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políticos e incluso algunos intelectuales permanecen aferrados a lo que creen es todavía
“la democracia más estable de América Latina” -‐por el simple hecho de que se realizan
elecciones cada cuatro años-‐ a pesar de que la misma, sólo en los últimos treinta y tres
años (1985-‐2018) se ha sostenido sobre los asesinatos por cuestiones políticas de 450.664
mujeres y hombres -‐el 80% de ellos civiles desarmados-‐ como lo acaba de sustentar la
Comisión de la Verdad en su Informe Final.
Esta es la verdadera dimensión de la transformación histórica que en términos culturales
ha empezado a consumar la población colombiana con su decisión eleccionaria de junio
pasado, la cual permite pensar que se puede llegar a superar el pantano ideológico e
intelectual que envuelve la crisis que ha tomado el espectro político del país, ante la
inopia intelectual y creativa de quienes han usufructuado a sangre y fuego el poder
económico y social en Colombia durante todo su devenir.
Es cierto que con la nueva apuesta presidencial llega a su anhelado fin un infame gobierno
presidido por un muchacho cuyos méritos, según allegados de su mismo partido, se
forjaron haciendo diligencias entre los asientos burocráticos de Washington.
También es verdad que con ese adefesio administrativo termina uno de los experimentos
de sometimiento más caóticos y sangrientos de los que las clases prevalecientes de
Colombia hayan intentado el cual, iniciado en 2002, expirará el próximo 7 de agosto y
quedará registrado en la historia mundial de la infamia con el número 6.402,
correspondiente a la cantidad de ciudadanos inermes que, según los testimonios de
muchos integrantes de las fuerzas del Estado, fueron asesinados por ellos mismos para
esconder el fracaso de la política agenciada para conseguir el sometimiento de las
guerrillas de las FARC.
Todo lo anterior es real. Sin embargo, y a pesar de la enorme significación política que
tienen ambas superaciones, lo fundamental, lo que con razón tiene conmocionado al
establecimiento es que se rompió el mito de que en Colombia solo se elegirían a aquellos
a quienes las élites auparan y que, por tanto, ni el “comunismo” ni “la izquierda” dirigirían
“nunca” los destinos colombianos -‐aunque ninguno de los dos términos, tan socorridos
por esos sectores conservadores, puedan denominar acertadamente la expresión política
que ocupará la presidencia en el próximo período.
II
Y aquí empieza lo trascendental porque, a pesar de la agresiva campaña que los poderes
tradicionales emprendieron contra las pretensiones ciudadanas, el acceso de un político
de tendencia socialdemócrata a la primera magistratura se logra de manera
completamente institucional y pacífica y, lo que es más significativo, sustentado en un
discurso de reconciliación que busca superar la violencia y la barbarie como formas de
hacer política y ubicarnos por fin, con un programa progresista de vanguardia, en el
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concierto de las naciones que apuestan a construir un proyecto de sociedad
verdaderamente democrático y contemporáneo.
Una proclama del siglo XXI que, todo parece indicarlo, no es más que la condensación
crítica de una reflexión crecientemente consciente que con el liderazgo de las multitudes
urbanas ha hecho la ciudadanía colombiana de todas las regiones durante los últimos 30 o
40 años, hasta convertirla en un raciocinio proyectual al margen pero en contra de los
procedimientos y acciones de todas las fuerzas políticas predominantes –del
establecimiento y contestatarias-‐ cuyo violento interactuar nos ha hundido en el
maremágnum inviable que estamos experimentando.
Una agenda programática que además de apuntar a empezar a superar la condición de ser
la segunda sociedad más desigual de América Latina -‐en la que nos han convertido
doscientos años del régimen vigente-‐ aboca también el tratamiento de los problemas
estructurales que ha dilucidado la revolución femenina y que obligan a superar el
machismo, el patriarcalismo y todas las modalidades de discriminación por género u
opción sexual y subsecuentemente las que se han prohijado por la cultura dominante con
respecto al origen étnico o de procedencia regional o social de nuestro congéneres, para
completarse con la asunción consciente de nuestra responsabilidad política con la especie
y con el planeta introduciendo, por primera vez de manera prominente en la agenda
administrativa, la lucha contra el calentamiento global.
Un proyecto de sociedad cuya complejidad ha excedido la limitada capacidad de
interpretación y de comprensión de todo el establecimiento: desde la de lo sectores más
reaccionarios, que no han podido sino endilgarle el calificativo de “comunista” o
“socialista” (versiones actuales del ridículo “castrochavismo”) pasando por la de los que,
escudados en un neoliberalismo bastante rancio, lo tildan de “utópico”, “imposible de
lograr”, hasta llegar a la de los ámbitos más sofisticados del intelectualismo criollo que,
escondido en un clasismo pequeñoburgués, desde las alturas del éxito comercial y
académico lo desprecia calificándolo de simple “populismo”.
