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EDITOR ASOCIADO

JUAN GRANICA

TRADUCCION DE
IRENE AGOFF
REVISION TECNICA DE
NELIDA HALFON

Diseño de la colección
Rolando & Memelsdorff
CATHERINE MILLOT
DEPARTEMENT DE PSYCHANALYSE,
VINCENNES (PARIS)

FREUD
ANTI-PEDAGOGO

editorial
PAIDOS
México — Buenos Aires — Barcelona
Título original:
Freud anti-Pédagogue
La Bibliothéque d’Ornicar?, París, 1979

1 edición en México, 1990

■© Lyse - Omicar?, 1979

© de todas las ediciones en castellano,


Editorial Paidós, SAICF;
Defensa, 599; Buenos Aires;
Ediciones Paidós Ibérica, S.A .,
Mariano Cubí, 92; Barcelona;
Tel.: 200 01 22

© de esta edición
Editorial Paidós Mexicana, S.A.
Guanajuato 202-302
06700 Col. Roma
México, D.F.
Tels.: 564-7908 • 564-5607

ISBN: 968-8S3-160-X

Impreso en México
Printed in México

Portada: reproducción de un dibujo de Grandville


INDICÓ

_____-______________________________________■««.. — BM --------
Introducción 9

I - SEXUALIDAD Y CIVILIZACION

Prefacio 13
1. La moral social: palabra prohibida y sojuzgamiento
sexual 17
2. Lucifer-Amor 23
3. Perversión y civilización 29
4. Los excesos del sojuzgamiento sexual 35
5. El imposible goce 43

II - EDUCACION Y DESARROLLO

6. La sexualidad infantil 49
7. La crítica freudiana de la educación 55
8. Algunas propuestas para una educación de orientación
analítica: Juanito 61
9. El Yo y la realidad 71
10. Tótem y tabú 89
11. El narcisismo 105

III - LO REAL Y LO IDEAL

12. La pulsión de muerte y lo real. 123


13. La educación para la realidad 129
14. El malestar en la civilización 141
IV - PSICOANALISIS Y EDUCACION

Prefacio______________________________ __________ 155


15. Ljis críticas pos-freudianas_____ _____________________ 159
16. p ro c e so educativo y proceso psicoanalítico___________165
17. El análisis de niños: ¿psicoanálisis o pedagogía?________177
18. ¿Es posible una pedagogía analítica? ______________189

Conclusión 207
Bibliografía 209
No encontramos en la obra de Freud ningún tratado de edu­
cación, y sería inclusive inútil buscar elementos del mismo. Es
cierto que Freud se empeña en una severa crítica de las prácticas
educativas de su época, pero en cambio sobre este dominio no es
pródigo en consejos.
¿Se trata de negligencia o de una falta de interés personal? En
este caso habría que acudir a otros autores para indagar en las
relaciones del psicoanálisis con la educación y su aportación a
esta última. Creemos, por el contrario, y esperamos demostrarlo,
que la carencia de prescripciones pedagógicas en Freud tiene
causas ligadas más esencialmente a los propios descubrimientos
del psicoanálisis, en particular aquellos referidos, por una parte, a
los procesos del desarrollo individual y al funcionamiento psí­
quico, y vinculados, por otra, a la posición del psicoanalista.
No nos proponemos, pues, elaborar un tratado de pedagogía
freudiana. Antes bien, nos consagramos a mostrar de qué modo
esos descubrimientos conducen a un cuestionamiento de la pe­
dagogía misma como ciencia de los medios y fines de la educa­
ción. Indagamos en la obra de Freud para tratar de responder a la
cuestión de la posibilidad de basar en los hallazgos del psicoaná­
lisis una pedagogía que extraería las consecuencias respectivas,
tanto a nivel de los fines que deben asignarse a la educación,
como al de los métodos.
¿Es posible una «educación analítica», en el sentido, por ejem­
plo, de que la educación se propondría un objetivo profiláctico
con respecto a las neurosis, extrayendo así una lección de la
experiencia psicoanalítica en lo que atañe al valor patógeno de la
coartación de las pulsiones, generadora de represión? Veremos
que Freud, quien por un tiempo creyó posible orientar sus espe­
ranzas hacia semejante función profiláctica de la educación, ulte­
riormente fue llevado a enterrarlas.
¿Se puede concebir una pedagogía «analítica», en el sentido
de que se propondría los mismos fines que la cura de igual
nombre: resolución del complejo de Edipo y superación de la
«roca de la castración»? ¿O bien en el sentido de que se inspiraría
erí el método analítico para transponerlo a la relación pedagó­
gica? ¿Puede haber en este sentido una aplicación del psicoaná­
lisis a la pedagogía?
Estas son las preguntas a las que intentaremos dar respuesta a
partir de la relectura de los textos de Freud.
La enseñanza de Jacques Lacan nos sirve aquí de guía, por lo
cual frecuentemente hemos de recurrir a su interpretación de los
textos freudianos.
SEXUALIDAD Y CIVILIZACION
PREFACIO

El problema de la educación en la obra de Freud debe ser


abordado mediante el otro, más general, de las relaciones entre el
individuo y lo que Freud llamó «la civilización». En efecto, cro­
nológicamente es a ésta a la que dirige primero sus críticas,
imputándole buena parte de responsabilidad en la génesis de las
neurosis, sobre todo en lo que califica como su extensión al
siglo X IX . En cuanto a este último punto, Freud se sitúa en la
misma línea que buen número de sus contemporáneos, especia­
listas en enfermedades nerviosas. Ehrenfels, por ejemplo, a quien
cita en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, también
atribuía a los daños producidos por la civilización industrial mo­
derna el aumento del número de enfermedades mentales. En
Francia, a finales del siglo X IX , los Amales médico-psychologiques1
dan fe de la existencia de una polémica sobre las relaciones entre
civilización y enfermedades nerviosas. La agitación de la vida
moderna, la competencia económica, la rivalidad, la precariedad
de la vida material en el proletariado, las ansiedades debidas a la
inseguridad y el surmenage son frecuentemente incriminados.
Donde Freud innova es en el hecho de dirigir sus críticas, opues­
tamente a sus contemporáneos, a la moral sexual civilizada y no
al género y ritmos de vida impuestos por la civilización industrial.
Fue esto lo que le condujo a abordar el problema de la educa­
ción. En efecto, si la responsable de las neurosis es la actitud
moral frente a la sexualidad, la educación que hace de vehículo a
dicha moral pasa a ser el agente directo de la propagación de la
1. Cf. nuestra bibliografía.
SEXUALIDAD Y CIVILIZACION

neurosis. Y una reforma de la educación constituiría así el cami­


no más corto hacia una transformación de la moral sexual. La
profilaxis de las neurosis está en manos del educador, quien
puede acusar la influencia de la enseñanza del psicoanálisis.
Si bien la introducción del problema de la educación a través
del de la civilización está justificado desde un punto de vista
cronológico, también encuentra su fundamento lógico en las
concepciones de Freud sobre los vínculos entre el desarrollo del
individuo y el desarrollo de la especie: entre ontogénesis y filo­
génesis. Según Freud, la historia del individuo reproduce la his­
toria de la humanidad. En ambos niveles aparecen los mismos
conflictos, las mismas soluciones y los mismos atolladeros y an­
tinomias. Las fuerzas que presidieron la evolución de la hum a­
nidad también se encuentran en el origen del desarrollo del
individuo. Fuera de ello, la relación que Freud establece entre
ontogénesis y filogénesis permite definir en qué consiste para él
la educación: hacer que el niño vuelva a cumplir la evolución que
condujo a la humanidad hacia la civilización. Aquí se apoya en la
«ley biogenética fundamental», formulada por vez primera por
Haeckel, y que Comte y Spencer habrán de retomar por su lado.1
La educación es un proceso de desarrollo y maduración parcial­
mente inscrito en el patrimonio genético del niño, que es el
producto de la historia de la humanidad.
De este modo, la antinomia que Freud cree descubrir entre
sexualidad y civilización reaparecerá en el interior de la relación
educativa. El problema de esta antinomia a nivel de la civilización
habrá de desplazarse, y Freud aspirará a verlo resuelto mediante
una reforma de la educación; ello, hasta que por un movimiento
inverso se vea inducido a renunciar, en gran parte, a sus esperan­
zas de reforma, y a justificar los límites de la acción educativa por
la existencia de una renuncia original, fundadora de toda socie­
dad humana, a una parte esencial del goce sexual.
El problema planteado por Freud a nivel de la civilización,
vale decir, cómo conciliar las exigencias egoístas del individuo
con las de la renuncia, impuestas por la civilización, e» el mismo
que la educación tiene que resolver concretamente: cómo conci­
liar el desarrollo del niño hacia la civilización con la conservación
2. Cf. J. Ulman, Lapensée éducative contemporaine, París, 1976.
de su aptitud para la felicidad. No obstante, al mismo tiempo que
critica la coartación sexual excesiva por parte de la civilización,
Freud señala la posibilidad de que exista un elemento que haga
fracasar la mira hedonista a nivel de la civilización. Ya en esa
época surge la sospecha de que en el seno de ésta podría existir
una dimensión diferente a la del principio del placer y al cálculo
utilitarista del menor sacrificio de placer compatible con las
necesidades de la supervivencia. Esta otra dimensión también se
encuentra en el centro del funcionamiento psíquico del indivi­
duo y modifica, a la vez, la problemática de la civilización y de la
educación.
Agreguemos que en la obra de Freud la noción de civilización
resulta fluctuante y poco definida. Unas veces se trata, en La
moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna por ejemplo, de lo
que podríamos llamar, con idéntica imprecisión, civilización in­
dustrial occidental, o sea lo que en otro discurso recibiría el
nombre de sociedad capitalista y su ideología; otras veces, el
término civilización es tomado en un sentido mucho más amplio
y designa el conjunto de instituciones que una comunidad hu­
mana se da con vistas a su conservación, así como el conjunto de
sus obras. En suma, el término civilización se refiere en ciertos
casos a la civilización occidental de finales del siglo XIX, la de sus
enfermos, ella misma enferma del desarrollo de un germen que
Freud sitúa míticamente en el momento del pacto primordial
que siguió al asesinato del padre primitivo, pacto que constituye
el acto de nacimiento de la civilización considerada en el sentido
amplio del término.3
Así, pues, la noción de civilización acabó convirtiéndose en
Freud en casi un sinónimo de la Ley correlativa a la renuncia al
goce.

3. «El término civilización (Ktiltur) designa la totalidad de las obras y organi­


zaciones cuya institución nos aleja del estado animal de nuestros antepasados, y
que sirven a dos finalidades: la protección del hombre contra la naturaleza y la
reglamentación de las relaciones de los hombres entre sí.» Malaise dans la civilisa-
tion, p. 37 (PUF, 1971). «[Por cultura (Kultur)) entiendo todo aquello mediante lo
cual la vida humana se ha elevado por encima de las condiciones animales... y
desdeño separar la civilización de la cultura», Avenir d'une illusion, p. 8 (PUF,
1971). «El malestar en la cultura», O.C., III (p. 3017). «El porvenir de una
ilusión», O.C., III (p. 2961).
LA MORAL SOCIAL
Palabra prohibida y sojuzgamiento sexual

«Es interés de todos que se acabe por considerar


como un deber, entre los hombres y las mujeres, el
logro de un más alto grado de honestidad respecto de
las cosas sexuales del que hasta el presente se ha
esperado de ellos. Con esto, la moral sexual no puede
sino salir gananciosa. En materia de sexualidad,
hoy en día somos todos hipócritas. Si, como efecto de
esa honestidad general, alcanzáramos cierta tole­
rancia en el terreno sexual, ello no nos traería más
que ventajas.»
La sexualidad en la etiología de las neurosis
(1898)
En 1893, Freud formuló sus primeras críticas respecto de la
civilización en nombre de la etiología sexual que creyó posible
asignar a la neurastenia y a la neurosis de angustia. Estos dos
tipos de neurosis, a las que calificó de «neurosis actuales» —por
oposición a las «psiconeurosis de defensa», de origen esencial­
mente psíquico—, resultaban, a su parecer, de la insatisfacción
sexual derivada de prácticas tales como el onanismo y el coitus
interruptus, que el malthusianismo impuesto por las condiciones
sociales y económicas habían vuelto inevitables. De este modo,
las exigencias de una sexualidad sana entran en contradicción
con las de la sociedad de su época. «La tarea del médico, escribe a
Fliess, es enteramente de orden profiláctico. La primera parte de
esta tarea, que consiste en prevenir los trastornos sexuales del
primer período, se confunde con la profilaxis de la sífilis y la
blenorragia, peligros que amenazan a todos aquellos que re­
nuncian a la masturbación. El único otro sistema consistiría en
autorizar la libertad de relación entre muchachos y jovencitas de
buena familia, pero esto sólo podría alcanzarse si se dispusiera de
métodos anticonceptivos inofensivos.» [...] «En ausencia de toda
solución posible, la sociedad parece condenada a ser víctima de
neurosis incurables que reducen al mínimo la alegría de vivir,
destruyen las relaciones conyugales y, por obra de la herencia,
traen aparejada la ruina de toda la generación venidera.»1
En el texto que acabamos de citar, Freud se sitúa en una
perspectiva estrictamente médica, y no moral o política. En este
nivel, la contradicción entre sexualidad y sociedad no le parece
insoluble. Orienta sus esperanzas hacia el descubrimiento de
métodos contraconceptivos eficaces e inofensivos que permiti­
rían conciliar las exigencias de la sexualidad con las de la econo­
mía. Incluso cuando preconiza las libres relaciones entre «mu­
chachos y jovencitas de buena familia», no lo hace en nombre de
una moral nueva sino en el de la higiene. Su preocupación inicial
es de índole profiláctica: cuando diagnostica las causas del mal y
preconiza remedios, lo hace en su carácter de médico.
Con posterioridad, al atacar más directamente la moral social
y la educación de su tiempo, lo hará también a partir de su
posición de terapeuta y de los problemas particulares que en­
frenta como clínico. La marcha de su reflexión acerca de estas
cuestiones seguirá siempre estrechamente ligada a los descubri­
mientos de su práctica de analista. Y cuando asuma posiciones
éticas, siempre será en nombre de lo que el psicoanálisis le ha
enseñado.
El problema del malthusianismo y de su solución preocupará
a Freud durante largo tiempo. Lo evoca aún en 1908, en La moral
sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, y en 1898 desarrolla am­
pliamente este tema en La sexualidad en la etiología de las neurosis,
época en la que mucho esperaba de las investigaciones de su
amigo Fliess sobre este terreno.
Dentro del contexto definido por la etiología de las neurosis
actuales, la profilaxis de las neurosis parece, a mayor o menor
1. Manuscrito B del 8 de febrero de 1893, La naissance de la psychanalyse, París,
1956, PUF, p. 66.
la MORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA Y SOJUZGAMIENTO SEXUAL

plazo, posible. Asimismo, la antinomia entre sexualidad y socie­


dad, engendrada por las exigencias del malthusianismo, parece
capaz de ser superada gracias a los progresos de la ciencia, lo que
traería aparejado, por la fuerza de las cosas, un cambio en las
costumbres.
A cambio de esto, la etiología específica de la histeria y de la
neurosis obsesiva (psiconeurosis de defensa) transforma los da­
tos del problema y lleva a Freud a abordarlo bajo un ángulo
diferente.
En la misma época en que intenta referir la etiología de la
neurastenia y de la neurosis de angustia a trastornos actuales de
la función sexual, les opone el grupo de las «psiconeurosis de
defensa»2 —que comprenden la histeria y la neurosis obsesiva—,
así llamadas en virtud del mecanismo que preside su formación.
En efecto, Freud les atribuye como causa un conflicto psíquico
resultante de la defensa del sujeto contra representaciones, par­
ticularmente de naturaleza sexual, incompatibles con su ideal de
pureza. La conciencia se niega a tomarlas a su cargo, y ellas
sucumben a la represión; el conflicto psíquico en su conjunto
permanece inconsciente y encuentra su expresión en los sínto­
mas, que constituyen un compromiso entre las fuerzas actuantes.
Esta etiología particular condujo a Freud a abordar la cuestión de
la moral social. En efecto, en este caso lo patógeno, a diferencia
de lo que sucede en las neurosis actuales, ya no es solamente la
falta de satisfacción sexual, sino el mero hecho de la represión de
las representaciones sexuales, represión imputable a la morali­
dad del sujeto.
Esta, fruto de su educación, muestra estar operando en las
neurosis, cuya frecuencia Freud cree constatar en las clases socia­
les donde la educación en el plano sexual es más estricta. En 1896
observaba: «Dado que el esfuerzo de defensa del Yo depende de
todo el desarrollo moral e intelectual de la persona, hallaremos
ahora menos incomprensible que la histeria sea mucho más rara
en las clases bajas de lo que su etiología específica debería per­
mitir».3
2. Cf. «Les psychonévroses de défense» (1894), Névrose, psychose etperversions,
París, 1973, PUF. «Las psiconeurosis de defensa», O.C., I (p. 169).
3. «L’Etiologie de I’hystérie» (1896), Névrose, psychose et perversión, p. 102. «La
etiología de [a histeria», O.C., I (p. 299).
¿Puede la necesidad económica» que impone la práctica del
malthusianismo, explicar por sí sola la existencia de una moral
que estigmatiza como vergonzosos no sólo la actividad sexual
sino también los pensamientos a ella vinculados?
La acción del educador, que apunta a prohibir a los adolescen­
tes la manifestación de la sexualidad, ¿puede explicarse entera­
mente a partir de exigencias contingentes de naturaleza social?
En la sociedad burguesa occidental los jóvenes se ven forzados,
por razones económicas, a alcanzar una edad avanzada para po­
der casarse y tener relaciones sexuales; por tanto, la educación
debe esforzarse en enseñarles a ser pacientes. Pero, ¿justifica esto
que para lograr tal fin la sexualidad sea objeto de una condena
moral que la estigmatiza como vergonzante? ¿Es para precaverse
mejor contra el paso al acto de los adolescentes por lo que se les
prohíbe incluso pensar en él? ¿A esto se debe que lo que atañe a
la sexualidad esté condenado a la represión, y a permanecer en el
inconsciente al precio de la neurosis?
Tal es el problema que Freud comenzó a plantearse entonces,
y también él chocó con la moral sexual de su época: cuando
intentó hacer conocer su descubrimiento de la etiología sexual
de las neurosis vio que se le opuso una indignada no acepta­
ción por parte del ambiente médico. Los tabúes que afectan a la
sexualidad obstruyen igualmente la investigación científica. La
prohibición que pesa sobre el sexo pesa también sobre el pensa­
miento.
¿Los medios puestos en práctica, no desbordan los fines per­
seguidos? Si Freud vuelve a cuestionar la moral sexual de su
tiempo es en nombre de una ética de la honestidad y del respeto a
la verdad. Esta ética, base de toda actividad científica, se impone
más todavía en la práctica analítica: la prohibición que pesa sobre
el pensamiento está en el centro de la neurosis. Ambas, la activi­
dad científica y la profilaxis de las neurosis, exigen una transfor­
mación de la moral social.
«Habría que cambiar muchas cosas. Es necesario vencer la
resistencia de una generación de médicos que se han vuelto
incapaces de recordar su propia juventud, triunfar sobre el or­
gullo de padres que no quieren rebajarse a un nivel humano
frente a sus hijos, combatir la gazmoñería insensata de las ma­
dres, esas madres que actualmente consideran como un incom-
LA AÍORAL SOCIAL: PALABRA PROHIBIDA Y SOJUZGAMIENTO SEXUAL

prensible e inmerecido golpe del destino el que sus hijos sean los
únicos en volverse neuróticos. Pero, sobre todo, hay que dar un
espacio en la opinión pública a la discusión de los problemas de
la vida sexual. Tendrá que hacerse posible hablar de estas cosas
sin ser considerado como factor de trastornos o como un explo­
tador de los más bajos instintos. Y aquí también queda mucho
por hacer para que durante los próximos cien años la civilización
aprenda a contemporizar con las exigencias de nuestra sexua­
lidad.»4
Más allá de una liberalización de las costumbres sexuales, lo
que debe lograrse es una liberación de la palabra y del pensa­
miento. En la misma época de la concepción catártica elaborada
por Breuer para dar cuenta de los efectos terapéuticos de la
talking-cure, según expresión de Anna O., y a la que se consideró
causante de una descarga de las excitaciones, de una abreacción,
Freud señalaba ya que la explosión de los afectos observada en
los pacientes debía ser seguida por la expresión verbal del re­
cuerdo traumático, donde la palabra podía incluso reemplazar a
la expresión emocional. En efecto, «el ser humano encuentra en
el lenguaje un equivalente del acto, equivalente merced al cual el
afecto puede ser abreaccionado poco más o menos en la misma
forma».5
El psicoanálisis opera por medio de la palabra. El trabajo de la
cura analítica consiste en hacer posible el advenimiento de una
palabra al lugar de'un síntoma. De este modo, el progreso de la
cura tendría su prototipo en el desarrollo mismo de la civiliza­
ción, si es cierto, como sugiere Freud en 1893, que «el primer
hombre que arrojó contra su enemigo una injuria en lugar de una
lanza fue el fundador de la civilización».6
Aquello que pone obstáculos a la palabra se opone de este
modo al progreso de la civilización y aun de la humanidad. Ve­
mos delinearse aquí las bases de la ética impuesta a Freud por su
4. Standard Edition, T. III, p. 278, Etiologie sexuelle des ne'vroses. «La sexualidad
en la etiología de las neurosis», O.C., I (p. 317).
5. Etudes sur ihystérie, PUF, París, 1956, pp. 5 y 6. «Estudios sobre la histeria».
O.C., I (p. 39).
6. Standard Edition, T. III, p. 36, On the PsychicalMecbanism of Hysteria (1893).
«El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos (comunicación prelimi­
nar)», O.C., I (p. 41).
ráctic» de analista. Si el lenguaje es consubstancial a la humani-
j H ésta encuentra en él el fundamento de su vocación ética. La
x ensión de la palabra cuyo advenimiento los hombres deben
¡bilitar es inseparable de la dimensión de la verdad. El psico­
análisis demuestra que es la falta de una palabra verdadera lo que
, origen al síntoma, que viene a ocupar su lugar. El síntoma
íja y lo sabemos desde que Freud se consagró a descifrarlo;
•ene 'a la verdad por causa, pero nace de una mentira. «Proton
seduos, la primera mentira de la histérica»:7 así califica Freud a
P (<falsa asociación», consecutiva a la represión, que da naci­
miento al síntoma. Una ética basada en la palabra es una ética de
la verdad. La neurosis es el fruto de una mentira que no es otra
cosa que ^ ta Pa^ ra’ £lue no nace «¿no por falta de una
alabra, y casi siempre es una mentira piadosa, aquella que im*
P en la hipocresía general y la educación bienpensante, es de­
cir, la que Prohíbe pensar.
Freud, pues, es llevado a denunciar aquí los abusos de una
moral sexual que no se contenta con vedar los actos, eventual-
txiente perjudiciales para la sociedad, sino que llega incluso a
0hibir ^as intenciones, y aun el mero pensamiento, trayendo
aparejada la inhibición d e la actividad intelectual. Vemos qué
cosa debe a la religión, en particular la cristiana, esta moral que
hostigó incluso los «malos pensamientos». Sobre este punto hará
f preud las críticas más acerbas cuando, en Un recuerdo infantil
l l a r d o de Vinci y en Elporvenir de una ilusión, acuse a la religión
¿e atentar contra el libre ejercicio del pensamiento. Sin embar-
preud no se limita a la crítica, sino que además intenta dar
una interpretación analítica que alcanza en su centro al problema
¿e las relaciones entre civilización y sexualidad.

1 cf. «L’Esquisse d'une psychologie scientifíque», Naissance de la psycbanalyse,


p «proyecto de una psicología para neurólogos», O.C., I (p, 209).
LUCIFER-AMOR

«En mi opinión, debe existir en la sexualidad una


fuente independiente de displacer.»
Manuscrito K, 1 de enero de 1896.
¿Por qué razón duplica la sociedad la prohibición impuesta al
acto sexual —y que podrían justificar las necesidades económi­
cas— con la prohibición moral aplicada a la palabra y al pensa­
miento? Dicho de otro modo, ¿cuál es el origen de la hipocresía
social respecto a la sexualidad? Freud procuró brindar una expli­
cación analítica del rechazo de la sexualidad por parte de la moral
y la educación, y a ello le condujeron los problemas teóricos que
le planteó su práctica de analista.
¿Basta la conciencia moral del sujeto para explicar el hecho
de que la represión sólo afecta a las representaciones de carácter
sexual?
En el origen de las psiconeurosis Freud creyó descubrir en un
principio la constancia de un acontecimiento de orden sexual
sobrevenido en la primera infancia, y que cobraría en la pubertad
todo su valor traumático, generador de neurosis. Así, pues, para
que aparezca una neurosis, «es preciso que el incidente provoca­
dor haya sido de orden sexual, y además que se haya producido
antes de la madurez sexual (condiciones necesarias de sexualidad
e infantilismo)».1
El primer problema que esta etiología plantea reside en la
paradoja de un recuerdo que produce un efecto mucho más
1. Manuscrito K, del 3 de Enero de 1896, La naissance de lapsychanalyse, p. 130.
considerable que el propio acontecimiento. Sólo lo que perte­
nece al registro sexual es susceptible, según Freud, de un efecto
semejante de apres-coup, en tanto que la aparición tardía de la
pubertad suministra la condición de posibilidad de esta clase de
fenómenos.2 Así se explicaría que «sólo representaciones de con­
tenido sexual pueden ser reprimidas [...] En general, el efecto
correspondiente es mucho más intenso que el producido en
oportunidad de la rememoración. Pero cuando la experiencia
sexual tiene lugar en la época de la inmadurez sexual y su recuer­
do es despertado durante o después de la época de la madurez
sexual, entonces el recuerdo actúa mediante una excitación in­
comparablemente más intensa que la que en su momento habría
presentado la experiencia; en efecto, en el ínterin, la pubertad ha
incrementado enormemente la capacidad de reacción del aparato
sexual. Ahora bien: es esta relación invertida entre la experiencia
real y el recuerdo lo que parece entrañar las condiciones psicoló­
gicas para una represión. La vida sexual, a causa del retardo de la
madurez pubertaria en relación con las funciones psíquicas, ofre­
ce la única posibilidad de que se produzca tal inversión de la
eficacia relativa. Los traumas infantiles actúan apres-coup como
experiencias nuevas, pero entonces de manera inconsciente».3
Sin embargo, esto no basta para resolver el problema: para
que haya represión tiene que haber displacer. La cantidad de
excitación no puede explicar por sí sola el displacer. «Buscando
el origen del displacer engendrado por una excitación sexual
precoz, sin la cual no sería explicable represión alguna, penetra­
mos en el meollo mismo del problema psicológico. La respuesta
que de inmediato se presenta en nuestra mente es la que sigue:
las fuerzas represoras son el pudor y la moralidad. La vecindad
que la naturaleza ha conferido a los órganos sexuales debe susci­
tar inevitablemente, en el momento de las experiencias sexuales,
un sentimiento de repugnancia. Allí donde el pudor falta (como
en el individuo macho), allí donde la moralidad está ausente
(como en las clases bajas de la sociedad), allí donde la repugnan­
cia se ve debilitada por las condiciones de existencia (como en el
2. Cf. «Esquisse d'une psychologie identifique» y «Manuscrit K», La naissance
de la psycbanalyse.
3. «Les Psychonévroses de défense», Névrose, psychose et perversión, p. 65, n. 2.
campo), la represión no se produce, y entonces ninguna excita­
ción sexual infantil trae aparejada represión ni, por consiguiente,
neurosis. Me temo, no obstante, que esta explicación no podrá
resistir un examen detenido. No puedo creer que^una produc­
ción de displacer durante las experiencias sexuales pueda derivar
de la intromisión fortuita de ciertos factores de displacer. La
experiencia cotidiana nos enseña que cuando la libido alcanza un
nivel suficientemente elevado no se produce ningún sentimiento
de repugnancia. La moralidad entonces se calla. Creo que el
pudor debe depender enteramente del incidente sexual. En mi
opinión, debe existir en la sexualidad unafuente independiente de displacer.
Si esta fuente existe, ella puede estimular las sensaciones de
repugnancia y conferir su fuerza a la moralidad.»4
Freud opera aquí una inversión total del problema. No es que
en el origen de la represión de la sexualidad se hallaría la morali­
dad, sino que ésta provendría de la naturaleza de la pulsión
sexual. La causa de la neurosis no estaría en la moral, que pertur­
ba la vida sexual, sino que la moralidad posee la fuerza demos­
trada por la neurosis porque la sexualidad es, por esencia, per­
turbadora. La moralidad no es más que una, entre otras, de las
armas utilizadas por los hombres para defenderse de su sexuali­
dad: «Cuando sospechamos que la moralidad es tan sólo un
pretexto, esta idea se justifica con el hecho de que la resistencia
se sirve, en el curso del tratamiento, de todos los motivos posi­
bles con vistas a una defensa».5
El pasaje que acabamos de citar, extraído de un manuscrito de
1896 dirigido a Fliess, da testimonio de lo que consideramos
como la experiencia germinal de Freud. En él vemos perfilarse lo
que Freud llamará «la silueta de Lucifer-Amor».6 Allí queda cir­
cunscrito lo esencial de la problemática planteada por la neurosis
y revelada por la experiencia analítica. También vemos expresar­
se ahí lo que calificamos de intuición central de Freud en lo que
atañe al carácter problemático de la sexualidad, intuición que
hasta el fin constituirá el eje de su búsqueda. Freud enfrenta aquí
algo que la experiencia analítica atestigua de manera privilegia­
4. La naissance de la psychanalyse. p. 131. El subrayado es nuestro.
5. Ibíd., p. 135.
6. Ibíd., p. 287.
da, algo que se presenta con la forma de una paradoja, de una
imposibilidad lógica y que, siguiendo a Lacan, podríamos deno­
minar «lo Real»: esto es, que la fuente principal del placer en el
ser humano es de tal naturaleza que éste se ve forzado a defen­
derse de ella al precio del sufrimiento de la neurosis. Freud no
cesará de habérselas con este nudo. De él está suspendida la
cuestión de la educación, hallando, como Freud demostrará, en
la aberración de la sexualidad humana las condiciones de su
posibilidad y también las de su vocación para el fracaso.
Freud multiplicará las hipótesis encaminadas a dar cuenta de
la naturaleza del displacer que acompaña a la sexualidad humana.
Tempranamente emite una de ellas, que retomará después en El
malestar en la cultura, y cuyo surgimiento es una y otra vez marca
de su desconcierto y de su impotencia para explicar el enigma de
la sexualidad en forma satisfactoria. El carácter mítico de esta
hipótesis no deja de evocar el asesinato del padre primitivo de
Tótem y tabú. También aquí se trata del origen de la humanidad y
de la supervivencia en el individuo de las huellas de la filogénesis.
En 1897 Freud comunica a Fliess la hipótesis de una represión
orgánica primaria, contemporánea de la aparición de la posición
vertical —es decir, de la humanidad misma—, que afectaría a
ciertas zonas sexuales, las zonas bucal y anal, así como al placer
olfativo, vedando con ello el retorno al estado anterior de la
posición horizontal. Debido a la vecindad de los órganos genita­
les con la zona anal, también la sexualidad genital habría sido
parcialmente afectada por la represión inaugural. La conquista
de la posición vertical por el animal humano sería, pues, con­
temporánea del daño sufrido por su sexualidad. ¿No equivale
esto, al menos metafóricamente, a enlazar el disfuncionamiento
de la sexualidad del hombre con la «desnaturalización» del ani­
mal humano?
En la misma época de estas primeras elaboraciones procuró
Freud dar cuenta de la represión y de las particularidades de la
sexualidad humana reveladas por las neurosis, a partir de la exis­
tencia de una bisexualidad, hipótesis que Fliess le había sugerido.
Primeramente intentó explicar la represión por el rechazo en
uno y otro sexo de la componente femenina de la sexualidad.7
7. Naissance de la psycbanalyse, p. 180. Esta hipótesis fue rechazada ulterior-
Esta idea recibió ulteriormente una elaboración conceptual más
precisa dentro del marco del complejo de castración, pero en El
malestar en la cultura8 Freud aún consideraba que la bisexualidad
en el hombre constituía uno de los obstáculos esenciales para
una plena satisfacción sexual, dado que el ser humano no podría
satisfacer ambas componentes de su sexualidad con el mismo
objeto sexual.
Pero lo que permitió esclarecer la naturaleza de la sexualidad
humana y reactivar el problema de las relaciones entre sexuali­
dad y civilización, fue el descubrimiento de la sexualidad infantil,
que arrojó una nueva luz sobre la naturaleza del proceso educa­
tivo e indujo a Freud a ocuparse de este problema.

mente por Freud en el artículo «On bat un enfant» (cf. Névrose, psychose et perversión).
«Pegan a un nifio», O.C., III (p. 2.465).
8. Malaise dans la civilisation, p. 58, n. 1.
«Esta disposición a todas las perversiones es algo
profundo y generalmente humano.»
Tres ensayos para una teoría sexual (1905)
Si bien Freud consideró desde el inicio de su práctica que los
trastornos de la función sexual se hallaban en el origen de las
neurosis, necesitó algún tiempo para comprobar que la represión
afectaba esencialmente a las componentes perversas de la sexua­
lidad, y reconocer la universalidad de estas tendencias perversas
en el ser humano, así como su origen infantil. El concepto de
sexualidad, tal como la experiencia analítica le condujo a elabo­
rarlo, emergió progresivamente de la noción común de sexuali­
dad, para recibir una comprensión y una extensión diferentes
que por otra parte no dejaron de trastocar la opinión corriente.
El concepto de sexualidad descubierto por la experiencia
psicoanalítica no corresponde a un comportamiento instintivo
que tendría un objeto y un fin relativamente fijos y preformados.
Aquí la propia noción de perversión es ciertamente inadecuada,
pues implica la idea de una desviación, de una anomalía en rela­
ción con una norma de comportamiento que, en el marco d^ la
sexualidad humana, no podría ser natural y sólo puede incumbir
a la ética.
La definición corriente de la sexualidad, como comporta­
miento instintual orientado a la unión de los órganos genitales
entre dospartenaires de sexo opuesto con vistas a la reproducción
de la especie, sólo parcialmente recubre la extensión del concep­
to de sexualidad en psicoanálisis. La experiencia psicoanalítica
demuestra que la sexualidad no se reduce a la genitalidad. Las
zonas genitales están lejos de ser las únicas zonas erógenas. Los
fines y objetos de la pulsión sexual son, por lo demás, eminente­
mente variables.
Freud fue inducido a reconocer la existencia de una sexuali­
dad, en sentido amplio, en el niño, después de haber tenido que
renunciar a la teoría de la seducción como única explicación de
las neurosis. La concepción de su origen traumático quedó par­
cialmente abandonada en favor de la que veía su fuente en la
supervivencia inconsciente de las tendencias sexuales infantiles.
El hombre padecería de un infantilismo de su sexualidad. Infan­
tilismo, es decir, predominio de las tendencias perversas de ésta,
y, por lo tanto, de las zonas erógenas no genitales. En la neurosis,
son esencialmente estas tendencias perversas las que sufren la
represión y constituyen el origen de los síntomas: «La neurosis
es el negativo de la perversión».1
El descubrimiento de la sexualidad infantil posee una doble
significación: por una parte, se trata del descubrimiento en el
niño de una actividad sexual espontánea, por ejemplo de tipo
masturbatorio, que corresponde a la concepción corriente, geni­
tal, de la sexualidad. Por otra parte, significa el descubrimiento
de la existencia de pulsiones sexuales no genitales, y de su impor­
tancia en la formación de la neurosis y en el desarrollo del
individuo. Mientras que la sexualidad genital responde a una
función biológica, las pulsiones no genitales, parciales, se carac­
terizan no sólo por su independencia respecto de tales funciones
biológicas sino también por su capacidad para obstruir dichas
funciones, como se observa en la anorexia o en la ceguera psíqui­
ca. Muestran ser básicamente generadoras de conflictos, suscep­
tibles de venir a contrariar el ejercicio de las funciones biológicas
necesarias para la conservación del individuo. Son pues, podría­
mos decir, doblemente aberrantes: con respecto a la sexualidad
genital y a la función de reproducción, y con respecto a las
funciones biológicas de conservación del individuo.
Antes del descubrimiento de la sexualidad infantil, Freud veía
en el origen de la represión un conflicto psíquico entre las ten­
1. Trois essais sur la tbéorie de la sexualité, París, Gallimard, 1962, p. 53. «Tres
ensayos para una teoría sexual», O.C., II (p. 1.169).
dencias sexuales y la conciencia moral del sujeto, de modo que la
responsabilidad de la neurosis sería imputable a la educación y a
la moral social. Sin embargo, había sospechado que la moralidad
del sujeto bien pudiera ser, antes que la causa de la represión, un
medio de defensa contra un displacer inherente al registro sexual.
Los nuevos datos aportados por el descubrimiento de la natura’
leza de la sexualidad infantil permiten poner en claro las causas
de la índole conflictiva de la sexualidad. Las pulsiones sexuales
ponen en peligro al organismo y comprometen la conservación
del individuo. Esto llevará a Freud a elaborar la primera teoría del
dualismo pulsional, que opone las pulsiones del Yo (o pulsiones
de conservación) a las pulsiones sexuales.
La concepción de un antagonismo simple entre la sexualidad
del individuo y la civilización merece ser revisada, si el conflicto
es ante todo intrapsíquico. La contradicción entre lo biológico y
lo sexual en el ser humano es quizá, por el contrario, la fuente de
la existencia misma de la civilización, aunque no se pueda excluir
la hipótesis según la cual la civilización sería responsable de la
desnaturalización de la sexualidad humana.
Al problema que de este modo se plantea, y que es un pro­
blema insoluble, como todo aquel que apunte al origen, Freud se
esforzará por darle respuesta en Tótem y tabú. De cualquier forma,
la existencia de las neurosis no podría ser explicada únicamente
por la restricción que actualmente ejerce la civilización sobre la
sexualidad.
Fuera de ello, la cuestión de las relaciones entre sexualidad y
civilización se ve reactivada por la elucidación de las característi­
cas de la sexualidad humana. Si la pulsión sexual no posee nin­
guna de las fijezas del instinto, si el objeto mediante el cual se
satisface le es indiferente, si este objeto es intercambiable, si el
fin de la pulsión sexual puede ser alcanzado por los caminos más
diversos, si se trata de una pulsión desviadora por naturaleza y
en cierto modo errante, entonces es susceptible de escoger rum­
bos socialmente útiles.
«Las mismas vías por las cuales los trastornos sexuales re­
percuten sobre las otras funciones somáticas deben servir en
el normal para otra actividad importante. Por tales vías de­
bería perseguirse la atracción de las pulsiones sexuales ha­
cia fines no sexuales, es decir, la sublimación de la sexuali­
dad.»2 Las pulsiones sexuales parciales, no genitales, tanto pue­
den dar nacimiento a actividades de carácter «elevado», social­
mente estimadas, como a síntomas neuróticos.
La civilización y sus obras son el fruto de ese destino particu­
lar de las pulsiones al que Freud dio el nombre de sublimación.
Lejos de que esta orientación de la pulsión pueda ser considerada
como resultado de un forcing, de una violencia ejercida por la
civilización, ella muestra ser conforme a la naturaleza misma de
la pulsión, cuyo destino es transformarse, cambiar de objeto y de
fin. La pulsión anal dará así nacimiento a la economía, el orden y
el aseo, que son cualidades eminentemente «civilizadas»; la pul­
sión escópica se transformará en deseo de saber por la vía de la
curiosidad sexual, fuente de la investigación científica.3
Es verdad que Freud ve en el desvío de la pulsión respecto de
su fin, primitivamente sexual, el efecto de la coartación impuesta
al modo primitivo de satisfacción de la pulsión. «Las fuerzas
utilizables para el trabajo cultural son adquiridas en gran parte
por la sofocación de estos elementos de la excitación sexual que
llamamos “perversos”.»* El problema es saber si esta sofocación
es el fruto de la evolución espontánea del sujeto o si encuentra su
causa en las condiciones sociales y en la educación. Hemos visto
que la pulsión sexual entra en contradicción con los fines del
organismo en cuanto éste apunta a su conservación; el conflicto
entre el instinto de conservación y la pulsión sexual podría ha­
llarse, pues, en el origen de una yugulación espontánea de esta
última. Pero es difícil determinar la parte respectiva de la educa­
ción y de la evolución natural. El destete, por ejemplo, que
cumple un papel capital en el destino de la pulsión oral, está
determinado a la vez biológicamente, por su enlace con el fenó­
meno de la lactancia, y culturalmente, en cuanto al momento.
Freud discute el problema en Tres ensayos a propósito del
período de latencia y de la génesis de los sentimientos de ver­
güenza y pudor. En la desaparición o, cuando menos, en la decli­
nación de la actividad sexual a partir de los seis años, y en los
2. Ibíd., p, 107.
3. Ibíd., p. 90 en particular.
4. «Morale sexuelle civilisée et maladies nerveuses des temps modernes», La
me sexuelle, París, PUF, 1969, p. 34. «La moral sexual “cultural” y la nerviosidad
moderna», O.C., II (p. 1.249).
sentimientos de vergüenza y repugnancia que se elevan entonces
contra los placeres perversos de la primera infancia, ¿debe verse
el efecto de la coerción educativa o bien el de una evolución
biológicamente determinada, acaso producida por el naciente
conflicto entre pulsión sexual y pulsión de conservación? En
Tres ensayos, Freud decide en favor de la espontaneidad «biológi­
ca», dice entonces, del proceso.
Posteriormente reconocerá la importancia del complejo de
Edipo tanto para la instauración del período de latencia como
para la transformación de las pulsiones parciales en el sentido de
la formación reactiva, de la sublimación y de la represión. Así,
pues, el complejo de Edipo fue progresivamente promovido por
Freud a la función de verdadero organizador de la evolución
libidinal del individuo.
Por consiguiente, la cuestión de la antinomia entre sexuali­
dad y civilización debe ser revisada tras el ahondamiento en la
naturaleza de la sexualidad humana. Cuando Freud vio en el
cambio de actitud respecto a la sexualidad y en la transformación
de la moral sexual, la solución al problema planteado por la
profilaxis de las neurosis, le pareció que con ello podía resolverse
la contradicción entre sexo y civilización. Con el esclarecimiento
del papel desempeñado por las pulsiones parciales perversas en la
elaboración de la civilización, la contradicción parece a la vez
más radical y menos decidida. En todo caso, cambia de sentido.
En efecto, si el fundamento de la civilización reside en la maleabi­
lidad de las pulsiones perversas, hay que contar con que el medio
social se conságre cuanto sea posible a poner estas pulsiones al
servicio de los fines culturales, y con ello a coartar las manifesta­
ciones no acordes con sus miras: en este sentido, la civilización es
por esencia restrictiva en lo que atañe a la libre manifestación de
las pulsiones perversas. Pero, por otra parte, en la misma medida
en que son las pulsiones sexuales las que se hallan en la fuente del
trabajo cultural, en el cual se satisfacen al mismo tiempo que se
«subliman», ya no se puede hablar de una oposición radical entre
sexo y civilización.
En Múltiple interés delpsicoanálisis (1913), Freud señala las con­
secuencias que entraña para la educación el descubrimiento de
tendencias «perversas» en el niño —o, para ser más precisos, el
de su importancia en la evolución de éste— porque, en su opi­
nión, los educadores que por lo común se dedican a sofocarlas en
verdad no pueden ignorar su existencia.
Al igual que el pedagogo tradicional,5 Freud reconoce, en
contra de los seguidores de Rousseau y de la «nueva» pedagogía,
la existencia del «mal» en el niño. Pero considera que, lejos de
que deba procurarse la extirpación de las «malas inclinaciones»
del niño —de todos modos indestructibles—, hay que dejarlas
derivar hacia una salida socialmente aceptable. No hay sublima­
ción sin perversión. Precisamente porque la sexualidad humana
no está fijada a ningún fin ni a ningún objeto instintivamente
determinados, es susceptible de satisfacerse en actividades social­
mente valoradas. Los educadores, espera Freud, «no correrán el
riesgo de sobrestimar la importancia de las pulsiones perversas
que se manifiestan en el niño. Por el contrario, se esforzarán en
no tratar de suprimir estas pulsiones por la fuerza si aprenden
que intentos de esta clase producen no menos resultados inde­
seables que el opuesto, tan temido por los educadores, de dejar
libre curso a la «maldad» de los niños. El sojuzgamiento de las
pulsiones enérgicas en el niño mediante la coerción por medios
exteriores, no conduce ni a la desaparición de tales pulsiones ni a
su dominio. Conduce a la represión que predispone a las enfer­
medades ulteriores. El psicoanálisis tiene frecuentes ocasiones de
observar el papel cumplido por una severidad inoportuna e in­
discriminada, entre las causas que favorecen las neurosis, o el
precio pagado en pérdida de eficacia y de capacidad de placer por
una normalidad que tanto aprecian los educadores».6
La «severidad inoportuna» de éstos, ¿proviene sólo del error
o de la ignorancia? ¿Cómo explicar la orientación generalmente
coercitiva de la educación?
5. Llamamos «tradicional» a la educación de origen cristiano en que el educa­
dor, convencido de la existencia del pecado original, desconfía ante todo de lo
«natural» como fuente de una malignidad que sólo espera la ocasión de manifes­
tarse. El pedagogo tradicional es aquel que pretende «enderezar, trastocar, arran­
car de cuajo los deseos del niño» (Snyders, La pédagogie au dix-septi'eme sítele).
6. «Múltiple interés del psicoanálisis», O.C., II (p. 1.851). S.E. XIII, p. 189-190.
Sobre la sublimación, no obstante, no se manda. Es un proceso que escapa tanto
al dominio del educador como al del sujeto (no es cuestión de voluntad). Esto es
lo que la pedagogía del pastor Pfister, pretendidamente analítica, desconoce. Cf. al
respecto la correspondencia Freud-Pfister y las advertencias de Freud al analista
que se viera tentado de incitar a su paciente a sublimar sus pulsiones. Cf. igual­
mente el trabajo de O. P fister, La psychanalyse au Service des éducateurs, Sass Fée, 1921.
LOS EXCESOS DEL SOJUZGAMIENTO SEXUAL

«Cabe preguntarse si la moral sexual de nuestra


civilización vale los sacrificios que nos impone.»
La moral sexual «cultural» y la nerviosidad
moderna (1908).
Las características de la sexualidad humana bastan, parece ser,
para dar cuenta de la represión y de la formación de síntomas
neuróticos. Freud, sin embargo, en La moral sexual «cultural» y la
nerviosidad modefha, texto posterior a Tres ensayos para una teoría
sexual, ataca vivamente, siempre dentro de una perspectiva profi­
láctica, la moral sexual de su época, a la cual sigue haciendo
responsable de la extensión numérica de las neurosis. Si bien la
posibilidad misma de estas últimas está inscrita en las caracterís­
ticas de la sexualidad humana, el incremento del número de
neuróticos, que en ese tiempo muchos autores pudieron consta­
tar (Erb, Binswanger, Krafft-Ebing, citados por Freud), debe ser
imputable a la vida social moderna. Pero Freud se separa de estos
autores, que veían en el agitado carácter de la vida actual la causa
de la extensión de las neurosis. Si su etiología es sexual, su
aumento debe responder al mismo origen, y Freud sitúa la fuente
de tal extensión de las enfermedades nerviosas en el exceso de
so juzgamiento sexual de la época moderna. El entiende que en el
curso de la historia de la humanidad, la moral sexual habría
sufrido una evolución comparable a la de la pulsión sexual en el
individuo, de modo que la ontogénesis reproduciría la filogéne­
sis: «Remitiéndonos a la historia de la evolución de la pulsión
sexual, podríamos distinguir tres estadios de civilización: una
primera fase en la cual la actividad de la pulsión sexual, indepen­
dientemente de los fines de la reproducción, es libre; una segun­
da, donde se refrena todo lo perteneciente a la pulsión sexual,
excepto aquello que sirve a la reproducción; y un tercer estadio
donde la reproducción legítima es el único fin sexual autorizado.
Este tercer estadio corresponde a nuestra “moral sexual cultu­
ral” presente».1
Freud nada nos dice acerca de la primera fase.2 La segunda,
donde la moral sexual se contenta con coartar la sexualidad
calificada de perversa, puede ya producir neurosis en aquellos
individuos cuya potencia sexual es singularmente intensa. La
capacidad de sublimación, es decir, de desplazamiento de la pul­
sión hacia fines no sexuales, es susceptible de importantes varia­
ciones según los individuos. Por otra parte, tal proceso de des­
plazamiento no puede cumplirse indefinidamente: «como tam­
poco puede hacerlo, en nuestras máquinas, la transformación del
calor en trabajo mecánico».3 La pulsión exige cierta dosis de
satisfacción directa sin la cual se exterioriza en síntomas neuróti­
cos. Freud entiende, pues, que las exigencias de la moral sexual
en el segundo estadio de la civilización deben ser desigualmente
soportadas por los individuos, e imponen a algunos de ellos una
carga demasiado pesada: «una de las flagrantes injusticias de la
sociedad es la de que el standard sexual exige de todo el mundo la
misma conducta sexual, que unos alcanzan sin esfuerzo gracias a
su organización* mientras que otros deben someterse para ello a
los más graves sacrificios psíquicos».5
1. «Morale sexuelle civilisée...», La vie sexuelle, p. 34.
2. Freud no volvió a retomar la hipótesis de un primer estadio de la civiliza­
ción en que habría reinado la libertad sexual. Esta hipótesis nos parece contraria
al conjunto de sus desarrollos sobre la sexualidad. Si Freud llega a ¡a suposición
de un estadio comparable en la historia de la humanidad es por analogía con la
emergencia de la pulsión sexual en el individuo. Tal estadio nos parece provisto
de un carácter mítico inherente a la tentativa de elucidar los orígenes de la
humanidad. Debe apuntarse que en ese otro mito del origen de la humanidad que
es el del asesinato del padre primitivo, Freud no retoma la idea de una edad de oro
déla sexualidad humana. En cambio, ¿no podría decirse que W. Reich.y tras él H.
Marcuse, hicieron suyo este tema al proyectar sobre el porvenir el mito de una
sexualidad libTe y sin trastornos que por un momento Freud cedió a la tentación
de situar en el origen?
3. Ibíd., p. 34.
4. Es decir, su constitución. Freud define la constitución en términos cuanti-
LOS EXCESOS DEL SOJUZGAMIENTO SEXUAL

