Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Shhhhheeeerrrrrry Thoooooomaaaaaaas - Seeeeeduuuucieeeeeendo Aaaa La Beeeella
Shhhhheeeerrrrrry Thoooooomaaaaaaas - Seeeeeduuuucieeeeeendo Aaaa La Beeeella
Su pasión era el mundo natural. Desde niño, nunca había sido más feliz que
cuando podía observar los pichones de aves picoteando las cáscaras delicadas para
salir a la luz, o pasar horas observando las tortugas y las truchas que nadaban contra
la corriente en el río que atravesaba las tierras de la familia. Criaba orugas en
terrarios para visualizar los resultados de sus metamorfosis, hasta convertirse en
brillantes mariposas o humildes polillas. Cuando llegaba el verano lo llevaban al mar,
y estudiaba el movimiento de la marea, sabiendo instintivamente que estaba siendo
testigo de una lucha feroz por la supervivencia, sin perder la capacidad de asombro
ante la belleza y la complejidad de la vida.
Había visto a la duquesa viuda antes, en medio del partido. Pero ahora ya no
estaba en el mismo lugar. Cuando Christian oteó el borde más alejado del campo, la
visión de una mujer joven atrapó por un momento su mirada.
Se quedó sin aliento. Nunca había contemplado una belleza de tal magnitud e
intensidad. Era seductora, fascinante, como la visión de tierra firme para un náufrago.
Y él, que no había estado en un barco desde que tenía seis años de repente se sentía
como si hubiera estado a la deriva en el océano abierto durante toda su vida.
Alguien le habló. No pudo entender una sola palabra.
Había algo elemental en su belleza, como una nube de tormenta, una avalancha
de nieve, o un tigre de Bengala rondando en la oscuridad de la selva. Un fenómeno
de peligro inminente y abrumadora perfección.
Siempre se había considerado una raza aparte. Ahora era solo un tonto que
podía anhelar y luchar, pero nunca alcanzar el deseo de su corazón.
***
Ella no respondió. Cuando Tony mostraba ese tipo de estado de ánimo, nunca
tenía la posibilidad de decir nada. Las nubes se agolpaban por encima. Por debajo de
las sombras, las hojas de verano se tornaban de color gris, nada escapaba del alcance
del hollín de Londres.
—Si fuera menos discreto le diría que no eres fértil. Eres un elaborado engaño de
Dios, Venetia. Toda belleza en la superficie, pero bastante inútil para lo que
realmente importa.
—No es cierto que no puedo tener hijos —dijo. No debería haber contestado.
Sabía que estaba pinchándola. Pero de alguna manera, ese tema siempre la hacía
saltar.
—Sin embargo, me alegra saber que tu apariencia no es del todo inútil. Howard
estuvo de acuerdo en unirse a mi empresa ferroviaria, y me atrevería a decir que lo
hizo para tener la oportunidad de seducirte —dijo Tony.
Por fin ella lo miró. La dureza de su voz se reflejaba en su rostro, sus rasgos una
vez atractivos, ahora lucían duros y frágiles. Durante su noviazgo había pensado que
él era guapo, divertido, inteligente, e iluminado desde dentro por una inagotable sed
de vida. ¿Realmente había cambiado tanto o ella había estado cegada por el amor?
—No —dijo ella, más cansada de lo que podía soportar. Su desprecio y rechazo se
habían convertido en una condición casi permanente de su matrimonio. Lo único que
le importaba, o al menos eso parecía, era el asunto de su fidelidad.
El debate iniciado por los nuevos fósiles era más estimulante, tanto así que, en
lugar de continuar con su viaje a casa, Christian había aceptado una invitación a cenar
con el comisario y varios de sus colegas. Después, en lugar de retirarse
inmediatamente a su residencia de la ciudad, donde un reducido personal mantenía
la casa lista para su uso en caso de que lo requiriera, había decidido pasar una hora
en su club. La sociedad había salido de Londres al final de la temporada; y podía
esperar absoluta tranquilidad allí.
El club de hecho, estaba bastante vacío. Con una copa de brandy a su lado, se
instaló en un sillón e intentó leer el Times.
Los días pasaban amenamente. Entre sus estudios, la revisión de sus fincas, y sus
amigos, las horas de Christian estaban totalmente ocupadas. Pero por la noche,
cuando el mundo se callaba y quedaba solo con sus pensamientos, su mente volvía
con demasiada frecuencia a la mujer que había impactado en su corazón, sin siquiera
una mirada.
Soñaba con ella. A veces la veía vívidamente en sueños, su cuerpo desnudo, ágil,
sus labios susurrando palabras lascivas de aliento en sus oídos. Otras veces se
mantenía resueltamente fuera de su alcance, a poca distancia mientras él estaba
clavado en el suelo, o de pie junto a él justo después de que hubiera sido convertida
en una estatua de piedra. Tendría problemas para gritar dentro de sus confines de
mármol, pero ella no se daba cuenta en absoluto, era tan indiferente como preciosa.
Los años transcurridos desde su encuentro con la señora Townsend habían sido
un largo ecuatorial en los aspectos más frágiles de la humanidad. Hasta que la había
conocido, no había sabido de la existencia de la envidia, la miseria y la desesperación.
Tampoco la culpa, que latía en sus venas a la vista de Townsend.
Nunca había deseado el mal al hombre y rara vez pensaba en él como algo más
que un objeto. Pero se había acostado con su esposa innumerables veces en su
mente. Y si algo llegara a sucederle a Townsend, él sería el primero en la fila para ser
presentado a su viuda.
Esos pensamientos eran causa suficiente para que Christian diera cuenta de su
brandy y dejara a un lado el vaso. Se levantó para marcharse.
—Te he visto antes —dijo Townsend.
Después de un momento de parálisis, Christian dijo fríamente, —No creo que nos
hayamos conocido.
Townsend, sin embargo, estaba impávido. —No he dicho que nos hayan
presentado, pero conozco tu cara de alguna parte. Sí, ahora lo recuerdo. Del partido
de Cricket hace dos años. Tenías una gorra a rayas de Harrow, y estabas comiéndote a
mi mujer con los ojos.
—No puedo recordar la cara de mis sirvientes, pero recuerdo las caras de todos
los hombres que babean detrás de mi esposa —El tono de Townsend era
extrañamente indiferente, como si fuera algo cotidiano en su vida.
—Si por supuesto. Entonces eres Lexington. Estaría encantada de saber que
alguien de tu exaltada posición nobiliaria la considere un premio —Townsend rió, un
sonido seco, sin sentido del humor. —Todavía puedes obtener tu premio, Su Gracia.
Pero piénsalo dos veces. O puedes terminar como yo.
Esta vez Christian no pudo evitar su desprecio. —¿Hablando con extraños acerca
de mi esposa, quieres decir? No lo creo.
—Nunca pensé que sería de ese tipo de persona —se encogió de hombros
Townsend. —Perdóneme, señor, mi exabrupto es impropio de un hombre.
No fue hasta el día siguiente que se preguntó que habría querido decir Townsend
con “todavía puede obtener su premio”.
No era terriblemente difícil evitarla. No se movía en los mismos círculos que ella,
no asistía a la temporada en Londres, y no seguía el calendario de los
acontecimientos de moda. Por lo tanto, no debería haberse topado con ella saliendo
del edificio Waterhouse en Cromwell Road, donde se guardaban las colecciones de
historia natural del Museo Británico.
Casi cinco años habían transcurrido desde la última vez que la había visto. El
paso del tiempo sólo había mejorado su belleza. Lucía más radiante, más magnética,
y más peligrosa que nunca.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
CAPÍTULO 1
Cambridge, Massachusetts
1896
—Te dije que estaría aquí —dijo una voz familiar que pertenecía a la hermana
menor de Venetia, Helena.
En efecto, Helena, era una joven consumada que había estudiado en el Instituto
Lady Margaret y como actualmente era propietaria de una pequeña pero próspera
editorial, era la persona idónea para escribir semejante artículo, aunque en realidad,
se había resistido con vehemencia a la tarea.
Pero su familia sostenía que Helena, por ser una mujer soltera, estaba llevando a
cabo un asunto potencialmente ruinoso. Esto presentaba un dilema. A los veintisiete
años, no sólo había cumplido largamente la mayoría de edad, sino que también había
recibido su herencia, es decir, se la consideraba demasiado vieja y demasiado
financieramente independiente para ser forzada a una conducta más decorosa.
Venetia, Fitz y Millie habían agonizado sobre qué hacer para proteger a su amada
hermana. Al final, habían decidido sacar a Helena de la fuente de la tentación sin
mencionar nunca sus razones, con la esperanza de que recuperara los sentidos
cuando hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre sus decisiones.
Venetia casi había sobornado al editor del Queen para que le diera a Helena una
comisión en América, luego había procedido a convencerla de abandonar Inglaterra.
Habían llegado a Massachusetts al principio de la primavera. Desde entonces, Venetia
y Millie habían mantenido a Helena ocupada con ronda tras ronda de entrevistas,
visitas de clase y estudios curriculares.
Pero no podrían mantener a Helena en ese lado del Atlántico por mucho más
tiempo. En lugar de olvidar, la ausencia parecía haber hecho que el corazón de
Helena anhelara más vigorosamente lo que había dejado atrás.
Como era de esperar, Helena comenzó a montar otra protesta. —Millie dice que
has programado más entrevistas. Seguramente he compilado más que suficiente
material para un artículo. Creo que ya puedo escribir todo un libro sobre el tema.
—Puede que no sea una mala idea tener suficiente material para una monografía.
Puedes ser tu propia editora —dijo Millie, con su modo tranquilo y gentil.
—Es cierto, pero no considero tan importantes a las damas del Colegio Radcliffe,
como para dedicarles mucho más tiempo —respondió Helena con un tono duro.
Veintisiete años, era una edad difícil para una mujer soltera. Las propuestas eran
escasas, la Temporada de Londres significaba un evento fatigosamente largo. La
soltería respiraba por su cuello, pero a pesar de ello, todavía debía estar acompañada
por una criada o una chaperona.
¿Sería por eso que Helena, a quien Venetia había considerado la más lista de los
tres, se había revelado y había decidido que ya no quería ser sensata? Venetia
todavía no le había hecho esa pregunta. Ninguna de ellos. Lo que todos querían era
fingir que ese paso en falso por parte de Helena nunca había sucedido. Nadie quería
reconocer que Helena se dirigía a la ruina, y ninguno de ellos podía frenar el carruaje
en el que se encontraba.
Venetia unió los brazos con Helena. Era mejor que la mantuviera alejada de
Inglaterra durante el mayor tiempo posible, pero debían perfeccionar la artimaña, en
lugar de forzarla.
—Si estás segura de que ya tienes suficiente material, entonces escribiré al resto
de los padres que hemos contactado para las entrevistas y les diré que su
participación ya no será necesaria —dijo, al abrir las puertas del museo.
Una ráfaga helada las saludó. Helena se arrebujó en su capa mirándolas con
alivio y sospecha a la vez. —Estoy segura de que tengo suficiente material.
—Entonces escribiré esas cartas tan pronto como terminemos nuestro té. Para
decirte la verdad, me he sentido un poco inquieta. Ahora que has terminado tu
trabajo, podemos aprovechar la oportunidad para hacer un poco de turismo.
Una violenta ráfaga de aire frío casi le quitó el sombrero. Un hombre que
repartía folletos en la acera tenía problemas para controlar la pila. Uno escapó de su
alcance y voló hacia Venetia que lo cogió antes de que se le pegara a la cara.
—Oh, Helena —dijo Venetia, con voz firme. —¿Tenemos que creer que no
disfrutas de nuestra compañía?
Helena vaciló. Nada le habían dicho concretamente, y tal vez nadie lo hiciera,
pero sospechaba la razón de su partida precipitada de Inglaterra. Y tenía que sentirse
al menos un poco culpable por abusar de la confianza que su familia le había
concedido.
Millie, al otro lado de Venetia, miraba con la boca boquiabierta, —¿Y qué dice el
folleto?
Venetia había olvidado por completo el papel que había cogido. Trató de abrirlo,
pero el viento siguió batiéndolo de un lado a otro, luego lo arrancó de su mano por
completo, dejando sólo una esquina que decía Sociedad Americana de Nat...
—¿Es éste el mismo? —Millie señaló una farola que acababan de pasar.
Jueves, 26 de marzo, 3 PM
Abierto al público”
Lo cual era muy malo. De hecho, cuando Venetia y Millie se habían solidarizado
entre sí debido a otra temporada fallida para Helena, invariablemente arrastraban a
Lexington en la conversación.
Había sido tan difícil encontrar un esposo para Helena que desconcertaba a todo
el mundo. Helena era encantadora, inteligente y agradable. Nunca la habían
considerado como alguien irrazonable o particularmente difícil de complacer. Y, sin
embargo, desde su primera temporada, había despedido a caballeros perfectamente
simpáticos y elegibles como si fueran criminales asesinos que también defecaban en
el césped.
—Es cierto, pero no sería imposible conocer su casa. ¿Sabes, he oído que él tiene
su propio museo privado de historia natural en Algernon House? Quién fuera su
esposa debería sentirse como un gato en la cremería.
Helena apretó los labios. —Es mejor que el duque valga la pena.
Venetia sacudió la cabeza. —No puedo creer que siguiera con esos chismes bajo
el mismo techo.
Millie escudriñó la lista. —Rowley había estado en tres de las fiestas. Y también
Jack Dormers.
Pero Lord Rowley tenía cincuenta y cinco años. Y Jack Dormers estaba recién
casado. Venetia respiró profundamente. —¿Y Andrew Martin?
Hacía varios años, Helena había estado interesada en el señor Martin. Todas las
pruebas indicaban que sus sentimientos eran fervientemente recíprocos. Pero con el
tiempo el señor Martin se había propuesto y se había casado con una joven que le
había sido destinada desde su nacimiento.
Millie alisó los pliegues de la carta de Fitz, con ojos preocupados. —Vamos a
pensar en ello, no he visto a Andrew Martin en mucho tiempo. El señor Martin asistió
a tres de las fiestas. Y en cada casa, pidió una habitación alejada, alegando su
necesidad de paz y tranquilidad para poder trabajar en su próximo libro.
Tanto más conveniente para consumar un asunto ilícito. —¿Acaso Fitz sospecha
de alguien más? —preguntó Venetia sin mucha esperanza.
—Fitz va a actuar con cautela... por ahora. Le preocupa hacer más mal que bien
al confrontar a Helena con el señor Martin. ¿Y si el señor Martin fuera inocente?
Entonces difundiría que Helena estaba fuera cuando no debería estarlo.
La reputación de una mujer era tan frágil como las alas de una libélula. —Gracias
a Dios, Fitz es muy atinado.
—Sí, es muy bueno actuando en una crisis —dijo Millie, guardando la carta en el
bolsillo. —¿Crees que ayudará en algo presentarle al duque?
—Ja, ja —dijo Venetia. —Soy casi de mediana edad y ciertamente mayor que él.
—Estoy segura de que Su Gracia estaría más que dispuesto a pasar por alto una
diferencia de edad tan nimia.
—He tenido más maridos de lo que deseaba y planeo seguir felizmente soltera
por el resto de mí…
Pasos de Helena.
—Por supuesto que no le daré alas —dijo Venetia, alzando la voz. —Pero si el
duque me corteja con un fósil, quién sabe cómo podría recompensarlo.
Apartó la cortina y abrió la ventana del salón. El chico que había contratado para
llevar sus cartas escritas a Andrew directamente a la oficina de correos estaba allí,
esperando. El muchacho tenía la mano extendida. Puso una carta y dos brillantes
monedas de cobre en la palma de su mano y rápidamente cerró de nuevo la ventana.
Luego se concentró en las cartas que habían llegado por la tarde. Buscaba los
sobres rotulados con: Fitzhugh & Co. Antes de marcharse de Inglaterra, le había dado
una provisión de esos sobres a Andrew con la instrucción de poner su dirección
americana mecanografiada en el frente una vez que los tuviera. Entonces debía
dibujar un pequeño asterisco debajo del sello, para que ella supiera que era de él y
no de su secretaria.
“Mi querida, ¡Qué alegría! ¡Qué dicha! Cuando llamé a la oficina de correos esta
mañana, no había una, ni dos, sino tres cartas tuyas. Mi placer es aún mayor por la
decepción de los dos últimos días, cuando mis viajes a Londres no tuvieron frutos en
la oficina de correos.
Me gustaría escribir más. Pero debo ponerme en camino a casa. Debo llamar a
mi madre en el Priorato de Lawton y sabes cuánto deplora la impuntualidad,
especialmente la mía.
Tu sirviente”.
—Patrañas —dijo Venetia con firmeza. —Eres una de las mujeres más hermosas
que conozco. Además, la mejor manera de juzgar a una mujer es observar cómo trata
a otras mujeres. Y cuando te vea con tu sombrero de hace dos temporadas, concluirá
inmediatamente que soy una vaca egoísta que me adorno como un árbol de Navidad
y te dejo vestir con harapos.
Pero Helena les seguiría la corriente, como había estado haciendo desde que
Venetia había aparecido inesperadamente en Huntington. —De acuerdo, entonces,
pero sólo porque estás envejeciendo y pronto los caballeros acudirán a verte cuando
confundan tu puerta con la de su abuela.
—Nunca.
—Bueno, no hay nada más para usted ahora, señor. Debo llamar a mi doncella. ¿Y
por qué no te estás preparando?
Ella se echó a reír y se apartó. —Luego. Después del baile, tal vez.
—Entre —dijo.
El sueño, que nunca había experimentado antes, había sido tan real. Podría
haber descrito la cortina de muselina translúcida en la ventana, las vides estilizadas
de la alfombra oriental en la que había estado, la longitud exacta y la textura de su
cabello.
—Señor —dijo Parks. —El agua se enfrió. ¿Quieres que traiga otro cuenco?
Otros cinco años habían pasado desde que había visto por última vez a la señora
Easterbrook, fuera del Museo Británico de Historia Natural. Algunos días
sinceramente creía que había superado su obsesión adolescente. Uno de esos días
había prometido a su madrastra que después de las conferencias en Harvard y
Princeton, residiría en Londres durante toda la temporada, para cumplir con su deber
y encontrar una esposa.
***
—Es una visión —admitió Millie. —Me encanta una pelirroja de color verde.
Se sentía más optimista de lo que tenía razón de ser. Pero habían pasado un
buen rato la semana anterior, recorriendo Connecticut y las islas Vineyard y
Nantucket. Helena se había parecido más a su antiguo yo durante un tiempo. Y
Venetia tenía la esperanza de que al final del viaje, llegara a comprender plenamente
la equivocación de sus acciones.
Luego de su primera reunión con Millie, durante la cual ésta no había dicho más
de diez palabras, Helena le había dicho a Venetia, que Fitz tenía suerte. Sería una
buena esposa para él. Y Millie había demostrado ser la mejor esposa que un hombre
podía esperar.
Y, por supuesto, había habido una ocasión memorable, hacía tantos años, cuando
Venetia, ansiosamente enamorada, había presionado a Helena para que le dijera lo
que pensaba de Tony. Helena había contestado a regañadientes “que parecía carecer
de cierta fuerza interior”.
Cuánta razón había tenido. Quién habría dicho que ella, de todas las personas, se
comportaría de una manera que pondría en peligro su futuro.
—Gracias, señora.
En ese viaje, sólo habían llevado a Bridget. La sirvienta de Venetia, Hattie, sufría
de un terrible mareo y se había quedado en Inglaterra. La criada de Helena había
dejado el servicio hacía un año para casarse y nunca había sido reemplazada.
Bueno, Helena aún podía cambiar de opinión. Tal vez la visión de un joven
apropiado, y soltero era el empujón que necesitaba. Y seguramente debía ser la
providencia el motivo por el que el duque, que había sido tan esquivo como el Santo
Grial durante tanto tiempo, apareciera repentinamente en esa coyuntura particular
de sus vidas.
Venetia buscó sus guantes. —Estoy lista para escuchar a Lexington. ¿Alguien más?
Llegaron media hora antes, pero el auditorio de Harvard, ya estaba lleno. Sólo en
la última fila lograron encontrar tres asientos juntos.
Millie miró a su alrededor. —Dios mío, mira todas las mujeres que asisten.
—Quizá sean curiosas —dijo Venetia con aire alegre. —Muchas herederas se
casan con caballeros ingleses sin dinero, deben estar muriendo por ver como luce un
inglés que no necesita del dinero americano.
—Tú nunca has visto uno de esos, ¿verdad, Millie? —preguntó Helena.
El cumplido hacia su marido había sido pronunciado con perfecta precisión, sin
un solo aleteo en su voz ni la más leve coloración de sus mejillas.
—Las posibilidades de que tengas tanta suerte, Venetia —dijo Helena, —son casi
nulas. Una libra a que el duque se parece al jorobado de Notre Dame.
—Hmm —pensó Venetia. —¿Existe un duque joven y rico, que sea feo?
Un profesor de Harvard hizo una introducción larga que hablaba más sobre sí
mismo que sobre el duque. Lexington se mantuvo fiel a su crianza y no mostró ni
aburrimiento ni irritación, sólo una conciencia neutral de su entorno.
Venetia notó con alivio que también era lo suficientemente alto para Helena,
cuya altura a veces disuadía a los jóvenes que carecían de una considerable estatura.
Miró a Helena, esperando encontrar una chispa de interés en el rostro de su hermana.
Después de todo, el duque era todo lo que Helena siempre había dicho que quería.
Pero el semblante de Helena sólo mostraba una insulsa y condescendiente sonrisa.
Helena hizo un sonido a medio camino entre un bufido y una risa contenida.
Ser la primera mujer que le hiciera una pregunta dejaría una impresión en el
duque.
Venetia sacudió la cabeza. —No quiero que piense que soy demasiado lanzada.
—Su señoría.
Venetia se estremeció ante el uso incorrecto del título del duque. Un duque
nunca sería “Su Señoría”, sino siempre “Su Gracia”.
—Leí con gran interés su artículo en Harper's Magazine —continuó la joven. —En
el artículo brevemente tienta a los lectores con su opinión de que la belleza humana
es también un producto de la selección natural. ¿Quiere darnos más detalles?
—Entonces, cuando ve a una mujer hermosa, señor, ¿es eso lo que piensa, que es
apta para la reproducción?
—No, me maravillo del homenaje que pagamos por la belleza, es fascinante para
un hombre de ciencia.
—¿Cómo es eso?
—Esa es toda la consideración que merece la belleza —dijo el duque con frialdad.
—Puede que tengas una labor un poco más ardua de lo que esperabas, Venetia
—dijo Helena suavemente.
Venetia pensó. “El duque no ha dicho tal cosa: había aconsejado una postura
neutral sobre la consideración de la belleza. Las mujeres hermosas, como todas las
demás mujeres, debían ser abordadas y juzgadas en aspectos que iban más allá de
simples atributos físicos. ¿Y qué había de malo en eso?”
—Pero las bellas mujeres son esencialmente poco dignas de confianza —replicó
el duque.
Venetia frunció el ceño. No estaba de acuerdo. Era tan malo como equiparar la
belleza con la virtud. Peor, probablemente.
Venetia resopló.
—Pero sin duda, señor, el resto de nosotros no somos tan ciegos como eso —
contestó el joven.
—Entonces, permítame presentar algunas pruebas anecdóticas. La evidencia
anecdótica no constituye datos. Pero donde los datos imparciales, no contaminados
no son posibles, cómo cuando se trata del estudio de la psique humana, es válido
hacerlo. Hace algunos años, pasé por Londres al final de agosto, época en que la
sociedad inglesa abandona la ciudad y se refugia en el campo. El club estaba vacío,
excepto por mí y otro hombre. Conocí a ese hombre porque él se identificó como el
marido de una mujer muy hermosa. Habló brevemente de su esposa y advirtió que
un hombre no debería codiciarla a menos que ese hombre quisiera terminar como él.