Esa ignorancia de las élites es la que ha quedado estupefacta ante el resultado del 19 de
junio, pues nunca pudieron percibir ni su conformación ni las formas de expresión que iba
tomando a medida que se consolidaba a pesar de que, como proceso, esa perspectiva
programática ha venido consolidándose desde hace muchos años.
En efecto, ese multitudinario consenso -‐la más alta votación que jamás haya alcanzado
ningún otro presidente-‐ no apareció de la noche a la mañana.
Al contrario: es el resultado de décadas y décadas de reflexiones, encuentros, discusiones,
intercambios, controversias, investigaciones y construcciones que, generados y
desarrollados en el interior de la rica y diversa sociedad civil y de sus organizaciones,
fueron configurando una nueva cultura política en las poblaciones a lo largo y ancho del
territorio nacional y hoy nos muestran una ciudadanía crecientemente consciente tanto
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de sus reales condiciones de vida como, y esto es lo más potente, de lo que debe ser la
existencia individual y colectiva en el marco de la contemporaneidad mundial hacia el
futuro.
De ahí proviene esa aura revolucionaria que ha acompañado la aparición de esa nueva
sociedad civil en muchedumbre que hoy caracteriza a nuestro país, ocupando -‐con música,
poesía, danza y pintura-‐ las calles y bulevares, los parques y plazas de las metrópolis y las
grandes arterias regionales, demostrando con su organización autónoma su inteligente
discurso, la visión estratégica del horizonte de sus reivindicaciones y su pacífico proceder
(que sólo fue cruelmente violentado por la furia que desplegó el aparato gubernamental
para infiltrarla y reprimirla).
Y de allí también la imposibilidad de encasillarla en cualquiera de las agendas políticas que
pululan en el espectro nacional, para ofuscación de nuestro pobre establecimiento
intelectual y académico.
De la misma manera en que es imposible encasillar el programa que ha aglutinado a más
de once millones de mujeres y hombres actuando “con conocimiento de causa”, en
ninguno de los marcos programáticos de los partidos, movimientos u organizaciones del
entorno colombiano ni, muchísimo menos, en los imaginarios del anacrónico
“caudillismo” que se inventaron algunos intelectuales y académicos para esconder su
mezquindad y su estulticia.
III
Y no es factible clasificar esa revolución ciudadana simplemente porque no responde a
ningún procedimiento convencional. Por el contrario, es el resultado más formidable de la
creatividad de una población que durante noventa años ha logrado diseñar y edificar el
inmenso entorno urbano colombiano a medida que ella misma se ha ido transformando:
de ser un pueblo mayoritariamente aldeano anclado en el mundo rural (en los años
treinta del siglo pasado) se ha convertido en un conglomerado esencialmente
metropolitano articulado ya a los movimientos más progresivos de la contemporaneidad
del siglo XXI.
Desarrollando una urbanización que no se ha limitado a aglomerar gente inercialmente en
las grandes ciudades sino que -‐al paso en que fue edificando éstas-‐ fue abriéndose
paulatinamente a una comunicación cada vez más fuerte y consistente con el mundo
exterior -‐particularmente a través del arte y la cultura-‐ lo cual le permite hoy, por primera
vez en nuestra provinciana historia, dotar al país de un proyecto estratégico con el cual
interactuar a nivel internacional en la arena política desde la cual se pretende superar la
crisis contemporánea.
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Consolidando al mismo tiempo una “metropolización” sui géneris pues la población -‐lejos
de someterse al desarraigo-‐ se ha mantenido comunicada permanentemente también en
las regiones rurales del país con los campesinos y con los pueblos indígenas y ancestrales,
impidiendo con ello un rompimiento afectivo y cultural definitivo con los lugares de origen
de millones y millones de desplazados, quienes han jugado un papel protagónico en la
consolidación de nuestro mundo urbano.
Lo cual constituye una prueba fehaciente de la gran resiliencia que caracteriza a nuestras
poblaciones más vulnerables que, contra todo, han podido resistir en el campo y en las
ciudades a la terrible violencia que han ejercido los grandes intereses económicos y
políticos tradicionales (dominantes y contestatarios) para despojar de sus territorios a los
campesinos y a los pueblos indígenas, negros y raizales.
Una ciudadanía contemporánea que, en el mismo proceso, ha desplegado también una
gran imaginación y creatividad para redefinir el espacio público y la utilización moderna y
cosmopolita del tiempo liberado en las urbes para -‐dando una clara demostración de la
comprensión de su responsabilidad con el futuro social y psicológico de sus
descendientes-‐ evitar que la delincuencia y la descomposición social se apodere de sus
ciudadanas y ciudadanos más jóvenes.
