Nada de nosotros sobrevive a la muerte: el alma
no es eterna, ni una creación divina; ella se cancela definitiva-
mente con nuestra extinción corporal.
Y, sin embargo, a diferencia de Demócrito, esta unión del
alma y del cuerpo no tiene un carácter puramente «mecánico»
sino que descansa en la reflexión pensante. Esto es fundamental
porque Epicuro defiende que el ser humano, en el ejercicio de su
libertad y mediante un esfuerzo consciente, puede poner límites
105
a sus necesidades materiales y físicas que no tienen por qué do-
minarlo. Es preciso entonces hacer un examen «psicológico» del
alma que haga énfasis en la responsabilidad para dar cuenta del
surgimiento de las pasiones y los miedos inmoderados.178 Resul-
ta crucial mostrar que no hay nada que trascienda o escape a la
acción del alma racional y que todos los pensamientos e impul-
sos tienen una base inteligible y no están fuera del alcance de la
reflexión humana. El materialismo atómico de Epicuro no quie-
re evadir la responsabilidad moral y por el contrario, otorga al
agente moral toda la obligación en el uso que hace de sus afectos
y pasiones, en la clase de individuo que es.

El eídolov (tÕ e‡dwlon) y las sensaciones verdaderas

Todos los seres vivos, incluidos los seres humanos, poseen


una estructura similar porque la realidad más básica son los áto-
mos y el vacío y aparte de estos no hay nada. Mientras vive, todo
ser preserva su estructura atómica mediante un flujo constante:
expulsa permanentemente partículas a través del cuerpo, pero
las recupera absorbiendo mediante la respiración los átomos que
flotan en el aire. Todos los cuerpos sin excepción emiten de ma-
nera permanente una fina capa de átomos que reproduce su
imagen idéntica, emisiones que flotan en el aire durante largo
tiempo y que, al encuentro con otro cuerpo de átomos, permiten
ser percibidos. Cada cuerpo siente la presencia de otros cuerpos
como resultado del choque entre esos efluvios. Epicuro llama
eídolon, tÕ e‡dwlon, «simulacro», a esas tenues imágenes viaje-
ras que guardan la forma del objeto del que provienen, las cua-
les, golpeando los átomos de la sensibilidad diseminados en todo
el cuerpo permiten la percepción y la visión de las cosas. Este
contacto de átomos es la «sensibilidad». ¿Qué es entonces una
sensación? Es el choque entre el simulacro emitido por un obje-
to, su eídolon y la estructura atómica de un órgano: la vista, la
piel, el olfato, el oído. Una sensación es una afección externa que
el anima, el alma sensitiva resiente, pues proviene de cuerpos
ajenos que así denotan su presencia. El ser humano es, en pri-
mer lugar, un ser sensible y es esta primera evidencia por la cual
nos enteramos de la existencia mundana. Epicuro usa el térmi-
no aísthesis, ¹ a‡sqhsij, «percepción», para esta impresión he-
cha por un cuerpo externo sobre cualquiera de los sentidos.179
106
La «sensación» es algo que sucede como primera evidencia del
mundo exterior, previo a que el pensamiento y la razón puedan
actuar; luego, para que exista una sensación es necesario un cho-
que real de átomos. De aquí Epicuro derivó consecuencias su-
mamente importantes para su concepción del ser humano en
general y del soñador en particular.
La más importante de estas consecuencias, que se converti-
rá en base de su «canónica» (el equivalente a su «teoría del cono-
cimiento»), es la tesis de que todas las sensaciones, sin excluir
ninguna, son «verdaderas». Por «sensación verdadera», Epicuro
entiende dos cosas: lo que resentimos como simulacro no es una
«representación» del objeto externo sino un haz de átomos que
perteneció al objeto mismo, cuya imagen le corresponde exacta-
mente. No hay, pues, distinción entre el objeto que le dio origen
y el objeto percibido: el objeto externo es exactamente igual al
que percibimos mediante la afección de nuestros órganos senso-
riales. La sensación simplemente da testimonio del objeto que la
generó: es enteramente fiable, pues se limita a informar, como
un mero transmisor de datos, de la presencia de un cuerpo exter-
no. Ninguna sensación es engañosa porque no hay otro objeto
que aquel que, mediante su efluvio, nos ha alcanzado. En segun-
do lugar, una sensación es «verdadera» porque realmente ocu-
rre: el órgano sensorial humano ha sido realmente contactado
por el eídolon atómico. Una sensación es «verdadera» porque
existen el objeto que la provocó y el cuerpo que la resiente. La
sensación, por tanto, no agrega nada, ni cambia nada y carece
de memoria, pues solo vive en el presente del choque que ocu-
rre. Como previa a cualquier otra cosa, la sensación no puede
ser contradicha por nada: ella vive en el instante, sin pasado ni
futuro y por esto es ciega a cualquier corrección. No puede enga-
ñarnos, pues en sí misma no contiene ningún juicio. No es pro-
piamente hablando «irracional» sino más bien «a-racional», «a-
logos» pues es previa al pensamiento y no requiere ni de demos-
tración, ni de argumentación.180 Además, todas las sensaciones
tienen la misma fuerza, cualquiera que sea el órgano sensorial
que afectan y ninguna es conmensurable con otra. Según Epicu-
ro, como seres que sienten aun antes de pensar, el primer impul-
so de los seres humanos es simplemente la reacción al placer o
al dolor que estas sensaciones causan. Esta es la naturaleza y la
experiencia primigenia de los hombres.181
En su expresión más elemental, el ser humano es un ser sen-
107
sible que reacciona al placer que resiente y evita el dolor que le
afecta. Por tanto, la búsqueda del placer es un impulso previo a
todo, que no requiere de la razón y es la elección primera del
hedonismo epicúreo.182 Por supuesto, este materialismo senso-
rial basado en el placer fue un escándalo para el pensamiento
antiguo. Pero antes de rechazarlo en nombre de un espiritualis-
mo igualmente erróneo, conviene examinarlo con más detalle.
Para Epicuro la cuestión de los sentidos y la sensación es funda-
mental porque desea que los seres humanos reconozcan lo que
tiene valor en la vida, que no es sino la búsqueda de aquello que
los conforta y el rechazo de aquello que los aniquila, sin dejarse
desviar mediante reflexiones insensatas. Y la sensación de pla-
cer o dolor es la primera insignia que se los indica sin ambigüe-
dad ni falsedad. Después vendrá el juicio racional, pero, antes
que eso, la experiencia del cuerpo no engaña nunca acerca de lo
que es preferible y de lo que más vale evitar. Para un ser que
siente, como los humanos, la sensación inmediata es verdadera,
irrefutable, irreductible y la primera verdad. Nada puede opo-
nérsele, ni una sensación homogénea (porque ambas tienen el
mismo valor), ni una sensación heterogénea (porque esta se re-
fiere a un objeto diferente). Una sensación placentera o dolorosa
tampoco puede ser refutada por la razón porque esta aún no
interviene; en la sensación no hay nada que refutar, pues no in-
volucra aún tratamiento de ninguna clase. A decir verdad es mejor
decir que una sensación no es ni verdadera, ni falsa, más bien
simplemente es. La sensibilidad cumple su función fielmente:
según Lucrecio los sentidos no pueden ser opuestos unos a otros
y tampoco se puede volver uno contra el otro: cada uno tiene su
dominio propio bien delimitado en el que es soberano. Y, por
supuesto, es absurdo creer que un sentido puede refutarse o
contradecirse a sí mismo. Ver, tocar, escuchar, garantizan su pro-
pia evidencia y permiten al individuo aceptar o rehusar sin agre-
gado ni demostración. Ciertamente el ser humano es un ser pen-
sante pero el pensar es aquí la prolongación de una forma de
sentir y nadie piensa sino en la medida en que siente afecciones
placenteras o dolorosas en el cuerpo. Epicuro llega tan lejos como
afirmar que si dudamos de una sola sensación, debemos dudar
de todas: si un solo sentido se equivocara una sola vez, se acaba-
ría la confianza en todos; si uno solo fracasa alguna vez, todo se
hundiría para siempre y cesaría la validez de la vida.
Esta confianza radical en la sensación, ¿significa que no existe
108
el error? No, desde luego. Epicuro no niega la presencia del error
pero sostiene que este no se encuentra en la información de los
sentidos sino en la interpretación que se da a estas noticas ver-
daderas. Es evidente que con frecuencia nos equivocamos acer-
ca de nuestras representaciones y muchas veces los sentidos
parecen engañarnos, pero el error no está en las representacio-
nes del cuerpo pues estas son siempre reales. El error no se en-
cuentra en estas sino en otra parte. En esta doctrina el problema
no es explicar la verdad, pues esta es expresada de sobra en el
hecho de que somos seres corporales que buscan el placer; el
problema es explicar la falsa atribución que se hace a las cosas y
la desviación del principio hedonista. ¿Dónde se origina? Pues
bien, el error se encuentra en los juicios que se añaden a las
sensaciones. Una sensación no puede ser falsa, pero la opinión
que se le agrega puede estar equivocada. Tertuliano nos informa
que según los epicúreos los sentidos no mienten pues son pasi-
vos: el anima, el alma sensible, solamente informa; es el animus
el alma que juzga, delibera, decide y opina (y por ende puede
equivocarse).183 Ahora bien, existen según Epicuro seis clases de
percepciones: las cinco primeras pertenecen a los sentidos y por
tanto son fiables, pero la sexta es una clase de percepción men-
tal propia del pensamiento que tiene su origen en el alma que
reflexiona y que otorga existencia a toda clase de seres imagina-
rios en procesos irracionales como los sueños, las alucinaciones
y las ensoñaciones diurnas. El ser humano siente y como tal no
se equivoca nunca, pero luego juzga mal: la cuestión central es
retirar el añadido del juicio dejando a la sensación de placer o de
dolor como el criterio final de la verdad.
Es por la necesidad de refrenar las opiniones imprudentes y
erróneas acerca de las sensaciones que Epicuro propuso su «ca-
nónica» es decir una serie de criterios destinados a impedir la
formación de juicios arbitrarios. La canónica de Epicuro es ex-
tremadamente sencilla y no es de ningún modo equivalente a
una doctrina lógica. En esta doctrina el primer criterio exige que
una representación no sea considerada verdadera sino en la
medida en que se obtengan testimonios adicionales confirmato-
rios y no existan testimonios refutatorios. A la inversa, la falta de
testimonios confirmatorios y la presencia de testimonios con-
trarios será un índice de que tal o cual creencia, debe ser recha-
zada. Por ejemplo, un individuo se aproxima a lo lejos que pare-
ce ser Sócrates. La distancia puede engañarnos acerca de esta
109
identidad: el primer criterio para decidirlo requiere que haya
testimonios confirmatorios y no haya testimonios contrarios. El
conocimiento de un objeto cualquiera, Sócrates en este caso,
demanda acumular las representaciones y las percepciones,
multiplicar las perspectivas, recoger lo mejor de las evidencias y
desechar lo que se muestra incierto. Si un objeto situado a la
distancia provoca un juicio, este no puede ser aceptado sino en
la medida en que recibe «evidencia de apoyo» y no recibe «evi-
dencia en sentido contrario».184 La sensación visual da evidencia
de la existencia del objeto pero no da evidencia acerca de la ver-
dad de ese objeto. Un segundo criterio canónico es que el objeto
percibido sea comparado con las «nociones generales» (Epicuro
las llama prólepsis, prÒlhyij) que el entendimiento tiene de
manera natural mediante experiencias repetidas: por ejemplo,
el objeto percibido es un ser humano (Sócrates en nuestro caso),
o bien un caballo, o una vaca. Según Cicerón, Epicuro fue el
primero en hacer uso de esas «ideas universales» en un sentido
técnico como criterio de la verdad.185 Esta simplicidad de su cri-
terio de verdad, su canónica, valió a los epicúreos la acusación
de ser los más burdos y los menos cultivados entre los filósofos
de la antigüedad. La razón de esta sencillez es que a Epicuro no
le interesa la lógica, no le interesan los argumentos, los silogis-
mos ni las demostraciones, ni cómo se establece un argumento
válido. Los sofismas o las ambigüedades que tanto deleitaban a
ciertos filósofos lo dejaban indiferente, pues para él la verdad
está en la sensación y no en discurso. Lo que él persigue es de-
tectar ciertos criterios que impidan a los juicios prematuros per-
turbar la evidencia irrefutable de la sensación que es la que, en
última instancia debe orientar al individuo bajo el principio del
placer.
Todas estas precauciones metodológicas son necesarias por-
que la imaginación suele dar presencia a cosas imposibles. En
los sueños, por ejemplo, se percibe gente fallecida que se mueve,
habla y siente afecciones: la percepción es verdadera porque el
alma del durmiente ha sido alcanzada por un simulacro errante,
pero la imaginación la ha convertido en la creencia falsa de una
vida que se prolonga más allá de la vida. Es preciso fortalecer el
juicio para evitar la cuesta abajo de la imaginación. La sensa-
ción de la presencia del difunto no miente, pero la imaginación
juzga mal. La canónica no es un artefacto lógico sino más bien
una «disciplina» del juicio, porque Epicuro tiene claro que las
110
obras de la imaginación, cuando está librada a sí misma, son las
más peligrosas.

La formación de los sueños

Los sueños son los promotores principales de las dos inquie-


tudes más grandes que arruinan la serenidad humana: el temor
a los dioses y el miedo a la muerte. Epicuro elije hacerles frente
explicando de manera racional el origen de su formación y, con
ello, desmontar la creencia de que transmiten mensajes divinos
o que revelan una realidad alojada más allá de la vida. Cuando
se comprende científicamente la naturaleza de los sueños estos
pierden su poder alucinatorio. Lo que está en juego no es solo
una teoría física sobre los sueños, sino una ética porque en la
antigüedad los sueños eran una guía para la vida. Si una explica-
ción de ellos se logra, el hombre, liberado de las inquietudes que
provocan, tomará nuevamente conciencia de su libertad, encon-
trará nuevamente su «yo» verdadero a costa de transformar su
visión del mundo y de sí mismo.
Según Epicuro los sueños obedecen a las mismas leyes natu-
rales que los demás cuerpos, porque un único mecanismo ató-
mico lo rige todo. Como sabemos, debido a su composición to-
dos los cuerpos emiten constantemente efluvios de átomos que
vagan por el aire hasta que chocan con los átomos de otra alma:
es la sensación. Esto, que sucede en la vigilia, continúa suce-
diendo durante el reposo: lo mismo que cualquier otra sensa-
ción los sueños tienen su origen en el flujo de simulacros vaga-
bundos que esta vez imprimen el alma del durmiente. Esta tesis
permite a Epicuro ofrecer una concepción «material» de los sue-
ños; ante todo, estos no tienen un origen divino y tampoco son
creaciones autónomas de la mente, sino sensaciones «reales»,
algo que dice algo de un objeto exterior. Los sueños son una
clase particular de sensaciones y para explicarlos no es necesa-
rio postular una existencia inefable o una potencia psíquica que
se comunicaría a través de ellos. Los simulacros oníricos no son
los objetos existentes, pero provienen de estos como su imagen
idéntica y siendo compuestos de átomos, tienen cierta materiali-
dad. Sin embargo, ellos ocurren cuando la parte sensitiva del
individuo no está activa y esto lo altera todo, tanto la disposición
del cuerpo como del alma. Veamos pues su formación.
111
La teoría de los simulacros no era original de Epicuro y per-
tenece al atomismo antiguo, desde Leucipo y Demócrito. Antes
de Epicuro, este último había introducido modificaciones im-
portantes en la teoría pues sostenía que durante su recorrido
aéreo los simulacros provenientes de los objetos encontraban
efluvios provenientes del observador y mediante este choque de
átomos se formaban en el aire impresiones semejantes a las de
un sello, que eran finalmente las imágenes percibidas. Epicuro
ignoró estas sutilezas y volvió a la idea de una completa recepti-
vidad por parte del observador, quizá para dar mayor verosimili-
tud a la fidelidad de la sensación. Naturalmente, estos simulacra
son sutilísimos, apenas del grosor de un átomo y por ello son
imperceptibles a los sentidos.186 ¿Existe alguna evidencia física
de la existencia de esas películas flotantes? Lucrecio se esfuerza
en ofrecer diversas pruebas: la primera es que en la naturaleza
existen muchos animales que se desprenden de sus viejas pieles,
la cigarra, por ejemplo, o bien las serpientes, cuyos pellejos se
encuentran esparcidos por el campo. Una segunda evidencia la
ofrece —dice Lucrecio— el color proveniente de los toldos que
tiñe a la multitud de gente que se aglomera en las gradas de los
teatros y coliseos: si la tela desprende una tal capa de color es
porque como todo objeto emite un flujo de átomos.187 Una evi-
dencia quizá más convincente sean las imágenes que reflejan los
espejos dotadas de la misma apariencia de las cosas pero cuyo
transcurrir en el aire es imperceptible a los sentidos: ¿cómo si no
explicar que las imágenes sean tan semejantes a cada ser? Afir-
mada su existencia, restan aún algunos problemas, por ejemplo,
¿a qué velocidad se desplazan estas películas? Su movilidad es
indecible:188 ellas recorren enormes distancias en breves instan-
tes. Como prueba, Lucrecio ofrece, por una parte, la luz y el ca-
lor del sol que iluminan inmediatamente la habitación en la que
penetran, y por otra parte, más poético, el reflejo instantáneo de
las lejanas estrellas en cualquier modesto espejo de agua a nues-
tros pies.189 Finalmente, su recorrido aéreo permite que esos eflu-
vios se mezclen entre sí y produzcan imágenes de seres fantásti-
cos como los centauros, los cancerberos o las Scylas, cuya única
explicación se debe a la mezcla de estas imágenes vanas.
Vivimos rodeados de un aire repleto de imágenes errantes.
Sin embargo, los sueños se producen durante el reposo y este es
un estado peculiar de la vida humana que altera todos los ele-
mentos de la visión y de la sensibilidad. ¿Qué implica el reposo?
112
¿Qué provoca? Lucrecio explica que durante el día el cuerpo re-
cibe constantes azotes del aire exterior y del aire que lo penetra.
Estos azotes acaban por minarlo, provocando la necesidad de
reposo190 que es una suerte de «lento derrumbe a lo largo de los
miembros: el cuerpo de debilita, los miembros se vencen, pier-
nas, brazos y párpados caen».191 Empujada por la presión del
aire, el alma se altera: una parte de ella es expulsada hacia el
exterior, otra parte se refugia en un sector más recóndito y lo que
resta de ella «ya no puede tener unidad consigo misma».192 El
resultado es una pérdida profunda de la sensibilidad. Algo simi-
lar ocurre con el alimento: al penetrar en las venas este tiende a
expulsar hacia afuera los átomos del alma y por consiguiente
provoca un adormecimiento invencible.193 Desde luego durante
el reposo no toda el alma ha sido expulsada del cuerpo porque si
así fuera sobrevendría la muerte: una parte del alma ha quedado
escondida, enterrada lo mismo que una brizna de fuego se ocul-
ta entre las cenizas para luego reanimase al despertar, revivien-
do la sensibilidad de los músculos al encenderse.194 Para los epi-
cúreos el reposo es un estado sumamente riesgoso de la existen-
cia humana lo mismo para el alma que para el cuerpo, pues por
su mecanismo es similar a la muerte: el reposo es una pequeña
muerte temporal.
El adormecimiento de los sentidos es crucial: durante el re-
poso la sensibilidad está cancelada: el anima cesa sus funciones.
No obstante, no dejamos de ser seres sensibles: si el anima ha
dejado temporalmente de trabajar, el animus permanece vigi-
lante, ciertos pasajes en él continúan abiertos y por ellos se infil-
tran los efluvios que pueblan el aire en torno al soñador. Desde
luego estos pasajes no son los mismos que durante la vigilia pues
entre otras cosas los ojos permanecen cerrados. A través de es-
tos pasajes se infiltran simulacros de una clase distinta, mucho
más sutiles que los que perciben los sentidos cotidianos. Lucre-
cio estima que esas imágenes penetran a través de los poros y
emergiendo a la superficie provocan las visiones que habitan los
sueños.195 Por estas vías penetran las imágenes de los dioses y los
difuntos. Desde luego no todos los sueños son divinos ni sobre-
naturales. Durante el día las actividades cotidianas penetran en
el alma bajo la forma de efluvios que la memoria retiene; es por
eso que en sus sueños, los generales siguen imaginando batallas
y los marineros siguen luchando contra los vientos y Lucrecio
afirma que él se ha soñado a sí mismo haciendo lo que hace
113
siempre: «investigo la naturaleza de los seres y una vez descu-
bierta, la declaro en papel romano».196 Pero por aquellos nuevos
pasajes abiertos durante el reposo se filtran al alma simulacros
que aunque análogos a los primeros, no son idénticos a aquellos
que afectan la visión. Los ojos ven durante la vigilia, pero el alma
también percibe durante el reposo, salvo que esta registra reali-
dades más sutiles, por eso Lucrecio llama estas imágenes oníri-
cas «visiones del Espíritu».197 Los sueños están poblados de imá-
genes que, o bien son más finas, como las de los dioses, o bien
pertenecieron a seres que ya no existen en este mundo pero que
han dejado resabios atómicos similares a los que vemos en vigi-
lia. Lo mismo que los demás efluvios, las imágenes oníricas re-
producen exactamente los cuerpos que las originaron y debido a
la velocidad extraordinaria de las olas sucesivas en que llegan,
ofrecen la sensación de que las imágenes se mueven y hablan
con el durmiente, a la manera, explica Lucrecio, en que una se-
rie de cuadros en sí mismos inmóviles pasando a gran velocidad
generan la impresión visual de movimiento. Seres que ya no go-
zan de animación parecen renacer activos: «porque llegan al alma
tan de veras los simulacros que devuelven la vida a uno que ya la
muerte y la tierra poseen».198 En una carta dirigida a su madre,
Epicuro le explica que esas visiones de los sueños no son capa-
ces de tocar ni de ser tocadas y no obstante, aunque su consis-
tencia es extraordinariamente fina y escapa a la vista, son regis-
tradas por el animus.199
El animus vigilante, sin embargo, es incapaz de reconocer
su estado y su disposición momentánea debido al debilitamien-
to de la sensibilidad. El durmiente recibe reales sensaciones pero
estas no pueden ser valoradas por los sentidos que, momentá-
neamente, están indisponibles. Los sueños provocan una gran
sensación de certeza y esta no es falsa: se cree ver a los dioses200
y a los difuntos y en efecto se ha recibido en el alma el impacto
de una imagen vagabunda, pero el durmiente es incapaz de de-
cidir si esos sueños vienen o no de los cuerpos que le rodean
porque no puede recurrir a los sentidos que son el criterio ele-
mental, la canónica, para estimar la existencia de cualquier cosa.
Aunque tengan su origen en seres que han vivido, esas finas pe-
lículas no transportan ninguna de las inquietudes de los difun-
tos, pues los átomos no conservan ninguna memoria, ni reflexio-
nan.201 Las imágenes percibidas en los sueños son reales, pero
vanas. Solo que el alma del soñador no puede valorarlas pues su
114
sensibilidad esta aletargada.202 En consecuencia, se forma una
opinión falsa: cree que los difuntos están realmente ahí, presen-
tes, y deduce que el alma perdura y que sufre las mismas afec-
ciones que en vida. Se forma igualmente una opinión falsa de los
dioses, espíritus sutilísimos que se exhiben dando amonestacio-
nes, profiriendo amenazas y aparentemente preocupados por el
destino de cada uno de los seres humanos. Una nueva supersti-
ción ha nacido. Originalmente la superstición se debía al hecho
de otorgar a los fenómenos naturales inexplicables una causa
voluntaria divina; ahora, los sueños reafirman esa creencia fal-
sa. El mecanismo que da origen a estas creencias falsas es simi-
lar: todo acto de percepción (y el sueño es una clase de sensacio-
nes) es una respuesta a un influjo externo y a un juicio de opi-
nión, que es una adición hecha desde nuestro interior. La primera,
la representación sensitiva no puede ser falsa, pero la opinión sí
puede serlo.
Para Epicuro las imágenes percibidas en los sueños son «rea-
les», es decir, reflejan en el alma películas de átomos que perte-
necían a gente que existió o a los dioses, quienes también poseen
cierta «realidad». Cuando Diógenes de Oenoanda explica el ori-
gen de esas imágenes usa el término phasma, tÕ f£sma, «apari-
ción» y Lucrecio usa la expresión «inania simulacra», imágenes
vanas. Tienen que ser «verdaderas» en el sentido de «corpóreas»
porque los soñadores se dejan influir por ellas; no pueden ser
declaradas simplemente «irreales», pues afectan el comporta-
miento corporal del durmiente y según la doctrina establecida,
ningún cuerpo puede ser movido más que por otro cuerpo. Pero
si son «reales» en cambio no son, como la opinión común lo
piensa, verídicas respecto a otra vida. El error proviene de pro-
yectar sobre esas fantasías las inquietudes del soñador y es esta
opinión emitida por el alma juzgante lo que explica un juicio
precipitado y erróneo. La sensación dice que los dioses están
ahí, pero la imaginación les atribuye nuestras propias turbulen-
cias; los difuntos ya no están ahí, pero sobre ellos proyecta la
alegoría de los trabajos y los castigos que afligen a los hombres y
atormentan a los delincuentes en este mundo terrenal. La imagi-
nación no puede hacer nada más; porque a pesar de su esponta-
neidad aparente, ella no tiene otro recurso que atribuir a su
mundo de ilusión sus condiciones reales de existencia.

115
¿Para qué existen los dioses?

Un largo rodeo por la física ha sido necesario para desarticu-


lar la fuerza de la superstición y el miedo promovida por la expe-
riencia onírica. Resulta indispensable para mostrar que, lo mis-
mo que todas las sensaciones, los sueños obedecen a un meca-
nismo natural y causal cuyos orígenes son perfectamente
inteligibles. Con su doctrina atomística, Epicuro busca evadir lo
excéntrico, lo paradójico y lo maravilloso de los sueños redu-
ciéndolos a un sencillo dispositivo material. El «materialismo»
de esta filosofía se reduce simplemente a retirarles su aspecto
trascendente explicando su generación mediante un puñado de
fuerzas naturales: «A los sueños no les corresponde una natura-
leza divina ni capacidad profética, sino que son producidos por
la afluencia de imágenes».203 Epicuro no actúa así por una senci-
lla curiosidad científica sino por la convicción de que la forma
en que se comprende la naturaleza inanimada y la humana tiene
profundas repercusiones en la vida ética. En efecto, se ha visto
que el hombre que duerme solo dispone de una parte de su alma,
lo que resta del animus, el poder de juzgar, pero sin control. Esto
produce en él un estado de alienación que lo tiene sometido,
pasivo y amenazado incluso en su propia identidad. Durante el
sueño, la amenaza por la cual el alma es afectada por causas que
le son ajenas es más grande. ¿No es esta una razón objetiva del
extravío del sujeto consciente? El conocimiento de las causas
verdaderas traerá consigo profundas repercusiones en la consti-
tución del «yo» consciente y liberado que conviene examinar.
La física enseña que los dioses existen y poseen una natura-
leza «corpórea», pues de otro modo no serían perceptibles para
el animus durante el sueño. Como todo en la naturaleza, los dio-
ses poseen un cuerpo compuesto de átomos y vacío, pero care-
cen de solidez pues sus partículas son mucho más sutiles que el
común. Los átomos que componen esos «cuasi-cuerpos» (la ex-
presión burlona es de Cicerón) se dispersan con una rapidez
mayor que los cuerpos materiales y se desintegrarían apenas for-
mados si no fuese porque son restaurados inmediatamente y sin
cesar por un flujo de partículas semejantes.204 En el cuerpo de
un dios nada es permanente salvo su forma instantánea porque
su materia atómica se renueva sin cesar.205 Lo mismo que en
otros eidola, debido a su velocidad parecen estar en movimiento
y ser capaces de comunicarse con el durmiente: se produce en-
116
tonces una species dei, una aparición divina, la imagen onírica
de un ser invisible.
Es ciertamente una tesis sorprendente y cabe preguntarse
¿para qué quiere Epicuro preservar la existencia de los dioses
dotándolos de una materialidad tan extraordinaria? ¿No sería
mejor simplemente eliminarlos adoptando una posición atea?
Para comprender la posición de Epicuro se pueden invocar va-
rias razones. La primera, quizá la menos convincente es que el
filósofo no deseaba ir en contra de la multitud evitando así una
acusación de impiedad (que ya había aniquilado a Sócrates),
evitando de paso ofrecer a sus seguidores la imagen de una falta
de religiosidad que podía resultar descorazonadora. Una segun-
da razón, más interior a la doctrina es que la creencia en los
dioses es compartida por numerosos pueblos en la tierra, lo que
para Epicuro significa que es una «noción común», una prólep-
sis, que sirve a los seres humanos para indicar un «concepto
general» que corresponda el uso cotidiano del término «dios».
Como se ha visto, en la canónica las prólepsis son conceptos que
se corresponden a las palabras en uso y que se han formado por
la repetición de sensaciones acumuladas en la memoria: ellas
son conceptos que obedecen a la experiencia y que no requieren
demostración adicional pues se han alcanzado por inducción.
La aparición de esas imágenes en los sueños juega el papel de
evidencia confirmatoria de esos conceptos comunes.
Hay también razones propias y relevantes a la doctrina: es
que los dioses, a pesar de su sutileza tienen la misma composi-
ción que cualquier otro objeto en el mundo, átomos y vacío. En
otras palabras, a pesar de su extravagante materialidad, los dio-
ses epicúreos están en la naturaleza y no por encima de ella. Los
dioses han surgido en el mismo proceso a la vez natural y con-
tingente que todas las cosas del mundo. No son creadores de la
naturaleza, simplemente porque son parte de ella, sin excepcio-
nalidad. De este modo, los epicúreos rechazan toda forma de
creacionismo: su propósito es desterrar la opinión de que el cos-
mos es la obra eterna de los dioses, creado para el bienestar de
los hombres y que, por tanto, estos deben estar agradecidos por
esa dádiva.206 El cosmos que habitamos no es sino uno entre los
muchos experimentos azarosos que han tenido lugar en el uni-
verso físico, tiene un origen natural y carece de un fin predeter-
minado, al igual que los seres humanos. De los dioses los hom-
bres, no han recibido nada: todo lo que existe como invención
117
debe explicarse por los esfuerzos humanos. Según Filodemo de
Gadara «ningún dios fue el inventor de la música [...] y ningún
dios la transmitió a los hombres sino que estos la han aprendido
poco a poco, como ya explicamos».207 Los dioses no se interesan
en los hombres pero estos, en pleno desprecio de sí mismos, les
atribuyen aquello que resulta de sus propios esfuerzos: «No hay
que asociar ninguna técnica al nombre de Atenea y a ninguna
deidad, porque son la necesidad y las circunstancias las que, con
el tiempo, las han engendrado todas».208
Pero hay una razón aún más profunda por la cual la doctri-
na mantiene la existencia de esas exóticas divinidades: es que los
dioses son el paradigma de perfección propuesto por Epicuro.
En efecto, para el filósofo, los dioses se limitan a gozar de su
perfección y de su beatitud. ¿Qué es un dios? «El ser divino,
bienaventurado e incorruptible no tiene dificultades, ni las crea
a otros; de manera que no se deja coaccionar ni por iras, ni por
favores, pues solo un ser débil está a merced de estas coaccio-
nes».209 Desinteresados de los asuntos humanos, los dioses mi-
ran a otra parte y no tienen otra ocupación que ellos mismos. De
hecho, tampoco habitan nuestro mundo, ni ningún otro: viven
en los «intermundos» es decir en los intersticios que se encuen-
tran entre los universos infinitos, donde están al abrigo de nues-
tras inquietudes. Según Filodemo, cuando los dioses hablan en-
tre sí deben expresarse en griego, porque este es único lenguaje
en que han podido desarrollarse las discusiones filosóficas. De
acuerdo con Velleius, ellos tienen una forma similar a los seres
humanos (y no la forma del viento y la brisa como lo creen los
estoicos) porque la forma humana «es la forma más bella de
todas» las que el universo ha podido producir.210 ¿Cuántos son?
Ni uno, ni siquiera un puñado, pues son numerosísimos, al me-
nos tantos como los seres humanos, si no más. Filodemo asegu-
ra que Epicuro no puede ser acusado de impío, pues dice que no
solo hay tantos dioses como lo creen los distintos pueblos hele-
nos sino muchos más, incluidos las divinidades de los pueblos
bárbaros. Pero esta proliferación de dioses es inofensiva para los
seres humanos. La vida divina no es más que una felicidad in-
mortal e inalterable: como tienen un perfecto equilibrio de áto-
mos los dioses viven una seguridad completa, una quietud que
la imaginación humana confunde con inmortalidad. Por eso,
Filodemo se burla de «la ciudad de los dioses y los hombres»
propuesta por los estoicos: en su perfección, los dioses no re-
118
quieren de ninguna adición: ¿para qué querrían la compañía de
seres tan imperfectos como nosotros?
Epicuro no niega existencia a los dioses pero les retira cual-
quier intervención en la vida humana: «los dioses no son de te-
mer» dice el cuádruple remedio epicúreo. El Destino no está en
sus manos, ni en manos de nadie. Una consecuencia directa es
que toda predicción del futuro queda cancelada: todas las for-
mas de profecía, incluidos los sueños, a Epicuro le parecían ni-
ñerías. Cicerón nos hace saber que «nada le hacía reír tanto como
las predicciones respecto a las cosas futuras».211 Se convirtió
entonces en enemigo de toda charlatanería, de todos los magos,
adivinos, profetas, oneirocríticos y, en general, de todos los ene-
migos de la verdad. La predicción mediante los sueños no solo le
parecía imposible sino también inútil: si fuese posible predecir
una desgracia que espera en el futuro esto no habría hecho más
que adelantar la tristeza y si fuese posible predecir dicha en el
futuro eso no haría más que frustrar el placer que estaba por
venir. Se entiende que fuese enemigo implacable de la creencia
en el Destino propuesta por los estoicos: «¿qué valor dar a una
filosofía que, como la mujeres viejas más ignorantes, cree que
todo se realiza por el Destino? Nosotros los epicúreos, exentos
de esos temores y puestos en libertad, no tememos de ningún
modo a los dioses».212 Epicuro no era por supuesto el primero en
atacar a los dioses antiguos; antes que él lo habían hecho los
cirenaicos, pero estos hacían uso de la lógica y esta no basta
para erradicar prejuicios tan tenaces. Epicuro es más que un
lógico: él quería destruir desde su origen a la superstición opo-
niéndole la tendencia aún más fuerte hacia el conocimiento y la
libertad. Por ello, no busca sencillamente persuadir a los seres
humanos sino cambiar sus creencias para conducirlos a la libe-
ración. Los dioses existen pero no hay que pedirles y tampoco
temerles sino tratar de vivir como ellos: impasibles y serenos,
ellos son la prefiguración del «yo» epicúreo, libre de preocupa-
ciones. La existencia de los dioses es valiosa porque ofrece el
paradigma de lo que es vivir sin inquietudes: una vez libre, el
«yo» epicúreo convivirá con hombres pero bajo el marco de la
beatitud y aunque no abandonará a sus semejantes, lo hará vi-
viendo entre ellos pero como una divinidad.

119
El miedo a la muerte

Desterrado el temor a los dioses queda, sin embargo, una


segunda gran fuente de inquietud promovida por los sueños y
que la física racional debe enfrentar: es el miedo a la muerte. Lo
mismo que en el caso anterior la estrategia de Epicuro consiste
en mostrar que la muerte en sí misma no es terrible, ni es un
mal, pero que el miedo proviene de una falsa opinión acerca de
nuestra naturaleza física. Por ello, es preciso comprender lo que
materialmente sucede en el momento de morir.
Ante todo conviene recordar que el ser humano, como todas
las cosas de este mundo, es un compuesto de átomos y vacío,
tanto en el cuerpo como en el alma. Por su entrelazamiento,
ambos son inseparables y no partes independientes asociadas
por un lazo externo. Este compuesto está animado por el movi-
miento de partículas del alma que producen sensibilidad, alien-
to y calor en el ser viviente. Aunque cada uno expele constante-
mente una fina película de átomos, la vida se preserva mediante
la renovación de esos corpúsculos permitida por la respiración,
renovación que mantiene aquellos signos vitales. Cuando la res-
piración cesa esa restauración de detiene. En consecuencia, se
precipita la dispersión del alma y cesan la percepción física y la
percepción mental. Nada del humano queda. Esta unidad men-
te-cuerpo tiene como propósito mostrar que el alma no es una
entidad eterna sino que sufre constantemente la misma disper-
sión que el cuerpo, sin ningún privilegio divino. Por sus funcio-
nes esenciales, los seres humanos son complejos pero no excep-
cionales: son simplemente seres que sienten, que piensan y sue-
ñan por su dispositivo natural. Desde luego, esto significa un
duro golpe al narcisismo promovido por la religión la cual, me-
diante el otorgamiento del alma, concede al ser humano un de-
signio especial en la creación. Para Epicuro el ser humano es un
ser de la naturaleza sujeto a las mismas leyes de disolución que
todo ser vivo padece: no hay, pues, corrupción de la carne e in-
mortalidad del alma sino simplemente disolución de una y otra.
La desorganización atómica que sobreviene con la muerte
conlleva la pérdida de toda sensación física y mental y conduce
a la conclusión de que aquello que está privado de sensación no
es nada para el ser sensible que somos nosotros. De ahí proviene
la notable expresión debida a Epicuro: «La muerte no es nada
para nosotros». Esta expresión tiene varios significados. Ante
120
todo significa que la muerte no nos concierne en tanto que seres
sensibles: la muerte es la nada de toda sensación, y, por consi-
guiente, es la nada de dolor, la nada de placer y no siendo ni
dolor ni placer no puede afectarnos en tanto seres que sienten.
En otros términos: la vida y la muerte jamás se tocan. La muerte
está del lado de la no-sensación, de la indiferencia; los seres hu-
manos vivos, por el contrario están del lado de lo sensible, de lo
pleno, y ambos extremos no se encuentran, porque nada de lo
que existe es insensible. Por definición no hay coincidencia en-
tre el individuo y su muerte porque este es un ser sensible: «la
muerte no significa nada para nosotros porque mientras vivi-
mos no existe y cuando está presente, nosotros ya no existimos.
Así pues la muerte no es real, ni para los vivos, ni para los muer-
tos ya que está lejos de los primeros y cuando se acerca a los
segundos, estos han desaparecido ya».213
Tal concepción solo es comprensible desde el fisicalismo
ontológico de Epicuro, esto es desde una comprensión del ser
humano que no separa las facultades mentales y espirituales de su
soporte corporal. Desde esta perspectiva, la muerte no es priva-
ción de nada porque el cuerpo ya nada pide, ya no sufre ningún
sentimiento de carencia. El argumento de Epicuro es que la
muerte no es un estado en el que sea posible sufrir, porque para
un ser que siente la idea misma de sufrimiento ha sido cancela-
da. Los epicúreos llaman justamente «anestesía», ¹ ¢naisqhs…a,
a este estado de no-sensibilidad. Como ser sensible, el ser huma-
no no sabe del bien ni del mal sino en relación a los sentidos:
bien es aquello que le permite preservar su ser, mal aquello que
daña esta preservación, pero esto es justamente lo que queda
cancelado con la disolución del cuerpo y del alma. Un ejercicio
espiritual consistirá en repetirse una y otra vez este dogma: «Acos-
túmbrate a pensar que para nosotros la muerte no es nada, por-
que todo el bien y todo el mal residen en las sensaciones y preci-
samente la muerte consiste en estar privado de toda sensación».214
La muerte jamás coincide con la vida porque esta, que también
es espiritual y mental, no puede evadirse de la sensibilidad. Este
estado de no-percepción es el primer sentido de la expresión: «la
muerte no es nada para nosotros».
Hay un segundo sentido de dicha expresión que se refiere
esta vez a la no-identidad del sujeto que también descansa en la
unidad de cuerpo y alma. En efecto, mediante las imágenes que
se presentan en los sueños se fortalece la ilusión de que, después
121
de la muerte, el alma conserva su identidad preservando los mis-
mos afectos, emociones y pasiones. De hecho, en la antigüedad,
previamente al cristianismo, los sueños y las visiones eran lo
único que permitía asistir a esta suerte de continuidad de noso-
tros mismos. Por ello, para la ética epicúrea resulta muy impor-
tante insistir en el proceso físico de disolución atómica. La iden-
tidad de cada uno no puede reposar ni solo en el alma ni solo en
el cuerpo, pues cada uno es idéntico a sí mismo como el com-
puesto de sensibilidad y pensamiento y desaparecida esta uni-
dad ya no hay identidad del sujeto consigo mismo. Perdido su
contacto con el cuerpo ya no hay un alma que pueda recordar ni
gozos, ni sufrimientos. Después de la disolución ya no estare-
mos, ya no habrá quien recuerde. Por lo demás, la separación
del alma y del cuerpo es más sencilla de lo que generalmente se
piensa: gradualmente, las sensaciones se relajan y las partículas
del alma abandonan el cuerpo a gran velocidad y el dolor even-
tual se difumina. Según Epicuro, tampoco cabe temer demasia-
dos sufrimientos en el momento mismo del tránsito: si el dolor
físico que antecede a la muerte es suave, bastan para soportarlo
los recursos emocionales como la memoria de los buenos mo-
mentos pasados; si, por el contrario, el dolor físico es muy inten-
so la muerte llegará rápidamente y el sufrimiento terminará pron-
to. La muerte puede ser muy dolorosa pero no tiene por qué
serlo y una vez que llega ya no hay dolor porque ya no hay nada
que sufra dolor: la muerte, es un vacío de dolor.
En síntesis, desde el punto de vista físico, el miedo a la muer-
te promovido por las apariciones oníricas es injustificado: «La
muerte no es temible» dice el cuádruple remedio epicúreo. Des-
de esta perspectiva temer a la muerte es sufrir por nada. ¿De
dónde viene entonces el miedo? De la opinión que los seres hu-
manos se forman de ella. No obstante este estremecimiento está
lejos de ser algo anecdótico, pues provoca un estado de ansiedad
susceptible de arruinar toda la vida, de retirar al sujeto el gozo
de vivir. Y este placer de vivir es justamente el telos último de la
filosofía de Epicuro. Liberar al ser humano de ese miedo me-
diante la interiorización de aquel dogma es devolver a la vida
todo su valor. El placer que entraña el vivir, la felicidad impertur-
bable es de esta tierra y, para los seres sensibles como nosotros,
solo es realizable en el intervalo entre el nacimiento y el fin y no
hay una segunda oportunidad, porque al final los átomos se dis-
persarán en la lluvia infinita del cosmos, al azar de los encuen-
122
tros, en una noche sin fin.
Quizá nos resulte difícil comprender toda la importancia que
Epicuro atribuye a erradicar el miedo a la muerte. Es porque su
presencia obsesiva es hoy menor: la esperanza de vida se ha in-
crementado y la muerte súbita a una edad temprana por causas
naturales es más remota. Sin haber desaparecido, la presencia
de la muerte se ha retraído y ha adquirido nuevas formas.215 En
la antigüedad grecoromana la muerte parecía siempre más próxi-
ma, impredecible y latente. Muchas enfermedades que hoy son
relativamente sencillas de remediar debieron ser irremediables
y fatales. Luego, es preciso considerar que tampoco contaban
con la beatitud de una vida supra-terrenal en compañía de Dios,
que aportaría el cristianismo. Consuelo que, como se verá, resul-
ta ambiguo pues se paga o bien con alguna renuncia a la vida
presente o con el temor al castigo. El miedo a la muerte es de
una clase especial: en el miedo ordinario, el objeto que lo provo-
ca es fácil de reconocer y representa una amenaza real e inme-
diata: la respuesta natural es evitar el objeto temido. Pero en el
caso de la muerte, quizá debido a su naturaleza incomprensible,
lo que surge es algo vago y oculto, un temor «inexplicable» o al
menos mal comprendido cuyo resultado es un estado de ansie-
dad que no encuentra cómo, ni dónde, evadir a su objeto. Es un
estado de alarma indefinido que promueve un deseo permanen-
te de evasión: el origen del miedo es comprensible pero el deseo
de evadirlo es irracional.
De acuerdo con Epicuro el miedo a la muerte es la mayor
amenaza para la serenidad del alma pues hunde en la inquietud
toda acción humana. Esto es así porque tiene diversos aspectos
que, aunque próximos entre sí, son diferenciables: primero, el
temor a una vida material no lograda; segundo, el sufrimiento
de los que permanecen; tercero, la sensación de que la vida ha
sido demasiado corta e incompleta; cuarto, el temor a ser olvida-
do; quinto, que el tránsito de la vida a la muerte puede ser muy
doloroso, y, por último, la realidad de una vida posterior donde
se pagarán las fechorías cometidas en este mundo. Esta es la
razón por la cual del principio científico y filosófico de que «la
muerte no es temible», Epicuro y sus seguidores extraen todo un
arsenal de argumentos y ejercicios espirituales para expulsar ese
miedo de todos sus escondrijos emocionales.
El miedo a la muerte impulsa en primer lugar el afán de
acumulación de bienes terrenales bajo la ilusión de que estos
123
servirán de protección ante el final: es la avaricia, una estructura
patológica en la facultad de querer. Es natural en su origen que
los seres humanos busquen satisfacer sus necesidades de ali-
mento, cobijo y seguridad, pues su naturaleza los orienta hacia
aquello que favorece su preservación y rechaza lo que por el con-
trario la daña. El problema es que este deseo originalmente na-
tural se convierte en irracional cuando, impulsado por la angus-
tia interior, se convierte en una pasión ilimitada de bienes. Sin
que se percate de ello, la ansiedad orienta al individuo a una
acumulación desenfrenada. Tal ansiedad pronto lleva a la injus-
ticia: los escrúpulos que podían contener al individuo son avasa-
llados por el desasosiego interior. El miedo a la muerte es, según
Epicuro, la pieza clave que explica cómo un deseo natural ha
sido llevado al paroxismo de la codicia ilimitada.216 No obstante,
Epicuro no ignora que la codicia es una pasión «reciente» por-
que requiere un cierto nivel social de riqueza. Según Lucrecio,
en tiempos remotos la sobrevivencia del grupo imponía la co-
operación de todos en un pacto de no agresión. En su estado
natural, el ser humano es pues una criatura apacible. Pero una
vez que las comunidades se hicieron numerosas y que disminu-
yó la amenaza de animales salvajes, las riquezas se acumularon,
la gente comenzó a cometer crímenes contra su semejantes y
resultó sencillo olvidar que la vida civilizada puede ser aniquila-
da en ausencia de la justicia. Las palabras dejaron de referirse a
las cosas naturales y la imaginación se puso a crear ficciones en
torno a la riqueza y sus pretendidos beneficios. Ante la aparición
de la injusticia algunos hombres prudentes crearon las leyes para
contener la violencia e instituyeron castigos y penas para ame-
drentar a los criminales en potencia. Aunque estaba calculada
para disuadir, esta creación fue aprovechada por algunos supers-
ticiosos para instaurar una nueva angustia colectiva: los casti-
gos eternos. De manera que según la historia contada por Lucre-
cio, las leyes, aunque necesarias, no son benéficas pues repre-
sentan solo una forma de disuasión y por tanto crean una
motivación falsa para la vida en sociedad. En el epicureísmo, las
leyes no fundan la sociedad, ni hacen libres a los hombres a los
que someten, sino que provocan en ellos un estado de tensión
angustiosa. Vivir bajo el miedo al castigo no puede ser un moti-
vo suficiente para ser justo, ni moral. Las leyes humanas son
necesarias pero no son buenas para la libertad interior porque
se deslizan fácilmente hacia temores injustificados. Por eso al-
124
canzan en primer lugar al injusto, quien tiene una conciencia de
sí constantemente amenazada que lo traiciona en todas sus acti-
tudes, sus gestos y aun en los emotivos gritos que profiere du-
rante el sueño.
Con esta digresión histórica, Lucrecio se ha propuesto mos-
trar que las pasiones ilimitadas no son aberraciones intrínsecas
de la naturaleza humana sino que surgen debido a un mecanis-
mo inteligible, con la misma fuerza que todas las otras emocio-
nes. Empujado por la sorda angustia (y no por su esencia) el
individuo se entrega a la injusticia y al atropello. Intervienen aquí
los sueños para reforzar estas cadenas difundiendo la ficción de
una vida interminable de sufrimiento después de la vida. En bre-
ve, los miedos irracionales producen fantasías irracionales.
Atrapado en esta espiral, el individuo ya no se encuentra a sí
mismo: la angustia lo ha llevado a la injusticia y esta a la supers-
tición, todo ello sumergido en la inquietud. La filosofía, cuyo
sentido primero es ser una terapia para el alma, debe aportar un
remedio. Este remedio consiste en un retorno hacia sí mismo,
una vuelta a la verdadera naturaleza de su «yo» que se ha extra-
viado. El ser humano es desdichado porque se ha hecho esclavo
de pasiones desenfrenadas y superfluas. El bienestar consiste en
que recobre su independencia, su libertad, esto es que retorne a
lo esencial, a lo que verdaderamente es él mismo. En nuestro
caso, puesto que la angustia lo ha llevado a la avaricia es preciso
que aprenda a reconocer cuál es el límite de riqueza que requie-
re un ser racional y cuáles son los deseos que están en concor-
dancia con este límite. La filosofía se aventura así en el terreno
de la «economía».
La filosofía antigua se interesó en el tema de la economía
pero lo hizo desde una perspectiva muy lejana a la nuestra: des-
de el punto de vista moral. La pregunta que ella se planteaba no
era ¿cómo se incrementa la riqueza? sino ¿qué papel juega la
pobreza o la riqueza en la realización plena de sí? Lo «económi-
co» estaba inevitablemente ligado a la constitución ética del in-
dividuo: ¿por qué los seres humanos caen en una codicia sin
límites?217 Ciertamente, la filosofía también se ocupaba de la
administración razonable de la propiedad, pero estaba asociada
a la preocupación de una vida lograda: ¿por qué los seres huma-
nos están dispuestos a arriesgarlo todo, la serenidad y la vida
misma, por la riqueza? Este es el contexto en que Epicuro y sus
seguidores debieron ocuparse del asunto. En su libro Sobre la
125
economía, p˜rˆ _/Oikonom…aj, Filodemo de Gadara afirma que el
uso legítimo del término «economía» descansa en la premisa de
que hay una medida, un límite adecuado a la riqueza que está
determinado por lo que es natural de acuerdo con la constitu-
ción humana (mientras que no es posible establecer cuál es el
límite absoluto de la avaricia). Desear lo que está más allá de lo
necesario es caer en deseos que, en sí mismos, no saben de lími-
te alguno. De ahí el dogma lapidario que el epicúreo debe me-
morizar: «Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco».218
Volver a su «yo» auténtico, exige aprender la disciplina del de-
seo, el ejercicio de aprender a desear lo que debe desear y saber
rechazar lo que conviene apartar de sí.
La doctrina había ya sentado las bases. Cicerón nos informa
que Epicuro ofrecía una clasificación entre los deseos en tres
grupos: los deseos naturales y necesarios, los deseos naturales
pero no necesarios y los deseos ni naturales ni necesarios.219 Los
primeros, naturales y necesarios son aquellos indispensables para
la preservación de la vida: alimento, bebida, abrigo. Estos de-
seos deben ser satisfechos, pues son obligatorios para la preser-
vación del viviente. Afortunadamente, los bienes necesarios son
provistos por la naturaleza en cantidad que hace sencilla su ob-
tención:220 «El bien es fácil de adquirir» dice el cuádruple reme-
dio epicúreo. Los segundos son los deseos naturales, pero no
necesarios; Epicuro ofrece como ejemplo de estos el deseo sexual.
Este deseo es natural e incluso debe impulsar la procreación,
pero no es necesario dejarse llevar por la imaginación hacia un
deseo irrefrenable.221 La doctrina no promueve la eliminación
de los deseos sexuales, pero sugiere cordura al satisfacerlos por-
que su búsqueda puede conducir a la aniquilación. Por precau-
ción, el filósofo llega al límite de la austeridad: según él, ningún
hombre se ha beneficiado nunca con la cópula.222 Finalmente,
los deseos que deben evitarse a toda costa son los deseos ni natu-
rales ni necesarios: las joyas, los perfumes, los carruajes exóti-
cos. No hay necesidad de vivir bajo las necesidades imaginarias
que la sociedad opulenta sugiere. Además, los bienes con los que
estos deseos parecen satisfacerse son con frecuencia inaccesi-
bles. En conjunto, piensa Epicuro, la vida se preserva con la sa-
tisfacción de los deseos naturales y necesarios y se pierde en la
persecución de los deseos ni naturales ni necesarios. Los prime-
ros aseguran la vida, los segundos la extravían. La fórmula de la
serenidad es sencilla, «pero esto no le provocar un trastorno ra-
126
dical de la vida».223
Encontrar su verdadera naturaleza requiere que el sujeto
tome conciencia de su libertad respecto a las obras de su propia
imaginación.224 El ser humano es un ser de carencias pero para
poder vivir «la voz de la carne pide (simplemente) no tener ham-
bre, no tener sed y no tener frío»,225 y una vez satisfechos estos
deseos naturales ya no es necesario ir más lejos. Toda acumula-
ción más allá de lo indispensable no aporta nada a la felicidad.
Quizá hoy parezca demasiado simple atribuir a la simple supre-
sión de la sed, el hambre y el frío ese estado de bienestar, pero
para Epicuro con ello se abre un sentimiento global de gozo de
la propia existencia. Entonces, sin sufrir por carencias imagina-
rias, ya no se depende de nada exterior sino de uno mismo y de
su propia vida.226 Con ello, Epicuro no quiere renunciar al bien-
estar, sino simplemente establecer el límite racional de la rique-
za que está impuesto por nuestra naturaleza corporal. La anti-
güedad admiraba a los filósofos cínicos quienes habían tomado
el camino más difícil, haciendo de la autarquía sinónimo de una
pobreza extrema, renunciando a todo salvo a lo mínimo. Pero
esto no es lo que el epicureísmo pregona; según Filodemo, «aun-
que la pobreza basta para la satisfacción de deseos naturales y
necesarios, una persona sabia prefiere una provisión suficiente
no solo para sobrevivir sino también para satisfacer deseos que
no son necesarios pero que son naturales. Lo mismo que es va-
lioso tomar algunas precauciones para asegurar la propia salud,
es valioso ocuparse de una riqueza moderada».227 Cuando el
mismo Filodemo examina las fuentes de la riqueza que convie-
nen a una vida filosófica, rechaza desde luego la guerra (que
corresponde a hombres políticos), pero rechaza igualmente la
metalurgia, el cuidado de caballos o cultivar la tierra con las
propias manos, porque en la antigüedad el ocio aristocrático era
parte de la vida filosófica. Permite la agricultura porque el cam-
pesino tiene menos posibilidades de tropezarse con personas
desagradables y es, entre todos, el que tiene mejores ingresos
entre la gente moderada; pero esto siempre y cuando se dispon-
ga de otros que realicen el trabajo físico de cultivar.228 Filodemo
estima que para una vida filosófica, lo mejor es una ocupación
serena, lejos de las inquietudes de una vida pública y la pertur-
bación de negocios dudosos. Es la vida de un pequeño propieta-
rio: «El sabio buscará una ganancia monetaria —escribe Epicu-
ro— pero solo de su saber, en caso de necesidad».229 En estas
127
condiciones, puesto que no tiene gran cosa, el epicúreo no re-
quiere ser experto en finanzas y, dice Filodemo, le basta conocer
los manuales no especializados en la administración de la ha-
cienda.
Desde luego lo mejor y lo más bello era vivir de los discursos
filosóficos compartidos con amigos, con hombres dispuestos a
comprender y hacer suyas tesis que, además de verdaderas, con-
ducían a la ausencia de inquietud, a la serenidad perfecta, aleja-
da de las expresiones incendiarias, corrosivas y muchas veces
libertinas de sofistas, demagogos y sicofantes. Así era como vi-
vía Epicuro y el mismo Filodemo: este componía discursos filo-
sóficos para personas adineradas y recibía a cambio los medios
para vivir y sobre todo el reconocimiento por su género de vida.
Este colectivo de individuos estaba unido por la amistad que era
uno de los grandes placeres de la vida impasible: «de cuantos
bienes proporciona la sabiduría para la felicidad, el más impor-
tante es la amistad».230 En las congregaciones de epicúreos, la
amistad era tanto una ayuda en la dura tarea de transformarse a
sí mismo, como un sostén en caso de necesidad. En tiempos de
necesidad, dice Filodemo, es aún más importante atender las
necesidades de los amigos que las suyas propias. No es acciden-
tal encontrar el tema de la amistad en un discurso que hoy lla-
maríamos «económico», porque en la antigüedad, la cuestión de
la riqueza nunca es reflexionada por sí misma, sino en el contex-
to moral de la clase de vida impasible que el sabio debe llevar.
La codicia no es una perturbación natural del alma sino la
respuesta angustiosa que el ignorante opone al miedo a la muer-
te. Pero este miedo tiene muchas otras caras y se desliza en la
vida con diversos ropajes. El epicureísmo se propuso desterrar
este miedo en todas sus formas y para ello ofreció un arsenal de
argumentos en su contra, de los que Filodemo de Gadara ofrece
algunos ejemplos. En efecto, este se propuso confrontar ciertas
razones por las cuales se teme a la muerte: algunas de ellas le
parecen comprensibles y perdonables por ejemplo el sufrimien-
to que provoca en nuestros próximos, el morir entre extraños o
en condiciones dolorosas, el morir víctima de una injusticia y
ante todo la muerte prematura de un niño. Pero también existen
otras formas de dolor que le resultan inadmisibles: por los place-
res crapulosos que ya no se tendrán, por el triunfo que eso signi-
ficará para nuestros enemigos, por la búsqueda de renombre. Al
primer grupo de razones, Filodemo ofrece su simpatía, pero ante
128
el segundo grupo hace uso de un estilo cortante e impaciente.
¿Se debe temer a la muerte porque un sueño nos previene
que nuestros seres amados quedarán indefensos? Esta es cierta-
mente una preocupación comprensible y natural pero Filodemo
asegura que, si ellos son gente de bien, aún si tienen dificultades
en la vida, sabrán ser felices. Pero se puede ir más lejos y el mis-
mo Epicuro lo mostró, pues dejó un testamento.231 Naturalmen-
te, esto último fue motivo de crítica porque si sostenía que la
muerte es un estado de completa indiferencia ¿para qué ocupar-
se de lo que sucederá posteriormente? Y luego, ¿por qué pedir
en su testamento que su aniversario sea recordado mensualmente
por sus seguidores, los cuales llegaron incluso a divinizarlo? Los
adversarios sostenían que no hay razón para buscar estos fines
si no habrá nadie para disfrutarlos. Filodemo respondió escri-
biendo que no hay inconsistencia entre saber que ya no se estará
ahí para gozarlo y sin embargo proveer a los otros de los medios
para alcanzar sus fines. El amor y la amistad bastan para perse-
guir el deseo de hacer buenas cosas, aun cuando sea verdad que,
cuando estas se materialicen, ya no habrá nadie para percibirlo.
Lo que explica que Epicuro haya hecho un testamento no es el
afán de obtener una retribución póstuma sino el producto de su
buena disposición interior: «que se satisface aun en ausencia de
reciprocidad». No es verdad que una doctrina que considera que
nada existe para nosotros después de la muerte conduzca al des-
interés por aquellos que habrán de sobrevivir. «Solo un tonto —
escribe Filodemo— teme a la muerte hasta el punto de quedarse
paralizado y no hacer un testamento. ¿Cómo podría esto ser con-
siderado el final de una buena vida?».232
¿Se debe temer a la muerte si un sueño nos advierte que
ocurrirá en tierras lejanas, entre extraños? Nuevamente, este
sentimiento doloroso es comprensible, pero es preciso ponerle
un límite más allá del cual no es razonable entregarse a la pena.
Después de todo, si se ha sido un buen hombre también se pue-
de ser honrado en tierras lejanas. El caso del mismo Epicuro,
quien proveniente de Samos murió en Atenas, muestra que lo
que se cosecha de bien prevalece, aun si no se tienen hijos de
sangre o parientes cercanos y esta veneración de la amistad no
tiene nada que envidiar al amor filial. ¿Y morir en el mar? (lo
que debió ciertamente ser una ansiedad frecuente en la antigüe-
dad clásica). Según Filodemo es una emoción vacía el horror de
morir en el mar más que de morir en un río o en un barril de
129
vino, porque en todo caso todos son medios líquidos. Poco im-
porta si el cuerpo es devorado por los peces en el mar o los gusa-
nos en la tierra e incluso si es consumido por el fuego, pues si ya
no se tiene ninguna sensibilidad, ¿para qué diferenciarlas? Es
una exageración exclamar ¡pero es en el mar!, cuando de hecho
uno puede ahogarse con tres o cuatro tragos de agua y esto pue-
de ocurrir incluso en la bañera.233 ¿Puede sentirse temor a la
muerte si un sueño nos advierte que será a consecuencia de una
injusticia o de un tirano? Filodemo reconoce que se puede re-
sentir momentáneamente «una mordida de lamento y de pena»
pero los casos de Palamedes, Calístenes o Sócrates muestran
que aquellos que no han hecho nada malo para recibir tal casti-
go son justamente aquellos que exhiben mayor entereza ante el
trance. Quien no la merece, sabe enfrentar a la muerte como un
accidente ajeno a su bondad.
Los argumentos de Filodemo pueden parecer insustanciales
ante la inquietud de la muerte pero todos ellos descansan en la
idea de que, para un ser dotado de sensibilidad, la muerte es un
estado de completa indiferencia y de no-identidad. La doctrina
intenta probar que en el fin no hay nada que nos inquiete y que
nada del ser vivo continúa para sufrir. La muerte es una cesa-
ción completa, para bien y para mal. Lo que realmente nos con-
cierne está comprendido en el lapso en el cual el cuerpo y el
alma están unidos, esto es entre el nacer y el morir y lo que sigue
es la disolución de los átomos en un universo indiferente a nues-
tras preocupaciones. Si la muerte es un mal, tiene que haber
alguien que resulte dañado. Pero un mal que no es percibido no
es un mal y no hay daños o males indiferentes porque no tene-
mos para resentirlos ningún otro medio que la sensibilidad.
La conciencia común no se deja vencer tan fácilmente e in-
siste: la muerte es un mal, pues interrumpe el cumplimiento de
una existencia que se creía aun posible. Nadie puede lamentar
no haber nacido pero es posible lamentar no haber vivido lo su-
ficiente; la muerte no es un mal antes de haber nacido, pero lo es
cuando cancela ciertas posibilidades del vivir. A ello Filodemo
responde de dos maneras: primero, con un argumento llamado
«simetría», afirmando que tanto el pasado antes del nacimiento
como el futuro después de la extinción no son nada para noso-
tros y son indiferentes tanto el uno como el otro. Para una doc-
trina que coloca la identidad humana en la unidad del cuerpo y
el alma, al ser humano solo se le ofrece una oportunidad de vivir
130
y lo que sucedió antes del nacimiento o lo que suceda después de
la muerte carece de importancia, pues con la dispersión de áto-
mos la identidad del sujeto ha desaparecido y, si un improbable
azar permitiera una nueva oportunidad, ya no sería el mismo
«yo», «una vez que ha quedado roto el recuerdo de nosotros mis-
mos».234 En segundo lugar, la muerte solo es prematura para
aquel que coloca sus objetivos siempre más allá del presente.
Aquel que cree que su muerte es precoz es porque no alcanzó
nunca una felicidad que ingenuamente pospuso siempre para
más tarde. Según Epicuro, por el contrario, para alguien que
piensa correctamente, la muerte nunca es prematura: para la
verdadera felicidad la duración temporal tiene poca o nula im-
portancia y una larga vida no necesariamente supera en valor a
una vida breve.
Existen otros temores mucho menos justificados a los cua-
les Filodemo responde con acritud. ¿Cabe temer a la muerte si
un sueño nos revela el regocijo que invadirá a nuestros enemi-
gos? Pero esto es preocuparse por una idea vacía: es irracional
para alguien que ha llevado una vida buena ocuparse de la iro-
nía morbosa de los adversarios después de que ha desaparecido.
Primero, porque ya no estará ahí para resentirlo, y, segundo,
porque los que así creen triunfar son personas de baja estofa,
criaturas repulsivas que ignoran que la muerte es la pacificación
de todas las inquietudes, aun si se trata de un héroe homérico:
«Héctor no debe lamentar el triunfo de Aquiles sobre su cadáver,
no solo porque ya no estaba ahí para constatar el triunfo, sino
porque su muerte le habrá sido más llevadera si hubiese percibi-
do el acto de Aquiles por lo que vale: el acto de un loco maniáti-
co».235 En uno y otro caso, este miedo reposa en la idea falsa de
que después de la muerte se mantiene alguna clase de identidad
personal, pero la muerte es la completa no-identidad, pues se ha
disociado aquello que siente de aquello que reflexiona.
Las obras de la imaginación onírica son tan poderosas que
pueden convencer que ciertas formas de morir son más valiosas
que otras, pues acarrean honores y homenajes suntuosos. Este
es escondrijo del deseo de adquirir poder y gloria que busca una
suerte de permanencia en la memoria de los que sobrevivirán: es
la pasión del orgullo. La cuestión de la ambición personal era de
la mayor importancia en una cultura del honor como era la gre-
colatina en la cual la muerte sin haber adquirido un nombre o
sin dejar descendencia, era resentida como una mácula. Los hé-
131
roes homéricos, por ejemplo, temen sobre todo morir sin haber
construido un gran renombre y prefieren, como Aquiles, una
gloriosa muerte prematura al deshonor de morir en su lecho,
«como una vieja». Los epicúreos desestiman por completo esta
muerte gloriosa y le quitan todo lustre a este engaño colectivo.
Cualquier persona inteligente —escribe Filodemo— sabe que no
hay nada glorioso en morir en un campo de batalla; es verdad
que algunos grandes militares obtienen su parcela de renombre,
pero la mayoría, que también combatió con valor, murió entre
las líneas «como animales de granja»236 y no importa con cuanto
brío participaron, nadie recuerda cómo murieron. La muerte
gloriosa no refleja en sí misma una vida en el bien; las más de las
veces es un hecho aislado que sirve para encubrir las fechorías
anteriores. Esta muerte ofrece el cebo ilusorio de un funeral o
un mausoleo suntuoso, pero esto es tan absurdo como creer que
en el Hades unos están mejor vestidos que otros. El funeral que
Alejandro ofreció a Hefaistos fue deslumbrante, pero este no lo
ha gozado ni un ápice y se encuentra tan miserable en su fin
como cualquier otro. Entonces ¿qué es lo que impulsa a estos
insensatos? No puede ser un deseo natural y necesario porque
este apuesta por la vida; tiene que ser un deseo infortunado, in-
alcanzable, porque aun si se logra, no tiene importancia para el
que lo obtuvo, pues está muerto.237 Poco importa incluso si el
cuerpo recibe una sepultura adecuada pues todo el mundo sabe
que seguirá un proceso de descomposición y desintegración. Para
una filosofía que apuesta por la vida, la muerte en sí no tiene
diferencias. No hay ninguna razón para elegir una causa más
que otra, porque todas conducen al mismo resultado: la incons-
ciencia total.
La muerte es la gran niveladora pero los seres humanos la
rodean de valores imaginarios: en algunos casos la exaltan, en
otros la detestan y ambas cosas sin motivo. No hay ningún valor
humano en la muerte. Elegir una forma de morir por sobre otra
es adoptar el ridículo de darle dimensiones trágicas, épicas o
cómicas a un hecho que es siempre el mismo. Puede sonar des-
humanizante, pero es porque para esta filosofía lo que importa
no es cómo se muere, sino cómo se ha vivido. Lo significativo no
es si uno muere aquí o allá sino la forma en que se ha conducido
la vida. Desde luego, es normal considerar miserables a aquellos
injustos que se pasan la vida violentando a los demás y que al
final, debido a sus actos, mueren violentamente. Pero lo que es
132
de lamentar no es su muerte, sino su vida, lo mucho que daña-
ron. Aun para el criminal, lo lamentable es la vida, no la muerte,
pues esta no tiene más que un rostro, monótono y uniforme para
todos. Para esta filosofía ninguna mala persona puede ser real-
mente feliz y, por ello, acabará infelizmente, y ninguna buena
persona puede ser realmente miserable aun si la muerte le so-
breviene.
Lo más absurdo es que el miedo a la muerte se trueca, por
obra de las creencias, en su contrario, y provoca en ciertos seres
humanos una aversión a vivir tal que comienzan a interrogarse
si merece la pena continuar. En la filosofía de Epicuro tal aver-
sión a la vida, tal tendencia a la auto-destrucción, está completa-
mente desterrada. La suya es una meditación para la vida, no
para la muerte. El suicidio le parece una decisión irracional im-
pulsada por la imaginación acerca de ciertos tipos de vida y de
muerte honorable. Para el epicúreo siempre es posible enfrentar
cualquier adversidad si se reconoce el verdadero valor de lo que
es esencial. Por eso Filodemo arremete con un torrente de acu-
saciones contra aquellas filosofías que ofrecen soluciones que
van contra la vida y esto incluye a Platón, a Sócrates y a los
neoplatónicos, para quienes es preferible morir lo más rápido
posible pues la separación del cuerpo es benéfica para el alma
que suponen inmortal. Para Epicuro es totalmente ridículo pen-
sar constantemente en la muerte como algo deseable y aún más
extraer de ello alguna satisfacción.238
El miedo a la muerte alentado por los sueños es una angustia
difícil de combatir y todos los recursos de la filosofía deben ser
movilizados para ello. La Rochefoucauld escribió que ni el sol ni
la muerte pueden ser vistos de frente, pero Epicuro decidió ha-
cerlo con una estrategia bastante clara: retirarle su aspecto temi-
ble convirtiéndola en un proceso natural, exento de sufrimiento
para un ser sensible como lo somos todos. Una correcta com-
prensión de la muerte hace más lograda y más feliz la vida terre-
nal, pues aquel que no teme a la muerte no teme perder la vida.
Liberados de ese miedo, transformados en su «yo», los soñado-
res descubren el infinito valor de la existencia que es una oportu-
nidad única, inesperada y maravillosa. Entonces, el impulso por
vivir se multiplica, no por inercia, sino porque ese placer de vivir
alimenta su propia motivación de seguir viviendo, aun si se está
consciente de todo puede acabar inesperadamente.