La conversación fue desagradable para mí. Tampoco tenía sentido, hasta que leí el
obituario del hombre en los periódicos unos días después. Hice algunas
averiguaciones y me di cuenta de que no sólo estaba en quiebra, sino que también
había contraído deudas muy grandes con varios joyeros. Las circunstancias de su
muerte casi provocaron una investigación.
—Su viuda se volvió a casar apenas un año después, con un hombre mucho más
viejo y muy rico. Los rumores sobre que ella mantenía un romance con el mejor
amigo de su esposo eran abundantes. Y cuando estaba en su lecho de muerte, ni
siquiera tuvo la cortesía de atenderlo. Murió solo.
Hablaba de ella, sólo que con los hechos horriblemente distorsionados. Quería
taparse los oídos, pero no podía moverse. No podía ni siquiera parpadear, sólo podía
mirarlo con la mirada ciega de una estatua.
Hubo otras preguntas. Venetia no las escuchó. Tampoco oyó las respuestas del
duque, excepto su voz, aquella voz distante, clara e ineludible.
—Todavía no puedo creer lo que sucedió —dijo Millie, colocando otra taza de té
caliente en las manos de Venetia.
Helena se paseaba por el salón, proyectando una sombra larga e inclinada sobre
la pared. —Aquí hay muchas mentiras y mentirosos. La familia del Sr. Easterbrook es
sin duda un grupo mendaz. El señor Townsend fue capaz de hacer muchas cosas. Y,
Venetia, tú también has contribuido encubriéndolo a ambos.
Eso era cierto. Venetia había mentido en parte. A veces había que mentir para
proteger a la gente; a veces las apariencias tenían que ser guardadas; y en ocasiones
su propio orgullo necesitaba ser preservado, para que pudiera vivir con la cabeza bien
alta, incluso cuando todo lo que quería era acurrucarse en un rincón.
Helena se detuvo ante la silla de Venetia y se inclinó para que sus ojos
estuvieran a la altura de Venetia. —Toma tu revancha Venetia. Haz que se enamore
de ti, y luego dale calabazas.
Helena. Helena era una mujer que tomaba sus decisiones con una crueldad casi
espantosa.
Si Helena hubiera decidido realmente que Andrew Martin valía la pena, entonces
directamente habría tomado armas en el asunto. Millie, Fitz y Venetia podían probar
todo lo que quisieran. No cambiaría de opinión, de ninguna manera.
Por ahora.
CAPÍTULO 3
Cuando Venetia tenía diez años, un tren había descarrilado cerca del hogar de su
infancia.
Durante los días siguientes a la conferencia de Lexington, Venetia actuó con algo
parecido a la normalidad. Ante su insistencia, partieron para su gira por Montreal
según lo programado. Enfrentando el frío, de hecho, sintiendo el frío, visitaron la
Basílica de Notre Dame, sonrieron a los pintorescos paisanos que acudían a los
Bonsecours los días de mercado y admiraron las vistas panorámicas de la ciudad
desde el mirador sobre el Monte Real.
Helena y Millie se miraron. En ese tiempo, todo lo que necesitaban era un guía
decente y el acceso a una oficina de telégrafos para hacer arreglos de viaje. No había
necesidad de enviar a alguien anticipadamente, sobre todo porque ya habían
solicitado y recibido la confirmación de las reservas en uno de los mejores hoteles de
la ciudad.
—Bastante. Y no se sientan tan abatidas, sólo pasarán dos días antes de que me
vean de nuevo.
Venetia había pensado alguna vez que había hecho las paces con los recuerdos
de Tony. Se había mentido a sí misma. Nunca había habido paz, sólo una tenue tregua,
evitando cuidadosamente el tema.
Y ahora incluso esa tregua había sido deshecha. A medida que su tren avanzaba
hacia el sur, se quedó mirando el paisaje todavía helado por donde pasaban,
mientras una voz desconcertada y lamentable en su cabeza seguía repitiendo la
misma pregunta. ¿Por qué le dijiste esas cosas a Lexington, Tony?
Es bastante simple, idiota. Quería que alguien creyera que eras la responsable de
su muerte.
¿Por qué esto debería ser una sorpresa tan amarga? no lo sabía. Tal vez con el
paso del tiempo, se había permitido idealizar el pasado, creer que su matrimonio no
había sido tan sofocante después de todo, que no había sido más infeliz que nadie, y
que Tony no había demostrado ser un hombre tan mezquino como cualquiera.
Esta era, pues, su manera de recordarle, desde más allá de la tumba, su miseria,
su angustia y su vergüenza.
Su verdad.
** *
El sirviente, que le dijo que se llamaba Barnes, guio a Venetia a donde había
aparcado el vehículo. Excepto por la falta de caballos, el automóvil se asemejaba
exactamente a un carruaje abierto, el asiento levantado del conductor en el frente,
incluso la capucha de la cala en la parte posterior.
—No vamos a ir muy rápido por la ciudad —dijo Barnes, ajustando sus gafas de
conducción, —pero puede que encuentre un sombrero útil para pasear por el campo,
señora.
Tal como ella, viajando a través de su vida entera protegida de sus trampas y
trastornos.
Condujeron por una milla o así antes de que el automóvil se detuviera. —Aquí
está su hotel, señora Easterbrook. Tiene diecisiete pisos —dijo Barnes con orgullo. —
¿No es grandioso? Todos con electricidad, y un teléfono en cada habitación.
—Muy impre...
Un portero se materializó para ayudarla a bajar. Los porteros del hotel vinieron a
recibir su equipaje. Ella rechazó la oferta de Barnes de pedirle una habitación, le dio
propina y le ofreció un buen día.
No fue hasta que estaba cruzando la rotonda de ónice y mármol del hotel que se
dio cuenta de que todavía llevaba puesto el velo. El interior oscuro hacía más difícil
de ver, pero estaba lejos de estar ciega. Llegó al mostrador del hotel sin
contratiempos.
La recepcionista del hotel parpadeó una vez por su apariencia. —Buenas tardes,
señora. ¿Puedo ayudarla?
Antes de que pudiera responder, otro empleado varios pies abajo del mostrador
ofreció un saludo —Buenas tardes, Su Gracia.
Se congeló de nuevo.
—En efecto, señor. Le hemos asegurado la suite Victoria en el Rhodesia. Sólo hay
dos suites en el barco, y usted tendrá la mayor comodidad y privacidad durante su
viaje.
—¿Hora de salida?
—Mañana a las diez, señor.
Estaba huyendo después de todo. Apretó los dedos, el caos dentro de ella
encendiéndose de ira.
—¿Perdone, señora?
El secretario parecía nervioso. Sin volverse, sin haber aparecido nunca para
prestarle atención, Lexington dijo: —La señora quiere sus mejores habitaciones.
Ella le tendió dos dedos. El empleado escribió algo en su libro mayor. Venetia
firmó el registro con su nuevo alias.
—Aquí está su llave, baronesa. Y un mapa de Central Park, que encontrará justo
fuera de nuestras puertas. Esperamos que disfrute su estadía.
Un empleado del hotel la condujo hacia el ascensor, que llegó enseguida, la jaula
metálica aterrizó con un suave toque. Una puerta de acordeón se dobló contra la
pared, la puerta interior se abrió.
De algún modo sus pies la llevaron hacia adelante. Lexington la siguió. Él la miró,
pero no la reconoció. En cambio, volvió su atención a los paneles dorados que
adornaban el interior del ascensor.
—¿Perdón, señora?
Su rabia ardía en una tormenta de fuego. Le rugía en los oídos. La punta de sus
dedos estaba caliente con un deseo de violencia.
—Gnädige Frau.
***
Diez días después del hecho, estaba asombrado por su propia conducta. ¿Qué lo
había poseído? Como un hombre plagado por una enfermedad crónica, había
aprendido a vivir con ella. Había seguido adelante. Se mantenía ocupado. Y nunca
hablaba de eso.
Quería no volver a pensar en ese grave error, pero seguía revisando su confesión,
los placeres desafiantes de reconocer finalmente, aunque oblicuamente, su obsesión
por la señora Easterbrook, su mortificación permanente, una vez que se dio cuenta
de lo que había hecho.
—Envía a la señora Winthrop unas flores con mis disculpas —dijo al portero.
—Sí señor.
Christian salió al balcón de su suite y miró hacia abajo. La altura era peligrosa, el
aire abrupto y frío. Los peatones eran del tamaño de muñecas, maniquíes articulados
sobre el pavimento.
Una mujer salió del hotel: la baronesa Seidlitz-Hardenberg, a juzgar por su tonto
sombrero. El resto de ella, sin embargo, estaba perfectamente bien formado: una
figura destinada a la reproducción. Una observación desde el punto de vista científico,
ya que no tenía ninguna intención de procrear con ella, pero lo suficientemente
persuadido como para contemplar placenteramente sus formas.
Ahora, sin embargo, lo hizo. Desde dieciséis pisos más abajo, miró por encima de
su hombro y lo localizó infaliblemente con una mirada que sintió a través de la red
color crema que ocultaba su rostro. Luego cruzó la calle y desapareció bajo los
árboles de Central Park.
***
Venetia fue vagamente consciente de los árboles, los estanques, los puentes, los
jóvenes y las mujeres que zigzagueaban en sus bicicletas, los leones marinos del
zoológico; los niños que clamaban poder ver los osos polares; el violín que gemía las
melancólicas notas de un vals, pero lo único que podía oír era la ineludible voz del
duque.
Sin embargo, ella era la que se sentía avergonzada de que su marido la hubiera
despreciado tanto. Podría haber continuado en su dichosa ignorancia si el duque
hubiera tenido la decencia de mantener en privado una conversación privada. Pero
no lo había hecho, y su revelación la perseguiría por siempre.
Deseaba, tenía, que hacer algo para sacarlo de su perca arrogante y cómoda.
Algo para que absorbiera las consecuencias de su mal proceder. No diezmaría su
buen nombre sin pagar un precio por ello.
Ya estaba oscuro cuando regresó al hotel, con los pies doloridos, la cabeza
palpitante. El ascensor estaba vacío, salvo el ascensorista.
Percibió el aroma de los lirios tan pronto como abrió las puertas de su suite. Un
gran florero ocupaba la mesa central de la sala de estar. Desde el jarrón, tallos
agresivamente altos de lirios blancos y gladiolos anaranjados se disparaban hacia el
techo, con sus pétalos brillando en la luz eléctrica.
Su familia nunca enviaría lirios, para no recordarle el ramo que había llevado al
caminar por el pasillo para casarse con Tony. Sacó la tarjeta apoyada sobre las flores.
¿Qué sería para él? Simplemente un romance frustrado. Le dolería por unas
pocas semanas, unos meses, si tenía suerte. Pero ella, pasaría el resto de su vida
oprimida por el peso de su revelación.
No importaba. Tendría que ser creativa, eso era todo. Donde hay voluntad hay un
camino. Y con cada fibra de su ser, quería que el duque de Lexington se arrepintiera
del día que había elegido meter un cuchillo en su riñón.
CAPÍTULO 4
Los carruajes y los pesados carros entraban y salían del muelle, su procesión
sorprendentemente rápida y ordenada. Los baúles y las cajas, empujados por los
estibadores se deslizaban por los conductos abiertos hasta el depósito de carga. Los
remolcadores se empujaban uno al otro, preparándose para asistir la partida del gran
transatlántico hacia el mar abierto.
Subieron por la pasarela los pasajeros de la nave: risueñas jóvenes que nunca
antes habían cruzado el mar, indiferentes hombres de negocios en su tercer viaje del
año, niños apuntando excitadamente las chimeneas de la nave, trabajadores
inmigrantes en gran parte irlandeses regresando al viejo país para una breve visita.
Ella se sacudió. Lexington estaba a pocos metros de distancia, una mano desnuda
en la barandilla, vestido casualmente con un traje gris y un sombrero de fieltro que
probablemente había sido parte de sus expediciones. Contemplaba el paseo
marítimo de Nueva York, sus muelles, grúas y almacenes sin mostrar ningún interés
en ella.
Habían estado más cerca en el ascensor del hotel. Sin embargo, mientras que a la
víspera su cercanía sólo la había enfurecido, en ese momento se sentía como si
estuviera haciendo equilibrio sobre un alambre en lo alto de las Cataratas del Niágara.
—Es diferente.
Conoce las reglas antes de jugar, siempre le había dicho el Sr. Easterbrook.
—¿Eso sería agradable para usted? —Su tono era absolutamente insólito, como si
no hubiera expresado nada más desagradable que el deseo de un baile.
Había tratado con hombres que querían sus favores. Podía reconocer una fingida
indiferencia desde un largo escenario. Pero no había afectación en su postura
desapasionada. Si rechazaba su oferta, sencillamente volvería su atención hacia otro
lugar y no le daría oportunidad.
A pesar de la brisa en el río, el velo amenazaba con asfixiarla. O tal vez no era el
velo en absoluto, sino sus palabras. Su presencia. —¿Cómo lo haría?
—No —dijo con voz airada. —No quiero una demostración. Y estaría agradecida
de no verle nunca más.
***
Bridget, la sirvienta de Millie, regresó de la recepción con la noticia de que la
señora Easterbrook aún no se había registrado.
—¿Crees que podría haber ido a otro hotel? —preguntó Millie a Helena.
Helena se sintió incómoda. Pero el chófer de lady Tremaine dijo que la había
traído aquí ayer.
Helena no creía que Venetia volviera a usar el nombre de Tony de nuevo. En sus
tarjetas de presentación simplemente era la Sra. Easterbrook.
—¿Alguien ha visto por aquí a una hermosa dama ingresando sola? —preguntó
Helena.
—Muy bien, entonces —dijo Millie. —¿Tienes la suite reservada para Lady
Fitzhugh? Llegamos un día antes. Espero que no presente un problema.
Las quiero,
V”.
Helena se mordió el labio inferior. Si no hubiera sido por ella, Venetia no habría
ido a su conferencia.
***
Christian trabajó arduamente con los dos paquetes de cartas que le habían
alcanzado a Nueva York. El mar, cuando el Rhodesia pasó de Sandy Hook al Atlántico,
se agitó perceptiblemente. Dejó de leer los informes de sus agentes y abogados
cuando la oscilación de la nave hizo imposible la labor. El paseo por las cubiertas
requirió el uso frecuente de los pasamanos, ya que el barco se balanceaba de un lado
a otro. En el salón de fumadores, donde los caballeros hacían sus habituales apuestas
sobre el progreso diario de la nave, tuvo que perseguir su cenicero.
La lluvia comenzó durante el té, suavemente al principio. Pero en poco tiempo
cada gota se estrelló contra las ventanas con la ferocidad de una roca lanzada.
Observó la lluvia y volvió a pensar en la baronesa.
Era posible que aun pensara en ella porque lo había rechazado y no estaba
acostumbrado al rechazo. Pero no lo creía. Se preocupaba menos por sus propios
sentimientos y más por la intensidad ferviente de los suyos. Estaba ferozmente
consciente de él, pero aún más ferozmente ofendida por su atención. Y eso lo
intrigaba más que su identidad o la razón por la que mantenía su rostro oculto.
Una extraña, pero no desagradable sensación, preocuparse por una mujer que
no fuera la señora Easterbrook.
***
Pero la verdad era que no lo había repudiado. Había huido de todo lo que era
masculino, confiado y poderoso en él, de la misma manera en que una niña muy
joven podía huir del primer chico que la desafiaba a hacer algo más que coquetear.
Durante el resto del día, en lugar de felicitarse por saber cuándo cortar sus
pérdidas y abandonar los objetivos claramente demenciales, se comió la frustración.
¿Era realmente una mujer tan inútil? ¿Había acertado Tony cuando le había dicho
que todo lo que era, lo debía a su apariencia? Sin las ventajas conferidas por su rostro,
¿no tenía ninguna esperanza de interesar a Lexington?
Se miró al espejo. La doncella que había elegido para ayudarla a vestirse para la
cena, la señorita Arnaud, le había peinado el cabello en un elegante moño que
dejaba su cara completamente despejada. —Es mejor así —dijo la muchacha. —
Madame es tan hermosa, nada debería ocultarla.
Pero nada de eso importaba. Para conquistarlo, tendría que utilizar un arsenal
que no incluía la belleza.
Debería tomar una decisión pronto. Había despedido a la señorita Arnaud hacía
un largo rato. En el salón estarían sirviendo los últimos platos de la cena. Si dejaba
pasar esa noche, muy probablemente habría encontrado otra amante para el día
siguiente.
Se estremeció otra vez, una mezcla de miedo, odio, y necesidad feroz y perversa
de llevar a ese hombre a la locura.
Sabía, por supuesto, que el Rodésia se había topado con una tormenta bastante
significativa. Pero sentada en una silla atornillada, cuestionando su cordura y furiosa
por su cobardía, no le había dado una apreciación adecuada de lo animado que se
había puesto el Atlántico.
Pero fuera en los pasillos con paneles de caoba, se tambaleó como si estuviera
borracha, dando bandazos de derecha a izquierda. No era tan malo cuando el piso se
levantaba para encontrarse con ella. Pero cada vez que se alejaba, había un momento
de desconcertante ingravidez.
Las luces del buque parpadearon. Se proyectó en un ángulo que habría servido
para un tobogán de niños pequeños y se agarró a un saliente cercano para mantener
el equilibrio. El Rhodesia, tomando la cresta de la ola, comenzó a subir de nuevo. Se
aferró a un aplique para no salir despedida hacia atrás.
Al salón del comedor se accedía por una gran escalera adornada por un friso de
papel dorado. También había paneles tallados de teca, pero no los veía muy bien,
pues los peldaños estaban llenos de damas emplumadas y caballeros que salían,
todos pendientes de la barandilla.
El salón comedor tenía cien pies de largo y sesenta de ancho. El techo se abría en
el centro a una cúpula cubierta de cristal. En un día claro, la luz del sol se derramaría
por ese pozo e iluminaría las filas de columnas corintias y las cuatro largas mesas que
recorrían casi toda la habitación, cada una capaz de acomodar a más de cien
comensales.
En esa noche tempestuosa, una luz brillante, aunque chillona, caía en cascada
desde el pozo, emanando de una gran araña eléctrica. Si Venetia hubiera llegado una
hora antes, el sonido de los platos y la risa apagada la habría saludado, los familiares
murmullos de jolgorio y satisfacción. Pero ahora el comedor estaba en gran parte
desierto. Dos de las mesas largas estaban completamente vacías, todos los platos y
cubiertos despejados, todas las sillas atornilladas. Unos cuantos pasajeros aún
permanecían, sus platos y vasos sostenidos en su lugar por un marco de madera
especial colocado sobre la mesa. Una mujer de mediana edad, de apariencia robusta,
hablaba en voz alta de sus experiencias anteriores.
Lexington, estaba sentado junto a las ventanas, con una taza de café delante de
él, con la mirada fija en la tormenta. Rezaba para que no se produjera ningún cambio
abrupto en el rumbo del Rodésia; no quería tropezar en el camino.
Y anticipación.
Lexington volvió a sentarse. Sin quitar los ojos de ella, levantó su café y bebió.
Parecía que no tenía intención de hacer que eso fuera nada fácil.
Habló antes de que pudiera cambiar de opinión otra vez. —He reconsiderado su
propuesta, señor.
—Estaba a punto de volver a mis habitaciones —dijo. —¿Te gustaría unirte a mí?
Dejó su copa y se puso de pie. Se mordió el labio e hizo lo mismo. Su salida atrajo
miradas inquisitivas de los comensales restantes. Lexington no se fijó en ellos. Ella
había sido igual de descuidada por la atención no deseada que había atraído. Pero
ahora se sentía como si estuviera a punto de ser objeto de escarnio público.
Él la soltó. Ella hizo una mueca ante su tono, no había sonado como una mujer
amable. Si fuera más severa, estaría dirigiendo un motín político.
La suite Victoria se elevaba sobre varias cubiertas por encima del salón comedor.
Por el resto del camino, no se dijeron ni una palabra el uno al otro. En la puerta de la
suite, la miró de una forma ilegible, antes de girar la llave.
Cerró la puerta.
Pasó junto a ella, adentrándose en la habitación. No fue hasta que extendió una
mano que se dio cuenta de que estaba apagando la luz. Las sombras la envolvieron,
aliviadas sólo por los relámpagos.
Estaba justo delante de ella, justo al otro lado de su velo. Sus dedos agarraron los
pliegues de sus faldas. —Sí.
Le quitó el sombrero velado. Se quedó sin aliento. Nunca se había sentido más
desnuda en su vida.
—¿Qué temes?
Sus manos estaban sobre sus brazos, su calor la abrasaba a través del satén de
sus mangas. —¿Cuánto tiempo?
—Ocho años.
Él envolvió una mano alrededor de su nuca y la besó, separando sus labios sin
vacilar. El beso sabía a café, tan puro y potente como su voluntad. Y ella sintió que se
encendía su interior, en lugares que habían permanecido inactivos durante casi una
década.
Muy pronto ella se alejó. El barco se tambaleó. Pero la violencia del mar no era
nada comparada con la agitación que había en su interior: deseaba no haberse
detenido.
El dormitorio estaba, si fuera posible, incluso más oscuro que el salón. Christian
se detuvo cuando llegó a la cama. Bajo el pulgar, la pequeña vena en la muñeca de la
baronesa palpitaba salvajemente, un golpe indistinguible del siguiente.
Abrió la mano. Estaba tan tensa como un arco. Sin embargo, bajo toda esa
rigidez, toda esa renuencia, pulsaba una excitación oída por cada una de sus
respiraciones entrecortadas. No podía recordar la última vez que una mujer lo había
excitado de esa forma.
Ella tembló. ¿Lo sentiría a través de todo lo que todavía llevaban puesto? Estaba
caliente y duro, casi sin sentido. Luego hizo algo que sirvió de combustible al fuego de
su lujuria: lo ayudó con su corsé, sus manos y las de él trabajando juntas con los
cierres del vestido.
El corsé era la puerta del castillo. Una vez que estuvo franqueado, todo lo demás
no fue más que formalidades. Quitó los alfileres del cabello y el resto de su ropa,
tocándola lo menos posible en el proceso, sin confiar en su propio control, por lo
general, férreo.
Él besó su barbilla, su garganta. Era deliciosa por todas partes. Y sus dedos se
agarraban a las colchas como si pudiera caerse de la cama, una posibilidad real, con
el Rodésia balanceándose en todas direcciones. Pero dudaba que se diera cuenta. Lo
que temía no era a Dios, sino al hombre.
Ella gimió y onduló bajo él. Siempre había sido un amante meticuloso; era justo
que pagara a la dama por su gratificación. Pero quería abrumarla de placer, deleitarla.
Quería hacerle olvidar que había estado ansiosa y asustada.
Su respuesta fue feroz. Se quitó la ropa, deslizó la mano debajo de sus caderas y
se sumergió en su interior.
Ella respiró hondo. Sí, había sido esposa de otro hombre. Sí, Tony había sido un
amante competente en los primeros días de su matrimonio. ¿Pero las sensaciones
habían sido tan agudas, tan potentes como si hubiese sido golpeada por un rayo?
Él gruñó. —Lloraría.
Le decía cosas sucias y deliciosas. Abanicó las llamas de sus deseos hasta que no
fue más que fiebre y necesidad. Su placer se acumuló en una inmensa presión que la
única manera de aliviar la tensión reprimida fue convulsionar y gritar.
Su mano la acarició donde sus cuerpos aún estaban unidos. Qué bien se sentía,
qué exquisita. Ella se retorció, gimiendo.
—Sólo han pasado unos meses para mí, pero empiezo a estar convencido de que
también debí haber pasado años sin disfrutarlo.
Se retiró y empujó lentamente, muy lentamente, de nuevo en ella. Sus
respiraciones se estremecieron. Se dio cuenta de que aún no había alcanzado su
placer.
