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PRÓLOGO

Ocurrió un día soleado del verano de 1886.

Hasta entonces, Christian de Montfort, el joven Duque de Lexington, había


llevado una vida apacible.

Su pasión era el mundo natural. Desde niño, nunca había sido más feliz que
cuando podía observar los pichones de aves picoteando las cáscaras delicadas para
salir a la luz, o pasar horas observando las tortugas y las truchas que nadaban contra
la corriente en el río que atravesaba las tierras de la familia. Criaba orugas en
terrarios para visualizar los resultados de sus metamorfosis, hasta convertirse en
brillantes mariposas o humildes polillas. Cuando llegaba el verano lo llevaban al mar,
y estudiaba el movimiento de la marea, sabiendo instintivamente que estaba siendo
testigo de una lucha feroz por la supervivencia, sin perder la capacidad de asombro
ante la belleza y la complejidad de la vida.

Después de que aprendió a montar, desaparecía con regularidad en el campo


circundante a su imponente casa. Algernon House, la sede Lexington, ocupaba un
vasto terreno en el Distrito de los Peaks. En los acantilados de sílex y piedra caliza,
Christian, excavaba en busca de fósiles de gasterópodos y moluscos.

A veces se enfrentaba con la oposición de alguien. Su padre, por ejemplo, no


estaba de acuerdo con sus intereses científicos. Pero Christian había nacido con una
seguridad innata que a la mayoría de los hombres le llevaba décadas desarrollar.
Cuando el viejo duque objetó el poco elegante pasatiempo de su hijo, Christian
fríamente le preguntó si debía practicar el pasatiempo favorito de su padre a la
misma edad: perseguir a las criadas alrededor de la casa.
Como si su aplomo no fuera suficiente, también era alto y bien formado, de una
belleza clásica. Navegaba por la vida con el poder y la impermeabilidad de un
acorazado, seguro de su porte, convencido de su destino.

Su primer encuentro con Venetia Fitzhugh Townsend sólo contribuyó a alimentar


esa certeza.

En la fiesta anual en Eton y Harrow, un punto culminante de la temporada en


Londres, justo había hecho una pausa para el té de la tarde. Christian dejó el pabellón
de los jugadores de Harrow para hablar con su ex madrastra, ya que ella había
regresado recientemente de su luna de miel con su nuevo marido.

El padre de Christian, el difunto duque, había sido una decepción, debido a su


frívola y constante infidelidad. Sin embargo, había tenido mucha suerte en la elección
de sus esposas. La madre de Christian, que había muerto demasiado joven como para
recordarla, generalmente era recordada como una santa. Su madrastra, que había
llegado a su vida, no mucho después, había demostrado ser una gran amiga y una
aliada incondicional.

Había visto a la duquesa viuda antes, en medio del partido. Pero ahora ya no
estaba en el mismo lugar. Cuando Christian oteó el borde más alejado del campo, la
visión de una mujer joven atrapó por un momento su mirada.

Estaba sentada casualmente en la parte posterior de un faetón abierto,


bostezando detrás de su abanico. Su postura era desgarbada, como si hubiera
querido librarse de las prendas interiores almidonadas que a otras damas las
mantenían tan rígidas como efigies. Pero lo que hacía que ella se destacara entre la
muchedumbre era su sombrero de plumas de color albaricoque que le recordaban las
anémonas de mar que tanto le habían fascinado en la infancia.

Ella cerró el abanico y se olvidó de las anémonas de mar.

Se quedó sin aliento. Nunca había contemplado una belleza de tal magnitud e
intensidad. Era seductora, fascinante, como la visión de tierra firme para un náufrago.
Y él, que no había estado en un barco desde que tenía seis años de repente se sentía
como si hubiera estado a la deriva en el océano abierto durante toda su vida.
Alguien le habló. No pudo entender una sola palabra.

Había algo elemental en su belleza, como una nube de tormenta, una avalancha
de nieve, o un tigre de Bengala rondando en la oscuridad de la selva. Un fenómeno
de peligro inminente y abrumadora perfección.

Sentía un dolor dulcemente agudo en el pecho, su vida nunca volvería a estar


completa sin ella. Pero no sentía miedo, sólo emoción, asombro y deseo.

—¿Quién es ella? —preguntó a nadie en particular.

—Esa es la señora Townsend —contestó nadie en particular.

—Es un poco joven para ser viuda —dijo.

La arrogancia de esa declaración le sorprendería en años posteriores, al oír


llamarla señora y asumir de inmediato que su marido que estaba muerto, dando por
sentado que nada podría interponerse en el camino de su voluntad.

—Ella no es viuda —se le informó —No lleva mucho tiempo de casada.

No se había dado cuenta de que alguien la acompañaba. Se le había aparecido


como si estuviera en un escenario, sola, siendo el centro de atención. Pero ahora veía
que estaba rodeada de gente. Su mano descansaba casualmente en el antebrazo de
un hombre. Su cara se volvió hacia él cuando le habló, y le sonrió.

Christian sintió como si estuviera cayendo desde una gran altura.

Siempre se había considerado una raza aparte. Ahora era solo un tonto que
podía anhelar y luchar, pero nunca alcanzar el deseo de su corazón.

***

—Has sido todo un espectáculo hoy —dijo Tony.


Venetia se agarró a la correa del carro. La berlina avanzaba pesadamente a través
de las congestionadas calles de Londres; realmente no había necesidad de utilizar la
correa. Pero al parecer no podía siquiera extender los dedos de la tira de cuero.

—Uno de los jugadores de Harrow no pudo quitar la mirada de ti —continuó Tony.


—Si alguien le hubiera entregado un tenedor te habría devorado de un solo bocado.

Ella no respondió. Cuando Tony mostraba ese tipo de estado de ánimo, nunca
tenía la posibilidad de decir nada. Las nubes se agolpaban por encima. Por debajo de
las sombras, las hojas de verano se tornaban de color gris, nada escapaba del alcance
del hollín de Londres.

—Si fuera menos discreto le diría que no eres fértil. Eres un elaborado engaño de
Dios, Venetia. Toda belleza en la superficie, pero bastante inútil para lo que
realmente importa.

Sus palabras eran gotas de ácido en su corazón, ardiendo, corroyendo. En la


acera, los peatones abrieron sus paraguas y la lluvia comenzó a golpear la ventanilla
del coche. Deslizándose por el panel de cristal en largas y borrosas estelas.

—No es cierto que no puedo tener hijos —dijo. No debería haber contestado.
Sabía que estaba pinchándola. Pero de alguna manera, ese tema siempre la hacía
saltar.

—¿Cuántos médicos hacen falta para convencerte? Además, mis amigos se


casaron y en menos de un año ya tuvieron herederos. Ya han pasado dos años para
nosotros y no muestras el menor signo de embarazo.

Ella se mordió el interior de su labio. La culpa de su incapacidad para procrear


podría muy bien estar en él, pero se negó siquiera a contemplar esa posibilidad.

—Sin embargo, me alegra saber que tu apariencia no es del todo inútil. Howard
estuvo de acuerdo en unirse a mi empresa ferroviaria, y me atrevería a decir que lo
hizo para tener la oportunidad de seducirte —dijo Tony.

Por fin ella lo miró. La dureza de su voz se reflejaba en su rostro, sus rasgos una
vez atractivos, ahora lucían duros y frágiles. Durante su noviazgo había pensado que
él era guapo, divertido, inteligente, e iluminado desde dentro por una inagotable sed
de vida. ¿Realmente había cambiado tanto o ella había estado cegada por el amor?

Y si despreciaba a Howard por desearla, entonces ¿por qué deseaba incluirlo en


sus vidas? No necesitaban la empresa ferroviaria. Ni otra fuente de disgusto para él.

—¿Vas a traicionarme? —preguntó de repente.

—No —dijo ella, más cansada de lo que podía soportar. Su desprecio y rechazo se
habían convertido en una condición casi permanente de su matrimonio. Lo único que
le importaba, o al menos eso parecía, era el asunto de su fidelidad.

—Bueno. Después de ver en lo que me has convertido, la fidelidad es lo menos


que puedo esperar de ti.

—¿Y en que te he convertido? —Siempre había sido una esposa decente. Se


preocupaba por su comodidad, nunca gastaba su asignación, y no alentaba jamás a
hombres como Howard.

Su voz sonó amarga. —No hagas preguntas inútiles.

Volvió la cara hacia la ventana. El pavimento había desaparecido bajo una


multitud de paraguas negros.

Incluso en el interior del carro se sentía el frío incipiente. El verano terminaría


muy pronto ese año.

Poco tiempo después que Christian terminó el trimestre en Harrow, se dedicó a


leer los viajes de Ciencia Natural en Cambridge. El verano después de su segundo año
en el College, había participado en una excavación en Alemania. En su camino de
vuelta a Algernon House, se había detenido en Londres para inspeccionar el nuevo
envío de fósiles marinos en la división de historia natural del Museo Británico, fósiles
que no estarían disponibles para el público durante algunos meses.

El debate iniciado por los nuevos fósiles era más estimulante, tanto así que, en
lugar de continuar con su viaje a casa, Christian había aceptado una invitación a cenar
con el comisario y varios de sus colegas. Después, en lugar de retirarse
inmediatamente a su residencia de la ciudad, donde un reducido personal mantenía
la casa lista para su uso en caso de que lo requiriera, había decidido pasar una hora
en su club. La sociedad había salido de Londres al final de la temporada; y podía
esperar absoluta tranquilidad allí.

El club de hecho, estaba bastante vacío. Con una copa de brandy a su lado, se
instaló en un sillón e intentó leer el Times.

Los días pasaban amenamente. Entre sus estudios, la revisión de sus fincas, y sus
amigos, las horas de Christian estaban totalmente ocupadas. Pero por la noche,
cuando el mundo se callaba y quedaba solo con sus pensamientos, su mente volvía
con demasiada frecuencia a la mujer que había impactado en su corazón, sin siquiera
una mirada.

Soñaba con ella. A veces la veía vívidamente en sueños, su cuerpo desnudo, ágil,
sus labios susurrando palabras lascivas de aliento en sus oídos. Otras veces se
mantenía resueltamente fuera de su alcance, a poca distancia mientras él estaba
clavado en el suelo, o de pie junto a él justo después de que hubiera sido convertida
en una estatua de piedra. Tendría problemas para gritar dentro de sus confines de
mármol, pero ella no se daba cuenta en absoluto, era tan indiferente como preciosa.

Alguien entró al salón decorado con paneles oscuro. Christian reconoció al


hombre al instante: Anthony Townsend. Su marido.

Los años transcurridos desde su encuentro con la señora Townsend habían sido
un largo ecuatorial en los aspectos más frágiles de la humanidad. Hasta que la había
conocido, no había sabido de la existencia de la envidia, la miseria y la desesperación.
Tampoco la culpa, que latía en sus venas a la vista de Townsend.

Nunca había deseado el mal al hombre y rara vez pensaba en él como algo más
que un objeto. Pero se había acostado con su esposa innumerables veces en su
mente. Y si algo llegara a sucederle a Townsend, él sería el primero en la fila para ser
presentado a su viuda.

Esos pensamientos eran causa suficiente para que Christian diera cuenta de su
brandy y dejara a un lado el vaso. Se levantó para marcharse.
—Te he visto antes —dijo Townsend.

Después de un momento de parálisis, Christian dijo fríamente, —No creo que nos
hayamos conocido.

No compartía la veneración de sus antepasados por la herencia familiar, pero era


tan inaccesible como cualquiera de los Montfort que hubieran existido antes.

Townsend, sin embargo, estaba impávido. —No he dicho que nos hayan
presentado, pero conozco tu cara de alguna parte. Sí, ahora lo recuerdo. Del partido
de Cricket hace dos años. Tenías una gorra a rayas de Harrow, y estabas comiéndote a
mi mujer con los ojos.

El reflejo de Christian en una ventana, un crudo ataque químico de luz contra


oscuridad en la calle más allá, mostraba a un hombre inmóvil y silencioso, como si
hubiera mirado directamente la cara de la medusa.

—No puedo recordar la cara de mis sirvientes, pero recuerdo las caras de todos
los hombres que babean detrás de mi esposa —El tono de Townsend era
extrañamente indiferente, como si fuera algo cotidiano en su vida.

La cara de Christian ardía, pero permaneció en silencio: No importaba qué tan


vulgar fuera discutir sobre la esposa de uno de esa manera y regañar a los que la
codiciaban, Townsend tenía razón.

—Me recuerdas a alguien —continuó. —¿Eres pariente del difunto duque de


Lexington?

Si Christian admitía su identidad, ¿Townsend ennegrecería su nombre delante de


su esposa? Observó sus labios moverse lentamente en la ventana. —El duque era mi
padre.

—Si por supuesto. Entonces eres Lexington. Estaría encantada de saber que
alguien de tu exaltada posición nobiliaria la considere un premio —Townsend rió, un
sonido seco, sin sentido del humor. —Todavía puedes obtener tu premio, Su Gracia.
Pero piénsalo dos veces. O puedes terminar como yo.
Esta vez Christian no pudo evitar su desprecio. —¿Hablando con extraños acerca
de mi esposa, quieres decir? No lo creo.

—Nunca pensé que sería de ese tipo de persona —se encogió de hombros
Townsend. —Perdóneme, señor, mi exabrupto es impropio de un hombre.

Se inclinó. Christian devolvió una breve inclinación de cabeza.

No fue hasta el día siguiente que se preguntó que habría querido decir Townsend
con “todavía puede obtener su premio”.

El obituario de Townsend estaba en el diario la siguiente semana. Conmocionado,


Christian hizo averiguaciones y descubrió que Townsend había estado al borde de la
quiebra. Por otra parte, les debía cantidades exorbitantes a los joyeros, tanto en
Londres como en el continente. Deudas que había estado acumulando para
mantener feliz a su mujer, y así desviar su atención de los lujosos regalos que sus
admiradores le prodigaban para recibir sus favores.

Un año y un día después de su muerte, la señora Townsend se había casado de


nuevo, un nuevo matrimonio escandalosamente temprano, cuando el período de
luto era de dos años. Su nuevo marido, Easterbrook, era un hombre rico treinta años
mayor que ella. Pronto llegaron los rumores de un romance desenfrenado que se
llevaba a cabo bajo las mismas narices de Easterbrook, con uno de sus mejores
amigos.

Evidentemente Christian amaba a una mujer codiciosa y egoísta que se dedicaba


a seducir y hechizar a los que la rodeaban.

Se obligó a aceptar la verdad.

No era terriblemente difícil evitarla. No se movía en los mismos círculos que ella,
no asistía a la temporada en Londres, y no seguía el calendario de los
acontecimientos de moda. Por lo tanto, no debería haberse topado con ella saliendo
del edificio Waterhouse en Cromwell Road, donde se guardaban las colecciones de
historia natural del Museo Británico.
Casi cinco años habían transcurrido desde la última vez que la había visto. El
paso del tiempo sólo había mejorado su belleza. Lucía más radiante, más magnética,
y más peligrosa que nunca.

Un calor intenso hizo estragos en su corazón. No importaba qué tipo de mujer


fuera; sólo importaba hacerla suya.

Pero se dio la vuelta y se alejó.


TABLA DE CONTENIDO

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
CAPÍTULO 1

Cambridge, Massachusetts

1896

El esqueleto de ictiosaurio en el Museo de Zoología de Harvard estaba


incompleto. Pero el lagarto con características de pez era uno de los primeros
encontrados en suelo americano, en el estado de Wyoming, y la universidad
americana estaba comprensiblemente ansiosa por ponerlo en exhibición.

Venetia Fitzhugh Townsend Easterbrook se acercó a mirar los dientes diminutos,


parecidos a la hoja de un cuchillo serrado, que indicaba una dieta carnívora.
Calamares, tal vez, que habían abundado en los mares durante el período Triásico.
Examinó los minúsculos huesos de sus aletas, encajadas como hileras de granos en la
mazorca y los huesos de sus costillas, largos y delgados como dientes de un peine
curvado.

Ahora que su aparente escrutinio científico había sido realizado, se permitió


retroceder y contemplar la longitud de la criatura, doce pies de extremo a extremo,
sin contar el largo de su cola lamentablemente ausente. No mentiría, siempre era el
tamaño de esas bestias prehistóricas lo que más la cautivaba.

—Te dije que estaría aquí —dijo una voz familiar que pertenecía a la hermana
menor de Venetia, Helena.

—Y tú estabas en lo correcto —dijo Millie, la esposa de su hermano Fitz.


Venetia se dio la vuelta. Helena medía un metro ochenta centímetros. Como si
eso no fuera suficiente para llamar la atención, también tenía el pelo rojo, y los ojos
color verde esmeralda. Millie, con su metro sesenta, pelo castaño y ojos marrones,
pasaba fácilmente desapercibida en medio de una multitud, aunque ese sería un
error de parte de la multitud, ya que Millie era delicadamente bonita y mucho más
interesante de lo que dejaba entrever.

Venetia sonrió —¿Pudieron hacer las entrevistas, mis queridas?

—Algunas —contestó Helena.

La próxima clase graduada de Radcliffe, una universidad para mujeres afiliada a


la Universidad de Harvard, sería la primera en tener la firma del presidente de
Harvard en sus diplomas, un privilegio rotundamente negado a sus homólogas
inglesas en el Instituto Lady Margaret en Girton. Helena estaba encargada de escribir
el artículo sobre ese histórico acontecimiento para la revista Queen. Venetia y Millie
habían venido como sus chaperonas.

En efecto, Helena, era una joven consumada que había estudiado en el Instituto
Lady Margaret y como actualmente era propietaria de una pequeña pero próspera
editorial, era la persona idónea para escribir semejante artículo, aunque en realidad,
se había resistido con vehemencia a la tarea.

Pero su familia sostenía que Helena, por ser una mujer soltera, estaba llevando a
cabo un asunto potencialmente ruinoso. Esto presentaba un dilema. A los veintisiete
años, no sólo había cumplido largamente la mayoría de edad, sino que también había
recibido su herencia, es decir, se la consideraba demasiado vieja y demasiado
financieramente independiente para ser forzada a una conducta más decorosa.

Venetia, Fitz y Millie habían agonizado sobre qué hacer para proteger a su amada
hermana. Al final, habían decidido sacar a Helena de la fuente de la tentación sin
mencionar nunca sus razones, con la esperanza de que recuperara los sentidos
cuando hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre sus decisiones.

Venetia casi había sobornado al editor del Queen para que le diera a Helena una
comisión en América, luego había procedido a convencerla de abandonar Inglaterra.
Habían llegado a Massachusetts al principio de la primavera. Desde entonces, Venetia
y Millie habían mantenido a Helena ocupada con ronda tras ronda de entrevistas,
visitas de clase y estudios curriculares.

Pero no podrían mantener a Helena en ese lado del Atlántico por mucho más
tiempo. En lugar de olvidar, la ausencia parecía haber hecho que el corazón de
Helena anhelara más vigorosamente lo que había dejado atrás.

Como era de esperar, Helena comenzó a montar otra protesta. —Millie dice que
has programado más entrevistas. Seguramente he compilado más que suficiente
material para un artículo. Creo que ya puedo escribir todo un libro sobre el tema.

Venetia y Millie intercambiaron una mirada.

—Puede que no sea una mala idea tener suficiente material para una monografía.
Puedes ser tu propia editora —dijo Millie, con su modo tranquilo y gentil.

—Es cierto, pero no considero tan importantes a las damas del Colegio Radcliffe,
como para dedicarles mucho más tiempo —respondió Helena con un tono duro.

Veintisiete años, era una edad difícil para una mujer soltera. Las propuestas eran
escasas, la Temporada de Londres significaba un evento fatigosamente largo. La
soltería respiraba por su cuello, pero a pesar de ello, todavía debía estar acompañada
por una criada o una chaperona.

¿Sería por eso que Helena, a quien Venetia había considerado la más lista de los
tres, se había revelado y había decidido que ya no quería ser sensata? Venetia
todavía no le había hecho esa pregunta. Ninguna de ellos. Lo que todos querían era
fingir que ese paso en falso por parte de Helena nunca había sucedido. Nadie quería
reconocer que Helena se dirigía a la ruina, y ninguno de ellos podía frenar el carruaje
en el que se encontraba.

Venetia unió los brazos con Helena. Era mejor que la mantuviera alejada de
Inglaterra durante el mayor tiempo posible, pero debían perfeccionar la artimaña, en
lugar de forzarla.
—Si estás segura de que ya tienes suficiente material, entonces escribiré al resto
de los padres que hemos contactado para las entrevistas y les diré que su
participación ya no será necesaria —dijo, al abrir las puertas del museo.

Una ráfaga helada las saludó. Helena se arrebujó en su capa mirándolas con
alivio y sospecha a la vez. —Estoy segura de que tengo suficiente material.

—Entonces escribiré esas cartas tan pronto como terminemos nuestro té. Para
decirte la verdad, me he sentido un poco inquieta. Ahora que has terminado tu
trabajo, podemos aprovechar la oportunidad para hacer un poco de turismo.

—¿Con este tiempo? —preguntó Helena, incrédula.

La primavera en Nueva Inglaterra era gris y sombría. El viento soplaba como


agujas contra las mejillas de Venetia. Los edificios de ladrillos rojos alrededor de ellas
parecían tan duros y severos como los fundadores puritanos de la universidad. —
Seguramente no vas a dejar que un poco de frío te disuada. No volveremos a América
en mucho tiempo. Deberíamos ver tanto del continente como podamos antes de
partir.

—Pero mi trabajo... no puedo seguir descuidándolo.

—No lo harás. Te has mantenido completamente al corriente de todos los


acontecimientos —Venetia había visto cuántas cartas Helena recibía periódicamente
de su editorial. —En cualquier caso, no nos mantendremos alejadas indefinidamente.
Sabes que tenemos que volver a Londres para la temporada.

Una violenta ráfaga de aire frío casi le quitó el sombrero. Un hombre que
repartía folletos en la acera tenía problemas para controlar la pila. Uno escapó de su
alcance y voló hacia Venetia que lo cogió antes de que se le pegara a la cara.

—Pero... —empezó Helena de nuevo.

—Oh, Helena —dijo Venetia, con voz firme. —¿Tenemos que creer que no
disfrutas de nuestra compañía?
Helena vaciló. Nada le habían dicho concretamente, y tal vez nadie lo hiciera,
pero sospechaba la razón de su partida precipitada de Inglaterra. Y tenía que sentirse
al menos un poco culpable por abusar de la confianza que su familia le había
concedido.

—Oh, está bien —gruñó ella.

Millie, al otro lado de Venetia, miraba con la boca boquiabierta, —¿Y qué dice el
folleto?

Venetia había olvidado por completo el papel que había cogido. Trató de abrirlo,
pero el viento siguió batiéndolo de un lado a otro, luego lo arrancó de su mano por
completo, dejando sólo una esquina que decía Sociedad Americana de Nat...

—¿Es éste el mismo? —Millie señaló una farola que acababan de pasar.

El folleto, pegado a la farola, decía:

“Sociedad Americana de Naturalistas y Sociedad de Historia Natural de Boston

Lamarck y Darwin: ¿Quién tenía razón?

Su Gracia el Duque de Lexington

Jueves, 26 de marzo, 3 PM

Teatro Sanders, Universidad de Harvard

Abierto al público”

—Mi Dios, es Lexington —Venetia apretó el brazo de Millie. —Disertará aquí el


próximo jueves.

La nobleza inglesa había sufrido una disminución colectiva de prosperidad,


provocada por la caída de los ingresos agrícolas. Por todas partes los nobles debían
ponerse de rodillas, cerrar feudos y señoríos por goteras de techos y
desmoronamiento de chimeneas. El hermano de Venetia, Fitz, por ejemplo, había
tenido que casarse por dinero a los diecinueve años cuando inesperadamente había
heredado un condado arruinado.

El duque de Lexington, sin embargo, no tenía tales problemas. Se había


beneficiado generosamente por poseer casi la mitad de las mejores zonas de Londres,
dadas a la familia por la corona cuando gran parte de la tierra había sido un mero
terreno de pastoreo.

Raramente se le veía en Sociedad, la broma a menudo era que, si una joven


quería una oportunidad con él, tenía que tener un mapa en una mano y una pala en
la otra. Podía permitirse ser elusivo, no tenía necesidad de perseguir a las herederas.
En cambio, viajaba a lugares remotos, excavaba en busca de fósiles y publicaba
artículos en revistas científicas.

Lo cual era muy malo. De hecho, cuando Venetia y Millie se habían solidarizado
entre sí debido a otra temporada fallida para Helena, invariablemente arrastraban a
Lexington en la conversación.

Dijo que Belfort no era lo suficientemente serio.

Apuesto a que Lexington está hecho de solemnidad y alta mentalidad.

Pensó que Linwood sonreía demasiado.

Una libra a que Lexington nunca experimentó un pensamiento lujurioso en su


vida.

Widmore es demasiado charlatán. Helena está convencida de que se quejaría de


sus esfuerzos.

Lexington es moderno y excéntrico: un hombre que cava fósiles no se opondría a


una mujer que publica libros.
No eran muy serios. Lexington en realidad era probablemente arrogante y torpe,
como lo eran los excéntricos solitarios. Pero mientras permaneciera soltero, podían
mirarlo como un tenue rayo de esperanza en su esfuerzo cada vez más desmoralizado.

Había sido tan difícil encontrar un esposo para Helena que desconcertaba a todo
el mundo. Helena era encantadora, inteligente y agradable. Nunca la habían
considerado como alguien irrazonable o particularmente difícil de complacer. Y, sin
embargo, desde su primera temporada, había despedido a caballeros perfectamente
simpáticos y elegibles como si fueran criminales asesinos que también defecaban en
el césped.

—Siempre has querido conocer a Lexington, ¿verdad, Venetia? —preguntó Millie.

Interesante cómo Millie, con su actitud tranquila, digna de confianza, era la


mentirosa más convincente de todas. Venetia captó la señal. —A él le gustan los
fósiles. Eso es suficiente para que un hombre me resulte interesante.

Estaban cruzando los terrenos de la escuela de leyes. Los árboles desnudos se


estremecían con el viento. El césped era invisible debajo de la manta de nieve del día
anterior. La principal sala de conferencias, rotunda y románica, probablemente había
sido una revuelta contra el resto de la arquitectura de la universidad severamente
rectangular.

Un grupo de estudiantes que se acercaban a ellas se detuvo y se quedaron


boquiabiertos ante Venetia. Ella asintió distraídamente en su dirección.

—¿Así que planeas asistir a la conferencia? —preguntó Helena, mirando el


volante. —Falta más de una semana.

—Es cierto, pero no sería imposible conocer su casa. ¿Sabes, he oído que él tiene
su propio museo privado de historia natural en Algernon House? Quién fuera su
esposa debería sentirse como un gato en la cremería.

Helena frunció el ceño ligeramente. —Nunca te había oído mencionar un interés


particular en él.
Porque no tenía ninguno. Pero, ¿qué clase de hermana sería si no se asegurara
de presentarle a Helena el soltero más apto y posiblemente el más adecuado de toda
Inglaterra? —Bueno, es un buen prospecto. Sería una lástima no conocerlo cuando
podemos hacerlo. Y mientras lo esperamos, podemos comenzar nuestro turismo. Hay
algunas islas encantadoras en Cape Cod, según he oído. Connecticut también dicen
que es muy bonita, y Montreal está a sólo un corto viaje en tren de distancia.

—Qué emocionante —secundó Millie.

—Un poco de descanso y relajación antes de que la Temporada comience en


serio —dijo Venetia.

Helena apretó los labios. —Es mejor que el duque valga la pena.

—¿Un hombre rico en libras esterlinas y fósiles? —Venetia fingió que se


abanicaba. —Será digno de cualquier sacrificio, ya verás.

—Tengo una carta de Fitz —dijo Millie.

Helena estaba en el baño, Venetia y Millie estaban solas en el salón de la casa


que habían arrendado para la investigación en la universidad de Radcliffe.

Venetia se acercó a Millie y bajó la voz. —¿Qué dice?

En enero, Helena había ido a Huntington, la casa de campo de Lord Wrenworth,


acompañada por su amiga lady Denbigh. El mejor amigo de Fitz, el vizconde Hastings,
también había asistido, pero se había retirado temprano de la fiesta y había llamado
a Fitz y Millie para contarles que, durante tres noches consecutivas, había visto a
Helena de regreso a su cuarto a las cuatro de la mañana.

Venetia había ido de inmediato a Huntington, mostrándose llena de sonrientes


disculpas por haber dejado demasiado tiempo sola a su hermana. Todavía había
cuartos vacíos en Huntington, pero ella había insistido en compartir uno con Helena y
así asegurarse de no dejarla nunca fuera de su vista.
Luego, habían arrastrado a Helena fuera del país tan rápido como pudieron y
dejaron a Fitz para que averiguara la identidad del sospechoso de corromper a
Helena.

—Incluyendo la de Huntington, ha asistido a cuatro fiestas desde el final de la


temporada, cinco si toma en cuenta la de Henley Park que Fitz y yo organizamos.
Hastings ha estado en cuatro de ellas, pero obviamente no es sospechoso. Lady Avery
y Lady Somersby han estado en todas, incluida la de Huntington.

Venetia sacudió la cabeza. —No puedo creer que siguiera con esos chismes bajo
el mismo techo.

Millie escudriñó la lista. —Rowley había estado en tres de las fiestas. Y también
Jack Dormers.

Pero Lord Rowley tenía cincuenta y cinco años. Y Jack Dormers estaba recién
casado. Venetia respiró profundamente. —¿Y Andrew Martin?

Hacía varios años, Helena había estado interesada en el señor Martin. Todas las
pruebas indicaban que sus sentimientos eran fervientemente recíprocos. Pero con el
tiempo el señor Martin se había propuesto y se había casado con una joven que le
había sido destinada desde su nacimiento.

Millie alisó los pliegues de la carta de Fitz, con ojos preocupados. —Vamos a
pensar en ello, no he visto a Andrew Martin en mucho tiempo. El señor Martin asistió
a tres de las fiestas. Y en cada casa, pidió una habitación alejada, alegando su
necesidad de paz y tranquilidad para poder trabajar en su próximo libro.

Tanto más conveniente para consumar un asunto ilícito. —¿Acaso Fitz sospecha
de alguien más? —preguntó Venetia sin mucha esperanza.

—No entre los asistentes a Huntington.

Si el amante de Helena fuera realmente el señor Martin, eso no terminaría bien.


Si se descubriera, la familia Fitzhugh ni siquiera podría presionarlo para que actuara
honorablemente con Helena, porque el señor Martin estaba casado.
Venetia se frotó las sienes. —¿Qué piensa Fitz que deberíamos hacer?

—Fitz va a actuar con cautela... por ahora. Le preocupa hacer más mal que bien
al confrontar a Helena con el señor Martin. ¿Y si el señor Martin fuera inocente?
Entonces difundiría que Helena estaba fuera cuando no debería estarlo.

La reputación de una mujer era tan frágil como las alas de una libélula. —Gracias
a Dios, Fitz es muy atinado.

—Sí, es muy bueno actuando en una crisis —dijo Millie, guardando la carta en el
bolsillo. —¿Crees que ayudará en algo presentarle al duque?

—No, pero todavía tenemos que intentarlo.

—Esperemos que el duque no se enamore de la hermana equivocada —dijo


Millie con una pequeña sonrisa.

—Ja, ja —dijo Venetia. —Soy casi de mediana edad y ciertamente mayor que él.

—Estoy segura de que Su Gracia estaría más que dispuesto a pasar por alto una
diferencia de edad tan nimia.

—He tenido más maridos de lo que deseaba y planeo seguir felizmente soltera
por el resto de mí…

Pasos de Helena.

—Por supuesto que no le daré alas —dijo Venetia, alzando la voz. —Pero si el
duque me corteja con un fósil, quién sabe cómo podría recompensarlo.

Helena escuchó atentamente. Venetia estaba en el baño. Millie se había ido a


cambiar de ropa. Debería estar lo suficientemente segura.

