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Hace quinientos años

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Por HÉCTOR A. LAROCCA

Para una primera lección de administración


En el año 1991, se conmemoraron los quinientos años del nacimiento de San Igna-
cio de Loyola (1401-1550), que fundó la Compañía de Jesús y la dirigió durante más
de quince años.
Al empezar, eran diez compañeros. Al morir él, eran mil jesuitas en cinco conti-
nentes.
Su sistema de gobierno ha sido estudiado desde el punto de vista religioso (cómo
dirigir una congregación o una diócesis), pero también es válido para el gobierno de
cualquier sociedad, sea un país o una organización de cualquier naturaleza (empre-
sas, clubes, entidades sin fines de lucro, etc.), y ésa es la propuesta del presente
trabajo.
Dieciocho años antes de formar la Compañía de Jesús, San Ignacio se dedicó a
formar a los hombres: primero la gente, después la institución; hoy es una obviedad
decir que el mayor capital de una empresa son las personas que la integran.
Esta obviedad muchas veces es el discurso para afuera, mientras por dentro las
prácticas diarias lo contradicen.
A continuación, se desarrollan brevemente los valores que guiaron la acción en la
institución y las enseñanzas que se pueden aprender de esta motivadora experien-
cia en la empresa de nuestros tiempos.

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La administración por valores constituye una fuerte corriente contemporánea del
pensamiento y la acción, llevada a cabo por organizaciones que hacen hincapié en
un conjunto de principios que ellas toman como irreversibles y llevan a la práctica co-
tidiana, y que constituyen por sí mismos fortalezas, que agregan valor competitivo.
En la Compañía de Jesús (congregación que hoy tiene amplia repercusión en todo
el mundo, la de los jesuitas) se abordó desde el origen un conjunto de criterios, que
hoy forman parte sustantiva de las teorías administrativas.

Adopción de decisiones
Cuando los primeros diez compañeros deliberaron sobre la conveniencia o no de orga-
nizarse como orden religiosa, adoptaron la siguiente metodología:
1. Cada uno procuraba encontrar la paz interior. Se comprendía que no es con-
veniente tomar decisiones sobre un hecho adverso en estado de fatiga o per-
turbado por cualquier circunstancia. Estas adversidades perjudican la toma
de decisión; hoy llamaríamos a esa situación “trabajar bajo presión”, “estrés”,
etcétera.
2. Ninguno de ellos hablaría con los otros sobre el punto de deliberación, “a fin de
que ninguno fuese arrastrado por la persuasión del otro”. La confrontación de
opiniones vendría después; en primer lugar, el punto de vista personal, ejerci-
do libremente, el respeto a uno mismo para respetar a los demás, “el otro”. La
importancia de esto radica en que siempre, en todo grupo o equipo de conduc-
ción, hay sujetos dominantes que anulan el aporte de los demás.
3. Ante la necesidad de resolver un inconveniente, cada cual se imaginaba co-
mo un ser ajeno al grupo, para no quedar condicionado efectivamente en un
sentido o en otro a la hora de optar por una alternativa. Se procedía como si
estuvieran analizando el problema de una empresa ajena, no de la propia. Así
se logra una visión más objetiva e imparcial del problema a resolver.
4. Fijaron un día para examinar todas las razones en contra de la constitución
de una orden religiosa, y otro día para analizar todas las razones a favor. Hay
directivos que adoptan decisiones sin conocer todas las objeciones en con-
tra, porque no les agrada oírlas o porque sus subordinados no se atreven a
exponerlas. Esto es hoy participación efectiva, libertad de pensamiento y de
expresión, metodología de razonamiento para arribar a la mejor solución. No
hay “portación jerárquica”.

Ley vivida y ley escrita


Una vez fundada la Compañía y aprobada por el Papa, se planteó el problema de si
el fundador debía o no escribir una regla.

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38 CAPÍTULO I Concepto de administración
San Ignacio de Loyola se resistía a hacerlo, pensando que el ideal que animaba in-
teriormente a cada jesuita sería suficiente.
Era la ley viva, vivida, escrita en el corazón de cada uno.
Al final, aceptó que una ley escrita podía ayudar a vivir la ley interior.
Nosotros, con facilidad, invertimos el orden: promulgamos infinidad de leyes y nos
dedicamos después a lidiar con los infractores. Pero una empresa saldrá adelante
cuando haya en sus empleados un cierto afecto por ella, el orgullo de pertenecer a
la misma, el gusto de participar en un servicio a la comunidad, etcétera.
De allí también el principio de economía en las reglamentaciones. Cuando más
abundantes son, menos margen dejan a la iniciativa personal y más “robotizan” a
las personas.
Todos deben sentir que la reglamentación está hecha para el hombre y no el hom-
bre para la reglamentación.
La formación del empleado ha de orientarse a capacitarlo para introducir una excep-
ción a la norma, cuando la urgencia lo requiere y no es posible el recurso de una
autoridad superior.
Es importante agregar que las personas están dotadas de características individua-
les propias, aspiraciones, valores, actitudes, motivaciones, objetivos, etcétera. Si
son tratadas como objetos o meros recursos productivos, eso produce, además de
un distanciamiento respecto de las tareas y los objetivos de la organización, un sen-
timiento de frustración que afecta negativamente al trabajador y a su autoestima.
Esta situación constituye un infortunado derroche de las potencialidades de crea-
ción e innovación que tiene todo ser humano como tal.