Sus dedos la acariciaron otra vez en la unión de sus muslos, despertando deseos
frescos y calientes. Pero fueron sus labios en su oído los que la reavivaron
completamente. —Estás tan tensa —susurró, con un mordisco en el lóbulo de la oreja
que repercutió hasta los dedos de los pies, —el menor contacto te hace vibrar.
Después de eso, no hubo más palabras. La calibró y afinó hasta que el contacto
entre sus cuerpos fue un crescendo de sensaciones. Cuando su control se rompió, la
empujó sobre el abismo otra vez. Estaba ensordecida y cegada por el placer.
Ahogándose y agarrándose a él como su única salvación en el torbellino.
Los retumbos del trueno se habían vuelto más lejanos. La lluvia ya no era tan
salvaje sobre la cubierta. El Rhodesia todavía se tambaleaba, pero ya no se movía en
direcciones impredecibles.
Tenía una idea de por qué no le gustaba hablar con él: probablemente pensaba
que la había elegido al azar y que aún no había hecho las paces con su eventual
aceptación.
No sólo quería que se quedara, sino que esa noche también sería el encargado
de conversar, un revés para un hombre que estaba más que acostumbrado a buscar
la soledad después de saciar su apetito sexual.
—Tus motivos me interesan. Me pregunté si podrías ser una fugitiva, y decidí que
no, el velo te hace demasiado visible. También hay una pequeña posibilidad de que
seas musulmana, pero cualquier musulmana que se tome la molestia de cubrir su
rostro por completo sería atrapada muerta sin acompañante. Lo que deja dos
posibilidades. Uno, simplemente no deseas mostrarle a nadie tu cara, y dos, hay algo
muy irregular en tus rasgos.
Ella se apartó. —¿Tienes afección por las mujeres deformadas, señor? ¿Por eso
me has pedido que sea tu amante?
—Debería irme.
—¿Quieres que te ayude a encontrar tu ropa? Pueden estar esparcidas por ahí...
Me temo que no fui demasiado cuidadoso como para acomodarlas en un montón.
Su alemán era muy ágil y había una sonrisa en su voz. Ella se mordió el labio
inferior. ¿Por qué no había planeado mejor las cosas? ¿Cómo podría encontrar sus
cosas en la oscuridad y vestirse con un mínimo de decencia?
Dejó la cama al mismo tiempo que ella. —Esto es algo suyo. Esto es mío. ¿Qué es
esto? ¿La funda del corsé?
Sus dedos encontraron sus zapatos y medias. Pero antes de que pudiera
recogerlos, él ya estaba encima de ella, entregándole un paquete de ropa. Cuando la
tomó, su mano le rozó el brazo.
—¿Necesitas ayuda para vestirte?
—No, yo...
Se inclinó y recogió las medias. Cuando se enderezó, se topó con lo que parecía
una manta muy suave sobre su espalda. —Póntela o tendrás frío —dijo Lexington.
Era una bata de lana merina. Apretó la faja en la cintura. —¿Y tú?
—He encontrado mis pantalones. Ahora veamos tu ropa. Tu vestido... —Su voz
llegó de nuevo desde el otro lado de la cama. —¿Cuántas enaguas llevabas?
—Una.
—¿Sólo una?
—La falda está dividida, por lo que el vestido viene con una falda interior. Y el
corte es estrecho. No permite más de una enagua.
¿Por qué se había explicado con tal detalle? Era casi como si temiera que pensara
que la falta de varias enaguas denunciaba laxitud moral de su parte. ¡Cuando
acababa de acostarse con un hombre al que ni siquiera había sido presentada
adecuadamente!
Sentía como si hubiera caído por el agujero del conejo. O tal vez era una extraña
encarnación del doctor Jekyll y el señor Hyde, pero en lugar de convertirse en
malvado en la oscuridad, se volvía mucho más agradable.
—¿Puedes encontrar tu camino hasta aquí? —preguntó. —Tengo tus cosas listas.
Ella se detuvo. Había crecido con una institutriz alemana. Los nativos de
Alemania generalmente comentaban su falta de acento inglés. —¿Qué tipo de acento?
—He pasado un tiempo en Berlín y no tienes las vocales de Prusia, ni las partes
alemanas ni las partes polacas. Suena como si tus orígenes fueran más al sur de
Baviera, diría yo.
Demasiado perspicaz para ser un inglés. —¿Por qué no? Tú mismo has
identificado mi acento bávaro.
A juzgar por su tono, sonreía una vez más, y estaba demasiado cerca.
Pero ella había planeado otra cosa, ¿no? En Southampton, tenía la intención de
revelarse y hacerle saber lo que habían hecho. Había imaginado ese desenlace en
decenas de deliciosas variaciones, cada una llevándolo a ese inevitable punto de
rabia y devastación de su parte. Mirando hacia atrás, era como si hubiera planeado
un viaje a la luna, con la única excusa de un entusiasmo exagerado por los romances
científicos de Monsieur Verne.
Él le revolvió el pelo y la besó bajo el lóbulo de su oreja, con una sensación tan
irregular que casi le causó dolor. Mordisqueando un sendero por la columna de su
cuello, apartó la tela de la bata y expuso su hombro.
—Me haces sentir nerviosa —Y culpable, a pesar de que todavía no había hecho
nada más reprehensible que dormir con un hombre al que no amaba.
—Tú me rechazaste, y eso habla bien de ti; un hombre que te haya abordado con
tan poca delicadeza y previsión como yo merecía ser rechazado. Aparte de eso, tienes
razón, no tengo fundamentos firmes para probarlo. De todos modos, cuando
cambiaste de opinión, me sentí terriblemente halagado. Así que voy a ser no
científico y llamaré a esto simplemente “afinidad”.
—Hay algo más sobre ti que me gusta —continuó. No sabía cuándo la había
presionado contra la cama, pero estaba acostada a su lado, con su bata totalmente
abierta. Con ligereza pasó su mano sobre sus pechos y abdomen. —Me gusta que
pueda hacerte olvidar, aunque brevemente, todo lo que te inquieta.
—¿Qué hay de tu cabello? —Él había desechado los alfileres y los peines que
habían sujetado su pelo. —Tengo escaso conocimiento sobre los peinados de las
damas.
Una vez que su rostro quedó oculto tras el velo, encendió las lámparas y se
encogió de hombros para ponerse su camisa.
Se puso los gemelos. Incluso tuvo la deferencia de buscar una corbata nueva. Si
fueran vistos juntos a esta hora, podría dar lugar a ciertas sospechas, pero no tenía
intención de ofrecer pruebas concretas mostrándose desaliñado.
Ella vaciló antes de poner su mano sobre su codo. Todavía estaba nerviosa, casi
tanto como cuando había llegado a su suite. Pero las dudas sobre ese tema lo
inquietaban, por lo que se abstuvo.
—Si no fue por respeto al barón, no puedo imaginar la razón por la que pasaste
tanto tiempo sin hacerlo.
Su suspiro fue de impaciencia. —Por mucho que esto te sorprenda, señor, una
mujer no siempre necesita un hombre para satisfacerse. Puede ocuparse muy bien de
ese asunto.
Él rió, encantado. —¿Y tú, sin duda, eres tremendamente capaz verdad?
—Me atrevería a decir que soy lo suficientemente hábil —dijo, algo gruñona.
Se rió de nuevo.
Incluso a través del velo podía sentir la mirada que le lanzaba. —¿Siempre eres
tan divertido después de estar con una mujer?
Nunca se había cuestionado si una mujer había tenido mejores o peores amantes
que él. Pero en este caso, sí, lo hubiera preferido. —En efecto. Me gustaría que
hubiera sido completamente inútil... impotente, de ser posible.
—Lo siento.
—Estar desapegada tiene sus ventajas —Su rostro se volvió hacia él. —Al menos
he estado casada. ¿Cuál es tu excusa? ¿No debería un hombre que tiene un título tan
elevado como el tuyo tener un heredero o dos a esta altura?
—Sí, debería. Y no tengo más excusas, por eso estoy de camino a Londres para
cumplir con mi deber.
—No tengo nada en contra de la institución, pero sospecho que no voy a ser feliz
casado.
Una vez más, su anonimato lo hizo hablar libremente de cosas que ni siquiera
consideraría mencionar ante otros. —No hay duda de que debo casarme... y pronto.
Pero tengo pocas esperanzas de encontrar a una dama que me convenga.
—Quieres decir que ninguna mujer es lo suficientemente buena para ti.
—Todo lo contrario. Aparte de mi herencia, tengo muy poco que ofrecer a una
mujer. No soy un conversador deslumbrante. Prefiero estar en el campo o encerrado
en mi estudio. E incluso cuando estoy dispuesto a quedarme en la sala de estar e
involucrarme en una pequeña charla, no soy particularmente fácil de soportar.
—Esos son defectos que muchas chicas estarían más que dispuestas a pasar por
alto.
—No quiero que se pasen por alto mis fallas. Los miembros de mi personal están
allí para hacer frente a mis excentricidades, ya sea que las aprueben o no. Mi esposa
debe tener el valor de decirme que me estoy comportando abominablemente, si
fuera el caso.
—¿Y si te digo que me reuniré contigo para desayunar, pero no volveré a dormir
contigo?
Llevó los dedos hasta el borde del velo, que caía varios centímetros más allá de
su barbilla. La red se deslizó sin peso sobre su piel. Probablemente debería haberse
alejado de él, pero ya la tenía contra la pared, o mejor dicho contra la puerta.
Trató de negarse a los ligeros temblores que le provocaba su voz. —El trato es el
mismo —dijo. —Haré todo lo posible para seducirte, y podrás marcharte cuando
quieras. Ahora dime, ¿quieres venir a desayunar conmigo?
—No —después de una pausa interminable dijo: —No puedo comer con este velo.
Nos reuniremos después para dar un paseo.
No había creído que fuera a rechazarlo por completo. ¿Por qué entonces su
corazón palpitaba de alivio? —Dime la hora y el lugar.
—Excelente —Se inclinó y besó sus labios a través del velo. —Buenas noches.
Sin embargo, allí estaba, tocándose con delicadeza los labios que todavía
palpitaban por su casto beso de despedida.
Había subido al Rhodesia para castigar a un hombre, pero no a ese hombre. Este
era otra persona.
Era como si se hubiera lanzado a través del Atlántico para hallar una ruta hacia la
India, sólo para encontrarse con un nuevo continente.
Para sí misma no pidió nada, aunque pensara que sus problemas eran lo
suficientemente importantes como para incomodar al Buen Dios, quedaba el hecho
de que ya no tenía ni idea de qué resultado quería de su vaga revancha. Así que
permaneció tendida durante un largo rato, con las manos sobre el abdomen, y pensó
en la avalancha de incidentes y coincidencias, empezando desde que Hastings había
visto volver a Helena de madrugada durante tres noches seguidas, motivo por el cual
estaba en ese lugar, en ese.
Y deseaba tener una bola de cristal para ver a dónde la llevaría todo eso.
CAPÍTULO 6
El mar se había calmado, pero el Rodésia lidiaba con la lluvia constante y el aire
helado. Pocas almas estaban en la cubierta superior. El Atlántico era una vasta
extensión de agua fría, y bruma gris, su tristeza sólo ocasionalmente interrumpida
por salto de un delfín.
Lexington miró fijamente su reloj de bolsillo. Ella llegaba quince minutos tarde
para su paseo. Llamó a un mayordomo para que enviara sus respetos a la baronesa.
No era precisamente un sutil recordatorio, pero no era un hombre que valorara
mucho la sutileza.
Era la excusa más encantadora y ridícula que había escuchado. —¿Cuál sería la
hora prevista?
—Has sido invitado a cenar, ¿no deberías saberlo, aunque huyas de la Sociedad?
—Nunca me he involucrado en una temporada londinense, pero no evito a la
sociedad cuando estoy en casa. Ceno en las casas de mis vecinos. Hasta he ofrecido
algunas cenas.
Una fuerte ráfaga casi le quitó el paraguas. Él apretó una mano sobre la suya
para ayudarla a controlarlo. Pero después de que el viento se hubo disipado, no la
soltó.
Ella le dirigió una mirada, una mirada dura, pensó. Pero cuando volvió a hablar,
su voz no fue en absoluto severa. —¿De qué estamos hablando?
Ella inclinó la cabeza. —Dios mío, ¿nunca has esperado a una mujer en tu vida?
—No.
No había dicho nada nuevo. Pero ella inclinó ligeramente la cabeza, luego lo miró
con la cabeza inclinada, casi como si sintiera timidez.
Él dudó. La honestidad era fácil cuando la respuesta de uno era simplemente una
opinión que revelaba poco de los pensamientos internos. Pero la respuesta honesta a
esa pregunta en particular no sólo implicaba reconocer su deseo, sino una confesión
de mayor índole.
—¿Y qué ibas a hacer si eso no me traía corriendo a tus brazos? —hizo una pausa.
—¿Enviarme flores?
Detrás del velo, podría haber fruncido el ceño; seguramente tenía la cara vuelta
hacia él, como si esperara que leyera su expresión. Sólo un momento después, al
darse cuenta de que no podía ver nada, le preguntó: — ¿Qué significa eso?
—Mi padre era un gran libertino que regaló innumerables ramos en su vida. Veo
las flores como regalos falsos. No te daría flores.
Para ahora descubrir que las flores no habían sido para ella.
El salón climatizado proporcionó una oleada de calidez después del frío húmedo
de la cubierta. Se desató el velo, el aire se estaba volviendo demasiado viciado. La
condujo a una mesa en la esquina, entre dos frondas de maceta.
—Una cosa terrible que decirle a tu amante, que no debería permitir que nada te
distraiga.
El corazón le dio un vuelco ante la palabra amante. —¿Qué habrías hecho si
hubiera comprado un billete en otro barco?
Se le ocurrió que era mucho más observador de lo que le había dado crédito. Y
con esa comprensión llegó una repentina alarma. —¿Qué sabes de mí?
—Aparte de mí —dijo.
Aparte de él, sólo había otros tres hombres. —Uno de ellos está mirando a la
chica que ama el chocolate con exasperación. Lo más probable es que sea su
hermano. Tal vez su madre está sufriendo mareos por el viaje y se ve obligado a hacer
de chaperón. El joven que está hablando con nuestra amante del chocolate me
recuerda un poco a mi hermano: Él tiene esa aura de obediencia, de alguien que
toma en serio sus responsabilidades. Yo diría que Nuestra Chica del Chocolate Oculto
y su hermano están aquí obligados por su madre para dar una buena impresión del
Hombre Joven Responsable. Solo que el Joven Responsable está distraído. Sigue
mirando a una de las mujeres lo suficientemente mayor para ser su madre, y que de
hecho podría ser su madre. Esa mujer está hablando con un hombre de unos treinta
años. Y puedo ver qué el joven responsable se muestra cauteloso. Golpea su pie
incesantemente y parpadea demasiado. Sus sonrisas no llegan a sus ojos. El hombre
con el que está hablando la mujer mayor está tratando de hacerse pasar por un
caballero inglés, pero puedo oír un acento americano en la pronunciación de las
vocales, especialmente en los diptongos, probablemente sea un estafador.
—Siendo una jueza tan atinada del carácter de un hombre, ¿has visto algo en mi
forma de proceder o en mi conducta que te lleve a concluir que no estarás a salvo
conmigo?
—En ese caso, ¿me permitirías ofrecerte una taza de cacao caliente en mis
habitaciones?
—Sería muy incómodo, beber cacao caliente con este velo puesto.
—Esa es una oferta muy amable, pero entrar en sus habitaciones, señor, te
animaría cuando no tengo intención de hacerlo.
Ella se mordió el interior de su mejilla. —¿Crees que puedes comprar mis favores?
—El punto no es comprar tus favores, sino probar mi sinceridad. Los caballeros
andantes de la antigüedad se lanzaban en misiones imposibles para probar que eran
dignos de servir a su dama. Yo haré lo mismo aquí. Dime algo, pide cualquier cosa, y
lo conseguiré para ti.
—¿En el Rhodesia?
—¿Cómo lo sabes?
Tal vez le había sonreído antes, pero nunca a la luz, con ella mirándolo
directamente. La transformación fue asombrosa. Se derritió el último vestigio del
iceberg reemplazado por el calor y la gracia.
Estaba casi segura de que ni él ni nadie más a bordo tenía acceso a lo que ella
tenía en mente, pero sintió una punzada de nervios. —Quiero un esqueleto de
dinosaurio.
Su desilusión fue paralizante. Ahora se daba cuenta que en verdad quería ir a las
habitaciones del duque. Pero no quería ser ella quién tomara la decisión, sino que el
destino la obligara.
—Sin embargo, tengo algo que podría pasar como un equivalente adecuado.
—Nada de eso —Se levantó. —Ven a mi suite en una hora, ¿quieres? Lo tendré
todo preparado para ti.
Esa sonrisa iba a ser su perdición. —Podría quedarme y admirarlo por un tiempo.
Pero no te crees demasiadas expectativas.
Ella quería que lo hiciera. El destino o él, siempre y cuando alguien le quitara la
decisión de sus manos. —Me gustaría ver que lo hicieras con los ojos vendados —dijo,
con la mayor altivez posible.
—¿Puedo tocarlo?
—Tienes mi palabra.
La imaginó presionada con fuerza contra la losa y sonrió ante su pueril giro
mental. Lo más probable es que estuviera trazando las huellas con reverencia y
asombro. —Eran criaturas maravillosas.
—No claro que no. Mis hermanos me ayudaron, al igual que los niños de una
aldea cercana, y algunos jóvenes que querían ver de qué se trataba.
El sonido del carbón rascando en el papel, empezó a dejarse oír. —¿Qué museo?
—Permanecerá anónimo.
—Estoy segura de que tienes cosas mucho más importantes en que ocupar tu
tiempo, pero no me arriesgaré.
—¿Por qué no, cuando ya estás arriesgándote más de lo que lo has hecho en
mucho tiempo?
El rascado del carbón cesó y luego se reanudó con más furia. —Es precisamente
porque puedo desaparecer en el éter que he tomado el riesgo. ¿A quién crees que
pertenece esta huella?
—Es increíble —murmuró —que algo tan frágil y efímero como un conjunto de
huellas pueda conservarse durante ciento cincuenta millones de años.
—Cualquier cosa puede suceder bajo las condiciones adecuadas —Tocó la venda
con los dedos. La había atado con seguridad. Pero no veía absolutamente negro, más
bien un ocre oscuro entrecruzado con vigas de bronce. —¿Has hecho otro tipo de
caza de fósiles?
—No.
No respondió.
—Por favor, recuerda, querida, no te puedo ver. Así que encogerte de hombros y
rodar los ojos no son respuestas válidas.
Tomó su silencio como un sí. —Dijiste que tenías dieciséis cuando te topaste con
tu dragón de Suabia. ¿Cuántos años tenías cuando te casaste?
—Diecisiete.
—¿Tu difunto esposo creía que los utensilios afilados y los huesos viejos eran un
pasatiempo inapropiado para una mujer?
—Sí, a Mary Anning, he leído sobre ella. Mi marido decía que sus
descubrimientos se debían a suerte ciega.
Él bufó. —Si Dios tuvo a bien crear a la mujer con suerte ciega, no podía
oponerse a semejantes esfuerzos por su parte.
—Eso no significa que no sea sincero. Ven conmigo la próxima vez que vaya a una
excavación, si no me crees.
—Pero no hay nada que te impida volver a mí, ¿verdad? Tú sabes quién soy.
Sabes dónde encontrarme.
¿Por qué él entre todas las personas debía mostrarse tan abierto de mente?
¡Invitarla a una expedición organizada! Había soñado con una durante años. Cada vez
que había oído hablar de un nuevo descubrimiento significativo, había deseado ser la
única dotada con el privilegio de desvelar la historia oculta del pasado geológico.
Debería parecer impotente con la venda. Pero era todo propósito y confianza. El
corazón le dio un vuelco. —Necesito irme.
—Soy inmune a las palabras dulces —declaró en una confesión llena de sílabas
temblorosas.
—Nunca he pronunciado ninguna palabra dulce en mi vida —dijo solemnemente.
—Cuando estoy con otras mujeres, es como si sólo una parte de mí estuviera allí y el
resto quisiera estar en otra parte. Pero contigo no quiero dividirme en dos. No estoy
plagado por otros pensamientos y otros deseos. No puedes ni empezar a adivinar lo
gratificante que es estar completamente aquí, completamente presente.
—Pero volverás —dijo, autocrático por fin. —Eso no es negociable. Cenarás aquí,
conmigo.
Había honrado su palabra y había ido a cenar. Había cenado de antemano para
que no se sintiera obligado a comer mientras permanecía con los ojos vendados.
Después, la había llevado a la chaise longue para que él pudiera disfrutar otra copa
de vino y se retiró a la esquina opuesta de la sala para seguir admirando las huellas
fosilizadas.
Ella resopló, en absoluto simpática con su difícil situación. Él sonrió. Con su título
y su conducta a menudo inaccesible, intimidaba a la mayoría de las mujeres, y a un
gran porcentaje de hombres. Ella, sin embargo, no tenía ningún remordimiento en
ponerlo en su lugar.
—Adorando las huellas, por supuesto. ¿Por qué otra razón habría de estar aquí?
Se divirtió imaginándose que lamía la losa. —Por la misma razón por la que
viniste aquí anoche... para conocerme mejor.
—He tenido suficiente de ti anoche como para que me dure unos cuantos años.
Él rió, poniendo su sombrero en el otro extremo de la tumbona. —No puedo
decidir si eso es un cumplido o un insulto.
—Tienes muy buenos fósiles, señor, y ese es todo el cumplido que recibirás.
—No —dijo, con una voz absolutamente tranquila y amistosa, sin dar la mínima
indicación de que podría estar a la zaga. —En todo caso, los Montfort siempre han
estado escondidos. No nos dignamos a hablar inglés hasta la época de Shakespeare.
Pasó una mano enguantada a través de una de las pequeñas huellas. —¿No
encontraste ninguna objeción en tu familia cuando iniciaste tu vida como naturalista?
Puso el vaso sobre la alfombra. ¿Era una señal de que estaba listo para atacar? —
Él puso algunas piedras aquí y allá, pero no es fácil apartarme de lo que me apasiona.
Lo ignoré totalmente.
Sus dedos dibujaron ligeramente el borde del cristal. No podía evitar recordar
cómo había jugado con su cuerpo la noche anterior. —A la mayoría de los jóvenes les
resulta difícil dejar de lado los edictos paternos.
Ella casi había presionado su espalda contra la losa. —Mi familia fue siempre
incisiva en cuanto a que no me convirtiera en una persona auto-indulgente. Eso y las
opiniones de mi marido fueron suficientes para convencerme de que, si
deliberadamente me dedicaba a excavar para encontrar fósiles, estaría cediendo a un
impulso egoísta y volátil.
Se puso en pie. —No hay nada malo en querer lo más grande, mejor y más
inesperado. La emoción de la caza es lo que nos impulsa a todos, ya sea que
busquemos el siguiente planeta, un nuevo principio de la física, o ese fósil elusivo
que arrojaría luz sobre cómo salió del océano y caminó sobre tierra.
Todavía estaba con los ojos vendados. Ya no podía respirar. —Debería irme —le
espetó.
Inclinó la cabeza unos cuantos grados hacia un lado. —Estás a salvo conmigo. Tú
lo sabes.
—Conseguirás que esta sea una noche muy larga para mí.
La miró de frente. —Pues buenas noches. Te veré a la misma hora, el mismo lugar
mañana por la mañana para nuestro paseo.
—Pensé que había dejado claro que disfruto de tu compañía incluso cuando no
estás desnuda debajo de mi cuerpo.
Se sentó otra vez, con la mano aferrada a su sombrero. —Lamento que nuestros
sentimientos no coincidan —dijo lentamente, frotando los dedos contra el borde de
su velo.