133
El soñador impasible: el placer catastemático

Para Epicuro la filosofía no es una torre de marfil, una suer-


te de persecución hermenéutica de ideas inútiles, sino un saber
que debe conducir a los hombres a la realización de su verdade-
ra naturaleza. Ya desde el tiempo de Lucrecio la doctrina había
tomado el significado de un acto terapéutico y su fundador se
había convertido en un sanador espiritual que había abierto a
los hombres la vía de su liberación. El poeta Petronio, por ejem-
plo, hará decir a uno de sus personajes que Epicuro era un «hom-
bre divino».239 Pero esta liberación no puede lograse sino al pre-
cio de abandonar el «yo» de la turbulencia en beneficio de una
Verdad propuesta por la filosofía como el placer de la impertur-
babilidad, de ausencia de toda inquietud. El individuo deberá
«ocuparse de sí mismo», lo que quiere decir transformar esta
verdad filosófica en principio permanente y activo de su existen-
cia. El verdadero «yo» no es sino la actualización de esa verdad
que es la serenidad imperturbable. La pregunta que guía su ac-
ción sobre sí mismo es entonces: ¿qué forma debe tener la vida
cuando se trata de ponerla en relación con la verdad?240
Liberarse de los poderes alucinatorios de la imaginación, por
ejemplo del dolor que deja un sueño aterrador, es uno de los
índices de esa serenidad que, en Epicuro, es la forma más alta
placer. Esta asociación entre placer y serenidad es la mayor no-
vedad —y la más audaz— de la doctrina. Después de todo, la
idea de «placer» parece remitir más bien a exaltación, emoción,
movilidad. El primer paso de Epicuro consiste en distinguir en-
tre un sentido vulgar y un significado filosófico del placer: el
sentido vulgar es simplemente la satisfacción de los sentidos: la
comida, la bebida, el erotismo, y lo conocemos todos. El segun-
do significado, desconocido para la mayoría, es un placer del
espíritu. Esta no era del todo una invención de Epicuro pues
tenía un antecedente en Aristóteles, quien distinguía entre pla-
ceres en movimiento y placeres en reposo.241 La audacia consis-
tió en convertir a la ausencia de inquietud en la forma más alta
de placer. A los placeres en movimiento, Epicuro los llama «ci-
néticos» (de ¹ K…nhsij, «movimiento») y al segundo, «cataste-
mático» (de tÕ kat£sthma, «situación», «estado»). Los placeres
cinéticos son desde luego episodios de alegría, de intensa expe-
riencia sensorial. El placer catastemático, a la inversa, surge en
el momento en que, liberado de todo sentimiento de carencia, el
134
individuo alcanza un estado perfecto de serenidad que es llama-
do ataraxia, ¹ ¢tarax…a, impasibilidad, ausencia de inquietud o
aponía, ¹ ¢pon…a, ausencia de dolor. El bien supremo que la na-
turaleza reclama no es más que la ausencia de dolor: al cancelar
todo dolor (por ejemplo, el miedo a la muerte o el miedo a la
pobreza) lo que resta es su Otro, el placer que emerge natural-
mente, y el bien no es más que esto mismo.
Naturalmente, esta concepción del placer imperturbable
choca con la idea común de placer. En la época de Epicuro esta
idea vulgar del placer era predicada por la filosofía cirenaica,
encabezada por Arístipo.242 Los cirenaicos tomaban como bási-
cos dos estados de ánimo, el placer y el dolor; ambos suponen
movimiento pero el primero es un movimiento suave mientras
el segundo es un movimiento áspero. Según Arístipo no es con-
cebible ningún otro estado de ánimo y por tanto la ausencia de
dolor no es un placer, sino la disposición que corresponde a un
durmiente. Los cirenaicos no cesaron de hacer burla del placer
catastemático de los epicúreos: para ellos toda sensación es, o
bien un placer o bien un dolor, y el reposo que sigue al placer no
es ni lo uno ni lo otro; por ende, para ellos la imperturbabilidad
es simplemente la experiencia de un cadáver. La doctrina de
Epicuro afirma, por el contrario, que existe un tercer estado de
ánimo que surge en el momento en que se elimina el dolor: evi-
tar el mal es el bien mismo, porque no hay un lugar donde poner
el bien si no hay nada doloroso que impida su aparición: «Cuan-
do las pasiones que nos perturban son suprimidas, las cosas que
producen placer vienen a reemplazarlas, vienen a tomar su lu-
gar».243 Una vez alcanzada la satisfacción básica del cuerpo lo
que sigue es un estado de equilibro, de armonía, que por supues-
to no es perceptible para los disolutos quienes solo esperan un
nuevo placer momentáneo para existir, pues «existir» quiere de-
cir para ellos «correr de un placer al siguiente», sin cesar. Esto es
exactamente lo que Epicuro reprocha a los cirenaicos quienes
no logran ver que la satisfacción de los placeres cinéticos es una
tarea ilimitada, pues apenas satisfechos empiezan su prepara-
ción para reaparecer. Es verdad que la ausencia de dolor no es
en sí misma un placer, pero ella permite acceder a un estado de
armonía y de equilibrio interior que es el placer de la quietud.
Esto de ningún modo significa que se deba renunciar a los
placeres corporales. De hecho, Epicuro sostiene que no hay for-
ma de decidir qué es el Bien si se suprimen los placeres corpora-
135
les: «Yo desde luego, no sé cómo imaginar el bien si suprimimos
los placeres de los sabores, si suprimimos los placeres del sexo,
los de los sonidos y los de las formas bellas».244 No puede haber
un Bien abstracto, despojado de todo elemento sensible, porque
el ser humano siente y reflexiona simultáneamente. La oposi-
ción entre placeres corporales y placeres del espíritu es pues ar-
tificial. Pero si todos los placeres son estimables, no todos los
placeres deben ser perseguidos de la misma manera: los place-
res corporales tienen el inconveniente de ser lábiles, pasajeros,
mientras los placeres espirituales son duraderos, permanentes.
La única diferencia entre ambos placeres es de intensidad o, en
palabras de Epicuro, de «condensación»: en el cuerpo, el placer
es «concentrado», puntual, temporal, en el alma es «extendido»,
imperecedero. Si los placeres psíquicos son más importantes que
los placeres del cuerpo, es porque este solo sufre las carencias
que le afectan en el presente mientras el alma sufre por los pla-
ceres pasados, presentes y futuros. Sin desdeñar a la carne, el
placer más alto no está en ella, sino en el espíritu. Por tanto, el
placer catastemático adquiere su significado pleno cuando es
referido a la dimensión psíquica del ser humano, pues de otro
modo se convertiría en un estado de insensibilidad. Es por eso
que resulta más adecuado traducir «catastemático» no como
«quietud» sino como «constitución», «situación», pues es un es-
tado espiritual activo, una forma de permanencia que se aproxi-
ma más bien a los «placeres inalterados» de los que habla Aristó-
teles. En consecuencia, la ausencia de dolor es el límite más alto
del placer, el placer imperturbable: más allá de este punto el pla-
cer puede variar en su género pero no puede variar en intensi-
dad o en grado. Si la totalidad del yo está gozando del placer
catastemático, ni los sueños pueden alterarlo; Epicuro lo llama
pléroma, tÕ pl¼rwma, «plenitud»: un estado de felicidad tan com-
pleto en sí mismo que no puede ser incrementado.
El placer catastemático, la serenidad imperturbable, tiene
una importancia capital en la subjetividad que resulta, en la con-
cepción que el «yo» tiene de sí mismo. Ante todo porque coloca
a la conciencia de sí en el tiempo presente, pero en una especie
de presente perpetuo, una suerte de liberación de la temporali-
dad. El placer de la quietud implica tener una elaborada actitud
respecto al tiempo, a fin de permitir que emerja la plenitud del
instante. La felicidad verdadera del «yo» no es una serie de satis-
facciones sucesivas en el tiempo, sino una permanencia ininte-
136
rrumpida que evade la temporalidad y con ello la incertidum-
bre: es la integridad del bello presente.245 El «yo» del placer im-
perturbable está en cierto modo «fuera de la duración». Es por
eso que Epicuro lo equipara a la vida de los dioses, pues la vida
de estos no tiene ni pasado ni futuro, contenida como está en los
límites del presente inmutable que suele confundirse con «eter-
nidad». Ajeno al tiempo, en la vigilia o en el reposo, en cada
instante de serenidad se concentra todo el placer, de manera que
más duración no agrega nada. En los placeres corporales impor-
ta sobre todo el período de la duración, pero el gozo más verda-
dero y la vida más perfecta se bastan a sí mismas, abstracción
hecha del tiempo. De aquí proviene una de las tesis más atrevi-
das de Epicuro: el tiempo limitado y el tiempo ilimitado contie-
nen la misma cantidad y calidad de placer: «El tiempo infinito y
el tiempo limitado tienen igual cantidad de placer, siempre que
sus límites se midan mediante la razón».246 Por ello, no admite
que la muerte deba ser temida porque la vida ha sido demasiado
corta o incompleta: para aquel que vive el placer imperturbable,
un instante equivale a una eternidad y una vida más larga no
aporta nada nuevo. En su exposición sobre este punto, Filode-
mo usa el ejemplo de Pitocles, cuya completa felicidad no se vio
disminuida por su muerte temprana, mientras encontramos vie-
jos tontos cuya vida siempre será prematuramente detenida,
porque nunca están satisfechos con nada.247 El placer de vivir es
un gozo auto-suficiente: «La carne entiende que los límites del
placer son ilimitados y es ilimitado el tiempo que se lo propor-
ciona. Por otro lado, la mente al tomar conciencia del fin y del
límite de la carne y al librarse de los temores de la eternidad,
alcanza la vida perfecta y ya no necesita de ningún tiempo infi-
nito».248 La ausencia de dolor (aponía) produce la ausencia de
inquietud (ataraxia) y esta a su vez la conciencia de la plenitud
del vivir en un presente que nunca cesa.
En esta filosofía no puede decirse incluso que los seres hu-
manos «buscan» el placer porque el placer no es un fin arbitra-
rio, algo que la voluntad podría querer o no querer. Al perseguir-
lo, ellos no hacen más que desplegar su propia naturaleza: «pre-
cisamente por eso decimos que el placer es el fin último y el fin
de vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como el bien primero y
connatural y de él tomamos el punto de partida de cualquier
elección y rechazo y en él concluimos al juzgar todo bien con la
sensación como norma y criterio».249 El placer es uno con la vida
137
y el dolor es algo opuesto a la vida. ¿Cómo lo demuestra?, obser-
vando la conducta de los animales y de los infantes, cuando aún
no hacen uso de la razón, cuya conducta consiste en hacer suyo
aquello que concuerda con su preservación y rechazar aquello
que la amenaza o la niega.250 Epicuro no está afirmando que es
mejor actuar en ausencia de la razón o que la razón es desdeña-
ble; más bien sostiene que es espontáneo aceptar el placer y re-
chazar el dolor aun antes que la razón actúe. Epicuro no cree
haber descubierto el placer sino que simplemente lo ha coloca-
do en su verdadero lugar y con ello logra que se le reconozca en
su valor real. El verdadero Bien se siente porque la naturaleza lo
grita: ¿quién necesita una definición del placer para reconocer-
lo? Cada uno sabe lo que es y no hay manera de convencer al
cuerpo de lo contrario: el placer es inmediato, al fin es sensa-
ción, y por ello mismo es garantía de certeza. Él indica, sin sub-
terfugios, lo que debe ser aceptado y lo que conviene ser recha-
zado: «(Simplemente) hay que tener sentidos y ser de carne, y
entonces el placer aparecerá como un bien».251
El yo epicúreo en la vigilia y como soñador calcula toda su
acción en referencia al placer de la serenidad que es su telos
final. La conciencia que tiene de sí mismo decide y elije en fun-
ción de este fin al cual se subordina todo lo demás. Para escán-
dalo de la antigüedad este «todo lo demás» incluía a la virtud.
En efecto, el «yo» epicúreo estima la virtud pero no la persigue
por sí misma pues no la considera el bien primario: solo la busca
porque ella tiene mejores posibilidades de producir una vida pla-
centera y dichosa. Según la doctrina, ni la justicia, ni la templan-
za, ni el valor serían buscados si no tuviesen como resultado una
situación placentera. La acción virtuosa no tiene un valor intrín-
seco (aunque ciertamente puede constituir una dimensión de la
vida buena). Epicuro se coloca así en cierto modo fuera de las
«éticas de la virtud» de la antigüedad. Naturalmente esto les atrajo
severas críticas: según Cicerón, «aquí las cuatro virtudes cardi-
nales son reducidas a satélites y sirvientes del placer».252 Y no se
equivoca: estrictamente hablando, entre los epicúreos no hay un
concepto de obligación o de mal moral. El «yo» epicúreo no res-
ponde al bien o al mal, sino solo al placer. Él actúa con justicia,
pero no por amor a la ley sino para no perturbar su serenidad
porque «el justo está sumamente tranquilo, mientras el injusto
está lleno de la mayor inquietud».253 El sujeto no se define en
relación a una ley que le sea externa sino en relación consigo
138
mismo, con su imperturbabilidad. Él no busca en su interior la
fuerza racional para obedecer a la ley, sino a la inversa, él obede-
ce a la ley como parte de su estrategia para alcanzar un «yo»
sereno: lo que importa en esta ética no es la ley obligatoria, sino
el «yo».
Definiendo al placer como el telos de la naturaleza humana
Epicuro no hace más que seguir la vía que desde Sócrates había
sido practicada por la filosofía griega. Era preciso, en efecto,
conocer la naturaleza del hombre, su propósito real, y con ello
determinar el modo de vida que le permitiera desplegar esta esen-
cia, su excelencia. A partir de Sócrates, el bien moral no era otra
cosa que la actualización de esa esencia, la efectuación de lo que
se es. Esto le otorga a la ética de Epicuro un aspecto muy distan-
te de moralidad moderna del «deber ser», es decir la realización
de un imperativo a cumplir que le resulta totalmente ajeno (y
contario) a sus impulsos. Es porque según Epicuro al Bien se
llega siendo lo que cada uno es esencialmente y no luchando
consigo mismo para obedecer a algo que «debe ser» pero que no
es. Para él, la naturaleza y el bien coinciden exactamente en el
placer.254 No se puede decir que persiguiendo el placer los seres
humanos hacen algo malo porque, ¿quién puede condenarlos?
¿La razón? Pero esta carece de autoridad porque aquellos han
actuado antes de consultarla. Es por su naturaleza, sin que la
razón intervenga, por la que el placer es perseguido desde que se
nace: «Epicuro ha prescrito una vida ordenada según el placer
[...] él enseña que el placer es la energía humana bien compren-
dida».255 Lo mismo que en otras filosofías helenísticas, todas ellas
anteriores al cristianismo, no hay una naturaleza culpable de
origen que no puede ser alterada, sino que por el contrario, es la
verdadera naturaleza humana la que ha sido desfigurada, sea
por la exigencias del desarrollo de las comunidades, sea por los
errores de juicio que cometen los ignorantes. Pero esta turba-
ción puede revertirse. Los seres humanos son desdichados por
ignorancia de sí mismos y basta que el individuo tome concien-
cia de sí mismo y retorne a sí, para recobrar su libertad. Es esta
capacidad de revertir la situación lo que otorga al «yo» epicúreo
una gran libertad: la capacidad de constituirse a sí mismo, la
capacidad de dominar su discurso interior, de hacer una elec-
ción irreductible de existencia.
Para ello es preciso volver a considerar la clase de deseos
que movilizan su acción. Como se ha visto la desazón proviene
139
de los deseos ilimitados que la superstición en los dioses y la
angustia ante la muerte le han impuesto. El hombre es desdi-
chado porque es esclavo de su imaginación la cual lo ha llevado
a poner un valor desmesurado en las cosas externas, extrañas,
superfluas, de las que se puede apropiar, pero cuya posesión es
contingente y problemática. Las cosas externas pueden produ-
cirle sin duda un cierto placer, pero como son transitorias rena-
cen, haciéndose sentir mediante el dolor de la carencia. En estos
placeres lo dominante son los objetos y la parte dominada es el
sujeto. En consecuencia, el movimiento de liberación se inicia
con la comprensión de que es el «yo» el que produce su propio
placer y nunca las cosas externas. El primer paso en la constitu-
ción del verdadero «yo» es la toma de conciencia que aconseja al
sujeto separarse de las cosas que le son ajenas. Al retirar a las
cosas externas su valor imaginario, el «yo» alcanza un estado de
lucidez perfecta y establece una relación mucho más intensa
consigo mismo: «esta concentración en sí mismo supone un cierto
desdoblamiento por el cual el yo rehúsa confundirse con sus
deseos, toma distancia en relación a los objetos de su apetencia
y toma conciencia de su poder de separarse de ellos. De este
modo, se eleva desde un punto de vista limitado y parcial a una
perspectiva universal, sea de la naturaleza, sea del espíritu».256
En este proceso de diferenciación entre el yo y lo que le es extra-
ño, la conciencia reencuentra los dominios de deseos que Epicu-
ro había indicado: los deseos naturales y necesarios: no tener
hambre, no tener sed y no tener frío.257 De este modo, se estable-
ce un límite racional al placer que reposa en las demandas irrem-
plazables de la naturaleza sensible. Los placeres de la carne, si
se les retira lo que la imaginación agrega, son fáciles de com-
prender y discernir. Ellos no son misteriosos: el misterio está en
por qué los seres humanos sacrifican su bien a cambio de la
inseguridad de las riquezas que carecen de valor real para la
vida.
De modo que lo decisivo es que el yo produce su propia liber-
tad cuando establece este límite racional. El «yo» soñador retor-
na a sí mismo cuando pone un freno a los deseos de su imagina-
ción antes que dejarse arrastrar por ellos, porque ha comprendi-
do que, entregado a las exaltaciones de su fantasía, pierde toda
autonomía. En el fondo, se trata de que el «yo» establezca una
disciplina del deseo, un cálculo racional de sus pasiones. Lo que
desde luego significa una reforma completa de sus creencias ¿Por
140
qué puede hacerlo? Porque ha desarticulado el origen del miedo
y la superstición promovidos por los sueños y ya no es la mario-
neta de esos impulsos. Lo que es fundamental en la nueva cons-
titución del «yo» es mantener la capacidad de reflexionar sobre
las creencias y los deseos propios, delimitándolos mediante el
uso de la razón hasta alcanzar la ausencia de dolor. El placer es
un impulso de su naturaleza pero debe ser evaluado por el juicio
mediante la capacidad de valorar correctamente: «El principio
de todo esto y el bien máximo es el juicio y por ello el juicio es
más valioso que la propia filosofía [...] él nos enseña que no exis-
te una vida feliz sin que sea al mismo tiempo juiciosa, bella y
justa, ni es posible vivir con prudencia, belleza y justicia sin ser
feliz».258 Toda la diferencia de Epicuro con otros hedonismos
disolutos se juega aquí: en la separación entre el placer indiscri-
minado y el límite racional impuesto. Para él, todo placer con-
cuerda con nuestra naturaleza sensible, pero no todo placer con-
cuerda con nuestra naturaleza racional. Eso es lo que distingue
al «yo» epicúreo del hedonismo del libertino: «Si los medios que
procuran placer a los libertinos desvanecieran los temores de
sus mentes [...] y aun los límites de los deseos y de los dolores,
nunca tendríamos nada que reprocharles, pues estarían llenos
de placeres por todos lados y no sufrirían, ni en el cuerpo ni en el
alma, lo que constituye ciertamente el mal».259
Los placeres deben ser estimados en función de los resulta-
dos dolorosos que pueden provenir de su aceptación. Aquellos
que no saben hacer esta estimación se verán tarde o temprano
sometidos a dolores mucho mayores. El «yo» impasible depen-
de de realizar esta aritmética del placer: «Estoy colmado de pla-
ceres —escribe Epicuro— cuando vivo de pan y agua, y escupo
sobre los placeres lujosos, no por sí mismos, sino por las cosas
desagradables que les acompañan».260 Contra la creencia común,
la disciplina del deseo en Epicuro enseña que los placeres de la
carne no son indomables. Ejercer la libertad del yo es quitarse
todas las ataduras provenientes de la imaginación, no dejarse
llevar por esta sino a la inversa, devolver a la conciencia el con-
trol sobre lo que le viene de afuera. Ser feliz en la serenidad no es
imposible: basta con saber juzgar las cosas de otra manera, im-
poner al alma una cierta forma en sus elecciones. El resultado es
la ausencia de dolor y de inquietud que da paso al placer imper-
turbable y esta impasibilidad es el remedio infalible para encon-
trar la armonía del ser vivo. La vida impasible es un estado espi-
141
ritual activo y no la experiencia de un cadáver, pero ella implica
la capacidad y la disciplina de permanecer inmóvil en sí mismo
en lugar de afanarse por adquirir, poseer, arrebatar. Es sustituir
los placeres momentáneos, pasivos y superficiales por uno solo,
imperecedero y profundo: el bien y la serenidad, y, entonces, in-
conmovible, se gozará del placer de estar vivo, de día y de noche.

El «yo» epicúreo

La filosofía de Epicuro es un poderoso proyecto destinado a


retirar todo aquello que, como la superstición, coarta la libertad
humana y el goce de la existencia. Por eso ha debido enfrentar a
los sueños, grandes promotores del miedo. Su descubrimiento
es que esas inquietudes son obra del sistema de creencias que la
mente se da a sí misma. Alcanzar la libertad significa modificar
esas creencias, transformar el estado del alma, elaborar un «yo»
renovado. Lejos de ser una idea inmutable alojada en lo más
profundo del ser, el «yo» epicúreo es una categoría que se especi-
fica, que se edifica a sí misma. El alma no es, para Epicuro, una
suerte de sustancia de la que ser humano estaría dotado de una
vez y para siempre, sino el punto en el que se concentra la elabo-
ración de sí, la parte de sí mismo a la que el individuo dirige su
atención para modificarla. De acuerdo con Epicuro, la meta a
alcanzar es la serenidad que pone al hombre a cubierto de toda
tempestad exterior: «Fortuna, estoy al abrigo de tus ataques»,
escribió Metrodoro.261 Esta disposición interior es lo que hace
de este «yo» epicúreo un momento único en la historia de las
prácticas de la subjetividad.
Ante todo es preciso que la conciencia se concentre en el
valor de la existencia presente: el epicúreo vuelca toda su con-
centración hacia el instante que está viviendo. La razón es que
toda inquietud proviene del movimiento de los placeres corpo-
rales, siempre renacientes e insatisfechos. Según los cirenaicos,
adversarios del filósofo, el bien consiste en moverse, en correr
de placer en placer, en incrementar el goce actual pasando a otro
nuevo goce. Es decir, los cirenaicos están inmersos en el tiempo.
Para Epicuro, por el contrario, el bien es permanecer en el pre-
sente sin inquietud, inmóvil en sí mismo, sin lucha, sin afanarse
por conseguir algo ni preocuparse por perder algo: «Los cirenai-
cos tienen como precepto último ¡Cambia! ¡Vive en el tiempo!,
142
mientras que el precepto de Epicuro es ¡Permanece en ti mismo!
¡Vive fuera del tiempo!».262 Tal elección de vida exige una pro-
funda intensificación de la relación de sí a sí mismo,263 a fin ad-
quirir conciencia del simple valor de existir (valor inadvertido
para el común de los hombres). Por eso, situarse en el presente
es a la vez una transfiguración de la conciencia del «yo» y un
progreso espiritual.
Ahora bien, esta concentración no sería posible si el «yo» de
dejara arrastrar por la totalidad del flujo de la vida. Es pues in-
dispensable practicar la separación de aquello que se hizo en el
pasado y de aquello que depara el futuro. De ahí provienen dos
ejercicios espirituales que el epicúreo debe realizar constante-
mente: en torno al pasado efectuar una «reminiscencia selecti-
va», es decir habituarse a recordar con gratitud los momentos
de bienestar, eclipsando los momentos que pudieron parecer
desgraciados. En Epicuro la memoria es objeto de un ejercicio
espiritual que reposa en una «técnica del olvido» que deja atrás
lo malo —y que los sueños reviven— y recibe con agradecimien-
to todo lo que ha advenido. En cuanto al futuro —que los sueños
presagian— no hay que temerlo ni intentar descifrarlo sino sen-
cillamente esperarlo con ánimo sereno. No hay que esperar que
un día llegue la vida verdadera porque esta ya está transcurrien-
do. Es un tonto el que vive en la espera del futuro malgastando
su presente: «No hay que despreciar lo que se tiene por el deseo
de lo que nos falta, sino que debemos considerar que también lo
que ahora se tiene era antes un deseo».264 Si los sueños son obje-
to de reflexión es porque no hacen otra cosa que amedrentarnos
con las desgracias por venir o revivir los momentos desdicha-
dos. Explicar los sueños denota una actitud distinta hacia el tiem-
po por parte de un yo «que agradece a la naturaleza y a la vida
las cuales nos brindan sin cesar, si sabemos reconocerlo, el pla-
cer y la alegría».265 El epicureísmo es el arte de comprender cien-
tíficamente los sueños a fin de vivir la serenidad del instante.
Cada una de las acciones de la vida debe ser calculada en
referencia al placer de la quietud que es su telos final. Pero este
cálculo requiere en primer lugar una disciplina entrenada en
saber qué querer y que conviene rechazar. Aprender a discipli-
nar los deseos para concentrarlos en lo natural y necesario es
una fórmula sencilla, pero conduce a una transformación radi-
cal de la vida. Ante todo porque exige modificar la disposición
interior del agente, sustituyendo su experiencia inmediata por
143
un conjunto de dogmas, principios y prácticas surgidas de la
filosofía. Es preciso aprender a vivir bajo otras normas. Pero
puesto que esta transfiguración de sí debe ser permanente, la
filosofía tiende a identificarse con la vida entera del individuo:
es preciso ser de cierto modo.266 En segundo lugar, aquel que
sabe dominar los deseos de la imaginación inevitablemente se
aleja de la vida cotidiana de los demás. De ahí la sensación de
extrañeza que provoca aquel individuo que vive una vida filosó-
fica. A diferencia de la conciencia ordinaria, aquel exhibe un
«yo» que no se deja avasallar por los sueños amenazantes, por
los temores cotidianos; su vida refleja un alma más activa, más
consciente de sí y menos pasiva ante lo que se le ofrece. Esta
decisión de vivir en libertad, dependiendo solo de sí mismo debe
además renovarse a cada instante, esto es establecer una con-
ducta, una línea de acción permanente. Lo mismo que otras filo-
sofías helenísticas, el epicureísmo cree en la libertad gracias a la
cual el hombre tiene la oportunidad de modificarse a sí mismo,
de reformarse, de real-izarse. Por eso es un discurso sobre la
libertad: sobre las formas de libertad que aún están a nuestro
alcance.
A través de su experiencia ante lo sueños nos hemos pro-
puesto insertar al «yo» epicúreo, con su singularidad, en la his-
toria de las prácticas de la subjetividad en occidente. Su particu-
laridad consiste en que se constituye como un «yo en situación».267
«En situación» significa que reflexiona y actúa desde una cierta
circunstancia, esto es, respecto al placer de la imperturbabilidad
que persigue. Se diferencia de otras formas del «yo» porque ante
sus sueños no se pregunta —como lo haría un sujeto moderno—
: ¿cuál es la verdad que subyace dentro de mí, inexplorada?, sino
que se interroga: ¿qué debo elegir en cada instante para prose-
guir con mi vida impasible? En otras palabras, el yo epicúreo es
una forma de experiencia de sí que no se concibe como un yo
sustancial y permanente, algo que desde siempre es idéntico a sí
mismo. Tampoco es un yo meramente «subjetivo», porque no se
detiene en la exploración de su propia intimidad, en la mera
contemplación de sí mismo y de su inaprehensible subjetividad.
Dialoga desde luego consigo mismo en una suerte de discurso
interior, pero no para descifrarse, sino con el fin de confirmar
aquellas creencias que preservan a su libertad, y desterrar aque-
llas creencias que llevan a la servidumbre. Finalmente, tampoco
es un «yo» puramente «espiritual» —como su equivalente cris-
144
tiano—, pues no interroga solamente a su alma, sino también a
su cuerpo, a las sensaciones de placer y repulsión que lo orien-
tan hacia el bien que ha elegido. Este «yo» debe tomar concien-
cia de la estrecha relación entre su alma y su cuerpo porque el
placer es un criterio de verdad infalible de lo que se debe aceptar
o rechazar y para ello debe tener transparencia de las condicio-
nes y límites físicos de su existencia corporal. Según Epicuro,
para alcanzar una vida lograda no puede dejarse en el olvido la
naturaleza sensible y mortal del hombre.
En suma, el sujeto epicúreo posee un «yo situado», es decir
posee una interioridad, pero esta es resultado de ciertas opcio-
nes, de un juicio racional en sus elecciones. Su existencia no es
una serie de accidentes externos que le ocurren a un «yo» que
sería permanente e invariable, sino a la inversa, obtiene su con-
tinuidad espiritual a pesar y contra los cambios que le vienen del
exterior. Es un «yo» vigilante de sí: «Estos consejos y otros simi-
lares medítalos día y noche en tu interior y en compañía de al-
guien que sea como tú y así, ni estando despierto ni en sueños
sentirás turbación». En suma, la filosofía de Epicuro no tiene
una concepción sustantiva del «yo», sino una concepción diná-
mica, en el sentido de que la conciencia es un determinado esta-
do, una disposición entre el alma y el cuerpo que debe ser pre-
servada, mediante los juicios racionales, contra las amenazas de
la variabilidad.268 Es un «yo» cuya identidad se preserva median-
te las múltiples elecciones a las que la vida le obliga, por ejemplo
ante los sueños amenazadores, para detectar su mecanismo y
derrotar sus advertencias. Entre los epicúreos el «yo» es un en-
cadenamiento de valoraciones y decisiones entre las muchas afec-
ciones que nos asaltan continuamente y por ello es una disposi-
ción interior que debe renovarse una y otra vez, en cada instan-
te. Su singularidad, permite comprender que no hay una única
relación posible entre subjetividad e interioridad, que en el ser
humano existen otras posibilidades conceptuales, lo mismo que
otras formas específicas del interior mental. Existe una variedad
de prácticas de la subjetividad porque la «forma sujeto» no es un
absoluto, sino una forma histórica, resultado del esfuerzo hu-
mano por hacerse aparecer uno mismo a uno mismo. El de Epi-
curo es un discurso acerca de esta libertad del ser uno mismo
por sí mismo que, si se logra, permitirá «vivir como un dios en-
tre los hombres».269

145
1. Llamado por ello «fuego artesano» o «fuego creador» por Zenón de Ci-
tio, fundador de la escuela estoica.
2. La influencia de Heráclito aquí es innegable: se trata de un Logos impo-
sible de transgredir por nadie. Sin embargo, también hay diferencias: para
Heráclito ese Logos universal es tensión perpetua, contradicción, fugaz y ca-
rente de otro propósito que no sea el equilibrio; para los estoicos, en cambio,
el Logos es el principio de coherencia inserto en todas las cosas. Por lo demás,
el Logos heracliteano se desentiende completamente de sus creaturas; por el
contrario, entre los estoicos, el individuo que se entrega al Destino no sufre de
ninguna humillación, ninguna derrota heroica, sino un sentimiento de parti-
cipación ante esa fuerza omnipresente.
3. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in stoic philosophy, Oxford
University Press, Oxford, 1998, p. 49.
4. Artemidoro, La interpretación de los sueños, Akal, Madrid, libro IV, 33, p.
339.
5. Muller, Robert, Les Stoïciens. La liberté et l’ordre du monde, Librairie
Philosophique J. Vrin (Bibliothèque des Philosophies), París, 2006, p. 117.
6. Ibíd., p. 118.
7. Citado por Bobzien, Susanne, op. cit., p. 50. De acuerdo con la física
estoica, el Destino no es definido en términos de una concatenación de causas
y efectos, porque estos últimos no son cuerpos sino «eventos» y por ello no
aparecen es esta definición: la serie causal está formada por cuerpos que inte-
ractúan unos con otros.
8. Hadot, Ilsetraut, Hadot, Pierre, Apprendre à philosopher dans l’Antiquité,
p. 33
9. Crisipo de Solos, Testimonios y fragmentos I, Sobre el destino, 106, p. 263.
10. Séneca, Cuestiones Naturales, Editorial Gredos, Madrid, 2013, I, 17, pp.
1-4.
11. Crisipo de Solos, op. cit., 108, p. 264.
12. Ibíd., 106, p. 263.
13. Por eso, de acuerdo con la física de Crisipo, el Destino no es definido en
términos de una concatenación de causas y efectos, porque estos últimos no
son cuerpos sino «eventos» y por ello no aparecen es esta definición: la serie
causal está formada por cuerpos que interactúan unos con otros.
14. Es preciso tener presente que el término «determinismo» no pertenece
al vocabulario griego: el término es moderno y data de mediados del siglo XIX
en lengua inglesa y de la segunda mitad del siglo XVIII en lengua alemana.
15. Aristóteles se había detenido en causalidades de distintos niveles y las
había coordinado y subordinado de manera jerárquica; para los estoicos, por
el contrario, la causalidad es universal, las leyes causales son inmanentes a
cada ser y todos los seres se pliegan a ella con una docilidad infinita. Bréhier,
Émile, Chrysippe et l’ancien stoicïsme, p. 176.
16. Long, A.A., «Freedom and determinism in the stoic theory of human
action», p. 175.
17. La libertad no podía tener entre los griegos el sentido que tiene hoy
para nosotros. Para ellos, la libertad es una realidad social y política. El esta-
tuto de un hombre libre se define en oposición a la esclavitud: un hombre
libre es un hombre libre y no es preciso decir filosóficamente nada más. La
única cuestión que se plantea entonces es ¿cuál es el dominio de acción que

146
está a su alcance? ¿qué elecciones se le presentan? Por ende, la cuestión de la
libertad aparece siempre, especialmente entre los estoicos, en el plano moral.
Véase Duhot, Jean-Joël, La conception estoicienne de la causalité, p. 246.
18. Cicerón, Cuestiones académicas, II, 130.
19. Los antiguos griegos, especialmente Artemidoro y Macrobio general-
mente hacían uso de los términos tÕ Ônar, onar, tÕ Ôneiron, Ð Ôneiroj, oneiros
(que pasó al latín como somnium), para referirse a cualquier clase de sueños
proféticos y del término tÕ ™nÚpnion (que pasó al latín como insomnium) para
referirse a cualquier clase de sueño no profético. Holowchack, Andrew, An-
cient science and dreams, p. XV.
20. Las tesis de Crisipo se conservan solo en testimonios indirectos, el más
antiguo de los cuales es Cicerón, seguido por Diogeniano, Plutarco y Aulo
Gelio.
21. Citado por Cicerón, De la adivinación, I, 27, 57.
22. Gourinat, Jean-Baptiste, «Prédiction du futur et action humaine dans
le Traite de Chrysippe “Sur le Destin”», p. 250.
23. Goulet-Cazé, Marie Odile, «À propos de l’assentiment stoicïen», p. 214.
24. Muller, Robert, Les Stoïciens. La liberté et l’ordre du monde, p. 120.
25. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in Stoic philosophy, p. 91.
26. Por ejemplo, Artemidoro relata la siguiente predicción onírica cuya
interpretación solo se logra mediante una analogía entre la naturaleza del
veneno y el adulterio, así como entre la muerte y la separación: «un individuo
soñó que [el Dios] Pan le decía: “tu mujer dará veneno a través de un ser
conocido y familiar tuyo”. Su esposa no lo envenenó, sino que fue seducida
por esa persona por la cual se decía en el sueño que iba a ser envenenado.
[¿En dónde se encuentra la analogía que el sueño ha realizado?]. En que tanto
el envenenamiento como el adulterio “se hacen a escondidas”, a ambas accio-
nes se las denominan “maquinaciones” y, además, [se aproximan en que] ni la
mujer que comete adulterio ni la que le da un veneno aman a su marido. No
mucho tiempo después de este sueño la mujer se separó del esposo [y aquí la
analogía consiste en que...] “la muerte libera de todas las cosas, y el veneno
significa lo mismo que la muerte”». Artemidoro, Interpretación de los sueños,
libro IV, 71, p. 367.
27. De ahí la sutil sugerencia que Crisipo ofrece a los videntes (y que Cice-
rón reporta con burla porque no la comprende): a fin de que sus predicciones
no sean tan fácilmente invalidadas les propone que no se expresen sus profe-
cías bajo la forma de condicionales: si A entonces B, porque estos se revelan
causalmente falsas, sino que se expresen bajo la forma de una conjunción
negativa: – (A y B) es decir que si alguna de las dos premisas no se cumple,
entonces la totalidad no se cumple.
28. Objeciones semejantes se encuentran en Cicerón, Alejandro de Afrodi-
sia, Boecio y Plutarco.
29. Epicteto, Disertaciones por Arriano, II, VII, 10.
30. Goldschmidt, Victor, Le système stoïcien et l’idée du temps, p. 103.
31. Bobzein, Susanne, Determinism and freedom in stoic philosophy, p. 37.
32. «El precepto de que es preciso ocuparse de sí mismo... tomó la forma
de una actitud, de una manera de comportarse, impregnó las formas de vivir;
se desarrolló en procedimientos, en prácticas y recetas que eran reflexiona-
das, desarrolladas, perfeccionadas y enseñadas... dio lugar finalmente a un

147
cierto modo de conocimiento y a la elaboración de un saber». Foucault, Mi-
chel, Histoire de la sexualité III: Le souci de soi, Gallimard, 1984, p. 59.
33. Frede, Dorotea, «Stoic determinism», p. 200.
34. «En los textos estoicos “lo que depende de nosotros” nunca aparece en
la cuestión general de la libertad sino siempre en un contexto moral», Duhot,
Jean-Joël, op. cit., p. 246.
35. Foucault, Michel, Le souci de soi, p. 17.
36. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 12, 1-7.
37. Cicerón, De los términos extremos, III, 72, cit. por Hadot, P., Apprendre
à philosopher dans l’antiquité, p. 31.
38. Marco Aurelio, Meditaciones, X, 14, citado por Voelke, André Jean, L’idée
de volonté dans le stoïcisme, p. 110.
39. Marco Aurelio, Meditaciones, XI, 13. 4.
40. Hadot, P., Ejercicios espirituales y filosofía cristiana, p. 76.
41. El término «ejercicio» tiene su etimología en el latín «exercitium», «ac-
ción de ejercitar a alguien en algo», «someterlo a prueba con el objetivo de
formarlo y constatar su progresos», véase Pavie, Xavier, Exercices spirituels.
Lecons de la philosopie Antique, pp. 19-20.
42. Hadot, Pierre, Ejercicios espirituales y filosofía cristiana, p. 21.
43. Los hemos tomado de Pierre Hadot, La citadelle intérieure, pp. 140 y
siguientes.
44. Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 36.
45. Ibíd.
46. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 151.
47. Epicteto, Manual, c. 8.
48. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 163.
49. Sexto Empírico, citado por Muller, Robert, Les stoïciens, p. 149.
50. Long, Anthony, «Representation and the self in stoicism», p. 272.
51. Aetio, IV, XII, 1, citado en Long, Anthony, «Representation and the self
in stoicism», p. 271.
52. Long, Anthony, «Representation and the self in stoicism», p. 272.
53. Artemidoro, por ejemplo, considera que el sueño refleja la misma en-
fermedad física que moral: «Conozco un hombre lisiado en el pie derecho, el
cual soñó que su criado tenía una lesión idéntica en el mismo pie y cojeaba del
mismo modo. Así pues, lo encontró con la amante de la que él mismo estaba
enamorado. Esto era precisamente lo que le pronosticaba el sueño: que su
esclavo cometería los mismos fallos que él». Artemidoro, Libro III, 51, p. 296.
54. Bénatouïl, Thomas, Faire usage: la pratique du stoïcism, p. 173.
55. Según Aristóteles, mientras dormimos dejamos de percibir tanto los
sensibles propios como los sensibles comunes. Pero los órganos sensoriales
han quedado impresionados por los objetos percibidos en la vigilia y son sus
movimientos residuales los que causan las imágenes percibidas en los sueños.
Estos movimientos de dan también durante la vigilia pero durmiendo, mien-
tras los sentidos y el entendimiento no funcionan plenamente, esas imágenes
se desarrollan sin traba alguna y si sufren un efecto deformante dan lugar a
sueños incoherentes o monstruosos.
56. Plutarco, citado por Bénatoüil, Thomas, p. 171.
57. Es esta concepción estoica la que se transmitió al cristianismo. Es ella
la que se manifiesta en el momento en que Clemente de Alejandría, en su obra

148
Stromata, describe al cristiano perfecto (gnostikos) y considera que la virtud
de amar a Dios no puede perderse de ninguna manera, en la vigilia, el sueño o
en alguna representación imaginaria: «Aquel que enseña a amar a Dios no
tiene una virtud que pueda ser perdida de manera alguna [...] Debido a su
buena disposición interior, en ausencia de cualquier alteración de sus nocio-
nes, la parte directriz [del alma] permanece inalterada y no admite en ella
ninguna modificación de sus representaciones del tipo de aquellas que imagi-
na a partir de los momentos de la vigilia o cuando sueña. Es por eso que el
Señor nos previene de ser vigilantes, a fin de que nuestra alma no se vea jamás
afectada durante el sueño». Clemente de Alejandría, Stromata IV, 22, 139.
Contenido en Stoici Antichi, SVF III, [C.e] 240.
58. Plutarco, en Stoici Antichi, I [A] 234.
59. El término griego «juicio» denotaba originalmente el hecho de «estar
de acuerdo con alguien» y rememora la idea de un escrutinio en que el indivi-
duo deposita un voto que coincide con el voto de algún otro ciudadano. Vo-
elke, André Jean, L’idée de volonté dans le stoïcisme, p. 31.
60. Ibíd., p. 48.
61. Calcidio, Stoici Antichi, SVF, II, [B.f] 863 [I].
62. Stobeo, citado por Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 683.
63. El término telos no debe ser traducido simplemente como «objetivo» o
«meta» porque la palabra griega posee connotaciones de «culminación» o
«completitud» que le otorgan un significado mucho más trascendente.
64. Cicerón, citado por Inwood, «Stoic ethics», p. 688.
65. Crisipo de Solos, op. cit., 45.
66. Epicteto, Manual, I, 35.
67. Ibíd., I, 18.
68. Según la doctrina estoica la virtud se basta a sí misma para obtener
toda la felicidad y no requiere de ningún complemento externo como la rique-
za o la belleza física que, como sabemos, no alteran en nada la armonía del
alma. En esto, los estoicos se oponen a Aristóteles para quien la felicidad es un
rasgo de carácter, pero que se ve favorecido por la presencia de bienes mate-
riales satisfactorios y deseables.
69. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 685.
70. «La preocupación de sí es desde luego un conocimiento de sí... pero es
también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de
principios que son a la vez verdades y prescripciones... es equiparse con esas
verdades; es ahí donde la ética está ligada al juego de verdad». Foucault, M.,
«L’étique de soi comme pratique de la liberté», Dits et écrits, IV, 713.
71. Crisipo, Stoici Antichi, III, [C.e] 256.
72. Séneca, Epístolas 95, 57.
73. Lo que Pierre Hadot ha llamado «la ciudadela interior», véase Hadot,
P., La citadelle intérieure, Introduction aux Pensées de Marc Aurèle, pp. 123 y ss.
74. Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más
ilustres, VIII, ¿¿??
75. Véase, por ejemplo, Gill, Christopher, The Structured Self in Hellenistic
and Roman thought, pp. 127 y ss.
76. Foucault la ha llamado «ethopoética», esto es una poiesis, una obra,
una producción, realizada sobre el comportamiento, ethos. Citado en Gros,
Fréderic, «Situation du cours», en Foucault, M., L’herméneutique du sujet, p.

149
510.
77. Foucault, M., «L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté»,
en Dits et écrits, IV, 718.
78. Bénatoüil, Thomas, Faire usage; la pratique du stoïcisme, p. 144.
79. Diógenes Laercio, op. cit., VII, 50, SVF, II, 56-57.
80. Artemidoro, por ejemplo, relata el caso de un hombre que, debido al
temor provocado por un sueño, decidió suicidarse: «Un hombre soñó que al
agacharse le olía mal la zonda del ombligo. Voluntariamente tomó un veneno
mortal, porque no soportaba el peligro y la carga de las deudas. Como conse-
cuencia de este sueño, por miedo a que sus obligaciones y secretos despren-
dieran un olor que los pusiera al descubierto, murió y fue incinerado más
rápido de lo normal». Artemidoro, V, 33.
81. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 63.
82. Séneca, De la ira, i, II, 5, 2.
83. Muller, Robert, Les stoiciens, p. 230.
84. Crisipo, Stoici Antichi, III, [C.e] 462 [I].
85. Diógenes Laercio, op. cit., VII, 109-114.
86. El terror es el miedo que produce espanto; la vergüenza es el miedo a la
deshonra, la indecisión es el miedo a la acción futura; la turbación es el miedo
acompañado de una turbación de la voz; la angustia es el miedo de una cosa
mudable. Diógenes Laercio, ibíd.
87. Crisipo reportado por Andronico, Stoici Antichi, [C.e] 397.
88. ¿Quiere decir que el soñador debe simplemente permanecer inerte ante
la supuesta amenaza? No. El individuo hará todo lo que está a su alcance para
preservar su fortuna y la de su familia, introducirá las causas «principales»,
pero sabrá adoptar una actitud racional ante el hecho y eventualmente ante el
cumplimiento del presagio. Sabrá mantener en todo momento la armonía
consigo mismo y ante los demás, cosa que para el individuo romano en el
Imperio Romano resultaba crucial.
89. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 63.
90. Cicerón, Disputas tusculanas III, 11, 24.
91. Plutarco, Stoici Antichi, III, [C.e] 459.
92. «¿Qué cosas son las que nos apesadumbran y nos sacan de quicio?
¿Qué otras, sino las opiniones?», Epicteto, Disertaciones por Arriano, II, 16,
24.
93. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 68.
94. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 703.
95. Graver, Margaret, Stoicism and emotion, p. 144.
96. Ibíd., p. 145.
97. Muller, Robert, Les stoiciens, p. 229.
98. Inwood, Brad, Ethics and human action in early stoicism, p. 138.
99. Ibíd., p. 138.
100. Cicerón, Disputas tusculanas, III, XXXI, 75.
101. Lo mismo que otros, Posidonio un filósofo del estoicismo llamado
«medio» se planteaba cuestiones similares y por ello hizo un intento por aban-
donar este aspecto de la doctrina de Crisipo, reivindicando una partición del
alma en partes independientes al estilo de la doctrina de Platón.
102. Potte-Bonneville, Mathieu, Michel Foucault, La inquietud de la histo-
ria, pp. 203 y siguientes.

150
103. Inwood, B., Donini, P., «Stoic ethics», p. 712.
104. Muller, Robert, Les stoïciens, p. 236.
105. Bénatouïl, Thomas, Faire usage: la pratique du stoïcism, p. 105.
106. Ibíd., p. 105.
107. Nuevamente, seguimos en ello a P. Hadot.
108. Epicteto, Manual, 5.
109. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 129.
110. Epicteto, Disertaciones por Arriano, IV, 1, 112.
111. Hadot, Pierre, La citadelle intérieure, p. 137.
112. Mauss, Marcel, «Una catégorie de l’esprit humain: la notion de per-
sonne, celle du “moi”», en Sociologie et Anthropologie Vème partie, p. 333.
113. Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une réponse foucaldienne à la
question de la présence du moi dans l’antiquité», en Aubry, G., Ildefonse, F.
(eds.), Le moi et l’interiorité, p. 171.
114. Según la doctrina, la Ciudad más alta incluye a todos los seres racio-
nales, es decir es la ciudad de los dioses y los hombres.
115. Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 1.
116. Ibíd., VIII, 23.
117. «El individuo antiguo se busca y se encuentra en otro, en los espejos
que reflejan su imagen que son para él el Alter ego: parientes, amigos, hijos
[...] a sus propios ojos, él no es sino el espejo que los otros le presentan».
Vernant, Pierre, «L’individu dans la cité», en L’individu, la mort, l’amour, soi-
même et l’autre en Grèce Ancienne, p. 224.
118. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 21.
119. Marco Aurelio, Meditaciones (VII, 29, 2).
120. Séneca, De la tranquilidad del alma, XIII, 2-3.
121. Marco Aurelio, Meditaciones, VIII, 32.
122. Séneca. De la providencia, II, 1 y 4.
123. Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 42, 12.
124. Epicteto, Disertaciones por Arriano, I, 28, 4-9.
125. Marco Aurelio, Meditaciones (VIII, 59).
126. Epicteto, Disertaciones por Arriano, III, 26, 89-93.
127. Entre todas las escuelas helenísticas el epicureísmo fue la que la que
tuvo mayor duración; en su versión clásica estuvo aún presente durante el
siglo II. A pesar de todas las vicisitudes, la enseñanza de la filosofía clásica
griega cerró su ciclo el año 529 en Atenas con la clausura de la Academia y el
año 726 en Constantinopla con el cierre de la universidad. John Dillon, «Phi-
losophy as a profession in late antiquity», p. 12.
128. Platón, Critón, 44b.
129. Término que se opone a insomnia, que son los sueños ordinarios.
130. Artemidoro, La interpretación de los sueños, 2, 34.
131. Versnel, H.S., «What did ancient man see when he saw a God?», pp.
49-50.
132. Citado en ibíd., p. 24.
133. Que es el mismo término que adoptará Epicuro y luego Lucrecio.
134. Casevitz, Michel, «Les mots du rêve en grec ancien», p. 72.
135. Epicuro, Carta a Meneceo, § 123.
136. Los dos textos que han suscitado mayor controversia en torno a la
existencia de los dioses son: el escolio a la Máxima Capital I de Epicuro y un

151
breve comentario de Cicerón en Sobre la naturaleza de los dioses (I, XIX, 49).
137. Jaap Mansfeld (1993), «Aspects of Epicurean Theology», p. 183.
138. Epicuro, Carta a Meneceo § 123.
139. El escolio a la Máxima Capital I dice que Epicuro consideraba que los
dioses son vistos por la razón (cuando está liberada del fardo del cuerpo) y
que ante esta podían presentarse o bien individualmente diferenciados o bien
en grupos en los que todos ofrecían una semejanza perfecta. Citado por Jean
Salem (1997), Tel un dieu parmi les hommes, p. 188.
140. Lucrecio: De la naturaleza de las cosas, V, 148-149.
141. Aristóteles, Metafísica, 7, 1072b, 13-30.
142. Jean-Marie Guyeau, La morale d’Épicure, pp. 112 y ss.
143. Filodemo de Gadara, citado en Voula Tsouna, The Ethics of Philode-
mus, p. 220.
144. Como lo hará muchos siglos más tarde L. Feuerbach.
145. Guyeau, Jean-Marie, La morale d’Épicure, p. 113.
146. Homero, Ilíada, XXIII, 65-107.
147. Long, A.A., Greek models of Mind and Self, p. 54.
148. Casevitz, Michel (1982), «Le mots du rêve en grec ancien», p. 73.
149. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, III, 60-88.
150. Ibíd., 64-73.
151. Ibíd., 85.
152. Ibíd., V, 1151-1160.
153. Ibíd., III, 1012-1024.
154. «El hombre por fin quedará libre de poder tomar conciencia de algo
extraordinario [...] el placer de su existencia, de la identidad de la simple exis-
tencia». Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, pp. 131-132.
155. «El tema de la conversión de sí no debe ser interpretado como una
deserción del dominio de la actividad, sino más bien como la búsqueda de lo
que permite mantener la relación de sí a sí como principio, regla de vincula-
ción a las cosas, a los sucesos y al mundo». Michel Foucault, Le gouvernement
de soi et des autres, p. 518.
156. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 60.
157. Epicuro, Carta a Meneceo, § 122.
158. Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 139.
159. «La preocupación de sí es desde luego el conocimiento de sí [...] pero
es también el conocimiento de un cierto número de reglas de conducta o de
principios que son a la vez verdades y prescripciones. Preocuparse de sí es
equiparse de esas verdades: es ahí donde la ética está ligada al juego de ver-
dad». Foucault, Michel, «L’ethique du souci de soi comme pratique de la liber-
té», Dits et écrits, en Daniel Defert y François Ewald (eds.), IV, p. 712.
160. Epicuro, contenido en Usener, H., Epicurea, 221.
161. Epicuro, Máximas Capitales, XII. Este racionalismo profundo explica
el renacimiento de la filosofía de Epicuro cada vez que la humanidad toma
conciencia de su libertad de decidir, como ocurrió en la primera modernidad
del siglo XVII.
162. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 317.
163. A pesar del que el estoicismo y el epicureísmo se oponen en todos y
cada uno de sus principios, comparten la idea básica a las éticas helenísticas:
es preciso que el ser humano comprenda su lugar en el cosmos a fin de funda-

152
mentar su vida práctica.
164. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, I, 790-791.
165. El término no pertenece al vocabulario de Epicuro sino que es crea-
ción de Lucrecio.
166. DeWiit, Norman (1973), Epicurus and his philosophy, p. 131.
167. Ibíd., p. 223.
168. Sedley, David, Creationism and his critics in Antiquity, p. 155.
169. Según Demócrito, puesto que los átomos del alma están en constante
movimiento, pueden generar calor y así sostiene que «el alma es una especie
de fuego y es caliente», Demócrito (67, B1, 28). I Presocratici, Testimonianze et
frammenti secondo la raccolta di Diels, H.
170. Epicuro, Carta a Herodoto, § 63.
171. Según Demócrito, la primera característica que el alma insufla al cuer-
po es la vida mediante el movimiento de sus partículas atómicas.
172. Es por esta razón que en la antigüedad pagana un libro que, como el
de Aristóteles, llevara como emblema «Tratado sobre el alma», contenía en
realidad el examen del conjunto completo de las funciones propias de un ser
vivo: la nutrición, la locomoción, la procreación. Véase, P.H. Schrijvers, «La
penseé d’Épicure et Lucrèce sur le sommeil», p. 235.
173. Estas son las funciones vitales básicas. «La palabra griega psiché, ¹
yuc», que suele ser traducida como «alma» parece derivar de una raíz que
expresaba la idea de «aliento», ¹ YÚcein. El aliento y la respiración distingue
a los seres animados de los fallecidos y, por ello, el aliento era asimilado a la
vida misma. La palabra psiché ya aparece en Homero y es en este poeta en la
que es identificada con el corazón, los pulmones y en general las funciones
que tienen lugar en el pecho, lugar de residencia del aliento». Donnay, G.,
«L’âme et le rêve d’Homère à Lucrèce», p. 9.
174. Como veremos, los cuerpos de los dioses son un ejemplo de algo que
existe pero que no es sensorialmente perceptible.
175. Tanto anima como animus son morfológicamente semejantes al tér-
mino griego ánemos, Ð ¥nemoj, viento. Los términos griegos phsiché y su equi-
valente thimós, Ð qumÒj, que fueron traducidos al latín como anima y animus
denotaban ante todo el aliento y, por extensión, la vida. Este aliento tiene su
origen en el pecho que es la sede del corazón y los pulmones cuyos movimien-
tos traducen los sentimientos o los «estados del alma». Donnay, G., «L’âme et
le rêve d’Homère à Lucrèce», p. 10.
176. Platón ofrece en su obra diversas representaciones del alma, pero en
su Timeo la presenta como una entidad tripartita localizada en distintas par-
tes del cuerpo: una parte está localizada en el área del corazón; otra parte
apetitiva está localizada en la zona baja, cerca del hígado. Estas dos partes
fueron creadas por los dioses inferiores como un desafío a la búsqueda de la
virtud. La tercera parte, el alma racional por el contrario está localizada en la
cabeza y fue creada por el Demiurgo. Los dioses inferiores, como el Sol, la
Luna y los cuerpos celestes, gobiernan los ciclos de la generación, el creci-
miento y la corrupción en el área inferior. Estas partes inferiores resultan de
la encarnación del alma y desaparecen con la muerte. Solo el alma racional es
inmortal y sobrevivirá a la extinción del cuerpo. Burnyeat, M.F., «La verité de
la tripartition», p. 42.
177. Epicuro, Carta a Herodoto, § 64.

153
178. Gill, Christophe, «Psychology», p. 135.
179. El término aísthesis tiene una larga tradición. En el Teeteto, Platón lo
usa para indicar cualquier cosa que aparezca a una persona. En este diálogo,
Sócrates hace ver que bajo el término se encuentra cualquier percepción, in-
cluidos los sueños, la experiencia de los dementes y otros actos alucinatorios.
Aristóteles también hace uso de aísthesis para significar «percepción» me-
diante los cinco sentidos pero excluye de manera explícita los sueños y las
alucinaciones. Véase Asmis, Elizabeth, Epicuru’s scientific method, p. 89.
180. Para Platón la aísthesis también es a-racional, esto es una simple creen-
cia, pero para él esta pasividad en la recepción es la prueba de que es una
simple reproducción inalterada de los datos externos y esta es la muestra de
su variabilidad, es decir de su falsedad. De esto mismo, Epicuro retira la idea
de que no puede ser falsa.
181. «En el punto de partida del epicureísmo hay una experiencia: la expe-
riencia de la carne». Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 129.
182. «Además de esa primera experiencia de la carne, el epicureísmo es
una elección, el placer», ibíd., p. 130.
183. Tertuliano, De anima, XVII.
184. Sexto Empírico nos informa que entre los epicúreos: «los testimonios
confirmatorios y la falta de testimonios contrarios forman un criterio de la
verdad de una cosa, pero la falta de testimonios confirmatorios y la presencia
de testimonios contradictorios lo es de su falsedad [...] y la base y el funda-
mento de todo es la sensación». Sexto Empírico, Adversus Matematicus 7,
210-216.
185. Una prolepsis es una «noción común» formada por la repetición sen-
sible; se trata de un concepto que no requiere demostración adicional pues
resulta de una serie de inducciones empíricas. Véase Elizabeth Asmis, Epicuru’s
scientific method, p. 32.
186. La sensación, que nosotros explicamos hoy por el desplazamiento de
ondas de luz o vibraciones del aire, Epicuro lo explica por el desplazamiento
de esos simulacros vagabundos.
187. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 159.
188. Lo que nosotros explicamos por la velocidad de la luz y del sonido,
Epicuro lo explica por la velocidad de esas imágenes.
189. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 211.
190. En su teoría sobre la necesidad el reposo, los epicúreos coinciden con
otras doctrinas psicofisiológicas de la antigüedad. Los presocráticos Alcmeón
y Diógenes de Apolonia explicaban la necesidad de sueño como consecuencia
de la acumulación de sangre o de aire al interior del cuerpo humano. Preso-
cratici, 24 A 18 y 62 A19. Aristóteles explica la necesidad de reposo asociado al
proceso de nutrición: los humores de la alimentación, que originalmente re-
montan hasta el cerebro descienden enfriados por este y se tropiezan con
otros humores ascendentes. En consecuencia se agolpan en la zona del cora-
zón y provocan el debilitamiento de los sentidos que este gobierna. Aristóte-
les, «Acerca del sueño» en Tratados breves de historia natural, 456a30 - 456b.
trad. E. de la Croce et al., Editorial Gredos, Madrid, 1987. Capelleti, Ángel J.,
Las teorías del sueño en la filosofía antigua, pp. 62 y ss.
191. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 942.
192. Ibíd., 950.

154
193. Aristóteles atribuía el sueño a la concentración de calor vital al inte-
rior del alma, proceso que se acelera con la alimentación que provoca un
sueño más profundo. Aristóteles, Sobre los sueños, 456b 18.
194. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 916-926.
195. Esta era la misma concepción que tenía Demócrito sobre las imáge-
nes oníricas.
196. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, IV, 968-976.
197. Ibíd., V, 722.
198. Ibíd., IV, 760-762.
199. Epicuro, Carta a su Madre, en Obras, pp. 94-95.
200. Según el escolio de la Máxima Capital número I, Epicuro consideraba
que los dioses tenían forma humana y podían presentarse o bien individual-
mente diferenciados, o bien en grupos de divinidades que ofrecían entre ellas
una semejanza perfecta.
201. En este punto Epicuro se aparta de Demócrito quien otorgaba a estas
emanaciones una estructura tal que les permitía transmitir la animación de
los seres de los que provienen. Para Demócrito no existía ninguna diferencia
entre representaciones cotidianas y representaciones extraordinarias; por ello
considera que existen efluvios benéficos, maléficos y nulos. Con todo, el he-
cho de que estos afecten al durmiente depende en parte del estado de espíritu
del soñador. Demócrito, I Presocratici, 68 B 166.
202. Al inicio del Libro IV del Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio
advierte que al examinar la teoría de los simulacros su propósito último es
examinar la naturaleza de las imágenes que aparecen en los sueños: «No vaya
a ser que pensemos que las animas han escapado del Aqueronte». Lucrecio,
De la naturaleza de las cosas, IV, 37.
203. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 24.
204. Cicerón llama «supeditatio» este proceso específico de los dioses.
205. Moreau, Joseph-Marie, «Epicure et la physique des dieux», p. 289.
206. Furley, David, Cosmic problems. Essay on greek and roman philosophy
of nature, p. 112.
207. Filodemo de Gadara, citado por Morel, Pierre-Mare, Epicure, p. 74.
208. Ibíd., p. 75.
209. Epicuro, Máxima Capital I.
210. Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, I, XVI, 46.
211. Ibíd., II, LXV, 162.
212. Ibíd., I, XX, 55.
213. Epicuro, Carta a Meneceo, § 125.
214. Ibíd., § 124.
215. Una reflexión importante se encuentra en Elias, Norbert, La soledad
de los moribundos.
216. Desde luego, el tema de los deseos ilimitados ya había sido considera-
do por los filósofos antiguos. Según Platón, ninguna cantidad de riqueza mate-
rial puede compensar la insuficiencia espiritual. Aristóteles por su parte no
buscaba el origen de la codicia en la psicología sino en las características de los
bienes materiales, por eso distingue entre el valor de uso de un bien y su valor
de cambio y estima que en el desarrollo de las relaciones humanas el valor de
cambio se ha vuelto independiente separándose de las necesidades naturales y
convirtiéndose en un fin en sí mismo. Naturalmente, ni aun Aristóteles hubie-

155
ra podido sospechar una sociedad como la nuestra, en la que el dinero se ha
vuelto un fetiche.
217. No hace mucho tiempo que la economía renunció a su dimensión
ética. En los albores del capitalismo, aún se debatía el papel que la codicia y el
interés jugaban en la búsqueda de la riqueza y del bienestar común. Véase
Hirschman, Albert, The passions and the interests.
218. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 68.
219. Cicerón, De los fines, de los bienes y los males, I, 45.
220. Por supuesto hoy esto parece extraño, pues en nuestras sociedades
nadie obtiene fácilmente la comida, el vestido y el cobijo.
221. Los epicúreos colocan al amor entre las pasiones desbordadas. Esto
es muy notable en Lucrecio quizá porque, como lo deja ver la literatura roma-
na del período, el amor era visto entonces como un deseo obsesivo y sin freno.
El amor es un deseo de completitud nunca satisfecho y que por tanto busca
llenarse con la ilusión de una realización que jamás llega, lo que a su vez hace
renacer al doloroso movimiento del deseo que lo engendró y así sin cesar.
222. Diógenes Laercio, op. cit., X, 118.
223. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 139.
224. Si Epicuro suena extraño a nuestros oídos es porque nuestras socie-
dades no solo no buscan liberar al individuo, sino por el contrario hacen todo
lo posible por multiplicar sin cesar las necesidades imaginarias más frívolas.
225. Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 33.
226. Hadot, P. ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 130.
227. Filodemo de Gadara, citado por Asmis, Elizabeth, «Philodemus’ Epi-
cureanism», p. 2387.
228. Ibíd.
229. Diógenes Laercio, op. cit., X, 120.
230. Epicuro, Máximas Capitales, XXVII.
231. Testamento conservado en Diógenes Laercio, op. cit., X, 17-21.
232. Filodemo de Gadara, citado en Tsoula Voula, pp. 261 y ss.
233. Ibíd., p. 294.
234. Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, III, 850-851.
235. Filodemo, citado por T. Voula, p. 279.
236. Ibíd., p. 291.
237. Ibíd., p. 291.
238. Probablemente Epicuro tenía en mente a Hegesias el cirenaico, lla-
mado «el aconsejador de la muerte», quien recorría el país promoviendo el
suicidio inmediato, aparentemente con cierto éxito.
239. Petronio, El satiricón, 104, 1-4, citado por Kragehund, Patrick, p. 440.
240. Foucault, Michel, Le courage de la vérité, pp. 202 y ss.
241. Aristóteles, Ética a Nicómaco, capítulo 13-14, 1153a-1154b.
242. Quién afirmó, ante la puerta de un lupanar: «No es feo el entrar sino
el no poder salir», Diógenes Laercio, op. cit., II, 69 y ss. Lampe, Kurt, The Birth
of hedonism, The cyrenaic philosophers and pleasure as a way of life.
243. Diógenes de Oenoanda, cit. por Salem, Jean, Tel un dieu parmi le hom-
mes, p. 130.
244. Diógenes Laercio, op. cit., X, 5.
245. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 58.
246. Epicuro, Máxima Capital, 19.

156
247. Filodemo de Gadara, citado por Tsoula Voula, p. 257.
248. Epicuro, Máximas Capitales, XX.
249. Epicuro, Carta a Meneceo, § 128-129.
250. «El placer es el telos y se muestra en el hecho de que desde que nacen
los animales sin razonar están plenamente satisfechos por el placer pero re-
chazan aquello que los molesta». Diógenes Laercio, op. cit., X, 137.
251. Plutarco, Contra Colotes, 27, 1122d.
252. Cicerón, De los fines, los bienes y los males, I, XV, 79.
253. Epicuro, Máximas Capitales, XVII.
254. Según Plutarco, quien con frecuencia busca denigrar al filósofo, Epi-
curo ponía el mayor placer en el vientre. Plutarco, Sobre la imposibilidad de
vivir placenteramente según Epicuro, 2, 1087b.
255. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 112.
256. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua?, p. 292.
257. Como sabemos, los placeres naturales pero no necesarios no provo-
can dolor al cuerpo pero pueden atormentar al alma, como el amor y el sexo.
Los deseos ni naturales ni necesarios, obra de la imaginación, sumergen al
alma en un estado de inquietud y en cambio su satisfacción no produce nin-
gún placer duradero.
258. Epicuro, Carta a Meneceo, § 132.
259. Epicuro, Máximas Capitales, X.
260. Epicurea, edición de H. Usener, 181, citando a J. Estobeo.
261. Metrodoro, fragmento 49, citado por Salem, Jean, Tel un dieu parmi
les hommes, p. 63.
262. Salem, Jean, Tel un dieu parmi les hommes, p. 97.
263. «Intensificación» porque el yo supone siempre algún grado de conoci-
miento de sí. El término lo tomamos de Foucault: «Una intensificación mayor
en la relación a sí, es decir de las formas en las cuales el sujeto ha sido interpe-
lado a tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento y dominio de acción
a fin de transformarse, corregirse, purificarse o buscar su salvación». Foucault,
M., Le souci de soi, p. 56.
264. Epicuro, Sentencias vaticanas, 35.
265. Hadot, Pierre, ¿Qué es la filosofía antigua? p. 141.
266. Hadot, Pierre, «La philosopie est-elle un luxe?», en Exercises Spirituels
et philosophie antique, p. 364.
267. Morel, Pierre Marie, Épicure, p. 115.
268. Ibíd., p. 135.
269. Epicuro, Carta a Meneceo, § 135.

157
158
CAPÍTULO 2
GRANDES SOÑADORES

La experiencia de los soñadores en la antigüedad fue muy


diversa. Las doctrinas filosóficas de que nos hemos ocupado no
eran más que una entre muchas vivencias posibles. Independien-
tes de la filosofía, una serie de hombres y mujeres dejaron testi-
monio de sus revelaciones y sus sueños y de la manera en que
estos influyeron en su existencia. A este grupo de individuos los
hemos llamado «Grandes soñadores». Es un grupo heterogéneo:
el primero de ellos, aunque es un hombre del siglo II aún perte-
nece a la cultura pagana; los otros tres en cambio son testigos de
una profunda transformación espiritual: pertenecen a la religión
de Cristo, entonces naciente. Un Dios Todopoderoso y Omnis-
ciente es ahora el autor de todas las cosas y gobierna desde un
reino trascendente al cual los seres humanos pueden aspirar al
precio de enormes esfuerzos espirituales. Él les ha dictado ade-
más una serie de mandatos irrecusables ofreciendo recompen-
sas a unos y castigo a los transgresores en una vida infinita más
allá de la vida terrenal. En breve, ha cambiado la relación con lo
invisible: se ha abierto una escisión entre el mundo y la naturale-
za humana y el reino divino, una especie de meta-cosmos, impo-
sible de localizar pues está a la vez en todas partes y siempre
«más allá».1 Ha surgido un nuevo régimen de veracidad: una
serie de preceptos que exigen fidelidad y obediencia absoluta
ante los cuales los individuos deben confrontarse a fin de mode-
lar sus vidas, corregirlas o justificarlas. No se trata ahora, como
entre los filósofos, de alcanzar la libertad individual respecto a
los sucesos externos, sino ajustar la existencia de la manera más
estrecha posible a las directrices ofrecidas por Dios. Los soñado-
res que hemos elegido mostrarán, cada uno a su manera, lo que
ello significó para la experiencia que hizo se sí mismo.
159
2.1. La religión, la medicina y los sueños: Elio Aristides

En el invierno del año 143, Elio Aristides, un joven sofista


griego proveniente de Esmirna, se dirigía a Roma con el fin de
consolidar en la capital del Imperio su prestigio como orador.
Sin embargo, en el trayecto se iniciaron una serie de trastornos
físicos que acabarían convirtiéndolo en un enfermo crónico du-
rante el resto de su vida. Desahuciado primero por los médicos
de Roma y luego por los médicos de su natal Esmirna, Elio Aris-
tides buscó refugio en la fe entregada a Asclepio, el dios salutífe-
ro más importante de Grecia. El Dios accedió a las demandas
del creyente y a partir de entonces, a través de innumerables
sueños y visiones, revocó su fin que estaba próximo, le ofreció
remedios medicinales y todo tipo de asistencia que el paciente
obedecía con una fidelidad absoluta. Tal intervención divina le
permitió conservar la vida. Años más tarde, a propósito de una
recurrencia de los malestares, Elio Aristides decidió dejar testi-
monio escrito de la frecuente comunicación onírica sostenida
con Asclepio como un testimonio de agradecimiento y de fe. El
resultado fue el libro que el mismo orador llamó Discursos Sa-
grados, un documento de la antigüedad en el que se entrelazan
la experiencia de los sueños, la subjetividad, la religiosidad, la
medicina y la retórica. Los Discursos Sagrados, un libro desde-
ñado largo tiempo por los especialistas se ha convertido en un
medio privilegiado para entrever de algún modo el mundo inte-
rior de un individuo del siglo II de nuestra era. Es justamente
como una forma particular en la historia de las prácticas de la
subjetividad que le hacemos aparecer en escena.
Cuando nuestro orador se decidió a escribir sus Discursos
Sagrados era ya un hombre de alrededor de 50 años de edad.2
Aristides escribe desde la óptica de alguien que, gracias a la in-
tervención divina, ha superado una prueba que podía haber sig-
nificado su pérdida total. Su narración es retrospectiva3 y su
objeto es su vida misma; por ello, describe su enfermedad como
un itinerario físico y espiritual en el que, cualesquiera que hayan
sido las dificultades y las penas, fueron superadas, lo que de-
muestra por sí mismo la voluntad de Dios y la constancia inque-
brantable del orador. Esta doble característica hace que sea ex-
tremadamente difícil clasificar la obra entre los géneros litera-
rios de la antigüedad. Por un lado, como testimonio de
agradecimiento, los Discursos Sagrados pertenecen al género lla-
160
mado «aretalogías», es decir atestaciones escritas de los mila-
gros recibidos por los devotos de un Dios.4 Esta tradición testi-
monial se remonta a uno de los funcionarios del culto de Serapis
en Egipto quien era llamado «aretalogos» cuya tarea consistía
en celebrar las maravillas del Dios perpetuando sobre materia-
les durables las curas más extraordinarias realizadas.5 En el
mundo griego, el momento más insigne de la aretalogía está cons-
tituido por las 70 curaciones realizadas por Apolo y Asclepio re-
gistradas en las cuatro grandes estelas de Epidauro (c. siglo IV
a.C.).6 Vista desde esta perspectiva, la obra de Aristides es el ex-
voto desmesurado de un enfermo que describe las revelaciones
oníricas a través de las cuales el Dios ha preservado su vida. Pero
la obra proviene de la experiencia personal de un notable sofista
quien, además de glorificar a Dios, desea mostrar a sus contem-
poráneos que había sido elegido por la divinidad para ser el pri-
mer orador (y, por tanto, el primer hombre) entre los griegos.
Desde esta segunda perspectiva, los Discursos Sagrados ofrecen
una biografía onírica de sus progresos en el arte oratorio. En
efecto, los tres primeros libros de los Discursos Sagrados se con-
centran en las cuestiones de salud física y los tres segundos deri-
van gradualmente hacia los avatares de la carrera pública y de
los éxitos del sofista. Aretalogía y a la vez una suerte de auto-
exposición, los Discursos Sagrados muestran que la identidad de
Aristides se desenvuelve en dos grandes ejes: experiencia onírica-
medicina-religiosidad y luego experiencia onírica-retórica-religio-
sidad y es en ambos dominios donde se interroga y se elabora a
sí mismo hasta llegar a ser el hombre que se propone ser.

El carácter de la obra

Como se ha visto, Aristides no era un innovador en el género


del agradecimiento a dios: de hecho, los griegos llamaban Dis-
cursos Sagrados, ƒeroi lÒgoi, a una clase de leyenda que explica-
ba el origen de un rito o de un culto, una ceremonia de inicia-
ción o una prohibición sagrada y por ello el término puede ser
traducido como «relato o narración de la aparición de un dios o
de una diosa, quienes ofrecen una revelación».7 El título había
sido utilizado previamente en círculos órficos y pitagóricos para
referirse a ciertas colecciones de preceptos y revelaciones divi-
nas. Aristides lo adoptó a sugerencia del mismo Asclepio: desde
161
la primera noche de su estancia en el santuario de Pérgamo, el
Dios se había revelado a Zózimo, el ayo de nuestro orador, y al
referirse a los discursos de su amo, había pronunciado las pala-
bras _leroˆ lÒgoi.8 Los sueños y las revelaciones contenidos en
los Discursos Sagrados son de muy diversa índole: algunos son
epifanías en las cuales el Dios prescribe remedios y deja señales
de su presencia, otros sueños son terroríficos y angustiosos y
otros más tienen un carácter patético o un tono marcadamente
megalomaníaco. Aristides parece distinguir bien los diferentes
tipos de su comercio onírico con el Dios: aquel dominio que se
refiere a su situación como enfermo; aquel otro que implica orá-
culos o advertencias y finalmente aquellos sueños que se refie-
ren a su actividad intelectual. Los temas de sus sueños son con-
vencionales; lo que hace singular a nuestro rétor es su decisión
de convertir sus sueños de origen divino en la guía permanente
de toda su existencia.
Ahora bien, ¿cómo puede narrarse una experiencia divina
acaecida mientras se está soñando? La experiencia divina y el
sueño desafían las reglas del orden prevalecientes en el estado
de vigilia. Asclepio no pertenece a este mundo y las suyas son
obras de Dios que no siguen ni la lógica, ni la secuencia tempo-
ral de la experiencia consciente. Esas revelaciones ¿pueden ajus-
tarse a una narrativa convencional? La respuesta a estas pre-
guntas por parte de Aristides fue dejar esta experiencia en toda
su extrañeza. Según él, cuando el tema es onírico y divino, la
narración no debe adoptar la secuencia causal y otras determi-
naciones lógicas que caracterizan al discurso ordinario. Esta es
la razón de que los Discursos Sagrados ofrezcan la apariencia de
un gran desorden. Hay una imposibilidad real de que exista una
verdadera correspondencia entre la narración literaria y los in-
terminables juegos metafóricos y analógicos que son propios de
los sueños y de los milagros.9 Aristides insiste varias ocasiones
en que transcribir la complejidad de las obras de la Providencia
es una tarea imposible y por ello prefiere un testimonio personal
(y no una narración lógica) de un suceso que deja entrever una
realidad muy distinta a aquella de la experiencia humana. Todo
esto resulta notable porque en la composición de cualquier obra
Aristides, como cualquier otro autor antiguo, estaba sometido a
reglas que él no había elegido: la retórica establecía el plan de
exposición, el estilo, las diferentes figuras de pensamiento o de
elocución que debía utilizar. Aristides renunció a todo ello y aun-
162
que escribió su libro teniendo en mente su futura publicación
(pues diversos amigos le habían rogado que dejara constancia
de su situación como testigo privilegiado de la existencia de la
Providencia), probablemente no estaba pensado en lectores «li-
terarios», sino en lectores dolientes y maravillados que se reco-
nocerían más fácilmente en el laberinto del sufrimiento que,
como se sabe, posee un tiempo y una lógica propios. ¿Quién
entre estos creyentes habría podido quejarse por el aparente des-
orden? ¿Quién entre los devotos deseosos de elevar una plegaria
podría objetar la imposibilidad lógica de lo narrado?
A la naturaleza del contenido se agregan las condiciones de
la composición de la obra. Desde el inicio Asclepio había adver-
tido de la necesidad de poner por escrito los sueños en que se
revelaba; 10 así lo había hecho Aristides: «yo iba tomando notas
de mis sueños o los dictaba cuando no había podido hacerlo de
propia mano». 11 Al paso de los años se fueron acumulando de
este modo visiones, sueños, prescripciones, curaciones de todo
género y oráculos, «unos en verso y otros en prosa», hasta alcan-
zar la asombrosa cifra de 300 000 líneas.12 A estos primeros re-
gistros, Aristides los llama «manuscritos», «registros de sueños»,
«notas» o «apographê», pero nunca los llama «hypomnemata»,
nombre que designaba lo que sería la materia prima de una com-
posición literaria. Sin embargo, cuando inició la composición
definitiva de los Discursos Sagrados habían transcurrido muchos
años, ya no residía en su ciudad natal y por esta razón no tenía a
la mano esas notas, pero aun en caso de tenerlas hubiera enfren-
tado una masa enorme de anotaciones imposible de ordenar,
pues no las había fechado, y por si fuera poco habían sido seve-
ramente dañadas por un percance doméstico. En tales condicio-
nes Aristides hizo lo único que podía hacer: recurrir a la memo-
ria, por ello señala que el resultado de esta operación era una
síntesis (¹ di»ghsij), diégesis, una selección de las notas y los
recuerdos originales. Solo que la memoria afectiva de un enfer-
mo crónico cuando recuerda sus sueños no es la misma que la
memoria entrenada de un orador profesional, aun si se trata de
la misma persona. Como sofista bien entrenado Aristides tenía
una memoria privilegiada en la acumulación de lo que había
leído o escuchado, como lo muestra el hecho de que en sus de-
clamaciones puede citar a Platón de memoria en segmentos sus-
tantivos. Pero esta vez confió a su memoria de enfermo agrade-
cido la recopilación y el sumario de lo que deseaba comunicar.
163
La memoria activa en los Discursos Sagrados es una memoria
personal que se inscribe en el tiempo de una vida que desea revi-
vir los milagros de su recuperación y de su experiencia divina.
Su recuerdo no está guiado por la lógica sino por el sufrimiento,
el agradecimiento y la terapia: «¿Por dónde comenzar entonces
cuando hay tantos y tan divinos remedios y al mismo tiempo no
están todos en la memoria, excepto por la gratitud que permane-
ce por ello?».13 Aristides permite que las cosas surjan en el orden
de importancia que tienen para su espíritu enfermo y se deja
guiar por los sobresaltos afectivos de la memoria. Este fue, dice
el orador, el procedimiento principal de la composición: «No
puedo repetirlo con exactitud; diré solamente lo que me quedó
en mi interior14 y de acuerdo con ello podrá representarse el res-
to».15 Por momentos, el orador se detiene ante un dolor que ha
sufrido, luego trata de recuperarlo en la memoria, pero entonces
agrega la intervención onírica de Asclepio: el resultado es un
gran desorden que ha llevado a referirse a la obra «como un
amasijo, como agua revuelta».16
En ello descansa la etiqueta de «inclasificable»: a pesar de
que contiene un trayecto personal, los Discursos Sagrados no
son propiamente un «diario íntimo», ni una «confesión», sim-
plemente porque estos géneros, que suponen una dimensión de
lo íntimo y de lo secreto, de aquello que proviene de un «yo» en
la medida en que está oculto a los otros, aún no existe en Aristi-
des. La intimidad moderna de esos géneros no estaba ni a su
alcance ni en su propósito, por ello su obra es una selección más
afectiva que reflexiva, hecha por un recuerdo-testimonio de su
renacimiento físico y espiritual. Quizá las notas perdidas se
aproximaban a más un relato cotidiano minucioso pero los Dis-
cursos Sagrados son un «meta-relato»; es por eso que, si bien
pueden ser asociados a las «escrituras del yo» de la época impe-
rial, no se corresponden del todo con escritos más «auto-biográ-
ficos» de la segunda sofística como los elaborados por Dión de
Prusa o por Luciano. Estamos ante algo inusual: el mismo indi-
viduo que otorgaba un cuidado casi maníaco a la forma de sus
discursos escritos, se presenta aquí bajo el aspecto de un enfer-
mo crónico que busca alivio en una religiosidad exacerbada. El
autor no hace ningún esfuerzo por ocultar o mitigar esta situa-
ción; por el contrario, en diversas ocasiones señala la laxitud de
su memoria: «aquello que recuerdo es aproximadamente
esto...».17 Más aún, el enfermo hace lo que nunca habría hecho el
164
orador: una vez hecha la composición de los Discursos Sagrados,
no considera necesaria una revisión literaria del escrito y Aristi-
des deja intactas las incongruencias, las lagunas y la forma des-
aliñada del recuerdo indócil. Así, por ejemplo, dos pasajes rela-
tan el mismo sueño, el primero poco después de haberlo tenido,
el segundo unos 25 años después: la sustancia es idéntica y la
fraseología similar; en este plano las discrepancias son menores,
pero el resultado muestra una gran flexibilidad en la forma final
que el autor acepta.18 Abandonándose a la memoria afectiva,
Aristides llega incluso a renunciar a ser el autor del relato, ce-
diendo este papel a Asclepio: «A partir de ahora, Señor, es cosa
tuya indicar y sugerirnos qué decir a continuación y qué direc-
ción tomar para que hagamos lo que te es grato y progresemos
en nuestro relato de la manera más perfecta».19 Quizá la obra
tiene una idea general oculta y tal vez cada discurso la tiene
también, pero en la marcha el autor deja que todo surja del labe-
rinto de una memoria a la vez doliente y agradecida.20 Es por eso
que se ha llegado a considerar que, no importa qué tan extraña y
maníaca sea la expresión escrita de Aristides, a medida que los
discursos progresan se hace más evidente que, en su gratitud,
Aristides está «haciendo una plegaria, está orando».21
Los Discursos Sagrados son el testimonio de la intervención
divina en la vida onírica, en la vida somática y en la vida pública
e intelectual del orador. Ellos exhiben todos esos aspectos vita-
les, desde los más nobles hasta los más carnales y lo hacen con
una concreción y una crudeza sin pudor. Por eso durante mucho
tiempo fueron considerados indecentes o ilegibles. Pero por esa
misma razón se han vuelto tan modernos: por la atención que el
autor presta a las manifestaciones psíquicas y físicas de su ma-
lestar, especialmente aquellas que afectan a su cuerpo. Moderno
también por las vacilaciones que el autor manifiesta en el mo-
mento de organizar sus recuerdos; moderno, finalmente, por la
atención que presta a su experiencia onírica, a una presunta «in-
terioridad» que se desenvuelve en un contexto biográfico.22 Los
Discursos Sagrados nos permiten penetrar en la vida de un indi-
viduo lejano en el tiempo y no solo en la trama consciente sino
en sus fantasmas y sus creaciones nocturnas. Es esta «inquietud
de sí»23 la que lo hace tan actual, pero es también ella misma la
que exhibe que Aristides pertenece a una «problematización del
yo» diferente a la nuestra y en esto insistiremos. La manera en
que nuestro orador se interroga y se elabora a sí es otra forma de
165
ser sujeto ajena a la nuestra: en Aristides no existen esos rasgos
de «subjetividad interior», de «personalidad» que son propios
del sujeto moderno.24 Esto no significa que Aristides carece de
una conciencia de sí mismo: desde luego nuestro orador tiene
un «yo» que existe y se sabe. Simplemente indica que hay otras
formas de relación a sí diferentes a la nuestra, formas cuya ple-
nitud puede encontrarse justamente en el mundo grecoromano.
Es porque el «yo» no es una realidad psíquica inmutable en todo
hombre y en todo tiempo que sería más o menos desatendida en
ciertas épocas; el «yo» es una experiencia históricamente consti-
tuida, correlativa a un conjunto de prácticas de sí que le otorgan
en cada caso una forma particular. En definitiva, la distancia
espiritual que nos separa hace de Elio Aristides un caso ideal
para introducirse en una «historia de las problematizaciones del
yo».25

El encuentro con la divinidad de Elio Aristides

Conviene, en primer lugar tener presente la trama en que


esa «inquietud de sí» se realiza y un signo de ello es su constante
encuentro onírico con Asclepio. En efecto, hay una diferencia
notable entre la psicología religiosa de la antigüedad tardía y la
psicología religiosa moderna. Como resultado de la experiencia
judeocristiana y la extinción de la religiosidad pagana, en el oc-
cidente medieval y moderno se ha implantado una concepción
más elevada y por ende más distante de la divinidad, de manera
que su eventual comunicación con los hombres está rodeada de
incredulidad, es más extraordinaria y más difícil de admitir.26
Sin duda cuando las dificultades de la vida se multiplican, el
individuo moderno puede pedir la intervención divina, pero no
suele esperar una respuesta personal e inmediata a sus deman-
das. El pagano antiguo estaba más cerca de sus dioses. A él le
parecía mucho más natural que los dioses participaran en los
asuntos humanos, aceptaba mejor la presencia terrenal de lo
trascendente especialmente a través de los sueños, y esto no solo
valía para las mentalidades menos educadas sino incluso entre
los «intelectuales» de la época, como filósofos o médicos. Y el
siglo de Aristides parece haber sido una época de religiosidad
particularmente exacerbada. Los individuos de entonces ya no
parecían conformarse con las divinidades lejanas e impasibles
166
que componían el antiguo panteón helénico; ellos reclamaban
dioses más próximos, divinidades que no desdeñaran la comu-
nicación con la humanidad. Los historiadores creen encontrar
varios índices de ello: primero, la gran popularidad que readqui-
rieron las prácticas oraculares. Los emperadores Antoninos, por
ejemplo, devolvieron la vida al oráculo de Delfos que había per-
manecido silencioso desde la profanación sacrílega de Nerón.
Los Antoninos, incluido Marco Aurelio, se convirtieron de he-
cho en los primeros creyentes de los oráculos y con frecuencia
se hacían iniciar en los cultos mistéricos, los cuales estaban ro-
deados de un fasto sin precedente. Así se explica el éxito que
obtenían los cultos de las divinidades oraculares y sanadoras, de
las que Asclepio forma parte. Un segundo índice es la aparición,
durante el siglo II de un gran número de asociaciones religiosas
en las que prevalecía una fuerte tendencia al misticismo.27 Tales
asociaciones existían de tiempo atrás pero nunca habían sido
tan numerosas ni incluían como ahora todas las clases sociales,
desde las más bajas hasta las más instruidas. Los contemporá-
neos de Aristides y él mismo se sienten rodeados por lo sobrena-
tural. Médicos y filósofos no debatían acerca de la existencia de
los milagros (porque todos los aceptaban) sino más bien discu-
tían si tal o cual caso caía bajo esa categoría. La experiencia
onírica de Aristides, tan desmesurada a nuestros ojos, no era
inusual para sus cercanos quienes estaban habituados a relatos
de milagros, tratados deslumbrantes acerca de la Providencia
divina, apariciones y revelaciones tanto del mundo divino como
del mundo infernal. Artemidoro, por ejemplo, que no es amante
de la charlatanería en la interpretación de los sueños, no vacila
en incluir en su obra relatos de curaciones milagrosas y narra-
ciones conteniendo apariciones de Serapis que habían sido com-
puestas por Géminos de Tiro, Demetrio Falero y Artemón de
Mileto.28
Por otra parte, la religiosidad del siglo II, fuertemente mar-
cada por la relación que existe entre lo sobrenatural y lo huma-
no, pone un énfasis particular en este último, por ello algunos
historiadores sostienen que esta religiosidad se caracteriza igual-
mente por la irrupción del «hombre sagrado», del «santo caris-
mático»:29 es la época de un cierto «individualismo» del hombre
religioso. Pero esta relación con lo invisible se prolonga en una
relación entre los hombres, en especial entre los privilegiados de
la élite a la que Aristides pertenece. Estos aristócratas creen te-
167
ner un trato privilegiado con la divinidad lo que introduce un
signo de diferencia respecto a los más humildes. En este contex-
to, el vínculo onírico con Asclepio ayudará también a Aristides
en términos más mundanos, en la red de relaciones que compar-
te con un círculo de amigos y competidores potenciales que le
hacen frente en el espacio público de la ciudad. De hecho, sus
relaciones oníricas con el dios reproducen los vínculos de patro-
nazgo y de ejercicio del poder que mantenían a la mayoría de la
población grecoromana bajo la dependencia de unos pocos. Aris-
tides hace un uso de sus sueños, no como un estado de espíritu
que le sería propio, sino como un oráculo que le ha sido destina-
do solo a él y que le permitirá mostrar a los demás las grandes
cosas que habrá de lograr y que espera le serán reconocidas en
la inmortalidad. Por ello le son útiles para alcanzar un estatuto
de excepción al interior de su grupo de pares. El tono arrogante
y a veces grandilocuente de los Discursos Sagrados no es solo
atribuible a la personalidad psíquica de Aristides: este no es «un
cerebro vacío en una boca sonora, pedante e inflado de vani-
dad»; ni un «enfermo imaginario»,30 pues su encuentro con la
divinidad debe ser interpretado en el contexto de la religiosidad
de su siglo, de las tensiones internas a su grupo social y de un
estilo de vida dedicado al ocio, esto es, con la libertad necesaria
para seguir los mandatos de Dios, del cual recibe a cambio el
más alto favor: ser un «hombre de Dios», qeioj aner.31