Delegar autoridad
Decía San Ignacio que el superior general, para gobernar bien, debe tener buenos
auxiliares que se ocupen de los negocios particulares y a quienes se pueda dar mu-
cha autoridad: “Regla suplentísima que hace que el gobierno no sea una máquina,
sino una organización viva de personas”.
En este sistema, el superior más alto es el que menos aparece y por lo mismo
ha de ser humilde y ha de ir comunicando su autoridad con amor y confianza, sin
temor de que esto le quite prestigio ni perjudique a los negocios particulares, los
cuales piden siempre conocimientos de muchas menudencias, que no llegan a las
altas esferas de la organización.
El padre González de Cámara, quien fuera secretario de San Ignacio, cuenta que,
cuando el fundador mandaba a alguno a tratar negocios de mucha importancia,
después de darle las instrucciones necesarias, añadía: “Pero yo quiero que vos allá

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uséis de los medios que sean más convenientes y os dejo en toda libertad para que
hagáis lo que mejor os pareciere”.
Luego, cuando regresaba el enviado, Ignacio le preguntaba: “¿Venís contento de
vos?”, presuponiendo que éste había tratado el asunto con entera libertad y que to-
do cuanto había hecho venía de él.
Esa libertad para actuar hacía que los subordinados se sintieran responsables y
aguzaran el ingenio para solucionar los problemas.

Motor universal
En una carta al provincial de Portugal, Diego Miró, que tenía un ansia excesiva por
controlar y dirigir todo, San Ignacio le dice que no es oficio del provincial “tener cuen-
ta tan particular con los negocios”.
Aun cuando tuviese para ellos toda la habilidad posible, es mejor poner a otros en
ellos: “Para la ejecución no os impliquéis, antes, como motor universal, rodead y
moved a los motores particulares, y así haréis más cosas y mejor hechas, y más
propias de vuestro oficio”.
En este caso, el término “motor” no tiene la acepción de máquina, sino la de fuente
de iniciativa, de creación (por ello, el atributo de creador a Dios).
Una empresa no puede conformarse con ser una máquina bien aceitada. Debe ha-
ber un orden, pero las personas no son engranajes. Con ello impugnamos la expre-
sión de perfección contemporánea “Esta empresa es un relojito”.
Una de las razones centrales por las que San Ignacio dejaba tanta libertad a sus
colaboradores era que los hombres hacen naturalmente con mayor gusto aquellas
cosas que tienen por más propiamente suyas. Ése es el camino para “personificar”
o, dicho de otro modo, “humanizar” una empresa.
Las herramientas modernas de gestión por competencias y la exploración de las ca-
pacidades potenciales de la gente, así como también la gestión de oportunidades,
incrementan las capacidades de la organización a través de sus personas.

Poder y saber
Otra razón indicada para la delegación de autoridad es la siguiente: “Para todo
buen gobierno es menester que haya poder y saber, de otra manera quedan es-
tas dos partes del todo separadas; porque al superior universal que tiene el poder
no le es posible tener el saber particular de cada cosa, ni en lo teórico ni en lo
práctico. Y el superior inmediato que toca y palpa las cosas con las manos no tiene
poder para ejecutarlas por sí”.

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40 CAPÍTULO I Concepto de administración
El de arriba tiene la autoridad, el de abajo, la experiencia. Por lo tanto, si el de arri-
ba se entromete en el área del inferior, estará resolviendo cosas sin el apoyo de la
experiencia. Y el de abajo que tiene la experiencia no la puede aprovechar cuando
le sustraen todo el poder de decisión.
La libertad dejada a los cuadros superiores no le impedía a San Ignacio en algún
caso poner una limitación necesaria, sobre todo para salvaguardar la libertad de los
cuadros medios, porque si el provincial o superior de una región se entromete en
el oficio del superior de una casa, éste, por la misma razón, se entrometerá en los
oficios de cada encargado.
Otra vez, la sabiduría de San Ignacio está presente, entre el generalista y el especia-
lista, entre el que tiene el timón y el que rema.
Los atributos de la conducción difieren de los de la operación; sin embargo, un ca-
mino de ida y vuelta se impone, entre objetivos y resultados: hoy lo llamamos “capa-
cidad de gestión”.