Quería sus manos sobre ella, tocándola a voluntad. —Si me entregas el sombrero,
podré marcharme.
Apoyó su mano en el brazo del asiento y se inclinó de nuevo. Sus labios rozaron
los suyos. Respiró hondo y se zambulló.
Ella terminó el beso, pero no se movió, sus labios palpitando a milímetros de los
suyos. Sus respiraciones entremezcladas, agitadas, desiguales. El hambre emanaba
de él, su corazón golpeando con fuerza, sus mejillas calientes como si hubiera estado
demasiado cerca de la chimenea.
Sin pensarlo, volvió a poner sus labios en los suyos. Él la jaló hacia su pecho. La
fuerza de su acción la emocionó. De repente, no pudo esperar. Sus manos tantearon
los botones de sus pantalones. Él empujó sus faldas hacia arriba quitándolas del
camino. Ella gimió cuando sus dedos la tocaron a través de la costura de su
combinación.
Él rompió su beso. —Tengo una esponja en algún lugar —Sonó como si hubiera
estado subiendo escaleras durante una hora.
—No hay necesidad, no puedo concebir —Lo agarró del pelo y lo besó más fuerte,
dominada por una lujuria tan potente como la suya.
Después de eso no hubo más palabras, sólo calor, urgencia y placer sobre placer.
Había llegado al clímax tres veces. Ella, había perdido la cuenta, había tenido un
orgasmo casi tan pronto como la hubo penetrado. Y permaneció convulsionando
voluptuosamente durante mucho tiempo después.
No podía recordar los detalles, pero en algún momento había apagado las luces,
arrancado su venda y la había llevado a su cama. Y ahora estaban abrazados bajo las
sábanas, con la cabeza sobre el hombro.
—No creo haber estado tan orgulloso de mí mismo, ni siquiera cuando leí mi
primer artículo en la Royal Society.
—Tú eres una cosa inusitada, por cierto, baronesa, pero también eres una cosa
hermosa.
—Nos conocemos hace menos de tres días. Pasé la mayor parte de esas horas
negándome a dormir contigo o cambiando de idea y durmiendo contigo. ¿Hay algo
particularmente hermoso en eso?
Ella había sacado su mano de la suya. Se dio cuenta, cuando sus dedos se
alejaron de su rostro, y cruzó las manos en la base de su garganta, sus antebrazos
protegiendo sus pechos. Como si debiera defenderse ahora que su pasión había sido
saciada.
Él besó su hombro, la piel bajo sus labios era muy suave. —Entonces, ¿cómo
mereces ser considerada?
Ella no respondió.
—Tal vez no, pero nunca me convencerás de tomar partido en tu contra —De
hecho, quería desenterrar los restos del hombre para darle una buena patada. ¿Qué
clase de bastardo sometería a su esposa a semejante angustia? Y después de sólo un
año y medio, cuando muchas uniones matrimoniales no producen hijos por mucho
más tiempo. —Entonces, ¿qué fue lo que finalmente te hizo renunciar?
—Entonces yo era muy joven. Ni siquiera quería tener un hijo. Todo lo que quería
era mostrarle a mi esposo lo equivocado que estaba acerca de mi infertilidad. Debo
haber creído que, si era capaz de hacer eso, entonces podría demostrar que estaba
equivocado en todo lo demás, y eso no es lo que una persona altruista y considerada
debe pensar.
—Estás equivocada —dijo con firmeza. —Déjame decirte algo sobre mi madrastra,
una de las personas más cariñosas y generosas que he tenido la suerte de conocer.
Mi padre, por otra parte, no lo era. ¿Sabes lo que hizo? Cada vez que traía a una
nueva amante bajo nuestro techo, lanzaba dardos al retrato que él le había dado para
su boda. Ambos lo hicimos, pasando algunas de las horas más agradables de mi
juventud profanando su retrato.
—Yo no pensaba menos de ella por esa conducta. Al contrario, apreciaba que ella
no le pidiera excusas. Era un asno; ¿Por qué fingir que no lo era? ¿Y por qué no
deberías querer probar que tu marido estaba equivocado? Desafortunadamente,
incluso un reloj averiado da la hora correcta dos veces al día, pero eso no significa
que no estuvo errado el resto del tiempo.
Debajo de él, sus manos se abrieron. Ella le dio un rápido beso en su mejilla. —
Gracias. Rara vez he oído música más dulce y, desde luego, nunca palabras tan dulces.
Ella apoyó la palma contra su mejilla. —No tienes que hacer eso, me quedaré.
Hicieron el amor una vez más. Después, se durmió fácilmente. Él escuchó que su
respiración se profundizaba con el sueño, y sintió el confort de una intimidad mayor
que cualquier otra que hubiera conocido.
Le había prometido que no lo haría. Pero era algo más que su honor lo que lo
retenía. Era... una liberación no ver su rostro, ir más allá de sus propios prejuicios
respecto a la apariencia de una mujer.
Levantó la colcha de la cama, salió del dormitorio y no volvió hasta que puso la
venda en su lugar.
***
La mujer en el espejo era hermosa.
No era la única que lo había notado. —Madame est très, très belle ce matin—
même plus que d’habitude —dijo la señorita Arnaud.
Madame está muy hermosa esta mañana, aún más que de costumbre.
—Gracias —murmuró.
Cuando volvió a estar sola, se arrodilló ante la losa de piedra y, con sus guantes
más limpios, siguió con los dedos las huellas. —Esto… — murmuró, —…es
exactamente lo que yo prefiero.
Antes de salir del camarote para reunirse con el duque, se miró una vez más en
el espejo. La mujer que le devolvió la mirada era deslumbrante, pues no había nada
más hermoso que la felicidad.
CAPÍTULO 8
El día era frío pero brillante. Los pasajeros se agolpaban en la cubierta para
contemplar el salto de los delfines. Las sombrillas de encaje se mecían; los bastones
puntiagudos repiqueteaban; el humor era tan boyante como el mar.
Todo el mundo se volvió a mirarla, era fácil reconocer que se habían convertido
en el centro de los chismes a bordo. Siempre había sido un hombre discreto. Ahora,
sin embargo, estaba teniendo una aventura a la vista de todos. Y no sólo no le
importaba en lo más mínimo, se sentía absurdamente orgulloso de que esa mujer
magníficamente vestida se dirigiera hacia él.
—¿Oh?
Se echó hacia atrás. Tenía la clara impresión de que detrás de su velo estaba
sonriendo. —¿Adorable? Estoy sorprendida de que la palabra haya salido de tus
labios, señor. Creí que eras un hombre severo.
—Cuando era pequeño, siempre me bañaba a orillas del mar en la Isla Wight, el
Canal de Bristol, y a veces en Biarritz, dependiendo de donde mi padre quería
navegar en agosto. El año que cumplí dieciséis años, sin embargo, nadé por primera
vez en el Mediterráneo. Pasé una semana en esas aguas gloriosamente cálidas y
aborrecí el Atlántico para siempre —Besó el dorso de su mano enguantada. —Y usted,
baronesa, ha arruinado en mí el encanto de hombre severo que haya poseído alguna
vez.
—Me has llamado adorable, me has dado un regalo generoso y una comparación
con los encantos del Mediterráneo, ¿estás seguro de que alguna vez has sido un
hombre severo?
Ella lo besó en la mejilla a través de su velo y dijo las palabras que había estado
deseando oír. —Bueno, déjame mimarte un poco más.
***
—¡No! —Venetia soltó una risita, sorprendida y encantada.
—Es cierto. Le pegué una bofetada con mi guante. Pensé que estaba forzándola.
Así que lo saqué de la cama, lo tiré contra una pared, y casi me rompí la mano
golpeando su cara.
Ella se acurrucó más cerca de él. Estaban de nuevo en su cama, pasando la tarde
haciendo lo que los amantes hacían mejor. —¿Y luego qué pasó?
—Me encantan los fiascos, especialmente cuando hay un final feliz —Ella debería
estar más preocupada por sí misma, lo suyo sería un fiasco sin final feliz. Pero aun si
debiera pagar más tarde por su falta de sentido común, también podría disfrutar la
felicidad de los escasos días que quedaban de viaje. —¿Te sentiste avergonzado
cuando averiguaste que no eras el héroe que pensabas que eras?
Él sonrió. Tan joven y guapo, su duque con los ojos vendados. Cómo deseaba
poder ver sus ojos también en momentos como ésos.
—No sabía qué más hacer —dijo. —Pero ella se negó rotundamente. En vez de
eso, lanzamos dardos contra un árbol.
—Le envié un potro de mi más preciada yegua. Tuvimos una conversación muy
civilizada que no involucró ni a mi madrastra ni el incidente. Y esa fue mi disculpa
ofrecida y aceptada. Se casaron un mes después.
Ella suspiró. Una historia muy satisfactoria.
—¿De Verdad?
Ella asintió. —Su amante era otro hombre y temía que hubiera quienes usaran
esa información para destruirlo.
—Un hermano y una hermana gemelos, ambos dos años más jóvenes que yo.
—¡Dios mío!, eres prácticamente un niño —Se sintió aliviada: era sólo unos
meses más joven que ella.
—Me encantaría recibir una pluma grabada, siempre que me la des en persona.
Nunca tenía miedo de expresar su deseo de seguir viéndola más allá de los
confines del Rhodesia. Se maravillaba de su disposición a desnudarse. Tony, en
retrospectiva, se había retenido desde el principio, contento de dejar que ella lo
amara más y de ejercer ese poder sobre ella.
Era la tercera noche a bordo del Rhodesia. Christian se sentía como Ali Baba, de
pie en la boca de la cueva de los cuarenta Ladrones, agobiado por las riquezas más
allá de su imaginación. Ella era cualquier riqueza más allá de su imaginación.
Estaba casi temeroso de sentirse tan feliz. Escuchar el latido de su corazón y oír la
métrica de un soneto. Sostenerle la mano y saber que nunca más querría nada. Mirar
una oscuridad impenetrable y ver un futuro de posibilidades ilimitadas.
¿Estaba sentado encima de una casa de naipes? ¿Un castillo hecho de aire y de
necios deseos? ¿Era esa felicidad la glotonería que invariablemente precedía a un
arrebato violento?
—No hubo nada como esto, por supuesto, ningún amante joven y viril que me
complazca todas las noches.
No pudo evitar sonreír. —Exacto. Debes haberte torcido la muñeca para
compensar la falta.
Dijo eso... y cosas mucho peores, y a juzgar por sus reacciones, le gustaba todo.
***
—Oh sí. Él era un amigo de la familia de mucho tiempo, un primo muy lejano por
parte de mi madre, de hecho. Alguien a quien había conocido toda mi vida. Mi padre
falleció muy joven, así que él fue quien me enseñó cómo usar una escopeta y cómo
jugar a las cartas.
—Más viejo que mis padres y bastante rico. Cuando me propuso matrimonio, me
ofreció el mejor de todos los mundos posibles. Sería solvente. Sería la dueña de mi
casa de nuevo. Y no tendría que tratar con un hombre que podría hacer mi vida
miserable. Hicimos nuestros planes...
—¿Planes?
—¡Y cómo! Estaban tan absortos el uno en el otro. A veces me sentía bastante
innecesaria, como una chaperona que no sabía cuándo partir, aunque estaba en mi
casa, por así decirlo.
—Mi hermano renunció al amor de su vida para casarse con una heredera. Su
esposa, sospecho, ha estado enamorada de él todo este tiempo sabiendo que no es
correspondida. Y mi hermana, Dios nos ayude a todos, ama a un hombre casado. En
comparación con ellos, mi soledad parece terriblemente saludable, algo que puedo
soportar alegremente —dibujó pequeños círculos en su brazo, ¿o eran corazones? —
¿Qué hay de ti? ¿Alguna vez has estado solo? ¿O has sido demasiado auto suficiente
para notarlo?
Alzó la mano y jugó con el lóbulo de su oreja. —No creo que nadie me haya
hecho esas preguntas antes.
Ella se calmó. —Te ruego me disculpes. No quise excederme. A veces me olvido
que no tengo la exclusividad del anonimato.
—Los ingleses no tienen el hábito de preocuparse por la felicidad del otro —dijo.
—No es que no sepamos lo que está pasando; simplemente no hablamos de ello. Mi
madrastra, por ejemplo, nunca ha preguntado por qué a veces estoy de mal humor.
Pero se asegura de invitar a la mejor compañía para la cena y descorchar las botellas
más finas de la bodega del Sr. Kingston. O me lleva a dar un largo paseo y me cuenta
los últimos chismes entre su círculo de amigos.
—La mitad del tiempo no tengo idea de quién está hablando, y la mayoría de las
veces sus historias me entran por un oído y salen por el otro. Pero me gusta que me
haga sentir que ha estado esperando mi regreso para poder decirme todo. Me gusta
recordar que, aunque no puedo tener todo lo que quiero, sigo siendo un hombre
extraordinariamente afortunado.
No podía decírselo antes, pero ahora esa barrera había caído. —Cuando tenía
diecinueve años, me enamoré de una mujer casada.
—Oh —murmuró ella. —Así que... cuando dijiste que al estar con otras mujeres
deseabas estar en otro lugar, ¿ese otro lugar era con ella?
—Sí —La señora Easterbrook había sido para él el miasma de una guarida de opio,
llamando a un viejo adicto.
—¿Todavía la amas?
Le hizo una vez más la pregunta. —¿Estás segura de que debes desaparecer
cuando toquemos tierra?
Y ella, bendita, por fin dijo las palabras que había estado deseando oír. —
Déjame... déjame pensar en ello.
***
¿Cómo había pasado tan rápido el tiempo? Ocho años. Para una niña de dieciséis,
ocho años significaban la mitad de una vida, un lapso terriblemente largo que
terminaría en un futuro tan lejano como las estrellas. Y sin embargo allí estaba, lo
suficientemente cerca como para respirar sobre ella.
Sin embargo, habían pactado un ínterin de ocho años, y estos habían expirado
con rapidez.
—Debes tener frío —dijo Helena, acercándose a Millie en la popa del barco. —
Has estado aquí demasiado tiempo.
—No debe hacer mucho rato... todavía no estoy congelada —dijo Millie con una
sonrisa a su cuñada. —¿Cómo estás, querida? ¿Cómo va el artículo?
Millie puso una mano en el brazo de Helena. —No te preocupes demasiado por
Venetia.
Tal vez no habían sido las palabras adecuadas, no cuando no tenía intención de
insinuar nada sobre ese tema a Helena.
El rostro de Helena se convirtió en una máscara de comprensión. —Espero que
así sea. Es una mujer adulta que ha hecho muy poco uso de su libertad.
¿Y tú eres una mujer adulta que has hecho demasiado uso de tu libertad?
Pero, ¿qué sabía Millie del amor? ¿Del amor que se anhelaba con una intensidad
ardiente en el espacio y el tiempo, ella que sólo había sido la destructora de un amor
semejante?
Lo que sí sabía era que Fitz nunca habría comprometido a una mujer soltera,
como lo había hecho el señor Martin. Helena galopaba sin rumbo hacia un precipicio,
del que ninguno de ellos podría sacarla si caía.
No quería que le ocurriera nada a Helena, que al igual que Venetia había sido
amable y considerada aceptando a Millie, especialmente en aquellos días en que Fitz
apenas podía hablar con ella. Quería que Helena fuera feliz. Y si no era posible, por lo
menos salvarla de la ruina y el ostracismo.
El cielo brillaba sobre el oeste. Parecía una llamarada que bruñía la línea del
horizonte. Los últimos rayos de luz acariciaban las nubes espumosas, dorándolas con
el tono melocotón del fino Calvados.
Christian nunca había visto una puesta de sol más perfecta. La baronesa, sin
embargo, no estaba a su lado para compartir esa vista impresionante; estaba en su
cuarto, acicalándose.
Era su sexto día en el mar. Se esperaba que la nave hiciera escala en Queenstown
a la mañana siguiente y en Southampton un día después. Por lo tanto, había tenido
problemas considerables para convencerla de que asistiera a la cena ofrecida por el
capitán esa noche. Lo había considerado loco, pero él había sido muy persistente.
Quería mostrarle que era perfectamente aceptable que aparecieran en público con
su velo firmemente colocado en su lugar. Que el resto de la sociedad se sometería al
peso de su autoridad y la aceptaría como era.
Tal vez la baronesa pudiera mencionar en una carta que su amiga la señora
Easterbrook vivía en Londres. Quizás Venetia, al encontrarse con Christian en algún
momento de la Temporada, pudiera inferir que su encantadora camarada la baronesa
de Seidlitz-Hardenberg había mencionado que había viajado recientemente en el
Rhodesia. Y quizás, antes que nada, debía llamar a la duquesa viuda para que
atestiguara sobre el carácter de Venetia.
Esa era la razón por la cual, pensaba tristemente mientras se ponía los guantes
para la cena, las personas sensatas no llevaban vidas dobles: no había forma graciosa
de dar marcha atrás a una existencia fingida, sin complicaciones.
—Eres la dama más sensacional esta noche, querida —dijo mientras le ofrecía su
brazo.
Siempre hacía que su corazón golpeara al oír que la llamaba de esa manera.
—El descaro es para los mortales más pequeños —dijo. —El duque de Lexington
define la aceptación, o la re define, si es necesario.
Se inclinó hacia él. —Te diré un secreto no muy guardado: Nadie dirá nada, ni
siquiera mi madrastra.
Ella volvió la cara. Estaban muy cerca nariz con nariz. —Bueno, mantente así.
Quiero verte lo más altanero y glacial posible esta noche.
—Lo haré por ti. Pero si fallo miserablemente, si actúo con una insuficiente
condescendencia o, Dios no lo permita, hacérselo fácil a alguien, tú y sólo tú serás la
responsable.
Estaban sentados juntos, con un joven americano embarcado en su gran gira por
el Viejo Mundo a la derecha de Venetia. Alguien le había informado que no hablaba
inglés, porque el joven americano, el señor Cameron, la saludó con un “Guten Abend,
Gnädige Frau”.
Su alemán tenía más valor que habilidad, pero no le preocupaban los errores ni
el objeto de la conversación. Hablaron de su itinerario planificado. En lugar de las
reliquias de la época clásica, el Sr. Cameron estaba muy emocionado de visitar la
Torre Eiffel y de escudriñar esa maravilla moderna. Informó a Venetia, con una
franqueza encantadora, que esperaba que la parte superior de la torre se balanceara
majestuosamente con las ráfagas de viento y que él, como hombre fuerte y robusto
que era, esperaba atrapar a una hermosa joven desmayada por el miedo.
El Sr. Cameron lanzó una carcajada por el comentario. Venetia no pudo evitar
sonreír a su amante. Por supuesto que no podía verla, pero tenía una extraña
percepción cuando sonreía bajo su velo... y él le devolvió la sonrisa.
Venetia se alarmó.
—Gloria, ¿debes hablar en tonos tan stentorianos? —La señora Vanderwoude no
estaba contenta.
Venetia exhaló.
—Pero estamos aquí entre amigos, ¿verdad? —dijo la muchacha con tono
conspirativo. —Por favor, señor, díganos quién es la dama. Y mis amigos y yo
averiguaremos exactamente si es culpable o no, si cabe el caso de acelerar la muerte
de su marido.
Señalando que no había nada más que decir al respecto, se volvió hacia Venetia.
—Parece que no has tocado tus gambas, baronesa.
Era una broma para ella, porque nunca comía nada mientras llevaba el velo. —
Pronto remediaré este descuido —dijo, a través de los labios entumecidos.
Por otra parte, ¿qué pasaría si supiera que Venetia -no la baronesa, sino la
señora Easterbrook- no sólo había viajado a los Estados Unidos, sino que había
estado en Cambridge, Massachusetts, exactamente al mismo tiempo que él daba su
conferencia en Harvard?
—Lo siento, cariño —dijo Christian, tan pronto como él y la baronesa estuvieron
dentro de sus habitaciones.
—Te he molestado.
Inclinó la cabeza hacia atrás, como si mirara hacia el cielo en busca de ayuda. —
La señorita Vanderwoude estaba dispuesta a dedicar su propio tiempo y dinero para
entrometerse en los asuntos privados de alguien a quien nunca había conocido y sólo
había oído hablar de segunda mano. Me sorprende lo que debiste haber dicho para
despertar un interés tan indecoroso.
—En verdad que no. Tus comentarios hicieron que esa persona fuera juzgada
como un verdadero agente del mal.
Se sentó a su lado y tomó su mano en la suya. —No lo hice por malicia, si eso es
lo que te preocupa. Conté la anécdota más como un recordatorio para mí mismo que
como una lección objetiva para el público.
—No entiendo.
Tendría que explicarse, exponerse a sí mismo como nunca lo había hecho. Pero le
importaba poco su mortificación. Lo único que importaba era que no se apartara de
él.
—La mujer que usé como ejemplo en Harvard... era mi amor imposible.
Ella tiró su mano de la suya. Él la agarró del brazo antes de que pudiera saltar. —
Por favor escucha.
—Dios mío —dijo, mirando a todas partes, menos a él. —Dios mío.
Si sólo pudiera sacar su corazón para mostrárselo. Pero sólo tenía palabras,
palabras lentas, laboriosas, inútiles. —La señora en cuestión es hechizantemente
hermosa. Y durante una década, quedé fascinado por su belleza. Escribí un artículo
entero sobre el significado evolutivo de la belleza como un reproche a mí mismo, que
yo, que entendía los conceptos tan bien, sin embargo no podía escapar de la
atracción magnética de la belleza de una mujer en particular.
Su velo onduló con su respiración agitada. —¿Y no fue suficiente con el artículo?
¿Tenías que hablar de ella en público?
—Mi obsesión fue estúpida. Tuve que permanecer lejos de los lugares que
frecuentaba. Si la hubiera visto, no me habría importado si hubiera acelerado la
partida de su marido a la tumba. Me habría casado con ella sólo para poseerla.
Venetia se sentía desordenada, todos los cartuchos de dinamita con los que
había estado haciendo malabarismos estaban a punto de detonar de inmediato.
No había sido un ejemplo al azar, algo tomado por casualidad de sus experiencias
acumuladas para ilustrar un punto. Más bien, había sido la perdición de su existencia.
Hasta ahora, era posible imaginar su perdón. Pero no más, no después de haber
expuesto su talón de Aquiles a la última persona a la que de buena gana le hubiera
obsequiado ese conocimiento.
Pero no podía hablar. Todo lo que entendía era una creciente desesperación: el
asunto debía terminar ahora, antes de que las cosas empeoraran.
Le dio la espalda. Sus manos, separadas, agarraron el borde del escritorio, como
si no pudiera sostener su propio peso. No podía respirar; le había causado dolor a la
única mujer que sólo le había traído calor y alegría.
Ella inhaló inseguramente. Puso sus manos a cada lado de las suyas y besó su
cabello, sosteniendo el olor prístino y dulce en sus pulmones.
Las palabras salieron solas, como las mariposas que salían de los capullos al
debido tiempo. Él también se sintió transformado, del muchacho que confundió la
compulsión con el amor al hombre que por fin entendía su propio corazón.
Se estremeció.
—Tú eres la que he estado esperando toda mi vida.
Ella lo besó, con labios y lengua. El alivio lo inundó, aún la tenía. Y con tal ardor,
como si no pudiera soportar la menor distancia entre ellos. Alzó su trasero sobre el
escritorio y levantó sus faldas. Ella tiró impacientemente de sus pantalones. Habría
caído de rodillas para adorarla, pero ella se negó a dejar que sus labios se separaran.
Ya no quedaban secretos.
Se había ido. Y la noche que había creído significaba un nuevo comienzo para
ellos, no había sido más que un largo adiós sin palabras. No había creído en su amor.
No había confiado en que había dejado atrás su antigua obsesión. Y no había podido
imaginar ningún futuro para ellos.