Las apariciones de Asclepio

A pesar de que despreciaba el título, Elio Aristides era lo que


en el siglo II se conocía como un sofista (título que, en sí mismo,
era el honor más grande otorgado a un rétor). Esto significaba
que era un orador que viajaba de ciudad en ciudad pronuncian-
do (o mejor, leyendo con vehemencia) discursos de distintas cla-
ses previamente preparados: panegíricos, exhortaciones, decla-
maciones acerca de algún tópico moral usual o literario. Es por
eso que la enfermedad que lo atacó era doblemente limitante: le
impedía hablar en público debido a diversas incapacidades como
dificultades respiratorias, inflamación de vientre, dolores denta-
les o simplemente debilidad general; pero igualmente le impe-
día viajar y hacer la vida normal de un orador quien por defini-
ción era un ser itinerante que ofrecía sus declamaciones a públi-
168
cos de diversas regiones.
Los padecimientos de Aristides se presentaron muy pronto
en su vida, pero le tomó un cierto tiempo consagrarse definitiva-
mente a Asclepio. Había sufrido ya durante su primer viaje im-
portante a Egipto. En ese momento se confió a Serapis, un dios
salutífero egipcio, al que invocó en su obra temprana, Himno a
Serapis,32 escrita probablemente con motivo de un festival en
honor a esa divinidad taumaturga. En su himno, nuestro orador
señala que ya requiere de ayuda divina, pero no menciona nin-
gún remedio y más bien concluye con una plegaria en la que
expresa la esperanza de un mejor futuro.33 Por ahora, la fe de
Aristides parece satisfacerse con una deidad ajena al panteón
helénico y, a pesar de lo que sucederá más tarde, conservará esta
actitud abierta y politeísta que no desaparecerá nunca. Su enfer-
medad se desató definitivamente en un viaje posterior, camino a
Roma. Esta ciudad era un destino obligado para todo orador de
origen griego que deseara obtener renombre y prestigio. Para
consolidar su carrera, Aristides contaba en la ciudad con dos
ayudas adicionales: la presencia de Alejandro, su antiguo profe-
sor, quien se había convertido en tutor de Marco Aurelio en lite-
ratura griega y la ayuda de Herodes Ático, otro profesor, quien
había sido nombrado cónsul. Nuestro orador tenía pues buenas
razones para esperar su consagración profesional en Roma. Pero
en los hechos, este viaje casi destruyó todas sus esperanzas. Su
trayecto desde Esmirna había sido un tormento: el itinerario,
que en invierno normalmente debía durar un mes, le tomó más
de 100 días debido a las detenciones provocadas por el malestar
y la fatiga. A su llegada y durante unos seis meses, los médicos
romanos atendieron su salud, pero terminaron por desahuciar-
lo. Fue entonces cuando empezaron sus sueños y visiones acer-
ca de su salud: una ocasión soñó que debía escribir un peán en
honor de Apolo, dios que contaba entre sus habilidades la de ser
sanador. Intento inútil. Por ello nuestro orador decidió retornar
a Esmirna, esta vez por barco, porque su frágil salud no habría
resistido un viaje por tierra. Después de diversos tratamientos,
también los médicos griegos desahuciaron su caso. En ese mo-
mento Aristides continuaba suplicando a Serapis, cuya interven-
ción anterior había sido relativamente eficaz. Como una medida
extrema y sin gran convicción, sus médicos le sugirieron visitar
las fuentes termales llamadas «Baños de Agamenón», situadas
no lejos de Esmirna; fue aquí, en esas fuentes, alrededor de di-
169
ciembre del año 144 donde Aristides recibió la primera revela-
ción de Asclepio.34
Esta revelación transformó para siempre la vida física y es-
piritual del orador. Se inició con ello una cadena ininterrumpida
de sueños, apariciones, consejos y curas. La primera orden que
recibió de Asclepio era un tanto irracional debido a su extrema
debilidad, pero era una prescripción usual entre los pacientes
griegos: caminar descalzo en el exterior de su casa. En su estado
frágil y adormecido el orador obedeció espontáneamente y fue
en ese estado de adormecimiento que murmuró la exclamación
litúrgica que expresa propiamente un acto de fe:35 «¡Grande es
Asclepio!».36 En lo sucesivo, la serie interminable de sueños y su
análisis se convertirán en parte de las técnicas de su existencia.
Mediante la obediencia y un autocontrol permanente, Aristides
impondrá sobre sí todos los mandatos divinos, someterá su vo-
luntad, se encontrará con su verdadero «yo». Con su decisión,
nuestro orador inicia una serie de prácticas destinadas a influir
en sí mismo con el propósito consciente de realizar una transfor-
mación espiritual determinada, ir más allá de sí mismo para al-
canzar la perspectiva de devoto del Dios. Tal entrega a Dios era
la culminación de un doloroso itinerario: no fue sino hasta que
Serapis y los médicos humanos mostraron su incapacidad para
enfrentar la enfermedad que reconoció a Asclepio como su ver-
dadero guía. Aunque se trataba de una conversión espiritual de
sí, no puede hablarse de «conversión religiosa», porque durante
un tiempo Aristides siguió creyendo simultáneamente en Sera-
pis e Isis y solo con el transcurrir del tiempo llegó a pertenecer
enteramente a Asclepio. Poco después, hacia la primavera del
año 145, el orador recibió la «llamada de dios», ¹ kl»sij, klésis,
instándole a desplazarse al santuario en Pérgamo. Esta vocatio
dei era un recurso propio de los dioses sanadores ante la cual «la
única respuesta aceptable era creer y obedecer».37
Las revelaciones oníricas que recibió fueron incontables, pero
propias de su tiempo. Nuestro orador, lo mismo que los griegos
clásicos, trataba a los sueños como una realidad objetiva, no
como una creación de la mente que sueña. Dodds ha señalado
que en la literatura clásica griega el sueño adopta la forma de
una visita, sea del Dios mismo o de un mensajero, pero como
algo que objetivamente está en el espacio, independientemente
del que sueña. El soñador sabe que no ha sido transportado a
ningún otro mundo sino que permanece en su cama; la figura
170
onírica se planta al lado del lecho, deja su mensaje y se retira:
«Como prueba adicional de su objetividad, algunas veces esas
figuras oníricas dejan una prenda material, lo que los espiritis-
tas llaman un “aporte”».38 La objetividad de la figura onírica está,
para los griegos clásicos, fuera de toda duda: no es una creación
del sueño sino una figuración visible: «Los griegos no hablan
nunca, como lo hacemos nosotros de “tener” un sueño, sino siem-
pre de “ver” un sueño (Ônar „de‹n, ™nÚpnion „de‹n)».39 Y esta apa-
rición real no deja lugar para que Aristides se busque en su sue-
ño interiormente a sí mismo, en una dimensión que le sería úni-
ca. Esta familiaridad no significa, por supuesto, que cuando algo
así ocurría, no fuera digno de estremecer. ¿Qué sucede entonces
cuando uno se encuentra de frente a un dios? Aristides lo relata
de este modo: «Era en efecto, como si tuviera la impresión de
tocarlo y se percibiera que llegaba en persona, como estar a
medias entre el sueño y la vigilia, los cabellos erizados y lágri-
mas de gozo y orgullo inocente del corazón. ¿Qué hombre sería
capaz de explicar estas cosas con palabras?».40 Con todo, hay
que hacer notar que siendo extraordinaria, la visión de una epi-
fanía no tiene en Aristides un carácter excepcional porque en
ese momento la intervención de los dioses en los asuntos huma-
nos era algo generalmente admitido, más aún tratándose de As-
clepio, un semidiós, en cuya naturaleza estaba el vivir en la tie-
rra y mantener un contacto frecuente con los hombres.41 Este se
revelaba ante sus creyentes, les indicaba lo que tenían que hacer,
y estas apariciones no sorprendían a ninguna doctrina filosófica
ni científica y no hacía nada extravagante, ni milagroso; simple-
mente actuaba como se esperaba que lo hiciera dada su natura-
leza de dios salutífero.42 Un cierto número de contemporáneos
de Aristides pasaron por experiencias similares: Máximo de Tiro
se había visto favorecido por una de estas visiones mientras es-
taba despierto; Marco Aurelio agradeció al Dios por haber reci-
bido ayuda mediante un sueño para ser curado de vértigos, e
incluso el gran médico Galeno estaba convencido de haber sal-
vado muchas vidas por actuar conforme a los consejos que le
habían sido dictados durante el sueño.43 Incluso aquellos que no
eran favorecidos estaban seguros de la realidad de esas aparicio-
nes oníricas. Capadocio, un personaje de Plauto en su obra Gor-
gojo dice: «He decidió a emigrar hacia fuera del lugar consagra-
do, ya que así siento la sentencia de Asclepio que en nada me
estima, ni a salvo me quiere».44 La frecuencia y la intensidad de
171
las revelaciones de Aristides, tan ajena a nuestros días, pasaba
desapercibida para la mayoría; solo unos pocos espíritus críti-
cos, como el gran Epicuro o el desenfadado Luciano estaban en
condiciones de rechazar semejantes historias de glorificación
del Dios.
La imagen misma de Asclepio no tenía un carácter prodigio-
so. Los testimonios epigráficos conservados en Epidauro mues-
tran que los creyentes reconocían sin ningún temor al dios de
varias maneras: como un bello adolecente, como un joven apuesto
o como un hermoso niño. Por lo general, el dios-médico se mos-
traba con el aspecto y los atributos con los que era representado
en las estatuas de los templos: un báculo en la mano, una barba
cerrada y un semblante plácido.45 En los Discursos Sagrados adop-
ta usualmente la figura de un hombre, o bien la forma de un
amigo del orador, o la de un intermediario conocido que sirve
como emisario, o incluso la figura de su ayudante, Telésforo.
Pero sus epifanías no tenían un carácter de milagro: no hay nada
de arrebatos místicos, nada inefable, nada de pérdida de la con-
ciencia del creyente. La comunicación de estos hombres con dios
no requería una ascensión del alma, como entre los neoplatóni-
cos, ni un estado contemplativo irrepetible, como entre los cris-
tianos, ni de un trance especial, como entre los místicos; era
extraordinario, pero en cierto modo reducido a una dimensión
habitual. Aristides les otorga una credibilidad completa pues lo
había visto con «los ojos del sueño». En su obra, él utiliza con
frecuencia el adjetivo ™nar»j, enargés, «claro», «visible», que
desde Homero denotaba aquello que es evidente;46 nuestro ora-
dor percibe visualmente esas figuras y lo señala utilizando la
palabra «visión en un sueño», tÕ ™nÚpnion, enupnion como sinó-
nimo de «sueño», tÕ Ónar, ónar. El que esas visiones oníricas
pudieran ser imprecisas, como alucinaciones, no alteraba el gra-
do de certidumbre que el soñador les concedía. No sería adecua-
do hablar de «superstición» o de «mentalidad primitiva»; Aristi-
des sencillamente comparte esa experiencia con muchos otros
contemporáneos que sueñan y creen de la misma manera. La fe
posibilita la visión y la visión refuerza la fe y el carácter profético
del sueño.47
Así, ante la presencia imaginaria pero permanente de Ascle-
pio, Aristides decidió convertirse a sí mismo en su primer devo-
to. Conversión, en efecto, porque cuando Asclepio le devolvió las
místicas palabras sÝ ei e…j «tú lo eres (sobreentendiendo, el úni-
172
co, el elegido)», el orador sintió que todos sus sufrimientos eran
recompensados y que su existencia, casi perdida, volvía a cobrar
sentido, al grado que decidió adoptar un nuevo nombre: Teodo-
ro, porque todo en él «era ahora obra de dios» (Theo-doros).48
Pero esta transformación de sí no podía lograrse sino mediante
una rigurosa disciplina, una vigilancia constante, una ascesis
impuesta sobre sí mismo. Aristides no es ciertamente un asceta
cristiano, ni un filósofo antiguo, pero desde su posición de ora-
dor enfermo va a imponerse una forma de ascesis con el fin de
vivir una existencia más plena bajo la dirección de Asclepio. Él
se propone desprenderse de su «yo» anterior, crear una subjeti-
vidad nueva y alternativa que deberá reconfigurar sus relaciones
consigo mismo y con todos los demás en un mundo simbólico
renovado. Ya no está en la soledad del enfermo pues ha encon-
trado un auxilio cuya presencia (los psicoanalistas lo llamarían
super-yo) le produce seguridad absoluta y le ofrece una meta a
alcanzar. Él mismo será el espacio de mostración de esa conver-
sión de sí, pero deberá hacerlo visible mediante prácticas inau-
ditas y espectaculares.
Su entrega al dios no se confunde ni con la piedad ni con la
devoción religiosa, pero tampoco es una enfermedad mental,
sino el acto de la voluntad de re-definirse como sujeto, de singu-
larizarse mediante su relación privilegiada con lo divino. Aristi-
des se «ocupará de sí mismo», pero al recurrir a sus sueños no
busca revelar ningún interior oculto, ni los movimientos profun-
dos del alma, como lo haría un sujeto moderno; él se propone
más bien, bajo la forma de la auto-vigilancia y la obediencia al-
canzar un proyecto de sí siguiendo los preceptos que juzga «ex-
ternos», puesto que provienen de dios. Su nueva subjetividad
proviene de alcanzar ese ajuste, esa modelación de sí mediante
una serie de ejercicios constantes de la voluntad hasta convertir-
se en el devoto único, primero, privilegiado que se ha propuesto
llegar a ser. El quiere encarnar el verdadero discurso de Asclepio
mediante una práctica y un ejercicio de sí sobre sí. Intentemos
seguir esta experiencia del «yo», primero en su relación enferme-
dad-religión y luego en la relación arte oratorio-religión.

Experiencia onírica, enfermedad, religión

Aristides ha llegado a Asclepio desahuciado por la medicina


173
humana. Están comprometidas no solo sus expectativas, sino su
propia vida. La primera cuestión básica es entonces preservar la
existencia. Su entrega a dios tiene todo el violento impulso de la
fe de quien desea sobrevivir. Es la primera demanda hecha al
Dios y este le asistirá en ello: la prolongación de la vida es indis-
pensable si se desea transformarse a sí mismo. Probablemente
en torno al año 149 Aristides recibió una de sus revelaciones
más importantes: se le presentaron en el sueño tres personajes:
Asclepio mismo, Apolo de Claro (oráculo supremo de Asia) y
Apolo Calitecno (padre de Asclepio). He aquí la narración de
esta revelación: «De pie, en esta figura delante de mi cama, ex-
tendiendo los dedos y contando con ellos el tiempo me dijo: tie-
nes diez años de mi parte y tres de parte de Serapis —y al mismo
tiempo, por la disposición de los dedos, el 13 aparecía como 17
años—».49 Tal visión onírica reconfortante que le prolongaba la
existencia se presentó en una etapa particularmente difícil de la
vida del orador: pocos meses antes, había sufrido la pérdida de
su ayo de toda la vida, Zózimo,50 quien fungía a la vez como
sirviente, protector, amigo y su confidente más próximo. La pér-
dida había sumergido al orador en un paroxismo de dolor: cayó
permanentemente enfermo, estado en el que podían encontrar-
se mezclados sentimientos de culpa y de temor por la muerte
que le rondaba y que tal vez había llegado hasta a mancillarlo.
La nueva revelación venía entonces a aportar una esperanza de
salvación y a sustituir los cuidados humanos de Zózimo con la
protección divina.
Pero esta no sería la única intervención para salvaguardar la
vida del orador: una vez cumplido el plazo de 17 años otorgado,
era preciso encontrar un medio de prolongar su existencia. El
recurso, moralmente condenable al que Aristides recurrió fue
sustituir su propia muerte con la de dos de sus hermanos de
leche, Hermias y Philoumene. La primera coyuntura se presen-
tó el año 165 cuando una epidemia de viruela irrumpió en el
ejército de Cassius, estacionado entonces en Nisibis, propagán-
dose por toda la región. Murieron numerosos hombres y muje-
res en torno a Aristides y él mismo enfermó. Contra todas las
expectativas, pues era ya un viejo, logró sobrevivir.51 El plazo
concedido a nuestro orador había vencido, pero su vida fue sal-
vada por una alternativa conocida por la religiosidad del siglo II,
el intercambio de destinos: morirían sus hermanos de leche en
su lugar. Parece sorprendente pero Aristides, lo mismo que sus
174
contemporáneos, admite que la intervención de los dioses (en su
caso Atenea, Asclepio, Heracles y otros) puede modificar el «Li-
bro de los Destinos», un rollo enorme de piel de cabra que Zeus
solía mantener en su regazo, y que contiene por escrito el lapso
de vida concedido a cada uno. Debido a esta modificación en el
destino, Aristides obtuvo la gracia de vivir la vida de otro ser,
Hermias, condenado a morir en su lugar (o bien alguien que
elige morir en lugar de otro, como según algunos historiadores
antiguos hizo Antinoo en beneficio de Adriano).52 Únicamente el
favor de los dioses le permitió superar lo que el destino le había
preparado desde su nacimiento: una muerte precoz, porque las
deidades salvadoras podían conceder a ciertos creyentes muchas
vidas por vivir. Es por eso que Aristides, aparentemente sin nin-
gún sentimiento de culpa, llega a llamar moiromanos a su dei-
dad protectora, es decir, «aquel que distribuye entre los hombres
sus destinos».
Un año después, el 166, Aristides sufrió nuevamente una in-
fección virulenta, quizá una secuela de la epidemia anterior. Otra
vez enfermo, el orador recurrió a los remedios usuales: sangra-
dos, purgas, baños y a su fe. En diciembre de ese año fue infor-
mado de la inesperada muerte de Philoumene, su otra hermana
de leche y hermana biológica de Hermias. Ello provocó un nue-
vo sueño revelador: la mujer había entregado su vida a cambio
de la vida de Aristides. En el sueño, el orador había entrevisto los
intestinos del cadáver y había podido reconocer su nombre ins-
crito en la parte enferma de la víctima.53 Lo mismo que antes,
atribuyó a los dioses el intercambio de destinos que salvó su vida
por segunda vez. Aristides tiene clara conciencia de esta prolon-
gación de su existencia coincide con su renovación espiritual; él
distingue entre el período de 17 años que se le había otorgado y
que designa con el término de «continuar viviendo», con la vida
nueva que siguió al segundo intercambio de destinos, período
que llega a nombrar como un «renacimiento», un «vivir nueva-
mente».54 Una vida renovada debía ser acompañada de un ver-
dadero renacimiento espiritual.
Mediante las revelaciones contenidas en los sueños, Ascle-
pio no solo concedía el plazo por vivir, sino determinaba el ritmo
entero de la existencia del orador: sus viajes, sus estancias, sus
desplazamientos. Asclepio le ordenaba dirigirse a algún sitio,
permanecer en él o abandonarlo, y le prevenía de los riesgos que
lo amenazaban.55 Pero entre las revelaciones que configuraron
175
la vida temporal de Aristides resalta especialmente una: el lla-
mado de Dios a recluirse en su santuario en Pérgamo, uno de
sus grandes centros de culto,56 donde permanecería dos años.
Aristides llama de manera irónica a este período «cathedra», tér-
mino que evoca un lapso de inactividad, de marginalidad. Pero
no fue exactamente así. El ritmo de la vida dentro del templo
estaba determinado por una serie de métodos de curación fero-
ces, por la asistencia al paciente por parte del personal religioso
del santuario y sobre todo por la intensa actividad cultural de
muchos hombres prominentes que eran igualmente pacientes
del Dios y pasaban su tiempo, lo mismo que nuestro orador, en-
teramente dedicados al cuidado de sí mismos, intercambiando
la interpretación de sus sueños, consejos alimenticios e intere-
ses literarios. Aristides encontró de este modo una pequeña co-
munidad que le permitía, sin asombro, tomarse a sí mismo como
objeto de conocimiento y atención, ejercer sobre sí una acción
continua a fin de transformarse, corregirse, buscar su salvación.
Durante este período la salud de Aristides resintió apenas leves
cambios y nunca se restablecería del todo. A decir verdad, Aristi-
des nunca recurrió a Asclepio en busca de una curación definiti-
va que estimaba improbable: tampoco la buscaba y probable-
mente no la quería. Como señala Festugière, el orador no quería
ser curado: él solo quería ser auxiliado permanentemente, man-
tener una comunicación divina con la deidad que le asiste, lo
consuela en el abatimiento y lo fortalece en el arte retórico: «cu-
rarse significaría renunciar a la presencia y la compañía del Dios
y precisamente aquello de lo que Aristides tiene más necesidad
es de la presencia del Dios».57 Si su salud no mejoró, en cambio
su fe y su entrega a Asclepio se profundizó y se extendió hasta
incluir todos los aspectos de su existencia. En ese contexto mé-
dico-religioso la transformación de sí mismo se orienta a un do-
minio externo, de múltiples relaciones con el mundo, con Dios y
con los demás.

La medicina religiosa58

Previamente, Aristides había ya recibido las visitaciones del


Dios mediante los sueños, pero lo que buscaba en Pérgamo era
una continuidad de esas visiones mediante sueños inducidos, en
un procedimiento que la antigüedad llamaba «incubación»,
176
™nkoimhsij (incubatio en latín), es decir «dormir en un lugar sa-
grado». Aristides actuaba del mismo modo que lo hacía una
multitud de creyentes, porque la curación mediante la interven-
ción divina en los sueños era un esquema cultural ampliamente
extendido. En la época de nuestro orador, enfermos de toda Asia
concurrían a Pérgamo en busca de alivio. Si se considera que el
culto de Asclepio había alcanzado una importancia panhelénica
desde el siglo V a.C., el santuario de Pérgamo era una fundación
relativamente reciente, realizada hacia el año 350 a.C., por un
tal Arquías quien, habiendo sido curado por el Dios en Epidau-
ro, como forma de agradecimiento trasplantó a su tierra, Mysia,
el culto de su benefactor. En cada santuario, incluido Pérgamo,
la incubación se llevaba a cabo con ligeras variantes y diversos
resultados porque cada uno de los devotos daba forma propia
mediante sus sueños a las expectativas de lo que podía esperar y
recibir.
La incubación tiene una larga historia que puede remontar-
se al Asia menor, el imperio Hitita en Babilonia y hasta el Egipto
del siglo XII a.C. Los griegos de la época clásica conocían la incu-
bación pero el desarrollo más fuerte de la iatromancia como
diagnóstico médico coincide con el momento en que los griegos
profesaban una admiración sin límites hacia todo aquello que
consideraban la sabiduría del pueblo egipcio. En la Grecia hele-
nística, la incubación era utilizada para dos propósitos: para
obtener sueños proféticos de los muertos o bien para fines cura-
tivos. Desde la antigüedad remota los sueños manticos, habían
estado asociados a los cultos de la tierra y de los muertos y por
ello la incubación se practicaba al lado de las tumbas de los hé-
roes fallecidos (fueran estos hombres difuntos o demonios ctó-
nicos), lugares considerados susceptibles de dar acceso al reino
del inframundo. En ese momento, el sueño y la muerte estaban
emparentados pues el primero era un pequeño tránsito tempo-
ral a la segunda, asociación que perduraría hasta le época clási-
ca como lo muestra el que Hesíodo aún sostenga que el sueño es
«el hermano de la muerte». Este tipo de incubación nunca fue
muy popular, excepto en aquellas doctrinas que aproximaban a
los difuntos de la experiencia humana, como sucedía entre los
pitagóricos.
Pero incluso la incubación con fines curativos descansaba
en la creencia de que los sueños establecen una conexión entre
dos mundos: el mundo de la experiencia humana y un mundo
177
en el que habitan los dioses y los muertos el cual obedece a pará-
metros diferentes. Ahora bien, para ingresar a este mundo hace
falta una pasarela particular: el reposo y la suspensión temporal
de las facultades sensibles. Al borrar parcialmente la frontera
entre vigilia e ilusión, los sueños crean la convicción de que la
barrera entre realidad y fantasía es más tenue de lo admitido por
la experiencia cotidiana. Prácticamente todos los individuos de
la antigüedad, letrados o analfabetas, aceptaban que los sueños
podían dar acceso al futuro y a lo ignoto y a todos ellos ofrecían
este acceso con relativa frecuencia. Pero si por algún motivo no
era así, entonces los sueños eran inducidos, esto es «solicita-
dos», para lo cual existían diversas prácticas las cuales podían
incluir el aislamiento del soñador, la oración, el ayuno, el dormir
al lado de algún objeto sagrado y, en casos extremos, hasta la
auto-mutilación y el sufrimiento auto-provocado.59 Si las prácti-
cas eran diversas, en cambio las técnicas para solicitar un sueño
eran solo dos: la más imperativa y demandante estaba asociada
a la magia, con su soberbia ingenua según la cual los hombres
poseen algún poder misterioso suficiente para convocar a esas
almas invisibles. La segunda técnica, la incubatio, mucho más
humilde, era la que practicaban los enfermos quienes más bien
esperaban recibir como una Gracia la presencia de las deidades.
No obstante, «ambas técnicas de solicitación de los sueños pre-
suponen un alto grado de evolución en las creencias animistas,
lo mismo que un alto grado de religiosidad».60
Mediante los sueños, los hombres se aproximaban a los se-
res superiores sin por ello superar las barreras de su humani-
dad. En contrapartida, los seres intangibles que accedían a estas
demandas no eran las grandes deidades fundadoras, sino dioses
intermedios, héroes difuntos o semidioses que servían de me-
diación entre ambos mundos (tarea que poco después cumpli-
rán los santos cristianos). Las facultades de estas deidades me-
diadoras estaban con frecuencia vinculadas de uno u otro modo
con la adivinación, como era el caso de Asclepio o Dionisio (am-
bos hijos de mortales elevados a la divinidad), lo mismo que
Serapis o Isis, poseedores estos de rasgos sotéricos o maternales
que por ende mantenían relaciones personales con sus creyen-
tes. No es difícil comprender este vínculo entre revelación divina
y enfermedad: aún hoy, pero ciertamente en la antigüedad, diag-
nosticar el origen y la naturaleza de un padecimiento supone
para el enfermo elucidar un misterio y, dadas las condiciones del
178
conocimiento entonces, la cuestión podía alcanzar perfiles de
enigma y requerir una fuerte dosis de adivinación.
En todos los santuarios de Asclepio la oneirocrítica se espe-
cializó en los métodos de diagnosis y la incubación se orientó
hacia un sentido medicinal: los incubantes soñaban con el Dios
taumaturgo del que recibían prescripciones. Pero antes de reci-
bir esas epifanías salutíferas, debían realizar ciertos ritos im-
prescriptibles, porque la incubación no era solo una acción mé-
dica sino sobre todo un acto religioso, una ascesis ritual. Era, en
sentido literal, «medicina religiosa». Formalmente, el ritual es-
taba caracterizado por una serie de elementos y pasos que se
repiten siempre en la misma secuencia porque la piedad exige
que el conjunto de la acción tenga un significado. Entre esos
elementos estaban aquellos propios de la ascesis: el ayuno, la
abstinencia, las purificaciones, el vestido, las ofrendas. Desde
luego, cada uno de ellos dependía de las demandas propias a
cada Dios al que iban destinados. Lo característico de Asclepio
es la sencillez de esos pasos rituales.61 Primero, los creyentes no
tenían que pagar por ingresar al lugar de la incubación (como
sucedía con otros dioses sanadores). Luego, en los santuarios de
Asclepio el ayuno no parece haber sido exigido y las fuentes tam-
poco mencionan la abstinencia sexual o la abstinencia de vino
(que eran obligatorias, por ejemplo, entre los pitagóricos o los
neoplatónicos). Sin embargo, antes de entrar al templo a pasar
la noche, el devoto debía realizar un lavado purificatorio con
agua extraía del pozo sagrado que se hallaba dentro del santua-
rio. Aunque en otros santuarios los incubantes eran ataviados de
blanco, en Pérgamo ellos parecen ir vestidos a la manera usual:
no llevaban ropajes hieráticos y tampoco portaban coronas so-
bre la cabeza. Un epigrama encontrado en Epidauro señala que
la única demanda de Asclepio al creyente era «tener pensamien-
tos santos».62 Finalmente, Asclepio no exigía que el creyente se
desplazara a lugares remotos y extraordinarios: la incubación se
llevaba a cabo en el mismo templo que el paciente frecuentaba.
Tan sencilla como parezca, Aristides debió realizar esta ascesis
oneiroprofiláctica.
Una vez dentro del recinto, el creyente debía aportar una
ofrenda. Asclepio se conformaba con muy poco: aceptaba cual-
quier cosa al alcance de los más desamparados. Con frecuencia
las ofrendas consistían en pasteles de miel o de queso, empana-
das o higos, los cuales eran o bien compartidos entre los enfer-
179
mos o bien eran consumidos más tarde por el creyente. Los pa-
cientes aportaban también toda clase de vegetales: laureles, ho-
jas de roble o raíces de olivo. Entre las ofrendas había toda clase
de animales, pero existía cierta predilección por los gallos: la
expresión pronunciada por Sócrates la noche anterior a su muerte
al pedir a sus amigos «llevar un gallo a Asclepio» era en realidad
una fórmula proverbial. Asclepio, que era un dios de los desvali-
dos, aceptaba como ofrenda por igual un simple gallo o una he-
catombe de bueyes. Por supuesto, entre las ofrendas también se
encontraban artículos suntuosos: anillos de bronce, lámparas
de plata y oro y el mismo Aristides ofreció, en agradecimiento,
un trípode de oro.63 Las ofrendas al Dios podían ser sencillas
pero una vez que el devoto se había comprometido estaba obli-
gado a cumplir todo lo ofrecido. Luego de las ofrendas, los enfer-
mos podían ofrecer plegarias al dios, permaneciendo de pie o
bien postrados: algunas de estas súplicas eran sumamente lar-
gas y complejas, pero pacientes como el filósofo Proclo prefe-
rían expresiones breves y directas. Finalmente, una vez cumpli-
do el ritual previo, los incubantes eran conducidos a un lugar
especial, el ábaton, tÕ ¥baton, donde pasarían la noche: ellos se
acostaban en un simple lecho de paja y eran tumbados uno al
lado del otro; entonces, los guardias del templo apagaban las
lámparas y advertían a todos que, escucharan lo que escucha-
ran, no hicieran ruido y se mantuvieran en silencio.
Los pacientes no habían bebido ningún brebaje especial y
ninguna sustancia hipnótica: sus sueños eran provocados úni-
camente por el estado emocional resultante de la fe, los ayunos,
la abstinencia y las plegarias. Un cierto número de ellos lograba
soñar al médico divino. El dios curaba a todos, incluidos aque-
llos incrédulos de su culto, aunque eventualmente llegaba a cas-
tigar tal incredulidad. Asclepio se mostraba a cada uno; su apa-
rición es descrita con el tiempo verbal ™p…stasqai, ephistasthai,
equivalente a «colocarse sobre» que era, como ya sabemos, la
concepción griega de la figura onírica. Las epifanías teriomórfi-
cas de Asclepio eran usualmente visiones oníricas; incluso sus
protegidos más cercanos, como lo sería el filósofo Proclo, nor-
malmente no lo veían mientras estaban despiertos. El durmien-
te escuchaba voces, se encontraba rodeado de un aroma agrada-
ble y envuelto en un resplandor. En las epifanías conservadas,
los dioses se presentaban, en general, sonrientes y plácidos, con
aspecto y belleza sobrehumanos y en plena juventud: esparcían
180
su aroma y desaparecían rápidamente. Entre todos, Asclepio era
amable y eficaz, hablaba con voz armoniosa y tenía buen hu-
mor.64 Aunque la incubación era la condición normal de su reve-
lación, la presencia en el templo del creyente no era indispensa-
ble y, como lo muestra el caso de Aristides, podía revelarse fuera
de los lugares destinados para ello. En otras palabras, aunque
era un semidiós, él se comportaba más bien como lo haría un
médico compasivo y solícito.
Durante sus epifanías, Asclepio ofrecía diversas clases de
curaciones, prescripciones y regímenes. En tiempos más remo-
tos realizaba maravillas. Las inscripciones de Epidauro, una suer-
te de exvotos realizados por el personal religioso del templo, re-
latan curaciones instantáneas y milagrosas. El enfermo desper-
taba curado y sano por efecto de la acción realizada durante el
sueño que podía ser un beso del Dios mismo o los lamidos de las
serpientes que siempre lo acompañaban. De un tipo milagroso
eran también las intervenciones quirúrgicas reportadas: Ascle-
pio cortó una vez la cabeza de un paciente y volvió a colocarla en
su lugar; otra ocasión hizo la misma operación para extraer por
la obertura una solitaria alojada en el estómago del paciente;
llegaba a abrir el vientre del enfermo para extraerle un abceso o
bien cortaba un ojo, extraía el globo ocular y colocaba en su
remplazo un emplasto. Hacia la época de Aristides esos mila-
gros fulminantes habían desaparecido (o al menos se habían
espaciado) pero el Dios aún se aplicaba para atender afecciones
muy diversas como recuperar la voz, devolver la vista, recuperar
la movilidad de algún miembro o incluso la expulsión de algún
cuerpo extraño que se hubiera alojado en el cuerpo. Ahora, en
sus revelaciones oníricas, el Dios ordenaba el tratamiento, los
fármacos, las dietas, los regímenes que el paciente debía seguir,
en tratamientos a veces muy largos en el tiempo. Sus resultados
eran «milagrosos» en el sentido de que iban más allá de la cien-
cia humana, pero sus medios eran milagros «médicos». Los es-
pecialistas señalan esta transformación con la afirmación iróni-
ca de que, con los años, Asclepio había dejado de ser taumatur-
go y «había aprendido medicina» pues sus prescripciones se
acercaron cada vez más a los tratamientos que la medicina hu-
mana prescribía a medida del desarrollo del conocimiento.
Por supuesto este complejo dispositivo entre experiencia
onírica, enfermedad y religión también tenía sus limitaciones.
Obviamente no todas las incubaciones resultaban y los pacien-
181
tes estaban conscientes de ello. En la antigüedad sabían tan bien
como nosotros que algunos sueños son simplemente la realiza-
ción de los deseos resentidos en la vigilia y estaban conscientes
de que podían ser contrariados. Además, la fe no siempre es cie-
ga y las esperanzas que los antiguos se forjaban de las virtudes
curativas del Dios no eran ilimitadas. Muchos de ellos (incluido
Aristides) no esperaban una curación milagrosa sino más bien
un alivio y un respiro en sus vidas y en esto Asclepio era insupe-
rable. Además los enfermos adoptaban, lo mismo que hoy, una
estrategia múltiple: iban ciertamente a los santuarios pero no
renunciaban al saber humano de los médicos e incluso recu-
rrían a la herbolaria tradicional, los amuletos, los talismanes y
hasta a la magia «simpática». El mismo Asclepio tomaba sus
precauciones pues aceptaba únicamente aquellos enfermos con
expectativas de curación y rechazaba a los que no tenían reme-
dio. Un paciente que llegara moribundo ya no era aceptado en el
santuario por temor a que su deceso contaminara el lugar.65 Tan
extraordinarias como parezcan, las curaciones de Asclepio ha-
cia el siglo II no rebasaban algo que podría llamarse la esfera de
lo natural. Habían quedado atrás los relatos mitológicos, los
milagros fulgurantes y Asclepio no se aventuraba más allá de lo
que un buen médico lo haría, renunciando a las curaciones so-
brehumanas. Quizá lo hacía por precaución: según algunos re-
latos, por atreverse a resucitar a un hombre que le había pagado
una suma enorme, Asclepio había recibido un impacto del rayo
de Zeus quien entonces parecía reticente a que nadie, incluido
un semidiós, violentara el Libro de los Destinos.66
Aristides fue atendido por la deidad del mismo modo que
otros devotos, salvo que sus males eran incontables: problemas
digestivos, inflamaciones sorprendentes, hipertensión, dolores
de cabeza y de oído y muchos otros. Las prescripciones, regíme-
nes y dietas que recibía orador eran conocidas por la medicina
griega de la época, pero no siempre se ajustaban a los que pare-
cía exigir su estado y llegaban a causar estupor, por paradójicas,
a todos los demás creyentes. Algunos de esos remedios pueden
parecernos hoy absurdos pero eran usuales en la medicina tra-
dicional: incluían ejercicios físicos tales como los paseos higié-
nicos, montar a caballo o tomar baños helados. El orador reci-
bía también prescripciones específicas: flebotomías, enemas,
eméticos, purgas, emplastos y cataplasmas. Le eran indicados
regímenes alimenticios o por el contrario ciertas dietas le eran
182
prohibidas, y llegaba a tomar drogas internas o externas.67 Lo
notable es que eran llevadas hasta lo paradójico. A nuestro jui-
cio, ello se explica porque en la transformación espiritual que
persigue y que debe conducirlo a una subjetividad nueva, Aristi-
des toma el tratamiento como una suerte de ascesis, como una
conversión violenta, como el tránsito de un individuo dejado atrás
a un individuo renovado. Por ejemplo, los paseos higiénicos eran
tan antiguos como la misma medicina hipocrática, pero lo que
comenzaba por movimientos ligeros, en Aristides se convertía
en esfuerzos sumamente penosos y hasta en hazañas atléticas;
así, debió cruzar a nado un puerto en mar abierto en medio de
un temporal, tomar un baño invernal en un río caudaloso, dor-
mir en el sereno o bien caminar 50 kilómetros bajo un sol ar-
diente en un momento de gran debilidad. Las flebotomías eran
igualmente un tratamiento conocido, pero en Aristides se con-
vierten en sangrías feroces; según el orador, Asclepio le había
ordenado una sangría de más de 120 medidas (lo que para los
especialistas modernos equivale a unos 20 litros de sangre). Aris-
tides parece la víctima perfecta para aplicarle los tormentos más
inauditos. Pero cuando se la observa desde esta perspectiva de la
conversión espiritual, estas cruentas órdenes resultan menos
extravagantes: cada una de ellas es una prueba, un peldaño en
su transformación. Todo era lunático, aun para los estándares
de la época, pero se explica porque Aristides no puede alcanzar
una nueva subjetividad sino estableciendo una diferencia ascéti-
ca entre su «yo» anterior y su «yo» renovado, y esta diferencia
tiene que hacerse visible a todos. No hay verdadera separación
entre el asceta y los demás sino mediante estos actos sorpren-
dentes y espectaculares. Aristides mismo señala lo paradójico
que eran esas «curas divinas» y en su Lalía a Asclepio señala su
carácter «milagroso». Y en efecto, los remedios rebasan con
mucho la naturaleza fisiológica y adquieren un aspecto sobre-
natural, como las «palabras eficaces» que el Dios le indicó pro-
nunciar con el fin de salvar en alguna ocasión la vida de Zózimo
y que el orador no considera prudente repetir. El caso más nota-
ble, y que hizo célebre a nuestro orador, además del intercambio
de destinos, fue que llegó a intercambiar su propia vida contra la
mutilación de un dedo y posteriormente logró la sustitución del
sacrificio del dedo, por la exposición de un anillo, basado sim-
plemente en la metonimia de las palabras: Ð daktuloj, «dedo»
por Ð daktÚlioj, «anillo». Lo que inició como un peligro vital se
183
convirtió mediante los sueños en la donación de un bien mate-
rial.
Las prescripciones recibidas en los sueños indicaban a Aris-
tides qué hacer, qué rehusar y qué esperar. A pesar de su singular
imaginación, resulta imposible creer que todas ellas provinieran
del Dios. Y en efecto, muchas de tales órdenes no provenían del
Dios, sino de la atrevida interpretación (metafórica, metonímica
o analógica) del orador. Muchas prescripciones no requerían de
desciframiento,68 pero otras ocasiones la prescripción no provie-
ne más que de la habilidad y la voluntad del orador para conver-
tir cualquier signo en orden divina.69 Pero sea que esos remedios
tengan la apariencia de racionales o irracionales, sea que su de-
ducción sea teológica o meramente lingüística, para Aristides
todos tienen el carácter de milagrosos, qaumatopo‹oj, y se en-
cuentran más allá de la medicina humana. Todas esas prescrip-
ciones fueron obedecidas fielmente a lo largo de toda la vida.
Cada remedio es una suerte de mortificación ante la cual debe
poner a prueba su voluntad. Aristides no tiene ante sí más que
un obstáculo: la posible debilidad de su voluntad. El ignora por
completo la lucha que los ascetas cristianos deberán entablar
contra su mala naturaleza esencial; él no tiene ningún obstáculo
interno, un «yo» obstinado, incapaz de reformarse. La suya es
simplemente la necesidad de modelarse a sí mismo hasta lograr
una concordancia perfecta con los mandatos que le son prescri-
tos. Cada una de esas pruebas es para él una práctica constituti-
va de su subjetividad. Aristides busca darse una forma de ser, ser
de un cierto modo mediante una disciplina, encarnar como su-
jeto el discurso verdadero de Dios mediante una práctica y un
ejercicio de sí sobre sí mismo.
Entre esos tratamientos revelados a Aristides es preciso des-
tacar los baños. En efecto, la hidroterapia tuvo un papel funda-
mental en su restablecimiento. Conviene sin embargo, resaltar
entre ellos dos modalidades: los baños medicinales propiamen-
te dichos, realizados usualmente en termas y los baños de carác-
ter excepcional como los realizados en pozos helados,70 en ríos
caudalosos o en el mar. Entre los primeros, el Dios le advertía
aquellos momentos en los que un baño medicinal era aconseja-
ble o por el contrario el momento en que era mejor abstenerse.
Desde la medicina hipocrática el rol del agua y sus efectos cura-
tivos eran muy apreciados y aún la medicina romana ponía el
acento fuertemente en los baños fríos y en la inmersión del en-
184
fermo en cualquier fuente de agua fría, sea artificial o en el mar.71
En la cultura griega la abstención del baño era también un acto
terapéutico denotado por el término ¹ ¢lous…a, alousía, «sucie-
dad», y tenía como propósito restaurar el balance entre los dife-
rentes humores corporales, pero por razones culturales entre los
griegos era más inusual y por ello resulta sorprendente que As-
clepio haya hecho persistir esa prohibición sobre el orador cinco
años, durante los cuales este dejó de tomar un solo baño.
Sin embargo, lo mismo que sucede con otros tratamientos,
esos baños medicinales coexisten con actos excesivos y doloro-
sos que nuestro orador llama «baños divinos». Asclepio le pres-
cribe en ocasiones los baños más extravagantes, sobre todo en
invierno. En el momento en que aun residía en Esmirna, Aristi-
des relata que le fue ordenado que bajara al río que fluía delante
de la ciudad y se bañara: «Hacía un terrible viento norte y un frío
glacial, los guijarros estaban de tal modo adheridos unos a otros
por el hielo que parecían una superficie cristalina continua...».
Cuando corrió entre la gente el rumor (probablemente difundi-
do por el mismo orador) de la extraordinaria prescripción del
Dios, un grupo de amigos y médicos, y una multitud de curiosos,
decidió acompañar al bañista; un médico llamado Heracleo asis-
tió también pero esperando el momento en que aparecieran las
convulsiones a las que sin duda ese baño conduciría. Aristides,
«lleno de ardor por la visión del Dios» se lanzó al agua sin vacila-
ción «y como si se tratara de una piscina llena de agua templada
pasó un rato mojándose y nadando». Un gran clamor se produjo
entre los presentes, acompañado de la expresión repetida con
frecuencia: «¡Grande es Asclepio!». Cuando abandonó el agua,
la piel de Aristides tenía un color rosado y sentía el cuerpo ligero
y una sensación de bienestar se prolongó todo el día y toda la
noche, resintiendo «un calor sin variaciones, ininterrumpido, que
difundía igual sensación de vigor por todo el cuerpo y durante
todo el tiempo».72 Seguramente ningún médico humano, aun si
fuese tan riguroso como Galeno, habría prescrito semejantes
baños fríos a un hombre debilitado como Aristides.
Pero ordenados por Asclepio eran pruebas impuestas a la
voluntad y solo en tanto que mortificaciones permitían superar
lo que para nuestro orador era un dilema moral. En efecto, du-
rante el imperio romano los baños estaban asociados a la moli-
cie, a la decadencia de las costumbres y por tanto eran condena-
dos por todos los moralistas. Según Artemidoro, los antiguos
185
romanos no acostumbraban bañarse habitualmente, ni conta-
ban con los medios aptos para ello, y solo recurrían al baño en
circunstancias excepcionales como el haber superado un grave
padecimiento o al volver de la guerra: «En cambio ahora, los
romanos modernos —señala críticamente— unos no consienten
comer si antes no se han bañado, otros lo hacen inmediatamen-
te después y encima repiten esa operación cuando se disponen a
cenar. De esta manera, dicha práctica se ha convertido hoy en el
símbolo de una existencia regalada».73 Aristides en su época de
sofista había hecho suya esta doctrina. En su Discurso 33, al
poner en contraste la disciplina intelectual de la oratoria y los
placeres de los baños públicos, señala que perder el tiempo en
los baños es lo opuesto a las obligaciones intelectuales respon-
sables.74 En su faceta de orador afirma que la dependencia in-
moderada del baño es tan patológica como un deseo apasiona-
do e incontrolable de joyas, y pone como ejemplo a Homero
quien, a pesar de ser hijo del río Meles «no pasó el tiempo na-
dando ociosamente». Sin embargo, su condición de enfermo le
exigía algo distinto y podía llevarlo a un dilema moral pues en
sus Discursos Sagrados expresa que encuentra placer en los ba-
ños y hasta sueña con ellos.75 Buscó una solución a este dilema y
creyó encontrarla recurriendo a la serenidad heroica de Sócra-
tes, a quien adopta como modelo: la fortaleza ética del ateniense
era tan grande que le permitía afrontar cualquier prueba física,
sea el rigor de la lujuria excesiva o el placer. Aristides pretende
igualmente adoptar una actitud moralmente impasible, distante
de la condena, del oprobio o del gozo, porque los baños son en
realidad la superación de una de las pruebas más duras a las que
su salvador lo somete. De este modo, Aristides hizo de los baños
una instancia, una vez más teatral, de su transformación espiri-
tual.

La subjetividad de Aristides

Es en este contexto exaltado, emotivo y febril en el que Aris-


tides se busca a sí mismo y explora su propia identidad, como
enfermo y como creyente. En efecto, a diferencia de los devotos
razonables, él tomó la decisión consciente de obedecer a todo
aquello que se le revelaba en sus sueños: «Reflexionando sobre
todo esto tomé la decisión de ponerme a disposición del Dios,
186
como si fuera un médico y hacer en silencio cuanto me ordena-
se».76 Ciertamente la mayoría de los devotos aceptaban los re-
medios del dios sanador no solo con resignación sino incluso
con cierto placer interno, pero Aristides iba mucho más lejos.
Para él, todos los sueños parecen atravesar la puerta de cuerno e
ignora la puerta de marfil, esto es, los sueños que no se reali-
zan.77 Este aceptaba sin discriminación alguna todo lo que las
visiones le ordenaban, aun aquellas que parecían más extrava-
gantes, que preocupaban y hasta asustaban a médicos y amigos
por considerarlas desacertadas y contraproducentes. El médico
personal de Aristides, Teódoto, supervisaba las curaciones pres-
critas y asistía a los actos más paradójicos aceptando las indica-
ciones más absurdas y chocantes respecto a su propio saber, pero
lo hacía porque a la vez él mismo era un creyente de Asclepio,
conocía la mentalidad del orador y la imposibilidad de impedir
que este cumpliera con lo que creía que le había sido ordenado.
Aristides se obligaba a realizarlo todo, nada lo arredraba, su fe
bastaba para suprimir toda cautela y para apartar de sí cual-
quier vacilación basada en el sentido común o en el saber médi-
co disponible. Aristides sabía que Asclepio detestaba a los titu-
beantes y a los remisos en cumplir sus órdenes: se decía que el
dios no curaba a los cobardes, lo que llevaba a nuestro orador a
realizar hazañas que habrían podido acabar con el atleta más
consumado. Aquellos mismos remedios prescritos por la ciencia
humana que le resultaban inocuos o incluso perjudiciales, bajo
el mandato del dios le aportaban salud, vigor, bienestar y alivio
físico y moral. Seguramente en ese estado emocional se movili-
zaban en el paciente recursos psicosomáticos insospechados.78
Ahí donde nosotros tendemos a ver la fuerza psíquica que im-
pulsa la fe y la imaginación, Aristides encontraba la interven-
ción divina: «¿Qué signo mayor del poder de dios puede haber?».79
Para él, cumplir una prescripción del dios era como entregarse a
una liturgia, pues era un devoto incondicional. Estaba seguro
que hay algo que la credulidad humana puede ignorar, pero que
él conoce y por ello se volvía desafiante ante los incrédulos: «Aquel
que quiera creer, que crea; y para aquel que se niega a hacerlo
que se vaya enhorabuena (es decir, al diablo)».80
Esta entrega incondicional involucraba algo más que la sim-
ple obediencia. En efecto, mediante la vía de la enfermedad, Aris-
tides ha obtenido una comunicación continua y personal con el
Dios, quien le ha elegido. Si no rehúsa hacer nada, por absurdo
187
que parezca, es porque cada orden y su cumplimiento le reafir-
ma la presencia del dios y es un punto de escape hacia lo tras-
cendente, el acceso a un orden superior del ser. De ahí en adelan-
te, siempre que tenga un problema en la vida, Aristides pregun-
tará al dios y ya no hará nada, importante o no, sin la aprobación
de Asclepio: «pues todo es pura insensatez en comparación con
la obediencia a dios».81 Con ello, ha transformado la enferme-
dad convirtiéndola, de una carga insoportable, en una oportuni-
dad de «hacerse verdadero» en el sentido de ajustar su existen-
cia a una forma más acorde con su proyecto de sí.82 Aristides
encuentra un alivio al gobernar su propia vida guiado por el dios,
en ser el artífice de la belleza de su existencia.
Es por eso que creemos que estas disciplinas impuestas a sí
mismo pueden ser llamadas «ejercicios espirituales». Este tér-
mino puede sorprender porque Aristides no es un filósofo y tam-
poco es un asceta cristiano, pero lo creemos correcto porque él
vive las prescripciones divinas como directrices en la orienta-
ción de su vida. El término de «ejercicio espiritual» lo extraemos
por supuesto de P. Hadot.83 Entendemos por «ejercicio espiri-
tual» el esfuerzo de modelación que el individuo ejerce sobre sí
mismo para adecuarse a una regla, para constituirse a sí mismo
en referencia a un objetivo, a un propósito, para alterar y modi-
ficar una parte de sí mismo que le permita alcanzar, o aproxi-
marse a un ideal. El ejercicio espiritual es el medio por el cual el
individuo se impone una transformación, de su cuerpo y de su
voluntad para lograr un ideal de conducta. Y esto es justamente
lo que Aristides ha hecho en su entrega absoluta, en su adopción
de la obediencia como modelo de vida. Su vida tiene sentido
porque él ha elegido al dios y el dios le ha elegido a él, y todos sus
sufrimientos son también una aproximación a ese ideal que ha
aceptado. Es verdad que Aristides no es un filósofo sino un en-
fermo y por ende los Discursos Sagrados carecen de la grandeza
moral que tienen por ejemplo las Meditaciones de Marco Aure-
lio, un escrito realizado aproximadamente en la misma época.
Pero a su manera él vive su enfermedad como una ascesis, como
un itinerario hacia una cierta modelación de sí. Seguramente
Aristides no ignoraba la existencia de esas «prácticas de sí», fre-
cuentes en la filosofía de su tiempo, pero él les agrega el compo-
nente de su incapacidad física, es decir, los transforma en una
«prueba moral». No es entonces casual que pueda decirse que
vive su tratamiento como una penitencia, al modo que lo harán
188
más tarde los ascetas cristianos. Pero a diferencia de estos, él no
reacciona ante ciertos dogmas impuestos desde fuera; él es el
mismo que interpreta y el que sufre, pero igual se constituye y
dialoga consigo mismo, se impone un cierto régimen a través
del cuerpo, se culpa, se castiga, se reforma, se fortalece, se redi-
me.
El término «espiritual» aplicado a estos ejercicios busca su-
brayar que no se trata únicamente de una suerte de modifica-
ción «mental», puramente psicológica, sino que involucra todo
el ser del orador, tanto de su psiquismo como de su cuerpo. Y en
efecto, se ha subrayado muchas veces el lugar privilegiado que
ocupa el cuerpo en los Discursos sagrados.84 Es natural porque,
¿quién estando enfermo no ha interrogado a su cuerpo? La en-
fermedad provoca una cierta disociación entre el sufriente y su
cuerpo que hasta cierto punto justifica el recurso a los sueños
porque estos parecen permitir una interrogación al cuerpo que
es imposible en la vigilia. Esta interrogación no cesa nunca por-
que de cualquier modo el cuerpo se oculta tras su silencio. Por
eso el cuerpo de nuestro orador es un protagonista permanente
de esta historia onírica. Una parte del rechazo que los Discursos
Sagrados ha sufrido se debe a que Aristides no vacila en mostrar
y exponer sus vicisitudes fisiológicas más íntimas y en hacer y
decir cosas corporales y físicas sin ningún recato. Pero además
de que la noción moderna de «recato» no coincide con la per-
cepción pagana del cuerpo, lo cierto es que habría que entender
que, lo mismo que otros muchos ascetas, el orador hace del cuer-
po enfermo la mostración de dios. En consecuencia, el cuerpo
de Aristides ocupa un lugar singular en sus sueños porque es
simultáneamente un lugar de interrogación de sí y un lugar de
verificación de la presencia divina: es en el cuerpo donde conflu-
yen lo divino y lo humano. Aristides vive cada uno de sus trata-
mientos como una prueba y como una afirmación: lo hace en
privado, pero también lo hace en público mediante la teatraliza-
ción de su curación.85 Y es justamente por esta unidad física y
psíquica que los ejercicios espirituales son constitutivos de la
conciencia que Aristides tiene de sí mismo y de su lugar en el
mundo: es un «yo» que es conciencia de sí y conciencia de su
cuerpo. En breve, Aristides ha ordenado su personalidad toda,
auto-identificándose a un ideal, pero esa transformación de sí
que se ha impuesto le obliga a una vigilancia continua de su
voluntad y a un trabajo permanente sobre su cuerpo. A través de
189
los mandatos de Asclepio, nuestro orador mantiene un diálogo
consigo mismo. Para él la enfermedad es una afirmación de sí,
de su identidad, de conocimiento de sí y de reconocimiento de
los otros.
Sin embargo, conviene dejar clara la singularidad de esta
«experiencia del yo»: Aristides está tan lejos del «yo» del ascetis-
mo cristiano como del «yo» interiorizado de la modernidad.
Respecto al primero, porque para Aristides la verdad a la que el
«yo» aspira no proviene de una ley externa, de una norma de
conducta que le sea impuesta o revelada; su relación con la divi-
nidad no corresponde a ello. Nuestro orador tampoco reconoce
un «yo» cuya naturaleza fuera inmediatamente rebelde ante la
ley; él no vive bajo el peso de una mácula original. Aristides no
parece luchar con su naturaleza y tampoco vive su relación con
las normas bajo la forma de la culpa. Nuestro orador se propone
más bien una concordancia entre ciertos principios de acción y
de auto-conocimiento que debe hacer suyos mediante una prác-
tica de sí, modelándose a sí mismo hasta alcanzar, mediante esta
disciplina, una imagen que ha decidido perseguir, cuya realiza-
ción es su propia verdad. Aristides no busca dar forma objetiva a
una ley que le ha sido dada sino que busca la concordancia de su
voluntad con un ideal de sí mismo que se ha propuesto alcan-
zar.86
Aristides tampoco es el «yo» de la interioridad moderna. Él
no se encuentra a sí mismo en sus sueños; en estos no hay nin-
gún interior secreto donde se ocultaría una verdad inaccesible a
los demás en la que reside su verdadera autenticidad.87 En parti-
cular, nuestro orador no busca en sus sueños ninguna sexuali-
dad pulsional profunda. De hecho, no hay ninguna mención re-
levante acerca de su vida sexual, incluso en un sentido tan ele-
mental como revelar si tenía esposa e hijos. En sus sueños, no
hay esa ansiosa búsqueda de sí mismo en las profundidades de
sí mismo. Naturalmente, nuestro orador tiene un fuero interno,
un «yo», pero cuando penetra en este no está solo consigo mis-
mo sino que se encuentra un Otro que le sirve de guía. Epicteto,
el filósofo estoico lo había expresado así pocos años antes: «Así
que cuando cerréis la puerta y hagáis la oscuridad dentro, acor-
daos de no decir nunca que os encontráis solos, porque no lo
estáis, sino que la divinidad está dentro y vuestro daimon tam-
bién».88 Interrogar al «yo» antiguo es encontrar una relación de
sí a sí que no pasa por una interioridad inefable:89 «En el mundo
190
agonístico griego y romano el individuo se busca y se encuentra
en el Otro... sin necesidad de interiorización: él se mira desde el
exterior. Su conciencia de sí no es reflexiva; ella no es el replie-
gue sobre sí mismo, la elaboración de un mundo íntimo comple-
jo y secreto».90 Aristides ejemplifica la manera en que la cultura
helenística y romana planteaba la «preocupación de sí»: como
un arte autónomo que se reflejaba en la existencia entera. Su
conciencia de sí, su «yo», es el resultado de las prácticas con las
que desea gobernar su conducta y que se impone, como enfer-
mo y como orador. Él se auto-comprende como materia a mode-
lar, como la subjetivación de principios valiosos en este mundo,
que debe alcanzar mediante una cierta transformación de sí
mismo. Lo que lo hace ser el hombre que quiere ser es una ade-
cuación de su cuerpo y de su voluntad con determinados princi-
pios de la existencia social. Desde luego, tiene una conciencia de
sí, pero como un resultado, como la aprehensión de un «ello»,
de una dirección externa, no es simplemente un «yo». Aristides
en una «forma sujeto» particular, y distante de la nuestra.91
Lo que hace tan atractivo a Aristides hoy es esa «preocupa-
ción de sí» y lo que lo hace tan lejano es que esa elaboración de
sí se lleva a cabo en la absoluta dependencia del dios salutífero.
Pero también nos es lejano por su concepción de la divinidad.
Con los filósofos estoicos de su tiempo, el orador comparte la
idea de la presencia de dios en todas las cosas, pero a diferencia
de ellos, para él la Providencia no es una Razón inmanente que
se manifiesta en todas las leyes del mundo, sino más bien una
actividad tutelar manifiesta bajo la forma de oráculos y preven-
ciones que le han permitido enfrentar el presente y hasta evadir
el futuro que le estaba previsto. Sus sueños tienen un carácter
iatromántico, pero no son revelaciones irrevocables sino salvífi-
cas. Aristides ha convertido al dios en una suerte de guía espiri-
tual, en un dios tutelar, en lo que se ha llamado una «religión
personal».92 Aristides no parece sorprendido al saber que su pre-
caria salud es objeto de constantes preocupaciones divinas. Para
nuestra concepción hay en ello algo impertinente y arrogante.93
Aristides en cambio está convencido que esa relación privilegia-
da lo hace excepcional y por ello acepta sin ningún remordi-
miento que otros mueran en su lugar. De aquí proviene su mal
prestigio como un individuo vanidoso e insolente. Y es verdad
que resulta imposible encontrar cualquier sentido de benevolen-
cia o de caridad en ciertas plegarias que dirige a Asclepio: «¡Oh
191
Señor!, si es verdad que sobrepaso con mucho a todos los orado-
res, concédeme salud y puedan mis enemigos morir de envidia».94
Sin pretender deducir la psicología del individuo Aristides, de-
seamos resaltar que esta exagerada «ética del cuidado de sí» pro-
viene de su situación de enfermo crónico y de la religiosidad
propia de su clase social y de su tiempo histórico.
Sin la intercesión de los sueños esta pretendida unidad con
la voluntad divina sería imposible. Los sueños, que en Aristides
no remiten a ninguna clave interior, cumplen pues dos funcio-
nes: primero, la experiencia onírica parece permitirle la ilusión
de que ingresa en otro orden de realidad debido a la suspensión
de los mecanismos conscientes de la vigilia; segundo, los sueños
no hacen más que poner a salvo ese orden de realidad de cual-
quier forma de crítica racional. La experiencia onírica es la pie-
za clave para anudar esa relación del orador con la divinidad, lo
mismo que su relación con el resto de sus contemporáneos. En-
fermo, soñador y religioso: es en la intersección de estos tres
dominios donde nuestro orador se interroga, se problematiza
(es decir, acepta algo verdadero para sí y rechaza algo inadecua-
do a sí), donde elabora su propia identidad, su subjetividad visi-
ble.95
No obstante, esta utilización de la divinidad con fines egoís-
tas y mundanos ha hecho dudar a algunos acerca de la religiosi-
dad del orador: ¿Es Aristides solo un histérico96 en busca de auxi-
lio? Si ser religioso es cumplir con una serie de prácticas rituales
regulares, entonces no es religioso, pero si ser religioso es man-
tener inquebrantable la fidelidad al Dios y hasta compartir con
este toda la existencia, entonces Aristides es un hombre religio-
so. En sus obras conservadas, él muestra un respeto absoluto a
las prácticas tradicionales y un apego a los dioses, similar al de
muchos contemporáneos suyos como Epicteto o Plutarco. En lo
que él mismo llama sus «himnos en prosa» se muestra honda-
mente creyente en las alabanzas dirigidas a los dioses (o al Dios
porque usa indistintamente el plural y el singular, lo que ha lle-
vado a creer que se inclinaba de manera incipiente por el mono-
teísmo). Por el contrario, Aristides no tolera las expresiones de
los poetas que, como Homero, hacen padecer a los dioses de
todas las pasiones humanas, convirtiéndolos en seres vengati-
vos ante otros dioses y capaces de hacer sufrir a los hombres.
Aristides prefiere un Dios productor de todo cuanto existe y pro-
ductor de sí mismo, una sustancia que lo baña todo, a la manera
192
del Logos, lÒgoj estoico, que él llama «Zeus».97 Está convencido
de que es únicamente por delegación de Zeus que los dioses
menores como Asclepio ejercen su acción para el beneficio del
género humano: este solo pueden curar a aquellos que Zeus quiere
se sean salvados. No hay pues razones para dudar de la sinceri-
dad de la fe de Aristides.
Nos hemos detenido en el tema de la religiosidad con el fin
de redondear el carácter de los Discursos Sagrados. Ciertamente,
se trata de una aretología genuina, un himno desmesurado a
Dios, pero también contiene una serie de evidencias tendientes a
demostrar que existe una relación directa entre su autor y la
divinidad, lo que lo convierte en un ser humano de excepción.
Mediante una entrega total a Dios, el orador aceptó dejar atrás
un «yo» anterior y renovarse mediante una práctica espiritual a
cambio de la cual recibió un restablecimiento relativo y la pro-
longación de su vida. La obra es pues un sumario de la experien-
cia sufriente, onírica y divina a la vez. Por eso la aretalogía se
deslizó hacia una suerte de auto-biografía, pero solo en la medi-
da en que esa experiencia fue el espacio de elaboración de sí. Los
Discursos Sagrados son una «escritura del yo» antigua y pagana,
pero enraizada en el contexto onírico y religioso del culto a As-
clepio Soter, razón por la cual tienen simultáneamente una di-
mensión salvífica y testimonial, inseparables una de la otra.

Experiencia onírica, retórica y religiosidad

Hasta ahora hemos seguido a Aristides, el enfermo, en su


relación con Asclepio; pero él no era solo un enfermo, sino un
orador enfermo y es en torno al arte retórico ejercido en el espa-
cio público donde continúa elaborando su propia imagen, su
diálogo consigo mismo y su diálogo con los demás.
Recordemos que la enfermedad había truncado su carrera
como orador y puesto en peligro su vida. Aristides había pedido
auxilio al Dios, en primer lugar para preservar su existencia.
Logrado esto, llegó el momento en que Asclepio le otorgó el per-
miso de reanudar su carrera como sofista. Para Aristides este
fue el momento cumbre pues era justamente el arte oratorio el
que daba sentido a su existencia. A partir de ese momento, ade-
más de ocuparse de su salud, el Dios intervino en el perfecciona-
miento de su arte y en los notables éxitos que habría de alcanzar.
193
La participación de Asclepio no era casual: quizá como un lega-
do de su padre Apolo, Asclepio fue siempre considerado como el
protector de los hombres de letras. Aristides no era el único le-
trado al que tenía bajo su protección: lo mismo sucedió con los
sofistas Polemón de Laodicea, Hermócrates de Focea y Antíoco
de Egas,98 quienes aparecen mencionados por Filóstrato o bien
aparecen en inscripciones votivas. Tampoco era del todo sorpren-
dente que el Dios extendiera sus beneficios más allá de la salud
física: hacia el siglo II las divinidades salutíferas solían ocuparse
lo mismo del aspecto físico que del estado espiritual de su cre-
yentes.99 Galeno relata que, en un cierto número de casos, Ascle-
pio prescribía escribir odas, componer farsas cómicas o cuen-
tos, porque durante la composición el movimiento interno de
las pasiones, haciéndose más o menos vehemente, contribuía a
modificar la temperatura del cuerpo enfermo.
Nuevamente, la intromisión del Dios en la vida de Aristides
tenía como vehículo los sueños y las revelaciones. Aunque algu-
nas epifanías parecen tener lugar en el incierto estado entre sue-
ño y vigilia, en el plano retórico el orador apreciaba más la ayu-
da nocturna: «Oí muchas cosas (durante el sueño) que supera-
ban en pureza de estilo y brillantez a muchos modelos, y me
parecía que yo mismo decía cosas superiores a lo que era mi
costumbre y que nunca había pensado».100 Además de la cali-
dad, la producción que el Dios alentaba era muy variada: poe-
mas, invocaciones, panegíricos o incluso cantos corales. La ayu-
da divina se entendía hasta a aquellos géneros en los que Aristi-
des no tenía ninguna experiencia, como la poesía lírica: «Tuve
un sueño indicándome que debía hacer un peán en honor al
Dios y me indicaba al mismo tiempo el comienzo que era más o
menos así. «Celebraré un peán, Señor de las Liras...».101 El Dios
indicaba al orador los temas a declamar, las ocasiones en las que
debía presentarse en público, los modelos que debía estudiar
para inspirarse y hasta le proveía en sueños de auditorios imagi-
narios a los que la fama del joven orador aún no podía aspirar,
como una sala colmada de emperadores romanos. En sus Dis-
cursos Sagrados cita al menos dos declamaciones que figuran
entre sus obras conservadas y que fueron soñadas antes de ser
escritas. En ambos casos, los exordios hacen referencia a los
sueños de los que provienen: «¡Que el sueño se haga realidad! Y
tú, señora Atenea, concédeme otra fortuna y gracia, asísteme en
el presente discurso y debidamente haz realidad lo que soñé, tal
194
como se reveló con claridad durante la noche...».102 «Asclepio, tú
que nos enviaste el sueño, sé ahora nuestro guía. ¡Dionisio, en
cuyo honor debemos bailar, guíanos tú también!».103 El tema de
la inspiración divina es omnipresente en nuestro orador: ciertos
discursos contienen invocaciones o se presentan como exvotos,
otros contienen alusiones a la asistencia material e intelectual
de Asclepio o bien de otros dioses, y en algunos más Aristides se
refiere a la dimensión religiosa de la elocuencia.
La entrega de Aristides como orador también fue total. Es
porque en este contexto de completa obediencia, su subjetivi-
dad, el «yo» de Aristides será pensado, descrito, experimentado,
para alcanzar la clase de hombre que se propone: un sofista de
excelencia. Para comprender este proyecto de sí conviene dete-
nernos en la cuestión ¿Qué era un sofista en la antigüedad tar-
día? En ese momento, el término sofista, Ð sofist»j, parecía
reservado a aquellos que enseñaban retórica y que seguían una
carrera de exposiciones públicas, aunque su aplicación era fluc-
tuante y un tanto errática: por ejemplo, no tenía una delimita-
ción clara respecto a rétor, porque ambas podían significar «ora-
dor», «orador profesional» o «profesor de retórica». El término
podía también fluctuar en su valoración social: podía ser em-
pleado de manera elogiosa (como sucede en algunas inscripcio-
nes con valor de término honorífico) o bien ser empleado de
forma peyorativa (como en Platón). Por lo demás, Aristides per-
tenece a la llamada «segunda sofística», un período que caracte-
riza la actividad literaria griega durante el período romano (60
a.C. - 230 d.C.). La llamada «segunda sofística» no era un movi-
miento de individuos conscientes de un mismo propósito, sino
un término moderno que agrupa una multitud de literatos indi-
viduales unidos por el estado de espíritu de la época, por una
serie de instituciones educativas e intelectuales y por un conjun-
to de intereses personales compartidos.104 Para diferenciar a este
grupo de la sofística antigua, de la época de Demóstenes, se
emplearon diferentes términos: «sofistas recientes» (Luciano),
«nuevos sofistas» (Menandro el rétor), «sofistas contemporáneos»
(Hermógenes), pero el término que obtuvo un mayor consenso
fue el empleado por Filóstrato: «segunda sofística». El movimien-
to tuvo un gran alcance y floreció en ciudades griegas como Ate-
nas, Pérgamo, Esmirna o Éfeso, se extendió a otras ciudades de
Asia Menor como Mileto, Laodicea o Tarso, alcanzó ciudades
egipcias y fenicias, y llegó hasta al occidente latino en ciudades
195
como Rávena o Arles.
Lo decisivo del término «segunda sofística» es que designa
un momento en que la declamación, ¹ melšth, la exposición pú-
blica, se convirtió en la actividad cultural más importante del
mundo griego: una suerte de «edad de oro» para el arte de la
palabra pronunciada. En ningún otro momento de la historia de
occidente se han pronunciado tantos discursos en público y ra-
ramente la palabra viva ha sido honrada a tal extremo. Natural-
mente, esta popularidad condujo a resultados contrapuestos: por
una parte se desató un torrente de elocuencia tal que comenta-
ristas importantes consideran una gran fortuna para nosotros
que se haya perdido casi en su totalidad.105 Pero esos excesos no
deben ocultar que su valoración tenía fundamentos sólidos: la
palabra hablada era una fuente de poder y por tanto la retórica
era un instrumento imprescindible de la vida política y social.
Las declamaciones hacían resaltar una serie de valores respeta-
dos socialmente en torno al comportamiento moral o religioso,
a los valores de la clase gobernante o los méritos de cada ciudad:
aquel individuo que era capaz de reanimar y enaltecer esos valo-
res ejercía una influencia muy considerable. Los mismos empe-
radores romanos requerían de esa habilidad para expresarse en
público y no solo aprendían retórica, sino que tomaban medidas
para proteger ese arte, fundando escuelas en Grecia o bien exen-
tando a los sofistas profesionales de algunas obligaciones cívi-
cas. Quizá un buen índice de esta importancia se encuentra en
las palabras que un orador, Frontón, le dirige a su alumno Vero,
el emperador Marco Aurelio donde afirma que le elocuencia
implica no solo poder sino también discurso porque el mando se
ejerce a través de las órdenes y la prohibición: «la elocuencia
infunde el miedo, logra el amor, hace resurgir la actividad, apa-
ga el atrevimiento, anima la virtud, recrimina los vicios, persua-
de, da dulzura, enseña y da consuelo».106 Como consecuencia de
este poder, los sofistas ejercían un profundo impacto político y
social: en la polis y en la región concernida ocupaban magistra-
turas (precepto, gran sacerdote, responsable del orden)107 y lle-
gaban a recibir como pago fortunas considerables por parte de
los emperadores, fortunas que les permitían hacer costosas do-
naciones a sus ciudades, el llamado «evergetismo». Además, des-
de el punto de vista político, los sofistas tenían gran importancia
porque representaban la fuerza y la vitalidad de la cultura griega
como guardianes y representantes de lo que restaba de la identi-
196
dad helénica: aprovechaban toda ocasión para revivir ese pasa-
do glorioso y encarnaban la continuidad de la comunidad helé-
nica. De este modo, la segunda sofística ocupó un papel impor-
tante en el equilibrio entre griegos y romanos en el seno de la
dominación política de Roma, una estabilidad que, desde la pers-
pectiva griega, no podía descansar más que en los valores de la
cultura y la lengua.
Entre los nombres de los sofistas contenidos en el libro de
Filóstrato, Aristides es un caso excepcional por el volumen de su
obra conservada: más de 40 Oraciones, aunque solo una parte
de ellas son propiamente declamaciones. Sus exposiciones pú-
blicas obedecían a la clasificación retórica tradicional: o bien
eran deliberativas es decir recreaban una situación histórica,
antigua y reciente, aunque no siempre fuera real; o bien eran
forénsicas, esto es contenían diversos casos individuales que in-
volucraban tiranos, piratas o individuos comunes (como el caso
del adúltero desenmascarado); o bien finalmente podían ser epi-
deícticas, esto es panegíricos destinados a conmemorar una ciu-
dad, inaugurar un edificio, exaltar una deidad o bien honrar a
un difunto. Las exhibiciones de Aristides implicaban un alto grado
de maestría que podía llegar al virtuosismo. Eran realizadas con
un brío excepcional al punto de alcanzar, por momentos, la pa-
radoja y la excentricidad. Es porque estaban destinadas a con-
mover a su auditorio, y lo lograban. Tal grado de virtuosismo
descansaba a su vez sobre un encarnizado trabajo que el orador
debía realizar sobre sí mismo, y en esto Aristides es también un
caso ejemplar. Aún en los períodos más críticos de su enferme-
dad recuerda su extraordinario esfuerzo en lo que concierne al
estudio de los clásicos y en tratar de alcanzar la mayor pureza
ática de la lengua. El sofista antiguo era una estrella del escena-
rio que resultaba de una profunda elaboración de sí. No es pues
extraño que, para Aristides, la oratoria signifique un extenso pro-
grama intelectual y moral: su práctica estaba ligada a la pose-
sión de las virtudes cardinales de la cultura clásica griega: sabi-
duría, justicia, valor y templanza. Como ideal de virtud, solo te-
nía equivalente en la filosofía pero, según él, la oratoria supera a
esta con mucho porque la palabra pronunciada era la condición
esencial de la existencia de toda comunidad humana. Según
nuestro orador, la única persona que puede reclamar el título de
«el mejor orador» es el «mejor hombre».108
El arte de la producción oratoria estaba compuesto de diver-
197
sos momentos y Asclepio asistía a Aristides en todos ellos: me-
diante los sueños lo impulsaba a escribir, lo exhortaba a frecuen-
tar a los autores clásicos, le imponía ejercicios de memoria y lo
animaba cuando las fuerzas decaían, prometiéndole éxitos futu-
ros. Su habilidad oratoria era esa parte de sí mismo («la sustan-
cia ética» la llama Foucault), en la que deseaba concentrar su
atención, la que intentaba reforzar y hacer reinar en él. Acerqué-
monos un poco a ello. Usualmente, los oradores iniciaban su
trabajo con la elección de un tema. Para aquellos que no conta-
ban con la ayuda de Dios, ello requería un esfuerzo de concen-
tración mental, pues sus recursos principales estaban alojados
en su memoria. Era la parte más creativa y la más compleja, por
eso no era infrecuente que la inspiración no llegara o desfalle-
ciera. Algunos autores antiguos han sido descritos en esos mo-
mentos de angustiosa búsqueda.109 Aristides en cambio puede
referirse a ello mediante las «inspiraciones nocturnas» que As-
clepio le sugería presentándose él mismo o bien mediante un
intermediario. Los sueños eran un momento de inspiración. El
segundo paso en la composición del discurso consistía en la or-
ganización mental de esa materia prima, en su estructuración
completa en la memoria del orador antes que el discurso fuera
pronunciado o escrito. Aquí también se revelaba el Dios tutelar.
En una ocasión, Aristides relata que Asclepio le impulsó a decla-
mar en la ciudad de Cícico,110 para lo cual debió hacer un viaje
de unos 400 estadios, en condiciones muy penosas. «Con asis-
tencia de Dios», dice Aristides, «compuse durante el trayecto,
corrigiendo una y mil veces las ideas que iba elaborando».111
Aunque antes de declamar el orador tenía en la mente la estruc-
tura general de su discurso, se veía obligado a ajustarla de acuer-
do con las circunstancias que se presentaban en el momento de
la declamación. Aristides señala que él no era especialmente apto
para esta clase de improvisación, por ello Asclepio lo asistía en
este punto débil; nuestro orador lo relata de este modo: «Así yo,
hasta tal punto llego a creer que soy objeto del cuidado del Otro,
que no sé de qué manera improviso y, en verdad, si no lo hago
completamente al declamar, si al menos lo hice cuando escri-
bía...».112 Ante esta evidencia, ¿cómo separar entonces la identi-
dad del orador de la del creyente?
El auxilio de Asclepio en la vida de Aristides se había inicia-
do durante su estancia en Pérgamo. Aún esta época de reclusión
forzada en el santuario había sido importante para su forma-
198
ción como orador: en el santuario se encontró rodeado de pa-
cientes como él, con profundos intereses literarios.113 En efecto,
el santuario de Pérgamo no era solo un lugar iatromántico sino
uno de los centros de cultura más importantes de su época. Ade-
más del público permanente de aristócratas cultivados que se
retiraban ahí por temporadas buscando descanso y alivio a sus
dolores, el teatro de Pérgamo era un lugar de pasaje para impor-
tantes sofistas y filósofos en sus giras artísticas. En este mundo
selecto, los pacientes se revelaban mutuamente sus sueños y vi-
siones, se sugerían pautas de interpretación para estos, pero tam-
bién se mostraban unos a otros lo que habían escrito, se apoya-
ban en estos intentos literarios y se halagaban mutuamente. Todo
este contexto contribuyó a modelar la relación del orador con su
entorno social, aunque algunos de los incubantes, mayores de
edad que él, como L. Sedalios Theoticos o Q. Tulius Máximus de
Libia, también jugaron un papel especialmente relevante en su
mejoría espiritual. Si Aristides no salió curado del santuario al
menos vio restablecida su auto-confianza como orador median-
te la atención permanente de sus amigos. De esta época provie-
nen los sueños que le dieron la voluntad permanente por mos-
trarse ante todos como el elegido del dios y la convicción de
superioridad que ello le otorgaba. En sus sueños nuestro orador
lograba grandes cosas, por ejemplo dialogaba con Demóstenes,
o era alentado por Asclepio para componer los discursos al modo
de Sócrates, Demóstenes y Tucídides.114 Pero podía hasta llegar
al sueño delirante en el cual, después de haber sido declarado
«invencible en la retórica» encontró que compartía el monumento
fúnebre con el mismo Alejandro Magno.115 Cada ensueño refor-
zaba la imagen de sí mismo que se había propuesto alcanzar y
con ello la excepcionalidad que remodelaba su relación con los
demás en el espacio público de su identidad como orador. En
Pérgamo su subjetividad, su «yo» debió crearse en una tensión
profunda entre la necesidad de restablecer sus fuerzas, reani-
mar si proyecto vital que era la oratoria y su permanente incapa-
cidad física.
Los Discursos Sagrados son una mirada retrospectiva del
proceso en que alcanzó su identidad a sí mediante el reconoci-
miento de los demás. La obra no está hecha para maravillar a
sus lectores mediante su religiosidad (pues como se ha visto esta
no era extraordinaria) sino para mostrar a todos la evidencia de
la intervención divina que lo había hecho único entre los devo-
199
tos.116 Por ello conduce hasta sus actos más insignificantes: Aris-
tides quiere hacer edificantes hasta sus purgas y sus baños. El
resultado de esa «preocupación de sí» (en la que está lejos de ser
el único) es una imagen que hoy resulta chocante: él mismo se
aplica los elogios más extravagantes y pretende además que se le
reconozca como un mérito el «recato» con que lo hace: «Pues
nosotros aseguramos —lo que es hablar con mucha modestia—
que somos los únicos que, después de haber reunido en una sola
potencia todo cuanto es bueno en materia retórica, lo hemos
puesto de manifiesto con excelsitud. Así soy yo».117 Aristides to-
lera con gran placer que se le llame «el primero entre los grie-
gos». En algunos momentos reconoce que todo su genio se lo
debe a las revelaciones que Asclepio le concede, pero glorifican-
do a dios aún queda lo que le ha sido otorgado que lo eleva por
encima de los demás. Esto es suficiente para hacerlo desagrada-
ble ante nuestros ojos. Pero conviene considerar que este «cui-
dado de sí» pertenece a la vida pública y moral de su tiempo:
entre los griegos clásicos la modestia no fue nunca una virtud y
por el contrario, sus discursos morales se correspondían mejor
con una intensificación y una mayor valoración de la relación de
uno mismo a uno mismo.
Los Discursos Sagrados son una «escritura del yo», pero de
un «yo» antiguo y pagano, esto es, de una subjetividad que, afir-
mándose no puede suprimir la presencia de sus otros. Pero esta
relación es compleja. Quizá la mejor prueba de esto se encuen-
tre en la exhibición de sí mismo que hizo Aristides, género que
en la antigüedad era llamado «periautología»,118 esto es «hablar
de sí mismo», sobreentendiéndose «bien», por supuesto. Nues-
tra época otorga un gran valor a esta exploración de sí mismo y
ha elevado a rango de monumento literario algunas de estas in-
terrogaciones de sí mismo. Pero en la antigüedad esta exhibi-
ción personal era sumamente criticable y se imponían fuertes
restricciones. Un pequeño rodeo por la obra de Plutarco De cómo
alabarse sin despertar envidias, permitirá verlo.119 Ante todo hay
que recordar la importancia de la palabra pronunciada y del diá-
logo en la cultura agonística antigua: en esta, es preciso hacerse
reconocer frente a frente por los rivales en una competencia in-
cesante por la gloria: cada uno, especialmente el orador está co-
locado ante la mirada del otro y existe por esa mirada.120 Pero
esta cultura es frágil y volátil. Cualquier sospecha de que el ha-
blante se sobrevalora y con ello reduce el valor de los demás es
200
severamente condenada. A esto se refiere Plutarco cuando ad-
vierte que al hablar de uno mismo se debe observar desde la
perspectiva de los demás, con el fin de modelar hasta dónde lle-
gar en esta exposición. Ciertamente en algunos casos es indis-
pensable auto alabarse para refutar una acusación infundada,
pero aun así es un acto que debe ser rodeado de toda clase de
precauciones. No es, dice Plutarco, una cuestión de buenos mo-
dales o una forma de humildad para ganar la benevolencia del
auditorio: lo que está en juego es el resentimiento que tal osten-
tación produce, por un lado en el populacho (lo que puede poner
en riesgo los privilegios de los poderosos), pero sobre todo y aun
peor por la envidia y el odio que genera entre los aristócratas el
éxito ajeno. La ya débil coherencia que la aristocracia griega
oponía ante la dominación romana no podía sino verse más com-
prometida con ese enaltecimiento indebido de alguno de sus
miembros. La envidia de la mayoría y el odio que amenaza a
frágil armonía entre los aristócratas hace que ningún autoelogio
pueda ser considerado del todo «inofensivo».121 El auto-elogio es
la forma extrema, violenta, hacia la cual tiende la afirmación de
la singularidad individual en la antigüedad.
Aristides desafía por completo esta convención social por-
que está convencido que la obediencia, la vigilancia sobre sí y la
devoción lo han hecho un hombre diferente a los demás. Y en
cierto modo tenía razón: la enfermedad lo había puesto al borde
de la extinción y solo un enorme esfuerzo de concentración so-
bre sí mismo le había permitido primero sobrevivir y luego rea-
lizarse como orador. El enfermo y el rétor no son más que dos
aspectos en los que la presencia de Asclepio le había permitido
elaborarse una única subjetividad. Aristides solo se sabe a sí
mismo en este diálogo con su propia enfermedad y su talento de
orador. Los Discursos Sagrados son un testimonio de esa difícil
elaboración de sí de la que Elio tenía clara conciencia. Volvió a
expresar esta forma singular de auto-conciencia en cierta oca-
sión en que se le acusó de haber alabado sus propias virtudes
literarias durante una declamación, en una obra que se conser-
va: Sobre una observación de paso.122 Sostuvo en ella que el elo-
gio de sí mismo debía ser puesto en relación con la diferencia de
valor entre el individuo en cuestión y los demás: no es criticable
que un individuo se auto-elogie si objetivamente se encuentra
por encima de los otros: «Creo que es un rasgo del hombre inte-
ligente reconocer su propio valor». En Aristides, el problema del
201
autoelogio se ha convertido en el problema del auto-conocimiento
y de la expresión sincera, la parresia. El hombre de valía debe
expresarlo abiertamente pues lo único que sería criticable es que
sus auto-alabanzas no fueran justificadas, es decir que mienta
acerca de sí mismo. Pero Aristides piensa que él es su propia
obra, una obra de arte personal y por ello la fidelidad a sí mismo
cuenta más que las consecuencias sociales: la gloria y el valor
individual superan los lazos con los demás: «[...] si uno habla de
sí mismo no podría recibir justamente un reproche mientras se
mantuviese apartado de las mentiras».123
Sin embargo, también está claro que Aristides no podía de-
safiar abiertamente la cultura de su tiempo. Aristides quiere
mostrar que está en una relación privilegiada con el Dios, pero
debe hacerlo sin mantener una diferencia demasiado marcada
respecto a sus colegas humanos. Aquí intervienen de manera
decisiva los sueños como punto de contacto con la divinidad. A
través de sus sueños, puede realizar un diálogo con los demás
que, en otras condiciones sería inadmisible. En efecto, los Dis-
cursos Sagrados narran una experiencia onírica por la cual, al
ser elegido, Aristides no debe a sí mismo lo que es: su alto valor
lo obtuvo «por delegación». Los sueños le sirven de cobertura
para desligar el elogio de sí mismo, su valoración, de un funda-
mento meramente individual: él es el elegido de un Dios, privile-
gio que comparte con unos pocos seres excepcionales como Só-
crates o Demóstenes. Desde luego, a diferencia de Plutarco quien
reflexiona desde un horizonte público, en Aristides es mayor la
importancia del auto-conocimiento, pero no es ilimitada y debe
negociar dentro de ciertos límites, cubriendo de algún modo el
engrandecimiento de sí mismo ante los demás. Aristides probó
que la dimensión que importaba era él mismo y lo hizo evadien-
do en diversas ocasiones el papel que le correspondía como hom-
bre público en su ciudad y en su región. Pero los sueños le per-
miten evadir la oposición que podía enfrentar porque atenúan
su autoelogio al proyectar su excepcionalidad al terreno inacce-
sible para los demás y sumamente incierto de la experiencia oní-
rica. Aristides es la muestra de una aventura espiritual que exis-
tió en el contexto del Imperio Romano, un caso particular de la
afirmación de sí en la antigüedad, en un medio social e histórico
en que esta no es irrestricta, ni fácilmente admisible, ¿qué mejor
manera de resolver esta situación que mediante el contacto úni-
co e irrepetible de los sueños? ¿Quién es responsable de sus sue-
202
ños, él o la Gracia divina? Esta es ciertamente una pregunta que
en la antigüedad tenía una respuesta muy diferente a la nuestra.