Mientras que la moral sexual del segundo estadio perjudica a


aquellos cuyas pulsiones parciales no están sometidas a la hege­
monía de la genitalidad, en el tercer estadio de la civilización,
donde la abstinencia sexual es exigida al menos hasta el matri­
monio, y para algunos durante toda su vida, las exigencias de la
moral comprometen el equilibrio psíquico de la mayoría. «No es
aventurado afirmar que la tarea de dominar un impulso tan
poderoso como el de la pulsión sexual por medios distintos de la
satisfacción puede exigir todas las fuerzas de un ser humano.»6
La actividad sexual en el ámbito del matrimonio, única que la
moral autoriza, .no puede garantizar, debido a las exigencias del
malthusianismo, una compensación bastante a todas las restric­
ciones que por otra parte se imponen. Además, la coartación de
la sexualidad hasta el matrimonio «llega con frecuencia demasia­
do lejos, lo cual provoca el indeseado efecto de que, una vez
liberada, la pulsión sexual parece presentar daños duraderos».7
Impotencia en el hombre, frigidez en la mujer, aumento de las
perversiones (a causa de la prohibición impuesta a las relaciones
sexuales normales) y de las neurosis:8 tales son los efectos de la
moral sexual moderna, que compromete la función de reproduc­
tativos. La constitución de un individuo depende de la mayor o menor cantidad
de libido de (a que está afectado. Cf. por ejemplo la discusión de Freud acerca de
los límites de la influencia del psicoanálisis en Análisis terminable e interminable,
5. «Morale sexuelle civilisée», La vie sexuelle, pp. 36 y 37.
6. Ibíd., p. 37.
7. Ibíd., p. 4 l.
8. La tesis de Freud de que en su época habría un incremento del número de
neurosis y perversiones podría ser objeto de controversia. El problema fue mu­
cho más debatido en el siglo XIX, como atestiguan en Francia los Armales médico-
psychologiques. Sin que sea posible zanjar la cuestión, dado que las primeras estadís­
ticas datan del siglo XIX y además fueron establecidas en función de criterios
elaborados en la misma época, la noción de perversión, concebida como aberra­
ción de la naturaleza, vicio constitucional que incumbe a la patología, data del
siglo XIX. Antes de esta época la cosa carecía de existencia en el discurso médico,
y sólo la tenía en el de la teología. Incluso podría afirmarse que ciertas perver­
siones no existían, por falta de nombre. Lo que llamaríamos el «travestismo» del
abad de Choisy recibía la bendición de su obispo, y sus contemporáneos lo
consideraban una inocente fantasía de muchacho. En este sentido, puede soste­
nerse que las «perversiones» crecieron en número. Se confeccionó su nomencla­
tura, y gracias a esto quizá fueron más perseguidas en el curso del siglo XIX que
en los precedentes, aun cuando ciertas formas (como la sodomía) gozaron de una
relativa indulgencia en relación con la hoguera que las sancionó durante largo
tiempo.
ción y, por consiguiente, la propia supervivencia del grupo so­
cial. También por otra vía entra la moral sexual en contradicción
con sus propios fines: la coartación de la sexualidad, que va
minando las fuerzas del individuo, desvía a éstas de su utilización
con fines culturales. Las facultades intelectuales, cuya potencia
emana de la pulsión sexual, quedan dañadas debido a los excesos
de la coerción ejercida sobre esta última. Despilfarro de energía
sin provecho para el individuo ni para la sociedad: tal es el
balance de la moral sexual civilizada.
Freud culpa enérgicamente a la educación de su tiempo, so­
bre la cual gravita la responsabilidad de la situación de hecho que
denuncia. Una coerción puramente exterior erraría en efecto su
objetivo suscitando esencialmente la rebeldía. La única sofoca­
ción eficaz de la sexualidad pasa por la internalización de las
exigencias y prohibiciones morales, que la educación apunta a
asegurar.
Pero la nocividad de la restricción se acrecienta, pues la repre­
sión es casi siempre la consecuencia de dicha internalización.
Ahora bien, el impulso sexual reprimido se vuelve culturalmente
inutilizable, dado que la represión se opone a la sublimación y
moviliza además, para mantenerse, grandes cantidades de energía.
Freud critica acerbamente la educación dada en particular a
las mujeres, a las que se impone, en mayor medida que a los
hombres, la exigencia de la castidad. Además del mayor rigor de
las prohibiciones que pesan sobre su sexualidad, la ignorancia de
las cosas sexuales en la que se mantiene a las muchachas muestra
ser de las más perjudiciales para su vocación de esposas y madres.
Por otra parte, la prohibición de interesarse por la sexualidad
tiene como resultado obstruir en ellas toda curiosidad intelec­
tual: según Freud, la vida sexual es «el prototipo del ejercicio de
las otras funciones».9 La inhibición del pensamiento impuesta
por los educadores es el medio más seguro para obtener la repre­
sión de la sexualidad y la sumisión moral de las mujeres, pero
¡aqué precio! «No creo que, como afirmó Moebius en un trabajo
muy discutido, la “debilidad mental fisiológica” de la mujer se
explique por la oposición entre trabajo intelectual y actividad
sexual. Pienso, por el contrario, que la inferioridad intelectual de
9. Ibíd., p. 42.
LOS EXCESOS DEL SOJUZGAMIENTO SEXUAL

tantas mujeres, que constituye una realidad incontrovertible,


debe ser atribuida a la inhibición del pensamiento, inhibición
requerida por el sojuzgamiento sexual.»9
Neurosis, disminución del placer de vivir y procrear, despil­
farro de inteligencias y energías: el balance es pesadamente nega­
tivo, y Freud proclama la urgente necesidad de reformar la moral
sexual civilizada. Es indudable que la civilización está basada en
la yugulación de las pulsiones. Al igual que en otros textos, aquí
justifica Freud por las necesidades económicas de la superviven­
cia del grupo social la coerción ejercida sobre la sexualidad de los
individuos. Sin embargo, los excesos de esta coerción, denuncia­
dos en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, no quedan
con ello explicados, pues lo que una coerción excesiva amenaza
es precisamente la supervivencia del grupo. Así, pues, la antino­
mia sexualidad-civilización no puede ser enteramente reducida a
la necesidad de fuerza de trabajo que acucia a la sociedad, esto es,
la de la energía pulsional de sus miembros; dicha antinomia no
recubre la existente entre la sociedad por un lado y, por el otro,
el individuo obligado a sacrificarle una parte de su libertad para
gozar de las ventajas que le ofrece.10
Más bien parece que la hostilidad de la civilización hacia el
sexo se asemeja a la defensa que el Yo infantil erige tan precoz­
mente contra la pulsión sexual. El conflicto psíquico, que a
menudo se resuelve con la formación de un síntoma neurótico en
detrimento del sujeto y a veces de su conservación, en cierto
modo estaría operando igualmente en la civilización, con los
mismos efectos.
Una humanidad socavada por la desmesura, empeñándose, a
través de la guerra contra el sexo, en su propia destrucción y en la
de sus obras: tal es la visión apocalíptica que presenta este texto,
escrito en 1908, mucho antes de la elaboración de la pulsión de
10. Introduction a lapsycbanalyse, PBP, Payot, París, 1973, p. 291: «La base sobre
la cual descansa la sociedad humana es, en última instancia, de índole económica:
no poseyendo medios de subsistencia suficientes para permitir a sus miembros
vivir sin trabajar, la sociedad está obligada a limitar el número de éstos y a desviar
su energía y actividad sexual hacia el trabajo». «Morale sexuelle civilisée...», La vie
sexuelle, p. 33: «Cada individuo ha cedido una porción de su propiedad, de su
poder soberano, de las tendencias agresivas y vindicativas de su personalidad,y de
estas aportaciones proviene la propiedad cultural común en bienes materiales y
en bienes ideales». «Lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., II (p. 2.123).
muerte por Freud. La idea de una neurosis de la civilización,
como tal sólo ulteriormente expresada por éste (en E l malestar en
la cultura, por ejemplo), ya aparece implicada en la denuncia del
carácter antieconómico, en el sentido libidinal, de los medios
utilizados en comparación con los fines que la cultura parece
llamada a perseguir. Lo absurdo del método, así como la tenden­
cia autodestructiva que manifiesta, rubrica su carácter neurótico.
Cuando Freud expresa su anhelo de unas reformas que califica de
urgentes, en ello puede verse tanto un optimismo de su parte
como la expresión de su inquietud respecto a una situación cuya
gravedad ha demostrado. Le quedará por intentar, en Tótem y
tabú, la elucidación teórica de una vocación de la humanidad por
la neurosis, que se expresa en los rasgos propios de la civilización
moderna, más de lo que ésta explica las neurosis individuales. Si
la causa de las neurosis individuales reside en la sexualidad, es del
lado de las características de la vida pulsional donde también se
encuentra sin duda la clave de aquella vocación.
Sin embargo, en La moral sexual«cultural» y la nerviosidad moder­
na ha podido verse la expresión del optimismo de un Freud
humanista y reformista, que encuentra en la liberalización de las
costumbres y en la suavización de los rigores de la moral, una
esperanza en la lucha contra las neurosis, por el aumento del
bienestar general y los progresos de la propia civilización. O pti­
mismo del que habría desistido con la promoción, en la teoría
analítica, de la pulsión de muerte, cuya razón algunos (entre los
mismos analistas a quienes esta clase de hipótesis chocaba) qui­
sieron encontrar en las experiencias de duelo y enfermedad que
Freud debió padecer entonces. Una amplia vertiente de la opi­
nión contemporánea, que cree apoyarse en Freud, reclama a voz
en cuello la abolición de las prohibiciones y el derecho al goce.
Así, Wilhelm Reich, rechazando las elaboraciones posteriores de
Freud, se sirvió de este texto para justificar las esperanzas que
le inspiraba, tanto en materia político-social como en cuanto
a la profilaxis de la neurosis, la «liberación sexual». Reich veía
en la coartación de la sexualidad el arma capital de la opresión
política, en tanto que la represión sexual ofrecería la mejor ga­
rantía de la sumisión de las masas. Freud le habría mostrado aquí
el camino al denunciar el vínculo existente entre las prohibicio­
nes sexuales, la de pensar, y la lealtad «ciega de los buenos suje-
LOS EXCESOS DEL SOJUZGAMIENTO SEXUAL

tos»11 con que se asegurarían los gobernantes. Reich vio el reme­


dio al malestar de la civilización en una revolución tanto política
como sexual que debía suprimir todos los obstáculos para la ex­
pansión individual y colectiva.
Sin embargo, ¿es posible explicar los excesos que Freud de­
senmascara en el seno de la civilización sólo por las necesidades
de la causa burguesa (deberíamos remontarnos, como lo hizo
Reich, a la instauración del patriarcado),12 sólo por el deseo de
una clase social de asegurar su dominación? Parece innegable que
la neurosis de la civilización garantiza algunos «beneficios se­
cundarios» a las clases sociales en el poder, pero los beneficios
secundarios no son la causa de los síntomas. Si bien la civilización
moderna puede dar parcialmente cuenta del aumento de las
neurosis individuales, aún queda por explicar la neurosis que la
afecta a ella misma, y que Freud denuncia cuando muestra el
carácter antieconómico, en el sentido libidinal, de su modo de
funcionamiento, Es cierto que el psicoanálisis puede acabar con
las neurosis individuales; pero la tarea de curar a la civilización es
más ardua, en la medida en que lo que se revela en el malestar
moderno es la vocación de la humanidad para la neurosis.
También fue sobre este texto, entre otros de la misma época,
donde muy pronto se fundó la esperanza de una reforma educa­
tiva que apuntaría a prevenir los excesos de la coerción sexual y
evitaría con ello las nocivas consecuencias de la represión sobre
el desarrollo del individuo. Toda una generación de educadores
se consagró a promover una educación inspirada en el descubri­
miento del psicoanálisis. El optimismo de A. Neill, por ejemplo,
se basa en el tipo de reflexiones desarrolladas por Freud en La
moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna. El propio Freud
escribía, en 1913, que la profilaxis de las neurosis descansaba
entre las manos de una educación iluminada por el psicoanálisis.13

11. La vie sexuelle, p, 42.


12. Cf. W. Reich, L'irruption de la morale sexuelle, París, 1972.
13. Prefacio a La Méthodepsychanalytique, de O. Pfister, S.E. XII. «Prefacio para
un libro de Oskar Pfister», O.C., II (p. 1.935).
EL IMPOSIBLE GOCE

«Por extraño que esto parezca, creo que se debería


considerar la posibilidad de que algo en la propia
naturaleza de la pulsión sexual no esfavorable a la
realización de la entera satisfacción.»
Sobre una degradación general de la vida
erótica (1912).
La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna dejaba vislum­
brar la esperanza de un remedio a la extensión de las neurosis
mediante una reforma de las costumbres y la educación. Aunque
los excesos en que incurre la civilización no parecen aptos para
ser reducidos por la buena voluntad, como tampoco se cura una
neurosis con buenos consejos, Freud no dejaba de lanzar una
llamada en la que puede verse una marca de optimismo. En
efecto, puesto que las exigencias de la civilización no siempre
fueron tan draconianas, ¿no es legítimo esperar, gracias a una
toma de conciencia, su mitigación para el porvenir? Si bien a
partir de 1920, Freud, como veremos, hizo mayor hincapié en la
necesidad de afrontar con lucidez la desagradable realidad de una
configuración pulsional poco hecha para garantizar al hombre la
felicidad y que deja escasas esperanzas de un mejoramiento de su
condición, muchos son hasta esa fecha los textos en los que
Freud parece entender que un cambio de mentalidad podría
aligerar el fardo de la humanidad previniendo las neurosis.
En esta perspectiva, la tarea del educador consiste en hallar el
justo equilibrio entre el «Caribdis del dejar-hacer y el Escila de la
prohibición», como enuncia Freud en las Nuevas lecciones, vale
decir, abandonarse a una suerte de cálculo utilitarista del menor
sacrificio de placer compatible con las necesidades de la vida
social; dicho de otro modo, asegurar esa modificación del princi­
pio del placer que es el principio de realidad.
Como indica la lectura de muchos de sus textos, e incluso los
más tardíos —en E l malestar en la cultura es todavía en esos térmi­
nos como abre el debate— Freud parece consagrarse a una pro­
blemática de tipo hedonista: ¿cómo conciliar la búsqueda indivi­
dual de satisfacción con las exigencias de renunciamiento im­
puestas por la civilización? Problemática que abre el camino al
reformismo al auspiciar la esperanza de un mejoramiento, un
«plus-de-gozar», por retomar un término de J. Lacan, una mejor
dosificación de las obligaciones.
Pero no se detiene ahí. La experiencia analítica de las neurosis
le fuerza a demostrar la existencia, en el seno de la civilización y
también en el del psiquismo individual, de una dimensión dife­
rente a la del principio del placer, de una fuerza que hace fracasar
a este principio y con ello vuelve incluso caducas toda perspec­
tiva hedonista así como la problemática inicial. La existencia de
un más allá del principio del placer trae aparejadas para la educa­
ción consecuencias que trataremos de desentrañar.
Ya hemos citado algunos textos donde, desde el comienzo de
su práctica, Freud evocaba la existencia paradójica de un displa­
cer inherente a las manifestaciones de la pulsión sexual.
En Sobre una degradación general de la vida erótica (1912), y a p ar tir
de los nuevos elementos provistos por la experiencia analítica,
Freud aporta precisiones sobre las particularidades de la sexuali­
dad humana y a este respecto expone sus dudas en cuanto a las
esperanzas que una reforma de las costumbres puede inspirar.
Cree posible afirmar que la impotencia psíquica, lejos de consti­
tuir una anomalía accidental, en diversos grados está umversal­
mente extendida y caracteriza la vida sexual civilizada. Para ex­
plicarlo menciona las causas reveladas por el análisis como habi­
tualmente existentes en el origen de este síntoma: la fijación
incestuosa de la infancia y la abstinencia impuesta a la adolescen­
cia. Así, pues, la familia, la moral, las condiciones económico-
sociales burguesas serían responsables de este disfuncionamien­
to general de la sexualidad, y en particular de la sexualidad
genital.
Sin embargo, Freud no se queda con eso, y expresa por vez
primera la duda de que reformas especialmente orientadas a una
liberación de la sexualidad puedan traer consigo un mejoramien­
to. A esto lo lleva la consideración de las particularidades, bien
conocidas, del deseo sexual, cuyo carácter enigmático subraya.
«Si la frustración inicial del goce sexual se manifiesta en el hecho
de que éste, libre después en el matrimonio, ya no produce
efectos tan satisfactorios, [...] la libertad sexual ilimitada conce­
dida desde el principio no lleva a un resultado mejor.»1 La satis­
facción fácil mata el deseo, que crece con los obstáculos. Para
explicarlo podrían invocarse las propiedades generales de la ne­
cesidad, cuya importancia psíquica aumenta con la privación,
pero su aplacamiento no trae aparejado un desprecio tan marca­
do hacia su objeto. La facilidad de la satisfacción no suprime la
necesidad, y podríamos añadir que la periodicidad fisiológica­
mente determinada de su retorno es independiente de dicha
facilidad. Para tener hambre no es indispensable que esté prohi­
bido alimentarse. En cambio, «para que la libido ascienda hace
falta un obstáculo, y allí donde las resistencias naturales a la
satisfacción no bastan, los hombres siempre introdujeron resis­
tencias convencionales para poder gozar del amor».2 La condi­
ción del deseo es la prohibición —a diferencia de la necesidad,
podemos agregar.
Esta prohibición, indica seguidamente Freud, se confunde
con la que golpea al incesto. También alude a la que debió
erigirse para imposibilitar al hombre el retorno a la posición
horizontal del animal, prohibición que, con la represión de lo
excremencial, arrastró la de las funciones genitales. Posición
vertical, prohibición del incesto: vale decir que las aberraciones
de la sexualidad del ser humano son imputables a su humanidad
misma. Y cuando Freud añade que «la insatisfacción traída con­
sigo por la civilización es consecuencia de ciertas particularida­
des que la pulsión sexual hizo suyas bajo la presión de la civiliza­
ción»,3 debe restituirse a este último término el sentido amplio

1. «Le plus general des rabaissements de la vie amoureuse», La vie sexuelle, p.


63. «Sobre una degradación general de la vida erótica», O.C., II (p. 1.710).
2. Ibíd.
3. Ibíd., p- 65.
que posee el vocablo alemánKultur. No debe entenderse que esto
se refiera al carácter dañino de la civilización moderna, sino a la
esencia misma de lo que separa al humano de la animalidad, y que
constituyen las leyes sociales del intercambio cuya condición vio
Lévi-Strauss en la prohibición del incesto.
Por esta vía, Lacan demostró que la imposibilidad del goce
está enlazada a la condición puesta a los deseos del hombre de
tener que pasar por el desfiladero de la palabra que los constituye
como tales. Lejos de que la prohibición se oponga al deseo, éste
sólo encuentra su soporte en la ley, es decir, en ellenguaje donde
el goce queda interceptado. Al demostrar el vínculo entre el
lenguaje, el inconsciente y el sexo, y lo que el deseo —por
oposición a la necesidad— debe a la palabra, Lacan puso en claro
lo que se hallaba en juego en el término Kultur, que Freud evoca
siempre a título de explicación última de la disfunción de la
sexualidad humana.
Bajo esta luz conviene considerar el pronóstico con que Freud
pone fin a su análisis: «Tal vez habría que familiarizarse con la
idea de que conciliar las reivindicaciones de la pulsión sexual con
las exigencias de la civilización es una cosa totalm ente imposible,
y de que el renunciamiento, el sufrimiento, así como en un
remoto futuro la amenaza de ver extinguirse el género humano a
causa del desarrollo de la civilización no pueden ser evitados».3
Pero, añade, si el hombre pudiera satisfacerse con su goce, desde
ese momento nada podría ya desviarlo de él. La civilización se ha
edificado, precisamente, sobre el defecto en el seno del goce
humano.
EDUCACION Y DESARROLLO
«A la edad de cuatro o cinco años elpequeño sujeto
ya ha alcanzado su completa formación, y en ade­
lante se limita a manifestar lo que hasta esa edad se
había depositado en él.»
Introducción al psicoanálisis (1915).
Antes de los descubrimientos vinculados con el de la sexuali­
dad infantil, Freud había exhortado a una reforma de la educa­
ción movido por la importancia que atribuía a la influencia de la
moral en la génesis de las neurosis. Si la internalización de las
prohibiciones morales por las cuales la sociedad asegura el refre­
namiento de la sexualidad se lleva a cabo a través de la educación,
ésta muestra ser la responsable directa de la neurosis. Es por
medio de la educación, y del anatema que ella arroja sobre la
sexualidad, como la familia se asegura, conforme a las exigencias
de la sociedad burguesa, la castidad de los adolescentes, con el
riesgo de neurosis y de las consecuencias sobre la vida sexual
ulterior que esto implica. Lo que sería deseable transformar ante
todo es, por lo tanto, la educación. Las críticas que Freud le
dirige en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna partici­
pan de la misma concepción, al tiempo que se apoyan en el
descubrimiento de la importancia ejercida en la sexualidad del
adulto por las tendencias perversas, es decir, las pulsiones par­
ciales, para demostrar la nocividad de la prohibición de relacio­
nes sexuales genitales impuesta a los adolescentes. Hallándose
forzada entonces la sexualidad a escoger otros rumbos, las pul­
siones parciales amenazan con escapar definitivamente a la he­
gemonía de la genitalidad, y a no encontrar más salidas que en la
perversión o la neurosis.1
Por otra clase de razones, el descubrimiento de la sexualidad
infantil llevó el problema de la educación a un primer plano en el
interés de Freud. En efecto, tal descubrimiento es paralelo a la
revelación de la importancia de los años iniciales de la vida para
el desarrollo del individuo y también para la etiología de las
neurosis. Por otra parte, la claridad obtenida con los resultados
de la investigación analítica sobre el proceso de desarrollo del
niño, ilumina al mismo tiempo las vías por las que la educación
ejerce su influencia. El psicoanálisis se halla de este modo en
condiciones de revelar al educador los principios de su poder, y
tal vez con ello de incrementarlo, al mismo tiempo que encuen­
tra ser capaz de mostrarle sus errores y permitirle así una acción
mejor concertada. Saber lo que se está haciendo cuando se educa,
ya que no hacer lo que se quiere: tal es la esperanza que Freud
suscitó. Ya hemos dicho que él mismo creyó en la misión de la
educación para la prevención de las neurosis, antes de recordar,
en el prefacio al trabajo de Aichhorn, que la tarea de educar
ocupaba un sitio entre las profesiones imposibles.2
Recordemos brevemente la forma en que Freud, en la época
de los Tres ensayos, describía la evolución de las pulsiones sexuales
durante el desarrollo del individuo. La experiencia psicoanalítica
reveló el pluralismo de las componentes de la sexualidad y su
origen infantil, así como la existencia de zonas erógenas diferen­
tes a las de los órganos genitales. Esas componentes no genitales,
las pulsiones parciales, se encuentran casi siempre operando en
los síntomas neuróticos. El autoerotismo, o, para decirlo de otro
modo, la capacidad del cuerpo propio para constituirse en objeto
de la satisfacción sexual, es la segunda característica de la sexua­
lidad infantil. Tal característica reaparece igualmente en los sín­
tomas neuróticos, y en particular los histéricos. En el segundo y
tercero de los Tres ensayos para una teoría sexual, Freud describe el
destino de estas características de la vida infantil durante la evo­
lución del individuo hasta la edad adulta. En el mejor de los casos,
1. La vie sexuelle, pp. 38 y 41.
2. Prefacio a A. Aichhorn, Verwahrloste Jugend, 1925, Berna. Cf. S.E., XIX,
pp. 273-275. «Prefacio para un libro de August Aichhorn», O.C., 111 (p. 3.216).
es decir, cuando no encuentra obstáculos, el desarrollo conduce
a la sumisión de las zonas erógenas no genitales a la primacía de
los órganos genitales, esto es, a la subordinación de las pulsiones
parciales a la función de reproducción, así como al paso del
autoerotismo al aloerotismo, donde la satisfacción requiere un
objeto ajeno. Tal evolución se cumple en dos tiempos, sufriendo
la actividad sexual, desde los cinco-seis años hasta la pubertad,
una interrupción que Freud denominó período de latencia. Al
término de la primera fase, la relación objetal ya se encuentra
establecida (de quien el niño espera la satisfacción de sus deseos
sexuales es de las personas que le cuidan, en particular la madre),
y la erogeneidad de los órganos genitales ha quedado revelada
para el pequeño. Pero es en la etapa de la pubertad cuando las
pulsiones parciales deben subordinarse definitivamente a la fun­
ción de reproducción, al mismo tiempo que el adolescente re­
nuncia a sus primeros objetos de amor y busca satisfacción junto
a personas extrañas a la familia.
Las concepciones de 1905 ponen el acento, por un lado, en las
tendencias perversas del niño, es decir, sus pulsiones parciales, y
por el otro, en la importancia del período de latencia, o sea de la
instauración de la sexualidad humana en dos tiempos. Estos
dos puntos constituyen el eje de la reflexión de Freud sobre la
educación hasta alrededor de 1915. En 1905, la primera fase de la
evolución de la sexualidad se concibe como esencialmente mar­
cada por la emergencia del pluralismo de las corrientes pulsiona-
les, cada una de las cuales tiende aisladamente a la satisfacción
que le es propia. La ausencia de enlace entre estas corrientes, es
decir, su falta de organización, caracteriza a esta fase. El niño es
entonces un «perverso polimorfo». Un estado de libertad en el
que reina la anarquía pulsional: tal parece ser la primera concep­
ción de Freud sobre este período de la vida infantil. La vida
sexual descrita sufre hacia los cinco-seis años una brusca deten­
ción que señala la entrada en el período de latencia. Surgen
entonces los sentimientos de repugnancia, vergüenza y pudor, y
el de piedad, sobre los que va a edificarse la moralidad. La activi­
dad sexual parece quedar prohibida. Sin embargo, Freud no
parece considerar que la educación sea la principal responsable
de la detención de la actividad sexual ni de las formaciones
morales que entonces surgen: «Ante el niño nacido en una socie­
dad civilizada, se tiene la impresión de que sus diques son obra de
la educación, y es indudable que la educación contribuye a ellos.
En realidad, esta evolución condicionada por el organismo y fijada
por la herencia puede producirse a veces sin intervención alguna
de la educación».3 El período de latencia estaría orgánicamente
determinado (¿al igual que la pubertad?), y la educación sólo
vendría a reforzar el proceso. Pudor, repugnancia y piedad cons­
tituirían las manifestaciones de fuerzas autónomas que surgirían
en un momento dado del desarrollo fisiológico para oponerse a
la, actividad sexual del individuo. En esta época, Freud no ha
atribuido todavía el período de latencia al complejo de Edipo.
Pero todavía en 1915 seguía considerando que «las fuerzas que
refrenan el desarrollo sexual, como la repugnancia, el pudor y la
moral, son como depósitos históricos de las inhibiciones exterio­
res que la pulsión sexual vio imponerse en la psicogénesis de la
humanidad... Puede observarse fácilmente, añade, que la reper­
cusión de estas inhibiciones se hace sentir espontáneamente en
el desarrollo del individuo cuando la educación y otras influen­
cias exteriores la provocan».4
Estorbadas en su manifestación, las pulsiones sexuales no por
ello han desaparecido, y durante el período de latencia sufrirán
transformaciones cuyo desenlace será su organización bajo la
primacía de la genitalidad. Los diques psíquicos, que se oponen a
su satisfacción, tendrán por función canalizarlas, hacerlas con­
verger para asegurar la fuerza de la corriente genital, y ponerlas
al servicio de la función de reproducción. La educación, al vedar
las actividades sexuales perversas a lo largo de este período y
contribuir a la form ación de los sentimientos morales, favorece
la instauración de la genitalidad, y se convierte así en auxiliar de
la naturaleza.
Pero no todas las corrientes perversas se funden en la sexuali­
dad genital. Cierta cantidad de ellas quedará sometida a otro
destino. La pulsión parcial podrá ser sublimada, es decir, desviada
de su fin sexual prim itivo hacia otros, no sexuales y socialmente
valorizados. También podrá ser transformada en su contrario
(formación reactiva) para dar nacimiento a las «virtudes». Las
3. Trois essais sur la tbéorie de la sexualité, p. 70.
4. Ibíd., nota 29, p. 174.
formaciones psíquicas más estimadas por la sociedad han salido,
pues, de las mismas tendencias que la sociedad condena cuando
se expresan directamente. Pero también pueden producirse sali­
das socialmente menos favorables: si la pulsión parcial sufre una
fijación en el transcurso del desarrollo, a causa de una disposi­
ción constitucional o bien debido a acontecimientos accidentales
(seducción, por ejemplo) acaecidos durante la primera infan­
cia, podrá, ya sea dar directamente nacimiento, al llegar a la
madurez, a una perversión sexual, ya sea, si padece una repre­
sión, exteriorizarse en forma de síntoma neurótico.
De este esquema del desarrollo del individuo tal como Freud
lo trazó en 1905, va a desprenderse la tarea de la educación: «la
transformación de la sexualidad infantil representa uno de los
fines de la educación», dice Freud en los Tres ensayos,5 e igualmen­
te en Introducción al psicoanálisis:6 «Una de las más importantes
tareas educativas es restringir y someter la pulsión sexual a la
reproducción y a una voluntad individual acorde con los fines
sociales». La educación debe, por una parte, asistir y eventual­
mente reforzar el proceso natural que conduce a la organización
de las pulsiones parciales bajo la dominación de la genitalidad y,
por la otra, velar por que las pulsiones parciales que escapan a
este primer destino se orienten hacia las salidas socialmente
favorables de la sublimación y la formación reactiva; por último,
y principalmente, «la educación es una profilaxis que debe pre­
venir las dos salidas, la neurosis y la perversión».7
Con vistas a ello, condenará y hostigará (cosa que siempre ha
hecho) las manifestaciones de la sexualidad durante el período de
latencia, primero porque a esta edad, habida cuenta del desarro­
llo fisiológico del niño, las manifestaciones no pueden sino ser de
naturaleza perversa y amenazan con traer aparejada una fijación
de la pulsión que resultará nociva para el desarrollo, y después,
porque las condiciones de educabilidad de un niño residen, pre­
cisamente, en la latencia de la sexualidad: «Los educadores, en la
medida en que prestan alguna atención a la sexualidad infantil, se
conducen como si compartieran nuestros puntos de vista sobre
5. Ibíd., p. 71.
6. Introduction a la psycbanalyse, p. 291.
7. Prefacio a O. Pfister, La méthodepsychanalytique, S.E. XII, p. 330.
la formación, a expensas de la sexualidad, de las fuerzas morales
defensivas, y como si supieran por otra parte que la actividad
sexual convierte al niño en un ser ineducable. Persiguen en
efecto, considerándolas un vicio, todas las manifestaciones se­
xuales del niño, sin poder gran cosa contra ellas».8 Así como la
civilización se construye sobre el refrenamiento de las pulsiones,
la educación, cuya tarea es poner al niño al servicio tanto de la
especie como de la colectividad social, alcanzará sus fines me­
diante la coartación de la sexualidad. Pero si la sexualidad consti­
tuye un obstáculo para la educación, ello sólo ocurre cuando se
exterioriza en la busca de una satisfacción directa. Si este fin se
encuentra inhibido, ella provee las fuerzas que servirán a la socia­
lización y aculturación del niño. Pero ya hemos dicho que la
inhibición misma es concebida entonces por Freud como el efec­
to, también, de una evolución natural biológicamente deter­
minada.
Sin embargo, la educación «deberá, para permanecer dentro
de su ámbito, limitarse a reconocer las huellas de lo que está
orgánicamente preformado, profundizarlo y depurarlo».9 En 1905,
y en los años subsiguientes, las concepciones de Freud respecto
de la educación descansarán en la idea de que debe contentarse
con el papel de auxiliar de la naturaleza, fijándole de este modo
los límites de su acción. Lo que Freud critica son sus excesos, su
desmesura (así como los de la moral sexual). No es una educa­
ción negativa lo que él preconiza, al estilo de Rousseau, ya que la
evolución naturalmente preformada del niño requiere, de todos
modos, el sostén de la educación, la cual, por otra parte, debe
favorecer la sublimación. Freud no demanda al educador abste­
nerse, sino velar por no excederse en sus derechos y su función
mediante una restricción desmedida de la vida sexual infantil, lo
cual contravendría los fines mismos de la educación al compro­
meter el desarrollo del niño.

8. Trots essais sur la théorie de la sexualité, p. 72.


9. Ibíd., p. 70.
LA CRITICA FREUDIANA DE LA EDUCACION

En La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna, de 1908,


Freud acusaba a la educación y a la moral sexual civilizada de
comprometer inclusive uno de los fines de la educación, al pro­
hibir no sólo la manifestación de las tendencias perversas sino
también las de la sexualidad genital en la etapa de la adolescen­
cia, forzando así a la sexualidad a elegir vías colaterales condu­
centes a una satisfacción perversa o neurótica, y dañando defini­
tivamente la función reproductiva.
La otra gran crítica de que hizo objeto Freud a las prácticas
educativas se refiere al perjuicio que, en su opinión, producen
éstas en el desarrollo de las facultades intelectuales. La yugula­
ción de la sexualidad por la educación resulta excesiva cuando
afecta a la curiosidad sexual infantil, amenazando llevar a su
represión y a la ulterior extinción de la curiosidad intelectual
normalmente resultante. El ejercicio de la facultad de pensar está
íntimamente ligado al destino de las pulsiones parciales. En La
ilustración sexual del niño (1907), así como en Teorías sexuales infanti­
les (1908), Freud se pronuncia en favor de la educación sexual de
los niños y critica la actitud que comúnmente adoptan al res­
pecto los padres y educadores, actitud en la que distingue los
efectos de la mala conciencia que éstos deben a sus propias
represiones. Para Freud, nada justifica el negarse a satisfacer la
curiosidad sexual del niño con explicaciones. El temor frecuen­
temente invocado de atentar contra la inocencia del niño, des­
pertando su interés hacia las cosas sexuales, no resiste a la obser­
vación. En efecto, tal objeción se apoya en el postulado de la
inexistencia en el niño de una curiosidad sexual espontánea,
correlativa a la supuesta ausencia de toda vida sexual infantil. La
propia ceguera de los padres y educadores respecto a aquello de
lo cual la observación más cotidiana debería convencerlos, re­
quiere una explicación. Freud ve en ella la consecuencia de la
amnesia infantil, es decir, de la represión, que cobra la forma del
olvido de las impresiones sexuales vividas durante los primeros
años de la vida, «olvido» que hace al adulto extraño tanto a su
propia infancia como a la infancia en general.1 Efectivamente, al
reconocimiento de la existencia de una sexualidad infantil se
oponen las barreras encargadas de mantener la represión en el
propio educador. Posteriormente Freud hará notar que tal des­
conocimiento no impide al educador perseguir severamente las
manifestaciones de la sexualidad infantil que por otra parte nie­
ga.2 Así, pues, los excesos de la coerción educativa parecen pro­
porcionales a la intensidad de las represiones del educador, lo
cual permite a Freud aconsejar a quienes ejercen el oficio de
educar que se sometan a un psicoanálisis personal. Tendremos
ocasión de volver sobre este punto.
«En cualquier caso estoy convencido, dice Freud en otro
texto, de que ningún niño, al menos ninguno mentalmente sano,
y aun menos ninguno que esté bien dotado intelectualmente,
puede dejar de preocuparse por los problemas sexuales en los
años que preceden a la pubertad.»3 Por lo demás, la experiencia
demuestra que precocidad sexual y precocidad intelectual suelen
estar asociadas.
Sin embargo, a las preguntas formuladas por el niño (si no
está ya demasiado «intimidado» para atreverse a interrogar), el
adulto responde casi siempre con una fábula, cuando no lo hace
con una reprobación. Freud considera esta actitud sumamente
dañosa, en varios aspectos, para el desarrollo del niño. Configura
a sus ojos «la primera ocasión de un conflicto psíquico, en la
medida en que opiniones por las que los niños experimentan una
preferencia de carácter pulsional, pero que no están “bien” a los
ojos de las personas mayores, entran en oposición con otras
1. «Les droits de la psychanalyse á l’intérét scientifique», 1913, S.E. XIII,
p. 189- («Múltiple interés del psicoanálisis», véase la nota 6, p, 34).
2. Introduction a la psychanalyse, S.E, XV, p. 312.
3. «Les théories socuelles infantiles», La vie sexuelle, p. 15. «Teorías sexuales
infantiles», O.C., II (p. 1.262).
basadas en la autoridad de las personas mayores, pero que a ellos
no les convienen. Este conflicto psíquico muy pronto puede
convertirse en una escisión psíquica. Una de las dos opiniones,
concomitante con el hecho de ser un buen chico pero también
con la detención de la reflexión, pasa a ser la opinión consciente
dominante; la otra, que mientras tanto ha recibido nuevas prue­
bas por obra de la labor de investigación, pruebas que no tienen
derecho a ser tomadas en cuenta, se convierte en la opinión
yugulada, “inconsciente”. Por esta vía queda constituido el com­
plejo nuclear de la neurosis».4 En otro aspecto, la confianza del
niño en la palabra de sus padres resultará así definitivamente
quebrantada, y con ella su autoridad, paso al que atribuimos una
gran importancia. En él se percibe con la mayor claridad uno de
los aspectos del mecanismo psíquico de la represión, y en espe­
cial su relación con la palabra. Lo que se encuentra en el origen
de la represión no es tanto la prohibición impuesta al actuar
como la impuesta al decir. Lo que no puede ser dicho, tampoco
puede ser conscientemente pensado, porque para el niño el otro
conoce todos los pensamientos y éstos se vuelven tan culpables y
peligrosos como las palabras o los actos. Pero los pensamientos
no se dejan suprimir con facilidad. No por ser desterrados de lo
consciente dejan de subsistir. De este modo, lo Inconsciente
sería aquello que el otro no tiene que saber, y el modo más
seguro de lograrlo es además disimulárselo a uno mismo. Pero lo
que hay que esconderle al otro es aquello de lo que éste no quiere
saber nada, de manera que el niño se ve forzado a reprimir sus
pensamientos porque el adulto desconoce su propia sexualidad,
y en particular sus raíces infantiles.
La censura ejercida sobre la palabra —es decir, la ocultación
de la verdad, la mentira por omisión— constituye así el error
educativo de más gravosas consecuencias, ya que provoca la
formación de síntomas neuróticos por los cuales retornará la
verdad reprimida, y además compromete la independencia del
pensamiento, es decir, el ejercicio mismo de la función intelec­
tual: «No hay duda de que si la intención del educador es ahogar
lo antes posible toda tentativa del niño por pensar en forma
independiente, en provecho de la tan valorada “honestidad”,
4. Ibíd., p. 18.
nada le ayudará mejor a ello que desorientarlo en el plano sexual
e intimidarlo en el terreno religioso».5
Condenado a la investigación solitaria, el niño se topará con el
enigma, para él insoluble, de la naturaleza del acto de procrea­
ción, y esto por no poder reconocer la existencia de la diferencia
de sexos. Los obstáculos opuestos por los adultos a su investiga­
ción no son los únicos en juego. También la angustia de castra­
ción hace fracasar la búsqueda: reconocer la ausencia de pene en
la mujer equivaldría, para el varón, a confirmar la posibilidad de
verse despojado de él, y para la niña, a renunciar a la esperanza de
adquirirlo alguna vez. Sin embargo, la ignorancia en la que per­
manece el pequeño respecto de la existencia de la vagina, que lo
conduce a mantener incólume su teoría de la identidad sexual
entre el hombre y la mujer, es a fin de cuentas responsable del
fracaso definitivo de su esfuerzo por pensar. Ahora bien, «la
incesante cavilación y la duda son, sin embargo, los prototipos de
todo el trabajo de pensamiento ulterior volcado a la solución de
problemas, y el primer fracaso ejerce ya, para siempre, un efecto
paralizante».6.
En Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci, Freud describe las
tres consecuencias posibles del fracaso de las primeras investiga­
ciones del niño. La primera vía consiste en una inhibición neuró­
tica del pensamiento, en una «debilidad adquirida». La segunda
desemboca en la erotización de las operaciones intelectuales, que
cobran de este modo un carácter obsesivo y están condenadas a
repetir el primer fracaso y a quedar sin conclusión. En la tercera,
una parte de la pulsión y del deseo consigue sublimarse, ya desde
el origen, en curiosidad intelectual, y escapa a la represión: es la
salida más afortunada pero también la que se presenta más rara­
mente.7
Fuera del porvenir intelectual de los niños, que la ausencia de
sinceridad e incluso de honestidad de los adultos amenaza com­
prometer, lo que estas prácticas educativas promueven es su
actitud general respecto de la sexualidad. El secreto en el que los
adultos envuelven la realidad sexual no puede sino llevarlos a
5. «Les explications sexuelles...», La vie sexuelle, p. 11. «La ilustración sexual
del niño», O.C., II (p. 1.244).
6. «Les théories sexuelies infantiles», La vie sexuelle, p. 21.
7. S.E. XI, pp. 78-80.
pensar que algo «vil y abominable» está enlazado a ella. «La
mayoría de los niños pierden la única actitud correcta frente a los
problemas relativos al sexo, y muchos no la recobrarán nunca.»8
Los efectos de la moral sexual denunciados por Freud hallan así
una de sus raíces en los tapujos de los educadores respecto a la
sexualidad.
Según Freud, a la escuela le corresponde dispensar las expli­
caciones sexuales, dentro del marco de la enseñanza sobre el
mundo animal. La sexualidad debe ser tratada en el mismo plano
que las otras materias, de forma tal que el niño no tenga la
sensación de que a estas cuestiones se les otorga un lugar aparte.
Pero el hecho de que sea preferible la asunción de esta tarea por
la escuela se debe, en gran parte, a la torpeza de que habitual­
mente dan prueba los padres en la formación sexual de sus hijos.9
La educación sexual debería tener un valor preventivo respecto a
las neurosis, y preservar el buen funcionamiento intelectual del
niño. Su introducción en el programa educativo es, por lo demás,
una de las reformas de las que Freud espera la transformación de
la actitud global respecto a la sexualidad.
Jones comenta que Freud volvió sobre el tema durante una
sesión de la Sociedad de Viena en 1909, en la que «subrayó el
particular riesgo que el descuido de su necesidad de explicacio­
nes puede implicar para el niño. En caso semejante, la sexualidad
entera puede resultar inextricablemente mezclada con la idea de
una prohibición de la que emanan consecuencias fatales para la
vida conyugal».10
Observemos sin embargo que más adelante, en Análisis termi-
nable e interminable, Freud confiesa haber sobrestimado el efecto
preventivo de las explicaciones de orden sexual dadas a los niños.
Estos, en efecto, aunque se haya aumentado sus conocimientos,
conservan sus propias teorías sexuales, más conformes con su
organización libidinal. La escisión psíquica, cuya responsabili­
dad atribuía Freud a la censura educativa, no se produce me­
nos cuando se suministran explicaciones sexuales: «Los niños
se comportan como primitivos a los que se ha inculcado el cris­
8. «Explications sexuelles...», La vie sexuelle, p. 12.
9. Ibíd., p. 12.
10. E. Jones, La vie et l'oeuvre de Freud, París, PUF, 1970.
tianismo y que a escondidas siguen adorando a sus antiguos
ídolos».11
Pero Freud no repudió por ello la educación sexual. Aunque
no siempre basta para permitir al niño la superación de sus
dificultades, no le hace correr el mismo riesgo que los tradiciona­
les tapujos, cuyo más claro efecto era introducir la desconfianza
en las relaciones entre niños y adultos.12
De todas formas, en la época de La ilustración sexual del niño y de
Teorías sexuales infantiles, Freud vuelca sus esperanzas de preven­
ción de las neurosis en los progresos de la clarificación. El respe­
to de la verdad por el educador, la libertad de expresión y de
pensamiento otorgada a los niños le parecen el camino más
seguro para lograrlo. Si el poder de la palabra hace al principio de
la cura analítica, también habrá de apoyarse en él la educación
para ayudar al niño a superar sus conflictos psíquicos. Además de
la represión de la curiosidad sexual, Freud condena igualmente la
excesiva severidad hacia la actividad sexual infantil: «El refrena­
miento mediante la constricción de instintos poderosos a través
de medios exteriores nunca culminó en un niño en la desapari­
ción de ese instinto ni en su dominio. Conduce a la represión que
predispone a las enfermedades nerviosas ulteriores».13 Entre los
peligros de la coartación y su necesidad, afirmada pese a todo por
Freud, la tarea del educador no revela apenas hallarse facilitada.

