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Contra la tolerancia

JOSÉ SARAMAGO
9 DIC 1992
Es justa la alegría de los lexicólogos y de los editores cuando aparecen, al son de los tambores
y trompetas de la publicidad, anunciándonos la entrada, de unos cuantos millares de palabras
nuevas en sus diccionarios. Con el paso del tiempo, la lengua va perdiendo y ganando, se
vuelve, cada día que pasa, simultáneamente más rica y más pobre: las palabras viejas,
cansadas, fuera de uso, apenas resisten la frenética agitación de las palabras recién llegadas, y
acaban por caer en una especie de limbo donde permanecen a la espera de la muerte definitiva
o, en el mejor de los casos, del toque de la varita mágica de un erudito obsesivo o de un
curioso ocasional, quienes de esta manera le darán todavía un breve destello de vida, un
suplemento de precaria existencia, una última esperanza. El diccionario, imagen ordenada del
mundo, se construye y se desenvuelve sobre tantísimas palabras que vivieron una vida plena,
después envejecieron y languidecieron, primero generadas, después generadoras, como lo
fueron los hombres y las mujeres que las hicieron nacer y de las que vendrán a ser, a su vez, y
de modo simultáneo, señores y siervos. Crecen, pues, los diccionarios, se expanden
continuamente, como universos alfabéticos, con sus entrelazadas constelaciones de verbos y
pronombres, conjunciones y preposiciones, sustantivos y adjetivos, adverbios
y tutti quanti. Serían vertiginosamente mayores si en ellos decidiésemos admitir las múltiples
y multiformes formas verbales, serían un poco más breves si de ellos eliminásemos los
antónimos, palabras en verdad innecesarias siempre que no perdiésemos de vista y de sentido
la simple noción de los contrarios. Nos bastaría que el diccionario registrase, por ejemplo, las
palabras "feliz", "felicidad", para que, por una especie de operación mecánica conmutativa, en
seguida se nos presentasen en el espíritu, quizá ayudados por la experiencia, los estados y
sentimientos alternativos, la lágrima en vez de la sonrisa, la tristeza en vez de la alegría. La
ausencia de los antónimos no volvería mejor el mundo ni nos liberaría de la parte de
negatividad cósmica del bien y del mal, pero representaría, sin duda, un ahorro considerable
de celulosa y de papel, nada despreciable en los pródigos y desperdiciado res tiempos que
vivimos.
De igual manera procederíamos con aquella detestada palabra que se escribe con las letras de
la "intolerancia", sombra de nuestros días, pesadilla de nuestras noches, embrujo retornado al
mundo cuando, ingenuamente estúpidos, la creíamos desterrada de él para siempre, tomada,
cuando mucho, exclusiva de las relaciones entre perros y gatos, los cuales, como es sabido, no
se pueden ni oler los unos a los otros. Así fuera lanzada la maldita, expulsada de una vez de
los diccionarios, nos quedaríamos viviendo en la buena paz de su contraria, la humanitaria y
dulce "tolerancia", mil veces cantada y alabada, diana inocente de arengas de parlamento y
sermones de iglesia, pío consejo de padres bien educados a la prole esperanzadora, guía
inmaculada de moralistas impenitentes y confiados, estrella y faro de editorialistas, y
filósofos. "La tolerancia", proclaman a coro, para el caso, y aquí sin mayores primores de
estilo, pero con excesos de convicción, "la tolerancia, señoras y señores, es lo mejor que hay".
Habiendo dicho esto, y como si, por su boca y pluma, hubiese sido anunciada la más
incontrovertible de las verdades, esperan de la simplicidad de la gente común -yo, vosotros,
casi todos- que tomemos por oro de ley, contrastado y a prueba de falsificaciones, lo que,
probablemente, no pasa de imitación engañadora, insuficiente y equívoca aproximación de un
estadio que ya tarda: el de la instauración de una relación de igualdad auténtica, ontológica,
por decirlo así, si los puristas no me prohíben la palabra, entre todos los seres humanos, sean
cuales sean sus orígenes, razas, colores y religiones.
Con su implacable magistralidad, el diccionario afirma que "tolerancia" e "intolerancia" son
prácticas y conceptos extremos e incompatibles entre sí, y, definiéndolos de este modo,
implícitamente nos concita, con exclusión de alternativas posibles, a situarnos en otro de
aquellos polos, como si, entre ellos o más allá de ellos, no existiese o no pueda llegar a existir
otro lugar, el de la reunión y, perdónese la retórica, de la fraternidad. Para ese lugar no
tenemos nosotros la palabra identificadora, la brújula, la piedra de toque. No está la palabra en
el diccionario porque no tenemos en la inteligencia la conciencia fulgurante que representaría,
y también porque no llevamos en el corazón (séame perdonada otra vez la retó rica) el
sentimiento que le con feriría una definitiva humanidad: los hombres, al final, no pueden,
antes del tiempo exacto, inventar las palabras de las que, sin saberlo o no queriendo
saberlo, vitalmente ya necesitan.
Bien vistos los casos y los comportamientos, ¿qué es la tolerancia sino una intolerancia aún
capaz de vigilarse a sí misma, temerosa de denunciarse a sus propios ojos, siempre bajo la
amenaza del momento en el que las circunstancias la arranquen o la fuercen a dejar caer la
máscara de buenas intenciones que otras circunstancias le habían pegado a la piel como si
fuese aparentemente la suya propia? ¿Cuántas personas hoy intolerantes eran tolerantes
todavía ayer? Tolerar (lo que dice el respetabilísimo diccionario de la Real Academia
Española) es "sufrir, llevar con paciencia, disimular algunas cosas que no son lícitas, soportar,
llevar, aguantar", dándose como ejemplo de todo esto una elocuente frase: "Mi estómago
no tolera la leche". Así, académicamente abonado, el tolerante podrá siempre decir que su
estómago, en realidad, no soporta negros ni judíos, ni nadie de esa raza universal a la que
llamamos inmigrantes, pero que, en fin, teniendo en cuenta ciertos deberes, ciertas reglas, y
no raramente ciertas necesidades materiales y prácticas, está dispuesto a sufrirlos, a llevarlos
con paciencia, transitoriamente, hasta el día en el que la paciencia se agote o las ventajas
vengan a padecer una disminución sensible.
La tolerancia y la intolerancia son los dos peldaños de una escalera que no tiene otros. Del
primer escalón, que es el suyo, la tolerancia lanza hacia abajo, hacia la planicie donde se
encuentran los tolerados de toda especie, una mirada que desearía ser, quizá, comprensiva,
pero que, las más de las veces, va a buscar equivocadas formas de compasión y de
remordimiento por cuenta ajena a su razón de ser y a su afirmación cívica. Desde lo alto del
segundo escalón la intolerancia mira con odio a la multitud de los extranjeros de raza o nación
que la rodean y con desprecio irónico a la tolerancia, pues claramente ve cómo ésta es frágil,
asustadiza, indecisa, tan sujeta a la tentación de subir al segundo y fatal peldaño cuanto
incapaz de llevar a consecuencias extremas su perpleja voluntad de justicia, que sería
renunciar a ser lo que es -simple permisión-, para volverse identificación e igualdad. O
igualancia, si una palabra nueva hace falta, aunque de bárbaro sonido.
Tolerantes somos, tolerantes continuaremos siendo. Pero sólo hasta el día en el que haberlo
sido nos parezca tan inhumano como hoy nos parece la intolerancia. Cuando ese día llegue -si
llega-, seremos, finalmente, humanos completamente.

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