Apartó la cortina y abrió la ventana del salón. El chico que había contratado para
llevar sus cartas escritas a Andrew directamente a la oficina de correos estaba allí,
esperando. El muchacho tenía la mano extendida. Puso una carta y dos brillantes
monedas de cobre en la palma de su mano y rápidamente cerró de nuevo la ventana.
Luego se concentró en las cartas que habían llegado por la tarde. Buscaba los
sobres rotulados con: Fitzhugh & Co. Antes de marcharse de Inglaterra, le había dado
una provisión de esos sobres a Andrew con la instrucción de poner su dirección
americana mecanografiada en el frente una vez que los tuviera. Entonces debía
dibujar un pequeño asterisco debajo del sello, para que ella supiera que era de él y
no de su secretaria.

Excepto esa carta en particular, no había puesto un asterisco, sino un pequeño


corazón. Sacudió la cabeza con cariño. Oh, su dulce Andrew.

“Mi querida, ¡Qué alegría! ¡Qué dicha! Cuando llamé a la oficina de correos esta
mañana, no había una, ni dos, sino tres cartas tuyas. Mi placer es aún mayor por la
decepción de los dos últimos días, cuando mis viajes a Londres no tuvieron frutos en
la oficina de correos.

Y en cuanto a tu pregunta, el trabajo sobre el volumen tres de Historia de East


Anglia avanza muy lentamente. El rey Ethelberht está a punto de ser asesinado y Offa
de Mercia pronto subyugará el reino. Por alguna razón, más bien temo esta parte de
la historia, pero creo que mi ritmo aumentará cuando llegue a la rebelión que treinta
años más tarde restaurará la independencia al Reino de los Ángulos Orientales.

Me gustaría escribir más. Pero debo ponerme en camino a casa. Debo llamar a
mi madre en el Priorato de Lawton y sabes cuánto deplora la impuntualidad,
especialmente la mía.

Así que terminaré con un ferviente deseo que regreses pronto.

Tu sirviente”.

Helena sacudió la cabeza. Había ordenado a Andrew que nunca firmara su


nombre en sus cartas. Esa precaución se volvía discutible cuando hacía referencia
tanto a su libro como a la casa de su madre. Pero no era su culpa. Si fuera capaz de
sostener semejante subterfugio, no sería el hombre que amaba.
Metió la carta en el bolsillo interior de su chaqueta cuando Venetia regresó a la
habitación, sonriendo. —¿Qué te parece si hacemos una incursión a Boston mañana,
querida, y vemos que tienen para ofrecer? Esos sombreros que has traído son
adecuados para hablar con profesores y estudiantes. Pero debemos conseguir uno
mejor para la entrevista con el duque.

—Él sólo tendrá ojos para ti.

—Patrañas —dijo Venetia con firmeza. —Eres una de las mujeres más hermosas
que conozco. Además, la mejor manera de juzgar a una mujer es observar cómo trata
a otras mujeres. Y cuando te vea con tu sombrero de hace dos temporadas, concluirá
inmediatamente que soy una vaca egoísta que me adorno como un árbol de Navidad
y te dejo vestir con harapos.

Si Venetia quería que Helena creyera que estaba interesada en el duque,


entonces no debería haber pasado los cuatro años desde que se había convertido en
viuda por segunda vez, rechazando cordialmente todas las propuestas que se le
habían presentado. De hecho, Helena estaba convencida de que Venetia nadaría en
el Canal de la Mancha antes de tomar otro marido.

Pero Helena les seguiría la corriente, como había estado haciendo desde que
Venetia había aparecido inesperadamente en Huntington. —De acuerdo, entonces,
pero sólo porque estás envejeciendo y pronto los caballeros acudirán a verte cuando
confundan tu puerta con la de su abuela.

Venetia se rió, espectacularmente hermosa. —Disparates. A los veintinueve años


no se es tan vieja. Pero es verdad que tal vez no tenga otra oportunidad de
convertirme en duquesa si dejo pasar ésta. Así que será mejor que tenga un
sombrero apropiado.

—Te dejaré escoger para mí uno que te parezca apropiado.

Venetia colocó su brazo alrededor de Helena. —¿No sería maravilloso si


conocieras al hombre perfecto esta temporada y aceptaras su propuesta? Entonces
podríamos tener una doble boda.
Ya conocí al hombre perfecto. No me casaré con nadie más.

Helena sonrió. —Sí, ¿no?


CAPÍTULO 2

Se estaba vistiendo, abrochándose la combinación, poniéndose las medias,


acomodando su enagua, con movimientos lentos, como si fuera una bailarina. Estaba
de espaldas a él, pero el espejo le proporcionaba una vista despejada del resto de ella.
Permanecía en la cama, con la cabeza apoyada en la palma de su mano, mientras
observaba la ondulación y el balanceo de su oscuro cabello suelto.

Afuera, un pájaro carpintero golpeteaba diligentemente. En el interior, el sol de


la tarde iluminaba la habitación con una cuña de luz moteada y cobriza cada vez más
tenue. Su belleza era menos impactante, como si se hubiera transformado en una
pintura impresionista, con pinceladas de colores y sombras. Podía mirarla sin sentir
que debía proteger sus ojos o arriesgarse a dañarlos.

Extendió la mano, tomó un rizo suelto de su cabello y lo enrolló alrededor de sus


dedos, acercándola a él.

Ella aceptó con facilidad, sentándose en el borde de la cama y rodeando con un


brazo sus hombros. —¿No has tenido suficiente de mí? —Preguntó, sonriendo.

—Nunca.

—Bueno, no hay nada más para usted ahora, señor. Debo llamar a mi doncella. ¿Y
por qué no te estás preparando?

Él acarició el interior de su codo. —Empezaré dentro de un cuarto de hora.


Mientras puedes ayudarme a pasar el tiempo.

Ella se echó a reír y se apartó. —Luego. Después del baile, tal vez.

El pájaro carpintero golpeó cada vez más fuerte.


Christian se sentó derecho en su cama. La habitación estaba en sombras, los
rincones estaban a oscuras; El fuego en la chimenea se había extinguido hasta
convertirse en brasas. No había nadie con él, ni hermosa ni de ningún tipo. Era la
mañana de su conferencia en Harvard y alguien llamaba a su puerta.

—Entre —dijo.

Parks, su criado, entró. —Buenos días, Su Gracia.

—Buenos días —dijo, dejando a un lado las mantas y levantándose de la cama.

El sueño, que nunca había experimentado antes, había sido tan real. Podría
haber descrito la cortina de muselina translúcida en la ventana, las vides estilizadas
de la alfombra oriental en la que había estado, la longitud exacta y la textura de su
cabello.

Pero no era la intensidad de los detalles lo que lo había desorientado, aunque


después de ese sueño tan vívido podría haberla dibujado con precisión anatómica.
Más bien, era la afectuosa domesticidad, la fácil intimidad y la dulzura.

—Señor —dijo Parks. —El agua se enfrió. ¿Quieres que traiga otro cuenco?

¿Cuánto tiempo había permanecido delante del lavabo, soñando despierto,


como un pequeño ladrón que aspiraba a asaltar la bóveda del Banco de Inglaterra?

Otros cinco años habían pasado desde que había visto por última vez a la señora
Easterbrook, fuera del Museo Británico de Historia Natural. Algunos días
sinceramente creía que había superado su obsesión adolescente. Uno de esos días
había prometido a su madrastra que después de las conferencias en Harvard y
Princeton, residiría en Londres durante toda la temporada, para cumplir con su deber
y encontrar una esposa.

La señora Easterbrook, que tenía una hermana soltera, seguramente también


estaría en Londres. Como acompañante de esta última, frecuentaría muchas de las
fiestas a las que debía asistir. Podrían ser presentados. Incluso podría haber
ocasiones en que, por cortesía, debería hablar con ella.
—¿Vuestra Gracia? —preguntó Parks de nuevo.

Christian se apartó del lavabo. —Haz lo que mejor te parezca.

***

—Se ve impresionante, ¿verdad? —preguntó Venetia a Millie.

Para la ocasión de la conferencia del duque, Helena se había puesto un vestido


de paseo de terciopelo verde profundo. Bridget, la sirvienta de Millie, estaba detrás
de Helena, asegurándose de que las faldas cayeran bien.

—Es una visión —admitió Millie. —Me encanta una pelirroja de color verde.

Venetia se volvió hacia Millie. El color mostaza del vestido de Millie,


problemático para la mayoría de las mujeres, de alguna manera la favorecía,
haciéndola parecer fresca e inocente. —El duque concluirá que soy una buena
hermana y una mujer honrada. Luego me pedirá que lo acompañe a su museo
privado.

Helena sacudió la cabeza. —Siempre los fósiles.

Venetia sonrió. —Siempre.

Se sentía más optimista de lo que tenía razón de ser. Pero habían pasado un
buen rato la semana anterior, recorriendo Connecticut y las islas Vineyard y
Nantucket. Helena se había parecido más a su antiguo yo durante un tiempo. Y
Venetia tenía la esperanza de que al final del viaje, llegara a comprender plenamente
la equivocación de sus acciones.

Helena no era irreflexiva. De hecho, solía ser un juez de carácter


excepcionalmente intuitivo.

Luego de su primera reunión con Millie, durante la cual ésta no había dicho más
de diez palabras, Helena le había dicho a Venetia, que Fitz tenía suerte. Sería una
buena esposa para él. Y Millie había demostrado ser la mejor esposa que un hombre
podía esperar.

Y, por supuesto, había habido una ocasión memorable, hacía tantos años, cuando
Venetia, ansiosamente enamorada, había presionado a Helena para que le dijera lo
que pensaba de Tony. Helena había contestado a regañadientes “que parecía carecer
de cierta fuerza interior”.

Cuánta razón había tenido. Quién habría dicho que ella, de todas las personas, se
comportaría de una manera que pondría en peligro su futuro.

Bridget, satisfecha con el vestido de Helena, se volvió hacia Millie. —¿Necesitará


algo más, señora?

—No, y puedes tomarte el resto del día libre.

—Gracias, señora.

En ese viaje, sólo habían llevado a Bridget. La sirvienta de Venetia, Hattie, sufría
de un terrible mareo y se había quedado en Inglaterra. La criada de Helena había
dejado el servicio hacía un año para casarse y nunca había sido reemplazada.

Venetia no había pensado mucho en aquella época: Helena se quedaba con


Venetia, Fitz y Millie, y era bastante fácil para Hattie o Bridget atenderla. Ahora se
preguntaba si el descuido había sido deliberado por parte de Helena. Sin una
sirvienta cuyas funciones giraban enteramente a su alrededor, Helena tenía una
persona menos para controlar sus movimientos.

¿Habría planeado Helena su aventura, despejando los obstáculos uno a uno?


Venetia no apreciaba esa posibilidad.

Bueno, Helena aún podía cambiar de opinión. Tal vez la visión de un joven
apropiado, y soltero era el empujón que necesitaba. Y seguramente debía ser la
providencia el motivo por el que el duque, que había sido tan esquivo como el Santo
Grial durante tanto tiempo, apareciera repentinamente en esa coyuntura particular
de sus vidas.
Venetia buscó sus guantes. —Estoy lista para escuchar a Lexington. ¿Alguien más?

Llegaron media hora antes, pero el auditorio de Harvard, ya estaba lleno. Sólo en
la última fila lograron encontrar tres asientos juntos.

Millie miró a su alrededor. —Dios mío, mira todas las mujeres que asisten.

Helena ajustó el ángulo de su nuevo sombrero. —No es de extrañar cuando el


conferenciante es un duque joven y rico. Parece que tendrás competencia, Venetia.

—Quizá sean curiosas —dijo Venetia con aire alegre. —Muchas herederas se
casan con caballeros ingleses sin dinero, deben estar muriendo por ver como luce un
inglés que no necesita del dinero americano.

—Tú nunca has visto uno de esos, ¿verdad, Millie? —preguntó Helena.

—No desde mi matrimonio —Millie rió.

—Al menos tu pobre caballero inglés es guapo —dijo Venetia.

—Es más hermoso que Apolo.

El cumplido hacia su marido había sido pronunciado con perfecta precisión, sin
un solo aleteo en su voz ni la más leve coloración de sus mejillas.

Sin embargo, durante años, Venetia se había preguntado si Millie no estaría


secretamente enamorada del hombre que se había casado con ella sólo por su
fortuna. Él la había tratado con cortesía y en los últimos años con afecto. Pero su
corazón, temía Venetia, siempre pertenecería a la mujer a la que había renunciado
por el deber.

—Las posibilidades de que tengas tanta suerte, Venetia —dijo Helena, —son casi
nulas. Una libra a que el duque se parece al jorobado de Notre Dame.

—Hmm —pensó Venetia. —¿Existe un duque joven y rico, que sea feo?

Si lo había, no era el duque de Lexington, cuya aparición en el estrado produjo un


suspiro colectivo de admiración. Era bello, y no del tipo dulce y juvenil que atraían
con mayor fuerza a Venetia, sino magro y anguloso: ojos profundos, nariz recta,
pómulos altos y labios firmes.

Millie lo aprobó. —Tiene el aspecto de un senador romano, muy magistral, muy


distinguido.

—¿Qué antigüedad tiene su familia exactamente? —preguntó Venetia.

—Muy antigua —afirmó Millie. —Un de Montfort luchó al lado de Guillermo el


Conquistador.

Un profesor de Harvard hizo una introducción larga que hablaba más sobre sí
mismo que sobre el duque. Lexington se mantuvo fiel a su crianza y no mostró ni
aburrimiento ni irritación, sólo una conciencia neutral de su entorno.

Venetia notó con alivio que también era lo suficientemente alto para Helena,
cuya altura a veces disuadía a los jóvenes que carecían de una considerable estatura.
Miró a Helena, esperando encontrar una chispa de interés en el rostro de su hermana.
Después de todo, el duque era todo lo que Helena siempre había dicho que quería.
Pero el semblante de Helena sólo mostraba una insulsa y condescendiente sonrisa.

—¿Estás satisfecha, Venetia? —susurró Millie. —¿Lo harás el hombre más


afortunado?

Venetia recordó que debía mantener su pretensión de interés matrimonial en el


duque. —Eso dependerá del tamaño de su fósil —susurró ella de nuevo.

Helena hizo un sonido a medio camino entre un bufido y una risa contenida.

La ansiedad de Venetia se duplicó. Hubiera preferido que Helena siguiera siendo


virgen. No es que una risa contenida pudiera definir la cuestión, pero Helena había
comprendido la broma inmediatamente, cuando algunas de sus tías solteras
necesitarían un diagrama, tal vez varios diagramas para entenderlo...

La introducción concluyó. El duque subió al podio. Hablaba con una cadencia


medida, sin hacer uso excesivo de las palabras y, a diferencia del hombre que lo
precedía, no se movía una pulgada de su tema.
Era brillante, lo cual sin duda agradaría a Helena. Sus ideas eran controvertidas,
las principales eran que la fuerza motriz detrás de la evolución era más probable que
fuera por selección natural, como había propuesto Darwin, y no las teorías más
comúnmente aceptadas del neo-lamarckismo, la ortogénesis o el saltacionismo. Sin
embargo, su entrega era casi impersonal, como si estuviera relacionando los
pensamientos de un tercero y no los suyos propios.

Pero emanaba un carisma que esclavizaba a la audiencia, un dominio más


intenso que la suma de su fuerza y su buena apariencia. Tal vez sería su altanería
civilizada, la autoridad inconfundible de su voz, o la combinación de su título y sus
esfuerzos muy modernos.

Al final de la conferencia, una serie de preguntas provinieron de los hombres de


la audiencia, algunos de los cuales eran miembros de la facultad de Harvard, algunos,
miembros de la prensa.

Venetia se acercó a Millie y le entregó a Helena un pedazo de papel. —Hazle una


pregunta.

Ser la primera mujer que le hiciera una pregunta dejaría una impresión en el
duque.

Helena miró la pregunta que Venetia había sugerido: “¿Qué le parece la


evolución teísta, señor?” —¿Por qué yo? Tú deberías hacerlo.

Venetia sacudió la cabeza. —No quiero que piense que soy demasiado lanzada.

Pero antes de que pudiera presionar a Helena, una joven estadounidense se


levantó de la audiencia.

—Su señoría.

Venetia se estremeció ante el uso incorrecto del título del duque. Un duque
nunca sería “Su Señoría”, sino siempre “Su Gracia”.
—Leí con gran interés su artículo en Harper's Magazine —continuó la joven. —En
el artículo brevemente tienta a los lectores con su opinión de que la belleza humana
es también un producto de la selección natural. ¿Quiere darnos más detalles?

—Ciertamente —dijo Su Gracia. —Desde el punto de vista evolutivo, la belleza no


es más que un detalle significante de la aptitud para la reproducción. Nuestro
concepto de belleza deriva en gran medida de la simetría y la proporción, que a su
vez denotan en salud estructural. Aquellos rasgos que nos parecen más agradables:
ojos claros, dientes fuertes, piel sin manchas, representan la juventud, el vigor y la
ausencia de enfermedades. Un hombre que se siente atraído por hembras jóvenes y
sanas tiene más probabilidades de reproducirse que uno que se siente atraído por
personas mayores y enfermas. Por lo tanto, nuestra visión de la belleza ha sido
indudablemente influenciada por milenios de selecciones exitosas en el pasado.

—Entonces, cuando ve a una mujer hermosa, señor, ¿es eso lo que piensa, que es
apta para la reproducción?

La mandíbula de Venetia se aflojó. Los estadounidenses tenían un fenomenal


desparpajo.

—No, me maravillo del homenaje que pagamos por la belleza, es fascinante para
un hombre de ciencia.

—¿Cómo es eso?

—Nos han enseñado desde el nacimiento a juzgarnos unos a otros sobre el


carácter. Sin embargo, cuando nos enfrentamos con la belleza, todo sale por la
ventana. La belleza se convierte en lo único que importa. Esto me dice que el señor
Darwin tenía razón. Somos descendientes de animales. Hay ciertos instintos bestiales,
la atracción por la belleza, por ejemplo, que son primordiales para nuestro camuflaje
y anulan las marcas de la civilización. Así que poetizamos la belleza, por vergüenza a
que todavía nos mostremos tan susceptibles a ella en estos tiempos.

El público murmuró ante sus opiniones poco convencionales y muy decididas.

—¿Esto significa que no disfruta de la belleza, señor?


—Me gusta la belleza, pero la disfruto de la misma manera que disfruto un puro;
con la comprensión de que mientras, que da placer temporal, es esencialmente sin
sentido, y tal vez incluso podría ser perjudicial a largo plazo.

—Esa es una visión muy cínica de la belleza.

—Esa es toda la consideración que merece la belleza —dijo el duque con frialdad.

—Puede que tengas una labor un poco más ardua de lo que esperabas, Venetia
—dijo Helena suavemente.

—El duque es claramente un alborotador. —En quien Venetia estaba


desarrollando un interés bastante vivo, un interés quizás más cálido de lo que
justificaba un potencial cuñado.

Un joven se levantó de un salto. —Señor, si le entendí bien, básicamente ha


declarado que todas las mujeres bellas no son dignas de confianza.

Venetia pensó. “El duque no ha dicho tal cosa: había aconsejado una postura
neutral sobre la consideración de la belleza. Las mujeres hermosas, como todas las
demás mujeres, debían ser abordadas y juzgadas en aspectos que iban más allá de
simples atributos físicos. ¿Y qué había de malo en eso?”

—Pero las bellas mujeres son esencialmente poco dignas de confianza —replicó
el duque.

Venetia frunció el ceño. No estaba de acuerdo. Era tan malo como equiparar la
belleza con la virtud. Peor, probablemente.

—Una hermosa mujer es deseada mientras su belleza se mantenga, perdonada


por todos los delitos, sin pedir nada más que seguir siendo hermosa.

Venetia resopló.

—Pero sin duda, señor, el resto de nosotros no somos tan ciegos como eso —
contestó el joven.
—Entonces, permítame presentar algunas pruebas anecdóticas. La evidencia
anecdótica no constituye datos. Pero donde los datos imparciales, no contaminados
no son posibles, cómo cuando se trata del estudio de la psique humana, es válido
hacerlo. Hace algunos años, pasé por Londres al final de agosto, época en que la
sociedad inglesa abandona la ciudad y se refugia en el campo. El club estaba vacío,
excepto por mí y otro hombre. Conocí a ese hombre porque él se identificó como el
marido de una mujer muy hermosa. Habló brevemente de su esposa y advirtió que
un hombre no debería codiciarla a menos que ese hombre quisiera terminar como él.
La conversación fue desagradable para mí. Tampoco tenía sentido, hasta que leí el
obituario del hombre en los periódicos unos días después. Hice algunas
averiguaciones y me di cuenta de que no sólo estaba en quiebra, sino que también
había contraído deudas muy grandes con varios joyeros. Las circunstancias de su
muerte casi provocaron una investigación.

Algo chocó dentro de la cabeza de Venetia. Esa mujer, a quien el duque


claramente culpaba por la muerte de su marido... ¿Podría estar hablando de ella?

—Su viuda se volvió a casar apenas un año después, con un hombre mucho más
viejo y muy rico. Los rumores sobre que ella mantenía un romance con el mejor
amigo de su esposo eran abundantes. Y cuando estaba en su lecho de muerte, ni
siquiera tuvo la cortesía de atenderlo. Murió solo.

Hablaba de ella, sólo que con los hechos horriblemente distorsionados. Quería
taparse los oídos, pero no podía moverse. No podía ni siquiera parpadear, sólo podía
mirarlo con la mirada ciega de una estatua.

El juicio sobre su segundo matrimonio le picaba, pero eso no importaba tanto:


ella misma había ayudado a difundir algunos de esos rumores. Pero lo que había
insinuado sobre Tony, las propias palabras de Tony, no menos, insinuando que no se
habría suicidado si no hubiera sido por ella...

—Una belleza excepcional, pero sin corazón.


¿Había acabado su discurso? Cada maldita sílaba quedó colgando una eternidad
en el aire, un aire brillante por la luz que se proyectaba, y miles de motas atrapadas
en el resplandor blanco.

—Supongo que la censura sería el castigo lógico para semejante comportamiento


—prosiguió inexorablemente el duque. —Pero no, le dieron la bienvenida en todas
partes y constantemente la acosaron con propuestas de matrimonio. Nadie, al
parecer, puede recordar su pasado. Así que, sí, creo que los hombres somos
ciertamente ciegos.

Hubo otras preguntas. Venetia no las escuchó. Tampoco oyó las respuestas del
duque, excepto su voz, aquella voz distante, clara e ineludible.

No podía decir cuándo había terminado la conferencia. No sabía cuándo había


salido el duque ni cuándo se había retirado el resto de la audiencia. El teatro estaba
oscuro y vacío cuando se levantó, quitó cortésmente la mano de su hermana de su
brazo y salió.

—Todavía no puedo creer lo que sucedió —dijo Millie, colocando otra taza de té
caliente en las manos de Venetia.

Venetia no tenía ni idea de si había terminado el contenido de la taza anterior o


si se había enfriado y había sido retirada.

Helena se paseaba por el salón, proyectando una sombra larga e inclinada sobre
la pared. —Aquí hay muchas mentiras y mentirosos. La familia del Sr. Easterbrook es
sin duda un grupo mendaz. El señor Townsend fue capaz de hacer muchas cosas. Y,
Venetia, tú también has contribuido encubriéndolo a ambos.

Eso era cierto. Venetia había mentido en parte. A veces había que mentir para
proteger a la gente; a veces las apariencias tenían que ser guardadas; y en ocasiones
su propio orgullo necesitaba ser preservado, para que pudiera vivir con la cabeza bien
alta, incluso cuando todo lo que quería era acurrucarse en un rincón.

—El duque, muy probablemente, no sea un mentiroso —continuó Helena. —Pero


ha hablado con reprensible imprudencia, exponiendo una serie de rumores
infundados como si fueran de la Enciclopedia Británica. Imperdonable. Sólo podemos
estar agradecidas de que mientras los estadounidenses pudieran haber oído hablar
del príncipe de Gales y el duque de Marlborough, no saben de Venetia y no podrán
adivinar su identidad por lo que ha dicho.

—Gracias a Dios por sus misericordias —murmuró Millie.

Helena se detuvo ante la silla de Venetia y se inclinó para que sus ojos
estuvieran a la altura de Venetia. —Toma tu revancha Venetia. Haz que se enamore
de ti, y luego dale calabazas.

Había pensamientos ruidosos y oscuros entrecruzados en la cabeza de Venetia


como un asesinato de cuervos sobre la Torre de Londres. Pero ahora, al mirar a los
ojos fríos y decididos de su hermana, el pasado se alejó, y la imagen de Lexington
también retrocedió.

Helena. Helena era una mujer que tomaba sus decisiones con una crueldad casi
espantosa.

Si Helena hubiera decidido realmente que Andrew Martin valía la pena, entonces
directamente habría tomado armas en el asunto. Millie, Fitz y Venetia podían probar
todo lo que quisieran. No cambiaría de opinión, de ninguna manera.

Venetia sólo podía alegrarse de que su mente hubiera quedado entorpecida. No


podía entregarse a la desesperación.

Por ahora.
CAPÍTULO 3

Cuando Venetia tenía diez años, un tren había descarrilado cerca del hogar de su
infancia.

Su padre había colaborado para rescatar a los pasajeros. A Venetia y a sus


hermanos no se les había permitido acercarse, por temor a que les afectara
demasiado. Pero se les había animado a atender a los pasajeros, especialmente a los
niños que habían sufrido heridas leves.

Había un niño de su edad que no tenía daños visibles. Cuando colocaron


sándwiches delante de él, comió. Cuando apareció una taza de té, bebió. Y cuando le
hicieron preguntas, dio respuestas razonables. Sin embargo, se hizo evidente después
de algún tiempo que no estaba enteramente allí, que todavía estaba atrapado en
medio del descarrilamiento.

Durante los días siguientes a la conferencia de Lexington, Venetia actuó con algo
parecido a la normalidad. Ante su insistencia, partieron para su gira por Montreal
según lo programado. Enfrentando el frío, de hecho, sintiendo el frío, visitaron la
Basílica de Notre Dame, sonrieron a los pintorescos paisanos que acudían a los
Bonsecours los días de mercado y admiraron las vistas panorámicas de la ciudad
desde el mirador sobre el Monte Real.

Todo el tiempo reviviendo la condena de Lexington. Y los horribles días


inmediatamente posteriores a la muerte de Tony. Durante más tiempo de lo que
había creído posible, no fue más que una espectadora en su propia mente,
presenciando los acontecimientos como si le estuvieran ocurriendo a un extraño a un
continente de distancia, y maravillándose de que aun pudiera sentirse imperturbable.
La primera grieta en su coraza apareció tres días antes de que partieran a Nueva
York. Se despertó en medio de esa noche, con el corazón latiendo frenéticamente,
deseando destruir algo. Todo.

Cuando Helena y Millie se despertaron, ya estaba vestida, y su baúl atado al


pescante de un coche alquilado. Si le daba por gritar o destrozar cosas, no quería que
su familia se enterara.

—He decidido ir a Nueva York y anticipar nuestra llegada —dijo.

Helena y Millie se miraron. En ese tiempo, todo lo que necesitaban era un guía
decente y el acceso a una oficina de telégrafos para hacer arreglos de viaje. No había
necesidad de enviar a alguien anticipadamente, sobre todo porque ya habían
solicitado y recibido la confirmación de las reservas en uno de los mejores hoteles de
la ciudad.

Helena empezó: —Podemos ir con...

Venetia se estremeció ante la dureza de su negativa. Respiró hondo. —Me


gustaría ir sola.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Millie, vacilante.

—Bastante. Y no se sientan tan abatidas, sólo pasarán dos días antes de que me
vean de nuevo.

Pero parecían abatidas, consternadas y ansiosas. Querían mantenerla cerca y


protegerla. Algunas heridas, sin embargo, estaban más allá de la protección del amor
de una hermana y algunas heridas era mejor lamerlas en cuevas oscuras, solitarias.

—Será mejor que me apresure —dijo. —O perderé mi tren.

Venetia había pensado alguna vez que había hecho las paces con los recuerdos
de Tony. Se había mentido a sí misma. Nunca había habido paz, sólo una tenue tregua,
evitando cuidadosamente el tema.
Y ahora incluso esa tregua había sido deshecha. A medida que su tren avanzaba
hacia el sur, se quedó mirando el paisaje todavía helado por donde pasaban,
mientras una voz desconcertada y lamentable en su cabeza seguía repitiendo la
misma pregunta. ¿Por qué le dijiste esas cosas a Lexington, Tony?

Es bastante simple, idiota. Quería que alguien creyera que eras la responsable de
su muerte.

¿Por qué esto debería ser una sorpresa tan amarga? no lo sabía. Tal vez con el
paso del tiempo, se había permitido idealizar el pasado, creer que su matrimonio no
había sido tan sofocante después de todo, que no había sido más infeliz que nadie, y
que Tony no había demostrado ser un hombre tan mezquino como cualquiera.

Esta era, pues, su manera de recordarle, desde más allá de la tumba, su miseria,
su angustia y su vergüenza.

Su verdad.

** *

La cabeza de Venetia golpeó con fuerza mientras la formación se detenía en la


estación Central. Casi pasó sin darse cuenta junto al cartel del conductor de su amiga
lady Tremaine. La señora Tremaine, su marido y sus dos hijas ya habían partido para
Inglaterra, pero habían puesto su automóvil a disposición de Venetia.

El sirviente, que le dijo que se llamaba Barnes, guio a Venetia a donde había
aparcado el vehículo. Excepto por la falta de caballos, el automóvil se asemejaba
exactamente a un carruaje abierto, el asiento levantado del conductor en el frente,
incluso la capucha de la cala en la parte posterior.

—Puede elegir un sombrero señora Easterbrook —Barnes señaló la pila de


sombreros en el asiento.
—Muy amable —murmuró Venetia.

La mayoría de los sombreros no estaban confeccionados para ocultar, sino para


llamar la atención sobre la cara. Los sombreros de conducir de la señora Tremaine,
sin embargo, no eran menos frívolos. No que fueran feos, sino que sus velos eran
apropiados, consistentes en dos capas de finas redes que se enrollaban alrededor del
ala del sombrero.

—No vamos a ir muy rápido por la ciudad —dijo Barnes, ajustando sus gafas de
conducción, —pero puede que encuentre un sombrero útil para pasear por el campo,
señora.

Venetia se puso el sombrero en la cabeza. El efecto fue como el de ser arrojado


dentro de la niebla, no de la espesa niebla de Londres, sino el tipo de niebla que se
encontraba a primera hora de la mañana mientras paseaba por el campo, como
humo fluyendo por el suelo.

El bullicio fuera de la estación retrocedió. Barnes accionó el motor, se subió a su


asiento y soltó el freno. Las calles ahora oníricas de Manhattan pasaban fuera del
capullo translúcido de Venetia, los colores silenciados, los edificios manchados en los
bordes, los transeúntes borrosos de maneras que podrían intrigar a los artistas
modernos.

Tal como ella, viajando a través de su vida entera protegida de sus trampas y
trastornos.

Condujeron por una milla o así antes de que el automóvil se detuviera. —Aquí
está su hotel, señora Easterbrook. Tiene diecisiete pisos —dijo Barnes con orgullo. —
¿No es grandioso? Todos con electricidad, y un teléfono en cada habitación.

El hotel era muy alto, empequeñecía a sus vecinos.

—Muy impre...

Venetia se congeló. Caminando por la calle en su dirección, arrogante e


impecable, venía el duque de Lexington. Lanzó una mirada superficial al automóvil y
se dirigió al interior del hotel.
Su hotel. ¿Qué estaba haciendo allí?

Su primer instinto fue correr. Se alojaría en otro lugar: no necesitaba diecisiete


pisos ni un teléfono en su habitación. No había escapado a Nueva York para estar
bajo el mismo techo que su enemigo.

Pero un orgullo perverso se negó a permitirle hacer la petición a Barnes y cuadró


los hombros. —Muy impresionante. Estoy segura de que disfrutaré de mi estancia.

Si alguien debía correr en la dirección contraria, era él, no ella. No había


calumniado a nadie. No había propagado rumores maliciosos. No había hablado sin
tener en cuenta las consecuencias.

Un portero se materializó para ayudarla a bajar. Los porteros del hotel vinieron a
recibir su equipaje. Ella rechazó la oferta de Barnes de pedirle una habitación, le dio
propina y le ofreció un buen día.