11. Analyse termine'e, analyse interminable, S.E. XXIII, pp. 233-234. «Análisis
terminable e interminable», O.C., III (p. 3.339).
12. Sobre la educación sexual de los niños, consultar Minutes de la société
psychanalytique de Vienne, T. II, París, Gallimard, 1978. Informe de la sesión del 15-
12-1909, pp. 347-358.
13. Les droits de la psychanalyse..., S.E., XIII, p. 189.
ALGUNAS PROPUESTAS PARA UNA EDUCACION
DE ORIENTACION ANALITICA: JUANITO

Freud extrajo básicamente sus descubrimientos acerca de la


sexualidad infantil de su experiencia analítica con neuróticos
adultos. Deseoso de una confirmación procedente de la observa­
ción directa, pidió a los miembros de su círculo que recogieran
para él observaciones sobre la vida sexual de sus hijos. Este fue el
interés teórico que dio nacimiento a la práctica del análisis de
niños, del cual fue Juanito el conejillo de Indias. Este análisis de
una fobia en un niño de cinco años no fue conducido directa­
mente por Freud sino, bajo su control, por el padre del chiquillo.
Freud no practicó el análisis de niños, pero fueron muchos los
que, tomando el camino inaugurado con Juanito, se consagraron
a lo que luego pasó a ser una especialidad. Entre ellos, como se
sabe, la propia hija de Freud.
Con el análisis de niños, la aportación del psicoanálisis a la
educación deja de ser únicamente teórica. No sólo esclareciendo
al educador sobre la naturaleza del desarrollo pulsional del niño
puede el psicoanálisis ser útil a aquél; además le aporta una
técnica que le permite ayudar al niño a superar dificultades fren­
te a las cuales las simples medidas educativas muestran ser impo­
tentes. Rara vez escapa el niño a una ola de síntomas que por lo
común hace su aparición al final de la primera infancia, antes de
la entrada en el período de latencia. Es lo que Freud llama
neurosis infantil, que puede desaparecer espontáneamente sin
dejar huellas, pero que también puede servir de fundamento a una
neurosis ulterior. Disolver estos primeros síntomas ya en su
eclosión equivale, por así decir, a suprimir los gérmenes de las
neurosis de la edad adulta. En términos ideales, una orientación
auténticamente analítica de la educación implicaría el tratamien­
to analítico de la neurosis infantil.
En su comunicación de la cura de Juanito, Freud no se limita, a
señalar las ventajas de un tratamiento analítico precoz y a echar
las bases del psicoanálisis del niño; también da a conocer algunas
reflexiones sobre la orientación educativa deseable, según la
perspectiva que la experiencia analítica sigue adoptando. Su en­
foque del problema está determinado aquí por la preocupación
profiláctica, en cuyo nombre Freud se lanza, como hemos vis­
to anteriormente, contra las prácticas educativas demasiado
coercitivas.
Juanito fue, podríamos decir, uno de los primeros hijos del
psicoanálisis. Sus padres formaban parte del medio analítico que
empezaba a constituirse; la madre había sido paciente de Freud y
el padre mantenía con él relaciones de trabajo. Su conocimiento
de las teorías freudianas les incitó a utilizar con Juanito métodos
educativos inspirados en las adquisiciones del psicoanálisis. Así
fue como «convinieron en educar a su primer hijo sin más res­
tricciones que las absolutamente necesarias para el manteni­
miento de una buena conducta» y hacer «la prueba de dejarlo
crecer lejos de toda intimidación».1
El desarrollo del texto muestra sin embargo que los padres, y
especialmente la madre, no siempre estuvieron a la altura de tan
buenas intenciones, como lo atestiguan la amenaza de castración
y las prohibiciones impuestas a la masturbación que Juanito vio
oponérsele como cualquier otro niño. De todos modos, parece
haberle sido asegurada la libertad de expresión, así como la
atención parental a sus dichos. Freud atribuye a esta educación el
mérito de haber permitido al niño la comunicación de su angus­
tia y de sus dificultades psíquicas, cosa que una educación co­
rriente tal vez le habría vedado. «Cuando educamos a los niños,
simplemente queremos que se nos deje en paz y vernos libres de
dificultades; en síntesis, queremos hacer de él un “niño modelo”,
sin preguntarnos si este modo de actuar es bueno o malo para
él.»2 Por el contrario, «todas las consideraciones y las mínimas
1. Cinqpsycbanalyses, París, PUF, 1966, p. 94. «Análisis de la fobiá de un niño
de cinco años (caso “Juanito”)», O.C., II (p. 1.365).
2. Ibíd., p. 185.
restricciones posibles»3 caracterizarían la educación deseada por
Freud: liberalismo y respeto hacia el niño.
La perspectiva analítica parece aquí asociarse, confundién­
dose con ella, a una perspectiva puramente ética. Pero esto se
produce en la medida en que de la empresa analítica se desprende
una dimensión indiscutiblemente ética: ella enseña el peso de la
verdad (verdad que si es desconocida, reprimida, conduce a la
enfermedad) y el poder apaciguador de la palabra verdadera
mediante la cual los deseos se hacen reconocer. Al psicoanálisis
le es difícil separarse de una ética de la verdad. Sin embargo, no
es a un culto desinteresado de ésta a lo que se consagra. La
perspectiva analítica sería más bien de orden económico. Freud
se expresa casi siempre en términos de balance. La represión es
en todo sentido ventajosamente suplida por la condena cons­
ciente: die Urteilsverwerfung.* El respeto por la verdad es más
compensatorio que «la política del avestruz»,5 rédito que Freud
enlaza a lo que él llama función biológica de la conciencia, la
cual, por su independencia relativa respecto al principio del pla­
cer, permite un mejor ajuste a lo real. Cuando más adelante (lo
veremos a propósito de E l porvenir de una ilusión), ya no encuentre
en el respeto por la verdad la garantía de la felicidad, no por ello
dejará de considerar más onerosa la ilusión que apunta a preser­
var la comodidad que el enfrentamiento lúcido de lo real.
Al intentar levantar la represión, el tratamiento psicoanalítico
busca incrementar la extensión del poder de la conciencia y, con
ello, su control finalizado sobre los procesos psíquicos. Esta es
también una de las metas que Freud asigna, como veremos, a la
educación.6 «La educación para la realidad», que Freud preconiza
en El porvenir de una ilusión, consiste en inducir al niño a considerar
no sólo la realidad exterior, material y social, y sus exigencias,
sino también la realidad psíquica, es decir, la realidad del deseo.
Pero la mejor garantía para el educado de tener él mismo' acceso
a ella es, sobre todo, el reconocimiento de esta última realidad
por parte del educador. La voluntad del educador de no querer
3. Ibíd., p. 194.
4. Ibíd., p. 196.
5. L ’interprétation des reves, París, PUF, 1967, p. 511. «La interpretación de los
sueños», O.C., I (p. 343).
6. Cf. El porvenir de una ilusión.
ED UCA CION Y DESARR OLLO

saber nada, da origen a sus esfuerzos por refrenar las manifesta­


ciones de los deseos del niño. Cuando alcanza su fin, su coar­
tación permite, aprés coup, creer en su inexistencia. La educación
«no se ha propuesto hasta el presente otra tarea que la domina­
ción o, para ser más exactos, la coartación de los instintos: el
resultado no es nada satisfactorio, y allí donde este proceder ha
triunfado no lo hizo sino en provecho de un pequeño número de
hombres privilegiados a los que no se exigió la yugulación de sus
instintos. Tampoco ha indagado nadie por qué caminos y al
precio de qué sacrificios se cumplió tal yugulación de los instin­
tos molestos».7
Las prácticas educativas, por lo tanto, se han dado hasta ahora
por único fin la coartación de las pulsiones. Su carácter irracio­
nal, sus raíces pasionales, quedan con ello denunciadas: estas
prácticas no toman en consideración ni el interés del educado ni
el de la colectividad. «Estar en paz», es decir, no ver cuestionado
el propio equilibrio libidinal por tener en cuenta los deseos del
niño: ésta parece ser la principal motivación para el educador,
quien ya no quiere saber nada del niño que fue.8 El reconoci­
miento de los deseos del niño, de su sexualidad, amenazaría
comprometer la conservación de sus propias represiones, prote­
gidas por el velo de la amnesia infantil.
«Si se sustituye esta tarea por la de volver al individuo capaz
de cultura y socialmente útil, reclamándole para ello el mínimo
sacrificio posible de su actividad propia, las aclaraciones que el
psicoanálisis nos ha aportado acerca del origen de los complejos
patógenos y del núcleo de toda neurosis, podrán aspirar a ser
consideradas por el educador como inestimables indicaciones
sobre la conducta que debe tenerse para con los niños.»9 Si se
asigna a la educación el objetivo de asegurar al individuo un
desarrollo máximo dentro del marco de la colectividad social,
entonces los datos de partida del psicoanálisis podrán revelar su
utilidad. Gracias a ellos, el educador podrá ante todo reconciliar­
se con la infancia, y en particular con las manifestaciones perver­
sas de ésta. En efecto, el psicoanálisis pone de manifiesto «la
7. C.inq psychanalyses, p, 197.
8. Droits de la psychanalyse,.,, S.E., XIII, p. 189.
9. Cinqpsychanalyses, p. 197.
valiosa contribución a la formación del carácter que las pulsiones
perversas y asocíales del niño aportan, si no se ven sometidas a la
represión y desviadas de su fin primitivo hacia fines más válidos
gracias al proceso conocido con el nombre de sublimación».10No
es mediante la restricción como un fin semejante puede_ ser
alcanzado, y aun menos coartando las pulsiones por la fuerza:
«Nuestras más altas virtudes se han elevado, mediante formacio­
nes reactivas y sublimaciones, desde nuestras peores disposicio­
nes. La educación debería evitar con todo cuidado el ahogo de
tan preciosos resortes de acción, y limitarse a alentar los procesos
mediante los cuales estas energías se encauzan por rumbos más
sanos».11
La definición dada aquí por Freud a los fines de la educación
no tiene nada de original. La idea de que toda empresa educativa
tiene que lograr la conciliación de los derechos del individuo y las
exigencias de la sociedad no es exclusivamente suya. A la educa­
ción le incumbe tratar de resolver las contradicciones eventuales
entre sus miras respectivas. Encargada ante todo de llevar a buen
puerto la aculturación del pequeño sujeto dentro del marco de
una ética que acuerde su lugar al individuo, la educación no
puede tomar solamente en consideración los fines sociales. Por
otra parte, su posición de terapeuta no es ajena al hecho de que
Freud haga justicia a las reivindicaciones del individuo de no ver
limitar más allá de lo necesario sus posibilidades de acción y
satisfacción. Son los individuos los que acuden a él para obtener
el alivio de sus sufrimientos. La salud no puede serle indiferente,
y ello aun cuando, por razones en definitiva técnicas, alerte a
los analistas contra el «orgullo terapéutico», esto es, la obsesión
de la curación.12Pues bien, la definición que en otra parte da de la
salud psíquica no carece de relación con las metas que propone a
la educación: ser capaz de gozar y de actuar.13 El goce es un fin
individual, y la acción puede ser puesta al servicio de éste tanto
como al de la colectividad. Cuando Freud, en el prefacio a la obra
de Pfister, define a la educación como una «profilaxis que debe
10. Droits de la psycbanalyse, S.E. XIII, p. 189.
11. Ibíd., p. 190.
12. Cf. «Conseils aux médecins», La techniquepsycbanalytique, París, PUF, 1967,
p. 65. «Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico», O.C., II (p. 1.654).
13. Introduction a la psycbanalyse, p. 435.
prevenir las dos salidas, la neurosis y la perversión»,14 el enfoque
médico parece todavía más manifiesto.
No obstante, examinemos esto más detenidamente. La per­
versión no puede ser asimilada de ningún modo a una enferme­
dad. En sí misma no es peligrosa para el individuo desde el punto
de vista de su conservación, porque el problema de la reproduc­
ción sólo concierne a la especie; y únicamente va acompañada de
sufrimientos si suscita un conflicto psíquico, es decir, en definiti­
va, si se asocia a rasgos neuróticos. Por lo demás, es perfectamen­
te compatible con la capacidad de acción y de goce que caracte­
rizan para Freud a la salud. Si la perversión debe ser evitada por la
educación, de hecho ello sucede en la medida en que es incompa­
tible con las exigencias de la sociedad, que la considera pernicio­
sa. Por otra parte, resiste a todos los esfuerzos terapéuticos,
incluido el psicoanálisis, cuando el individuo no entra en conflic­
to con ella. Así, pues, neurosis y perversión representan dos
polos que corresponden, uno, al punto de vista del individuo, y el
otro, al de la sociedad. Son los «Caribdis y Escila» de la educa­
ción,15 que debe abrirse una vía entre el riesgo que las exigencias
de la aculturación hacen pesar sobre la salud del individuo, y por
otra parte los que el individuo puede hacer correr a la sociedad
con la búsqueda de satisfacciones desviantes. Freud lo dice de
manera explícita en el mismo texto: «La educación debe cumplir
la tarea de velar por que nada perjudicial resulte, tanto para el
individuo como para la sociedad, de ciertas disposiciones de las
tendencias del niño».16 Definición en cierta forma negativa de la
tarea educativa: evitar lo peor.
La salud, indudablemente, no puede constituir un valor pura­
mente individual. La sociedad está igualmente interesada en que
las energías de sus miembros no sean malgastadas por la enfer­
medad. La neurosis es costosa para la colectividad, como subraya
Freud en La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna. La
perversión también puede ser perniciosa para el individuo: aun
en ausencia de conflicto psíquico, puede acarrear conflictos con

14. Prefacio a La méthodepsychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330.


15. Nouvelles conférences sur la psycbanalyse, París, Gallimard, 1936,p. 196. «Nue­
vas lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., III (p. 2.101).
16. Prefacio a La méthode psychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330.
el medio ambiente que sólo harán padecer al sujeto. Parece así
indudable que la noción de salud psíquica no puede ser conside­
rada con independencia de todo criterio social. En Introducción al
psicoanálisis, Freud destaca la relatividad de la noción de normali­
dad psíquica: entre la salud y la neurosis sólo hay grados. El
sufrimiento individual no es el único criterio de la enfermedad
mental; en este dominio, el veredicto de la sociedad pesa muchí­
simo. Es indudable que a la idea de salud psíquica no puede sino
asociársele la de una armonía entre el individuo y su medio;
armonía que, por lo que incumbe al ser humano, está condenada
a resultar absolutamente relativa si, como Freud, se tiene por
irreconciliables las exigencias de la sexualidad y las de la civiliza­
ción. En esta perspectiva no puede esperarse más que una limita­
ción de los estragos. Y ésta es la única tarea que se pueda asignar
tanto a la terapéutica como a la educación.
El hecho de que la salud psíquica sea una norma fundamental­
mente social permite explicar que su definición pueda englobar
la de los fines de la educación. La convergencia de estos dos regis­
tros, el médico y el educativo, se debe también a otros motivos
que el psicoanálisis, precisamente, reveló al descubrir la etiología
de las neurosis. La neurosis, y también la perversión (lo vimos a
propósito de Tres ensayospara una teoría sexual), resulta de los fallos
del proceso de desarrollo psíquico por los que el niño se hace
adulto. Ahora bien, si definimos a mínima la educación como el
conjunto de las prácticas que apuntan a favorecer este proceso, la
neurosis debe ser considerada, con la perversión, como su fraca­
so más patente. Por otra parte, el psicoanálisis como terapéutica
de las enfermedades mentales puede ser considerado como una
pos-educación, y ésta es la forma en que Freud lo define en muchos
lugares.11 La terapia analítica consiste, en efecto, en ascender
hasta la fuente infantil del trastorno, es decir, hasta las fijaciones
libidinales que obstaculizaron el desarrollo, a fin de liberar de la
represión a las fuerzas psíquicas, que entonces podrán entrar en
el proceso de maduración al que hasta ese momento habían
17. Cinq leqons sur la psychanalyse, PBP, Payot, París, 1971, p. 57. Introduction a la
psychanalyse, p. 451. Prefacio a La méthodepsychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, pp.
331-333. Prefacio al trabajo de A. Aichhorn, S.E. XIX, p. 274, «De quelques
caracteres rencontrés en psychanalyse», S.E. XIV, p. 312. «Varios tipos de carác­
ter descubiertos en la labor analítica», O.C., III (p. 2.413).
escapado: «La terapia se propone hacer dar marcha atrás a lo que,
en estas dos salidas, las de la neurosis y la perversión, se presta a
ello, e instituir una suerte de pos-educación».18
Si la educación puede ser definida en términos de profilaxis, o
sea en términos de salud, el tratamiento psicoanalítico puede ser
definido a su vez como una segunda educación. Educación y
tratamiento analítico persiguen efectivamente los mismos fines.
Las consideraciones de Freud acerca de los poderes respectivos
del educador y del psicoanalista indican los límites que querría
ver respetar a la acción educativa: «En un solo punto la respon­
sabilidad del educador será mayor aun quizá que la del médico. El
médico se enfrenta en general con estructuras psíquicas ya rígi­
das, y en la personalidad acabada del enfermo encontrará un
límite para su propia acción, pero también la garantía de la
autonomía del paciente. El educador, por su parte, trabaja sobre
un terreno maleable, accesible a todas sus impresiones, y deberá
forjarse el deber de no modelar el joven espíritu según sus ideales
personales sino, antes bien, según las disposiciones y posibilida­
des que él encierra».19
Educación y psicoanálisis han alcanzado el objetivo de su
acción si garantizaron a las componentes pulsionales su apertura
hacia una organización libidinal satisfactoria. Ni el educador ni el
psicoanalista pueden arrogarse el derecho de imponer fines y
objetos a las pulsiones del paciente o del educado. Hasta se
podría hablar de educación negativa. No se trata ciertamente de
dejar hacer a la «naturaleza», contentándose con protegerla de
toda influencia corruptora: Freud no es de ningún modo un
seguidor de Rousseau. Sin embargo, en los años siguientes a los
Tres ensayos, parece haber considerado que el proceso de desarro­
llo de las pulsiones hacia la organización genital está biológica­
mente determinado. La educación deberá limitarse, por una
parte, a no obstruir ese proceso, y por otra, a evitar las fijaciones
perversas susceptibles de bloquearlo; por último, tendrá que
orientar hacia fines culturales las pulsiones parciales que no se
integran en la corriente genital, esto es, favorecer su sublima­
ción. Donde el educador se halla más expuesto a abusar de su
l6. Prefacio a La méthodepsychanalytique de O. Pfister, S.E. XII, p. 330.
19. Ibíd., p. 331.
poder es en esta tercera tarea, que constituye la función propia­
mente civilizadora y a cuyo respecto Freud quisiera ver al educa­
dor limitarse a favorecer las virtualidades propias del educado.
Tan sólo se trata de permitir el advenimiento de aquello que en el
niño se encuentra en estado de germen.
En sus Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico (1912),
Freud no considera resguardado al psicoanalista de la tentación
de abusar de sus poderes como educador: «Otra tentación emana
de la función educativa que incumbe al médico aun cuando éste
no lo quiera. Puede ser que al liquidar las inhibiciones que afec­
tan al desarrollo, el médico acabe dando a las pulsiones liberadas
nuevos fines. Se entiende que vea entonces como una cuestión
de honor el convertir al sujeto cuya neurosis requirió tantos
trabajos en alguien particularmente destacado, y que le propon­
ga apuntar alto. Pero también aquí debe saber el médico domi­
narse y considerar menos sus propios deseos que las aptitudes de
su paciente».20
En suma, educador y psicoanalista deben someterse ambos a
la regla de abstención que consiste en no desear por o en el lugar
del educado o del paciente. La sublimación, que es la salida más
deseable para las pulsiones parciales fuera de su integración en la
genitalidad, en circunstancias favorables se efectúa de hecho de
un modo espontáneo. Como hemos visto, la educación «deberá
limitarse a alentar los procesos mediante los cuales estas energías
se encauzan por rumbos más sanos».21 Así, pues, Freud enuncia,
de un lado, la necesidad del refrenamiento sexual en la educa­
ción, y afirma, del otro, la nocividad de un refrenamiento por la
fuerza y la ineficacia de la coerción como método educativo.
¿Pero qué otros caminos pueden llevar a tal refrenamiento de
las pulsiones? El desarrollo de Freud en lo relativo al otro aspec­
to de la tarea educativa, aquel que concierne no ya solamente a
las pulsiones sexuales sino a las pulsiones del Yo, tal vez ha de
permitirnos responder a esta pregunta. En efecto, si bien Freud
asigna a la educación la misión de favorecer el acceso a la genita­
lidad, así como la orientación socialmente útil de las tendencias
perversas, su papel no se limita a esto. La educación debe permi­
20. La tecbniquepsychanalytique, París, PUF, 1967, p. 63.
21. Les Droits de la psycbanalyse á Tintérét scientifique, S.E. XIII, p. 190.
tir asimismo el acceso a lo que Freud llama la realidad, y aquí las
pulsiones del Yo cumplen un rol esencial. Este es un aspecto de
la educación que Freud no delimitó de entrada. Todavía en 1910
dirige principalmente su atención a la relación entre la educación
y la sexualidad. Es la elaboración de la teoría del dualismo pul­
siones sexuales - pulsiones del Yo la que aporta los nuevos ele­
mentos con los que enriquece su concepción de la educación.
Con posterioridad, no cesó de poner el acento en la necesidad de
esa «educación para la realidad» que preconiza en El porvenir de
una ilusión.
«Puede describirse a la educación como una incita­
ción a la dominación del principio del placer y a su
reemplazo por el principio de realidad.»
Los dos principios del funcionamiento men­
tal (1911),
El problema de la represión, sus causas y mecanismo, es cen­
tral para la cuestión de la educación tanto como para la teoría
analítica. El tratamiento analítico apunta a levantar las represio­
nes que intervienen en el origen de los síntomas. Dentro del
marco de su misión profiláctica, la educación debe esforzarse por
evitar que la represión se produzca. El problema de su origen,
fuera del interés teórico que inspira, es de una gran importancia
práctica para su prevención.
Ya en los Estudios sobre la histeria, la represión es considerada
como el producto de un conflicto psíquico, noción que seguirá
siendo central en la teoría analítica. Pero antes de la elaboración
de la primera teoría de las pulsiones, entre 1910 y 1915, el
conflicto es concebido como esencialmente producido entre re­
presentaciones incompatibles: la conciencia rehúsa admitir las
representaciones de carácter sexual a causa de su oposición con
las concepciones morales del sujeto, con la idea, podríamos de­
cir, que éste se forja de sí mismo y de lo que tiene que ser, eso que
Freud llama por entonces el Yo. Las críticas de Freud respecto de
la moral sexual civilizada y la educación que la transmite se
sitúan en el marco de esta primera concepción de la represión.
No obstante, y ya lo hemos apuntado, Freud se hallaba lejos
de contentarse con esta explicación, sospechando tempranamen­
te que las formaciones morales bien podrían ser los efectos de las
defensas del sujeto frente a la sexualidad más que sus causas, y
esto le condujo a suponer la existencia de una fuente de displacer
inherente a la sexualidad. En un principio intentó explicar por la
aparición tardía de la pubertad el hecho de que la represión sólo
afecte a representaciones vinculadas a la sexualidad. Al estar
relacionados con la sexualidad, los recuerdos infantiles se volve­
rían patógenos con el empuje sexual de la pubertad, y entonces
solamente sucumbirían, aprés coup, a la represión.
Contrariamente a las experiencias de índole no sexual que el
Yo del sujeto integra de manera progresiva a lo largo de su
desarrollo, las experiencias sexuales pueden escapar al proceso
de ligazón de las excitaciones —característica del sistema secun­
dario— gracias a su escasa intensidad en la época infantil, y
permanecer así sometidas a la sola ley de la descarga inmediata
del proceso primario. Al verse incrementada su intensidad con la
pubertad, la inesperada violencia de su irrupción sorprende a las
defensas del sistema secundario, suscita el displacer y fuerza a
recurrir a la represión, mecanismo arcaico de defensa contra el
dolor, equivalente a la fuga ante las excitaciones externas.
El descubrimiento de la sexualidad infantil volvió parcial­
mente caduca esta explicación. La aparición tardía de la pubertad
no alcanza para dar cuenta del hecho de que la represión se dirige
a la sexualidad. La hipótesis de un desajuste entre la experiencia
sexual infantil y el surgimiento, sólo al llegar la pubertad, de la
excitación sexual, es invalidada por el descubrimiento de la exis­
tencia de excitaciones de índole sexual durante la primera infan­
cia. Freud hizo intervenir entonces mucho más tempranamente,
en la historia del sujeto, la represión de la sexualidad: en la
instauración del período de latencia y bajo los efectos conjuga­
dos de la educación y de un proceso espontáneo biológicamente
determinado. Ya en La interpretación de los sueños, la instauración
tardía de la pubertad deja de ser para Freud responsable de la
represión, que ahora se debe al hecho de que el sistema secun­
dario se constituye tan sólo progresivamente a partir del sistema
primario. Segundo en el tiempo, no llega a establecer por com­
pleto su dominación sobre el primer sistema, del que emanarán,
a lo largo de la vida, los impulsos de deseo que constituirán para
él otras tantas constricciones: «A este retardo se debe el hecho de
que una parte de nuestro material mnémico permanezca inacce­
sible a la investidura preconsciente».1
Así, pues, para que haya represión es preciso que un caudal de
recuerdo infantil haya escapado a la vigilancia del Preconsciente,
es decir, del sistema secundario, que desde ese momento revela
ser impotente para inhibir la liberación de los afectos a él enlaza­
dos. Freud no explica aquí por qué motivo son particularmente
los deseos infantiles de carácter sexual los que escapan al domi­
nio del Preconsciente. Sólo indica que la realización de algunos
de estos deseos pertenecientes al sistema primario «sería contra­
ria a las representaciones-fines del pensamiento secundario»1 y
provocaría un sentimiento de displacer. «Precisamente, esta
transformación de afectos constituye el sentido de lo que hemos
denominado “represión”.»1Aquello cuyo cumplimiento es fuen­
te de placer para un sistema se convierte en displacer para el otro.
El problema de la represión permanece aquí intacto. Freud no
da ninguna explicación de esa transformación del placer en dis­
placer con el paso de un sistema al otro. Pero tampoco dice por
qué ella afecta específicamente a lo que pertenece al dominio de
la sexualidad. Apunta simplemente que dicha transformación
está enlazada a la actividad del segundo sistema, se produce a lo
largo del desarrollo y la aparición de la repugnancia en el niño da
fe de ella. Todo cuanto se puede decir es que el registro de las
representaciones sexuales parece estar más específicamente so­
metido al proceso primario, es decir, a las leyes del Inconsciente,
mientras que el Yo se vincula, por el contrario, con el sistema
secundario, o Preconsciente. La incompatibilidad del modo de
funcionamiento propio del sistema primario con el del sistema
secundario hallaría su expresión en la repulsión particular del Yo
ante lo que corresponde al registro de la sexualidad. De este
modo, la oposición entre el Yo y la sexualidad pasa a ser, en el
marco de la teoría del aparato psíquico, oposición entre proceso
primario y proceso secundario, entre Inconsciente y Precons­
ciente.
¿Qué se gana con esta traducción? Freud subraya ciertamente,
merced a lo que él mismo llama ficción teórica del aparato psí­
1. L'interprétation Jes reves, p. 513.
quico, la extrañeza, la alteridad radical de la sexualidad con
respecto al Yo, su carácter funcionalmente antinómico, cosa que
la idea de un conflicto psíquico de índole moral no destaca en
forma alguna. El Yo y la sexualidad son, en un sentido, tan
extraños el uno al otro, al decir de Freud, como el oso blanco y la
ballena: no son del mismo mundo. A lo que tiende la cura analíti­
ca es a hacer que se reúnan, a fin de cumplir las condiciones de
posibilidad de una solución del conflicto.
¿Por qué razón tal división entre dos dominios radicalmente
diferentes se instaura en el seno del aparato psíquico? Dicho de
otro modo, ¿qué es lo que preside el surgimiento del segundo
tipo de funcionamiento? En el Proyecto, y en La interpretación de los
sueños, Freud responde: la necesidad. En el marco del funciona­
miento primario del aparato,2 la tensión psíquica suscitada por
las excitaciones internas (necesidades fisiológicas, por ejemplo)
tiende a descargarse inmediatamente en forma alucinatoria, vale
decir, reactivando la huella mnémica dejada por la experiencia
anterior de satisfacción. En ausencia del objeto, la satisfacción
real no se produce, y bajo la tensión creciente de la necesidad el
dolor aparece. El aparato psíquico se ve entonces forzado a co­
rregir su propio funcionamiento, a modificarse inhibiendo el
mecanismo alucinatorio, y a utilizar una cierta cantidad de la
energía provista por la tensión en busca, a través de la motilidad,
de una aparición de la percepción real del objeto de satisfacción.
De este modo, el aparato psíquico se ve forzado, bajo la
presión de la necesidad, a hacerse cargo de las informaciones
suministradas por la realidad y a operar una discriminación con
respecto al recuerdo. Se constituyen así procesos nuevos, corres­
pondientes al pensamiento, por los cuales el aparato psíquico
prepara y anticipa la acción. Puesto que tales procesos requieren
cierta cantidad de excitaciones, el aparato psíquico debe inhibir
su fluencia y elevar el potencial global hasta que el encuentro
con el objeto de satisfacción permita la descarga. El segundo
sistema implica, pues, una modificación del principio de displa­
cer debido a que el aparato psíquico está obligado a tolerar cierta
tensión. Pero en el interior del aparato psíquico, modificado así a
2. Retomamos aquí la descripción del funcionamiento del aparato psíquico
del Proyecto de una psicología para neurólogos.
causa de las necesidades y de la exigencia de recurrir al mundo
exterior para satisfacerlas, subsisten procesos correspondientes
al modo primitivo de funcionamiento. En el Proyecto, el Yo desig­
na la instancia inhibidora que obstruye la fluencia de la excita­
ción y permite la instauración del proceso secundario. El Yo no
sería otra cosa que la totalidad de las investiduras en el sistema
secundario, correspondiente a la energía «ligada».
Vemos perfilarse así las relaciones entre el Yo, las necesidades
y la realidad. Fueron las necesidades fisiológicas las que, bajo la
presión del displacer, forzaron a los procesos psíquicos a evolu­
cionar, diferenciarse y hacerse cargo de la realidad. El Yo, como
función inhibidora, está al servicio de esta tarea, que consiste en
mantener la integridad del aparato psíquico, amenazado por el
dolor, y asegurar la conservación del organismo.
Pero lo que hace que la sexualidad escape en gran parte al
proceso secundario no queda con ello aclarado, como tampoco la
amenaza que parece constituir para el Yo. Se comprende que la
irrupción de un proceso primario en el interior del sistema se­
cundario pueda provocar displacer en el seno de este sistema,
que sólo tolera el paso de pequeñas cantidades de energía, y que
éste se defienda de ello (a lo cual correspondería la irrupción de
una representación sexual en el preconsciente). Pero cuesta en­
tender de qué modo el sistema secundario sería capaz de inhibir
el desarrollo de displacer ligado al recuerdo de una experiencia
dolorosa (que corresponde a la irrupción de un proceso prima­
rio) y de investir la representación correspondiente (como lo
atestigua el hecho de que los recuerdos de experiencias desagra­
dables en general no se ven afectados por represión), y sería
impotente para efectuar la misma labor en lo que concierne a las
representaciones sexuales.3 La sexualidad sería menos domina-
ble por el Yo que el dolor físico, y, en cierto modo, más dolorosa
que el dolor.
El artículo Los dos principios del funcionamiento mental, de 1911,
intenta aportar una solución a este problema. Aquí Freud reanu­
da en términos cercanos a los del Proyecto, la descripción de la
génesis del aparato psíquico, con la diferencia de que ahora
prefiere el término principio de placer al de principio de displa­
3. L ’interprétation des reves, pp. 512-513.
cer, y de que introduce el de principio de realidad, al que erige
como principio de funcionamiento del proceso secundario, cuya
descripción, por otra parte, no modifica: ligazón de la energía,
elevación de la cantidad de excitación tolerada en el sistema,
emergencia de la atención, la memoria y el pensamiento con
vistas a reencontrar, mediante una acción apropiada en la reali­
dad, el objeto de la satisfacción.
A la instauración de este principio de realidad corresponde la
necesidad, para el aparato psíquico, de disponer de un máximo
de informaciones sobre el mundo exterior, lo que lleva al aban­
dono, al menos parcial, del principio del placer: «Lo que enton­
ces se presentó en mi espíritu ya no fue lo agradable sino lo real,
aunque fuese desagrable».4 En La interpretación de los sueños, Freud
ya había indicado la necesidad de una relativa independencia del
pensamiento con respecto al principio del placer, pero sin em­
bargo consideraba que éste regía igualmente el proceso secun­
dario.5
La aportación de este texto reside en la luz que proyecta
sobre las causas de la insumisión al principio de realidad de
aquello que pertenece al dominio de la sexualidad. Freud pone
aquí en relación la dinámica de las pulsiones sexuales y de las
pulsiones del Yo (que hacen ahora su primera aparición) con el
desarrollo del aparato psíquico y sus leyes económicas. Las pul­
siones del Yo, que comprenden esencialmente las de autocon­
servación, se dejan someter fácilmente al principio de realidad a
causa de su dependencia respecto de los objetos exteriores nece­
sarios para la satisfacción. Las pulsiones sexuales, por el contra­
rio, prescinden originariamente de todo objeto exterior y se
satisfacen de manera autoerótica, lo cual les permite escapar al
proceso de desarrollo que afecta a las pulsiones del Yo y perma­
necer, dentro del marco del proceso primario, bajo la domina­
ción del principio del placer. Por otra parte, en el momento en
que las tendencias sexuales comienzan a orientarse hacia un
objeto exterior, este proceso es interrumpido por el período de
latencia, que suspende el desarrollo sexual hasta la pubertad.
De la dependencia de las pulsiones del Yo con respecto a la
4. S.E. XII, p. 219.
5. L'interprétation des reves, p. 512.
realidad, de la posibilidad de la satisfacción autoerótica unida a la
existencia del período de latencia, resulta «una relación más
estrecha, por un lado, entre la pulsión sexual y los fantasmas y,
por el otro, entre las pulsiones del Yo y las actividades de la
conciencia».6 Ahora bien, «en el reino del fantasma, la represión
subsiste omnipotente: comporta la inhibición de ideas, in statu
nascendi, antes de que puedan ser observadas por la conciencia, si
la energía que les es adjudicada resulta capaz de suscitar displa­
cer. Este es el punto débil de nuestra organización psíquica; y
puede ser empleado para reinstalar bajo el dominio del principio
del placer procesos de pensamiento que ya se habían vuelto
racionales. Una parte esencial de la predisposición psíquica a la
neurosis reside, de este modo, en la educación retardada de las
pulsiones sexuales en comparación con la toma en consideración
de la realidad y, correlativamente, en las condiciones que hacen
posible dicho retardo».1 La transformación del «yo-placer» en
«yo-realidad», «es decir, la capacidad del Yo para soportar el
displacer», se cumple bajo la presión de las pulsiones del Yo. Una
parte de los procesos psíquicos —los vinculados a las pulsiones
de autoconservación— sufre así un desarrollo que los coloca bajo
la dominación del principio de realidad, mientras que la otra
parte, separándose de la primera, conserva su independencia,
escapa al proceso de desarrollo de la precedente y queda «inedu­
cada», vale decir, insometida al principio de realidad.
Esto lleva a Freud a dar una nueva definición de la educación:
«Puede describirse a la educación como una incitación a la do­
minación del principio del placer y a su reemplazo por el princi­
pio de realidad, o sea que ella busca aportar su ayuda al proceso
de desarrollo que afecta al Yo. Con tal finalidad se sirve del amor
como de una recompensa por parte de los educadores, y por eso
fracasa cuando el niño mimado piensa que posee este amor en
todos los casos y que, pase lo que pase, no puede perderlo».1
Según esta nueva definición, la influencia de la educación se
ejercería principalmente gracias a las pulsiones del Yo. Sólo ellas
serían educables, mientras que las pulsiones sexuales quedarían
sustraídas a toda influencia debido a su independencia con res­
6. S.E. XII, p. 222.
7. S.E. XII, p. 224.
pecto al mundo exterior así como a su adormecimiento durante
el período de latencia.
Freud desarrollará este punto de vista en Introducción al psico­
análisis: «Las tendencias sexuales y el instinto de conservación no
se comportan en la misma forma con respecto a la necesidad real.
Los instintos cuyo fin es la conservación y todo lo a ella vincu­
lado son más accesibles a la educación; tempranamente aprenden
a plegarse a la necesidad y a adecuar su desarrollo a las indicacio­
nes de la realidad. Esto es comprensible, dado que no pueden
procurarse de otro modo los objetos que necesitan y sin los
cuales el individuo corre el riesgo de perecer. Las tendencias
sexuales, que al comienzo no tienen necesidad de objeto e igno­
ran esta necesidad, son más difíciles de educar. Llevando, por así
decir, una existencia parasitaria asociada a la de los otros órganos
del cuerpo, susceptibles de hallar una satisfacción autoerótica sin
salirse del propio cuerpo del individuo, escapan a la influencia
educativa y a la necesidad real y, en la mayoría de los hombres,
conservan en ciertos aspectos durante toda la vida ese carácter
arbitrario, caprichoso, refractario, “enigmático”.»9
Las pulsiones del Yo, o pulsiones de autoconservación, no son
sometidas de entrada al principio de realidad. El niño y la madre
que provee a sus necesidades realizan inicialmente un sistema
autárquico que Freud compara con el huevo, y gracias al cual el
niño se halla a resguardo de la realidad exterior. Las exigencias
de la realidad, los renunciamientos que ésta impone se encarnan
primeramente para el niño en las exigencias parentales, que
consisten, precisamente, en medidas educativas. Estas deben ser
dosificadas en función de las posibilidades del niño, que no está
en condiciones de afrontar directamente la realidad. La educa­
ción, dice Freud, debe ser un «juego de vida»,9 pero ha de preser­
var al niño del enfrentamiento brutal con la existencia. Las me­
didas educativas consisten básicamente en exigir al niño la tole­
rancia de cierta dosis de displacer que constituye el renuncia­
miento a las satisfacciones pulsionales inmediatas, a fin de obte­
ner un placer diferente. El amor como recompensa, es decir, una
8. Introductmn a la psycbanalyse, p. 3 34.
9. Contribution a une discussion sur le suicide, S.E. XII, p. 232. «Contribuciones al
simposio sobre e¡ suicidio», O.C., II (p. 1.636).
satisfacción de carácter sexual,10 representa ese placer en cuyo
nombre el niño aceptará el displacer impuesto. Así, pues, una
parte de las pulsiones sexuales favorece el proceso educativo. Se
renuncia a satisfacer ciertas componentes de la sexualidad para
conservar el beneficio de otras satisfacciones igualmente libidi-
nales. Estas últimas acaban siendo preferidas, en la medida, muy
probablemente, de que al mismo tiempo favorecen las pulsiones
del Yo. Como señala Freud: «No se tarda en comprobar que ser
amado es una ventaja a la que se puede y se debe sacrificar
muchas otras».11 Ambas, la libido y las necesidades, participan
pues del proceso educativo. El hecho de que el paso del principio
del placer al principio de realidad se efectúe mediante una prima
de placer no es más que una paradoja aparente, si se considera,
como apunta Freud más adelante, que el principio de realidad
consiste precisamente en la aceptación del displacer con vistas al
placer mismo. Pero, según indica Freud, el temor de perder el
amor entra también en juego. Para el niño, el amor no representa
únicamente una satisfacción de índole libidinal, sino también la
garantía de estar protegido del mundo exterior, y por eso intere­
sa a las pulsiones del Yo.
En último extremo, sería el tem or por la autoconservación lo
que conferiría su poder a la influencia educativa. Así, pues, las
pulsiones del Yo serían los motores de la educación. La mira de la
educación es apoyar el desarrollo del Yo, vale decir, en definitiva,
reforzar las pulsiones del Yo. Estas mismas pulsiones servirían
después para refrenar las pulsiones sexuales, que no son directa­
mente influenciables por la educación.12 El hecho de que sean los
10. Aunque inhibida en cuanto al fin, cf. Psicología de los masas y análisis del Yo.
H . S.E. XIV, p. 282.
12. Las relaciones entre lo que Freud denomina Yo (en la expresión yo-placer
yo-realidad) y las pulsiones de autoconservación, a las que igualmente llama
pulsiones del Yo, no son fáciles de precisar. Las pulsiones del Yo corresponden al
punto de vista de la dinámica de las fuerzas obrantes en el psiquismo, mientras
que el Yo atañe al punto de vista tópico sobre el aparato psíquico. En este último
sentido, puede decirse que corresponde al conjunto del proceso secundario o
preconsciente. Las pulsiones de autoconservación constituirían el sustrato diná­
mico del Yo, el cual correspondería al modo de funcionamiento del aparato
psíquico orientado a dar satisfacción a las pulsiones de conservación. El Yo como
instancia, dentro del marco de la segunda tópica, sería así «la agencia psíquica
destinada a la conservación del individuo» (Vocabulaire de la psycbanalyse, París,
PUF, 1967, J. Laplanche y J.B. Pontalis, artículo Moi), (Diccionario de Psicoanálisis,
ED UCA CION Y DESARR OLL O

padres, con sus exigencias, quienes constituyen para el niño la


primera encarnación de la realidad, lleva a interrogarse sobre el
sentido que debe otorgarse a la noción de realidad en Freud,
especialmente en lo que él denomina «principio de realidad». Las
exigencias parentales son difícilmente asimilables a los datos
brutos del mundo exterior. La realidad a la cual el niño debe
aprender a someterse, y con la cual debe contemporizar en su
búsqueda de satisfacción, es, ante todo, la voluntad de los padres.
O sea que, muy lejos de que tenga que vérsela con la necesidad
pura, con lo que el niño se ve confrontado es con una realidad
humana. Más aun que la brutal necesidad de transformar la natu­
raleza para sonsacarle aquello que puede satisfacer las necesida­
des, lo que los padres representan para los niños son las exigen­
cias nacidas de la vida en sociedad, es decir, las de adecuar su
comportamiento a normas sociales. En este sentido, la «realidad»
del «principio de realidad» se confunde con la realidad social.
En esta perspectiva, parece difícil separar las exigencias socia­
les de los imperativos morales cuyo carácter patógeno Freud
denuncia en otra parte. Para el niño, la realidad son los otros y
sus exigencias, sus demandas, sus deseos; o sea que está tejida por
el lenguaje y la palabra.13 Más tarde, Freud dirá que la realidad
exterior es considerada por el adulto según el modelo de su
relación de hijo con sus padres.14 En Consideraciones de actualidad
sobre la guerra y la muerte,™ Freud identifica además de manera
explícita la presión de la realidad con la presión educativa. El
medio circundante, es decir, la realidad social, viene simplemen­
te a reemplazar para el adulto lo que para el niño eran las exigen­
cias educativas. El factor externo que preside la transformación
de las «malas inclinaciones», «consiste en la presión ejercida por
la educación, que se constituye en portavoz de las exigencias del
ambiente civilizado y cuya influencia queda reemplazada después

Ed. Labor, Barcelona, 1971, artículo Yo), y «el yo-realidad no tiene otra cosa que
hacer que tender hacia lo útil y asegurarse contra los daños» («Le double principe
de fonctionnement psychique», S.E. XII, p. 223). «Los dos principios del funcio­
namiento mental», O.C., ü (p. 1.638).
13. Casi se podría decir que para el niño la realidad social es la realidad
psíquica (diepsyschiche Realitát) del Otro (parental).
14. Malaise dans la civilisation, p. 83.
15. Essais de psychanalyse, p. 244, París, Payot, 1963.
por la acción directa de este ambiente». La presión exterior se
interioriza y forma la moralidad del sujeto.
Sin embargo, aunque ello no aparezca con claridad en el texto
Los dos principios delfuncionamiento mental, no es posible conferir al
principio de realidad el sentido único de principio de conformi­
dad con las exigencias de la sociedad. Lo que Freud pone de
relieve en el paso del principio del placer al principio de realidad
es la nueva capacidad del aparato psíquico para hacerse cargo no
ya solamente de lo que da placer, es decir, las representaciones
agradables, sino también de lo que es verdadero, es decir, la
conformidad de las representaciones con la realidad, aunque sean
displacenteras. La capacidad de soportar el displacer es necesaria
para el pensamiento, que funciona a partir de criterios de verdad
y falsedad. La liberación del pensamiento frente al displacer
apunta a posibilitar la integración del máximo de informaciones
concernientes a la realidad exterior.
Pero el pensamiento no sólo se enfrenta con esta realidad,
sino que está al servicio de las necesidades y de los deseos, que
constituyen para él otra realidad. Y si bien el período de latencia
quita su fuerza a los deseos sexuales, éstos se imponen brutal­
mente al llegar la pubertad. Integrarlos constituye entonces para
el pensamiento, o sea para el proceso secundario, una pesada
tarea en la que a menudo fracasa. La represión es la marca de este
fracaso. Para el pensamiento, la realidad exterior no es la única
fuente de displacer a superar. Los deseos constituyen otra, qUe
también debe ser asumida. Una de las tareas del pensamiento es
reconocer los deseos a fin de examinar su compatibilidad con las
exigencias de la realidad exterior. La condena por el juicio, die
Urteilsverwerfung, vale decir, un proceso de pensamiento cons­
ciente, debe reemplazar a la represión, en el caso de que ambas
revelaran ser incompatibles. Esto es lo que procura obtener el
tratamiento analítico, y es aquí, precisa Freud, donde éste resulta
comparable a un proceso educativo, puesto que se esfuerza en
lograr que el sujeto reconozca, a pesar del displacer que a ellos se
asocia, sus deseos.
También el mundo de los deseos constituye, pues, una reali­
dad a la que Freud da el nombre de «realidad psíquica». Si la meta
de la educación es adaptar al niño a la realidad exterior, enseñán­
dole a hacerse cargo de ella, el tratamiento analítico lleva al
adulto a reconocer esa otra realidad que son sus deseos. Sin
embargo, hay una relación entre la negativa a reconocer la reali­
dad psíquica en la represión y la imposibilidad de integrar los
elementos de información provistos por la realidad exterior. De
este modo, la amnesia infantil del educador, es decir, la represión
de su propia sexualidad infantil, le impide reconocer sus manifes­
taciones en los niños a los que educa. Aquí, la realidad interior se
une a la realidad exterior.
Tiempo después, Freud preconizará una educación para la
realidad, que no le parece asegurada por el método educativo
corriente en la medida en que éste descuida, o más bien niega,
precisamente, los deseos, esto es, esa realidad que la sexualidad
humana constituye, y no prepara a los niños para hacerse cargo
de ella y afrontarla.
La subsistencia de un mecanismo psíquico como la represión
marca, pues, el fracaso de la educación en la tarea de asegurar la
completa dominación del principio de realidad sobre el principio
del placer. El proceso secundario muestra ser impotente para
superar el displacer suscitado por las representaciones sexuales,
así como para integrarlas. En descargo de la educación tradicio­
nal, Freud señala las dificultades específicas inherentes a la labor
de integración que constituye, hablando con propiedad, la edu­
cación de las pulsiones sexuales. En efecto, a todo lo largo del
período de latencia éstas se encuentran adormecidas, por lo que
las representaciones a ellas asociadas quedan desinvestidas y per­
manecen apartadas de los procesos de desarrollo que afectan al
Yo y a las pulsiones que se le atribuyen. Así, pues, la irrupción de
representaciones sexuales reinvestidas, en el período de latencia,
constituye una sorpresa para el proceso secundario, forzado en­
tonces a recurrir a la represión.
Podría considerarse en consecuencia que Freud de algún mo­
do vuelve a las hipótesis formuladas en el Proyecto acerca del
origen de la represión. Sin embargo, esto no es tan sencillo.
Freud pone igualmente el acento sobre el autoerotismo y la
capacidad de la pulsión sexual para satisfacerse de manera fan-
tasmática. Lo que caracterizaría sustancialmente a la sexualidad
sería su independencia respecto a la realidad, independencia que
debe al modo de satisfacción que le es propio, o más bien a los
modos de satisfacción que le son propios.
En efecto, no cabe en absoluto confundir las satisfacciones
ligadas al autoerotismo con las proporcionadas por la actividad
fantasmática. Si bien presentan la característica común de pres­
cindir de un objeto exterior, no se reducen la una a la otra. La
actividad fantasmática surge con ocasión de las primeras mani­
festaciones masturbatorias del niño, y las acompaña. A partir del
renunciamiento a la masturbación, los fantasmas asociados a ella
se vuelven inconscientes. Se expresan después en los sueños o en
las ensoñaciones diurnas, y eventualmente en los síntomas. El
acto autoerótico como tal pone en juego el cuerpo propio y
puede considerarse que éste es el objeto por medio del cual la
pulsión sexual alcanza una satisfacción cuyo lugar es la zona
erógena. A cambio de esto, la actividad fantasmática parece co­
rresponder a otro tipo de satisfacción. El diferenciado empleo
que hace Freud de los términos Befriedigung y Erfüllung (en Wuns-
cherfüllung) correspondería a esta dualidad. El deseo obrante en el
fantasma se satisface de alguna manera con su propia expresión,
como lo prueba el sueño. El deseo equivale a su cumplimiento,
dice Freud a propósito de la culpabilidad inconsciente. La satis­
facción fantasmática se acercaría al modo primario de satisfac­
ción por alucinación del objeto. Al contrario de la necesidad, el
deseo sexual se satisfaría con una ilusión.16
Parecería que la existencia de una satisfacción sexual fantas­
mática constituyera la característica esencial de la sexualidad
humana. El surgimiento de una Wunscherfüllung que acompaña a la
Befriedigung de la pulsión, y que luego se hace autónoma, muestra
ser capital en el destino de la sexualidad humana. La pulsión
sexual quedará sometida, para su satisfacción, a las condiciones
creadas por el fantasma. El yo se sublevará no tanto contra las