2.2. Los sueños de una joven mártir: Perpetua

Un día de inicios de marzo del año 203, probablemente en


Cartago, un puñado de jóvenes cristianos fue entregado a las
bestias en la Arena.124 El pequeño grupo estaba compuesto en
primer lugar por una joven llamada Vibia Perpetua, otra joven
mujer llamada Felicidad y varios hombres: Secúndulo, Revoca-
to, Saturnino y Saturo.125 Los primeros cinco apresados eran
catecúmenos, cristianos recientemente convertidos que se en-
contraban en fase preparatoria a recibir el bautismo, mientras el
último de ellos Saturo, quien había sido su iniciador espiritual
en la iglesia, se había entregado voluntariamente a las autorida-
des para compartir el destino de aquellos. El arresto de estos
jóvenes se realizó en un período de relativa calma. Desde la épo-
ca de Trajano, el cristianismo era una religión ilícita, pero las
persecuciones habían sido irregulares y esporádicas. A pesar de
este asedio, hacia los inicios del siglo III la iglesia de Cristo había
conocido un florecimiento muy importante: tenía un carácter
unitario, un lenguaje común y una organización que le había
permitido resistir a las amenazas y a las herejías Gnóstica y
Montanista. En este contexto, el juicio de Perpetua y sus compa-
ñeros era una suerte de excepción debido a una situación local:
su captura obedeció probablemente a una acusación privada,
porque en el relato no se habla de detenciones masivas y otros
cristianos que participan en los sucesos acompañando a los con-
denados, se desplazan libremente durante el proceso, aparente-
mente sin ser molestados. En breve, se trata de un suceso dra-
mático pero localizado y de pequeñas dimensiones. Una circuns-
tancia provocó sin embargo que este evento adquiriera una
relevancia particular: la joven Vibia Perpetua dejó por escrito de
su propia mano —o al menos así lo quiere la tradición— la na-
rración de cuatro sueños, o visiones, ocurridas los días previos a
su martirio. El texto de Perpetua, un documento controvertido,
en caso de ser auténtico, permite una aproximación inesperada
a las condiciones materiales y el estado espiritual de una mártir
de la primera iglesia. Miremos a través de esta apertura para
examinar la experiencia que Perpetua hace de sí misma y de su
203
sacrificio a través de sus sueños y la manera en que estos permi-
ten la elaboración de una identidad cristiana hacia inicios del
siglo III.
Desde el punto de vista social el pequeño grupo de cristianos
era tan heterogéneo como la iglesia naciente. Vibia Perpetua era
una joven que pertenecía a la aristocracia local romana (hones-
tiores) y no a la masa de pobres (humiliores). Se había casado
oficialmente y merecía el título de matrona, es decir, se había
beneficiado de una buena educación: sabía leer y escribir en la-
tín y quizá conocía el griego, lo cual era un requisito indispensa-
ble si habría de ser capaz de elaborar un documento escrito. Sus
compañeros eran de rango social mucho menor: Felicidad y
Revocato eran esclavos y Saturnino, Secúndulo y Saturo, eran
también inferiores, sin que se sea posible precisar su pertenen-
cia.
Nuestro conocimiento parcial se explica por el tipo de docu-
mento que se ha preservado: la Passio sanctarum Perpetuae et
Felicitatis es un texto compuesto por tres partes, redactado por
diversas personas, tal vez tres o cuatro. La primera parte es un
prefacio agregado por un redactor desconocido; luego viene el
llamado «diario de la prisión», presuntamente redactado por
Perpetua que contiene sus sueños y visiones, seguido de una vi-
sión adicional que el escrito atribuye a Saturo, uno de sus com-
pañeros «tal como la dictó él mismo»; y finalmente la tercera
parte es un testimonio de la ejecución de todos ellos redactado
probablemente por un testigo ocular de los hechos finales. El
conjunto ha llegado hasta nosotros en manuscritos que datan
del siglo IX y alcanzan hasta el siglo XVII.126 Salvo un manuscrito
redactado en griego, todos los demás están escritos en latín. En
general se considera que la lengua original de la composición
fue el latín, aunque algún especialista estima que el «diario de
Perpetua» pudo haber sido escrito en griego.127 Existe, además,
un conjunto de manuscritos que contienen una relación abre-
viada de los hechos (apenas una cuarta parte del original) desig-
nados con el nombre de «Actas breves»; la elaboración de estos
es más tardía, no anterior al siglo V. La Passio en su versión ex-
tensa era un libro para la edificación privada y las Actas eran
textos destinados a una recitación pública ante la congregación
de los fieles en la iglesia, el día elegido para la conmemoración
de las mártires.128
La Passio Perpetuae no esconde la intención apologética de
204
su compilador anónimo quien pretende mostrar que las visiones
de los mártires son el equivalente del carisma profético y que
esas «autobiografías» son escritos inspirados, lo mismo que las
Escrituras canónicas, y por tanto son dignos de su lectura públi-
ca.129 Debido a estas características, la autenticidad del escrito
es muy difícil de verificar y es tema de debate. Existen desde
luego, quienes estiman que nada del relato proviene de Perpetua
misma y que se trata de una elaboración realizada por redacto-
res anónimos, cuyo objetivo era la edificación de los creyentes.
San Agustín mismo, quien se refiere al martirio de Perpetua en
algunos sermones,130 no estaba convencido de que Perpetua fue-
se autora de la parte que se le atribuye. En sentido inverso, un
buen número de comentaristas apoyados en varios argumentos
considera que la sección atribuida a Perpetua es original: prime-
ro, porque en las visiones de la mártir no hay un conocimiento
muy preciso de los dogmas cristianos. En ellos se encuentra una
mezcla de recuerdos paganos y reminiscencias bíblicas y su ima-
ginación onírica trabaja asociando recuerdos de la antigüedad
romana con simbolismos de la religión de Cristo.131 Luego, en el
plano formal, la prosa contenida en la sección del relator mues-
tra un escritor cultivado, que hace uso regular de las clausulas
convencionales de la escritura clásica, mientras que la prosa atri-
buida a Perpetua tiene ritmos diferentes y no sigue las preferen-
cias de aquel. Es razonable pues pensar que la sección atribuida
a la mártir no fue enmendada por el relator.132 Tal diferencia en
la calidad de la prosa hizo pensar en algún momento que el rela-
tor podría ser el mismo Tertuliano, atribución que actualmente
es rechazada por la mayoría de los especialistas. La cuestión es
de importancia porque si el texto es auténtico, Perpetua sería la
primera y única mujer cristiana conocida por escribir de su pro-
pia mano antes del siglo IV y se trataría del primer relato en
primera persona de una experiencia de mujer cristiana. Pero tam-
bién esto último es difícil de verificar. ¿Se trata de una mujer
romana que escribe? Imposible dar una respuesta definitiva, pues
en la antigüedad hubo hombres que idearon a mujeres escri-
biendo y mujeres que, escribiendo, parecen poseer el mejor esti-
lo masculino. Con todas estas precauciones en mente, vayamos
al contenido.
Conocemos pocos detalles de la causa de la detención del
pequeño grupo porque la narración de Perpetua inicia justamente
en el momento anterior a su arresto «cuando todavía nos hallá-
205
bamos entre nuestros perseguidores».133 Días después, ya inter-
nada en prisión, ella relata las duras condiciones y los terrores
de su encarcelamiento: las tinieblas del sótano en que fueron
recluidos, el calor sofocante y sobre todo la muchedumbre api-
ñada en el lugar. Pero su mayor sufrimiento le sobreviene debi-
do a que Perpetua ha sido separada de su pequeño hijo que aún
se alimenta de sus senos y separada también de su familia: su
esposo, su padre, su madre y su hermano. Como se verá más
adelante, la presencia de la familia es bastante difusa, lo mismo
que la trayectoria personal de la autora. En consecuencia, la
narración de Perpetua no es una biografía, ni sigue los modelos
grecolatinos o cristianos de la biografía: el texto solo se interesa
en sus protagonistas a partir del momento de su detención y la
prueba de fidelidad a los sacramentos que habrán de enfrentar.
El texto se limita a la experiencia que ella hace de sí misma, de
su nueva identidad creyente en relación a los principios cristia-
nos y a las visiones que los confirman. Su vida narrada se reduce
al testimonio que va a ofrecer: es testimonio de una fe, pero no
es testimonio de una vida. Sin embargo, son dos de estas cir-
cunstancias personales las que se encuentran en el origen de la
primera visión: unos días antes de su encarcelamiento, Perpetua
había tenido un encuentro muy violento con su padre, quien
intentaba disuadirla haciéndola «apostatar con sus palabras,
utilizando los argumentos que el diablo le había provisto».134 En
segundo lugar, Perpetua fue bautizada pocos días después y en
ese momento, afirma que el Espíritu Santo le dictó «que no de-
bía pedir del agua otra gracia sino la paciencia en mi carne».135
Recién bautizada y en disputa con su padre, Perpetua se distan-
cia de su ámbito familiar y social, de los lazos que habían con-
formado su existencia anterior, para ingresar a una nueva comu-
nidad espiritual que ella ha elegido. ¿En cuál de estas comunida-
des se encuentra la fidelidad de Perpetua? ¿De qué manera su
subjetividad responde a su nueva verdad como cristiana? En esta
coyuntura, se aproxima a ella su hermano136 que la interroga y le
advierte que, debido a su estatus de candidata al martirio, ella
puede solicitar una visión que le permita saber si su encarcela-
miento terminará en la libertad o en el martirio. Perpetua, sin
vacilar, expresa entonces una convicción: ella «puede hablar fa-
miliarmente con el Señor» y está segura que este le ofrecerá una
respuesta mediante una visión, «pedí, y me fue [sic] mostrado lo
siguiente».
206
Primera visión

Vi una escalera de bronce, de maravillosa grandeza que llegaba


hasta el cielo; pero era muy estrecha, de suerte que no se podía
subir más que de uno en uno. A los lados de la escalera había
clavados toda clase de instrumentos de hierro [...] espadas, lan-
zas, arpones [...] Y había debajo de la misma escalera un dragón
tendido, de extraordinaria grandeza, cuyo oficio era tender ase-
chanzas a los que intentaban subir y espantarlos para que no
subieran. Sáturo había subido antes que yo. Cuando hubo llega-
do a la punta de la escalera volteó y me dijo: Perpetua, te espero
pero ten cuidado no te muerda ese dragón. Y yo le dije
—No me hará daño, en nombre de Jesucristo.
El dragón, como si me temiera, fué [sic] sacando lentamente
la cabeza de debajo de la escalera; y yo, como si subiera un pri-
mer escalón, le pisé la cabeza. Subí y vi un jardín de extensión
inmensa, y sentado en medio un hombre de cabeza cana, vestido
de pastor, alto de talla, que estaba ordeñando sus ovejas. Muchos
miles, vestido de blanco le rodeaban. El pastor levantó la cabeza,
me miró y dijo:
—Seas bienvenida, hija.
Y me llamó, y del queso que ordeñaba me dio como un boca-
do, y yo lo recibí con las manos juntas, y me lo comí. Todos los
circunstantes dijeron: «Amén». Y al sonido de esta voz me des-
perté, masticando todavía no se qué de dulce.137

Desde el inicio hay para nosotros algo desconcertante: Per-


petua ha hecho una pregunta a Dios y ha recibido una respuesta,
bajo la forma de una visión o un sueño. Esta concepción del
sueño como respuesta divina, tan lejana a nosotros, no parece
plantear ningún problema para la mártir y su auditorio. Perpe-
tua sabe desde ahora que su futuro próximo es ascender al cielo
y que su suerte está decidida. Lo que para nosotros sería fuente
de escepticismo, en ella no plantea ninguna duda: un movimien-
to ineluctable está en marcha y nada en el mundo humano pue-
de alterarlo. Conviene pues preguntarse por esta utilización de
las visiones en la antigüedad, por la disposición del individuo
que las recibe, por el contexto en que tales sueños eran com-
prendidos.
Desde luego hay una constante: en la experiencia humana
los sueños y las visiones han sido siempre un medio de hacer
frente a las angustias, los temores y las tensiones que asaltan al
individuo. Pero es verdad que grandes transformaciones históri-

207
cas subyacen en la importancia que tal o cual cultura otorga a
esos sueños: o los considera meramente compensaciones psico-
lógicas o bien les da un valor de profecía. En la antigüedad su
importancia era mucho mayor que ahora porque ellos eran los
vehículos privilegiados entre el hombre, el cosmos y el mundo
divino. Esta atención fue en constante ascenso hasta el final de
la llamada «antigüedad tardía», como lo prueba no solo la exis-
tencia de numerosos tratados de onirocrítica sino diversos géne-
ros literarios como los papiros mágicos o la epigrafía. Tal situa-
ción se incrementa en el momento en que los individuos enfren-
tan una crisis moral y de valores. Y esta era el contexto del
cristianismo naciente. La nueva religión había traído consigo
nuevas demandas religiosas y morales, un conjunto nuevo de
creencias y un mensaje inédito; en breve, se había trastornado la
relación con lo divino; se había abierto un período de angustia o
al menos de incertidumbre.
Una premisa caracteriza además el pensamiento de la nueva
religión en los inicios del siglo III: la importancia que, al interior
de la creciente literatura intertestamentaria, el género apocalíp-
tico confería a los sueños. En este contexto de inquietud, el gé-
nero apocalíptico buscaba una nueva forma de conocimiento
que descansaba en la convicción de la insuficiencia de las for-
mas humanas de comunicación y por ello se esforzaba en elabo-
rar otro código comunicativo conforme a sus exigencias más
profundas, capaz de alcanzar una realidad religiosa más allá de
la apariencia, difusa y múltiple, del mundo sensible. Es en este
clima exacerbado y de espera escatológica que aparece Perpe-
tua: desde una iglesia que se siente amenazada por el mundo y
por las herejías, iglesia en la que tienen lugar tendencias y movi-
mientos rigoristas, nuevas formas de pneumatismo carismático
cuya consecuencia es un interés renovado por las revelaciones
oníricas y visionarias. La experiencia onírica de Perpetua, la in-
terrogación que se dirige a través de sus visiones es inseparable
de esta problematización. No es, pues, casual que sea en la lite-
ratura martiriológica donde se encuentra la mayor concentra-
ción de testimonios oníricos concretos. Las Actas de los mártires
y las Pasiones presentan, tanto los sueños como las apariciones
oníricas y las visiones de los mismos mártires, como hechos ab-
solutamente normales del supremo testimonio de la presencia
de Dios.138 En el caso singular de Perpetua esta situación se agra-
va porque ante la amenaza de la muerte el ser humano tiende a
208
volcarse hacia un Dios auxiliador, invocándolo en su presencia
sensible, material, como una vía única de salvación. A esta fe,
que descansa en las visiones y los sueños, un comentarista la ha
llamado «fe visual», una fe que «ha visto» es decir que descansa
en la mirada, algo que garantiza la correspondencia entre el
martirio presente y el gozo futuro, una garantía de que habrá
una recompensa a cambio del sufrimiento.
Todo ello implica una importante diferencia en la relación
que el cristianismo naciente establecía con los sueños. En efec-
to, en nuestros días, todos los sueños tienen un origen único: la
psicología del soñador. En los sueños modernos ya no hay otra
voz que la voz del «yo». Todos ellos reflejan su vida interior, la
vida del yo del soñador. Pero para la antigüedad los sueños po-
dían ser, o bien personales, o bien tener un origen externo usual-
mente divino. Por ello, la cuestión más general que se planteaba
entonces no era ¿qué significa el sueño para mi «yo» individual?,
sino ¿cómo reconocer los sueños verdaderos (aquellos que de-
jan escuchar la voz del Otro) diferenciándolos de los sueños fal-
sos? ¿A qué sueños o visones puede tener acceso el soñador o el
individuo en estado de vigilia?139 Artemidoro, por ejemplo, sos-
tiene que hay dos clases de sueños: la primera no tiene interés
particular, porque deriva de la experiencia presente del que sue-
ña y, puesto que estos sueños no ofrecen ninguna advertencia, es
inútil preguntarse por su verdad o su falsedad. La segunda clase
de sueños es por el contario muy importante porque predice el
futuro, pero de acuerdo con Artemidoro,140 esta clase se divide a
su vez en dos: sueños que predicen algo directamente y sueños
que requieren de una interpretación para comprender la predic-
ción que contienen. La primera iglesia cristiana no modificó esta
división clásica, pero respondió afirmando que solo los sueños
de origen divino son verdaderos, mientras a la cuestión del acce-
so a esos sueños respondió afirmando que era preciso saber si el
soñador era merecedor, o no, de recibir ese sueño divino. Aun-
que jugara un papel, la cuestión esencial no era entonces la «in-
terpretación del sueño», el desciframiento de las cadenas de sím-
bolos que lo componen, o su significado latente, sino su veraci-
dad, y para esta lo más relevante era el estatuto del soñador.
Evidentemente, por su situación excepcional, las visiones y los
sueños de los mártires eran considerados proféticos: así sucedió
con Policarpo, por ejemplo, quien fue capaz de predecir su pro-
pio martirio por el fuego. De este modo se explica que Perpetua
209
no tenga ninguna duda acerca de la veracidad de su visión: su
sueño era una respuesta directa de Dios, la muestra de que sus
plegarias habían sido escuchadas.
La existencia de sueños proféticos es una constante en toda
la tradición cristiana. Los sueños proféticos son sin duda mucho
más numerosos en el Antiguo Testamento, pero también existen
algunos casos en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evange-
lio de Mateo y en los Hechos de los Apóstoles. Desde san Ireneo
hasta san Agustín no hay duda de que las visiones se encuentran
entre los medios que el Espíritu Santo emplea para esclarecer a
ciertos hombres y mujeres. Pero aún resta una cuestión: ¿esas
visiones son genuinamente divinas? Tertuliano, a quien se debe
el primer tratamiento sistemático cristiano acerca de los sueños,
sostiene que estos tienen tres fuentes: Dios, el diablo y el alma.
Resultaba muy importante pues establecer quién de ellos estaba
en el origen de un sueño específico. Ahora bien esto último agre-
gaba un matiz decisivo para su interpretación: si se conocía el
origen del sueño y este era Dios, el mejor intérprete era el soña-
dor mismo. Así, si el origen del sueño era divino, su mejor intér-
prete era su receptor, pues a este Dios le envía mensajes, no enig-
mas. En el cristianismo del siglo III ya circulaban dos textos que
dejaban ver esto con toda claridad: el escrito llamado Segundo
Esdras y el llamado Pastor de Hermas. Ninguno de ellos fue rete-
nido en el canon cristiano elaborado dos siglos más tarde a pe-
sar de que gozaban de gran popularidad. Ambos contenían sue-
ños y profecías cuyo mensaje podía ser interpretado ciertamen-
te por sus protagonistas. El primero de ellos, llamado el Segundo
libro de Esdras (que después del Concilio de Trento recibió el
nombre de Cuarto libro de Esdras) fue escrito a finales del siglo I.
Su parte más significativa son siete revelaciones que el soñador
debe escuchar del ángel Uriel, quien se le aparece en sueños.141
Mediante sus sueños Esdras alcanza la sabiduría pero, puesto
que ellos tienen origen divino, se asume que si Dios eligió a Es-
dras para dar a conocer su mensaje, entonces este tendrá la sabi-
duría suficiente para comprenderlo. El mismo mensaje resulta
aún más claro en el Pastor de Hermas. En este escrito, Hermas
alcanza gradualmente la sabiduría a través de cinco visiones,
hasta la visión final en la que es visitado por el Pastor, quien le
anuncia que ha sido enviado por el ángel más venerable para
permanecer a su lado hasta el fin de su vida. Hermas ha sido
capaz de comprender estas profecías, aunque ha requerido par-
210
cialmente la ayuda de otros intérpretes, personajes que apare-
cen en sus propias visiones. El libro concluye con una serie de
mandatos para seguir correctamente la vida cristiana. Lo mis-
mo que en el caso de Esdras, se comprende que, si Dios ha elegi-
do a Hermas como conducto, también le ha dotado de la facul-
tad de interpretar el mensaje onírico. Probablemente esta con-
vicción fue promovida por la primera iglesia cristiana como una
forma de combate contra los intérpretes onirocríticos paganos.
Todavía san Agustín piensa que la calidad del receptor lo hace el
mejor intérprete: su madre Mónica le solía relatar regularmente
sus propios sueños y Agustín aceptaba sin dudar esta interpreta-
ción, pues pensaba que Mónica era una santa.142
La primera visión de Perpetua es pues profética y responde a
la pregunta ¿será condenada o liberada? El ascenso al cielo a
través de una escalera estrecha y llena de peligros no deja duda:
ella morirá, pero a la vez que le quita toda esperanza de vivir, su
sueño busca ofrecerle a manera de compensación el futuro del
cielo y una comunidad extraterrena. Con todo, si Perpetua debe
articular este mensaje, tiene que recurrir a los elementos simbó-
licos que están a su alcance, así sea combinándolos en secuen-
cias dictadas por su propia imaginación. Esto es así, porque aun-
que el sueño es probablemente la experiencia más personal de
cada uno, a pesar de su extraña organización, es un discurso, un
diálogo del sujeto consigo mismo y con los demás. Por ello es
susceptible de adoptar diversos códigos de la imaginación. Per-
petua hubo de recurrir a los temas que su cultura pagana y el
simbolismo naciente cristiano le ofrecían. Para su ascenso al
cielo hizo uso del tema de la escalera, que tenía amplios antece-
dentes. Entre estos se encuentra el relato bíblico de Jacob, que
quizá Perpetua conocía, con la diferencia de que Jacob observa
a los ángeles ascendiendo y descendiendo por la escala, mien-
tras que es Perpetua misma quien asciende. En la antigüedad, la
escalera era un símbolo usado con frecuencia para indicar la
posibilidad de cruzar, de ir más allá y, según Artemidoro, ella
significa viaje, progreso y peligro. El ascenso de Perpetua está
lleno de riesgos: la serpiente enorme al pie de la escalera, las
filosas cuchillas que rodean a esta. Con ello Perpetua logra sig-
nificar que el camino del creyente a la salvación entraña peli-
gros, tanto de la sociedad pagana (la cual rechaza por completo
esa elección), como por parte de la familia biológica, en este
caso el padre, quien no cesa de instarla a que renuncie mediante
211
argumentos de amor familiar o mediante amenazas. Lo estre-
cho de la escalera muestra que este ascenso es individual, que es
un camino que cada uno debe realizar por sí mismo. Pero, según
Perpetua, todos estos peligros que amenazan la elección perso-
nal pueden ser sorteados; de hecho, como heroína del viaje, Per-
petua muestra toda la fuerza de su rebeldía contra un medio
familiar y contra una sociedad que normalmente no le concede
la posibilidad de expresarse. La verdad del discurso de Cristo se
convierte, mediante su experiencia onírica, en su propia verdad.
Quizá la imagen más emblemática de esta oposición que el
creyente debe vencer sea la serpiente, que era un símbolo co-
mún entre los cristianos: desde las Escrituras, la serpiente es un
enemigo del género humano, especialmente de las mujeres y el
Génesis dice literalmente: «la mujer pisará la serpiente en la ca-
beza».143 Según Artemidoro, los animales ponzoñosos represen-
tan hombres poderosos, tal vez al padre mismo. Tertuliano por
su parte, comparaba al diablo con una serpiente o un dragón.
Perpetua se representa a sí misma sorteando todos los obstácu-
los, incluido el dragón, que es el símbolo más imponente de los
que quieren impedir que gane el cielo. A pesar de su fea aparien-
cia, este enemigo no es una amenaza real ante la fe verdadera:
«es como si me temiera» —escribe Perpetua—, pues el dragón
solo puede paralizar por su aspecto a los espíritus más débiles.
Para el creyente que está decidido, por el contrario, la victoria es
segura: ella apoya el pie en la cabeza de la serpiente, como si
fuera un escalón, haciendo uso de un gesto que en la antigüedad
era frecuente: pisar la cabeza del adversario vencido.144 Los már-
tires, asegura Tertuliano, deben superar al diablo, utilizándolo
como trampolín de la fe.
Luego del peligroso ascenso, Perpetua desemboca en un enor-
me jardín. Desde la simbología de la cultura pagana, el paraíso
solía ser un lugar apacible, verde, húmedo y fresco: así, según
Virgilio, en la visita de Eneas a los Campos Elíseos, Orfeo se
encuentra con «verdes sitios y amenos prados verdeantes [...]».145
El cielo como un jardín era también un símbolo bien conocido
entre los primeros cristianos y aparece, por ejemplo, en el Evan-
gelio apócrifo de Pedro, donde se lo representa como un jardín
inmenso, lleno de árboles y frutos benditos, que transpira un
intenso olor a perfume, cuya fragancia lo baña todo. Al desem-
bocar en este lugar, Perpetua se percata que el cielo no es un
lugar solitario: está poblado de una multitud que comparte con
212
ella la misma elección. Pero la figura principal que la acoge es
un Pastor venerable. Con esta figura el sueño introduce un com-
plejo sincretismo simbólico. En efecto, el tema del Buen Pastor
es sin duda uno de los emblemas más representativos de Jesús y,
al lado del Ichtus, el más difundido en la antigüedad. Cuando
aparece representado en el arte paleo-cristiano la figura del Pas-
tor posee una alta dosis de realismo, sin ninguna esquematiza-
ción. Esta precisión figurativa se debe a que tenía antecedentes
paganos en la representación pictórica ligada principalmente al
culto de Hermes. El corpus mitológico griego había atribuido a
Hermes la función de ser Pastor146 y era pues natural que se lo
representara bajo los rasgos de Crióforo (del griego Chrio-pho-
ros, «portador de ovejas»).147 Pausanias informa que cuando la
ciudad de Tanagra era asolada por la peste, Hermes contuvo la
plaga recorriendo el perímetro de la ciudad llevando a sus espal-
das una oveja. Quizá la idea de tal acto era que la oveja absorbie-
ra toda la peste sobre ella y luego bastaría sacrificarla para libe-
rar a la ciudad. Es por eso que el escultor Calamis realizó una
obra dedicatoria a Tanagra: un Hermes llevando en sus espaldas
a una oveja. La tradición cristiana asimiló este simbolismo del
Buen Pastor pero lo asoció sobre todo al Apocalipsis y la visión
de Daniel. Sin embargo, Perpetua introduce una diferencia: en
la primera iconografía cristiana el Pastor es representado siem-
pre como un joven, mientras ella lo llama «grandis» que en latín
clásico tiene con frecuencia el significado de «viejo».
En la visión de Perpetua el Pastor se encuentra «ordeñando
sus ovejas». La visión reproduce así el hecho de que en la tradi-
ción cristiana los ovinos en general tienen un lugar de privilegio.
Por su mansedumbre (pues aun en el momento de su muerte
aceptan su suerte como un sacrificio) el cordero aparece como
sinónimo de paciencia148 pero también de gloria. De acuerdo con
Juan (I, 29) Jesús era «El cordero de Dios que quita el pecado del
mundo». Entre los primeros cristianos, para celebrar la Pascua,
realizaban la comida colectiva del cordero. Este ritual tenía an-
tecedentes en la tradición judía solo que ahora no conmemora-
ba la salida de Israel de Egipto sino la resurrección de Cristo,
considerado el Cordero Pascual, inmolado para la eternidad y
que, por sí solo, excluye la necesidad de ninguna otra víctima
sacrificial. Naturalmente, Cristo fue representado en la icono-
grafía bajo la forma de un cordero. Finalmente, el Pastor le da la
bienvenida a Perpetua en el paraíso, es decir la conduce a otra
213
vida. Nuevamente este aspecto tiene antecedentes latinos: ade-
más de Pastor, Hermes es un dios psycopompo esto es, encarga-
do de conducir las almas a ultratumba, sea al cielo o al infierno.
Es verosímil que Cristo como Buen pastor haya heredado este
rasgo y por las mismas razones: es un conductor de almas: «Él
es la vía; eternamente joven, Él es el camino»,149 como Jesús
mismo lo dice en Juan (XIV, 6): «Yo soy la vía, la verdad y la vida.
Nadie accede al Padre sino por mí».
Hay en este sueño una suerte de compensación: Perpetua se
ha distanciado de su padre terrenal, quizá incluso lo ha vencido
simbólicamente para iniciar su ascenso; ahora, ella es recom-
pensada con otra paternidad, hospitalaria, que la recibe en el
cielo: «bienvenida seas, hija», le dice. Toda la hostilidad del pa-
dre terrenal se transforma en benevolencia del padre celestial.
Ella sabe, lo mismo que el auditorio que escuchará su narración
onírica, que su elección tiene sentido y que lleva al verdadero
bienestar espiritual, aun si en la vida terrenal esta decisión con-
duce a una catástrofe. No parece arbitrario suponer que esta
primera visión contiene un mensaje tranquilizante para la joven
y de confirmación de los principios de la fe para su potencial
auditorio. A su manera, Perpetua interpreta el mandato de Cris-
to que ordena al cristiano renunciar a su contexto terrenal y se-
guirlo. Naturalmente, cada creyente sabía que su elección podía
significar una suerte de aislamiento en este mundo. El retiro de
Perpetua de este reino terrenal se manifiesta en primer lugar por
la separación que establece con hombres y mujeres que pueblan
esta tierra y que aquí se reproducen, pero esta renuncia permite
su ingreso a una nueva comunidad, donde las relaciones están
dominadas por la referencia a Dios. Las relaciones de los prime-
ros cristianos con el poder terrenal de Roma estuvieron teñidas
en menor o mayor medida por esta disociación. La joven no hace
más que mostrar esta elección de manera dramática. En el pla-
no simbólico, esta conversión se manifiesta por el hecho de que
el pastor ofrece a la recién llegada un pedazo de queso, producto
de la ordeña que realizaba. El queso, sin embargo, no era un
sacramento cristiano y tampoco formaba parte de las sustancias
paradisíacas de ese momento: el néctar, la ambrosía, la leche y la
miel.150 Para Perpetua, el símbolo quizá tiene como antecedente
el que en la iglesia cartaginesa los recién bautizados recibían
leche, queso y miel, como preámbulo a las dulzuras que recibi-
rían como recompensa final. La pequeña ceremonia ritual que
214
su visión recrea, parece implicar el acto de unión con el Padre
celestial y el ingreso a una comunidad no biológica, sino espiri-
tual. Pero por el momento, es apenas una promesa que, para
materializarse, habrá de requerir pruebas físicas dolorosas.
Esta primera visión parece haber ocurrido durante la noche
y quizá se trató de un sueño. Lo cierto es que no está claro si
estas experiencias deben ser consideradas «sueños» o «visiones».
Se ha argumentado que se trata de «visiones» de tipo profético,
porque dos de ellas ocurren en medio del día y en lugares públi-
cos. Tiene cierta importancia distinguir entre ambas formas de
percepción psíquica: una visión no es propiamente hablando un
sueño, pues este supone una cierta pasividad del soñador, mien-
tras la visión tiene algo de «visionario», es decir de actividad. En
efecto, «visión» tiene algo de «revelación», «dádiva», «inspira-
ción otorgada por lo divino» y por ello, para la primera sabiduría
cristiana, los sueños tenían menos autoridad que las visiones
ocurridas durante la vigilia. Según un autor moderno,151 las vi-
siones eran consideradas una forma de experiencia superior al
de cualquier sueño. Los manuscritos conservados no resuelven
la cuestión, porque Perpetua vuelve en sí usando la expresión
experrecta sum que puede significar «desperté» pero igualmente
puede querer decir «me doy cuenta», «me percato». Las pala-
bras latinas que se usan para describir las experiencias de Perpe-
tua son visionem, ostemtum, horomate, pero no se usa el lengua-
je de los sueños: somnium.152 De modo que al ser descritas como
«visiones», estas adquirían una mayor legitimidad, un efecto
mayor de autoridad del escrito. De hecho, la joven misma adop-
ta el lenguaje de la revelación y la profecía y, por ello, su relato
está estrechamente ligado al dispositivo retórico cuyo fin era
establecer una visión, no arbitraria, sino cristiana, de los suce-
sos. Si la experiencia onírica es personal, en cambio, convertida
en dispositivo textual, ella se propone la legitimación de un pun-
to de vista social, porque participa en el diálogo de sí con los
Otros.
La primera revelación ha permitido a Perpetua una forma
de afirmación religiosa: la elección de Cristo es dolorosa y puede
ser ruinosa; supone un itinerario personal lleno de peligros pero
tiene como contrapartida una nueva identidad, la pertenencia a
una comunidad que le otorga bienes imperecederos en una vida
más allá de la vida, una prolongación de sí más duradera la cual
no podía ser revelada sino mediante los medios extraordinarios
215
del sueño.
Un poco después de ocurrida esta primera visión, Perpetua,
al lado de sus compañeros fue juzgada y recibió la condena a
muerte. El juicio que el Estado romano establecía en contra de
los cristianos ha sido permanentemente objeto de malas inter-
pretaciones. Es verdad que se trataba de un juicio con un cierto
grado de arbitrariedad. Mientras que el antiguo Derecho Roma-
no es considerado un monumento intelectual, el derecho crimi-
nal y la ley pública en Roma son mucho más insatisfactorios y
uno de sus ejemplos más deplorables es el procedimiento llama-
do cognitio, bajo el cual se encontraban los juicios que involu-
craban a los cristianos.153 El proceso conocido como cognitio (de
cognoscere, «conocer») cuyo título completo era cognitio extra
ordinem o cognitio extraordinario ofrecía al magistrado una gran
discrecionalidad. Estaba compuesto de procedimientos de prueba
muy diversos, porque obligaba al magistrado a examinar él mis-
mo todos los hechos, incluido el interrogatorio, todo ello dentro
de la gran vaguedad que rodeaba el derecho criminal romano.154
Pero esta discrecionalidad no significa que los cristianos fueran
juzgados de manera sumaria como una simple represión pro-
ducto de la intolerancia: los suyos eran juicios legales. Hay evi-
dencia de que incluso muchos magistrados eran renuentes a
condenar a los cristianos y por ello los procesos podían desarro-
llarse en una sola o en varias sesiones dando un cierto número
de días al acusado para que reflexionara sobre su situación. Si
los gobernadores no deseaban ejercer ningún castigo, tenían un
amplio margen para actuar de este modo, pero para los propósi-
tos prácticos, en un caso criminal como este, ellos estaban obli-
gados a actuar solo por aquellas leyes y edictos imperiales rele-
vantes para el caso que estuvieran vigentes. ¿Qué era entonces
lo que, en casos como el de Perpetua llevaba a que el veredicto y
la ejecución tuvieran lugar? Algo que podríamos llamar, con al-
gunos especialistas modernos, la «condena pública».
En efecto, es preciso tener presente que en la época de Per-
petua los cristianos no eran perseguidos de oficio por el Estado
romano. La causa de su persecución era más puntual. Obedecía
al hecho de que el año 202, el emperador Septimio Severo expi-
dió un edicto que tenía un alcance limitado: se prohibía promo-
ver conversiones religiosas hacia el judaísmo y el cristianismo,
quizá tratando de mantener ambas religiones en límites de cre-
cimiento más estrechos.155 Las razones que motivaron a Severo
216
no eran claras: quizá lo movió la guerra civil que había librado
contra Albino (196-107 d.C.) en la que los judíos, como solían
hacerlo con frecuencia, se opusieron a Roma. Pero si se trataba
de una suerte de castigo a la comunidad judía, la inclusión de los
cristianos en el edicto se debía más bien a la tendencia de la
época a confundir esos dos grupos, sin percatarse que los cris-
tianos eran mucho más fervientes en su labor pastoral.156 Debi-
do a que no se trataba de una persecución sistemática, en casos
como el de Perpetua y sus compañeros, el procedimiento se ini-
ciaba únicamente si existía un acusador, un delator que debía
sostener sus dichos, pues en caso contrario, él mismo se arries-
gaba a una condena. No se requería de nada más, ninguna evi-
dencia adicional era precisa en el plano jurídico. En nuestro caso,
esta acusación denunciaba una violación al edicto emitido por
Severo, que no reprimía directamente a la religión cristiana o
judía, pero afectaba a aquellos implicados en la enseñanza de
los dogmas.
Ahora bien, la característica principal de la religión de Cristo
era su negativa absoluta a realizar ningún sacrificio a cualquier
otro Dios que no fuera el suyo. En esto solo eran equiparables a
los judíos, otra excepción, pero que normalmente habitaban en
los límites orientales del mundo romano, y no en el centro mis-
mo del Imperio. A los ojos de un romano común, para quien
todo ritual religioso estaba destinado a asegurar la armonía y la
benevolencia de los dioses con los hombres, tal negativa rotun-
da podía provocar la cólera divina y por tanto amenazaba la paz
reinante, la pax deorum, acarreando desastres que afectarían a
toda la comunidad. Este era el punto central de la acusación
contra los cristianos. La cuestión era delicada porque el romano
común vivía en un universo poblado con incontables dioses (exis-
tían, por ejemplo cuatro deidades alojadas simplemente en el
marco de cada puerta), pero esta superstición estaba compensa-
da por una gran tolerancia, al punto que Roma había adoptado
numerosos dioses provenientes de los pueblos que había con-
quistado, incluso de sus más grandes enemigos, como las divini-
dades cartaginesas. El pueblo romano no era pues adverso a la
presencia de nuevos dioses, es decir, no era intolerancia religio-
sa lo que se encontraba en el origen de la condena.
Para la gran mayoría de la población romana no era necesa-
ria ninguna clase de presión para participar en ritos colectivos,
porque lo importante para ellos no era el fundamento teológico
217
o doctrinal, sino el procedimiento ritual propiamente dicho, los
actos cultuales que eran debidos. Por tanto, lo que se pedía a los
cristianos de Cártago era una libación en honor de la salud del
emperador Septimio Severo (y de sus hijos, pues el aniversario
de uno de ellos, Geta, estaba próximo), y no una clase de jura-
mento de fidelidad a otra religión. No era un sacrificio religioso,
porque ningún emperador era incluido entre los dioses sino has-
ta el momento de su muerte, cuando era declarado divus; era
más bien un culto al «genio» tutelar de la salud del monarca,
culto que había sido instaurado en Roma por Augusto. Cuando
el acto ritual incluía al emperador, normalmente la libación era
un juramento a este «genio», a su «destino», a su «fortuna». Al
negarse a hacerlo, los cristianos se desinteresaban de su bienes-
tar, por tanto, delataban un enemigo de la comunidad, un deser-
tor. Los cristianos no solo no aceptaban participar en los ritos
comunes, sino que afirmaban abiertamente que, o bien los dio-
ses paganos no existían, o peor aún, que eran demonios maléfi-
cos: a los ojos romanos, los cristianos eran atheótes, ateos. La
profesión de fe cristiana era entonces una deserción a la vida de
la comunidad, un delito merecedor de la pena de muerte.157
En Roma solo los gobernadores de las provincias (en la capi-
tal el Praefectus Urbis) tenían la facultad del ius gladii y por tanto
solo ellos podían decretar la pena capital. Los cristianos que vi-
vían en la ciudad donde residía el gobernador comparecían ante
su tribunal y los que residían fuera —como en nuestro caso—
comparecían primero ante la autoridad municipal que tenía la
obligación de instituir el proceso, el que luego era leído ante el
gobernador quien finalmente dictaba sentencia. Los procesos
judiciales podían realizarse en privado, el despacho de la autori-
dad si el magistrado deseaba evitar aspecto teatral del juicio y
del castigo, o bien como en el caso de Perpetua en audiencia
pública. Debido a la naturaleza de la acusación, el interrogato-
rio judicial era extremadamente escueto y se limitaba a la pre-
gunta: ¿es cristiano? a lo que se limitaban a responder christi-
anus sum, o bien hacían réplicas basadas en su fe, lo que, desde
el punto de vista legal era irrelevante. Así sucedió a Perpetua y
sus compañeros quienes fueron interrogados uno por uno. Hila-
rianus, el magistrado, pidió a Perpetua «sacrifica por la salud de
los emperadores» a lo que ella se negó. «Luego, preguntó, ¿eres
cristiana? [...] Christiana sum». 158 Esta respuesta selló el estatu-
to de mártir.159
218
Todos ellos fueron condenados Ad Bestias, a ser arrojados a
las bestias. Los cristianos, lo mismo que otros considerados cri-
minales, podían sufrir tres formas de ejecución de la pena de
muerte: entregados a las bestias, la crucifixión o la hoguera, cas-
tigos que en principio eran reservados para los humiliores pero
que podían aplicarse a los honestiores que habían perdido sus
privilegios, como aparentemente sucedió a Perpetua. El ence-
rramiento en prisión no era una alternativa pues en la antigüe-
dad este no era considerado un castigo, salvo en los casos de
aquellos criminales que eran condenados a trabajos forzados
hasta la muerte, en beneficio del estado. La sentencia Ad bestias
era considerada la menos severa entre las ejecuciones capitales;
se aplicaba a los asesinos, los parricidas, los sediciosos, los pri-
sioneros de guerra y algunas veces a los cristianos.
Hay siempre algo extraordinario en la situación de un már-
tir. Conviene pues comprender su estatus con un poco más de
detalle. El término «mártir» es, en su origen, griego: Ñ m£rtur,
mártyr (que se convirtió en mártyros, mártyres), y significa «testi-
go», atestiguar».160 Con este significado la palabra formó natu-
ralmente parte del vocabulario legal griego y era utilizada meta-
fóricamente para toda clase de observador y de testimonio. Su
significado de «morir por una causa» no lo adquirió sino hasta
la aparición de la literatura cristiana del siglo II. La primera apa-
rición de la palabra «mártir» y «martirio» en el sentido de: «muer-
to a manos de una autoridad secular hostil», se encuentra en el
relato del sacrificio de Policarpo, escrito alrededor del año 150.161
No deja de ser sorprendente que a partir de entonces el término
se dedicara exclusivamente a la persona que sufre y muere por
la fe, mientras que el «testigo» será llamado en adelante «confe-
sor».162 Naturalmente, ya existían antecedentes de auto-sacrifi-
cio en la tradición judeocristiana, como el de los mártires maca-
beos (contenido en 4 Macabeos, una obra apócrifa), o el sacrifi-
co de Esteban (contenido en Hechos de los Apóstoles 7; 51-53).
Uno de estos antecedentes importantes en el siglo I fue el marti-
rio de Ignacio de Antioquía, prototipo del mártir quien, captura-
do en la costa Siria, fue conducido hasta Roma para su ejecu-
ción; en el trayecto escribió una serie de cartas solicitando que
nadie se interpusiera en el camino que conducía a su ejecución,
la cual saludaba con un lenguaje incendiario: «vengan el fuego,
la cruz y el encuentro con las bestias, incisiones, disecciones,
destrozo de los huesos, aplastamiento del cuerpo entero [...]».163
219
Y sin embargo, Ignacio no parece conocer aún ningún concepto
de martirio. La consagración del término «mártir» fue ligera-
mente posterior. Desde luego, tal sacrificio como elección racio-
nal se convirtió en algo conmovedor, pero como impulso auto-
destructivo en los cristianos era inaceptable y suficiente para
horrorizar a los romanos cultivados, como Plinio el joven o Mar-
co Aurelio.
Lamentablemente, el martirio voluntario se convirtió en el
emblema del cristiano y los creyentes fueron considerados por
los romanos como anormales, desviados mentales que busca-
ban ansiosamente la muerte. No es sencillo explicar las causas
de este impulso. Sin duda, algunos escritores como Tertuliano o
el mismo Ignacio contribuyeron significativamente a su expan-
sión, alentando esa muerte como placentera a Dios y emulación
de Cristo.164 Luego, es probable que el fenómeno haya sido alen-
tado igualmente por su proximidad con la «muerte noble», a la
que la aristocracia romana se entregaba con frecuencia, a veces
sin realmente desearlo. Esta glorificación del suicidio aristocrá-
tico pudo crear un clima de aceptación favorable. El hecho es
que se manifestó una ola de mártires voluntarios. Al inicio del
siglo III, Tertuliano habla de una gran abundancia de mártires y
llega a mencionar una comunidad que se presentó, íntegra, para
ser torturada. La iglesia cristiana reaccionó a ello. Como conse-
cuencia, hacia mediados del mismo siglo sus mandatarios ya
prohibían el martirio voluntario y, una y otra vez, se negaron a
conceder el estatuto de mártires a los fanáticos. Escritores como
Orígenes, Cipriano, Lactancio y Clemente de Alejandría reaccio-
naron condenado esa práctica. Este último en sus Stromata165
adoptó como estrategia restablecer el sentido original de «testi-
go». Señalaba que martyría es una confesión de fe en Dios y que
toda alma que, en su pureza, está reconociendo a Dios obede-
ciendo Sus órdenes, es ya un mártir, en palabras y en hechos.
Por ello, Clemente establece un paralelismo entre martyría y
homología (la confesión) que es el acto de un hombre piadoso,
una prueba a la que el individuo puede aspirar, sin por ello co-
rrer a su perdición. Clemente de Alejandría estaba buscando re-
tornar al sentido original de la palabra, distanciándose de la ideo-
logía aristocrática romana, retirando al suicidio cualquier signo
honorable. Para él, dar testimonio, la homología es ya un sacrifi-
cio, una prueba de fe susceptible de ofrecer una lección a los
demás, otorgándoles ayuda y fortaleza. De manera que, al me-
220
nos para esta tendencia de la tradición cristiana, ya no hay con-
tradicción entre ser mártir y vivir. No era ya axiomático que un
mártir muriera: bastaba con defender en vida radicalmente sus
ideas, aunque esta defensa pudiera eventualmente ponerla en
peligro. Por el contrario, el que persigue intencionalmente el
martirio está cometiendo pecado, pues orilla al magistrado ro-
mano a cometer un homicidio condenándolo. Este proceso no
llegará a su culminación sino cuando la iglesia cristiana, a tra-
vés de san Agustín, logre elaborar una condena formal al marti-
rio voluntario cerrando así la puerta al fanatismo. A partir de ese
momento, solo tuvo valor de martirio la muerte violenta cuando
le era impuesta a un cristiano que no la había buscado.

La segunda y tercera visiones de Perpetua

Pero hacia la época de Perpetua, el año 203, la tendencia


original al martirio seguía fuertemente enraizada en el cristia-
nismo de Cartago. Los cristianos del norte de África estaban or-
gullosos de su carácter de secta «inspirada continuamente por el
Espíritu Santo». Tertuliano ofrece un buen ejemplo: según él, se
trata de una comunidad unida por la aprehensión común de la
religión, una disciplina común y un lazo común de esperanza.
Como se ha visto, un rasgo adicional de este cristianismo de
Cartago era una marcada tendencia apocalíptica y profética. Las
similitudes con la literatura profética tradicional (Enoch, Her-
mas o los Apocalipsis) muestran que «se trataba de una comuni-
dad que aceptaba sin dudar la proximidad del fin del mundo y la
llegada del día del juicio, lo que llenaba a los creyentes de tal
exaltación que ningún castigo podía inhibir y ninguna lealtad
terrenal podía compensar».166 El resultado era una actitud desa-
fiante que hacía de ellos «una raza siempre lista para morir»,
cuyo correlato era el horror de los extraños quienes los conside-
raban simplemente fanáticos. En el mundo antiguo actitudes
semejantes solo se encontraban entre la gente más desesperada
y vengativa. Pero entre los cristianos, confesores y mártires eran
elevados al más alto honor: eran acompañados por los creyentes
que permanecían fuera de las prisiones, recibían servicios en el
terreno en el que habían sido enterrados, recibían ceremonias
en sus aniversarios y se les dotaba de un poder excepcional de
perdón. Esto afectaba particularmente a las mujeres mártires
221
quienes de este modo se elevaban a una suerte de honor que la
antigüedad solía reservar únicamente a los hombres.
Este será el caso de Perpetua, cuya suerte está echada. La
adquisición del estatuto de mártir trae consigo, sin embargo, un
trastorno dramático en su situación individual y social. Esta in-
versión simbólica es la que hace que en un encuentro posterior,
una vez que la sentencia había sido dictada, su padre se dirija
respetuosamente a Perpetua como domina, en un vuelco radical
de las jerarquizadas y conservadoras relaciones padre/hija en el
mundo romano. Perpetua se ha trascendido a sí misma, ha obte-
nido un poder extraordinario que incluía la relación con lo divi-
no, una comunicación con Dios que hemos visto ejercer al hacer
escuchar sus plegarias. Ella es ahora un intercesor ante Dios.
Entre los poderes atribuidos a los mártires estaba efectivamente
la facultad de obtener el perdón para aquellos que habían rene-
gado de la fe. Puesto que la iglesia había subrogado tal facultad
a los obispos y presbíteros, esto suponía que Perpetua había al-
canzado por lo menos este estatuto. Debido a su sacrificio, ella
podía interceder ante el Señor, con la certeza de ser escuchada, y
esta capacidad de intervención transformaba a un ser humano
de carne y hueso en un ser de excepción: un santo.167 Es esta
facultad insólita la que se manifiesta en la segunda visión, cuyo
relato contiene el siguiente fragmento:

Vi a Dinócrates que salía de un lugar tenebroso, donde también


había otros muchos, sofocado de calor y sediento, con vestido
sucio y color pálido. Llevaba en la cara la herida de cuando mu-
rió. Este Dinócrates había sido hermano mío carnal, de siete años
de edad, muerto tristemente de cáncer en la cara, enfermedad
que infundió terror a todo el mundo [...] Entre mí y él [sic] había
una gran distancia [...] Además, en el mismo lugar en que estaba
Dinócrates, había una piscina llena de agua, pero con brocal más
alto que la estatura del niño. Dinócrates se estiraba, como si qui-
siera beber. Yo sentía pena de que por una parte aquella piscina
estaba llena de agua, y sin embargo, por la altura del brocal no
había mi hermano de beber. Entonces me desperté y me di cuen-
ta que mi hermano se hallaba en pena. Pero yo tenía confianza
de que había de aliviarle de ella, y no cesaba de orar por él todos
los días [...].168

Recordemos que esta segunda visión sobreviene después de


realizado el juicio y establecida la condena. Formalmente, Per-

222
petua y sus compañeros han cumplido su papel de «testigos»,
dando pruebas verbales de su fe. La segunda visión no hace sino
reafirmar este rol y el estatuto excepcional que conlleva. La Pas-
sio de Perpetua exhibe la experiencia dramática de un puñado
de jóvenes y simultáneamente ofrece una instrucción oral para
los aspirantes a formar parte de la comunidad cristiana. El pe-
queño grupo ha cumplido el papel que incumbe al catecúmeno:
después de todo «catequesis» significa «recibir instrucción».169
El comportamiento del catecúmeno a través de su período de
formación será valorado entonces conforme, o divergente, de
las prácticas pregonadas por Cristo. Las acciones correctas como
las del pequeño grupo eran tan importantes para la instrucción
de los futuros catecúmenos como las creencias correctas, en un
aprendizaje que podía durar hasta tres años. Perpetua y sus com-
pañeros mostrarán mediante sus actos, su verdad, en la perfecta
concordancia de su fe con la obligación de declararla a cual-
quier precio.
A cambio de su sacrificio definitivo, Perpetua recibe el don
de intercesión del que hace uso para favorecer a un miembro de
su familia: Dinócrates, un hermano menor fallecido tiempo atrás
de una enfermedad deformante del rostro, quien viene súbita-
mente a la memoria de la joven. Quizá debido a su corta edad,
Dinócrates no se había convertido a la nueva religión pues el
relato no lo menciona entre los convertidos por Saturo. El sueño
en el que Dinócrates participa ha sido objeto de numerosos co-
mentarios modernos. Ante todo porque, desde Tertuliano hasta
san Agustín, todos los Padres de la iglesia negaron la posibilidad
de la aparición de los difuntos en los sueños. La presencia de su
hermano quizá se explica entonces no por sus creencias cristia-
nas como una reminiscencia de mentalidad pagana en Perpe-
tua, porque en la antigüedad romana se creía que los muertos
jóvenes tenían tendencia a regresar a esta vida debido a que no
encuentran reposo pues no han cumplido su destino. El lugar
donde Dinócrates se encuentra plantea también problemas: no
puede ser llamado «purgatorio» porque en aquel momento este
lugar de tránsito no se encontraba aún establecido entre los dog-
mas cristianos. Dinócrates reside pues en un sitio tenebroso pro-
bablemente porque murió siendo pagano. El niño además, no
fue transfigurado en el más allá, pues su rostro muestra las hue-
llas de su enfermedad: su vestido sucio y la plaga en el rostro
simbolizan la presencia en su alma de una mácula que no fue
223
redimida por la conversión hacia la fe.
Dinócrates sufre de sed. Esta era una forma de tortura que la
antigüedad grecoromana conocía bien: según el mundo antiguo,
los muertos que no han alcanzado la paz eterna tienen sed, una
sed inextinguible.170 La creencia de ofrecer agua y vino para cal-
mar la sed a las almas difuntas estaba muy extendida entonces y,
con variantes, se ha mantenido en algunas regiones del mundo
hasta nuestros días. Dinócrates sufre una pena similar a la de
Tántalo: el agua está permanentemente cerca, pero no logra al-
canzarla nunca y sus incesantes esfuerzos son inútiles. La im-
precisión del lugar y de la pena hace pensar que Perpetua no
tiene en mente un dogma cristiano sino que en su imaginación
se refractan diversas representaciones heredadas de los infier-
nos paganos en los que hay diferentes residencias para los muer-
tos en función de las faltas cometidas. Perpetua puede ver a su
hermano, pues aparentemente visita el lugar de reclusión, pero
una gran distancia entre ellos le impide ayudarle físicamente.
No queda otro camino que las plegarias. Se ha sugerido que esta
segunda visión es una compensación simbólica: puesto que ya
no puede calmar la sed de su pequeño hijo que le ha sido arreba-
tado, se le ofrece a cambio que, con su intercesión, calmará la
sed de su hermano, solo que este, como muy pronto ella, ya no
pertenece al mundo de los vivos.
El auxilio que Perpetua se apresura a ofrecer a su hermano
fallecido es más notable porque contrasta con el resto de sus
relaciones familiares, que en el escrito son sumamente difusas.
En efecto, su padre consagra todos sus esfuerzos en doblegar la
voluntad de la joven, inútilmente desde luego. Él insiste en que
la decisión de Perpetua no solamente la aniquila a ella, sino que
deja a un pequeño abandonado y muy probablemente significa-
rá un estigma difícil de borrar para toda la familia. Pero el padre
es vencido en privado y luego humillado en público.171 El resto
de la familia es un mero telón de fondo. La madre y el hermano
son apenas mencionados y, debido a su inacción, el texto quizá
sugiere de manera indirecta que aprueban la decisión de la jo-
ven. El rol de esposo es aún más indefinido: no aparece en nin-
gún momento, como si ya no viviese, como si estuviese ausente
durante los sucesos o que no compartiese la decisión de Perpe-
tua y por ello se abstiene de intervenir. El escrito deja la impre-
sión que el único conflicto verdadero en Perpetua es el que en-
frenta al padre terrenal y al Padre celestial.
224
La relación de Perpetua ya no es, pues, la misma con los
vivos que con los fallecidos. La tercera visión de Perpetua, conti-
nuación de la visión previa, muestra el resultado de su interven-
ción en auxilio de su hermano sufriente: «[...] He hice oración
por él, gimiendo y llorando día y noche, a fin de que, por interce-
sión mía fuera perdonado».172 Unos días después, estando en el
cepo, probablemente en el curso del día, ella tuvo la siguiente
visión:

Vi el lugar que había visto antes, y a Dinócrates limpio de cuerpo,


bien vestido y refrigerado, y donde hubo una herida vi solo una
cicatriz. Y la piscina que viera antes, había abajado el brocal has-
ta el ombligo del niño. Este sacaba de ella agua sin cesar. Sobre el
brocal había una copa de oro llena de agua, y se acercó Dinócra-
tes y empezó a beber de ella. La copa no se agotaba nunca. Y
saciada su sed, se retiró del agua y se puso a jugar gozoso, a la
manera de los niños. Y me desperté. Entonces entendí que mi
hermano había pasado de la pena.173

La confianza de Perpetua en el valor de su intercesión es


perfectamente ortodoxa: ella descansa en el carisma que, de
acuerdo con el primer cristianismo el Espíritu Santo otorgaba al
mártir a cambio de sus sufrimientos. El resultado exitoso tam-
bién tiene reminiscencias cristianas: Tertuliano, por ejemplo,
recomendaba orar para permitir a los difuntos obtener un refri-
gerium: «gracias a ella, Dinócrates puede acceder a la fuente de
agua viva que, entre los cristianos era la recompensa de los ele-
gidos».174
La segunda y la tercera visión ponen de relieve, quizá con
mayor claridad, uno de los rasgos definitorios del relato: lo di-
recto de su expresión, su llaneza. En efecto, si se admite que el
escrito es original, entonces es la expresión de una joven que,
habiendo recibido educación, se encuentra, sin embargo, muy
lejos de los estándares retóricos de la literatura latina.175 A fin de
subrayar esta singular unión de la sencillez de la expresión con
el dramatismo del contenido, se ha llamado sermo humilis,176
«discurso humilde, modesto», a este estilo. Desde el punto de
vista de la expresión, «el vocabulario de Perpetua es limitado, las
frases son desmañadas, la conexión entre estas es más paratácti-
ca que sintáctica, posee muchos vulgarismos y algunas de sus
alocuciones son típicamente cristianas. El lenguaje en general,
no es brillante, realmente no es literario y es ingenuo, casi infan-
225
til».177 De hecho, la estructura paratáctica de la narración ha lle-
vado a conjeturar que es el registro de una comunicación verbal,
de algo dictado, tal vez por Perpetua misma: por momentos se
tiene la impresión de que asistimos a un mundo oral, al cual de
otro modo no podríamos tener acceso. Pero si es una composi-
ción oral, también carece de la elocuencia de los antiguos réto-
res. La suya es una expresión espontánea: ninguna emoción, nin-
guna fantasía es revestida con adornos estilísticos; el suyo es un
latín «de andar en casa».178 Como las heroínas griegas —escribe
Auerbach— Perpetua se encamina hacia la muerte, «pero no lo
expresa con el lirismo y la amplitud de sus antecesoras, sino en
la llaneza de su intimidad».179 Y, sin embargo, su mensaje está
lleno de patetismo y de tragedia. Es esta combinación de patetis-
mo pero expresado en una narración dirigida en principio a to-
dos los seres humanos, lo que se intenta capturar con el término
sermo humilis.
Ese mismo estilo directo se encuentra en los sueños o las
visiones de Perpetua. Naturalmente, ellos son susceptibles de
diversas interpretaciones, pero nosotros los colocamos en la ex-
periencia que ella hace de sí misma y de lo que se le ofrece como
la verdad en el orden religioso. ¿Cómo debo ser en relación a ese
discurso que considero la verdad? ¿Cómo debe ser el comporta-
miento de un verdadero cristiano en este trance? ¿Cómo saber
que ese discurso es la verdad y si es así, cómo debo decir la ver-
dad sobre mí misma? Creemos que tienen razón los que consi-
deran que tales visiones no son alegorías, ni deben ser leídas en
clave teológica: Perpetua no parece buscar dar lecciones doctri-
nales, ni discursos exegéticos; ella es más bien una joven que
busca mostrar a todos la verdad religiosa en la que cree y la
verdad sobre sí misma, es decir sobre la coherencia perfecta en-
tre su fe y lo que ella es esencialmente, aun a costa de ser sacrifi-
cada. Por esa intensa presión a la que es sometida, «a medida
que se aproxima la destrucción exterior, otorga mayor relieve a
las imágenes consoladoras de los sueños».180
Una tragedia sublimada en sueños y narrada en estilo llano.
Estos factores son indispensables para comprender que las Pa-
siones hacían visible la irrupción de un nuevo mundo espiritual
y, por tanto, una nueva forma de relación entre la subjetividad y
la verdad, relación que habría de ocupar ese puesto durante si-
glos. En efecto, esta literatura arrojaba a la luz un cierto número
de individuos que, en la jerarquizada sociedad latina no habrían
226
tenido ninguna posibilidad de adquirir relevancia. Las vidas de
gente como Perpetua y sus compañeros estaban destinadas a
pasar inadvertidas y no es sino por su choque frontal con el po-
der romano que la literatura martirológica les aportó notorie-
dad. Los principios cristianos ofrecían un nuevo modelo de ser
humano, una forma distinta de entenderse a sí mismo, en breve,
una nueva experiencia de sí mismo en relación con los princi-
pios considerados verdaderos de la fe de Cristo. Esta nueva sub-
jetividad descansaba en varios factores espirituales: el primero
era una ideología propiamente cristiana en torno a soportar el
sufrimiento de la que Tertuliano y Perpetua son buenos testigos:
ser cristiano es aprender a sufrir.181 La aflicción se convirtió en
una de las formas privilegiadas de reconocerse como individuo
cristiano. En esta concepción naciente el mártir y su agonía, en
su expresión literaria, el sermo humilis, jugaba un rol esencial:
de ahí el entusiasmo que suscitó este género narrativo.
En su libro Exhortación al martirio, por ejemplo, Ireneo afir-
ma que el discípulo verdadero y perfecto de Cristo es aquel que
está dispuesto a acompañarlo hasta la cruz. La identidad del
cristiano, su verdad como sujeto, involucraba esa actitud ante la
muerte y se exhibía como uno de los más grandes triunfos que
puede alcanzar el espíritu humano: el dominio del miedo de cada
uno a su propia extinción. Era la versión cristiana de la búsque-
da filosófica que afirmaba que vencer este temor es una vía para
alcanzar una identidad moral perfecta. Por tanto, el verdadero
espíritu de Cristo y su iglesia se encontraba entre los mártires y
los ascetas. Además, esta concepción de Ireneo tenía como telón
de fondo la necesidad de precisar una identidad propiamente
cristiana en oposición a otras sectas que eran la mayor amenaza
de la iglesia naciente: las herejías, especialmente el Montanis-
mo.182 Es contra esta herejía que reacciona Ireneo al asegurar
que la fe en la iglesia no está en los creyentes que realizan profe-
cías y ejecutan actos sobrenaturales sino en aquellos cuya fuer-
za espiritual los hace capaces de dar la vida por Cristo. El espíri-
tu de tormento fue asociado estrecha e indisolublemente a la
pasión de Jesús: «La espiritualidad se hizo cristocéntrica [...]».183
Una identidad centrada en la aflicción y el ejemplo de Cristo se
estaba abriendo camino ofreciendo a toda la comunidad una
imagen con la cual reconocerse: en este sentido la Passio de Per-
petua y sus visiones, lo mismo que las Actas de los mártires servi-
rán como nueva expresión literaria y como cemento ideológico
227
de esta nueva comunidad compuesta de seres que hasta enton-
ces carecían de expresión propia.
Es por la misma razón que, por esa misma época se inició
una transformación de la idea central de esta prolongación de la
vida: la resurrección.184 El cuerpo torturado, desgarrado, frag-
mentado del mártir tenía su complemento en el cuerpo resucita-
do indemne, intacto: «lo que había sido la creencia en la resu-
rrección del cuerpo se hizo cada vez más una afirmación de la
resurrección de la carne».185 En consecuencia, los siglos II y III
fueron obsesivos respecto al tema de la resurrección: Taciano en
su Oratio ad graecos 6 y 13, Justino en sus Diálogos, Teófilo de
Antioquía, Atenágoras en su De resurrectione, Ireneo de Lyon y
Tertuliano en su De resurrectione insisten en ello.186 La resurrec-
ción es la victoria sobre el desmembramiento, sobre el cuerpo
desgarrado y maltratado y sobre la putrefacción; es la convic-
ción de que las partes separadas se reunirán, que el yo se resta-
blecerá, que las partículas volverán a ser las mismas. La resu-
rrección garantiza no solo la justicia que es negada al viviente:
ella es la negación íntima de la muerte. La cultura pagana care-
cía de equivalente, pues minimizaba este aspecto simbólico de
la muerte y no la hacía el pasaje a otra cosa. Soportar el martirio
parece difícil sin concebir la compensación de que la muerte no
es más que una interrupción temporal de la existencia del cuer-
po verdadero, y que, mediante un juicio más allá de la sentencia
terrenal, aquel continuará, idéntico, en otro lugar.
Una nueva forma de subjetividad requiere la concurrencia
de numerosos factores espirituales y materiales. Especialmente
un profundo trastorno de valores. En nuestro caso, la capacidad
de sufrimiento y esperanza contenida en las visiones de Perpe-
tua expresan la que probablemente es la virtud más alta en los
cristianos de esta época: la paciencia. La capacidad de soportar
el infortunio revelaba una nueva economía de la salvación.187
Pero para irrumpir en la historia espiritual de Occidente, la «pa-
ciencia» cristiana tuvo necesidad de una evolución compleja y
contrariada. En efecto, el término griego del que proviene es ¹
Øpomon», hipomoné, «perseverancia», sustantivo que deriva del
verbo Øpomšnw que significa «mantenerse firme», «soportar»,
«estar sometido a algo». Ahora bien, entre los griegos, la idea de
que alguien, siendo mero receptor pasivo, podía reclamar algún
valor, era inaceptable porque la frontera entre la actividad mas-
culina y la pasividad femenina u homosexual estaba profunda-
228
mente enraizada. Y precisamente el prefijo Øpo, hipo-, denota
«estar debajo», es decir posee connotaciones de inferioridad y
pasividad. Fue preciso pues un trayecto para que hipomoné, la
paciencia, adquiriera un significado honroso y honorable que la
cultura griega no podía concederle. Este trayecto se inicio con
los textos grecojudíos de la época helenística en los cuales el
sustantivo comenzó a denotar una nueva virtud moral. Hacia
finales del siglo I a.C. la palabra había permeado de tal manera
el mundo romano que alguien de la estatura de Cicerón identifi-
caría ¹ Øpomon» con el término latino patientia.188 No es sin em-
bargo Cicerón, sino Séneca, contemporáneo de Jesús y de Pablo
quien en lengua latina desarrollará largamente el tema de la pa-
tientia como virtud. Pero aun así, Séneca la considera una virtud
de segundo rango, pues solo puede ser exhibida en condiciones
adversas como la enfermedad o la tortura. Lo que según Séneca
es una virtud no es tanto la patientia misma como pasividad,
sino la paciencia vigorosa, fuerte, imbatible, la que se muestra
en público, por ejemplo entre los gladiadores, en el momento
final.
El cristianismo consumó esa transmutación de valores: la
capacidad de resistir la adversidad sin rebelarse se convirtió en
la virtud más representativa del creyente verdadero. Al fin, en la
literatura cristiana, el sustantivo Passio, derivado en latín del
verbo «sufrir» había obtenido una valoración positiva.189 En los
Evangelios (Mc 13, 13), el mismo Jesús exige la actitud de per-
manecer firme ante el odio de los perseguidores; en esos textos,
se repite tres veces de manera literal la expresión «el que perma-
nezca (Øpome…naj) hasta el fin, ese estará a salvo».190 En 1 Pedro,
18-20 se lee: «[...] cuando por conciencia que mira a Dios sufre
uno las vejaciones que injustamente padece... esto es lo que haya
gracia a los ojos de Dios». Esta capacidad de resistencia inmuta-
ble se manifestó desde el martirio de Ignacio, el año 108, al cual
nos hemos referido previamente. Hacia inicios del siglo III, ya
era posible una elucidación conceptual de esta nueva ideología
cristiana. Quizá la mejor prueba de ello sea la obra de Tertuliano
«De la Paciencia». En primer lugar, Tertuliano señala que esta
virtud viene de lo más alto pues Jesús mismo, quien resistió toda
clase de injurias sin jamás dejarse llevar por la ingratitud o la
cólera, es «el más alto modelo de la paciencia... ningún hombre
habría sido capaz de semejante paciencia».191 Luego, Tertuliano
muestra cómo, en torno a la paciencia, se encadenan una serie
229
de otras virtudes específicamente cristianas: la esperanza, pues
sin esta la voluntad flaquea; la sumisión, pues sin la docilidad
emerge la rebeldía; la humildad, pues nadie soporta la humilla-
ción si no se ha sentido humilde por sí mismo; la caridad, pues
nadie sin paciencia puede practicarla: «La paciencia fortifica la
fe, arregla la paz, sostiene la caridad, cimenta la humildad, dis-
pone a la penitencia, pone un sello a la confesión, gobierna la
carne, mantiene al espíritu, encadena la lengua, modera la mano,
vence a las tentaciones, rechaza el escándalo y consuma el mar-
tirio».192 Es ella la que permite al mártir enfrentar con resigna-
ción heroica los asaltos: «Nada puede abatir su paciencia ni la fe
que debe al Señor: todas las violencias del demonio vienen a
estrellarse en él».193 Finalmente, la paciencia, dice Tertuliano, no
es solo toca al alma sino también al cuerpo, y es en el cuerpo
donde ella habrá de probarse. Los componentes de la verdad del
mártir (y por tanto de su virtud y su realización), eran pues una
firmeza basada en el ejemplo de Cristo y una promesa de tras-
cendencia después de la muerte: si finalmente se alcanzaba esta
capacidad de sufrir sin perder firmeza en la fe era posible sobre-
vivir a cualquier amenaza física: la espada, la cruz, el fuego o las
bestias. Armada de paciencia, Perpetua está pues preparada para
enfrentar su destino.

Cuarta visión de Perpetua

En este sueño o visión final Perpetua prefigura su sacrificio.


En ella, Pomponio, diácono que le ha hecho compañía durante
su encarcelamiento, es hecho aparecer vestido con una túnica
blanca, cumpliendo el papel que correspondería a un eisago-
reus, el funcionario romano cuya tarea ritual era conducir a los
reos hasta el anfiteatro por un camino largo y tortuoso. En pala-
bras de Perpetua:

—No tengas miedo; yo estaré contigo y combatiré a tu lado.


