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Tema 8
LA DIFÍCIL CONVIVENCIA DE LAS TRES CULTURAS
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Grado en Geografía e Historia (3º curso)
Historia medieval de la Península Ibérica
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Norberto, en 1120– y la Cartuja –por san Bruno, en 1084–. De todas ellas solamente las
dos primeras, especialmente CÍSTER, tendrán amplia difusión peninsular. El mayor
mérito de esta familia benedictina fue la organización que puso en marcha: centralizada,
con un capítulo general que se reunía anualmente en la casa madre, Cîteaux. Inspirado
en cierta medida en Cluny, a diferencia de éste, cada casa es independiente y está
dirigida por un abad –en Cluny sólo lo es el de la casa central, estando el resto de los
monasterios dirigidos por priores–. La orden cisterciense se organizó en familias, que
parten de Cîteaux y sus cuatro primeras «hijas» –La Ferté, Pontigny, Morimond y
Claraval [Clairvaux]–, de las que salen los monjes a fundar nuevas abadías,
correspondiéndole a la matriz su supervisión posterior. Se trata, en este caso, de
fundaciones que automáticamente forman parte de la orden, que pronto admitió
afiliaciones, esto es, que abadías ya existentes asumiesen la versión cisterciense de la
regla benedictina, teniendo que tomar como matriz a otra abadía ya cisterciense,
integrándose así en su esquema y asumiendo sus normas.
MORIMOND
Valbuena Bujedo
La Baix Huerta Fitero Veruela Monsalud Sacramenia Leire Marcilla Matallana
de Duero de Juarros
(1224) (1144) (1140) (1146) (1142) (1142) (1269) (1407) (1174)
(1143) (1172)
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Según COCHERIL, M. (1966): «L’implantation des abbayes cisterciennes dan la Péninsule Ibérique», en
Anuario de Estudios Medievales, 1: 217-287. Hay que advertir que buena parte de las fechas no son reales
y la afiliación –mayoritaria– a la orden debe estar antedatada. Las abadías sin fecha son francesas.
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Aunque con menos éxito, la regla de san Agustín tuvo cierta importancia,
especialmente en Cataluña, y fue la norma que tomó para regirse la orden de Santiago.
Entre las organizaciones que asumieron esta regla destaca PREMONTRÉ, que solamente
tuvo gran presencia en el reino de Castilla, único en el que puede competir con Císter. A
diferencia de éste, plenamente monástico en su aislamiento del mundo, los
premonstratenses –o mostenses– permiten la predicación a los laicos, de ahí que estén
presentes en los arrabales de varias ciudades peninsulares, probablemente llamados por
ultrapirenaicos.
Todas estas órdenes fueron mayoritariamente masculinas; las mujeres sólo
fueron tenidas en cuenta por san Norberto, con lo que en Premotré y sus primeras
fundaciones se permitió la instalación de comunidades femeninas junto a las
masculinas. En 1140 la propia orden puso fin a esto y obligó a las monjas a separarse y
fundar en otro lugar, alejado del monasterio masculino. Los cistercienses permitieron
malamente la agrupación de mujeres –familiares de los monjes, muchas veces– cerca de
los monasterios, pero separados de ellos, hasta que consintieron en vigilarlos e
integrarlos en la orden. Los MONASTERIOS FEMENINOS en ningún caso tuvieron la
misma dignidad que los masculinos, a los que estuvieron sometidos. Lo habitual fue que
las casas benedictinas de monjas fuesen mucho más pequeñas y pobres que las de
monjes, situación que se extiende a los escasos conventos agustinos –premonstratenses
o de la orden militar de Santiago–. Caso excepcional es Santa María de las Huelgas de
Burgos, único que puede compararse con los grandes cenobios masculinos.
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2. LOS JUDÍOS
A diferencia de los últimos tiempos del reino visigodo, la actitud hacia los judíos
de los incipientes núcleos hispano-cristianos del norte peninsular fue, en general,
favorable. Probablemente tenga que ver con el papel que pudieran tener en las tareas de
repoblación y reorganización del territorio. Así, en el fuero de Castrojeriz, de 974, los
hebreos aparecen en un plano de igualdad jurídica con los cristianos. Ya desde esta
época los judíos dependen directamente de reyes y condes, y no de señores particulares.
Aunque en número reducido, en el siglo X se documenta población judía en
prácticamente todas las áreas cristianas del norte peninsular. Tanto en este siglo como
en el siguiente los judíos fueron aceptados para establecerse en los reinos cristianos,
aceptando a los que abandonaron al-Ándalus con el endurecimiento de sus condiciones
allí tras la conquista almorávide.