16. En Fantasmes hystérique: et bisexualité: «El acto masturbatorio (en el sentido


más amplio: onanista) se componía entonces de dos elementos: la evocación del
fantasma y, en el punto culminante de éste, el comportamiento activo orientado
hacia la autosatisfacción. Este compuesto, como se sabe, es en realidad una
soldadura. Originariamente, la actividad era una práctica puramente autoerótica
para obtener la ganancia de placer a partir de una zona corporal determinada que
debe calificarse de erógena. Más tarde, esa actividad se fusionó con una represen­
tación de deseo procedente del dominio del amor de objeto, y sirvió a la realiza­
ción parcial de la situación en la cual el fantasma culminaba.» (Névrose,psychose et
perversión, p. 151). «Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad», O.C., II
(p. 1.349).
exigencias de las pulsiones sexuales como contra las representa­
ciones fantasmáticas. La actividad sexual poseería, entonces, dos
registros, dos caras podríamos decir, una de las cuales, la activi-
dad propiamente pulsional, concerniría más al cuerpo y echaría
raíces en lo biológico, y la otra, la actividad fantasmática, aunque
tomando su fuerza de la primera y determinando de rebote las
modalidades de su actividad, parece pertenecer al registro del
lenguaje, como indican los análisis efectuados por Freud sobre el
fantasma Pegan a un niño.17
Al poner de relieve la existencia de una satisfacción fantasma-
tica, Freud destaca netamente la radical diferencia entre las pul­
siones sexuales y las necesidades que él asocia a las pulsiones del
yo. Diferencia de naturaleza que puede convertirse en oposición
cuando, por ejemplo, el fantasma reprimido toma cuerpo en el
síntoma, desviando al órgano implicado del cumplimiento de sus
funciones orgánicas. La satisfacción del fantasma por medio del
síntoma pone entonces en peligro la conservación del organis­
mo, como puede verse, por ejemplo, en la anorexia mental.
La insumisión de la sexualidad respecto al principio de reali­
dad tendría, pues, su fundamento en la indiferencia de la sexuali­
dad respecto a la conservación del individuo: lo que es placer
para un sistema es displacer para el otro. Pero lo que sin duda
ocurre es que el placer de uno es de un orden muy diferente al
placer del otro. La naturaleza del placer en el sistema primario,
suscitada por el fantasma sexual y que provoca el displacer del
yo, parece emparentarse con lo que Freud creyó leer en el rostro
del «Hombre de las ratas», y que describió con estas palabras: «El
horror de un goce por él mismo ignorado». La oposición pulsión
sexual - pulsión del Yo o de autoconservación, por la cual Freud,
a partir de la década de 1910, cree poder explicar la represión,
introduce la idea de que la función sexual encarna para el indivi­
duo una amenaza de muerte. Los placeres a que apunta corren el
riesgo de ser mortales, y la represión responde a esta amenaza.
Así, la repulsión moral del sujeto con respecto a la sexualidad,
como bien había vislumbrado antes Freud, no es sino la máscara
de una angustia de muerte.18
17. Névrose, psycbose et perversión.
18. Las relaciones entre deseo y pulsión no son en Freud fáciles de determi-
La existencia de una satisfacción fantasmática de la pulsión
sexual, fuera de las cuestiones suscitadas por la extrañeza de
semejante modo de satisfacción, plantea ciertos problemas que
el texto de Freud deja en suspenso. Si bien da cuenta de las
causas de la relación privilegiada entre sexualidad y proceso
primario inconsciente, y de la resistencia de la sexualidad a verse
integrada en el proceso secundario bajo la dominación del prin­
cipio de realidad, no explica la repulsión particular de los proce­
sos secundarios respecto a las representaciones sexuales, que
Freud coloca en el origen de la represión. Dicho de otro modo, la
atracción que el Inconsciente ejerce sobre lo sexual se explica
por la indiferencia de lo sexual con respecto a la realidad, pero la
repulsión, el rechazo activo por parte del yo, queda sin ser ex­
plicado.
¿Por qué se defiende el yo del fantasma? «En los casos en que
un grupo de representaciones permanece en el Inconsciente, el
psicoanálisis no deduce de ello una incapacidad constitucional
para la síntesis, que se manifestaría precisamente en esa disocia­
ción. Por el contrario, afirma que es la rebelión activa de otro
grupo de representaciones lo que ha causado la aislación y la
inconsciencia del primer grupo.»19 ¿Por qué el proceso secunda­
rio, íntegramente al servicio de las necesidades de conservación,
manifiesta una resistencia particular a integrar las representacio­
nes sexuales fantasmáticas? ¿De qué modo contraría la actividad
fantasmática, por ia que se satisfacen los deseos sexuales, las

nar. Si se distingue en la pulsión, como él lo hace, el empuje, la fuente, el fin y el


objeto, quizá podría decirse que el deseo toma su potencia del empuje, pero es el
fantasma por el cual se expresa lo que determinará el fin y el Objeto de la pulsión.
Lacan hizo observar que los destinos de la pulsión descritos por Freud correspon­
den a las diferentes variaciones de que es gramaticalmente susceptible una frase:
inversión del sujeto y el objeto, paso de la voz activa a la voz pasiva. Los fantasmas
inconscientes y sus transformaciones corresponden también a una frase y a las
transformaciones de que ésta es gramaticalmente susceptible, como demostró
Freud respecto del fantasma: un nifle es pegado. La pulsión parte del cuerpo, donde
tiene su fuente, para volver a él en la satisfacción, en laque Freud veía su fin. Pero
es el lenguaje el que determina su trayecto, es el fantasma el que determina las
modalidades de su satisfacción; así, pues, pulsiones y deseo estarían anudados
como lo están el cuerpo y el lenguaje.
19. «Les troubles psychogénes de la visión», Névrose, psycbose et perversión,
p. 169. «Concepto psicoanalítíco de las perturbaciones psicopatógenas de la vi­
sión», O.C., II (p. 1.631).
representaciones del Preconsciente? ¿No podría concebirse una
suerte de coexistencia pacífica de los dos sistemas, uno de los
cuales, enteramente independiente de la realidad, sería la sede de
los deseos sexuales y de la satisfacción alucinatoria, y el otro,
sometido a la realidad, aseguraría la satisfacción de las necesida­
des? ¿Por qué viene el sistema primario a perturbar al segundo,
como cabe inferir de la repulsión de éste respecto a lo que emana
del primero? En un texto posterior, Freud suministra una res­
puesta, aunque incompleta, a estas interrogantes: «Una parte de
las pulsiones sexuales es apta, como sabemos, para la satisfacción
autoerótica, y se presta entonces a los desarrollos descritos más
adelante, que se operan bajo la dominación del principio del
placer. En cuanto a las pulsiones sexuales que exigen de entrada
un objeto, y a las necesidades de las pulsiones del Yo, que jamás
pueden satisfacerse de manera autoerótica, ellas no pueden sino
trastornar ese estado y preparar la progresión».20
Así, pues, ciertas componentes de la sexualidad impiden una
satisfacción exclusivamente autárquica. También las pulsiones
que presiden el desarrollo de la sexualidad bajo la primacía de la
genitalidad, con vistas a la reproducción, ponen en juego a la
realidad. La separación total entre proceso primario y pulsiones
sexuales por un lado, y proceso secundario y pulsiones del yo por
el otro, no puede ser mantenida de un modo riguroso. Freud
indica este desarrollo en Los dos principios delfuncionamiento mental-.
«Mientras que el Yo pasa, a través de estas transformaciones, del
Yo-placer al Yo-realidad, las pulsiones sexuales emprenden los
cambios que las conducen desde el autoerotismo original, y a
través de fases intermedias variadas, hacia el amor de objeto y la
procreación».21 El acceso a la genitalidad implica el acceso a la
realidad, es decir, la integración de la sexualidad en el proceso
secundario.
¿Por qué es tan difícil esta integración? Valiéndonos de lo que
Freud desarrolla en Los instintos y sus destinos, propondremos la
hipótesis siguiente. En el aparato psíquico las pulsiones deben
hacerse representar por una representación. En la época de la
20. «Pulsions et destins des pulsions», Métapsychologie, París, Gallimard, 1976,
p. 37. «Los instintos y sus destinos», O.C., II (p. 2.039).
21. S.E. XII, p. 224.
pubertad, la corriente genital estaría forzada a asociarse a las
representaciones sexuales existentes en el inconsciente y que
corresponderían a los fantasmas infantiles, que entonces el Yo ya
no podría aceptar debido a su incompatibilidad con sus propias
representaciones-fines. La experiencia analítica demuestra que
casi siempre se trata de fantasmas incestuosos que chocan, no
con la renegación de la realidad, sino con la prohibición del
incesto. También aquí el principio de realidad parece remitir más
a las leyes sociales fundamentales —que son las de la palabra—
que a las leyes de la naturaleza. El displacer suscitado por el
fantasma y que trae aparejada la represión por parte del yo,
correspondería a la angustia de castración provocada por el ries­
go que se correría si se transgrediera esa prohibición.
Así, pues, el principio de realidad designaría, por una parte, el
efecto de la integración por el aparato psíquico de los datos del
mundo exterior y la constitución de un criterio que permitiría
distinguir lo real de lo que no lo es; por otra parte, significaría
aquello en cuyo nombre ha tenido lugar este proceso, es decir, la
exigencia de autoconservación: a saber, que para cierta parte del
aparato psíquico, para el Yo, la inquietud por la conservación
habría podido más que el apetito de goce.
TOTEM Y TABU

«Lo que has heredado de tus padres, adquie'relo


para poseerlo.»
Tótem y tabú (1913)
Con Tótem y tabú, Freud vuelve a abordar el problema de la
antinomia entre sexualidad y civilización, problema que nunca
renunció a juzgar fundamental. Es indudable que las exigencias
de la propia conservación explican en parte la represión, en la
medida en que las pulsiones sexuales amenazan comprometer
este objetivo. Ello llevaría a considerar que la oposición manifes­
tada por la civilización respecto a la sexualidad es, en alguna
medida, una expresión de la organización colectiva de defensa
contra los riesgos mortales que la sexualidad hace correr al hom­
bre. Si el goce está prohibido, es porque sería mortal.
Pero Freud no llegó al extremo de hablar explícitamente del
carácter mortífero de la sexualidad para el sujeto, aunque su
oposición pulsiones sexuales - pulsiones del Yo parezca implicar
tal carácter. Se mostró más bien inclinado a referir a las pulsiones
del Yo las tendencias destructivas, bajo la forma del odio: «El Yo
odia, detesta, persigue con la intención de destruirlos a todos
aquellos objetos que son para él fuente de sensaciones de dis­
placer y que significan una frustración de la satisfacción sexual o
de la satisfacción de las necesidades de conservación».1Aquí está
aludiendo Freud a lo que por otra parte denomina Yo-placer,
antes de que su transformación en Yo-realidad lo condujera a
1. «Pulsions et destins des pulsions», Métapsyckologie, p. 41.
ED UCA CION Y DESARR OLL O

sublevarse contra las exigencias de la pulsión sexual. «Puede


incluso sostenerse que los verdaderos prototipos del odio no
provienen de la vida sexual sino de la lucha del Yo por su conser­
vación y afirmación.»' Las pulsiones del Yo pueden apuntar a la
destrucción de lo exterior, pero lo que amenaza al Yo mismo es
la sexualidad. En Introducción al psicoanálisis, Freud concibe el de­
sarrollo de la humanidad según el mismo modelo que el desarro­
llo del individuo: «En cuanto a la fuerza que ha impuesto el
desarrollo a la humanidad, y cuya acción sigue ejerciéndose en la
misma dirección, sabemos cuál es, se trata también de la priva­
ción impuesta por la realidad o, para llamarla por su verdadero
gran nombre, la necesidad que emana de la vida, la Ananké»}
Freud no llegó, pues, a dar el paso que habría constituido el
reconocer algo fundamentalmente mortífero en la sexualidad
humana. En Introducción al psicoanálisis, lo que percibe en el origen
tanto de la evolución de la humanidad como del desarrollo del
individuo es la necesidad de adaptarse a la realidad para sobre­
vivir: a la hostilidad de la naturaleza debe el hombre su evolu­
ción. La causa de la represión que afecta a la sexualidad en la
civilización sería la necesidad del malthusianismo por un lado y
del trabajo por el otro, y no el peligro que representa en sí misma
la sexualidad. Freud vuelve aquí a un tema ya desarrollado, y sin
embargo agrega la hipótesis de una herencia filogenética que
determinaría la evolución del individuo. Las influencias actuales
no le parecen suficientes por sí solas para explicar las caracterís­
ticas de la evolución que se observa en el niño: «Ambos desarro­
llos, el de la libido y el del Yo, en el fondo no son más que
legados, repeticiones compendiadas de los desarrollos que la
humanidad entera ha recorrido a partir de sus orígenes y que se
extiende a lo largo de un extenso período».3 Pero aquello que el
individuo hereda, de todos modos tiene que adquirirlo de nuevo.
«Debido, probablemente, a que las condiciones que antaño im­
pusieron la adquisición de una particularidad dada siguen persis­
tiendo y ejerciendo su acción en todos los individuos que se
suceden.»3 Pero «estas condiciones, que antaño fueron creado­
ras, se han tornado provocadoras».3 El carácter excesivo de la
2. P, 334.
3. Introduction a la psychanalyse, p. 334.
restricción sexual en la civilización y en la educación, que Freud
continúa denunciando, quizá se debería a la existencia de esa
herencia filogenética que forzaría al individuo a imponerse re­
nunciamientos en otro tiempo necesarios pero hoy perimidos, y
que desbordan sus fines. El modo mismo según el cual se lleva a
cabo la autorrestricción de la sexualidad, la represión, constitui­
ría un residuo arcaico de las fases de desarrollo por las cuales
debió pasar la humanidad. El hecho de que la ontogénesis repro­
duzca la filogénesis proporcionaría una explicación del carácter
inadaptado de ciertas peculiaridades de la evolución del indi­
viduo.
Freud volverá con frecuencia a esta hipótesis de una herencia
filogenética para dar cuenta de las aberraciones que constata en
el seno de la civilización y también en el desarrollo individual.
Pero si bien no alude a ella en Introducción al psicoanálisis, que data
de 1915, fue en Tótem y tabú, escrito en 1912, donde precisó la
índole de ese «legado» que aún pesa sobre la humanidad de hoy.
Es la hipótesis que invocará en última instancia en El malestar en la
cultura para explicar los rigores del Superyó. En cierto modo
constituye el símbolo de la insuficiencia de toda tentativa de
explicación para dar cuenta de nuestro malestar. Freud no se
limitó a denunciar los excesos de la coartación de la sexualidad
por la civilización y en particular por la educación. Su carácter
inadaptado, que acaba chocando con sus propios fines, rubrica la
naturaleza sintomática de esa coartación y, en tal carácter, in­
cumbe a la interpretación analítica. La moral civilizada y la edu­
cación parecen obrar en favor de la represión, provocándola y
reforzándola, y llegando así a chocar con el objetivo de adapta­
ción a la realidad que en principio les es propio. Su influencia se
presenta, pues, como una traba para el progreso del proceso
secundario en el aparato psíquico, progreso inseparable del de la
humanidad y que, por el contrario, deberían proponerse asegu­
rar. Así, la civilización y las prácticas educativas parecen hacer
causa común con la represión. Las prácticas educativas en par­
ticular, como hemos dicho, están determinadas por las propias
represiones del educador referidas a la parte infantil de su sexua­
lidad; Freud declara que si la represión hace al meollo de nuestra
civilización, de su moral, de sus prácticas educativas, es que hace
al fundamento de la civilización misma. Esta se ha edificado
sobre una primera represión, y la humanidad está obligada, de
generación en generación, a repetirla.
Tótem y tabú forma parte de los ensayos de Freud en psicoaná­
lisis aplicado. Intenta allí la elucidación analítica de ciertas for­
maciones de la psicología colectiva cuyo testimonio fue recogido
por la etnología. Dos de tales formaciones retuvieron particular­
mente la atención de Freud a causa de su relación con la expe­
riencia analítica: los tabúes, por la semejanza que presentan con
ciertos síntomas de la neurosis obsesiva, y el totemismo, por sus
relaciones con la exogamia, es decir, con la prohibición del in­
cesto. Tanto desde el punto de vista sociológico como desde el
psicológico, esta prohibición, de la que Freud descubrió que
corresponde a un deseo inconsciente común a todos los hom ­
bres, es un enigma: ¿por qué se prohíbe el hombre lo que consti­
tuye su deseo más antiguo y profundo? Ni la sociología de su
época, ni la psicología, ofrecían una respuesta. «Mientras que
para la explicación del miedo al incesto también se podía contar
con la elección entre causas sociológicas, biológicas y psicológi­
cas, donde a su vez los factores psicológicos eran tan sólo modos
de manifestación de las fuerzas biológicas, al final del análisis se
ve uno obligado a suscribir la resignada admisión de Frazer:
ignoramos el origen del miedo al incesto y tampoco sabemos en
qué dirección debemos buscarlo. Ninguna de las soluciones del
enigma propuestas hasta ahora nos parecen satisfactorias.»4
El problema es capital para los psicoanalistas. La prohibición
del incesto está en el centro tanto de la neurosis como del
desarrollo normal del individuo. Ya en Sobre una degradación general
de la vida erótica, Freud le atribuía la responsabilidad de las limita­
ciones de la capacidad de goce sexual en el hombre. El problema
del disfuncionamiento de la sexualidad humana, que Freud no
cesa de enfrentar, parece pender de ella.
Freud empieza por esclarecer la relación entre totemismo y
exogamia a partir de la analogía entre el totemismo —es decir, la
existencia de un animal que representa al clan rodeado de
prescripciones y prohibiciones— y las fobias infantiles de anima­
les en las que el psicoanálisis aprendió a ver el efecto de un
4. Tótem et tabou, París, Payot, 1973, pp. 144-145. «Tótem y tabú», O.C., II
(p. 1.745).
desplazamiento del miedo inspirado por el padre. «Si el animal
totémico no es otra cosa que el padre, obtenemos en efecto lo
siguiente: los dos mandamientos capitales del totemismo, las dos
prescripciones tabú que constituyen su núcleo, a saber, la prohi­
bición de dar muerte al tótem y la de desposar a una mujer
perteneciente al mismo tótem, coinciden en cuanto a su conte­
nido con los dos crímenes de Edipo, quien dio muerte a su padre
y desposó a su madre, y también coinciden con los dos deseos
primitivos del niño, cuya represión insuficiente o su despertar
configuran quizás el núcleo de todas las neurosis.»5
De este modo, las causas que determinan el complejo de
Edipo individual serían asimismo origen de ciertas instituciones
sociales. Confrontando estos primeros resultados con la hipóte­
sis de Darwin según la cual la humanidad primitiva habría vivido
en hordas dominadas por el macho más viejo, monopolizador de
las mujeres en detrimento de los machos jóvenes, Freud a su vez
emitirá, sobre el estado primitivo de la sociedad, una hipótesis
que, según dice, «puede parecer caprichosa pero presenta la
ventaja de realizar, entre series de fenómenos aislados y separa­
dos, una unidad hasta entonces insospechada».6 Los hermanos
miembros de la horda, rebelados contra la tiranía del padre, se
habrían asociado para matarlo y después comerlo, realizando a
través de este último acto su identificación con él, al incorporar­
se su fuerza. Este acto, del cual la comida totémica, la primera
fiesta de la humanidad, sería conmemoración, habría significado
el punto de partida, dice Freud, de las organizaciones sociales, las
restricciones morales y las religiones.
Este asesinato condujo a los hijos a imponerse como expia­
ción el mismo renunciamiento que el padre imponía por la fuer­
za, vale decir, el renunciamiento a la posesión de las mujeres de la
horda. La ley tomó así el lugar ce la coerción. El padre muerto
«pasó a ser más poderoso de lo que nunca lo había sido en vida».7
Por otra parte, el mismo arrepentimiento llevó a crear un susti­
tuto del padre, el tótem , encarnado por un animal al que estará
prohibido dar muerte. La creación del tótem representa una

5. Ibíd., p. 152.
6. Ibíd., p. 162.
7. Ibíd., p. 164.
repudiación del acto asesino, que con ello queda reprimido, al
mismo tiempo que la comida totémica —el levantamiento ritual
de la prohibición de matar al tótem y la consumición colectiva de
éste— representa la conmemoración del asesinato y el retorno de
lo reprimido.
Sin embargo, el arrepentimiento no debió ser la única fuente
de la instauración de estas prohibiciones. La rivalidad de los
hombres de la horda por la posesión de las mujeres y el ejercicio
del poder arriesgaba no tener salida, y debió dejar sitio a un pacto
entre los hermanos —posibilitado justamente por su común re­
mordimiento— según el cual cada uno renunciaba a sus deseos
de omnipotencia, a la posesión de todas las mujeres y a acaparar
el poder: «Nunca más podía ni debía nadie alcanzar la omnipo­
tencia paterna, que era el fin primitivo de cada uno».* Este pacto
culminó en el reemplazo del padre real y todopoderoso por la
Ley, que hereda esta omnipotencia, Ley ante la cual todos son
iguales. La prohibición del asesinato se extendió a todos los
miembros del grupo, cada uno de los cuales adquiría el derecho a
la vida mediante su renuncia a las mujeres del grupo.
Las leyes así instituidas a partir del asesinato primordial, leyes
de prohibición del incesto y del asesinato, y que reglamentan el
ejercicio del poder, son el fundamento de todas las sociedades
humanas, inducidas de este modo a imponer la renuncia a los
deseos más poderosos de cada uno y en particular a la elección
incestuosa de objeto, lo cual constituye «la mutilación más san­
grienta impuesta quizá con el correr del tiempo a la vida amorosa
del ser humano».9 La civilización sería de algún modo la organi­
zación colectiva de la expiación de ese asesinato primordial, el
intento de saldar la deuda así contraída, pero intento destinado al
fracaso: cada generación estaría forzada a transmitir este legado
negativo a la generación siguiente. Pero Freud subraya, por otra
parte, que no puede haber sociedad sin el pacto de renuncia­
miento que la Ley instituye. El conjunto de los fenómenos psí­
quicos que la teoría psicoanalítica designa como complejo de
Edipo, y por el cual pasa todo niño a lo largo de su desarro­
llo, correspondería a la reminiscencia en el individuo de aque-
8. Ibíd., p, 170.
9. Malaise dans la civilisatton, p. 55-
líos acontecimientos fundadores de la historia de la humanidad.
Así, pues, la humanidad, a través de sus instituciones, perpe­
tuaría lo que está en su fundamento. La sociedad sería de algún
modo la memoria viva del crimen cuyo recuerdo fue reprimido.
Cada ser humano tendría que habérselas con esa deuda original, y
debería aceptar a su vez los renunciamientos que se impusieron
los hermanos de la horda. Cada cual es inducido a ello a través de
su paso por el complejo de Edipo, sufriendo una doble determi­
nación. Por un lado, la de una herencia filogenética que formaría
parte de su patrimonio genético —la «memoria» de estos aconte­
cimientos originales, que lo obligaría a repetirlos; por el otro, las
condiciones de actualización de este programa «innato» serían
provistas por la estructura familiar en la que el niño es introduci­
do, estructura que formaría parte del retorno de lo reprimido,
siendo ella misma una conmemoración de tales acontecimientos
primitivos: «La familia se ha convertido en una reconstitución de
la horda primitiva de antaño en la que los padres han recuperado
gran parte de los derechos de que gozaban en esa horda».10 La
estructura familiar, transmitida de generación en generación por
el complejo de Edipo, perpetuaría el argumento original.
La existencia, postulada por Freud, de una transmisión here­
ditaria —en el sentido biológico— de lo atinente al aconteci­
miento, es a todas luces problemática. Freud no lo niega, pero los
propios hechos, dice, fuerzan a esta suposición, ya que la trans­
misión directa por la tradición no la explica en grado suficiente.
En efecto, el recuerdo del asesinato del padre primitivo cayó bajo
el golpe de la represión; lo que la tradición transmitió son forma­
ciones sintomáticas constituidas a partir del retorno de lo repri­
mido, y si bien perpetúan su huella, lo hacen a la manera de la re-
negación. Lo que la religión, por ejemplo, transmite, es la imagen
de un padre omnipotente y eterno.
La propia existencia de una estructura familiar que recordaría
la organización de la horda primitiva no puede explicar, por sí
sola, la constancia y fijeza de las reacciones psíquicas observadas.
La intensidad que éstas presentan, su carácter desmesurado en
relación con las circunstancias reales, exigen una explicación
suplementaria que Freud no cree poder hallar de otro modo que
10. Tótem et tabou, p. 171.
formulando la hipótesis de una herencia filogenética. Tiempo
después, en Moisés y la religión monoteísta, rehúsa dejar a un lado
esta hipótesis, aun cuando tenía conocimiento de la negación,
por la biología, de la herencia de caracteres adquiridos.11 «Cuan­
do estudiamos las reacciones a los traumas precoces suele sor­
prendernos comprobar que no se deben exclusivamente a los
acontecimientos sucedidos, sino que derivan de éstos de una
manera mucho más acorde con el prototipo de un acontecimien­
to filogenético; sólo se explicarían por la influencia de aconteci­
mientos de esta clase. El comportamiento de un niño neurótico
para con sus padres, cuando sufre la influencia de los complejos
de Edipo y de castración, presenta una multitud de reacciones
semejantes que, consideradas en el individuo, parecen irrazona­
bles, y sólo se tornan comprensibles si se las considera bajo el
ángulo de la filogénesis, enlazándolas a las experiencias vividas
por las generaciones anteriores.12
En Tótem y tabú Freud considera sin embargo la existencia de
otro modo de transmisión, distinto a la tradición oral o a la
herencia biológica, y que resultaría de la comunicación directa de
los inconscientes entre sí, de suerte que «no hay procesos psíqui­
cos más o menos importantes que una generación sea capaz de
hurtarle a la que le sigue».13 El inconsciente de cada cual sería
capaz de descifrar el sentido oculto de las costumbres e institu­
ciones, es decir, de corregir las deformaciones que ocasionan en
la verdad histórica. Así, pues, el inconsciente de cada individuo
estaría formado en alguna medida a partir del inconsciente de las
generaciones anteriores; conservaría en cierto modo intacto su
contenido, para transmitirlo a la generación siguiente. Este patri­
monio sería entonces tanto más inalterable cuanto que perma­
necería inconsciente: como demostró el psicoanálisis en el caso
de las neurosis, las representaciones que se hallan en el origen de
los síntomas son inaccesibles a toda influencia, e indestructibles
en cuanto que permanecen inconscientes.
Curiosamente esta hipótesis, que se apoya en un fenómeno de­
bidamente constatado en el marco de la experiencia analítica, no
11. Moise et le monothéisme, París, Gallimard, 1967, p. 135. «Moisés y la religión
monoteísta: tres ensayos», O.C., III (p. 3.241).
12. Ibíd., p. 1 34.
13. Tótem et tabou, p. 182.
parece haber incitado a Freud a ahorrarse la de una herencia bioló­
gica del complejo de Edipo. Freud tampoco extrajo en ese momen­
to todas las consecuencias, principalmente en cuanto a la educa­
ción, de la existencia de una comunicación entre inconscientes.
Dado el poder de las representaciones inconscientes en la
determinación de los comportamientos, tal comunicación de
inconscientes debe revestir una importancia capital para com­
prender las modalidades de la influencia de los padres y educado­
res sobre el niño. El inconsciente de los educadores puede consi­
derarse más determinante para el desarrollo del niño que la
acción e’ducativa concertada. Lo esencial del proceso educativo
escapa, así, al dominio de los educadores, en la misma medida en
que éstos son gobernados por motivaciones inconscientes. No es
sólo que la salida del complejo de Edipo, a causa de su relativa
independencia respecto a las circunstancias reales, no puede ser
eficazmente controlada por el educador; además este último, por
lo que respecta a su influencia en la evolución del niño, no es
dueño de sus elementos más determinantes.
Estos hechos limitan en igual medida las esperanzas que pue­
de inspirar una reforma de la educación. Cualesquiera que sean
los métodos educativos utilizados, parecen tener escasa impor­
tancia frente a la parte incontrolable que cumple la influencia del
inconsciente. Esto justifica la aspiración de Freud de que los
educadores reciban una formación analítica que les permita, de
un lado, comprender mejor al niño y, del otro, ejercer, emplean­
do el método psicoanalítico, una acción correctiva sobre su desa­
rrollo psíquico.
Pero sólo a partir de 1925, en su prefacio al trabajo de A. Aich-
horn,14 hace Freud hincapié en el valor profiláctico de un psico­
análisis para el propio educador, más aun que para el niño, Freud
detalla este punto en las Nuevas lecciones introductorias al psicoanáli­
sis', por entonces había puesto de relieve la importancia que
ejerce el Superyó del educador, o sea de un elemento en gran
parte inconsciente de su personalidad, en su comportamiento
respecto al niño, «En general, estos últimos [padres y educado­
res] obedecen, para la educación de los niños, a las prescripcio­
nes de su propio Superyó. Cualquiera que haya sido la lucha
14. S.E. XIX, p. 274.
trabada entre su Superyó y su Yo, frente al niño se muestran
severos y exigentes. Han olvidado las dificultades de su propia
infancia, y les satisface poder ahora identificarse con sus propios
padres, aquellos que en otro tiempo los sometieron a duras
restricciones. El Superyó del niño no se forma, pues, a imagen de
los padres, sino a imagen del Superyó de éstos; se colma del
mismo contenido, se convierte en el representante de la tradi­
ción, de todos los juicios de valor que de este modo subsisten a
través de las generaciones.»15
El Superyó inconsciente sería entonces uno de los más efica­
ces vehículos de la tradición. Siendo el Superyó el heredero del
complejo de Edipo, la forma en que los padres vivieron su pro­
pio complejo no puede carecer de efecto sobre las modalidades
del paso de sus hijos por éste. Se podría emitir la hipótesis de que
no son únicamente las modalidades particulares de este complejo
las que inconscientemente se van transmitiendo de una genera­
ción a otra, sino que sus características esenciales, inmutables, se
transmiten igualmente por la misma vía.
Freud rechaza no obstante esta hipótesis, y mantiene hasta el
final la condición de una herencia biológica. Es indudable que la
sola transmisión de Inconsciente a Inconsciente del recuerdo del
acontecimiento primordial, el asesinato del padre, prototipo del
complejo de Edipo, no le parece apta para explicar la fijeza de
estas modalidades ni la intensidad de las reacciones afectivas que
la acompañan. En efecto, el Inconsciente sufre, a pesar de todo,
la influencia de las circunstancias exteriores. El argumento ori­
ginal que el complejo de Edipo reproduce no habría podido
conservarse en toda su pureza a través de las generaciones su­
cesivas.
La inverosimilitud de la hipótesis de una transmisión genética
de las huellas mnémicas dejadas por acontecimientos ocurridos
hace milenios, no es el único problema suscitado por la hipótesis
freudiana del asesinato del padre primitivo. También el valor
histórico de semejante argumento es altamente discutible. La
hipótesis darwiniana de una humanidad primitiva que habría
vivido en hordas estuvo lejos de ser confirmada por los estudio­
sos de la prehistoria. Sin embargo, Freud sostuvo hasta el final la
15. Nouvelles conférences sur la psychanalyse, pp. 90-91.
necesidad de su hipótesis; incluso con el tiempo fue expresando
cada vez menos dudas acerca de la realidad histórica de ese asesi­
nato original, como lo atestiguan Moisés y la religión monoteísta y El
malestar en la cultura. Tótem y tabú, uno de los trabajos más critica­
dos de Freud, también fue de aquellos hacia los que mayor apego
demostró. Incluso consideró, mientras lo redactaba, que era la
mejor obra que hubiese escrito nunca, según lo prueba la carta
dirigida a Ferenczi el 4 de mayo de 1912.16 Esto nos impone la
tentativa de comprender el lugar de algo que consideramos es un
mito en la teoría freudiana.
Como ya dijimos, lo que impone a Freud la formulación de
esta hipótesis es la existencia en el niño de una fase de su evolu­
ción durante la cual desarrolla sentimientos tiernos respecto a su
madre, acompañados por hostilidad y miedo respecto al padre. El
conjunto de estas reacciones afectivas que constituyen el com­
plejo de Edipo hallan su expresión en ciertos fantasmas típicos
(escena de seducción, escena primaria de coito entre los padres,
amenaza de castración), omnipresentes cualesquiera que sean los
acontecimientos realmente vividos por el niño: fantasmas in­
conscientes que sólo la investigación analítica pone al descubier­
to. Según Freud, únicamente la herencia puede dar cuenta del
carácter estereotipado, inmutable, de estas manifestaciones. En
El hombre de los lobos, Freud hace derivar el complejo de Edipo de
los «esquemas filogenéticos que el niño trae al nacer, esquemas
que, semejantes a “categorías” filosóficas, cumplen el papel de
“clasificar” las impresiones aportadas luego por la vida».17 «Me
inclino a pensar, añade, que son precipitados de la historia de la
civilización humana.»11 El complejo de Edipo correspondería ala
priori, al mismo título que las categorías kantianas de la razón
pura. Freud sin embargo, como buen empirista, hace derivar
aquello que la experiencia vivida no alcanza para explicar a nivel
individual, de las marcas dejadas por la experiencia vivida por la
especie; el a priori en el individuo sería la herencia de lo que para
la especie fue a posteriori. Esta postura es discutible. Si se hubiera
atenido a Kant, Freud tal vez hubiese errado menos.
En estas categorías filosóficas que imponen al niño la ordena­
16. E, Jones, La vie et l'oeuvre de Freud, T. II, p. 372.
17. Cinqpsychanalyses, p. 418.
ción de su experiencia ¿cómo no reconocer lo que Lacan llamará
el orden simbólico que constituye el lenguaje? No hay necesidad
alguna de que el niño lo traiga consigo al nacer. Está apresado en
él, en efecto, desde antes de su llegada al mundo. Pero será a
través de la relación triangular edípica como accederá a él en
cuanto sujeto, al precio de su división. Hacen falta tres términos
para que se instaure un orden simbólico, «y puede decirse que al
insistir para que el análisis de la neurosis fuera siempre devuelto
al nudo del Edipo, Freud no aspiraba a otra cosa que a asegurar lo
imaginario en su concatenación simbólica, porque el orden sim­
bólico exige tres términos por lo menos».18
Pero a propósito del complejo de Edipo, Freud evoca también
la analogía con la fijeza de un comportamiento instintivo. Cual­
quiera que fuese su origen, la experiencia analítica pone en evi­
dencia la pregnancia de este esquema con respecto a lo vivido, tal
que «allí donde los acontecimientos no se adaptan a él, éstos
sufren en la imaginación una reestructuración».19 Los fantasmas
colman las lagunas de la realidad.
La comparación entre las modalidades del trabajo analítico en
el transcurso de la cura individual, y el desarrollo por el cual
desemboca Freud en la hipótesis del asesinato del padre original,
quizá pueda aclararnos la función de dicha hipótesis en la teoría
freudiana. En el transcurso de la cura el trabajo analítico consis­
te, a partir del material provisto por los síntomas, recuerdos y
asociaciones del paciente, en reconstruir la historia de éste, que
se ha vuelto lacunaria a causa de las represiones, en especial la de
los comienzos de su desarrollo. El análisis culmina en la recons­
trucción de los acontecimientos infantiles, cuyo recuerdo even­
tualmente podrá no ser recuperado nunca sin que ello pueda
poner en tela de juicio la validez de la reconstrucción. Freud
compara este trabajo con el del arqueólogo, que deduce las
partes faltantes de un edificio a partir de los vestigios que de él
subsisten.2® En El hombre de los lobos, se expone en detalle este
trabajo de reconstrucción que desemboca en el establecimiento
18. J. Lacan, Ecrits, París, 1966, p. 414.
19. Cinq psychanalyses, p. 418. «Historia de una neurosis infantil (caso de!
“Hombre de los Lobos”)», O.C., II (p. 1.941).
20. Cf. en particular «Constructions dans l’analyse» (1937), S.E. XXIII, p.
255. «Construcciones en psicoanálisis», O.C., III (p. 3-365).
de una sucesión cronológicamente rigurosa de acontecimientos
de la niñez de su paciente, de los que Freud señala que poco
importa si no han sido reales.?1 Aunque hayan sido puramente
fantasmáticos, sin embargo no pudieron producirse más que en
las fechas determinadas por la construcción, y sólo pudieron
poseer tal contenido determinado, no otro. Para la evolución del
individuo, la realidad psíquica tiene el mismo valor que la reali­
dad material.
En Tótem y tabú Freud se dedica, respecto a la historia de la
humanidad, a un trabajo de reconstrucción análogo al que se
efectúa durante la cura individual. El mismo emplea el término
construcción. «El establecimiento del estado primitivo siempre
resulta ser, pues, asunto de construcción.»22 Las mismas exigen­
cias que en la cura del «hombre de los lobos» lo conducen a
suponer que determinado acontecimiento tuvo que ocurrir en
determinada fecha, lo llevan a postular la existencia de un parri­
cidio en los orígenes de la humanidad. Se podría decir que,
también aquí, poco importa que ese acontecimiento fuese real o
no: todo sucedió como si efectivamente hubiera tenido lugar. Es
necesario postularlo, en tanto que sólo esta hipótesis permite
llenar las lagunas de la historia de la humanidad, Es la única pieza
que permite completar el rompecabezas, por retomar una ima­
gen utilizada por el propio Freud.
Pero también se podría decir que el mito del asesinato del
padre original tiene por función, más que colmar un vacío, mar­
car sencillamente el lugar de un agujero. Freud siempre recurre a
esta hipótesis cuando todas las demás fallan en cuanto a explicar
la impotencia del hombre para gozar de su vida. En El malestar en
la cultura, por ejemplo,23 Freud imputa en última instancia al
parricidio original los rigores de los renunciamientos exigidos
tanto por la civilización como por el Superyó individual, respon­
sables de la insatisfacción y a la vez de la culpabilidad que pesa
sobre el conjunto de los hombres. La insatisfacción remite a la
prohibición del incesto, al imposible goce de la madre, al senti­
miento de la transgresión, al inconsciente anhelo de muerte

21. Cmqpsychanalyses, p. 419.


22. Tótem et tabou, p. 119, nota 2.
23. P. 89.
hacia el padre, por el cual el sujeto contrajo una deuda que jamás
podrá saldar: doble aspecto de la misma falta que engendra el
orden simbólico.
El mito de Tótem y tabú puede ser considerado como la ilustra­
ción simbólica de lo que el ser humano debe pagar como precio
de su humanidad. «Lo que has recibido de tus padres, adquiérelo
para poseerlo.» Esta adquisición exige un sacrificio: el del goce y
el de la omnipotencia simbolizada por el falo, como indica el
complejo de castración. Pero el sacrificio de que se trata es
simbólico, y se refiere a algo imaginario. No por prohibido es
imposible el goce para el hombre: «No es la ley misma lo que le
traba al sujeto el paso hacia el goce, ella hace solamente de una
traba casi natural un sujeto trabado. Pues es el placer el que
aporta al goce sus límites».24 «Es la mera indicación de ese goce
en su infinitud la que implica la marca de su prohibición, y, por
constituir esa marca, implica un sacrificio: el que cabe en un
único y mismo acto con la elección de su símbolo, el falo.»25 Es el
orden simbólico el que engendra la perspectiva de ese goce
infinito, que no es otro que la imagen de aquello que colmaría el
lugar de la hiancia propia del deseo.
Así como el mito de Tótem y tabú pretende reconstituir histó­
ricamente el paso del estado de naturaleza a la cultura, el comple­
jo de Edipo utiliza una referencia mítica para dar cuenta del
proceso de aculturación del pequeño ser humano. El interés de
Tótem y tabú estriba en la revelación de la función formadora,
estructurante, del complejo de Edipo, aprehendido por Freud
primeramente a través de sus efectos nocivos y generadores de
neurosis. A través del complejo de Edipo el niño accede a un
mundo específicamente humano, es decir, en términos lacanea-
nos, al orden simbólico.26 Cuando Freud enuncia27 que la ontogé­
24. J. Lacan, Ecrits, p. 821. Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1978, p. 333.
25. Ibíd., p. 822. Escritos 1, p. 333.
26. Ibíd., p. 277: «La ley primordial es pues la que, regulando la alianza,
sobrepone el reino de la cultura al reino de la naturaleza entregado a la ley del
emparejamiento. La prohibición del incesto no es sino su pivote subjetivo» [...].
«Esta ley se da pues a conocer suficientemente como idéntica a un orden de
lenguaje. Pues ningún poder sin las denominaciones de parentesco tiene alcance
de instituir el orden de las preferencias y de los tabús que anudan y trenzan a
través de las generaciones eí hilo de las estirpes». Escritos 1, p. 97.
27. En El malestar en la cultura (por ej.), p. 100.
nesis reproduce la filogénesis, es decir, que el proceso de desarro­
llo o de educación del individuo reproduce el proceso de civiliza­
ción, lo que está expresando es la necesidad, para el hombre en
ciernes, de pagar el precio de su integración en el orden simbóli­
co donde se encuentra apresado.
Si esta integración se cumple a través del complejo de Edipo,
le esencial del proceso educativo depende de él. Su éxito estará
condicionado a la salida del complejo. En la medida en que el
educador tiene la misión de favorecer el acceso del niño a la
humanidad, es decir, su integración en el orden simbólico, su
tarea es precisada por el descubrimiento de la función del com­
plejo de Edipo. Pero ello no la facilita. En efecto, las condiciones
que determinan la buena o mala salida de la prueba edípica
quedan en la sombra. Es más bien aquí donde se sella la impoten­
cia del educador: lo esencial escapa a su control. El complejo de
Edipo es la piedra de toque de la empresa educativa.
Tótem y tabú no aspira sólo a dar cuenta de las modalidades del
desarrollo individual, sino también a poner en claro lo que Freud
llamaba incompatibilidad entre sexualidad y civilización. Si se lo
toma en serio, ya que no al pie de la letra, es preciso concluir que
no puede haber sociedad que promulgue el derecho al goce, pues
ella no se funda sino en la ley que lo prohíbe. Pero siguiendo al
mito de cerca es imposible no advertir que la prohibición de la
ley viene a ocupar el lugar de una imposibilidad, representada
míticamente por la fuerza coercitiva del padre. La prohibición no
hace más que fijar su marca significante en el lugar de lo imposi­
ble que la muerte del padre pone al desnudo. Desde este momen­
to, ninguna reforma, así como ninguna mitigación de las costum­
bres, puede abrir la esperanza de una reconciliación. La antino­
mia es fundamental.
EL NARCISISMO

Nuevos elementos aportados por la experiencia psicoanalíti­


ca conducirán a Freud a formular apreciaciones nuevas sobre las
modalidades del desarrollo del niño y a elaborar una nueva «me-
tapsicología», en cuyo marco la oposición entre pulsiones sexua­
les y pulsiones del Yo es sometida a revisión.
A partir de 1906, los descubrimientos de los discípulos de
Freud en Zurich, resultantes de la aplicación de la técnica psico-
analítica a las psicosis, a los que se agregan los que el propio
Freud realizó al estudiar el caso Schreber, le llevaron a la elabora­
ción del concepto de narcisismo, al que correspondería un modo
particular de investidura libidinal que surgiría en un momento
dado del desarrollo del individuo para constituir, a través de
diversas transformaciones, una de las constantes de su organiza­
ción pulsional. En la psicosis este tipo de investidura sería par­
ticularmente manifiesto, en la medida en que, habiendo desapa­
recido todos los otros modos de investidura, éste sería el único
subsistente.
El concepto de narcisismo, que apareció por vez primera en la
obra de Freud con Observaciones psicoanaltticas sobre un caso de para­
noia autobiográficamente descrito (1911), es objeto de una más amplia
elaboración en el artículo Introducción al narcisismo (1914), donde
también se examinan sus implicaciones teóricas. El narcisismo
designa la investidura libidinal del Yo en tanto que es tomado
como objeto por la pulsión sexual. Correspondería, en la historia
del desarrollo individual, a un estadio intermedio entre el auto-
erotismo y la elección de objeto, y Freud lo denomina narcisismo
primario u originario. La investidura ulterior del objeto por la
pulsión sexual resultaría de un desplazamiento del Yo como
objeto hacia un objeto exterior. Sin embargo, sólo una parte de
esa investidura es cedida a los objetos: «Fundamentalmente, la
investidura del Yo persiste, y se comporta respecto a las investi­
duras de objeto como el cuerpo de un animálculo protoplasmáti-
co respecto al seudópodo que ha emitido».1 Por otra parte, la
libido puede separarse del objeto y retornar al Yo. En este senti­
do, el objeto exterior y el Yo serían intercambiables.
Sin embargo, el narcisismo primario —es decir, la relación
entre el Yo y la porción de libido que sigue estándole afectada—
padece modificaciones a lo largo del desarrollo. A la investidura
primaria del Yo corresponde el sentimiento de omnipotencia del
niño.2 Este es severamente cuestionado por la experiencia vivida,
las comparaciones que es movido a efectuar, las críticas de los
padres y educadores. Por último, el complejo de castración desa­
loja al niño de esta posición.2 Su Yo no puede pretender ya a la
perfección en virtud de la cual se ofrecía como objeto de satis­
facción para la libido. Para reemplazarlo, el sujeto formará un
ideal por el cual intentará recobrar la perfección narcisística
primera. Se esforzará en satisfacer su narcisismo en tanto que Yo-
i.dealpero este ideal le acarrea al mismo tiempo la exigencia de
conformarse a él esforzándose por llenar la distancia con respec­
to a su Yo real. En efecto, dicho ideal no hereda únicamente las
perfecciones del Yo primitivo (al que corresponde el Yo-ideal:
Idealich), sino que se construye a partir de las críticas y exigencias
de los padres y educadores (a lo cual corresponde el Ideal-del-yo:
Ich-ideal). Bajo este aspecto, incita al yo a realizarlo. Mientras se
cumple esta diferenciación en el interior del yo, surge la concien­
cia moral encargada de preservar al Yo-ideal y de apreciar la
diferencia entre el Yo y el Ideal-del-yo.
Esto mueve a Freud a reconsiderar el mecanismo de la repre­
sión. A partir de ahora deja ésta de ser concebida como resultan­
te de un conflicto entre las pulsiones sexuales y las de autocon-
servación, y se la entiende como efecto de la formación del ideal,
es decir, de un conflicto entre la libido narcisista (la parte de

1. «Pour introduire le narcissisme», La vie sexuelle, p. 83- «Introducción al


narcisismo», O.C., II (p. 2.017).
2. Ibíd., p. 97.
investidura de las pulsiones sexuales que se fijó originariamente
sobre el Yo) y la libido objetal (la parte de investidura de las
pulsiones sexuales que no tienen al Yo por objeto). «La repre­
sión, hemos dicho, proviene del Yo, y podríamos añadir: de la
autoestimación del Yo.»3 En nombre de su ideal será conducido
el Yo a reprimir las representaciones incompatibles con él a fin
de preservar la satisfacción narcisista.
Si la represión puede explicarse a partir del solo juego de las
pulsiones sexuales, ¿es ahora necesario mantener la existencia de
las pulsiones de autoconservación, cuyo rol en la dinámica psí­
quica ya no es posible distinguir? ¿No habrá que suponer, a la
manera de Jung, un solo tipo de energía psíquica indiferenciada
que no sería originariamente sexual pero que estaría en condi­
ciones de ponerse al servicio de fines diversos, entre ellos los
sexuales? La pregunta es doble: por una parte remite a la posibi­
lidad de reemplazar el dualismo de las pulsiones por un monis­
mo pulsional, con la perspectiva final de una armonía psíquica
que al menos la teoría analítica ya no vendría a interceptar; por
otra parte, la pregunta apunta a la importancia que cabe acordar
al rol de la sexualidad en el psiquismo. En el caso de que fuera
posible minimizarlo, y ésta es la esperanza de Jung, el carácter
escandaloso del psicoanálisis, que hace derivar de la sexualidad
los intereses psíquicos más «elevados», se vería con ello propor­
cionalmente reducido.
Lo que aquí sé halla en juego es el sentido del descubrimiento
analítico. Freud dirigió todo su esfuerzo a tratar de preservarlo.
En Introducción al narcisismo reafirma la necesidad de mantener una
concepción dualista de las pulsiones, y para ello se apoya en
consideraciones biológicas: el individuo es al mismo tiempo un
fin para sí mismo y un medio para la supervivencia de la especie,
simple «eslabón de una cadena a la cual está sujeto»/ La sexuali­
dad es uno de sus fines, pero por otro lado se lo puede considerar
como simple apéndice de su plasma germinativo, «como el por­
tador mortal de una sustancia quizá inmortal».5 Los fines de la

3. «Introduction au narcissisme», La vie sexuelle, p. 98. «Introducción al narci­


sismo», O.C., II (p. 2.017).
4. La vie sexuelle, p. 85.
5. Ibíd., pp. 85-86.
especie no son los del individuo, e incluso pueden ser contrarios
a ellos. El dualismo pulsiones de autoconservación - pulsiones
sexuales en la teoría analítica, responde a esa dualidad de función
biológica susceptible de transformarse en una oposición. La pul­
sión sexual es la fuerza psíquica que encarna, en el fondo del
individuo, aquello que lo supera y que puede forzarlo a hacer
caso omiso de los intereses de su conservación. Aunque Freud ya
no explique la represión por un conflicto de esta índole, no
quiere renunciar a ponerle un nombre, en la teoría analítica, a
aquello que desgarra al sujeto, tironeado entre su bien y algo que
es «más fuerte que él». Lo que Freud intentó conservar, para
seguir siendo fiel a lo demostrado por la experiencia psicoanalíti­
ca, es la idea de una diferencia de naturaleza entre las fuerzas que
obran en el psiquismo, de tal modo que no tendrían en común
terreno de encuentro (lo que expresó al hablar del oso blanco y la
ballena) donde poder equilibrarse y hasta armonizarse. De esta
alteridad radical, que torna imposible la relación entre aquellas
fuerzas, resulta ese algo irremediablemente cojo en el psiquismo
humano que Freud trató de explicar con 3a oposición proceso
primario-proceso secundario.
La oposición libido del Yo-libido de objeto nos pone frente a
una fuerza única de la cual sólo sus fines pueden entrar en
contradicción. Freud muestra a propósito del amor que el narci­
sismo saca provecho en ello: el objeto exterior es puesto simple­
mente en el lugar del Yo o del Ideal-del-yo. El conjunto funciona
según el principio de los vasos comunicantes: lo que el narcisis­
mo pierde de un lado lo recupera del otro.
Es verdad que las relaciones entre libido del Yo y libido de
objeto no siempre funcionan de una manera tan armoniosa.6
Pero en lo que atañe a la naturaleza del conflicto entre la libido
del Yo y la libido objetal el texto de Freud no resulta claro. Si se
asimila libido de objeto y amor, desaparece toda posibilidad de
conflicto. El propio Freud nos lo dice,7 se ama ya sea a lo que se
nos asemeja o se asemeja a nuestro ideal —en cuyo caso el objeto
viene a ocupar el lugar del Yo, en espejo, y la satisfacción sigue
siendo narcisística—, ya sea a quien nos cuida y nos protege, y en
6. Ibíd., pp. 102, 103.
7. Ibíd., p. 95.
este caso el término del amor es todavía el Yo: el objeto de amor
tiene por misión satisfacer los intereses del Yo. Parecería enton­
ces que lo que entra en contradicción con la libido del Yo no es el
amor. Es necesario suponer, para que haya conflicto, otra forma
de libido de objeto, otro tipo de relación erótica con el objeto
distinto al de la relación amorosa, la cual nunca apunta a otra
cosa que al Yo o a su imagen: una relación capaz de atentar
contra esta imagen.
La relación entre autoerotismo y narcisismo primario quizá
sea susceptible de esclarecer la naturaleza de esa libido no narci­
sista. En el autoerotismo que precede al narcisismo primario las
pulsiones sexuales se satisfacen, con independencia las unas de
las otras, en el cuerpo propio, que aún no se halla constituido
como unidad.8 En cuanto al narcisismo primario, éste supone que
tal unidad que constituye el Yo está realizada.8 Así, pues, el Yo
sería la imagen que unifica las partes del cuerpo que están en
juego en el autoerotismo. Esto es lo que da a entender Freud en
Duelo y melancolía (1916), donde parece hacer derivar la formación
del Yo de una identificación con el otro. «El Yo es ante todo un
Yo corporal; no es solamente un ser de superficie, sino que él
mismo es la proyección de una superficie.»9 «En última instancia
el yo es un derivado de sensaciones corporales, principalmente
de las que nacen de la superficie del cuerpo. Puede ser conside­
rado como una proyección mental de la superficie del cuerpo,
paralelamente al hecho de que representa la superficie del apara­
to psíquico.»10 Existiría así, por un lado, la investidura libidinal
de lo que en último extremo no sería sino la imagen de una
totalidad, y, por el otro, una forma de investidura que pone en
juego a las partes del cuerpo, disolviendo la unidad imaginaria de
éste. El conflicto entre las dos clases de investidura consistiría en
la amenaza de destrucción que representa la investidura corres­
pondiente a la pulsión parcial, amenaza que pesa sobre el Yo en
cuanto unidad imaginaria del cuerpo. A esta amenaza correspon­
derían los fantasmas de fragmentación cuya constancia la expe­
riencia psicoanalítica puso al descubierto.
8. Ibíd., p, 84.
9. «Le Moi et le Qa», Essais de psycbanalyse, p. 179. «El Yo y el Ello», O.C., III
(p. 2.701).
10. «Le Moi et le £a», S.E. XIX, p. 26, nota 1.
La interpretación que acabamos de dar de lo que Freud desig­
na como conflicto entre libido del Yo y libido objetal, fue tom a­
da del desarrollo de Lacan a partir del estadio del espejo. En
Freud no encontramos una rigurosa distinción entre la libido de
objeto como amor narcisista del otro, y el modo de investidura
del objeto exterior por la pulsión parcial que implica la disolu­
ción de su totalidad. Fue esencialmente la elaboración posfreu-
diana del concepto de objeto parcial (Abraham y Melanie Klein)
lo que permitió la elucidación de la naturaleza del conflicto entre
estas dos especies de investidura gracias a la distinción entre el
objeto de amor —constituido por una persona como totalidad—
y el objeto de la pulsión —representado por una parte del cuerpo.
No obstante, si bien el término objeto parcial no aparece en
Freud, la idea se halla presente cuando estudia los objetos a que
se dirigen las pulsiones parciales (senos, heces, pene) y las equiva­
lencias entre dichos objetos.11 Asimismo, cuando habla de elec­
ción de objeto o de amor de objeto se trata explícitamente de
persona «total». Sin embargo, la oposición entre el todo y la
parte no es expresamente deslindada por Freud.
En la expresión libido de objeto, el término objeto debería
tomarse más bien en el sentido amplio de objeto exterior (parte
del cuerpo o persona como totalidad), con exclusión del Yo, y
esto obliga a Freud a distinguir el caso en que la libido de objeto
satisface al narcisismo, es decir, se halla conforme con el Yo, y
aquel en que le es contraria, sin elucidar más la naturaleza de esta
oposición.12
Parecería que, sin traicionar el pensamiento de Freud, pode­
mos reemplazar tal oposición entre una investidura libidinal con­
forme al Yo y otra que lo contradice, por la existente entre el
amor (que, como Freud muestra a las claras, se reduce al amor
propio) y el deseo. Lo que se observaría en la represión es el
renunciamiento a un deseo por amor a una imagen de sí mismo
(como indica el término Idealich) más conforme al anhelo de la
instancia parental, que el sujeto busca complacer.