Y se marchó. Y he aquí que veo un gentío inmenso enfureci-
do. Y como sabía que estaba condenada a las fieras, me maravi-
llaba de que no las soltaran contra mí. Solo salió un egipcio, de
fea catadura, acompañado de sus ayudadores, con ánimo de lu-
char conmigo. Mas también a mi lado se pusieron unos jóvenes
hermosos, ayudadores y partidarios míos. Luego, me desnuda-
ron y quedé convertida en varón. Y empezaron mis ayudadores a
230
frotarme con aceite, como se acostumbra a hacer en los comba-
tes; en cambio, vi cómo el egipcio aquel se revolcaba, entre tanto,
en la arena. Entonces salió un hombre de extraordinaria grande-
za, tanto que sobrepasaba la cima del anfiteatro... Llevaba una
vara al estilo del lanista o adiestrador de gladiadores, y un ramo
verde, del que pendían manzanas de oro. Pidió silencio y dijo:
—Si el egipcio venciere a esta mujer, le pasará a filo de espa-
da; más si ella venciere al egipcio, recibirá este ramo.194

Después de algunas peripecias, Perpetua vence finalmente


al egipcio provocando un enorme gozo entre sus partidarios y
recibe en recompensa las manzanas de oro de manos del enor-
me personaje:

—Hija, la paz sea contigo.


Y me dirigí, radiante de gloria, hacia la puerta Sanavivaria o
de los vivos, y en aquel momento me desperté. Y entendí que mi
combate no había ser tanto contra las fieras, cuanto contra el
diablo; pero estaba segura que la victoria estaba de mi parte.
Tales son los sucesos hasta el día antes del combate; lo que en
el combate mismo suceda, si alguno quiere, que lo escriba.195

Antes de pasar a examinar con más detalle esta visión final,


conviene hacer algunas consideraciones generales acerca de ella.
Como se ha visto, los sueños y las visiones eran considerados
entre los carismas que el Espíritu Santo concedía a los sacrifica-
dos. En el Nuevo Testamento, el término «carisma» (tÕ c£risma)
tiene como significado «don», «regalo» como concesión de la ¹
c£rij, de la gracia divina. Esta concesión tiene varias consecuen-
cias: otorga al mártir la facultad de «solicitar» una visión, como
sucedió en la primera visión de Perpetua, cuando fue alentada
por sus compañeros para pedir una respuesta a la pregunta si
serán liberados o sufrirán el martirio. Pero también el carisma
permite al mártir contemplar por adelantado el suplicio, tal como
se llevará a cabo en la realidad. Sucedía entonces que los márti-
res sacrificados previamente se aparecían a los mártires en po-
tencia para ayudarlos en su conversión, como sucedió a Cuarti-
llosa, por ejemplo, quien vio en sueños a su hijo, martirizado
unos días antes para hacerle saber que Dios conoce su sufri-
miento, o a Cipriano, quien se apareció a un soñador para infor-
marle que el cuerpo no siente nada cuando el espíritu se ha en-
tregado totalmente a Dios. El núcleo esencial de los sueños era,

231
sin embargo, revelar, a veces con gran detalle como a Perpetua,
la vida en el más allá; en este caso, para hacerle ver los signos de
bienaventuranza que le serán otorgados después de su sacrifi-
cio: coronas, copas, palmas o trofeos que hacen las veces de cá-
liz de la pasión de Cristo, que ellos viven a escala humana.196
Esto último es lo que sucede en esta cuarta visión, con la que
concluye el llamado «Diario de la prisión».
Hasta ahora, las visiones habían provisto a Perpetua de dos
perspectivas: su destino en el paraíso y su estatuto como interce-
sora de los desdichados ante el cielo. Su cuarta visión, domina-
da por el sacrificio, está repleta de símbolos y alegorías referidas
a los sentenciados a la arena197 y por ello permite comprender el
vínculo profundo que unía al martirio con la civilización roma-
na. Roma y el martirio cristiano son inseparables. Veamos más
de cerca. Como en los sueños precedentes, Perpetua hace uso
del archivo de imágenes provisto por su contexto histórico y pro-
cesado por su psiquismo. En efecto, desde el inicio, la visión
busca resolver (o al menos apaciguar) las inquietudes de la jo-
ven víctima: Pomponio, quien la conduce a la arena, viste ya
como los habitantes del paraíso. Al fin de su pequeño recorrido,
aquel le da un beso, el beso de la paz. Está acompañada, ade-
más, de dos jóvenes hermosos, dice Perpetua. No está pues sola:
su nueva comunidad espiritual se encuentra a su lado, porque
una prueba como la que va a enfrentar debe ser insoportable en
la soledad.
Perpetua debía ser entregada a las bestias pero en su visión
su enemigo resulta ser un egipcio «de fea catadura». No es extra-
ño que ella se representara a su adversario como un egipcio, pues
los nativos de este país eran los atletas por excelencia y participa-
ban frecuentemente en los juegos, de lo que hay numerosos tes-
timonios. Luego, para la sabiduría pagana, especialmente la lati-
na, Egipto con sus innumerables deidades antropomórficas, con
aspecto medio animal, era la personificación del mal: para el
romano común, el egipcio era el símbolo de lo bárbaro.198 La
imagen onírica del egipcio probablemente debe aún más a la
tradición bíblica: desde el Antiguo Testamento, el Faraón es el
perseguidor del pueblo de Dios, tradición que se había conserva-
do a tal punto que Tertuliano hace una identificación expresa
entre el Faraón y Satán. Esta última asociación es importante
porque, como lo señala Perpetua, las luchas de los mártires no
eran contra Roma misma,199 pues esta no es más que un interme-
232
diario de fuerzas más grandes, como las de Satán, ante las cuales
aquellos deben triunfar mediante el dolor y el sufrimiento.
Aunque se encuentra en la arena, el de Perpetua no es un
combate entre gladiadores sino una lucha llamada pancracio,
un brutal deporte griego, mezcla de lucha y boxeo en la que to-
dos los golpes sin excepción eran permitidos. Previo al combate,
Perpetua es desvestida y aparece uno de los elementos simbóli-
cos que ha dado lugar a un buen número de interpretaciones
psicoanalíticas: el cuerpo de la joven se transmuta en un cuerpo
masculino. Nosotros nos limitaremos a señalar que quizá el ca-
rácter brutal de la lucha le hacía a ella inconcebible que una
mujer la practicara. Ciertamente, la presencia de las mujeres en
la arena no era desconocida. Nerón había recurrido a ellas como
representantes de las Danaes y Circe, y con su crueldad habitual
les había hecho correr la misma suerte final que a los personajes
mitológicos. Dión Casio menciona un combate feroz, realizado
justo por las mismas fechas que Perpetua, entre mujeres conver-
tidas en gladiadoras quienes lucharon con tal vigor que se des-
ataron bromas ofensivas que alcanzaron hasta a las damas ro-
manas más distinguidas, por lo cual Septimio Severo prohibió
en lo sucesivo la participación femenina en combates individua-
les.200 Lo cierto es que la arena ofrecía a las mujeres, gladiadoras
y mártires, la posibilidad de mostrar un valor extraordinario que
sorprendía a un público que más bien pensaba que tal resisten-
cia era una virtud estrictamente masculina. Las mártires se con-
virtieron en un emblema de la «paciencia» femenina ante el do-
lor: un caso notable había sido Blandina, a quien nos hemos ya
referido. Las mujeres mostraban un valor extraordinario y así
contravenían las afirmaciones acerca de su «fragilidad» y su «ca-
rencia de valor», que eran fuertes soportes ideológicos de la sub-
ordinación a la que las sujetaba el mundo antiguo (y luego el
cristianismo). El martirio era para ellas una oportunidad de ele-
varse por encima de un estatus usual que ni la sociedad, ni una
iglesia primitiva fuertemente masculinizada, solían poner en
cuestión.201 Es posible que este fuera un aliciente al sacrificio
femenino en el cristianismo primitivo.
El papel de mártir provocaba inversiones profundas en los
roles sociales que se acentuaban cuando se trataba de una mu-
jer. Estas situaciones extraordinarias incluían profecías y visio-
nes, como en Perpetua, pero también muestras de valor sobresa-
liente tales que incluso los hombres de la élite romana recono-
233
cían como «hombría», virtus. Debido a que participaba en un
pancracio, en su sueño Perpetua se ve ungida con el aceite pro-
pio a tal lucha. La unción con aceite que le aplican sus dos ayu-
dadores no era desde luego un simbolismo desconocido entre
los cristianos: el aceite significa la gracia y las bendiciones de
Dios; era usado como un signo de Su providencia durante los
ritos de bautismo, ordenación y extremaunción. Ser ungido, dice
Tertuliano representaba una suerte de bendición de Cristo. Un-
gida, ahora Perpetua está doblemente lista: para encarar a su
adversario en la arena y bendita para morir.
En ese momento aparece en la visión una figura gigantesca,
ricamente ataviada, «vestido de túnica, con un manto de púrpu-
ra abrochado hacia el medio del pecho por dos hebillas de oro,
calzado con chinelas recamadas de oro y plata».202 Probablemente
se trata de Dios personificado. No es de sorprender que Dios
mismo se muestre con los atributos del árbitro de la competen-
cia: el bastón y el ramo de manzanas de oro, que representaban,
por un lado su autoridad y por el otro, el premio al vencedor de
la lucha.203 Aunque Perpetua tal vez lo ignorara, Tertuliano en su
obra Ad Martyras había equiparado el martirio con el agôn, Ð
¢gèn, con el combate, porque los mártires son «los atletas de la
fe», combate en el que Dios ocupaba el papel de agonothetes,
presidente de los juegos, y Cristo el de lanista, esto es el «entre-
nador de gladiadores».204 La imaginería onírica de Perpetua es
coincidente con la de Tertuliano y en general con la del cristia-
nismo norafricano. Luego, Perpetua recibe de manos del perso-
naje gigantesco el premio por su victoria: es una palma, o rama,
«que tiene manzanas de oro».205 Según Tertuliano, después de su
victoria los mártires reciben tres premios: la corona de la eterni-
dad (a la que corresponde el ramo entregado a Perpetua), la ciu-
dadanía del cielo (representada por la salida de perpetua por la
puerta de los vivos) y la gloria eterna, a la que Perpetua se refiere
explícitamente. Radiante de gloria, ella sale por la puerta de los
gladiadores que sobrevivían a la lucha: la puerta sanavivaria, en
oposición a la puerta libitinaria o funeral por la que eran extraí-
dos los cuerpos sin vida de los luchadores. En breve, esta cuarta
visión, el día anterior a su sacrificio, brindó soporte emocional a
la joven otorgándole la convicción de que su desastre personal
era en realidad una victoria obtenida no contra las bestias, sino
contra el mal, contra el enemigo de todos. Así justificaba su pa-
pel de intercesor: luchando a nombre de toda la humanidad.
234
Esta es su verdad: ser la muralla defensiva de una humanidad
asediada por el maligno, y dar testimonio de que los seres huma-
nos, particularmente las mujeres, poseían los medios de derro-
tarlo, con la gracia de Dios: «tales son los sucesos hasta el día del
combate».
Podemos ahora retirar alguna conclusión del papel que los
sueños y las visiones ocupan en tanto en el individuo como en
este universo espiritual. El relato de Perpetua no es un diario, ni
una biografía: su propósito no es explorar el interior emocional
de la joven y solo se interesa en ella en torno a las circunstancias
de su sacrificio. El suyo es un relato que busca básicamente su
identificación como miembro de una comunidad que a su vez se
verá afirmada a través de esa misma identidad. Si se admite su
autenticidad, el texto expresa las tribulaciones de una joven, pero
a través de sus visiones, esta no busca explorar sus problemas
psíquicos o su interioridad sino mostrar la experiencia de la ver-
dad de un creyente. Contiene una expresión personal, pero está
más orientada a convencerse a sí y a su auditorio de cómo ejer-
cer un control sobre sí mismo para aquellos que no tienen otra
elección que la del sufrimiento físico. El escrito fue realizado en
un momento temprano y, por ello, tuvo gran influencia en la
educación moral de los cristianos y del fortalecimiento espiri-
tual de la iglesia. Pero no hay en él ningún esfuerzo de introspec-
ción. La conciencia de sí expresada en el escrito no contiene un
repliegue sobre el yo del autor para encontrar en este una ver-
dad oculta. Los sueños o las visión es no sirven a Perpetua para
explorarse; no son el punto de partida de un auto-análisis y su
conciencia no es reflexiva. El escrito contiene sin duda un dis-
curso subjetivo, pero no contiene un discurso interior. Las visio-
nes de Perpetua son más bien confirmaciones, demandas dirigi-
das a algo fuera de ella, lo divino, en un momento dramático de
su vida. En consecuencia, esas visiones participan de una con-
cepción de sí mismo muy lejana a la nuestra.
En efecto, en nuestros días, los sueños son una pieza clave
de la vida interior, del «yo» del soñador. Pero en la antigüedad, el
«yo» no se definía tanto en relación a ese repliegue interior, sino
en relación con los otros, con un «nosotros», constituido por su
nueva comunidad espiritual y por su nuevo padre celestial. Para
nuestros propósitos, esta cuestión es importante porque mues-
tra la manera cambiante en que los sueños se entrelazan con
distintas experiencias de la subjetividad. Las visiones de Perpe-
235
tua muestran que su «yo» se experimenta más en términos de su
participación a diferentes tipos de comunidad, que como un ejer-
cicio de su autonomía. Para Perpetua, la verdad no está en la
exploración de su «yo» más íntimo, sino en relación con la ver-
dad de lo divino, que le indica lo que ella es y debe ser. Perpetua
no desea intentar ninguna introspección, porque sin aquella pre-
sencia trascendental, ella no es nada. De ahí que la narración
ofrezca más bien una lección colectiva que una interioridad pro-
pia, un modo de ser y de comportarse potencialmente válido
para los futuros miembros de esa comunidad. La narración de
Perpetua deja ver que históricamente la relación de si a si que el
individuo establece consigo mismo a través de sus sueños, es
cambiante. En ella el «yo», entendido como instancia interior,
como discurso verdadero, secreto, e inaccesible a otro que no
sea el yo mismo, no está presente. Estas visiones muestran que
en la historia de la subjetividad es posible hablar de una serie
cambiante de «problematizaciones del interior».206 Las visiones
de Perpetua muestran que el «yo» puede darse de otro modo que
en la dimensión de lo íntimo y lo secreto.
Con ello, desde luego no estamos defendiendo que Perpetua
carezca de conciencia de su «yo», que no sea consciente de ser la
fuente de decisiones: ella sabe que por la fuerza de su voluntad
ha tomado las riendas de su destino. Pero esta acción suya no
está centrada en sus motivaciones íntimas, sino en el papel que
ocupa en un drama colectivo. No es un «yo» centrado en el dis-
curso de la primera persona y detentor de una individualidad
singular. En la época del Perpetua, el cristianismo no había aún
llegado a ese grado de intensificación en la relación a sí mismo,
que habría de producir más tarde las Confesiones de san Agus-
tín.207 Lo que nos importa señalar por ahora es que, cuando el
sujeto se interroga a sí mismo a través de sus sueños, no se en-
cuentra necesariamente a su «yo» íntimo, secreto e indecible de
nuestros días. Si los sueños pueden mostrarlo es simplemente
porque participan de una cierta «historia de la interioridad», es
decir, de las formas cambiantes en las que el sujeto se interroga
y se encuentra, se analiza y se hace objeto de su preocupación.
Grandes transformaciones han debido ocurrir para llegar a la
concepción moderna del «yo». Profundos procesos de individua-
ción, de singularización, han debido presentarse para que surja
el «yo» como interioridad individual y secreta. El «yo» íntimo de
nuestros días es resultado de ciertas formas de introspección y
236
de análisis por las cuales el sujeto se ha tomado a sí mismo como
objeto de sus transformaciones conscientes. Si ese «yo» interior
e irrepetible falta en el texto de Perpetua no es pues por ignoran-
cia o carencia, sino porque expresa otra forma de plenitud, aquella
en la que el «yo» se unía más fuertemente al «nosotros» de una
comunidad y al «nosotros» espiritual. En ausencia de este «yo»
interior, las visiones participaban en el fortalecimiento de una
nueva comunidad. Pero esto no lo habrían podido lograr los sue-
ños por sí mismos, sin el relato del martirio, obviamente agrega-
do por un redactor anónimo. Por ello ya sin la presencia física y
las palabras de Perpetua, debemos acercarnos a esta experien-
cia colectiva y su significado.
Como todo emplazamiento ritual, la arena romana, donde
se consumaba el castigo, era un lugar ambiguo. Los romanos
construían diferentes edificios para sus espectáculos: teatros (para
sus representaciones escénicas como comedias o dramas), odeo-
nes (salas para música y poesía), estadios (para los eventos atlé-
ticos) y circos (destinados a carreras de caballos). Entre ellos el
anfiteatro ocupa un lugar aparte. Estaba destinado a desfiles,
espectáculos que hoy llamaríamos circenses, pero también a las
luchas de gladiadores y ejecuciones capitales.208 Aunque su in-
vención era relativamente reciente (pues aparece apenas en el
siglo II a.C.) el anfiteatro estaba profundamente ligado a la cul-
tura romana. Era el lugar al que se iba a dar testimonio del es-
pectáculo de la muerte: muerte de animales y de seres humanos
que eran considerados o bien dañinos, o bien sin valía. Era un
lugar vinculado directamente a las necesidades políticas de los
emperadores o del gobierno, sitio donde estos podían imponer
la ejecución violenta demostrando con ello su poder sobre la
vida y la muerte.209 En principio era un sitio de humillación don-
de gente despreciada sería espectáculo de escarnio público. Ahí
se preparaba una agonía de larga duración adecuada para escla-
vos o gente sin dignidad para la cual una degradación física no
era una ofensa. Estaba reservada para los humiliores pues los
honestiores que incurrían en el castigo capital eran decapitados.210
Pero en la arena, por todo un juego de significados, podía darse
una inversión completa y lo que debía ser un lugar de denigra-
ción, podía transformarse en un sitio donde esos seres obtenían
gloria y hasta un espacio de inmortalidad. Este era el caso, cier-
tamente excepcional, de los mártires, pero también de sus com-
pañeros de arena: los gladiadores. Ambos estaban expuestos a la
237
humillación pública, pero bajo circunstancias especiales eran
susceptibles de encontrar reconocimiento y hasta admiración,
porque en su sacrificio intervenían valores que la cultura roma-
na admiraba y respetaba: el honor, el valor del juramento, la
reivindicación de la manera de morir.
Recuérdese que Perpetua y sus compañeros fueron conde-
nados Ad Bestias. Dentro de los espectáculos del anfiteatro, este
tipo de castigo ocupaba un lugar subalterno: los condenados a
las fieras eran sacrificados a mediodía, entre los sacrificios de
animales, los venatorios, realizados por la mañana y las luchas
de gladiadores de la tarde, es decir en una pausa para comer que
casi nadie del auditorio aprovechaba para salir, por temor a per-
der su sitio. Entre todas las sentencias la de Ad Bestias era la más
costosa y difícil de cumplir: requería una cuidadosa planeación
y medidas que aseguraran la disponibilidad de las fieras211 y otras
precauciones para asegurar que, en el momento cumbre, las
bestias mostraran su natural agresividad. Debido a ello, la Datio
ad bestias estaba reglamentada y aparentemente se realizaba en
fechas fijas: «así, cuando el heraldo anunció que Policarpo se
había declarado cristiano, la multitud gritó que se soltara a un
león, pero el heraldo respondió: “ya no es posible, los juegos anua-
les han concluido”, y la gente no insistió más».212 Cuando en
estos espectáculos estaban incluidas mujeres, eran reservadas
para el último día, como una ocasión especial. En el caso de
Perpetua, aparentemente la ejecución fue pospuesta varios días
para hacerla coincidir con el aniversario de Geta que se realiza-
ba cada cinco años, de modo que los altos costos de la ejecución
fueran incluidos en la celebración.
Cuando se trataba de mujeres, la humillación estaba acom-
pañada de un componente sexual y simbólico adicional. Según
el narrador anónimo, las autoridades intentaron obligar a Per-
petua y sus compañeros a disfrazarse de sacerdotes de Saturno y
sacerdotisas de Ceres (quienes según Tertuliano vestían llamati-
vas túnicas púrpuras y rojas).213 Es posible que estos vestidos
asociados a cultos politeístas fueran elegidos como un insulto a
los monoteístas cristianos, porque la sentencia a las fieras no
excluía la humillación. Perpetua se resistió argumentando que
habían accedido a ir a la arena a condición de no portar esos
trajes. Finalmente tanto a ella como a Felicidad, se le cubrió con
una red que no ocultaba del todo su desnudez pero que en cam-
bio dificultaba sus movimientos. Con frecuencia se buscaba re-
238
bajar a las mujeres enfrentándolas a un toro embravecido, sím-
bolo de la potencia sexual, atándolas a un poste, en una suerte
de violación simbólica. En el caso de Perpetua se le enfrentó una
«vaca bravísima [...] preparada por el diablo» —dice el narra-
dor—, «emulando aun en la fiera, el sexo de ellas».214 La elección
es notable porque entre los animales que normalmente eran uti-
lizados en estos suplicios se encontraban osos, toros, leopardos
y jabalíes; desde luego el león era la estrella pero era muy costo-
so y para recurrir a él había que obtener un permiso especial.
Perpetua fue embestida por la vaca embravecida y lanzada por
los aires; se incorporó aturdida, aparentemente sin tener clara
conciencia de lo ocurrido y «se ató los dispersos cabellos pues
no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparci-
da, para no dar la apariencia de luto en el momento de su glo-
ria».215
No siempre las bestias arremetían contra los condenados y
esto daba al espectáculo un tono especial. Así sucedió con los
compañeros de Perpetua. A Saturo le ataron a un poste y en un
primer intento le enfrentaron un jabalí, pero este no lo hirió,
sino que embistió contra su conductor, el venator, quien murió a
los pocos días. En un segundo intento, se le trató enfrentar un
oso, animal al cual Saturo tenía un pánico particular, pero la
bestia se negó a salir de su jaula. Saturo salió por segunda vez
ileso.216 Finalmente, se le arrojó a un leopardo que, de un solo
mordisco lo dejó bañado en sangre. Aun malheridos, a petición
de la multitud, todos los mártires fueron conducidos a un lugar
visible en la arena donde fueron acabados por la espada de un
gladiador novel e inexperto: según L. Robert, se trató del tirun-
culus de Éfeso, esto es la clase de gladiador que en sus combates
estaba provisto de una red.
No hay ningún indicio de piedad hacia los mártires por par-
te de la multitud, lo que a los ojos modernos provoca una valora-
ción negativa del pueblo romano. Pero es preciso comprender
que, desde el punto de vista romano, un criminal condenado a la
arena era una mercancía cuyo castigo podía satisfacer una nece-
sidad social y en este contexto, el sacrificio era más bien un en-
tretenimiento que un castigo. La Datio ad Bestias era realmente
un juego en el que no había lugar para la compasión. A menos
que por sus crímenes el paciente fuese una celebridad para el
público el condenado contaba menos que cualquier otro ani-
mal. Los numerosos textos conservados nunca dicen que, movi-
239
da por la piedad, la multitud hubiese hecho liberar a esos des-
graciados. Los sentimientos de la plebe romana eran muy dife-
rentes a la sensibilidad moderna, pero esto no impedía que tu-
viera lugar una completa inversión de valores.
Detallando la actitud de Perpetua, el relato busca justamen-
te mover los resortes que logran que ese lugar de oprobio se
transformara en su contrario. En primer lugar porque exhibe
que la víctima cristiana en su verdad, da prueba de su fidelidad a
la palabra empeñada en el momento de recibir los sacramentos.
Era el momento en que la iniciación a la fe probaba que era una
verdadera transmutación del ser. Con la aceptación de los sacra-
mentos, el creyente dejaba atrás su ser previo e ingresaba en una
milicia singular, la de los combatientes en nombre de Dios: «He-
mos sido llamados —escribe Tertuliano aproximadamente en el
mismo momento— en el servicio del Dios viviente en el momen-
to en que respondimos a las palabras del sacramenti» (el jura-
mento en el bautismo).217 El martirio era el momento de la «ve-
redicción» de Perpetua, es decir, la prueba de que su identidad
era exactamente la que se proponía ser: la de una verdadera cris-
tiana. Ahora bien, la cultura romana, tan apegada a la noción de
honor, apreciada fuertemente esa fidelidad a la palabra dada,
por eso exigía un juramento a sus soldados y aun a los gladiado-
res.218 Este último tenía por supuesto un sentido peculiar, pues
los gladiadores carecían de honor y por ello su juramento,219
auctoramentorum gladiatorum, apenas les ofrecía una mínima
posibilidad de redención honorable. Claro está que, a diferencia
de los soldados, para mártires y gladiadores su batalla no tenía
lugar en el campo sino en la arena.220 Pero la arena reconstruía
las condiciones tradicionales del honor y la manera en que se
hacía frente a la muerte era el momento culminante. Ahora bien,
la obtención de los sacramentos (o el juramento del gladiador)
es un acto voluntario, algo que ata al individuo a su elección y la
comunidad que comparte tal elección. Es una barrera autoim-
puesta, un límite posible para la acción, que como decisión pro-
pia, puede al menos en potencia ser roto por el individuo. Es por
eso que la fidelidad a la palabra empeñada abría la posibilidad a
Perpetua (y a los gladiadores) de ofrecer un espectáculo subli-
me, aceptable a los ojos de Dios (y de los ciudadanos). Se dejaba
la vida por la propia elección. Y es este auto-sacrificio en fun-
ción de algo que se estima más alto el que permitía aquella inver-
sión completa de valores. Hay algo que enaltece al individuo que
240
auto-determina su voluntad al costo de su propia vida, de mane-
ra que la degradación a la que estaba destinado se convierte en
la redención del honor perdido. La diferencia es que para los
cristianos como Perpetua, el paradigma ofrecido era el sacrifi-
cio voluntario de Cristo, el auto-sacrificio redentor, de alguien
que, considerado por algunos como un criminal, que dejó la vida
por propia elección.221 De ahí el impulso irresistible al martirio
para muchos y la excepcionalidad del mártir.
Pero esa fidelidad debía manifestarse expresamente en la
manera de morir. En una cultura como la romana, para la cual
la muerte era un momento muy importante de la veracidad de la
vida de un individuo, se trataba de una situación crucial. Aquí, la
actitud de la víctima le abría la posibilidad de redimir un honor
de suyo perdido. En principio, la víctima había sido enviada a la
arena para ser objeto del oprobio, la burla y el insulto de todos.
¿Cómo colocarse más allá de ello? La única posibilidad era mos-
trar que aceptaba con paciencia cristiana la brutalidad y su de-
rrota. Si la vida es lo más valioso que se posee, entonces la re-
nuncia a la vida en función de algo que se considera de mayor
valor, eleva el valor de esto último por encima de aquello a lo que
se renuncia. La auto-destrucción se convierte entonces en mag-
nificencia. Pero para ello, la mártir debía afirmar claramente
con su actitud que su objetivo no era salvar a toda costa la vida,
sino preservar lo que dignificaba su destrucción. Los espectado-
res creían arrancarle algo valioso y ella probaba que lo verdade-
ramente valioso no podía serle arrebatado. La víctima debía
mostrar un valor insuperable y un absoluto auto-control, mos-
trando que había logrado dominar uno de los más grandes mie-
dos: el temor a la muerte.222 Es por eso que el relator señala que
el gladiador encargado de dar el golpe definitivo a Perpetua, sien-
do demasiado inexperto, debió ser auxiliado por la mártir quien
llevó a su propia garganta la espada errante: «Tal mujer tan ex-
celsa no hubiera podido ser muerta de otro modo, como quien
que era temida del espíritu inmundo, si ella no hubiera queri-
do».223
Si esta paciencia cristiana suscitaba admiración es porque
tenía profundos antecedentes similares en Roma. En el pensa-
miento romano existía de tiempo atrás una trama de conceptos
de auto-sacrificio. Este modelo romano de auto-inmolación era
llamado devotio. La devotio era el auto-sacrificio que algunos
generales romanos habían realizado, sea para salvar al resto de
241
sus tropas o bien para asegurar la victoria, como lo hizo Decius
Mus (340 a.C.). Los dioses aceptaban esta auto-inmolación a
cambio de un beneficio para los demás. El comandante, que había
pedido su poder y sus fuerzas reivindicaba su libre voluntad en
el mero acto de convertirse en víctima y por ende la devotio era
un acto de valor irrefrenable y salvaje. Probablemente era el es-
toicismo filosófico quien había enseñado a la aristocracia roma-
na que el bien moral estaba por encima de la preservación de la
vida, que esta era indiferente frente a la virtud. Por la devotio, la
víctima podía actuar estoicamente: la muerte era un destino al
que no podía escapar, pero estaba en su poder cierta manera de
enfrentarla. Sin embargo, entre los militares romanos, la devotio
era también una suerte de maldición dirigida contra el enemigo
que el sacrificado ofrecía a los dioses infernales para que desen-
cadenaran su descontento, de manera que aquel y sus enemigos
quedaban vinculados con una unión indisoluble y a la larga fu-
nesta para ambos.224
El término devotio pasó al vocabulario cristiano: «yo soy tu
devoto», como sinónimo de «entrega». Pero su sentido era total-
mente distinto: la actitud de Perpetua denota una nueva rela-
ción de la conciencia humana con Dios y con el mundo divino.
Esta nueva relación obedecía a una redefinición que no tenía
antecedentes en el mundo pagano: la completa sumisión del cre-
yente ante Él. En efecto, Perpetua no busca afirmarse ante Dios,
sino por el contrario, vaciarse a sí misma en la completa humil-
dad: ser leal a su fe, aquí y ahora.225 Para ella la muerte no es una
amenaza, ni un límite sino la oportunidad de ser perfecta y ver-
dadera ante la gracia de Dios, aun en la entrega final. La muerte
no es una separación de Dios sino a la inversa, la transición ha-
cia una vida en la cual Cristo es el último horizonte. Y esto es lo
que las visiones confirmaban. En el anfiteatro, el público espe-
raba un espectáculo de irrisión y el mártir le ofrecía una demos-
tración de firmeza y dignidad, es decir, de poseer un honor que
en principio le había sido negado. Se comprende ahora en qué
sentido el martirio y Roma están asociados profundamente: sin
el antecedente de la cultura del honor, sin la existencia de la
muerte honorable en el ejército y la aristocracia romana, el mar-
tirio cristiano no habría tenido más sentido que la diversión.
Por esta inversión profunda que conducía de la ignominia a
la magnificencia, la víctima recibía un aura especial: la sangre
de los gladiadores, por ejemplo, era adquirida inmediatamente
242
para la preparación de fórmulas mágicas que se consideraba que
incrementaban la potencia sexual y, en muchos casos, los cuer-
pos de los mártires eran incinerados o desmembrados para im-
pedir que los cristianos se apropiaran de ellos para hacerlos ob-
jeto de culto. Los cuerpos de Perpetua y sus compañeros fueron
sepultados en la Basilica Majorum donde 17 siglos más tarde
serían localizados.226 Para los cristianos, esta derrota física solo
podía convertirse en victoria espiritual por la idea de trascen-
dencia, de la existencia de una vida más verdadera después de la
vida. Una trama compleja de creencias y argumentos permitía
enfrentar esa situación dramática y dejar con ello un legado es-
piritual duradero: «los cristianos no nacen, se hacen» —escribió
Tertuliano—227 por la misma época. Pero esta revelación no per-
tenecía a la experiencia en la vigilia sino a la experiencia onírica,
única que podía ofrecer a una prueba definitiva. Solo así puede
comprenderse que lo normal, el apego a la vida, pudiera ser tras-
gredido. Pero esto era una convicción que no podía realizarse
únicamente en la arena, porque solo la experiencia de los sueños
y las visiones podían afirmarla.

2.3. Las tribulaciones de un hombre de letras: los sueños


de san Jerónimo

En el transcurso del año 384, cuando ya vivía en Roma, san


Jerónimo envió a Eustoquia una larga carta conteniendo direc-
trices espirituales útiles para alguien que, como ella, había elegi-
do ser una virgen consagrada. Aunque el tema general de la car-
ta es la castidad (en otros escritos san Jerónimo se refiere a ella
como «Tratado sobre la guarda de la castidad»), a lo largo del
discurso se toca un mosaico de temas referidos a cuestiones cle-
ricales y autobiográficos. En algún momento, san Jerónimo se
refiere al peligro de adoptar una actitud afectada en la pronun-
ciación de las palabras o en la elección del material de lectura:
«no imites la melindrosa pronunciación desgarbada de ciertas
matronas que solo pronuncian con lengua balbuciente la mitad
de cada palabra, teniendo por grosero todo lo natural».228 Por
antinatural, tal actitud característica de los paganos es incom-
patible con la vida ascética y, según el santo denota una tenden-
cia al adulterio. La asociación entre la afectación aristocrática y
la sencilla vida cristiana se le antoja imposible, por eso cita las
243
Escrituras: «¿qué armonía existe entre Cristo y Belial?»,229 agre-
gando por su cuenta: «¿Qué hace Horacio con el Salterio, Marón
con los Evangelios, Cicerón con el Apóstol?». A lo largo de su
carta, San Jerónimo sostiene que es preciso mantener separadas
las fuentes del saber de Cristo de las contaminadas fuentes pa-
ganas. Y es en ese momento que, para apoyar su argumento,
introduce lo que llama «una desventurada historia», un relato
acerca de un sueño ocurrido muchos años antes, sueño al que
ahora nos aproximamos.
El relato tiene un cierto tono auto-biográfico. En efecto, en
algún momento de su juventud, por amor al Reino de los Cielos,
tiempo atrás, san Jerónimo había abandonado su vida anterior,
es decir la comodidad de la vida paterna, sus vínculos familiares
y había emprendido un viaje a Jerusalén a fin de alistarse en las
milicias de Cristo. Sin embargo, entonces no había tenido el va-
lor de desprenderse de la biblioteca que con tanto esfuerzo ha-
bía reunido en Roma, a la que sin duda guardaba gran aprecio:
«desdichado de mí, ayunaba para luego leer a Tulio. Después de
las largas vigilias de la noche, después de las lágrimas que el
recuerdo de mis pecados pasados me arrancaba de lo hondo de
mis entrañas, tomaba en mis manos a Plauto y, si alguna vez
volviendo de mí mismo me ponía a leer un profeta, me repelía su
estilo tosco, y no viendo la luz por tener ciegos los ojos, pensaba
que la culpa no era de los ojos, sino del sol».230
Comprende ahora, pero lo ignoraba entonces, que mediante
el apego a la literatura clásica, la antigua serpiente aún jugaba
con él. En ese estado se encontraba cuando, a mediados de la
cuaresma una fiebre invadió su cuerpo y sin darle tregua lo expri-
mió hasta dejarlo en huesos: «ya se preparaban mis exequias y en
mi cuerpo helado el calor vital del alma solo palpitaba en un rin-
cón de mi pecho también tibio». Fue en ese momento que se pre-
sentó una célebre visión que san Jerónimo atribuye a un sueño:

[...] arrebatado súbitamente en el espíritu, soy arrastrado hasta


el tribunal del juez, donde había tanta luz y del resplandor de los
asistentes salía tal fulgor que, derribado por tierra, no me atrevía
a levantar los ojos. Interrogado acerca de mi condición respondí
que era cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: «mientes;
tú no eres cristiano, pues donde está tu tesoro, allí está tu cora-
zón».231 Enmudecí al punto y entre los azotes —pues había un
juez dado la orden que se me azotara— me atormentaba aún
más el fuego de mi conciencia, considerando dentro de mí aquel
244
versículo: ¿Mas en infierno, quién te alabará?232 Pero empecé a
gritar y a decir entre gemidos: Ten compasión de mí Señor, ten
compasión de mí.233 Este grito resonaba entre los azotes. Al fin,
postrados a los pies del presidente, los asistentes le suplicaban
que concediera perdón a mi mocedad y me permitiera hacer pe-
nitencia por mi error; que ya terminaría yo de cumplir el castigo
si alguna vez en lo sucesivo leía los libros de la letras paganas. En
cuanto a mí, puesto en un trance ten terrible, estaba dispuesto a
hacer promesas aun mayores. Por eso empecé a jurar y apelando
a su mismo nombre dije: «Señor, si alguna vez tengo libros secu-
lares y los leo, es que he renegado de ti». Liberado en virtud de
este juramento, vuelto a la tierra, y en medio de la sorpresa gene-
ral, abro los ojos que estaban bañados con tal abundancia de
lágrimas que con el dolor expresado en ellos, convenció aun a los
incrédulos. Aquello no había sido un simple sopor ni uno de esos
sueños vacíos con los que somos frecuentemente burlados. Testi-
go es aquel tribunal ante el que estuve tendido, testigo el juicio
que temí —nunca me ocurra que vuelva yo a caer en tal interro-
gatorio— que salí con la espalda amoratada y sentí los golpes
aun después del sueño y que, en adelante, leí con tanto ahínco los
libros divinos cuanto no había puesto antes en la lectura de los
profanos.234

Es sin duda uno de los pasajes más conocidos de la vida y de


la correspondencia de san Jerónimo. Él mismo lo llama un sue-
ño, aunque un gran número de comentaristas prefieren llamar-
lo una alucinación, o un delirio febril producto de la debilidad.235
San Jerónimo quizás habría desestimado la diferencia, pues en
el discurso del cristianismo temprano no hay forma de distin-
guir entre sueños y visiones: los primeros autores cristianos pa-
recen haber considerado que tanto los sueños como las visiones
pertenecen básicamente al mismo fenómeno.236
La narración que él ofrece es retrospectiva: en el momento
de escribir la carta ya no vivía en el desierto sino en Roma, en los
círculos cercanos al Papa. La distancia temporal que separa el
sueño evocado y el hecho de que la narración es una educada
pieza de oratoria ha hecho sospechar que se trata de una suerte
de licencia literaria. Adicionalmente, eso mismo ha provocado
un largo debate acerca del lugar y la fecha en que tal visión oní-
rica pudo haber ocurrido. Para algunos, si ocurrió durante su
estancia en el desierto debió suceder entre los años 375 y 377237 y
fue producto del estado espiritual de la vida ascética y de la indi-
gencia física; para otros autores, en cambio, el sueño tuvo lugar
245
durante el trayecto hacia el desierto, en su estancia en Antioquía
el año 374,238 cosa que el mismo san Jerónimo parece afirmar en
la carta pues asegura que entonces: «había emprendido viaje a
Jerusalén».239 Años más tarde, en el prefacio a su Comentario a
Gálatas que también dedicaría a Eustoquia, el santo escribió que
el sueño había ocurrido unos 15 años antes, lo que colocaría el
suceso entre los años 371 o 372, nuevamente antes de su reclu-
sión en el desierto. En su madurez, el santo se referiría al sueño
como una experiencia de la «mocedad», lo que en su caso equi-
valdría a una edad de aproximadamente 30 años.
San Jerónimo no parece haber dudado nunca que fue expe-
riencia verdadera. Pero a fin de comprender cabalmente esta
afirmación es importante tener en mente dos premisas de orden
general: primero, que para los individuos del siglo IV de nuestra
era, las barreras entre la vigilia y lo sobrenatural eran mucho
más fluidas de lo que son ahora. En ese mundo existía una suer-
te de continuidad, un tránsito posible de lo humano con lo divi-
no que hoy resulta difícil imaginar; una proximidad que posibi-
litaba que lo divino irrumpiera en cualquier momento de la exis-
tencia. Un principio admitido de empatía universal hacía posible
que en un instante se dejara entrever la cara oculta de la cosas.240
Los sueños eran justamente una de las vías privilegiadas: a tra-
vés de ellos, los individuos sentían la irrupción de una realidad
que rebasaba con mucho su mundo finito. De manera que los
sueños no eran considerados como una repetición parcial de la
realidad en el fuero interno del soñador, sino como una exten-
sión de la realidad vivida y compartida por todos, a experiencias
inalcanzables por otros medios. En segundo lugar y por lo mis-
mo, es seguro que el contacto con el juez divino mediante el
sueño tuvo para san Jerónimo un significado emocional más
profundo y un autoridad más indiscutible que la que le otorgaría
cualquier soñador de nuestros días. Y no es porque san Jeróni-
mo no se presente a sí mismo como un visionario, ni como un
ser excepcional: él no tiene como san Hilario o Pablo el Eremita
(cuyas vidas ha escrito), un sueño profético. Por el contrario, su
visión es la de un creyente ordinario que humildemente recibe
una corrección merecida: el suyo es un sueño punitivo.
Es muy probable que el sueño tuviese efectivamente lugar y
que no se tratara de un artificio literario para apoyar sus doctri-
nas ascéticas: lo prueba el que años más tarde, en pleno enfren-
tamiento con su ya para entonces feroz adversario Rufino —
246
quien conocía el contenido de la carta y le reprochaba haber
roto la promesa hecha durante la visión—241 san Jerónimo no
respondió negando la verdad del sueño, sino reduciendo su im-
portancia, afirmando que era un «mero sueño» y que de cual-
quier modo había mantenido la promesa ofrecida. Una muestra
más de su veracidad es que, como veremos con más detalle, la
visión onírica influyó profundamente en su actitud hacia la lite-
ratura pagana, especialmente aquella cuyo objetivo primordial
fuera la distracción personal.
Un sueño efectivamente. Pero si los sueños son algo más que
visiones personales incontroladas, entonces debe poder rastrearse
en las condiciones que lo han hecho posible y en las consecuen-
cias que tuvo en el diálogo que el santo mantenía consigo mismo
y con su entorno. Un sueño revela a la vez al soñador y a las
categorías de pensamiento e imaginación de su tiempo. Desea-
mos pues defender que el mundo onírico contiene, además de
las tribulaciones y asedios del durmiente, una red imaginaria
compuesta de relaciones culturales y sociales que emergen en la
actividad del soñador. El sueño revela una lucha interior mani-
fiesta, pero esa lucha también posee un sentido que desborda al
que sueña. Nuestra invitación aquí consiste en preguntarnos,
¿cómo da forma un individuo, san Jerónimo, a su inquietud? O
mejor, ¿de qué manera esa experiencia onírica contribuyó a for-
mar la identidad del santo?
San Jerónimo fue un hombre de letras que participó en un
mundo en transición entre el declive de la visión pagana del
mundo y la visión cristiana aún en formación. Su lengua mater-
na era el latín pues había nacido en la ciudad de Stridon en Dal-
macia. Muy joven viajó a Roma donde siguió las enseñanzas del
célebre gramático Donato donde, de acuerdo con el programa
educativo de la época, debió recibir los primeros rudimentos de
lengua griega (con la que no tendría contacto vivo sino hasta el
año 373),242 cuando se desplazó hacia el oriente, hacia Antio-
quía. Siguiendo el ciclo de los estudios liberales en Roma, debió
continuar luego su educación con un rétor donde adquirió su
notable habilidad retórica de la estuvo siempre extremadamen-
te orgulloso, al punto de aceptar muy mal cualquier señalamien-
to crítico referido a su estilo, fuese como autor o fuese como
traductor. San Jerónimo es pues un producto típico de la cultura
latina clásica en un momento en que la naciente cultura cristia-
na no poseía los medios espirituales y educativos para ofrecer
247
una formación autónoma. El amor que sentía hacia las letras
seculares se confunde con su formación intelectual y como indi-
viduo, y se depositó en él, como ese trasfondo en el que cada uno
conserva para sí, irrenunciable, el mundo en que se han forma-
do las emociones y los afectos.
Pero este hombre provisto de una sólida formación clásica
tomó en algún momento una decisión que modificó toda su vida:
su conversión al cristianismo. Ahora bien, en esa época la llama-
da de Cristo significaba el deber de producir un hombre nuevo,
es decir implicaba para el creyente lograr una profunda trans-
formación de sí, una ascesis. A mediados del siglo IV, esta elec-
ción estaba asociada a una atracción irresistible por el desierto.
Un cristiano de entonces probaba su fe inquebrantable marchan-
do solo al desierto, a la reclusión del eremita, que se había con-
vertido en el crisol de la convicción más radical. Para san Jeróni-
mo la vía de la perfección incluía simultáneamente el rechazo al
hombre anterior y el rechazo de la patria: «un monje no puede
ser perfecto en su propio país —escribió—».243 El suyo fue un
proyecto monacal, pero es porque siempre tuvo la convicción
interior de que la búsqueda genuina de la verdad se realizaba en
el desierto, en la vida de un monje:244 «Considera el significado
de la palabra “monje”, que es tu nombre [...] ¿qué haces entre la
muchedumbre tú, que eres un solitario?».245 ¿Por qué elegir el
desierto? Los cristianos más radicales marchaban al desierto por
dos razones: para subyugar el cuerpo, considerado un adversa-
rio del espíritu, y para aproximarse a Dios, manteniendo con Él
una relación ininterrumpida mediante la vigilancia de sus peca-
dos. Toda su vida el santo exégeta resintió esta atracción profun-
da hacia la vida monástica.
En ese momento, san Jerónimo eligió el desierto de Calcis,
una localidad situada a unos 75 kilómetros al sudoeste de la ciu-
dad de Antioquía, desierto que, según el futuro exégeta «separa
Siria de los confines de la barbarie».246 Es posible reconstruir en
cierta medida el estado espiritual de san Jerónimo en ese mo-
mento a través de su correspondencia. En efecto, él había visita-
do el monasterio del abad Teodosio, y había quedado fuertemente
impresionado por la austeridad y el fervor que observó en los
monjes; eso creó en él un intenso deseo de realizar ese proyec-
to... pero esto fue seguido de inmediato por una profunda incer-
tidumbre acerca de las fuerzas interiores que disponía para ha-
cerlo. Su carta número dos, escrita en Antioquía va dirigida jus-
248
tamente a Teodosio y demás anacoretas que moran el desierto:
está llena de admiración por ese género de vida [...] y llena tam-
bién de resistencia interna. San Jerónimo estaba excitado por
encontrarse tan cerca del verdadero ascetismo: «Cuánto desea-
ría yo gozar ahora de vuestra compañía...».247 Esta fascinación
se encontraba además alentada porque la migración de una
multitud de monjes a ese lugar inaccesible «había hecho del de-
sierto una ciudad» (expresión que se debía a Atanasio) y según
san Jerónimo «un lugar más ameno que cualquier ciudad».
La carta número tres, dirigida a Rufino, expresa esa misma
atracción: lo hace sin ocultar su admiración por su amigo, quien
en ese momento recorre los lugares de los anacoretas, a los cua-
les el santo llama «verdaderos mártires del deseo».248 Pero don-
de san Jerónimo se exacerba es en el reconocimiento a un amigo
común, Bonoso, quien ha elegido una isla peligrosa y desierta
para practicar una vida ascética extrema: «¿Te imaginas los en-
redos que el diablo estará urdiendo ahora? Golpeará con grave
enfermedad el cuerpo de Bonoso ya extenuado por el ayuno,
pero será rechazado con la palabra del Apóstol: cuando me hago
más débil soy más fuerte...,249 disparará dardos encendidos, pero
darán sobre el escudo de la fe... y para no alargarme, atacará
Satanás pero defenderá Cristo».250
Al lado de esta admiración exuberante se encuentra sin em-
bargo la sensación de su propia debilidad: san Jerónimo tiene
un deseo ferviente: «que mi alma sea arrebatada por el ansia
más ardiente hacia esa forma de vida», pero está convencido
que sus propias fuerzas son insuficientes y que la batalla que se
libra en su interior está lejos de estar ganada: «pero mis culpas
han hecho que, como hombre asediado por todo género de acu-
saciones, no pueda unirme a ese coro de bienaventurados».251
Puesto que sus fuerzas no bastan, solicita la intercesión de los
monjes ante Dios para encontrar el impulso que le obligue a dar
el paso que desea, pero que teme: «a vosotros os toca que mi
voluntad llegue a cumplimiento. A mí me toca querer, a vuestras
oraciones que no solamente quiera sino que también pueda».252
En síntesis, un conflicto está latente porque el desierto es un
anhelo, pero que no cuadra con su temperamento; es un impul-
so genuino pero frenado por una voz interior: «Y yo, inmerso en
medio de este elemento, no quiero retroceder ni puedo avanzar.
Solo queda que por vuestra oración el soplo del Espíritu Santo
me empuje hacia delante y me acompañe hacia el puerto de la
249
anhelada orilla».253 Sin saberlo, el exégeta prepara sus futuros
sueños a través de sus desgarramientos internos, deseando mu-
chas veces lo que no está a su alcance: San Jerónimo intuye que
se está incubando en él una tensión que por entonces no puede
expresar sino por los medios de los que le ha provisto su cultura
clásica: «negra tormenta se cierne sobre mi cabeza... mar por
doquiera, por doquiera cielo»,254 esto es, citando a Virgilio.
Finalmente, san Jerónimo venció sus resistencias internas y
logró dar el paso que le condujo a adoptar la vida de monje en el
desierto de Calcis, en Siria, estancia que duró aproximadamente
dos años. La soledad en la que vivió entonces fue, sin embargo,
más psicológica que real. En efecto, el «desierto» de la vecindad
de Calcis era más bien un semidesierto: en los alrededores exis-
tían diseminados aquí y allá campesinos que se aferraban a cual-
quier pedazo de tierra para subsistir, e igualmente dispersa se
encontraba una colonia de eremitas quienes, aunque técnica-
mente solitarios, mantenían diversos grados de relación unos
con otros. Esta situación no era excepcional: en Egipto existían
igualmente grupos de eremitas no agrupados en monasterios
pero que formaban algo que podría llamarse una «colonia» de
solitarios que se reunían los sábados y los domingos para reali-
zar algunos servicios en común, como la misa semanal. Este
tipo de vecindad se extendió a Siria, con la diferencia de que en
este último lugar los eremitas ejercían un ascetismo más riguro-
so, a veces excéntrico. La de san Jerónimo no fue pues la vida de
un anacoreta instalado en la barbarie más inaccesible para lu-
char, heroicamente solo, contra los vicios y la sexualidad. La suya
era una reclusión menos extrema. Incluso se ha llegado a suge-
rir que su lugar de residencia pudo haberse encontrado en la
ruta que unía Antioquía a Calcis, en una propiedad del gran amigo
de Jerónimo, Evagrio, llamada Maronia situada a unos 50 kiló-
metros de la ciudad de Antioquía.255 Al poderoso Evagrio, quien
simpatizaba con el movimiento ascético, le sería sencillo permi-
tir que san Jerónimo y otros eremitas practicaran sus ideales
eremíticos en Maronia.
Esta semisoledad se refleja claramente en las actividades
cotidianas de san Jerónimo durante su estancia en Calcis. Desde
luego, lo mismo que sucedía con muchos otros solitarios su uso
del tiempo estaba compuesto de oración, lucha ascética y traba-
jo. El aspecto esquelético del exégeta daba fe de los períodos
especiales de penitencia, ayuno y ejercicios espirituales a los que
250
se sometía. Pero esta vida ascética estaba acompañada de una
serie de actividades de otra naturaleza: en primer lugar, él man-
tenía contacto regular con Evagrio quien le visitaba y actuaba
como su «dirección postal», enviando y recibiendo correspon-
dencia. Además, como sabemos, había llevado consigo su bi-
blioteca y sin duda pasaba parte de su tiempo leyendo y dictan-
do sus obras o sus cartas personales. A pesar de sus reticencias y
de sus pesadillas, san Jerónimo aún pide a los amigos que le
envíen libros que le interesan —libros religiosos ciertamente, pero
con un fuerte acento polémico—.256 A través de Florentino le pide
a Rufino que le envíe el elocuente Comentario al Cantar de los
cantares elaborado por Reticius, obispo de Autum; luego, pide al
mismo Florentino hacer transcribir por un copista libros que no
se encuentran en su biblioteca. Como compensación, san Jeró-
nimo ofrece proveerle de cualquier libro sagrado que se encuen-
tre en sus manos: «y no pienses que vas a molestar si me lo pides:
tengo discípulos que se dedican al arte de la transcripción».257
Es posible entonces imaginar a san Jerónimo durante su re-
clusión dictando sus obras, escuchando leer y vigilando la trans-
cripción de textos realizada por algunos secretarios (aunque no
es posible saber si esos discípulos son jóvenes que fueron ex-
puestos desde su niñez y luego convertidos en siervos, o se trata
de jóvenes monjes de los alrededores entrenados en las artes
literarias). Cabe suponer entonces que su celda debió ser menos
austera que la de sus solitarios vecinos.258 Este género de vida
prefigura lo que será más tarde el futuro del santo en el monas-
terio de Belén, donde se practicaría una forma más moderada
de ascetismo adaptada a sus inclinaciones intelectuales y exegé-
ticas.259 San Jerónimo debió dedicar una parte adicional de su
tiempo al aprendizaje de otras lenguas: él hablaba latín, mien-
tras sus rústicos vecinos hablaban sirio, por eso escribió a sus
amigos Cromacio, Jovino y Eusebio que «aquí, o aprendes ya
viejo una lengua bárbara, o bien tienes que callarte».260 La
comprensión que ya poseía del griego hablado debió mejorar
considerablemente, porque el griego era la lengua franca de la
zona y tal vez incluso se procuró algunos rudimentos de siríaco.
Pero la empresa lingüística más atrevida y la que tendría
consecuencias cruciales para él, lo mismo que para el cristianis-
mo occidental, fue su decisión de aprender hebreo. En nuestros
días un propósito semejante para alguien que desea dedicar su
vida a la exégesis bíblica parece natural, pero en la época de san
251
Jerónimo suponía un reto intelectual considerable: representa-
ba luchar con una lengua estructuralmente muy lejana a la suya
propia sin contar con ninguna ayuda gramatical y ningún análi-
sis sintáctico; además, contra una lengua cuya representación
escrita indicaba únicamente la estructura consonántica de las
palabras, pues las llamadas matris lectionis (que son ayudas para
deducir los sonidos vocálicos no representados) no habían sido
aún inventadas. De hecho, san Jerónimo fue el primer cristiano
latino que se aventuró en ese campo y lo hizo alcanzando una
gran maestría igualada únicamente por otro cristiano pero este
oriental, Orígenes, y que no tendría equivalente en ningún otro
intelectual de occidente durante varios siglos.261 San Jerónimo
ofreció más tarde una justificación humildemente utilitaria para
el inicio de tan ardua empresa, lingüística afirmando que se ha-
bía tratado de un intento por aliviar el aguijón de sus vicios que
atormentaba al solitario en su celda: «mi imaginación —escri-
bió— era un hervidero de pensamientos. Para domarla, me hice
discípulo de un hermano hebreo convertido y me puse a ejerci-
tar en la pronunciación de vocablos fricativos y aspirados».262
Tal actividad de san Jerónimo en Calcis ¿es resultado de la
visión sufrida antes de su estancia en el desierto? o por el contra-
rio ¿fue este contexto de exaltación, soledad, ascetismo y trabajo
intelectual el que motivó el sueño? Es difícil decirlo, porque la
visión onírica no fue más que el punto culminante de un diálogo
interior que había adoptado la forma de una lucha. En su estan-
cia en el desierto a san Jerónimo debieron asaltarlo sentimien-
tos encontrados que eran usuales entre los anacoretas: la exalta-
ción de la vida ascética, la amargura por lo que había abandona-
do, cierta desilusión por las dificultades de la vida adoptada, la
incertidumbre de sí tal elección ha sido la correcta en función de
la fuerzas espirituales que se posee, el disgusto de comparar su
vida con la vida que llevan quienes permanecen en las ciudades
y el hecho de que de todas maneras los esfuerzos ascéticos no
logran erradicar el recuerdo de la vida pasada. Esto no es difícil
de inferir porque eran los sentimientos que con frecuencia em-
bargaban a los solitarios en el desierto. Naturalmente, cada uno
de estos reaccionaba de manera singular, pero en el caso de san
Jerónimo el sueño fue en cierto modo la traición inconsciente a
lo que conscientemente se rehusaba a admitir; delataba que la
personalidad del literato cristiano no había alcanzado su forma
plena. El sueño declaraba que una parte del individuo letrado no
252
había quedado satisfecha con la decisión tomada y que esa parte
debía ser reprendida, castigada. Ahora bien, esta solución ofre-
cida por el sueño, a pesar de ser propia a san Jerónimo no puede
sino hacer uso de una imaginería que no es individual sino co-
lectiva, porque el sueño no solo revela al que sueña, sino que
también ofrece testimonio de una «imagen arqueológica» de la
sociedad y la cultura que rodea al soñador. Soñar es un acto
individual uno de los actos más íntimos, pero las herramientas
literarias, retóricas e iconográficas a las que el sueño recurre se
corresponden en alguna medida con el imaginario colectivo al
que pertenece el durmiente. Para intentar mostrarlo, conviene
examinar algunos elementos del sueño jerominiano.
Ante todo, conviene tener presente que san Jerónimo no era,
naturalmente, el primer cristiano que resentía la tensión entre
las letras profanas y la cultura cristiana. Para muchos de aque-
llos hombres formados en la tradición clásica había una volun-
tad de rechazo que no era compensada con valores equivalentes
y por ello resentían las letras seculares como una intromisión
indeseable pero inescapable. Tertuliano, por ejemplo, expresa
esa aversión convertida en repugnancia en palabras que parece
evocar san Jerónimo: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén
o la universidad con la Iglesia?».263 En el mismo tenor, Orígenes
quien enseñaba gramática, se había visto obligado a la instruc-
ción catequética, pero considerando que su ocupación previa
era incompatible con el ejercicio de las disciplinas divinas, rom-
pió sin vacilar con el estudio de la gramática por considerarlo
inútil y contrario a la ciencia de Dios; más tarde pensó que po-
dría retomar los temas profanos, especialmente la filosofía, pero
únicamente podía hacerlo con adultos.264 Casiano, apenas unos
decenios después que san Jerónimo, en el año 426, señaló en sus
Colaciones que las obras de los poetas, las fábulas frívolas y las
historias bélicas que había aprendido en su educación infantil
volvían obstinadamente a su memoria, incluso a la hora de la
oración: «salmodiando o implorando el perdón de mis pecados,
el recuerdo impúdico de los poemas aprendidos resbala por mi
mente».265 El intelectual cristiano debía repudiar conscientemen-
te lo que su memoria le murmuraba al oído y cualquier símbolo
pagano debía ser ahuyentado como fuente de inspiración: Pauli-
no de Nola lo expresa así en uno de sus poemas: «Que los cora-
zones consagrados a Cristo reniegan de las Camenas y no se
abren a Apolo».266 Este rechazo, que acabará por convertirse en
253
uno de los rasgos más negativos de la cultura cristiana, no hizo
más acentuarse a medida que esta se consolidaba y tuvo, para
colmo, una vida duradera: Hugo de san Víctor, en el siglo XII, vio
salir de debajo de su almohada una serpiente, cuando miró, en-
contró ahí un Virgilio que arrojó lejos y entonces pudo volver al
sueño.267
Los primeros intelectuales cristianos no carecían de razón,
incluso en el plano meramente libresco. En efecto, aun antes de
la época de san Jerónimo el libro grecolatino había alcanzado
una gran perfección. Realizado por copistas profesionales, la ele-
gante escritura era plasmada en rollos de papiro pulidos con
piedra pómez, la misma que los elegantes usaban para rasurar-
se. Estos rollos descansaban en grandes botes, capsae, o en gran-
des armarios llamados nidi, y exhibían su contenido mediante
una pequeña nota que colgaba en su exterior. Los pocos libreros
que conocemos tenían como punto de honor de su oficio ofrecer
copias sin la menor falla. Pero en los medios cristianos, donde
no existían ni esclavos ni libertos, la reproducción del libro reca-
yó en los miembros alfabetizados de la ecclessia.268 Varios índi-
ces muestran que eran los mismos cristianos quienes tomaban
la pluma, el más evidente de los cuales era la pobre calidad de
los primeros manuscritos. Existen desde luego transcripciones
realizadas por manos escrupulosas y fidedignas, pero en su ma-
yoría exhiben una falta de atención que sugiere que sus autores
no eran escribas de profesión. Solo unos cuantos manuscritos
previos al siglo IV manifiestan una caligrafía que se aproxima a
la escritura profesional. El resultado es que los textos cristianos
eran objeto de un profundo desdén por parte de los paganos.
Poco numerosos, llenos de neologismos, extraños al gusto de los
lectores romanos cultivados, los escritos cristianos no se difun-
dían sino mediante la copia privada, de creyente a creyente: «esos
escritos estaban desprovistos de toda consideración a los ojos
del público pagano y pasaron por ser productos de iletrados».269
En san Jerónimo este conflicto entre las letras clásicas y los
escritos cristianos cobró la forma de un sueño punitivo en el que
un juez divino lo condena a recibir azotes que se revelarían rea-
les. Es una experiencia que no tiene equivalente en la vigilia,
porque es únicamente el sueño quien permite al individuo libe-
rarse de las ataduras del tiempo y el espacio en el que vive, sepa-
rarse de sus semejantes con los que convive para entrar en con-
tacto con sus difuntos o con sus dioses. Es por esto que la anti-
254
güedad tenía razón al considerar a los sueños como una prolon-
gación de la experiencia humana y no como un escenario estric-
tamente psíquico del individuo. Pero esa liberación es parcial
porque aún depende del imaginario colectivo. De hecho, el tema
de los castigos infringidos por seres sobrenaturales cuyas hue-
llas eran ostensibles después de concluida la visión, no era raro.
En el Satiricón, por ejemplo, Petronio relata el caso de un ado-
lescente que había sido arrebatado a su familia por las brujas
nocturnas; los chillidos de estas movían a espanto, pero un hom-
bre decidió enfrentarlas: «con gran atrevimiento empuñó la es-
pada y salió a su encuentro llevando la mano izquierda cuidado-
samente envuelta, y atravesó por medio a una mujer como por
esa parte —salvo sea lo que tocó—. Oímos un gemido y —de
plano, para no mentir— a ellas no las vimos Y nuestro forta-
chón, vuelto a entrar, se tendió en el lecho con el cuerpo amo-
ratado como si hubiese sido golpeado por azotes, porque sin duda
lo había tocado una mala mano... pocos días después murió,
loco furioso».270
En un contexto como la antigüedad en el que las fronteras
con lo sobrenatural eran más permeables, la presencia de seres
que actúan como verdugos era más frecuente. Entre los soñado-
res cristianos, la flagelación en los sueños era un tópico asocia-
do normalmente al ángel «corrector», personaje que se mani-
fiesta desde El pastor de Hermas hasta Tertuliano.271 Aunque se-
vera, la flagelación mediante el látigo era un castigo más bien
destinado a dar una lección correctiva; no se aplicaba a los crí-
menes muy graves que eran condenados a suplicios como el fue-
go. El látigo solía aplicarse a los crímenes de impiedad. La ac-
ción disciplinaria tenía con frecuencia un carácter terapéutico,
pero esos seres podían igualmente reprimir, recompensar o in-
hibir las acciones de los individuos de acuerdo a los principios
de la ética cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, en la sec-
ción dedicada a Pedro se cuenta que, cuando este murió, el em-
perador Nerón debió enfrentar una aparición nocturna: «duran-
te la noche vio a una persona (a un serafín, a un ángel de Dios)
que lo fustigaba mientras decía: “Nerón, no puedes perseguir o
aniquilar a los siervos de Cristo. Aparta pues tus manos de
ellos”».272 Las visiones nocturnas podían enfrentar a los enemi-
gos de los cristianos, pero igualmente podían enmendar las con-
ductas desviadas (como le aconteció a san Jerónimo).273 En su
sermón 308.5, san Agustín relata una historia semejante a pro-
255
pósito de Tutulismán, un buen hombre que sin embargo había
obligado a uno de sus deudores a desconocer una deuda que
había contraído bajo juramento. El hombre juró y Tutulismán
ganó, pero al precio de caer en la ruina moral. La noche siguien-
te, debió comparecer en sueños ante un juez. Al llegar vio que la
corte era presidida por un personaje admirable que le dijo: ¿Por
qué has obligado al hombre a jurar sabiendo que se convertiría
en perjuro? ¿No era mejor que perdieras tu bien antes que matar
el alma del otro en un perjurio? Se ordenó entonces azotar a un
Tutulismán consternado: lo hicieron tan fuerte que al despertar
las heridas eran aún visibles sobre su cuerpo».274
La disciplina aplicada a san Jerónimo era resultado de una
sentencia emitida después de un juicio (bastante sumario por lo
demás). El tema onírico del juicio tenía igualmente numerosos
antecedentes en la imaginación colectiva del mundo clásico. En
efecto, en la antigüedad los procesos judiciales eran uno de los
rituales del estado más llamativos y temidos del Imperio roma-
no. Como ritual, tales procesos, bajo la forma de un juicio o me-
diante la exposición pública del culpable a la tortura física y al
castigo fue uno de los espectáculos que afectaron más profunda-
mente el imaginario de los hombres de la antigüedad. Es por eso
que la mayoría de los testimonios conservados se encuentran en
las actas de los mártires cristianos o en la literatura.275 Era ade-
más una posibilidad siempre latente en la vida de cada uno lo
que explica la frecuencia con la que recurre en los sueños. Dada
la configuración antigua del poder político los castigos públicos
resultado de sentencias judiciales cumplían en buena medida la
tarea de normalizar la conducta individual, exponiendo los actos
delictivos a la reprobación pública. El impacto ejemplarizante
de la aplicación de la justicia se convirtió en parte de la experien-
cia cotidiana de las ciudades antiguas. Esto, que con toda proba-
bilidad resultaba verdadero para el ciudadano romano común,
era aún más apremiante en el caso de los primeros cristianos.
Entre las generaciones cristianas anteriores a san Jerónimo, ver-
se juzgados y condenados era un tópico común que provenía de
las grandes persecuciones del siglo III, pero cuya experiencia re-
montaba naturalmente al juicio que el mismo Jesucristo había
sufrido. La representación onírica de un juicio se convirtió en
una suerte de patrón establecido, siguiendo el modelo de la con-
dena de los mártires, de quienes se conservaba abundante mate-
rial oral y escrito. Algunos de estos juicios se habían convertido
256
en patrimonio común como los casos de los mártires Perpetua,
Mariano o Jacobo. Es de hecho en gran medida gracias a las
Actas de los Mártires que se conserva algo de la naturaleza del
proceso judicial romano en los casos criminales: «Así, el arresto,
juicio y ejecución del apóstol Pablo constituye uno de los raros
ejemplos del que exista testimonio del procedimiento de apela-
ción (provocatio ad cesarem) que estaba disponible para los ciu-
dadanos romanos».276 El sueño «judicial» se convirtió así en un
tema recurrente en la retórica cristiana desde mucho antes que
las persecuciones tocaran a su fin. En esta corriente se integra la
visión de san Jerónimo, porque la experiencia de la persecución
judicial contribuyó en gran medida a la configuración de la me-
moria, y más tarde a la teodicea cristiana.
En el caso de los cristianos se había presentado además un
movimiento espiritual importante: concluidas las persecuciones
promovidas por un poder político externo, los juicios y las reme-
moraciones del castigo se habían desplazado del procedimiento
exterior al imperativo moral interior. Los cristianos ya no eran
perseguidos por el estado, pero ahora respondían a un juez divino
localizado en su fuero interno: los juicios ya no eran signo de re-
presión social, sino índices de la evaluación que cada uno realiza-
ba acerca de su propia conducta. En este juicio interno conviene
destacar dos dominios: a) el juicio ante Dios que cada cristiano
tendría que enfrentar; y b) el juicio que cada creyente realiza so-
bre sí mismo. En efecto, respecto a lo primero, en la escatología
cristiana se había ido formando gradualmente la idea de un Jui-
cio final277 para cada individuo —tema que no provenía sino par-
cialmente de su herencia básica judía, en la cual el juicio se refiere
más bien al proceso que Yahweh hará a los pueblos que han opri-
mido a Israel—. Es en las cartas paulinas (y en los escritos que
dependen de Pablo como 2 Tim 4, 1) donde despunta por vez pri-
mera la idea de que cada cristiano tendrá que rendir cuentas ante
Dios y su corte divina.278 En la tradición histórica posterior, la idea
de un tribunal divino se fue haciendo más precisa durante el pe-
ríodo que va de las Actas de los Mártires hasta Tertuliano. Como
consecuencia, este aspecto de la relación entre el cristiano y Dios
adquirió el carácter de una relación judicial: retribución y ven-
ganza se convirtieron en uno de los atributos de Dios como juez.
Se agregó así un nuevo aspecto de Cristo, esta vez en su calidad de
juez, iudex, a la vez venerable y terrible: «Omnipotens Christus,
Iudex venerabilis atque terribilis».279
257
La visión de san Jerónimo se inserta en este imaginario bien
establecido. En su narración, él no usa el nombre de Dios para el
juez ante el que compareció y se limita a llamarlo «Domine», el
cual está rodeado del grupo de personas que acabará compade-
ciéndose del reo. Esta es igualmente una imagen extraída direc-
tamente del procedimiento romano tradicional, tal como se en-
cuentra representado, por ejemplo en las representaciones pic-
tóricas de las catacumbas, cuando estas tratan de referirse al
Juicio Final. El acusado hace frente individualmente a un ma-
gistrado quien, sentado en una curul, ocupa una plataforma ele-
vada y se encuentra rodeado de asesores. Los primeros cristia-
nos solían evocar esa vívida imagen no únicamente en sueños y
visiones sino también en los sermones u homilías con los que se
adoctrinaba a las congregaciones.
En un segundo lugar, y para nosotros aún más significativo,
el juicio se había trasladado al fuero interno del individuo. Natu-
ralmente, el sueño siempre había participado en la estrategia
general de autoexamen individual que tenía profundas y lejanas
raíces en la filosofía antigua, pero se había implantado con sus
propias modalidades dentro de la cultura cristiana. Esta era una
entre muchas estrategias de auto-examen, con la particularidad
de que conducía creyente a establecer un tribunal imaginario en
sí mismo, a pronunciar su propio veredicto, la sentencia corres-
pondiente y como solía ser el caso, a auto infringirse el castigo
apropiado. Un buen ejemplo se encuentra en el siguiente ser-
món pronunciado por san Agustín en el que estimula a su con-
gregación a que consideren sus méritos o sus fallas en un proce-
dimiento riguroso instaurado contra sí mismos: «vuelve a ti mis-
mo, acércate a ti mismo, debate contigo mismo, haz una
audiencia a ti mismo... ¿no has dicho nada a tu conciencia acer-
ca de ti mismo?... Si ha conducido bien esta audiencia, si lo has
hecho de manera honesta, si has sido justo al llevarla a cabo, si
te has remontado sobre el tribunal judicial de tu espíritu, si te
has suspendido a ti mismo en el instrumento de tortura de tu
corazón ante tus propios ojos, si te has aplicado a ti mismo las
torturas del miedo, entonces haz presentado bien el caso, si es
así como lo ha hecho».280 Es sencillo reconocer la huella de las
técnicas filosóficas y religiosas que inducen al conocimiento de
sí mismo, a ese desciframiento de sí al que se impulsa al creyen-
te. Merece llamarse un saber de sí mismo, porque la vida moral
cristiana no consiste en la obediencia formal a la Ley, sino en la
258
intención que anima al creyente, lo que obliga a este a prestar
atención a todos los matices de su estado de ánimo.
El sueño participa en ese juego de verdad en el que cada uno
tiene la obligación de saber quién es. Lo hace de una manera
singular, porque evita al sujeto la obligación de decirlo, pues lo
revela aun contra él, más allá de lo que tiene el valor de confesar-
se. El sueño es revelador de lo que está pasando en su interior,
pues lo dice de manera explícita. Puesto que es un acto interior,
evita al creyente la obligación de verbalizarlo pero a cambio le
impone el valor de reconocer la existencia de esas tentaciones
sin evadirlas, a localizar sus verdaderos deseos no importa qué
tan penosos sean. Es justamente este dispositivo de verdad el
que provocó las grandes tribulaciones que la visión trajo a san
Jerónimo: el juicio punitivo dice más de lo que él está dispuesto
a admitir sobre su oculta predilección hacia las letras seculares
y al desagrado con el que hace frente a la cultura bíblica. Los
azotes son merecidos —asegura la visión— con el agravante de
que no es un una sanción propinada por un juez, sino la justa
retribución que el culpable ha labrado por su conducta —fór-
mula esta utilizada frecuentemente por los magistrados roma-
nos en el momento de pronunciar su sentencia—.
En el procedimiento la imaginación llega al detalle: todo el
comportamiento gestual de san Jerónimo indica su culpabili-
dad: enmudece, se humilla, con los gesto usuales de humillación
en la antigüedad, y en su interior su conciencia le atormenta
señalándole que no hay nadie que lo deplore, que no encontrará
ningún recuerdo benévolo. La visión onírica es entonces una pieza
importante en la auto construcción de su propia identidad y, más
en general, de la imagen que el intelectual cristiano buscaba for-
jarse de sí mismo. No debe pues sorprender que san Jerónimo
permitiera que su visión modificara su conducta futura, no por
un acto supersticioso, sino porque el sueño indicaba una direc-
ción precisa a través de la cual podía lograr su propia transfor-
mación individual.
En efecto, no puede considerarse que san Jerónimo fuera
víctima de una credulidad pueril; su actitud no es asimilable a la
entrega supersticiosa con la que actuaba una parte de la pobla-
ción pagana ante los sueños. Si se observa de cerca, ella refleja
más bien el estado en que se encontraba la reflexión cristiana en
torno a los sueños y en particular la actitud de la iglesia de su
tiempo ante el fenómeno onírico. Actitud que había sufrido cam-
259
bios notables. De hecho, en los primeros tiempos cristianos el
contacto con Dios estaba abierto a un buen número de fieles a
través de diversas vías: plegarias, visiones, carismas, sueños o
glosolalia, pero a medida que la iglesia se organizó jerárquica-
mente ella trató de erigirse en el canal autorizado de la vida reli-
giosa, restringiendo los contactos directos de los fieles; en ade-
lante, habría «un solo Dios, una sola fe, una sola disciplina, una
sola autoridad y una fuente única de inspiración».281 Es verdad
que entre todas las formas paganas de adivinación, los sueños
tuvieron un trato de excepción, pero gradualmente la exuberan-
cia de los primeros tiempos ya no era admisible y comenzaba a
ser sospechosa. Así se explica que san Jerónimo sea en general
escéptico ante el profetismo onírico: «Hay en nuestros días —
escribe— soñadores en la iglesia y sobre todo en nuestro rebaño
que se toman por profetas y que van repitiendo: ¡he soñado!».282
Él no desdeña sin embargo por igual a todas las visiones y admi-
te que las amonestaciones divinas o sobrenaturales existen, pero
cree que solo son dirigidas a aquellos que son dignos de recibir-
las y no concibe que Dios pueda dialogar con los impíos.283 A
creyentes como él corresponden las amonestaciones, mientras
las revelaciones proféticas divinas están reservadas a los santos
y a los servidores de Dios.
San Jerónimo no tuvo ninguna duda de dónde provenía su
propia visión y cuál era su significado. Para él las advertencias
de Dios son transparentes, y una voz y una presencia le hablaron
claramente. No requiere de una interpretación elaborada, por-
que Dios envía mensajes, no enigmas. ¿De dónde obtiene esta
certeza? Probablemente, de la primera elaboración de una doc-
trina específicamente cristiana sobre los sueños que había sido
elaborada por Tertuliano. Esta influencia es una conjetura, pero
tiene en su favor varios elementos, uno de los cuales es la sincera
admiración que san Jerónimo tiene por el teólogo de finales del
siglo II, con el que además comparte la tendencia a actuar como
director de conciencia de otros fieles. La proximidad de la con-
cepción de los sueños en ambos es notable. En efecto, en su
tratado Acerca del alma, Tertuliano había considerado necesario
establecer por vez primera una concepción propiamente cristia-
na de los sueños. Cita con aprobación a Aristóteles, quien afirma
que los sueños son generalmente falsos, pero que también exis-
ten sueños verdaderos, lo que para el teólogo significa que son
«honestos, proféticos, revelatorios o exhortaciones».284 Que exis-
260
ten estos sueños, eso Tertuliano no lo pone en duda: «¿quién hay
tan ajeno a la raza humana que no haya experimentado una vez
una visión digna de crédito?».285 En apoyo a su argumento, Ter-
tuliano, quien posee una sólida cultura clásica cita un cierto
número de sueños en los que se revelan prodigios o destinos
ejemplares. Estima pues correcto dar cierta credibilidad a los
sueños, pero esta validez debe ser interpretada de un modo esen-
cialmente diferente a como lo entiende la cultura pagana acerca
de los oráculos. «¿Pues qué otra cosa diremos sino que la causa
(de estos últimos) espíritus es demoníaca?».286
Debido a ello, ofrece como marco general su propia clasifi-
cación de los sueños dividida en tres categorías (clasificación
que quizá tiene su antecedente en Filón de Alejandría, quien a su
vez parece haberla obtenido del estoico Posidonio): a) sueños
que son enviados por Dios; b) sueños que provienen de los de-
monios y c) sueños que provienen del alma cuya actividad —
escribe el teólogo cristiano— es incesante durante la noche. Ter-
tuliano agrega una cuarta categoría que llama «éxtasis», que no
rompe con la clasificación anterior pues se trata de visiones en-
viadas por Dios, pero reservadas a los seres excepcionales: Para
Tertuliano los sueños son un fenómeno propio del hombre. Ellos
aparecen por el hecho de que el alma o pneuma se encuentra en
movimiento perpetuo debido a su inmortalidad y a su naturale-
za divina. La influencia de la concepción estoica acerca de los
sueños se hace aquí perceptible. Como se ha visto en un aparta-
do precio, para los estoicos y luego para el teólogo cristiano,
cuando el reposo desciende sobre los cuerpos el alma no se aquie-
ta y, si no recibe ayuda de los miembros corporales para su mo-
vimiento, recurre a sus propios medios.287 Pero estos sueños pro-
vocados por el movimiento propio del alma son intrascenden-
tes. De manera que san Jerónimo, siguiendo a Tertuliano, estaba
preparado a admitir que existen sueños insignificantes prove-
nientes de la actividad del alma durante el reposo físico; tales
imágenes no deben ser tomadas seriamente y tampoco son obje-
to de evaluación moral: «soñar con un adulterio no me llevará al
infierno y soñar con una corona de martirio no me llevará al
cielo —escribe el santo—».288
Mayor atención le merecen al santo exégeta las otras dos
categorías de sueños descritas por Tertuliano. En primer lugar
aquellas visiones oníricas que provienen de los demonios, entre
las cuales se cuentan los sueños eróticos, orgullosos, de vanaglo-
261
ria y en general, aquellos que perturban el alma. Es una clase
muy numerosa.289 No es posible desarrollar aquí en detalle la
demonología de Tertuliano —que por lo demás es poco origi-
nal— pero sí es necesario indicar que los demonios pueden co-
rromper el alma debido a que su naturaleza es idéntica a la de
esta, es decir es «pneumática», «aérea». Los demonios descritos
por Tertuliano poseen una naturaleza intermedia: son «espíri-
tus», no materia corporal, pero tampoco son simples ideas sin
consistencia: «invisibles e imperceptibles, ellos aparecen en sus
efectos, más que en su acción».290 La similitud que guardan con
la sustancia del alma permite que los demonios actúen por con-
tagio: a través de sus emanaciones pestíferas (lo mismo que el
aliento de la serpiente o las malignas emanaciones del mar Muer-
to) ellos corrompen los espíritus humanos. Son estos efluvios
los que explican los malos sueños, las alucinaciones e incluso el
fenómeno de la posesión.291
Vienen en tercer lugar los sueños provenientes de Dios. El
género de «sueños enviados por los dioses» era común en toda la
antigüedad, formando una suerte de «esquema cultural» que
incluía visiones premonitorias, amenazadoras o admonitorias.
El cristianismo podía reconocerlos porque provocan en el alma
del receptor un estado de beatitud, de edificación, completamente
carente de las turbulencias y el oscurecimiento que inevitable-
mente transmite Satán. Los mejores ejemplos de «sueños envia-
dos por Dios» son los sueños bíblicos. La prueba decisiva de su
existencia, según Tertuliano, es que están presentes en las Escri-
turas: «Dios prometió la Gracia del Espíritu Santo a toda carne y
también estableció que sus siervos y siervas habrán de soñar y
profetizar».292 Los sueños enviados por Dios son un don de la
gracia divina y ninguna técnica humana pueda inducirlos. Con-
tra los soñadores proféticos, se había impulsado la idea de que
ningún ser humano, provisto de una técnica terrenal, podría for-
zar a Dios a develar Su voluntad.293 Por lo demás, puesto que el
soñador tiene poco control sobre sus visiones, Tertuliano consi-
dera que las prácticas ascéticas como el ayuno o la oración, aun-
que pueden influir en los sueños, logran poco de aquellos propó-
sitos, admitiendo que en casos excepcionales, con un régimen
ascético estricto se puede conmover la voluntad de Dios.
La categoría extrema del sueño enviado por Dios es el éxta-
sis: es el momento en que el alma, sin abandonar al cuerpo, se
presenta en estado puro y es sensible al furor profético, «en un
262
estado que semeja a la locura».294 Puesto que afecta únicamente
a seres excepcionales, Tertuliano estima que el mejor ejemplo se
encuentra en el sueño de Adán,295 una suerte de visión premoni-
toria en la que este recibe la «fuerza profética del Espíritu San-
to». Lo que resulta importante en las dos últimas categorías de
sueños es que para Tertuliano, durante el reposo el alma es el
vehículo apropiado para recibir revelaciones, y tan importante
que «la gran mayoría de los hombres conoce a Dios a través de
las visiones».296 Tertuliano, y luego san Jerónimo admiten pues
que el sueño es la ventana posible a experiencias normalmente
inaccesibles. Sin embargo, hay un punto que separa a ambos, lo
mismo que separa al siglo II del siglo IV: la doctrina de Tertuliano
hacía que el diálogo del alma con Dios fuese mucho más accesi-
ble a todos: el Espíritu soplaba donde quería. Con ello, Tertulia-
no se oponía a la ya para entonces creciente desconfianza ecle-
siástica respecto a los visionarios la cual, siguiendo la línea defi-
nida por Pseudo Clemente, consideraba al sueño un carisma
otorgado a unos pocos.
Una multitud de sueños son vanos, «somnia vana», e intras-
cendentes piensa san Jerónimo, pero las advertencias y las reve-
laciones enviadas por Dios deben tomarse con seriedad. En su
vida aparentemente nunca renunció a esta convicción. Esto se
percibe en el hecho de que aquí o allá en sus escritos cita revela-
ciones y amonestaciones enviadas por Dios (aunque normalmen-
te se trata de situaciones de excepción). Por ejemplo, en su obra
Vida de Pablo —una biografía invención suya, escrita con el úni-
co objetivo de ser poseedor de la primicia acerca del primer monje
asceta en el desierto— san Jerónimo afirma que fue un sueño de
inspiración divina el que condujo a Pablo a buscar otro santo
eremita «mucho mejor que él», a san Antonio. A pesar de que en
un primer momento Pablo no sabía a ciencia cierta qué direc-
ción tendría de seguir en el desierto, por la gracia de Dios, fue
dirigido de tal manera que el encuentro entre ambos tuvo lu-
gar.297 Pero entre los sueños a los que se refiere, el que más se
acerca a su propia experiencia por su carácter punitivo es el de
una aristócrata romana: «Pretextata, mujer nobilísima en otro
tiempo, por orden de su marido Himetio que era tío paterno de
la virgen Eustoquia, cambió el porte y aspecto de esta, rizándole
el cabello que ella traía descuidadamente, a ver si así vencía el
propósito de la virgen y el deseo de su madre. Pero he aquí que
esa misma noche en sueños se le acercó un ángel que, con as-
263
pecto espantoso, la amenazaba con castigos espantosos y le lan-
za estas palabras: “¿cómo te has atrevido a obedecer el mandato
de tu marido antes que a Cristo? Has tocado con manos sacríle-
gas la cabeza de una virgen de Dios. Se te van a secar al punto y
dentro de cinco meses serás conducida al infierno. Y si te obsti-
nas en tu maldad, se te privará de tu marido y de tus hijos”. Todo
se cumplió paso por paso».298
Admitiendo la existencia de los sueños admonitorios y puni-
tivos, san Jerónimo nos hace ver que para él los sueños no son
una realidad «otra», sino un aspecto más de la misma y única
realidad. Tales sueños no pueden ser descartados como una des-
deñable forma de ilusión, sino que deben ser considerados como
la cara oculta de una única realidad a la que pertenecemos. Lo
que resulta lejano a nosotros es ese fervor que él concede a los
sueño y que descansa únicamente en la imaginación. Pero solo
por tal fervor se comprende que un san Jerónimo escéptico, iró-
nico, insolente ante el carácter de los sueños ajenos, haya permi-
tido que el suyo propio alterara su conducta. El carácter puniti-
vo de su visión —género que ya había sido ilustrado por Tertulia-
no— justificaba su actitud, tanto más cuanto que el conocimiento
de sí revelado por el sueño orientaba al santo a una completa
renuncia a su «yo» anterior, lo que resultaba congruente con la
conversión al cristianismo. Es por eso que se considera que la
visión significó para san Jerónimo una segunda conversión. En
todo caso, hizo uso de ella para articular consigo mismo pensa-
mientos y emociones que no podía manejar sino de manera bal-
buciente en estado de vigilia. El sueño fue una forma de relacio-
narse consigo mismo. A través de él, san Jerónimo aceptó una
nueva relación con sus propios deseos e impulsos, lo que se tra-
dujo en la renuncia temporal a las lecturas profanas. Y decimos
temporal porque como se verá, una cierta reconciliación con las
letras seculares resultaría inevitable.
Por el momento, la visión onírica tuvo consecuencias per-
ceptibles: la renuncia a su cultura pagana fue real. Examinando
la correspondencia de san Jerónimo antes y después del sueño,
un comentarista moderno cree poder probar que «las citas a los
autores clásicos disminuyen después de la visión y se incremen-
tan nuevamente muchos años después, durante el tiempo de su
Comentario a Gálatas».299 Pero un cierto acomodo posterior re-
sultaba necesario y comprensible. En efecto, en una carta escri-
ta años después, alrededor del año 389 dirigida a Magno, orador
264
radicado en Roma, quien le había preguntado el por qué se ser-
vía de las letras paganas, san Jerónimo respondió con su inso-
lencia característica: «no habrías preguntado eso sí, pecando de
lo mismo, leyeras con asiduidad las Escrituras y consultaras a
los intérpretes de las mismas».300 Agregaba entonces un gran
número de ejemplos del uso de los autores clásicos en las Escri-
turas y en sus exégetas: «léelos y verás que comparado con ellos
son un gran ignorante...».301 Entre un torrente de erudición en el
que el exégeta cita autores griegos y romanos, destaca la refe-
rencia al mismo apóstol Pablo: «Había leído en el Deuterono-
mio que la voz del Señor manda afeitar la cabeza y las cejas de la
mujer cautiva y cortarle todo el pelo del cuerpo y las uñas, y que
solo así se le podía tomar en matrimonio», metáfora que sirve a
san Jerónimo para asentar su posición: «¿qué hay de extraño
pues si yo también quiero convertir la sabiduría secular de escla-
va y cautiva en israelita, dada la gracia de su hablar y la belleza
de sus miembros; si le corto y afeito lo que en ella hay de muerto,
de idolatría, de lujuria, de error y de pasión, y unido a este cuer-
po purificado engendro de ella servidores del Dios Sabaot?».302
Más aún, san Jerónimo sostiene que, si se respetan ciertas pre-
cauciones, los autores paganos no debilitan, sino acrecientan el
caudal cristiano: «si le corto y le afeito lo que hay en ello de
muerto, de idolatría, de lujuria, de error y de pasión, y unido a su
cuerpo purificado engendro de ella servidores del Dios Sabath,
mi trabajo aprovecharía a la familia de Cristo, mi adulterio con
la extranjera acrecentaría el número de mis compañeros de ser-
vicio».303 El rechazo inicial, inmediato posterior al sueño puniti-
vo, parece dejar lugar a un reencuentro relativo, probablemente
bajo la convicción que para la nueva fe no resultaba posible una
exclusión total de lo que a sus ojos de valioso tenía la cultura
clásica.
No podía ser de otro modo. El sueño punitivo permitió ali-
viar la angustia del momento, pero luego tuvo que dejar que
ambas educaciones encontraran un acomodo, porque en ese
tiempo resultaba imposible realizar una exégesis cristiana o sim-
plemente tener un marco espiritual sin las letras paganas. Para
san Jerónimo habría resultado imposible renunciar a un legado
que estaba anclado en cada uno de sus gestos intelectuales. El
autor de la antigüedad, que no contaba con los medios textuales
de la cultura escrita moderna, debía acumular en su memoria,
esto es en su fuero interno, toda aquel saber que había leído,
265
escuchado leer o simplemente escuchado mencionar. Cada ges-
to del intelecto reanimaba ese archivo memorístico, especial-
mente en el momento en que producía un texto propio: el dicta-
do. El autor antiguo pronunciaba en voz alta a un secretario un
texto que ya había compuesto completamente en el fuero inter-
no y que, como lo muestra la correspondencia del santo exégeta
estaba repleto de citas, y palabras de otros. San Jerónimo es qui-
zá el mejor ejemplo de un autor antiguo: él dictaba todas sus
obras y su correspondencia a secretarios y copistas, al menos
desde la época en que había sufrido una grave enfermedad de
los ojos. Ahora bien, cuando dictaba, podía referirse a otro au-
tor, a las Escrituras o a otra obra, pero lo hacía dentro del flujo
de la palabra hablada sin tener a la mano el texto al que se refie-
re, recurriendo a la memoria, de modo que sus referencias fre-
cuentemente toman la forma de una paráfrasis —a veces muy
lejana— mucho más que la de una cita textual. En san Jeróni-
mo, este fenómeno incrementado aun por la velocidad que se
imponía en su trabajo; en consecuencia, sus citas son raramente
exactas, porque a pesar de sus intereses eruditos, él es un retóri-
co clásico y entre estos, la palabra hablada —o dictada— impo-
nía sus condiciones. Esto no le sucede únicamente con los auto-
res clásicos sino incluso con obras cristianas frecuentemente
mencionadas. Además, puesto que la instrucción superior de la
antigüedad estaba orientada a la formación de oradores que
poseían el esplendor de la espontaneidad en sus ejecuciones, la
acumulación de conocimientos se encontraba en la memoria, el
almacén al que el orador podía recurrir de inmediato, en cual-
quier circunstancia. No es pues sorprendente que los autores
más frecuentemente citados por san Jerónimo —Cicerón, Virgi-
lio, Horacio—, sean aquellos que pertenecen a su primera for-
mación y que muchos pasajes, especialmente de los poetas, sean
reminiscencias que surgen en el transcurso de la composición
verbal.
La actitud de alguien como san Jerónimo respecto a las le-
tras seculares no podía estar definida por un simple «sí o no»,
por su aceptación o su rechazo terminante; su relación con la
cultura clásica tiene mucha mayor complejidad que la alternati-
va que la visión onírica permitía. En primer lugar, porque él fue
un hombre esencialmente libresco, mucho más «literario» que
interesado en los acontecimientos de su tiempo histórico. Mien-
tras tiene una erudición abrumadora, los enormes sucesos de la
266
época que le tocó vivir —incluida la captura de Roma por Alari-
co—, aunque aparecen mencionados en sus escritos, apenas se
encuentran como telón de fondo, sin que logren retener real-
mente su atención. Para san Jerónimo el contraste profundo no
se plantea entre dos civilizaciones, la clásica y la cristiana, sino
entre la gloria espiritual y los valores seculares, en un plano esen-
cialmente intelectual y en este no existían dos opciones cultura-
les sino únicamente una. En segundo lugar, es preciso reiterar
que en su época ser culto equivalía a estar instruido en la cultura
latina. San Jerónimo conservó con orgullo la posesión de tal cul-
tura y aun en su actividad como exégeta se impuso como obliga-
ción los cánones clásicos: «lo que sorprende siempre de él es la
búsqueda de la corrección ciceroniana, la preocupación por pre-
servar, aun en las traducciones la pureza de la lengua latina».304
En segundo lugar, San Jerónimo representa un caso singu-
lar porque significa uno de los primeros puentes entre la cris-
tiandad latina y la cultura helénica. Se propuso como objetivo
dar a conocer a occidente el estado de la exégesis griega y para
ello se esforzó en reunir una abundante documentación. Su es-
fuerzo fue coronado con un gran éxito, lo que hizo de él una
figura esencial de la primera erudición cristiana. Es verdad que
esa imponente figura de erudición —que él mismo se encargó de
promover— ha sido evaluada con más precisión recientemente,
sobre todo en su conocimiento de las letras griegas. Un comen-
tarista moderno ha mostrado que san Jerónimo llega a mencio-
nar un gran número de escritores, historiadores, poetas o filóso-
fos griegos que conoce apenas de manera indirecta, sea median-
te las traducciones hechas por Cicerón, sea por los historiadores
de la iglesia como Eusebio de Cesarea o por Flavio Josefo (por
quien siente un afecto especial debido a que se ha referido en su
obra a Jesucristo).305 La arrogancia llevó por momentos a san
Jerónimo a no señalar que su conocimiento de algunos autores
dependía de fuentes a veces muy lejanas, «llegándole a suceder
que confiesa que de un autor no sabe nada más que lo que ha
escuchado»,306 situación en cierto modo comprensible porque
en la antigüedad la información corría, tanto por los escritos,
como pasaba de la boca al oído. Desde luego, esto en nada dis-
minuye su extraordinaria erudición en otros temas eclesiásticos
—por ejemplo en torno a Orígenes— y sobre todo el valor que su
obra tuvo para el conocimiento recíproco entre la literatura cris-
tiana latina y oriental, propósito enteramente inalcanzable sin el
267
aporte de las letras clásicas.
En tercer lugar, la actitud de san Jerónimo ante las letras
profanas siempre estuvo guiada por consideraciones adiciona-
les, entre las cuales se encuentra el estado espiritual de aquellos
para quienes escribía: de este modo, en sus homilías y pequeños
escritos dirigidos a sus humildes hermanos del monasterio de
Belén, las citas sin infrecuentes, mientras que cuando se dirige a
alguien del que presupone un buen conocimiento de las letras
paganas, las alusiones clásicas aparecen con más frecuencia al-
canzando a veces una alta sofisticación.307
Finalmente, hay un cuarto factor crucial, esta vez negativo,
en la relación que san Jerónimo mantenía con las letras secula-
res: su conveniencia teológica. Lo mismo que Platón, él estima-
ba que la literatura pagana estaba plagada de dioses inmorales y,
puesto que adoptaba el punto de vista de un predicador, con-
cluía que los ejemplos perniciosos no podían engendrar sino
creencias falsas. Algo similar pensaba de los autores clásicos
quienes a su juicio exhibían una pobre congruencia entre sus
enseñanzas y sus vidas, autores que de cualquier modo no satis-
facían los estándares cristianos. Esta cuestión es decisiva por-
que muestra que san Jerónimo no valoraba la cultura pagana en
sí misma sino en referencia a la exégesis cristiana. La actitud
monacal de san Jerónimo lo conduce a pasarlo todo por el tamiz
teológico reduciendo a las letras profanas a un instrumento —
parcialmente útil— en manos del exégeta. San Jerónimo no pa-
rece interesarse en el desarrollo del pensamiento humano; así,
por ejemplo, los filósofos griegos no suscitan su interés y son
reprobados, sea por sus tendencias neoplatónicas —que en su
opinión los convierten en antecedentes de Orígenes— sea por-
que sus obras son consideradas productos del orgullo. San Jeró-
nimo está poco dispuesto a una confrontación seria entre el he-
lenismo pagano y el pensamiento cristiano, porque para él la
única autoridad válida proviene de las Escrituras.308 En este sen-
tido, para san Jerónimo la cultura pagana y la cultura cristiana
pertenecen a estancos separados. La visión onírica refleja pues
la profunda ambigüedad en la que se encontraba san Jerónimo,
a la vez dependiente de las letras profanas, pero menos abierto
que aquellos otros que, como Mario Victorino o el mismo san
Agustín, estaban dispuestos a enriquecer la vida religiosa con las
aportaciones de la filosofía neoplatónica.
Resulta pues comprensible que en una trayectoria tan larga
268
y compleja como la de san Jerónimo, las consecuencias de la
promesa hecha a propósito de la visión tuviera un efecto real,
pero pasajero. Del amor original a las letras profanas pasó a una
aversión profunda y luego a una actitud más equilibrada a medi-
da que la cultura clásica hacía sentir su apremio. Pero la visión
onírica había de insertarse aun por otras vías en el flujo de la
vida del santo. Recordemos que se había referido a esa experien-
cia personal muchos años después de ocurrida, en circunstan-
cias enteramente diferentes. Al final, la estancia en el desierto
había sido una lección amarga: había logrado superar sus pri-
meras reticencias y confinarse lejos de su vida familiar pasada,
pero había llevado consigo los hábitos de un joven pagano edu-
cado que le habían atormentado. Nuevamente era necesaria una
reorientación de su vida que consistió en regresar a Roma y par-
ticipar en los asuntos públicos de la iglesia. Ahí, san Jerónimo
asumió el papel de guía ascético y líder espiritual de un conjunto
de hombres y sobre todo de mujeres de la aristocracia romana,
papel que hizo suyo con su fervor característico. Es en este nue-
vo contexto en el que la visión onírica fue evocada. El sueño
representaba una experiencia personal pero que en cierto modo
correspondía al itinerario que cada uno de esos aristócratas de-
bía realizar en sí mismo respecto a la cultura de la que prove-
nían. San Jerónimo había resuelto exitosamente algo por lo que
cada uno habría de transitar: la irrupción de un nuevo individuo
que esperaba encontrar un horizonte inteligible de experiencias
que debía descansar enteramente en los principios de Cristo. La
ventaja de san Jerónimo era que ya había librado esa lucha de
manera dramática. Él podía ser entonces el conductor en ese
trayecto debido a la autoridad que emanaba de su experiencia
en el desierto, por las dificultades que había enfrentado y por la
capacidad mostrada para mantener la promesa hecha a sí mis-
mo.
Con ello se muestra otro aspecto que los sueños podían des-
plegar: en la antigüedad y en el mundo de san Jerónimo, los
sueños no eran solo lo que pasaba en ellos, sino también lo que
de ellos se decía, lo que permitían en el diálogo con los demás
que les otorgaban el mismo valor admonitorio. Este aspecto, que
nos sorprende se debe a que los sueños eran una suerte de «con-
fesión pública», la única que permitía al soñador una suerte de
manifestación de un interior inalcanzable por otros medios.309
Todo ello resulta lejano para un mundo en el que, como el nues-
269
tro, ya no se dialoga acerca de los sueños salvo quizá con un
especialista. Pero en ese momento la visión onírica equivalía a
una experiencia socialmente significativa. Al comunicarlo, el
sueño participaba así en el diálogo del yo con el nosotros. De
este modo, la visión punitiva tuvo un papel en la trama de apo-
yos y patronazgos que para san Jerónimo —lo mismo que para
la iglesia en general— resultaba esencial. Su discurso tenía la
legitimidad que emanaba de aquella experiencia. La carta en la
que evoca el sueño que, como una gran parte de las cartas en la
antigüedad era un documento público, servía de plataforma para
sustentar su posición como un guía experto en la vida del asce-
tismo y de la formación espiritual cristiana. San Jerónimo, el
literato, poseía las credenciales para convertirse en el conductor
espiritual de los ricos intelectuales romanos quienes, a cambio,
eran capaces de sostener económicamente tanto la comunidad
monástica que más tarde fundaría en Belén, como los esfuerzos
exegéticos personales del mismo san Jerónimo. La visión del
soñador se convirtió en la legitimidad del guía espiritual.
Los sueños son una parte insoslayable de la experiencia hu-
mana. Lo mismo que esta experiencia tienen muy diversas di-
mensiones: además de la dimensión interna del deseo, ellos se
incrustan en diversos momentos de la existencia. Como poseen
su propia lógica y aparentemente su propia dimensión, presen-
tan la experiencia extremadamente condensada o dilatada y así
se vuelven enigmas. Históricamente los sueños han sido objeto
de diversas sospechas: como una voz interior, como mensajes
provenientes de lo divino, como advertencias, amonestaciones o
profecías. Nos hemos propuesto describir esas diversas actitu-
des ante los sueños, porque estas no son simples modos de inter-
pretar el mismo tipo de experiencia, sino variaciones en el ca-
rácter de la experiencia misma del sujeto, en el diálogo de sí a sí,
o del yo con el nosotros en el que los seres humanos están inevi-
tablemente involucrados. A través de las tribulaciones de un
hombre de letras como san Jerónimo hemos deseado mostrar
una de las posibles maneras en que los sueños participan en la
tarea infinita que los seres humanos enfrentan: otorgarse un
contexto emocional, afectivo en el que vivir.