Por ello ha dotado a sus entornos habitacionales de bibliotecas y museos comunitarios,
centros de formación, de estudio y de exposiciones artísticas, de auditorios y centros de
intercambio de conocimientos y de emprendimientos productivos así como de campos
deportivos, a los cuales el Estado, permanentemente a la zaga, apenas pretende alcanzar
con obras que siendo pertinentes siempre aparecen tardíamente.
Así, esa ciudadanía en permanente perfeccionamiento fue construyendo unas
perspectivas de interactuación cultural en las cuales la conversación, el intercambio,
incluso la confrontación entre perspectivas diferentes de ver el mundo y de hacer la cosas
-‐inevitables ante la infinidad de orígenes regionales del feroz éxodo que se generalizó en
la geografía nacional-‐ y aun en medio de una infame violencia urbana, fueron generando
un proceso de síntesis discursiva que hoy puede mostrar unas muchedumbres capaces de
encontrarse para acompañar, consciente y críticamente, procesos de reflexión y
propuestas inteligentes, pertinentes y contemporáneas que empiezan a hacerse sentir en
los espacios públicos de los grandes centros urbanos.
IV
Es desde este complejo entramado de procesos culturales y políticos construido y
desarrollado por la población –y que constituye una verdadera revolución cultural de
nuevo tipo-‐ de donde surgieron las grandes manifestaciones que desde 2016 -‐cuando esa
novel generación ciudadana interpretó perfectamente la tragedia que significaba para la
viabilidad futura de la Nación el triunfo del NO en el plebiscito de ese año-‐ se echaron el
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país sobre los hombros y lo han traído hasta esta asombrosa realización del 19 de junio de
2022.
Fue esa nueva ciudadanía ya totalmente consciente de su significación e identidad
nacional contemporánea la que asumió realmente la tarea de no permitir que esta
sociedad se desbarajustara completamente, ante la incapacidad de reacción de las élites
(también de la insurgencia) cuando fue evidente que había fracasado su única y
sempiterna opción de recurrir a la violencia porque el narcotráfico había degradado todos
los actores del conflicto.
Fueron esos miles y miles de mujeres y hombres, conscientes de su pertenencia al siglo
XXI y provenientes de todos los rincones del país, convocados y concentrados en las
metrópolis quienes con su presencia permanente en las calles apoyaron las
conversaciones que se llevaban a cabo en la capital cubana y luego presionaron
eficazmente para consagrar constitucionalmente en el Congreso los Acuerdos de la
Habana.
Y, claro, entre 2018 y 2022, cuando el gobierno se dedicó a hacer trizas la Paz y a arrasar
con la institucionalidad, confrontaron de manera decidida, inteligente y heroica -‐uniendo
a los habitantes urbanos con los pueblos indígenas, afrodescendientes y raizales y los
movimientos feministas y de género con los de estudiantiles y de trabajadores y con los
defensores del medio ambiente-‐ a uno de los regímenes más criminales que se haya
instalado en Colombia para evitar que en su desaforada represión consumara el atropello.
Y, sí, a partir de ahí, la pertinencia y la eficacia de la potenciación y cualificación
ciudadanas que ha alcanzado nuestra población, que dimensionan también la
trascendencia cultural, social y política de su desempeño y que le garantizan la legitimidad
histórica de su protagonismo en las definiciones futuras, han quedado refrendadas
históricamente, y por pura coincidencia, a menos de dos semanas de la realización de los
comicios que inauguran su acercamiento crítico al ámbito gubernamental.
Refrendación consagrada por la inmensa labor de esclarecimiento y de fundamentación
de un futuro en clave de reconciliación que han desplegado los dos ámbitos de
implementación del Acuerdo de la Habana que, contra viento y marea, se han estado
implementando durante los últimos años con el acompañamiento permanente de esa
sociedad civil.
De un lado, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) después de un ingente trabajo de
creación e investigación jurídica ha podido demostrar el carácter y el poder restaurativo
que encierra la concepción de la justicia que se acordó en la Habana, para lograr salir de la
sin salida en la que se encontraba nuestra sociedad y que es una referencia
contemporánea para el mundo.
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De una manera absolutamente sensible e inteligente -‐y con una gran potencia
pedagógica-‐ logró que se empezara a materializar efectivamente el derecho de las
víctimas a reclamar directamente a los victimarios por el asesinato y desaparición de sus
familiares -‐y por la destrucción de sus patrimonios y de su formas de vida-‐ y establecer los
marcos y parámetros de su restauración.