11. «Sur les transpositions des pulsions...», La viesexuelle, pp. 106 y sig. «Sobre
las transmutaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal», O.C., II
(p. 2.034).
12. La vie sexuelle, p. 103.
Si, como enuncia Freud repetidamente, el amor es uno de los
principales motores de la educación, ello responde al hecho de
que preserva la satisfacción narcisista. Freud, sin embargo, no
renunció a mantener entre los móviles de la represión el juego de
las pulsiones de autoconservación, vale decir, las exigencias de
satisfacción de las funciones vitales. El niño, desarmado ante el
incremento de la tensión nacida de las necesidades no satisfechas,
busca en el amor de los padres la garantía de una protección ante
este peligro. Aquí el amor no es solamente aquello que satisface
al narcisismo, sino también aquello que preserva del desasosiego
orgánico creado por la necesidad. El ejemplo del amor por apo­
yo, que se dirige al que alimenta y protege, echa un puente entre
el elemento narcisista de la libido y las pulsiones del Yo, y
justifica la no eliminación de las pulsiones de autoconservación,
que corresponden a las necesidades fisiológicas, del juego de
fuerzas psíquicas. El narcisismo y la presión de la necesidad
pueden conjugarse para producir la represión de las mociones de
deseo que no están al servicio del Yo. Los deseos serían sacrifica­
dos al amor propio en sentido amplio.
En la época de Introducción al narcisismo, el dualismo pulsiones
del Yo - pulsiones sexuales no ha sido abolido (Freud, por otra
parte, lo mantendrá siempre). Pero su importancia aparece dis­
minuida por la atención prestada a una oposición, determinante
para la represión, entre dos orientaciones de la libido. Se está
frente a una doble división: entre pulsiones sexuales y pulsiones
del Yo por un lado, y por el otro libido del Yo y libido de objeto.
Las relaciones que mantienen unas y otras atenúan su oposición,
pero no explican suficientemente la escisión entre los modos de
funcionamiento radicalmente heterogéneos que se observan en
el psiquismo. Si Freud colocó del mismo lado —el de las pulsio­
nes de vida— a las pulsiones sexuales y a las del Yo, y les opuso la
pulsión de muerte, fue para describir mejor la extraña índole de
los fenómenos inconscientes. La pulsión de muerte está encarga­
da de representar en la teoría analítica lo que, del inconsciente,
revela pertenecer a un registro radicalmente ajeno a toda función
vital. A estos motivos cabe añadir la consideración de fenómenos
que ponen en cuestión el principio de placer: los que Freud
engloba bajo el concepto de automatismo de repetición.
¿Cuáles fueron las aportaciones de la introducción del con­
cepto del narcisismo al conocimiento del proceso educativo? He­
mos visto que en Introducción al narcisismo, Freud hacía derivar de
las transformaciones padecidas por el narcisismo primario la
constitución de un ideal que reemplaza al Yo primitivo como
objeto de satisfacción. La formación de ese ideal está determina­
da, añade, por las críticas y exigencias de los padres y educadores,
que le conferirán sus características. Constituirá después el mo­
delo que el Yo se esforzará en realizar para la satisfacción de la
libido narcisista. La conciencia moral nacerá de la diferencia en­
tre el Yo y su ideal.
Las modalidades presentadas por la influencia de la educación
en la formación del individuo aparecen aquí en su aspecto positi­
vo y no ya únicamente negativo. Para el educador ya no se trata
exclusivamente de coartar las tendencias molestas, de empujar al
abandono del principio del placer, sino de proponer al niño un
modelo con cuya realización pueda satisfacerse. Parecería que el
educador pudiese, al menos en este dominio, dar a los aconteci­
mientos el cariz deseado. De cualquier forma, las precisiones que
Freud aportó ulteriormente sobre las modalidades de la forma­
ción del Ideal-del-yo, muestran que aquí también los procesos
escapan en gran parte al dominio del educador.
En relación con Los dos principios del funcionamiento mental, el
texto sobre el narcisismo añade la precisión del papel que cum­
plen las pulsiones sexuales, con la forma de libido narcisista, en la
formación del individuo. Las pulsiones del Yo no son las únicas
fuerzas determinantes para el desarrollo: el narcisismo es un
factor poderoso de evolución, y está en el centro de la formación
de lo que llamamos personalidad. Es igualmente un poderoso
agente sojuzgador de las pulsiones sexuales parciales. Esta cons­
tituye además su cara negativa, que aparece en el análisis bajo la
forma de la resistencia.
El descubrimiento del narcisismo desemboca en la teoría freu-
diana en la constitución de la segunda tópica y en la descripción
de los diferentes tipos de identificación en los que se basan la
formación del Yo y del Superyó por diferenciación con respecto
al Ello. Freud hace derivar la formación del Yo de una primera
identificación al padre, previa a toda elección de objeto, identifi­
cación asimilable a una incorporación oral. Esta identificación no
es todavía de tipo narcisista, pero es fundadora del narcisismo. La
libido narcisista que entonces se constituye pasará a ser libido de
objeto al separarse en parte de ese Yo nuclear. Las identificacio­
nes ulteriores resultarán del retorno de la libido sobre el Yo, y la
condición de este retorno residirá en la asimilación por el Yo de
los rasgos tomados, ya sea al objeto de amor, ya sea al rival en la
relación amorosa. El objeto es reemplazado por una identifica­
ción: «La identificación ha tomado el lugar de la inclinación
erótica; ésta se ha transformado, por regresión, en identifica­
ción».15 La constitución del Yo resulta, pues, de la historia de sus
elecciones de objeto, debido a la propiedad de la libido narcisis­
ta de transformarse en libido objetal e inversamente. El Yo se
constituye por préstamos heteróclitos tomados a los objetos de
amor o a los rivales, y Freud subraya su carácter combinado.14
Freud atribuye a identificaciones incompatibles entre sí los casos
de doble personalidad, que no son más que la exageración de las
características normales del Yo.15
Freud también describe en términos de identificación los
efectos estructurantes del complejo de Edipo y de la formación
del Superyó. En el mejor de los casos, la investidura erótica de la
madre por el niño es abandonada en provecho de una identifica­
ción al padre, rival de éste, identificación que viene a reforzar la
identificación primitiva, que había estado en el origen de la
formación del Yo. Pero esa identificación presenta rasgos pecu­
liares: no consiste solamente en una asimilación, por el Yo del
niño, de rasgos tomados del padre, sino que culmina en la forma­
ción de una instancia distinta del Yo: el Ideal-del-yo, a imagen del
padre, ideal que por lo demás supone un carácter imperativo,
forzoso respecto al Yo, que Freud designa con el término de
Superyó, y que se expresa bajo la forma de un mandamiento: «Sé
así» (como tu padre), duplicado en la prohibición: «No seas así»
(como tu padre), «dicho de otro modo, no hagas todo lo que él
hace; hay muchas cosas que sólo a él le están reservadas»,16 lo que
corresponde a la prohibición del incesto.
Esta identificación posee además un valor normativo sobre el
1}. «Psychologie collective et analyse du Moi», Essais de psycbanalyse, p. 128.
«Psicología de las masas y análisis del Yo», O.C., III (p. 2.563).
14. «Le Moi et le Qa», Essais de psycbanalyse, p. 198.
15. Ibíd., p. 199.
16. Ibíd., p. 203.
plano sexual: corresponde a la asunción por el niño de su sexo
biológico, condición de su acceso ulterior a la sexualidad genital.
Si bien la formación del Ideal-del-yo y del Superyó presenta una
faz narcisista, marca igualmente la entrada del niño en el registro
de la Ley. La función del narcisismo en el complejo de Edipo no
se limita a la constitución del Ideal-del-yo; ante todo juega un
papel esencial en el abandono de la relación erótica con la madre.
Precisamente, el niño es conducido a ello a través del complejo
de castración, vale decir, por la inquietud de preservar la integri­
dad de su órgano fálico, en el que se concentra su libido narcisis­
ta. El amor narcisista por la parte de su tuerpo considerada más
valiosa prevalece sobre el apego erótico a la madre y lleva a
renunciar a él.17
De este modo el psicoanálisis permite elucidar la bien cono­
cida función de modelo, de ejemplo, que desempeñan los padres
y educadores. Sólo a partir del juego de transformaciones de la
libido de objeto y de la libido narcisista asimila el niño los rasgos
de las personas que le rodean y se apropia sus exigencias. Duran­
te el período de latencia, son los profesores y generalmente las
personas encargadas de educar al niño quienes ocuparán para él
el lugar de los padres, en particular del padre, y quienes hereda­
rán los sentimientos que el niño experimentaba hacia éste a la
salida del complejo de Edipo. Los educadores, investidos de la
relación afectiva primitivamente dirigida al padre, se beneficia­
rán con la influencia que éste ejercía sobre el niño y así podrán
contribuir a la formación de su Ideal-del-yo.
En Sobre la psicología del colegial (1914), Freud apunta por añadi­
dura que la adquisición de conocimientos depende estrechamen­
te de la relación del alumno con sus profesores, que reproduce el
tipo de relación con el padre instaurada por el niño a la salida del
período edípico: «Para muchos, dice, el camino que llevaba a la
ciencia pasaba por el profesor».18 Así, pues, las técnicas pedagó­
gicas de transmisión de conocimientos quedan relegadas a un
segundo plano con respecto a la relación personal heredada del
complejo de Edipo. Freud señala en este texto que dicha heren­
17. «La disparition du complexe d’Oedipe», 1924, La vie sexuelle, p. 120. «La
disolución de! complejo de Edipo», O.C., III (p. 2.748).
18. S.E. XIII, p. 241.
cia, que incluye aspectos positivos, no carece de inconvenientes.
Los sentimientos de admiración y apego transferidos del padre al
profesor se acompañan de sentimientos de hostilidad antaño di­
rigidos al padre en razón de su rol de aguafiestas de la vida
pulsional del niño. AI conmemorarse el cincuentenario de su
antiguo liceo Freud dice, hablando de su relación y la de sus
condiscípulos de antaño con sus profesores: «De entrada nos
hallábamos igualmente inclinados al amor y al odio, a criticarlos
y a respetarlos».19 Los profesores heredan los residuos de la
situación edípica. En este texto Freud hace hincapié en la impor­
tancia decisiva de la salida del complejo de Edipo para la prose­
cución de la educación: «La naturaleza y cualidad de las relacio­
nes de un niño con las personas de su sexo y del sexo opuesto ya
han sido fijadas en el curso de los seis primeros años de su vida.
Ulteriormente puede desarrollarlas y orientarlas en determina­
das direcciones, pero ya no puede desembarazarse de ellas».20
Así, pues, por obra del complejo de Edipo, lo esencial del proce­
so educativo se juega en la relación del niño con sus padres, y
esto mismo limita el papel ulterior de los educadores. La suerte
está echada, ya no se trata sino de utilizar lo mejor posible el
turno de dar las cartas, a saber, lo que llaman los dones del niño.
El conocimiento que el psicoanálisis aporta al educador sólo
le permite medir los límites de su poder... y comprender y excu­
sar las reacciones con que tropieza. «Si no se tiene en cuenta
nuestra vida infantil y familiar, nuestra conducta respecto a los
maestros es no sólo incomprensible sino también inexcusable»,21
dice Freud alegando por el perdón a favor del niño.
Otros textos dan a entender sin embargo que la influencia de
que dispone el educador después de los padres no es desdeñable,
ya que Freud cree útil ponerlo en guardia contra la tentación de
modelar al niño en función de sus propios ideales y le prescribe
respetar sus disposiciones y posibilidades22 (también dirige la
misma alerta a los psicoanalistas). Las exigencias desmesuradas
por parte del educador amenazan ser desfavorables para el niño,

19. S.E. XIII, p. 242.


20. Ibíd., p. 243.
21. S.E. XIII, p. 244.
22. S.E. XII, p. 331.
que va a acentuar, para tratar de adecuarse a ellas, la diferencia
entre su Yo y un ideal que se ha vuelto inaccesible. El Ideal-del-
yo, que requiere la sublimación, no puede obtenerla por la fuer­
za, y tan sólo puede traer como consecuencia la represión y la
neurosis. Parecería que el poder del educador nunca se manifies­
ta tanto como cuando es nocivo; ¿o será que, al menos en materia
de educación, sólo hay poder para perjudicar?
Pero el aviso de Freud puede ser entendido de otro modo si se
atiende al hecho de que él lo profiere precisamente a propósito
del ideal. Freud bien podría estar apuntando al narcisismo del
propio educador, y su advertencia consistiría en remarcar que el
educador (como el psicoanalista) no debe buscar satisfacer su
propio narcisismo tratando de realizar su ideal a través del niño al
que tiene la tarea de educar. Así, pues, Freud buscaría refrenar al
educador en la pendiente de una identificación narcisista al niño.
Por otra parte, en Introducción al narcisismo, es ya en ese lugar del
Yo-ideal de los padres donde Freud sitúa al niño (His Majesty
the baby),n quien será investido por ellos de la tarea de realizar
el ideal al que ellos mismos debieron renunciar.
Sin duda, uno de los perjuicios de la educación reside particu­
larmente en esa investidura narcisista del niño: en el hecho de
que éste ocupe un lugar en el deseo del educador y de los padres,
lugar alienante en todos los sentidos del término. El niño es
amado y querido por sus padres y por el educador como otro, no
como él mismo. No sólo como alter-ego de la relación narcisista,
como Yo-ideal, sino también como objeto de goce para la pul­
sión anal, o como apéndice por el cual la madre trata de satisfacer
su envidia del pene (como lo atestigua la ecuación inconsciente:
niño=pene=heces, indicada más tarde por Freud).” Que el niño
pueda ser para su madre una fuente de satisfacciones compensa­
torias, y que este tipo de relación sea nociva para él, esto Freud ya
lo había señalado en 1907, en La moral sexual «cultural» y la nerviosi­
dad moderna.
Los padres y educadores no son, por lo tanto, seres desencar­
nados preocupados por el exclusivo bien del niño. Sus deseos y
fantasmas gravitan con todo su peso en la práctica educativa,
23- La vie sexuelle, p. 93.
24. «Les transpositions des pulsions...», La vie sexuelle, p. 106 y sig.
Además, Freud indica en otra parte que la severidad educativa
suele poseer el valor de una revancha sobre la sufrida en otro
tiempo por el propio educador.25
Es sin duda por la alienación del niño en el deseo de sus padres
y educadores por lo que deben explicarse las exigencias morales
excesivas que el niño hace suyas y bajo las cuales sucumbe en su
esfuerzo por satisfacer los anhelos parentales. Desde el comienzo
produjo el psicoanálisis un escándalo al revelar el papel de la
sexualidad en la formación del niño, destruyendo con ello el
mito de la pureza infantil. Pero lo que también puso al descubier­
to es que la relación sexual entre el niño y sus padres y educa­
dores tiene un doble sentido: que las intenciones de estos últi­
mos no son más «puras» que el niño que les sirve de objeto
sexual. En este sentido, la teoría de la seducción, en los comien­
zos del psicoanálisis, nunca perdió toda actualidad. Ella contiene
una parte irrebasable de verdad en tanto que los fantasmas de los
niños, que ponen en escena intentos de seducción por parte de
sus padres, responden a su posición efectiva en el deseo de éstos.
Sin embargo, debe observarse que si bien Freud ofreció todos
los elementos que permiten descubrir la importancia que cumple
en la educación y el desarrollo del niño el valor erótico que
representa para sus padres y educadores, en ninguna parte extra­
jo explícitamente las consecuencias que ello trae en la educación.
Es cierto que recomienda el psicoanálisis como medida profilác­
tica para los educadores, y esto más expresamente en sus últimas
obras. Pero casi siempre invoca, para justificar este consejo, el
interés que implica para el adulto comprender al niño al que está
educando.
En cambio es sorprendente ver con qué insistencia alertó
Freud, tanto a los educadores como a los analistas, contra el
ideal, y más precisamente contra la tentación de encarnar ellos
mismos ese ideal a expensas del educado o del analizado, o de
querer que éstos adopten su propio ideal. «El orgullo educativo
es tan poco deseable como el orgullo terapéutico.»24 «Hemos
rehusado categóricamente considerar como un bien propio nues­
tro al paciente que demanda nuestra ayuda y se pone en nuestras
25. Nouvelles conférences, pp. 90-91.
26. «Conseils aux médecins», 1912, La techniquepsycbanalytique, p. 70.
manos. No buscamos edificar su destino ni inculcarle nuestros
ideales, ni tampoco modelarlo a nuestra imagen con el orgullo de
los creadores, lo cual nos resultaría muy agradable»,21 precisa
más adelante a propósito de la tarea del analista. Que el analista
pueda ocupar, así fuese a su pesar, el lugar del Ideal-del-yo de su
paciente, constituye a los ojos de Freud «un obstáculo más a la
acción del análisis, cuyo fin consiste no en volver imposibles las
reacciones mórbidas sino en dar al Yo la libertad de decidirse en
un sentido o en otro».28
Leyendo textos tan poco equívocos, puede sorprender que
ciertas tendencias del psicoanálisis hayan creído poder respaldar-
se-en Freud para fijarle a la cura la meta de la identificación del
paciente con el analista. Ni siquiera cabe decir que semejante
interpretación descanse en una confusión entre la labor analítica
y la labor educativa, ya que Freud también pone en guardia al
educador contra una tal concepción de su misión. El fin que
Freud asigna a la educación implicaría más bien una destitución
de esta función del ideal.
En Sobre la psicología del colegial, Freud muestra que el primer
desprendimiento del niño con respecto al padre, es decir, su
destitución del lugar del ideal, lo abre a la influencia de personas
exteriores a la familia que podrán venir a ocupar el lugar dejado
libre por la «caducidad» paterna. Indica por otra parte que el
niño sólo es definitivamente adulto cuando ha llegado a despren­
derse de todos los sustitutos del padre, lo cual significa que nadie
puede venir a ocupar ya para él el lugar del ideal, que nadie puede
ser idealizado por él.29 Pero a este desprendimiento respecto al
padre y sus sustitutos corresponde una caducidad de la función
del ideal mismo (para Freud la ética no es una ética del ideal sino
de lo real). La verdadera moral no consiste para Freud en la
promoción de un ideal elevado, destinado por definición a per­
manecer tanto inaccesible como irrealizable, y que no conduce
más que a una relación engañosa con uno mismo y con el otro. El
ideal, y la idealización de la realidad que él implica, son resorte de

27. «Les voies nouvelles de la thérapeutique psychanalytique», 1918, ibíd.,


p. 138. «Los caminos de la terapia psicoanalítica», O.C., III (p. 2.457).
28. «Le Moi et le £a», Essais de psycbanalyse, p. 223, nota 1.
29. S.E. XIII, p. 244.
la ilusión e incluso del desconocimiento. Mueve al Yo a imaginar­
se mejor de lo que es o a exigir de sí más de lo que puede, y, en
definitiva, a la hipocresía.30 Puede culminar en la represión si se
revela necesario para el sostén de la ilusión de la moralidad; es
decir, a fin de cuentas, puede culminar en la neurosis. En la
relación con el otro, que el sujeto puede estar tentado de colocar
en el lugar de su ideal, esto conduce también a una sobrestima-
ción engañosa puramente imaginaria. La satisfacción narcisista
descansa desde el inicio en una ilusión. Primeramente la de la
omnipotencia del Yo primitivo, y después sobre una imagen de
perfección puramente imaginaria, el Yo-ideal. El mismo Ideal-
del-yo se elabora a partir de las cualidades prestadas al padre o a
sus sustitutos, y resulta de una sobrestimación basada en la ilusión.
Cuando Freud, en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra
y la muerte, y después en El porvenir de una ilusión, exhorta a la
educación a renunciar al apoyo en la ilusión y dejar sitio a la
realidad, en ello puede verse el deseo de que la educación cese de
conferir la primacía al narcisismo, hasta el presente utilizado, y
reforzado, como principal sostén de una educación que hasta
entonces se había orientado a la supresión de las pulsiones sexua­
les consideradas molestas. El paso del Yo-placer al Yo-realidad
consistiría precisamente en esa superación de cierto modo de
satisfacción narcisística. También contra el narcisismo debe lu­
char el analista cuando procura levantar la represión, con la cual
choca el tratamiento psicoanalítico bajo la forma de la resisten­
cia. Así, pues, ideal y narcisismo deberían ser situados de un
mismo lado, aquel que Freud designa con el término ilusión, por
oposición a lo que llama unas veces verdad, otras realidad, y en
ocasiones necesidad, y cuya significación en su obra aún tenemos
que poner en claro.

30. Cf. «Considérations sur la guerre er sur la mort», Essais de psycbanalyse,


p. 247. «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte», O.C., II
(p. 2.101).
LO REAL Y LO IDEAL
LA PULSION DE MUERTE Y LO REAL

«La teoría psicoanalítica admite sin reservas que la evolución


de los procesos psíquicos está regida por el principio del placer.»1
Así comienza Más allá del principio del placer. Sin embargo, dos
páginas más adelante Freud pone esta hipótesis en tela de juicio:
«¿Pero es acaso exacto hablar del papel predominante del prin­
cipio del placer en la evolución de los procesos psíquicos? Si así
fuera, la enorme mayoría de nuestros procesos psíquicos ten­
drían que verse acompañados de placer o conducir al placer,
mientras que la mayor parte de nuestras experiencias están en
flagrante contradicción con esta conclusión. Estamos así forza­
dos a admitir que una fuerte tendencia a adecuarse al principio
del placer es inherente al alma, pero que ciertas fuerzas y circuns­
tancias se oponen a esa tendencia a tal punto que el resultado
final puede perfectamente no ser siempre conforme con el prin­
cipio del placer».2
Si la búsqueda de su bienestar es la meta del ser vivo, como
parecen probarlo, además de la filosofía a partir de Aristóteles,
«los hechos de nuestra observación cotidiana»,3¿cómo es posible
que corrientemente se observe el fracaso de tal empeño? Esta es
la paradoja que Freud encontró perpetuamente en el seno de su
experiencia y que, en 1921, intenta una vez más elucidar.
La teoría analítica ya trató de dar cuenta, en efecto, de dicha

1. «Au-dela da principe de plaisir», Essais de psychanalyse, p. 7. «Más allá del


principio del placer», O. C, III (p. 2.507).
2. Ibíd., pp. 9 y 10.
3. Ibíd., p. 7.
paradoja: el principio del placer puede ser desbaratado por las
exigencias del mundo exterior. La realidad no se presta siempre a
la satisfacción directa e inmediata de las pulsiones que, en ciertas
circunstancias, amenazarían con poner en peligro al organismo.
El principio del placer debe ceder la plaza al principio de reali­
dad, en cuyo nombre las pulsiones de autoconservación propor­
cionarán la energía necesaria para la contención de las pulsiones
peligrosas (en particular las pulsiones sexuales). Aquí sólo se
trata, dice Freud, de una limitación «normal» del principio del
placer: no puede darse por descontada una armonía constante
entre el ser vivo y su medio.
En segundo lugar, entre las pulsiones obrantes en el psiquis-
mo algunas muestran ser incompatibles, durante el desarrollo del
individuo, con la evolución del conjunto. Sacrificadas (reprimi­
das), tales tendencias seguirán buscando satisfacción, pero habi­
da cuenta de la represión de que han sido objeto, dicha satisfac­
ción se traducirá en displacer. Aquí nos encontramos no ya con
un conflicto ante una realidad hostil, sino con un conflicto in-
trapsíquico que, aunque resulte parcialmente de la presión de la
realidad exterior, no se reduce a ella.
Freud da varias interpretaciones teóricas de este conflicto:
oposición de las pulsiones del Yo a las pulsiones sexuales, y des­
pués oposición entre libido narcisista y libido objetal. En este
contexto, la falta de armonía no afecta únicamente a las relacio­
nes del hombre con el mundo, sino que parece inherente al
propio funcionamiento psíquico del ser humano.
En este caso, no obstante, el displacer es la consecuencia del
conflicto de fuerzas que tienden a satisfacciones incompatibles
entre sí, lo cual no invalida el predominio del principio del
placer. La salida del conflicto puede ser considerada como un mal
menor, es decir, como una solución más o menos económica
conforme al principio del placer.
Pero esta concepción no satisface a Freud. En efecto, no
explica suficientemente un conjunto de fenómenos atestiguados
por la experiencia analítica y que parecen aberrantes desde una
concepción económica del funcionamiento psíquico: la existen­
cia de comportamientos orientados a la repetición de experien­
cias desagradables, que no suponen ninguna forma de satisfac­
ción. Algunos juegos de niños, los sueños de los neuróticos de
guerra, ciertos aspectos de la transferencia durante la cura analí­
tica, las neurosis de destino, dan fe de esa tendencia a la repeti­
ción que se afirma de manera independiente del principio del
placer. Ello conduce a Freud a emitir la hipótesis de una pulsión
de muerte, más primitiva que las pulsiones sexuales o las pulsio­
nes de conservación, y que corresponde al retorno a un estado
anterior a la vida, estado que ésta habría perturbado y que la
tendencia a la repetición apuntaría a restablecer, haciendo poco
caso del principio del placer que rige al ser vivo.
Con esta hipótesis queda aislado el aspecto destructor y co­
rrosivo que durante largo tiempo atribuyó Freud a la sexualidad,
y desde ahora Eros será concebido como una fuerza de cohesión
y de unión. El conflicto entre las fuerzas no reside ya en la
oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones del Yo, o entre
libido de objeto y libido narcisista, sino entre Eros y Tánatos.
Sin embargo, la pulsión de muerte jamás se manifiesta en
estado puro, sino siempre a través de su alianza con las pulsiones
de vida, matiza Freud en El problema económico del masoquismo (1924).
Se hace manifiesta en el dolor, señal de la transgresión del prin­
cipio del placer, guardián de la vida, dolor que el sujeto parece
perseguir como si fuera un goce. La pulsión de muerte es aquella
tendencia que culmina en el forzamiento del principio del placer,
concebido como principio homeostático de conservación del ser
vivo.
¿Qué lugar conceder, en relación con el conjunto del pensa­
miento de Freud, a esta última modificación de la teoría de las
pulsiones, y cuál es el alcance de esta nueva elaboración en lo que
atañe a la educación? Recordemos que los principales textos de
Freud sobre la educación y la civilización (Elporvenir de una ilusión
y El malestar en la cultura) son posteriores a la hipótesis de la
pulsión de muerte, y probablemente consecuencia de ella.
Al referirnos a Introducción al narcisismo, vimos que Freud fue
inducido a cuestionar, tras el descubrimiento del narcisismo,
esto es, de la existencia de una libido del Yo, la oposición pulsio­
nes del Yo - pulsiones sexuales. El Yo y la sexualidad ya no po­
dían considerarse como radicalmente opuestos, y no se podía
rechazar enteramente la hipótesis de un monismo pulsional. Sin
embargo, ésta es una hipótesis que Freud nunca estuvo dispuesto
a admitir. Sólo el dualismo, correspondiente a la hipótesis de
fuerzas antagónicas obrantes en el psiquismo, le parecía propio
para dar cuenta del carácter dividido, desgarrado de la psique
humana. La hipótesis de la pulsión de muerte permite a Freud
mantener la concepción dualista y preservar, en particular con
respecto al junguismo, la esencia de su descubrimiento. En Más
allá del principio del placer, Freud recuerda que «el inconsciente
como tal no puede ser alcanzado, y se hace oír de una manera
paradójica, dolorosa, irreductible al principio del placer. Vuelve
a poner así en primer plano la esencia de su descubrimiento, que
se tiende a olvidar».4
Según Lacan, lo que Freud promueve con la pulsión de muer­
te es la existencia de la autonomía de lo simbólico, la dimensión
del lenguaje en el hombre, que actúa como parásito en su ser de
viviente e introduce en él el registro de un más allá de la vida.
Aunque nuevo, el concepto de pulsión de muerte pone en
claro fenómenos observados por Freud desde hacía mucho tiem­
po. La introducción de este concepto le permite acentuar con
nuevo vigor cierto número de fenómenos que la experiencia
psicoanalítica revela más que cualquier otra, y que dan fe de la
existencia en el comportamiento humano de algo extraño, abe­
rrante, paradójico en relación con su ser biológico, en relación
con el hecho de que el hombre es un ser vivo; algo que no puede
ser explicado sino recurriendo a un orden de determinación que
se sitúa fuera de lo que determina al ser vivo: más allá de la vida.
Este más allá de la vida es lo que Freud denomina pulsión de
muerte, con lo que quedan aliados dos términos contradictorios;
dicha alianza designa una realidad en sí misma inconcebible,
contradictoria, o, dicho de otro modo, «imposible». La pulsión
de muerte como concepto es un monstruo lógico que, por ello
mismo, resulta apto para designar a la propia realidad humana
como monstruosa con respecto a la de los otros seres vivos.
Lacan caracteriza ese más allá de la vida como lo simbólico. Es el
lenguaje lo que constituye este orden que determina al ser ha­
blante, al ser humano, más allá de su condición de viviente; y él
instituye esa desgarradura, esa división que marca a la vez la
relación del ser humano con el mundo y consigo mismo, que
4. J. Lacan, Séminaire II, Le moi dans la théorie de Freud et dans la tecbnique de la
psychanalyse, París, Ed. du Senil, 1978, p. 84.
engendra esa hiancia que nada puede venir a colmar, de un deseo
confrontado a un imposible goce, imposible por hacer causa
común con la muerte.
Lacan especificó esa falla, esa hiancia producida por el injerto
del lenguaje sobre el ser vivo, como la inexistencia de una «rela­
ción sexual» en el ser hablante. Por obra del lenguaje, entre el
hombre y la mujer no hay complementariedad esperable de su
conjunción, no cabe esperar ninguna armonía de su unión. Son
inconmensurables. Freud atribuía a la prohibición del incesto el
hecho de que la pulsión sexual no se preste «a la reali2 ación de la
plena satisfacción»,5 es decir, a la unión con el único partenaire
que podría colmar el deseo. La única relación «posible» está
prohibida. ¿No será que la prohibición del incesto, fundamento
de todas las sociedades humanas, es lo que viene a marcar el lugar
de la imposible relación del hombre y la mujer? Lo vimos a
propósito de Tótem y tabú: en el lugar mismo de lo imposible, el
discurso enuncia una prohibición. Lo imposible es el agujero
horadado en lo Real por lo simbólico. En El problema económico del
masoquismo,6 Freud escribe que la libido encuentra a la pulsión de
muerte, que le hace de obstáculo; en términos lacaneanos, podría
decirse que la sexualidad encuentra en el ser humano a lo simbó­
lico, que la desgarra, obstruyendo la relación entre los sexos, y
que, desde ese momento, lo imposible de esta relación es lo Real
con que tenemos que habérnoslas.
A este Real intenta dar alcance la teoría analítica. En efecto,
todos los días la experiencia analítica confronta al analista con
este Real. Se puede decir que el psicoanálisis, como discurso,
constituye la tentativa de circunscribir los bordes de lo que
podría compararse a un agujero. En cuanto al agujero, a lo Real,
éste escapa a lo simbólico. Lo Real es «lo que no cesa de no
escribirse».7 El discurso sólo permite localizar, en cierto modo,
sus bordes, trazar sus contornos. Desde este punto de vista, las
diferentes etapas de la elaboración de la teoría analítica pueden
considerarse como otros tantos modos de aproximación a lo
5. «Contribution á la psychologie de la vie amoureuse», La vie sexuelle, p. 64.
«Sobre una degradación general de la vida erótica», O. C, II (p. 1.710).
6. «Problfeme économique du masochisme», Névrose, psychose et perversión, p. 291.
«El problema económico del masoquismo», O. C., III (p. 2.752).
7. J. Lacan, Séminaire XX, Encoré, París, Ed. du Seuil, 1975, p. 132.
Real por el discurso. Las diferentes etapas del pensamiento de
Freud no se oponen las unas a las otras; los desarrollos recientes
no invalidan a los precedentes, y cada uno constituye una manera
distinta de dar alcance a lo Real. Cada modificación de la teoría
freudiana, y en particular la última, marcada por la promoción de
la pulsión de muerte, respondería a la inquietud de Freud de no
ver debilitarse, en la teoría, lo que aspira a dar cuenta de la
rotundidad de la experiencia.
Pero al avanzar la hipótesis de una pulsión de muerte, Freud
llegó más lejos que nunca hasta entonces en la tentativa de
subrayar la radicalidad, el carácter irremisible de la aberración
del funcionamiento psíquico del hombre, condenado al desgarra­
miento, dividido entre la búsqueda de su bienestar y el imperati­
vo que lo fuerza a la persecución de un goce imposible, que sólo
alcanza a través del dolor.
En la comunidad analítica fueron muchos los que se negaron a
admitir este último resultado del pensamiento de Freud Así
como en los comienzos del análisis no se consintió en aceptar la
teoría analítica sino una vez amputada de la teoría de la libido, a
partir de 1921 la pulsión de muerte constituyó lo que los tibios
convinieron en rehusar como escandaloso. Pues bien, lejos de ser
una parte accesoria de la teoría, la pulsión de muerte puede ser
considerada como correspondiente a la esencia del descubri­
miento de Freud. Pero ésta suprime, en efecto, toda esperanza
—y de ahí su carácter escandaloso— de una armonía posible,
tanto entre el hombre y el mundo como entre el hombre y él
mismo, entre su bien y su deseo.
Sin embargo, la educación se sitúa tradicionalmente del lado
del bien. Se entiende que el educador opera por el bien de quien
se halla a su cargo. En esta perspectiva no puede sino ser enemigo
de deseos cuya esencia es de aberración con respecto al «bien».
Y ello le conduce a negar la existencia dolorosa de éste. Una
educación que la tuviera en cuenta ya no podría seguir asignán­
dose por meta el bien o la felicidad. Pero entonces, ¿cuál podría
ser su misión?
«Piense usted en el lamentable contraste entre la
radiante inteligencia de un niño sano y la debilidad
mental de un adulto medio.»
El porvenir de una ilusión (1927).
La civilización, cuya misión es proteger a los hombres contra
la naturaleza, organizar la satisfacción de las necesidades vitales y
regular las relaciones de los hombres entre sí, suscita, pese a los
servicios prestados, la hostilidad del individuo, de quien reclama
sacrificios demasiado gravosos. Tal es el punto de partida de la
reflexión de Freud-en El porvenir de una ilusión. ¿Son inherentes
estas dificultades a la esencia misma de la civilización, o bien
están ligadas a condiciones históricas particulares en cuya supe­
ración es posible confiar? «Podría creerse que sería posible una
nueva regulación de las relaciones humanas que, renunciando a
la coerción y refrenamiento de los instintos, silenciaría las fuen­
tes del descontento que la civilización inspira, de suerte que los
hombres, librados de los conflictos internos, podrían consagrarse
enteramente a la obtención y goce de los recursos naturales.»1
Freud cree poder reafirmar la ineluctabilidad de la coerción y del
renunciamiento a los instintos, que en su opinión son fundamen­
to de la civilización. Sin embargo, el problema del porvenir de la
civilización puede plantearse en esta forma: «¿Se logrará dismi­
nuir, y hasta qué punto, la carga que implica el sacrificio de sus
instintos impuesto a los hombres, reconciliar a éstos con aque-
1. Avenir ¿'une illuston, pp. 9 y 10.
líos otros sacrificios que sigan siendo necesarios y resarcirlos de
ellos?».2
Si se objeta que la gran mayoría de los seres humanos no
puede someterse más que a la coerción impuesta por una mino­
ría, se puede replicar que ello es el resultado de una organización
defectuosa de la civilización, y que las generaciones nuevas, edu­
cadas de otro modo, podrían prescindir de la coerción y consen­
tir libremente los renunciamientos indispensables para la con­
servación de las adquisiciones culturales. Freud no excluye que
una transformación de la educación permita alcanzar esta meta.
En efecto, «el hombre está dotado de las más variadas disposicio­
nes instintivas, y los acontecimientos precoces de la niñez impri­
men en ellas una orientación definitiva». Pero «esto también
explica por qué los límites en los que un hombre es educable
determinan aquellos en los cuales es posible una modificación
semejante de la cultura».3
Si lo esencial se juega en los primeros años de la vida, la
educabilidad del ser humano se ve limitada con ello en otro
tanto.
¿Qué esperanzas siguen siendo legítimas? ¿En qué medida la
educación permitiría aligerar el peso de la coerción impuesta por
la sociedad? Freud parece dejar en suspenso esta cuestión y
acomete la crítica de la religión y sus valores.
¿Para qué sirve la religión?, se pregunta Freud. Su respuesta
es clásica: para consolar. La religión pretende ofrecer una com­
pensación a los sacrificios impuestos por la civilización. Ella
apunta a exorcisar las fuerzas de la naturaleza dándoles un senti­
do, reconciliar al hombre con lo que sale de su dominio, en
especial con la muerte, y busca resarcirlo de las privaciones que
sobrelleva a causa de la civilización asignando un origen divino a
las prescripciones de ésta. Las ideas religiosas han resultado,
pues, de la misma necesidad que los otros aspectos de la civiliza­
ción: de la necesidad de defenderse contra la naturaleza, por una
parte, y de corregir las imperfecciones de la civilización, por la
otra. La satisfacción que procuran es esencialmente de índole
narcisista: la religión restaura el sentimiento de dignidad del
2. Ibíd., p. 10.
3. Ibíd., p. 12.
hombre, estropeado por la conciencia de su impotencia frente a
la naturaleza y frente a su destino.
Pero, más allá de los consuelos que aporta satisfaciendo el
narcisismo, su función social básica consiste en justificar con su
origen divino la coerción y los refrenamientos instintuales, y en
asegurar de este modo la sumisión al orden social. Así, pues, las
doctrinas religiosas serían el principal instrumento al servicio de
la coartación de las pulsiones. «Sobre ellas se ha edificado nues­
tra civilización; la conservación de la sociedad humana tiene por
premisa el que la mayoría de los hombres crean en estas doctri­
nas»,4 hace decir Freud a su interlocutor imaginario.
Ahora bien, las creencias religiosas corresponden a lo que
Freud llama «la ilusión», es decir, no necesariamente a un error
sino a una idea derivada de un deseo y destinada a satisfacerlo de
manera fantasmática. Así, pues, las ideas religiosas apuntarían a
restaurar el narcisismo infantil.
Freud no considera la religión como un simple epifenómeno.
En su opinión ella es al mismo tiempo la cima del edificio y su
fundamento, la base moral de la civilización. Esta en su conjunto
descansaría, pues, sobre el mecanismo psicológico de la ilusión; y
también sobre el de la represión si nos remitimos al análisis de
Tótem y tabú, que asigna al origen de la religión la represión del
asesinato del padre primitivo.
¿Es que la civilización no puede prescindir de este fundamen­
to? ¿No sería útil «confesar honestamente el origen puramente
humano de todas las instituciones y prescripciones de la cultura»?
«Al mismo tiempo que caería su pretensión a un origen sagrado,
cesarían también la rigidez e inmutabilidad de estas leyes y dispo­
siciones. Los hombres quedarían en condiciones de comprender
que éstas se crearon mucho menos para dominarlos que en su
propio interés, tendrían para con ellas una actitud más amistosa
y, en lugar de aspirar a abolirías,' sólo procurarían mejorarlas. Se
trataría de un importante progreso en el camino que conduce a
los hombres a reconciliarse con la presión que sobre ellos ejerce
la civilización.»5
Si la religión es «la neurosis obsesiva universal de la humani­
4. Ibíd., p. 50.
5. Ibíd., p. 59.
dad», cuyo correspondiente en el individuo sería la neurosis
infantil, ¿no cabe prever que «el abandono de la religión tendrá
lugar con la fatal inexorabilidad de un proceso de crecimiento»?5
Ya es hora, añade Freud, de «reemplazar —al igual que en el
tratamiento analítico de las neurosis— las consecuencias de la
represión por los resultados del trabajo mental racional».6
Hasta el presente, la civilización se ha edificado, pues, sobre la
represión, la renegación de la realidad y la ilusión consoladora.
Y es indudable que este fundamento no carece de vínculos con
los excesos de la restricción sociaL
El exceso principal—y aquí Freud retoma lo que había desa­
rrollado en La ilustración sexual del niño (1905)— consiste en la
prohibición del libre ejercicio del pensamiento, que obstaculiza
el advenimiento de la racionalidad. Freud ve a la religión como la
gran responsable de la prohibición impuesta al pensamiento y, a
modo de consecuencia, de lo que no vacila en calificar como
debilidad mental del adulto medio.
La represión y la ilusión, bases de la civilización, son al mismo
tiempo el fundamento de la neurosis que afecta a la humanidad
en su conjunto. Y así como la cura analítica apunta a reemplazar
la represión por la condena por el juicio y la toma de conciencia,
Freud sugiere que no es inconcebible que la civilización pueda
cambiar de bases, fundarse de aquí en adelante en la razón, y
orientarse a asegurar la primacía del intelecto rechazando la
ilusión.
Es indiscutible, concede, que los hombres son poco accesibles
a los argumentos racionales, pero «i es completamente imposible
que en gran parte sea justamente la educación religiosa la causa
de esa especie de marchitamiento» de la razón humana? «Piense
usted en el lamentable contraste entre la radiante inteligencia de
un niño sano y la debilidad mental de un adulto medio.»7
Freud vuelca sus esperanzas de llegar a la supremacía de la
razón en una transformación de la educación. En su opinión, la
pedagogía actual no apunta sino a retardar el desarrollo sexual
del niño sometiéndolo a la influencia de la religión, que le prohí­
b e toda investigación sexual so pena de castigos eternos, al mis­
6. Ibíd., p. 62.
7. Ibíd., p. 67.
mo tiempo que le impone aceptar sin crítica dogmas que no la
resistirían. «Mientras durante sus primeros años el hombre per­
manezca bajo la influencia, no sólo de la inhibición mental ligada
a la sexualidad, sino también de la inhibición mental religiosa y
de la que de ella deriva, la inhibición mental “legitimista” para
con los padres y educadores, no podremos decir qué es en reali­
dad el hombre.»8
La religión actúa en favor de la represión y de la irracionalidad
en los comportamientos humanos. Merece^ntentarse la prueba
de una educación que rechace esta orientación, una educación
que procuraría que el hombre asuma, sin el socorro de consuelos
ilusorios y del embotamiento anestesiante, «el peso de la vida, la
cruel realidad».9 A esto se le podría llamar, dice Freud, «educa­
ción para la realidad».9
La razón es ciertamente débil frente a instintos cuyo poder
demostró precisamente el psicoanálisis, pero si bien «la voz del
intelecto es baja [...] no se detiene hasta haberse hecho oír [...]. A
la larga, nada puede resistir a la razón y a la experiencia».10
Tal es el programa que asigna Freud a una educación nueva en
la que ve el remedio a los daños de la civilización: hacer frente a
la realidad rechazando la ilusión, asegurar la supremacía de la
razón sobre las fuerzas instintivas en detrimento de la represión.
Freud no fue prolijo en consejos educativos. Además, sus
críticas de la educación no se separan del juicio que la civilización
le inspira: el hecho de que sea ella la enferma amplía ciertamente
su alcance. Si bien movido por una inquietud profiláctica denun­
cia repetidamente los errores que sería conveniente evitar en la
acción educativa, raros son los textos donde indica la orientación
positiva que quisiera verle tomar. En Freud no encontramos
ningún tratado de educación. La escasez de indicaciones positi­
vas en la materia nos incita a prestar una atención particular a la
formulación de los principios a partir de los cuales querría vei
instaurarse, nos dice, una educación nueva. Sin embargo, tal
formulación produce desconcierto. Razón y realidad: ¿no es aca­
so cabalmente en su nombre como educadores y maestros nos
8. Ibíd., p. 68.
9. Ibíd., p. 70,
10. Ibíd., p. 77.
imponen su ley? ¿Es necesario ser freudiano para adherirse a
ellas? El asombro crece ante el hecho de que Freud parece consi­
derar adecuados estos principios para inaugurar una nueva era en
la civilización, y prácticas sociales y educativas en ruptura con
aquellas cuyas flaquezas experimenta. Fuera de ello, tales con­
signas no dejan de evocar en nosotros una concepción ortopédi­
ca del psicoanálisis que ve en la adaptación del sujeto a su mundo
la meta de su acción. Fácil es el deslizamiento de la «realidad»
aquí designada hacia una realidad social con la que el individuo
tendría que proponerse entrar en armonía, al cabo de una evolu­
ción cuya normalidad estaría garantizada por un feliz concurso
de la naturaleza y la educación. Enderezar las combaduras acci­
dentales de un proceso semejante, reeducar-, tal sería en esta pers­
pectiva la misión del psicoanálisis. Ciertos textos de Freud sobre
la educación podrían dar pie a esta clase de interpretación; por
ejemplo cuando escribe, en su prefacio a El métodopsicoanalítico,de
O. Pfister, que «la psicoterapia se propone hacer dar marcha
atrás a lo que, en estas dos salidas (la neurosis y la perversión) se
presta a ello, y a instituir una suerte de pos-educación (Nacherzie-
hung)».u
Educar con vistas a la realidad: ¿significa esto que la educa­
ción debe proponerse la adaptación del sujeto a la realidad,
tomada ésta en el sentido del medio circundante que, en el ser
humano, es un medio social? Tal es la interpretación que prime­
ro llega al pensamiento, y corresponde al discurso ordinario de
los educadores. ¿No sigue Freud esta dirección cuando afirma
que la educación apunta, y siempre apuntó, a asegurar la domina­
ción del principio de realidad sobre el principio del placer? Pero
si éste es cabalmente el fin de toda educación, ¿qué aportaría
Freud de nuevo al pregonar la educación para la realidad? Sin
embargo, él parece presentar efectivamente este programa como
apto para subvertir las prácticas educativas de su tiempo, cuyo
fundamento ilusorio denuncia. Si los valores de la civilización
descansan en la ilusión, si la realidad social está tejida de ilusio­
nes, entonces a lo que hay que adaptar al educado no puede ser a
esa realidad ilusoria. Tampoco podría ser una mira adaptativa,
que perseguiría cierta coaptación del sujeto y el mundo, la que
11. Gesammelte Werke, T. X, p. 449.
Freud asigna a la educación. Ni la lectura de El porvenir de una
ilusión ni la de El malestar en la cultura autorizan semejante inter­
pretación: en el horizonte de la reflexión de Freud no se perfila
ninguna armonía soñada entre el hombre y el mundo. Por el
contrario, donde insistentemente hace Freud hincapié es en la
imposibilidad que tiene el hombre de satisfacerse.
Entonces, ¿qué encubre el término realidad, y la invitación a
alcanzarla por las vías del intelecto? Si no es a la felicidad de una
armonía por fin lograda a lo que Freud nos convida, ¿qué tarea
nos asigna?
La realidad y la inteligencia cuyos derechos quisiera ver reco­
nocidos, no son asociadas por él a ninguna promesa de dicha, y lo
que nos invita a enfrentar es más bien un más allá del principio
del placer: ese más allá del placer al que dio el nombre de princi­
pio de realidad, y que reaparece también en el goce mortífero.
El contexto en el que se inscriben las consignas que Freud nos
propone es un contexto formal: excluye que se pueda encontrar
en él la expresión de un racionalismo que confiaría en las virtu­
des de la <.<Aufklárung». No es un positivismo a lo Augusto Comte lo
que suscribe cuando anhela que la humanidad se deshaga de una
neurosis religiosa que la fija además a su infancia. De igual modo,
cuando en Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte nos llama
a nuestro deber de seres vivos —volver soportable la vida—, no
nos insta a realizar nuestra felicidad, sino que nos habla de nues­
tra muerte.
Ya antes del descubrimiento de la pulsión de muerte Freud
expresaba, en términos cercanos a los que emplea en El porvenir
de una ilusión, el deseo de que la humanidad se incline ante esta
verdad, puesta al desnudo por la guerra, y que constituye nuestra
actitud inconsciente frente a la muerte: «Impenetrabilidad a la
representación de nuestra propia muerte, anhelo de muerte diri­
gido al extranjero y al enemigo, ambivalencia ante la persona
amada»;12 ésta es la «realidad psíquica» (diepsyschische Realitát) a la
que debemos hacer frente. Ya entonces a lo que aconsejaba
renunciar era a la ilusión. «¿No haríamos bien, escribe, en asignar
a la muerte, en la realidad y en nuestro pensamiento, el lugar que
12. «Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort», Essais depsychana­
lyse, p. 266.
le conviene, y prestar la mayor atención a nuestra actitud incons­
ciente frente a la muerte, esa actitud que con tanto esmero nos
aplicamos a refrenar? No sería un progreso lo que de este modo
cumpliríamos sino más bien, al menos en ciertos aspectos, una
regresión, pero al resignarnos a ésta obtendríamos la ventaja de
ser sinceros con nosotros mismos y de hacer la vida nuevamente
soportable para nosotros. En efecto, hacer la vida soportable es
la primera obligación del ser vivo. La ilusión pierde todo su valor
cuando se opone a este deber.»13
La tendencia a la represión de esta realidad psíquica, la elimi­
nación de la dimensión de la muerte en nuestra existencia, empo­
brecen la vida, a causa del renunciamiento al deseo que dicha
actitud impone. Pues bien, «sí vis vitam para mortem»: si quieres
poder soportar la vida, debes estar dispuesto a aceptar la muerte.14
«Die Erziehung zur Realitát», la educación hacia la realidad: no
es tanto a la Wirklichkeit, a la realidad efectiva —término que
Freud emplea ordinariamente para designar la realidad exterior,
social en particular, que impone sus exigencias a quien quiere
sobrevivir— a lo que debemos adecuarnos, sino que más bien se
trata de hacer frente a un Real de discordia, a la imposible
conjunción de nuestro Wohl —nuestro bienestar— y nuestros
deseos. Realitát nos parece designar aquí, más aún que las ame­
nazas que la naturaleza hace pesar sobre nosotros, la «realidad
psíquica» que constituye el inconsciente: la discordancia entre
las pulsiones, lo Real del sexo y de la muerte cuyo desconoci­
miento funda, según Freud, la realidad social, Real que la ilusión,
y la religiosa en particular, tiene por fin obliterar.13
13 . Ibíd., p. 267 .
14. Ibíd., p, 267.
15. El término Realitát, en Freud, está lejos de ser unívoco. Según el contexto
cobra valores diferentes. Las categorías lacaneanas de !o Imaginario, lo Simbólico
y lo Real nos permiten una discriminación de esos valores.
Unas veces Realitát remite al «mundo exterior» por oposición al mundo inte­
rior, psíquico, y designa una realidad tejida por el lenguaje, esencialmente efecto
de lo Simbólico.
Volveremos a hallar el término Realitát en la expresión ‘■'diepsyscbische Realitát»,
la realidad psíquica de que habla Freud a propósito de los deseos y los fantasmas,
del Wunsch (del anhelo de muerte, por ejemplo), donde la culpabilidad a él atri­
buida certifica su carácter de realidad al menos para el sujeto. Situaremos este
empleo en la intersección de lo Simbólico (el fantasma es un efecto de él) y lo
Imaginario.
Freud sustituye por una ética basada en lo real la ética tradi­
cionalmente enlazada a lo ideal, es decir, a lo imaginario. Es más
allá del principio del placer donde nos cita con esa «Realitát» que
lo desdeña, ese Real del sexo y de la muerte cuyo desconocimien­
to socialmente instituido no nos hace la vida más soportable al
prometernos el refugio de un razonable confort.
La ilusión está, como hemos dicho, al servicio de nuestro
narcisismo, que se niega a reconocer la hiancia que nos divide
irremediablemente. Lo que Freud nos invita a cumplir es una
superación del narcisismo. En efecto, el narcisismo sólo queda
resguardado al precio de la represión. La experiencia analítica
demuestra que el levantamiento de las represiones implica la
superación del narcisismo, lo cual no se lleva a cabo si no se
franquea la barrera del displacer, que opone resistencia. A esta
superación corresponde la asunción de la castración, vale decir,
de nuestra división. El principio de realidad debe ser situado en el
más allá de este movimiento. Así, pues, sería en la asunción de la
castración por la humanidad donde Freud divisa el único porve­
nir posible para la civilización. Hasta el presente la civilización se
ha colocado del lado del «Yo» y del narcisismo, a expensas de las
otras fuerzas psíquicas, cuyo desconocimiento ella ha organiza­
do. Freud desea que en lo sucesivo sean el intelecto, la razón, los
que tom en el relevo.
La Realitát que designa «die Erziehung sur Realitát», de El porvenir de una ilusión,
no puede ser reducida a las precedentes. Aquí Freud alude a lo Real, en el sentido
lacaneano, definido como lo imposible —de simbolizar, de soportar—: Real del
sexo —de ta imposible relación entre los sexos, del imposible goce de un Otro
perdido para siempre—, Real de la muerte como imposible de simbolizar pero
también (esto se anilla) Real del deseo de muerte engendrado por lo Simbólico
que nos mata al constituirnos como ya muertos.
La noción de Realitát en «Realitatprinzip » nos parece situarse en el cruce de
estos tres sentidos. El principio de realidad designa unas veces el modo de funcio­
namiento del aparato psíquico en tanto que se somete a la distinción entre el
fantasma y el mundo exterior; otras, la capacidad de vencer el displacer inherente
al reconocimiento de !a realidad psíquica como verdad; y, finalmente, el más allá
del principio del placer al que confronta lo Real en el sentido antedicho.
La realidad social, por su parte, se hallaría en la articulación de lo Imaginario y
lo Simbólico, como el fantasma y la realidad psíquica, lo que vimos a propósito de
las exigencias parentales en cuanto constituyen la primera figura de las restric­
ciones sociales y, más generalmente, de la Ananké. Pero la Ananke' no se reduce a
ellas: como destino, posee una faz puramente simbólica y otra, sin nombre, lo
Real de la muerte y del sexo, como insimbolizables.
Pero cabe preguntarse de qué poder extraerá la instancia de la
razón fuerzas suficientes para imponerse. La civilización, apoya­
da hasta ahora en la represión y la ilusión, dispone de la fuerza del
narcisismo y de las pulsiones del Yo; en definitiva, del poderoso
deseo de seguir durmiendo. Las potentes auxiliares de la razón,
¿no tendrán que ser buscadas del lado de las fuerzas que, en la
neurosis, provocan el retorno de lo reprimido y desbaratan las
defensas del Yo? ¿No será la fuerza de los deseos inconscientes
sofocados, que intentan abrirse paso?
Más allá del deseo de dormir, son los deseos de un despertar
quizá imposible los que intentan hacerse oír con la voz del inte­
lecto, voz cuya insistencia, asegura Freud, no se desdice: «La voz,
del intelecto es baja, pero no descansa hasta que se ha hecho
oír».16 ¿Cómo no evocar aquí el automatismo de repetición, por
el cual se manifiesta la insistencia de los significantes inconscien­
tes? Deseos de ser reconocidos, deseos de ser oídos, deseos in­
destructibles que los repudios repetidos no agotan unzahlig
oft wiederholten Abweisungen», dice el texto alemán—,17 desde el
origen del psicoanálisis, el empeño de Freud fue dar su primacía a
la voz que los soporta.
Tales poderes del Logos, en los que confía, son los de la verdad,
nunca impunemente desconocida y ante la cual nos apremia a
inclinarnos. Las ilusiones no nos confortan en nuestro bienestar
o malestar sino al precio de reprimirla. Lo que Freud denuncia es
que ellas tejen la trama de nuestra realidad social. La educación
para la ilusión se afana en conformar a cada cual con ella median­
te el recurso a la prohibición de pensar, donde Freud ve al mismo
tiempo el fundamento y el fin de las prácticas educativas. Y es un
espectro lo que Freud nos deja ver en ese hombre «hecho», al
que presenta frente al niño resplandeciente como la macilenta
imagen de su porvenir de educado. La tristeza, dice Lacan, es la
sanción corriente de ese pecado contra el espíritu que constituye
el rechazo del inconsciente.14 Freud, a su vez, nos recuerda la
divisa hanseática: «Navigare necesse est, vivere non necesse».19
16. Avenir d ’une illusion, S.E. XXI, p. 53.
17. Ibíd., y Gesammelte Werke, T. XIV, p. 377, Londres, 1948.
18. J. Lacan, Télévision, p. 39, París, Seuil, 1974. «Psicoanálisis-Radiofonía &
Televisión», Ed. Anagrama, Barcelona, 1977.
19. «Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort», Essais depsychanaly-
Freud quiere ver reemplazada a la represión por la condena
por el juicio. ¿ Dónde está el beneficio, nos preguntaremos, cuan­
do de lo que se trata no es de satisfacer los deseos? ¿ Ganamos con
el cambio en la sustitución de la moral corriente, basada en la
ilusión, por una ética de la verdad?
En Estudios sobre la histeria, Freud responde a la objeción for­
mulada por una paciente: más vale un infortunio banal que una
miseria histérica. Nada es más costoso, dice en otra parte, que la
enfermedad, salvo la estupidez.20
El reconocimiento de los deseos siempre posee una virtud
pacificante: éste es el principio de la cura analítica. Sobre este
mismo principio, creemos nosotros, quisiera basar Freud una
educación nueva: dejar abierto el camino al reconocimiento de
los deseos. No hay otra interpretación posible de su expresado
anhelo por ver al educador utilizar el psicoanálisis a fin de reem­
plazar la represión por la condena por el juicio: decirle no a un
deseo es reconocerlo como dicho, reconocerlo como deseo. El
sueño demuestra que el deseo puede «satisfacerse» con ello: el
deseo se «realiza» en el decir. Tal podría ser el programa de una
educación.de orientación analítica. El poder de la razón consiste,
y el psicoanálisis lo demuestra, en las virtudes de la palabra.