—No es eso.
—No es eso —repitió. —Siempre dijiste que podría irme en cualquier momento.
Me estoy yendo ahora. No necesito otra razón.
Se estremeció. Si por el frío o por sus palabras no lo sabía. —¿No significa nada
que te ame?
Ella sacudió la cabeza con más vigor. —Dejémoslo así. Algunas cosas son
preciosas precisamente porque son breves.
—Y otras cosas son preciosas porque son raras y bellas, y se les debe dar la
oportunidad de soportar la prueba del tiempo.
Era el fin del mundo, nada más que restos de naufragios en los que se
encontraban ciudades enteras de esperanza, con sus torres brillando bajo el sol. La
incredulidad y la desesperación se apoderaron de él. El caos reinaba en su interior. Y
tenía frío, mucho frío, el viento le cortaba como cuchillos la piel.
Ella se tambaleó. Había hecho una declaración de amor, y ahora una propuesta
de matrimonio. La despreciaría tanto que haría que el destino de Sodoma y Gomorra
pareciera un cuento de hadas en comparación.
—Volvamos a reunirnos para discutir lo que debemos hacer para que sea válido.
Había quedado sorprendida, al verlo sin afeitar, sin corbata, chaleco ni abrigo. Y
su agitación, en todo caso, había excedido su capacidad de asombro. Pero ahora
irradiaba dominio y propósito. Había tomado una decisión, y nada iba a disuadirlo de
su postura.
Ella, por otra parte, era un manojo de nervios. —¿Qué tenemos que discutir?
—No cuando no me dices nada. Pero nos encontraremos. Y me dirás qué te está
reteniendo, me lo contarás todo.
Podía ver el titular: “EL DUQUE DE LEXINGTON ESTRANGULA A UNA BELLA DAMA
DE SOCIEDAD”.
Expulsó un largo y cansino suspiro. Ahora diría que sí para escapar. —Está bien.
Quizá a nadie más le importaba si una mujer hermosa era también honorable,
pero ella nunca había incumplido su palabra. Cerró los ojos con fuerza. —La tienes.
Se inclinó y le besó la mejilla a través del velo. —Te amo. Y te estaré esperando.
No sabía cuánto tiempo permaneció en ese lugar. Ni siquiera notó que había
empezado a llover hasta que un marinero le ofreció un paraguas. Ella le dio las
gracias y se dejó escoltar fuera del muelle, hacia el refugio, hacia la vida perfecta de
la hermosa señora Easterbrook.
CAPÍTULO 10
“Querida,
Pasé la mayor parte del día en la popa, aunque Queenstown hacía tiempo había
desaparecido en el horizonte. Mi ser físico está aquí ante el escritorio, sobre el cual
hicimos el amor anoche, pero el resto de mí está en Irlanda, contigo.
Será una larga noche, en estas habitaciones que te han conocido tan bien. El aire
mismo se hunde en tu ausencia; mi venda es un pedazo cansado de seda que ha
perdido su propósito en la vida.
Tu amado,
C”.
“Querida,
Los jardines son grandes y con arreglos típicamente ingleses. ¿Has visitado
alguna vez el Englischer Garten en Múnich? Si te ha gustado, entonces obtendrás
mucho placer aquí.
Pero, por supuesto, es en la cantera dónde más disfrutarás. Esta tarde le hice una
visita, revisé los utensilios de excavación almacenados en un cobertizo cercano y
ordené que afilaran los cinceles. Estarán listos para ti cuando vengas.
Tu amado,
C”.
PD. Pensé que nuestra separación sería más fácil de soportar el segundo día. No
podía estar más equivocado.
“Querida,
Tu amado,
C.
PD. Me he acostumbrado al permanente dolor en el pecho”.
“Querida,
Nunca he conocido semejante felicidad, mezclada con tanta miseria. Sólo han
pasado cuatro días. Pero eso no es verdad. Han pasado décadas desde que te vi por
última vez.
Te encontrarás con un anciano encorvado cuando nos encontremos. Tal vez hasta
podría necesitar un par de gafas para reconocer tu velo.
Tu amado,
C”.
“Querida,
Hoy la duquesa viuda me dio una lista de jóvenes que consideraba aptas para
convertirse en mi duquesa. Casi le informé que ya había prometido mi mano, pero,
con mucha dificultad y pesar, me abstuve: podría preocuparse al pensar que persigo
un espejismo.
Pero tú no eres un espejismo. Eres un verdadero oasis, y vale la pena seguir
vagando en el desierto, y sufriendo este temor constante de nunca encontrarte de
nuevo.
Mañana saldré hacia Londres para organizar nuestra cena en el Hotel Savoy. Al
fin, algo para ti, para nosotros.
Tu amado,
C.
—Porque, querida —dijo Fitz con una voz más normal, —te he hecho tres veces la
misma pregunta y no me has respondido.
Si Claridge no hubiera sido demolida por renovación, habría alquilado una suite
residencial allí para la temporada, y Fitz no habría estado al tanto de los síntomas de
su corazón. Pero con el hotel todavía en construcción, y la necesidad de tener un par
de ojos adicionales sobre Helena, había aceptado la invitación de Fitz para quedarse
en su casa de la ciudad.
—Es todo este problema con Helena. Estoy distraída —dijo ella.
Fitz tenía razón en una cosa: A cada minuto, estaba a punto de llorar.
Todos los recuerdos de cada uno de sus besos ardían dentro suyo. Cada mañana
lo buscaba, sólo para recordar que nunca volvería a tenerlo. La soledad, tan larga y
tolerable, había comenzado a ahogarla como una vid que crecía rápidamente
estrangulándola.
No quería mentirle a Fitz. Pero tampoco podía revelar lo que había sucedido en
el Rhodesia.
Había sospechado que Millie ya le habría dicho algo a Fitz en su intercambio casi
diario de cartas, ya que Fitz no le había preguntado ni una sola por qué había
abandonado a su hermana y a su cuñada y había vuelto sola.
Tenía los ojos nublados. Parpadeó para disipar las lágrimas. —Oh mira. Creo que
ese es su tren.
Había sido idea de Venetia que todos tomasen el almuerzo en el Hotel Savoy.
Una sádica decisión: poder recrear los detalles insoportables de la cena que nunca
compartiría con Christian.
El almuerzo familiar salió bien. Millie y Helena dieron cuenta de sus semanas en
América. Fitz ofreció un compendio de noticias sobre sus amigos y conocidos.
Venetia se dedicó a memorizar los patrones del papel tapiz y el motivo del relieve
tallado en el mango de su tenedor.
Casi con temor, esperó a que Millie o Helena dijeran algo. Pero Millie tenía la
cabeza inclinada hacia su marido, escuchando atentamente su análisis de algún
asunto doméstico. Y Helena miraba al otro lado del carruaje, con los dientes
apretados sobre su labio inferior.
Esa conmoción, al verlo. Una emoción tan eléctrica. Y esa vacuidad, ahora que se
había ido de nuevo.
***
Antes de que Susie pudiera decirle: Sí, señora, Cobble, el mayordomo, entró en la
habitación y anunció: —Lord Hastings.
—¿Dónde iba la señora Easterbrook con tanta prisa? Casi me dio un empujón
para apartarme de su camino —dijo Hastings, acechando hacia Millie. —Y qué bueno
verte después de todo este tiempo, Lady Fitz. Te ves maravillosa.
Tomó ambas manos y besó el dorso de cada una de ellas. Millie sonrió. —No más
que tú, Hastings.
—¡Patrañas! Todos sabemos que fuiste al Salón de lady Margaret para estar a la
moda.
Era un talento particular suyo que nunca dijera más de dos frases sin provocarle
el deseo de buscar un instrumento afilado.
Cobble ya había desocupado el salón. La señora Wilson y Susie también se
habían alejado discretamente.
—Susie, deja el equipaje por el momento. Encárgate primero de los trajes que no
llevé conmigo.
Uno nunca debería hablar con un sirviente mientras hubiera invitados presentes,
daría la impresión de que el personal de la casa no conocía sus tareas. Pero Helena
necesitaba esconder las cartas de Andrew en un lugar seguro antes de que alguien
comenzara a remover sus pertenencias.
—¿Te importaría dar una vuelta conmigo por el jardín, señorita Fitzhugh? —
preguntó Hastings.
Esa era la excusa que necesitaba. —Por supuesto. Déjame ponerme unos zapatos
más cómodos.
—Las cartas de amor —murmuró. —Tan gratificantes de recibir, tan molestas para
resguardar.
—Hastings, viejo amigo —respondió Lord Vere, uno de sus vecinos, desde su
perca al borde de la fuente. —Maravilloso día de octubre, ¿no?
—Bueno —susurró Lord Vere, —no sé qué voy a hacer aquí en abril. Todo el
mundo sabe que siempre está lloviendo en abril. Buen día, Hastings. Buen día,
señorita Fitzhugh.
Hastings vio a Lord Vere regresar a su propia casa. —Deberías haber dicho: del
año pasado. Si fueras lady Vere, te gustaría saber con quién pasas tus noches.
Por supuesto, era propio de Hastings sacudirse del tema con tanta rapidez. —Yo
no me hubiera casado con un hombre que no sabe en qué mes estamos.
Ella ignoró la pregunta. Era una hipocresía del más alto orden para un hombre
que dormía con todo lo que se movía criticar a alguien que se arriesgaba por amor. —
¿Estás feliz ahora que tienes a mi familia muerta de preocupación?
—Por eso mismo —dijo ella, dándole su más falsa sonrisa, — eres un cobarde.
—Ooh —murmuró, con los ojos llenos de especulación. —¿Con o sin caparazón?
Ella lo señaló con un dedo desdeñoso. —Guarda lo que piensas para una mujer
más crédula. ¿Qué quieres de mí, Hastings?
Mantuvo el ritmo. —Es una pena, señorita Fitzhugh. Pues soy tu mejor opción en
este asunto, ya que no soy el marido de otra mujer.
—Estoy seguro de que no, pero ¿has tenido en cuenta la habilidad como sabueso
de la señora Monteth para olfatear las malas acciones?
La Sra. Monteth era la hermana de la esposa de Andrew, una mujer que se auto-
justificaba y vivía para exponer las faltas y debilidades de los que la rodeaban.
—Si lo amas, déjalo en paz —El tono ronco de Hastings se había vuelto acerado;
aún le asombraba que su tono pudiera cambiar tanto, de indulgencia aterciopelada a
fría implacabilidad. —O, recuerda mis palabras, lo harás vivir en la miseria por el resto
de su vida.
Frente a los escalones de la casa se volvió con una sonrisa irónica en sus labios.
—Y en caso de que tengas curiosidad, mi oferta sigue vigente.
***
—Mi querido muchacho —dijo la duquesa viuda de Lexington, que había llegado
a Londres con Christian.
Había sido demasiado esperar que ese chisme no se extendiera hasta que
hubiese tenido tiempo de asegurar la mano de su amada.
—Desde que llegamos a Londres esta mañana, he recibido no una, ni dos, sino
tres notas informativas sobre un tórrido encuentro que viviste durante el viaje. A la
vista de todos.
—Seguramente no todo. Algunos de los rumores dicen que te has casado con ella.
La duquesa viuda, que había estado arreglando un ramo de tulipanes sobre una
mesa de consola, se calmó. Ella también se dio la vuelta, una mujer bonita de unos
cuarenta años, sólo trece años mayor que Christian. Pero en vez de soltar
inmediatamente una respuesta, se sentó en una de sus sillas Louis XIV y arregló sus
faldas con deliberada minuciosidad. —¿Te propusiste?
—Sí.
Inclinó la cabeza para hacerle saber que había percibido su reproche. —Mis
disculpas, señora.
—¿Y por qué, digamos, es tan complicada esta situación? Cuando el duque de
Lexington se propone, la afortunada dama acepta. Ese es el final.
—Si hubiera sido así de simple. Estaba viajando bajo un nombre desconocido —Ni
bien había pisado suelo inglés, había intentado hablar con alguien familiarizado con
la aristocracia alemana. Los Seidlitz eran un notable clan prusiano. Los Hardenberg
eran nobles silesianos. Pero no había ningún Barón de Seidlitz-Hardenberg en el
registro, y por lo tanto ninguna Baronesa Seidlitz-Hardenberg.
—De verdad, Christian —Golpeó los dedos una vez contra el apoya brazos de la
silla. —¿Cientos de damas debidamente acreditadas en casa y tú ofreces tu mano a
alguien a quien ni siquiera podrías reconocer si la cruzas por la calle?
—Es la que amo —Eso debería ser justificación suficiente, pero de alguna manera
no sonaba bastante adecuada, frente a todas las incógnitas. —La adorarás, te lo
aseguro.
—Lo arreglaré tan pronto como pueda convencerla de que acepte mi mano.
—Sí.
Algo resonó en su interior al dar esa respuesta inequívoca. Había estado igual de
seguro, al ver a la señora Easterbrook por primera vez, de que tenía la llave de su
felicidad.
Trató de aligerar la conversación. —Eso dice la mujer que habría estado feliz de
que me casara con cualquier mujer elegible.
—Sólo porque esta tiene el poder de hacerte daño, amor mío. Sólo por eso.
***
Había llegado al Hotel Savoy justo cuando el duque volvía a su coche y se alejaba.
Lo había seguido hasta su casa, la estructura neoclásica y fina que despreciaba.
Quizás si sus paredes hubieran sido de cristal, no le habría importado tanto. Entonces
podría verlo moviéndose por dentro, haciendo lo que fuera que hiciera cuando no la
estaba haciendo caer la cabeza sobre los talones loca de amor.
Pero no veía nada. Las institutrices del parque se ponían muy nerviosas por la
presencia inmóvil dentro del coche de alquiler. Y no pasaría mucho tiempo antes de
que un policía se acercara y le preguntara al cochero que pensaba que estaba
haciendo estudiando las casas de duques y condes.
Y lo vio. Pero fue como recibir un solo grano de arroz cuando había padecido
hambre durante una semana.
Su carruaje se volvió hacia el oeste. Pensó que se dirigiría al club en St. James
Street, pero el carruaje no se detuvo hasta llegar a Cromwell Road, justo frente al
Museo Británico de Historia Natural.
Subió los escalones de la entrada y pasó bajo los bellos arcos del museo. La
exhibición principal en el pasillo central era el esqueleto casi completo, faltando
solamente tres vértebras, de una ballena de cincuenta pies. Nunca antes había
visitado el museo sin detenerse a admirar el esqueleto, pero ahora sólo lo miró de
reojo.
Rápidamente se alejó del grupo de visitantes que se reunía delante del esqueleto
de la ballena y se dirigió al ala este, donde se alojaba la colección paleontológica.
¿Por qué estaba recorriendo esa sección del museo de historia natural británico?,
Christian no tenía ni idea. No había ni siquiera un dragón de Suabia exhibido, por lo
que podía recordar. En todo caso, debería estar revisando el Museo de Naturkunde
de Berlín o el Instituto de Paleontología y Geología Histórica de la Universidad de
Múnich.
Sin embargo, algo lo había impulsado hasta allí. Era posible que ya hubiera
llegado a Londres. Y si lo hubiera hecho, ¿no querría aprovechar la mejor colección
de dinosaurios de toda Inglaterra?
Era un día soleado y fresco, y la galería no estaba llena: media docena de jóvenes
que parecían ser estudiantes universitarios; una pareja de mediana edad, gordita y
dispendiosa, y una institutriz con dos niños a los que acallaba cuando sus voces se
excitaban demasiado.
Con una esperanza totalmente irracional, miró varias veces hacia la institutriz. Se
le había ocurrido que la baronesa era quizás la más común de las plebeyas, y por lo
tanto no se consideraba digna de una alianza con un duque. Pero esa era la menor de
sus preocupaciones. ¿Qué sentido tenía ser un duque con un linaje de ochocientos
años si no podía casarse con quien deseaba?
Caminando con la cabeza tan alta que su nariz apuntaba casi directamente al
techo, sacó a los niños. Al hacerlo, otra mujer entró en la galería. Se detuvo a estudiar
los fósiles de los lagartos voladores exhibidos contra la pared.
Su corazón dio una vuelta. Llevaba un sencillo vestido con chaqueta gris claro,
nada parecido a los románticos y suaves vestidos que había visto en la baronesa. Pero
desde la parte de atrás, su altura, postura y la manera en que su ropa colgaba de su
persona, encajaba perfectamente con su tipo.
La mujer se volvió.
La señora Easterbrook.
Francis Bacon escribió una vez: “No hay una belleza excelente que no tenga
alguna extrañeza en su proporción”. El hombre debía haber tenido en cuenta a la
señora Easterbrook. Su nariz era notablemente larga. Las formas inusuales de sus
pestañas hacían que sus ojos no estuvieran en el centro, sino estirados hacia las
esquinas exteriores. Y seguramente esos ojos parecerían absolutamente ridículos
separados por una pulgada más. Y sin embargo, el efecto, junto con sus pómulos
altos y labios llenos, era simplemente impresionante.
Apeló a sus sentidos: Era un hombre que se había comprometido con otra. La
baronesa podría no corresponder ese compromiso, pero esperaba más de sí mismo
cuando había dado su palabra.
Ella lo miró, su mirada una caricia sobre su piel. —Bah —dijo ella. —Rechoncho y
feo.
Estaba tan cerca que casi la tocaba, pero sus palabras le llegaron sólo débilmente,
como si estuvieran ahogadas por la niebla y la distancia. Y cuando volvió la cabeza,
para no mirarla directamente, se dio cuenta de una sutil pero decadente fragancia a
jazmín.
—Si no disfrutas de las creaciones de Dios, señora —dijo secamente, —tal vez no
deberías visitar un museo de historia natural.
Durante un breve minuto, mientras se dirigían el uno hacia el otro, el aire había
crujido de expectación. Tan familiar, esa sensación de cerrar la distancia entre ellos.
En cualquier momento, sonreiría y le ofrecería su brazo. Permanecerían juntos y
admirarían su maravilloso descubrimiento. Y nada, nada, los volvería a separar.
No había exagerado.
Esa reacción por parte de un hombre solía mortificarla, confirmándole que era
una aberración. Pero viniendo de él, lo adoraba. Quería que la mirara
interminablemente. No cambiaba el hecho de que la amaba por lo que era.
Y tal vez, sólo tal vez, podría utilizar su aspecto como un señuelo, intentando
conquistarlo y que se diera cuenta de que no le disgusta. Que la deseaba
ardientemente.
Tanto por permitir un contacto prolongado entre ellos. Se sentía como un campo
cosechado, su cosecha desaparecida y nada más que un largo y estéril invierno por
delante.
—Señora —dijo un hombre de unos veinte años junto a su codo, alguien a quien
nunca había visto antes.
—Señora, mis amigos y yo, remaremos para Oxford. Y nos preguntamos si tiene
algún plan para asistir a la Regata Henley.
—Les deseo mucha suerte, señores —dijo, —pero me temo que no estaré allí.
CAPÍTULO 12
Habían pasado todo el día juntos. La mayor parte de la tarde habían tratado
asuntos que tenían que ver con Cresswell & Graves, la firma de productos enlatados
que Millie había heredado de su padre. Después del té discutieron las mejoras que se
realizarían en Henley Park ese año. Y hasta que la nota de Venetia había llegado,
pidiéndoles que la esperaran en el estudio, le había estado mostrando los cambios
que había hecho en la casa de la ciudad durante su ausencia.
Uno pensaría que ese número de horas consecutivas sería suficiente. Pero
cuanto más lo miraba, más quería mirarlo. Siempre había sido así. Ese día, sin
embargo, era peor de lo habitual. Había bajado del tren para descubrir que se había
quitado la barba que había usado durante los últimos dos años. El impacto de sus
rasgos despejados, esas líneas delgadas y ángulos fortuitos, le habían quitado el
aliento.
Hacía media hora, cuando había revelado una mejora en la casa de la ciudad que
no había estado en su lista, una nueva y brillante cómoda esmaltada en azul con
margaritas blancas, una broma privada entre ellos dos, se habían reído tanto que
habían tenido que apoyarse en la pared para mantenerse erguidos. Después le había
sonreído, y ella se había sentido como si estuviera sobre las nubes otra vez.
Pero ahora su rostro era grave mientras la escuchaba contar lo que había
sucedido en la conferencia de Harvard, con mucho más detalle de lo que había
considerado prudente adelantar en la carta que le había enviado, aconsejándole que
se abstuviera de hace demasiadas preguntas sobre el retorno de Venetia y ser
sensible a sus estados de ánimo. No es que necesitara tales recordatorios, siempre se
podía contar con el buen juicio de Fitz.
—Me parece curioso que no esté enojada —dijo. —¿Has notado algo desde que
volviste? Está distraída y melancólica, pero no está enojada.
Millie miró de cerca a Venetia, tratando de determinar si Fitz tenía razón. Pero la
severidad de la expresión de Venetia anulaba todo lo demás.
Se acercó a la silla de Millie, con las manos apoyadas en el espaldar. Deseó que
su postura no fuera tan rígida. Le encantaría recostarse un poco y que le acariciara la
nuca con los dedos.
Colocó un papel en el escritorio, una carta. Millie recogió la carta; Fitz la leyó por
encima del hombro. Su corazón se hundió con cada línea.
—No sé si estoy aliviada de saberlo con certeza, o si estoy decepcionada más allá
de las palabras —dijo Venetia. —Supongo que todavía me aferraba a la esperanza de
que hubiéramos reaccionado exageradamente.
Millie miró a su marido. Estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, el
rostro carente de expresión.
—Voy a pensar en ello —dijo. —No estás bien, Venetia. Deberías acostarte y tener
una buena noche de sueño. Déjame la preocupación a mí.
Millie prestó más atención a Venetia, a veces le tomaba un tiempo ver más allá
de la belleza de Venetia, especialmente después de una ausencia. Venetia parecía un
poco descompuesta.
—No, por favor, no te molestes —Venetia hizo una pausa, como sorprendida por
la naturaleza enfática de su respuesta. Suavizó su voz. —Una ligera indigestión no es
motivo de alarma. Tomaré un poco de té. Debería estar bien por la mañana.
Venetia se fue. Fitz tomó la silla que dejó vacante. —Tendrías que acostarte
también, lady Fitz —le dijo a Millie. —Es tarde y has tenido un largo viaje.
—Largo, tal vez, pero no extenuante —Se levantó de todos modos. Se habían
casado el tiempo suficiente para que ella reconociera que quería estar solo. —¿Vas a
salir?
—Yo podría.
Para visitar a una amiga, probablemente. Ya estaba acostumbrada, se dijo. Y era
mejor así: ¿por qué mezclar una amistad tan satisfactoria como la suya? —Pues
buenas noches entonces.
—Buenas noches.
***
—¡Maldita sea, Fitz! —dijo Hastings doblándose, con las manos sobre el
abdomen. —Podrías haberme roto el bazo.
Fitz flexionó los dedos. El puñetazo al vientre de Hastings no le había dolido, pero
sí el de su rostro. El hombre tenía un cráneo duro como un lingote. —Te lo habrías
merecido. Siempre supiste que era Andrew Martin, ¿no? Y no me dijiste nada.
—Vi tu cara cuando pasearon por el jardín. Estaba claro como el día que estabas
ocultando algo sobre ella.
Debería habérselas tomado con Hastings antes, pero las decisiones de Cresswell
y Graves no podían esperar. Y la compañía de Millie había sido tan agradable, que
había dilatado su salida de la casa una y otra vez. Incomprensible: era su esposa; su
compañía era suya en cualquier momento que quisiera.
Haciendo un gesto de dolor, Hastings se dirigió al servicio de café que había sido
traído recientemente. —Ya te he contado lo suficiente.
Le dio una taza de café a Fitz que aceptó la ofrenda de paz. —Si mi hermana está
desperdiciando su futuro con algún bastardo, no quiero pasar mis días rezando para
estar equivocado. Quiero saber todo más allá de una sombra de duda para poder
actuar.