No fue hasta que estaba cruzando la rotonda de ónice y mármol del hotel que se
dio cuenta de que todavía llevaba puesto el velo. El interior oscuro hacía más difícil
de ver, pero estaba lejos de estar ciega. Llegó al mostrador del hotel sin
contratiempos.

La recepcionista del hotel parpadeó una vez por su apariencia. —Buenas tardes,
señora. ¿Puedo ayudarla?

Antes de que pudiera responder, otro empleado varios pies abajo del mostrador
ofreció un saludo —Buenas tardes, Su Gracia.

Se congeló de nuevo.

—¿Hay alguna noticia de mi reserva? —dijo la voz fría de Lexington.

—En efecto, señor. Le hemos asegurado la suite Victoria en el Rhodesia. Sólo hay
dos suites en el barco, y usted tendrá la mayor comodidad y privacidad durante su
viaje.

—¿Hora de salida?
—Mañana a las diez, señor.

—Muy bien —dijo Lexington.

—Señora ¿puedo ayudarla? —preguntó de nuevo el empleado a Venetia.

A menos que abandonara abruptamente el mostrador, debería hablar y, en


algún momento, darle su nombre. Se aclaró la garganta y dijo en alemán. —Ich hätte
gerne Ihre besten Zimmer.

Estaba huyendo después de todo. Apretó los dedos, el caos dentro de ella
encendiéndose de ira.

—¿Perdone, señora?

A través de los dientes apretados, repitió.

El secretario parecía nervioso. Sin volverse, sin haber aparecido nunca para
prestarle atención, Lexington dijo: —La señora quiere sus mejores habitaciones.

—Ah, sí, por supuesto. Su nombre, por favor, señora.

Tragó saliva y dijo al azar. —Baronesse von Seidlitz-Hardenberg.

—¿Y cuántas noches se quedará con nosotros, señora?

Ella le tendió dos dedos. El empleado escribió algo en su libro mayor. Venetia
firmó el registro con su nuevo alias.

—Aquí está su llave, baronesa. Y un mapa de Central Park, que encontrará justo
fuera de nuestras puertas. Esperamos que disfrute su estadía.

Un empleado del hotel la condujo hacia el ascensor, que llegó enseguida, la jaula
metálica aterrizó con un suave toque. Una puerta de acordeón se dobló contra la
pared, la puerta interior se abrió.

—Buenas tardes, señora —dijo el ascensorista. —Buenas tardes, Su Gracia.


Él de nuevo. Giró la cabeza unos cuantos grados subrepticios. Lexington se paró a
un lado, ligeramente detrás de ella, esperando a que entrara en el ascensor. Muévete,
se ordenó. Movimiento.

De algún modo sus pies la llevaron hacia adelante. Lexington la siguió. Él la miró,
pero no la reconoció. En cambio, volvió su atención a los paneles dorados que
adornaban el interior del ascensor.

—¿En qué piso, señora? —preguntó el ascensorista.

—Der fünfzehnten Etage —dijo ella.

—¿Perdón, señora?

—La señora quiere ir al piso quince —dijo el duque.

—Ah, gracias, señor.

El ascensor era tranquilo, casi lento, en su ascenso. Comenzó a ahogarse bajo el


velo. Sin embargo, no se atrevía a respirar vigorosamente, por temor a ser
traicionada por su agitación. El duque, por otra parte, estaba a gusto. Su mandíbula
no mostraba tensión alguna. Su postura era recta pero no rígida. Sus manos,
dobladas sobre la parte superior de su bastón, estaban perfectamente relajadas.

Su rabia ardía en una tormenta de fuego. Le rugía en los oídos. La punta de sus
dedos estaba caliente con un deseo de violencia.

¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a usarla para ilustrar sus estúpidos y


misóginos puntos? ¿Cómo se atrevía a destruir la paz de su espíritu? ¿Y cómo se
atrevía a ilustrar tan fría presunción, tan insufrible satisfacción con su propia vida?

Cuando el ascensor cayó en su lugar en el piso decimoquinto, ella avanzó.

—Gnädige Frau.

Le tomó un momento reconocer su voz, hablando en alemán.


Caminó más rápido. No quería oír su voz. No quería percibir más su presencia.
Sólo quería que cayera en un pozo de víboras durante su próxima expedición y
sufriera los efectos dolorosos de su veneno durante el resto de su vida.

—Su mapa, señora —dijo, todavía en alemán. —Lo dejaste en el ascensor.

—No lo necesito más —respondió secamente en el mismo idioma, sin volverse. —


Quédatelo.

***

Christian arrojó el mapa de la baronesa en la mesa de la consola, justo dentro de


su suite. Se quitó el abrigo, lo dejó caer en el respaldo de una silla y se sentó en la
silla de enfrente.

Diez días después del hecho, estaba asombrado por su propia conducta. ¿Qué lo
había poseído? Como un hombre plagado por una enfermedad crónica, había
aprendido a vivir con ella. Había seguido adelante. Se mantenía ocupado. Y nunca
hablaba de eso.

Hasta que lo hizo, lúgubremente, por fin, en un teatro lleno de extraños.

Quería no volver a pensar en ese grave error, pero seguía revisando su confesión,
los placeres desafiantes de reconocer finalmente, aunque oblicuamente, su obsesión
por la señora Easterbrook, su mortificación permanente, una vez que se dio cuenta
de lo que había hecho.

Tal vez había cometido un error estratégico al evitar la temporada de Londres y


las posibilidades de encontrarse con ella. Al alejarse, también se privaba de un
numeroso grupo de jóvenes casaderas. ¿Quién podría asegurarle que no encontraría
entre ellas alguien que pudiera apartarla de su mente?
Llamaron. Christian abrió la puerta; le había dado a su criado una licencia de dos
semanas para visitar a su hermano, que había emigrado a Nueva York. Un joven
portero se inclinó y le entregó una nota de la señora Winthrop, una invitada del hotel
que se había lanzado sobre él hacía tres días.

Christian necesitaba una distracción, pero le gustaba mantener un mínimo de


decoro en sus escarceos amorosos. La Sra. Winthrop, por desgracia, no sólo era
excesivamente vana, sino más que un poco estúpida. A juzgar por su invitación,
tampoco conocía la discreción.

—Envía a la señora Winthrop unas flores con mis disculpas —dijo al portero.

—Sí señor.

Su mirada aterrizó en el mapa del Central Park en la mesa de la consola. —Y


devuelve el mapa a la baronesa Seidlitz-Hardenberg.

El portero se inclinó de nuevo y se marchó.

Christian salió al balcón de su suite y miró hacia abajo. La altura era peligrosa, el
aire abrupto y frío. Los peatones eran del tamaño de muñecas, maniquíes articulados
sobre el pavimento.

Una mujer salió del hotel: la baronesa Seidlitz-Hardenberg, a juzgar por su tonto
sombrero. El resto de ella, sin embargo, estaba perfectamente bien formado: una
figura destinada a la reproducción. Una observación desde el punto de vista científico,
ya que no tenía ninguna intención de procrear con ella, pero lo suficientemente
persuadido como para contemplar placenteramente sus formas.

En los confines del ascensor, la había estudiado de la cabeza a los pies.

No era impopular ni en su país ni en el extranjero. Aun así, el interés por la


baronesa había sido extraordinariamente intenso, tanto más por el hecho de que ella
nunca lo había mirado directamente.

Ahora, sin embargo, lo hizo. Desde dieciséis pisos más abajo, miró por encima de
su hombro y lo localizó infaliblemente con una mirada que sintió a través de la red
color crema que ocultaba su rostro. Luego cruzó la calle y desapareció bajo los
árboles de Central Park.

***

Venetia fue vagamente consciente de los árboles, los estanques, los puentes, los
jóvenes y las mujeres que zigzagueaban en sus bicicletas, los leones marinos del
zoológico; los niños que clamaban poder ver los osos polares; el violín que gemía las
melancólicas notas de un vals, pero lo único que podía oír era la ineludible voz del
duque.

“La señora quiere sus mejores habitaciones”.

“La señora quiere ir al piso quince”.

“Su mapa, señora”.

No tenía derecho a mostrarse tan servicial y caballeroso, él que la había juzgado


como si supiera todo lo que había que saber sobre ella. Cuando en realidad no sabía
nada... nada en absoluto.

Sin embargo, ella era la que se sentía avergonzada de que su marido la hubiera
despreciado tanto. Podría haber continuado en su dichosa ignorancia si el duque
hubiera tenido la decencia de mantener en privado una conversación privada. Pero
no lo había hecho, y su revelación la perseguiría por siempre.

Deseaba, tenía, que hacer algo para sacarlo de su perca arrogante y cómoda.
Algo para que absorbiera las consecuencias de su mal proceder. No diezmaría su
buen nombre sin pagar un precio por ello.

Pero, ¿qué podía hacer? No podía demandarlo por motivos de difamación, ya


que nunca la había nombrado. No sabía de ningún secreto sucio que envolviera su
nombre para poder ventilarlo. Y aunque advirtiera a todas las mujeres de menos de
sesenta y cinco años de su espíritu salvaje, su título y su riqueza le garantizarían la
esposa de su elección.

Ya estaba oscuro cuando regresó al hotel, con los pies doloridos, la cabeza
palpitante. El ascensor estaba vacío, salvo el ascensorista.

Percibió el aroma de los lirios tan pronto como abrió las puertas de su suite. Un
gran florero ocupaba la mesa central de la sala de estar. Desde el jarrón, tallos
agresivamente altos de lirios blancos y gladiolos anaranjados se disparaban hacia el
techo, con sus pétalos brillando en la luz eléctrica.

Su familia nunca enviaría lirios, para no recordarle el ramo que había llevado al
caminar por el pasillo para casarse con Tony. Sacó la tarjeta apoyada sobre las flores.

El duque de Lexington lamenta su partida de Nueva York y espera el placer de su


compañía en otro momento.

Gallina. El ramo extravagante no era más que un anuncio de que si volvían a


encontrarse, le gustaría que ella estuviera esperándolo en la cama, ya desnuda. Así
que despreciaba el alma de Venetia Easterbrook, pero le gustaba mucho su trasero
cuando no sabía a quién pertenecía.

Rasgó la tarjeta en dos. En cuatro. En ocho. Y siguió lagrimeando, ahogándose en


su impotencia.

Las palabras de Helena le saltaron a la mente. “Toma tu revancha Venetia. Haz


que se enamore de ti, y luego dale calabazas”.

¿Por qué no?

¿Qué sería para él? Simplemente un romance frustrado. Le dolería por unas
pocas semanas, unos meses, si tenía suerte. Pero ella, pasaría el resto de su vida
oprimida por el peso de su revelación.

Llamó por teléfono al conserje y pidió un camarote en primera clase en el


Rhodesia, tan cerca de la suite Victoria como fuera posible. Y luego se sentó a escribir
a Helena y Millie una nota sobre su repentina salida.
Fue sólo cuando selló la nota que pensó en los detalles de su seducción. ¿Cómo
se las arreglaría para romper sus defensas cuando tenía tantos pre-conceptos
arraigados?

No importaba. Tendría que ser creativa, eso era todo. Donde hay voluntad hay un
camino. Y con cada fibra de su ser, quería que el duque de Lexington se arrepintiera
del día que había elegido meter un cuchillo en su riñón.
CAPÍTULO 4

Lexington se paró en la cubierta y examinó la colmena de actividad debajo de él.

Los carruajes y los pesados carros entraban y salían del muelle, su procesión
sorprendentemente rápida y ordenada. Los baúles y las cajas, empujados por los
estibadores se deslizaban por los conductos abiertos hasta el depósito de carga. Los
remolcadores se empujaban uno al otro, preparándose para asistir la partida del gran
transatlántico hacia el mar abierto.

Subieron por la pasarela los pasajeros de la nave: risueñas jóvenes que nunca
antes habían cruzado el mar, indiferentes hombres de negocios en su tercer viaje del
año, niños apuntando excitadamente las chimeneas de la nave, trabajadores
inmigrantes en gran parte irlandeses regresando al viejo país para una breve visita.

Un hombre, con un sombrero demasiado elegante para su ropa era


probablemente un estafador, planeando aliviar los bolsillos de sus compañeros de
viaje. Su compañera, una dama pulcramente vestida y aparentemente recatada,
examinaba a los caballeros de primera clase con interés mercenario: no tenía la
intención de seguir siendo la compañera de un estafador para siempre, ni siquiera
por mucho tiempo. Un muchacho adolescente que miraba con desprecio el dorso de
su padre hinchado y sudoroso, parecía dispuesto a renunciar a su inexpresivo padre e
inventar un destino completamente nuevo para él.

Pero, ¿qué hipótesis podía formular con respecto a la baronesa Seidlitz-


Hardenberg que venía ascendiendo elegantemente por la pasarela? Reconoció su
sombrero, casi como el de un apicultor, pero más elegante y más brillante. El día
anterior, el velo había sido de color crema. El de hoy era azul, para complementar su
vestido de viaje.
Lógicamente, una mujer no tendría que ponerse un vestido de viaje para las dos
millas que separaban el Hotel y los muelles de la calle Cuarenta y dos donde el
Rodésia estaba amarrado. Pero hacía tiempo que había renunciado a intentar aplicar
lógica a la moda, descendiente de la irracionalidad y la inconstancia.

El grado de devoción de una mujer hacia la moda con frecuencia correspondía a


su grado de estupidez. Había aprendido a no prestar atención a ninguna mujer con
un guacamayo relleno en su sombrero y a esperar comida de mala calidad en la casa
de una anfitriona más conocida por su colección de vestidos de baile.

La baronesa ciertamente estaba muy de moda, e inquieta: la inusual sombrilla en


su mano, blanca con un patrón de octágonos azules concéntricos, giraba
constantemente. Pero no parecía tonta.

Ella buscaba a alguien. No podía decir si lo había mirado directamente. Pero


fuera lo que fuese, la detuvo a mitad de camino. Su sombrilla dejó de girar, las borlas
alrededor de la copa se balancearon hacia adelante y hacia atrás con la repentina
pérdida del impulso.

Pero sólo por un segundo. Luego reanudó su progreso en la pasarela, su


sombrilla otra vez en un hipnótico movimiento.

La observó hasta que desapareció en la entrada de primera clase.

¿Era la distracción que tanto necesitaba?

Un silencio siempre descendía en los momentos finales antes de la salida, lo


bastante pronunciado como para oír los comandos que emanaban del puente y
pasaban a lo largo de la nave. El puerto se escabulló. En la cubierta principal, la
multitud agitaba locamente las manos a los seres queridos que estaban dejando atrás.
Las hordas en el muelle se volvieron, serias y demostrativas.

La garganta de Venetia se tensó. No podía recordar la última vez que había


sentido emociones tan desenfrenadas y descaradas.

O cuando se había atrevido a algo semejante por última vez.


—Buenos días, baronesa.

Ella se sacudió. Lexington estaba a pocos metros de distancia, una mano desnuda
en la barandilla, vestido casualmente con un traje gris y un sombrero de fieltro que
probablemente había sido parte de sus expediciones. Contemplaba el paseo
marítimo de Nueva York, sus muelles, grúas y almacenes sin mostrar ningún interés
en ella.

Era como si un iceberg le hubiera hablado.

—¿Le conozco, señor? —Había hablado en alemán, ella respondió en el mismo


idioma, sorprendida de sonar bastante tranquila, casi sin afectación.

Se volvió hacia ella. —Aún no, baronesa. Pero me gustaría.

Habían estado más cerca en el ascensor del hotel. Sin embargo, mientras que a la
víspera su cercanía sólo la había enfurecido, en ese momento se sentía como si
estuviera haciendo equilibrio sobre un alambre en lo alto de las Cataratas del Niágara.

¿Estaba lista para jugar?

—¿Por qué quiere conocerme, Su Gracia? —No pretendería desconocer su rango


ya que el personal del hotel no se había mostrado reticente al oírlo.

—Es diferente.

¿De la prostituta codiciosa a la que consideras como una afrenta a la decencia?

Luchó contra su agitación. —¿Está buscando una amante?

Conoce las reglas antes de jugar, siempre le había dicho el Sr. Easterbrook.

—¿Eso sería agradable para usted? —Su tono era absolutamente insólito, como si
no hubiera expresado nada más desagradable que el deseo de un baile.

Después de las flores, no debería sorprenderse. De todos modos, su piel empezó


a erizarse. Gracias a Dios por su velo... o no habría podido ocultar su repugnancia. —
¿Y si digo que no?
—No le importunaré otra vez.

Había tratado con hombres que querían sus favores. Podía reconocer una fingida
indiferencia desde un largo escenario. Pero no había afectación en su postura
desapasionada. Si rechazaba su oferta, sencillamente volvería su atención hacia otro
lugar y no le daría oportunidad.

—¿Qué hay... si no estoy segura?

—Entonces me gustaría persuadirle.

A pesar de la brisa en el río, el velo amenazaba con asfixiarla. O tal vez no era el
velo en absoluto, sino sus palabras. Su presencia. —¿Cómo lo haría?

Sus labios se alzaron en las esquinas, divertido. —¿Quiere una demostración?

Sólo había conocido su mente aguda, su actitud ártica y su capacidad ilimitada


para calumniar. Pero ahora, con la lentitud de su tono, la fuerza magra de su
estructura y la vista de sus dedos acariciando distraídamente la barandilla, se dio
cuenta de su sensualidad, su conciencia oscura y potente.

Era demasiado. No podía. Ni en un millón de años. No, aunque fuera el último


hombre vivo. Ni siquiera si era el último hombre vivo y el guardián de la última tienda
de alimentos sobre la Tierra.

—No —dijo con voz airada. —No quiero una demostración. Y estaría agradecida
de no verle nunca más.

Si su repentino rechazo lo sorprendió, no lo mostró. Se inclinó ligeramente. —En


ese caso, señora, le deseo un buen viaje.

***
Bridget, la sirvienta de Millie, regresó de la recepción con la noticia de que la
señora Easterbrook aún no se había registrado.

—¿Crees que podría haber ido a otro hotel? —preguntó Millie a Helena.

Helena se sintió incómoda. Pero el chófer de lady Tremaine dijo que la había
traído aquí ayer.

—Yo misma hablaré con el empleado —dijo Millie.

Se acercó al mostrador, con Helena a cuestas, e hizo su petición. El empleado


revisó el registro de nuevo.

—Perdone, señora, pero no tenemos ningún huésped con ese nombre.

—¿Qué hay de una dama con el nombre de Fitzhugh o Townsend?

Helena no creía que Venetia volviera a usar el nombre de Tony de nuevo. En sus
tarjetas de presentación simplemente era la Sra. Easterbrook.

El empleado levantó los ojos, disculpándose. —No, tampoco.

—¿Alguien ha visto por aquí a una hermosa dama ingresando sola? —preguntó
Helena.

—Me temo que no, señora.

—Muy bien, entonces —dijo Millie. —¿Tienes la suite reservada para Lady
Fitzhugh? Llegamos un día antes. Espero que no presente un problema.

—No, señora, no es un problema. Y tenemos un mensaje para usted de la señora


Fitzhugh.

La caligrafía del sobre era el conocido garabato de Venetia, gracias a Dios.


Abrieron el mensaje tan pronto como estuvieron dentro de su suite.

“Estimadas Millie y Helena,


He decidido volver a Inglaterra. Por favor, no se preocupen por mí. Estoy
saludable y con un espíritu tolerable.

Las estaré esperando en Londres.

Las quiero,

V”.

Helena se mordió el labio inferior. Si no hubiera sido por ella, Venetia no habría
ido a su conferencia.

Antes de aceptar a Andrew, había considerado todos los resultados posibles de


su acción, o eso había pensado. Pero no se había preparado remotamente para
consecuencias tan involuntarias.

La preocupación la carcomía. Incluso para alguien que había contemplado y


aceptado la probabilidad de lo peor, todavía era desconcertante lo rápido e
impredeciblemente mal que las cosas podrían salir.

***

Christian trabajó arduamente con los dos paquetes de cartas que le habían
alcanzado a Nueva York. El mar, cuando el Rhodesia pasó de Sandy Hook al Atlántico,
se agitó perceptiblemente. Dejó de leer los informes de sus agentes y abogados
cuando la oscilación de la nave hizo imposible la labor. El paseo por las cubiertas
requirió el uso frecuente de los pasamanos, ya que el barco se balanceaba de un lado
a otro. En el salón de fumadores, donde los caballeros hacían sus habituales apuestas
sobre el progreso diario de la nave, tuvo que perseguir su cenicero.
La lluvia comenzó durante el té, suavemente al principio. Pero en poco tiempo
cada gota se estrelló contra las ventanas con la ferocidad de una roca lanzada.
Observó la lluvia y volvió a pensar en la baronesa.

Era posible que aun pensara en ella porque lo había rechazado y no estaba
acostumbrado al rechazo. Pero no lo creía. Se preocupaba menos por sus propios
sentimientos y más por la intensidad ferviente de los suyos. Estaba ferozmente
consciente de él, pero aún más ferozmente ofendida por su atención. Y eso lo
intrigaba más que su identidad o la razón por la que mantenía su rostro oculto.

Una extraña, pero no desagradable sensación, preocuparse por una mujer que
no fuera la señora Easterbrook.

Lástima que la baronesa no tuviera nada que ver con él.

***

En teoría, repudiar a Lexington en su rostro debería haberle proporcionado a


Venetia un mínimo de satisfacción.

Pero la verdad era que no lo había repudiado. Había huido de todo lo que era
masculino, confiado y poderoso en él, de la misma manera en que una niña muy
joven podía huir del primer chico que la desafiaba a hacer algo más que coquetear.

Durante el resto del día, en lugar de felicitarse por saber cuándo cortar sus
pérdidas y abandonar los objetivos claramente demenciales, se comió la frustración.
¿Era realmente una mujer tan inútil? ¿Había acertado Tony cuando le había dicho
que todo lo que era, lo debía a su apariencia? Sin las ventajas conferidas por su rostro,
¿no tenía ninguna esperanza de interesar a Lexington?

Se miró al espejo. La doncella que había elegido para ayudarla a vestirse para la
cena, la señorita Arnaud, le había peinado el cabello en un elegante moño que
dejaba su cara completamente despejada. —Es mejor así —dijo la muchacha. —
Madame es tan hermosa, nada debería ocultarla.

Venetia no podía juzgarse. Sólo era consciente de un conjunto de rasgos que a


menudo eran un poco raros: sus ojos estaban muy separados, su mandíbula era
demasiado cuadrada para su propio gusto, su nariz no era ni diminuta ni respingada.

Pero nada de eso importaba. Para conquistarlo, tendría que utilizar un arsenal
que no incluía la belleza.

Si en verdad tenía las agallas para volver a enfrentarlo.

El pensamiento de sus manos sobre ella la estremeció. Pero no por repugnancia.


Por mucho que lo despreciara, era un hombre apuesto. Y una parte de ella se
encontraba absolutamente estremecida de anticipación.

Debería tomar una decisión pronto. Había despedido a la señorita Arnaud hacía
un largo rato. En el salón estarían sirviendo los últimos platos de la cena. Si dejaba
pasar esa noche, muy probablemente habría encontrado otra amante para el día
siguiente.

Se estremeció otra vez, una mezcla de miedo, odio, y necesidad feroz y perversa
de llevar a ese hombre a la locura.

Su mano se acercó a su sombrero velado.

Su decisión, al parecer, había sido tomada.

Avanzar era más difícil de lo que había previsto.

Sabía, por supuesto, que el Rodésia se había topado con una tormenta bastante
significativa. Pero sentada en una silla atornillada, cuestionando su cordura y furiosa
por su cobardía, no le había dado una apreciación adecuada de lo animado que se
había puesto el Atlántico.

Pero fuera en los pasillos con paneles de caoba, se tambaleó como si estuviera
borracha, dando bandazos de derecha a izquierda. No era tan malo cuando el piso se
levantaba para encontrarse con ella. Pero cada vez que se alejaba, había un momento
de desconcertante ingravidez.

Las luces del buque parpadearon. Se proyectó en un ángulo que habría servido
para un tobogán de niños pequeños y se agarró a un saliente cercano para mantener
el equilibrio. El Rhodesia, tomando la cresta de la ola, comenzó a subir de nuevo. Se
aferró a un aplique para no salir despedida hacia atrás.

Al salón del comedor se accedía por una gran escalera adornada por un friso de
papel dorado. También había paneles tallados de teca, pero no los veía muy bien,
pues los peldaños estaban llenos de damas emplumadas y caballeros que salían,
todos pendientes de la barandilla.

El pánico la atacó. ¿Había concluido ya la cena? ¿Era demasiado tarde después


de todo? Pero Lexington no estaba entre los comensales que salían, así que se
adelantó, bajando las escaleras contra el éxodo de pasajeros, ignorando sus miradas
de curiosidad y desaprobación.

El salón comedor tenía cien pies de largo y sesenta de ancho. El techo se abría en
el centro a una cúpula cubierta de cristal. En un día claro, la luz del sol se derramaría
por ese pozo e iluminaría las filas de columnas corintias y las cuatro largas mesas que
recorrían casi toda la habitación, cada una capaz de acomodar a más de cien
comensales.

En esa noche tempestuosa, una luz brillante, aunque chillona, caía en cascada
desde el pozo, emanando de una gran araña eléctrica. Si Venetia hubiera llegado una
hora antes, el sonido de los platos y la risa apagada la habría saludado, los familiares
murmullos de jolgorio y satisfacción. Pero ahora el comedor estaba en gran parte
desierto. Dos de las mesas largas estaban completamente vacías, todos los platos y
cubiertos despejados, todas las sillas atornilladas. Unos cuantos pasajeros aún
permanecían, sus platos y vasos sostenidos en su lugar por un marco de madera
especial colocado sobre la mesa. Una mujer de mediana edad, de apariencia robusta,
hablaba en voz alta de sus experiencias anteriores.
Lexington, estaba sentado junto a las ventanas, con una taza de café delante de
él, con la mirada fija en la tormenta. Rezaba para que no se produjera ningún cambio
abrupto en el rumbo del Rodésia; no quería tropezar en el camino.

Él miró en su dirección. Con su velo extendido, era difícil juzgar su expresión,


pero pensó que había captado un parpadeo de sorpresa.

Y anticipación.

Su estómago se tensó. Su cara se calentó. El corazón le latió fuertemente en los


oídos.

Se levantó cuando se acercó a la mesa, pero no lo saludó. Un camarero salió de


la nada para ayudarla con su silla, otro le ofreció una taza de café.

Lexington volvió a sentarse. Sin quitar los ojos de ella, levantó su café y bebió.
Parecía que no tenía intención de hacer que eso fuera nada fácil.

Habló antes de que pudiera cambiar de opinión otra vez. —He reconsiderado su
propuesta, señor.

No respondió. El aire entre ellos casi crepitó por la tensión.

Tragó saliva. —Y he llegado a la conclusión de que estoy abierta a la persuasión.

El barco se sacudió. Su mano se disparó para proteger su taza de café; la suya


hizo lo mismo. Sus dedos se encontraron y sintió el impacto profundo en su hombro.

—Estaba a punto de volver a mis habitaciones —dijo. —¿Te gustaría unirte a mí?

Durante un largo segundo, su voz se negó a colaborar. Sus labios temblaron. La


idea de estar a solas con él le quitó el aire de los pulmones.

—Sí —susurró ella.

Dejó su copa y se puso de pie. Se mordió el labio e hizo lo mismo. Su salida atrajo
miradas inquisitivas de los comensales restantes. Lexington no se fijó en ellos. Ella
había sido igual de descuidada por la atención no deseada que había atraído. Pero
ahora se sentía como si estuviera a punto de ser objeto de escarnio público.

Lo precedió por la gran escalera. El barco se envaró agudamente. Su brazo estuvo


al instante alrededor de su cintura.

—Estoy bien, gracias.

Él la soltó. Ella hizo una mueca ante su tono, no había sonado como una mujer
amable. Si fuera más severa, estaría dirigiendo un motín político.

La suite Victoria se elevaba sobre varias cubiertas por encima del salón comedor.
Por el resto del camino, no se dijeron ni una palabra el uno al otro. En la puerta de la
suite, la miró de una forma ilegible, antes de girar la llave.

La sala estaba débilmente iluminada. Sólo podía distinguir la ubicación y el


esquema general del mobiliario: un escritorio y una silla Windsor delante de la
ventana, una chaise longue a su derecha, dos sillas acolchadas enfrente, estantes que
habían sido construidos en el mamparo.

Cerró la puerta.

Una oleada de pánico la hizo explotar —No pedirás ver mi cara.

—Entendido —respondió en voz baja. —¿Quieres algo para beber?

—No —Ella inhaló fuerte. —No gracias.

Pasó junto a ella, adentrándose en la habitación. No fue hasta que extendió una
mano que se dio cuenta de que estaba apagando la luz. Las sombras la envolvieron,
aliviadas sólo por los relámpagos.

Él corrió la cortina, la oscuridad ininterrumpida apretó contra su esternón. El


estruendo de la tormenta se desvaneció. Incluso el bamboleo del Rhodesia pareció
ocurrir en otra parte. Su cuerpo sabía cómo prepararse para las oleadas volátiles del
mar, sin embargo, el curso impredecible de Lexington era un torbellino que
amenazaba con remolcarla.
—¿Estás de acuerdo en que no puedo ver nada ahora?

Estaba justo delante de ella, justo al otro lado de su velo. Sus dedos agarraron los
pliegues de sus faldas. —Sí.

Le quitó el sombrero velado. Se quedó sin aliento. Nunca se había sentido más
desnuda en su vida.

Él deslizó el dorso de su mano contra su mejilla. Era como si una antorcha la


acariciara. —La puerta está desbloqueada. Puedes irte en cualquier momento.

La escena se estrelló contra su cabeza: Lexington sumergido en su interior, y ella,


suplicándole que la soltara.

—No lo haré —Su voz fue suave pero desafiante.

No respondió. Sus respiraciones superficiales y erráticas ahogaron las olas que


golpeaban al Rhodesia. Él la tocó de nuevo, la almohadilla de su pulgar rozando su
labio inferior, dejando un sendero ardiendo en su estela.

—No quieres dormir conmigo. ¿Por qué estás aquí?

Ella tragó saliva. —No estoy poco dispuesta, sólo temerosa.

—¿Qué temes?

La besó justo debajo de la mandíbula. Se estremeció. —Ha pasado mucho tiempo.

Sus manos estaban sobre sus brazos, su calor la abrasaba a través del satén de
sus mangas. —¿Cuánto tiempo?

—Ocho años.

Él envolvió una mano alrededor de su nuca y la besó, separando sus labios sin
vacilar. El beso sabía a café, tan puro y potente como su voluntad. Y ella sintió que se
encendía su interior, en lugares que habían permanecido inactivos durante casi una
década.
Muy pronto ella se alejó. El barco se tambaleó. Pero la violencia del mar no era
nada comparada con la agitación que había en su interior: deseaba no haberse
detenido.

—¿Dónde está la puerta? —preguntó, con voz desigual.

No respondió de inmediato. En la noche impenetrable percibió el sonido de su


respiración, menos silenciosa, menos controlada. —Cinco pasos detrás de ti —Hizo
una pausa de un segundo. —¿Quieres que te acompañe allí?

—No —dijo ella. —Llévame en la dirección opuesta.

El dormitorio estaba, si fuera posible, incluso más oscuro que el salón. Christian
se detuvo cuando llegó a la cama. Bajo el pulgar, la pequeña vena en la muñeca de la
baronesa palpitaba salvajemente, un golpe indistinguible del siguiente.

Abrió la mano. Estaba tan tensa como un arco. Sin embargo, bajo toda esa
rigidez, toda esa renuencia, pulsaba una excitación oída por cada una de sus
respiraciones entrecortadas. No podía recordar la última vez que una mujer lo había
excitado de esa forma.

Acariciando su rostro, la besó de nuevo. Ella sabía imposiblemente limpia, a


lluvia y nieve y agua de manantial. Su olor era puro, sin el almizcle sensual de flores
dulces, sólo la fragancia del cabello recién lavado y la piel suave, entibiada por el
calor de su cuerpo.

Hacía pequeños gemidos en su garganta y la lujuria se disparó. Sus dedos fueron


impacientes, casi inestables, mientras desabrochaba la parte superior de su corpiño,
aliviando las capas que la encerraban.