Selección de personal
Para poder delegar mucha autoridad, San Ignacio ponía gran cuidado en la “selec-
ción de personal”.
Temía la mediocridad y la “turba”, que después resultarían un peso muerto. Pero
no como una posición elitista que despreciara a la muchedumbre, sino todo lo con-
trario; él se ocupaba personalmente de dar de comer a los pobres, lavar a los en-
fermos, catequizar a la gente simple, atender a las prostitutas. No obstante, para la
responsabilidad de conducción, buscaba a los de gran “ánimo y liberalidad”.
Ignacio imaginaba a su Compañía como una asociación en la que cada uno tiene
algo importante que hacer. Importante porque lo hace él, empleando a fondo su crea-
tividad, es decir, iniciativa y participación.
Trabajar en la enfermería podía ser poco brillante, pero Ignacio quería que le infor-
maran dos veces al día del estado de los enfermos en casa: “Porque en una socie-
dad de amigos como él concibe a la Compañía, la salud es una preocupación casi
familiar”.
En una empresa moderna, la salud del personal es garantía de eficiencia. Sin em-
bargo, Ignacio nos diría que la salud de cada empleado importa por sí misma antes
que por el rendimiento.
Por eso, el modo de aplicar la legislación sobre accidentes de trabajo nos da una
pauta sobre el valor otorgado a las personas, más allá de su eficiencia.

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Formación de la personalidad
Además de la selección, estaba la formación. Los estudios fueron organizados con se-
riedad, pero un empeño mayor se puso en la formación espiritual y humana, se tendía
a desarrollar la capacidad de decidir por sí mismo, de modo que se pudiese delegar
en cada uno la responsabilidad correspondiente.
La obediencia para Ignacio no era un sistema de anulación de la personalidad, co-
mo a veces se la ha caricaturizado. Cuando uno ve que la orden dada por el supe-
rior tendrá resultados negativos, no puede lavarse las manos pensando que cumple
órdenes.
Aquí no hay “obediencias debidas” que eximan de responsabilidad; más bien, el su-
balterno está obligado a presentar al superior los inconvenientes que producirá la
orden dada, las consecuencias, si revisten cierta gravedad. Agotado ese recurso, el
súbdito puede, y a veces debe, acudir a un superior mayor, sin que nadie se sienta
ofendido.
Porque el ideal de la obediencia es que todos ayuden y se dejen ayudar por los
demás.

Superar el autoritarismo
Con frecuencia se ha presentado al sistema jesuítico de gobierno como autoritario,
basado en un esquema militar, que sacrifica a las personas como en una batalla pa-
ra alcanzar los objetivos.
Ignacio, militar antes de su conversión, habría organizado un ejército de elite y deli-
neado una estrategia innovadora.
En realidad, ni la Compañía era un ejército donde haya que salvar la disciplina, ni la
obediencia ignaciana se basaba en el autoritarismo. Lo único que se deseaba salvar
era a las personas, la libertad de pensar y de actuar de cada uno, respondiendo a
su propia vocación.
No existe un molde para ser jesuita, a no ser que se entienda por molde la originali-
dad. No excentricidad, sino originalidad.
El excéntrico hace rarezas para llamar la atención. El original sabe que tiene una
misión en la vida y desea realizarla, no imitando a otros, sino respondiendo a la pro-
pia vocación.
Al autoritarismo no se lo vence persiguiendo a los autoritarios y enviándolos a la cár-
cel; de esta forma se les daría la razón. En realidad, el autoritarismo llena un vacío
de poder, y es ese vacío el que merece nuestra atención.
Por ello, el desarrollo de la personalidad, la aceptación de la originalidad de cada
colaborador, es el mejor remedio para superar el autoritarismo.