Fitz sacudió la cabeza. —Lo último que quiero es llevar a otro de sus
pretendientes frustrados.
—No soy otro de sus pretendientes —dijo Hastings, sonando notablemente como
un muchacho al que atraparon con la mano en el frasco de galletas. —Nunca la he
cortejado.
Hastings podría engañar al resto del mundo, pero para Fitz era un libro abierto.
—No le he dicho nada en trece años. ¿Por qué iba a empezar ahora? —Apartó el
café. —Ahora me voy.
***
Venetia apartó las cobijas y salió de su dormitorio. A ella no le importaba dar
vueltas, pero el dolor en sus senos, una tensión desconocida alrededor de las areolas,
la desconcertó. Había tenido el corazón roto antes, pero esta vez su miseria se había
traducido en malestares diversos y erupciones de bilis que no tenían nada que ver
con el dolor de amor.
Subió las escaleras. En el estudio de Fitz, había una enciclopedia sobre huellas
fosilizadas. Las suyas estaban almacenadas; Dios no quisiera que Christian
descubriera que la señora Easterbrook había adquirido tal objeto. Una foto en un
libro no era lo mismo, pero no tenía otros recuerdos. Y necesitaba que le recordaran
que solía hacer campaña activamente por el placer de su compañía, que su presencia
constante en su vida había importado tanto como la subida diaria del sol desde el
horizonte oriental.
Pero Fitz ya estaba en el estudio, vestido sólo con mangas de camisa, una botella
de Cresswell & Graves y un vaso.
Ella tomó la silla frente a la suya. —Dormí demasiado después del té. ¿Qué
estás...?
—De Hastings.
El señor Martin tenía una de esas caras eternamente inocentes. —¿Entonces qué
hiciste?
—Le señalé los riesgos para Helena. Que si nosotros pudimos averiguarlo,
también lo pueden hacer los demás. Que si la quiere, debe alejarse de ella.
—¿Yo?
—Tal vez.
¿Por qué tenía la sensación de que Fitz no estaba refiriéndose a otra clase de
comida? —Creo que volveré a la cama.
Sin volverse, dijo: —Si hablas del duque de Lexington, estoy bastante segura de
que no lo está.
***
Christian dejó a un lado otro pedazo de papel arrugado.
“Querida,
Tu devoto amado,
C”.
CAPÍTULO 13
—Es injusto que prestes atención a los chismes, ¿siempre me endilgarás el papel
de un villano insensible? Fue un agradable interludio que siguió su curso.
—No lo creo.
—¿Hay algo que te parezca desagradable en lady Quincy?
—Nada. Pero sería una falta de respeto de mi parte venir a ti mientras también
disfruto del favor de otra señora.
El pacto. Era la primera vez en años que tocaban el tema. Esparció una cucharada
de mermelada sobre su tostada y esperó parecer tan indiferente como él. —¡Oh,
pícaro! Somos una pareja casada. Ve y diviértete. Yo puedo esperar.
Al principio sólo fingió leer. Pero las palabras saltaron de la página y la obligaron
a prestar atención.
Se limpió la boca y se lavó la cara. Cuando salió, casi chocó con Millie. Millie, la
persona más suave que conocía, la agarró por el brazo y la apretó.
—¿Qué pasa?
—Será mejor que vaya a echar un vistazo —Helena se dirigió hacia la puerta. —
Puede que no sepa la forma correcta de hacerlo.
Helena apoyó una mano en la cama de Venetia, como si tuviera problemas para
soportar su peso. —¿En Harvard?
—¿Dónde si no?
Y las damas de la cena habrían ido a las danzas y bailes de la noche, los
caballeros a sus palos, y la palabra se habría extendido como la peste bubónica.
Las náuseas volvieron. Excepto que esta vez no quedaba nada en el estómago de
Venetia. Apretó los dientes hasta que pasó. —¿Todos piensan que estaba hablando de
mí?
—Muchos.
—¿Le creyeron?
—Es el soltero más codiciado del reino —continuó Millie. —Eres nuestra mujer
más hermosa. Que él te acuse así, incluso ante la posibilidad de que sea un error es
más que sensacional.
Helena parecía más miserable de lo que Venetia nunca la había visto. —Eso es...
Se detuvo a decir que todo era culpa suya. Hacerlo habría sido admitir que sus
hermanas tenían motivos para sacarla del país.
Venetia se levantó. —Fue muy indiscreto en Boston, tal vez pensó que podía
permitirse el lujo de serlo, ya que estaba lejos de casa. Pero estoy segura de que
desde entonces se ha dado cuenta de su error. Un hombre como él no tiene interés
en fomentar chismes.
—Esa es una visión muy lejana de ti —dijo Fitz, que había entrado en la
habitación para ubicarse junto a su esposa.
—Su silencio será igual de problemático —señaló Helena. —Tiene que confesar
los rumores como falsos.
—¿Por qué?
—Esta será una prueba para ver si mis amigos son realmente mis amigos. Si lo
son, cerrarán filas a mí alrededor y no permitirán que nadie cuestione ni mi conducta
ni mi fibra moral.
—Me aseguraré de que mis amigos se pongan en esa fila —dijo Fitz en voz baja.
—Sería un poco precipitado, pero no deberíamos tener ningún problema en dar
una cena mañana por la noche, para reunir las tropas —agregó Millie.
—Bien —dijo Venetia. —Los Tremaine darán un baile mañana por la noche.
Después de la cena, todos nosotros asistiremos.
Se hizo un silencio. Millie y Fitz sin duda estarían pensando en los detalles de lo
que necesitaban para el día siguiente. En cuanto a Helena, Venetia no tenía idea de
lo que pasaba por la mente de Helena en esos días. Esperaba que no volviera a
culparse. En todo caso, estaba agradecida por sus indiscreciones: le habían
proporcionado la semana más maravillosa de su vida.
Había escapado del infierno, no se había dado cuenta hasta ese momento. Pero
lo peor ya había pasado: había perdido al hombre que amaba.
***
Los de Montfort habían sido una familia afortunada. Otros tan prominentes
como ellos, ahora se encontraban sin tierras ni propiedades dignas. Pero los de
Montfort eran dueños de canteras, minas, vías navegables y tramos codiciados por
generaciones de constructores. Directa e indirectamente, a través de explotaciones
antiguas y nuevas empresas, Christian era responsable del medio de subsistencia de
seiscientos hombres y mujeres. Educaba a sus hijos y apoyaba a los mayores durante
su jubilación.
Sus ingresos eran tremendos, pero sus gastos también eran impresionantes. Por
esa razón, siempre controlaba las reuniones con sus agentes y abogados con el mayor
cuidado. Ese día, su atención duró lo suficiente como para aprobar la solicitud de una
concesión al Shah de Persia para buscar petróleo en sus tierras.
—Mi Lord —dijo Richards, su mayordomo, —la duquesa viuda quisiera verle.
Su Gracia nunca antes había pedido verlo en medio de una reunión de negocios.
¿Tendría algo que ver con el señor Kingston? Lo había visto en perfecto estado de
salud al dejarlo la mañana del día anterior.
—Yo me encargaré de todo —le prometió. —Voy a hacer todo bien de nuevo.
***
Increíble cuánto se podía hacer con el estómago vacío cuando era necesario
hacer mucho.
—Me trae recuerdos de cuando hice una entrada dramática, también vestida de
terciopelo rojo, si no me equivoco.
Lady Tremaine se echó a reír. —Bueno, váyase, señora Easterbrook. Dicen que
Byron saldría de su tumba para escribir sobre su belleza, si alguna vez le viera
descender una escalera.
Esta noche todo el salón de baile contuvo el aliento ante su entrada, luego los
caballeros salieron disparados para ganar un lugar en su tarjeta de baile.
Pero esa noche no necesitaba el asedio de los caballeros: Una hermosa mujer
siempre tenía asegurado el apoyo masculino. Sin embargo, la sociedad era dirigida en
gran parte por mujeres y éstas eran mucho menos indulgentes con otras mujeres.
Las muchachas más jóvenes estaban excitadas, y algunas, bastante
desconcertadas, por la posibilidad de un gran conflicto. Algunas matronas la miraban
con una mezcla de frescura y lo que sospechaba, esperaba estar equivocada, sed de
sangre. Eran demasiado prudentes para atacarla de inmediato y declararla asesina de
maridos, pero ellas, o al menos algunas de ellas, querían el escándalo y el
espectáculo del mismo sólo por deporte.
Y serían ellas, al final, las que la declararían de nuevo apta para la Sociedad.
En ese momento, sus aliadas circulaban por el salón de baile y, sutil pero
firmemente, dejaban en claro que querían que supiera que no estaban listas para que
fuera condenada al ostracismo, que estaban preparadas para romper los lazos con
quien se atreviera a tirar la primera piedra.
Estaba agradecida por eso. Pero también era realista. Si esto se prolongaba, su
reputación se afectaría irremediablemente. Al final, no sería necesario que nadie la
denunciara. La cautela colectiva, y el deseo de no asociarse con alguien de dudosa
reputación, sería suficiente para relegarla a los márgenes de la Sociedad, recibida en
unos cuantos hogares e indeseada en muchos otros.
Sin aliento y un poco mareada por bailar un vals de Strauss con Lord Tremaine,
casi no oyó el anuncio de la llegada del duque de Lexington.
Lord Tremaine había estado a punto de dejar a Venetia con Fitz y Millie, pero
cambió de rumbo y la guió hacia su esposa. Flanqueándola, para que no quedara
lugar a dudas sobre su respaldo.
Lord Tremaine intercambió una amable palabra con sus invitados, les dio la
bienvenida y luego, volviéndose un poco, como si acabara de descubrir a Venetia
junto a él, le dijo a la duquesa viuda: —Su Gracia, ¿puedo presentarte a una buena
amiga, la señora Easterbrook?
Por un momento, parecía que era precisamente eso lo que él quería hacer. Pero
la duquesa viuda puso una mano sobre su codo. Un mensaje tácito pasó entre ellos.
Esta Venetia no iba a rechazar la oportunidad de bailar con él, sin importar lo
grosero que fuera su pedido.
Su madrastra tuvo que empujarlo para que recordara pedirle que bailara.
La señora Easterbrook le sonrió, una sonrisa tan hermosa como el amanecer, tan
peligrosa como una bala.
Los músicos tocaron las primeras notas de un vals vienés. Él le tendió el brazo y
ella puso su mano sobre el codo, en un movimiento tan hermoso como su persona,
una criatura nacida para ser adorada sin remedio.
No fue hasta que caminaron uno junto al otro hacia el centro del salón de baile,
mientras no estaba mirándola directamente, que una extraña sensación lo acometió.
Seguramente nunca antes se habían tocado, pero sus dedos le provocaban una
inquietante familiaridad.
Después de la apertura introspectiva, el vals de repente se volvió brillante y
alegre. Era hora de bailar.
No, no debía imaginar ninguna similitud entre ellas. Lo último que quería era que
su mente comenzara a pegar las facciones de la señora Easterbrook en la cara todavía
inexpresiva de la baronesa.
La etiqueta del vals indicaba que mantuviera su mirada sobre su hombro, pero se
alegró de tener una excusa para mirarla. La sensación de déjà vu de los contornos de
su cuerpo se estaba volviendo demasiado fuerte para su comodidad, y su mente, que
nunca era suya para controlarla cuando ella estaba cerca, insinuó que sabría
exactamente dónde y cómo tocarla para hacerla derretir de deseo.
Sus ojos se encontraron. Pero su belleza, en vez de descarrilar el altamente
insostenible tren de pensamientos, sólo le despertó una posesividad primitiva:
Quería encerrarla en su casa y no permitir que nadie más la contemplara.
¿Por qué quería a esa insípida criatura? ¿Por qué quería que la danza siguiera y
siguiera, cuando debería estar pensando en otra persona?
No sería por mucho tiempo más. Sólo hasta su reencuentro con la baronesa. Y
esta vez, no la dejaría ir.
—Fastidioso.
—Naturalmente.
—Una pena —dijo. —¿Está el afecto de Vuestra Gracia puesto, en otra parte?
¿Era su imaginación o se había detenido deliberadamente antes de decir -en otra
parte? La palabra en inglés no era nada similar a su equivalente en alemán, pero de
alguna manera todavía sonaba extraña.
Volvió a mirarla. Ella lo miró directamente por encima del hombro. Era un poco
más fácil de soportar sin el efecto de su mirada directa, pero aún así era
insoportablemente hermosa. Los dioses habrían llorado.
—No, por supuesto que no, pero uno escucha rumores. Es muy prudente que
dejes de llamarme una vez que hayamos despistado a lady Avery. Tu señora no
estaría muy contenta si fueras visto constantemente conmigo. Tengo, digamos, cierto
efecto sobre los hombres.
Le lanzó una mirada que habría hecho que Aquiles dejara su escudo y
abandonara todas las glorias de Troya. —Si tú lo dices, señor.
Venetia se sintió aliviada de que no tuviera que seguir diciendo cosas que
consiguieran que la señora Easterbrook sonara exactamente lo contrario a la
baronesa von Seidlitz-Hardenberg. Pero no escuchaba su voz, aunque ahora hablara
un inglés helado en lugar de un alemán cariñoso.
Este era su amado, de vuelta en sus brazos, un milagro terrible, pero un milagro
al fin. Le resultaba difícil contenerse, no dejar que su mano izquierda trazara el
contorno de su hombro, su pulgar derecho acariciara el centro de su mano
enguantada, o su cabeza se inclinara hacia adelante y descansara sobre él.
Pero muy pronto, el vals llegó a su fin. Los bailarines a su alrededor se separaron.
El duque también se separó de ella. Pero Venetia, inmersa en los recuerdos de su
cercanía, no se soltó.
Se dio cuenta de su error después de un segundo. Pero un segundo era un
tiempo muy largo para semejante paso en falso. Podría haber desabrochado su
corpiño, no lo habría sorprendido más.
No está aquí —dijo Hastings. —La madre de su esposa está enferma. Se ha ido a
Worcestershire para atenderla.
—¿Crees que debería enviarle una nota con mi dirección a la señora Martin, mi
querida señorita Fitzhugh? —susurró. —Martin no parece tener suficiente resistencia
para servir a dos mujeres. Y Dios sabe que probablemente tú podrías agotar a
Casanova.
Una vez más esa insinuación de que ella era ninfómana. Detrás de su abanico,
puso sus labios muy cerca de su oreja. —No tienes ni idea, mi señor Hastings, los
anhelos calientes que se me despiertan de noche, cuando no puedo tener a alguien
en mi cama. Mi piel se quema por el deseo de ser acariciada, y mi cuerpo entero por
quedar apasionadamente satisfecho por cualquier hombre.
Hastings por una vez se quedó mudo. La miró con algo a mitad de camino entre
la diversión y la excitación.
Cerró bruscamente el abanico y le golpeó con fuerza los dedos, observando con
gran satisfacción mientras él ahogaba un grito de dolor.
—Por cualquier hombre excepto tú —dijo ella, y giró sobre sus talones.
***
Para el paseo en el parque, Christian llevó su carruaje más grande, para poder
sentarse lo más lejos posible de la señora Easterbrook.
El vestido de tarde, de color rosado, lanzaba un sutil rubor en sus mejillas. Sus
ojos, sombreados por su sombrilla de encaje, eran de color aguamarina, el color
exacto del cálido Mediterráneo que tanto lo había encantado. Sus labios, suaves,
llenos, perfectamente delineados, prometían la suavidad de los pétalos de una rosa.
Fue cuando habló que se dio cuenta de que ya había empezado a desnudarla
mentalmente, arrancando los botones de seda que cubrían su corpiño como pasas de
grosella.
Por otra parte, ¿la habría deseado menos si hubiera demostrado ser
completamente indiferente? ¿No le habría despertado el apetito codiciándola como
un premio mayor?
—He oído que usted ha ordenado una gran comida para mañana por la noche en
el Hotel Savoy —prosiguió la señora Easterbrook.
Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría dicho en términos inequívocos que
se ocupara de sus propios asuntos. Pero allí era imprescindible que hablara de la
baronesa en un tono tan cálido como fuera públicamente permisible.
Si ella iba.
Juzgar su expresión era como intentar medir la variación de la intensidad del sol
mirándolo directamente. Pero pensó que parecía triste. —¿Y esta es la última vez que
te veré, verdad?
—Lo cual estoy seguro de que debe ser un alivio para ti.
—No conoces mi carácter, mi Lord —dijo con decisión. —Lo único que conoces es
mi cara.
CAPÍTULO 14
El amor, declaró, moviendo el dedo hacia Lexington, debería ser fortificado con
mucha comida y mucha carne. Milord ya estaba demasiado delgado. ¡Su noche con la
dama podría asemejarse a dos esqueletos chirriando en un laboratorio médico!
Christian llegó media hora antes de la cena. La mesa estaba siendo colocada
mientras entraba en la habitación, tazones de cristal, saleros de plata, cuencos que
contenían uvas, higos y cerezas colocados a distancias prudentes sobre el paño de
damasco azul.
Pero ¿y si no lo hacía?
Las velas estaban encendidas. Las copas brillaban a la ligera luz. La escultura de
hielo resplandecía, los delfines saltando graciosamente las olas heladas. Una botella
de champán de sesenta años de añejamiento estaba reverentemente depositada en
el aparador, lista para ser descorchada en el momento en que llegara.
Ya debería haberse presentado. La etiqueta dictaba que uno debía llegar a cenar
al menos un cuarto de hora antes de la hora indicada, por respeto a la delicada
naturaleza de los soufflés.
Le había dado su palabra. ¿Acaso tenía tan poco valor para ella? Y si hubiera sido
su intención romper su palabra desde el principio, ¿por qué no enviarle una carta y
hacérselo saber?
El único que había presionado para continuar su aventura más allá del viaje.
Había sido el que había ofrecido su corazón, su mano, sus secretos. Ella ni siquiera le
había dicho su verdadero nombre.
Y aunque no hubiera visto ni oído nada, debía reconocer que todavía se sentía
conmocionado por las palabras de la señora Easterbrook. No conoces mi carácter,
señor. Lo único que conoces es mi cara... ¿por qué todavía estaban resonando en sus
oídos?
Había vuelto a soñar con la señora Easterbrook la noche anterior, una escena
doméstica aún más inquietante de los dos sentados ante un fuego rugiente,
escribiendo cartas, leyendo un libro que parecía haber salido de su biblioteca. De vez
en cuando, el ser de sus sueños levantaba la vista de su tarea y lo miraba. Excepto,
que en lugar de los cálidos e infelices brotes de posesividad que últimamente lo
habían asediado, sólo había sentido un simple contentamiento te tenerla cerca.
Le había devuelto su presente. No quería tener nada que ver con él.
***
Pasó otra hora antes de que el duque finalmente saliera del hotel.
Todavía puedes, susurró una voz imprudente dentro de ella, como había estado
susurrando durante las últimas tres horas. Síguelo, intercéptalo. Solo por esta noche.
Sólo podía mirar como su amante, con cara de piedra, se subía a su carruaje y se
alejaba.
***
Durante toda la noche, Christian pasó de la ira a la desesperación y viceversa. Por
la mañana, sin embargo, llamó a su carruaje y regresó al hotel.
Quizá había sido un tonto. Lo más probable es que hubiera sido más que
estúpido. Pero había sido franco y honorable, y merecía algo mejor que eso.
Una rápida investigación en el hotel dio como resultado que la losa de piedra
había llegado por mensajero tres días antes. Una nota mecanografiada había llegado
por correo la mañana anterior, con instrucciones para su entrega esa noche quince
minutos después de las ocho. El gerente general ofreció sus abultadas disculpas:
había habido un cambio de personal durante el día y el personal del siguiente turno
se había olvidado de la losa de piedra hasta las nueve menos cuarto.
Christian pidió ver el sobre original de la nota. Por desgracia, había sido
descartado. Pero el empleado que había abierto el sobre recordaba muy claramente
que el matasellos había sido de la ciudad de Londres y que había sido de ese mismo
día.
¿Qué tan probable era que ella hubiera ido a Londres solo para despedirse? No
muy probable. Sin embargo, había dejado instrucciones a un investigador privado
para que averiguara si algún hotel de Londres acogía a una huésped de origen
germánico, entre veintisiete y treinta y cinco años de edad, que viajaba sola.
Christian fue a las oficinas de Cunard Line en Southampton y pidió ver la lista de
pasajeros del Campania. No reconoció ningún nombre en la lista, aunque sí supo que
el Campania había salido de Nueva York dos días antes del Rhodesia, pero había
tardado nueve días en cruzar el Atlántico debido a problemas técnicos en el mar.
Como ya estaba en Southampton, visitó las oficinas de la Great Northern Line y
pidió ver la lista de pasajeros del Rhodesia. La baronesa había viajado con una
doncella. No debería ser imposible descubrir la identidad de dicha criada.
Su noche había sido agitada, pero sus esfuerzos no habían sido irrelevantes. A la
mañana siguiente habló con el comisario del Rhodesia y se enteró de que la baronesa
Seidlitz-Hardenberg no había comprado billetes para ninguna empleada. En cambio,
mientras estaba a bordo del Rhodesia, había contratado el servicio de una de las
doncellas de la nave como sirvienta personal temporal, una muchacha de origen
francés de nombre Yvette Arnaud, que por supuesto no tendría ninguna objeción en
contestar algunas preguntas a Su Gracia el duque de Lexington.
Pero él hizo la pregunta de todos modos: nunca le molestaba oír cómo otra
mente analizaba los mismos datos. —¿Por qué fue elegida al final?
Esa era una respuesta que Lexington no había esperado. Su corazón se detuvo. —
¿Cómo es eso?
—Su nombre era alemán, me hablaba en francés, pero sus cosas eran inglesas.
—¿Qué cosas?
—Sus baúles tenían la marca de una reconocida casa de Londres, vi las letras en
el interior de las tapas. Sus botas provenían de un cordelero de Londres. Y sus
sombreros, los que no tenían velo, eran la obra de madame Louise en Regent Street.
Sé que Regent Street está en Londres porque mi vieja empleadora, la modista,
esperaba tener un día allí su propia tienda.
—Es muy generosa, antes de desembarcar me dio una horquilla con ópalo y
perlas. Y tiene un impresionante guardarropa, las prendas más hermosas que he visto,
no tan hermosa como ella, por supuesto, pero...
—Bueno, es la mujer más hermosa que he visto. Le dije a las otras doncellas que
no era de extrañar que mantuviera su rostro cubierto... si se hubiera quitado el velo,
hubiera provocado disturbios en el Rhodesia.
—¿Te creyeron?
—No, pensaron que exageraba salvajemente las cosas, ya que nadie más pudo
echarle un vistazo a su rostro. Pero usted, señor, sabe lo magnífica que es y sabes que
no exagero.
***
Lejos de eso.
Por la mañana había tenido que correr al retrete dos veces, primero después de
tomar el desayuno, otra vez cuando Helena, por consideración, le había traído una
taza de té con crema y azúcar.
La primera vez fue capaz de ocultarlo a todos excepto a su doncella, que la había
acompañado desde los diez años y era sumamente discreta y digna de confianza. La
segunda vez, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Helena ya estaba ordenando a un
lacayo que fuera a buscar al médico antes de que Venetia pudiera imponerse.
Así que cruzó el Támesis y caminó, sin saber a dónde se dirigía y sin preocuparse.
Inglesa. Hermosa.
En algún momento se dio cuenta que tenía hambre y entró en una tienda de té,
sólo para detenerse en su camino. Una pared entera de la tienda estaba cubierta con
los retratos enmarcados de las bellezas de la sociedad.
***
La señorita Redmayne, una médica que se había entrenado en París, estaba
sentada junto a la cama de Venetia. Millie y Helena rondaban al otro lado.