La protección regia se demuestra en los distintos fueros y leyes promulgados en
los siglos XI y XII, que aseguran esa dependencia directa de la autoridad central, que
permite que ocupen cargos en administración regia. Esta dependencia no impide que
existiese cierta animosidad popular contra la comunidad hebrea que, en momentos de
debilidad regia, sufre ataques y rapiñas, como ocurre en Castrojeriz, Saldaña o Carrión a
la muerte de Alfonso VI, en 1109, o durante el enfrentamiento entre doña Urraca y su
marido, Alfonso I de Aragón, en los años siguientes a 1109.
A lo largo del siglo XII se confirma la legislación que preserva la autonomía
judaica en la Península cristiana, que permite el libre ejercicio de su religión, reconoce
su plena propiedad de bienes muebles y raíces, confirma los contratos de préstamo
realizados por ellos y la garantía judicial que supone una plena autonomía para juzgar
causas civiles y criminales internas, de la propia comunidad. Sin embargo, a lo largo del
XII la igualdad jurídica entre cristianos y judíos irá cediendo terreno poco a poco,
influenciada tanto por la legislación canónica como por la presión popular. Así, por
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ejemplo, en los fueros de Toledo se prohíbe a los judíos ejercer cargos públicos que
conlleven jurisdicción sobre cristianos.
Aunque hubo comunidades judías rurales, su ubicación fue mayoritariamente
urbana. En la Corona castellana fueron pocas las existentes en el litoral cantábrico y en
Galicia, siendo más abundantes en la meseta norte, y, en su conjunto, se estima que la
población hebrea haya superado las cien mil personas. Las más importantes se
encontraban en las grandes ciudades, con Toledo a la cabeza, en la que habría unos
cinco mil judíos. En Portugal, la primera comunidad documentada es la de Coímbra; su
presencia se atestigua primero en las ciudades conquistadas a los musulmanes –la
misma Coímbra, o Lisboa– y sólo más tarde aparecen en las villas del norte, como
Oporto. Para el reino de Aragón se estiman unos 20.000, siendo la principal aljama la de
Zaragoza, con unas 250 familias; en Cataluña destaca la de Barcelona, que podría
acercarse demográficamente a la toledana, mientras que en los reinos de Valencia y
Mallorca destacan también las de sus capitales. También en Navarra se concentran en
las ciudades, siendo sus juderías más importantes las de Pamplona, Tudela y Estella.
Estas comunidades de finales del XIII son, en parte, consecuencia del desarrollo
de las existentes en la alta edad media en las zonas cristianas o en las que después
fueron conquistadas, pero también consecuencia de los fenómenos migratorios de la
población judía andalusí e, incluso, del norte de África, que se desplazó a los reinos
cristianos ibéricos durante los períodos almorávide y almohade, durante los cuales se
endurecieron sus condiciones de vida en esos espacios. A ello hay que añadir el
desarrollo comercial económico de la España cristiana entre los siglos XI y XIII, que
actuaría también como factor de atracción para la instalación judía en los núcleos, por
ejemplo, del Camino de Santiago.
El desarrollo de las comunidades hebreas en los reinos cristianos peninsulares de
los siglos XII y XIII se produjo en un contexto favorable que ha llevado a que se hable
de un «siglo de oro» o «época de esplendor», determinado por la coexistencia pacífica
entre las gentes de las tres religiones que fue garantizada por la autoridad regia en un
marco de desarrollo económico y comercial. Esta «edad de oro» se contrapone a la
etapa siguiente, la bajomedieval, caracterizada por el antisemitismo que culmina en
violentas persecuciones que desembocan en la expulsión de los judíos en 1492.
En la plena edad media no existe la obligación de que los judíos vivan en barrios
específicos y bien delimitados en las villas o ciudades, lo que no impide que buena parte
de ellos se agrupen en ciertas calles conformando barrios predominante hebreos, las
«juderías» que todavía se recuerdan hoy en muchas ciudades peninsulares. Este
agrupamiento es, en parte, una solución de autodefensa ante una población mayoritaria
cristiana que, si bien en estos siglos no es manifiestamente hostil, sí es claramente
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conformaron oligarquías que unen a su poder económico el político derivado del control
de las instituciones de gobierno. Igualmente, en el seno de las comunidades judías hubo
tensiones a causa de las desigualdades sociales y económicas entre sus miembros.