se, p. 255.
20. Eludes sur l'hystérie, p. 247.
EL MALESTAR EN LA CIVILIZACION

«Nos inclinaríamos a afirmar que no ha entrado en


el programa de la creación el propósito de que el
hombre sea feliz.»
El malestar en la cultura (1929).
En El malestar en la cultura, Freud vuelve una vez más al pro­
blema de las relaciones entre el individuo y la civilización. A la
luz de sus recientes elaboraciones, que lo llevaron a promover la
existencia de la pulsión de muerte, vuelve a considerar los térmi­
nos de la cuestión. Anteriormente el conflicto se reducía a la
oposición entre las pulsiones del Yo, aliadas de la civilización, y
las pulsiones sexuales, que difícilmente se ponen al servicio de lo
útil.
El nuevo dualismo que opone Eros a Tánatos produce un
desplazamiento del acento: en El malestar en la cultura, ya no es la
sexualidad sino la pulsión de muerte la que parece amenazar más
el proceso de la civilización
Freud arranca de una comprobación: la insatisfacción huma­
na, el fardo que para el ser humano constituye la existencia. Sin
embargo, de acuerdo con el principio del placer, todos los hom­
bres tienden a la felicidad: al evitamiento del dolor y a la búsque­
da de «goces intensos».1 «Y sin embargo, el universo entero está
en pugna con este programa, que es absolutamente irrealizable:
todo el orden del universo se le opone.»1
¿Cuáles son los obstáculos para su realización? El evitamiento
1. Malaise dans la civilisation, p. 20.
del dolor es ya problemático, el sufrimiento nos amenaza en
nuestro cuerpo a causa de la enfermedad y la muerte, y además el
mundo exterior es también fuente de peligros y dolores. La
búsqueda del goce no es más sencilla: «nuestra aptitud para la di­
cha está ya limitada por nuestra constitución»,2 el principio del
placer pone límites a nuestra capacidad de goce. Por lo demás,
los dos objetivos, búsqueda del goce y evitamiento del dolor, se
contrarrestan: quien desea el goce es vulnerable a los sufrimien­
tos, y el que ante todo quiere ahorrarse el dolor se priva del goce.
Pero el sufrimiento de origen social, aquel que deriva de las
relaciones entre los seres humanos, es de todos el más difícil de
soportar, en la medida en que lo creemos evitable. «No podemos
entender por qué las instituciones de las que nosotros mismos
somos autores no nos dispensarían a todos protección y favores.»3
¿Es la civilización responsable de una gran parte de nuestro
infortunio? ¿O habrá que «sospechar que también aquí se disi­
mula cierta ley de la naturaleza invencible, y que, esta vez, se
trata de nuestra propia constitución psíquica»?4 A esta pregunta
intenta dar respuesta Freud. La civilización, o sea «la totalidad de
obras y organizaciones cuya institución nos aleja del estado ani­
mal de nuestros antepasados», sirve a dos finalidades: «proteger
al hombre contra la naturaleza y regular los vínculos de los
hombres entre sí».5 Si bien se mostró eficaz en la realización de
su primer objetivo, no parece haber logrado asimismo proteger
al hombre de los sufrimientos enlazados a la vida en común con
sus semejantes.
La principal fuente de los sufrimientos padecidos por el indi­
viduo a causa de su vida en sociedad estriba en el renunciamiento
a las satisfacciones pulsionales impuesto por la civilización. «Es
imposible no advertir en qué amplia medida el edificio de la
civilización descansa sobre el principio del renunciamiento a las
pulsiones instintivas, y hasta qué punto ella postula precisamen­
te la no satisfacción (restricción, represión o cualquier otro me­
canismo) de instintos poderosos: este «renunciamiento cultural»

2 . Ibíd., p. 2 1 .
3. Ibíd., pp. 32 y 33.
4. Ibíd., p. 33.
5. Ibíd., p. 37.
(Kulturversagung) rige el vasto dominio de las relaciones sociales
entre seres humanos; y ya sabemos que en él estriba la causa de la
hostilidad contra la cual tienen que luchar todas las civilizacio­
nes.»6 Freud vuelve a abordar aquí un tema que le es familiar. ¿Es
posible hallar un equilibrio entre las reivindicaciones del indivi­
duo y las exigencias culturales? «Uno de los problemas de los que
depende el destino de la humanidad es el de saber si este equili­
brio’es realizable, o bien si se trata, por el contrario, de un
conflicto insoluble.»7
La respuesta a esta pregunta exige determinar qué fuerzas
actuaron en el comienzo del desarrollo de la civilización y empu­
jaron a los hombres a reunirse en comunidades. Freud señala dos:
en primer lugar, la necesidad de colaboración para luchar mejor
contra la naturaleza y asegurar la supervivencia. A esta necesidad
corresponden, en el plano pulsional, las pulsiones del Yo o de
autoconservación. No es nueva esta hipótesis bajo la pluma de
Freud. En Introducción alpsicoanálisis ya apuntaba que «La potencia
que fuerza a la humanidad a llevar a cabo su desarrollo es la
presión de las necesidades vitales, la necesidad: Ananke. Ella fue
un educador riguroso».8
La segunda de estas fuerzas fue la necesidad de satisfacción
genital que impulsó al macho a conservar consigo su objeto
sexual, y condujo a la formación de la familia primitiva, la de
Tótem y tabú. «De este modo Eros y Ananke se convirtieron en los
padres de la civilización humana.»9 Aquí reaparecen las mismas
potencias que Freud señalaba en el origen del proceso educativo,
en Los dos principios delfuncionamiento mental La evolución del indi­
viduo reproduce la evolución de la humanidad. Pero es la prime­
ra, a la que tuvo acceso con su experiencia de analista, la que
sirvió a Freud de modelo para describir la segunda.
En esta fase la sexualidad se halla lejos de aparecer como
enemiga de la civilización. ¿Cómo comprender entonces que
ésta, en cuya fuente se encuentran fuerzas tan poderosas, ya
que corresponden a los dos grupos de pulsiones, las del Yo

6. Ibíd., p. 47.
7. Ibíd., p, 45.
8. Introduction a la psychanalyse, p. 3 34.
9. Malaise dans la civilisation, p. 51.
y las sexuales, no haya logrado hacer felices a los hombres?
La armonía original entre sexualidad y civilización tuvo que
dejar sitio al conflicto: la comunidad entró sin duda en lucha con
la familia, que tendía a aislarse, mientras la pareja acaparaba la
energía sexual que la civilización, por su lado, procuraba desviar
hacia objetivos culturales. La prohibición del incesto constituirá
el sacrificio más importante impuesto por el proceso civiliza­
dor. Como Lévi-Strauss ha demostrado, su función es abrir la
familia a una comunidad más vasta instituyendo el intercambio
de las mujeres.
Las restricciones impuestas a las satisfacciones sexuales no se
detuvieron aquí: coartación de la sexualidad infantil, eliminación
de las perversiones, exigencia de una elección de objeto hetero­
sexual, obligación de la monogamia; la restricción social no cesó
de verse reforzada. «La civilización actual da a entender clara­
mente que admite las relaciones sexuales con la única condición
de que tengan por base la unión indisoluble, y contraída de una
vez para siempre, de un hombre y una mujer, y también deja en
claro que no tolera la sexualidad como fuente autónoma de
placer, y que no está dispuesta a admitirla sino a título de agente
de multiplicación al que hasta hoy nada pudo reemplazar.»10
Freud retoma aquí los temas ya expuestos en La moral sexual
«cultural» y la nerviosidad moderna: la civilización es enemiga de la
sexualidad. «La vida sexual del ser civilizado está pese a todo
gravemente lesionada; a veces da la impresión de una función en
estado de involución, como parecen serlo en cuanto órganos
nuestros dientes y cabellos. Es verosímilmente legítimo admitir
que disminuyó en forma sensible su importancia como fuente de
felicidad, y, por consiguiente, como realización de nuestro obje­
tivo vital,»11
Freud, con todo, no se limita a esto, y emite la hipótesis, ya
perfilada en Sobre una degradación general de la vida erótica, de que la
civilización podría no ser la única responsable de tal «degenera­
ción» de la sexualidad humana: «por su propia naturaleza, la
función sexual se negaría, en cuanto le compete, a concedernos
plena satisfacción, y nos forzaría a elegir otros rumbos», escribe
20. Ibíd., p. 57.
11. Ibíd., p. 57.
en El malestar en la cultura}1 En 1912, Freud expresaba ya la misma
hipótesis en términos parecidos: «Por extraño que esto parezca,
creo que se debería considerar la posibilidad de que algo en la
propia naturaleza de la pulsión sexual no es favorable a la realiza­
ción de la entera satisfacción».13
La «falta-en-gozar» [manque-a-jouir] sería así constitutiva de
la sexualidad humana. Si esta falta no es un efecto de la civiliza­
ción, ¿no podría emitirse la hipótesis de que bien podría ser su
origen? La civilización se habría edificado sobre el fondo de esta
«falta-en-gozar». La evocación que al respecto hace Freud de la
bisexualidad, que convertiría en insatisfactorio a cualquier parte-
naire sexual,14 ¿no indica algo del orden de esa imposible «rela­
ción» entre los sexos de que habla Lacan?
De esta «no relación» derivaría la obligación impuesta a la
pulsión sexual de «elegir otros rumbos», en particular los de la
edificación de la civilización en el lugar de la carencia de goce.
Así, pues, la civilización habría nacido de Eros, ya que Eros es
falta y, como tal, al principio del deseo y de su errancia. Si bien
Freud no llega a dar a esta hipótesis un desarrollo, pensamos que
en su obra es posible hallar un esbozo, y especialmente, como
prueba lo que sigue, en el texto que estamos estudiando.
«Si como origen de la civilización, dice, consideramos sólo las
fuerzas de la necesidad y del amor, podemos muy bien suponer
una comunidad civilizada que estaría compuesta por tales “indi­
viduos dobles” (las parejas), los cuales, saciando en sí mismos su
libido, estarían unidos por los lazos del trabajo y de intereses
comunes. En semejante caso la civilización no tendría por qué
sustraer a la sexualidad una suma de energía cualquiera. Pero un
estado tan deseable no existe ni existió nunca.»,J
Estos «individuos dobles», conformes a la tradición platónica
del Banquete, representan precisamente el fantasma de una «rela­
ción sexual» posible. Pero la inexistencia de la relación sexual,
reconocida de este modo por Freud, es imputada al esfuerzo de la
civilización por desviar la pulsión de su fin sexual con vistas a

12. Pp. 57 y 58.


13. «Contribución a la psychologie de ia vie amoureuse», La vie sexuelle, p. 64.
14. Malaise dans la civilisation, p. 58.
15. Ibíd-, p. 61.
reforzar los lazos sociales mediante lazos libidinales. ¿Qué es lo
que obliga a la civilización a procurar la libidinización de los lazos
sociales y, con ello, a oponerse a la «relación sexual»?
Homo homini lupus-, es la agresividad humana la que, irguiendo a
unos individuos contra los otros, representa una amenaza para
toda comunidad y fuerza a la civilización a desviar la libido de su
fin primitivo, a efectos de contrarrestar las fuerzas disolventes de
las tendencias agresivas. «La civilización debe utilizar todos sus
recursos para limitar la agresividad humana y reducir sus mani­
festaciones con ayuda de reacciones psíquicas de índole ética. De
ahí la movilización de métodos que incitan a los hombres a
identificaciones y relaciones de amor inhibidas en cuanto a su
fin; de ahí la restricción de la vida sexual.»16 En términos laca-
neanos, se diría que la civilización sustituye por las relaciones
sexuales la relación sexual imposible.17
Entonces, si la civilización exige el sacrificio no sólo de las
tendencias sexuales sino también de la agresividad, ya no puede
sorprender que el hombre no pueda ser feliz. Y si aún podemos
esperar un mejoramiento de nuestras condiciones de existencia,
«quizá nos familiarizaremos con la idea de que ciertas dificulta­
des existentes están íntimamente enlazadas a la esencia [de la
civilización] y no pueden ceder a ninguna tentativa de reforma».18
Ahora bien, las tendencias agresivas no son sino las manifes­
taciones, dirigidas hacia el exterior, de la pulsión de muerte. La
civilización sería el teatro de la lucha entre Eros y Tinatos.
Este es el punto en que Freud se separa de sus concepciones
anteriores. La civilización ya no es considerada por él, en el más
alto grado, como la enemiga de la sexualidad; por el contrario, se
presenta como estando al servicio de Eros, en la medida en que
tiende hacia el Uno, hacia la realización de unidades cada vez más
amplias. En esta vertiente, el estorbo principal sería la pulsión de
muerte, que representa a las fuerzas de disgregación y dispersión.
En su lucha contra Tánatos, la civilización no se sirve única­
mente de la sexualización de los vínculos sociales. También em­
plea otra arma, que consiste en producir una vuelta de la agresivi­
16. Ibíd., pp. 65 y 66.
17. J. Lacan, Seminario XIX, ... Oupire, 15 dic. 71, inédito.
18. Malaise dans la civilisation, p. 70.
dad contra el propio sujeto. También aquí es el desarrollo indivi­
dual lo que sirve a Freud de modelo para describir el proceso
civilizador. La «introyección» de la agresividad se observa, en
efecto, con ocasión de la formación del Superyó, consecutiva a la
disolución del complejo de Edipo. La autoridad parental es en­
tonces interiorizada y constituye la instancia del Superyó, que
toma a su cargo la agresividad que el sujeto dirigía primitivamen­
te contra esa autoridad, y que en lo sucesivo se dirige al Yo. La
agresión del Superyó respecto del Yo es vivida en la forma del
sentimiento de culpabilidad, que el sujeto experimenta entonces
no .sólo por haber actuado «mal» —es decir, por haber persegui­
do satisfacciones pulsionales vedadas por la cultura— sino aun
cuando sólo hubiese cometido ese mal con el pensamiento. En
efecto, «la diferencia entre hacer el mal y querer el mal se borra
totalmente, pues nada puede quedar escondido para el Super­
yó».14 Sin embargo, como las tentaciones crecen en proporción a
los renunciamientos, cuanto más «virtuoso» es el sujeto, más le
agobia el sentimiento de culpabilidad. La angustia ante la autori­
dad lo forzó a renunciar a satisfacer sus pulsiones, y la interiori­
zación de la autoridad obliga al sujeto no sólo al renunciamiento
sino que además lo castiga con la persistencia de sus deseos. Esto
constituye, dice Freud, «un grave inconveniente económico de la
entrada en juego del Superyó», «se ha trocado una desgracia
exterior amenazante —pérdida del amor de la autoridad exterior
y castigo por parte de ésta— por un infortunio interior continuo,
a saber, ese estado de tensión propio del sentimiento de culpabi­
lidad».20
En el plano filogenético, el asesinato del padre primitivo sería
el origen del sentimiento de culpabilidad; a causa de la ambiva­
lencia de los hijos con respecto al padre, el amor resurgido tras el
crimen produjo la identificación con el padre muerto, cuya ima­
gen interiorizada pasó a agredir al Yo para castigarlo. La misma
ambivalencia respecto al padre sería el origen de este sentimien­
to en el niño: el anhelo de muerte del padre engendraría esa
deuda cuyo pago es a un mismo tiempo imposible y perpetua­
mente exigido por el Superyó. Así, pues, en el sentimiento de
19. Ibíd., p. 82.
20. Ibíd., p. 85.
culpabilidad, en la tensión entre el Yo y el Superyó están anuda­
dos el amor y el deseo de muerte, Eros y Tánatos. Ahora bien, las
comunidades amplias poseen una estructura análoga a la familia:
se cimentan en ese vínculo con el padre que se convierte en
adhesión al jefe, pero al extenderse la comunidad y debilitarse el
vínculo libidinal, el conflicto se exacerba y la civilización no
logra unir a los hombres de otro modo que reforzando cada vez
más el sentimiento de culpabilidad. «Lo que comenzó con el
padre se completa en la masa.»21
Para Freud, el sentimiento de culpabilidad es lo que con
mayor peso gravita sobre los hombros de los seres humanos. Lo
presenta como «el problema capital del desarrollo de la civiliza­
ción»,22 y vislumbra el riesgo de que alcance un nivel demasiado
elevado y deje de ser soportable para el individuo.
Mientras que la lucha entre Eros y Tánatos caracteriza el
proceso civilizador, la formación del Superyó indica que ella se
encuentra igualmente en el principio de la evolución del indivi­
duo. El conflicto es interior al individuo. Aunque reaparezca a
escala de la evolución de la humanidad, no se puede atribuir a la
civilización la responsabilidad del carácter conflictivo de la exis­
tencia humana. El conflicto entre Eros y Tánatos no abarca el
existente entre individuo y sociedad, que Freud imputa más bien
a «una discordia intestina en la economía de la libido, compara­
ble a la lucha por el reparto de ésta entre el yo y los objetos»;25
dicho de otro modo, entre la libido narcisista y la libido objetal.
Pues bien, añade Freud, en la medida en que este conflicto no es
irreductible en el individuo, cabe esperar que pueda hallar una
solución entre el individuo y la sociedad. El verdadero problema
de la civilización reside en la antinomia irreductible de las pul­
siones de vida y las pulsiones de muerte, y en saber si la civiliza­
ción logrará yugular las fuerzas de destrucción. Ahora bien, el
camino que a este fin ha tomado hasta el presente, o sea el
reforzamiento del sentimiento de culpabilidad, si bien apunta a
proteger a la comunidad no lo consigue más que incrementando
la fuerza de los poderes autodestructivos.
21. Ibíd., p, 91.
22. Ibíd., p. 93.
23. Ibíd., p. 102.
Así, pues, no habría conflicto irreductible entre individuo y
sociedad, sino una lucha entre el «Eros eterno» y su «adversario
no menos inmortal»,24 lucha que reaparece en los dos niveles, el
del individuo y el de la civilización. La antinomia sexualidad-
civilización, hasta entonces considerada esencial, no sería sino
una de las consecuencias del conflicto entre Eros y Tánatos. Pero
si así fuera, la liberación sexual no representaría esperanza algu­
na de alivio para la humanidad.
Freud tampoco preconiza remedio alguno para el sentimien­
to de culpabilidad, al que concibe como fundamento del malestar
de la civilización. En efecto, no puede considerarse a ésta respon­
sable de la formación del Superyó y del sentimiento de culpabili­
dad. La civilización coarta las pulsiones imponiendo prohibicio­
nes, pero la interiorización de tales prohibiciones se efectúa, para
cada individuo, dentro del marco del complejo de Edipo, del que
no se puede decir que lo haya impuesto la sociedad. Hemos visto,
a propósito de Tótem y tabú, que dicho complejo era estructural,
constitutivo tanto de lo humano como de lo social. La fuerza
misma de la autorrestricción, de la autocensura, es tomada de la
pulsión de muerte, de la propia agresividad del sujeto.
Si Freud no ve oposición sustancial entre el individuo y la
civilización, ello es en la medida en que considera similares sus
procesos respectivos de evolución. La evolución de la especie
humana, la filogénesis, es del mismo tipo que la del individuo, la
ontogénesis. La civilización es el resultado del proceso educativo
de la humanidad. «Si consideramos las relaciones entre el proce­
so de civilización y el de desarrollo o educación del individuo, no
vacilaremos por mucho tiempo en declarar que ambos son de
muy semejante naturaleza, aun cuando no son procesos idénticos
aplicados a objetos diferentes,»25 «Dada la unidad de naturaleza
de las metas propuestas: por una parte, agregación de un indivi­
duo a una masa humana y, por la otra, constitución de una unidad
colectiva a través de muchos individuos, la homogeneidad de los
medios adoptados y de los fenómenos realizados no puede causar
extrañeza.»25
Pero si la educación supone un educador, ¿qué es lo que
24. Ib id., p. 107.
25. Ibíd., p. 100.
cumple función de tal para la humanidad? El paralelo establecido
por Freud conduciría más bien a pensar que la educación (que él
hace equivaler a un proceso de desarrollo) puede muy bien pres­
cindir del educador. Tanto con respecto al individuo como con
respecto a la humanidad, sería más adecuado hablar de operador
de educación, operador que es una estructura, un orden, donde
son apresados tanto la humanidad como el niño, y que en Freud
tiene este nombre: complejo de Edipo y asesinato del padre
primordial. El niño consagra su entrada al orden simbólico cons­
tituido por el lenguaje, que funda a la humanidad como tal, por el
complejo de Edipo.
Sin embargo, Freud establece entre ambos procesos una dife­
rencia: si bien uno y otro apuntan a realizar la unidad de la
comunidad humana, la educación tiende a respetar la dimensión
«egoísta» de la búsqueda de la felicidad personal; el programa del
principio del placer queda conservado, mientras que a nivel de la
civilización la felicidad no es la meta esencial: «Existe casi la
impresión de que la creación de una gran comunidad humana se
alcanzaría óptimamente si no hubiera que preocuparse por la
felicidad del individuo».26
Eros, al servicio del cual se encuentra la civilización, podría de
este modo hacer caso omiso del principio del placer —que sin
embargo es guardián de la vida— en su mira unificadora. Esta es
una de las muchas paradojas que presenta la doctrina freudiana.
Los fines del individuo pueden contradecir los fines cultura­
les, pero esta contradicción corresponde a la oposición interna
entre las tendencias narcisistas y objetales de la libido. El desarro­
llo del individuo es el producto de estas dos tendencias, y debe
culminar en su conciliación.
Por el contrario, la oposición entre las pulsiones de vida y las
pulsiones de muerte no puede ser objeto de reconciliación algu­
na, y ésa es la realidad —realidad de los deseos sexuales pero
también realidad de los deseos de muerte, de las tendencias
agresivas— que Freud quisiera ver a la educación ayudar al niño a
reconocer:
«El hecho de ocultar a los jóvenes el papel que la sexualidad
jugará en su vida no es la única falta imputable a la educación de
26. Ibíd., p. 101.
hoy. También peca de no prepararlos para la agresividad de la
que están destinados a ser objetos. Al dejar que la juventud
salga al encuentro de la vida con una orientación psicológica tan
falsa, la educación se comporta igual que si se nos ocurriera
equipar a los miembros de una expedición polar con ropas de
verano y mapas de los lagos italianos. Con lo cual queda demos­
trado que ella abusa de las prescripciones éticas. Su severidad
sería menos funesta si la educación dijera: “Así es como los
hombres deberían ser para hallar la felicidad y hacer dichosos a
los demás; pero hay que prever que no son así”. A cambio de
esto, se deja creer al adolescente que todos los otros hombres
obedecen a estas prescripciones, y que por lo tanto todos ellos
son virtuosos. Y si se les deja creer esto, es para justificar la
exigencia de que él también llegue a serlo.»21
La educación revela ser «funesta» cuando mantiene el desco­
nocimiento de los deseos y los conflictos entre éstos. Si la moral
consiste en negarlos en el otro y en uno mismo, no puede sino
engendrar represión. Pues bien, lo que produce sentimiento de
culpabilidad no es tanto el renunciamiento deliberado (Urteils-
verwerfung) a la satisfacción de estos deseos cuanto su no recono­
cimiento, su represión, inevitable en todo caso para el niño si el
propio educador no quiere saber nada de ellos.
Así, pues, el alivio del «malestar» en la civilización podría
pasar por el reconocimiento de ese Real de discordia que nues­
tros deseos constituyen.

27. Ibíd., p. 93, nota 1.


PSICOANALISIS Y EDUCACION
Mientras que, en El porvenir de una ilusión, Freud parecía orien­
tar sus esperanzas hacia una educación guiada por una ética de la
verdad que sustituyera a la moral basada en la ilusión y el desco­
nocimiento, en Nuevas lecciones introductorias alpsicoanálisis, de 1932,
sus palabras parecen despojadas de todo optimismo y ya no
hacen referencia a aquella educación para la realidad que ante­
riormente anhelaba ver promovida.
El niño, dice, «debe aprender o empezar a aprender a dominar
sus instintos y adaptarse al medio social». Para lograrlo, «es
preciso que la educación, en importante medida, lo fuerce a
ello»...1 «la educación debe inhibir, prohibir, sojuzgar, y en ello
se ha esforzado ampliamente en todo tiempo».2 La coartación de
los instintos engendra, ciertamente, neurosis, pero es «imposible
dejar (al niño) una libertad total [...]. La educación debe, pues,
hallar su cauce entre el Escila del dejar hacer y el Caribdis de la
prohibición».2 Si el problema no es susceptible de solución, con­
viene buscar «el grado óptimo de esa educación, o sea la manera
en que será más beneficiosa y supondrá menos peligros».2 De
todos modos, la educación nunca podrá terminar con una «indó­
cil constitución pulsional».3 La educación no puede sustraerse a
la tarea de adaptar al niño al orden establecido: «La educación
psicoanalítica asumiría una responsabilidad que no le incumbe al-
tender a convertir a quienes la reciben en revolucionarios. Su
1. Nouvelles conférences..., p. 194,
2. Ibfd., p. 196.
3. Ibíd., p, 197.
tarea consiste en volver a los niños lo más sanos y capaces para el
trabajo que sea posible [...] desde todo punto de vista es indesea­
ble que los niños sean revolucionarios».4
Algunas de estas afirmaciones eran ya de vieja data en Freud:
muchas veces había asegurado que la educación era represiva por
naturaleza, y el que apuntase a adaptar al niño a la civilización fue
uno de los temas desarrollados en El malestar en la cultura. Pero
daría la impresión de que en este último texto Freud estuvo más
particularmente atento a marcar los límites de la empresa educa­
tiva, incluso esclarecida por el psicoanálisis, y a alertar contra las
esperanzas intempestivas, especialmente en los efectos de un
liberalismo que él mismo había parecido reclamar.
Aquí reafirma con vigor que el hombre no puede escapar al
renunciamiento pulsional, y que este renunciamiento debe em­
pezar por ser impuesto desde afuera. Educar al niño sin prohibi­
ciones dejaría de ser provechoso para él. Freud menciona los
conflictos con el mundo exterior a los que entonces se vería
enfrentado. Pero nosotros podríamos añadir que no por ello el
goce le sería más accesible. Además, sin prohibiciones, el deseo
mismo se le tornaría imposible.
Así, pues, el psicoanálisis no propone una pedagogía nueva, ni
por los medios —prohibiciones, inhibiciones, restricción—, ni
por los fines: adaptar al niño a la sociedad. En este texto, la única
aportación del psicoanálisis que Freud indica consiste en la cura
analítica por él preconizada: a título preventivo, para los padres y
educadores, de suerte que éstos, habiendo tomado conciencia de
lo dañoso de su propia educación, «darán entonces fe de una ma­
yor comprensión frente a sus hijos y les ahorrarán muchas prue­
bas que ellos mismos han sufrido»,5 y a título de paliativo, inter­
viniendo aprés coup, para el niño, a fin de corregir los efectos
nefastos de la educación.
Por consiguiente, no hay en este texto ninguna indicación de
una educación de tipo analítico. La educación con miras a la
realidad, preconizada por Freud en El porvenir de una ilusión, aun­
que basada en un cambio de ética determinado por la experiencia
analítica, sin embargo no podría responder a la noción de educa­
4. Ibíd., p. 199.
5. Ibíd., p. 197.
ción analítica. Para suscribirla no hay necesidad ninguna, en
efecto, de ser analista, y ni siquiera de estar informado acerca del
análisis. No es patrimonio de quien ha recibido una formación
analítica el alcanzar cierta relación auténtica con lo real de la
condición humana.
Así, pues, las últimas afirmaciones de Freud acerca de la edu­
cación parecen desengañadas en lo que atañe a la influencia que
una reforma educativa podría ejercer sobre la profilaxis de las
neurosis. Se presenta a la educación como una cuestión de tacto,
un justo medio, a encontrar en cada caso, entre la libertad y la
coacción. Pertenece al orden del empirismo, y el psicoanálisis no
parece capaz de suministrarle bases nuevas. El único auxilio que
el psicoanálisis parece capaz de aportar a la educación y al edu­
cado es de carácter... analítico. No habría educación «analíti­
ca» en el sentido de una aplicación del psicoanálisis a la educa­
ción. Pero educador y educado pueden sacar provecho de una
cura analítica.
En esta cuarta sección de nuestro trabajo procuraremos escla­
recer la índole de las reticencias de Freud, y plantear la cuestión
de la posibilidad de constituir una pedagogía analítica. Conside­
ramos que la reserva de Freud, en particular, halla su fundamento
en la existencia de una oposición radical entre el proceso analíti­
co y el proceso pedagógico. Si Freud no aporta ningún precepto
educativo nuevo, ello se debe a que la teoría analítica no es
concluyente en lo que atañe al dominio de la educación. La
incidencia del psicoanálisis en la civilización moderna no pasa en
modo alguno por una reforma educativa; la conmoción que pro­
duce es de otra índole.
Querríamos demostrar:
1) cuál es el desconocimiento en que se apoyan las tesis de
quienes, en contra de la teoría fi^udiana sobre el carácter esen­
cialmente sojuzgante de la educación y la civilización, creyeron
en la posibilidad de una sociedad y una educación no coercitivas
y de una liberación sexual del individuo gracias a una reforma de
la educación y de la sociedad;
2) cuál es la naturaleza de la oposición radical entre el proce­
so educativo y el proceso analítico y de la imposibilidad estructu­
ral de una utilización del saber obtenido en la experiencia psico-
analítica en el marco de la relación pedagógica;
3) las consecuencias de tal oposición en lo concerniente a las
relaciones entre la educación y el psicoanálisis de niños;
y, por último:
4) volver a considerar, a la luz de lo que precede, la posibili­
dad de una pedagogía analítica a partir del examen de las tentati­
vas pedagógicas que invocaron su relación con el psicoanálisis.
LAS CRITICAS POS-FREUDIANAS