—Eso es correcto.
—Así es.
La pregunta que Venetia había estado temiendo. Se mordió el labio inferior y citó
un día hacía casi cinco semanas.
La señorita Redmayne parecía pensativa.
—La falla podría haber estado en tus difuntos esposos, en lugar de en ti, señora
Easterbrook. Ahora si me permites la pregunta, ¿has tenido algún amante desde tu
última menstruación?
—Entonces, por mucho que el diagnóstico no sea bienvenido para ti, me temo
que estás embarazada.
Ya no más.
—¿Está usted segura, señorita Redmayne, de que no tengo un tumor o algo así?
Venetia agarró las sábanas entre sus dedos. —¿Cuánto tiempo tengo antes de
que mi condición se haga visible?
***
Varias veces casi pegó la vuelta. Una vez llegó a detenerse completamente, a
pesar de la molestia de un profesor cuyo camino estaba bloqueando. Pero no pudo
detener el terrible momento que eventualmente lo empujó a moverse de nuevo,
pasando por los mamíferos, hacia la galería Reptilia.
Sin ser capaz de articular un por qué, se dirigió directamente hacia el Cetiosaurus,
ante el cual había intercambiado palabras con la señora Eastbrook, frases de su parte
y hostilidades de la suya.
Echó una mirada furtiva a la pequeña montaña de cartas. Había mirado a través
de la pila, se había detenido en la carta de Venetia, y la había leído primero. Ahora
abrió otra carta.
—¿De quién es? —preguntó ella, poniendo aún más mantequilla en su tostada.
—Leo Marsden.
El señor Marsden había estado en la misma casa que Fitz en Eton. Había
abandonado Inglaterra tras la anulación de su matrimonio.
—No, ha estado en Estados Unidos desde el otoño pasado, pero dice que piensa
ir a la India.
Fitz terminó la carta del señor Marsden, la dejó a un lado para responderla y
ojeó el resto de la pila. Como pensaba que iba a suceder, se quedó quieto.
Lentamente, volvió el sobre. Allí vería el nombre del remitente, “Señora John
Englewood, hotel Northbrook, Delhi”. Millie mantuvo la cara hacia abajo y
ciegamente buscó algo de su propio montón de cartas.
Por el rabillo del ojo, vio que sólo tenía una hoja de papel. El reverso, frente a
ella, estaba en blanco, una carta no muy larga. Pero la señora Englewood nunca le
había escrito desde el día de su boda, ese era un acontecimiento que cambiaba la
tierra.
—Los Featherstones nos han invitado a cenar —dijo Millie. —Parecía como si
tuviera que decir algo, mantener la pretensión de normalidad. —Lady Brightly ha
fijado la fecha de su boda con Lord Geoffrey Neels y les gustaría que asistiéramos. Y
oh, lady Lambert está cancelando su fiesta en el jardín, su padre falleció y está de
luto.
Qué aburrido sonaba. ¡Qué tedioso y aterrador! Pero, ¿qué podía hacer? Esas
eran las cosas que ella y Fitz discutían.
Ya no se molestó en interesarse por otra cosa. Leyó con una concentración feroz,
como si hubiera pasado la carta demasiado rápido la primera vez y ahora debiera
procesar lentamente cada palabra.
Millie lo miró, para no dar la impresión de que por lo menos su atención fuera
antinatural. —¿El capitán Englewood ha renunciado a su comisión?
Millie parpadeó. La señora Englewood no sólo era viuda, sino una viuda que ya
había salido de su período de luto, libre de desenvolverse en la sociedad. —Eso fue
hace trece meses. ¿Cómo no nos enteramos antes?
—Según ella, la madre del capitán Englewood había estado muy mal de salud.
Como no se esperaba que durara mucho tiempo, cuando su hijo falleció de repente
decidió mantener la noticia oculta, ya que la muerte de su primogénito le causaría
demasiada pena en sus últimos días. Pero vivió más tiempo de lo que todos creían.
Millie sintió una punzada de simpatía por la madre del capitán Englewood, que
sin duda había tenido la esperanza de ver a su hijo por última vez. Deberían haberle
dicho la verdad. Tal vez había muerto con la idea de que su hijo no había tenido
tiempo para ir a verla.
—Se lo dijeron por fin —dijo Fitz en voz baja. —Y ella murió diez días después.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Millie. Recordaba el lecho de muerte de su
madre. Fitz había movido cielo y tierra para que ella pudiera regresar a Inglaterra a
tiempo y por eso siempre le estaría agradecida.
—En junio.
Un mes antes de cumplir los ocho años pactados. —Justo para la temporada de
diversión en Londres. Estoy segura de que debes estar deseando que llegue.
Fitz no respondió.
¿Por qué había notado eso? ¿Por qué mencionaba cosas que le hacían albergar
esperanza?
***
Todo.
No era de extrañar que hubiera estado tan ansiosa por bajarse del Rhodesia.
Había descubierto sus turbulencias internas, sus secretos más recónditos; no le había
quedado más nada que sonsacarle. Y no era de extrañar que se mostrara tan
satisfecha cada vez que la encontraba. Podía mirarlo sonriente, sabiendo lo bien que
lo había subyugado.
Lanzó los menús dorados que habían sido impresos para la cena en el Savoy al
fuego y cubrió las cenizas con todas las cartas que había escrito, una por cada día de
espera a su reencuentro, y la última mientras esperaba el regreso del Rhodesia de
Hamburgo. No podía creerlo. Había escrito una carta aun después de que ella hubiera
incumplido su promesa y devuelto su regalo. Sólo se había abstenido de hacerlo
después de ver la placa que llevaba su nombre de soltera en el museo.
—¿No he dejado en claro que no estaría disponible para nadie esta tarde?
—Lo hizo, señor —dijo Owens disculpándose. —Pero la señora Easterbrook dijo
que querrías verla.
Los días pasados lejos de Londres habían sido buenos para su salud, una dieta
más espartana había calmado su estómago y evitado episodios adicionales de su
descompostura matutina, pero su mente se había preocupado más y más al
reconsiderar sus opciones.
Tenía la suerte de poseer fondos y libertad de movimiento. Podía optar por pasar
el otoño y el invierno en algún lugar del extranjero, dar a luz en secreto y encontrar
un buen hogar de crianza para la criatura allí en Inglaterra, si pudiera soportar
separarse del niño.
Había pensado seriamente en pedir ayuda a Fitz y Millie. Millie podría irse con
ella y luego regresar a Inglaterra fingiendo que el niño era suyo. Era una solución tan
buena como cualquiera que pudiera encontrar en semejantes circunstancias.
Confiaba en que su hermano y su cuñada serían buenos padres, y ella misma, como
tía, podría visitarlo tantas veces como quisiera mientras veía cómo crecía.
Pero sus pensamientos siempre volvían al duque. El niño era suyo. Puede que no
quisiera que su carne y sangre se criara en la casa de otro hombre. Y tal vez, merecía
saber que estaba a punto de ser padre.
Por supuesto que para que lo supiera, tendría que confesarlo todo, y esa
perspectiva le había provocado la reacción de huir como si él fuera el Vesubio y ella
una desdichada residente de Pompeya. ¿Cómo podría enfrentar voluntariamente su
ira?
Y sin embargo, allí estaba, en la antesala de su casa, con las palmas húmedas, el
estómago revuelto, el corazón latiendo tan fuerte que casi lo sentía en la garganta.
Huir. “Sólo crees que puedes hacerlo porque no lo has pensado. Esta confesión no
es un dolor de corta duración que puedes soportar durante media hora. No tienes ni
idea de cómo va a reaccionar. Si lo desea, podría hacer miserable el resto de tu vida”.
Casi inmediatamente sus ojos se fijaron en una fotografía sobre el mantel. Había
estado demasiado nerviosa para notar algo de la casa, pero ese retrato le había
llamado la atención: el joven duque y su madrastra, cada uno con un puñado de
dardos, de pie junto a un árbol.
Había sido honesto y directo. Ella había sido todo excepto honesta. Y ahora debía
sufrir las consecuencias de su acción.
Ella se había atrevido a pensar en cómo abordar el asunto, pero las palabras
directas surgieron de su garganta reseca. —Su Gracia, estoy embarazada.
—¿Estás segura?
La frialdad de su pregunta la sacudió momentáneamente de su temor. Debería
estar indignado, y sin embargo allí estaba, actuando como si la única noticia
inesperada fuera su embarazo.
Miró la alfombra. Sus acciones habían sido bastante atroces. Pero que él hubiera
descubierto su engaño de alguna manera lo empeoraba todo. —Para responder a tu
pregunta anterior, sí, estoy segura de que el niño es tuyo.
—Eres una mujer adinerada. Me imagino que no has venido a pedir dinero.
—No.
—¿Por qué crees que tendría un consejo para ofrecerte? ¿Crees acaso que tengo
el hábito de embarazar regularmente a las mujeres?
—¿En relación con mi antigua infertilidad? Puedo darte los nombres de los
médicos que me examinaron.
Ella respiró hondo. —Admito que apenas puedo considerarme digna de crédito
ante ti. Pero, ¿qué ventaja obtendría en fingir que estoy embarazada si no lo
estuviera? Esta situación sólo presenta inconvenientes.
—¿No hay un principio científico de que la explicación más simple tiende a ser la
correcta?
Se dio la vuelta por fin. Le dolía el corazón. Estaba aún más delgado, sus pómulos
prominentes y afilados.
—¿Perdón?
—Una mujer como tú no cubre su rostro sin una razón. ¿Qué querías lograr?
Pero no creería una sola palabra de ello. Ahora no. Y se dio cuenta abruptamente
nunca lo haría.
Porque era un hombre entrenado para examinar sólo los hechos, y los hechos
eran indiscutibles: Lo había seducido bajo falsas pretensiones; le había arrebatado
una propuesta de matrimonio; había desaparecido rápidamente; y había incumplido
posteriormente su promesa de volver a verlo, al tiempo que bailaba con él, hablaba
con él y lo veía afectado por su angustia y miseria.
Ella ya lo sabía. Lo había sabido todo desde el principio. Pero el embarazo debía
haber destruido su sentido común. Porque había llegado aterrorizada, sin una pizca
de esperanza y sin embargo había intentado dilucidar las cosas, arrojar una luz
poderosa y razonable para que comprendiera su punto de vista.
Sobre todo porque su amor era el aspecto más irracional e inexplicable de toda
esa historia.
—Lo que yo quería, por supuesto, era tu corazón en un plato —dijo la Gran
Belleza.
Christian estaba frío a pesar del fuego rugiente en la chimenea, tan frío como los
árboles de su jardín, tiritando bajo la lluvia.
¿Cómo podría la crueldad ser tan hermosa? Sin embargo, ella era incandescente.
—¿Por lo que dije?
—Precisamente.
No fue hasta que estuvo casi en la puerta que recordó. —Aún no. Todavía no
hemos discutido qué hacer con el niño.
Christian entrecerró los ojos. —¿El pobre marido cargará sin saberlo con el
bastardo de otro?
Su ceño fruncido era sofocante pero no tenía ningún efecto sobre la señora
Easterbrook.
—No permitiré que mi hijo sea criado en la casa de alguien tan estúpido y
crédulo como para casarse contigo.
—Lo juro.
—Entonces me casaré contigo, por el bien del niño. Pero si estás mintiendo, me
divorciaré de la manera más pública posible.
—No. Obtendré una licencia especial. Nos casaremos ante el menor número de
testigos requeridos por la ley. Si deseas traer a los miembros de tu familia, hazlo,
pero yo dejaré a la mía fuera de esta desgracia.
—¿Y después? ¿Seguimos nuestros caminos separados? —Su tono era ligero y
sarcástico.
—Qué tentador. Estoy segura de que nunca me han propuesto nada más dulce.
Ella puso la mano en la manija de la puerta. —Tienes dos semanas para conseguir
la licencia, Su Gracia. Después haré público que necesito un marido.
CAPÍTULO 16
“Señora,
Esta nota es para informarle que ya tengo la licencia especial. Nos casaremos a
las diez de mañana en la iglesia St. Paul en Onslow Square.
Atentamente,
Lexington”
“Milord,
Atentamente,
Sra. Easterbrook”
“Señora,
Atentamente,
Lexington”.
“Milord,
Por supuesto, una luna de miel en el campo. Estoy de acuerdo.
Atentamente,
Señora Easterbrook
Venetia había guardado el vestido de brocado azul que había usado para casarse
con el señor Easterbrook, pero no se atrevía a salir de la casa con algo que
obviamente no era un vestido de paseo.
Todavía no creía que el duque fuera a casarse con ella. Lo terrible de haberle
mentido tan abrumadoramente era que ahora no sentía que le debiera ninguna
verdad. Que si estuviera gastándole una broma cruel, no podría culpar a nadie sino a
sí misma.
Llegó a la iglesia quince minutos antes. Él ya estaba allí en un banco, sentado con
la cabeza inclinada.
—Sí, deseo casarme con Su Gracia —dijo apresuradamente. —¿No puedes llamar
a nuestros testigos?
No pareció ser suficiente. —Sé que nunca nos hemos visto —dijo el clérigo, —
pero señora...
—Estoy muy agradecida de que pueda casarnos con tan poco tiempo, reverendo.
Por favor, si hay algo que podamos hacer por tu parroquia y por esta hermosa iglesia,
no dudes en pedirlo.
Venetia soltó un suspiro de alivio. Echó una mirada furtiva al duque. Su rostro
estaba impasible: podía haber impedido que el clérigo hiciera el ridículo, pero el
duque había adivinado muy bien lo que el hombre había estado a punto de hacer.
El duque recitó sus votos con notable desapasionamiento. Venetia había oído a
Fitz memorizar sus lecciones de latín con mayor sentimiento. ¿Dónde estaba el
hombre que quería pasar cada minuto despierto con ella? ¿El que estaba dispuesto a
afrontar todos los obstáculos para estar cerca suyo?
Lo peor de esa boda forzada era que habían sido ellos mismos en el Rhodesia. Y,
sin embargo, las dos personas que se ataban de por vida en ese momento eran sólo
sus fachadas, la Gran Belleza y el altivo y despreocupado duque.
¿Volvería a ver su verdadero yo otra vez? ¿Y alguna vez se atrevería a dejarle ver
el suyo?
***
El costo del papel había subido de nuevo. Dos manuscritos que había estado
esperando continuaban haciéndose desear. Susie, su nueva carcelera, estaba sentada
fuera de su oficina bordando una pila de pañuelos con la paciencia de una tortuga
centenaria. Sin embargo, Helena habría estado feliz si Andrew hubiera acudido a su
cita oficial esa mañana en Fitzhugh & Co., para recibir el primer ejemplar, recién
salido de la imprenta, del segundo volumen de su Historia de Anglia Oriental.
Tres semanas habían pasado desde su regreso a Inglaterra, tres semanas largas y
frustrantes, especialmente después de recibir su última carta, el día después del baile
de los Tremaine. Había sido escueto y apologético, afirmando que había visto el error
de sus acciones y que ya no haría nada que pusiera en peligro su reputación.
Siguió paseándose. Pero eso sólo aumentaba su agitación así que se sentó, miró
la pila de documentos y comenzó a ojear un manuscrito. Era para un libro para niños.
Fitzhugh & Co. no publicaba libros infantiles, pero la ilustración de los dos pequeños
patos en la primera página era tan encantadora que contra su voluntad volvió la
página.
—Señorita Boyle, quiero que envíe inmediatamente una carta a... —miró el
manuscrito que sostenía en la mano, —la señorita Evangeline South y ofrézcale ciento
veinte libras por los derechos de autor de su colección. O nuestros términos
habituales de comisiones. Pídale que responda lo antes posible...
—No hacía falta que vinieras, esa es la definición misma del voluntariado, ¿no? —
replicó. —¿Y por qué participas de un almuerzo familiar?
—No dije que fuera a asistir al almuerzo, sólo que te llevaría a la casa de Fitz.
—Ciento veinte libras por los derechos de autor, que conservarás durante al
menos cuarenta y dos años..., esa es una oferta mezquina, ¿verdad? —preguntó
Hastings mientras indicaba al cochero que avanzara.
—Te informo que la señorita Austen recibió ciento diez libras por los derechos de
autor de Orgullo y Prejuicio. Y fue en un momento en que la libra esterlina estaba
bastante devaluada debido a los gastos de las guerras napoleónicas.
—Miss South es libre de escribirme con una contra oferta. También tiene la
opción de publicar por comisión, si no quiere esa suma considerable por adelantado.
—Lo que hace aún más incomprensible que estés interesada en el señor Martin.
—Te diré que veo en él, señor: su apertura de espíritu, su capacidad de asombro,
y una absoluta falta de cinismo.
—No.
—Un hombre no debe vivir su vida por las expectativas de los demás.
—No todo el mundo vive su vida únicamente persiguiendo sus propios placeres.
—Pero tú y yo lo hacemos.
Un año atrás, ella habría rechazado categóricamente esa declaración. Pero hacer
eso ahora la convertiría en hipócrita. Volvió la cara hacia la ventana y deseó de nuevo
haber presionado a Andrew para que desafiara a su madre.
Pero al mismo tiempo, la pérdida de Andrew había cerrado una puerta invisible
en ella. La felicidad que habían compartido se había vuelto sacro santa. Ningún otro
hombre podría acercarse a reemplazarlo; ningún hombre debería intentarlo.
Millie no lo había conocido antes de que estuviera ensillado con una finca que se
desmoronaba. Para un hombre cuya esperanza en la vida había sido sofocada
brutalmente, excepto por un breve período, se había conducido con dignidad
intachable, enterrando su decepción y dedicándose a sus deberes.
El chico que había sido, antes de que el destino le hubiera mostrado su mano
dura.
Y eso era algo que Millie nunca podría compartir con él, esa gloriosa y
despreocupada adolescencia que había conocido antes de que ella llegara a su vida,
marcando el principio del fin.
Fitz apartó el informe y sonrió a su hermana. —¿Nos has echado de menos desde
el desayuno o hay otra razón para...
Atónita, Millie miró a su marido, que no parecía tan asombrado como ella
esperaba que estuviera.
Venetia sonrió. Millie no podía decir si era una sonrisa feliz, pero era tan
deslumbrante que la dejó con pequeños puntos bailando en sus retinas. —Lexington.
Por fin, Fitz pareció tan sorprendido como Millie. —Una elección interesante.
Helena se echó a reír. Cuando nadie más se unió a ella, su mandíbula cayó. —No
estás hablando en serio, Venetia. No puedes estarlo.
—Esta mañana. El anuncio saldrá en los periódicos mañana —Venetia sonrió otra
vez. —No puedo esperar a ver su museo.
Millie necesitó un momento para recordar la colección privada de historia
natural de Lexington y el entusiasmo que Venetia había expresado. Pero había sido
una reacción fingida para incentivar a Helena. ¿Sería fingido el placer de Venetia
también?
—¿Y por qué no nos dijiste nada? —Helena estaba fuera de sí. —Podríamos haber
impedido que tomaras esta terrible decisión.
Fitz frunció el ceño. —Helena, ¿es esa una buena manera de hablar con Venetia
el día de su boda?
—No estabas allí —dijo Helena con impaciencia. —No oíste todas las cosas
odiosas que dijo de ella.
Fitz miró a Venetia. Su mirada se posó en su cintura. Una mirada rápida y discreta,
a la que Millie no hubiera prestado mucha atención, si no se hubiera dado cuenta.
—Sí.
—Entonces, felicitaciones.
—No nos detengamos —dijo Fitz. —Tendrás mil detalles de los que ocuparte.
¿Empezamos con el almuerzo?
***
Agitó el café que había sido puesto delante suyo. —Madrastra, sabes lo que
siento por aquellos que no mantienen sus palabras.
Había mandado una nota la mañana siguiente después de preguntar por la cena,
y él le había dicho la verdad, que estaba decepcionado. También había dicho en la
misma nota que planeaba averiguar la razón detrás de la ausencia de la baronesa y
que la duquesa viuda lo sabría tan pronto como supiera algo. Esa última promesa no
había respetado completamente.
—¿Fue todo lo que necesitaste para sacarla de tu vida? ¿No supiste por qué no
acudió a la cita?
El café, sabía demasiado como el que había bebido cuando la señora Easterbrook
se había acercado a su mesa aquella primera noche en el Rhodesia. Una carga tan
erótica que no había podido probar el café negro desde entonces sin sentir una
oleada de la misma anticipación.
—¿Lo es?
—Me usó y me desechó; no tengo nada más que decir —Excepto que tenía que
seguir hablando de ella. —Quería decirte que me casé.
Ella sacudió su cabeza. —No me has ofendido, querido, estoy aturdida. ¿Por qué
esta fuga de manto y daga? ¿Y por qué la señora Easterbrook? No tenía la impresión
de que la quisieras particularmente.
—Entonces, ¿por qué te casaste con ella? Has hecho tu elección como si las
esposas fueran platos en un menú, tomando el pescado cuando no hay más bistec.
Yo... me has desconcertado completamente, Christian.
Ella le dirigió una mirada triste pero no menos astuta. —¿Estás bien, Christian?
—¿Le importa?
—Christian...
—Odio ser tan grosero, Madrastra. Pero mi duquesa —diciendo la palabra sintió
como si estuviera tragando arena, —y yo partiremos para nuestra luna de miel. No
puedo quedarme.
—Christian...
Él cerró su mano sobre la suya. —Ahora soy el hombre más envidiado de toda
Inglaterra. Sé feliz por mí, Madrastra.
—Los espíritus interfieren con mi digestión, por desgracia. Pero tomaré una taza
de café.
—Me parece interesante que haya dicho muchas cosas que fueron menos que
corteses sobre ella. Sin embargo, de ustedes dos, no es ella la que está enojada; sino
usted.
No podía permitirse el lujo de una venganza casi perfecta. —Me perdonará por
no hablar de sentimientos personales con un virtual extraño.
—Por supuesto que no esperaba que confiase en mí, señor.
El señor Easterbrook, su segundo marido rico que había muerto solo. —¿Qué hay
con él?
—De acuerdo con lo que Lady Fitzhugh me ha relatado, cree que mi hermana
abandonó a su marido en su lecho de muerte. Yo estuve allí ese día. Le aseguro que
nada podría estar más lejos de la verdad.
—¿Me hará creer que estaba a su lado, sosteniendo su mano mientras exhalaba
su último aliento?
—Esa historia encierra detalles privados de los que no tengo derecho a hablar.
—¿Se suicidó?
La bandeja del café llegó, pero Earl Fitzhugh ya se había levantado de su asiento.
—No debo quitarle más tiempo en el día de su boda.
***
—¿Sí, Cobble?
—La duquesa viuda de Lexington desea verte, señora.
La Gran Belleza tuvo el efecto deseado. La duquesa viuda vaciló, y entrecerró los
ojos, como si una luz demasiado brillante le hubiera iluminado el rostro.
Venetia tomó asiento con un revoleo de faldas que hizo graciosamente a un lado.
—¿Ha venido a felicitarme, señora? Estoy más que encantada de estar casada con
Lexington.
Eso, sin embargo, tuvo un efecto aleccionador en la mujer mayor. —¿Lo está,
duquesa?
—Me gustan los fósiles, especialmente los de la Edad Cretácea. El duque tiene
una gran colección. Estoy emocionada por poder visitar su museo privado, y quizás
algún día organice una exhibición.
Esa no era la respuesta que la duquesa viuda esperaba. —¿Te has casado con él
por sus fósiles?
Trajeron el té. Venetia balbuceó. —África, creo, será nuestro próximo destino. Es
un territorio rico en restos fósiles, por lo que he oído. ¿Azúcar y leche, señora?
Venetia dejó la tetera y extendió la mano hacia la crema. Tantos años de no cavar
en busca de fósiles habían permitido que sus dedos lucieran delgados y encantadores.