270
2.4. Los sueños y la perfección espiritual: los Padres
del desierto

Cuando a inicios del siglo IV, miles de mujeres y hombres


cristianos se internaron en los desiertos de Egipto se proponían
alcanzar algo que parece superar las fuerzas humanas: imitar el
cielo en la tierra, realizar en el mundo la Nueva Jerusalén celes-
te. Perseguían un proyecto religioso desconocido en el mundo
pagano: hacerse dignos, en esta existencia, de retornar al seno
de Dios. El primer paso para ello era renunciar a toda atadura
en la vida terrenal: familia, propiedades, recuerdos y afectos con
el fin de entregarse a Dios en cuerpo y alma, sin restricción algu-
na. De este acto proviene su nombre genérico: anacoretas (del
griego anachóresis, ¹ ¢nacèrhsij, «retirada, partida»). Lo que
cada uno perseguía individualmente era tan ambicioso como el
objetivo común: se proponía alcanzar la «pureza del corazón»,
esto es, un estado interior en el que habría expulsado de sí mis-
mo cualquier pasión, impulso o pensamiento negativo capaz de
obstaculizar la contemplación de Dios. Tal autodominio corpo-
ral y psíquico está muy lejos del común de los hombres y más
cerca de los ángeles, pero es justamente a estos últimos a los que
deseaban aproximarse. Por supuesto en este difícil itinerario todo
es personal, porque cada uno debe recorrerlo en función de los
obstáculos que interponen su propio cuerpo y su propia alma.
De aquí deriva el nombre de «monje» (del griego Ð monacÒj,
monachós, el solitario). Se trataba pues de dejar atrás al hombre
anterior y lograr un hombre nuevo, iniciando con ello una de las
aventuras más atrevidas y extraordinarias de que tenga registro
la subjetividad, porque involucra una acción permanente y en-
carnizada de sí sobre sí mismo, una forma de autocontrol abso-
luto del cuerpo y de la mente.
En esta transformación de sí mismo el reposo y los sueños
ocupan un lugar especial porque colocan al individuo en un
momento de gran fragilidad: todo lo que la conciencia ha logra-
do mediante esfuerzos en la vigilia puede derrumbarse en un
solo sueño, dejando al descubierto algo que no ha podido ser
domesticado, un rincón interior inexplorado que revela que aún
no se es quien se creía ser. No es pues casual que los sueños se
convirtieran en el índice privilegiado, impersonal e implacable,
del estado espiritual del solitario. Entre todos, los sueños de los
Padres del desierto destacaron como los mejores índices del pro-
271
greso espiritual.
No era lo mismo para un cristiano cualquiera. En efecto, el
cristianismo naciente tuvo una relación cambiante respecto a
los sueños. En primer lugar porque la nueva religión comenzó
su desarrollo en una época de intensa experiencia onírica en-
marcada, además, en una atmósfera de angustia, irracionalidad
y dramatización de las sensibilidades. A este contexto febril se
agrega que, por sus raíces hebreas y arameas, la posición cristia-
na ante los sueños era muy distante de la concepción griega y
latina, con las cuales sin embargo, el cristianismo se vio obliga-
do a encontrar una síntesis. Para lograrlo, la religión naciente
tuvo que pasar por diversas etapas: la primera de ellas, que abar-
ca desde su nacimiento hasta el siglo III, prestó gran interés al
mundo onírico, permitiendo una expansión importante de so-
ñadores. Es porque durante ese primer período los sueños juga-
ron un papel relevante, por ejemplo como sueños de conversión,
como revelaciones hechas a los mártires, o bien como encuen-
tros fortuitos con Dios, es decir, como índices reveladores. Con
frecuencia, la decisión de convertirse al cristianismo era promo-
vida por un sueño. Los monarcas, por ejemplo, eran soñadores
privilegiados pues les eran reveladas victorias militares, como le
sucedió a Constantino en Milvius, y también al emperador Teo-
doro, quién según Teodoreto de Ciro tuvo un sueño que le reve-
laba el valor de la victoria. Además, en la literatura cristiana pri-
mitiva no es difícil encontrar la afirmación de que mediante un
sueño se puede encontrar a Dios en un contacto directo. Tertu-
liano, el primer sistematizador de la concepción cristina de los
sueños, incluso afirma en su obra De Anima que la mayoría de
los hombres debe su conocimiento de Dios a esas visiones divi-
nas.310 Pero pronto esta actitud inicial debió ceder su lugar a una
actitud de sospecha y perplejidad, sobre todo porque estos con-
tactos con Dios y las revelaciones acerca del futuro jugaron un
rol importante en muchas herejías, como la de Valentín o la de
Montano y sobre todo entre los gnósticos, grandes enemigos de
la iglesia oficial. Al impulso inicial, que expandió notablemente
el número de personas susceptibles de tener visiones, siguió el
esfuerzo por reprimir, limitar y descorazonar el mundo de los
sueños. Estos, que originalmente habían tenido mucha impor-
tancia como revelaciones, fueron gradualmente cancelados a
medida que se cerraba cada vez más el Canon bíblico. Dios ha-
bía comunicado ya todo lo que tenía que decir a la humanidad y
272
ello estaba contenido en el Antiguo y Nuevo Testamento: la era
de la revelación había terminado.
Muy pronto la jerarquía eclesiástica tomó medidas restricti-
vas para impedir aquella proliferación de soñadores: suprimió a
todos los especialistas en la interpretación de los sueños, los
oneirocríticos, y los excluyó del bautismo. Desde el primer Con-
cilio de Ancira en el 314 condenó todas las formas oraculares de
adivinación.311 Hizo saber que muchos de los sueños no provie-
nen de Dios sino del diablo. La profecía en particular fue conde-
nada afirmando que el futuro no pertenece más que a Dios y que
ninguna técnica humana era capaz de arrebatarle ese conoci-
miento contra Su voluntad. Solo unos cuantos pecadores distin-
guidos por Dios pudieron beneficiarse de un viaje onírico al más
allá para que contemplaran las penas infernales y las alegrías
celestiales, con el fin de incitarlos a buscar su salvación. Salvo
estas excepciones, el sueño ya no era portador de futuro o de la
salvación. En consecuencia, los sueños se concentraron más en
la conciencia del soñador que en su mensaje. Se consideró que
los especialistas en desciframiento y la oneiromancia, eran inne-
cesarios pues cualquier adulto debía capaz de interpretar sus
propios sueños. Sinesio de Cirene (un filósofo neoplatónico del
siglo IV convertido al cristianismo) sostuvo que es imperdonable
que un hombre de 24 años aún necesite de un traductor de sus
propios sueños.312 A ello debe agregarse la reticencia del primer
cristianismo a las imágenes divinas: no se sabía bien cómo ima-
ginar a Cristo, si bajo la forma de un hombre joven y luminoso o
bien como un anciano de alta estatura vestido de blanco; en to-
tal, había dudas acerca de cómo reconocerlo. Solo poco a poco
se abrió paso una vía de tales representaciones. En síntesis, los
sueños «verdaderos» se hicieron excepcionales. Debió aparecer
entonces una nueva élite de soñadores quienes, por sus condi-
ciones excepcionales podían ofrecer una experiencia onírica re-
levante: eran los Padres del desierto. Es verdad que el número de
estos ascetas era grande pero al menos era un conjunto cerrado,
un grupo prestigioso y ejemplar que había anunciado su volun-
tad de devenir ángeles. Debido a ello, se convirtieron en soñado-
res de excepción y fueron grandes productores literarios y pasto-
rales de relatos oníricos.
Este nuevo proyecto de sí mismo era una innovación abso-
luta de la antigüedad tardía. Para irrumpir, debió diferenciarse
de otros movimientos de la época que también intentaban revi-
273
vir la antigua actitud cristiana de renuncia al mundo para retor-
nar a Dios. Entre estos grupos existía una comunidad de hom-
bres que habían renunciado a su residencia original, pero que
aún no marchaban al desierto ni se recluían en cenobios, sino
llevaban una vida próxima a la iglesia, se agrupaban en peque-
ñas comunidades e incluso tenían la opción de poseer propieda-
des. Se llamaban a sí mismos «hermanos» pero su nombre co-
rriente en la iglesia era oƒ ¢potaktista…, apotaktistaí, «los renun-
ciantes» (proveniente del adjetivo ¢pÒtakoj , «reservado,
guardado»). A pesar de esta «renuncia» ellos mantenían un gé-
nero de vida fuertemente atado a las comunidades tradiciona-
les. Pero algo nuevo estaba surgiendo cuando el año 271 san
Antonio inició su rudo camino ascético, algo cuya celebridad se
incrementó el año 305 el momento en que este eremita rompió
su período de 20 años de auto-confinamiento. Para este nuevo
tipo de hombre, dispuesto a abandonar por completo su rol en el
mundo para enlistarse en una ciudadanía que está en el cielo, la
sociedad respondió con un nuevo nombre: monachós, «el que
vive solo». El término no era totalmente desconocido en griego y
se lo puede encontrar entre las corrientes neoplatónicas de la
época, pero esta vez designaba una renuncia mucho más radi-
cal. Hacia el año 324 el término designa ya a un personaje so-
cialmente reconocido, pues aparece por vez primera en un do-
cumento oficial.313 Su primera instancia en un documento ecle-
siástico se encuentra un poco más tarde, en un comentario a los
Salmos hecho por Eusebio de Cesarea, el año 330.314 Hasta el
momento de la muerte de san Antonio, el año 356, el público
parece haber usado de manera indistinta los términos apotaktikos
y monachos para referirse a ambas clases de individuos. Pero
entonces Atanasio y otros iniciaron una campaña destinada a
reservar el nombre monachós a aquellos que han adoptado una
renuncia radical. En tiempos de san Jerónimo era ya impensa-
ble que un monje no fuese anacoreta o cenobita y el único térmi-
no latino disponible para ellos era monachos, «solitario»; por
eso a san Jerónimo le enfurece que se aplique este nombre a
aquellos que finalmente llevaban una vida bastante mundana,
participando en cuestiones civiles y religiosas, ocupando inclu-
so altos cargos. Gradualmente esta campaña tuvo éxito y en ade-
lante el término monachos indicó solo un tipo de hombre parti-
cular que había renunciado por completo al mundo y que lo
hacía visible portando un atuendo excepcional que Evagrio des-
274
cribe simbólicamente315 y que estaba cuidadosamente prescrito
para los habitantes de los monasterios.
Los monjes representaban una humanidad excepcional ins-
talada en un sitio donde no debía encontrarse ningún ser huma-
no: el desierto. Su retiro al desierto siguió varias modalidades:
hacían una vida solitaria, como San Antonio, o bien seguían una
vida semieremítica, como en las comunidades de Nitria y Esce-
tes, o bien llevaban una vida comunitaria, como en los monaste-
rios fundados por Pacomio.316 Las razones de este inusual des-
plazamiento eran múltiples y complejas. Sin duda desde el pun-
to de vista individual era aceptar la invitación hecha por Cristo
pues el individuo admitía consagrarse a Dios renunciando a cual-
quier otra preocupación mundana. Llamaban a esto «simplici-
dad», esto es, no tener el corazón dividido entre el mundo mate-
rial y la búsqueda de algo inmaterial. El individuo era un expa-
triado que al emigrar mostraba su fortaleza anímica para, en
tierra inhóspita, prepararse como un combatiente de Cristo. De
hecho, había elegido como destino el desierto, un lugar de aso-
ciaciones inmemoriales en la tradición judeocristiana. En efec-
to, en el Antiguo Testamento, el desierto es el lugar donde el
pueblo hebreo toma conciencia de la llamada de Dios; es tam-
bién el lugar en el que Dios ha puesto a prueba a su pueblo,
Israel. En el Nuevo Testamento, es el sitio al que el Espíritu en-
vió a Cristo para ser tentado. San Jerónimo por ejemplo expresa
esa alta valoración simbólica presentando al desierto como el
lugar donde la luz es más clara, la pobreza más dichosa, donde
la fatiga garantiza la victoria, la fe no deja sentir el hambre y la
cercanía de Cristo cancela las privaciones y la desolación.317 Sin
embargo, en un plano más humano el desierto significaba «ex-
clusión», un sitio ocupado solo por delincuentes, marginados,
bestias y demonios. La huida al desierto se convirtió en una de
las creaciones más originales y perdurables de la antigüedad tar-
día y en cierto modo era la manera más extrema de mostrar la
oposición entre el cristiano y el mundo.
La partida al desierto tenía algo de búsqueda personal pero
también tenía algo de batalla colectiva contra el mal. De batalla,
porque el desierto era la morada particular de los demonios y
enfrentándolos en su propio reducto, estos perdían terreno. San
Antonio, el fundador del movimiento anacoreta se refiere a una
aparición que había tenido tal vez en un sueño: una figura alta,
que de identificó a sí mismo como Satán, deseaba presentar una
275
queja: estaba cansado de que los monjes lo atormentaran día y
noche con sus oraciones y más aún, que haciéndolo en el desier-
to, su propia morada, lo convirtieran en un vagabundo sin resi-
dencia: «ya no tengo lugar —ninguna ciudad, ningún arma—,
hay cristianos en todas partes y aun el desierto está lleno de
monjes».318 Tal lucha contra el mal no era librada a título perso-
nal sino a nombre de la humanidad entera. Con sus oraciones, el
monje erigía una barrera y cuidaba los muros de la fortaleza
espiritual que permitía a los cristianos comunes proseguir sus
vidas cotidianas. Sin esas plegarias la humanidad asediada no
tendría respiro posible: «Adquiere el espíritu de paz —decía el
Abba Serafín a su discípulo— y miles en torno tuyo serán salva-
dos».319 La lucha en el desierto estaba obsesionada con los de-
monios y la demonología la cual es fundamentalmente una crea-
ción del cristianismo del siglo III Pero en sentido inverso, ahí
mismo en el desierto, se ponía en juego el optimismo cósmico
que anima al cristiano: Cristo ha vencido al reino de Satanás y
este carece de poder, no importa qué tanto ruido haga: «Nuestro
enemigo, aunque no es capaz de hacer nada, lo mismo que un
tirano que ha perdido su poder, no permanece quieto sino que
provoca amenazas, incluso si estas son únicamente palabras».320
El monje era pues valioso por lo que hacía y valioso simplemen-
te por ser monje.
Para enfrentar esta batalla el solitario debía movilizar toda
su persona física y espiritual a fin de transformar profundamen-
te su modo de vida. Ningún hombre habría podido lograrlo es-
tando solo, pues era preciso acumular saber y experiencia. Esto
otorga un sentido más amplio a la huida al desierto: no era un
simple escape individual de los asuntos mundanos sino resulta-
do de una búsqueda religiosa y filosófica. Es verdad que en un
primer momento un gran número de anacoretas eran campesi-
nos egipcios iletrados, pero muy pronto el anacoretismo se pre-
sentó como una filosofía inspirada en cierto modo en las escue-
las helenísticas, es decir en la búsqueda de una vida contempla-
tiva, basada en una intensa lectura e interpretación de los textos
sagrados. No era pues simplemente una multitud de iletrados
huyendo de la opresión o en busca del fanatismo, sino un movi-
miento colectivo que encontraría afinidades con algunos princi-
pios de las filosofías paganas, especialmente el estoicismo. Por
ello, salvo aquellos que se internaban tan profundamente en el
desierto que solo se codeaban con bestias, el resto de los anaco-
276
retas practicaba algunas formas de vida asociativa. En esa co-
munidad, como en toda agrupación humana, había por supues-
to una vida material y ciertas relaciones comunes: era desde lue-
go indispensable aprender un oficio mediante el cual sostener
sus precarias necesidades, el vestido y la comida. Con frecuen-
cia tejían canastas y otros enseres y algunos de ellos practicaban
la caligrafía y ganaban su sustento como escribas. Debían hacer
viajes regulares a los pueblos cercanos para intercambiar sus
productos y proveerse de alimento. Poseían cierto prestigio lo-
cal: la literatura del desierto los exhibe fungiendo como media-
dores en los pleitos vecinales, haciéndose préstamos entre sí y
hasta siendo propietarios de algunos animales, pero todo esto
era considerado un riesgo grave para sus propósitos. Aun llevan-
do una vida solitaria en su celda, se visitaban entre sí con alguna
regularidad (aunque se sugería que estas visitas fueran muy es-
paciadas). Todos ellos se reunían los fines de semana para cele-
brar la misa, la synaxis, y aprovechaban para intercambiar expe-
riencias, dudas e incertidumbres. Aunque era una comunidad
muy laxa, cierta autoridad era necesaria porque llegaba a haber
conflictos entre los anacoretas: podían resentir odio o envidia
entre sí, esparcir rumores maliciosos unos de otros o bien cons-
pirar contra otros monjes. Llegamos a percibir, por ejemplo, que
se quejan de la impericia de sus directores espirituales, o bien
los consideran una mala influencia.
Pero más allá de estas formas mínimas de convivencia, el
fundamento de la comunidad se encontraba en una jerarquía
espiritual obtenida por la sabiduría, la virtud, los logros de la
vida ascética y la reputación que ello producía. Los recién llega-
dos, con frecuencia jóvenes e inexpertos, buscaban la protec-
ción de algún solitario más experimentado que les servía de guía
espiritual. Gran parte de lo que sabemos de sus vidas depende
justamente de esa enseñanza directa, verbal, de individuo a indi-
viduo, mediante la cual un anciano instruye a sus discípulos, o
en que un monje transmite a otros el conocimiento de un terce-
ro. Las recopilaciones de esta pedagogía verbal son los llamados
Apotegmas de los Padres del desierto.321 En efecto, los apotegmas
son relatos breves y con frecuencia contundentes que transmi-
ten oralmente una enseñanza, un valor o un principio mediante
la palabra o mediante el ejemplo dado por un «anciano». Estos
dichos del desierto no se proponen transmitir un principio gene-
ral, ni organizar una doctrina, sino transmitir de manera direc-
277
ta, mediante una palabra deslumbrante, una situación vivida o
incluso una anécdota memorable, aquello que debe alojarse en
el recuerdo y en la imaginación del que la recibía. Esta es una
espiritualidad de la memoria. En esta clase de instrucción, el
papel del anciano es crucial: se le suele llamar «padre», Abba, en
el sentido de «dador de la vida» debido a que, por su experiencia
personal era capaz de discernir en cada momento las palabras
adecuadas susceptibles de devolver la vida al principiante vaci-
lante o desesperado. Seguramente estos dichos circularon du-
rante mucho tiempo de la boca al oído y se conservaron en la
memoria individual, probablemente en lengua copta antes de
ser transcritos al papel, esta vez en griego.322 La expresión con
que se les conoce actualmente, Apotegmas, no era entonces la
más común y los términos «lógos» lÒgoj, «palabra», su plural,
logo… y «rhema», þÁma, «dicho», «discurso», eran los más comu-
nes. Estos relatos aún conservan rastros de este origen verbal:
frecuentemente inician con expresiones como «hermanos, voy a
contarles aquellas cosas que escuché...»; o bien concluyen así:
«estas cosas me las dijo el hermano...».323 No es posible saber
con exactitud la fecha o el lugar en que estas recopilaciones fue-
ron realizadas por vez primera, pero la frecuencia con la que
aparecen ciertos nombres propios sugiere que debió hacerse entre
los años 330 y 460, en torno al desierto de Escete. Los temas
contenidos en estos dichos cubren muchas dimensiones de la
vida de los anacoretas, pero el principio básico era siempre uno:
mantener la simplicidad, esto es, la absoluta dedicación a Dios
que como veremos tiene un aspecto sobrehumano.

La ascesis

En la historia de las prácticas de la subjetividad en occidente


la emergencia del cristianismo es un momento decisivo.324 En
efecto, el significado fundamental de la presencia de Cristo era
aportar a la humanidad un mensaje de salvación: cada indivi-
duo puede encontrar el camino de retorno a Dios. Para ello, la
doctrina ofreció un conjunto de textos que contenían la palabra
y la alianza divina, es decir, una serie de dogmas que indican lo
que place a Dios y que el individuo debe adoptar como verdade-
ros para orientar su vida. Pero estas verdades reveladas han sido
dirigidas a una creatura imperfecta. Por una parte, debe esta
278
imperfección a una falta heredada, a un pecado original debido
al acto sexual humano que lo hace existir como hombre. Sin
duda el sacramento del bautismo puede cancelar esta mácula
original pero no elimina del todo aquella imperfección: en el
fondo del ser humano subyace inevitablemente una vulnerabili-
dad que amenaza con extraviarlo. Escondida en lo profundo de
sí mismo existe una propensión al mal, a la desviación, contra la
cual deberá luchar toda su vida. Por eso la noción de «pecado»
tiene la dimensión metafísica de «traición a Dios, a su palabra
de salvación» que le ha sido ya ofrecida. El cristiano nunca pue-
de estar seguro de que su flaqueza no le haga perder ese camino
de retorno.325 La salvación está a su alcance pero requiere ser
lograda actuando sobre sí mismo, atravesando toda su vida un
camino lleno de dudas y peligros. La salvación es aquello que se
obtiene mediante un duro proceso de elaboración de sí, de asce-
sis, esto es, de ejercicio sobre el cuerpo y sobre el alma que le
permitirá luchar contra un mal depositado en lo más íntimo de
sí mismo.326 Este es el trayecto que los exiliados del desierto se
han propuesto recorrer.
Al proceso que lleva a la transformación del «yo» lograda en
medio del fragor de la batalla contra el mal, lo llamaban ascesis,
°skhsij, el duro trabajo de ser monje. En su sentido general,
ascesis significa «preparación», «entrenamiento» y cubre un ran-
go de significados asociados con «práctica», «ejercicio», ¹ melš-
th, meléte, o bien con gumn£xw, gimnázo, término que sugiere
una preparación atlética.327 Ascesis es entonces entrenamiento
—físico y espiritual— preparatorio. En la cristiandad temprana,
la ascesis parece estar compuesta de dos elementos esenciales:
la anachoresis, aislamiento, y la enkráteia, o auto-control. La
primera, llamada «exilio voluntario» por Evagrio Póntico, co-
rresponde al distanciamiento de todo vínculo humano, pues muy
pronto se descubrió que este combate espiritual era imposible
en las condiciones de la vida ordinaria. El segundo, el auto-con-
trol significa que el solitario quiere recobrar el poder sobre aquello
que convulsiona su vida, sobre las pasiones que acosan sus sen-
tidos y sobre los pensamientos que agitan su mente. Ambos, ais-
lamiento y auto-control tienen un propósito común: alcanzar la
paz interior, la imperturbabilidad del «yo», un fin que ya encon-
tramos entre los filósofos estoicos llamado ¹ ¢p£qeia, apátheia
«ausencia de pasiones, insensibilidad» Este estado será la cul-
minación del trayecto que permitirá al solitario «contemplar la
279
esencia divina» según Evagrio o «recibir la gracia de Dios» se-
gún Juan Casiano. Conocerse a sí mismo para encontrar el ca-
mino hacia Dios, este es el sentido de esta espiritualidad. Pero
este auto-conocimiento solo se logra mediante un permanente
cuidado de sí mismo, una tensión espiritual extrema. La activi-
dad del cristiano del desierto parte entonces de un descubrimiento
básico que había sido hecho por las filosofías helenísticas: que a
través de la introspección, del control de las exigencias del cuer-
po y los deseos era posible crear un hombre nuevo, lo que en el
caso de los solitarios significaba encontrar nuevamente al «yo»
de la gloria de Adán, antes de la caída. Por eso el ascetismo no es
entre ellos un fin sino un medio, una forma de ofrecer, para el
agrado de Dios, un «yo» renovado. Puesto que en algunas doctri-
nas el hombre ha sido creado originalmente bueno, esta trans-
formación es un retorno a la naturaleza verdadera, tal como nos
fue otorgada en el origen y que ha sufrido una distorsión profun-
da.
Naturalmente, semejante transformación espiritual enfren-
taba grandes obstáculos. Desde una perspectiva general puede
decirse que el solitario debía luchar contra sí mismo y luchar
contra lo que le rodeaba. La primera, la batalla contra sí mismo
tenía también dos frentes: en el plano físico contra su cuerpo y
en el plano espiritual contra sus pensamientos y su alma. La
disciplina del cuerpo consistía en extirpar la dependencia exce-
siva de la comida y del sueño mediante el ayuno (¹ nhste…a,
nesteía, nÃstij, «el que ayuna», en griego, ieiunium, ieiunus, en
latín) y la vigilia. En nuestros días suele diferenciarse entre un
ascetismo natural y un ascetismo antinatural: el primero solo
busca reducir la vida física a la mayor simplicidad posible; el
segundo busca formas específicas de mortificación que llegan al
sufrimiento corporal, es decir que parecen contener oculto un
odio al cuerpo, a pesar de que es también una parte de la crea-
ción de Dios.328 Los anacoretas parecen estar del lado de la gue-
rra al cuerpo, porque su objetivo era convertirlo en instrumento
voluntario del alma. Los Padres del desierto alcanzaban logros
inconcebibles en el ayuno y parecen haber llegado a la conclu-
sión de que el cuerpo es una suerte de dispositivo automático
capaz de funcionar largo tiempo bajo un régimen de alimenta-
ción mínima. Es cierto que con sus ayunos, el anacoreta se colo-
caba en situación de compartir la dura suerte de la humanidad
hambrienta pero ese rigorismo extremo ¿no podía transformar-
280
lo en una bestia? El hambre es una necesidad poderosa y en sus
extremos lo humano y lo bestial pueden llegar a confundirse. El
intervalo entre la hambruna y la gula será una de las preocupa-
ciones mayores en el desierto.329
Pero si la lucha contra el cuerpo podía ser dolorosa, el com-
bate espiritual era mucho más arduo, porque el solitario debía
hacer frente en su fuero interno a sus pensamientos, sus pasio-
nes y sus sueños. Macario la llamaba «la guerra invisible». ¿De
dónde provienen esas pasiones y esos pensamientos? Ante esta
pregunta el primer monacato recurrió indistintamente tanto a
su herencia filosófica como a su concepción teológica acerca del
destino del hombre. En efecto, en una tradición que encuentra
en Evagrio Póntico su mejor representante, el cristianismo del
desierto llegó a la conclusión que las pasiones y los pensamien-
tos tienen tanto un origen interno (en el alma, pero especial-
mente en la memoria), como un origen externo en las insinua-
ciones que los demonios prodigan a los monjes. Concentrémo-
nos por ahora en esto último. Viviendo en el desierto, la lucha
contra los demonios fue colocada en el centro de la identidad
moral. Los historiadores modernos del monacato suelen prestar
poca atención a la acción demoníaca, simplemente porque hoy
es una forma anticuada de superstición. Pero en el desierto su
presencia era ineludible. Desde luego afectaba a la subjetividad
porque esa lucha contra un enemigo aparentemente externo se
convertía de inmediato en un conflicto interno en el que se cons-
tituye como individuo moral. La subjetividad del solitario, la
conciencia que se hace de sí mismo, la manera en que se interro-
ga y triunfa o se pierde, es inseparable de la demonología que
debemos por tanto examinar.
La creencia en los demonios no era una invención de estos
monjes pues estos no hacían más que prolongar creencias popu-
lares que les antecedían. Entre la gente de la antigüedad estaba
muy difundida la certeza en la existencia real de estos espíritus
malignos para atribuirles toda clase de desgracias como terre-
motos, plagas o enfermedades. No obstante, la irrupción del cris-
tianismo también representó una reconfiguración de este mun-
do sobrenatural. En efecto, en la antigüedad pagana los «demo-
nios» eran potencias intermedias, lo mismo buenas que malas y
por ejemplo un sueño enviado por un daímon podía ser muy
positivo. Las cosas cambiaron en el mundo de Cristo: las poten-
cias buenas fueron convertidas en ángeles y las malas en demo-
281
nios (en el sentido de «diablos», seres diabólicos). Las nociones
griegas de Ð da…mwn, daímon «genio» y Ð ¥ggeloj, ángelos, «men-
sajero», que antes se recubrían parcialmente, fueron ahora fron-
talmente opuestas:330 con su «diabolización», la intercesión de
esos entes intermedios no podía ser más que negativa. Muchos
de los sueños se convirtieron en insinuaciones de Satán. En el
desierto esta tradición nació con el mismo san Antonio y las cé-
lebres tentaciones que padeció. Desde entonces quedó claro que,
aun si son enemigos de la humanidad entera, los demonios de-
sean con todas sus fuerzas combatir a los monjes. ¿Por qué?
Porque estos, en su humildad, su obediencia y su paz interior
son exactamente lo inverso de aquellos. Los diablos son «amar-
gos» —escribe Evagrio— «porque en ellos domina la cólera, el
rencor y el resentimiento por su caída».331 Ellos desean impedir
que reviva la unión perfecta del cuerpo y del alma, como era en
el momento de la creación, que es el objetivo perseguido por los
monjes, por ello se afanan en escindir la unidad del «yo» (en
lengua griega el verbo diab£llw, diabállo, significa justamente
«desunir, dividir» y di£boloj es «el que desune»), recluyendo al
hombre en su naturaleza corporal, atándolo a sus cadenas físi-
cas y pasionales.
Los demonios son enemigos esencialmente externos pues
poseen un cuerpo físico, real, pero diferente al cuerpo humano,
lo que les impide penetrar en el interior de los hombres, privile-
gio que corresponde solo a Dios. Los cuerpos de los demonios
no son ni grandes ni pequeños y tienen forma y color, pero po-
seen la capacidad de modificarse a voluntad. Debido a su com-
posición corporal son imperceptibles a la vista pero despiden un
olor nauseabundo que unas pocas personas, por la gracia que
Dios les ha otorgado, logran percibir. Por ello, cuando aparecen
a los seres humanos no pueden hacerlo con sus propios cuerpos,
sino solo adoptando la apariencia de cuerpos prestados. El dia-
blo no es ni hombre ni mujer, pero puede presentarse como uno
u otra, aunque desde luego los cuerpos femeninos o los cuerpos
de los adolecentes pueden incitar una batalla más dura de librar
para el durmiente. Sus cuerpos tampoco son fríos ni calientes
pero cuando desean afligir a un soñador aplican sus manos he-
ladas sobre la cabeza, provocando con ello sueños perversos.
Visitan con frecuencia a los durmientes pero, ¿cómo reconocer
si un sueño ha sido inspirado por un espíritu bueno o malo? Es
sencillo, por su contenido: los malos espíritus son ruidosos y
282
aparecen gritando, rompiendo, provocando disturbios lo mismo
que los jóvenes humanos malévolos y es por eso que provocan
temor, confusión y desorden al día siguiente, en el individuo ata-
cado.332
Debido a su incapacidad de penetrar en el fuero interior, los
demonios no pueden hacer otra cosa que vivir acechando todos
los gestos y los comportamientos del solitario, a fin de detectar
cualquier negligencia que les permita deslizar sus peligrosas in-
sidias. El diablo vive la vida miserable de un espía en territorio
ajeno. Pero su acechanza crea para el monje todo el contexto de
su vida moral, porque ese haz bárbaro de energía irascible e ig-
norancia frustrada no puede tener éxito sino a condición de que
la turbulencia del alma atacada le otorgue asilo. De modo que la
existencia diabólica no excluye la responsabilidad del monje: el
estado del alma de este puede otorgar la victoria a un enemigo
de suyo impotente. De ahí la necesidad de establecer una vigi-
lancia permanente sobre todos los gestos, los actos corporales,
sobre la calidad de los pensamientos, vigilancia que se realiza
durante la vigilia y se prolonga durante el sueño. Así, la lucha
originalmente exterior, se desplaza en gran medida al fuero in-
terno. Más aún porque, habiendo renunciado a todo vínculo
material, el monje difícilmente puede ser atacado por las rique-
zas materiales y por tanto quedan dos ámbitos posibles de tenta-
ción: o bien son otros monjes, cuando ha elegido la vida cenobí-
tica, o bien si es anacoreta no pueden torturarlo sino sus propios
pensamientos. Este último, por ejemplo, tiene como uno de sus
principales puntos débiles su propia memoria: el recuerdo de
los lazos familiares y materiales que ha dejado atrás, el lamento
por las comodidades perdidas, el arrepentimiento por la dura
elección de vida que ha hecho. Los demonios aprovechan esta
coyuntura para sugerir pensamientos «simples» o directos del
tipo «¿para qué abandoné a mi familia?», pero también susu-
rran al oído sugerencias más elaboradas e insidiosas por ejem-
plo que el ayuno provoca daños intestinales, desequilibrio físico
y envejecimiento prematuro, mientras que el consumo de vino
(que le está vedado al monje) fortalece la potencia viril y evita los
males del hígado. Cuando estos pensamientos apasionados emer-
gen, el monje puede estar seguro que se trata de ideas que no
provienen de su naturaleza humana, sino de las sugerencias dia-
bólicas, porque —asegura esta tradición— nuestra naturaleza es
conocer a Dios y el intelecto por sí mismo no admitiría estas
283
desviaciones que son instigadas por los diablillos. La tarea espi-
ritual del solitario consiste entonces en saber discriminar entre
los pensamientos que provienen de Dios y las pasiones que se
originan en Satán. Para ello debe cultivar una cierta disposición
interior que oriente su vida hacia el bien, el valor y la alegría,
evitando la desesperación, la turbación y el miedo, porque estos
últimos predisponen al alma a sufrir los ataques enemigos. El
solitario es aquel que enfrenta al mal en un combate frontal que,
según Evagrio, aunque tiene lugar en el interior del individuo,
posee en realidad una escala cósmica: el Bien enfrentado al mal.
En el primer monacato no existía una concepción unificada
de la composición del alma que debe resistir a las pasiones. Una
corriente iniciada por san Antonio consideraba que los seres
humanos reciben originalmente un alma equilibrada y que solo
cae en la pasión cuando es desestabilizada por los influjos dia-
bólicos provenientes del exterior. Existía, sin embargo, otra co-
rriente representada por Evagrio y Casiano que hacía suya una
concepción platónica del alma y por tanto consideraba que esta-
ba compuesta de tres partes: una parte racional, una parte con-
cupiscente y una parte irascible.333 Ciertas pasiones como la gula
o la fornicación provienen de la parte concupiscente, pues tie-
nen su origen en la carne: Evagrio las llama «pasiones corpora-
les». Otras pasiones como la ira o la envidia provienen de la par-
te irascible y Evagrio las llama «pasiones del alma», pues des-
cansan en la relación con otros individuos. Obviamente, la parte
racional no está dominada por ninguna pasión, pero puede re-
sultar afectada por alguna de ellas. Probablemente asociada a
esta concepción del alma Evagrio elaboró una lista de ocho pa-
siones o «pensamientos» genéricos que son: la gula, la fornica-
ción, la avaricia, la tristeza, la cólera, la acedia, la vanagloria y el
orgullo. Esta enumeración tuvo un futuro muy brillante: reto-
mada y luego reducida por Juan Casiano y Gregorio el Grande,
ella condujo a la lista de los siete pecados capitales que prevale-
ció durante toda la iglesia medieval. Era una gran novedad espi-
ritual. Sin duda existían antecedentes en la literatura judeocris-
tiana en la cual aparecen bajo la bajo la forma de breves listas de
pecados. Quizá Evagrio se inspiró también en las faltas que enu-
mera Orígenes, su maestro, pero las de este son listas «abiertas»,
es decir, carecen de sistematicidad. En Evagrio, por el contrario,
esa enumeración corresponde a una suerte de progreso espiri-
tual pues las pasiones de la gula y la fornicación son los prime-
284
ros obstáculos que el asceta debe enfrentar y a medida que avan-
za, las pasiones parecen menos espectaculares pero son más in-
sidiosas hasta culminar en el orgullo, pasión que amenaza a aque-
llos que creen haber triunfado de las pasiones previas.
A diferencia de la filosofía estoica, aquí las pasiones no pro-
vienen del mal uso de un juicio que confunde algo indiferente
con un imaginario bien; en el desierto, las pasiones provienen de
que los demonios han logrado conmover las partes irracionales
del alma que el anacoreta ha sido incapaz de domesticar. Este
no es responsable de las insinuaciones que los demonios le susu-
rran al oído pero sí lo es de la manera en que les da cabida y se
comporta ante ellas. Cuando esas sugerencias lo penetran pue-
den afectar al intelecto haciéndolo víctima de imaginaciones
perversas y desordenadas. Sin embargo había un punto en el
que todos estaban de acuerdo: las pasiones son enfermedades
del alma y el anacoreta es capaz de contenerlas a través de una
vigilancia permanente de sus pensamientos. Esta es su tarea:
recobrar su poder sobre aquello que lo convulsiona hasta alcan-
zar un estado de serenidad en el mismo dominio en el que la
mayoría de los hombres fracasa: el territorio de sus pasiones
impuras.
Entre todos esos pensamientos que lo acosan, aquellos que
se refieren al impulso sexual parecen ser uno de los más podero-
sos. Resultaba natural que la sexualidad se convirtiera en un
«ideograma privilegiado» de la salud del alma.334 El deseo sexual
y la turbulencia que provoca son indicativos de que en el fuero
interno se agitan emociones indebidas, comenzando por el he-
cho de que el corazón afectado no está concentrado en el reino
de Dios, pues desea otro cuerpo humano, otro ser. Aún peor, la
persistencia de esas fantasías eróticas especialmente durante el
sueño revela que en alguna parte del corazón de difícil acceso se
oculta un pensamiento que se niega a salir a la luz y amenaza
con tornar imposible la pureza del corazón a la que se aspira. ¡Y
pensar que la sexualidad parece coextensiva con la naturaleza
humana!
Es cierto que la sexualidad no era la primera preocupación
de los Padres, lugar que estaba ocupado por el hambre: «la más
amarga lucha del asceta en el desierto no era tanto el combate
contra la sexualidad sino contra su vientre».335 Pero hay que re-
conocer que, después del alimento, el sexo ocupaba el segundo
papel más relevante entre las pasiones indóciles. Según san An-
285
tonio es una prueba difícil de vencer: «Aquel que desea vivir en
la soledad del desierto se encuentra liberado de tres formas de
conflicto que son fuente de distracción espiritual: escuchar, ha-
blar y ver [...] pero le resta una fuente de conflicto: la fornica-
ción».336 Recordemos que Evagrio había colocado la fornicación
en segundo lugar entre la lista de los ocho malos pensamientos,
apenas detrás de la gula. Por la frecuencia y la tenacidad que
mostraba, la sexualidad merecía ese sitio de privilegio. Afectaba
al monje durante la vigilia, pero sobre todo en los sueños; como
cabe esperar era una de las insinuaciones diabólicas más recu-
rrentes. Algunas veces los seres malignos atacaban mediante sim-
ples pensamientos pero también podían provocar físicamente
mediante cosquilleos en la entrepierna o bien excitando otros
sentidos. Viviendo en la continencia, lo solitarios veían visiones
que podían adoptar la forma de mujeres o bien de jovencitos
seductores: la mayoría de los monjes no fueron tan afortunados
como el Abba Elías cuyo sueño fue que era castrado por los án-
geles quienes de este modo lo aliviaron para siempre del deseo.337
Veremos pues a las visiones eróticas nocturnas entre uno de los
grandes retos del progreso espiritual.

Praktiké, ¹ praktik» (la ciencia práctica). El período


de la lucha consigo mismo

Una vez conocidos los asedios más importantes cabe enton-


ces preguntarse ¿cuáles son los medios de resistencia? Estos no
son otra cosa que las prácticas con las que el asceta busca la
transformación de sí mismo. Evadir las pasiones quiere decir
alterar el «yo» de tal manera que, por la renuncia, cese el miedo
que domina al común de las personas. En efecto, el ascetismo
empieza por perder el miedo a extrañar lo que puede ser perdi-
do: asceta es aquel que no tiene miedo y por ello es interiormen-
te libre. Su principio es sencillo: si no queda nada por perder,
entonces se es libre. Desde luego esta autarquía absoluta tenía
importantes antecedentes de los que quizá el más llamativo fue-
ron los filósofos cínicos, quienes adoptaron el desprendimiento
y la pobreza absoluta como un camino a la serenidad y la felici-
dad.338 En sentido general, el ascetismo significa pues una libe-
ración de las ataduras del individuo común y por ello se inicia
con la anachóresis, un distanciamiento material y emocional de
286
todo y de todos. La soledad permite entonces una concentración
de las fuerzas interiores y un dominio profundo de sí mismo.
Está inevitablemente ligada a los pensamientos y las pasiones
propias, porque es lo único que el solitario lleva consigo. El as-
cetismo no es pues ni castigo, ni sufrimiento, ni tampoco recom-
pensa, sino una manera de prepararse a sí mismo para cumplir
el propósito que se ha establecido en la vida: ofrecerse a Dios.
Sin embargo, el caso paradigmático de san Antonio muestra que
el ascetismo es un alejamiento pero también un retorno renova-
do al mundo humano. Este auto-confinamiento es lo que colo-
caba al eremita en un sitio aparte: justo porque se había retirado
temporalmente era capaz de volver para convertirse en guía de
otros; solo porque había probado el silencio del desierto podía
ofrecer la luz a sus discípulos.
Los medios de resistencia que el asceta aprendía en el retiro
eran, por una parte físicos, y por la otra, mentales. Ambos exi-
gían una acción práctica continua, sin descanso. Sin duda recla-
maba la atención del solitario durante el día, en estado de vigi-
lia, pero se continuaba durante toda la noche, en la cual la vida
espiritual era aún más intensa y ferviente. Es por eso que han
quedado signos de que algunos eremitas deploraban la salida
del sol: «¡Oh! Sol, ¿por qué me perturbas? Tú solo te levantas tan
temprano para alejarme de la claridad de la luz verdadera».339
Comencemos por el lugar donde esta actividad se llevaba a
cabo: la celda. Esta es uno de los elementos más característicos
de esta clase de vida: el lugar solitario donde el monje busca
recogimiento, oración y diálogo con Dios. Permanecer en la cel-
da era probar su voluntad de alejamiento, contrarrestar el deseo
de comunión natural con los otros y por tanto era en sí mismo
un ejercicio espiritual. Desde san Antonio se sugiere al monje
que no abandone nunca su celda pues si lo hace, como un pez
fuera del agua morirá, pero espiritualmente. No debía abando-
narla ni con motivo de las festividades religiosas públicas, que le
eran desaconsejadas pues ahí podía encontrar mujeres. El tér-
mino «celda» puede recubrir realidades muy diversas pues hubo
anacoretas que se encerraron en grutas de bestias, en tumbas
abandonadas, en huecos de árboles o en jaulas suspendidas,340
pero en su sentido más usual una celda estaba compuesta de dos
cuartos, uno de los cuales servía como lugar de trabajo y el otro
como lugar de oración. Así era en los poblados más célebres de
Egipto llamados justamente Kellia341 y Escete. El mobiliario den-
287
tro de la celda era muy modesto pero en él destacaba un tabure-
te bajo llamado «embrimia», donde solía estar sentado mientras
trabajaba, que le servía igualmente como almohada y en algu-
nos casos como superficie de apoyo para escribir. Pero lo funda-
mental era el recogimiento interior: «sentado en tu celda, con-
centra tu entendimiento».342 El término que Evagrio elige para
«estar sentado» es hesiquía (¹suc…a, «tranquilidad»). Este térmi-
no es primordial porque indica el estado de paz y contempla-
ción, teoría, qewr…a, que el solitario persigue como fin último. La
hesiquía es una parte central del cuidado de sí y de la atención a
sí mismo que el solitario debía cumplir. Ahí, el monje debía apren-
derlo todo, pero todo sobre sí mismo: «A un joven que expresaba
sus dificultades de permanecer ahí, el viejo le respondió, “ve,
permanece en tu célula y tu celda te enseñará todas las cosas”».343
En ese momento inicial de su vida práctica el monje es un «apa-
cible», pero esto no significa que es un inactivo, sino que la suya
es una «acción interior», psíquica. Evagrio la llama «vida prácti-
ca» pero el que la practicaba era un hombre «contemplativo».
El día y la noche del anacoreta en su celda transcurren entre
el trabajo manual, la meditación y la oración; pero este es tiem-
po de examen y prueba. De prueba porque aunque está solo,
combate consigo mismo, con sus recuerdos y con las insinuacio-
nes demoníacas que se empeñan en perderlo. La estrategia de
estos diablos es compleja: sus primeras armas son los pensa-
mientos (que Evagrio llama oƒ logismoi, logismoi) que se refie-
ren a la vida ordinaria que ha abandonado: la familia, las propie-
dades, la búsqueda del honor, pero si esto fracasa los malévolos
buscan atacar al cuerpo, especialmente a través de la comida y
la sexualidad, como ocurrió a san Antonio quién recibió la vista
de Satán bajo la forma de un adolecente de color.344 Sin embar-
go, entre las tentaciones hay una que se refiere específicamente
a su aislamiento: es la acidia, ¹ ¢k»de…a, akédia, el aburrimien-
to, el hastío. La acidia es la amenaza más grande dentro de la
celda. Es llamado «el demonio del mediodía»345 porque suele
atacar entre las cuatro horas (las 10 de la mañana) y la octava
hora (dos de la tarde), cuando el sol parece estar inmóvil, el tiempo
parece transcurrir más lentamente y mueve al solitario a diva-
gar: «¿cuánto durará todo esto? ¿Qué estaría haciendo en mi
vida pasada?». Tal estado de ánimo estaba asociado, desde la
época de Orígenes, a la negligencia e indiferencia. El desánimo
que provoca es sin duda un alejamiento de Dios, porque indica
288
una nostalgia: «la acidia es un movimiento durable tanto de la
parte irascible como de la parte concupiscente del alma, la pri-
mera irritada contra lo que está presente, la segunda ante lo que
está ausente».346 Ante esta amenaza, el asceta no debe descora-
zonarse y por el contrario debe mantener su celo y su virtud ante
los esfuerzos diabólicos que buscan desalentarlo. Para contra-
rrestarlo, Evagrio sugiere el trabajo manual, la plegaria como
ruego de la intervención de Dios y sobre todo la salmodia y la
lectura de los libros santos. Todo ello a fin de preservar la liber-
tad intelectual de su alma la cual, de acuerdo a su naturaleza,
fue creada para contemplar a Dios: «recogerse en la celda es
arrojarse a sí mismo en presencia de Dios y hacer todo lo posible
por oponerse a cualquier pensamiento sembrado por el enemi-
go, porque eso es huir del mundo».347 Ante las desviaciones que
le propone el demonio del mediodía, la tarea del solitario es exa-
minarse a sí mismo para afirmar su concentración en Dios, evi-
tar toda distracción, todo vacío intelectual; esta es precisamente
la intensa atención a sí mismo, la vigilancia de sí: «aquel que
vive en el recogimiento debe interrogarse a sí mismo en todo
momento para saber si ha escapado a aquellos que en el aire, lo
retienen, y si se ha librado de ellos mientras aún está en el cuer-
po».348
El asceta es un combatiente en el plano físico y espiritual. Es
por eso que debemos acercarnos a las prescripciones físicas. Las
prácticas físicas del ascetismo son bien conocidas: el ayuno y la
vigilia. En la dieta del anacoreta eran indispensables el pan, el
agua y el aceite (y abstenerse de este último era considerado una
severa disciplina). El vino existía entre ellos, pero al lado de la
fruta se consideraba un alimento tan excepcional que más bien
era una tentación de la vida disipada. Abstenerse de todo ello era
la primera de las disciplinas: el ayuno. La privación de alimento
es esencial para la realización de la vida interior por su propie-
dades de purificación: «practica el ayuno en presencia del Señor
cuanto puedas y este te purificará de tus faltas y de tus pecados;
el ayuno hace el alma pura, santo el espíritu, expulsa a los demo-
nios y aproxima a Dios».349 La antigüedad pagana practicaba el
ayuno por motivos rituales, medicinales, extáticos o ascéticos,
pero el cristianismo lo consideró como una participación en el
Misterio pascual de Cristo y como un tiempo de alegría para
aproximarse a Dios. Todos los creyentes, en medida más o me-
nos grande, participan en algún momento de esta forma de abs-
289
tinencia. El ascetismo natural no considera al ayuno como una
lucha contra el cuerpo, sino como un instrumento voluntario
para sostener al espíritu; el monaquismo del desierto, por el con-
trario, parece verlo como una oposición al cuerpo: «Si un hom-
bre come una vez al día es un monje; si come dos veces al día
podría ser un hombre carnal; si come tres veces al día es una
bestia».350 En consecuencia, las privaciones de alimento no pa-
recen tener fin: por ejemplo, cuando Zózimo encontró en la pro-
fundidad del desierto a María Egipcíaca, una cortesana arrepen-
tida que decidió emigrar, esta le cuenta que en el momento de su
partida llevaba consigo dos panes y medio que pronto se endu-
recieron, pero de los cuales comía apenas dos pequeños trozos
al día; los panes le duraron 17 años.351 Naturalmente esto puede
pertenecer al reino de la fábula, pero existen otros testimonios
en el mismo sentido: «Se cuenta de un anciano que deseó comer
un pequeño pepinillo; tomándolo, lo colocó ante sus ojos y no
siendo vencido por el deseo, se arrepintió y se castigó por el he-
cho de haber tenido ese deseo».352 El ayuno formaba parte del
dominio de sí mismo porque el exceso de alimento provoca el
surgimiento de otros deseos y pensamientos: «El hambre y la
sed consumen los malos deseos».353 El mismo Evagrio, autor de
la opinión anterior, sugiere sobre todo restringir el consumo de
agua, siguiendo la opinión de la medicina de su tiempo según la
cual la humedad en el cuerpo es el origen de una mayor activi-
dad sexual.
La actividad exterior del monje era trabajar, ayunar y dormir
poco, pero lo más arduo se desarrollaba en una actividad invisi-
ble e inaudible que se realizaba en su interior. A esta actividad
oculta la llamaban «meditación», meléte (melšth), e involucraba
todos los pensamientos, anhelos, sentimientos y palabras inter-
nas alojadas en el corazón: lo que hoy llamamos «vida interior».
Para nosotros, «meditación» parece indicar una actividad sere-
na e impasible; para los anacoretas, en cambio, indicaba un fie-
ro combate: «no se puede ganar la sabiduría sin lucha», escribió
Evagrio.354 Este no está hablando metafóricamente; para él, al
inicio de la vida monástica se tiene la impresión de «combatir en
la oscuridad de la noche» y se está de tal manera inmerso en la
lucha que se pierde de vista el significado básico del enfrenta-
miento: batirse en nombre de Dios. «No es suficiente creer en
Cristo; uno debe también sufrir por él».355 Luchadores no son
solo aquellos cuya ocupación es derribar a otros y ser derribados
290
a su vez porque los demonios también luchan contra nosotros,
decía Evagrio. Como todo combate, su consecuencia era fortale-
cer el alma, formar un sólido discurso interior: «Si el alma cono-
ciese solo la dulzura, el descanso y la alegría, se haría negligente
con facilidad... solo mediante la experiencia de la amargura pue-
de el alma manifestar libremente su voluntad y volver al Señor».356
Por ello el paradigma de la vida en el desierto era Job, quien
había resistido con gran paciencia el conflicto con Satanás. El
término de «ejercicio» no era pues metafórico: es solo mediante
el entrenamiento que se alcanza el dominio de sí: «Entrénate
como un atleta consumado; con el tiempo uno se convierte en
un veterano endurecido».357
La meditación estaba compuesta de dos actividades funda-
mentales: la lectura y la oración. Ambas eran complementarias
porque, como lo señaló san Jerónimo, «Cuando oras, tu le ha-
blas al Señor y cuando lees Él te habla a ti».358 Tal lectura no era
intelectual sino «espiritual», porque no tenía como propósito
proveer al intelecto con argumentos, ni extraer de ahí una doc-
trina, sino por el contrario, penetrar en el escrito a base de tena-
cidad y humildad. Esa lectura no se proponía llegar a ninguna
parte y no terminaba nunca, salvo quizá en las lágrimas, porque
según san Jerónimo, «la tarea del monje no consiste en leer sino
en llorar».359 El lector evadía la interpretación literal porque esti-
maba que los textos evangélicos no eran objeto de estudio, sino
de reverencia. Es por eso que Evagrio considera que no es cues-
tión de instrucción sino de purificación. «Tú sabes —escribió en
una carta— que la lectura de las divinas Escrituras sirve grande-
mente a la pureza porque aleja al intelecto de las preocupacio-
nes del mundo visible del que proviene la perversidad de los pen-
samientos impuros».360 La lectura era una forma de asimilación,
de interiorización en la memoria.361 Por ello el acto de leer no
escapaba a la concentración de la hesiquía, al espíritu siempre
vigilante: «Hay ciertos demonios impuros que se mantienen siem-
pre al lado de aquellos que leen e intentan apropiarse de su inte-
lecto, con frecuencia tomando incluso como pretexto las Escri-
turas para llevarlos a malos pensamientos».362
Con todo, la actividad espiritual más importante que el soli-
tario realizaba en su celda era la oración. Desde luego, la ora-
ción tenía una larga tradición desde el origen del cristianismo
(lo mismo que en un gran número de religiones) pero en el am-
biente monástico, a partir del siglo IV, adquirió una relevancia
291
particular, al punto de que en ese momento florecen obras dedi-
cadas exclusivamente a la oración, de las que el trabajo de Evagrio
es un ejemplo.363 La oración es comunión humilde con Dios. Pero
más que ofrecer definiciones, la literatura de los Padres subraya
el carácter de diálogo, primero como elevación del espíritu ha-
cia Dios (Evagrio) y luego como petición de bienes convenientes
(Juan Damasceno). La plegaria como petición se encontraba entre
los recursos más poderosos, porque los anacoretas estaban con-
vencidos que, sin la intervención divina, su combate estaba per-
dido. Es por eso que Juan Casiano sugiere al anacoreta aplicarse
sin cesar con el corazón humilde y contrito a fin de que, en todas
las circunstancias, lo asista el socorro de Dios. Sin embargo, a
diferencia de la oración litúrgica, la oración del anacoreta se
realiza en soledad. Ello exige una particular concentración en sí
mismo y una custodia del corazón mucho más desarrollada.
Como la oración es el medio evangélico por excelencia para com-
batir a los demonios, estos tienen un rencor especial al orante y
buscan por todos los medios desviar su atención: se puede decir
incluso, según Evagrio, que el motivo por el cual asedian a los
monjes es para impedirles llegar a la «oración espiritual», es de-
cir la forma más acabada de dialogar con Dios.364 Los ataques
diabólicos al orante eran diversos: lo más leve era sugerir ideas o
razonamientos acerca de las cosas dejadas atrás a fin de debili-
tar al intelecto durante la oración. A veces lo atacaban por el
flanco de la vanidad haciéndole creer que, debido a que dedica-
ba más tiempo a orar, era más santo, o bien le sugerían que du-
rante la oración había visto realmente a Dios, sembrándole la
semilla del orgullo. Si el solitario lograba vencerlos no cediendo
a los halagos de los sentidos o de la vanidad, entonces lo amena-
zaban con visiones terroríficas, frecuentemente nocturnas. Pero
podían llegar más lejos: Evagrio cuenta la historia de un santo
que vivía en la soledad del desierto el cual, mientras oraba fervo-
rosamente lo asaltaron los demonios y durante dos semanas ju-
garon con él como si fuera una pelota, lanzándolo por el aire y
recibiéndolo con una esfera. Pero no pudieron debilitar en abso-
luto la ardiente oración de su intelecto.365
Para repeler estos ataques abundaban, durante el período de
oración, expresiones como: «Dios, ayúdame», «Dios, ven en mi
auxilio» que indicaban una actitud de desamparo la cual era
acompañada de algunos gestos corporales del monje, por ejem-
plo, postrándose completamente en el suelo para mostrar su
292
humildad, su falta de poder ante Dios, pero también su confian-
za en que Él se conmovería ante esta muestra de sumisión to-
tal.366 Otras veces el monje levantaba los brazos al cielo, buscan-
do quizá un mayor acercamiento a Dios, pero este era un motivo
adicional para suscitar la cólera de sus enemigos, pues tal gesto
lo dejaba expuesto a sus ataques. Evagrio cuenta de un santo tan
odiado por el Maligno mientras oraba, que apenas aquel exten-
día los brazos, el diablo transformado en león, levantaba sus
patas delanteras, clavaba sus garras en las mejillas del atleta y
no se apartaba de él sino hasta que el supliciado bajaba las ma-
nos. Pero el monje jamás bajó las manos antes de haber comple-
tado sus plegarias acostumbradas.367 Aquel que se entrega a la
oración debe saber que «oirá ruidos, estrépitos, voces e insul-
tos», pero no debe amedrentarse, ni abandonar, pues invocará al
Señor con estas palabras: «no temeré los males porque Tú estás
conmigo». Y en efecto, solía presentarse asistencia de Dios. Esta
podía expresarse de diversos modos, incluso por la aparición de
ángeles quienes asistían a los solitarios sea con palabras o bien a
través de mensajes contenidos en los sueños. Además, los ánge-
les representaban un gran alivio pues se dedicaban a curar las
heridas físicas reales que los orantes recibían en su lucha contra
los demonios.
Estos anacoretas no consideraron imposible la petición evan-
gélica de «rezar ininterrumpidamente» y durante mucho tiem-
po la siguieron al pie de la letra. Según Evagrio, la oración ince-
sante pertenece al período «práctico» y está al alcance de todos
los luchadores. Pero no es la última palabra de la espiritualidad.
Más adelante se encontrará un grado en el que la oración se
hará sin distracción alguna porque el intelecto habrá dejado atrás
todas la inquietudes mundanas, externas e internas y podrá con-
templarse a sí mismo, en toda su pureza, tal como en el momen-
to de la Creación original. Pero este es un grado que para el monje
combatiente es aún una aspiración; por ello, sigamos a este un
poco más en su lucha cotidiana.