Estaba más interesado en sus reacciones, pero la suavidad de su piel lo hizo


encenderse de deseo. Tomó su boca una vez más, invadiéndola a fondo. Su cuerpo
presionó el suyo al pie de la cama.

Ella tembló. ¿Lo sentiría a través de todo lo que todavía llevaban puesto? Estaba
caliente y duro, casi sin sentido. Luego hizo algo que sirvió de combustible al fuego de
su lujuria: lo ayudó con su corsé, sus manos y las de él trabajando juntas con los
cierres del vestido.

El corsé era la puerta del castillo. Una vez que estuvo franqueado, todo lo demás
no fue más que formalidades. Quitó los alfileres del cabello y el resto de su ropa,
tocándola lo menos posible en el proceso, sin confiar en su propio control, por lo
general, férreo.

Cuando estuvo desnuda, preguntó: —¿Puedo irme todavía?

—Sí —dijo, presionándola contra su cama. —En cualquier momento.

—¿Qué harías si me fuera ahora?

—Me pondría de mal humor.

Él besó su barbilla, su garganta. Era deliciosa por todas partes. Y sus dedos se
agarraban a las colchas como si pudiera caerse de la cama, una posibilidad real, con
el Rodésia balanceándose en todas direcciones. Pero dudaba que se diera cuenta. Lo
que temía no era a Dios, sino al hombre.

—¿Por qué no quieres ver mi cara? —murmuró.

—¿Alguna vez he dicho que no quiero ver tu rostro? —Acarició su pecho


suavemente, y rozó su pezón rugoso. —Pero si no quieres que te vea, aprenderé a
reconocerte por la textura de tu piel —Hizo rodar su pezón ya erecto entre sus dedos,
provocando una exhalación temblorosa de sus labios. —Por tu voz —dijo, tomando el
pezón en su boca. —Y por tu sabor.

Ella gimió y onduló bajo él. Siempre había sido un amante meticuloso; era justo
que pagara a la dama por su gratificación. Pero quería abrumarla de placer, deleitarla.
Quería hacerle olvidar que había estado ansiosa y asustada.

Nunca había estado más ansiosa ni más temerosa.


Que fuera él quien le proporcionara tal placer la asustaba. Pero no tenía a nadie
a quien acudir, excepto a él. La siguiente vez que la besó, se agarró a sus hombros y le
devolvió el beso, porque no sabía qué otra cosa hacer.

Su respuesta fue feroz. Se quitó la ropa, deslizó la mano debajo de sus caderas y
se sumergió en su interior.

Ella respiró hondo. Sí, había sido esposa de otro hombre. Sí, Tony había sido un
amante competente en los primeros días de su matrimonio. ¿Pero las sensaciones
habían sido tan agudas, tan potentes como si hubiese sido golpeada por un rayo?

—¿Puedo... puedo irme? —Se oyó preguntar.

Se retiró y volvió a entrar en ella. —Sí —Otro largo e infinitamente placentero


golpe. —En cualquier momento.

Ella jadeó. —¿Qué harías si me fuera?

Él gruñó. —Lloraría.

No pudo evitar sonreír, sólo un poco.

Él la agarró del pelo y la besó. —Pero no irás a ninguna parte.

Le decía cosas sucias y deliciosas. Abanicó las llamas de sus deseos hasta que no
fue más que fiebre y necesidad. Su placer se acumuló en una inmensa presión que la
única manera de aliviar la tensión reprimida fue convulsionar y gritar.

—Realmente han pasado ocho años —murmuró.

Su mano la acarició donde sus cuerpos aún estaban unidos. Qué bien se sentía,
qué exquisita. Ella se retorció, gimiendo.

—Sólo han pasado unos meses para mí, pero empiezo a estar convencido de que
también debí haber pasado años sin disfrutarlo.
Se retiró y empujó lentamente, muy lentamente, de nuevo en ella. Sus
respiraciones se estremecieron. Se dio cuenta de que aún no había alcanzado su
placer.

Sus dedos la acariciaron otra vez en la unión de sus muslos, despertando deseos
frescos y calientes. Pero fueron sus labios en su oído los que la reavivaron
completamente. —Estás tan tensa —susurró, con un mordisco en el lóbulo de la oreja
que repercutió hasta los dedos de los pies, —el menor contacto te hace vibrar.

Después de eso, no hubo más palabras. La calibró y afinó hasta que el contacto
entre sus cuerpos fue un crescendo de sensaciones. Cuando su control se rompió, la
empujó sobre el abismo otra vez. Estaba ensordecida y cegada por el placer.
Ahogándose y agarrándose a él como su única salvación en el torbellino.

Se calmaron. Lo sentía sólido y pesado. Escuchó su desgarrada respiración y se


sintió extrañamente sensible, como una lastimadura que ha estado vendada durante
mucho tiempo para de repente exponerla al aire, la luz y el tacto.

No pienses, se dijo. No pienses en nada. Por todo el tiempo que puedas.


CAPÍTULO 5

Los retumbos del trueno se habían vuelto más lejanos. La lluvia ya no era tan
salvaje sobre la cubierta. El Rhodesia todavía se tambaleaba, pero ya no se movía en
direcciones impredecibles.

Christian se puso de lado, llevándose a la baronesa con él. Su pelo, fresco y


sedoso le hacía cosquillas en el brazo. Sus respiraciones eran pequeñas bocanadas de
calor húmedo en su cuello. Su cuerpo, por fin, estaba flojo. Casi.

Estaba complacido consigo mismo, demasiado, tal vez. Para un naturalista, no


había ningún acto más mundano que el sexual. Sin embargo, hacer el amor con la
baronesa von Seidlitz-Hardenberg no había sido para nada ordinario. Por el contrario,
lo había sentido trascendental, mucho más significativo que el mero comienzo de un
asunto pasajero.

Había estado tan atrapado en los acontecimientos de la noche que ni siquiera


había pensado en una esponja o en un preservativo, cuando por lo general era
mucho más escrupuloso con esas cosas. Que estuviera en su cama era otra
aberración. En sus relaciones, prefería fijar el ritmo, salir o quedarse como eligiera.
Pero esta vez le había cedido el control: quería vencer su miedo, y había apelado a su
sentido de galantería.

Levantó un mechón de su pelo y lo enrolló alrededor de sus dedos. —Me alegra


que hayas decidido reconsiderar mi propuesta —Contra su hombro, ella hizo un
sonido, algo que sonó como: humfft.

Le soltó el pelo, le giró la cara y la besó en la boca. —¿Qué te hizo cambiar de


opinión?
Su respuesta fue la misma humfft, pero se tensó de nuevo, lo percibió en la
contracción de su mandíbula.

Tenía una idea de por qué no le gustaba hablar con él: probablemente pensaba
que la había elegido al azar y que aún no había hecho las paces con su eventual
aceptación.

—Hay una contradicción interesante en ti. Escondes tu rostro, pero tu manera de


andar es cualquier cosa menos retraída.

No sólo quería que se quedara, sino que esa noche también sería el encargado
de conversar, un revés para un hombre que estaba más que acostumbrado a buscar
la soledad después de saciar su apetito sexual.

—¿Oh? —murmuró contra su mejilla.

—Caminas con cierto aire de coquetería. No pavoneándote, sino con un paso


decidido. Una mujer que va por la vida con la cara cubierta puede generar demasiada
atención, y eso puede ser desalentador. Pero tú te mueves como si esa fuera la
menor de tus preocupaciones, como si estuvieras acostumbrada a tener un mar de
ojos fijos sobre ti.

Ella se movió. —¿Y eso te interesa?

—Tus motivos me interesan. Me pregunté si podrías ser una fugitiva, y decidí que
no, el velo te hace demasiado visible. También hay una pequeña posibilidad de que
seas musulmana, pero cualquier musulmana que se tome la molestia de cubrir su
rostro por completo sería atrapada muerta sin acompañante. Lo que deja dos
posibilidades. Uno, simplemente no deseas mostrarle a nadie tu cara, y dos, hay algo
muy irregular en tus rasgos.

Ella se apartó. —¿Tienes afección por las mujeres deformadas, señor? ¿Por eso
me has pedido que sea tu amante?

—¿Acaso alguna vez te pedí que fueras mi amante?

—Por supuesto que... —Se detuvo.


Cuando había dicho que le gustaría conocerla mejor, había sido ella quien le
había preguntado si estaba buscando un amante.

—Cuando llegaste a la conclusión de que me gustaría dormir contigo, respondiste


a mi pregunta. Una mujer de rasgos muy irregulares podría desconfiar de mi interés
por ella, pero es poco probable que me acuse inmediatamente de una insinuación
lasciva. Tú, por otra parte, das por sentado que el interés de un hombre por ti va en
esa dirección.

—Puesto que no hay nada físicamente malo en ti, si pretendiera no tener


curiosidad carnal por ti, estaría mintiendo. Así que, sí, reconozco ese componente de
mi intención. Pero si me lo hubieras preguntado, te habría dicho que me interesaba
más el misterio en ti que los placeres desnudos de tu cuerpo. Es extrañamente fácil
hablar con una mujer sin rostro en la oscuridad, como si estuviera hablando al mar o
al cielo —Apartó el pelo de su hombro. —Aunque, si hubiera sabido cuán
monumentales eran los placeres desnudos que obtendría, te habría perseguido con
mucho más empeño.

Debió haber fracasado abismalmente en dar explicaciones... o la había ofendido


de nuevo, porque se apartó de él y se sentó.

—Debería irme.

—¿Quieres que te ayude a encontrar tu ropa? Pueden estar esparcidas por ahí...
Me temo que no fui demasiado cuidadoso como para acomodarlas en un montón.

Su alemán era muy ágil y había una sonrisa en su voz. Ella se mordió el labio
inferior. ¿Por qué no había planeado mejor las cosas? ¿Cómo podría encontrar sus
cosas en la oscuridad y vestirse con un mínimo de decencia?

Dejó la cama al mismo tiempo que ella. —Esto es algo suyo. Esto es mío. ¿Qué es
esto? ¿La funda del corsé?

Sus dedos encontraron sus zapatos y medias. Pero antes de que pudiera
recogerlos, él ya estaba encima de ella, entregándole un paquete de ropa. Cuando la
tomó, su mano le rozó el brazo.
—¿Necesitas ayuda para vestirte?

—No, yo...

—Fingiremos que es un sitio de excavación y trabajaremos metódicamente —dijo,


volviendo a quitarle la ropa. —Voy a tender la ropa en la cama, una por una, entonces
sabremos qué es qué y cuáles piezas son las que faltan.

No había esperado esa amabilidad de su parte. Su ropa aterrizó en la cama con


un pequeño susurro. Se acercó al otro lado de la cama, presumiblemente para
comenzar la clasificación de dichas prendas.

Se inclinó y recogió las medias. Cuando se enderezó, se topó con lo que parecía
una manta muy suave sobre su espalda. —Póntela o tendrás frío —dijo Lexington.

Era una bata de lana merina. Apretó la faja en la cintura. —¿Y tú?

—He encontrado mis pantalones. Ahora veamos tu ropa. Tu vestido... —Su voz
llegó de nuevo desde el otro lado de la cama. —¿Cuántas enaguas llevabas?

—Una.

—¿Sólo una?

—La falda está dividida, por lo que el vestido viene con una falda interior. Y el
corte es estrecho. No permite más de una enagua.

¿Por qué se había explicado con tal detalle? Era casi como si temiera que pensara
que la falta de varias enaguas denunciaba laxitud moral de su parte. ¡Cuando
acababa de acostarse con un hombre al que ni siquiera había sido presentada
adecuadamente!

—Una elección sabia —murmuró con ese dejo de sonrisa en su voz.

Sentía como si hubiera caído por el agujero del conejo. O tal vez era una extraña
encarnación del doctor Jekyll y el señor Hyde, pero en lugar de convertirse en
malvado en la oscuridad, se volvía mucho más agradable.
—¿Puedes encontrar tu camino hasta aquí? —preguntó. —Tengo tus cosas listas.

Ella bordeó el contorno de la cama. —¿Dónde estás? No quiero pisarte el pie.

—Hmm —dijo, —hay un acento raro en tu alemán.

Ella se detuvo. Había crecido con una institutriz alemana. Los nativos de
Alemania generalmente comentaban su falta de acento inglés. —¿Qué tipo de acento?

—He pasado un tiempo en Berlín y no tienes las vocales de Prusia, ni las partes
alemanas ni las partes polacas. Suena como si tus orígenes fueran más al sur de
Baviera, diría yo.

Su institutriz alemana había sido de Múnich y hablaba el dialecto Bávaro. —Muy


perspicaz para ser un inglés.

—Pero no estoy convencido de que seas alemana.

Demasiado perspicaz para ser un inglés. —¿Por qué no? Tú mismo has
identificado mi acento bávaro.

—Cuando mencioné tu acento, te quedaste fría.

Ella se quedó dónde estaba. —¿Importa si soy alemana, húngara o polaca?

—No, supongo que no. ¿En verdad te llamas Von Seidlitz-Hardenberg?

—¿Y si tampoco soy baronesa? ¿Eso hará que el Rhodesia se hunda?

—No, pero estoy convencido de que precipitará la tormenta.

A juzgar por su tono, sonreía una vez más, y estaba demasiado cerca.

Su mano le acarició el pelo. —¿De qué tienes miedo?

—No tengo miedo de nada — Sin embargo, sonaba como si estuviera


encogiéndose.
—Bueno, no deberías tenerlo. ¿Qué podría hacer contigo? Una vez que
desembarquemos, no sería capaz de reconocerte, aunque nos encontrásemos cara a
cara.

Pero ella había planeado otra cosa, ¿no? En Southampton, tenía la intención de
revelarse y hacerle saber lo que habían hecho. Había imaginado ese desenlace en
decenas de deliciosas variaciones, cada una llevándolo a ese inevitable punto de
rabia y devastación de su parte. Mirando hacia atrás, era como si hubiera planeado
un viaje a la luna, con la única excusa de un entusiasmo exagerado por los romances
científicos de Monsieur Verne.

Él le revolvió el pelo y la besó bajo el lóbulo de su oreja, con una sensación tan
irregular que casi le causó dolor. Mordisqueando un sendero por la columna de su
cuello, apartó la tela de la bata y expuso su hombro.

—Estás muy tensa otra vez, mi querida baronesa, seas o no baronesa.

—Me haces sentir nerviosa —Y culpable, a pesar de que todavía no había hecho
nada más reprehensible que dormir con un hombre al que no amaba.

La levantó y la dejó al borde de la cama. —Imperdonable de mi parte. Permíteme


recompensarte.

Le desabrochó el cinturón de la bata y luchó contra una nueva oleada de pánico.


—¿Por qué eres tan amable conmigo?

—Me gustas. Nunca soy desagradable con la gente que me gusta.

—Eres un hombre de mentalidad alta, ¿verdad?

—Tengo algunos estándares exigentes.

—Como hombre de estándares exigentes, ¿puedes justificarte de por qué me


quieres, más allá de eso de que soy una fuente de placeres desnudos?

—Tú me rechazaste, y eso habla bien de ti; un hombre que te haya abordado con
tan poca delicadeza y previsión como yo merecía ser rechazado. Aparte de eso, tienes
razón, no tengo fundamentos firmes para probarlo. De todos modos, cuando
cambiaste de opinión, me sentí terriblemente halagado. Así que voy a ser no
científico y llamaré a esto simplemente “afinidad”.

Afinidad. Cuando en la vida real, sentía la mayor antipatía por ella.

—Hay algo más sobre ti que me gusta —continuó. No sabía cuándo la había
presionado contra la cama, pero estaba acostada a su lado, con su bata totalmente
abierta. Con ligereza pasó su mano sobre sus pechos y abdomen. —Me gusta que
pueda hacerte olvidar, aunque brevemente, todo lo que te inquieta.

Volvió a hacerle el amor. Después, cuando empezó a controlar deliberadamente


su respiración, Christian supo que había dejado atrás su dulce olvido. Esta vez,
cuando le dijo que tenía que irse, se puso los pantalones y la ayudó a vestirse. Luego
salió a la sala y le devolvió el sombrero.

—¿Qué hay de tu cabello? —Él había desechado los alfileres y los peines que
habían sujetado su pelo. —Tengo escaso conocimiento sobre los peinados de las
damas.

—Tengo el velo —dijo. —Ya me las arreglaré.

Una vez que su rostro quedó oculto tras el velo, encendió las lámparas y se
encogió de hombros para ponerse su camisa.

—Ya es tarde. Te llevaré de vuelta.

La luz danzaba sobre la trama de su velo, que se agitaba perceptiblemente


mientras exhalaba. Tenía la sensación de que estaba a punto de rechazar su oferta,
pero dijo: —De acuerdo, gracias.

Una mujer sensata habría desistido.

Se quedó en el dormitorio. Caminó lentamente por el salón, contemplando el


techo de artesa, la pila de libros en el escritorio y el jarrón de tulipanes rojos y
amarillos. Por alguna razón había pensado que su vestido era de color crema, pero
era albaricoque, la falda salpicada de cuentas y gotas de cristal.
Se puso un chaleco y un abrigo de noche. Sus gemelos, adornados con el escudo
Lexington, estaban en el suelo. Se agachó y los recogió.

A medida que se enderezaba, sintió punzadas en su piel, el peso de su mirada. Él


la miró. Ella apartó la vista inmediatamente, aunque no pudo percibir nada detrás de
su velo.

Ella no confiaba en él... por completo. Y sin embargo, le había permitido


seducirla, ¿o había sido al revés? Podía halagarse y atribuir la discrepancia a una
intensa atracción de su parte, pero años de entrenamiento para ser objetivo hicieron
que tales delirios resultaran infundados.

Se puso los gemelos. Incluso tuvo la deferencia de buscar una corbata nueva. Si
fueran vistos juntos a esta hora, podría dar lugar a ciertas sospechas, pero no tenía
intención de ofrecer pruebas concretas mostrándose desaliñado.

—¿Entonces? —le ofreció el brazo.

Ella vaciló antes de poner su mano sobre su codo. Todavía estaba nerviosa, casi
tanto como cuando había llegado a su suite. Pero las dudas sobre ese tema lo
inquietaban, por lo que se abstuvo.

En cambio, cuando salieron de la suite, preguntó: —¿Por qué te mantuviste


célibe durante tanto tiempo? ¿Por aferrarte fielmente a la memoria del difunto barón?

Hizo una mueca que sonó como un chasquido. —No.

El Rhodesia estaba tranquilo, excepto por el ruido del poderoso motor en lo


profundo del casco. Los pasajeros de primera clase, ya estarían dormidos, mareados,
o aferrados vigorosamente a sus esposas, manteniendo el decoro mediante el
ominoso silencio. Los corredores en sombras bien podrían haber pertenecido a un
barco fantasma.

—Si no fue por respeto al barón, no puedo imaginar la razón por la que pasaste
tanto tiempo sin hacerlo.

—No es algo insólito.


—Es cierto, pero no pareces ser alguien que quisiera privarse por años del sexo.

Su suspiro fue de impaciencia. —Por mucho que esto te sorprenda, señor, una
mujer no siempre necesita un hombre para satisfacerse. Puede ocuparse muy bien de
ese asunto.

Él rió, encantado. —¿Y tú, sin duda, eres tremendamente capaz verdad?

—Me atrevería a decir que soy lo suficientemente hábil —dijo, algo gruñona.

Se rió de nuevo.

Incluso a través del velo podía sentir la mirada que le lanzaba. —¿Siempre eres
tan divertido después de estar con una mujer?

—No, en absoluto —Su estado de ánimo se volvía generalmente sombrío, a veces


francamente oscuro. Las mujeres con las que dormía nunca eran la que él realmente
quería, aquella cuyo poder sobre él permanecía inquebrantable. Pero esa noche no
había pensado una sola vez en la señora Easterbrook. —¿Y tú siempre te muestras tan
irritable después?

—Tal vez. No puedo recordarlo.

—¿Acaso el barón era un amante torpe?

—Te gustaría que lo hubiera sido, ¿verdad?

Nunca se había cuestionado si una mujer había tenido mejores o peores amantes
que él. Pero en este caso, sí, lo hubiera preferido. —En efecto. Me gustaría que
hubiera sido completamente inútil... impotente, de ser posible.

Quería ser el único capaz de provocarle ese inconmensurable estallido de placer.

—Lamento decepcionarte. Puede que no haya sido la reencarnación de Eros,


pero se desempeñaba bastante bien.

—Cómo me frustras, baronesa —Se le ocurrió una idea. —Entonces, ¿qué le


pasaba?
—¿Te ruego me disculpes?

—Era un amante decente, pero después de su muerte, recurriste a tu propia...


destreza manual. Y no le dedicaste tu castidad. ¿Te fue infiel?

Ella quedó atónita. No por mucho tiempo... reanudó su paso casi


inmediatamente, y a un ritmo más veloz. Pero no le respondió.

—Fue un tonto —declaró.

Se encogió de hombros. —Fue hace mucho tiempo.

—No todos los hombres son libertinos.

—Ya lo sé. He escogido alejarme de los hombres no porque haya perdido la fe en


todos, sino porque ya no estoy segura de mi habilidad para elegir bien.

—Lo siento.

—Estar desapegada tiene sus ventajas —Su rostro se volvió hacia él. —Al menos
he estado casada. ¿Cuál es tu excusa? ¿No debería un hombre que tiene un título tan
elevado como el tuyo tener un heredero o dos a esta altura?

No dejó de notar que había cambiado hábilmente de tema.

—Sí, debería. Y no tengo más excusas, por eso estoy de camino a Londres para
cumplir con mi deber.

—No pareces muy entusiasmado. ¿No te agrada la idea del matrimonio?

—No tengo nada en contra de la institución, pero sospecho que no voy a ser feliz
casado.

—¿Por qué no?

Una vez más, su anonimato lo hizo hablar libremente de cosas que ni siquiera
consideraría mencionar ante otros. —No hay duda de que debo casarme... y pronto.
Pero tengo pocas esperanzas de encontrar a una dama que me convenga.
—Quieres decir que ninguna mujer es lo suficientemente buena para ti.

—Todo lo contrario. Aparte de mi herencia, tengo muy poco que ofrecer a una
mujer. No soy un conversador deslumbrante. Prefiero estar en el campo o encerrado
en mi estudio. E incluso cuando estoy dispuesto a quedarme en la sala de estar e
involucrarme en una pequeña charla, no soy particularmente fácil de soportar.

—Esos son defectos que muchas chicas estarían más que dispuestas a pasar por
alto.

—No quiero que se pasen por alto mis fallas. Los miembros de mi personal están
allí para hacer frente a mis excentricidades, ya sea que las aprueben o no. Mi esposa
debe tener el valor de decirme que me estoy comportando abominablemente, si
fuera el caso.

—Así que sabes que te comportas abominablemente a veces —reflexionó. —Pero


si tienes requisitos tan estrictos para una esposa, si debería ser inteligente, graciosa,
educada y tolerante, ¿por qué no comenzaste antes la búsqueda? ¿Por qué limitarte
a una temporada y un hatajo de debutantes? No es una manera astuta de hacerlo.

No, no lo era. Lo había hecho de la manera más estúpida posible, salvo


asegurarse que su matrimonio fuera un asunto formal y atrevido. Pero no era algo
que pudiera admitir, por más anónima que fuera la baronesa.

—Pero lo pagaré, sin duda.

—Pareces muy británico, lleno de paciencia y resignación.

Adoraba su tono acerbo. —Somos absolutamente pragmáticos cuando se trata


de tales asuntos. La búsqueda de la felicidad la dejamos a los estadounidenses;
consideramos que el romanticismo es la especialidad de los Continentales.

Estaba callada. El barco se levantó y cayó suavemente, como si estuviera sobre el


pecho de un gigante dormido. Las cuentas de su falda se deslizaron y chocaron unas
contra otras, como una lluvia lejana de perlas.
Descendieron dos tramos de escaleras y doblaron una esquina. Ella se detuvo. —
Llegamos.

Anotó el número de su camarote. —¿Tendré el placer de tu compañía para el


desayuno?

—¿Quieres que te vean en público conmigo? —Hubo un eco de sorpresa en su


voz.

—¿Tienes alguna objeción?

—Serás conocido como el hombre que acompaña a la mujer del velo.

—Eso es más que aceptable para mí.

Se paró de espaldas a la puerta, con la mano en el pomo, como si protegiera la


entrada de él. —¿Y si digo que no?

—Ahora no te librarás de mí, baronesa. Si dices que no al desayuno, te


preguntaré si te gustaría acompañarme a dar un paseo después del desayuno.

—¿Y si te digo que me reuniré contigo para desayunar, pero no volveré a dormir
contigo?

—Está decidida a hacerme llorar, señora.

Llevó los dedos hasta el borde del velo, que caía varios centímetros más allá de
su barbilla. La red se deslizó sin peso sobre su piel. Probablemente debería haberse
alejado de él, pero ya la tenía contra la pared, o mejor dicho contra la puerta.

—No respondiste a mi pregunta —dijo.

Trató de negarse a los ligeros temblores que le provocaba su voz. —El trato es el
mismo —dijo. —Haré todo lo posible para seducirte, y podrás marcharte cuando
quieras. Ahora dime, ¿quieres venir a desayunar conmigo?

—No —después de una pausa interminable dijo: —No puedo comer con este velo.
Nos reuniremos después para dar un paseo.
No había creído que fuera a rechazarlo por completo. ¿Por qué entonces su
corazón palpitaba de alivio? —Dime la hora y el lugar.

—Nueve de la mañana en la cubierta superior.

—Excelente —Se inclinó y besó sus labios a través del velo. —Buenas noches.

Se deslizó dentro de su camarote y cerró la puerta suavemente, pero con firmeza.

Venetia se apoyó contra la puerta, incapaz de dar otro paso.

¿Qué había hecho?

¿Y en nombre de Dios, que le había hecho?

La venganza había parecido tan simple. Lexington la había herido maliciosamente


y sin arrepentimiento. Por lo tanto, Lexington debería pagar. Él trataba con fósiles.
Ella trataba con hombres. Ergo, debería tener la ventaja en esa lucha humana, incluso
con su rostro cubierto.

Sin embargo, allí estaba, tocándose con delicadeza los labios que todavía
palpitaban por su casto beso de despedida.

Había subido al Rhodesia para castigar a un hombre, pero no a ese hombre. Este
era otra persona.

Después de su matrimonio con Tony, no sólo dudaba de su habilidad para


escoger a un hombre, sino también de su capacidad para hacer feliz a cualquier
hombre. Pero Lexington, el más severo juez de su carácter, había sido casi boyante en
su compañía. Y ahora estaba entre los pocos hombres a quienes su aspecto
realmente no les importaba.

Era como si se hubiera lanzado a través del Atlántico para hallar una ruta hacia la
India, sólo para encontrarse con un nuevo continente.

Si lo hubiera abordado en Nueva York, podría haber desaparecido en la ciudad.


Pero en el barco no podía siquiera pensar en esconderse. Y.… en realidad tampoco
quería. El duque afirmaba que había más en ella que la forma de su rostro y la
perfección de sus rasgos.

Lentamente se despojó de su ropa, de camino hacia su litera. Bajo las sábanas


dijo sus oraciones, exhortando al Todopoderoso a vigilar a Helena y para que, en el
otro extremo del Atlántico, Fitz siguiera siendo paciente y discreto, y que, en América,
cuando se enteraran, Millie y Helena no se preocuparan demasiado por su segunda
salida abrupta en dos días.

Para sí misma no pidió nada, aunque pensara que sus problemas eran lo
suficientemente importantes como para incomodar al Buen Dios, quedaba el hecho
de que ya no tenía ni idea de qué resultado quería de su vaga revancha. Así que
permaneció tendida durante un largo rato, con las manos sobre el abdomen, y pensó
en la avalancha de incidentes y coincidencias, empezando desde que Hastings había
visto volver a Helena de madrugada durante tres noches seguidas, motivo por el cual
estaba en ese lugar, en ese.

Y deseaba tener una bola de cristal para ver a dónde la llevaría todo eso.
CAPÍTULO 6

El mar se había calmado, pero el Rodésia lidiaba con la lluvia constante y el aire
helado. Pocas almas estaban en la cubierta superior. El Atlántico era una vasta
extensión de agua fría, y bruma gris, su tristeza sólo ocasionalmente interrumpida
por salto de un delfín.

Lexington miró fijamente su reloj de bolsillo. Ella llegaba quince minutos tarde
para su paseo. Llamó a un mayordomo para que enviara sus respetos a la baronesa.
No era precisamente un sutil recordatorio, pero no era un hombre que valorara
mucho la sutileza.

Mientras daba instrucciones al mayordomo, ella apareció en la esquina, con una


gruesa gabardina negra. El viento expresó un gran interés en su paraguas,
sacudiéndolo en todas direcciones. Otra mujer habría parecido frenética y torpe,
pero ella se movía con la gracia de una primera bailarina copando el centro del
escenario.

Despidió al mayordomo. —Llegas tarde, señora.

—Por supuesto —dijo firmemente. Su velo, atado a la base de su garganta para


contrarrestar el viento, que soplaba contra su rostro, insinuando labios plenos y
pómulos altos. —No deberías esperar que las damas se levanten a la hora exacta.

Era la excusa más encantadora y ridícula que había escuchado. —¿Cuál sería la
hora prevista?

—Has sido invitado a cenar, ¿no deberías saberlo, aunque huyas de la Sociedad?
—Nunca me he involucrado en una temporada londinense, pero no evito a la
sociedad cuando estoy en casa. Ceno en las casas de mis vecinos. Hasta he ofrecido
algunas cenas.

Una fuerte ráfaga casi le quitó el paraguas. Él apretó una mano sobre la suya
para ayudarla a controlarlo. Pero después de que el viento se hubo disipado, no la
soltó.

Ella le dirigió una mirada, una mirada dura, pensó. Pero cuando volvió a hablar,
su voz no fue en absoluto severa. —¿De qué estamos hablando?

Por alguna razón, su corazón se desbocó. —De cenas.

—Tienes razón —sacó el paraguas, y su mano enguantada de la suya. —No te


sientas a cenar en cuanto entras en la casa del anfitrión. Por el contrario, caminas y
participas de las charlas y bromas con los otros huéspedes. Y allí es cuando te
encuentras con una dama. Esperas, andas, y piensas en ella; y haces que su llegada
sea aún más trascendental.

Él era un obsesivo con la puntualidad. Semejante tardanza no la habría tolerado


en otra mujer. Sin embargo, se encontró sonriendo. —¿En serio?

Ella inclinó la cabeza. —Dios mío, ¿nunca has esperado a una mujer en tu vida?

—No.

—Hmm. No nos quedemos aquí —se puso en marcha a un ritmo acelerado. —


Supongo que tiene sentido que las amantes hayan tenido que esperarte, en vez de
hacer lo contrario. Pero no puedo creer que nunca hayas tenido una relación con una
dama.

—La he tenido, pero las que no llegaron a tiempo, comprendieron que ya me


había marchado.

Se preguntó si parecería demasiado duro. No había querido reprocharle, sólo


responder a su pregunta con sinceridad.
—Todavía estás aquí —murmuró.

—Deseaba mucho volver a verte.

No había dicho nada nuevo. Pero ella inclinó ligeramente la cabeza, luego lo miró
con la cabeza inclinada, casi como si sintiera timidez.

—¿Te preocupaba que no viniera?

Él dudó. La honestidad era fácil cuando la respuesta de uno era simplemente una
opinión que revelaba poco de los pensamientos internos. Pero la respuesta honesta a
esa pregunta en particular no sólo implicaba reconocer su deseo, sino una confesión
de mayor índole.

—Sí. Estaba a punto de enviar a un mayordomo para recordarte que estaba


esperando.

—¿Y qué ibas a hacer si eso no me traía corriendo a tus brazos? —hizo una pausa.
—¿Enviarme flores?

Había un tono sutil pero inconfundible en su voz.

Sacudió la cabeza. —Nunca envío flores a nadie que deseo conocer.

Detrás del velo, podría haber fruncido el ceño; seguramente tenía la cara vuelta
hacia él, como si esperara que leyera su expresión. Sólo un momento después, al
darse cuenta de que no podía ver nada, le preguntó: — ¿Qué significa eso?