«Lo verdadero en esta teoría [freudiana], es simple­


mente que la restricción crea la base psicológica
colectiva de cierta cultura, a saber, la cultura pa­
triarcal, en sus diferentesformas. Lo inexacto, es la
afirmación de que la restricción sexual es el funda­
mento de la cultura en general.»
La revolución sexual, Wilhelm Reich.
Autores tan diferentes como Wilhelm Reich, los defensores
del culturalismo americano, los neofreudianos como Erich Fromm
o Herbert Marcuse, han intentado discutir, en nombre del relati­
vismo cultural, la tesis freudiana que sostiene la imposibilidad
de la resolución de la antinomia sexualidad/civilización así
como del conflicto psíquico que constituye su corolario en el
individuo.
Según Wilhelm Reich, la restricción sexual es la consecuencia
de la estructura patriarcal de la sociedad, que encuentra su más
rígida expresión en la sociedad burguesa capitalista. Un cambio
de las estructuras sociales que suprimiera la familia de tipo pa­
triarcal haría posible, a su entender, la abolición de la coartación
sexual y la liberación de la sexualidad, vale decir, el despliegue de
la plena capacidad orgástica del individuo que es condición de
toda felicidad
Reich se apoya en las ya antiguas tesis de Bachofen sobre la
existencia de una sociedad matriarcal primitiva que habría pre­
cedido a la instauración de la organización patriarcal, tesis muy
controvertida y que no discutiremos aquí.
Reich vuelca sus esperanzas1 en una educación de tipo colec­
tivista que sustraería al niño a la estructura familiar triangular,
permitiéndole de este modo escapar «a la fijación sexual y auto­
ritaria respecto a los padres»,2 generadora de represión, es decir,
al clásico complejo de Edipo. Tras sus huellas, los estructuralistas
y los neofreudianos, como Erich Fromm, también pusieron en
cuestión la universalidad del complejo de Edipo.
El problema es indudablemente central para el propósito de
este libro. Según Freud, el complejo de Edipo es el agente prin­
cipal de la estructuración psíquica del niño; por él pasa el niño
del estado animal al estado humano, y constituye así el pivote de
todo proceso educativo. La existencia de la prohibición del in­
cesto es en última instancia lo que funda la tesis freudiana de la
índole esencialmente represiva de la civilización, así como de la
educación que permite el paso del pequeño sujeto del estado
animal al estado civilizado. No hay parte alguna de la obra de
Freud donde se ponga en duda la universalidad de este complejo,
que hasta el final de su vida consideró como fundador de la
humanidad. ¿Acaso le atribuye esta función movido por sus pre­
juicios etnocéntricos y por su incapacidad para concebir la exis­
tencia de otras clases de sociedad que las basadas en la familia
patriarcal?
Muy por el contrario, pensamos que el cuestionamiento de la
universalidad del complejo de Edipo descansa en una concepción
errónea y limitativa de su naturaleza. El complejo de Edipo con­
siste en la superación de la relación dual entre el niño y su madre,
y en el acceso al orden simbólico, acceso que requiere la existen­
cia de un tercer término cuya función es introducir a ese orden y
garantizarlo. Tal función de garante radica en la función paterna.
El padre constituye para el niño la referencia a una Ley que vale
para todos, Ley que se impone al niño en la medida en que es
reconocida por la madre. Esta introducción a un orden que lo
supera pone fin a la relación dual entre la madre y el niño,
relación que sin ello quedaría librada al «capricho» y la des­
mesura.
Esta Ley se inscribe en el inconsciente con la forma de la
1. Cf. La révnlution nxuelle, París, 1968, p. 136,
2. Ibíd., pp. 137-138.
prohibición del incesto, prohibición que, a la vez, obstruye el
acceso a la madre como supremo objeto de goce, haciendo de
algo que sería «el Bien Supremo» un bien prohibido, y sanciona,
a nivel de lo simbólico, el imposible «reencuentro» con ese
objeto, del cual muestra Freud a las claras que está siempre ya
perdido, que sólo se constituye en cuanto perdido.3 Además, lo
Simbólico no es responsable de tal pérdida, sino únicamente la
«razón» de ésta. El complejo de Edipo, mito individual, por
oposición al mito colectivo que constituye el del padre primitivo,
es la metáfora de esa entrada en la estructura simbólica, indiso-
ciable de la existencia del lenguaje. No es en modo alguno exigi-
ble que sea el padre real —el genitor— quien se haga garante de
ella. Tratándose de una función puramente simbólica, puede
cumplirla cualquier otra persona y no sólo el genitor, no hay
ninguna necesidad de que esta persona esté ligada al niño por un
lazo natural cualquiera. Para que el niño tenga acceso al orden
simbólico es preciso y basta con que sea tomado en una relación
triangular de la cual un término funciona como garante de dicho
orden. Esta estructura se adecúa a las formas más diversas del
parentesco pero, aun así, supone precisamente la existencia de
un sistema de parentesco que defina el lugar del sujeto en una
filiación simbólica y no sólo biológica, y que exige entre el niño y
la madre un tercer término que la funde. Lévi-Strauss demostró a
través de los diferentes sistemas de parentesco la universalidad
de esa estructura que tiene por corolario la prohibición del in­
cesto.
Esta interpretación del complejo de Edipo vuelve caduca la
objeción de Reich y de los culturalistas, así como de los neofreu-
dianos, acerca de la tesis freudiana de la universalidad del com­
plejo de Edipo; por consiguiente, invalida toda esperanza en una
educación que pudiera dispensar al niño de la estructuración
edípica y del apresamiento de su deseo en el lenguaje, con la
castración simbólica que ello implica. Ahora bien, la castración
simbólica, y en esto consiste la inscripción de la prohibición del
incesto en el Inconsciente, supone el reconocimiento de la sepa­
ración radical del sujeto respecto del único objeto de un goce sin
3. Cf. Freud, «Esquisse d’une psychologie scientifique», La naissance de la psy-
chanalyse, y J. Lacan, Ecrits, pp. 824-827 en particular. Escritos 1, p. 335-339.
defecto, encarnado por la madre, y, a modo de consecuencia, el
abandono de todo sueño de armonía, de adecuación sin falla al
mundo. El único objeto está perdido, no tanto por culpa del
padre como por el hecho de que se constituye como perdido, de
que todo objeto de deseo no se constituye sino en el lugar de esa
pérdida, y ahí el padre sólo está para conferir a tal pérdida un
nombre.
Consideramos que la posición de Reich descansa en la reduc­
ción de la pulsión sexual a una necesidad que, como tal, debería y
podría ser satisfecha. Pero Reich desconoce el hecho de que la
sexualidad humana pasa por el desfiladero del lenguaje, se en­
cuentra sometida al juego del significante y, con ello, al desliza­
miento metonímíco característico del deseo, deslizamiento don­
de queda revelada la insaciabilidad a la que está destinado.4 El
registro del deseo, en tanto que es dependiente del lenguaje, se
constituye por oposición a la necesidad, y a menudo hasta el
punto de no sostenerse más que de la no satisfacción de ésta,
como lo hace ver la experiencia analítica. El deseo está ligado por
esencia a la prohibición, es decir, a la palabra que lo constituye.
De este modo, una sexualidad libre significaría una sexualidad
liberada del parasitismo del significante, de su conquista por el
lenguaje; vale decir que ella es inconcebible en el ser hablante.
Marcuse, por su lado, afirma su fe en una nueva forma de
civilización venidera que sería «libidinosa no represiva». El asi­
mila esta liberación de la sexualidad a la del principio del placer
respecto al principio de realidad, el cual, en el ámbito de nuestra
civilización, tomaría la forma de lo que denomina «principio de
rendimiento». Marcuse basa esta esperanza en el alivio que el
desarrollo de las fuerzas productivas es susceptible de aportar a
las constricciones ejercidas por la Ananké, la necesidad vital. La
libido, cuyo sojuzgamiento dejaría de ser necesario, sexualizaría
el conjunto de las relaciones sociales; el trabajo se transformaría
en un juego erótico, «el cuerpo, que ya no sería utilizado como
instrumento de trabajo a tiempo completo, se resexualizaría;
asistiríamos de tal modo al renacimiento de la sexualidad poli­
morfa pregenital»5y a la «declinación de la supremacía genital».5
4. Cf. J. Lacan, Ecrits, p. 515. Escritos I, p. 200.
5. Eros et civilisation, París, 1963, p. 176.
Esta civilización se basaría en la «sublimación no represiva».
Desde el punto de vista analítico, estas concepciones no se
sostienen. En particular, Marcuse confiere al principio de realidad
un carácter histórico, asimilando la «realidad» a una realidad
social particular; ahora bien, el principio de realidad — en el marco
de la teoría freudiana del aparato psíquico— no tiene «conteni­
do». Es un principio de funcionamiento que, lejos de oponerse al
principio del placer, constituye tan sólo una modificación de éste.
Tal como Freud lo concibe, el principio de realidad no podría ser
asimilado a un principio de rendimiento. Fuera de esto, Marcuse
identifica curiosamente primacía de la genitalidad y coartación
de la sexualidad. Como dice Erich Fromm:6 «Eros y civilización
ofrece al hombre nuevo de la sociedad no represiva, a manera de
ideal, la reactivación de su sexualidad pregenital y particular­
mente de las tendencias sádicas y coprofílicas. De hecho, el ideal
de la “sociedad no represiva” de Marcuse parece ser un paraíso
infantil donde todo trabajo es un juego, y de donde están exclui­
dos todo conflicto serio y toda tragedia. Jamás llega a abordar el
problema del conflicto entre este ideal y la organización de una
industria automatizada».
A través de su rebelión contra la primacía de lo genital, a
través de su reivindicación en favor de las figuras de Orfeo y de
Narciso, también Marcuse apunta a una civilización, a un orden
humano que prescindiría del complejo de Edipo y de la prohibi­
ción del incesto. Cuando da por modelo a la civilización venidera
las «imágenes órficas-narcisistas [que] son las de la Gran Negati­
va: negativa a aceptar la separación respecto al objeto (o al
sujeto) libidinoso... negativa [que] tiene por meta la liberación, la
reunión de lo que fue separado»,7 a lo que él mismo se niega es a
la necesidad de la castración simbólica (en cuanto simboliza
la separación del objeto primordial) correlativa a la existencia
de un orden de lenguaje, y a la necesidad para el ser hablante de
hacer su duelo de la esperanza de que un progreso cualquie­
ra le acerque alguna vez a lo que sería el Bien supremo.
Tanto Marcuse como Reich y los culturalistas, pretenden
fundar sus tesis en los descubrimientos extraídos de la experien­
6. La crise de la psycbanaíyse, París, 1971, p. 58.
7. Eros et civilisation, p. 151-
cia analítica. Pero todos, con llamativa firmeza, cuestionan lo que
Freud consideraba como la piedra angular de la teoría analítica;
el complejo de Edipo, en el que se resumía para él la esencia del
descubrimiento analítico, con los conceptos de Inconsciente y
libido. Es que, en efecto, la existencia del complejo de Edipo
implica ciertas consecuencias que estos autores muestran hasta
qué punto son difíciles de aceptan el renunciamiento a la idea de
progreso, correlativo a la invalidación de cualquier perspectiva
que postule la existencia de un Bien, de una adecuación posible
del sujeto al mundo, a los otros y a sí mismo, y la caducidad de
todo ideal de completud. Que no haya Bien supremo para el «ser
hablante», que por esta vía no quepa esperar progreso alguno,
que todo «ser hablante» tenga, por el contrario, la misión de
afrontar esa ausencia radical no es, por cierto, consolador.
La prohibición del incesto, jamás enunciada, siempre incons­
ciente, tiene por corolario la represión de los deseos incestuosos;
incluso podría decirse que estos deseos se constituyen al mismo
tiempo que son reprimidos, en cierto modo con el mismo movi­
miento. De esa represión lógicamente, ya que no cronológica­
mente, primera, siguen todas las otras, con su cortejo de síntomas.
No hay humanidad sin neurosis, no hay civilización —tomada en
el sentido de aculturación— sin malestar, Ninguna reforma pe­
dagógica, ninguna transformación social permitirán eximirse de
esta consecuencia de la existencia del lenguaje: el Inconsciente.
Freud renunció a alimentar esperanzas, por lo que atañe a la
profilaxis de las neurosis, en una reforma pedagógica que, extra­
yendo las consecuencias de los descubrimientos del psicoanálisis
sobre los efectos patógenos del sojuzgamiento de las pulsiones y
de la represión que el mismo acarrea, se esforzaría en evitar tales
efectos limitando el papel de la prohibición en los métodos
educativos. Hemos visto que llegó a considerar que las presiones
exteriores juegan en definitiva un papel mucho más restringido
de lo que en un principio había creído. Recusa de este modo la
validez de una «educación analítica.» en el sentido de una educa­
ción-basada en una.-<ip£rjDaisÍYÍdad>uque- dispensaría al niño de
.represiones y conflictos.
Sin embargo, ¿podría fundarse una «educación analítica» en
otro sentido, en el sentido de que la relación pedagógica podría
encontrar un modelo en la relación analítica, proponerse los mis­
mos fines que la cura analítica y utilizar métodos similares?
Freud comparó reiteradamente el proceso analítico a una
«pos-educación» (Nacherziehung): «Si así lo quieren, pueden uste­
des considerar el tratamiento psícoanalítico ni más ni menos que
como la prolongación de la educación orientada a superar los
residuos dé la infancia».1 En 1916 (en Varios tipos de carácter descu­
biertos en la labor analítica), asigna al tratamiento analítico la misma
misión que a la educación tal como la había definido en Los dos
principios del funcionamiento mentai. «El paciente es llevado por el
médico a pasar del principio del placer al principio de realidad,
1. S.E. T. XI, p. 48.
paso por el cual la madurez se distingue de la infancia [...] En este
trabajo depós-educáción, probablemente no hace más que repe­
tir el proceso educativo primitivo».2
En otros textos, sin embargo, se muestra particularmente
preocupado por alertar a analistas y educadores contra una con-
fusión de sus tareas respectivas, aportando así restricciones en
cuanto a la analogía de ambos procesos. En sus Consejos al médico en
el tratamiento psicoanalítico (1912), prescribe a los analistas no abu­
sar de la función educativa que, dice, les incumbe aun cuando no
lo quieran: «Se entiende que [el analista] vea entonces como una
cuestión de honor el convertir al sujeto cuya neurosis requirió
tantos trabajos en alguien particularmente destacado, y le pro­
ponga apuntar alto. Pero también aquí debe saber el médico
dominarse y considerar menos sus propios deseos que la capaci­
dad de su paciente. El orgullo educativo es tan poco deseable
como el orgullo terapéutico».3 Es cierto que Freud dirige una
advertencia análoga a los propios educadores que, según dice, en
este plano tienen una responsabilidad mayor aun que él’aHáíista,
En efecto, como apunta en el prefacio al trabajo de Pfistér: «El
médico tiene que habérselas con personas adultas de estructuras
psíquicas rígidas, lo cual confiere un límite a su acción pero
también comporta la garantía de la capacidad del paciente para
arreglárselas solo. El educador, por el contrario, trabaja sobre
una materia maleable, y cTeKe considerar un deber el no modelar
al joven espíritu en función de sus ideales personales, sinQ.más
bien en función de las predisposiciones y posibilidades.del su­
jeto».4■
En 1925 se dirige al educador formado en los métodos psico-
analíticos y lo hace para que no confunda su tarea con la del
analista: «La obra educativa es de una naturaleza particular, no
debe ser confundida conlos modos de acción del psicoanálisis ni
puede ser reemplazada por ellos. La educación puede recurrir al
análisis de. un niño con el carácter de técnica auxiliar pero no
equivalente, por razones tanto teóricas como prácticas. [...] Si
bien es cierto que el psicoanálisis de un adulto neurótico puede
2. S.E. T. XIV, p. 312.
3. La techniquepsycbanalytique, edición francesa, pp. 69-70.
4. S.E. T. XIII, p. 331.
ser comparado a una reeducación, es preciso no dejarse confun-í
dir por esta idea; hay u n a gran diferencia entre un niño, incluso
un niño descarriado y asocial, y un neurótico adulto, como hay]
mucha distancia entre una reeducación y la educación de un serj
en pleno crecimiento. El tratamiento ps.icoanalítico. reposa en
condiciones muy precisas que pueden resumirse con el término
de “situación analítica”; exige la formación de estructuras psico­
lógicas determinadas, una actitud particular respecto al analista.
Allí donde ella no existe —en el niño, en la adolescente asocial, y
como regla general también en el delincuente dominado por sus
pulsiones—, es preciso acudir a otros medios distintos del análi­
sis, sin perjuicio de apuntar al mismo objetivo».3
¿En qué resultan comparables el proceso analítico y el proce­
so educativo, y en qué medida se los debe no obstante distinguir?
Partiendo de los textos que acabamos de citar, podemos plantear
que,£l proceso analítico y el proceso educativo poseen al menos
una rn¿ra. co¿únT^ásegTIfárg^^rniño y eneíjgaciente la donjiná-
ción del principio de realidad sobre eTpriñ’c ipió d^l placer. Freud
indica igualmente qué poseen en común un medio.de acción: el
poder de sugestión conferido por el amor que el niño, o el
paciente, dirigen al educador o al psicoanalista: «Digamos que el
médico, en su trabajo educativo, se vale de una de las componen­
tes del amor».6 «El médico hace cuanto puede por [el paciente]
con ayuda de la sugestión, que opera en un sentido educativo.»7
Si Freud pone en guardia a educador y analista contra el abuso de
poder consistente en utilizar la sugestión para modelar al sujeto
—niño o paciente— en función de ideales personales, es porque
la sugestión constituye un poderoso instrumento del cual dispo­
nen ambos.
La hipnosis, al igual que todo arte de gobierno, no posee otra
herram ienta En Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud pre­
sentó el modelo teórico que explica el fundamento psíquico de la
sugestión. El hecho de ocupar un sujeto el lugar del Ideal-del-yo
de otro sujeto le confiere el poder de someter este último a su
palabra, la cual, desde ese momento, es ley, tanto más cuanto
5. Prefacio al trabajo de Aichhorn, S.E., T. XII, pp. 274-275.
6. Queques caracteres rencontrés en psycbanalyse, S.E., XIV, p. 312 ,
7. Introduction a la psycbanalyse, S.E. XVII, p. 451; ed. francesa, p. 429.
más maleable es la estructura psíquica del sometido. Toda in­
fluencia que un sujeto pueda ejercer sobre otro se opera de esta
manera.
La instancia del Ideal-del-yo, de la que el evocador usa para
afirmar su poder, es el producto de la identificación primitiva al
padre (o al que ha cumplido su función cerca del niño), iden­
tificación reforzada en la etapa del complejo de Edipo. Esta
identificación constituye el núcleo que vendrán a enriquecer
las identificaciones ulteriores con las personas que serán llevadas
a ocupar el lugar del Ideal-del-yo, como los maestros y educado­
res, «Poco a poco [el Ideal-del-yo] toma de las influencias del
medio todas las exigencias que éste plantea al Yo.»8 El .proceso
educativo requiere así que el educador ocupe el lugar del Ideal-
del-yo, de suerte que el educado se someta a sus exigencias, y
también con el fin de que, por haber tomado ciertos rasgos del
educador, el propio Ideal-del-yo del educado reciba su influencia.
A partir de la integración de estas exigencias el educado se coipca
bajóla dominación del principio de realidad. «Entre las funciones
reservadas al Ideal-del-yo» se encuentra «el ejercicio de la prueba
de realidad».9
En su obra Jeunesse a l’abandon, August Aichhorn muestra que
la función del Ideal-del-yo puede hallarse en el origen de la
delincuencia, la inadaptación social y los trastornos caracteroló-
gicos del adolescente, como por otra parte del adulto. Conoce­
dor de las teorías freudianas, fue capaz de formular por qué
cauces lograba, en su condición de educador de jóvenes delin­
cuentes, dar una mejor orientación a su desarrollo: «Por lo que
sabemos, sólo a partir de una nueva orientación de su Ideal-del-
yo puede haber un cambio de carácter en el asocial. Esto sólo
puede producirse por la integración de nuevos rasgos de perso­
nalidad. El primer objeto del que puede tomar esos rasgos es el
educador. Este representa el objeto más importante a partir del
cual el niño o el adolescente asocial pueden alcanzar a posteriori
las identificaciones al padre que no tuvieron lugar o que resulta­
ron fallidas. A través del educador y por éste, el niño establecerá
igualmente con sus compañeros las relaciones afectivas indispen­
8. Essais depsychanalyse: Psychologie collective el analyse du Moi, ed. francesa, p. 132.
9. Essais de psycbanalyse, ed. francesa, p. 138.
sables, relaciones que condicionan en parte la victoria sobre
la inadaptación social. La expresión “sustituto del padre”, que de
buena gana empleo cuando hablo del educador, encuentra aquí
su plena justificación. ¿Cuál es el medio más importante para el
reeducador? La transferencia».10
¿Es según este modelo como debe entenderse el proceso
analítico? La meta de la cura analítica, ¿consiste en una remode­
lación, a través de la identificación al analista, del Ideal-del-yo del
paciente? Muchos analistas creyeron poder afirmarlo. Richard
Sterba afirmó que el factor terapéutico esencial en una cura
analítica residía en la disociación que se efectúa en el seno del Yo
del paciente, disociación que corresponde a los procesos de for­
mación del Superyó (o Ideal-del-yo): «Por medio de una identifi­
cación —del analizado con el analista— juicios y evaluaciones pro­
cedentes del mundo exterior son recibidos en el Yo y comien­
zan a cobrar efecto en el interior de éste».11 James Strachey
considera asimismo que la influencia terapéutica del psicoanáli­
sis reside en las modificaciones del Superyó del paciente, resul­
tantes de la identificación al analista. La acción terapéutica del
psicoanálisis es explícitamente asimilada por él a la de la hipnosis:
«[el paciente] tiende a aceptar al analista, de una u otra manera,
como sustituto de su propio Superyó. Creo que al respecto pue­
de recogerse, modificándola ligeramente, la feliz expresión de
Radó acerca de la hipnosis [según la cual el hipnotizador es intro-
yectado bajo la forma de un “Superyó parásito”] y decir que, en
el análisis el paciente tiende a hacer del analista un “Superyó
auxiliar”».12 Para William Hoffer, así como para Marión Milner,
lo que consagra el fin de la cura analítica es la identificación con
las funciones del analista.13
Sin embargo, lo que Freud sostiene en Introducción alpsicoanáli­
sis sobre la especificidad del método psicoanalítico en relación

10 . Jeunesse a ¡'abandon, París, 1973, pp. 2 1 1 -2 12 .


1 1 . R. Sterba, «The Fate of the Ego in Analytic Therapy», InternationalJournal
of Psycho-Analysis, 1934, n.° 2/3. La traducción es nuestra.
12 . J. Strachey, «The Nature of Therapeutic Action of Psycho-Analysis»,
LJP-, 1934, n.° 2/3.
13. W. Hoffer, «Three Psychological Criteria of Termination of Treatment»,
I.J.P., 1950, n," 3, pp. 194-195; y M. Milner, «A note on the Ending of an Analysis»,
I.J.P., 1950, n.° 3.
con las otras terapias basadas en la sugestión, permite oponerse a
semejante interpretación del proceso analítico y del objetivo de
la cura
Es cierto que cuando el analista se sirve de la transferencia
hace lo mismo que el hipnotizador. «La “sugestibilidad” no es
otra cosa que la tendencia a la transferencia concebida de una
manera un tanto estrecha, es decir, con exclusión de la transfe­
rencia negativa»1,4 [...] «y tenemos que percatarnos de que si en
nuestra técnica hemos abandonado la hipnosis, también fue para
descubrir nuevamente la sugestión bajo la forma de la transferen­
cia».15 Pero la analogía se detiene aquí. En efecto, Freud prosi­
gue: «La terapéutica hipnótica busca recubrir y enmascarar algo
en la vida psíquica; la terapéutica analítica, por el contrario,
busca ponerlo al desnudo y apartarlo. La primera actúa como un
procedimiento cosmético, la última como un procedimiento qui­
rúrgico. Aquélla utiliza la sugestión para prohibir los síntomas,
refuerza la represión pero deja intocados todos los procesos que
culminaron en la formación de los síntomas. Al contrario, la
terapéutica analítica, cuando se halla en presencia de los conflic­
tos que engendraron los síntomas, intenta remontarse hasta la
raíz y se sirve de la sugestión para modificar en el sentido que ella
desea la salida de tales conflictos».16
Pero el psicoanálisis no se contenta con ser un «tratamiento
por la sugestión de un género particularmente eficaz».17 Su espe­
cificidad reside en el hecho de que «en cualquier otro tratamien­
to sugestivo la transferencia es cuidadosamente preservada, de­
jada intacta; el tratamiento analítico, por el contrario, tiene por
objeto a la transferencia misma, a la que procura desenmascarar y
componer sea cual sea la forma que revista. Al final del trata­
miento analítico la propia transferencia debe ser destruida, y si se
obtiene un éxito durable, este éxito descansa no sobre la suges­
tión pura y simple sino sobre los resultados obtenidos gracias a la
sugestión: supresión de las resistencias interiores, modificacio­
nes internas del enfermo».19
14. Introduction a la psychanalyse, ed. francesa, p. 423.
15. Ibíd., p. 425-
16. Ibíd., p. 428.
17. Ibíd., p. 429.
18. Ibíd., pp. 429-430.
El psicoanálisis procede, retomando una expresión de Leo­
nardo de Vinci,per via di levare-. levantamiento de las represiones,
destrucción de la raíz de la transferencia, y si utiliza la sugestión
es sólo con este fin. En cambio, los tratamientos basados en la
sugestión proceden per via di porre, por añadido. A este título
puede decirse que la educación, que opera por modelación del
Ideal-del-yo a partir de la aportación de rasgos identificatorios, se
emparenta más bien con esta última técnica.
Educación y tratamiento por sugestión deben ser situados en
la misma vertiente. Se sirven de idénticos medios —ocupar en la
transferencia el lugar del Ideal-del-yo del sujeto— y se proponen
los mismos fines: reforzar el Ideal-del-yo del sujeto, así como su
yo. Si bien el análisis utiliza la transferencia, su fin es en cambio
muy diferente, en la medida en que se propone disolver la trans­
ferencia: mediante la interpretación de sus raíces inconscientes,
que son edípicas. El analista persigue su propia destitución del
Ideal-del-yo de su paciente. El análisis de la transferencia, que
corresponde a la resolución del conflicto edípíco, va socavando
por lo demás toda posibilidad de transferencia ulterior, y libera al
analizado de su dependencia infantil respecto a la instancia del
Ideal-del-yo. En efecto, la transferencia es índice seguro de una
no resolución del complejo de Edipo, como escribe Freud en
1926: «La transferencia es la prueba de que los adultos no han
superado su dependencia infantil primitiva».19 El analista no de­
be considerarse un educador: «Por más que al analista le tiente
convertirse en educador, en modelo, en ideal para otros, y crear
hombres a su imagen, nunca debe olvidar que ésa no es su tarea
en la relación analítica, y que en verdad faltaría a sus deberes si se
dejara llevar por tal inclinación. Si lo hiciese, estaría repitiendo el
error de los padres que trituran la independencia de su hijo bajo
su influencia, y reemplazaría una dependencia anterior por una
nueva».20 Sólo renunciando al poder que le confiere la transfe­
rencia puede cumplir su misión hasta el final.
Por su parte, también Ernest Jones destacó la antinomia entre
el propósito de refuerzo del Ideal-del-yo a partir de la identificá­

is». S.E. XX, pp. 268-269.


20 . Abrégé de psychanalyse, S.E XXIII, p. 175- «Compendio del psicoanálisis»,
O.C, III (p. 3.379).
ción narcisista, y las metas del psicoanálisis. Demostró que el
refuerzo del Ideal-del-yo tiene por corolario un refuerzo de las
represiones, pues vuelve al sujeto más capaz de mantenerlas sin
síntomas. El análisis, en cambio, al proponerse levantar las resis­
tencias y las represiones, no podría apoyarse sobre un refuerzo
del narcisismo del paciente, en la medida en que con ello no haría
más que incrementar las resistencias al exacerbar el conflicto
entre las pulsiones eróticas y el Ideal-del-yo, conflicto éste que se
halla en el origen de la represión. «Vemos pues que las metas
perseguidas por el hipnotizador y por el analista son diametral­
mente opuestas. Mientras que el primero busca realmente refor­
zar el narcisismo del paciente, el último se afana en orientarlo
hacia formas más avanzadas de actividad psíquica. La situación
psicológica [identificación narcisística] más favorable a los fines
del primero, revela ser fatal para los del segundo.»21
Si la educación se caracteriza por apuntar a la formación y
refuerzo del Ideal-del-yó, entonces cabe preguntarse cómo debe
entenderse a Freud cuando afirma que el psicoanálisis es una pos­
educación. Volvamos a los textos: «El descubrimiento del in­
consciente, su traducción, se realizan a pesar de la resistencia
continua que el paciente opone. La aparición del inconsciente se
asocia a un sentimiento de displacer, y de ahí la oposición por
parte del analizado. Es preciso entonces que penetren ustedes en
el meollo del conflicto psíquico. Si conducen al enfermo a acep­
tar, por obra de una mejor comprensión, lo que hasta entonces
había rechazado (reprimido) a consecuencia de una regulación
automática del displacer, habrán cumplido en buena parte un
trabajo educativo» [...] «Grosso modo, el tratamiento psicoanalí-
tico puede ser considerado como una especie de reeducación que
enseña a vencer las resistencias interiores.»22 Al igual que el
educador, el analista incita al paciente a superar el displacer.
Como él, utiliza para este fin las armas de la transferencia. Pero el
analista no se alia a las mismas potencias ni persigue los mismos
fines. El educador toma apoyo en el narcisismo del educado para

2 1 . «La nature de l’autosuggestion», 1923, Théorie et pratique de la psycbanalyse,


París, 1969.
22 . «De la psychothérapie» (1904), La technique analytique, ed. francesa, p. 20-
21. «Sobre psicoterapia», O.G, I (p. 1.007).
asegurar la dominación de las pulsiones sexuales. Poco le impor­
ta que merced al refuerzo del narcisismo las pulsiones .acaben
sucumbiendo a la represión, con tal que el Ideal-del-yo del edu­
cado logre conservarlas en el Inconsciente. El educador procura
contrabalancear el displacer ligado al renunciamiento pulsional
mediante las satisfacciones narcisistas que aporta el Ideal-del-
yo.13 El analista, por el contrario, en $u esfuerzo por levantar las
represiones, tiene que luchar contra un displacer de origen narci­
sista, que encuentra su fuente en la instancia del Ideal-del-yo. Sus
aliados en esta lucha son precisamente las fuerzas pulsionales
combatidas por el educador las pulsiones sexuales que el narci­
sismo teme. Desde el punto de vista tópico y dinámico, la acción
del educador y la del analista son exactamente contrarias. El
primero se alia al Ideal-del-yo contra el Ello, utiliza el placer-
displacer narcisista para refrenar las pulsiones sexuales autoeró-
ticas; el segundo se apoya en el Ello, en las fuerzas procedentes
de los deseos reprimidos que no aspiran más que a manifestarse,
y debe combatir al narcisismo, que se opone, mediante el displa­
cer, al levantamiento de la represión. Si el analista ocupa en la
transferencia el lugar del Ideal-del-yo, debe cumplir ahí el rol del
muerto (y éste es uno de los aspectos de lo que llaman neutrali­
dad del analista): a diferencia del educador, desde este lugar no
debe enunciar ninguna exigencia, a fin de no bloquear el proceso
psicoanalítico. El educador se propone que el educado logre
superar el displacer resultante de la frustración de las pulsiones
sexuales; el analista, que el analizado supexejsl que emana de su
ideal narcisista cuando debe hacer frente a la verdad, es decir, que
reconozca la realidad de sus.deseos inconscientes. .Puede decírse
que si el psicoanálisis es una reeducación, esto debe entenderse
en el sentido de que es una educación al revés. Y precisamente en
esta medida no se puede proceder a ella si la primera no ha tenido
lugar. La labor del educador consiste en contribuir a la formación
23. Georges SnydersfLa Pédagogie en TranceauxXVIIeetXVIllesíseles) muestra
a las claras la lógica de un tipo de educación que, como la de los jesuítas,
proponiéndose sofocar los deseos del educado a fin de volverlo más dócil a la
Autoridad, no dispone más que de la pasión narcisista, pasión de la ilusión por
excelencia, a la que exalta mediante la emulación. Su estudio esclarece de un
modo ejemplar el vínculo entre una educación de tipo autoritario que tiende por
una parte a la sumisión del educado y al sojuzgamiento de las pulsiones, y por la
otra a la exaltación del narcisismo.
del Ideal-del-yo, que cumple una función reguladora, normali­
zante, indispensable. La cura analítica, por otra parte, supone
que las diversas instancias psíquicas se encuentren instaladas. El
análisis no puede ser el sustituto de la educación, puesto que es
su revés.
Para este mismo punto de vista, la educación se situaría del
lado del narcisismo, de lo «imaginario», del ideal, del lado de «la
ilusión». El educador, cuyo poder emana de la transferencia, no
puede aspirar en cuanto tal a deshacerse de él, ya que la instancia
del Ideaí-del-yo y la posibilidad de la transferencia fundan el
poder de todo conductor de hombres, educador o gobernador.
¿ Es que la misión del educador consistiría en asegurar —gracias a
lo que podría llamarse «educación imaginaria», educación del
narcisismo— las condiciones de posibilidad del sometimiento del
educado a la figura del «maestro»? Si se atiende a sus efectos más
corrientes, tal parecería ser la mira ordinaria de la educación.
Freud, sin embargo, insinúa que una educación acabada, o
sea exitosa, debería permitir la superación •de la dependen­
cia del sujeto frente a las figuras parentales.2“,Educador y ana­
lista. deberán proponerse, a través de la resolución del, com-
plejo de Edipo, su propio éclipsamiento como figura ideal. Pero
en este caso, ¿podría seguir apoyándose la educación en el narci­
sismo del educado? La disolución del complejo de Edipo no
puede cumplirse sino mediante la superación del narcisismo, lo
cual supone la aceptación de la castración simbólica. Resolución
del complejo de Edipo y refuerzo del Yo y del Ideal-del-yo mues­
tran ser antinómicos, como el psicoanálisis y la hipnosis. Una
educación tendente al mismo objetivo que el análisis,, y cuya
posibilidad Freud sugirió en su prefacio al trabajo de Aichhorn,
debería renunciar a apoyarse en el narcisismo. ¿Pero, es esto
posible? Por otra parte, no hay que olvidar que incluso allí donde
la educación de enfoque analítico fracasa, significa en cambio un
éxito con respecto al poder político, dado que favorece la identi­
ficación del Ideal-del-yo al Amo, nervio motor de la «servidum­
bre voluntaria».
Fuera de esto, aun si la educación pudiera liberarse de las
24. Cf. en particular Les premien psychanalystes - Minutes de la Société psychanalyti-
que de Viertne, T. II, p. 352.
presiones sociales, ¿el educador estaría por ello en condiciones
de guiar al educado hasta la disolución del complejo de Edipo,
condición de la independencia psíquica y la madurez? ¿Se trata
de un proceso sobre el cual pueda ejercerse su maestría?
EL ANALISIS DE NIÑOS:
¿PSICOANALISIS O PEDAGOGIA?

Si es cierto que, tal como creemos haberlo demostrado, el psi­


coanálisis es una «educación al revés», ¿cómo es posible el psico­
análisis de niños, que se dirige a seres cuya educación está aún
inconclusa? ¿Qué relaciones concretas pueden existir entre la
cura analítica del niño y la educación? ¿Confirman los analistas
de niños la tesis de la oposición entre el proceso analítico y el
proceso pedagógico?
Las obras de Anna Freud y Melanie Klein ofrecen dos puntos
de vista diametralmente opuestos respecto a las relaciones entre
el análisis de niños y la educación. Para Anna Freud, el análisis de
niños debe ser asociado a medidas educativa?. Melanie Klein con­
sidera, por el contrario, que el análisis de niños sólo es posible si
el analista se abstiene de ejercer una acción pedagógica sobre el
pequeño analizado.
Anna Freud, quien al igual que Melanie Klein fue una de las
pioneras del psicoanálisis de niños, afirma en 1928 la imposibili­
dad de establecer una relación puramente analítica con un niño.
Según ella, las condiciones del proceso analítico, tal como fueron
descubiertas en relación con los adultos, no pueden cumplirse en
el niño. La técnica debe ser modificada: a los medios purámente
analíticos es preciso asociarles medidas pedagógicas.
Es así como las condiciones para la entrada del adulto en
análisis —sufrimiento y aceptación del tratamiento— deben ser
producidas artificialmente gracias a lo que Anna Freud denomina
un «amaestramiento para el análisis»,1 período preparatorio du-
1. Le traittmentpsyohanalytique des enfants, París, 1969, p. 15.
PSICOA NA LISrS Y ED UCA CION

rante el cual el analista se esforzará por inducir al niño a pasar de


su actitud primitiva a la actitud ideal del paciente adulto. En
otros términos, tratará de suscitar en el niño una demanda. Allí
donde el sufrimiento esté ausente—cuando el niño, por ejemplo,
es llevado al analista por sus padres a raíz de trastornos del
comportamiento que incomodan ante todo a su medio circun­
dante— Anna Freud intentará provocar el sufrimiento psíquico
exigido según ella para la entrada en análisis, poniendo al niño en
oposición consigo mismo, llevando a cabo una «escisión en el Yo
íntimo del niño»,2 sugiriéndole, por ejemplo, que está «enfermo»
y a punto de volverse loco. La aceptación del tratamiento, la
confianza en el analista, serán obra de la instauración de una
transferencia positiva del niño a su respecto, transferencia que el
analista obtiene volviéndose «indispensable para el niño» hasta
lograr un «estado de completa dependencia».3
Anna Freud es bien consciente de que los medios que utiliza
para hacer posible el análisis infantil contrarían las reglas analíti­
cas habituales: «Consideren una vez más mis diferentes procedi­
mientos: hago a la chiquilla una fírme promesa de curación,
estimando que no es posible exigir a un niño que se interne por
un sendero desconocido con una persona extraña, si el resultado
no se muestra certero. De este modo respondo a su evidente
deseo de ser dirigida con autoridad y llevada de un modo seguro.
Me propongo a la niña como aliada y critico con ella a sus padres.
En otro caso, emprendo una lucha secreta contra el medio que
rodea al pequeño y procuro ganar su afecto utilizando todos los
recursos posibles. Exagero la gravedad de un síntoma y asusto al
paciente para alcanzar mi fin Por último, me insinúo a la con­
fianza del niño y me impongo a seres que están persuadidos de
poder salir perfectamente del aprieto sin mi ayuda ¿ Qué queda
de la reserva prescrita al analista, de la prudencia con que la
curación, o sólo la posible mejoría, es presentada ante los ojos
del paciente como una perspectiva incierta? ¿Qué queda de la
reserva absoluta en cuanto a las cosas personales, de la sinceridad
absoluta sobre la apreciación de la enfermedad y de la entera
libertad concedida al paciente para interrumpir por propia deci-
2. Ibíd., p. 22 .
3. Ibíd., p. 20,
sión, en cualquier momento, el trabajo en común?».4Anna Freud
justifica estas infracciones por la necesidad de adaptar la técnica a
una situación nueva, a fin de realizar las condiciones de posibili­
dad del análisis. El trabajo analítico propiamente dicho sólo po­
drá comenzar una vez artificialmente creadas la conciencia de la
enfermedad y la confianza en el análisis. Pero incluso en este
nivel, las técnicas habituales del análisis de adultos no pueden
utilizarse tal y como son, porque no es posible inducir al niño a
que proporcione «asociaciones libres». Además, el motor esen­
cial de la cura de adultos, la neurosis de transferencia, en él no
puede ser producida.
En efecto, según Anna Freud, en el caso del niño la reedición
de las relaciones con sus padres dentro del marco del análisis, ya
que en esto consistiría la neurosis de transferencia, es imposible
por cuanto la primera edición no ha sido aún agotada. Dicho de
otro modo, el hecho de que en la realidad el pequeño se encuen­
tre todavía vinculado a sus padres, es un obstáculo para el des­
plazamiento sobre el analista de sus relaciones afectivas con
aquéllos. El analista no puede menos que compartir con los pa­
dres el afecto y el odio del niño.5
El peso de la realidad sobre la relación analítica se manifiesta
igualmente en el hecho de que el material mismo deberá, según
Anna Freud, ser obtenido con la familia, y consistirá en lo que
sucede no en el ámbito de la sesión sino en el de la familia; de allí
la necesidad de un «servicio permanente de informaciones».6
Anna Freud considera que para la instauración de una verda­
dera neurosis de transferencia habría que separar al niño de su
familia. Por otra parte, el analista de niños- no puede ser un buen
objeto de transferencia en la medida en que, para preparar al
niño para el análisis, se vio forzado a abandonar su «neutralidad»:
«La acción educativa que se mezcla íntimamente con el análisis
[...] tiene por resultado que el niño sabe muy bien lo que es
deseado o temido por el analista, lo que él aprueba y lo que
censura».1

4. Ibíd., pp. 26-27.


5. Ibíd., p. 50.
6. Ibíd., p. 52.
7. Ibíd., p. 52.
El análisis de niños se distingue también del análisis de adul­
tos en cuanto al fin perseguido. Con los adultos la cura analítica
apunta a obtener el levantamiento de las represiones. Ese es su
único objetivo. Al analista le está vedado el dar a las pulsiones así
liberadas una orientación cualquiera. Pues bien, Anna Freud
entiende que con el niño no sucede lo mismo. En su opinión, una
vez que las tendencias pulsionales han sido liberadas de la repre­
sión el niño no pensaría más que en buscar la satisfacción directa
e inmediata, porque el Superyó, que en el adulto domina la vida
pulsional, todavía no es bastante independiente en el niño para
que éste pueda controlar sus inclinaciones.8 En el análisis infantil
esta tarea de control incumbe al analista, que debe decidir lo que
tiene que ser rechazado, domado o satisfecho, y ejercer de este
modo una acción educativa.9 «Precisamente para prevenir el
estado neurótico, debe impedirse al niño conceder, cualquiera
que sea la fase que esté atravesando su sexualidad, necesariamen­
te perversa, una satisfacción verdadera a esta sexualidad. De lo
contrario, la fijación a la voluptuosidad ya experimentada pasa a
ser el gran obstáculo para el desarrollo normal, y la inclinación a
renovar estos goces determina una regresión a niveles inferio­
res.»9 Para ello, «es preciso que el analista consiga sustituirse por
toda la duración del análisis al Yo-ideal del niño».10
Anna Freud no nos oculta que el psicoanálisis de niños, así
concebido, corre el riesgo de resultar una labor imposible: «El
analista reúne en su persona dos tareas difíciles y en el fondo
contradictorias, es decir que al mismo tiempo debe permitir y
prohibir, soltar y volver a atar».
En lugar de una pedagogía analítica, lo que Anna Freud pro­
pone es un análisis pedagógico. Pero si se siguen sus propias
consideraciones se acaba dudando de la posibilidad de una alian­
za semejante, y uno se pregunta qué puede subsistir de analítico
en los principios que ella propone. El psicoanálisis de niños,
según Anna Freud, evocaría decididamente el cuchillo de JLich-
tenberg, que carecía de mango y había perdido su hoja. Del
análisis, ella sólo parece haber conservado el nombre.

8. Ibíd,, p. 64.
9. Ibíd,, p. 65.
10. Ibíd., p. 66.
En todo caso, ésta es la dirección en que Melanie Klein orien­
ta su crítica de las tesis de Anna Freud. Melanie Klein demuestra
que con los recursos mismos que pone en práctica para «adaptar»
el psicoanálisis a los niños, Anna Freud introduce un obstáculo
insuperable al establecimiento de una verdadera relación analíti­
ca. Cuando denuncia la imposibilidad de utilizar la técnica analí­
tica clásica, lo que sucede es que ella misma ha vuelto imposible
el proceso analítico por la acción educativa que creyó convenien­
te ejercer sobre el niño a fin de prepararlo para dicho proceso.
Melanie Klein plantea que la orientación pedagógica y la orienta­
ción analítica son radicalmente antinómicas, y sostiene que sólo
medios analíticos permiten instaurar una situación analítica.11
Cuando Anna Freud busca obtener una escisión en el Yo del
niño suscitando su angustia y su culpabilidad, con el fin de llevar
su conciencia y su Yo al nivel del adulto, no hace otra cosa, según
Melanie Klein, que crear un obstáculo inútil. Porque no es sobre
un proyecto consciente ni sobre el Yo (que es precisamente la
sede de las resistencias, como demostró Freud), donde se puede
basar de un modo duradero el trabajo psicoanalítico.12 Lejos de
descansar sobre la alianza del analista con el Yo y la conciencia,
es decir, con las fuerzas represoras, el proceso psicoanalítico
exige respaldarse en el Inconsciente, en las fuerzas psíquicas
reprimidas.
Por nuestra parte, creemos que aquí residen las diferencias
esenciales entre la Orientación analítica y la orientación pedagó­
gica. La pedagogía se dirige al Yo y apunta a su reforzamiento, de
ser preciso mediante la angustia, con el fin de someter a sí las
pulsiones. Esto hace que sólo pueda culminar en la producción
de represión. El análisis, por el contrario, se apoya en el incon^
cíente para obtener el levantamiento de aquélla. Y si Anna Freud
tendió a transformar en pedagogía el análisis aplicado a los niños,
ello fue en la medida en que poseía lisa y llanamente una concep­
ción pedagógica del análisis, como por otra parte lo evidencia su
obra El yo y los mecanismos de defensa. No fue la única. Toda una
corriente posfreudiana del psicoanálisis se orientó en esta direc­
ción, privilegiando el análisis de las resistencias y proponiéndose
11. Essais depsychanalyse, París, 1968, p. 182.
12. Ibíd., p. 183.
como meta la instauración de un «Yo fuerte» en el sujeto, obte­
nido merced a la identificación con el analista.13
Opuestamente, desde el punto de vista de Melanie Klein, la
«debilidad» del Yo infantil puede constituir un elemento que
favorezca el análisis, porque el analista puede de este modo
«establecer una articulación directa con el Inconsciente del ni­
ño»14 sin pasar por el Yo, como ocurre en el caso del adulto: «Los
niños se hallan tan dominados por su Inconsciente que les resulta
inútil excluir deliberadamente las ideas conscientes».15
Según Melanie Klein, es preciso cuidarse de suscitar en el
niño, a cualquier precio, una transferencia positiva, so pena de
que resulte inanalizable; en el niño y en el adulto deben ser
analizadas tanto la transferencia positiva como la negativa. Tam­
poco existe necesidad alguna de recurrir a las informaciones de
quienes le rodean para paliar la ausencia de asociaciones libres.
En el ámbito de la sesión, lo que hay que liberar en el niño son las
actividades fantasmáticas, y ello, por ejemplo, gracias al juego,
actividad que proporciona el «material» analítico y que reem­
plaza a las «asociaciones libres» del adulto. Lo cual no impide
que haya que obtenerlas del niño: éste tiene que alcanzar la
verbalización de sus fantasmas.
La situación analítica con un niño no difiere en el fondo de la
que se establece con el adulto, y es legítimo esperar resultados al
menos igualmente profundos: «Si evitamos las medidas penosas,
difíciles y poco seguras descritas por Anna Freud, garantizamos
también a nuestro trabajo un valor pleno y el éxito de un análisis
equivalente, punto por punto, al de un adulto»,16 e incluso puede
llegar mucho más lejos.17
Melanie Klein tampoco está de acuerdo con Anna Freud en lo
que atañe a la ausencia de neurosis de transferencia (lo cual, para
esta última, limitaba las posibilidades del análisis de niños), y
afirma por el contrario su existencia. Según Melanie Klein, a la
edad de tres años un niño ya ha atravesado la parte más impor­
13. Cf. por ej., Lapsychologie du Moi etleprobl'eme del’adaptation, de H. Hartmann,
París, PUF, 1968.
14. Essais de psycbanalyse, p. 180.
15. Ibíd., p. 190.
16 . Ibíd., p. 186.
17. Ibíd., p. 194.
tante del desarrollo de su complejo de Edipo. La represión ya ha
afectado a los objetos primitivos, lo cual posibilita la repetición
de las situaciones primitivas dentro del marco de la relación
analítica. En consecuencia, el analista del niño debe observar las
mismas reglas de neutralidad que con un adulto, a fin de hacer
posible el desarrollo de la transferencia.
Aquí la discrepancia radica en la cuestión de saber a qué edad
se instala el complejo de Edipo en el desarrollo del niño. Para
Melanie Klein, se instaura ya en el período del destete, aproxi­
madamente al año y medio de edad, mientras que para Anna
Freud, quien al respecto sigue el punto de vista de Freud, inter­
viene mucho después, alrededor de los cinco años. Así, pues,
Melanie Klein no vacilará en analizar el Edipo a los tres o cuatro
años, mientras que Anna Freud, considerando que en los niños
de esta edad sólo se halla en vías de constitución, no se atreverá a
emprender su análisis por temor de obstaculizar el desarrollo de
dicho complejo.
Pero más allá de esta divergencia concerniente a los estadios
del desarrollo se vislumbra otra más profunda, consistente en
que, para Melanie Klein, los objetos que están en juego en el
complejo de Edipo son esencialmente de orden fantasmático, y a
veces poco deben a los padres reales, mientras que para Anna
Freud parece que el complejo de Edipo tenga que ser situado en
el plano de la realidad. En las primeras conferencias de Anna
Freud sobre el psicoanálisis de niños la ausencia de referencia a la
dimensión fantasmática, como también al complejo de Edipo, es
absoluta. En cambio, la obra de Melanie Klein está íntegramente
consagrada a la exploración de la fantasmática infantil, que en
ella siempre se interpreta en relación con el Edipo. Al situar el
Edipo exclusivamente al nivel de la realidad, el análisis queda
vedado para Anna Freud: lo real, en efecto, no se presta al
análisis. Melanie Klein, abriéndose a la dimensión del fantasma,
lleva todas las de ganar.
La pregnancia de la realidad para Anna Freud se manifiesta
principalmente en su concepción de la dependencia del Superyó
del niño respecto al vínculo real con aquellos que constituyen su
modelo. Sobre esta dependencia del Superyó basa Anna Freud la
necesidad de medidas educativas que impidan al niño entregarse
sin freno a la satisfacción de las pulsiones liberadas de la repre­
sión por el psicoanálisis. También en este punto discrepa Melanie
Klein con ella. En su opinión, si bien el Yo de los niños es
diferente al de los adultos, en cambio el Superyó sólo padece
escasas modificaciones en el transcurso del desarrollo: aun cuan­
do puedan añadírsele capas superficiales, su núcleo permanece
inalterado.18 Este «único Superyó sólidamente arraigado, cuya
naturaleza es inmutable»18 es ampliamente independiente no
sólo de toda influencia exterior a lo largo de la vida, sino tam­
bién, a nivel incluso de su formación, de la realidad de los objetos
exteriores, vale decir, de los padres. «La severidad del Superyó
queda a menudo contradicha por los objetos de amor real, o sea
los padres.»19 Está enlazada a los propios fantasmas sádicos del
niño, proyectados por éste sobre aquéllos. «En ningún caso de­
bemos identificar los verdaderos objetos [los padres reales] con
aquellos que los niños introyectan.»20
La independencia del Superyó del niño frente al mundo exte­
rior torna inútil la encarnación de esta instancia por el analista
con miras a refrenar las tendencias pulsionales. Melanie Klein
considera que es más temible la fuerza del Superyó que su debili­
dad. «Si el Superyó tuvo fuerza suficiente paTa llevar al conflicto
o a la neurosis, su autoridad seguirá siendo sin duda suficiente,
aunque en el curso del análisis poco a poco la vayamos modifi­
cando. Nunca acabé un análisis con la sensación de que esta
facultad se había hecho demasiado débil.»21 Retomando los casos
citados por Anna Freud, donde ésta creyó comprobar que el
análisis había provocado, al mismo tiempo que el levantamiento
de las represiones, una liberación inmoderada de las pulsiones,
Melanie Klein los considera bajo una luz diferente. Para ella, lo
que la aparente «falta de moderación» pulsional encubre es la
angustia y la necesidad de castigo ligadas al conflicto edípico, y
que el análisis de éste permite superar. Lejos de deberse a la
supresión de la represión, el comportámiento desatado del niño
corresponde a tendencias aún no descubiertas por el análisis, a
un incompleto levantamiento de la represión. «En mi opinión,

18. Ibíd., p. 198.


19. Ibíd., p. 195.
20. Ibíd., p. 196.
21. Ibíd., p. 205.
escribe Melanie Klein a propósito de la pequeña paciente tratada
por Anna Freud, no se trataba de orientarla hacia un dominio y
un control dolorosos de sus tendencias libradas de la represión
Habría sido preciso someter a un análisis ulterior, más completo,
los móviles que se ocultaban tras dichas tendencias.»22 Si Anna
Freud hubiera sometido las tendencias pulsionales a un análisis
más profundo, no habría sido necesario enseñar a la niña a con­
trolarlas. Cuando una de sus pequeñas pacientes empieza a con­
ducirse de un modo desbocado, Melanie Klein considera que ha
cometido una falta no en el terreno educativo sino en el analí-
tico, por no haber ahondado lo suficiente en el análisis de las
*

resistencias y de la transferencia: «Si aspiramos a que los niños


puedan controlar sus tendencias sin desgastarse en una penosa
lucha contra sí mismos, el análisis debe poner el desarrollo edípi-
co al desnudo en la forma más completa posible, y los sentimien­
tos de odio y culpabilidad resultantes deben ser examinados
hasta en sus más remotos orígenes».23
Anna Freud encuentra necesario, cuando el análisis aborda el
núcleo edípico, sustituir las medidas analíticas por medidas edu­
cativas, precisamente para evitar su profundización analítica; evi-
tamiento que justifica por el temor de que el análisis del Edipo no
vaya a minar la autoridad parental y no separe al niño prematu­
ramente de sus padres, con lo que el niño así liberado de la
neurosis se haría rebelde en lo sucesivo a toda exigencia educati­
va Por su parte, Melanie Klein considera infundados estos temo­
res. El análisis del Edipo no va en contra de la educabilidad del
niño sino que, por el contrario, libera su capacidad de amor y de
sublimación gracias al levantamiento de la angustia enlazada al
odio y a la culpabilidad. Las relaciones con el medio circundante
son mejoradas por el análisis, que «prepara el terreno para un
trabajo pedagógico fecundo»,24 precisamente con la condición
de que el analista se limite a emplear medios puramente analíti­
cos, que excluyan cualquier medida educativa. De este modo el
trabajo analítico puede favorecer el trabajo educativo, pero la
combinación de ambos es imposible, porque se trata de tareas
22 . Ibíd., p. 203.
23. Ibíd., p. 202 .
24. Ibíd., p. 218.
PSICO ANA LISIS Y ED UCA CION

que poseen orientaciones opuestas. «Si el analista, así fuese sólo


tem poralmente, asume la representación de las instancias educa­
tivas, si asume el rol del Superyó, obstruye a las tendencias
pulsionales el camino de lo consciente, y se convierte en repre­
sentante de las facultades de represión.»13 «El analista de niños, si
pretende triunfar en su labor, debe tener la misma actitud del
Inconsciente que un analista de adultos. Esa actitud le permitirá
no querer otra cosa que analizar, y no aspirar a modelar y dirigir
el pensam iento de sus pacientes.»23
Aquí se reconocen las advertencias dirigidas por Freud a los
analistas de adultos. Para Melanie Klein, no se puede ser a la
vez analista y educador de un niño. Pero proceso educativo y
proceso analítico pueden, sin embargo, coexistir, si son condu­
cidos por personas diferentes. Melanie Klein opta deliberada­
mente por la división del trabajo, pero aspira a que todos los
niños puedan sacar provecho de una cura analítica y espera que
un día «el análisis practicado durante la infancia será una parte
tan im portante de la educación como lo es en el presente la ins­
trucción escolar».26
¿ Es esto lo que podríamos denominar educación analítica? Si
por los términos «educación analítica» entendemos una aplica­
ción de los descubrimientos psicoanalíticos a la pedagogía que
condujera a una revisión de sus fines y medios, la propuesta de
Melanie Klein se distingue de ello de un modo absoluto. Lejos de
sugerir la aplicación del psicoanálisis a la pedagogía, insiste sobre
su necesaria separación a nivel de los procesos en juego, de los
tipos de relación que ellos implican. Cuando preconiza la agrega­
ción de la cura analítica a la educación —tomada en sefttido
amplio, como el conjunto de las medidas y disposiciones a tomar
para ayudar al niño a convertirse en un ser humano adulto—, lo
que propone no es una pedagogía analítica sino una «educación
asistida por el psicoanálisis».27
¿Quiere decir que Melanie Klein recusa la posibilidad de una
aplicación del análisis a la pedagogía? Ella se hace cargo de las
pocas directivas que el propio Freud creyó poder formular como
25. Ibíd., p. 208.
26. Ibíd., p. 306.
27. Ibíd., p., 83.
consecuencia de los descubrimientos analíticos relativos a la etio­
logía de las neurosis: desde un punto de vista analítico, el objeti­
vo principal es evitar que se produzca la represión, y la pedagogía
—cuya misión consiste, por lo demás, en lograr que el niño se
someta a las exigencias de su medio— que tenga en cuenta al
psicoanálisis se esforzará, sin dejar de perseguir su objetivo tradi­
cional, en hacerlo con el menor gasto, limitando las represiones.
Melanie Klein preconiza ante todo —como también Freud— la
sinceridad con respecto al niño, que corre parejas con una dismi­
nución del autoritarismo, la franqueza como respuesta a sus pre­
guntas acerca de la sexualidad, y de un modo general el evita-
miento de un «amaestramiento» pulsional excesivamente riguroso.
¿Puede considerarse que una pedagogía que respetara estas
indicaciones sería el resultado de una aplicación del psicoanáli­
sis? ¿Puede hablarse aquí de pedagogía analítica? Los objetivos
siguen siendo los mismos que en la pedagogía tradicional, o sea,
en términos analíticos, la sumisión del principio del placer al
principio de realidad, el dominio de las tendencias pulsionales, e
igualmente los medios, en tanto que la severidad está lejos de ser
preconizada por todas las pedagogías.28 Los psicoanalistas se em­
peñan más en prescripciones de buen sentido que en una reforma
de los principios. Así, Melanie Klein escribe: «Aunque reconoz­
camos la necesidad de introducir el psicoanálisis en la educación,
no estamos forzados a rechazar por ello los principios educativos
que juzgábamos buenos y que hasta hoy hemos aprobado. El
psicoanálisis debería servir a la educación como un auxiliar —co­
mo un perfeccionamiento— dejando intactos los principios hasta
ahora aceptados. Los buenos pedagogos siempre se han esforza­
da —inconscientemente— por hacef lo que era bueno hacer».24
Lo que estorbaba su éxito eran las resistencias inconscientes del
niño. La introducción de la cura analítica en la educación permite
suprimir este obstáculo. El niño cumple entonces las exigencias
habituales de la educación, sin que el educador tenga necesidad
de desplegar «una gran fuerza autoritaria».30

28. Por lo demás, no todos los analistas están de acuerdo en recusar la «seve­
ridad» en este campo.
29. Ibíd., p. 81.
30. Ibíd., p. 109.
La única reforma verdadera preconizada por Melanie Klein en
materia de educación, consiste en la introducción de la cura
analítica en uno u otro momento del desarrollo del niño, con
preferencia antes de la escolarización: «Un análisis realizado con
suficiente anticipación haría desaparecer las inhibiciones más o
menos importantes que existen en todos los niños; el trabajo
escolar debería comenzar enseguida, a partir de esta base. Cuan­
do ya no tenga que malgastar sus fuerzas en una vana lucha
contra los complejos de los niños, la escuela podrá cumplir una
obra fecunda consagrándose a su desarrollo».31 De este modo, el
psicoanálisis del niño tendría la función de preparar el terreno
para la educación, y no podría sustituirla, ni siquiera modificar
sus principios.
Para someter a prueba esta tesis y tratar de poner al descu­
bierto sus fundamentos teóricos, abordaremos el examen de
algunas experiencias pedagógicas inspiradas en el descubrimien­
to del psicoanálisis.