Estrategias: los ejercicios espirituales

La imperturbabilidad inalterable es el objetivo final, pero aún


se encuentra lejana; por ahora, el solitario es un «práctico» esto
es alguien enfrascado en plena lucha contra sus pasiones. Se ha
293
impuesto, sin embargo, una tarea extraordinaria: examinar uno
a uno todos sus pensamientos a fin de erradicar aquellos que lo
desvían de la contemplación exclusiva de Dios. Para ello, debe
ejercer una vigilancia permanente sobre la calidad de sus pensa-
mientos. Nos internamos en el territorio singular en el que el
monje vuelca su mirada sobre su interior para asistir al movi-
miento de sus pensamientos y sus pasiones juzgándolas con
imparcialidad y severidad para retener aquello que place a Dios
y rechazar aquello que lo aleja de Él. Luego, para reforzar la
verdad alcanzada, confesará ante otros esa lucha interior, inclui-
dos los retrocesos, mediante la cual ha tratado de abandonar al
«yo» anterior.368 El alma será la protagonista de un procedimien-
to cuyo objetivo no es otro que ella misma. A estas operaciones
exteriormente imperceptibles a los ojos por las cuales el indivi-
duo busca alcanzar una transformación de su fuero interior, P.
Hadot las ha llamado «ejercicios espirituales». Estos nos permi-
tirán asistir a un cuidadoso trabajo sobre la dinámica de la vida
mental del solitario, en la cual ciertas ideas deben combatir a
otras ideas, sustituyéndolas, cerrándoles el paso al alma, crean-
do un fuero interno puro, esto es, donde ninguna turbia repre-
sentación encuentra asilo. Se trata de estrategias mentales acer-
ca de cuándo hacer frente a un pensamiento amenazante, de
qué manera y en qué momento combatirlo, qué clase de terapia
aplicar si, a pesar de todo, un pensamiento apasionado logra
alojarse en la conciencia.369 Son técnicas menores si se quiere
pero aplicadas con constancia debían producir un alma exenta
de pensamientos impropios. La mayoría de estos ejercicios te-
nían antecedentes en las filosofías helenísticas o en la sabiduría
religiosa, pero se verá que la espiritualidad del desierto les otor-
gaba una coloración propia y muchas veces, una violencia sin-
gular. Veamos.
Una primera forma de resistir a los pensamientos inapropia-
dos era rememorar los pecados cometidos. El eremita se había
alejado de los hombres pero aún no tomaba distancia de sí mis-
mo. No había podido desprenderse del todo de su «yo» anterior.
La memoria permitía que esas antiguas pasiones (por otras per-
sonas, por otros bienes) revivieran. La literatura del desierto
muestra la dificultad que los primerizos tenían para librarse de
esta pesada carga. Según san Antonio, al desplazarse al desierto
el individuo ha librado tres batallas que se originan en el mun-
do: la de escuchar cosas indebidas, la de pronunciarlas con sus
294
propios labios y las tentaciones de la vista, pero tiene ante si
todavía una batalla con su propio corazón.370 Rememorar las
faltas cometidas previamente era un ejercicio espiritual que ser-
vía para tomar conciencia de la fragilidad de los progresos, de
que la victoria sobre uno mismo nunca es definitiva y de que el
estado actual es inseguro y lábil. Se trata de una disciplina espi-
ritual de la memoria porque ciertamente requiere de un recuer-
do selectivo que traiga al presente solo lo que sirve de aprendiza-
je, de correctivo, impidiendo el paso a los recuerdos agradables.
Por lo demás, recordar las faltas pasadas era prevenirse a uno
mismo para evitar cometerlas en el presente; así, el yo debe afir-
marse en su estado actual, a fin no dejarse avasallar por el peso
de todo su pasado.
El cristianismo del desierto extrajo de la filosofía estoica un
cierto número de ejercicios espirituales referidos al cuidado de
la calidad de los pensamientos. Uno de ellas era la del «guardia
de la casa». En efecto, el enemigo diabólico es como un extranje-
ro que se encuentra fuera de la casa, en la puerta protegida por
un guardia; aquel no puede entrar si no ha sido invitado. El guar-
dia tiene como tarea discernir entre los buenos visitantes y los
extraños indeseables, impidiéndoles el paso: «Se atento contigo
mismo, conviértete en el portero de tu corazón y no dejes entrar
ningún pensamiento sin interrogarlo; pregunta a cada uno de
ellos, ¿eres uno de los nuestros o eres de los adversarios?».371 Es
probable que Evagrio conociera esta disciplina por medio del
filósofo estoico Epicteto, pues está contenida en una de las Dia-
tribas. Este sugería, en efecto, a sus alumnos que a cada pensa-
miento, imagen o representación le preguntaran: «¿vienes en son
de paz?» Esta técnica eficiente era empleada por los monjes para
expulsar de este modo a los malos pensamientos: «vete, ha sido
suficiente» o por el contrario, acogiendo así a los buenos pensa-
mientos «ven, amigo». Una pequeña variante de este ejercicio
fue empleada por aquel anacoreta que, de improviso, suspendía
el curso de sus pensamientos y se preguntaba a sí mismo «¿dón-
de estamos, hermano?» y si se encontraba a sí mismo rezando o
salmodiando se felicitaba, mientras se reprendía al descubrirse
vagabundeando en el pensamiento.
Conviene señalar que esta falta de concentración en uno
mismo era provocada por un demonio particular llamado «el
vagabundo». Según Evagrio el ataque de este demonio singular
es fácil de reconocer: es la mente distraída, llevada de aquí para
295
allá al azar de los encuentros y de las conversaciones con extra-
ños. «El vagabundo» ataca sobre todo al ocaso, cuando el solita-
rio se prepara para sus plegarias nocturnas. Para combatirlo,
Evagrio sugiere observarse a sí mismo en su fuero interno; pre-
guntarse cómo ha surgido, adónde conduce, pues esto es impor-
tante en asaltos posteriores. Una vez que ha reconocido y venci-
do al demonio vagabundo, el monje debe sentarse y examinar
detenidamente su fuero interior a fin de comprenderse mejor a
sí mismo y enfrentarlo con éxito en el futuro. Evagrio advierte
que después de esta lucha se presentan algunos efectos físicos
concomitantes: adormecimiento, aletargamiento, excesivos bos-
tezos y calambres en la espalda.372
No había entre los Padres del desierto un acuerdo definitivo
acerca de si los malos pensamientos debían ser rechazados de
inmediato o si, por el contrario, el monje debía darles acceso
con el fin de iniciar más tarde contra ellos un combate frontal.
El Abba José, por ejemplo, sostenía que había que repelerlos de
inmediato tan pronto aparecían, del mismo modo que los rato-
nes que buscan invadir una casa deben ser eliminados rápida-
mente, desde el primero, pues de otro modo su multiplicación
los hace inerradicables. Evagrio Póntico y Juan Casiano habrían
estado de acuerdo con ello, pero solo si se refiere al anacoreta
principiante; al guerrero experimentado, en cambio, le recomen-
daban dejar ingresar esos pensamientos y hacerles frente cara a
cara, con el fin de asegurarse mayores beneficios mediante la
victoria. De uno u otro modo, la lucha no era sencilla ni de corta
duración, porque un mal pensamiento podía asaltar al solitario
largo tiempo; según algunos monjes, la lujuria, por ejemplo, era
un pensamiento capaz de permanecer hasta por nueve años.
Un ejercicio adicional practicado por los monjes pero que
no tiene antecedentes filosóficos consistía en injuriarse a sí mis-
mo. Como hemos visto, el anacoreta solicitaba la asistencia divi-
na de diversas formas, por ejemplo en la plegaria, pero existía
un gesto de mayor humildad: la auto-injuria. La humildad es, en
principio, la capacidad de no estimarse en exceso uno mismo,
de manera que la auto-injuria no es más que llevar esa virtud
cristiana hasta el extremo.373 Según el Abba Poemen aquel que
se denigra a sí mismo constantemente encuentra al final del ca-
mino el descanso en la gracia divina, porque a medida que se
hace diminuto hasta borrarse a sí mismo, logra que su «yo» real,
sumiso y dócil ocupe su lugar ante Dios. Los monjes no veían en
296
ello una humillación degradante porque el «yo» que resultaba
injuriado es solo el «yo» arrogante y aparente, el cual debe dejar
su lugar a un «yo» profundo y auténtico que es aquel que se
esfuerza por alcanzar la misericordia del Señor. Dios, tomando
en cuenta esta debilidad asumida deliberadamente, removería
las tentaciones que atormentaban al solitario. Denigrarse era una
actitud permanente: según un dicho del desierto: «era preciso
llevar por todas partes la injuria de sí mismo».374 Si la injuria a sí
mismo placía a Dios, en cambio enfurecía a los demonios, por-
que estos son coléricos y por tanto entre todas las virtudes odian
especialmente a la humildad y la combaten con todas sus fuer-
zas: «No es posible encontrar en la tierra hombres más coléricos
que los demonios o que puedan asumir a la vez toda su mal-
dad».375 Sin embargo, removidas las tentaciones con la ayuda de
Dios, el monje debía mantener la misma humildad en la tregua
que había alcanzado, porque esta paz podía ser solamente tem-
poral, el tiempo que la gracia le había concedido.
La antigüedad grecoromana había descubierto de tiempo
atrás la importancia de la escritura personal en la constitución
moral de uno mismo porque permitía apropiarse de la experien-
cia moral acumulada. En la antigüedad clásica era una práctica
usual llevar consigo unos pequeños libros de notas que conte-
nían fragmentos de obras literarias, citas memorables, ejemplos
o anécdotas; el individuo las reunía como notas personales que
no eran simples recordatorios, sino principios de acción que debía
implantar en su fuero interno para guiarse a sí mismo. Esas no-
tas participaban en la constitución propia capturando lo que
había sido dicho o hecho por otros como un fondo de sabiduría
práctica que el individuo debía activar para establecer una rela-
ción de sí a sí tan adecuada a una vida racional como fuera posi-
ble. La vida como individuo moral suponía «construir su propia
identidad a través de la recolección y la meditación de cosas ya
dichas».376 San Antonio hace uso de la escritura pero en cierto
modo invierte el camino que esta vez va no del exterior hacia
uno mismo sino a la inversa, de uno mismo al «exterior». En
efecto, el «primero entre los solitarios» recomendaba a sus discí-
pulos poner por escrito aquello que convulsionaba sus almas,
como si debieran darlo a conocer a otros. La escritura juega en-
tonces un papel a la vez de confesión y de distanciamiento: de
auto-confesión porque llevando a la luz los movimientos del pro-
pio pensamiento se trata de disipar la sombra interior que el
297
monje no siempre se atreve a revelarse a sí mismo. De distancia-
miento también, porque aunque no suceda en realidad, poten-
cialmente la escritura exhibe el fuero interno ante un Otro, ha-
ciendo posible una suerte de censura externa: «sonrojándonos
de escribir, lo mismo que de ser vistos, guardémonos de todo
mal pensamiento. Disciplinándonos de este modo, podremos
reducir la servidumbre del cuerpo y evadir las astucias del ene-
migo».377 La escritura sirve ahora para poner al descubierto, como
ante un extraño imaginario, aquellos actos que el monje debe
evitar. Por este juego de espejos, el solitario funciona como su
propio censor: «¿quién consciente en ser visto mientras peca? Y
una vez que ha pecado, ¿Quién no prefiere mentir para ocultar
su falta?».378
En breve, a pesar de su diversidad, los ejercicios que se au-
toimponía el anacoreta tenían un significado último común:
cultivar su disposición interior liberándola de todas las pasiones
mundanas para que no fuera un obstáculo en la búsqueda de
Dios. Tal «pureza del corazón» era un fin inalcanzable para cual-
quiera otro. Era esto lo que hacía excepcional al solitario. Pero
para ello tenía que elevar una muralla impasible ante el asalto
del enemigo. Toda la atención puesta en sí mismo tenía justa-
mente como fin disponer su «yo» interior para eventualmente
recibir a Dios. Esta es la disposición bíblica de «tener a Dios» en
el sentido escritural de «vivir siempre bajo Su mirada»: «Ayuna
hasta tarde, lucha, medita sobre los Evangelios y si un pensa-
miento te asalta no mires hacia abajo sino arriba y el Señor te
ayudará».379
La espiritualidad del desierto teñía con una coloración par-
ticularmente dramática ciertos ejercicios espirituales que había
recibido de la tradición filosófica. Este es el caso, por ejemplo de
pensar constantemente en la muerte propia. En la filosofía es-
toica el poner ante los ojos la propia muerte tenía como propósi-
to provocar una separación entre el alma y el cuerpo a fin de
concentrar todo el cuidado de uno mismo sobre la primera, va-
lorando la vida en tanto que agente racional y por ende moral,
sobre la vida biológica. Al estoico el pensamiento sobre su pro-
pia muerte le permite hacer frente a las adversidades del cuerpo
sabiendo que su alma racional no está afectada por aquellas, por
lo cual debe colocar ese tropiezo en el marco de una visión del
cosmos, es decir, dejar de juzgar ese incidente físico desde un
punto de vista personal. En el desierto, por el contrario, pensar
298
constantemente la propia muerte significaba acentuar el carác-
ter transitorio de la vida buscando corregir de inmediato todo
aquello que podía poner en riesgo la existencia supra-terrenal.380
En el epicúreo, pensar su propia muerte significaba aprender a
vivir, reconocer el valor infinito de esta única oportunidad irre-
petible que es la vida, para gozar de ella. En el anacoreta, por el
contrario, significaba minusvalorar la vida anterior, intentar so-
portarla lo mejor posible y juzgarla con resignación e impacien-
cia en espera de algo de mayor valor que la trasciende. Por eso,
lo que en apariencia era un único ejercicio espiritual —tener
ante los ojos la muerte propia—, adquiría entre los Padres del
desierto un tono mucho más lúgubre: «Sentado en tu celda —
escribe Evagrio— observa el cadáver en que tu cuerpo se con-
vierte, represéntate la desgracia, concibe el sufrimiento que será.
Reconoce la vanidad que reina en el mundo... piensa lo que su-
cede normalmente en el infierno, considera las almas que ahí
habitan, en qué silencio amargo, en qué lamentos feroces, qué
angustia, qué espera, el incesante dolor, los inacabables lamen-
tos del alma...».381
En el encarnizado combate contra los pensamientos propios
normalmente no bastan las fuerzas de uno; por ello, un ejercicio
espiritual consistía en confesar los malos pensamientos a un
solitario más experimentado que fuese capaz de contribuir a su
destrucción: era el rol del guía espiritual.382 El acto de confesar a
otro las dificultades espirituales tiene al menos dos dimensiones
que tocan a la subjetividad: la primera, es la voluntad de decla-
rarlos de viva voz, la decisión de exponer su fuero interior a la
mirada ajena, esto es hacer visible aquello que usualmente se
reserva uno para sí mismo; la segunda, es la necesidad de auto-
examen, es decir una forma de interrogación de sí mismo que
lleve a la conciencia los obstáculos que el principiante encuen-
tra en su camino. En la confesión, el «yo» se toma a sí mismo
como objeto de reflexión a fin de revelar, como un testigo impar-
cial, lo que sucede dentro de sí y luego exhibirlo ante otros con la
misma imparcialidad que si hablara de un objeto ajeno a él mis-
mo.383 La reticencia a declarar sus dificultades internas era indi-
cativa de que el anacoreta mantenía para sí algo oculto e intoca-
do, por eso era severamente condenado por los monjes: «no hay
nada sobre lo que el enemigo se alegre más que encontrar a aque-
llos que no manifiestan sus pensamientos».384 El corazón de un
hombre que se complace solo en sus propios pensamientos es —
299
según san Antonio— un nido de malos espíritus que se delecta
en su mal y su cuerpo es un almacén de males misteriosos que se
oculta a sí mismo. La intimidad, ese refugio impenetrable de la
subjetividad moderna, está aquí enteramente excluida.
La tradición del guía espiritual, que se reencuentra entre los
Padres del desierto, es una característica de la formación moral
de la subjetividad durante toda la antigüedad. Por su origen, esa
tradición remonta a la historia más lejana de la educación —
especialmente la educación del joven—, de manera que el guía
espiritual se identifica normalmente con el educador. Quizá el
primer ensayo de este educador-guía pertenece al mito: es Chi-
ron, el centauro, medio hermano de Zeus, educador de héroes
como Aquiles y otros hijos de dioses, quien concentraba en sí
toda la sabiduría y el conocimiento de su tiempo, incluyendo el
canto y la lira. En los tiempos históricos, la figura más represen-
tativa del guía espiritual se encuentra en el filósofo. En efecto, la
educación filosófica antigua se realizaba en comunidades como
la pitagórica, la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles o el
Jardín de Epicuro, en las que la formación vital se realizaba en
compañía del maestro y de muchos otros individuos empeñados
en el mismo esfuerzo. Los filósofos ofrecían ciertamente una
doctrina, una serie de dogmas que trataban de justificar racio-
nalmente el género de vida que proponían, pero la educación
requería igualmente de la prueba dada por el ejemplo vivo del
maestro que era, en última instancia lo que decidía de la con-
gruencia y la validez de los principios del estilo de vida elegi-
do.385 Sin embargo, entre las escuelas filosóficas esa dirección
espiritual dejaba al discípulo siempre la libertad de continuar
sin una sumisión definitiva. En ellas, la voluntad del dirigido no
se disuelve en la voluntad del maestro; no hay la anulación de
uno en la voluntad del otro.386 Entre los monjes, en cambio, la
obediencia debe ser inquebrantable: el discípulo no tiene cami-
no propio y debe aceptar ceder su voluntad por completo. Es
porque el camino de la salvación no está alcance del orgulloso
sino a la inversa del humilde que se niega a sí mismo todo el
tiempo, en cualquier circunstancia y en toda situación. Es la
voluntad de no tener voluntad, la libre decisión de no tener liber-
tad.387 Porque la humildad y la renuncia de sí es una premisa de
la entrega a Dios. El «yo» debe renunciar a sí mismo porque un
«yo» que se erige en el orgullo jamás alcanzará a Dios. Este últi-
mo aspecto es decisivo en la relación entre el Abba y sus discípu-
300
los. Esta no era una relación de conveniencia, sino un medio
divino mediante el cual el principiante aprendía obediencia, su-
misión y conocimiento en lo que le place a Dios: «El Abba Poe-
men dijo que alguien había preguntado al Abba Paésios ¿qué
puedo hacer por mi alma porque es insensible y no teme a Dios?
Y aquel respondió: únete a un hombre que tema a Dios y, vivien-
do a su lado, aprenderás tu también a tener temor de Dios».388
No estaba al alcance del novato recorrer solo ese difícil itinera-
rio: «El anciano dijo: si veis a un joven trepando al cielo solo, por
su propia voluntad, tomadlo por los pies y tirad hacia abajo, por-
que esto será bueno para él».389
La segunda dimensión de la formación espiritual, la confe-
sión de sus pensamientos a su guía espiritual, tenía efectos pre-
cisos sobre la subjetividad obediente del principiante: por una
parte representaba un alivio, un descanso en su lucha interna,
porque no era necesario encontrar por sí mismo la solución a los
vericuetos de su itinerario, soluciones que descansaban en la
autoridad, pero también en la amistad del anciano. Por otra par-
te obligaba a un mayor auto-examen pues entre los monjes la
confesión debía ser exhaustiva, incluyendo no solamente los
pensamientos sino los detalles más insignificantes: cuántos pa-
sos ha dado en el día, cuantas lágrimas ha derramado en su cel-
da. El complemento de la absoluta obediencia era la obligación
de decirlo todo sobre sí mismo, de no ocultar nada, de estar dis-
puesto a no guardar para sí ningún escondrijo donde pudiera
ocultarse una reticencia a Dios.390 La confesión sumisa es aquí
una condición permanente e indispensable del sujeto. Por sobre
todas las cosas esa mostración de sí mismo probaba que había
renunciado a mantener una parte reservada y que su voluntad se
había doblegado, adoptando la completa disposición a escuchar,
sin reticencia, la palabra de Dios o al menos la experiencia del
anciano de lo que gusta a Dios, pues la voluntad propia era sin
duda un impedimento para este encuentro: «La voluntad del
hombre es un muro de bronce entre él y Dios».391
Cuando se examina la dinámica mental y espiritual en que
se desarrollaba la lucha interior del cristiano del desierto, un
nombre destaca entre todos los Padres: el de Evagrio Póntico. El
corpus ascético legado por Evagrio ofrece, quizá, la exploración
más detallada del movimiento interno del alma del monje.392 Es
por esto que la versión siríaca de su biografía lo llama «el escru-
tador de pensamientos». Su doctrina es una mezcla notable de
301
observaciones psicológicas extraídas de su intercambio directo
con los atletas de Egipto y elementos filosóficos platónicos y es-
toicos. Fue un testigo presencial de esa dinámica espiritual, al
grado que la suya es la demonología más completa de la época y
en consecuencia —por eso comparece en este momento— crea-
dor de una serie de ejercicios espirituales que le son propios.
Había llegado tan lejos que él mismo declara haber sido amena-
zado por los demonios: en el prólogo a una de sus obras relata
que un diablo hizo su aparición y le dijo: «haré de ti objeto de
burla y de irrisión entre los monjes porque has escrutado y reve-
lado la naturaleza de todos los pensamientos oscuros».393 Siguien-
do a la tradición platónica, Evagrio estima que existen ciertas
pasiones alojadas en las partes irracionales del alma que por
tanto son imposibles de erradicar, pero a las que el esfuerzo del
solitario puede atemperar: así, si se la controla, la parte concu-
piscente o apetitiva del alma puede contribuir a la continencia y
la caridad, mientras la parte irascible o colérica, una vez domi-
nada, puede fortalecer el valor y la templanza. La parte racional,
en cambio, por su naturaleza, tiene la virtud de la prudencia, el
entendimiento y la sabiduría pero si se desboca genera sus pro-
pias pasiones, como el orgullo y la vanagloria. De acuerdo con
esta división tripartita, según Evagrio existen tres clases de pen-
samiento en el hombre: pensamientos angelicales, que nos per-
miten comprender la naturaleza de las cosas y sus principios
espirituales; pensamientos diabólicos, que solo se proponen la
adquisición de bienes materiales y pensamientos humanos que
no son ni angelicales ni demoniacos.394 Evagrio adopta la tradi-
ción de Platón para sostener que los seres humanos han sido
creados como intelectos puros, destinados a la contemplación
de Dios, lugar del que han caído. Esta caída es el estado que los
demonios se proponen perpetuar: estos desean que los hombres
se pierdan como sucedió a ellos mismos. La lucha es entonces
frontal entre el monje, que busca su retorno a la condición hu-
mana original y los espíritus diablescos que se empeñan en frus-
trar ese propósito.
Una de las originalidades de Evagrio es la táctica que propo-
ne en este conflicto: toda su estrategia de lucha descansa en el
conocimiento del adversario, esto es, en descubrir para cada
pensamiento indebido, el nombre y las características del demo-
nio que lo ha promovido. En su doctrina, este conocimiento es
primordial. Puesto que los medios diabólicos de ataque son nu-
302
merosos, el monje necesita una preparación especial para reco-
nocer quién se encuentra detrás de cada acoso. Puesto que la
única vía de acceso a la víctima son los pensamientos, si el ana-
coreta presta atención al objeto y a las representaciones que se
forman en su mente, tendrá una idea, o al menos un indicio, del
demonio concernido. En términos generales, bastará entonces
con nombrar en voz alta al provocador para que se aleje, previ-
niendo así el implante de la pasión que aquel buscaba suscitar.
De ahí proviene la clasificación en ocho demonios básicos que
Evagrio ofrece, la cual coincide con los ocho pensamientos vi-
ciosos que ya conocimos: glotonería, fornicación, amor al dine-
ro, tristeza, ira, acidia, vanagloria y orgullo. En la primera línea
de este ejército demoníaco se encuentran la glotonería, el amor
al dinero y la vanagloria y los cinco restantes dependen en algu-
na medida de aquellos: así, por ejemplo, el demonio de la forni-
cación depende del diablo de la glotonería, porque el monje que
ha sucumbido a la gula, ha abandonado del ayuno y ha incre-
mentado el consumo de agua, lo que dio entrada al demonio de
la lubricidad.
Evagrio presta mucha atención a los ataques diabólicos que
ocurren durante la noche, mientras se duerme. Esto se explica
porque, lo mismo que la oración, el reposo es un estado espe-
cialmente indicativo del estado del alma. En su doctrina, la ma-
yoría de los sueños son enviados por los diablos aunque admite
que también existen «sueños honestos», santos o proféticos. Sin
embargo, prevalecen los sueños inmundos, lúbricos e inquietan-
tes. Los sueños de origen diabólico son distribuidos en tres cla-
ses de acuerdo a la parte del alma que está bajo fuego enemigo:
o bien los demonios atacan al intelecto y son llamados «pája-
ros», o bien atacan la parte irascible en cuyo caso se llaman «ani-
males», o finalmente atacan la parte concupiscente y reciben el
nombre de «bestiales».395 Aunque tal ataque no produce efectos
inmediatos en el asceta, al despertar su alma estará más próxi-
ma a recibir pensamientos indebidos. A Evagrio el simbolismo
de los sueños no parece interesarle y su propósito es simplemen-
te descubrir el demonio que los provoca y la parte del alma afec-
tada. Los sueños son pues enteramente puestos al servicio del
conocimiento de sí y del discernimiento del espíritu.
Si a pesar de todo un mal pensamiento ha logrado abrirse
paso, cuando se es un principiante lo mejor es iniciar de inme-
diato la batalla interior. El primer paso consiste en observar de-
303
tenidamente el pensamiento que sobreviene y si este es diabóli-
co, intentar reconocer al demonio que lo engendra: «Por ejem-
plo, si irrumpe en mi mente la cara de una persona que me ha
hecho daño o me ha deshonrado, esto es la prueba de que se ha
aproximado el demonio del resentimiento».396 Esto es primor-
dial pues el asceta que ignora el origen de la pasión, es como un
combatiente que lucha en la oscuridad. Pero es esencial tam-
bién hacerlo a la brevedad para impedir que este pensamiento
se encadene a otros en la dinámica mental y arrastre al asceta
lejos de su estado natural. Para los monjes más experimentados,
en cambio, Evagrio sugiere no hacerle frente de inmediato sino
permitir la acción del demonio uno o dos días para que descu-
bra su juego. Luego, el solitario debe concentrarse en sí mismo y
hacer un recuento de sus actividades, en alguna de las cuales,
sin percatarse, permitió el acceso a la insinuación. Cuando el
demonio concernido se aproxime nuevamente, el atleta mencio-
nará en voz alta los lugares en los que fue atacado por primera,
segunda o tercera ocasión. Al escucharlo y saberse reconocido el
demonio estará «extremadamente vejado y no podrá contener la
vergüenza».397 A los portadores de malos pensamientos hay que
denunciarlos pronunciando las palabras susceptibles de desar-
marlos, en este caso, simplemente su nombre. Si se le deja ver
que él y sus secuaces has sido descubiertos, el demonio se aleja-
rá porque no puede soportarlo. Según Evagrio, un demonio iden-
tificado y desenmascarado es un demonio derrotado cuya reac-
ción consistirá en devenir un loco furioso: no sabe resistir a aquel
que lo ha reconocido porque, a pesar de su estruendo y sus ame-
nazas, es un ser impotente al que conviene no temerle.
En la dinámica de la mente existen sin embargo otros recur-
sos adicionales para impedir que en ella se instale una pasión
culpable. Evagrio sugiere una segunda estrategia que consiste
en enfrentar a dos malos pensamientos entre sí aprovechando
una suerte de incompatibilidad que existe entre ellos. Ciertos
pensamientos cierran el paso a otros pensamientos: por ejem-
plo, la tristeza es un mal pensamiento pero puede ser útil para
contener otras ideas más agresivas, como la ira, que afectan a la
parte irascible del alma. Esto se explica porque existe cierta in-
compatibilidad demoníaca que se traduce en pensamientos
opuestos: así, el demonio de la vanagloria es opuesto al demonio
de la fornicación, porque aquel busca los honores y este en cam-
bio conduce al deshonor. Este ejercicio supone un cierto virtuo-
304
sismo en el uso de las pasiones encontradas, aun las más peli-
grosas. Así, por ejemplo, si el anacoreta es hábil, el hervidero de
la parte irascible puede ser dirigido, pero esta vez contra los de-
monios: el demonio de la fornicación, que ataca la parte concu-
piscente será combatido por la ira, pues los demonios temen
sobre todo a la rabia que se vuelve contra ellos:398 «el odio contra
los demonios contribuye grandemente a nuestra salvación y es
ventajoso en la práctica de nuestra virtud».399 Desde luego esta
disciplina debe ser administrada con mucha precaución y en
pequeñas dosis, pues la tristeza y la cólera también son pasiones
pero —dice Evagrio—, actúan igual que ciertos venenos capaces
de destruir cuando son usados en grandes cantidades, pero apli-
cados con moderación tienen efectos benéficos.
Evagrio debió tener una cierta familiaridad con la literatura
estoica de su tiempo. De esta logró extraer algunas notables prác-
ticas espirituales destinadas a impedir que un pensamiento se
deslice hasta hacerse una pasión. Una de ellas consiste en desar-
ticular cada mal pensamiento hasta llegar a sus componentes
más elementales de tal modo que cada uno de estos resulte tan
insignificante que resulte una vergüenza dejarse dominar por
ellos. Es la misma estrategia que seguía Marco Aurelio a propó-
sito del acto sexual, al reducirlo a sus partículas físicas más bási-
cas, describiéndolo como el frotamiento de dos vientres acom-
pañado de ciertas agitaciones espasmódicas y la expulsión de
líquidos pegajosos. Esta descripción meramente física se propo-
nía retirar al acto sexual toda la carga simbólica y afectiva que
normalmente se le atribuye, de manera a confrontar al indivi-
duo moral con lo que resulta una vez que la acción ha perdido
todo valor imaginario. Evagrio hace un uso ligeramente diferen-
te Así, cuando uno de los recuerdos enemigos visite al solitario,
en su fuero interno este lo fragmenta preguntándose: ¿de cuán-
tos elementos se compone? ¿Cuál de estos elementos atormenta
más al intelecto? Es verdad que esta disciplina está al alcance de
unos cuantos combatientes veteranos, provistos de una alta do-
sis de capacidad especulativa, pero para estos es posible incluso
enfrentar al primer mal pensamiento no contra sí mismo, sino
contra otros pensamientos «neutros», es decir que surgen de un
interés puramente intelectual del tipo: ¿cómo visitan los demo-
nios nuestro mundo? ¿Por qué nosotros no visitamos el suyo?
¿Cómo cayó Lucifer de su sitio?
El monje no siempre tenía a su alcance a su guía espiritual y
305
por ello la vigilancia sobre sí mismo requería de un diálogo inte-
rior consigo mismo. Dialogar y reprenderse a sí mismo era una
disciplina conocida entre los filósofos antiguos quienes podían
ser sorprendidos hablando solos.400 Evagrio encontró en la tradi-
ción judeocristiana ciertos ejercicios del diálogo consigo mismo
que podían ser utilizados en el desierto. Uno de ellos, que está
recubierto del prestigio del mismo David, se encuentra en el Sal-
mo 42.6: con lágrimas, al asaltado dividirá el alma propia en dos
partes, una de las cuales consuela y la otra es consolada, sem-
brando en el fuero interno buenas esperanzas y cantando lo mis-
mo que el santo David: «¿por qué te abates alma mía? ¿Por qué
te me turbas? Espera en Dios que aún podré alabarlo, salvación
de mi rostro y Dios mío».401
A esta serie de disciplinas de sí sobre sí mismo Evagrio la
llama «ciencia práctica», ¹ praktik», y corresponde al momento
en que el solitario aún se debate consigo, con sus pensamientos
y sus pasiones. Era una lucha recurrente y de larga duración
porque esas pasiones, que encuentran un alojamiento en las par-
tes irracionales no pueden ser erradicadas, sino solo atempera-
das. Vendrá un momento posterior en que el anacoreta alcanza-
rá la imperturbabilidad y pasará a la categoría de «gnóstico»
pero por ahora el problema para el «práctico» es cómo reorien-
tar esas pasiones en una dirección positiva. Por ejemplo, en lu-
gar de desear otro cuerpo humano, el atleta debe esforzarse en
desear a Dios; en lugar de actuar agresivamente contra otros
seres humanos, debe canalizar esa agresividad contra los demo-
nios. Esta es una estrategia mental sin duda, pero no puede te-
ner éxito si antes no se ha atemperado la parte concupiscente
del alma mediante ayunos, vigilias y durmiendo en el suelo, y a
menos que se haya moderado a la parte irascible mediante la
paciencia, la caridad y la ausencia de resentimiento. El objetico
del período «práctico» es mitigar estas partes irracionales para
que antes que producir emociones negativas, provoquen virtu-
des positivas.
No obstante, entre todos, el ejercicio espiritual que se identi-
fica plenamente con el nombre de Evagrio Póntico está conteni-
do en su obra Antirretikos, el «Libro de las refutaciones». El ejer-
cicio, sumamente intelectual, consiste en que el monje pueda
oponer a cada mal pensamiento que lo asalta, una frase extraída
de las Sagradas Escrituras. El resultado de esta estrategia es un
manual que cataloga 498 pasajes bíblicos organizados de acuer-
306
do a los ocho demonios principales.402 Por ejemplo: «Contra los
pensamientos impuros que algunas veces nos conducen a visio-
nes durante el día o durante la noche y que inician ofreciendo
una imagen al intelecto (replicar): porque sabed y entended que
todo fornicario o impuro, o codicioso que equivale a idólatra, no
tiene parte en la herencia del reino de Cristo y de Dios».403 Refuta-
ción que hace uso de la Epístola a los Efesios. El Antirretikos de
Evagrio tiene puntos de contacto con otros escritos antiguos
destinados a la formación moral del individuo, pero también
tiene diferencias que lo hacen un producto específicamente cris-
tiano. En efecto, como hemos señalado previamente era un há-
bito usual entre los grecolatinos que la gente hiciera colecciones
de dichos célebres, anécdotas o extractos de obras para guiar su
conducta. Los cristianos habían adoptado esta costumbre, salvo
que extraían sus notas de la Biblia o de otros libros de edifica-
ción. Existían ciertas antologías, como la de Cipriano de Cárta-
go, que también estaban destinadas a proveer a los creyentes
con argumentos para defender su fe y exhortarlos a mantener
una correcta conducta moral. Lo mismo que entre los paganos,
tales antologías se proponían auxiliar al cristiano para mejorar-
lo en el camino de la virtud, que en este caso incluía la lucha
espiritual contra Satán. A nuestros ojos modernos el Antirrêtikos
tiene un aire extraño pero es probable que el lector antiguo lo
hubiera asimilado a otros géneros literarios como los cuadernos
de notas filosóficos, los testimonios extraídos de las Escrituras o
incluso con ciertos libros de invocaciones. Sin embargo también
tiene grandes diferencias porque esta vez no es el monje el que
realiza la compilación sino que encuentra una selección ya pre-
parada, con un sólido conocimiento de los textos sagrados, ante
el cual no cabe ninguna iniciativa personal por parte del usua-
rio. Además, muchos de los extractos de la obra no están desti-
nados a la formación moral del monje, sino dirigidos contra los
demonios y otros seres supra-mundanos. Por ello, el texto ad-
quiere un extraño aire de libro de encantamientos destinado, o
bien a solicitar la ayuda divina, o bien a disolver una amenaza o
en todo caso, a producir un efecto exterior determinado.404
El libro Antirretikos tiene una especial importancia porque
es el único testimonio acerca de los monjes en Egipto que haya
sido escrito en el siglo IV, pues tanto los Apotegmas de los Padres,
como la Historia de los monjes de Egipto y la Historia Lausíaca de
Paladio fueron realizados un poco más tarde por viajeros o por
307
monjes que no eran residentes permanentes. El libro parece ha-
ber tenido relevancia en la vida del desierto: su autoridad prove-
nía no solo de la lucha personal de Evagrio contra los demonios,
sino de la experiencia que le fue transmitida por muchos otros
anacoretas que le confiaban sus inquietudes. Evagrio no se con-
sidera el inventor del género de la refutación y en el prólogo
menciona como antecedentes a David y a Jesús: según los Sal-
mos el primero recibió del Espíritu Santo el don de la réplica y
en los Evangelios de Mateo y Lucas, Jesús es presentado hacien-
do uso de las expresiones bíblicas contra las tentaciones de Sa-
tán. Quizá Evagrio también tenía presente que la confrontación
verbal contra Lucifer es una de las experiencias más remotas del
monacato en el desierto, comenzando por el mismo san Antonio
quien, como hemos visto, aun siendo muy joven era capaz de
rechazar los pensamientos inmundos mediante sus propias pa-
labras.405 Es muy probable que el uso anti-diabólico de las pala-
bras de las Escrituras Sagradas fuera frecuente en la vida de los
anacoretas bajo la forma de fórmulas de ayuda o de intercesión,
dirigidas a Cristo, o de réplicas dirigidas a los demonios. Algu-
nas expresiones de este tipo están contenidas en los Apotegmas
de los Padres aunque muchas fórmulas de rechazo al diablo no
son de origen bíblico: por ejemplo, Marco el egipcio rechazó
una insinuación que lo invitaba a caer en la malicia con la expre-
sión: «No juzgues para no ser juzgado».406 Conviene señalar que
también hubo monjes que rechazaron la estrategia del Antirre-
tikos debido a su gran complejidad y pensaron que, más que
acumular tanto saber, era preferible refugiarse únicamente en el
nombre de Jesús.
El Antirretikos es pues un instrumento preventivo pero que
no hacía insensible al monje en los primeros momentos del ase-
dio. En efecto, aun el más experimentado de los monjes sentía
una cierta conmoción en el primer momento de asalto que se
hacía visible en titubeos y en movimientos involuntarios. Ese
movimiento reflejo, involuntario e inocente, no era aún un acto
culpable pero debía ser seguido de inmediato por la refutación.
Evagrio había detectado esta idea en su predecesor Orígenes y
en Dídimo el ciego, quienes a su vez probablemente lo habían
extraído de la tradición estoica la cual, como hemos visto, lo
llamaba protopasión. La protopasión era capaz de explicar esos
instantes de vacilación momentánea que se presentan en perso-
najes de las Escrituras, que por otro lado son absolutamente vir-
308
tuosos. Orígenes y Dídimo el ciego insisten en que no siempre
está en manos del monje evitar la insinuación, pero siempre es
posible elegir cómo resistir ante ella. Este era el papel del Anti-
rrêthikos.
La refutación tiene como propósito cortar de tajo los malos
pensamientos que sobrevienen impidiéndoles el paso mediante
un buen pensamiento que lo desplace. Esta estrategia descansa
en la comprensión del funcionamiento del intelecto humano que
tenían los estoicos y que Evagrio adopta. En efecto, todo co-
mienza por una representación que el alma se forma y que es el
material básico de la mente. En sí misma la representación no
es ni buena, ni mala, sino neutra pero sirve para la elaboración
de un juicio que es justamente lo que pone a prueba el carácter
moral del afectado. De manera que esto, trasplantado al desier-
to, significaba que el primer paso requiere identificar la repre-
sentación como de origen diabólico es decir exige el uso del en-
tendimiento. Es entonces cuando un buen pensamiento debe
sustituir a su opuesto. En el intelecto, las representaciones se
presentan una por una (porque el alma no puede ocuparse a la
vez sino de un solo pensamiento), pero lo hacen a una gran velo-
cidad provocando una ilusión de simultaneidad. Conviene en-
frentar de inmediato al pensamiento inmundo, porque la rápida
sucesión de representaciones puede confundir al monje dando
lugar a la pasión, hasta alejarlo de su concentración en Dios, y
esto a pesar de que la pasión en cuestión se haya extinguido
tiempo atrás. La refutación funciona porque corresponde a la
manera en que el intelecto humano actúa: ella no hace más que
hacer consciente algo que podría tener lugar de manera incons-
ciente: usar un buen pensamiento para impedir el paso de ma-
nera definitiva a aquel sugerido por los demonios.

Los sueños y el combate espiritual

Entre todos los momentos en que el solitario puede ser ase-


diado existe uno que merece especial atención por la fragilidad
moral que implica: es el momento del reposo, cuando arriban
los sueños. Durante el reposo, las barreras que opone la cons-
ciencia parecen decaer, lo mismo que la actividad de los sentidos
y entonces el alma, librada a sí misma, puede revelar realidades
de otro modo inaccesibles. Por su vínculo con el cuerpo, el repo-
309
so, una de las exigencias de la naturaleza humana —lo mismo
que el gesto, la risa o la sexualidad— fue colocado por el cristia-
nismo del lado diabólico y objeto de una desconfianza perma-
nente.407 De ahí la abundancia de consejos en el sentido de evitar
el reposo frecuente y especialmente uno de los momentos de
mayor peligro espiritual: el sueño profundo. La sabiduría del
desierto abunda en directrices de no dormir, de permanecer des-
piertos, de velar. Los ascetas usaban esta expresión tanto en sen-
tido literal, como en el sentido metafórico de «permanecer siem-
pre alerta». Se debe a que el sueño profundo arrastra al solitario
a un mundo de equívocos y dislates, es decir un medio en el que
los demonios se sienten confortables. Además, el reposo prolon-
gado es indicativo de que aquel se ha dejado llevar por un peca-
do que lo pierde: la negligencia, la relajación de la atención que
se debe a sí mismo.
La vigilia permanente tenía amplios antecedentes en el mun-
do de los anacoretas: Paladio, por ejemplo reporta que Moisés el
Etíope, atormentado en sueños por el recuerdo de los crímenes
cometidos antes de su conversión, pasó seis años en su celda de
pie toda la noche, sin cerrar un ojo; para no ser vencido por el
sueño, hacía un recorrido nocturno alrededor de las celdas de
los verdaderos ascetas dedicándose a llenar, sin consentimiento
de estos, sus yugos con agua.408 Otro solitario, Arsenio, pasaba
normalmente la noche entera rezando y solo dormía un poco
por la mañana; declaraba que, si es un luchador, al monje le
basta una hora de sueño al día. A decir verdad esto era un logro
poco común y algunos testimonios conservados, como los con-
sejos que Queremón le daba a Juan Casiano, hacen posible infe-
rir que un régimen próximo a las cuatro horas de reposo era el
promedio en el desierto.
De cualquier modo cada hora de sueño podía ser un obstá-
culo para la liberación espiritual del monje. Por eso evitar el
descanso frecuente se impuso no solo entre los solitarios, sino
también entre los monjes cenobitas (de coenobium, «comuni-
dad») es decir aquellos que vivían juntos, en monasterios. El
impulsor del movimiento cenobítico fue Pacomio.409 Pacomio es
una figura excepcional: su familia no era cristiana y por ello tuvo
una infancia pagana —aunque sus biógrafos señalan que ya en-
tonces era temido por los demonios— y hasta llegó a ser enrola-
do en el ejército romano. Luego pasó un período de siete años de
formación en el desierto al lado de Palemón. Durante años dudó
310
de su propósito de fundar una colonia, porque no creía del todo
en el valor de una búsqueda colectiva de Dios. Es porque, estric-
tamente hablando, un monasterio es una contradicción en los
términos pues monachós significa «aquel que vive solo», de modo
que un monasterio es un lugar en el que «los que viven solos»,
viven juntos. Sin embargo, la misma noche de su bautismo, cer-
ca del río Tabenessi, Pacomio tuvo una visión onírica: de los
cielos descendió un rocío sobre su cabeza que se condensó en
sus manos convirtiéndose en un panal de miel que dispersó su
suave aroma por toda la tierra:410 «instálate ahí y construye una
morada —le dijo un ángel—. Una multitud de hombres vendrá
por ti y darán gran provecho a sus almas».411
Pacomio era el vivo ejemplo del rechazo al sueño frecuente.
Palemón, quien había sido su guía espiritual le impuso una as-
cesis estricta que permitía pocas horas de sueño: «Mantente des-
pierto —le advirtió—, impide que Satán te tiente, porque debido
al sueño muchos han caído en la aflicción».412 Pacomio tuvo
oportunidad de comprobar lo bien fundado del consejo cuando
sufrió en carne propia diversos ataques demoníacos ante los
cuales, a pesar de su encarnizado combate, no había logrado
victoria alguna hasta que, según su biografía en la versión grie-
ga, pidió a Dios que lo mantuviese despierto constantemente,
sin dormir ni un instante hasta que lograra vencerlos. El Señor
accedió por un tiempo hasta que los ataques cesaron.413 De ahí
extrajo la conclusión de que la privación de sueño era parte esen-
cial de los rigores de la vida ascética y un arma imprescindible
en el combate contra Satán y sus secuaces. Esta experiencia se
tradujo en uno de los dos preceptos básicos que habrían de orga-
nizar la vida en los monasterios pacomianos, el primero, la vigi-
lia, esto es reducir y dificultar el sueño, acompañado de la obli-
gación de confesar sus faltas a un hermano de mayor antigüe-
dad como parte de la vigilancia y el cuidado mutuos.
En sus Instrucciones, Pacomio escribió: «No caigas en el sue-
ño, porque ahí hay emboscadas».414 Incluso llegó a afirmar que
el demonio no puede acercarse al monje mientras este lucha por
el Espíritu Santo, pero que cuando aquel se distrae o se hace
negligente, el demonio solo espera que se duerma para saltar
sobre él y engañarlo. Pacomio aplicaría esa regla rigurosamente
en las instituciones cenobíticas a su cargo: en estas se dormiría
solo lo necesario y de ser posible en una postura distinta a estar
tumbado, con el fin de evitar la molicie y los sueños profundos
311
propios del reposo. Los monjes pacomianos dormirían siempre
sentados en asientos bajos y nunca descansarían tendidos. Solo
los monjes enfermos dormirían en camas, a menos que insistie-
ran en permanecer en sus sillas reclinadas. Pacomio mismo se
refiere a esos asientos diseñados especialmente para producir
ese estado de semivigilia y asegura haber aprendido esas prácti-
cas directamente de su maestro Palemón. En efecto, este le ha-
bía aconsejado no dormir nunca tendido, sino en cuclillas, sen-
tado o de pie, apoyando la cabeza contra un muro. En el monas-
terio que fundó al lado de su hermano, Pacomio era el primero
en adoptar esas duras prácticas ascéticas: «Él y su hermano se
mantenían de pie, no movían ni las manos ni los pies que mante-
nían extendidos para evitar que el sueño los amodorrara. A fin
de luchar mejor contra el sueño, jamás de arrodillaban y por ello
los pies se hinchaban a consecuencia de la fatiga y las manos
estaban llenas de sangre porque no las movían ni siquiera para
ahuyentar a la multitud de mosquitos que les atormentaban. Si
necesitaban adormilarse un poco, se sentaban en medio del lu-
gar en el que oraban, sin apoyar la espalda contra la pared».415
Conviene agregar que no eran un caso excepcional pues muchos
otros como Besarión o Macario nunca se acostaban a dormir:
dormitaban sentados en pequeños taburetes hechos en papiro
trenzado que ellos mismos habían fabricado. Con todo, Paco-
mio era notable; pasó 15 años sin echarse a dormir: se mantenía
de pie, en medio de su celda, sin otro alivio que apoyarse un
poco contra un muro, cosa que le producía un gran malestar
que soportaba con gran paciencia.
Dichas prácticas perduraron largo tiempo en las comunida-
des pacomianas. Teodoro y luego Hortensio, ambos continua-
dores de la obra del fundador, exhortaban igualmente a los mon-
jes a luchar contra lo que llamaban «el adormilamiento de la
negligencia», citando las Escrituras: «Despierta, tú que duer-
mes».416 En una instrucción dirigida a los monjes que aparente-
mente fue modificada más tarde pero que quizá remonta al mis-
mo Pacomio, se les exhorta a resistir a la negligencia haciendo
referencia a los Proverbios: no concedas sueño a tus ojos, ni so-
por a tu mirada. «Libérate como se libera la gacela del cazador, o
como se libera el ave de la trampa».417 Los monjes no debían
dormir porque estaban vigilando a nombre del Señor, del mis-
mo modo que no hablaban pues estaban escuchando y ayuna-
ban porque su verdadero alimento era la palabra de Dios. La
312
vigilia constante, lo mismo que las otras disciplinas, era un me-
dio para un fin ulterior.
Naturalmente Pacomio era un adversario excepcional de los
demonios, comparable solo a san Antonio. Este poder de discer-
nir resultaba muy importante en la vida interna de las comuni-
dades cenobíticas: Pacomio podía detectar la presencia de un
demonio oculto alojado en alguno de los monjes a su cargo, al
que de inmediato dirigía sus amonestaciones; otras veces le bas-
taba pasear para detectar las presencias diablescas en lugares
insólitos, por ejemplo descubrió un demonio instalado en una
higuera próxima al monasterio. Tal espíritu de discernimiento
en circunstancias inadvertidas para los demás era muestra de la
excepcional pureza de corazón que había alcanzado, pero era
una parte igualmente crucial de su habilidad como líder para
aconsejar a cada uno y mantener la pureza de la colectividad.
Algunas veces le bastaba mirar al rostro del afectado para detec-
tar en este la calidad de sus pensamientos íntimos y por ende su
propensión a ser atacado en el alma. Era capaz de discernir en
cada espíritu humano los pecados presentes o pasados que ahí
se alojaban, como sucedió con esa jovencita que, para ser cura-
da por Pacomio, debió confesar que ya no era virgen. Pero era
capaz de ir más lejos: «Su biografía lo presenta realizando exor-
cismos, por ejemplo, extrayendo de la garganta de uno de sus
monjes a un demonio que ahí se había alojado».418 De hecho
antes de expulsar a esos enemigos, Pacomio los interrogaba du-
rante un cierto tiempo como lo haría un fiscal, acerca de su ori-
gen y de sus prácticas, hasta que el demonio pedía clemencia de
este modo: «con ello me has golpeado nuevamente y me has
llegado a la confusión».419
Si abandonamos el ambiente cenobítico y retomamos a los
solitarios encontraremos la misma preocupación acerca de la
privación del sueño: «no te dejes arrastrar por la gula de tu vien-
tre, ni te satures de sueño nocturno. Si tienes esto en cuenta
llegarás a ser puro y el espíritu del Señor reinará sobre ti».420
Apenas llegado al desierto, Evagrio aprendió la disciplina de la
vigilia de manos de su guía, Macario el alejandrino quien le reve-
ló su propio régimen ascético: «Por veinte años —le dijo— no
me he saciado de pan, de agua o de sueño; he comido mi pan en
pequeñas cantidades, he tomado mi agua con medida y he ara-
ñado algunos pestañeos de sueño mientras me apoyo contra un
muro».421 De esta experiencia, el «escrutador de los pensamien-
313
tos» retiró una lección: hacer de los sueños una vía para conocer
el estado interior del alma del durmiente. Este es su único punto
de interés. Esto se encontraba en concordancia con aquellos que
pensaban que los sueños pueden traicionar tanto una personali-
dad que no ha alcanzado su plenitud, como ciertas dificultades
en la formación espiritual propia, como sucedió con el célebre
sueño de san Jerónimo. Tanto en su Tratado práctico, como en su
obra Pensamientos, Evagrio advierte que durante el sueño los
diablos pueden atacar la parte concupiscente o la parte irascible
del alma; ¿cómo reconocerlos a cada uno de ellos? Cuando los
demonios atacan la parte irascible, las visiones que acompañan
al sueño muestran al durmiente perseguido por avispas, hom-
bres armados o criaturas ponzoñosas y carnívoras, rodeado de
serpientes o arrojado al vacío desde una alta montaña. El ataque
puede ser tan violento que al despertar el monje se descubre en
medio de su celda, pero envuelto en un espeso humo y aun ro-
deado de tales bestias. El sueño advierte al monje que es preciso
redoblar en su conducta las virtudes de la paciencia, la dulzura,
la misericordia y la caridad. Aunque estas son contrapesos im-
portantes, son aún insuficientes: una vez que se implanten en el
alma es preciso desarrollar virtudes más positivas como la va-
lentía y la perseverancia.422
Cuando el solitario durmiente no es víctima de esas fanta-
sías y evita caer en el miedo, los demonios se transforman en
mujeres que se conducen sin decencia. Las imágenes en el sue-
ño que inducen placeres eróticos o referidas a la gula —como
reuniones de amigos, coros de mujeres y otros espectáculos—
son indicativas de que es la parte concupiscente la que está sien-
do acosada, cuya enfermedad queda al descubierto por el hecho
de que tales objetos son deseados con pasión. Los remedios al
alcance del anacoreta contra este asalto son esencialmente el
hambre, la fatiga y la soledad, porque aquellas pasiones emer-
gen sobre todo debido al relajamiento en el ayuno y a la expan-
sión de la molicie del monje. Además de acentuar estas prácti-
cas, es preciso tratar de convertir aquellas pasiones concupis-
centes en virtudes más positivas, como la continencia y la
templanza, que a la inversa de aquellas, provocan que el alma
concuerde con su naturaleza.
La actividad de los demonios durante el sueño tiene, según
Evagrio, un objetivo: socavar mediante esta labor nocturna la
resistencia del alma para que el monje admita al día siguiente
314
malos pensamientos. El monje no tiene propiamente hablando,
responsabilidad sobre los sueños que le son sugeridos, porque
estos no son creaciones espontáneas del alma. Pero el desorden
prevaleciente en su fuero interno sí es su culpa y pagará el precio
de su negligencia poco después. Aunque Evagrio no desarrolla
una verdadera interpretación de los sueños, en algunos casos
sugiere que es posible deducir el nexo causal que une sutilmente
la imagen soñada con el deseo agazapado; por ejemplo, el dur-
miente sueña que es un pastor que conduce un rebaño; al día
siguiente, el solitario se cree llamado al sacerdocio, cuando en
realidad este pensamiento obedece simplemente al deseo de va-
nagloria que se creía haber superado. Los sueños son, para el
solitario una forma de «verificación» se sí mismo, un examen de
hasta qué punto su persistencia ha modificado el estado de su
alma. Por tanto, la presencia de imágenes en el sueño es señal
inequívoca de una mala salud del alma. Evagrio cree poder ase-
gurar que si las imágenes oníricas son difusas, la herida que re-
velan es antigua mientras que por el contrario, si el sueño ofrece
rostros bien definidos, la llaga es reciente. Por supuesto, cuando
los movimientos naturales del alma durante el sueño están li-
bres de imágenes, se puede deducir que el alma está saludable
«en cierta medida», explica Evagrio.423
Existe sin embargo, un fenómeno nocturno capaz de frus-
trar por completo los aparentes progresos espirituales del mon-
je, es la llamada «conmoción corporal», es decir uno de los sig-
nos más ominosos de la vida de los Padres del desierto: las polu-
ciones nocturnas. En efecto, el fenómeno de las emisiones
nocturnas involuntarias era una preocupación constante, por-
que mostraba lo indomable que puede ser la relación entre el
comportamiento natural del cuerpo y la pureza del alma. Al pre-
sentarse, esas emisiones planteaban la cuestión del grado de
culpabilidad del afectado y en el límite podían ser índice de su
incapacidad para seguir con éxito la ascesis.424 La sexualidad,
que en este caso parece connatural al hombre, dejaba al descu-
bierto áreas inaccesibles a los esfuerzos humanos, un mundo
inviolable de privacidad que residía en lo más profundo del co-
razón, por eso esta lucha particular era llamada cardías, kard…aj.
El problema de las poluciones nocturnas era fuente de incer-
tidumbre y causa de ansiedad, tanto entre los jóvenes aún inse-
guros de su vocación, como entre los veteranos, quienes deses-
peraban de su progreso hacia la castidad perfecta. La cuestión
315
se centraba en el grado de responsabilidad consciente del mon-
je. Ella enfrentaba dos grandes bandos de opinión: por un lado,
aquellos para quienes las emisiones involuntarias tienen una base
fisiológica y por tanto no comprometen el valor moral del que
las sufre. Entre los defensores de esta tesis se encontraban Ata-
nasio (para quien la polución es una emisión tan natural como
el excremento, la saliva o las secreciones nasales, de modo que
no son ni remotamente pecadoras) y Nemesio de Emesa (para
quien la actividad genital durante el reposo estaba fuera del do-
minio de la razón lo que significaba que, aun en sueños con con-
tenido sexual explícito, tales secreciones no eran responsabili-
dad del monje). Sin embargo, no todos aceptaban atenuar a tal
punto la responsabilidad del soñador. Evagrio por ejemplo, con-
sidera que puede haber emisiones en las que el solitario está
exento de incumbencia, porque se presentan en sueños que no
están acompañados de imágenes perniciosas, pero aun así indi-
can que la impasibilidad que el monje ha alcanzado no es per-
fecta y aún se encuentra lejos de la espiritualidad a la que aspira.
No es sin embargo Evagrio sino Juan Casiano quien ofrece
un análisis más detallado de la cuestión de las llamadas «noches
húmedas». Casiano está consciente de que la interdependencia
entre el cuerpo y el alma resiste a cualquier análisis dualista,
esto es, algo que postule una separación radical ente el alma y el
cuerpo. En esas conmociones la relación entre el alma, es decir
la voluntad, la memoria y las necesidades del cuerpo es más elu-
siva e intrigante. De hecho Casiano se interesa menos en el fenó-
meno físico que en la dinámica mental que el hecho deja entre-
ver.425 En su opinión los sueños eróticos que con frecuencia es-
tán asociados a las poluciones reviven, tanto experiencias de
imágenes pertenecientes al pasado, como encuentros recientes
y por tanto, tienen un cierto significado moral. Aun en el caso de
los monjes más experimentados, tales sueños parecen indicar la
persistencia inconsciente de pasiones que ya se creían inactivas,
de modo que alegar que únicamente la naturaleza es la respon-
sable es ocultar que su origen verdadero reside en algún grado
de negligencia propia.
La asociación entre los sueños y las emisiones involuntarias
era un lugar frecuente en la literatura médica de la antigüedad.
Médicos de la talla de Caelius Aurelianus las consideraban como
resultado de la acción conjunta de la naturaleza orgánica y la
imaginación culpable.426 Casiano estaba al corriente de esas doc-
316
trinas señalando que en esa literatura había una divergencia entre
la escuela hipocrática (la cual consideraba que la causa de esos
sueños era la sobre abundancia de humores) y otros autores
quienes, por el contrario daban un papel preponderante a las
fantasías oníricas. Casiano aceptará, en cierto modo, ambas opi-
niones. Como resultan algo «natural», a lo largo de su obra ofre-
ce diversas estimaciones para la periodización de esas conmo-
ciones, desde tres veces al año, o bien «cada dos meses» o más
prudentemente «algunos meses». Cuando esas emisiones no es-
tán acompañadas de figuraciones nocturnas las llama «sim-
ples».427 De manera que, en principio, todos los monjes deben
esperar ser víctimas de la emisión de «líquidos vergonzosos»,
salvo aquellos que se ven excluidos por alguna enfermedad, o
por la edad, y aquellos otros que, por la gracia de Dios han sido
dispensados. Pero aun si Casiano acepta que existen causas or-
gánicas no admite que esto retire responsabilidad moral al mon-
je; aún lo que desde el punto de vista de la naturaleza es necesa-
rio, puede ser contrario a la castidad. Es preciso distinguir, en-
tonces «como un juez imparcial» lo que debe ser considerado
inevitable debido a la flaqueza humana y lo que proviene de los
hábitos viciosos o de los «descuidos de la mocedad».428 Su análi-
sis resulta ser más atento a la relación entre la carne y el espíritu:
introduce al cuerpo como un componente inevitable en las eta-
pas formativas del monje, pues estima que la carne tiene sus
propias reglas aun si, mediante el trabajo sobre sí mismo, acaba
por obedecer a la mente. Pero aun así, la fisiología no está sepa-
rada de los factores morales y teológicos. La atención que Casia-
no prestaba al fundamento fisiológico se debía sin duda a que
tenía en mente el descorazonamiento de los monjes jóvenes,
quienes podían constatar en carne propia que los remedios tra-
dicionales del espíritu, como la abstinencia y la disciplina, no
siempre reducían y a veces más bien incrementaban los proble-
mas.
Tal desplazamiento formaba parte de un movimiento espiri-
tual que conducía a una mayor interiorización del sujeto en sí
mismo. En efecto, a diferencia de Evagrio, Casiano no encuen-
tra el origen de la lucha en las insinuaciones diabólicas, sino que
traslada el conflicto al «yo» interior del monje. Presta mayor aten-
ción a la batalla entre la carne y el espíritu dentro de la persona
individual: una prueba de ello es que Casiano hace suya la lista
de ocho malos pensamientos debida a Evagrio, su mentor, pero
317
reduce su espíritu demoníaco y los llama «vicios», distribuyén-
dolos entonces en dos clases: «vicios naturales», que surgen de
las necesidades orgánicas como la glotonería y la fornicación y
«vicios antinaturales» cuyo origen es externo, como la avaricia o
la vanagloria los cuales, aunque debidos a causas externas «tam-
bién requieren de la actividad de la mente corrupta y perezo-
sa».429 Casiano no renuncia del todo a los demonios pero los re-
duce a meras «sugerencias» y prefiere examinar las ocultas ma-
drigueras del corazón; la lucha ya no se libra tanto entre los
demonios y el monje, sino entre dos aspectos del monje mismo.
Tal cambio de perspectiva se explica (al menos de manera par-
cial) porque el auditorio al que Casiano se dirige ya no son los
anacoretas del desierto, inmersos en la tierra de Satán, sino los
monjes cenobitas de la Galia del sur.
Desde la primera de sus Colaciones,430 Casiano anuncia lo
que será el núcleo de su teología y su concepción del monje: la
pureza del corazón. La expresión tiene tanto resonancias bíbli-
cas como resonancias del desierto. Solo que es una particulari-
dad de Casiano hacer de la castidad perfecta el índice más segu-
ro de ese progreso espiritual. Por ello, distingue entre un monje
«continente» (continens) y uno «casto» (castus); el primero co-
rrespondería a alguien «célibe», mientras el segundo a alguien
«puro». La pregunta que subyace a esta diferencia podría enun-
ciarse así: ¿es posible extinguir por completo el fuego de la con-
cupiscencia que llevamos dentro de la carne? La respuesta de
Casiano es «sí» pero con una añadido capital: esto no se logra
con las puras fuerzas del monje y requiere de un don otorgado
por Dios: la gracia. La lucha personal es importante pero la asce-
sis por sí misma no es la causa que se aleje definitivamente el
vicio de la fornicación, pues la razón última es la posibilidad de
la misericordia de Dios. La disciplina puede vencer a la lujuria
hasta obtener una tregua, pero solo la gracia divina puede per-
mitir la liberación definitiva: «Para alcanzar la pureza de la cas-
tidad no basta la diligencia humana. Hemos de estar convenci-
dos de que la más rigurosa de las abstinencias jamás podrá me-
recernos, por sí sola, la pureza constante de la castidad».431 Todo
debe colocarse desde la perspectiva de los esfuerzos hechos por
el monje en su formación de sí mismo, pero estos requieren ine-
vitablemente la ayuda divina; por eso Casiano cree que la perfec-
ción es posible pero no se debe esperar que resulte del puro es-
fuerzo humano: «merecer que Él nos libre, por el beneficio de su
318
mano».432
Contra san Agustín, quien sostenía que en la memoria se
encontraba un refugio sexual inescapable, Casiano piensa que
aun esos «hábitos inculcados» en la memoria podían ser arran-
cados del corazón, pero por la gracia de Dios. En aquel que reci-
be este beneficio, las emisiones nocturnas ocurrirán por razones
estrictamente fisiológicas, sin intervención de esas fantasías oní-
ricas que indican pasiones irresueltas. Para este monje, incluso
la experiencia de una erección mientras duerme no puede ser
atribuida a la concupiscencia, pero siempre bajo la conciencia
de dejar a la benevolencia divina el cuidado nocturno del cora-
zón. Por eso, aquel que logra esta concesión puede alabar a Dios
de este modo: «Tú dominaste mis bajos impulsos».433 En res-
puesta a las dudas que Germán expresa en algún momento, Ca-
siano afirma que ni los sueños pueden mancillar a aquellos en
cuyo interior la gracia ha depositado la castidad. Cierto, los sue-
ños se deben a la naturaleza humana y se los debe tomar con
desconfianza, pues son los enemigos acérrimos de la castidad,
pero no son una madriguera inaccesible a la obra de Dios. Como
prueba, Casiano ofrece el caso de un monje que solía tener emi-
siones nocturnas la víspera de cada domingo lo que le impedía
asistir a la eucaristía. Angustiado, pidió ayuda a sus superiores
quienes lo interrogaron severamente; resultó inocente lo que le
permitió volver a la comunión lo que a su vez puso fin a las
poluciones. Este ejemplo es sintomático porque revela varios
aspectos de la subjetividad: primero, al pedir ayuda, el monje
abrió su corazón probando que no deseaba ocultar a sus herma-
nos nada de su fuero interno (solo a ellos, pues desde luego todo
es visible al ojo omnipotente de Dios). Esta visibilidad completa
es llamada «transparencia del corazón». En segundo lugar el
ejemplo permite a Casiano ofrecer la explicación tradicional: los
demonios provocan ilusiones y hasta emisiones con el fin de
obstaculizar la obra del monje, haciéndole creer que existe una
complicidad secreta de su parte, y que por tanto carece del valor
necesario para asistir a la eucaristía.
El reposo es un momento que puede descubrir una realidad
que no coincide ni con los esfuerzos, ni con los deseos del mon-
je. Pero por esa misma razón son también signos seguros de la
perfección alcanzada. Y esta es la concepción tanto de Casiano
como de Evagrio. Esto puede resultar un tanto sorprendente hoy
porque significa que en los medios monásticos existía la convic-
319
ción de que existe una continuidad emocional entre la vigilia y el
sueño que no estaban enteramente separados; para ellos, los
sueños no son «otra escena», un dominio que se desenvuelve
por su propias reglas, más allá de la voluntad humana, sino por
el contrario un campo de la vida emocional en la que el indivi-
duo es capaz —y está obligado— a incidir. Lo que le sucede al
monje durante la vigilia repercute en los sueños y a la inversa, lo
que el monje sueña le predispone en lo que habrá de lograr. Sus
pensamientos en la vigilia otorgan material a su experiencia oní-
rica y esta a su vez predispone a la acción al alma vigilante. Como
reveladores de las pasiones que habitan en el alma, los sueños
prolongan sus efectos más allá del reposo, puesto que constitu-
yen un peligro real para la vida espiritual: el monje no los trata
como epifenómenos residuales sino como signos de perfección.
Debe pues aprender a controlarlos y si tiene fortaleza logrará
extinguir por completo los rastros ominosos de la actividad oní-
rica. Este es el estado de perfección, la imperturbabilidad, el punto
culminante de la espiritualidad para Casiano.

Los sueños y la más alta perfección

Hasta ahora hemos encontrado a los monjes luchando con-


sigo mismos, con sus cuerpos y con los pensamientos que les
son sugeridos por los demonios. Esta lucha es, sin embargo, tan-
to para Casiano como para Evagrio, el preámbulo de un estado
superior de perfección individual en la que tal combate cesa y se
alcanza un estado de completa serenidad interior: es la imper-
turbabilidad, la apátheia, ¹ ¢p£qeia, la impasibilidad, la ausen-
cia de pasiones. El alma deberá probar, especialmente en los
sueños, la eficacia de todos los procedimientos anteriores. Se
trata del punto más alto de la realización de sí a la que los mon-
jes pueden aspirar, la culminación de la constitución de sí mis-
mo.
La apátheia no es una innovación cristiana; como un ideal
de virtud (o de felicidad) ella tenía una larga tradición en las
filosofías helenísticas. Entre los estoicos, la imperturbabilidad
es el rasgo característico del sabio quien ya no sufre de ninguna
pasión, es a-pathos, pues ha logrado un perfecto equilibrio de su
juicio racional, lo que le permite una completa libertad interior,
pues ha construido una ciudadela interior inexpugnable. Entre
320
los epicúreos este estado impasible es también patrimonio del
sabio quien vive en el placer imperecedero, de la quietud, y sabe
evitar todo aquello que le puede provocar dolor. En ambos ca-
sos, la serenidad inmutable es una virtud mundana. Pero los
monjes le imprimieron un propósito y una tonalidad diferentes:
en Evagrio, la impasibilidad es el acceso a la contemplación de
Dios y en Casiano, un estado en que cesa la lucha entre la carne
y el espíritu. La más alta perfección no tiene pues entre estos
monjes un sentido unívoco, sino que produce distintos proyec-
tos de sujeto.
En el proceso en el cual la apátheia adquirió un significado
cristiano son importantes los nombres de Plotino (el filósofo
neoplatónico), Filón de Alejandría, Clemente de Alejandría y
Evagrio Póntico. Para este último la serenidad es la etapa que
culmina y cierra el estado de lucha que ha llamado «práctico».
En efecto, en medio del combate, el asceta adquiere conocimiento
de sí mismo, de sus vicios, de sus virtudes y de las tácticas de los
demonios. El objetivo final de esta primera etapa, la ciencia prác-
tica, es justamente obtener la libertad de esas pasiones, un com-
pleto auto-control de sí mismo que significa no solamente ya no
cometer pecados sino no resentir ninguna pasión por los objetos
externos o por los pensamientos propios. Pero llega un momen-
to en el que el monje atraviesa ese umbral, lo que Evagrio llama
una «emigración práctica», deja de ser un combatiente, y se con-
vierte en un gnóstico, gnwstikîj, «el que posee el conocimien-
to», de Ð gnwst»r, «el que sabe». Evagrio asocia este estado al
conocimiento porque implica un completo dominio de la parte
racional sobre las partes irascible y concupiscente. El resultado
es un «yo» renovado. Los signos de que la impasibilidad ha lle-
gado son básicamente dos: un alejamiento del «yo» anterior, esto
es, el gnóstico ya no es asediado por los recuerdos de su vida
pasada: la familia, las propiedades, los afectos y los recuerdos,
ya no encuentran lugar en su alma; luego, un completo aleja-
miento de todas las cosas y pasiones mundanas: ya ningún obje-
to o deseo proveniente del exterior puede conmoverlo y por ello
ignora la ira, la glotonería o la fornicación. La anachóresis, ¹
¢nacèrhsij, la «retirada», el alejamiento de todo y de todos, es
ahora total: el gnóstico ha podido someter tanto las demandas
del cuerpo como las pasiones espirituales. Contrariamente a lo
que se podría pensar, los ataques de los demonios no se atenúan
con este progreso espiritual: a la inversa, entre mayor sea la per-
321
fección más debe crecer en el anacoreta el temor a ser sorpren-
dido y vencido, pues se sabe que Satán encuentra especial satis-
facción en herir a las almas purificadas. Los demonios que ha
debido enfrentar al final del período práctico eran los más for-
midables: la vanagloria y el orgullo, quienes amenazan al monje
que valora excesivamente sus victorias. La lucha pues no cesa
nunca pero ha cambiado de aspecto: «los demonios que presi-
den las pasiones del alma van a perseguirnos hasta la muerte»,
escribe Evagrio pero ahora sus ataques se estrellan ante un muro
de impasibilidad que el gnóstico ha erigido y por ello resulta
ileso.
El gnóstico de Evagrio tiene muchas similitudes pero tam-
bién diferencias con la figura del sabio de las filosofías helenísti-
cas. En estas últimas, la sabiduría consiste en obtener la virtud.
El gnóstico, por el contrario, ya no debe perseguir ninguna vir-
tud humana porque posee las más importantes: la fe, el temor a
Dios, la perseverancia, la esperanza y sobre todo la caridad.434 El
gnóstico no se irrita, pues nada puede excitar su cólera; nada
desea, pues nada tiene y nada le falta; es bueno y bello a seme-
janza de la divinidad y no cesa ni por un instante de amar a Dios
al que está enteramente entregado. Instalado en la virtud inalte-
rable, el perfecto ya no necesita de los medios elementales del
común de los hombres para mantenerse en el buen camino, por
ello ya no se acuerda, o mejor, no piensa siquiera en la ley, en los
mandamientos o en el castigo.435 ¿Cómo vive le gnóstico perfec-
to? Según Evagrio pasa su tiempo distribuyendo entre los de-
más el resultado de su ciencia; es receptivo a todos, incluidos los
negligentes, no es violento ni sombrío, pues desconoce la ira y la
tristeza y su presencia es tal que su sola visión exhibe una dulzu-
ra infinita.436
A pesar de estas similitudes, existe una diferencia primor-
dial entre los filósofos-sabios y el gnóstico de Evagrio: este es un
contemplativo y un místico. En primer lugar, porque su conoci-
miento sobrepasa los límites de lo humano. Según Evagrio, lle-
gado a la gnosis, el desarrollo espiritual no se detiene, sino que
se prolonga en tres grados: el primero, llamado «segunda con-
templación natural» es el «conocimiento de la creación en sus
principios»; el segundo, llamado «primera contemplación natu-
ral» es «el conocimiento que concierne a los seres humanos»; el
tercero llamado «el reino de Dios», es el conocimiento de la San-
tísima Trinidad.437 El gnóstico puede contemplar el mundo ma-
322
terial y los seres racionales con el verdadero conocimiento de
todas las cosas que existen: nada tiene secretos para él, pues
conoce la causa primera e incluso la verdad completa sobre la
creación. El gnóstico perfecto es además un contemplativo cuyo
objeto es descrito en términos platónicos como «el reino de los
seres incorpóreos». Cuando el intelecto ha logrado trascender
todas las representaciones mentales asociadas a la vida sensible,
incluidas las pasiones que estas suscitan, entonces alcanza un
estado de completa indeterminación que Evagrio describe como
una luminosidad perfecta en la que le intelecto solo se contem-
pla a sí mismo: «se ve a sí mismo en una paz que está por encima
de todo entendimiento, de toda inteligencia, porque el corazón
puro está inmerso en otro cielo, cuya visión es la luz».438 La per-
fecta es la característica primordial del gnóstico.
El lugar donde quizá se concentra mejor el misticismo del
gnóstico es lo que Evagrio llama la «oración sin distracción».
Este es el momento de mayor espiritualidad para el monje. Re-
cuérdese que para Evagrio, la oración es, en general, «el diálogo
del intelecto con Dios» pero en el monje combatiente ese diálo-
go es constantemente entorpecido por la irrupción de los recuer-
dos del orante y las constantes insinuaciones de los demonios,
cuya primera tarea es justamente obstaculizar el camino, ha-
ciéndolo volver a la «turbulencia doméstica», a «las gentes de la
casa», expresiones metafóricas para referirse a las pasiones coti-
dianas del alma. Pero el gnóstico ha vencido todo ello y su ora-
ción alcanza un grado de concentración y profundidad, libre de
toda intromisión, que la hace «pura», continua, ininterrumpida.
Es por eso que en la «oración sin distracción», el intelecto se
contempla a sí mismo y por ende contempla la obra de Dios,
quien lo creó: «Cuando el intelecto se haya despojado del hom-
bre anterior y haya revertido al hombre que nace de la gracia de
Dios, entonces verá su propio estado en el momento de la ora-
ción, semejante al zafiro y al color del cielo: es el estado que la
escritura llama “el lugar de Dios”, que ha sido visto por los cris-
tianos sobre el monte Sinaí».439 Sordo, insensible, inmutable, sin
perturbación alguna, el intelecto obra por su propia naturaleza.
Esta impasibilidad ya no un momento mundano, sino extático.
La más alta perfección en Evagrio es un estado místico, una con-
templación teológica de Dios, porque en efecto, Dios no es la
representación de un objeto sensible. Y es justamente «teología»
como Evagrio llama esta perfección espiritual. Es la experiencia
323
de un hombre pero de un hombre que ha cortado por completo
todo vínculo terrenal y que por tanto posee un intelecto sin con-
tenido determinado pues conoce todo; Evagrio la llama «igno-
rancia infinita», una identidad en su esencia primigenia que es
sin embargo, su mayor logro, la identidad que siempre preten-
dió ofrecer a Dios.
Esta concepción mística del progreso espiritual propia de
Evagrio no se encuentra en Juan Casiano. En este la perfección
espiritual se concentra en la relación compleja que el espíritu y
la carne guardan respecto al pensamiento de la fornicación. Ca-
siano se ocupa del tema de la fornicación en distintos momentos
de su obra pero en la Conferencia número 12 de sus Colaciones
se plantea abiertamente la cuestión: ¿es posible extinguir total-
mente el fuego de la concupiscencia, cuyos ardores innatos lle-
vamos en la carne? La respuesta de Casiano es que es posible,
pero implica de un tránsito espiritual en el que no bastan las
fuerzas del monje quien tiene necesidad de la benevolencia de
Dios. En efecto, en el itinerario a la más alta perfección, el Abba
Queremón —personaje importante en la obra Colaciones— iden-
tifica dos etapas: la continencia y la castidad. La primera coinci-
de con el momento en que el monje aún lucha contra su cuerpo
y contra sus pensamientos; la segunda en cambio implica que
ha conquistado un estado de serenidad imperturbable: «la casti-
dad perfecta se distingue de los comienzos laboriosos de la conti-
nencia por la tranquilidad inalterable que la caracteriza».440 Mien-
tras la carne y el espíritu combatan, el nivel más alto de la casti-
dad no ha sido alcanzado. Todos los esfuerzos del anacoreta:
ayunos, soledad, plegarias y mortificaciones están dirigidos a
mantener la continencia, pero todos ellos, que hacen de él un
continente, no son suficientes para llegar a un estado que re-
quiere la gracia de Dios: «Hemos de estar convencidos de que la
más rígida abstinencia... jamás podrá merecernos por sí sola la
pureza constante de la castidad».441 Desde luego tales esfuerzos
no son desdeñables y aquel que evita toda conversación inútil,
cancela todo sentimiento de cólera, toda solicitación terrena, se
contenta con dos panes como alimento cotidiano, no bebe agua
hasta la saciedad y duerme entre tres y cuatro horas al día, será
un buen candidato a la misericordia divina.
En toda esta reflexión de Casiano, la sexualidad no es com-
prendida como el encuentro entre dos cuerpos, pues esto está
cancelado de antemano en el mundo de los cenobitas de manera
324
que «el mal espíritu de la fornicación» se refiere únicamente a la
lucha que el individuo debe entablar consigo mismo, con su «yo»
interior. Cuando aún se encuentra en medio de la lucha, el mon-
je puede constatar sus progresos dos signos que Casiano estima
decisivos: la calidad de sus sueños y las emisiones nocturnas
involuntarias. En ambos casos, el progreso consiste en que la
voluntad consciente del monje se aleje de los asaltos de la carne
promovidos por su cuerpo.442 Para lograr esta disociación paula-
tina entre la voluntad y el cuerpo Casiano establece seis niveles:
el primero es la cesación deliberada de la actividad sexual; con
ello, el alma ya no estará implicada en los movimientos del cuer-
po de tal modo que «cuando el monje está despierto ya no es
asaltado por el ataque de la carne»,443 expresión que quizá indica
la erección o la tentación de la masturbación. Los dos niveles
siguientes indican la separación de la voluntad de las represen-
taciones imaginarias pues «el monje ya no resentirá los deseos
obsesivos que sobrevienen cuando observa un rostro femenino».
El cuarto nivel consiste en evitar la implicación de la voluntad
en los movimientos corporales, pues es la actitud preventiva del
durmiente cuando es despertado por las emisiones espontáneas
que no están acompañadas de fantasías deliberadas. El siguien-
te nivel en la progresión es el momento en que la voluntad ya no
se inmiscuye en las percepciones sensibles, pues el monje man-
tiene un estado de completa indiferencia tal que, si de manera
accidental se tropieza con una pareja que realiza el acto de la
reproducción humana, o bien encuentra el acto sexual evocado
en alguna lectura o conferencia, no resentirá conmoción algu-
na. De acuerdo con Casiano, llegado a este nivel, el monje asisti-
rá a las cuestiones sexuales «con la misma atención indiferente
que daría al tópico de fabricar ladrillos».444
Con todo, hasta aquí, la más alta perfección no ha llegado.
El sexto nivel del progreso se alcanza cuando la voluntad ya no
se deja arrastrar por lo que parece el dominio más rebelde a ella:
las representaciones sexuales oníricas. En el período en que el
monje aún luchaba consigo mismo era natural que viera el repo-
so con desconfianza porque, en efecto, los sueños son un enemi-
go mortal de la pureza. Lo que estaba en juego entonces en el
análisis de los sueños no era tanto un código de actos prohibidos
o permitidos sino un diagnóstico de los pensamientos que los
alimentaban puesto en relación con los avances realizados en el
fuero interno. Pero aquel que ha cruzado el umbral de la conti-
325
nencia alcanzando la castidad ya mira el reposo de otra manera.
Su voluntad ya no está comprometida en las emisiones omino-
sas: «solo podrá culpar a la naturaleza quien haya llegado por su
aplicación constante a un estado de pureza que no sienta ya su
alma seducida por los encantos del vicio y solo tenga que lamen-
tar las manchas inconscientes y raras que ocurren entre sue-
ños».445 El monje casto puede entonces entregarse confiadamente
al reposo, porque la disposición hacia la pureza ha sido asimila-
da «en la médula» (medullitus, escribe Casiano). En breve, el
monje casto ha borrado la diferencia entre la vigilia y el sueño
porque este ya no es un dominio inaccesible sino un reflejo del
estado del alma; en consecuencia, sostiene Casiano, «se equivo-
can quienes piensan que durante el sueño los resortes del alma
se distienden y es imposible salvar la integridad».446 El individuo
es el mismo tanto en la vigilia como en el sueño porque ha exten-
dido su dominio sobre todo su ser, porque su voluntad lo cubre
todo, o mejor porque permanece siendo él mismo en todo: «La
perfección de la castidad consiste en que el monje no se manche
a sabiendas con el placer malvado durante el día y que durante
la noche no se vea tentado en sus sueños con ilusiones inoportu-
nas».447
Recordemos, sin embargo, que borrar esta frontera no está
al alcance solo de las fuerzas humanas. No importa la dureza de
la ascesis, la voluntad sola no puede hacerlo, atrapada como está
entre la carne y el espíritu. Para ello necesita que Dios en su
misericordia le conceda la gracia. Si en el momento de despertar
el monje encuentra que ha logrado atravesar ileso los peligros de
la noche, que entienda que no se debe a sus desvelos, sino a la
asistencia de Dios y que esto durará el tiempo que el Señor deci-
da concederle su gracia.448 Entonces, cuando se ha logrado una
integración perfecta entre la carne y el espíritu, un estado de
completa serenidad que desconoce las rebeliones de la carne, se
ha llegado a la imperturbabilidad. Es el dominio de Dios: «Don-
de Dios tiene sus delicias, no tanto en medio de los combates y la
lucha contra los vicios, cuanto en la paz de la castidad y la per-
fecta tranquilidad del corazón».449
En ese momento, la carne deja de luchar. Y este es el gran
milagro de Dios: «que un hombre de carne y viviendo en ella
haya sido capaz de neutralizar todo afecto carnal. Que en medio
de tan diversas situaciones y tantos asaltos del mundo manten-
ga su alma en una posición siempre igual y perdure, inconmovi-
326
ble en medio del torbellino incesante de los asuntos humanos».450
Quiere decir que la naturaleza física ha sufrido una derrota
a manos de la naturaleza espiritual. ¿Es esto sobrehumano? En
cierto sentido sí: «Quienes se apresuran con una voluntad de
acero a alcanzar la palma de la perfección, deben en cierto modo
triunfar sobre la naturaleza humana».451 Esta serenidad, sin
embargo, no debe ser confundida con pasividad pues Casiano,
lo mismo que las filosofías helenísticas buscan hacer activa al
alma que mantiene un estado de tensión permanente. Para de-
notar este carácter dinámico, Diódoro usaba la expresión: «el
fuego de la apatheia», con la cual buscaba subrayar un estado
del alma en el cual el amor ardiente a Dios no dejaría sitio para
los impulsos sensuales o egoístas. En esta tensión del alma resi-
de la continuidad emocional perfecta entre la vigilia y el sueño,
entre el día y la noche, lo que significa que en ningún momento
de la existencia sobrevive, agazapado, algún deseo oculto, algún
pliegue oscuro del alma. Con la ayuda de Dios, se habrá alcanza-
do la «pureza del corazón».
Con la figura del gnóstico de Evagrio y la «pureza del cora-
zón» de Casiano hemos llegado al fin último que domina esta
forma de realización de sí. El misticismo contemplativo y la trans-
parencia del alma son el término, el fin final de de todos los
esfuerzos del asceta. Para alcanzarlos ha sufrido las privaciones,
la soledad, el agotamiento y la desnudez. Tales estados no tienen
solo una dimensión mental sino afectiva y psíquica porque en la
concepción antigua el alma o la mente son mucho más que solo
el lugar donde reside el pensamiento: el alma es el centro cons-
ciente de la experiencia que tenemos como seres humanos, lo
que hoy llamaríamos el «yo». Los ascetas pueden ser vistos como
atletas que han librado una profunda batalla contra su antiguo
«yo», su antigua mente y su antiguo corazón. Si tenían éxito, su
corazón era de una sola pieza: estaba liberado de sus pasiones y
no había en él ningún vicio obstinado que debía ser ocultado de
las miradas ajenas. Esos hombres habían alcanzado la transpa-
rencia perfecta: observaban la misma conducta, idéntica en el
día o la noche, en la plegaria o en el lecho, en la vigilia o soñan-
do, solos o en compañía de otros hombres: «su actitud es tal que
ya no se ruboriza si es sorprendido en algún acto que para los
demás es secreto, en caso de ser visto en ello».452
Esta subjetividad, esta forma del «yo» es resultado de una
larga lucha, de una vida entera y de la asistencia de Dios: «este
327
combate requiere experiencia y no puede improvisarse: una lar-
ga experiencia y la pureza del corazón, conjugada con la luz que
irradia de la palabra divina nos conducirá a ello».453 Pero el re-
sultado es que no había nada en su corazón que no pudiera ser
exhibido sin dudarlo ante los demás; no se oculta ya entre sus
pliegues ningún pensamiento o afecto ominoso que sería preci-
so guardar para sí. Se comprende entonces por qué los sueños
eran una pieza esencial de este dispositivo espiritual: ellos deja-
ban ver que hasta el rincón más inaccesible ha sido alcanzado,
que se había cerrado la brecha entre un yo privado y un yo públi-
co: «la última fisura entre un yo privado (con sus amenazantes
pensamiento) y sus semejantes se había colmado».454 Los sue-
ños eran la manifestación de la verdad del alma por sí misma, la
manifestación probatoria de la verdad que había alcanzado.
Purificado ante Dios, su progreso espiritual se mostraba ante el
mundo con una serenidad imperturbable y un magnetismo per-
sonal insuperable. Era la prueba viviente de que los hombres
son capaces de someter los rincones más álgidos de su existen-
cia, sus sueños, convirtiéndose en relicarios de perfección indi-
vidual.