La concentración urbana de la población judía peninsular es expresiva de su
mayoritaria dedicación artesanal y comercial. Destaca asimismo la dedicación de varios
de sus miembros a la medicina, campo en el que alcanzaron gran relieve. Pero no cabe
duda del papel sobresaliente que ciertos hebreos jugaron, por un lado, en las actividades
crediticias y financieras y, por otro, en las labores intelectuales. Es este campo destacan
las ciudades de Toledo, donde algunos judíos forman parte de su Escuela de
Traductores, y Gerona, cuya escuela rabínica alcanzó gran prestigio. Los judíos
hispanos participaron activamente en el desarrollo del pensamiento judío de la época y
en los debates de las distintas corrientes del judaísmo. Hay que destacar el desarrollo de
la cábala frente a la interpretación racionalista de MAIMÓNIDES. Cordobés de
nacimiento, su vida intelectual se desarrolló en Egipto donde publica, entre otras obras,
su Guía de perplejos, en 1190, en la que intenta explicar los principios fundamentales
de la fe judía a través de la razón, conjugando así razón y fe. La difusión de su obra en
la Península y en el sur de Francia provocó el nacimiento de una corriente contraria: la
CÁBALA, que pone el énfasis en la vertiente mística de la religión. Mientras tanto, la
escuela rabínica de Gerona alcanza gran prestigio y uno de sus rabinos, Nahmánidas,
será protagonista de la «Disputa de Barcelona», debate presidido por Jaime I de Aragón
en 1263 en el que se enfrentaron intelectuales cristianos y judíos para contrastar y
defender sus creencias respectivas.
El objetivo de esta disputa pública era intentar demostrar que la única fe
verdadera era el cristianismo, mostrando así el cambio de actitud que comienza a
manifestarse en la Península en la segunda mitad del XIII. En ese aspecto, el
antisemitismo europeo tiene un hito significativo a principios de este siglo, en el IV
Concilio de Letrán de 1215, y va parejo con el reforzamiento doctrinal de la Iglesia en
lucha contra las herejías cristianas, con la cátara en particular. En Letrán se declaró que
la presencia de los judíos entre los cristianos debía tolerarse solamente por razones de
humanidad y con la esperanza de que se convirtiesen al cristianismo. Esperando esta
deseada conversión, las autoridades debían procurar el aislamiento más completo
posible de los hebreos, para evitar las nefastas consecuencias derivadas de la
convivencia y, sobre todo, el peligro del proselitismo. Para ello se ordenaba la
segregación en barrios aislados y el uso de señales identificativas externas. Los
monarcas hispanos no estuvieron dispuestos a aplicar estas medidas, logrando en 1219
que el papa les permitiera retrasarlas. A partir de Letrán los sucesivos concilios
eclesiásticos que, presididos por un legado pontificio, se celebraban en los reinos
hispánicos instaron continuamente a establecer las medidas implantadas ya en buena
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parte de Europa, mientras que los provinciales reunidos sin presencia pontificia, salvo
excepciones, eran mucho menos combativos.
De esta manera, la situación de las comunidades judías peninsulares vivían en
una situación bastante más favorable que en el resto de Europa. Pero el antijudaísmo no
era sólo cuestión de teólogos u obispos sino que comenzaba a calar en la sociedad
cristiana peninsular. En ello tuvo importancia la actividad financiera de los hebreos y su
papel como arrendadores y recaudadores de impuestos. Por supuesto, no todos los
prestamistas eran judíos –clérigos y monasterios lo eran también–, ni lo eran
mayoritariamente los recaudadores de impuestos, si bien es cierto que destacaron en los
negocios. A medida que avanza el siglo XIII el asunto de las deudas de los cristianos
con los judíos irá creciendo en importancia y va a ser objeto de diversas regulaciones al
tiempo que se limita la tasa de interés de los préstamos. En Castilla se estableció en el
33,3% anual, tasa elevadísima que dejaba fácilmente al deudor en manos del
prestamista, que se reducirá después a un también alto 25%, mientras que en Navarra y
Aragón se cifraba en el 20%. Los judíos serán acusados de establecer esta usura y a ello
se suma el descontento cristiano cuando unos cuantos participen en el sistema financiero
de las monarquías que, por entonces, está desarrollándose. Los reyes se rodean con
frecuencia de oficiales y administradores judíos, como el toledano Abraham el
Barchilón, arrendador de buena parte de las rentas reales en Castilla bajo el reinado de
Sancho IV (1284-1295).
El aumento de la presión fiscal de las monarquías a finales del doscientos y esa
presencia como administradores en las cortes reales de judíos favoreció el desarrollo del
antisemitismo. Como los mudéjares, los judíos estaban sujetos a un tributo específico
que se pagaba a la Corona, tributo cuya cuantía aumentó a finales del siglo XIII. Se ha
dicho que muchos prestamistas se vieron entonces obligados a ejecutar los pagos de
deudas de los cristianos para hacer frente al impuesto, lo que contribuyó a la
propagación del sentimiento antisemita.