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42 CAPÍTULO I Concepto de administración
Corregir explicando
Uno de los problemas más delicados se plantea cuando hay que corregir a un su-
bordinado. Ignacio, al hacerlo, evitaba toda palabra que pudiera agraviar, herir, de-
sanimar.
Cuando convenía corregir una falta, nunca usaba palabras generales, como sería
decir a alguno: “Sois un desobediente” (o perezoso, o soberbio), sino que sólo re-
prendía aquel hecho en particular.
Ignacio nunca se apoyaba en la autoridad dura y escueta, aquella que se justifica
con la máxima “Porque yo lo mando”.
Cuando debía negar algo que le pedían, agregaba, si era posible, las razones que te-
nía para no concederlo, dejando al subalterno convencido y consolado. Y cuando po-
día conceder lo que le pedían, explicaba las objeciones que había y cómo le hacían
más fuerzas las razones a favor. Es decir, evitaba la impresión de arbitrariedad.
Pasada la corrección, Ignacio trataba a las personas como si nunca hubiesen falta-
do. Todos podían estar seguros de que ni en obras, ni en palabras, ni en trato, ni
en su corazón quedaban rastros ni memoria de aquellas faltas, como si nunca las
hubiesen cometido.
Como vemos, no encasillaba a las personas por sus errores y fallas, sino, en todo
caso, por sus cualidades y virtudes.

Del consejo a la ejecución


El gobierno, entendía él, ha de ser muy ilustrado en el consejo, pero muy expedito
en la ejecución.
De ahí que rodease a todos los superiores de la Compañía de consultores y admo-
nitores con quienes habían de aconsejarse antes de tomar una decisión, pero sin
ligarlos a seguir la opinión que manifestasen.
Ignacio no excluía los cuerpos colegiados, pero no le agradaba que la responsabilidad
se diluyera en una anónima mayoría. Cada uno debía saber dar razón de su voto y
estar dispuesto a modificarlo, cuando descubría algo mejor.
El gobernante o el directivo habían sido elegidos porque poseían un cierto carisma po-
lítico, un olfato para los negocios. San Ignacio no quería que ese carisma y ese olfato
quedaran anulados por los estudios técnicos y los mil consejos de los asesores.
Entonces, el gobernante debía escuchar a todos, pero decidir él, sin disculparse
después por haber sido mal asesorado.

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Ganar la confianza
Pocos años antes que Ignacio, Maquiavelo explicó que el príncipe, para poder go-
bernar, había de aparentar mansedumbre, fidelidad, sinceridad y, más que nada,
piedad. No debía apartarse del bien mientras pudiera, pero debía “saber entrar en
el mal, de necesitarlo”. Porque si se ataba las manos con escrúpulos, sería vencido
por los malos, y así todo terminaría peor.
Lejos Ignacio de Maquiavelo en su concepción de ganar la confianza, entre el apa-
rentar y el ser, este último forma parte de la concepción ignaciana.
San Ignacio muestra la posibilidad real de un sistema alternativo de gobierno basa-
do no en la duplicidad del “aparentar”, sino en la transparencia del “ser”. La primera
provoca una credulidad masificada, que concluye en riesgosa frustración. La segun-
da es generadora de confianza y amistad social.
En las reducciones de los guaraníes, encontramos una aplicación de ese sistema
de gobierno, basado en la confianza.
Ignacio mismo quizá no imaginó esa aplicación que realizarían sus hijos. Los misio-
neros lograron ganarse la confianza de los indios y éstos, la de los misioneros.
La confianza en el prójimo –en su honestidad y en sus buenas intenciones– es el
primer paso para el desarrollo de acciones conjuntas y, posteriormente, para una
relación a largo plazo que beneficie a ambos.
Ninguna sociedad puede progresar bajo el paradigma del “Sálvese quien pueda”,
donde el individualismo y el beneficio propio o sectorial son los valores que guían
las prácticas cotidianas y, más grave aun, las decisiones políticas que atañen a to-
dos los ciudadanos.
En esto pueden ser ayudados por el ejemplo de Ignacio de Loyola, quien enfrentó
a la primera generación de discípulos de Maquiavelo con un sistema alternativo de
gobierno, basado en la confianza, la amistad social, la participación y la iniciativa
personal.
La evolución del pensamiento en administración se estudia desde la Revolución
Industrial; sin embargo, antecedentes como éstos de hace más de quinientos años
fueron hilvanando las teorías, los criterios y los valores.
El sesgo hacia la empresa de negocios como modelo de eficiencia, en función de la
competitividad y la producción de ganancias, fue dejando de lado la responsabilidad
social de una institución de relevancia como creadora de riqueza, de empleabilidad,
de desarrollo científico-tecnológico y de los impactos que su accionar produce en
toda la sociedad.
“Para novedades, ¡¡Los clásicos!!”.

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PREGUNTAS Y EJERCICIOS 1. Describa el sistema organizativo que instauró San Ignacio de Loyola.
2. Explique brevemente los valores que sostienen esta organización.
3. ¿Cuál es la relación que le encuentra con las más recientes teorías
sobre la administración?
4. ¿Cómo aplicaría las enseñazas de San Ignacio a una organización
de su conocimiento?
5. ¿Por qué es importante la confianza en las relaciones sociales y en el
desarrollo de una sociedad?

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