328
1. Se trata de una mutación de las ideas que el hombre se hace de sí mismo
señalas por Max Scheler en su obra La idea del hombre y de la historia.
2. Aristides había nacido en Mysia el año 117, pero no hay un acuerdo
entre los filólogos acerca del momento de composición de la obra: para algu-
nos, el orador debió empezar el año 166, otros como Boulanger estiman la
fecha el año 171, y otros más la estiman hasta el año 175 (lo que probable-
mente es muy tardío pues se considera que el orador pudo haber muerto en
torno al año 180).
3. Los Discursos Sagrados recorren un período de alrededor de 26 años de
la vida de Aristides, entre 144 y 171, con un intervalo silencioso entre los años
156 y 165.
4. En lo que quizá fue la última obra que llegó a componer, Aristides escri-
bió: «Por ello y por muchas otras cosas, ni en público ni en privado, y ni
siquiera en nuestras relaciones sociales con quien nos encontráramos, hemos
cesado de mostrarle todo el agradecimiento posible, hasta donde llega nues-
tra memoria y mientras goce de entendimiento», Laliá a Ascelio, Discursos 42,
15.
5. Lee Pearcy, «Theme, dream and narrative. Reading the Sacred Tales of
Aelius Aristides», p. 377.
6. Salvatore Nicosia, «L’autobiografia onírica d’Elio Aristides», p. 176.
7. André, Festugière, Personal religion among the Greeks, pp. 15-16.
8. Aristides, Discursos Sagrados II, 9-10.
9. Pearcy Lee, «Theme, dream and narrative. Reading the Sacred Tales of
Aelius Aristides», p. 379.
10. Elio Aristides, Discursos Sagrados I, 3; II, 2-3.
11. Ibíd., II, 2-3.
12. En el vocabulario literario de la antigüedad una línea era la unidad de
medida con la que se pagaba a los copistas. En la esticometría moderna una
línea corresponde a 15 sílabas, alrededor de 35 letras. Esto significa que el
registro de los sueños de Aristides era 11 veces mayor que la Ilíada y la Odisea
juntas y ocuparía hoy unas 10 000 páginas de una edición moderna. Pernot,
Laurence, «Le livre grec au IIème siècle apr. J.C., d’après l’œuvre d’Aelius Aris-
tide», p. 951.
13. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 11.
14. Boulanger traduce en francés «en la oreja» porque el término «énaula»
puede significar «lo que retuve de lo escuchado». La importancia de la cultura
oral en la antigüedad era tal, que la creencia generalizada era que la memoria
residía en las orejas y no en el cerebro.
15. Elio Aristides, Discursos Sagrados IV, 70.
16. Pero esto no le quita valor intrínseco: «(La obra está escrita) en un
estilo muy simple, rápido, incoherente, aunque placentero porque Aristides
nació escritor y por eso tiene chispa y animación». Festugière, André, Perso-
nal religion among the Greeks, p. 87.
17. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 41.
18. El primer pasaje se encuentra en el Discurso 28, 116 y el segundo en el
Discurso Sagrado IV, 52, véase Behr, C.A., Aelius Aristides, p. 117.
19. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 24.
20. Castelli, Carla, «Intenzionalità espressiva e ordine della narrazione nei
Discorsi Sacri di Elio Aristide», Annali de la Facoltá di lettere e filosofía della

329
Universitá degli Studi di Milano, p. 206.
21. Behr, C.A., Aelius Aristides, p. 109.
22. Quet, Marie-Henriette, «Parler de soi pour louer son dieu. Le cas d’Aelius
Aristide», p. 214.
23. Foucault, Michel, Le souci de soi.
24. «La “persona” no es una realidad histórica presente en todo hombre y
más o menos desatendida, sino una experiencia históricamente constituida,
correlativa a un conjunto de prácticas de sí que le dan su forma particular; la
interioridad no es otra cosa que lo que constituyen como siendo real ciertas
técnicas como la introspección, el examen de conciencia, la confesión». Mer-
cier, Carine, «Ce que pourrait être une réponse foucaldienne à la question de
la présence du moi dans l’antiquité», en Aubry, G., Ildefonse, Frédérique (eds.),
Le moi et l’intériorité, p. 170.
25. Aubry, G., Ildefonse Frédérique (eds.), Le moi et l’intériorité, pp. 9 y ss.
26. Festugière, André, Personal religion among the Greeks, p. 103.
27. Boulanger, André, Aelius Aristide et la sophistique dans la provence d’Asie
au IIème siècle de notre ere, p. 181.
28. Ibíd., p. 170.
29. Brown, Peter, The making of late antiquity, pp. 23 y ss. Véanse igual-
mente sus obras Le culte des saints, y La societé et le sacré dans l’antiquité
tardive.
30. El siglo II tiene muy mala fama espiritual: «El tardío siglo II d.C. ha
sido descrito como “patológicamente tradicionalista” y representa una época
en la cual las energías fueron despilfarradas en extremo por la trivialización,
la pedantería, el exhibicionismo... la elocuencia aticista de los rétores de la
segunda sofística, copiada a los grandes de la antigüedad, ofrece un sonido
vacío. Las conferencias públicas en las que se deleitaban Plinio el joven, Hero-
des Ático o Aristides habían reemplazado el verdadero trabajo del sabio». Fes-
tugière, André, La revelation de Hermes Trimégisthe, p. 4.
31. Brown, Peter, The making of late antiquity, p. 139.
32. Elio Aristides, A Serapis, Discurso 45, contenido en el volumen V de las
Obras.
33. Ibíd., 45, 34.
34. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 5-7.
35. Festugière, André, La revelation de Hermes Trimégisthe, p. 20.
36. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 7.
37. Cortés Copete, J.M., Elio Aristides. Un sofista griego en el Imperio, p. 57.
38. Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», en su libro Los
griegos y lo irracional, p. 105.
39. Ibíd., p. 106.
40. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 32.
41. Para Homero, Asclepio no era originalmente un Dios sino un héroe
que sabía medicina porque Chiron, su tutor, le había hecho entrega de algu-
nas drogas. En la tradición homérica Asclepio es uno de los héroes, pero no el
único, que sabe medicina. Sin embargo, sus orígenes legendarios son más
inciertos: hijo de Coronis, amante infiel y víctima del vengativo Apolo, origi-
nario de Trikka, Asclepio había crecido en la gruta del centauro Chiron y por
ello pertenecía a los dioses de la montaña y de los bosques, esto es, asociado a
los semidioses ctónicos y a los dioses mistéricos. Véase Bouché-Leclercq, Au-

330
guste, Histoire de la divination dans l’antiquité, p. 751.
42. Edelstein, E., Edelstein, L., Asclepius, p. 157.
43. Dodds, E.R., Paganos y cristianos en una época de angustia, p. 70.
44. Plauto, Gorgojo, acto II, escena II, 1.
45. Asclepio aparece además acompañado de serpientes. La serpiente es
un animal ctónico asociado con las divinidades oraculares y curativas de la
tierra y tiene un simbolismo de curación y resurrección en diversas culturas
del antiguo mediterráneo. Pausanias (Descripción de Grecia, II, 28) asegura
que las serpientes son sagradas para Asclepio, especialmente aquellas que
tienen la piel amarillenta, que son inocuas para el hombre. Según un mito, de
una serpiente Asclepio había aprendido a resucitar a los muertos. Cuando el
culto a Asclepio desapareció, a través de Hipócrates las serpientes aportaron
su símbolo para la medicina. Véase Hernández de la Fuente, David, Oráculos
griegos, p. 241.
46. Michenaud, G., Dierkens, J., «Les rêves dans les Discours Sacrés d’Aelius
Aristides», p. 23.
47. «El soñador cree y por eso ve las apariciones y aquellas apariciones que
ve, esas las cree». Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», p. 112.
El mismo Dodds llama «esquema cultural» a esta creencia compartida.
48. Elio Aristides, Discursos Sagrados IV, 53.
49. Ibíd., II, 18.
50. Aristides prácticamente no se refiere a sus padres con los que parece
tener gran desapego; por el contrario, se refiere en términos de lo más afec-
tuosos a aquellos que le sirvieron en su niñez y su juventud.
51. Para la antigüedad las enfermedades epidémicas son enviadas por dio-
ses coléricos y por ello para enfrentarlas no se recurría a la medicina tradicio-
nal sino a las expiaciones y las plegarias. En consecuencia, Aristides no podía
ser salvado sino por una intervención divina.
52. Elio Aristides, Discursos Sagrados II, 44.
53. Ibíd., V, 23-24.
54. Elio Aristides, Discurso 23, Sobre la concordia de las ciudades, 16. Cita-
do en Quet, Marie-Henriette, op. cit., 248. Además de la arrogancia que revela,
la actitud de recibir ese trueque de vidas con toda naturalidad, sin resentir
ningún remordimiento aparente, ha hecho a nuestro orador especialmente
desagradable a los lectores modernos.
55. El año 148 por ejemplo, el Dios envió a su paciente a purificarse a
Quíos, pero en el trayecto Aristides decidió modificar el itinerario lo que pro-
vocó que tropezara con una tormenta en alta mar que estuvo cerca de costarle
la vida. Aristides invocó a Asclepio quien, además de recetarle un duro pur-
gante, le informó que el hado había previsto para él un naufragio, pero que
para cumplir este destino bastaba con realizar un pequeño simulacro en una
playa segura: «naturalmente, hicimos esto de buen grado —comenta nuestro
orador— y a todos les pareció maravilloso el artificio del naufragio, acaecido
sin peligro real». Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 14.
56. En Pérgamo, Asclepio era honrado bajo el nombre de Zeus Asclepio,
simultáneamente con su padre Apolo Calitecnos, su hija Higieria y su genio
auxiliar Telésforo.
57. André Festugière, Discours Sacrés. Rêve, religion médicine au IIème siècle
après J.C., p. 13.

331
58. En la antigüedad, enfermedad y religión no son fácilmente separables
y no había conflicto entre las curaciones religiosas y las curaciones médicas.
Según una anécdota recogida por Plinio el Viejo pero desacreditada desde el
tiempo de Artemidoro, Hipócrates habría aprendido medicina copiando las
inscripciones dejadas por los enfermos en el templo de Cos. El médico griego,
quien había obtenido su oficio ejerciendo como aprendiz de alguien más ex-
perimentado era apenas considerado como un artesano. Cuando no podía
curar (y era muy frecuente) admitía que sus pacientes recurrieran a Asclepio.
Los médicos mismos eran en general creyentes y rendían culto a Asclepio en
sus hogares. Ellos estaban presentes en los templos del Dios atendiendo a los
enfermos y siguiendo el desarrollo de las prescripciones divinas. En santua-
rios como Pérgamo había pues más bien colaboración entre religión y medici-
na, lo que no impidió a la larga que el saber médico se desarrollara como un
arte alejado de la magia y de la religión. Véase Holowchak, A.M., «Interpre-
ting dreams for corrective regimen; diagnostic dreams in greco-roman medi-
cine».
59. «Los libros de sueños recomendaban dormir con una rama de laurel
bajo la almohada. Los papiros de magia estaban llenos de fórmulas y rituales
privados y según Juvenal, había en Roma algunos judíos que, a cambio de
unos cuantos céntimos, le ofrecían a uno convocar el sueño que se le antoja-
ra». Dodds, E.R., «Esquema onírico y esquema cultural», p. 9.
60. Gil Fernández, Luis, Therapeia. La medicina popular en el mundo clási-
co, p. 353.
61. En el caso de Asclepio conocemos un poco mejor esos pasos rituales,
pero las fuentes son desiguales: algunas provienen de los rastros epigráficos
contenidos en las estelas votivas y otras provienen de obras literarias como el
Gorgojo de Plauto, o bien la obra Pluto de Aristófanes. En esta última obra los
datos se encuentran naturalmente en un contexto socarrón: dos amigos se
proponen conducir a Pluto, el dios de la abundancia al templo de Asclepio
para que recobre la vista y cese de distribuir la riqueza de manera tan arbitra-
ria, a ciegas, sin ningún fundamento razonable.
62. Gil Fernández, Luis, Terapeia, p. 364.
63. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 46. El valor de las ofrendas no es
una cuestión menor: en el contexto de la antigüedad en la que no había ningu-
na clase de ayuda del estado, la carga económica de una enfermedad podía
ser muy grande para los pobres. En la antigüedad no existía ninguna asisten-
cia social y el sentido de la caridad entre los ricos era prácticamente nulo. Los
médicos, por su parte, se preciaban de ganar dinero con su arte y no ejercían
regularmente la benevolencia, de modo que aquel pobre que enfermara no
podía contar con ninguna clase de auxilio. A pesar de su generosidad, los
santuarios de Asclepio tampoco pueden ser considerados como lugares de
asistencia o un antecedente de los modernos hospitales públicos porque no
ofrecían ninguna asistencia, aunque permitían un refugio a los pobres sin
exigir ningún pago. Edelstein, E., Edlstein, L., op. cit., p. 178.
64. En esto, Asclepio era diferente a otras deidades sanadoras que apare-
cían en circunstancias muy dramáticas: había dioses salutíferos y ctónicos
como Trofonio, que tenían una apariencia temible y pavorosa. Después de un
período de marginación y una serie de sacrificios y purificaciones, los creyen-
tes de Trofonio eran introducidos en una cueva artificial en la que parecían

332
ser absorbidos por una terrible corriente de aire, solían perder el conocimien-
to al instante y según se cuenta, «después de la experiencia, tardaban algún
tiempo en volver a sonreir». Pausanias, Descripción de Grecia IX, 39, 5 y ss.
65. No fue sino hasta el siglo II que Antonino Pío mando construir un
edificio separado para los agonizantes y las parturientas recién llegados, quie-
nes hasta entonces permanecían en la intemperie para no mancillar el lugar
sagrado.
66. La devoción entregada a Asclepio sobrevivió lo mismo a los intentos de
algunos emperadores romanos deseosos de extirpar las prácticas politeístas,
que a los intentos cristianos por reducir la resistencia pagana a la figura de
Jesús. Ante las dificultades, el cristianismo optó por una suerte de asimilación
e instituyó el culto a Santa Tecla, una mujer convertida por el mismo San
Pablo, quien recibió un culto incubatorio. Ella también se revelaba a sus de-
votos que incubaban en su iglesia. Bajo la apariencia de Santa Tecla, Asclepio
logró pues prolongar su presencia. Cox Miller, Patricia, Dreams in late antiqui-
ty, p. 117.
67. Las prescripciones de Asclepio no concluían ahí y podían incluir amu-
letos, encantamientos, palabras mágicas o sugerencias inauditas, sin ninguna
conexión aparente con la enfermedad, como cuando recomendó al orador el
uso de sandalias egipcias como antídoto para la hidropesía.
68. Según Artemidoro, las ordenanzas del Dios son siempre simples y no
son acertijos: «Los dioses llaman a los ungüentos y emplastos de la misma
manera que nosotros o bien, cuando es preciso adivinar, ellos tienen el cuida-
do de ser claros». Artemidoro, Interpretación de los sueños, IV, 22.
69. Así, alguna vez que leía Las nubes de Aristófanes, Aristides dedujo del
título que debía posponer un viaje pues al día siguiente llovería, Discursos
Sagrados, V, 18, y en otra ocasión, la aparición de Atenea en un sueño le hizo
comprender que debía tomar un clisterio de miel ática, Discursos Sagrados, II,
43.
70. Ibíd., II, 79.
71. Boudon, Véronique, «Le rôle de l’eau dans les prescriptions médicales
d’Asclepios chez Galien et Aelius Aristide», pp. 165 y ss.
72. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 19-22.
73. Artemidoro, Interpretación de los sueños, I, 64.
74. Downie, Janet, «Proper pleasures: bathing and oratory in Aelius Aristi-
des’ Hieros Logos and Oration 33», pp. 116-119.
75. Elio Aristides, Discursos Sagrados, I, 20.
76. Ibíd., 4.
77. Nicosia, Salvatore, op. cit., p. 179.
78. En el caso de Aristides no es pues necesario recurrir a la categoría
religiosa de «milagro»: basta comprender que en la superación de la enferme-
dad se moviliza una fuerza interior que anima a todo lo vivo, las plantas, los
animales y los seres humanos.
79. Elio Aristides, Discursos Sagrados, II, 73.
80. Ibíd., III, 40.
81. Ibíd., IV, 102.
82. «La cuestión de la verdad del sujeto es la cuestión de esa relación a sí en
la que el individuo es llamado a buscar en el interior de sí mismo y a enunciar
por sí mismo o con más frecuencia a otro su verdad de individuo singular y no

333
su verdad genérica de hombre». Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une
réponse foucaldienne à la question de la présence du moi dans l’antiquité», en
Aubry, G, Ildefonse, F. (eds.), Le moi et l’intériorité, p. 173.
83. Pierre Hadot, Exercices spirituels et philosophie antique.
84. Por ejemplo, en Brooke, Holmes, «Aelius Aristides’ illegible body», pp.
85 y ss.
85. Perkins, Judith, «The self as sufferer», p. 262.
86. «[...] el sujeto se constituye a sí mismo de un modo activo, por las
prácticas de sí; esas prácticas no son sin embargo algo que el individuo inven-
te él mismo, son esquemas que encuentra en su cultura y que le son propues-
tos, sugeridos, impuestos por su cultura, su sociedad, su grupo social».
Foucault, Michel, «L’éthique du souci de soi comme pratique de la liberté», en
Dits et écrits, vol. IV, p. 719.
87. Baslez, Marie-Francoise, et al., L’invention de l’auto-biographie d’Hesiode
à saint Augustin, p. 9.
88. Epicteto, Disertaciones por Arriano, I, 14, 13-14.
89. Diversos autores han expresado esta afirmación acerca del sujeto en la
antigüedad. Entre muchos otros, merecen ser citados: Vernant, J-P. «L’individu
dans la cité», en su libro L’individu, la mort, l’amour, soi même et l’autre en
Grèce ancienne, pp. 211-232. Gill, Christoper, The structured self in Hellenistic
and Roman thought. Michel Foucault, L’Herméneutique du Sujet.
90. Vernant, J.-P., La mort dans les yeux, Figures de l’Autre dans la Grèce
ancienne, pp. 79-93.
91. «El “yo” designaría una modalidad histórica de esa parte de sí mismo
que el individuo se propone trabajar... o bien una forma igualmente histórica
de ese modo de ser que él intenta alcanzar (la apoteosis del “yo” como objetivo
de la ética). El “yo” lo mismo que el alma sería la interioridad o la persona,
una experiencia histórica que el individuo hace de sí mismo —experiencia
constituida por un conjunto de prácticas y forjado según un conjunto de mo-
delos, de imágenes, etc.—». Mercier, Carine, «Ce que pourrait être une répon-
se foucaldienne à la question de la présence du moi dans l’antiquité», en Au-
bry, G., Ildefonse, F. (eds.), Le moi et l’intériorité, p. 170.
92. El término es de Festugière, André, Personal religion among the greeks,
p. 98.
93. Con ello queremos decir que para un creyente genuino de nuestros días
resulta chocante que Dios se ocupe cotidianamente de cuestiones como si el
devoto debe bañarse hoy y qué clase de purgante debe tomar. Ibíd., p. 99.
94. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 69.
95. «El sujeto y la verdad no están aquí anudados, como en el cristianismo,
desde el exterior y como por una toma de poder opresiva, sino desde una
elección irreductible de existencia. Un sujeto verdadero es pues posible en el
sentido no ya de un «sujetamiento» sino en el sentido de una “Subjetivación”».
Gros, Frédeirck, «situatión du cours», en Foucault, M., L’hérméneutique du
sujet, p. 493.
96. Los calificativos de hipocondríaco e histérico son los términos que apa-
recen con más frecuencia en los intentos por determinar la personalidad pa-
tológica del orador. Véase Nicosia, Salvatore, op. cit., p. 182.
97. André Boulanger, op. cit., p. 183.
98. Antíoco hace que el caso de Aristides resulte menos extraordinario.

334
Según Filóstrato, Antíoco «pasaba la mayoría de las noches en el templo de
Asclepio, en Egas, por causa de sus sueños y por causa de sus relaciones entre
los que permanecían despiertos y hablando unos con otros pues el Dios solía
hablar con él mientras estaba despierto, convirtiendo en hermosa proeza de
su ciencia el apartar las enfermedades de Antíoco». Filóstrato, Vidas de los
sofistas, I, 4, 568.
99. Holowchak, K.M.A., Ancient science and dreams. Oneirology in Greco-
roman antiquity, p. 165.
100. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 25.
101. Ibíd., 31.
102. Elio Aristides, Discurso 37, Himno a Atenea, 1.
103. Elio Aristides, Discurso 41, Himno a Dionisio, 1. Según Behr, este
puede ser el primer discurso que le fue inspirado por Asclepio después de su
estancia en Pérgamo, aunque no es del todo seguro que sea el mismo que se
ha conservado.
104. Laurence Pernot, La rhétorique dans l’antiquité, p. 245.
105. André Festugière, Discours Sacré. Rêve, religion, médicine au IIème
siècle après J.C., p. 13.
106. Frontón, Epistolario 181.5.
107. Un aspecto de la ayuda que Asclepio brindó a Aristides consistió en
permitirle evadir en varias ocasiones sus responsabilidades ciudadanas.
108. Flinterman, Jaap-Jan, «The Self-portrait of an Antonine Orator: Aris-
tides, or. 2.429 ff», E.N. Ostenfeld (ed.), Greek Romans and Roman Greeks:
Studies in Cultural Interaction, Aarhus Studies in Mediterranean Antiquity III,
p. 199.
109. En nuestro libro La travesía de la escritura hemos tratado de recons-
truir ese esfuerzo de los autores antiguos.
110. Elio Aristides, Discurso 27, Panegírico en Cícico sobre el templo.
111. Elio Aristides, Discursos Sagrados, V, 16.
112. Elio Aristides, Discurso 27, Panegírico en Cícico sobre el templo, 3.
113. Desde tiempo atrás, los santuarios de Asclepio habían aglutinado a la
inteligencia pagana y por ello se convirtieron en focos de resistencia al adveni-
miento del cristianismo: ellos eran la encarnación más auténtica de la Provi-
dencia en el sentido pagano del término y luego, centros importantes en el
intento hecho por Juliano por restaurar la cultura clásica. Por eso los cristia-
nos acabaron odiando al dios Asclepio y a sus santuarios. Cortés Copete, Juan
Manuel, «Los sueños y la comunicación con la divinidad en Elio Aristides», p.
55.
114. Elio Aristides, Discursos Sagrados, IV, 15.
115. Ibíd., 48-49.
116. Boulanger, André, Aelius Aristide et la sophistique dans la provence
d’Asie au IIème siècle de notre ere, p. 172.
117. Elio Aristides, Discurso 34,43. Contra aquellos que profanan el misterio
de la oratoria.
118. Pernot, Laurent, «Periautologie. Problèmes et métodhes de l’éloge de
soi même dans la tradition éthique et réthoriquegreco-romaine», p. 101.
119. Es lo que hace Fields, Dana, «Aristide and Plutarch on self-praise», en
William V. Harris y Brooke Holmes (eds.), Aelius Arisyides Between Greece,
Rome, and the Gods, pp. 156 y ss.

335
120. «Se es lo que los otros ven de sí; la identidad de cada individuo coinci-
de con su evaluación social», Vernant, J.-P., El hombre griego, l hombre griego,
versión al español de Pedro Bádenas, Antonio Bravo García y José Antonio
Ochoa Anadón, pp. 23-25.
121. Plutarco: De cómo alabarse sin despertar envidias, 540 c-e.
122. Elio Aristides, Discurso 28. Sobre una observación de paso.
123. Ibíd., 50. Sobre una observación de paso.
124. No se conoce con precisión la fecha de la ejecución que puede haberse
llevado a cabo desde inicios de febrero hasta las nonas de marzo. Sin embar-
go, fue el día 7 de marzo el que la iglesia cristiana antigua eligió para la con-
memoración de las mártires Perpetua y Felicitas. Los manuscritos conserva-
dos no indican tampoco el año de los sucesos. La única mención contemporá-
nea a ellos proviene de Tertuliano (De anima, LV, 4), pero si esto es así, entonces
la fecha no puede ir más allá de mediados del siglo III pues Tertuliano murió
durante la persecución de Valeriano.
125. Los manuscritos conservados no indican el lugar de los hechos, aun-
que algunos de ellos señalan a Thuburbo Minus (cuya localización es desco-
nocida) como el lugar del arresto de los jóvenes. Casi todos los comentaristas
sitúan los hechos en el norte de África y por tanto estiman que la ejecución se
llevó a cabo en Cártago, única ciudad de los alrededores que contaba con
arena, cuarteles romanos y prisión.
126. La editio princeps en latín de la Pasión de Perpetua data de 1663,
hecha por P. Poussines de acuerdo con un manuscrito encontrado en el Mon-
te Cassino por L. Holste. La versión griega, en cambio, no fue conocida sino
hasta 1890, descubierta en el convento del Santo Sepulcro de Jerusalen. Véa-
se Leclerq, Henry, «Perpétue et Félicité», p. 394.
127. Véase Dodds, E.R., Cristianos y paganos en una época de angustia, p.
75.
128. Leclerq, Henry, «Perpétue et Félicité», p. 423. Nosotros haremos uso
de la versión bilingüe del escrito original (que incluye como apéndice la ver-
sión griega) publicada por D. Ruiz Bueno en la BAC, «Martirio de las santas
Perpetua y Felicidad y de sus compañeros» en el volumen con el título Actas
de los Mártires, pp. 419-440.
129. Saxer, V., «Martirio», Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristia-
na, p. 1381.
130. Se trata de sus sermones CCLXXX, CCLXXXI y CCLXXXIII.
131. Amat, Jacqueline, «L’authenticité de songes de la passion de Perpétue
et de Félicité», p. 177.
132. Shewring, W.H., «Prose rhythm in the Passio S. Perpetuae», p. 57.
133. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua y Felicidad y de sus
compañeros», III, p. 421.
134. Ibíd., p. 421.
135. Ibíd., p. 422.
136. El texto no permite precisar si se trata de su hermano biológico o
simplemente de otro miembro de la comunidad cristiana, un hermano espiri-
tual.
137. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua y Felicidad y de sus
compañeros», IV, pp. 423-424.
138. Devoti, Domenico, «All’origine dell’onirologia cristiana», p. 40.

336
139. Desde el libro XIX de la Odisea, Penélope señala que, para alcanzar al
durmiente, los sueños pueden cruzar o bien a través de una puerta de hueso,
o bien a través de una puerta de marfil. Aquellos que atraviesan por la puerta
de hueso son los sueños verdaderos, mientras aquellos que cruzan la puerta
de marfil (un material opaco) son dudosos, inciertos, y por tanto potencial-
mente falsos. Este tema recibió diversos tratamientos en la antigüedad.
140. Artemidoro, La interpretación de los sueños, libro I.
141. Este libro apócrifo consta de siete visiones en las que, por medio de
símbolos apocalípticos tradicionales, se describe el mundo futuro y el Mesías.
Este fallecerá al cabo de siete días, resucitará y dará la merecida retribución a
los justos y a los pecadores. En el escrito se promete también la restauración
de la Ciudad Santa. Esdras, inspirado por Dios dicta a cinco amanuenses
durante 40 días los 24 libros de Canon Hebreo y otros sesenta y dos apócrifos;
estos habrán de mantenerse ocultos a fin de que los empleen únicamente los
sabios del pueblo. Larraya, J.A., Enciclopedia de la Biblia, III, p. 124.
142. Véase Salisbury, J., Perpetua passion, p. 96.
143. Génesis (3, 15).
144. El gesto de un soberano que planta el pie sobre la nuca del bárbaro
era representada sobre todo en las monedas: el término que se usaba, «calca-
re» que Perpetua hace suyo, había sido empleado por algunos filósofos estoi-
cos en el sentido de «triunfar» sobre las pasiones.
145. Virgilio, Eneida, VI, pp. 637-645.
146. Carmona Muela, Juan, Iconografía Clásica, Istmo, Madrid, 2000, pp.
34-35.
147. Tristan, Frédérick, Les premières images chrétiennes, p. 134.
148. Lurker, Manfred, Diccionario de imágenes y símbolos de la Biblia, Edi-
ciones del Almendro, Córdoba, España, 1994, p. 72.
149. Tristan, Frédérick, op. cit., p. 135.
150. Salisbury, J., Perpetua passion, p. 103.
151. Kruger, Steven, Dreaming in the Middle Ages, pp. 28-29.
152. Rousse, Erin, «Rhetoric of martyrs: listening to saints Perpetua and
Felicitas», p. 322.
153. En sus obra Apologético y A los gentiles, Tertuliano ofrece un panora-
ma breve de los juicos romanos en contra de los cristianos.
154. De Saint Croix, G.E.M., «Why were the early Christians persecuted?»,
p. 111.
155. A pesar de su alcance limitado, el edicto de Severo fue el primer movi-
miento a escala imperial contra los cristianos. Afectó a un grupo pequeño de
estos y solo en los grandes centros urbanos pero dejó una profunda huella en
el cristianismo africano y sobre todo significó un antecedente a acciones ofi-
ciales posteriores de mayor escala: las grandes persecuciones.
156. Tal vez había otras razones: en el momento en que Severo reformaba
las leyes matrimoniales para salvar a la familia romana, los cristianos prego-
naban la condena al matrimonio; y en el momento en que las fronteras de
Imperio estaban siendo amenazadas, los cristianos se alentaban entre sí para
no servir en el ejército. Rossy, Mary Ann, «The passion of Perpetua. Every
woman in late antiquity», pp. 143-144.
157. Tertuliano, en su Apologético, responde a esta acusación de que ac-
tuando así los cristianos «ofenden a la majestad más augusta». Afirma que

337
hay entre los cristianos un verdadero respeto por los emperadores pero que se
expresa de manera distinta: primero, porque no sacrifican al genio tutelar que
protegía su salud sino al Dios verdadero: «(Al emperador) lo encomiendo a
Dios, el único a quien lo someto; lo someto solo a Aquel con quien no lo
igualo». Luego, con ello los cristianos muestran una verdadera religiosidad
que contrata con la superstición romana: «demostráis mayor temor a un se-
ñor humano; entre vosotros, antes se jura en falso por todos los dioses que por
un solo genio del emperador». Finalmente, señala Tertuliano, los cristianos
no ofrecen sus libaciones y sacrificios en medio de la provocación, la desver-
güenza y el libertinaje. Tertuliano, Apologético, 28.4, 30.1, 33.2.
158. «Martirio de las santas...», VI, p. 425.
159. En su epístola 20, Ambrosio señala que las mismas palabras típicas de
un juez romano a un acusado se revertirán en su contra el día del Juicio final:
«No te estoy juzgando; son más bien tus acciones las que te condenan... yo
mismo no estoy actuando en lo personal contra ti; más bien estoy procedien-
do de acuerdo a las normas del tribunal». Citado en Shaw Brent D., «Judicials
nightmares and Christian memory», p. 556.
160. Bowersock, G.W., Martyrdom & Rome, p. 8.
161 Martirio de san Policarpo, obispo de Esmirna, XIV. Contenido en las
Actas de los mártires. Esta obra fue compuesta un poco después de la muerte
de Policarpo, Obispo de Esmirna, bajo la forma de una carta enviada a la
iglesia de Filomelio. Véase Di Bernardi, A., Diccionario Patrístico, vol. II.
162. «Martirio», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, p. 1376.
163. Citado por Bowersock, G.W., Martyrdom..., op. cit., p. 6.
164. El término «mártir» se extendió muy pronto a otras lenguas. Quizá su
extensión más notable fue el uso árabe de la expresión, que trajo al mundo un
significado renovado que permanece hasta hoy entre los palestinos: shahid,
«mártir», «testigo». Véase Bremmer, J., «The motivation of martyrs. Perpetua
and the palestinians», p. 550.
165. Clemente de Alejandría, Stromata, IV, 4, 15; 3.
166. Frend, W.H.C., Martyrdom and persecution in the early church, p. 364.
167. Brown, Peter, «Le saint homme», pp. 76 y ss.
168. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas Perpetua...», op. cit., VII, pp.
426-427.
169. El texto no entra en detalles acerca de la formación de Perpetua y sus
compañeros. No obstante, hacia el siglo II el ingreso al grupo de los catecúme-
nos implicaba un fuerte proceso de iniciación que incluía diversas entrevistas
y un largo período de prueba, destinado a preparar a los futuros bautizados a
fin de prevenir su eventual desviación herética y fortalecer su convicción ante
el acoso de la gente y la justicia paganas. Aunque ignoramos si Perpetua si-
guió este procedimiento, la fortaleza espiritual que mostrará a continuación
sugiere que había adquirido una fuerza de voluntad no espontánea. Michel
Foucault dedica un análisis a la formación del catecumenado en su libro Del
gobierno de los vivos, pp. 174 y siguientes.
170. Dronke, P., Las escritoras de la edad media, p. 29.
171. En el momento de la declaración de Perpetua que condujo a su sen-
tencia, el padre porfiaba en hacerla apostatar. Por ello el magistrado ordenó
que lo echaran fuera y aun que lo apalearan con una vara. Martirio de las
santas... VI.

338
172. Ruiz Bueno, «Martirio de las santas...», VII, p. 427.
173. Ibíd., VIII, 427-428.
174. Amat, Jacqueline, op. cit., p. 180. Sin embargo, ello no refleja del todo
la catequesis de su tiempo porque según el mismo Tertuliano, el refrigerium
estaba reservado estrictamente para los cristianos que habían recibido el bau-
tizo.
175. McKechnie, P., «St. Perpetua and roman education», p. 280.
176. Auerbach, E., Literary Language and its public in late latin antiquity,
pp. 27 y ss.
177. Ibíd., p. 63.
178. Dronke, P., Escritoras [...], op. cit., p. 36.
179. Auerbach, E., Literary language [...], op. cit., p. 63.
180. Dronke, P., Escritoras cristianas [...], op. cit., p. 35.
181. Shaw, B. «Body/ power/ identity: passions of the martyrs», p. 280.
182. La corriente encabezada por Montano era un movimiento sumamen-
te austero, dotado de una espiritualidad muy estricta y que por ello resultaba
sumamente atractiva para los nuevos adeptos entre los que acabó por encon-
trarse el mismo Tertuliano. El montanismo ofrecía a sus adeptos diversos
tipos de encuentros con Dios o bien con el Paracleto, encuentros que incluían
una serie de manifestaciones histéricas. Véase Zizoulas, J., «The early Chris-
tian community», p. 40.
183. Ibíd., p. 41.
184. La resurrección de los muertos es un tema muy antiguo y es una
constante de la fe de la iglesia primitiva. Es un tema que necesariamente está
asociado a la concepción del cuerpo como un obstáculo pero igualmente como
un bien para el hombre. Lo notable en el cristianismo primitivo es que es
preciso el sufrimiento para hacer del cuerpo un valor espiritual.
185. Perkins, J., The suffering self, [...], op. cit., p. 120.
186. Véase Walker Bynum C., The resurrection of the body, pp. 27 y ss.
187. Los siguientes dos párrafos se deben fundamentalmente a Shaw, B.
188. Cicerón, Disputas Tusculanas, 4, 24, 53.
189. El sustantivo «passio» conservó un doble sentido: por una parte, «pas-
sio» se refería al intenso afecto heterosexual que un hombre resiente por una
mujer, que incluye el placer físico (mientras «sustinere» era el término que
designada la paciencia con la que el cuerpo homosexual aceptaba el acto
sexual). Era aquel afecto alienante para el hombre al que se oponía, por ejem-
plo, Lucrecio y con este todos los filósofos. Por otra parte, en el contexto cris-
tiano, «passio» será la heroica resignación con la que el mártir enfrenta la
injusticia; de ahí el título Passio Perpetuae et Felicitas.
190. Balz, Horst, et al., Diccionario exegético del Nuevo Testamento, p. 1894.
191. Tertuliano, De la paciencia, III.
192. Ibíd., XV.
193. Ibíd., XIV.
194. Ruiz Bueno, D., Martirio de las santas [...], X, 429.
195. Ibíd., 430.
196. Dulaey, M., op. cit., pp. 46-47.
197. Un comentarista contemporáneo, Louis Robert, cuya tesis es que nues-
tra mártir no hace más que sublimar en sueños lo que ha presenciado como
espectador en la arena romana, intentó identificar cada una de las imágenes

339
de la visión con alguno de los ritos paganos que se desarrollaban en los juego
Píticos, en honor de Apolo y que habían sido celebrados en Cartago de mane-
ra simultánea al martirio de Perpetua. Robert, Louis, «Une visión de Pérpétue
martyre à Carthage en 203», 228-276.
198. Como sucede por ejemplo en la Sátira número XV de la obra de Juve-
nal que se refiere «a las atrocidades de Egipto».
199. El combate no era contra Roma, pero la sangre de los mártires se
convirtió en el centro del descontento latente de la población contra el Impe-
rio cuando aumentaron el desencanto y la inquietud que anunciaban su final.
Cuando la incertidumbre se implantó en el Imperio, los cristianos pudieron
por fin afirmar que los dioses antiguos o bien eran inútiles o bien estaban
sordos.
200. Dion Cassio, citado en Salisbury, J., Perpetua passion..., op. cit., p. 109.
201. Es por eso que algunas lecturas modernas de la Passio hacen de Per-
petua el símbolo de la resistencia femenina en la antigüedad. En estas inter-
pretaciones feministas, ella representa una mujer cristiana reivindicando su
espiritualidad, y con ello rebelándose contra elementos «que ella considera
restrictivos de su sociedad a la libertad de pensamiento y acción de la gente».
Petroff, E., «Women in the early church», p. 63.
202. «Martirio de las santas...», X, p. 429.
203. Kleinberg, A., Histoires des saints, p. 101.
204. Tertuliano, Exhortación a los mártires, III, 1.
205. Cada ciudad organizadora de juegos tenía su corona tradicional de
victoria: el olivo salvaje en Olimpia, el pino en Itsmia, el laurel en Delfos;
probablemente los juegos Píticos tenía el suyo.
206. Véase Aubry, G., Ildefonse, F., Le moi et l’intériorité, 2008.
207. Lo que coincide con la ya lejana tesis de G. Misch según la cual la
autobiografía en la antigüedad no aparece sino hasta el momento en que el
«yo» alcanza la profundidad de san Agustín. Misch, G., A history of autobio-
graphy in antiquity.
208. Golbin, Jean-Claude, L’amphithéâtre romain, p. 299.
209. Coleman, op. cit., p. 73.
210. La frontera entre honestiores y humiliores era por supuesto la propie-
dad, el poder y el prestigio. Por ello, en general los cristianos adinerados eran
una excepción a esta regla.
211. No siempre había bestias disponibles y por ello algunos mártires cris-
tianos vieron frustrados sus deseos de ser arrojados a los animales salvajes,
como sucedió el año 305, en Letonia. En lugar de ello, fueron decapitados.
Véase, Coleman, op. cit., p. 57.
212. Leclerq, Henry, Ad Bestias, op. cit., p. 450.
213. Entre las funciones de estos dioses paganos estaban la siembra y la
cosecha y por ello se encontraban cerca de la muerte y del pasaje al inframun-
do.
214. Ruiz Bueno, D., «Martirio de las santas...», XX, p. 437.
215. Ibíd., XX, p. 437.
216. Un dato curioso es que para enfurecer a los animales se podía poner
en la arena una figura llamada «pilae», un maniquí de paja o trapo, vestido
con apariencia humana. De ahí proviene la expresión «hombres de paja» para
designar a los subalternos destinados a recibir los golpes que correspondían a

340
los hombres importantes. Leclerq, Henry, Ad bestias, p. 459.
217. Tertuliano: Ad martyiras, III, 1.
218. Plass, Paul, The game of death in Ancient Rome, pp. 29 y ss.
219. El «juramento» de los gladiadores era también una suerte de «contra-
to» elaborado por el lanista por el cual se buscaba asegurar que el miedo no
los hiciera retroceder en el último minuto.
220. Desde luego entre mártires y gladiadores el juramento tenía grandes
diferencias: los gladiadores, últimos en la escala social juraban ser quemados,
heridos, golpeados y cortados por la espada, en expresiones que no tienen
equivalente en la antigüedad. En el sacramentum gladiatorum se mezclan una
devoción, una consagración pero también una execración, pues ellos mismos
aceptaban ser humillados sin otra compensación que una (posible) muerte
honorable. El texto del juramento era de tal ferocidad que Marco Aurelio tra-
tó de prohibirlo.
221. «Tu sangre es la llave del paraíso», dice Tertuliano a los cristianos en
Sobre el alma, LV, 5.
222. Incluso Pablo compara a los Apóstoles con los condenados a muerte,
como «espectáculo del mundo» (Corintios I, 4; 9).
223. «Martirio de las santas...», XXI, p. 439.
224. Versnel, Hendrik S., «devotio, ritual», Encyclopaedia of the Ancient
World, vol. IV, pp. 327-328.
225. Perowne, Stewart, Caesars and saints, p. 145.
226. Delattre, R.P., «Lettre à M. Héron de Villefosse sur l’inscription des
martyrs de Carthage, Sainte Perpétue, Saint Felicité et leurs compagnons», p.
193.
227. Tertuliano, Apologético, 18.4. La editora de este libro nos hace saber
que Tertuliano está adaptando un adagio estoico: «Nadie nace sabio, sino se
hace» de Séneca, De la ira, II, 10, 6.
228. San Jerónimo, Epistolario 22, 30.
229. San Jerónimo está citando 2 Cor. 6, 14-15.
230. San Jerónimo, Epistolario 20, 30.
231. San Jerónimo está citando, Mt 6, 21.
232. La referencia corresponde al Sal 6,6.
233. Nuevamente san Jerónimo recurre a una cita del Sal 56,2
234. San Jerónimo, Epistolario, 20, 30.
235. Las interpretaciones acerca de la veracidad del sueño son muy diver-
sas. Los primeros comentaristas no pusieron en duda su veracidad y algunos
consideraron que el exégeta había recibido un justo castigo. Hacia inicios del
siglo XII, Jean de Salisbury consideraba que había sido real pues había sido
relatado por «un prudentísimo y verídico Doctor», agregando como prueba
las cicatrices y moretones dejadas por el látigo. Pero otros comentaristas con-
sideraron que era una alucinación resultado de una enfermedad debida a la
falta de vitaminas provocada por los ayunos que se manifestaba con frecuen-
cia por delirios. Las contusiones no eran imaginarias, pero se las había produ-
cido él mismo en su agitación febril, contra la dureza de su lecho. Véase Antin,
Paul, «Autour du songe de saint Jerôme», p. 354.
236. Stroumsa, Guy G., «Dreams and visions in early christian discourse»,
p. 2.
237. Esta es la opinión de Thierry, J.J., «The date of the dream of saint

341
Jerome», quien cita otros autores que comparten su opinión como Rapisarda,
p. 29.
238. Entre estos autores se encuentran Grützmacher, Cavallera, Hagendal
y Kelly.
239. San Jerónimo, Epistolario 22, 30.
240. Peter Brown, The Making of late antiquity, pp. 65-67.
241. Rufino, Apología 2, 6-8.
242. Courcelle, Pierre, Les lettres grecques en occident... p. 38.
243. San Jerónimo, Epstolario 14, 7, 2.
244. La ascesis antigua tenía dos elementos básicos: la anachoresis, es de-
cir el alejamiento, el aislamiento y la enkrateia, el autocontrol. Como se verá
ambos elementos están presentes en los sueños de san Jerónimo.
245. San Jerónimo, Epistolario 14, 6, 1.
246. Ibíd., 15.2.
247. Ibíd., 2.
248. Ibíd., 3, 2.
249. 2 Cor 2, 10.
250. San Jerónimo, Epistolario 3, 5.
251. Ibíd., 2.
252. Ibíd.
253. Ibíd.
254. San Jerónimo está citando a Virgilio, Eneida III, 19 y Eneida V, 9.
255. Rebenich, Stefan, Jerome, p. 16.
256. Véase Cavallera, F., Saint Jerôme, sa vie et son oeuvre, p. 102.
257. San Jerónimo, Epistolario 5, 2, 4.
258. «Todo ello recuerda la existencia en Egipto de celdas excavadas que
fueron más bien casas subterráneas estilo «atrio», con habitaciones, un corre-
dor y otras facilidades como cuartos fríos para almacenar pan e incluso vidrio
en algunas ventanas», Rebenich, S., op. cit., p. 15.
259. El final del período en el desierto fue lamentable. San Jerónimo se
encontró envuelto en el drama que acabaría por dividir a la comunidad de
Antioquía y a la cristiandad de oriente y occidente: la disputa acerca de la
naturaleza trinitaria de Dios. Aunque el Concilio de Nicea (325 d.C.) había
tratado como equivalentes los términos de «esencia» e «hipóstasis», en la igle-
sia de oriente fue imponiéndose gradualmente la fórmula más sutil «una esen-
cia, tres hipóstasis» que a san Jerónimo le parecía conducir inevitablemente a
la blasfemia de Arriano. Él estaba completamente dispuesto a aceptar que hay
tres personas subsistentes en la trinidad sustancial pero encontraba sospe-
chosa la obstinación en hacer de las hipóstasis seres igualmente sustanciales.
Los tres grupos en disputa acosaban al exégeta buscando su adhesión. San
Jerónimo no cesaba de expresar su opinión pero dijera lo que dijera, todo era
rechazado como inaceptable: «Confieso lo que quieren y no quedan satisfe-
chos. Suscribo sus fórmulas y no me dan crédito. Lo único que les gustaría es
que me fuera de aquí» (San Jerónimo, Epistolario, 17.3). A decir verdad, los
eremitas de Calcis consideraban a san Jerónimo un intruso. Altamente educa-
do, rodeado de una pequeña élite intelectual y rica y asistido por una corte de
secretarios, san Jerónimo era además irascible, irónico y sumamente mordaz:
algo muy diferente se sus agrestes, incultos y mal educados vecinos Sirios.
Todas las ilusiones primeras acerca del desierto se disolvieron en esta expe-

342
riencia: desilusionado y maltratado, dijo adiós a su período eremítico.
260. San Jerónimo, Epistolario 7, 2.
261. Kelly, J.N.D., Jerome, his life, writings and controversies, p. 50.
262. San Jerónimo, Epistolario 125, 12.
263. Citado en Kelly, J.N.D., Jerome, his life writings and controversies, p.
43.
264. Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica VI, 3, 8.
265. Casiano, Colaciones, 14, 12.
266. Paulino de Nola, Poemas, 10, 21.
267. Citado por Antin, Paul, «Autour du songe de saint Jerôme», p. 374.
268. Haines-Eitzen, Kim, Gaurdians of letters. Literacy, power and the trans-
mitters of early Christian literature, pp. 21 y ss.
269. Ghellinck, G., Patristique el moyen âge. Introduction et compléments à
l’étude de la Patristique, p. 189.
270. Petronio, Satiricón, 63, 7-10.
271. Amat, J., Songes et visions, p. 10.
272. Hechos de los Apóstoles, 41, 2.
273. P. Antin cita otros casos de azotes propinados por seres sobrenatura-
les con diversos motivos que son relatados por Luciano, Tertuliano, Eusebio
de Cesarea y Sulpicio Severo. En algunos casos se trata de demonios que
flagelan a un cristiano para obligarle a desertar de su fe, como en un ejemplo
que incluya san Agustín en La ciudad de Dios (22, 8, 4). Con frecuencia los
agentes que administran el castigo solo aparecen después de varias adverten-
cia oníricas que el cristiano ha desdeñado como en Eusebio de Cesarea, Histo-
ria Eclesiástica (V, 28, 12).
274. San Agustín, Sermones.
275. La representación del juicio romano aparece en las obras de Petronio,
Apuleyo, en las novelas de Aquiles Tacio y Heliodoro. En ciertos casos, esta
literatura describe todo el proceso, desde la actividad criminal, la investiga-
ción, el arresto, las audiencias formales, la tortura y el castigo público. Véase
Shaw, Brent D., «Judicials nightmares and Christian memory», p. 556.
276. Shaw, Brent, ibíd., p. 544.
277. Los textos se refieren al juicio final como «El día del juicio (illa diez
iudicci), El próximo día del juicio (diez futuri iudicci), y el terrible día del juicio
(per tremendam diem iudicci)». Ibíd., p. 560.
278. Véase los artículos «kr…nw = kríno, juzgar» y «kr…sij = krísis», en Batz,
H. (ed.), Diccionario Exegético del Nuevo Testamento.
279. Citado en Shaw, Brent D., «Judicials nightmares and Christian me-
mory», p. 560.
280. San Agustín, Sermón 13, 7.
281. Erny, P., Les chrétiens et le rêve dans l’antiquité, p. 122.
282. San Jerónimo, citado por Amat, J., op. cit., p. 218.
283. San Jerónimo se refiere algunas veces aprobatoriamente a sueños
que contienen presagios. En su correspondencia, refiriéndose a la vida de
Asela, el exégeta relata que esta «ya había sido bendecida en el seno de su
madre antes de nacer; que a su padre se le presentó virgen en sueños bajo la
forma de una copa de cristal resplandeciente y más pura que cualquier espe-
jo...», San Jerónimo, Epistolario, 24.2.
284. O de conversión: ya Orígenes había afirmado que muchos se conver-

343
tían al cristianismo a consecuencia de un sueño o de visiones diurnas. Oríge-
nes, Contra Celso, 1, 46.
285. Tertuliano, Acerca del alma, XLVI, 3.
286. Ibíd., XLVI, 12.
287. El sello estoico se hace evidente porque para Tertuliano a través de los
sueños el alma parece concebir la coherencia interna del Todo, sea por simpa-
tía, sea por su propio poder. Tertuliano, op. cit., XLVII, 3.
288. San Jerónimo, Contra Rufino, 1, 31.
289. Que muchos sueños son provocados por demonios malignos es una
opinión general de los Padres Apologéticos como Justino (Apología 1, 14),
Taciano (Discurso contrs los griegos 18), o Atenágoras (Legación a favor de los
cristianos 27).
290. Tertuliano, Apologético, 22, 5.
291. La física de entonces prestaba gran atención a las emanaciones: cual-
quier acción a distancia tendía a ser explicada por los efluvios ocultos prove-
nientes de las personas o las cosas, como lo mostraba la acción invisible del
imán. Eran ellas las que explicaban que súbitamente se arruinaran los frutos
en flor.
292. Tertuliano, Acerca del alma, XLVII, 2.
293. Véase Le Goff, J., «Le christianisme et les rêves (II-VII ème siècles)»,
p. 294.
294. Ibíd., XLV.
295. «Entonces el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y
este se durmió; tomó luego una de sus costillas y cerró el hueco con carne. Y
el Señor Dios, de la costilla que había tomado del hombre formó a la mujer y
se la presentó al hombre». Génesis, 2, 21.
296. Ibíd., XLVII, 2.
297. San Jerónimo, Vidas de tres monjes; Vida de Pablo, 376.
298. San Jerónimo, Epistolario 107, 5, 2.
299. Stanley Pease, A., «The attitude of Jerome towards pagan literature»,
p. 157.
300. San Jerónimo, Epistolario, 70, 3.
301. Ibíd.
302. Ibíd., 70.2
303. Ibíd.
304. Courcelle, Pierre, Les lettres grecques en occident, de Macrobe à Cassio-
dore, p. 47.
305. «A pesar de su prestigio en occidente como gran helenista y de su
larga estancia en oriente, hay grandes lagunas en su cultura griega. No ha
leído la antigua literatura profana, salvo quizá algunos diálogos de Platón en
la traducción de Cicerón... no ha leído las obras maestras del siglo V a.C. y
conoce de grandes autores no el pensamiento sino algunas anécdotas sobre
su vida o sobre sus aforismos». Ibíd., p. 111.
306. Ibíd. En su obra De Viris illustribus, refiriéndose a Teótimo el Escita,
san Jerónimo escribe: «sigue oyendo que también escribe otras obras». De
viris illustribus, CXXXI.
307. Stanley Pease señala que en la epístola 20, 5 dirigida a Dámaso, Jeró-
nimo cita a Virgilio (Eneida I, 37) para señalar algún caso de elisión de la vocal
intermedia en la poesía.

344
308. Courcelle, Pierre, op. cit., p. 114.
309. El caso de Elio Aristides que examinamos previamente es paradigmá-
tico de esta exposición pública de los sueños.
310. Tertuliano, Acerca del Alma, XLVII, 2.
311. Le Goff, Jacques, «Le christianisme et les rêves», p. 291.
312. Stroumsa, Guy G., «Dreams and visions in early Christian discourse»,
p. 194.
313. Judge, E.A., «The earliest use of “monachos” for “monk”», p. 72. Este
párrafo acerca de la historia del término debe mucho a este autor.
314. «Estos son raros —escribe Eusebio— es por eso que han sido llama-
dos, según Aquila, monogeneis, asimilados al Hijo Monogènes de Dios...»,
citado en Guillaumont, A., «Aux origins du monachisme chrétien», p. 47.
315. Lo hace en el prólogo a su obra «El monje: un tratado sobre la vida
práctica», Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, pp. 95-96.
316. Rubenson, Samuel, «Asceticism and monasticism». pp. 644-645. A lo
largo de nuestro texto nos referiremos a las tres modalidades, pero con un
énfasis mayor en los eremitas, los solitarios.
317. «Desierto», Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Tardía, vol. I, p.
583.
318. Citado en Harmless, William, Desert Christians, p. 86.
319. Citado en Ware, Kallistos, «The way of the ascetics: negative or afir-
mative», p. 8.
320. Atanasio, Vida de San Antonio, 28.
321. En este trabajo haremos uso de la llamada «Colección sistemática» y
de la llamada «Colección alfabética».
322. La extensión geográfica del anacoretismo explica que el registro de
estas colecciones de dichos del desierto se conserven en copto, siríaco, arme-
nio, griego, latín y más tarde en algunas lenguas eslavas.
323. Gould, Graham, The desert Fathers on monastic community, p. 20.
324. Michel Foucault dedica a ello la segunda parte de los cursos en los
años 1979-1980 publicadas bajo el título de Del gobierno de los vivos.
325. «Por vez primera en la historia, el miedo respecto de sí mismo, el
miedo a lo que uno es —y de ningún modo el miedo al Destino y de ningún
modo el miedo a los decretos de los dioses— está creo anclado en el cristianis-
mo a partir de la transición de los siglos II y III y tendrá, como es evidente, una
importancia absolutamente decisiva en la historia de lo que podemos llamar
la historia de la subjetividad, es decir la relación de sí consigo, el ejercicio de sí
sobre sí y la verdad que el individuo puede encontrar en el fondo de sí mis-
mo». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 156.
326. «Creo que el gran esfuerzo y la singularidad del cristianismo, que a no
dudar explican su desarrollo y su permanencia, consistió en disociar salva-
ción y perfección». Ibíd., p. 295.
327. «La etimología de los términos griegos ¢sk»o, «ejercitar», ¥skhsij,
«entrenamiento», y ¢skhtšj, «aquel que practica», permanece oscura. Home-
ro usa el término para expresar un trabajo artístico o técnico. La palabra tuvo
un gran éxito en los dominios del ejercicio físico, en la preparación intelectual
y en el culto religioso. Entre los Padres apostólicos y los Apologetas del siglo
II, los cristianos no fueron llamados ¢skhtšj sino ¢qlht»j, atletas». No fue
sino con Orígenes y Clemente de Alejandría que el término tomó un significa-

345
do propiamente cristiano. Spidlik, Thomas. «The spirituality of Christian East»,
p. 179.
328. Ware, Kallistos, «The way of the Ascetics: negative or affirmative», p.
9.
329. Brown, Peter, The body and society, p. 220.
330. Erny, Pierre, Les chrétiens et le rêve dans l’antiquité, p. 112.
331. Evagrio Póntico, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert. Évagre le Pontique, p. 208.
332. Harmless, William, Desert Christians, p. 87.
333. Como hemos visto en un capítulo previo, en la doctrina de Platón
cada una de estas partes tiene un origen diferente: la parte racional ha sido
creada por el Demiurgo y es divina, las partes irascible y concupiscente eran
obra de las potencias inferiores. Solo la parte racional es inmortal mientras
las restantes, destinadas a la procreación, se extinguen con la muerte del cuer-
po. Esta concepción del origen separado tenía su réplica en Severo, quien
afirmaba que «el hombre es obra de Dios de la cintura para arriba y obra del
diablo más abajo». Citado en Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios,
p. 39.
334. Brown, Peter, The body and society, p. 232.
335. Ibíd., p. 218.
336. Antonio, 11, The sayings of the desert Fathers. The alphabetical collec-
tion.
337. El Abba Elías había abandonado un monasterio de mujeres por te-
mor a no ser capaz de contenerse. Tres ángeles se le aparecieron en un sueño
y le hicieron jurar que volvería si ellos lograban curarlo de esa pasión. Una vez
que hubo jurado, dos ángeles lo tomaron de los pies y el tercero lo emasculó
«no realmente sino en el sueño». Palladius, The Lausiac History, 29, 4.
338. Y la antigüedad encontraba problemas para diferenciar entre un filó-
sofo cínico y un asceta cristiano.
339. Juan Casiano, Colaciones, IX, XXXI.
340. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, pp. 181 y siguientes.
341. Kellia es una de las poblaciones emblemáticas de la vida de los eremi-
tas; su nombre significa justamente «celdas». Las excavaciones modernas han
descubierto un lugar sumamente poblado donde, en una superficie de ocho
kilómetros cuadrados se encuentran más de 600 koms, esto es construcciones
más o menos importantes. Guillaumont, Antoine, Aux origines du monachis-
me chrétien, p. 80.
342. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «Foundations of the
monastic life», 9.
343. Abba Moïse, Les Apophtegmes des Pères, Collection systématique, II, 19.
344. A esta presencia tentadora, Antonio replicó: «Eres negro en tu alma y
débil como un muchacho», Atanasio, Vida de Antonio, 6.
345. «Acidia», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, vol. I, p. 18.
346. Escolio a los Salmos, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe
au désert. Évagre le Pontique, p. 216.
347. Abba Isaïe, Les Apophtegmes des Pères, Collection systématique, II, 15.
348. Ibíd., II, 16.
349. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «Foundations of the
monastic life», 10.

346
350. Abba Efrén, citado por Regnault, Lucien, The day-to-day life of the
Desert Fathers in Fourth- Century Egypt, p. 65.
351. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 178.
352. Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, IV, 73.
353. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «Exhortación a una virgen», 40.
354. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The monk: A treatise on
the practical life», 73.
355. Citado en Plested, Marcus, The Macarius legacy, p. 37.
356. Ibíd., p. 37
357. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «De la oración», 92.
358. San Jerónimo, Epistolario, 124.1.
359. San Jerónimo, citado en Alesio, Franco, «Conservazione e modelli di
sapere nel medioevo», p. 109.
360. Evagrio Póntico, citado en Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert, p. 193.
361. San Antonio, por ejemplo, era analfabeta pero conocía las Escrituras
de memoria simplemente «manteniéndose atento mientras se leían, de modo
que nada se le escapaba y lo retenía todo pues su memoria le servía de libro».
Atanasio, Vida de Antonio, 3.
362. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 33, 1-7.
363. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «Sobre la oración», p. 234.
364. Existen tres grados de oración; la oración del cuerpo y oral; la oración
de la mente o interior y la oración espiritual que tiene lugar en la profundidad
del espíritu. «Oración», Diccionario Patrístico y de la antigüedad tardía, vol. II,
p. 1589.
365. Evagrio Póntico, Obras espirituales, «Sobre la oración», 110.
366. Regnault, Lucien, The day-to-day life of the Desert Fathers in Fourth-
Century Egypt, p. 121.
367. Evagrio Póntico, Obras espirituales, «Sobre la oración»,106.
368. Además de una religión de salvación el cristianismo es un religión
confesional, es decir «cada persona tiene el deber de saber quién es, esto es, de
intentar saber lo que está pasando dentro de sí, de admitir las faltas, recono-
cer las tentaciones, localizar los deseos y cada cual está obligado a revelar esas
cosas o bien a Dios o bien a la comunidad y por tanto, de admitir el testimonio
público o privado de sí». Foucault, Michel, Tecnologías del «yo», p. 81.
369. Foucault los llama «una analítica de los pensamientos».
370. Antonio, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, II, 2.
371. Evagrio Póntico, citado por Guillaumont, Antoine, Un philosophe au
désert, p. 234.
372. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 9.
373. Foucault sostiene que la dirección espiritual monacal que exige obe-
diencia absoluta etsá compuesta de subditio, sumisión, patientia, paciencia y
humilitas, humildad: «Una obediencia sin fin... querer lo que quiere otro, que-
rer no querer, no querer querer son los tres aspectos de la obediencia en cuan-
to es a la vez condición de la dirección, sustrato de la dirección, efecto de la
dirección». Foucault, M., Del gobierno de los vivos, p. 321.
374. Regnault, Lucien, The day-to-day life of the Desert Fathers in Fourth-
Century Egypt, p. 122.
375. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The monk: a treatise on

347
the practical life», 5.
376. Foucault, Michel, «L’écriture de soi», p. 422.
377. Atanasio, Vida de Antonio, 55.
378. Ibíd.
379. Macario, citado por Brakke, David, Demons and the making of the
monk, p. 153.
380. «[...] ser pecador es estar camino de la muerte, pertenecer al reino de
la muerte, estar del lado de los que están muertos... Al renunciar a todo, al
cubrirse con un atuendo miserable, uno muestra la renuncia al mundo y lo
que podrían ser los placeres, las plenitudes, las satisfacciones de este mundo,
nada de eso cuenta. La muerte que se manifiesta en la exomologesis cristiana
es la muerte de lo que uno es y representa lo que uno ha pecado pero también
es, a la vez, la muerte que quiere con respecto al mundo. Uno quiere morir
para la muerte». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 250.
381. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The foundations of
monastic life», 9.
382. En su guerra privada, el monje tiene dos grandes auxilios: el guía
espiritual terreno y los ángeles. En efecto, los ángeles auxilian a los monjes de
diversos modos: por un lado cierran las heridas provocadas en el fragor del
combate contra los demonios y por otra parte aconsejan a los monjes sea
mediante apariciones personales o a través de presentaciones oníricas. Entre
estos ángeles destaca el «ángel de la guarda» porque Evagrio, lo mismo que
Orígenes, considera que desde su nacimiento cada hombre es asistido por un
ángel particular.
383. «Esto es lo que pasó dentro de mí, estas son las intenciones que te-
nía... sé que pasó, puedo dar fe de ello por la mirada que yo pongo sobre mí
mismo... y puedo exhibirlo ante ustedes lo mismo que si se tratara de un obje-
to cualquiera que no soy yo». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p.
105.
384. Juan el Sordo, citado en Brakke, David, Demons and the making of the
monk, p. 154.
385. Hadot, Ilsetraut, «The spiritual guide», p. 449.
386. «(En las escuelas helenísticas) ambas voluntades coexisten... el dirigi-
do siempre quiere ser dirigido y la dirección solo funcionará en la medida en
que el dirigido quiera serlo. Y siempre tiene libertad de querer dejar de serlo...
aquí el juego de la completa libertad en la aceptación del vínculo es, creo,
fundamental». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, pp. 261-262.
387. «¿Qué es lo que la obediencia produce? No es difícil: la obediencia
produce obediencia... obedecemos para ser obedientes, para producir una
obediencia tan permanente y definitiva que subsista aun cuando no haya na-
die a quien tengamos precisamente que obedecer... es decir, la obediencia no
es manera de reaccionar ante una orden... la obediencia es una manera de ser
anterior a cualquier orden. En consecuencia, obediencia y dirección deben
coincidir. Si hay dirección es desde luego, porque somos obedientes». Foucault,
Michel, Del gobierno de los vivos, p. 316.
388. Paésios, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, XI, 59.
389. Citado en Gould, Graham, The desert Fathers on monastic community,
p. 29.
390. «Se trata, en efecto... de ligar el principio» «no querer nada por sí

348
mismo» al principio «decirlo todo de sí mismo». «Decirlo todo de sí mismo, no
ocultar nada, no querer nada por sí mismo, obedecer en todo... Obedecer y
decir, obedecer exhaustivamente y exhaustivamente decir lo que uno es, estar
bajo la voluntad de otro y hacer recorrer por el discurso todos los secretos del
alma». Foucault, Michel, Del gobierno de los vivos, p. 309.
391. Abba Poemen, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique, X,
89.
392. Evagrio, un hombre culto, había ocupado el cargo de diácono al lado
de Gregorio de Nacianceno en Bizancio. Pero mantenía una relación ilegíti-
ma con la esposa de un funcionario oficial. Durante un sueño, los ángeles le
revelaron su propia imagen como un hombre encadenado y torturado y le
hicieron jurar que concluiría con esa relación. Al día siguiente, partió para
Roma donde encontró a Melania, quien puesta al corriente de la situación, le
sugirió partir al desierto. Evagrio obedeció e inició ahí una brillante carrera
como perseguidor de demonios.
393. Prólogo al Antirrético, citado por Guillaumont, Antoine, Un philoso-
phe au désert, p. 221.
394. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 8.
395. Ibíd., 27.
396. Ibíd., 2.
397. Ibíd., 9.
398. Ibíd., 16.
399. Ibíd., 10.
400. Diógenes Laercio, por ejemplo, señala que Pirrón sorprendía a sus
conciudadanos porque se hablaba a sí mismo en voz alta. Diógenes Laercio,
op. cit., IX, 64.
401. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «The Monk. A treatise on
the practical life», 27.
402. Evagrius of Pontus, Antirrhêtikos. El libro fue compuesto a petición
del un monje llamado Loukios quien había pedido ayuda a Evagrio para resis-
tir con mayor eficacia a las insinuaciones diabólicas.
403. Ibíd., 2, 60. La refutación es extraída de la Epístola a los Efesios, 5;5.
404. Brakke, David, Prólogo al Antirrêtikos, pp. 10 y 11.
405. Aunque la estrategia de san Antonio para rechazar los asaltos incluía
otros medios como la plegaria, el signo de la Cruz o el nombre de Cristo.
406. Marco el egipcio, Les Apothtegmes des Pères. Collection systématique,
IX, 6, 11.
407. Le Goff, Jacques, «Le christianisme et les rêves», p. 292.
408. Palladius, The Lausiac History, Moisés el etíope, 8.
409. La iniciativa de Pacomio tuvo un gran éxito: él mismo fundó nueve
monasterios, entre ellos dos comunidades femeninas, cada uno de los cuales
contenía unos 1 400 individuos distribuidos en un organización sumamente
detallada.
410. Vida de Pacomio en su versión Bohairística, 8, citado en Brakke, Da-
vid, Demons and the making of the monk, p. 118.
411. Citado en Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 98.
412. Citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk, p. 84.
413. Ibíd., p. 85.
414. Pacomio, citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk,

349
p. 86.
415. Lacarrière, Jacques, Los hombres ebrios de Dios, p. 97.
416. Nuevo Testamento, Epístola a los Efesios, 5, 14.
417. Antiguo Testamento, Proverbios, 6, 5.
418. Brakke, David, Demons and the making of the monk, p. 85.
419. Ibíd., p. 83.
420. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, «A los monjes», 97.
421. Ibíd., «Tratado práctico», 94.
422. Ibíd., 54.
423. Ibíd., 55.
424. En los medios no monásticos, la presencia de esta conmoción corpo-
ral estaba más bien asociada al valor que el creyente atribuía a su comunión
con Dios.
425. Steward, Columba, Cassian the Monk, p. 82.
426. Jacquart, D., Thommasset, Cl., Sexualité et savoir médical au moyen
âge, pp. 207-208.
427. Juan Casiano, Colaciones, IV, XV.1; VII, II.1.
428. Ibíd., XII, VIII.
429. Casiano, citado en Brakke, David, Demons and the making of the monk,
p. 245.
430. Juan Casiano, Colaciones, I, IV. Este libro adopta el género griego
clásico de «preguntas y respuestas», una suerte de conversación que en este
caso involucra al propio Casiano, su amigo Germán y diversos monjes.
431. Ibíd., XII, IV.
432. Ibíd., XII, IV.
433. Ibíd., XII, IV. El original latino dice «renes», «riñones», que los anti-
guos consideraban la fuente de la potencia sexual.
434. Que son las virtudes que desarrolla durante el período «práctico».
435. Evagrio Póntico, Obras Espirituales, Introducción, p. 99.
436. Brakke, David, Demons and the making of the monk, pp. 73-75.
437. Ibíd., p. 76.
438. Guillaumont, Antoine, Un philosophe au désert. Évagre le Pontique, p.
302.
439. Evagrius of Pontus, The greek ascetic corpus, «On thoughts», 39.
440. Juan Casiano, Colaciones, XII, X.
441. Ibíd., XII, XV.
442. Foucault, Michel, «Le combat de la chasteté», p. 303.
443. Juan Casiano, Colaciones, XII, VII, 2.
444. Ibíd., XII, VII, 3.
445. Ibíd., XII, VIII.
446. Ibíd., XII, X.
447. Ibíd., XII, XVI.
448. Por eso —escribe Casiano— para corregir a aquellos que caen en el
pecado del orgullo es preciso que Dios les retire por un tiempo su ayuda y
sufran la tiranía de los vicios que la virtud había reprimido. Ibíd., XII, XVI.
449. Ibíd., XII, XI.
450. Ibíd., XII, XIII.
451. Ibíd., XI, V.
452. Ibíd., XII, VIII.

350
453. Ibíd., XII, VIII.
454. Brown, Peter, The body and society, p. 232.

351
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BIBLIOGRAFÍA GENERAL

1. LA FILOSOFÍA ANTIGUA Y LOS SUEÑOS

1.1. LA EXPERIENCIA ESTOICA DEL «YO» ANTE LOS SUEÑOS

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2.4. LOS SUEÑOS Y LA PERFECCIÓN ESPIRITUAL:


LOS PADRES DEL DESIERTO

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376
ÍNDICE

PRESENTACIÓN. Subjetividad y experiencia onírica .................... 000


Consideraciones preliminares ............................................... 000

CAPÍTULO 1. La filosofía antigua y los sueños ............................. 000


1.1. La experiencia estoica del «yo» ante los sueños ............ 000
1.2. El soñador imperturbable: la filosofía de Epicuro ......... 000

CAPÍTULO 2. Grandes soñadores .................................................. 000


2.1. La religión, la medicina y los sueños: Elio Aristides ...... 000
2.2. Los sueños de una joven mártir: Perpetua ..................... 000
2.3. Las tribulaciones de un hombre de letras: los sueños
de san Jerónimo ............................................................... 000
2.4. Los sueños y la perfección espiritual: los Padres
del desierto ....................................................................... 000

BIBLIOGRAFÍA GENERAL ................................................................ 000

377
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
FILOSOFÍA 1100 111
En este libro se examina la experiencia de un grupo de soñado­
res de la antigüedad greco-latina y del primer cristianismo. Entre
los soñadores paganos se encuentran los filósofos estoicos y
epicúreos además de Elio Aristides. Entre los soñadores cristia­
nos están Perpetua, san Jerónimo y los anacoretas del desierto
de Egipto. Por «experiencia» entendemos la serie de preguntas
que estos individuos dirigían a sus sueños: <<¿soy yo quien sue­
ña? Y si no soy yo, ¿quién me advierte, me amenaza o amonesta
a través de ellos?». Por «experiencia•• entendemos también la
serie de preguntas que el individuo se dirige a sí mismo para ha­
cer intervenir esos sueños en su existencia: «¿Cómo debo com­
portarme ante mis sueños?, ¿cómo debo dirigirme a mí mismo,
corregirme o justificarme para ser la clase de sujeto moral que
debo ser?». La nuestra es una contribución a la historia de las
formas de subjetividad soñadora en Occidente.

SERGIO PÉREZ CORTÉS es profesor-investigador del Departa­


mento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa, Doctor en Lingüística
por la Universidad de París X-Nanterre y en Filosofía por la Uni­
versidad de París 1-Sorbonne. Miembro del SNI, nivel 111. Ha sido
condecorado con la membrecía vitalicia del Ciare Hall College de
la Universidad de Cambridge y con las Palmas Académicas, en
grado de Caballero, otorgado por el gobierno francés. Publicacio­
nes destacadas: Karl Marx. Una invitación a su lectura (2010),
Itinerarios de la Razón en la modernidad (2012), La razón en la
historia (2013), El telos de la modernidad (2014).

ISBN: 978-84-16421-73-2
� grupo editorial
J�llll�ll�l �� ll�ll� 1 � siglo veintiuno

www.anthropos-editorial.com

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