Se aseguró de mostrar su mejor ventaja. —Si usted habla de la señora del Rhodesia,
creo que le ha decepcionado terriblemente.
Si sólo fuera cualquier tipo de premio para él. —Esa era mi decisión, señora, y ya
la he tomado.
—Siento haber sido tan terriblemente desagradable —dijo en voz baja. —En
verdad tengo el corazón destrozado.
—¿Sobre mis difuntos esposos? Está mal informado. Pero me temo que su mente
no está preparada para la verdad.
—No debo quitarle más tiempo —dijo la duquesa viuda, dejando su taza de té.
—Puedo darte un consejo —dijo la duquesa viuda. —Si crees que el duque está
equivocado acerca de ti, debes hacérselo saber. Puede ser bastante intimidante, pero
no es cerrado y nunca se resiente al ser corregido.
Había una razón por la que los sueños de los adolescentes solían permanecer en
la adolescencia: eran extravagantes y francamente peligrosos a veces.
Ella, o más bien sus metas, habían sido su sueño adolescente. ¿Qué importaba
que ya estuviera casada? En las fantasías, un marido no era una barrera. Empezó a
abandonar su sueño sólo después de su fatídico enlace con Anthony Townsend. E
incluso entonces, no enteramente, y no al instante.
Pero no era suficiente para ella que un hombre de cada diez mil se atreviera a
criticarla. No, por su transgresión tenía que pagar con su corazón.
***
Su posesión más costosa estaba sentaba enfrente de él en su vagón privado,
imperturbablemente encantadora. No podía imaginar que una vez hubiera sido suya,
que la hubiera acariciado y unido su cuerpo al de ella. Su belleza era asombrosa,
excesiva, como si no fuera de carne y hueso, sino un conjuro artístico, nacida de la
inspiración provocada por un éxtasis febril.
Una belleza que eclipsaba la luz. La luz del sol ingresaba desde un solo lado del
coche, pero ella se veía iluminada desde todos los ángulos, una iluminación
uniforme y suave como la que un pintor podía lograr cuando quería representar a un
ángel o una deidad en su nimbo personal.
Durante algún tiempo había estado tan quieta como una estatua; ni un sólo
volante se había movido sobre su vestido blanco y oro a rayas. Pero ahora había
posado sus manos sobre la mesa que los separaba mientras desataba el primer botón
de su guante. Un gesto descaradamente sensual. ¿Lo era? No estaban en público, y él,
la única persona en el vagón privado, era su marido.
Parecería justo encontrarle un defecto en alguna parte. Unos dedos romos serían
un buen lugar para comenzar; nudillos huesudos no sería demasiado pedir. Pero no,
tenía las manos delicadas, los dedos largos y atractivos. Incluso sus nudillos eran
agradables.
Levantó las manos elegantes y desató las cintas del sombrero debajo de su
barbilla, sacudiendo su cabeza levemente mientras se lo quitaba. De repente fue
demasiado. Se quedó mudo, incapaz de respirar, incapaz de pensar, incapaz de hacer
otra cosa que desearla: su presencia lo destrozaba, y la única forma de recuperarse
era consumirla en cuerpo y alma.
Al minuto siguiente recuperó el sentido, pero no antes de que ella lo hubiera
sorprendido.
Durante una década he vivido fascinado por su belleza. Escribí un artículo entero
sobre el significado evolutivo de la belleza como un reproche a mí mismo, que yo, que
entendía los conceptos tan bien, sin embargo no podía escapar de la atracción
magnética de la belleza de una mujer en particular.
Y ella lo sabía. Con precisión quirúrgica sabía que había tumbado sus defensas,
hasta dejar su corazón desnudo, con toda su vergüenza y su anhelo expuesto.
Algernon House era magnífica: con galerías de mármol, los techos altos pintados
por maestros italianos, la biblioteca con su colección de cincuenta mil volúmenes,
incluyendo una Biblia de Gutenberg y manuscritos de da Vinci.
Pero de lo que Venetia se enamoró fue de sus vastos y hermosos terrenos. Había
un jardín geométrico que albergaba una enorme fuente que representaba a Apolo y
las Nueve Musas, un jardín de esculturas encerrado por paredes cubiertas de hiedra y
un jardín de rosas que empezaba a florecer, aromatizando el aire con su denso
perfume.
Venetia estaba bien acostumbrada a las exigencias de dirigir una casa, pero
nunca había tenido que ocuparse de una propiedad de semejante magnitud. Toda su
primera semana, a pesar de que había anhelado explorar los terrenos durante horas
y horas, se dedicó a tareas más urgentes, aprendiendo los ritmos y las rutinas de la
casa, reuniéndose con todos los sirvientes y envolviendo sus manos suave, pero
firmemente en las riendas de su nuevo hogar.
Pasos, lentos y tranquilos se acercaron cada vez más a la puerta, tan cerca que
casi podía oírle respirar. Más silencio, lleno de posibilidades. Su corazón se
estremeció ante la anticipación del placer. Tal vez incluso podría hablar con ella
después.
Quizás...
Sin embargo, lo escuchaba cada noche, no exactamente con esperanza, sino más
bien con suspenso.
Pero ella también los mimaba. Tanto su mayordomo como sus jardineros habían
deseado durante mucho tiempo tener un viñedo, para ofrecer a sus invitados la
diversión de consumir uvas frescas de los campos en su propia mesa. Christian les
había negado constantemente el deseo, citando su frivolidad. Ella les había dado su
bendición de seguir adelante.
Y a los sirvientes de baja categoría les dio nuevos uniformes, junto con botones
de oro para los hombres y horquillas de perlas para las mujeres, que podían
mantener o vender como desearan. Soborno puro, en su opinión, pero ciertamente
le había conseguido la aprobación de todos. Su personalidad amable, botones
brillantes, horquillas relucientes, y realizaban sus tareas cotidianas con la vitalidad de
un resorte.
Christian se refugió en el ala este, lejos de todos los cambios energéticos. Las
habitaciones públicas de la casa estaban en el bloque central, las habitaciones
familiares en el ala oeste. El ala este, que era una parte solitaria y algo desierta de la
casa, se había convertido en un estudio aislado y un museo privado para su colección
de fósiles y especímenes.
Si bien era capaz de evitar a su esposa con algún éxito durante el día, no había
escapatoria de la cena o la charla educada antes de cenar que estaba decidida a
imponerle cada noche. No sabía cómo se las arreglaba, pero todas las noches lo
aturdía de nuevo con su belleza. Y podía jurar que cada día se servía la cena un
cuarto de hora más tarde, de modo que tuviera que soportar el asalto de su belleza
durante mucho más tiempo.
Entró en el ala este. Todavía no había conocido el ala este, sabiendo que su
incursión le disgustaría. Pero a veces uno debía invadir. De hecho, a veces había que
desobedecer al ser amado.
Ella suspiró. Había sobrestimado los terrenos: ésa era la parte más hermosa de la
casa.
El museo tenía cincuenta pies de largo y treinta de ancho, con vitrinas que
rodeaban las paredes. Desde el techo colgaba un esqueleto de águila de Haast en
pleno vuelo. La exposición central era un par de colmillos fosilizados que pertenecían
a un mastodonte, un par mucho más pequeño que probablemente fueran de un
Stegodonte enano, y un colmillo derecho de casi dos veces su altura que había sido el
orgullo y la alegría de cualquier paleontólogo.
Miró por encima del hombro. Christian estaba en la puerta. Sólo había puesto
una bata sobre su camisón; él estaba vestido más formalmente con una camisa y un
par de pantalones. Pero la camisa estaba abierta en el cuello. Tenía una aberrante
necesidad de lamer la base de su garganta.
—Es bastante evidente que estoy admirando tus fósiles. ¿Qué estás haciendo tú
aquí?
—Vi una luz encendida y vine a investigar. Pero ya veo que solo eres tú.
Aún puede obtener su premio. —¿Te reconoció? Me dijo algo una vez sobre un
jugador de Harrow que me admiraba.
—Fitz logró evitarlo. Hizo que la policía aceptara que el señor Townsend había
muerto de una hemorragia cerebral, y que antes de morir, había regresado a una
casa que conocía y se había acostado para descansar.
—Pobre Meg Munn. Pero las criadas eran un lote insatisfactorio. Quería que su
adulación viniera de damas de sociedad, pero las damas apropiadas requerían cosas
tales como joyas antes de admitir que un hombre era impresionante.
Nunca había expuesto los hechos con tanta minuciosidad. Tal vez debería
haberlo hecho hacía años. Entonces se habría dado cuenta mucho antes de que la
persona que Tony había condenado desde el principio era a él mismo.
Y sólo a sí mismo.
Giró el extremo del cinturón de su bata entre los dedos, esperando que dijera
algo, o tal vez simplemente esperando a que se fuera para poder volver a contemplar
sus fósiles. Cuando su mirada permaneció sobre ella, apretó el cinturón con bastante
fuerza.
No había estado en el cuarto de niños por mucho tiempo. Todavía podría haber
algunos de sus juguetes y libros allí. Y, por supuesto, toda la finca era un gran patio de
recreo para un niño. —¿Cuándo nacerá el bebé?
El asintió.
—No tendría tanta prisa en hablar con tus abogados si fuera tú.
La contempló retrocediendo. Era una mujer tonta, ¿no se daba cuenta de que la
había aceptado desde el momento en que había dicho “Sí quiero”?
CAPÍTULO 18
Christian tuvo una noche agitada, no que hubiera sido diferente a cualquiera de
las que había tenido desde que había desembarcado del Rhodesia. Pero después de
su encuentro en el museo privado, sólo podía reconocer con vergüenza y horror lo
mal que había actuado. ¿Qué había pensado para que su carácter se retorciera y
denigrara tan descuidadamente, sin el más mínimo respeto por la verdad?
No estaba allí.
—¿Dónde? —Los terrenos de Algernon House eran vastos. Podría estar a millas
de distancia.
—No nos lo informó, señor. Sólo dijo que no la esperáramos antes del almuerzo.
—¿Cuándo se fue?
Aún no eran las nueve. Si no regresaba antes del almuerzo, estaría fuera unas
buenas seis horas.
—¿Cuándo?
—Ayer, señor.
Los restos de la cantera consistían en un acantilado casi circular con una rampa
que descendía hasta el fondo. Para llegar a la cima de la rampa, tuvo que guiar a su
semental por una pequeña colina. La vista que lo saludó al coronar la loma le hizo
perder el aliento.
Estando a medio camino de la rampa de tierra que había construido hacía años
para facilitar el acceso a las partes más altas del acantilado, cuando vio a su baronesa,
con el sombrero velado que había sido parte de su misterio. Estaba parada de
espaldas a él, estudiando con esmero un promisorio trozo de sedimento, triásico
tardío por su aspecto. Apoyando el martillo y el cincel, cogió un cepillo y barrió los
escombros alrededor de una protuberancia de color ocre. Todo el tiempo silbando
una viva aria de Rigoletto, sus notas brillantes y exactamente en sintonía, hasta que
alcanzó una nota alta donde se quedó sin aire y desafinó. Eso la hizo reír.
Ella miró por encima del hombro. La parte delantera del velo había sido
levantada sobre la corona de su sombrero; su cara estaba sucia y manchada, sus ojos
extraordinarios ocultos en gran medida bajo el ancho borde. Sin embargo, sintió el
familiar ademán de su paz mental, de la arraigada expectativa de que debía afectar al
mundo y a los que estaban en él, pero no al revés.
—¿Cómo me encontraste?
—No es tan difícil adivinar qué parte de mi propiedad podrías desear explorar.
¿Qué has encontrado?
Hizo girar las cerdas de un cepillo contra los pequeños y afilados dientes del
cráneo. —No podía compartir los detalles más dolorosos de mi vida con un extraño
que me había condenado tan fríamente.
Sería más sabio volver a la casa. Se había preparado para su excursión con un
frasco de té y un sándwich. El bocadillo ya se había terminado en el camino de ida, ya
que le había llevado más tiempo de lo esperado encontrar el sitio. El frasco también
estaba casi vacío, el día se había calentado rápidamente.
—¿Estaba de paso por la cantera? —Preguntó, una vez que la había ayudado a
subir al asiento. La casa del guardabosque estaba en algún lugar cercano, según
Gerald le había dicho.
Wells le pasó una cesta cubierta con una gran servilleta. Ella comió una galleta.
Sabía a limón. —Es muy amable de su parte y de la señora Wells.
—¿Te importaría darte un poco de prisa? —le preguntó a Wells, que conducía
como si fuera el carro estatal durante el Jubileo de la Reina.
—Su Gracia dijo que debía conducir despacio y con firmeza, para no sacudirle
milady.
—¿Dónde está el duque? —preguntó a la primera persona que encontró, que era
Richards.
Richards pareció sorprendido por la pregunta. —Su Gracia ha partido para
Londres.
Christian no había dicho nada sobre dejar Algernon House. —Por supuesto —
murmuró, con la esperanza de no mostrarse como se sentía, vacilante. —Quise decir
¿cuándo se marchó?
Quería patearse. Así que elegí vengarme. ¿Cómo pudo haber dado esa respuesta
como si fuera una razón absoluta?
Así que elegí vengarme. Pero mi plan se desintegró una vez que me di cuenta de
que no eras el villano que creía. Y el mayor error de mi vida no fue casarme con Tony,
fue no decirte la verdad después de que me enamoré de ti.
Eso es lo que debería haber dicho. Pero ya era demasiado tarde. Se había ido, sin
siquiera respetar el período de su luna de miel.
—¿Señora?
No era una niña que se detuviera ante el primer obstáculo. Se había marchado a
Londres, no había viajado al otro lado del mundo. Estaría allí antes de la hora del té.
***
Meg Munn, la sirvienta que había afirmado estar embarazada con el hijo de
Townsend, resultó ser sorprendentemente fácil de localizar. Christian había enviado
un cable antes de salir de Derbyshire por la mañana. A su llegada a Londres,
McAdams, su abogado, ya tenía algo de información.
—Hablé con el señor Brand, el agente que había alquilado las casas al señor
Townsend durante varias Temporadas de Londres, con la esperanza de que pudiera
tener alguna información sobre el personal del señor Townsend. Él fue quien me dijo
que la doncella Meg Munn se había casado con el señor Harney, uno de los antiguos
empleados del señor Brand, que ahora es comerciante de verduras en Cheapside. Fui
a Cheapside y ubiqué el establecimiento. La señora Harney me dijo que, aunque de
vez en cuando aceptaba los acercamientos del señor Townsend, prefería mucho a
Harney, a quien también concedía sus favores. Cuando se embarazó, estaba bastante
segura de que era hijo de Harney, pero no le molestó tratar de convencer a su
amante para que le proporcionara una dote.
—La loseta ha sido trasladada a la estación Euston, señor. Está lista para salir
cuando lo desee.
Debería haberse disculpado con ella en la cantera. Pero las palabras se le habían
atorado en la garganta. Expresar adecuadamente su contrición volvería a considerar
el hecho de que la había codiciado desde lejos durante muchos años. Y no podía
hacerlo ante sus hermosos ojos y su clara mirada.
—Sí señor.
Entró cinco minutos más tarde al salón. —No son bienvenidas aquí.
—Bueno, bueno —dijo lady Avery con una sonrisa de lobo. —Entonces será mejor
que terminemos rápidamente y sigamos nuestro camino, ¿no?
—Por supuesto que no, pero a nosotras sí nos preocupa mucho. Es por eso que
redoblamos nuestro esfuerzo para probarnos veraces. ¿No le interesa saber lo que
hemos desenterrado?
Un sabor acre se formó en la lengua de Christian. Miedo. No por él, sino por su
esposa.
—Por lo tanto, este es sólo un aviso de cortesía de nuestra parte, señor —añadió
lady Somersby, —para hacerle saber que no vamos a dejar que el asunto quede así.
Lucharemos por nuestra reputación con uñas y dientes.
Casi se echó a reír, su reputación. Excepto que no había la menor ironía en las
palabras de Lady Somersby. Por mucho que pudiera burlarse de su vocación y de sus
esfuerzos, se lo tomaban con absoluta seriedad.
—¿Y si no tiene ningún interés en dar a conocer al público los detalles privados
de su vida con el señor Townsend?
—Fui a la escuela con Grant, el sobrino de Lady Somersby. Ella conoce sus
inclinaciones. Sin embargo, nunca he oído a ninguna de las dos decir una sola palabra
de ello. Eso me dice que no necesitan contar todo lo que saben.
—Si es verdad que sois buscadoras de la verdad sobre todo, y si es verdad que se
adhieren a su propio código de honor, entonces estoy dispuesto a ofrecerles ciertas
verdades que no encontrarán en otra parte. A cambio les pido que se abstengan de
causarle a la duquesa más angustia.
Las mujeres intercambiaron una mirada. —No podemos hacer promesas hasta
que escuchemos lo que tiene que decirnos. Después de todo, hemos trabajado más
de un cuarto de siglo en nuestra reputación. No podemos pasar por alto semejante
injuria por una confesión menor.
Una confesión menor. ¿Sería eso su revelación? Había muchas posibilidades. Ésas
eran mujeres encapuchadas, profundamente envueltas en todo tipo de sentimientos
humanos. Lo que para él era un secreto insoportablemente íntimo podría muy bien
situarse en algún lugar cerca de la parte inferior de su escala en términos de ofensas
y morbosidad.
Las fosas nasales de las mujeres se dilataron. Su mirada sobre él era la de dos
buitres que habían esperado pacientemente y que pronto se darían un festín. Se
sentía enfermo, casi con náuseas, desnudando su alma ante ellas.
Agarró el respaldo de la silla delante de él. —Me enamoré de mi esposa hace diez
años, cuando todavía era la señora Townsend.
La puerta del salón se abrió para revelar a la mujer más encantadora del mundo,
vestida con una bata de viaje de color arenisca. —Christian —dijo, —sé que no he
sido...
Vio a lady Avery y lady Somersby. Sus ojos se estrecharon. Su rostro se puso
pálido. —No sabía que la casa estaba abierta a cualquiera.
—Ha conocido al señor Grant, uno de los queridos amigos de Su Gracia desde sus
días de escuela, ¿no es cierto, Su Gracia? —le preguntó lady Somersby a Venetia.
—¿Y sabe lo que nos contó el señor Grant hace poco? —Lady Somersby continuó
con un brillo infernal en sus ojos. —Que el duque ha estado obsesivamente
enamorado de usted, señora, durante los últimos diez años. En vista de los cambios
en los acontecimientos de los últimos tiempos, tengo la firme convicción de que
planeó todo esto con el propósito expreso de hacerle suya.
Quería protestar. Pero su lengua debió de estar hinchada lo que no sólo hizo
imposible el habla, sino que también bloqueó sus vías respiratorias. Tampoco podía
respirar.
—Muy brillante, querida, muy brillante —murmuró lady Avery. —Ahora todo
tiene sentido.
—Odio romper esta bonita burbuja de felicitaciones —dijo Venetia, —pero qué
escoria. Qué basura. El duque nunca en su vida había pensado en mi antes de hablar
con el señor Townsend... y muy poco desde entonces.
—Veo que has adivinado por fin —dijo Venetia con sarcasmo. —Mis planes, sin
embargo, salieron mal. El duque, estoy segura, lo disfrutó. Pero yo fui la que se
enamoró. Él es todo lo que quiero en un hombre... y mucho, mucho más, si saben a
qué me refiero.
Los ojos de lady Somersby eran del tamaño de huevos. La mandíbula de Christian
cayó. Su esposa no le hizo caso.
Christian estaba aturdido. Las damas Avery y Somersby también. Por fin, lady
Somersby dijo: —Si nos disculpan un momento, mi hermana y yo debemos hablar en
privado.
—¿Dejarles saber sobre tu condición? ¿Estás loca? —No era fácil mantener la voz
baja.
—Entonces, ¿quién pudo haber informado tan mal a esos buitres? No puedo
creer que la duquesa viuda hubiera hecho algo así.
—Nunca le dije nada a ella tampoco. Nunca se lo he contado a nadie, excepto a ti.
—Entonces...
—Yo se los dije. Habían desenterrado todo tipo de pruebas de que Townsend y yo
estábamos en el mismo lugar poco antes de su muerte y que todo lo que Lady Avery
afirmaba también podría ser probado para demostrar que sus chismes eran ciertos. Y
les propuse que si dejaban el pasado en su lugar, les daría algo que valiera la pena.
Tragó saliva. —No puedo hacerte daño de nuevo. No lo haré. Y tú, de repente
entras y deshaces todo lo que acabo de hacer.
—Por supuesto que sí, idiota. ¿Cómo puedes pensar lo contrario? Lo creas o no,
me tienes de rodillas.
La lujuria se sacudió a través de él. —Se seria —dijo con cierta dificultad. —
Estamos en una habitación con dos lobos.
Alguien se aclaró la garganta. —Sus gracias —dijo lady Avery, —mi hermana y yo
hemos llegado a una conclusión.
Les habría dicho que se fueran al demonio, pero su esposa se hizo cargo de la
situación. Se desprendió de sus brazos y retrocedió, pero no antes de frotar el pulgar
por su labio inferior, como adelanto de una promesa flagrante dejándolo ardiente de
necesidad.
Se volvió hacia las chismosas. La sonrisa se borró de su rostro; una vez más se
había puesto en la piel de la Gran Belleza. —Por favor sean breves. El duque y yo
tenemos otros planes para la tarde.
Las tres mujeres se dieron la mano. Pero antes de que Christian pudiera decir
algo, la duquesa viuda apareció en la sala.
—No podía soportar separarme de mi esposo durante nuestra luna de miel —dijo
Venetia, sonriendo y deslumbrándolo completamente. —Así que lo he seguido a
Londres.
—Sólo vine a buscar los tetrapodichnites para llevártelos a Algernon House.
—Por supuesto.
—Huellas saurianas fosilizadas. Mi esposa tiene una obsesiva pasión por los
monstruos prehistóricos.
Su esposa bajó la cabeza y lo miró entre sus magníficas pestañas. —El duque me
va a llevar a sus expediciones.
Apenas podía quitar los ojos de su Venetia. —Mis más humildes disculpas,
Madrastra. No sé en lo que estaba pensando.
Las puertas del salón se abrieron de nuevo, esta vez para admitir a Lord Fitzhugh,
Lady Fitzhugh, Miss Fitzhugh y Lord Hastings. Venetia dio un grito encantado, los
abrazó uno por uno, incluso a Lord Hastings, e hizo las presentaciones.
Venetia se echó a reír. —No, Mi lady. Les envié una nota antes de salir de
Derbyshire. Había algo en la casa de mi hermano que yo quería. Pero esperaba
recibirlo por correo.
—Es excelente verte, Venetia —Lord Fitzhugh puso una mano en el brazo de su
hermana. —A ti también, Lexington. Veo que el matrimonio les sienta bien a los dos.
—Es un estado muy agradable, debo admitir —dijo Christian, volviendo a mirar a
su esposa.
Una mirada que su cuñado comprendió al instante. —Y puesto que todavía están
en su luna de miel, creo que deberíamos esfumarnos. ¿Vamos, Helena?
—Dejé al Sr. Kingston en medio de una partida de ajedrez. Será mejor que vuelva
a casa - añadió la duquesa viuda.
—¿No deberías tener más cuidado en tu condición? —Se las arregló para
balbucear cuando quedó libre para tomar aire.
Le tomó la cara entre las manos. —Y a la vez podrás ver cuánto te amo.
Después, se abrazaron.
—¿Lo recuerdas?
—Yo no...
Ella se rió. —Así que incluso después de hacer eso, todavía me sentía atraída por
ti.
—No puedes entenderlo, retiro lo dicho. Pero puedes muy bien entender lo que
es ser repelido, y atraído por la misma persona. Yo estaba fuera de mí.
—Es porque ahora me siento como me sentía entonces: que tengo toda mi vida
por delante y posibilidades infinitas.