—Mi padre era un gran libertino que regaló innumerables ramos en su vida. Veo
las flores como regalos falsos. No te daría flores.

—Pero lo hiciste. Enviaste un jarrón enorme a mi suite en el hotel.

Su confusión no duró mucho. —Comprendo lo que debe haber sucedido. Ordené


enviar unas flores a una mujer cuya compañía no deseaba. Pero le encargué esa tarea
y el mapa que se te cayó al mismo empleado del hotel, así que tu mapa fue a ella y
sus flores vinieron a ti.
La baronesa no respondió.

—¿Te he ofendido por no enviarte las flores?

Ella rió, un sonido seco y triste. —Más bien lo contrario. Me ofendiste


profundamente cuando creí que habías enviado las flores. No me gustó esa
demostración tan escueta de interés.

—¿Un jarrón enorme de flores, dijiste?

—Enorme, molesto y bastante horrible.

—Estoy doblemente sorprendido ahora que cambiaste de opinión.

Ella permaneció en silencio durante un rato. —Este viento me está agotando.


¿Vamos a uno de los salones?

Las flores habían transformado su rabia en acción.

Si no hubieran sido entregadas al regresar a su suite hacía dos noches, habría


continuado con su furia, imaginando su cabeza en un plato, pero no los habría puesto
en un derrotero desastroso.

Para ahora descubrir que las flores no habían sido para ella.

¿Eso lo hacía más hipócrita, condenándola y deseándola al mismo tiempo? ¿O


sólo había sido estúpido, compartiendo opiniones públicas que era mejor mantener
en privado?

El salón climatizado proporcionó una oleada de calidez después del frío húmedo
de la cubierta. Se desató el velo, el aire se estaba volviendo demasiado viciado. La
condujo a una mesa en la esquina, entre dos frondas de maceta.

—Estás muy callada —observó.

—Estoy un poco distraída.

—Una cosa terrible que decirle a tu amante, que no debería permitir que nada te
distraiga.
El corazón le dio un vuelco ante la palabra amante. —¿Qué habrías hecho si
hubiera comprado un billete en otro barco?

—Hubiera tenido una travesía mucho menos agradable.

—Hay muchas otras damas a bordo.

—Ninguna me interesa tanto como tú.

—¿Cómo puedes decir eso? No sabes nada de ellas.

Se volvió y miró alrededor de la habitación. —Aparte de ti, hay once mujeres en


este salón, dos son lo suficientemente mayores para ser mi abuela, tres más lo
suficientemente mayores como para ser mi madre, y una apenas tiene quince. De las
otras cinco, una está recientemente comprometida y sigue mirando su anillo
mientras escribe su carta. La que tiene puesto el vestido rosado está pensando sólo
en el chocolate... Puedo verla tratando de esconder un pedazo en el escondite
secreto en su bolsillo. La del redingote es grosera con los camareros, no estaba
demasiado lejos de mí en la cena de anoche. La de amarillo, la hermana de Redingote,
disecciona el vestido de cada dama hasta el último detalle y ahora está regañando a
Redingote, probablemente por su vestido. Y la mujer de color marrón es la
acompañante de una dama que ya no quiere ser acompañada. Pero es muy práctica.
No me mira porque te tengo a mi lado; está buscando a un caballero solitario, que
pueda pasar por alto sus humildes orígenes y convertirla en su esposa.

Se volvió hacia ella. —Ves, ninguna me interesa como tú.

El velo oscurecía el color de sus ojos, pero no ocultaba el placer de su semblante


mientras la miraba. Su pulso se volvió errático, más errático, de ser posible. Todavía
no había cobrado un ritmo constante en su presencia.

Se le ocurrió que era mucho más observador de lo que le había dado crédito. Y
con esa comprensión llegó una repentina alarma. —¿Qué sabes de mí?

—Probablemente te casaste muy joven. Tu marido ejerció una tremenda


influencia sobre ti, porque lo amabas mucho, porque era unos pocos años mayor que
tú, posiblemente por ambas razones. Aun hoy no has podido escapar de su sombra.
Pero no piensas en tu soledad como un signo de que permaneces atada a él. En todo
caso, te alegras de estar sola y segura.

Sintió que la sangre se le escurría de la cara. No debería saber tanto de ella. —


Probablemente debería haber permanecido sola. No estoy segura de estar a salvo
contigo.

—Dime qué piensas de los hombres de esta habitación.

Ella lo miró, sin saber qué quería.

—Aparte de mí —dijo.

Aparte de él, sólo había otros tres hombres. —Uno de ellos está mirando a la
chica que ama el chocolate con exasperación. Lo más probable es que sea su
hermano. Tal vez su madre está sufriendo mareos por el viaje y se ve obligado a hacer
de chaperón. El joven que está hablando con nuestra amante del chocolate me
recuerda un poco a mi hermano: Él tiene esa aura de obediencia, de alguien que
toma en serio sus responsabilidades. Yo diría que Nuestra Chica del Chocolate Oculto
y su hermano están aquí obligados por su madre para dar una buena impresión del
Hombre Joven Responsable. Solo que el Joven Responsable está distraído. Sigue
mirando a una de las mujeres lo suficientemente mayor para ser su madre, y que de
hecho podría ser su madre. Esa mujer está hablando con un hombre de unos treinta
años. Y puedo ver qué el joven responsable se muestra cauteloso. Golpea su pie
incesantemente y parpadea demasiado. Sus sonrisas no llegan a sus ojos. El hombre
con el que está hablando la mujer mayor está tratando de hacerse pasar por un
caballero inglés, pero puedo oír un acento americano en la pronunciación de las
vocales, especialmente en los diptongos, probablemente sea un estafador.

—Ah —dijo Lexington, evidentemente satisfecho.

—¿Qué significa eso?

—Has dicho anoche que desconfiabas de tu capacidad para juzgar a un hombre.


Mi querida, te aseguro que puedes juzgar muy bien a cualquier hombre.
Ella se movió nerviosamente. No estaba acostumbrada a ser felicitada por sus
habilidades.

—Siendo una jueza tan atinada del carácter de un hombre, ¿has visto algo en mi
forma de proceder o en mi conducta que te lleve a concluir que no estarás a salvo
conmigo?

—No —tuvo que admitir.

—En ese caso, ¿me permitirías ofrecerte una taza de cacao caliente en mis
habitaciones?

—Sería muy incómodo, beber cacao caliente con este velo puesto.

—Me vendaré los ojos. Podrás quitarte el velo.

—Esa es una oferta muy amable, pero entrar en sus habitaciones, señor, te
animaría cuando no tengo intención de hacerlo.

—¿Cómo puedo hacerte cambiar de opinión?

—No pienso cambiar opinión.

—Debe haber algo que pueda hacer. O darte.

Ella se mordió el interior de su mejilla. —¿Crees que puedes comprar mis favores?

—El punto no es comprar tus favores, sino probar mi sinceridad. Los caballeros
andantes de la antigüedad se lanzaban en misiones imposibles para probar que eran
dignos de servir a su dama. Yo haré lo mismo aquí. Dime algo, pide cualquier cosa, y
lo conseguiré para ti.

—¿En el Rhodesia?

—Es un gran transatlántico que transporta a mil pasajeros, si no más. Las


posibilidades son infinitas, lo que quieras, alguien lo tendrá.

Pero si el duque me obsequia el esqueleto de un fósil, quién sabe cómo podría


recompensarlo.
No debería. Tenía razón. No importaba qué tan raro o excepcional fuera un
objeto, siempre existiría la posibilidad de que alguien a bordo lo tuviera.

—Eres un naturalista —se oyó decir.

—¿Cómo lo sabes?

Juró internamente: nunca habían discutido por qué se había alejado de


Inglaterra. —Vi los libros en tu habitación y lo deduje.

—Misteriosa y perspicaz —le sonrió.

Tal vez le había sonreído antes, pero nunca a la luz, con ella mirándolo
directamente. La transformación fue asombrosa. Se derritió el último vestigio del
iceberg reemplazado por el calor y la gracia.

Su corazón se saltó un latido muy a su pesar. ¿No le bastaba que ya hubiera


puesto el plan patas arriba?

—¿Cuán significativo es que yo sea naturalista para tu pedido? —Preguntó.

Estaba casi segura de que ni él ni nadie más a bordo tenía acceso a lo que ella
tenía en mente, pero sintió una punzada de nervios. —Quiero un esqueleto de
dinosaurio.

Alzó una ceja. —Estás bromeando.

—De ningún modo. ¿Tienes uno?

—No, no lo sé. Mi especialidad no son los Dinosaurios.

Su desilusión fue paralizante. Ahora se daba cuenta que en verdad quería ir a las
habitaciones del duque. Pero no quería ser ella quién tomara la decisión, sino que el
destino la obligara.

—Sin embargo, tengo algo que podría pasar como un equivalente adecuado.

No debía dejar que le hiciera esto, lanzando sus esperanzas al fuego en un


segundo y reviviéndolas al siguiente. Especialmente ahora que sabía que no debería
estar albergando esas esperanzas bajo ningún pretexto. —No quiero ver los restos de
pequeños anfibios o peces prehistóricos.

—Nada de eso —Se levantó. —Ven a mi suite en una hora, ¿quieres? Lo tendré
todo preparado para ti.

—Si es menos que magnífico, me daré la vuelta y me marcharé.

Él le sonrió. —Y si es todo lo que prometí, ¿qué harás?

Esa sonrisa iba a ser su perdición. —Podría quedarme y admirarlo por un tiempo.
Pero no te crees demasiadas expectativas.

—No me creo ninguna expectativa. Pero siempre consigo lo que quiero.

Ella quería que lo hiciera. El destino o él, siempre y cuando alguien le quitara la
decisión de sus manos. —Me gustaría ver que lo hicieras con los ojos vendados —dijo,
con la mayor altivez posible.

—Entonces te haré venir a mí. Ahora, si me disculpas, debo sacar un objeto


pesado de la bodega.

Christian había anticipado dificultades, pero el soborno había resultado aún


menos cooperativo de lo que había pensado. Para cuando por fin pudo encontrarse
de vuelta en su habitación, había transcurrido más de una hora. Sin embargo, gracias
a la costumbre de la baronesa de llegar con quince minutos de retraso, los camareros
tuvieron tiempo suficiente para quitar la caja y barrer los montones de paja que se
habían dispersado sobre la alfombra.

Llegó cuando se estaban retirando. Los hombres le lanzaron miradas curiosas y


apreciativas: se había quitado la gabardina y llevaba un vestido de paseo lila que no
dejaba nada librado a la imaginación. Ella, por el contrario, apenas notó su atención y
se dirigió directamente hacia el enorme objeto en la esquina de la sala.

Christian cerró la puerta. —Adelante, descubre tu pedido.


Echó a un lado el lienzo que cubría lo que esperaba fuera la mejor adquisición
que había hecho. La losa de arenisca tenía seis pies de alto y cuatro pies de ancho.
Imprimidas en él, yendo en direcciones opuestas, había dos pisadas de tres dedos,
cada una midiendo veinticuatro pulgadas de largo y dieciocho pulgadas de ancho. En
medio una línea diagonal de huellas mucho más pequeñas, apenas un cuarto del
tamaño de las más grandes.

—¡Dios mío! —Exclamó. —Tetrapodichnites.

Tetrapodichnite era el término científico para la huella fósil de un saurio. Parecía


que ella estaba muy familiarizada con el argot paleontológico.

—¿Puedo tocarlo?

—Por supuesto. Hay papel y carbón en mi escritorio si deseas tomar impresiones.


Y aquí tienes una venda que me puedes poner, si quieres quitarte el velo.

Él tendió su bufanda de seda blanca. Ella se dio la vuelta. —Quiero tu palabra de


que no te quitarás la venda.

—Tienes mi palabra.

Le quitó el pañuelo, lo ató alrededor de su cabeza y lo guio hasta la tumbona. No


fue fácil, pero se abstuvo de tirarla sobre la silla con él. Quería inhalar de nuevo, ese
olor infinitamente limpio de ella.

Sus pasos cruzaron rápidamente el salón, de nuevo hacia los tetrapodichnites.

Su interés lo intrigaba. —¿Acaso eres naturalista?

—No, pero hago una excepción con los dinosaurios.

La imaginó presionada con fuerza contra la losa y sonrió ante su pueril giro
mental. Lo más probable es que estuviera trazando las huellas con reverencia y
asombro. —Eran criaturas maravillosas.

—Sí lo eran. Yo encontré uno.


Eso era algo que él no oía todos los días. —¿Cuándo? ¿Dónde?

—Encontré un esqueleto casi completo cuando tenía dieciséis años, estando de


vacaciones con mi familia. Era una bestia enorme. Por supuesto que no lo imaginé
cuándo vi una parte de la caja torácica saliendo del suelo, pero pasé el resto de mis
vacaciones descubriéndolo.

—¿Excavaste todo tú sola?

—No claro que no. Mis hermanos me ayudaron, al igual que los niños de una
aldea cercana, y algunos jóvenes que querían ver de qué se trataba.

—¿Qué especie era?

Un largo silencio. —Un… un dragón de Suabia.

—¿Un Plateosaurus? Me gustan esas hermosas bestias. ¿Qué hiciste con el


esqueleto?

—Quería llevarlo a casa, por supuesto, pero nadie me lo permitió.

Él rió suavemente. —Puedo entender por qué.

Un Plateosaurus adulto podía alcanzar más de treinta pies de largo. Incluso en


una casa palaciega como Algernon House, dominaría todo el lugar.

—Después de un tiempo lo entendí y lo doné a un museo.

El sonido del carbón rascando en el papel, empezó a dejarse oír. —¿Qué museo?

—Permanecerá anónimo.

—¿Tienes miedo de que investigue tu identidad?

—Estoy segura de que tienes cosas mucho más importantes en que ocupar tu
tiempo, pero no me arriesgaré.

—¿Por qué no, cuando ya estás arriesgándote más de lo que lo has hecho en
mucho tiempo?
El rascado del carbón cesó y luego se reanudó con más furia. —Es precisamente
porque puedo desaparecer en el éter que he tomado el riesgo. ¿A quién crees que
pertenece esta huella?

Le llevó un segundo darse cuenta de que estaba hablando de las huellas


fosilizadas. Había vuelto a cambiar de tema. —Un iguanodonte joven posiblemente. O
tal vez un depredador de alguna clase.

—¿Qué antigüedad crees que tiene?

—Mi conjetura es que pertenece al Jurásico tardío o al cretácico temprano.

—Es increíble —murmuró —que algo tan frágil y efímero como un conjunto de
huellas pueda conservarse durante ciento cincuenta millones de años.

—Cualquier cosa puede suceder bajo las condiciones adecuadas —Tocó la venda
con los dedos. La había atado con seguridad. Pero no veía absolutamente negro, más
bien un ocre oscuro entrecruzado con vigas de bronce. —¿Has hecho otro tipo de
caza de fósiles?

—No.

—¿Por qué no, si te deleita tanto?

No respondió.

—Por favor, recuerda, querida, no te puedo ver. Así que encogerte de hombros y
rodar los ojos no son respuestas válidas.

—No rodé los ojos.

—¿Pero te encogiste de hombros?

Tomó su silencio como un sí. —Dijiste que tenías dieciséis cuando te topaste con
tu dragón de Suabia. ¿Cuántos años tenías cuando te casaste?

—Diecisiete.
—¿Tu difunto esposo creía que los utensilios afilados y los huesos viejos eran un
pasatiempo inapropiado para una mujer?

Otro silencio, otro asentimiento silencioso.

—Si la memoria no me falla —dijo, —algunos de los hallazgos más significativos


en la historia paleontológica británica deben ser acreditados a una mujer.

—Sí, a Mary Anning, he leído sobre ella. Mi marido decía que sus
descubrimientos se debían a suerte ciega.

Él bufó. —Si Dios tuvo a bien crear a la mujer con suerte ciega, no podía
oponerse a semejantes esfuerzos por su parte.

El arañazo del carbón se detuvo. Sus pasos se dirigieron hacia el escritorio,


¿necesitaría otro papel? —Estás tratando de seducirme con palabras —dijo, con la voz
exasperada.

—Eso no significa que no sea sincero. Ven conmigo la próxima vez que vaya a una
excavación, si no me crees.

—Pensé que comprendías el hecho de que desapareceré ni bien pisemos tierra.

—Pero no hay nada que te impida volver a mí, ¿verdad? Tú sabes quién soy.
Sabes dónde encontrarme.

—Te casarás pronto, y eso será un obstáculo suficiente para mí.

—Puedo retrasar mi matrimonio —Su madrastra pediría su cabeza, pero por la


baronesa, soportaría de buen grado uno de los raros ataques de ira de la duquesa
viuda.

—Eso no hará ninguna diferencia.

Sacudió la cabeza. —Eres una desalmada, baronesa.

Ella no se conmovió. —Y tú, duque, quieres demasiado.


La dejó en paz después de eso, pero la concentración de Venetia ya estaba
arruinada.

¿Por qué él entre todas las personas debía mostrarse tan abierto de mente?
¡Invitarla a una expedición organizada! Había soñado con una durante años. Cada vez
que había oído hablar de un nuevo descubrimiento significativo, había deseado ser la
única dotada con el privilegio de desvelar la historia oculta del pasado geológico.

Después de un cuarto de hora, recogió las impresiones que había tomado y


volvió a ponerse el sombrero en la cabeza. Sería descortés hacerle usar la venda
sobre los ojos por mucho más tiempo. —Gracias Señor. Ha sido un placer. Ya puedo
retirarme.

¿Había pasado intencionalmente demasiado cerca de la chaise longue?


Ciertamente se sintió muy mareada cuando él la atrajo a sus brazos. Sacando el
sombrero velado, la besó vorazmente. Su sangre hervía. Ciertas regiones
innombrables de su cuerpo palpitaban de necesidad.

—No quiero demasiado —susurró contra sus labios. —Y si vas a desaparecer al


final del viaje, es justo que no te apartes de mí por el resto de la travesía.

Debería parecer impotente con la venda. Pero era todo propósito y confianza. El
corazón le dio un vuelco. —Necesito irme.

—¿Cuándo podré verte de nuevo?

—No necesitas verme de nuevo.

—Con toda seguridad que sí... no he disfrutado tanto de la presencia de alguien,


en mucho, mucho tiempo.

Entonces, ¿por qué no la tomaba de inmediato? Podía sentir su excitación


apretada contra ella. Quería que la tomara como un bárbaro y dominara su voluntad.

—Soy inmune a las palabras dulces —declaró en una confesión llena de sílabas
temblorosas.
—Nunca he pronunciado ninguna palabra dulce en mi vida —dijo solemnemente.
—Cuando estoy con otras mujeres, es como si sólo una parte de mí estuviera allí y el
resto quisiera estar en otra parte. Pero contigo no quiero dividirme en dos. No estoy
plagado por otros pensamientos y otros deseos. No puedes ni empezar a adivinar lo
gratificante que es estar completamente aquí, completamente presente.

Y no podía adivinar lo gratificante que era tener propiedades mágicas atribuidas


a su persona. ¿Podía tomar un poco de crédito no?, cuando era su presencia, en lugar
de su rostro, lo que hacía delirar a un hombre.

—No es necesario que vayas a ninguna parte —murmuró.

—Sí —Ella tenía miedo de asumir la responsabilidad de la elección. La última vez


que había afrontado una situación semejante, se había expuesto a años de angustia y
miseria.

—Pero volverás —dijo, autocrático por fin. —Eso no es negociable. Cenarás aquí,
conmigo.

Miró la fina forma de sus labios, la línea limpia y cincelada de su mandíbula y la


venda de los ojos perfectamente ajustada. Bajo su palma, su pecho subía y bajaba.
Tenía que apretar la mano para no empezar a deshacer los botones de su camisa de
inmediato.

—Está bien —dijo ella. —Pero sólo la cena.


CAPÍTULO 7

—Me siento privado —dijo Christian.

Había honrado su palabra y había ido a cenar. Había cenado de antemano para
que no se sintiera obligado a comer mientras permanecía con los ojos vendados.
Después, la había llevado a la chaise longue para que él pudiera disfrutar otra copa
de vino y se retiró a la esquina opuesta de la sala para seguir admirando las huellas
fosilizadas.

—Estoy en tus habitaciones, deberías estar extasiado.

—Estoy extasiado. Pero eso no cambia el hecho de que me sienta privado. Si no


puedo ver tu cara, entonces debería poder ver el resto. Y si no puedo ver nada de ti,
debería poder tocarte a voluntad.

Ella resopló, en absoluto simpática con su difícil situación. Él sonrió. Con su título
y su conducta a menudo inaccesible, intimidaba a la mayoría de las mujeres, y a un
gran porcentaje de hombres. Ella, sin embargo, no tenía ningún remordimiento en
ponerlo en su lugar.

Sus dedos encontraron algo, su sombrero. Lo cogió y lo giró en su mano. —Dime


qué estás haciendo.

—Adorando las huellas, por supuesto. ¿Por qué otra razón habría de estar aquí?

Se divirtió imaginándose que lamía la losa. —Por la misma razón por la que
viniste aquí anoche... para conocerme mejor.

—He tenido suficiente de ti anoche como para que me dure unos cuantos años.
Él rió, poniendo su sombrero en el otro extremo de la tumbona. —No puedo
decidir si eso es un cumplido o un insulto.

—Cuando te diga un cumplido, señor, lo sabrás.

—Has endurecido mi resolución, señora. Me felicitarás antes de que acabe la


noche.

—Tienes muy buenos fósiles, señor, y ese es todo el cumplido que recibirás.

Volvió a sonreír y tomó un sorbo de vino. —Me encantan los desafíos.

Esa confianza fácil y lúcida. Y nada de la frágil fanfarronería de Tony, que no


reconocía nada hasta que era demasiado tarde.

—Dime, ¿vienes de una familia ilustre? —Preguntó ella.

Él, cómodamente reclinado sobre la tumbona, con la cara levantada hacia el


techo, no movió un dedo. Sin embargo, de alguna manera tenía la impresión de que
se había vuelto más alerta, más... depredador. Había olido el interés que no debía
haber exhibido.

—No —dijo, con una voz absolutamente tranquila y amistosa, sin dar la mínima
indicación de que podría estar a la zaga. —En todo caso, los Montfort siempre han
estado escondidos. No nos dignamos a hablar inglés hasta la época de Shakespeare.

Pasó una mano enguantada a través de una de las pequeñas huellas. —¿No
encontraste ninguna objeción en tu familia cuando iniciaste tu vida como naturalista?

—Mi padre me desaprobó intensamente.

Inclinó la copa. No podía apartar la vista de su garganta. —¿Tuviste alguna


vivencia desagradable?

Puso el vaso sobre la alfombra. ¿Era una señal de que estaba listo para atacar? —
Él puso algunas piedras aquí y allá, pero no es fácil apartarme de lo que me apasiona.
Lo ignoré totalmente.
Sus dedos dibujaron ligeramente el borde del cristal. No podía evitar recordar
cómo había jugado con su cuerpo la noche anterior. —A la mayoría de los jóvenes les
resulta difícil dejar de lado los edictos paternos.

Se incorporó, sus largos brazos apoyados en el respaldo de la silla, un gesto


expansivo y asertivo. —Mi padre tenía un gran respeto por sí mismo, pero era frívolo,
lo que me facilitó hacer oídos sordos. Además, sabía dónde estaba la cocina, así que
mandarme a la cama sin cenar no era algo que temer.

Ella casi había presionado su espalda contra la losa. —Mi familia fue siempre
incisiva en cuanto a que no me convirtiera en una persona auto-indulgente. Eso y las
opiniones de mi marido fueron suficientes para convencerme de que, si
deliberadamente me dedicaba a excavar para encontrar fósiles, estaría cediendo a un
impulso egoísta y volátil.

Sonrió levemente. —¿Eres tan fácil de amedrentar?

¿Seguían hablando de fósiles? —No he aprobado por completo mi propio interés.


Yo quería encontrar esqueletos fósiles que sean más grandes, mejores y más
inesperados que cualquier cosa que se haya descubierto hasta la fecha, no porque
sea una naturalista, sería tratando de dar sentido al mundo.

Se puso en pie. —No hay nada malo en querer lo más grande, mejor y más
inesperado. La emoción de la caza es lo que nos impulsa a todos, ya sea que
busquemos el siguiente planeta, un nuevo principio de la física, o ese fósil elusivo
que arrojaría luz sobre cómo salió del océano y caminó sobre tierra.

Todavía estaba con los ojos vendados. Ya no podía respirar. —Debería irme —le
espetó.

Inclinó la cabeza unos cuantos grados hacia un lado. —Estás a salvo conmigo. Tú
lo sabes.

Estaba equivocado. No había estado en un peligro semejante en mucho, mucho


tiempo. Qué estúpida había sido, con la esperanza de que dejara la decisión su parte.
No estaba jugando con fuego; estaba jugando con cartuchos de dinamita con las
mechas encendidos. Por cada gramo de placer que se atreviera a disfrutar, pagaría
más tarde con una libra de dolor.

—Gracias por la cena. Y gracias por el placer de los tetrapodichnites —Sus


palabras tropezaron entre sí en su prisa por marcharse.

—Conseguirás que esta sea una noche muy larga para mí.

—Lo siento, pero realmente no puedo quedarme.

La miró de frente. —Pues buenas noches. Te veré a la misma hora, el mismo lugar
mañana por la mañana para nuestro paseo.

Ella sacudió su cabeza. —No tiene sentido volver a encontrarnos.

—Pensé que había dejado claro que disfruto de tu compañía incluso cuando no
estás desnuda debajo de mi cuerpo.

Su boca se secó. Recuerdos de su despreocupación la noche anterior, de los


placeres que le había proporcionado, tuvo que aclararse la garganta antes de poder
hablar de nuevo. —Ya que vamos a seguir nuestros caminos separados, es mejor que
lo hagamos lo antes posible.

Se sentó otra vez, con la mano aferrada a su sombrero. —Lamento que nuestros
sentimientos no coincidan —dijo lentamente, frotando los dedos contra el borde de
su velo.

Quería sus manos sobre ella, tocándola a voluntad. —Si me entregas el sombrero,
podré marcharme.

—Si no volveré a verte, me merezco al menos un beso de despedida —dijo


utilizando un tono entre conveniencia fácil e implacable exigencia.

—Eso no es prudente —dijo débilmente.

—Tendré ambas manos firmemente aferradas a tu sombrero. Además, me lo


debes.
¿Por qué no podía querer una sola cosa? ¿Por qué debía anhelar un peligro
electrizante incluso mientras se aferraba desesperadamente a la seguridad, una
seguridad solitaria, el único santuario que había conocido?

Se alejó de la losa, cruzó la habitación, se sentó en el borde de la tumbona y tocó


sus labios con los suyos durante una fracción de segundo.

—No me engañes, eso no fue un beso.

Ese era el duque de Lexington que había hablado, no podía negarlo.

Apoyó su mano en el brazo del asiento y se inclinó de nuevo. Sus labios rozaron
los suyos. Respiró hondo y se zambulló.

Saboreó el vino, un poderoso clarete combinado con la potencia del deseo.


Estaba acostumbrada a ser codiciada, sin embargo, mientras trazaba el borde de sus
dientes con su lengua, la tensión de su cuerpo, como si tuviera que contenerse de
dominarla, la embriagó.

Nadie la había querido tanto como él. Ni siquiera cerca.

Ella terminó el beso, pero no se movió, sus labios palpitando a milímetros de los
suyos. Sus respiraciones entremezcladas, agitadas, desiguales. El hambre emanaba
de él, su corazón golpeando con fuerza, sus mejillas calientes como si hubiera estado
demasiado cerca de la chimenea.

Sin pensarlo, volvió a poner sus labios en los suyos. Él la jaló hacia su pecho. La
fuerza de su acción la emocionó. De repente, no pudo esperar. Sus manos tantearon
los botones de sus pantalones. Él empujó sus faldas hacia arriba quitándolas del
camino. Ella gimió cuando sus dedos la tocaron a través de la costura de su
combinación.

Él rompió su beso. —Tengo una esponja en algún lugar —Sonó como si hubiera
estado subiendo escaleras durante una hora.

—No hay necesidad, no puedo concebir —Lo agarró del pelo y lo besó más fuerte,
dominada por una lujuria tan potente como la suya.
Después de eso no hubo más palabras, sólo calor, urgencia y placer sobre placer.

Christian jugaba con los delgados dedos de la baronesa.

Había llegado al clímax tres veces. Ella, había perdido la cuenta, había tenido un
orgasmo casi tan pronto como la hubo penetrado. Y permaneció convulsionando
voluptuosamente durante mucho tiempo después.

Él sonrió. Lo había impresionado. Eso era distinto. Su creencia era que un


caballero debía ser competente en la cama, una habilidad elemental similar a la
manipulación de caballos y armas de fuego, nada de qué presumir. Sin embargo,
ahora se sentía como un gallo que acababa de hacer explotar a todo el gallinero, listo
para saltar sobre el techo y cacarear hasta que salga sol.

No podía recordar los detalles, pero en algún momento había apagado las luces,
arrancado su venda y la había llevado a su cama. Y ahora estaban abrazados bajo las
sábanas, con la cabeza sobre el hombro.

—No creo haber estado tan orgulloso de mí mismo, ni siquiera cuando leí mi
primer artículo en la Royal Society.

—Humfft —murmuró ella. Por un momento se preguntó si volvería a encerrarse


en sí misma. Pero dijo: —Te enorgulleces de cosas inusitadas, duque.

—Tú eres una cosa inusitada, por cierto, baronesa, pero también eres una cosa
hermosa.

Ella se movió. —No sabes cómo luzco.

—¿Y eso te hace menos hermosa? Yo creo que no.

—Nos conocemos hace menos de tres días. Pasé la mayor parte de esas horas
negándome a dormir contigo o cambiando de idea y durmiendo contigo. ¿Hay algo
particularmente hermoso en eso?

Él tomó su cara. —¿Recuerdas nuestra conversación de esta mañana y tu


evaluación de los caballeros en el salón? Había un joven hablando con una mujer
mayor a la que estaba tratando de estafar. Hablé con la señora por la tarde. Me dijo
que ya le habías advertido sobre el estafador.

—Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

—Todo el mundo debería hacerlo, pero no todo el mundo se toma la molestia —


Alisó un mechón de su pelo que se había enredado. —¿Y sabes por qué renunciaste a
la búsqueda del próximo gran descubrimiento fósil? Porque valoraste la felicidad de
tu marido por encima de la tuya. Él no lo merecía, pero eso no cambia el hecho de
que hayas sido tan altruista y considerada.

—O simplemente era una niña muy joven, y muy insegura.

Volvió la cara y le besó la barbilla. —¿Estás tratando de hacerme pensar menos


bien de ti?

—No, pero no quiero que pienses mejor de mí de lo que me merezco.

Ella había sacado su mano de la suya. Se dio cuenta, cuando sus dedos se
alejaron de su rostro, y cruzó las manos en la base de su garganta, sus antebrazos
protegiendo sus pechos. Como si debiera defenderse ahora que su pasión había sido
saciada.

Él besó su hombro, la piel bajo sus labios era muy suave. —Entonces, ¿cómo
mereces ser considerada?

Ella no respondió.

—Soy un hombre de ciencia, querida. Para hacerme cambiar de opinión, no


debes dar sólo generalizaciones, sino pruebas concretas. O seguiré pensando que
eres una santa en el cuerpo de una cortesana.

Ella suspiró, un sonido reluctante. —Ya te he dicho que no puedo concebir,


¿verdad? Dieciocho meses después de nuestro matrimonio, mi marido decidió
consultar a un médico. Consultamos a muchos más durante los siguientes dos años.
Fui... —su voz vaciló. —Te ahorraré una descripción detallada. Pero te equivocas si
crees que fue él quien insistió en consultar a todos esos médicos. No, después de que
el primero me aseguró que no podría concebir, fui yo quien fue de médico en médico,
quién se sometió a innumerables exámenes, todo porque quería probar que era él
quien era incapaz de engendrar hijos. ¿Llamarías a eso ser altruista y considerada?