Primero lo hizo con miembros de las fuerzas del Estado responsables de los mal llamados
“Falsos positivos” y luego sentó a la cúpula de las FARC para que las víctimas les hicieran
ver la dimensión de la barbarie en la que habían caído y, en consecuencia, el tamaño de la
responsabilidad social y política que tienen que asumir.
Y del otro lado, al 28 de junio, la Comisión de la Verdad empezó a hacer público el Informe
Final de su extraordinario trabajo de investigación y de sistematización de,
probablemente, el proceso más complejo, más doloroso y, al mismo tiempo y por lo
mismo, el más definidor de nuestra existencia como sociedad entre el siglo XX y el XXI
para que empiece a ser estudiado, analizado, criticado y finalmente asimilado por todos
los hombres y mujeres que componemos esta compleja -‐y a veces monstruosa-‐ realidad
que se llama Colombia y que consciente y/o inconscientemente hemos construido entre
todas y todos.
Es muy probable que este “Informe”, junto con el libro “La violencia en Colombia”3 y
todos sus derivados que narran el horror antecedente de la llamada, eufemísticamente,
“violencia interpartidista” y sus casi 200.000 mujeres y hombres asesinados en la mitad
del siglo pasado4 y, cómo no, junto a la mas grande obra de nuestro máximo escritor “Cien
años de Soledad” tendrían que ser parte esencial del “pensum” de nuestra ciudadanía
para adentrarnos definitivamente en el siglo XXI.
Y es desde esta epifanía revolucionaria cultural y política desde donde se construye el
Programa que convocó a más de once millones de mujeres y hombres el 19 de junio de
2022 y que lo interpretan como la carta de navegación nacional hacia el futuro que, por
fin, permitiría sacar a Colombia de este “vacío proyectual” (Gui Bonsiepe) en el que la han
sumido durante más de doscientos años las violentas castas dominantes, que destruyeron
incluso la “Revolución en Marcha” de López Pumarejo de 1934-‐1938.
Justamente es esa aura revolucionaria la que tiene desconcertado a todo el mundo y la
que ha llevado a que, equivocadamente, el discurrir tradicional le endilgue el Proyecto de
país que empieza condensarse a “Petro y Francia” quienes, aunque sean los que con toda
3
. Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia (Bogotá:
Taurus Historia, 2017).
4
. “De la magnitud de la violencia partidista dan cuenta distintos cálculos sobre los homicidios y el despojo
de tierras, entre estos los del analista Paul Oquist. Según Oquist, entre 1948 y 1966, 193.017 personas
resultaron muertas producto de la violencia partidista en Colombia…” Basados en la publicación “Violencia,
conflicto y política en Colombia” del mismo autor. Grupo de Memoria Histórica, ¡Basta Ya! Colombia:
Memorias de Guerra y Dignidad (Bogotá: Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013), p. 115.
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propiedad por su trayectoria, inteligencia y participación pueden encarnar su liderazgo,
son apenas los lucidos intérpretes y dignatarios de toda esa revolución que en concreto ha
generado y consolidado en todo su esplendor creativo el conjunto de la población
colombiana.
En realidad, ellos mismos pueden considerarse el producto más genuino y concreto de la
revolución cultural que hemos reseñado la cual, en sus casos específicos, habría implicado
que, de un lado, la Doctora Francia Márquez Mina, la Vicepresidenta Electa, que nació en
las profundidades de la Colombia racializada, marginada y empobrecida haya crecido de
una manera integral -‐inteligente, sensible y solidaria-‐ hasta convertirse en un paradigma
mundial de la potencia creativa de la mujer contemporánea y en una de las lideresas
internacionales del proceso que busca garantizar hacia el futuro la supervivencia del
planeta y de la especie5.
Y en el caso del Doctor Gustavo Petro Urrego, el Presidente Electo, sirvió de marco
referencial para que él hiciera el tránsito crítico desde su militancia en una opción
insurgente armada (el M-‐19) hasta convertirse, siguiendo todos los procedimientos y
protocolos de la institucionalidad, en uno de los más prestigiosos y respetables
parlamentarios del Congreso y quien llegó a ser elegido como Alcalde Mayor de la capital,
Bogotá, entre 2012 y 2015.
Esencialmente, por esas razones, la ciudadanía colombiana les ha entregado el mando de
la Nación para que inicien la construcción de su futuro como una sociedad civilizada: en
paz, buscando la igualdad de todos sus habitantes y perfectamente conscientes de su
responsabilidad en la lucha contra el calentamiento global. ¡Hasta que la dignidad se haga
costumbre!
Bogotá, julio 21 de 2022.
5
. Como se sabe, la Doctora Márquez Mina recibió en 2018 el Goldman Environmental Prize, que en muchos
ámbitos es considerado al Nobel del medio ambiente.
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