31. Ibíd., p. 109.


¿ES POSIBLE UNA PEDAGOGIA ANALITICA?

«... estas profesiones imposibles, donde puede tenerse


la certeza de que los resultados serán insatisfac­
torios. »
Análisis terminable e interminable (1937).
¿Cuál fue en la práctica la influencia del psicoanálisis sobre la
pedagogía contemporánea? ¿Existen actualmente aplicaciones
del psicoanálisis a la pedagogía?
Los tratados pedagógicos recientes dan fe del escaso sitio
reservado al psicoanálisis en las doctrinas pedagógicas actuales.
Centradas esencialmente en el problema de los modos de trans­
misión del saber, en los problemas planteados por la enseñanza,
no parecen inspirarse en el psicoanálisis.
Solamente en dos terrenos muestra haber ejercido este últi­
mo una influencia notable: el de la educación preescolar y el de la
reeducación de los niños delincuentes o que presentan trastor­
nos caracterológicos y psicológicos diversos.
En 1921, Vera Schmidt fundó en Moscú un jardín de infantes
gobernado por principios educativos que se inspiraban en los
descubrimientos analíticos sobre la sexualidad infantil. La expe­
riencia no pudo ser cumplida por mucho tiempo, pues las autori­
dades soviéticas obligaron al establecimiento a cerrar sus puer­
tas, con lo que se hizo difícil efectuar un balance. El rasgo esen­
cial de la orientación pedagógica de este jardín de infantes fue el
liberalismo. Las órdenes y prohibiciones estaban proscritas: «A
los niños se les explicaba sencillamente por qué se les pedían
ciertas cosas; no se les daba órdenes» [...] «estaba proscrita cual­
quier especie de prohibición por parte de las educadoras».1 En
particular, los niños podían abandonarse libremente a activida­
des sexuales. El aprendizaje del aseo se cumplía sin coerción ni
reprimendas. Los niños disponían ampliamente de ocasión para
ejercer su actividad motriz, sin limitación.
En Viena existió el Kinderheim Baumgarten, creado después de
la primera guerra mundial para los niños sin hogar. También en
Viena, en 1937, Edith Jackson fundó una guardería infantil expe­
rimental; más tarde, en Inglaterra, las «Nursery de Hampstead»,
guardería infantil y pensionado de guerra.2
Es indiscutible que el psicoanálisis ejerció alguna influencia
sobre la educación de los niños en edad preescolar, no tanto a
nivel de experiencias pedagógicas particulares cumplidas en las
colectividades —que en resumidas cuentas resultaron aisladas—,
como en el de un cambio en las costumbres. La alimentación de
los lactantes empezó a concebirse de un modo menos rígido: se
extendió la idea de la cría a pedido (Feed at demand), particular­
mente en Estados Unidos. Quedó generalmente reconocida la
nocividad de un aprendizaje demasiado brutal del aseo, así corrijo
la de la represión de la masturbación infantil y de las actividades
sexuales de los niños entre sí.3
¿Permite ello hablar aquí de pedagogía analítica? Pensamos
que más bien habría que decir que bajo la influencia del psicoaná­
lisis, lo que se “abrió paso fue la constatación —aparte de gu
nocividad— de la inutilidad de las medidas educativas que se
creían indispensables (como en el siglo XVII se creía indispensa­
ble encerrar al niño en un corsé, por el temor de que creciera
contrahecho): el niño puede volverse «aseado» con el mínimo de
coacción, y la masturbación no lo hace ni perverso ni enfermo.
En definitiva, lo que el psicoanálisis introduce en pedagogía se
resume en un liberalismo que no puede aspirar al status de una
verdadera «reforma» educativa.
En su libro publicado en 1965, Lo normaly lo patológico en el niño,
1. Cf. Wilhelm Reich, La révolution sexuelle, p. 345.
2. Cf. Dorothy Burningham y Anna Freud, Young Children in War Time, Lon­
dres, 1942; y Infants without families, Londres, 1943.
3. Aun cuando Anna Freud pueda alegar el valor formador para el carácter de
la lucha contra la masturbación que un niño puede ser llevado a sostener: cf. Le
normal et lepathologique chez l'enfant, pp. 4-5.
Anna Freud hace un balance de medio siglo de intentos por
promover una educación analítica. «Nunca se renunció a alcan­
zar este fin, escribe, por difíciles y desconcertantes que hayan
podido revelarse a veces los resultados. Cuando ahora, tras más
de cuarenta años, examinamos la historia de esas tentativas,
vemos en ella una larga serie de ensayos y errores.»4
Sin embargo, Anna Freud atribuye a la influencia del psico­
análisis «la mayor apertura y confianza que pudieron establecer­
se entre los padres y ios hijos cuando los temas de orden sexual
fueron tratados y discutidos con mayor franqueza»,5 los favora­
bles efectos sobre la formación del carácter producidos por una
educación esfinteriana más flexible. La alimentación «a pedido»
del lactante reduce los trastornos de la nutrición, y el liberalismo
frente a las actividades autoeróticas (masturbación y succión del
pulgar) hacen desaparecer los trastornos del sueño. En cambio,
dice, en otros dominios no dejan de producirse decepciones y
sorpresas. La información de los niños en materia sexual resultó
un fracaso. Los niños se aferran a sus propias teorías sexuales. El
liberalismo de los padres no logra evitar la angustia del pequeño:
«Al reducir [los padres] el miedo que podían inspirar a su hijo
comprobaron simplemente que aumentaban el sentimiento de
culpabilidad [...] en el niño».6 En definitiva, la educación liberal
de inspiración psicoanalítica fracasó en la realización de la tarea
que Freud le había asignado, en una época en que confiaba a tal
educación sus esperanzas de una prevención de las neurosis.
Anna Freud vincula acertadamente este fracaso con una de sus
causas sustanciales: la estructura del aparato psíquico, compues­
ta de instancias cuyos fines respectivos no pueden sino ser con­
flictivos. Como hemos intentado demostrar a partir de la obra de
Freud, el funcionamiento psíquico, tal como lo revela la expe­
riencia psicoanalítica, es conflictivo por naturaleza. Y, como dice
Anna Freud, el fracaso de la acción preventiva de la educación no
habría causado sorpresa «si, en algunos autores, su optimismo y
entusiasmo con respecto a la acción preventiva no hubiesen
prevalecido sobre la estricta aplicación de los principios analíti-
4. Le normal et lepathologique chez l'enfant, París, 1968, p. 2.
5. Ibíd., p. 4.
6. Ibíd., p. 5.
eos. Según estos principios no existe, en conjunto, “prevención
de la neurosis”. La división de la personalidad en un Ello, un Yo y
un Superyó nos muestra, en efecto, una organización del aparato
psíquico en cuyo seno cada elemento posee su origen específico,
sus puntos de vista y sus restricciones propios, su módo de
actividad particular. Por definición, las diferentes instancias psí­
quicas poseen designios opuestos».6
El otro dominio donde el psicoanálisis ejerció una influencia
notable es el de la reeducación de jóvenes delincuentes y niños
con trastornos psíquicos. August Aichhorn fue el pionero en la
materia. Freud, como vimos, prologó su obra Verwahrloste Jtigend
(Enfance á l’abandon), publicada en 1925. ¿Hay en ella materia
de donde extraer la noción de una pedagogía analítica? Nos
parece que no. El propio August Aichhorn señala que el éxito
por él obtenido consiste en una «curación por la transferencia»,
o sea por la sugestión.7 El educador, explica,8 debe esforzarse por
suscitar una transferencia positiva sobre su persona antes de
poder ejercer una influencia educativa; si puede actuar sobre el
educado, es en la medida en que éste lo coloca en el lugar de su
Ideal-del-yo (y en eso consiste la transferencia). Aichhorn no
pone en práctica otros recursos que los de la pedagogía tradicio­
nal, La teoría analítica sólo le sirve para comprender los funda­
mentos psicológicos de su práctica pedagógica, para conocer y
hacer conocer cuáles son los resortes que ella pone en juego, así
como para efectuar un diagnóstico del niño que le permita actuar
de manera más segura cuando quiere suscitar la transferencia que
necesita para ejercer su influencia. Estos métodos educativos no
se distinguen de los de un educador ignorante del psicoanálisis
pero dotado de una buena intuición. La teoría analítica sólo le
permite comprender lo que hace y poner en claro las vías de
eficacia de una pedagogía que en sí misma no propone ni nuevos
fines ni nuevos medios.
Actualmente este sector de la educación «especializada» co­
noce, especialmente en Francia, una gran extensión, como lo
demuestra la multiplicación de I.M.P. (Institutos médico-peda­
gógicos) yde-E.M.P. (Externados médico-pedagógicos). En ellos
7. A. Aichhorn, Enfance i l'abandon, ecl. francesa, p. 105.
8. Ibíd., cf. Ja Sexta conferencia.
la formación psicoanalítica de los educadores es muy estimada
por los que dirigen este tipo de institución. No obstante, como
regla general, la labor pedagógica está desligada de la relación
terapéutica. La psicoterapia es llevada a cabo por un analista que
no desempeña función educativa. Relación educativa y relación
analítica se encuentran separadas.
Fuera de estos dos dominios, la influencia del psicoanálisis
muestra ser muy limitada, especialmente en lo que atañe a la
pedagogía de los niños en edad escolar. En los tratados consagra­
dos a la educación esta pedagogía aparece dominada por el pro­
blema de la enseñanza. Los pedagogos reconocen que lo esencial
estriba en el deseo del niño de aprender, y se ingenian en elabo­
rar métodos susceptibles de provocarlo o estimularlo. Pero, cu­
riosamente, parecen ignorar lá importancia de las fuentes libidi-
nales del deseo de saber, y la inhibidora influencia de la represión
sobre la curiosidad intelectual. Cuando el niño llega a la escuela,
en lo que concierne a sus capacidades de sublimación lo esencial
ya está jugado. Esto explica, sin duda, el desinterés de los peda­
gogos que se consagran al problema de la enseñanza respecto al
psicoanálisis, cuyas conclusiones invalidan sus esfuerzos. De he­
cho, podría decirse que, desde un punto de vista analítico, los
métodos de transmisión de los conocimientos importan poco
frente al deseo del niño de aprender.
Una de las escasas experiencias pedagógicas inspiradas por el
psicoanálisis, y para niños en edad escolar considerados «norma­
les», la de A. S. Neill, lleva a conclusiones que siguen esta direc­
ción. En efecto, A. S. Neill no se preocupa en absoluto por los
métodos de transmisión de conocimientos. Los niños no son
obligados a aprender, y sólo a su pedido, cuando éste se manifies­
ta, el enseñante les provee los medios de satisfacer su deseo.
Poco importa entonces el método empleado. En la obra que
dedica a esta experiencia, Libres enfants de Summerhill, la cuestión
de la enseñanza ocupa poco espacio. En Summerhill, declara A.
S. Neill, «no tenemos métodos nuevos, porque no pensamos que
los métodos de enseñanza, en conjunto, sean muy importantes
en sí mismos. Poco importa que una escuela enseñe la división
por varias cifras por determinado método y que otra la enseñe
por un método diferente, porque en definitiva la división en sí
misma no posee ninguna importancia, salvo para el que quiere
aprender a hacerla. Y el niño que quiere aprender a dividir lo
aprenderá, cualquiera que sea la forma en que se le enseñe».9 Los
informes de los inspectores subrayan el carácter «anticuado» de
los métodos de enseñanza utilizados en Summerhill.
Sigamos oyendo a Neill con respecto a los principios pedagó­
gicos sobre los que fundó su escuela: «Cuando abrimos la escue­
la, mi primera mujer y yo teníamos una visión fundamental: la de
una escuela que sirva a las necesidades del niño, antes que lo inverso»
[...] «Para eso tuvimos que renunciar a toda disciplina, a toda
dirección, a toda sugestión, a toda moral preconcebida, a toda
instrucción religiosa cualquiera que fuese» [...] Teníamos «una
creencia absoluta en el hecho de que el niño no es malo sino
bueno. Casi cuarenta años después, esta creencia no ha variado,
se ha convertido en una profesión de fe» [...] «Creo íntimamente
que el niño es naturalmente sagaz y realista, y que, si se lo deja en
libertad, lejos de toda sugestión adulta, puede desarrollarse tan
completamente como sus capacidades naturales se lo permitan.»10
Educación centrada en la naturaleza del niño, fe en su «bon­
dad natural»: reconocemos aquí nociones caras a Rousseau; pero
a despecho de las apariencias —los términos naturaleza y bondad
no tienen para Neill el mismo sentido que en Rousseau—
Summerhill no le debe nada al Emilio. Aquí no se ha instalado
ningún dispositivo que apunte a preservar al niño de una corrup­
ción de su naturaleza por la civilización. Ningún artificio orien­
tado a dirigir sin que él lo sepa sus relaciones con las cosas y las
personas, a suscitar en él, dejándole la ilusión de la autonomía,
las actitudes deseadas por el educador. En Summerhill realmente
la actividad del niño es Ubre, y ni siquiera se busca, a diferencia de
los métodos de la llamada pedagogía activa, despertar su interés
hacia actividades conducentes a la adquisición de un saber o de
una técnica. La «bondad del niño» no es algo que haya que
preservar; para Neill, ella consiste en su capacidad de adaptación,
en su «sagacidad» y su «realismo». En su opinión, no hay nece­
sidad alguna de ejercer una coacción sobre el niño para llevarlo a
evolucionar hacia la madurez y para que acepte los imperativos
de la vida social. Su desarrollo espontáneo le permitirá hacer
9. Libres enfants de Summerhill, París, 1970, p. 23.
10. Ibíd., p. 22.
frente a estas exigencias. En Summerhill, la libertad de cada niño
se detiene donde comienza la de los demás: son los propios
alumnos los que, en «asamblea general», establecen las pocas
reglas indispensables para el funcionamiento de la institución. El
principio esencial de esta pedagogía consiste en no imponer nada
al pequeño, así fuese en nombre de su «bien»: esto es lo que Neill
llama educar a un niño en «la autonomía». El educador no debe
querer nada por y en el lugar del niño.
¿Cuáles fueron los resultados de esta que podría llamarse, a
primera vista, una antipedagogía? Los criterios de un éxito peda­
gógico son, evidentemente, inciertos. Neill elige dos: el éxito
social (particularmente el profesional) y la capacidad para la
dicha. El primero fue mediano; ningún genio, dice Neill, salió de
Summerhill, y tampoco un éxito social clamoroso, pero los ex
alumnos de Summerhill pudieron hallar en general una actividad
profesional que los satisfizo y a la que satisficieron. En cambio,
Neill considera que dieron prueba de un equilibrio psíquico
estable que los hizo capaces de alegría de vivir. Un rasgo común
los distingue, apunta Neill: su independencia de espíritu.
¿Qué conclusiones podemos extraer de esta experiencia des­
de el punto de vista que nos ocupa? ¿Se trata también aquí de
pedagogía? Es indudable que en materia educativa Neill preconi­
zaría esencialmente la abstención. Pero sin embargo, no se
puede negar el valor educativo que cumple para el niño la elec­
ción en común de las reglas que permiten la vida en grupo, el
aprendizaje del respeto al otro y el compromiso que esto supone.
Si en Summerhill hay algo indiscutiblemente formador es la ins­
titución de sus «asambleas generales». En ellas el niño aprende
a reconocer las necesidades de una ley que no puede ser impu­
tada al capricho del adulto, y de la cual incluso puede ser autor,
pero a la que todos quedan sometidos desde el momento en que
la han aceptado. El funcionamiento institucional establecido por
Neill sobre el modelo de la democracia, constituye el pivote de
su método pedagógico. Es interesante Señalar la relación de este
dispositivo con lo que hemos desarrollado acerca de la importan­
cia que reviste en la educación el acceso a lo simbólico a través
del complejo de Edipo. Neill, eligiendo como principio educati­
vo esencial la elección por los pequeños de cierto número de
reglas de vida comunitaria, parece indicar con ello que el funda­
mentó mismo del proceso educativo consiste en la introducción
del niño en ¡a dimensión del orden simbólico y de la Ley, y que la
educación puede, en rigor, limitarse a hacer reconocer por el
niño la necesaria supremacía de este registro. Como observa
Bruno Bettelheim,11 el aprendizaje del respeto al otro, a sí mismo
y a la palabra empeñada por parte del niño, es mucho más difícil
que la adquisición de un saber académico y que la aceptación
dócil de la rutina escolar: «Aunque determinado marco educa­
tivo imponga pocas exigencias específicas, y éstas nunca son
triviales, esta clase de instituciones es de las más exigentes».
Por otra parte, el pivote esencial de la pedagogía de Neill
reside, como en toda educación, en el ejemplo que él presenta a
los niños mediante la fuerza y el rigor de su propia personalidad.
Volvemos a encontrar aquí el mecanismo fundamental de cual­
quier proceso educativo: la identificación con el educador, y la
introyección de las exigencias de éste, incluso y sobre todo si da
pruebas de ellas, más que respecto al educado, respecto a sí
mismo. Sin embargo, Neill parece ignorar que los cambios que se
operan en sus alumnos los debe al impacto de su propia persona­
lidad, y con ello atestigua que no es necesario saber lo que se
hace para ser un buen educador.
Neill cree, por ejemplo, que no hay ninguna necesidad de
inculcar al niño una moral, ni enseñarle a distinguir el bien y el
mal porque, según él, por sí solo aprenderá a discernirlos. Y es
verdad, las lecciones de moral nunca hicieron virtuoso a nadie,
pero la noción del bien no por ello es inherente a la naturaleza
humana. Es por las vías de la identificación, por amor hacia el
educador, por angustia de perder este amor y deseo de ser apre­
ciado por aquél adecuándose a sus exigencias, como el niño
adquiere estas nociones, y es por ese camino que los alumnos de
Neill, como los demás, lo consiguen.
Su indiscutible originalidad reside en la negativa a imponer
una orientación a los deseos del niño y por consiguiente a sus
actividades. Se muestra capaz de sostener esta posición hasta el
fin, incluso cuando un alumno no se dedica a ninguna ocupación
escolar durante años, y hasta rehúsa dar respuesta a un niño que
11. A.S. Neill, La liberté, pas l'anarchie, París, Payot, 1978, p. 193, nota final de
Bruno Bettelheim.
le pide consejo sobre la actividad a cumplir. Muchas son las
anécdotas que al respecto comenta.12 Neill considera que se trata
de un dominio propio del niño en el que nadie debe inmiscuirse,
y que sobre este punto hay que dejarle su total responsabilidad.
Este es uno de los aspectos esenciales de lo que él denomina
«método de libertad», y que deduce de la idea, que cree tomar del
psicoanálisis, de que el refrenamiento engendra la neurosis. Sus
fuentes teóricas son, por tanto, endebles, pues parece ignorarlo
todo acerca del cuestionamiento al que Freud sometió esta tesis,
y en realidad sólo se inspira en un vago freudismo revisado y
corregido por Reich. Lo que sorprende en Neill es la debilidad de
teorización de su práctica. Sus concepciones son superficiales, y a
todas luces no son ellas las que motivan el éxito de su pedagogía;
por lo demás, y como ya hemos apuntado, no siempre parece
distinguir las causas reales de este éxito. Además, subestima la
importancia de la angustia en la vida psíquica humana, tanto en
lo que concierne a su irreductibilidad como a su fecundidad, por
la contribución a las obras de la civilización. Su optimismo en
materia de naturaleza humana, que ignora el rol de las pulsiones
de destrucción y de los conflictos pulsionales, así como la impor­
tancia de la inarmonía intrínseca del funcionamiento del psi-
quismo a causa de la propia estructura de éste, le conduce a
atribuir a la sociedad toda la responsabilidad de los sufrimientos
psíquicos del individuo. Cree que es necesario y suficiente con
proteger a los niños de un mal cuya fuente se encuentra en la
sociedad.
El principio de no refrenamiento en el que se respalda podría
llevar a lo peor: él mismo se dio cuenta de ello al comprobar los
efectos de las interpretaciones que algunos padres y educadores
dieron a sus directivas, y esto explica el título de uno de sus
últimos trabajos, La liberté, pas l ’anarchie [Libertad, no anarquía].
Pero lo que no advirtió son los peligros de la «libertad obligato­
ria», diríamos nosotros, que amenaza desembocar en la paradoja
de un «deseo obligatorio», lo que quizá constituya la forma más

12 . Cf., por ej., Libres enfants de Summerhill, p. 44: «Enséñame algo, me aburro»,
le pide una chiquilla que no hacía ningún trabajo escolar desde hacía años. «De
acuerdo», responde Neill con entusiasmo, «¿qué quieres aprender?» «No sé»,
dice ella. «Y bien, yo tampoco», responde Neill dejándola plantada.
insidiosa de tornarlo imposible, mientras que una pedagogía
basada en la «disciplina» tal vez le dejará —otra paradoja— ma­
yor oportunidad de constituirse.
La pedagogía de Neill no le debe mucho a la teoría analítica.
Los principios de que se vale descansan más bien en su descono­
cimiento. Lo cual no le impidió ser por cierto un buen educador,
quizás en la medida en que su buen sentido le preservó de aplicar­
los con excesivo rigor. Las claves de su influencia son las de
cualquier pedagogía, y consisten en las exigencias de socializa­
ción que logra imponer gracias a la identificación que sin saberlo
provoca. Su excelencia como pedagogo reside en esta suma de
imponderables que forman lo que se llama una personalidad
excepcional. Demostraría, por si aún hiciera falta, que no se
educa con la teoría sino con lo que uno es.
¿Qué significa esto? Que sobre el Inconsciente no se manda,
que así como no dominamos a nuestro propio Inconsciente,
tampoco dominamos los efectos de la influencia que ejercemos
sobre otro ser. Ninguna teoría pedagógica permite calcular los
efectos de los métodos que se ponen en práctica, porque lo que
se interpone entre la medida pedagógica y los resultados obteni­
dos es el Inconsciente del pedagogo y el del educado.
En alguna parte Freud compara al Yo consciente con el paya­
so de circo que finge ser la causa de todos los incidentes que le
suceden (estos misterios nos superan, decía Cocteau, simulemos
ser sus autores). El Yo aspira al dominio, y, cuando éste se le
escabulle (por obra del Inconsciente, que es el verdadero amo),
aún intenta fingir haberlo conservado. Seguir siendo dueño de la
situación, a cualquier precio, salvar el prestigio: así podría resu­
mirse el objetivo «yoico» por excelencia. En esto las doctrinas
pedagógicas son decididamente yoicas, pues ante todo apuntan
al dominio del niño y de su desarrollo, e implican por esencia el
desconocimiento de la imposibilidad estructural de tal dominio.
El objetivo tradicional de la educación, asegurar el sometimiento
de las pulsiones, desemboca en su represión, y con ello las sustrae
al control consciente.
La idea de que la pedagogía es cuestión de teoría, de doctrina,
de que puede haber una ciencia de la educación, descansa en la
ilusión de la posibilidad de dominar los efectos de la relación
entre el adulto y el niño. Cuando el pedagogo cree dirigirse al Yo
del niño, sin que él lo sepa, lo que ha sido alcanzado es el Incons­
ciente de éste, y ello ni siquiera por lo que cree comunicarle, sino
por.lo que de su propio Inconsciente pasa a través de sus pala­
bras.13 Sólo hay dominio del Yo, pero este dominio es ilusorio.
Lo propiamente eficaz en la influencia de una persona sobre otra
pertenece al registro de sus Inconscientes respectivos. En la
relación pedagógica, el Inconsciente del educador demuestra
pesar mucho más que todas sus intenciones conscientes.
De la existencia del Inconsciente, demostrada por el psico­
análisis, puede deducirse que no puede haber ciencia de la educa­
ción, en el sentido de que fuera posible establecer una relación
de «causalidad» entre los medios pedagógicos empleados y los
efectos obtenidos. Y por esta misma razón no puede haber apli­
cación del psicoanálisis a la pedagogía. Tentativas de esta índole
sólo pueden descansar en un malentendido, en la creencia de que
un saber sobre el Inconsciente permite adueñarse de él, de que
en este terreno saber es poder. Pues bien, si hay una disciplina
que invalida tal asimilación es, sin duda, la práctica psicoanalíti­
ca. No puede haber una pedagogía analítica en el sentido de una
ciencia de la educación que emplearía para su provecho el saber
sobre el Inconsciente adquirido por la experiencia psicoanalítica.
Esto está lejos de significar que el ser humano no dispone de
ningún poder sobre su semejante. La eficacia de la sugestión,
sobre la cual descansa tanto el arte de gobernar como el de
educar, lo atestigua.14 La experiencia psicoanalítica permitió des­
montar su mecanismo. Pero saber «cómo funciona eso» es de
escasa utilidad para aumentar su eficacia. La sugestión, y así lo
demuestra la fragilidad de los resultados terapéuticos obtenidos
por esta vía, no opera modificaciones profundas en la dinámica
inconsciente, aun cuando se apoye en ella, y sólo produce efectos
superficiales.

13. Cf. Freud: «He afirmado que todo hombre posee en su propio Inconscien­
te el instrumento con el cual es capaz de interpretar las manifestaciones del In­
consciente en el otro», «Prédisposition á la névrose obsessionnelle», Névrose,
psychose etperversión, «La disposición a la neurosis obsesiva», O.C., II (p. 1.738).
14. Ambos consisten en actuar mediante la palabra sobre el Inconsciente de
otro, pero el poder deí conductor de hombres —gobernador o educador— de­
pende de un saber hacer que a su vez depende de un saber inconsciente (esto es lo
que el político quizá sabe mejor —sin saberlo— que el educador).
El analista, se objetará, no deja de ejercer en la cura analítica
cierto poder basado en el saber adquirido por la experiencia
analítica sobre el Inconsciente. No cabe duda, pero sólo puede
ejercer ese poder, sin dejar de ser analista, es decir, sin dejar de
analizar, para levantar las represiones. Esto no le asegura ningún
dominio sobre el deseo inconsciente de su paciente. Cuando
Freud aconseja al analista que no trate de dar una dirección a las
fuerzas inconscientes liberadas por el análisis, o sea que no inten­
te ocupar la posición del pedagogo y de rector espiritual frente a
su paciente, lo hace porque, más allá de consideraciones deonto-
lógicas, si buscara eso dejaría de poder analizar. Pero este poder
del analista, que sólo puede consistir en el levantamiento de la
represión, a su vez resulta muy limitado. En uno de sus últimos
textos, Análisis terminable e interminable, Freud procede a la enume­
ración de las muchas causas que condenan al analista a la impo­
tencia. La obra de otro analista, Ferenczi, en su mayor parte se
consagró a la tentativa, demasiado a menudo infructuosa, de
ampliar los límites de la acción del analista. Con conocimiento de
causa, Freud afirmaba que el psicoanálisis se encontraba entre las
profesiones imposibles, al lado de la educación y del arte de
gobernar. Las tres descansan sobre los poderes que un hombre
puede ejercer sobre otro merced a la palabra, y las tres encuen­
tran el límite de su acción, en última instancia, en el hecho de que
al Inconsciente no se lo somete, porque el que nos somete es el
Inconsciente mismo.
¿Puede haber una pedagogía analítica, en el sentido de que el
pedagogo podría ocupar un lugar análogo al del analista y ejercer
sobre el niño una influencia de tipo analítico? Hemos intentado
mostrar la diferencia radical entre los dos procesos, tal como
Freud los describe, y de qué modo, según Melanie Klein, las
posiciones del pedagogo y del analista se excluyen.
Hay un punto en el que sin embargo la práctica pedagógica de
Neill parecería indicar lo que, en este sentido, quizá podría co­
rresponder a una pedagogía analítica. No en el sentido de que el
análisis permitiría la elaboración de una nueva ciencia de la
educación, sino en otro que intentaremos precisar. Es, como ya
comentamos, cuando Neill se abstiene de responder a cierto tipo
de demanda por parte del niño: cuando éste le pregunta lo que
tiene que hacer, o sea, cuál es la demanda del propio Neill a su
respecto. A este propósito Neill tampoco parece saber dónde
está la clave de su abstención, cosa que por otra parte sólo nos es
posible explicar a partir de las elaboraciones teóricas de Lacan
sobre la dialéctica de la demanda y del deseo.
Según Lacan, el deseo del niño se encuentra, de entrada,
doblemente alienado: por una parte en el deseo de sus padres, en
tanto que en ellos ocupa un lugar ya antes de su nacimiento; por
otra debido a que, a causa de la existencia del lenguaje, sus
necesidades deberán pasar por el desfiladero de la demanda, y a
través de esta operación su deseo se constituirá como un resto
irreductible que, aunque efecto del lenguaje, no podría ser ex­
presado en forma de demanda sin desnaturalizarse. Para el niño,
así como para todo sujeto, la pregunta por su deseo se formula de
entrada como interrogación sobre el deseo del Otro, de quien
busca obtener una respuesta; tal respuesta no puede ser sino
falaz, en la medida en que, en el lugar de una respuesta estructu­
ralmente informulable sobre el deseo sólo puede obtener, por
parte del Otro, una demanda. Si la obtiene y se conforma a ella, la
que queda clausurada es la pregunta por su propio deseo, al que
él aliena en la tentativa de satisfacer la demanda del Otro. En la
cura analítica, la neutralidad del analista, así como lo que llaman
«manejo de la frustración», consiste en abstenerse de responder
a la demanda del paciente (la cual, a través de sus formulaciones
más diversas, no apunta sino a obtener una respuesta a la pregun­
ta por el deseo), y precisamente a fin de dejar abierta la pregunta
por su deseo; consiste en no interceptar el camino al proceso
analítico por el cual el sujeto se abre la vía de una superación del
registro engañoso de la demanda hacia un deseo que cesa de
alienarse en ella.
Neill, mediante una abstención análoga, opera una desaliena­
ción comparable: dejando abierta la pregunta del niño, le permi­
te desprenderse de la sumisión a la demanda del Otro y ganar el
acceso a su deseo propio.
¿Habríamos dado aquí con uno de los principios posibles de
una pedagogía analítica? También podría sostenerse que en esos
momentos Neill asume una posición analítica; dicho de otro
modo, que en tanto que ocupa el lugar del Ideal-del-yo, hace el
papel del muerto, cesando así momentáneamente de ser peda­
gogo.
Pero esto no hace más que desplazar el problema: ¿consistiría
la pedagogía analítica en adoptar, a su turno, la posición del
pedagogo y la del analista?
Hemos visto a propósito del análisis de niños que una misma
persona no puede acumular las funciones de pedagogo y analista,
y que al haber ocupado, aunque sólo sea por un tiempo, la
posición del pedagogo, queda vedada la posibilidad de funcionar
como analista ante una misma persona. Por otra parte, cuando
Neill se abstiene de responder a la demanda, no por ello empren­
de con el niño un proceso analítico. E indudablemente hay una
gran diferencia entre su posición y la del analista. En efecto, el
anonimato relativo del analista le permite presentar al paciente
el espejo pulido en que éste podrá descifrar los jeroglíficos de su
deseo. El educador, padre o pedagogo, no puede aspirar a idén­
tica neutralidad. El niño podría descubrir rápidamente, detrás de
su abstención, la demanda implícita. Con su silencio, por ejem­
plo, ¿no le significa Neill al niño que lo quiere libre y responsa­
ble, capaz de autonomía e independencia, que desea que este
niño se determine solo? Aquí reaparece una exigencia educativa
nada desdeñable. Así, pues, por el hecho mismo de la función que
ejerce y de su imposibilidad de realizar una neutralidad absoluta,
el educador no puede dejar libre el sitio donde el niño procura
descubrir la clave de su deseo.
En último extremo, para que el deseo del niño no sea alienado
por el de los padres o educadores, sería preciso que éstos no se
vieran animados por ningún deseo particular con respecto al
niño. Pues bien, aunque ello fuera posible, imposibilitaría toda
estructuración psíquica de éste, toda formación del Ideal-del-yo,
y le vedaría todo acceso al deseo mismo, ya que es a partir del
deseo del Otro que el suyo se constituye: no hay más deseo que el
deseo alienado.
¿Puede evitar el educador la segunda forma de alienación,
consistente en el rebajamiento, en la reducción del deseo a la
demanda? En este segundo tipo de alienación el niño intenta
conformarse a la demanda del Otro, presentar de sí la imagen
narcisista que le permitiría asegurarse el amor del otro, consti­
tuirse como Yo-ideal frente al Ideal-del-yo encarnado por el
educador, imagen ideal que lo aliena y lo lleva a sacrificar su
deseo. Como hemos visto, es el registro de la relación del Yo-
ideal con el Ideal-del-yo lo que constituye, en la cura analítica, la
fuente principal de las resistencias que se oponen al reconoci­
miento del deseo inconsciente. ¿Permite el educador al niño
superar este registro? Para ello sería menester que él mismo se
hubiese desprendido de los espejismos de lo imaginario. En efec­
to, no basta con abstenerse de formular demandas respecto al
niño para que éste no sienta el peso de las que están implícitas.
En este dominio sólo la autenticidad es eficaz. La experiencia
analítica demuestra hasta qué punto los pacientes son sensibles al
Inconsciente de su analista, y cómo toda «hipocresía» (según
expresión de Ferenczi) por su parte, es rápidamente descubier­
ta.15 El niño da pruebas de idéntica clarividencia respecto al
adulto. Es en este punto donde puede resultar deseable que el
educador haga un análisis personal, por razones análogas a las
que imponen al analista haberse analizado él mismo: a fin de
lograr reducir en su funcionamiento psíquico la importancia de
ese imaginario donde el deseo se aliena con tanta facilidad, a fin
de que el paciente, o el niño, pueda a su vez desprenderse de él.
La reducción de lo imaginario no significa el dominio del deseo y
sus efectos. Por el contrario, supone el reconocimiento de que
no se puede sino estar sometido, y la renuncia a toda ambición de
dominio.
Así creemos que debe comprenderse el deseo de Freud de que
los educadores reciban una formación analítica, al igual que sus
repetidas advertencias contra los intentos de modelar al niño en
función de los ideales propios del educador. Un análisis personal
es quizá la condición para abstenerse auténticamente de hacer
pesar sobre el educado exigencias superfluas y abusivas, en tanto
que éstas encadenan al niño a la tarea de realizar sus ideales, es
decir, de ofrecerse al educador como ese «Yo-ideal» en donde él
mismo se aliena.
Ahora bien, según Freud, el resorte principal de la educacióní
es el amor, a saber, la demanda de amor que el niño dirige a sus
padres y a sus educadores. Para conquistar o conservar este amor,
propone al adulto una imagen engañosa de sí mismo mediante la

15. Cf. S. Ferenczi, «Confusion des langues entre l’adulte et l’enfant», «L’élas-
ticité de la technique psychanalytique», «La fin de l’analyse»,ivW Contributions to
the Problems and Metbods of Psychoanalysis, Londres, 1955.
ual intenta satisfacer las exigencias cuyo polo constituye el
j¿eal-del-yo. El proceso educativo descansa fundamentalmente
sobre esta relación imaginaria, ella misma profundamente narci-
sista y alienante. Aquí parece haber una contradicción: según
fr e u d , el educador debería renunciar a aquello que constituye el
fundamento, la clave de su poder sobre el educado. Desde el
unto de vista analítico, desde el punto de vista de una profilaxis
de las neurosis, en cuanto éstas son la consecuencia del inevitable
confUcto entre narcisismo y el deseo, sería menester que el
educador se abstuviese de apoyarse en el registro imaginario; sin
embargo, al hacerlo, renuncia a sus medios de acción como
ed a g o g o . Esta contradicción es estructural, y constituye la ra­
zón básica de la imposibilidad de fundar una pedagogía analítica.
¿Cómo interpretar entonces los consejos de Freud? Como
e x h o r t a c i o n e s a la mesura. E l analista, a partir de su experiencia,
no puede sino poner e n guardia al educador contra los abusos a
los cuales su posición le h a r í a fácilmente deslizarse.
L0S consejos corrientemente formulados por los analistas, y
en p artic u lar los de Freud, pueden resumirse en una doble reco'
jnendación: por un lado, una mayor veracidad frente al niño,
dado que la neurosis hace causa común con la mentira, esa men­
tira qüe un0 se °^ce a s*m*smo>tributaria de las mentiras parenta-
les' Por otro ^ ° ’ una limitación de las exigencias educativas
cuya significación analítica hemos procurado ofrecer. Podríamos
añadir una tercera recomendación: el respeto por el niño, ya
aplicada en las dos primeras. Tales recomendaciones deben ser
vinculadas con la reducción de lo imaginario, de la cual hace el
analista uno de sus objetivos: limitar la acción pedagógica supo­
ne por Parte ^el educador la reducción de este campo en lo que
le concierne, y, por otro lado, limita igualmente su importancia
en el educado. La veracidad en la relación pedagógica también la
implica: la mentira consciente o inconsciente hace causa común
con el narcisismo.16
pero advertimos que todo esto no permite configurar un
sistem a. El analista tampoco está en condiciones de delimitar

16 Cf- «Nadie de los que practican el análisis de niños negará que la mentira
la conducta sea percibida por ellos hasta la devastación», J. Lacan, Ecrits,
*579. Escrii»32- p- 264.
claramente el campo legítimo de la acción pedagógica, decidien­
do hasta dónde se debe llegar en las exigencias o en la absten­
ción, ni de indicar el rumbo, el justo medio entre el «Caribdis de
la prohibición y el Escila del dejar hacer». Así, pues, la educación
sería esencialmente cuestión de tacto, y el tacto, según Ferenczi,
se basa en la intuición de los procesos inconscientes del otro.17
Aquí también puede serle útil al educador su análisis personal.
La contribución del análisis a la educación consistiría pues,
esencialmente, en el descubrimiento de la nocividad de ésta al
mismo tiempo que de su necesidad. No hay aplicación posible
del psicoanálisis a la pedagogía; no hay pedagogía analítica en el
sentido de que el pedagogo alinearía su posición subjetiva sobre
la del analista y adoptaría «una actitud analítica» respecto al
educado. Todo lo que el pedagogo puede aprender del análisis y
por el análisis es a saber poner límites a su acción: saber que no
pertenece al orden de ninguna ciencia, sino del arte.

17. S. Ferenczi, op. cit., p. 89.


Tras haber constatado el carácter patógeno, generador de
neurosis, de la educación, Freud alentó la esperanza de que la
pedagogía, esclarecida por el psicoanálisis acerca del funciona­
miento del psiquismo y la naturaleza de su desarrollo, podría
reformar sus métodos y objetivos y convertirse en un instrumen­
to profiláctico. Vimos nosotros que debió renunciar a tal espe­
ranza. Cincuenta años de tentativas de reformas pedagógicas
inspiradas en el psicoanálisis confirman que los conflictos psíqui­
cos son ineluctables, y que ningún método pedagógico puede
preservar de ellos al niño.
El psicoanálisis torna caducas las esperanzas de que por el
sendero de la reforma educativa el hombre pueda, lograr la felici­
dad, ya sea en el sentido de una armonía interior o en el de la
plena satisfacción. A causa del complejo de Edipo, basado en la
prohibición del incesto, el goce es imposible. No hay Bien Su­
premo.
La idea de que el refrenamiento sexual por la civilización es la
causa sustancial de los sufrimientos psíquicos (tesis abusivamen­
te deducida de las primeras teorías freudianas), y de que la libera­
ción de la sexualidad aseguraría al individuo la plena satisfacción,
descansa en el desconocimiento de la estructura del deseo huma­
no. Si el objeto de la última satisfacción está siempre ya perdido,
ningún «progresismo» puede fundamentarse en los descubri­
mientos del psicoanálisis.
El descubrimiento del Inconsciente tiene por corolario la
invalidación de cualquier intento de edificar una ciencia pedagó­
gica que permitiría determinar los medios a emplear para alcan­
zar una meta dada. A causa de la existencia del Inconsciente, lo
esencial del desarrollo psíquico del individuo escapa a toda tenta­
tiva de dominio. El saber sobre el Inconsciente adquirido en la
experiencia psicoanalítica tampoco puede ser aplicado por la
pedagogía, pues si bien el psicoanálisis ilumina los mecanismos
psíquicos en los que se funda el proceso educativo, tal esclareci­
miento no incrementa el dominio de este proceso.
No hay pedagogía analítica en el sentido de que el educador
podría adoptar frente al educado una posición analítica, de tal
suerte que le fuera posible evitar la represión o permitir su
levantamiento. La antinomia entre el proceso pedagógico y el
proceso analítico trae como corolario la imposibilidad de ocupar
frente a la misma persona el lugar del educador y el del analista.
En materia de profilaxis de las neurosis, sólo la cura psicoana­
lítica es eficaz. El psicoanálisis no puede interesar a la educación
sino en el terreno del propio psicoanálisis; mediante el psicoaná­
lisis del educador y del niño. En el niño, para levantar la repre­
sión; en el educador, a fin de que sepa no abusar de su papel y
desprenderse del narcisismo, y de evitar el escollo consistente en
colocar al niño en el lugar de su Yo-ideal.
Sin embargo, de la experiencia psicoanalítica puede deducirse
una ética en la que la pedagogía podría inspirarse; ética basada en
la desmitificación de la función del ideal, como fundamental­
mente engañoso y opuesto a una lúcida aprehensión de la reali­
dad. «Amor» a la verdad que implica el valor de aprehender la
realidad, tanto psíquica como exterior, en lo que puede tener de
lesiva para el narcisismo, particularmente en lo concerniente a
ese renunciamiento a todo fantasma de dominio que el reconoci­
miento de la existencia del Inconsciente impone.
El único «progreso» que la experiencia psicoanalítica auto­
riza a esperar es, según lo expresa Freud en Estudios sobre la
histeria, la transformación de nuestra miseria neurótica en un
infortunio banal, y la de nuestra impotencia en el reconoci­
miento de lo imposible.
No daremos una bibliografía del conjunto de las obras de
Freud. Sobre este punto remitimos a la muy completa bibliogra­
fía de Roger Dufresne, Bibliographie des écrits de Freud, Payot, París,
1973.
En cambio, hemos confeccionado la lista de los textos donde
Freud trata acerca del problema de la educación. Las referencias
que proporcionamos son de la Standard Edition, única edición
realmente crítica de las obras de Freud.
A lo largo de nuestro trabajo hemos ofrecido en las notas las
referencias a las ediciones francesas de las que tomamos la tra­
ducción de las citas de Freud. Cuando la referencia remite a la
Standard Edition, la traducción es nuestra.
Tampoco suministraremos una bibliografía general sobre
Freud, que sería necesariamente incompleta.
Por lo que se refiere al dominio pedagógico, inútilmente
hemos buscado las fuentes de las tesis de Freud sobre la educa­
ción en las teorías pedagógicas alemanas del siglo X I X . Inútil e s ,
también aquí, señalar las etapas bibliográficas de esta infructuosa
búsqueda. En cuanto a la pedagogía actual, remitimos al Traitédes
sciencespédagogiques de M. Debesse y G. Mialaret, París, 1969, así
como al pequeño volumen de J. Ulmann, Lapensée éducative con-
temporaine, París, 1976.
Hemos consultado los Anuales médico-psychologiques (París, T. I,
1843) sobre la cuestión de las relaciones entre enfermedad men­
tal y civilización, así como sobre la de la educación considerada
desde un punto de vista profiláctico, a fin de comparar las posi­
ciones expresadas durante la segunda mitad del siglo X IX y las
que Freud comenzó a elaborar en la década de 1890. Proporcio­
naremos aquí algunas referencias.
Hemos comprobado que la posibilidad de una incidencia de la
vida sexual sobre la histeria no puede invocarse sino para ser
desmentida. Suele acusarse a la civilización de ser causa del in­
cremento de las enfermedades nerviosas, ya que desarrolla la
«competencia industrial» y, por lo tanto, las tensiones e irrita­
ciones. Si se la considera nociva no es por los renunciamientos
que impondría a la sexualidad sino, opuestamente, a causa de la
exacerbación de las pasiones que suscitaría. La educación posee
un valor profiláctico y hasta curativo, pues desarrolla la moral y
la cultura, únicas salvaguardias verdaderas contra la enfermedad
mental: «Mala conducta, alimentación insuficiente, atmósfera
viciada, falta de cultura intelectual y moral: tales son las causas
que preparan al proletariado para la alienación mental», declara
Sir James Coxe. Aunque los problemas planteados sean los mis­
mos —Freud pertenece a su misma época—, las respuestas difie­
ren sensiblemente.

B IB LIO G R A FIA DE LOS T E X T O S DE F R E U D


S O B R E LA E D U C A C I O N

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Esta obra se terminó de imprimir en el mes
de septiembre de 1990 en los talleres de
Compañía Editorial Electrocomp, S.A. de C.V.
Calz. de Tlalpan 1702
Col. Country Club
México, D.F.

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