—Tal vez no, pero nunca me convencerás de tomar partido en tu contra —De
hecho, quería desenterrar los restos del hombre para darle una buena patada. ¿Qué
clase de bastardo sometería a su esposa a semejante angustia? Y después de sólo un
año y medio, cuando muchas uniones matrimoniales no producen hijos por mucho
más tiempo. —Entonces, ¿qué fue lo que finalmente te hizo renunciar?

Sus manos se estrecharon fuertemente. —Una de nuestras sirvientas vino a mí.


Mi marido había disfrutado de sus favores en el pasado. Ella me dijo que estaba
embarazada, que tenía otro pretendiente que estaría dispuesto a casarse con ella si le
proporcionaba una pequeña dote. Le di el dinero, se fue, y no consulté más médicos.

La volvió hacia él y la abrazó con fuerza. —Lo siento mucho.

—Entonces yo era muy joven. Ni siquiera quería tener un hijo. Todo lo que quería
era mostrarle a mi esposo lo equivocado que estaba acerca de mi infertilidad. Debo
haber creído que, si era capaz de hacer eso, entonces podría demostrar que estaba
equivocado en todo lo demás, y eso no es lo que una persona altruista y considerada
debe pensar.

—Estás equivocada —dijo con firmeza. —Déjame decirte algo sobre mi madrastra,
una de las personas más cariñosas y generosas que he tenido la suerte de conocer.
Mi padre, por otra parte, no lo era. ¿Sabes lo que hizo? Cada vez que traía a una
nueva amante bajo nuestro techo, lanzaba dardos al retrato que él le había dado para
su boda. Ambos lo hicimos, pasando algunas de las horas más agradables de mi
juventud profanando su retrato.

—Yo no pensaba menos de ella por esa conducta. Al contrario, apreciaba que ella
no le pidiera excusas. Era un asno; ¿Por qué fingir que no lo era? ¿Y por qué no
deberías querer probar que tu marido estaba equivocado? Desafortunadamente,
incluso un reloj averiado da la hora correcta dos veces al día, pero eso no significa
que no estuvo errado el resto del tiempo.
Debajo de él, sus manos se abrieron. Ella le dio un rápido beso en su mejilla. —
Gracias. Rara vez he oído música más dulce y, desde luego, nunca palabras tan dulces.

Él le devolvió el beso en la frente. —¿Entonces te quedarás a pasar la noche?

Su voz le dolía. —Podría convertirme en calabaza al amanecer.

—Dormiré con la venda puesta. No deberías temer ningún avistamiento de


calabazas.

Ella se rió. —¿Harías eso por mí?

—Por supuesto. Es lo menos que puedo hacer por ti.

Ella apoyó la palma contra su mejilla. —No tienes que hacer eso, me quedaré.

Hicieron el amor una vez más. Después, se durmió fácilmente. Él escuchó que su
respiración se profundizaba con el sueño, y sintió el confort de una intimidad mayor
que cualquier otra que hubiera conocido.

Christian fue el primero en despertar, siempre había sido un madrugador.

No encontró ninguna calabaza en su cama. Acurrucada en el hueco de su codo,


había una mujer, piel suave, brazos cálidos, pelo suave. Había hecho a un lado la
venda. En la penumbra, sus pies y pantorrillas eran bien formados, tentadores.

Si volvía la cabeza, podría distinguir sus facciones.

Le había prometido que no lo haría. Pero era algo más que su honor lo que lo
retenía. Era... una liberación no ver su rostro, ir más allá de sus propios prejuicios
respecto a la apariencia de una mujer.

Levantó la colcha de la cama, salió del dormitorio y no volvió hasta que puso la
venda en su lugar.

***
La mujer en el espejo era hermosa.

Venetia se miró a sí misma. Sus rasgos familiares se habían transformado. Por la


excitación, la aventura, y la precaución lanzada al viento. Parecía una mujer para
quién la vida sólo estaba comenzando, en lugar de una mujer amargada y endurecida
por la decepción y los sueños incumplidos.

No era la única que lo había notado. —Madame est très, très belle ce matin—
même plus que d’habitude —dijo la señorita Arnaud.

Madame está muy hermosa esta mañana, aún más que de costumbre.

—Gracias —murmuró.

—On dit que Monsieur le duc est beau.

Se dice que el duque es guapo.

Así que el rumor ya se había extendido. Era de esperar, siendo el Rhodesia un


mundo tan ocioso y confinado.

Llamaron a la puerta. Su pulso se aceleró. ¿Habría venido el duque a buscarla?


Pensó que había comprendido implícitamente que su guarida, al igual que su
identidad, debía ser preservada.

—¿Quién es? —preguntó la señorita Arnaud.

—Somos los mayordomos de cubierta —contestó un hombre con un fuerte


acento irlandés. —Tenemos algo para la baronesa.

“Mayordomos” ¿Qué era lo que requería más de un hombre para su entrega?

Tres mayordomos, con la ayuda de una carretilla, entraron a su camarote un


objeto grande y rectangular envuelto en una lona.

—De Su Gracia el Duque de Lexington —dijo uno de ellos.


Venetia puso la mano sobre su boca. No podía creerlo. Indicó a los hombres que
quitaran la cubierta de lona.

De hecho, el duque le había obsequiado las huellas fosilizadas.

—Es grandioso. Pero yo prefiero chocolates —dijo la señorita Arnaud.

Chocolate, Bah. Venetia de buen grado renunciaría al chocolate si pudiera tener


un registro magnífico de la vida prehistórica de vez en cuando. Despidió a todo el
mundo con gentileza. La señorita Arnaud incluida. —Cómprate un poco de chocolate.

Cuando volvió a estar sola, se arrodilló ante la losa de piedra y, con sus guantes
más limpios, siguió con los dedos las huellas. —Esto… — murmuró, —…es
exactamente lo que yo prefiero.

Antes de salir del camarote para reunirse con el duque, se miró una vez más en
el espejo. La mujer que le devolvió la mirada era deslumbrante, pues no había nada
más hermoso que la felicidad.
CAPÍTULO 8

La baronesa tenía razón: Anticipar su llegada era agradable. Christian se sentía


joven y emocionado, un chico al que le habían permitido salir temprano de la escuela.

El día era frío pero brillante. Los pasajeros se agolpaban en la cubierta para
contemplar el salto de los delfines. Las sombrillas de encaje se mecían; los bastones
puntiagudos repiqueteaban; el humor era tan boyante como el mar.

Ella apareció como la encarnación de la primavera en un vestido de seda verde


recubierto por una capa diáfana de gasa. La gasa, la luz y la vibración, captaban la luz
del sol como el mar, un patrón siempre cambiante de luz y color.

Todo el mundo se volvió a mirarla, era fácil reconocer que se habían convertido
en el centro de los chismes a bordo. Siempre había sido un hombre discreto. Ahora,
sin embargo, estaba teniendo una aventura a la vista de todos. Y no sólo no le
importaba en lo más mínimo, se sentía absurdamente orgulloso de que esa mujer
magníficamente vestida se dirigiera hacia él.

—Habría venido antes —dijo mientras se acercaba —pero algo me demoró.

—¿Oh?

—Gracias por tu regalo. Es demasiado generoso.

—De ningún modo. Es un placer.

—Me ha entusiasmado mucho, Su Gracia.

Él le sonrió. —Llámame Christian.


Nunca le había ofrecido a ninguna otra amante la familiaridad de su nombre. Ella
inclinó la cabeza. —¿Ese eres tú?

—¿Christian? A veces. ¿Y cómo debo llamarte?

—Hmm. Creo que puedes llamarme querida.

—Mi querida. “Mein Liebling” me gusta, adorable.

Se echó hacia atrás. Tenía la clara impresión de que detrás de su velo estaba
sonriendo. —¿Adorable? Estoy sorprendida de que la palabra haya salido de tus
labios, señor. Creí que eras un hombre severo.

Él devolvió su sonrisa. —Yo también.

Ella dijo. —Cómo ha caído el poderoso.

—Cuando era pequeño, siempre me bañaba a orillas del mar en la Isla Wight, el
Canal de Bristol, y a veces en Biarritz, dependiendo de donde mi padre quería
navegar en agosto. El año que cumplí dieciséis años, sin embargo, nadé por primera
vez en el Mediterráneo. Pasé una semana en esas aguas gloriosamente cálidas y
aborrecí el Atlántico para siempre —Besó el dorso de su mano enguantada. —Y usted,
baronesa, ha arruinado en mí el encanto de hombre severo que haya poseído alguna
vez.

—Me has llamado adorable, me has dado un regalo generoso y una comparación
con los encantos del Mediterráneo, ¿estás seguro de que alguna vez has sido un
hombre severo?

—Estoy bastante seguro. No sabía lo que me estaba perdiendo.

Ella lo besó en la mejilla a través de su velo y dijo las palabras que había estado
deseando oír. —Bueno, déjame mimarte un poco más.

***
—¡No! —Venetia soltó una risita, sorprendida y encantada.

—Es cierto. Le pegué una bofetada con mi guante. Pensé que estaba forzándola.
Así que lo saqué de la cama, lo tiré contra una pared, y casi me rompí la mano
golpeando su cara.

Ella se acurrucó más cerca de él. Estaban de nuevo en su cama, pasando la tarde
haciendo lo que los amantes hacían mejor. —¿Y luego qué pasó?

—Un caos. Mi madrastra me apartó del señor Kingston, y yo frenéticamente


arranqué las sábanas para cubrirla, mientras el señor Kingston sangraba y maldecía.
Fue un verdadero fiasco.

—Me encantan los fiascos, especialmente cuando hay un final feliz —Ella debería
estar más preocupada por sí misma, lo suyo sería un fiasco sin final feliz. Pero aun si
debiera pagar más tarde por su falta de sentido común, también podría disfrutar la
felicidad de los escasos días que quedaban de viaje. —¿Te sentiste avergonzado
cuando averiguaste que no eras el héroe que pensabas que eras?

—Profundamente mortificado. Le ofrecí a Su Gracia un retrato mío para que los


dos le tiráramos los dardos.

Ella puso la mano sobre su corazón. —Eso es muy dulce.

Él sonrió. Tan joven y guapo, su duque con los ojos vendados. Cómo deseaba
poder ver sus ojos también en momentos como ésos.

—No sabía qué más hacer —dijo. —Pero ella se negó rotundamente. En vez de
eso, lanzamos dardos contra un árbol.

—¿Y qué hay del pobre señor Kingston?

—Le envié un potro de mi más preciada yegua. Tuvimos una conversación muy
civilizada que no involucró ni a mi madrastra ni el incidente. Y esa fue mi disculpa
ofrecida y aceptada. Se casaron un mes después.
Ella suspiró. Una historia muy satisfactoria.

Se volvió más hacia ella. —Deberías casarte de nuevo.

—Deberías estar contento de que no lo haya hecho... o no estaríamos


disfrutando de la travesía del transatlántico —Tal vez porque él había sido sincero,
sintió la necesidad de contar toda la verdad. —Además, en verdad me casé de nuevo,
un matrimonio de conveniencia nunca consumado.

—¿De Verdad?

Ella asintió. —Su amante era otro hombre y temía que hubiera quienes usaran
esa información para destruirlo.

—¿Y por qué te prestaste a eso?

—Por las razones habituales. Mi primer marido me había dejado bastante


desamparada y no quería ser una carga para mi hermano.

Levantó la cabeza. —¿Tienes un hermano?

—Un hermano y una hermana gemelos, ambos dos años más jóvenes que yo.

—¿Y cuántos años tienes, querida?

Ella bufó exageradamente. —Esa es una pregunta que me niego a contestar.

—Yo voy a cumplir veintinueve en dos semanas —dijo.

—¡Dios mío!, eres prácticamente un niño —Se sintió aliviada: era sólo unos
meses más joven que ella.

—Me darás un regalo, ¿verdad? Los niños adoran los regalos.

—Supongo que puedo enviarte una pluma grabada.

—Me encantaría recibir una pluma grabada, siempre que me la des en persona.

Nunca tenía miedo de expresar su deseo de seguir viéndola más allá de los
confines del Rhodesia. Se maravillaba de su disposición a desnudarse. Tony, en
retrospectiva, se había retenido desde el principio, contento de dejar que ella lo
amara más y de ejercer ese poder sobre ella.

Venetia pasó un dedo por el borde de su venda, y a través de la cresta de su nariz,


hasta su mejilla. Lo siguiente que supo, fue que se encontraba bajo su cuerpo, su
pierna sobre su cintura, su lengua sumergida en su boca. Quería eso. Lo quería.
Quería absorber su temeridad a través del tacto, volverse ella también abierta,
valiente y digna de esa cercanía que la elevaba como una marea.

Era la tercera noche a bordo del Rhodesia. Christian se sentía como Ali Baba, de
pie en la boca de la cueva de los cuarenta Ladrones, agobiado por las riquezas más
allá de su imaginación. Ella era cualquier riqueza más allá de su imaginación.

Estaba casi temeroso de sentirse tan feliz. Escuchar el latido de su corazón y oír la
métrica de un soneto. Sostenerle la mano y saber que nunca más querría nada. Mirar
una oscuridad impenetrable y ver un futuro de posibilidades ilimitadas.

¿Estaba sentado encima de una casa de naipes? ¿Un castillo hecho de aire y de
necios deseos? ¿Era esa felicidad la glotonería que invariablemente precedía a un
arrebato violento?

Sus dedos peinaron su cabello.

—Pensé que estabas dormida —dijo, besando la palma de su otra mano.

—He decidido no perder más tiempo en dormir.

El Rodésia se mecía suavemente, como una canción de cuna. Pero él también


estaba completamente despierto, consciente de que el tiempo se le escapaba. Por lo
general, a los pocos días de travesía marítima se volvía insensible al rumor del motor
del barco. Esta vez, sin embargo, estaba consciente de su inquieto torbellino. Cada
vuelta de las hélices lo acercaba más a la otra orilla.

—Cuéntame cómo fue estar en un matrimonio por conveniencia.

—No hubo nada como esto, por supuesto, ningún amante joven y viril que me
complazca todas las noches.
No pudo evitar sonreír. —Exacto. Debes haberte torcido la muñeca para
compensar la falta.

Ella se echó a reír y le dio un puñetazo en el brazo. —Tendría que sentir


vergüenza por confesar esto, pero curiosamente no la tengo —dijo frotando el lugar
que había golpeado. —Estuve cerca de torcerme la muñeca una o dos veces.

—Dios mío, qué desperdicio de jugos…

Ella le pasó la mano por la boca, riendo.

Él le quitó la mano, riéndose. —¿Qué? He dicho cosas mucho peores y te ha


gustado.

—Es diferente cuando estamos en la mitad de…

Él rodó sobre ella. —Entonces, te diré en la mitad de que estamos.

Dijo eso... y cosas mucho peores, y a juzgar por sus reacciones, le gustaba todo.

***

—¿Fue tu segundo marido bueno para ti de alguna manera? —Preguntó después,


su cabeza en su regazo, sus dedos otra vez peinando su cabello.

—Oh sí. Él era un amigo de la familia de mucho tiempo, un primo muy lejano por
parte de mi madre, de hecho. Alguien a quien había conocido toda mi vida. Mi padre
falleció muy joven, así que él fue quien me enseñó cómo usar una escopeta y cómo
jugar a las cartas.

—¿Un hombre mayor?

—Más viejo que mis padres y bastante rico. Cuando me propuso matrimonio, me
ofreció el mejor de todos los mundos posibles. Sería solvente. Sería la dueña de mi
casa de nuevo. Y no tendría que tratar con un hombre que podría hacer mi vida
miserable. Hicimos nuestros planes...

—¿Planes?

—Sí, habría sido extraño que su amante estuviera constantemente en nuestra


casa. Así que decidimos fingir que era yo quien tenía un romance con él. Nos
estrechamos las manos para sellar nuestro compromiso de confidencialidad y
marchamos al altar.

—¿Y vivió para siempre torciéndose la muñeca?

Ella rió entre dientes. —No en su caso... él tenía a su amante, ¿recuerdas?

—Y tú los envidiabas —Se dio cuenta.

—¡Y cómo! Estaban tan absortos el uno en el otro. A veces me sentía bastante
innecesaria, como una chaperona que no sabía cuándo partir, aunque estaba en mi
casa, por así decirlo.

La entendía. Cuando visitaba a su madrastra y al señor Kingston, el amor que se


manifestaban hacía que su falta de esperanzas para el futuro fuera aún más aguda.

—¿Te has vuelto menos solitaria desde entonces?

—Mi hermano renunció al amor de su vida para casarse con una heredera. Su
esposa, sospecho, ha estado enamorada de él todo este tiempo sabiendo que no es
correspondida. Y mi hermana, Dios nos ayude a todos, ama a un hombre casado. En
comparación con ellos, mi soledad parece terriblemente saludable, algo que puedo
soportar alegremente —dibujó pequeños círculos en su brazo, ¿o eran corazones? —
¿Qué hay de ti? ¿Alguna vez has estado solo? ¿O has sido demasiado auto suficiente
para notarlo?

Alzó la mano y jugó con el lóbulo de su oreja. —No creo que nadie me haya
hecho esas preguntas antes.
Ella se calmó. —Te ruego me disculpes. No quise excederme. A veces me olvido
que no tengo la exclusividad del anonimato.

Era fácil olvidar muchas cosas en la intensidad de su aventura. A veces sentía


como si nunca hubiera conocido nada más que el mar, el Rhodesia y a ella. —Por favor,
no te disculpes por haberte interesado personalmente... eso me asegura que no me
estás explotando en la cama.

El sonido de su risa se registró como un estallido de brillo en la noche. Todavía le


asombraba que ella se riera a menudo. Le sorprendía aún más haber sido el único
que provocara su risa. Cuando se sonreía, le parecía que nada era imposible. Podría
escalar el Monte Everest, cruzar el Sahara, y reflotar el reino perdido de la Atlántida
todo en un día.

—Los ingleses no tienen el hábito de preocuparse por la felicidad del otro —dijo.
—No es que no sepamos lo que está pasando; simplemente no hablamos de ello. Mi
madrastra, por ejemplo, nunca ha preguntado por qué a veces estoy de mal humor.
Pero se asegura de invitar a la mejor compañía para la cena y descorchar las botellas
más finas de la bodega del Sr. Kingston. O me lleva a dar un largo paseo y me cuenta
los últimos chismes entre su círculo de amigos.

—¿Te gustan los chismes?

—La mitad del tiempo no tengo idea de quién está hablando, y la mayoría de las
veces sus historias me entran por un oído y salen por el otro. Pero me gusta que me
haga sentir que ha estado esperando mi regreso para poder decirme todo. Me gusta
recordar que, aunque no puedo tener todo lo que quiero, sigo siendo un hombre
extraordinariamente afortunado.

—¿Te importaría si te pregunto qué es lo que no puedes tener?

No podía decírselo antes, pero ahora esa barrera había caído. —Cuando tenía
diecinueve años, me enamoré de una mujer casada.

—Oh —murmuró ella. —Así que... cuando dijiste que al estar con otras mujeres
deseabas estar en otro lugar, ¿ese otro lugar era con ella?
—Sí —La señora Easterbrook había sido para él el miasma de una guarida de opio,
llamando a un viejo adicto.

—¿Todavía la amas?

—No he pensado en ella una sola vez desde que te conocí.

En el silencio sólo se escuchaba el susurro del mar y sus respiraciones aceleradas.

Le hizo una vez más la pregunta. —¿Estás segura de que debes desaparecer
cuando toquemos tierra?

Y ella, bendita, por fin dijo las palabras que había estado deseando oír. —
Déjame... déjame pensar en ello.

***

Millie, la condesa Fitzhugh, miró fijamente el continente americano que


desaparecía en el horizonte.

Una vez que llegara a Inglaterra, finalmente se convertiría en la esposa de Fitz.


De verdad.

¿Cómo había pasado tan rápido el tiempo? Ocho años. Para una niña de dieciséis,
ocho años significaban la mitad de una vida, un lapso terriblemente largo que
terminaría en un futuro tan lejano como las estrellas. Y sin embargo allí estaba, lo
suficientemente cerca como para respirar sobre ella.

No se arrepentía del pacto: su situación había sido complicada e infeliz; Posponer


la consumación de su matrimonio había simplificado sus vidas y les había permitido
tratarse en términos prácticos y amistosos.

Lo que sí lamentaba era la duración de su acuerdo. Si hubieran acordado siete


años, la consumación de su matrimonio, y cualquiera que fuera su expectativa, para
ese momento ya habría sido una anécdota. Si hubieran acordado nueve años, tendría
más tiempo para acostumbrarse a la idea.

Sin embargo, habían pactado un ínterin de ocho años, y estos habían expirado
con rapidez.

Fitz confiaba en ella. Le gustaba y la respetaba. Incluso a veces, se atrevería a


decir que la admiraba. Pero no la amaba. Si un hombre no se había enamorado de su
mujer después de casi ocho años viviendo juntos, ¿había alguna posibilidad de que
alguna vez lo hiciera?

—Debes tener frío —dijo Helena, acercándose a Millie en la popa del barco. —
Has estado aquí demasiado tiempo.

—No debe hacer mucho rato... todavía no estoy congelada —dijo Millie con una
sonrisa a su cuñada. —¿Cómo estás, querida? ¿Cómo va el artículo?

—No muy bien —dijo Helena.

¿Se olvidaría Fitz de su pacto si la situación con Helena resultaba demasiado


difícil? No tenía un calendario en el que hubiera marcado la fecha. Tenía un montón
de mujeres para mantener satisfechos sus impulsos carnales. Y en general la trataba
como si fuera otra de sus hermanas. ¿Y si llegaba el día y la olvidaba sola en su cama?

¿Eso le complacería o la quebrantaría?

Millie puso una mano en el brazo de Helena. —No te preocupes demasiado por
Venetia.

—No puedo evitarlo. Espero que no esté sola, escondiéndose en su camarote.

—Podría estar experimentando un tórrido romance, por lo que sabemos —dijo


Millie.

Tal vez no habían sido las palabras adecuadas, no cuando no tenía intención de
insinuar nada sobre ese tema a Helena.
El rostro de Helena se convirtió en una máscara de comprensión. —Espero que
así sea. Es una mujer adulta que ha hecho muy poco uso de su libertad.

¿Y tú eres una mujer adulta que has hecho demasiado uso de tu libertad?

Pero, ¿qué sabía Millie del amor? ¿Del amor que se anhelaba con una intensidad
ardiente en el espacio y el tiempo, ella que sólo había sido la destructora de un amor
semejante?

Lo que sí sabía era que Fitz nunca habría comprometido a una mujer soltera,
como lo había hecho el señor Martin. Helena galopaba sin rumbo hacia un precipicio,
del que ninguno de ellos podría sacarla si caía.

No quería que le ocurriera nada a Helena, que al igual que Venetia había sido
amable y considerada aceptando a Millie, especialmente en aquellos días en que Fitz
apenas podía hablar con ella. Quería que Helena fuera feliz. Y si no era posible, por lo
menos salvarla de la ruina y el ostracismo.

Tomó el brazo de Helena. —Si no puedes concentrarte en tu artículo, ¿qué dices


si tomamos un largo y vigoroso paseo por cubierta?
CAPÍTULO 9

El cielo brillaba sobre el oeste. Parecía una llamarada que bruñía la línea del
horizonte. Los últimos rayos de luz acariciaban las nubes espumosas, dorándolas con
el tono melocotón del fino Calvados.

Christian nunca había visto una puesta de sol más perfecta. La baronesa, sin
embargo, no estaba a su lado para compartir esa vista impresionante; estaba en su
cuarto, acicalándose.

Era su sexto día en el mar. Se esperaba que la nave hiciera escala en Queenstown
a la mañana siguiente y en Southampton un día después. Por lo tanto, había tenido
problemas considerables para convencerla de que asistiera a la cena ofrecida por el
capitán esa noche. Lo había considerado loco, pero él había sido muy persistente.
Quería mostrarle que era perfectamente aceptable que aparecieran en público con
su velo firmemente colocado en su lugar. Que el resto de la sociedad se sometería al
peso de su autoridad y la aceptaría como era.

Eliminaría todos los obstáculos. Se encargaría de allanar el camino. Y la


conduciría por la ruta de los fósiles más raros, para que pudiera reclamar el lugar que
le pertenecí en su vida, a ella y solo a ella.

Venetia había comenzado a considerar posibles estrategias.

Tal vez la baronesa pudiera mencionar en una carta que su amiga la señora
Easterbrook vivía en Londres. Quizás Venetia, al encontrarse con Christian en algún
momento de la Temporada, pudiera inferir que su encantadora camarada la baronesa
de Seidlitz-Hardenberg había mencionado que había viajado recientemente en el
Rhodesia. Y quizás, antes que nada, debía llamar a la duquesa viuda para que
atestiguara sobre el carácter de Venetia.
Esa era la razón por la cual, pensaba tristemente mientras se ponía los guantes
para la cena, las personas sensatas no llevaban vidas dobles: no había forma graciosa
de dar marcha atrás a una existencia fingida, sin complicaciones.

La señorita Arnaud había tomado parte de la sobrefalda de otra de las túnicas de


Venetia y había convertido su velo en un accesorio que, aunque muy extraño,
exhalaba cierto glamour. Venetia retrocedió del espejo y se dio la vuelta. Quería que
su presencia aumentara su estatura, y que no le restara impacto a su figura. La túnica
azul cobalto tenía, sin duda, todo lo que debía tener un vestido, y habría igualado el
tono de sus ojos si alguien pudiera verlos.

Sacudió la cabeza. No podía evitar la irregularidad del procedimiento; sólo podía


seguir con sus planes y esperar ser recordada como alguien agradable.

La esperaba en el poste de entrada de la escalera que conducía al salón comedor,


increíblemente guapo con su traje de noche.

—Eres la dama más sensacional esta noche, querida —dijo mientras le ofrecía su
brazo.

Siempre hacía que su corazón golpeara al oír que la llamaba de esa manera.

—Oh, no lo dudo. Te das cuenta de que estamos siendo absolutamente


descarados, ¿no?

—El descaro es para los mortales más pequeños —dijo. —El duque de Lexington
define la aceptación, o la re define, si es necesario.

—Me gustaría saber qué dirían los presentes.

Se inclinó hacia él. —Te diré un secreto no muy guardado: Nadie dirá nada, ni
siquiera mi madrastra.

Ella volvió la cara. Estaban muy cerca nariz con nariz. —Bueno, mantente así.
Quiero verte lo más altanero y glacial posible esta noche.
—Lo haré por ti. Pero si fallo miserablemente, si actúo con una insuficiente
condescendencia o, Dios no lo permita, hacérselo fácil a alguien, tú y sólo tú serás la
responsable.

—Qué pesada carga: cientos de años de inquebrantables altibajos.

Él apretó su mano brevemente. —Al fin entiendes lo que me has hecho.

Estaban sentados juntos, con un joven americano embarcado en su gran gira por
el Viejo Mundo a la derecha de Venetia. Alguien le había informado que no hablaba
inglés, porque el joven americano, el señor Cameron, la saludó con un “Guten Abend,
Gnädige Frau”.

Su alemán tenía más valor que habilidad, pero no le preocupaban los errores ni
el objeto de la conversación. Hablaron de su itinerario planificado. En lugar de las
reliquias de la época clásica, el Sr. Cameron estaba muy emocionado de visitar la
Torre Eiffel y de escudriñar esa maravilla moderna. Informó a Venetia, con una
franqueza encantadora, que esperaba que la parte superior de la torre se balanceara
majestuosamente con las ráfagas de viento y que él, como hombre fuerte y robusto
que era, esperaba atrapar a una hermosa joven desmayada por el miedo.

Christian, que había estado conversando con la señora Vanderwoude, una


matriarca de Manhattan, se volvió y dijo: —Buena suerte, señor Cameron. Estuve allí
durante la Exposición Universelle y la parte superior de la torre estaba tan abarrotada
de gente que una señorita inconsciente habría permanecido erguida muy a su pesar.

El Sr. Cameron lanzó una carcajada por el comentario. Venetia no pudo evitar
sonreír a su amante. Por supuesto que no podía verla, pero tenía una extraña
percepción cuando sonreía bajo su velo... y él le devolvió la sonrisa.

Sentía como si hubiera estado abrazando cachorros todo el día.

—Discúlpeme, señor —dijo una joven de la mesa a quien habían presentado


como la señorita Vanderwoude. —¿Es usted por casualidad el mismo duque que dio
una conferencia en Harvard?

Venetia se alarmó.
—Gloria, ¿debes hablar en tonos tan stentorianos? —La señora Vanderwoude no
estaba contenta.

—Lo siento, abuela —dijo la señorita Vanderwoude. El volumen de su voz, sin


embargo, no se redujo en absoluto. —¿Lo es, señor?

—Lo soy —dijo Christian, tomando un sorbo de su vino.

—¡Qué casualidad! —La señorita Vanderwoude casi aplaudió. —Mi primo y su


esposa, que vinieron a verme la semana pasada, estuvieron presentes en su
conferencia.

—Me alegraría oír que no se aburrieron hasta morir.

Era un comentario divertido, y Venetia pretendió sonreír de nuevo. Pero no pudo.


Un escalofrío se extendió entre sus omóplatos.

—Ellos disfrutaron mucho su conferencia. La esposa de mi primo disfrutó


especialmente su anécdota con respecto a la bella dama que tiene el corazón de Lady
Macbeth.

La mano de Venetia fue hacia su garganta. Parecía que no podía respirar.

—Esa comparación es ir demasiado lejos —dijo Christian. —Nunca he acusado a


la dama de homicidio ni de asesinato.

Esa no era una verdadera defensa, ¿verdad?

—Pero si condujo a su marido a una tumba temprana ...

—Señorita Vanderwoude, los sucesos que ocurren de manera secuencial no


implican necesariamente causalidad. La señora podría haber hecho que su marido se
sintiera miserable, pero es la naturaleza del matrimonio devastarse unos a otros a
veces, o al menos es lo que me han dado a entender. Ni usted ni yo sabemos los
detalles de dicho matrimonio. Por esa razón deberíamos abstenemos de
especulaciones mal fundadas.

Venetia exhaló.
—Pero estamos aquí entre amigos, ¿verdad? —dijo la muchacha con tono
conspirativo. —Por favor, señor, díganos quién es la dama. Y mis amigos y yo
averiguaremos exactamente si es culpable o no, si cabe el caso de acelerar la muerte
de su marido.

—¡Gloria! —protestó su abuela. —Su Gracia, permítame disculparme por la


impudencia de la niña.

Christian inclinó la cabeza, aceptando la disculpa. Luego miró a la señorita


Vanderwoude. Su sonrisa descarada se había desvanecido. Empezó a mirar a
izquierda y a derecha, como si esperara que alguien pudiera protegerla de su
atención. Cuando nadie dijo o hizo nada, trató de encontrarse con su mirada, con una
sonrisa tímida que murió torpemente.

Los comensales cercanos contuvieron el aliento, esperando. Todos creían que él


arreciaría con una terrible denuncia. Pero, ¿y si no encontraba la idea carente de
mérito?, pensó Venetia. ¿Y si sólo se oponía a la naturaleza pública de la insinuación
de la señorita Vanderwoude?

—No —dijo. —No es una buena idea.

El corazón de Venetia reanudó su compás con un ritmo débil. Los ocupantes de la


mesa exhalaron por la corrección y moderación de su reprensión. Los labios de la
señorita Vanderwoude temblaron antes de sonreír tentativamente. —Creo que tiene
razón, señor.

Señalando que no había nada más que decir al respecto, se volvió hacia Venetia.
—Parece que no has tocado tus gambas, baronesa.

Era una broma para ella, porque nunca comía nada mientras llevaba el velo. —
Pronto remediaré este descuido —dijo, a través de los labios entumecidos.

La señora Vanderwoude quería su opinión sobre algo. Venetia se inclinó hacia el


señor Cameron.

—La señorita Vanderwoude, ¿se dirige a Londres?


—No, al continente, como yo. Desembarcaremos en Hamburgo, nos dirigiremos a
París, y desde allí, hacia el sur.

—¿Y tiene en serio la intención de perseguir la identidad de la señora que


mencionó?

El señor Cameron rió suavemente. —Me sorprendería si mañana por la mañana


pudiera recordar que alguna vez tuvo esa idea. Es tan impulsiva y olvidadiza como un
saltamontes.