Así pues, el antisemitismo se desarrolla en la Península en la segunda mitad del
XIII, como lo muestran las quejas en las Cortes contra los judíos. Buen ejemplo de ello
son las celebradas en Valladolid en 1293, donde se vuelven a regular los préstamos con
interés a lo que se añade la novedad de prohibir a los judíos adquirir bienes raíces y
juzgar sus pleitos internos mediante jueces propios. Aunque aprobadas por Sancho IV,
estas medidas no llegaron a aplicarse pero son buen exponente del progresivo sentir
antisemita de los procuradores en Cortes.
3. LOS MUDÉJARES
La población mudéjar hispana estuvo más localizada que la judía, teniendo una
presencia importante en los reinos de Aragón y Valencia. A finales del siglo XV
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suponía algo más de un 10% de la población del primero mientras que en el segundo
eran aproximadamente unos 50.000. En Aragón se localizaban preferentemente al sur
del Ebro, a cuyo margen se localizan también en Navarra, en la merindad de la Ribera,
siendo la comunidad más importante en ésta la de Tudela, principal villa de la zona.
Apenas existentes en Cataluña, tampoco eran numerosos en la Corona de Castilla, en la
que se estima que vivían unos 20.000 a finales del XV.
En Aragón y Valencia las comunidades mudéjares son mayoritariamente rurales.
Frente a esto, en Castilla las principales morerías son urbanas, aunque perviven núcleos
rurales en el valle del Guadiana –donde está la principal morería de la Corona, en
Hornachos (Badajoz)–, La Mancha y el reino de Murcia. En Andalucía, tras la revuelta
mudéjar de 1264, los mudéjares fueron expulsados de todos los núcleos urbanos y su
número estaba reducido, a principios del XVI, a menos de 2.000 personas. Sería en el
siglo XIII cuando los musulmanes del reino de Toledo y, tal vez de Andalucía,
emigraron al norte del Sistema Central, a ciudades como Ávila, Valladolid, Palencia o
Medina del Campo, que en el XV tienen importantes aljamas mudéjares. Frente a ellas,
en el valle del Tajo están muy disminuidas las de Toledo, Guadalajara y Madrid.
Al igual que las comunidades judías, las mudéjares se agrupaban en aljamas,
institución que las representa y que engloba a la de una o varias localidades. Su figura
principal es el alcalde, en Castilla, o alcadí, en Aragón-Valencia, con funciones
básicamente judiciales con competencia sobre la comunidad que dirigía. En la Corona
castellana no tuvieron jurisdicción sobre asuntos criminales, aunque sí en Aragón, si
bien aquí tenían que estar acompañados por un juez cristiano. Estos alcaldes juzgaban
según la ley islámica, nunca bien reglamentada, que provocará que, ya en el XIV, varias
aljamas reclamen la actuación de la justicia cristiana en vez de la propia tanto en la
Corona de Castilla como en la de Aragón.
En ambas coronas los mudéjares, como los judíos, estaban bajo la protección de
la monarquía, que creó unas magistraturas con autoridad sobre todas las aljamas de sus
reinos: el alcalde mayor de las aljamas de los moros, en Castilla, y el alcadí mayor,
general, o real en Aragón. Por debajo de ellos, en Aragón cada aljama tenía un bayle de
los moros, siempre cristiano, representante del rey encargado de organizar la percepción
de impuestos, controlar el ejercicio de la justicia, ejecutar las sentencias y cobrar las
multas pertinentes.
En resumen, las aljamas mudéjares se organizan, como las hebreas, de forma
autónoma pero sometida a los cristianos y con directa relación con la Corona.
Tolerados, pero siempre separados y diferentes, se prohibía su contacto con los
cristianos y el proselitismo. Frente a los judíos, su existencia no era un «problema»
general a la Europa cristiana sino particular de la Península, aunque la legislación será
similar para unos y otros. En la Corona de Aragón un buen número de ellos tenía la
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condición de exáricos, que supone su ligazón hereditaria a la tierra, con la que son
vendidos, y su dependencia del señor, su dueño, especialmente abundantes en el valle
del Jalón.
Como ocurre con los judíos, los problemas del XIV empeoraron la situación de
los mudéjares: a los libres del reino de Aragón se les prohíbe abandonar sus tierras,
renovándose la prohibición a mediados del XV con objeto de que no quedasen vacías
por su marcha a África o Granada.
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