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Mecenas, descendiente de antiguos reyes, refugio y dulce amor mío, hay muchos a

quienes regocija levantar nubes de polvo en la olímpica carrera, evitando rozar la


meta con las fervientes ruedas, y la palma gloriosa los iguala a los dioses que
dominan el orbe. Éste se siente feliz si la turba de volubles ciudadanos le ensalza
a los supremos honores; aquel, si amontona en su granero espacioso el trigo que se
recoge en las eras de Libia. El que se afana en desbrozar con el escardillo los
campos que heredó de sus padres, aun ofreciéndole los tesoros de Átalo, no se
resolverá, como tímido navegante, a la travesía del mar de Mirtos en la vela de
Chipre. El mercader, asustado por las luchas del Ábrego con las olas de Icaria,
alaba el sosiego y los campos de su pais natal; mas poco dispuesto a soportar los
rigores de la pobreza, recompone luego sus barcos destrozados. No falta quien se
regala con las copas del añejo Másico, y pasa gran parte del día, ora tendido a la
fresca sombra de los árboles, ora cabe la fuente de cristalino raudal. A muchos
entusiasma el clamor de los campamentos, los sones mezclados del clarín y la
trompeta, y las guerras aborrecidas de las madres. El cazador, olvidado de su
tierna esposa, sufre de noche las inclemencias del frío, y persigue la tímida
cierva con la traílla de fieles sabuesos, o acosa al jabalí marso que destroza las
tendidas redes. La hiedra que ciñe las sienes de los doctos me aproxima a los
dioses inmortales; la fría espesura de los bosques y las alegres danzas de las
Ninfas con los Sátiros me apartan del vulgo, y si Euterpe no me niega su flauta, si
Polihimnia me consiente pulsar la cítara de Lesbos, y tú me colocas entre los
poetas líricos, tocaré con mi elevada frente las estrellas.

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