De todos modos, la velada de Venetia estaba arruinada. La incursión de la


realidad había sido demasiado fuerte. Si la señorita Vanderwoude, que nunca había
asistido a la conferencia, ya sabía de la escandalosa historia que el duque había
relatado, podría haber otros que la habrían escuchado y no necesitarían un detective
para darse cuenta de quién había estado hablando.

Por otra parte, ¿qué pasaría si supiera que Venetia -no la baronesa, sino la
señora Easterbrook- no sólo había viajado a los Estados Unidos, sino que había
estado en Cambridge, Massachusetts, exactamente al mismo tiempo que él daba su
conferencia en Harvard?

Uno podía hacer malabarismos con palos de dinamita durante un tiempo


limitado antes de que explotaran uno por uno.

—Lo siento, cariño —dijo Christian, tan pronto como él y la baronesa estuvieron
dentro de sus habitaciones.

Ella le devolvió la mirada, los paillettes de su velo reflejando la luz como


pequeños espejos. Pero el brillo había desaparecido de su voz. —¿Por qué te
disculpas?

—Te he molestado.

Se había molestado... La impertinencia de la señorita Vanderwoude había sido


un grave recordatorio de que su error se había agravado mucho más allá de sus
dimensiones originales. Pero la angustia de la baronesa era, de ser posible, más
aguda que la suya. Después, aunque había mantenido una amistosa y constante
conversación con el señor Cameron, apenas había saboreado nada.

Se sentó en la otomana con los hombros tensos y cansados. Y algo en la forma


en que sus dedos se aferraban entre sí hablaba más que de decepción: tenía miedo.

—Por favor di algo.

Inclinó la cabeza hacia atrás, como si mirara hacia el cielo en busca de ayuda. —
La señorita Vanderwoude estaba dispuesta a dedicar su propio tiempo y dinero para
entrometerse en los asuntos privados de alguien a quien nunca había conocido y sólo
había oído hablar de segunda mano. Me sorprende lo que debiste haber dicho para
despertar un interés tan indecoroso.

Sus desalentadoras palabras se clavaron en su corazón. —Lo siento. No debería


haberlo hecho.

—En verdad que no. Tus comentarios hicieron que esa persona fuera juzgada
como un verdadero agente del mal.

Se sentó a su lado y tomó su mano en la suya. —No lo hice por malicia, si eso es
lo que te preocupa. Conté la anécdota más como un recordatorio para mí mismo que
como una lección objetiva para el público.

—No entiendo.

Tendría que explicarse, exponerse a sí mismo como nunca lo había hecho. Pero le
importaba poco su mortificación. Lo único que importaba era que no se apartara de
él.

—La mujer que usé como ejemplo en Harvard... era mi amor imposible.

Ella tiró su mano de la suya. Él la agarró del brazo antes de que pudiera saltar. —
Por favor escucha.

—Dios mío —dijo, mirando a todas partes, menos a él. —Dios mío.
Si sólo pudiera sacar su corazón para mostrárselo. Pero sólo tenía palabras,
palabras lentas, laboriosas, inútiles. —La señora en cuestión es hechizantemente
hermosa. Y durante una década, quedé fascinado por su belleza. Escribí un artículo
entero sobre el significado evolutivo de la belleza como un reproche a mí mismo, que
yo, que entendía los conceptos tan bien, sin embargo no podía escapar de la
atracción magnética de la belleza de una mujer en particular.

Su velo onduló con su respiración agitada. —¿Y no fue suficiente con el artículo?
¿Tenías que hablar de ella en público?

—Mi obsesión fue estúpida. Tuve que permanecer lejos de los lugares que
frecuentaba. Si la hubiera visto, no me habría importado si hubiera acelerado la
partida de su marido a la tumba. Me habría casado con ella sólo para poseerla.

En su regazo, sus manos temblaban visiblemente. Él también se estremeció, por


dentro, donde el miedo y el arrepentimiento amenazaban con ahogar las esperanzas
que habían saltado y retozado como delfines junto al Rhodesia.

—Hace mucho tiempo que me avergüenzo de esta fijación, pero se aferró a mí


como una sanguijuela. Y esta vez, no pude permanecer alejado, ella es una de las
favoritas de la temporada de Londres. Me preocupaba que pudiera ceder y
acercarme a ella, independientemente del orgullo. El sueño, maldito el sueño.
Créeme, nunca tuve un juicio tan catastrófico intencionadamente.

Ella soltó su brazo, se levantó y se alejó.

Venetia se sentía desordenada, todos los cartuchos de dinamita con los que
había estado haciendo malabarismos estaban a punto de detonar de inmediato.

No había sido un ejemplo al azar, algo tomado por casualidad de sus experiencias
acumuladas para ilustrar un punto. Más bien, había sido la perdición de su existencia.

No podía comprenderlo. El alcance de su mente había disminuido por la


conmoción. Sólo podía permanecer boquiabierta ante la idea, como si un monstruo
marino se hubiera presentado a hundir el Rhodesia con sus tentáculos.
Había dicho que tenía diecinueve años en ese momento. Ella también había
cumplido los diecinueve años, y estaba casada, con sus ilusiones románticas de
antaño precipitándose sobre la dura roca del indestructible amor propio de Tony.

“Uno de los jugadores de Harrow no podía dejar de mirarte fijamente. Si alguien


le hubiese entregado un tenedor, te habría devorado en una sola sesión”.

Había sido ese jugador de Harrow. Había sido su despreciada obsesión. Y


también era su salvación, de ella misma.

El pánico se extendió como un ciclón.

Hasta ahora, era posible imaginar su perdón. Pero no más, no después de haber
expuesto su talón de Aquiles a la última persona a la que de buena gana le hubiera
obsequiado ese conocimiento.

Por eso, no la perdonaría. Nunca.

Se puso en pie. —Por favor di algo.

Pero no podía hablar. Todo lo que entendía era una creciente desesperación: el
asunto debía terminar ahora, antes de que las cosas empeoraran.

Le dio la espalda. Sus manos, separadas, agarraron el borde del escritorio, como
si no pudiera sostener su propio peso. No podía respirar; le había causado dolor a la
única mujer que sólo le había traído calor y alegría.

Apagó la lámpara, se acercó a ella y le quitó el velo.

Ella inhaló inseguramente. Puso sus manos a cada lado de las suyas y besó su
cabello, sosteniendo el olor prístino y dulce en sus pulmones.

Las palabras salieron solas, como las mariposas que salían de los capullos al
debido tiempo. Él también se sintió transformado, del muchacho que confundió la
compulsión con el amor al hombre que por fin entendía su propio corazón.

Se estremeció.
—Tú eres la que he estado esperando toda mi vida.

Se dio la vuelta y le cubrió la boca con la mano.

Apartó la mano. —Desde el principio, ¿no recuerdas en el ascensor? Me


alcanzaste todo...

Ella lo besó, con labios y lengua. El alivio lo inundó, aún la tenía. Y con tal ardor,
como si no pudiera soportar la menor distancia entre ellos. Alzó su trasero sobre el
escritorio y levantó sus faldas. Ella tiró impacientemente de sus pantalones. Habría
caído de rodillas para adorarla, pero ella se negó a dejar que sus labios se separaran.

Desabrochó los últimos botones y, sin más preliminares, lo condujo dentro de


ella. Estaba indescriptiblemente excitado: la sensación de su calidez, el sabor, la
urgencia. Jadeó y tembló de necesidad, lo arrebató, instándole a que la embistiera
con fuerza.

No se necesitaban más palabras. Ella era lo único que importaba. La avalancha


de placeres venideros los uniría.

Ya no quedaban secretos.

Nada los separaría ahora.

Christian se despertó en una misteriosa quietud, como si el corazón del Rhodesia


hubiera dejado de latir. Le tomó un segundo darse cuenta de que los motores habían
dejado de rugir.

Habían anclado en Queenstown.

Instintivamente la buscó, pero ella no estaba en la cama en la que habían pasado


la mayor parte de la noche haciendo el amor, forjando vínculos y afianzando su unión.
La llamó, pensando que tal vez estaba en el salón o en el sanitario pero sólo el
silencio le respondió.

Una sospecha alarmante le provocó un profundo estremecimiento en la espina


dorsal, ya que nunca se había ido sin decir una palabra. Cogió su reloj de bolsillo de la
mesilla de noche. Faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana, muy tarde
para él. Tal vez no había deseado molestarlo. Se puso unas ropas, escribió una nota
explicando su posible tardanza al paseo matutino, y llamó para que el mayordomo la
entregara.

El camarero regresó mientras terminaba de aplicaba el jabón de afeitar a su


rostro. —Señor, el camarero de la baronesa me dijo que había desembarcado.

Christian se dio la vuelta. —¿Para dar un paseo?

El barco siempre reponía suministros en Queenstown. No era raro que los


pasajeros utilizaran el tiempo para una excursión por el campo irlandés.

—No señor. Pidió que le mandaran el equipaje a tierra.

Se había ido. Y la noche que había creído significaba un nuevo comienzo para
ellos, no había sido más que un largo adiós sin palabras. No había creído en su amor.
No había confiado en que había dejado atrás su antigua obsesión. Y no había podido
imaginar ningún futuro para ellos.

Todas las posibilidades que había albergado comenzaron a romperse en pedazos,


y su corazón con ellas.

—Podría estar todavía en la fila de desembarque, señor —dijo el mayordomo.


¿Quiere que vaya a echar un vistazo?

La fila de desembarque. Por supuesto, el Rhodesia no había atracado. Debería


estar en algún lugar del puerto. Los pasajeros y su respectivo equipaje debían esperar
para bajar a tierra por turnos.

Christian se quitó el jabón de la cara, se puso un abrigo, agarró su sombrero y se


precipitó hacia la cubierta principal. El cielo estaba gris. El Atlántico estaba gris.
Incluso Irlanda, generalmente verde y hermosa, era una extensión incesante de
melancólico gris.

Empujó a través de la multitud, buscando frenéticamente su familiar figura. Toda


la tripulación parecía haberse congregado allí. Las ancianas se cobijaban contra las
barandas. Los niños eran alzados en volandas para que pudieran ver lo que sucedía
más abajo. Los jóvenes estadounidenses charlaban sobre el Palacio de Buckingham y
la cabaña de Shakespeare, al tiempo que hacían señas con el remo hacia el Rhodesia.

Por fin la vio junto a la barandilla. El alivio lo inundó. Como si presintiera su


urgencia, la multitud se separó, y los que estaban a su lado se alejaron para dejarle
sitio. Pero ella no percibió su presencia cuando se le acercó. Su rostro seguía
inclinado hacia las olas que golpeaban sobre las placas de acero remachado del casco
del buque.

—¿Por qué? ¿Por qué te vas?

—He llegado a mi destino.

—¿Por qué crees que todavía amo a otra mujer?

—No es eso.

—Mírame cuando lo dices.

Su rostro se volvió hacia él. Su mano se apretó sobre la barandilla, como si


estuviera sorprendida por su apariencia. Había estado sudando antes. Pero de pie en
la cubierta sin el cobijo de su abrigo, el frío era súbito e intenso.

—No es eso —repitió. —Siempre dijiste que podría irme en cualquier momento.
Me estoy yendo ahora. No necesito otra razón.

Se estremeció. Si por el frío o por sus palabras no lo sabía. —¿No significa nada
que te ame?

—No me amas. Estás enamorado de la criatura que formaste en tu propia


imaginación.

—Eso no es verdad. No necesito ver tu cara para conocerte.

—Soy un fraude, ¿recuerdas? No existe la baronesa Seidlitz-Hardenberg.


—¿Crees que lo he olvidado? No necesito que seas baronesa. Quien sea que eres
es más que suficiente para mí.

Su risa sonó amarga. —No discutamos un punto discutible.

Puso su mano en su brazo. —No lo haré si te quedas.

Ella sacudió su cabeza. —Mi equipaje ya está en el muelle.

—Se puede subir fácilmente a bordo otra vez.

Ella sacudió la cabeza con más vigor. —Dejémoslo así. Algunas cosas son
preciosas precisamente porque son breves.

—Y otras cosas son preciosas porque son raras y bellas, y se les debe dar la
oportunidad de soportar la prueba del tiempo.

Ella guardó silencio. Su corazón latía salvajemente. Luego se inclinó y lo besó en


la mejilla a través de su velo. —Adiós.

Era el fin del mundo, nada más que restos de naufragios en los que se
encontraban ciudades enteras de esperanza, con sus torres brillando bajo el sol. La
incredulidad y la desesperación se apoderaron de él. El caos reinaba en su interior. Y
tenía frío, mucho frío, el viento le cortaba como cuchillos la piel.

Entonces, de repente, la confianza que siempre había dado por sentada en su


juventud se reafirmó. O tal vez sólo era la estrategia de un jugador que aceptaba
todos los resultados posibles, mientras ponía sus cartas sobre la mesa.

—Cásate conmigo —dijo.

Ella se tambaleó. Había hecho una declaración de amor, y ahora una propuesta
de matrimonio. La despreciaría tanto que haría que el destino de Sodoma y Gomorra
pareciera un cuento de hadas en comparación.

¡Qué ironía!, porque era exactamente lo que había deseado.


—No puedo —dijo débilmente. —Ningún matrimonio entre nosotros sería
considerado válido.

—Volvamos a reunirnos para discutir lo que debemos hacer para que sea válido.

Había quedado sorprendida, al verlo sin afeitar, sin corbata, chaleco ni abrigo. Y
su agitación, en todo caso, había excedido su capacidad de asombro. Pero ahora
irradiaba dominio y propósito. Había tomado una decisión, y nada iba a disuadirlo de
su postura.

Ella, por otra parte, era un manojo de nervios. —¿Qué tenemos que discutir?

—Tus circunstancias, obviamente. Algún dilema te impide usar tu propio nombre.


Cuando nos volvamos a reunir, hablaremos francamente y sin tapujos.

—No servirá de nada. Nada cambiará.

—Olvidaste quién soy. Cualquiera que sea tu dificultad, puedo ayudarte.

—Ni siquiera el duque de Lexington puede allanar todos los obstáculos de mi


camino.

—No cuando no me dices nada. Pero nos encontraremos. Y me dirás qué te está
reteniendo, me lo contarás todo.

Podía ver el titular: “EL DUQUE DE LEXINGTON ESTRANGULA A UNA BELLA DAMA
DE SOCIEDAD”.

—Quieres venir conmigo a mis expediciones, ¿no? —Dijo suavemente. —¿Te he


dicho alguna vez que tengo un pequeño museo en casa? ¿Y cajones sobre cajones de
enormes dientes fosilizados que estoy segura de que te interesarán mucho?

¿Por qué le hacía eso?

—También hay una cantera abandonada en mi finca, con estratos geológicos


bellamente diferenciados y abundancia de fósiles. Cásate conmigo y todo será tuyo.
Deja el velo a un lado, gritó una voz en su interior. Echa a un lado el estúpido velo.
Termina esto ahora mismo.

No podía. No podía enfrentarse a su ira. Ni a la gran probabilidad de que su amor


no sobreviviera a la primera imagen de su rostro. ¿Acaso era tan malo desear
preservar su romance, para que nada pudiera borrar sus perfectos recuerdos?

—Señora, ¿estás lista? —Llamó uno de los tripulantes.

La barca que había estado acercándose al Rhodesia estaba cargando el


remanente final de pasajeros para ser llevados a tierra.

—Debo irme —murmuró.

—La dama necesitará un minuto más —dijo Christian.

Su tono no permitía disputas. El tripulante tocó el borde de su gorra. —Sí señor.

Su amante le tomó las manos. —Ahora me despediré, pero espero verte en


Londres. En el Hotel Savoy, dentro de diez días a partir de hoy. Trae la pluma grabada
para mi cumpleaños y beberemos para brindar por nuestro futuro.

Expulsó un largo y cansino suspiro. Ahora diría que sí para escapar. —Está bien.

Pero no la dejó ir tan fácilmente. —Tu palabra, ¿la tengo?

Quizá a nadie más le importaba si una mujer hermosa era también honorable,
pero ella nunca había incumplido su palabra. Cerró los ojos con fuerza. —La tienes.

Se inclinó y le besó la mejilla a través del velo. —Te amo. Y te estaré esperando.

Después de que el gran transatlántico hubo desaparecido más allá de la boca


estrecha del puerto de Cork, Venetia todavía permanecía en el muelle.

Necesitaba localizar a un agente de pasajes para comprar su boleto a Inglaterra,


escribir a Fitz para informarle de su hora de llegada, por no mencionar encontrar a
los estibadores necesarios para transportar la piedra de cuarto de tonelada que había
sido el regalo de Christian para ella. Pero abordar cualquiera de esas tareas
significaba el final de la baronesa von Seidlitz-Hardenberg.

El final de la semana más feliz de su vida.

No sabía cuánto tiempo permaneció en ese lugar. Ni siquiera notó que había
empezado a llover hasta que un marinero le ofreció un paraguas. Ella le dio las
gracias y se dejó escoltar fuera del muelle, hacia el refugio, hacia la vida perfecta de
la hermosa señora Easterbrook.
CAPÍTULO 10

“Querida,

El Rodesia es un páramo sin ti.

Pasé la mayor parte del día en la popa, aunque Queenstown hacía tiempo había
desaparecido en el horizonte. Mi ser físico está aquí ante el escritorio, sobre el cual
hicimos el amor anoche, pero el resto de mí está en Irlanda, contigo.

Será una larga noche, en estas habitaciones que te han conocido tan bien. El aire
mismo se hunde en tu ausencia; mi venda es un pedazo cansado de seda que ha
perdido su propósito en la vida.

¿Queenstown ha sido hospitalaria? ¿Te han proporcionado una cena sabrosa y


una cama caliente? Los hombres han descubierto la manera de conectar a los
continentes separados por vastos mares; sería maravilloso que los ingenieros
pudieran descubrir una manera de conectar a dos personas con la misma facilidad.
Me gustaría vender mi alma a cambio de nunca volver a estar separado de ti.

Tu amado,

C”.

“Querida,

He llegado a mi casa en el campo, la casa que espero compartir contigo en un


futuro no muy lejano.
Ten en cuenta que la mansión ha sido concebida principalmente como una pieza
maestra, destinada a aterrorizar y abrumar. No es y nunca será una acogedora e
íntima residencia. La altura de los techos es tal que, no importa cuán diligentemente
se vuelvan a llenar de carbón las estufas, muchas de las salas permanecen heladas en
invierno. Afortunadamente el ala de la familia proporciona un mejor calidez y
comodidad, y hasta ahora nadie ha sufrido una pulmonía.

Los jardines son grandes y con arreglos típicamente ingleses. ¿Has visitado
alguna vez el Englischer Garten en Múnich? Si te ha gustado, entonces obtendrás
mucho placer aquí.

Pero, por supuesto, es en la cantera dónde más disfrutarás. Esta tarde le hice una
visita, revisé los utensilios de excavación almacenados en un cobertizo cercano y
ordené que afilaran los cinceles. Estarán listos para ti cuando vengas.

Tu amado,

C”.

PD. Pensé que nuestra separación sería más fácil de soportar el segundo día. No
podía estar más equivocado.

“Querida,

Te escribo desde la casa de mi madrastra en Cheshire. Encontré a la duquesa


viuda y al señor Kingston saludables y vigorosos. Mi propio espíritu abatido revivió
algo en su excelente compañía. Ojalá te tuviera conmigo: son los amigos más
sensatos, amables y agradables.

Los habrías impresionado completamente con tu presencia, tu calidez y tu


ingenio. Y yo habría sido el hombre más orgulloso de todos.

Tu amado,

C.
PD. Me he acostumbrado al permanente dolor en el pecho”.

“Querida,

La duquesa viuda me preguntó esta tarde a quien estaba escribiendo.


Afortunadamente, el señor Kingston le habló al mismo tiempo. Cambié a una nueva
hoja de papel, y cuando recordó volver a preguntarme, pude responder sinceramente
que respondía a un geólogo alemán llamado Otto von Schetterling.

Me pregunto si el señor Kingston no hubiera dicho nada, si habría confesado la


verdad. Muy probablemente sí: Tengo un deseo terrible, casi irreprimible de hablar de
ti. Para jactarme de mi suerte al abordar el mismo transatlántico que tú.

Hasta ahora me he refrenado. Por cuánto tiempo, no sé.

Nunca he conocido semejante felicidad, mezclada con tanta miseria. Sólo han
pasado cuatro días. Pero eso no es verdad. Han pasado décadas desde que te vi por
última vez.

Te encontrarás con un anciano encorvado cuando nos encontremos. Tal vez hasta
podría necesitar un par de gafas para reconocer tu velo.

Pero te sigo esperando siempre,

Tu amado,

C”.

“Querida,

Hoy la duquesa viuda me dio una lista de jóvenes que consideraba aptas para
convertirse en mi duquesa. Casi le informé que ya había prometido mi mano, pero,
con mucha dificultad y pesar, me abstuve: podría preocuparse al pensar que persigo
un espejismo.
Pero tú no eres un espejismo. Eres un verdadero oasis, y vale la pena seguir
vagando en el desierto, y sufriendo este temor constante de nunca encontrarte de
nuevo.

Mañana saldré hacia Londres para organizar nuestra cena en el Hotel Savoy. Al
fin, algo para ti, para nosotros.

Tengo la extraña y vertiginosa sensación de que me encontraré contigo. Si sólo


deseas verme, ven para que por lo menos pueda darte mis cartas. Y si me aceptas,
seré el hombre más feliz que jamás haya vivido.

Tu amado,

C.

PD Ha sido, ciertamente, peculiar mantener una correspondencia unilateral, pero


me siento más cerca de ti cuando pongo la pluma en el papel. Huelga decir que haré
cualquier cosa para estar más cerca de ti”.
CAPÍTULO 11

—¿Quién es él, Venetia?

Venetia se sobresaltó y se volvió hacia su hermano. —¿Por qué gritas en mi oído?

Un tren se acercaba, probablemente el que traía a Millie y Helena a casa,


silbando a lo lejos. Los guardias ferroviarios movieron a la multitud a la plataforma
lejos de las vías, para dar cabida a los que pronto desembarcarían.

—Porque, querida —dijo Fitz con una voz más normal, —te he hecho tres veces la
misma pregunta y no me has respondido.

Ella sonrió débilmente. —Lo siento. ¿Qué estabas diciendo?

—¿Quién es él, el hombre en el que estás pensando? Te he observado desde que


volviste. Casi no comes. Nunca das más de dos puntadas en el bordado. Un minuto
sonríes y al siguiente estás tratando de no llorar. Y no olvidemos que esta mañana
estuve junto a tu silla durante cinco minutos, y no tuviste la menor idea de que
estuviera allí.

Finalmente la había golpeado en el hombro, sacándola de un sueño


extraordinariamente vívido del primer plato de la cena de cumpleaños de Christian
enfriándose mientras se devoraban el uno al otro sobre la mesa.

Si Claridge no hubiera sido demolida por renovación, habría alquilado una suite
residencial allí para la temporada, y Fitz no habría estado al tanto de los síntomas de
su corazón. Pero con el hotel todavía en construcción, y la necesidad de tener un par
de ojos adicionales sobre Helena, había aceptado la invitación de Fitz para quedarse
en su casa de la ciudad.
—Es todo este problema con Helena. Estoy distraída —dijo ella.

Fitz tenía razón en una cosa: A cada minuto, estaba a punto de llorar.

A veces la travesía en el Rhodesia parecía tan lejana como las antigüedades. A


veces se preguntaba si no habría imaginado al hombre que la adoraba por lo que era,
en lugar de lo que parecía.

Todos los recuerdos de cada uno de sus besos ardían dentro suyo. Cada mañana
lo buscaba, sólo para recordar que nunca volvería a tenerlo. La soledad, tan larga y
tolerable, había comenzado a ahogarla como una vid que crecía rápidamente
estrangulándola.

Como si no la hubiera oído, Fitz dijo: —Ya sé que no es norteamericano... has


estado mirando la vieja copia de Debrett de Millie.

Podía recitar de memoria la larga entrada del duque de Lexington.

—¿Quién es? ¿Y por qué no ha tocado mi puerta para buscarte?

No quería mentirle a Fitz. Pero tampoco podía revelar lo que había sucedido en
el Rhodesia.

—Millie y Helena te dirán pronto lo que me pasa. No es lo que piensas.

Había sospechado que Millie ya le habría dicho algo a Fitz en su intercambio casi
diario de cartas, ya que Fitz no le había preguntado ni una sola por qué había
abandonado a su hermana y a su cuñada y había vuelto sola.

Fitz apoyó la mano en su hombro. —Lamento que no sea lo que pienso. Me


gustaba la idea de que estuvieras enamorada. Te has callado durante demasiado
tiempo.

Tenía los ojos nublados. Parpadeó para disipar las lágrimas. —Oh mira. Creo que
ese es su tren.
Había sido idea de Venetia que todos tomasen el almuerzo en el Hotel Savoy.
Una sádica decisión: poder recrear los detalles insoportables de la cena que nunca
compartiría con Christian.

Y puesto que había un número de comedores privados en el hotel, algún día


pediría una reserva en la que él había elegido específicamente para estar con ella,
por lo que el establecimiento de su comida imaginaria no sólo sería precisa, sino
históricamente precisa.

El almuerzo familiar salió bien. Millie y Helena dieron cuenta de sus semanas en
América. Fitz ofreció un compendio de noticias sobre sus amigos y conocidos.
Venetia se dedicó a memorizar los patrones del papel tapiz y el motivo del relieve
tallado en el mango de su tenedor.

Nadie hizo preguntas embarazosas o potencialmente peligrosas. Helena


preguntó tentativamente sobre la salud de Venetia, señalando que parecía
inusualmente letárgica. Bueno, los corazones no se rompían enérgicamente; sino con
abatimiento y cansancio. Venetia murmuró algo sobre haberse quedado leyendo
hasta tarde la noche anterior.

Estaba de vuelta en el coche de Fitz, el vehículo alejándose de la acera, cuando


vio a Christian salir de su propio carruaje. Llevaba el mismo abrigo gris pizarra que
había lucido en su primer paseo mañanero y el mismo bastón con mango de marfil.
Pero había perdido peso: había huecos debajo de sus mejillas. Y círculos débiles bajo
sus ojos, como si él, también, hubiera sido incapaz de dormir por las noches.

El dolor en su corazón se convirtió en un dolor punzante. Estaba allí, en Londres.


Y si se hubiera levantado del almuerzo un minuto después, se habrían encontrado.

Casi con temor, esperó a que Millie o Helena dijeran algo. Pero Millie tenía la
cabeza inclinada hacia su marido, escuchando atentamente su análisis de algún
asunto doméstico. Y Helena miraba al otro lado del carruaje, con los dientes
apretados sobre su labio inferior.

Nadie más lo había visto.


Su indiferencia se evaporó; Ella vibró con una energía incontenible. Cuando el
carruaje giró en una esquina y desapareció de la vista, tuvo que contenerse para no
saltar del vehículo en movimiento.

Esa conmoción, al verlo. Una emoción tan eléctrica. Y esa vacuidad, ahora que se
había ido de nuevo.

***

Helena se quedó mirando la espalda de Venetia.

La estación de tren le había parecido desgastada. En el Savoy había mirado


fijamente, como hipnotizada, los vasos y las molduras, apenas consciente de lo que la
rodeaba. Pero ahora, un momento después de que todos entraran por la puerta
principal, estaba balbuceando algunas tonterías sobre haber dejado su abanico en el
hotel.

No había llevado un abanico. Y aunque lo hubiera hecho, podría haber enviado a


alguien para que lo recuperara por ella. Helena sólo podía pensar en una explicación
para el extraño comportamiento de Venetia: hasta ese día no podía soportar que se
le recordara lo que había sucedido en Harvard.

Y era culpa de Helena... al menos en parte.

—Aquí viene la señora Wilson con tu nueva doncella —dijo Fitz.

Levantó la cabeza. —¿Desde cuándo tengo una criada nueva?

—A partir de ayer, creo. Venetia dijo que necesitabas una.

La doncella, que seguía a la señora Wilson, tenía la edad de Helena, compuesta y


de ojos agudos. No parecía alguien que pudiera ser fácilmente sobornada con el
ofrecimiento de tardes libres. Tampoco parecía proclive a dejarse intimidar y
desaparecer. No, ésta tenía la apariencia de una futura ama de llaves responsable.
—La señorita Susie Burns, milady —dijo la señora Wilson.

La sirvienta hizo una reverencia a Millie, luego a Helena.

—El equipaje de la señorita Fitzhugh ya debería estar en su cuarto —dijo Millie a


Susie. —Mi doncella puede mostrarte donde deben ir las cosas.

Antes de que Susie pudiera decirle: Sí, señora, Cobble, el mayordomo, entró en la
habitación y anunció: —Lord Hastings.

Y dio paso al hombre culpable de todo.

En la mente de Helena, Hastings seguía siendo el malvado y egoísta gusano que


Fitz había traído por primera vez a su casa cuando tenían catorce años. A veces
reconocía que ya no era repugnante ni escurridizo, pero era y siempre sería un
miserable.

—¿Dónde iba la señora Easterbrook con tanta prisa? Casi me dio un empujón
para apartarme de su camino —dijo Hastings, acechando hacia Millie. —Y qué bueno
verte después de todo este tiempo, Lady Fitz. Te ves maravillosa.

Tomó ambas manos y besó el dorso de cada una de ellas. Millie sonrió. —No más
que tú, Hastings.

Helena no vio honestidad en él. Era un cobarde desvergonzado, un libertino, un


perezoso y, según había descubierto demasiado tarde, un traidor.

Se volvió hacia ella. —Señorita Fitzhugh, cómo te he echado de menos mientras


estabas persiguiendo literatas por toda América. ¡Cuán tediosas debiste haberlas
encontrado!

—Déjeme que le recuerde que también soy educada y tediosa milord.

—¡Patrañas! Todos sabemos que fuiste al Salón de lady Margaret para estar a la
moda.

Era un talento particular suyo que nunca dijera más de dos frases sin provocarle
el deseo de buscar un instrumento afilado.
Cobble ya había desocupado el salón. La señora Wilson y Susie también se
habían alejado discretamente.

—Susie, deja el equipaje por el momento. Encárgate primero de los trajes que no
llevé conmigo.

Uno nunca debería hablar con un sirviente mientras hubiera invitados presentes,
daría la impresión de que el personal de la casa no conocía sus tareas. Pero Helena
necesitaba esconder las cartas de Andrew en un lugar seguro antes de que alguien
comenzara a remover sus pertenencias.

—Sí, señorita —dijo Susie.

Su instrucción no escapó de Fitz y Millie. Ellos intercambiaron una mirada.

—¿Te importaría dar una vuelta conmigo por el jardín, señorita Fitzhugh? —
preguntó Hastings.

Esa era la excusa que necesitaba. —Por supuesto. Déjame ponerme unos zapatos
más cómodos.

Si Hastings hacía uso de su familiaridad debido a su larga amistad con Fitz,


entonces Helena no necesita mostrarse tan ceremoniosa tampoco. Subió corriendo a
su habitación, envió a Susie a buscar algo irrelevante, abrió su maletero y recogió las
cartas de Andrew. Mañana las llevaría al despacho de su editorial; por el momento
las guardaría en el cajón de su mesita de noche.

Hastings la estaba esperando al pie de la escalera cuando volvió a bajar.

—Las cartas de amor —murmuró. —Tan gratificantes de recibir, tan molestas para
resguardar.

Ella fingió no oírlo. —Me alegro de que pudieras encontrar tiempo en tu


apretada agenda para visitarnos Hastings.

Él ofreció su brazo; ella lo ignoró y caminó delante.


La casa Fitzhugh se adentraba en un jardín privado compartido por las casas
adyacentes. En pocas semanas, los plátanos, completamente germinados,
proporcionarían suficiente sombra y abrigo. Pero ahora las hojas eran pequeños
nudos verdes demasiado tímidos para desplegarse. Los pinzones saltaban de rama en
rama, picoteando las semillas del año anterior. Una fuente italianizada de tres niveles
brillaba bajo el sol.

—Hola, Penny —dijo Hastings alegremente.

—Hastings, viejo amigo —respondió Lord Vere, uno de sus vecinos, desde su
perca al borde de la fuente. —Maravilloso día de octubre, ¿no?

—Estamos en abril, Penny.

Lord Vere parecía confundido. —¿De este año o el año pasado?

—Este año, por supuesto —dijo ella.

—Bueno —susurró Lord Vere, —no sé qué voy a hacer aquí en abril. Todo el
mundo sabe que siempre está lloviendo en abril. Buen día, Hastings. Buen día,
señorita Fitzhugh.

Hastings vio a Lord Vere regresar a su propia casa. —Deberías haber dicho: del
año pasado. Si fueras lady Vere, te gustaría saber con quién pasas tus noches.

Por supuesto, era propio de Hastings sacudirse del tema con tanta rapidez. —Yo
no me hubiera casado con un hombre que no sabe en qué mes estamos.

—Pero sí te acostarías de buen grado con un hombre que deshonra vírgenes.

Ella ignoró la pregunta. Era una hipocresía del más alto orden para un hombre
que dormía con todo lo que se movía criticar a alguien que se arriesgaba por amor. —
¿Estás feliz ahora que tienes a mi familia muerta de preocupación?

—¿Qué habrías hecho en mi lugar? ¿Si fuera la hermana de tu mejor amigo la


que se encamina hacia la ruina?
—Guarda tus hipérboles. Nunca he estado al borde de la ruina. Y si fuera la
hermana de mi mejor amiga, ciertamente no le daría un doble trato.

Hastings levantó una ceja. —Permítame refrescar su memoria, señorita Fitzhugh.


Por un beso, prometí no revelar la identidad de tu amante ilícito. No prometí que
mantendría a tu familia en la oscuridad por completo en cuanto a tus actividades
furtivas.

—Por eso mismo —dijo ella, dándole su más falsa sonrisa, — eres un cobarde.

—Admítelo, disfrutaste el beso.

—Prefiero comer un caracol vivo que soportar de nuevo algo así.

—Ooh —murmuró, con los ojos llenos de especulación. —¿Con o sin caparazón?

Ella lo señaló con un dedo desdeñoso. —Guarda lo que piensas para una mujer
más crédula. ¿Qué quieres de mí, Hastings?

—Nunca he querido nada de ti, señorita Fitzhugh, sólo he querido servirte.

Ella resopló, recordando al ventajero que solía intentar maniobrarla en armarios


para robarle besos.

—Viendo que fui yo quien te presentó a Andrew Martin —continuó, —siento un


profundo sentido de responsabilidad hacia tu bienestar. Con el riesgo de dañar mi
salud, he decidido ofrecerme a cuidar de tus necesidades.

Había estado conteniéndose desde el momento de su llegada, pero ya no podía


más: sus ojos hablaron por sí mismos. —Tu altruismo me asombra, Hastings. Me
sorprende que aún no te hayan canonizado.

—Comparto tu opinión, mi querida señorita Fitzhugh —Se inclinó y bajó la voz. —


¿Una mujer soltera lo suficientemente apasionada como para burlar todas las reglas
y saltar a la cama de un hombre? Sus necesidades sólo podrían paralizarme.
Un rubor de ira se extendió por la longitud de su columna hasta la garganta.
Caminó más rápido y dijo con voz helada. —Estoy emocionada por tu disposición de
sacrificio. Sin embargo, debo rechazar tu generosa y magnánima oferta.

Mantuvo el ritmo. —Es una pena, señorita Fitzhugh. Pues soy tu mejor opción en
este asunto, ya que no soy el marido de otra mujer.

—Demasiado poco para recomendar, milord.

—Como yo pensaba, todavía eres completamente insensible. Muy bien entonces,


si no piensas en ti misma, piensa en tu amado. Su madre no es una mujer indulgente.
Imagínate su reacción si descubre que ha comprometido a una virgen.

Andrew tenía un temor mortal hacia su madre; no podía discutir eso.

—No te engañes pensando que porque su madre no te encuentre objetable,


toleraría tal acción de su parte. No lo haría. Lo aplastaría con su desdén.

Helena se mordió el interior de su mejilla. —No planeamos exponernos.

—Estoy seguro de que no, pero ¿has tenido en cuenta la habilidad como sabueso
de la señora Monteth para olfatear las malas acciones?

La Sra. Monteth era la hermana de la esposa de Andrew, una mujer que se auto-
justificaba y vivía para exponer las faltas y debilidades de los que la rodeaban.

—Si lo amas, déjalo en paz —El tono ronco de Hastings se había vuelto acerado;
aún le asombraba que su tono pudiera cambiar tanto, de indulgencia aterciopelada a
fría implacabilidad. —O, recuerda mis palabras, lo harás vivir en la miseria por el resto
de su vida.

Él se inclinó. —Y con esto he terminado. Te deseo un buen día, señorita Fitzhugh.

Frente a los escalones de la casa se volvió con una sonrisa irónica en sus labios.
—Y en caso de que tengas curiosidad, mi oferta sigue vigente.
***

—Mi querido muchacho —dijo la duquesa viuda de Lexington, que había llegado
a Londres con Christian.

—Reconozco ese tono, madrastra —contestó frente a la ventana. —Has


escuchado un fragmento particularmente suculento de chismes.

Los niños retozaban en el pequeño parque al otro lado de la calle, volando


cometas, alimentando patos, jugando al escondite. Un chico logró escapar de su
institutriz el tiempo suficiente para alimentar con una manzana al caballo atado al
coche de alquiler aparcado junto a la acera.

—Y un chisme de los más raros, referido a ti.

Había sido demasiado esperar que ese chisme no se extendiera hasta que
hubiese tenido tiempo de asegurar la mano de su amada.

¿Sería una ilusión el movimiento de las cortinas del carruaje?

La institutriz del muchacho lo regañó y le quitó la mano de la montura del caballo,


sin duda advirtiéndole de las pulgas y otros insectos indeseables que seguramente
estarían asociados con un animal tan común.

—Desde que llegamos a Londres esta mañana, he recibido no una, ni dos, sino
tres notas informativas sobre un tórrido encuentro que viviste durante el viaje. A la
vista de todos.

Al menos ahora podía hablar de ella. —Sí, es verdad. Todo es verdad.

—Seguramente no todo. Algunos de los rumores dicen que te has casado con ella.

Dio la vuelta. —Eso no. Pero no por falta de ganas.

La duquesa viuda, que había estado arreglando un ramo de tulipanes sobre una
mesa de consola, se calmó. Ella también se dio la vuelta, una mujer bonita de unos
cuarenta años, sólo trece años mayor que Christian. Pero en vez de soltar
inmediatamente una respuesta, se sentó en una de sus sillas Louis XIV y arregló sus
faldas con deliberada minuciosidad. —¿Te propusiste?

—Sí.

No dijo una palabra.

—La situación es algo complicada. No quería que te preocuparas.

—¿Y me preocuparía menos cuando me enterara de esta manera?

Inclinó la cabeza para hacerle saber que había percibido su reproche. —Mis
disculpas, señora.

—¿Y por qué, digamos, es tan complicada esta situación? Cuando el duque de
Lexington se propone, la afortunada dama acepta. Ese es el final.

—Si hubiera sido así de simple. Estaba viajando bajo un nombre desconocido —Ni
bien había pisado suelo inglés, había intentado hablar con alguien familiarizado con
la aristocracia alemana. Los Seidlitz eran un notable clan prusiano. Los Hardenberg
eran nobles silesianos. Pero no había ningún Barón de Seidlitz-Hardenberg en el
registro, y por lo tanto ninguna Baronesa Seidlitz-Hardenberg.

Por lo tanto la ínfima posibilidad de que hubiera estado usando su verdadero


nombre, se había evaporado.

La duquesa viuda dio un fuerte suspiro. —¿Un nombre falso?

—Tampoco he visto su cara.

Ella parpadeó, aturdida.

—Como he dicho, es bastante complicado.

—De verdad, Christian —Golpeó los dedos una vez contra el apoya brazos de la
silla. —¿Cientos de damas debidamente acreditadas en casa y tú ofreces tu mano a
alguien a quien ni siquiera podrías reconocer si la cruzas por la calle?
—Es la que amo —Eso debería ser justificación suficiente, pero de alguna manera
no sonaba bastante adecuada, frente a todas las incógnitas. —La adorarás, te lo
aseguro.

Su Gracia no estaba convencida. —Me gustaría conocerla y juzgarla por mí misma.

—Lo arreglaré tan pronto como pueda convencerla de que acepte mi mano.

—¿Y cuándo pretendes arreglarlo?

—Para mi cumpleaños, espero ... ha aceptado cenar conmigo en el Savoy.

La duquesa se levantó. —Sabes que confío en tu juicio, Christian. He confiado en


tu juicio desde que nos conocimos. Pero sería negligente si no señalara la
irregularidad extraordinaria de estas circunstancias. Te has puesto en un gran riesgo,
y no me refiero a tu prestigio ni a tu fortuna.

Se merecía la advertencia. —Me temo que mi corazón está completamente


perdido. Seré miserable si no me caso con ella.

—También puedes ser miserable atrapado en un matrimonio... y para entonces


será demasiado tarde.

—Ya es demasiado tarde. Si no puedo tenerla, no tendré a nadie.

Ella suspiró. —¿Estás seguro de esto?

—Sí.

Algo resonó en su interior al dar esa respuesta inequívoca. Había estado igual de
seguro, al ver a la señora Easterbrook por primera vez, de que tenía la llave de su
felicidad.

—Ten cuidado, mi amor —dijo la duquesa viuda. —Proponle matrimonio sólo si


ella demuestra ser digna de ti.

Trató de aligerar la conversación. —Eso dice la mujer que habría estado feliz de
que me casara con cualquier mujer elegible.
—Sólo porque esta tiene el poder de hacerte daño, amor mío. Sólo por eso.

***

Detrás de las cortinas para ocultar su rostro, Venetia se sentía sofocada


respirando el aire pesado con los olores del tabaco y la ginebra, que aumentaban
cada minuto que pasaba.

No podía importarle menos.

La vista de su amante la había vuelto delirante. No podía razonar. No podía


pensar. Lo único que importaba era volverlo a ver. No tenía ni idea de lo que
esperaba lograr con eso, pero las fuerzas que la impulsaban hacia él eran mayores
que cualquiera que pudiera reunir para mantenerse alejada.

Había salido de la casa de Fitz caminando. En algún momento a lo largo del


camino se había dado cuenta de que le llevaría demasiado tiempo caminar hasta el
Hotel Savoy, así que había tomado un coche de alquiler.

Había llegado al Hotel Savoy justo cuando el duque volvía a su coche y se alejaba.
Lo había seguido hasta su casa, la estructura neoclásica y fina que despreciaba.
Quizás si sus paredes hubieran sido de cristal, no le habría importado tanto. Entonces
podría verlo moviéndose por dentro, haciendo lo que fuera que hiciera cuando no la
estaba haciendo caer la cabeza sobre los talones loca de amor.

Pero no veía nada. Las institutrices del parque se ponían muy nerviosas por la
presencia inmóvil dentro del coche de alquiler. Y no pasaría mucho tiempo antes de
que un policía se acercara y le preguntara al cochero que pensaba que estaba
haciendo estudiando las casas de duques y condes.

No podía quedarse allí indefinidamente.

Un vistazo más. Sólo quería una visión más de él.


Los dioses estaban escuchando. Un carro adornado con el escudo de Lexington
se detuvo en la acera. Un minuto después, salió por la puerta principal y entró en el
carruaje.

Y lo vio. Pero fue como recibir un solo grano de arroz cuando había padecido
hambre durante una semana.

—Siga ese carruaje —le ordenó al cochero. —Y no lo pierdas de vista.

Un vistazo más. Sólo uno más cuando llegara a destino.

—Señora, no tendrías necesidad de perseguirlo si le dieras la oportunidad de


verte —dijo el conductor.

Cuánto deseaba poder hacerlo. —Date prisa.

Su carruaje se volvió hacia el oeste. Pensó que se dirigiría al club en St. James
Street, pero el carruaje no se detuvo hasta llegar a Cromwell Road, justo frente al
Museo Británico de Historia Natural.

¡Donde se alojaba su dinosaurio!

Tiró un puñado de monedas al taxista, saltó del coche de alquiler y maldijo su


vestido con sus estrechas faldas, lo que hacía imposible intentar cualquier cosa
remotamente atlética.

Subió los escalones de la entrada y pasó bajo los bellos arcos del museo. La
exhibición principal en el pasillo central era el esqueleto casi completo, faltando
solamente tres vértebras, de una ballena de cincuenta pies. Nunca antes había
visitado el museo sin detenerse a admirar el esqueleto, pero ahora sólo lo miró de
reojo.

Rápidamente se alejó del grupo de visitantes que se reunía delante del esqueleto
de la ballena y se dirigió al ala este, donde se alojaba la colección paleontológica.

Afortunadamente, la galería del ala oriental exhibía mamíferos: el gran


mastodonte americano, el mamut perfectamente preservado desenterrado en Essex,
el rinoceronte Uintatherium, el manatí del norte, cazado hasta la extinción hacia
finales del siglo anterior . Tal vez fuera lo único que pretendía inspeccionar esa tarde.
O los fósiles humanos y de primates que bordeaban la pared sur. O los pájaros
extinguidos en el pabellón hacia el final de la galería, los moas eran muy interesantes,
al igual que los huevos de aepyornis, un pájaro que se decía que pesaba media
tonelada.

Pero sólo prestó atención superficial a esas maravillas recolectadas de todo el


mundo para su disfrute y edificación y se dirigió a la galería paralela al salón de
mamíferos, donde se guardaban los restos de reptiles.

Todavía no había perdido toda esperanza. Varias galerías perpendiculares, llenas


de curiosidades marinas, se ramificaron desde la galería Reptilia. Tal vez, tal vez.

Tal vez no. Redujo la velocidad, y se detuvo ante el esqueleto de un Pareiasaurus


traído de Sudáfrica y luego se inclinó para leer la pequeña placa que daba los
nombres de los descubridores y los donantes.

El corazón le dio un vuelco. Su nombre estaba en una placa a apenas cincuenta


metros de donde estaba. Aunque no sería capaz de hacer la conexión
inmediatamente, si descubría, posteriormente, que había cruzado el Atlántico al
mismo tiempo que él, entonces la coincidencia le parecería demasiado grande,
podría relacionar que la baronesa von Seidlitz-Hardenberg y la señora Easterbrook
eran la misma persona.

Se volvió del Pareiasaurus. A lo largo de la pared sur de la galería estaban los


grandes lagartos del mar: el Plesiosaurus y los ichthyosaurs. Contra la pared del norte
estaban los monstruos terrestres.

Como atraído por una brújula, caminó hacia la pared norte.

¿Por qué estaba recorriendo esa sección del museo de historia natural británico?,
Christian no tenía ni idea. No había ni siquiera un dragón de Suabia exhibido, por lo
que podía recordar. En todo caso, debería estar revisando el Museo de Naturkunde
de Berlín o el Instituto de Paleontología y Geología Histórica de la Universidad de
Múnich.
Sin embargo, algo lo había impulsado hasta allí. Era posible que ya hubiera
llegado a Londres. Y si lo hubiera hecho, ¿no querría aprovechar la mejor colección
de dinosaurios de toda Inglaterra?

Era un día soleado y fresco, y la galería no estaba llena: media docena de jóvenes
que parecían ser estudiantes universitarios; una pareja de mediana edad, gordita y
dispendiosa, y una institutriz con dos niños a los que acallaba cuando sus voces se
excitaban demasiado.

Con una esperanza totalmente irracional, miró varias veces hacia la institutriz. Se
le había ocurrido que la baronesa era quizás la más común de las plebeyas, y por lo
tanto no se consideraba digna de una alianza con un duque. Pero esa era la menor de
sus preocupaciones. ¿Qué sentido tenía ser un duque con un linaje de ochocientos
años si no podía casarse con quien deseaba?

La institutriz, una mujer de aspecto severo, de unos treinta años, no se divertía


con su atención. Le dirigió una mirada dura y volvió su atención a sus pupilos,
declarando que tenían que abandonar los peces fósiles si querían mirar todo antes de
que llegara el momento de ir a casa a tomar el té.

Caminando con la cabeza tan alta que su nariz apuntaba casi directamente al
techo, sacó a los niños. Al hacerlo, otra mujer entró en la galería. Se detuvo a estudiar
los fósiles de los lagartos voladores exhibidos contra la pared.

Su corazón dio una vuelta. Llevaba un sencillo vestido con chaqueta gris claro,
nada parecido a los románticos y suaves vestidos que había visto en la baronesa. Pero
desde la parte de atrás, su altura, postura y la manera en que su ropa colgaba de su
persona, encajaba perfectamente con su tipo.

La mujer se volvió.

El mundo se detuvo. Los años se cayeron. Y de nuevo se sintió el muchacho de


diecinueve años en el campo de cricket, mirándola con una flecha en su corazón.

La señora Easterbrook.
Francis Bacon escribió una vez: “No hay una belleza excelente que no tenga
alguna extrañeza en su proporción”. El hombre debía haber tenido en cuenta a la
señora Easterbrook. Su nariz era notablemente larga. Las formas inusuales de sus
pestañas hacían que sus ojos no estuvieran en el centro, sino estirados hacia las
esquinas exteriores. Y seguramente esos ojos parecerían absolutamente ridículos
separados por una pulgada más. Y sin embargo, el efecto, junto con sus pómulos
altos y labios llenos, era simplemente impresionante.

Quería hacer modelos de ella. Quería tomar un juego de pinzas de precisión y


medir cada distancia entre sus rasgos. Quería que su sangre y sus fluidos glandulares
fueran analizados por los mejores químicos del mundo, debía haber algo
detectablemente diferente en su funcionamiento interno para hacerlo responder tan
dramáticamente, como si le hubieran dado una droga para la cual la ciencia aún no
había encontrado un nombre.

Pero más que nada, quería...

Apeló a sus sentidos: Era un hombre que se había comprometido con otra. La
baronesa podría no corresponder ese compromiso, pero esperaba más de sí mismo
cuando había dado su palabra.

—Bestias desagradables, ¿no? —dijo la encantadora señora Easterbrook,


colocando su retículo en el borde de la vitrina.

Miró el estuche a su lado. Anteriormente había estado de pie junto a una


exhibición de tortugas gigantes, pero ahora estaba frente a un Cetiosaurus. Debía de
haberse deslizado hacia ella, hipnotizado.

—Creo que son especímenes muy bellos, especialmente éste.

Ella lo miró, su mirada una caricia sobre su piel. —Bah —dijo ella. —Rechoncho y
feo.

Estaba tan cerca que casi la tocaba, pero sus palabras le llegaron sólo débilmente,
como si estuvieran ahogadas por la niebla y la distancia. Y cuando volvió la cabeza,
para no mirarla directamente, se dio cuenta de una sutil pero decadente fragancia a
jazmín.

—Si no disfrutas de las creaciones de Dios, señora —dijo secamente, —tal vez no
deberías visitar un museo de historia natural.

Con eso, su amante se dio la vuelta y se marchó.

Durante un breve minuto, mientras se dirigían el uno hacia el otro, el aire había
crujido de expectación. Tan familiar, esa sensación de cerrar la distancia entre ellos.
En cualquier momento, sonreiría y le ofrecería su brazo. Permanecerían juntos y
admirarían su maravilloso descubrimiento. Y nada, nada, los volvería a separar.

Entonces había notado su expresión: la de un hombre sonámbulo. Un hombre


embrujado, su voluntad confiscada, sus facultades abandonadas.

No había exagerado.

Esa reacción por parte de un hombre solía mortificarla, confirmándole que era
una aberración. Pero viniendo de él, lo adoraba. Quería que la mirara
interminablemente. No cambiaba el hecho de que la amaba por lo que era.

Y tal vez, sólo tal vez, podría utilizar su aspecto como un señuelo, intentando
conquistarlo y que se diera cuenta de que no le disgusta. Que la deseaba
ardientemente.

Pero entonces se recordó a sí misma... y se estremeció. El auto-reproche había


sido evidente en sus ojos. Había pensado que era imperdonable que por un breve
instante se hubiera olvidado de sí mismo y de la baronesa.

Tanto por permitir un contacto prolongado entre ellos. Se sentía como un campo
cosechado, su cosecha desaparecida y nada más que un largo y estéril invierno por
delante.

Lentamente, levantó su retículo, que había colocado directamente encima de la


placa que decía: —Fósil de Cetiosaurus cortesía de la señorita Fitzhugh de Hampton
House, Oxfordshire, que desenterró el esqueleto en Lyme Regis, Devon, en 1883-.
Le había dicho que su dinosaurio era un dragón de Suabia porque el Cetiosaurus
era un fósil esencialmente inglés y no había querido revelar sus orígenes ingleses.
Contempló su pesada cabeza, sus gruesas patas y su compacta espina dorsal,
asociada para siempre con la alegría del descubrimiento y las ilimitadas posibilidades
de la juventud.

—Señora —dijo un hombre de unos veinte años junto a su codo, alguien a quien
nunca había visto antes.

—Señora, mis amigos y yo, remaremos para Oxford. Y nos preguntamos si tiene
algún plan para asistir a la Regata Henley.

La hermosa señora Easterbrook se volvió aparentemente sorprendida.

—Les deseo mucha suerte, señores —dijo, —pero me temo que no estaré allí.
CAPÍTULO 12

A Millie le resultaba difícil apartar la mirada de su marido.

Habían pasado todo el día juntos. La mayor parte de la tarde habían tratado
asuntos que tenían que ver con Cresswell & Graves, la firma de productos enlatados
que Millie había heredado de su padre. Después del té discutieron las mejoras que se
realizarían en Henley Park ese año. Y hasta que la nota de Venetia había llegado,
pidiéndoles que la esperaran en el estudio, le había estado mostrando los cambios
que había hecho en la casa de la ciudad durante su ausencia.

Uno pensaría que ese número de horas consecutivas sería suficiente. Pero
cuanto más lo miraba, más quería mirarlo. Siempre había sido así. Ese día, sin
embargo, era peor de lo habitual. Había bajado del tren para descubrir que se había
quitado la barba que había usado durante los últimos dos años. El impacto de sus
rasgos despejados, esas líneas delgadas y ángulos fortuitos, le habían quitado el
aliento.

Era el gemelo de Helena, pero se asemejaba a Venetia en la estructura ósea, el


color de cabello oscuro y los ojos azules. Un hombre magnífico, para detrimento de
Millie. Pero si se había enamorado de él porque era hermoso, se había enamorado
más porque no podía imaginar pasar su vida con nadie más.

Hacía media hora, cuando había revelado una mejora en la casa de la ciudad que
no había estado en su lista, una nueva y brillante cómoda esmaltada en azul con
margaritas blancas, una broma privada entre ellos dos, se habían reído tanto que
habían tenido que apoyarse en la pared para mantenerse erguidos. Después le había
sonreído, y ella se había sentido como si estuviera sobre las nubes otra vez.
Pero ahora su rostro era grave mientras la escuchaba contar lo que había
sucedido en la conferencia de Harvard, con mucho más detalle de lo que había
considerado prudente adelantar en la carta que le había enviado, aconsejándole que
se abstuviera de hace demasiadas preguntas sobre el retorno de Venetia y ser
sensible a sus estados de ánimo. No es que necesitara tales recordatorios, siempre se
podía contar con el buen juicio de Fitz.

—Me parece curioso que no esté enojada —dijo. —¿Has notado algo desde que
volviste? Está distraída y melancólica, pero no está enojada.

Millie vaciló, luego sacudió la cabeza. No porque estuviera equivocado, sino


porque no había tenido ojos para nadie más desde su regreso.

Llamaron a la puerta del estudio. Venetia entró. —Lo siento, he tardado


demasiado. Helena me entretuvo en mi habitación. No sé por qué está tan
preocupada por mí, en realidad debería preocuparse por ella.

Millie miró de cerca a Venetia, tratando de determinar si Fitz tenía razón. Pero la
severidad de la expresión de Venetia anulaba todo lo demás.

Fitz cedió su silla. —Toma asiento, Venetia.

Se acercó a la silla de Millie, con las manos apoyadas en el espaldar. Deseó que
su postura no fuera tan rígida. Le encantaría recostarse un poco y que le acariciara la
nuca con los dedos.

Venetia se sentó. —Durante el viaje, encontré una de las chaquetas de Helena


entre mis pertenencias. No estoy segura de cuando fue empacada equivocadamente
en mi maletero, pero como no me queda, no la usé. Esta noche, mientras me estaba
preparando para la cama, recordé la chaqueta, la saqué de mi armario... y encontré
esto.

Colocó un papel en el escritorio, una carta. Millie recogió la carta; Fitz la leyó por
encima del hombro. Su corazón se hundió con cada línea.

Fitz se acercó a la ventana.


—No hay firma, pero menciona su libro y la casa de su madre por su nombre en
la carta —Millie habló en el pesado silencio. —Esto elimina todas las dudas, entonces.

—No sé si estoy aliviada de saberlo con certeza, o si estoy decepcionada más allá
de las palabras —dijo Venetia. —Supongo que todavía me aferraba a la esperanza de
que hubiéramos reaccionado exageradamente.

Millie miró a su marido. Estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, el
rostro carente de expresión.

—¿Qué debemos hacer, Fitz? —preguntó Venetia.

—Voy a pensar en ello —dijo. —No estás bien, Venetia. Deberías acostarte y tener
una buena noche de sueño. Déjame la preocupación a mí.

Millie prestó más atención a Venetia, a veces le tomaba un tiempo ver más allá
de la belleza de Venetia, especialmente después de una ausencia. Venetia parecía un
poco descompuesta.

Venetia se levantó y sonrió débilmente. —Es el rodaballo de la cena. No me cayó


muy bien.

—Pero si casi no comiste nada en la cena —señaló Fitz.

—¿Deberíamos mandar a buscar un médico? —preguntó Millie.

—No, por favor, no te molestes —Venetia hizo una pausa, como sorprendida por
la naturaleza enfática de su respuesta. Suavizó su voz. —Una ligera indigestión no es
motivo de alarma. Tomaré un poco de té. Debería estar bien por la mañana.

Venetia se fue. Fitz tomó la silla que dejó vacante. —Tendrías que acostarte
también, lady Fitz —le dijo a Millie. —Es tarde y has tenido un largo viaje.

—Largo, tal vez, pero no extenuante —Se levantó de todos modos. Se habían
casado el tiempo suficiente para que ella reconociera que quería estar solo. —¿Vas a
salir?

—Yo podría.
Para visitar a una amiga, probablemente. Ya estaba acostumbrada, se dijo. Y era
mejor así: ¿por qué mezclar una amistad tan satisfactoria como la suya? —Pues
buenas noches entonces.

—Buenas noches.

No la estaba mirando, pero volvió a leer la carta de Andrew Martin.

Se permitió contemplarle un momento antes de cerrar la puerta tras ella.

***

—¡Maldita sea, Fitz! —dijo Hastings doblándose, con las manos sobre el
abdomen. —Podrías haberme roto el bazo.

Fitz flexionó los dedos. El puñetazo al vientre de Hastings no le había dolido, pero
sí el de su rostro. El hombre tenía un cráneo duro como un lingote. —Te lo habrías
merecido. Siempre supiste que era Andrew Martin, ¿no? Y no me dijiste nada.

Hastings se enderezó, gimiendo. —¿Cómo lo sabes?

—Vi tu cara cuando pasearon por el jardín. Estaba claro como el día que estabas
ocultando algo sobre ella.

Debería habérselas tomado con Hastings antes, pero las decisiones de Cresswell
y Graves no podían esperar. Y la compañía de Millie había sido tan agradable, que
había dilatado su salida de la casa una y otra vez. Incomprensible: era su esposa; su
compañía era suya en cualquier momento que quisiera.

Haciendo un gesto de dolor, Hastings se dirigió al servicio de café que había sido
traído recientemente. —Ya te he contado lo suficiente.

Le dio una taza de café a Fitz que aceptó la ofrenda de paz. —Si mi hermana está
desperdiciando su futuro con algún bastardo, no quiero pasar mis días rezando para
estar equivocado. Quiero saber todo más allá de una sombra de duda para poder
actuar.

—¿Qué vas a hacer?

—No es como si tuviera una gran cantidad de opciones, ¿verdad?

—¿Quieres que vaya contigo?

Fitz sacudió la cabeza. —Lo último que quiero es llevar a otro de sus
pretendientes frustrados.

—No soy otro de sus pretendientes —dijo Hastings, sonando notablemente como
un muchacho al que atraparon con la mano en el frasco de galletas. —Nunca la he
cortejado.

—Sólo porque eres demasiado orgulloso.

Hastings podría engañar al resto del mundo, pero para Fitz era un libro abierto.

Hastings se tocó suavemente la mejilla, en la que Fitz había dejado un corte


desagradable. —¿Por qué tienes que conocerme tan bien?

—Es la única razón por la que me gustas.

—Si le dices algo a tu hermana ...

—No le he dicho nada en trece años. ¿Por qué iba a empezar ahora? —Apartó el
café. —Ahora me voy.

—Dale mis respetos a Martin, ¿quieres?

—Lo haré en abundancia.

***
Venetia apartó las cobijas y salió de su dormitorio. A ella no le importaba dar
vueltas, pero el dolor en sus senos, una tensión desconocida alrededor de las areolas,
la desconcertó. Había tenido el corazón roto antes, pero esta vez su miseria se había
traducido en malestares diversos y erupciones de bilis que no tenían nada que ver
con el dolor de amor.

Y estaba tan cansada. A pesar de que todos los pensamientos en su cabeza se


movían como langostas, se había quedado dormida después del té. Después del té,
cuando nunca había dormido una siesta en toda su vida, y ciertamente no a esas
horas.

Subió las escaleras. En el estudio de Fitz, había una enciclopedia sobre huellas
fosilizadas. Las suyas estaban almacenadas; Dios no quisiera que Christian
descubriera que la señora Easterbrook había adquirido tal objeto. Una foto en un
libro no era lo mismo, pero no tenía otros recuerdos. Y necesitaba que le recordaran
que solía hacer campaña activamente por el placer de su compañía, que su presencia
constante en su vida había importado tanto como la subida diaria del sol desde el
horizonte oriental.

Pero Fitz ya estaba en el estudio, vestido sólo con mangas de camisa, una botella
de Cresswell & Graves y un vaso.

—¿No puedes dormir otra vez, Venetia?

Ella tomó la silla frente a la suya. —Dormí demasiado después del té. ¿Qué
estás...?

Se olvidó de lo que estaba a punto de decir cuando vio la pequeña mancha en el


frente de su camisa. —¿Eso es sangre?

—De Hastings.

—¿Por qué tienes sangre de Hastings sobre ti?

—Larga historia. De todos modos, tuve un tete-à-tête con Andrew Martin.

—¿Con los puños?


—Había planeado hacerlo, pero habría sido como golpear al conejo de Pascua.

El señor Martin tenía una de esas caras eternamente inocentes. —¿Entonces qué
hiciste?

—Le señalé los riesgos para Helena. Que si nosotros pudimos averiguarlo,
también lo pueden hacer los demás. Que si la quiere, debe alejarse de ella.

—¿Crees que lo hará?

—Parecía bastante contrito. En cualquier caso, le dije que si me daba la menor


causa de sospecha, le cortaría el... perdón por mi lenguaje —Fitz tomó otra copa y
sirvió licor en ambas. —Ahora tú, Venetia.

—¿Yo?

—Tu estómago no sufre por el rodaballo. Te observé: cortaste el filete y paseaste


los pedazos, pero no comiste nada.

—Quizá fue otra cosa.

—Tal vez.

¿Por qué tenía la sensación de que Fitz no estaba refiriéndose a otra clase de
comida? —Creo que volveré a la cama.

Cuando llegó a la puerta, Fitz le preguntó: —Él no está casado, ¿verdad?

Sin volverse, dijo: —Si hablas del duque de Lexington, estoy bastante segura de
que no lo está.

—No me refería a él.

Un golpe de puro ingenio. Ahora podía responder con toda honestidad: —


Entonces no sé a quién te refieres.

***
Christian dejó a un lado otro pedazo de papel arrugado.

Le gustaba escribir a su amada... algo de su día, un pensamiento aquí y allá, casi


como si estuviera hablando con ella. Pero aquella noche esas pocas líneas habían
sido imposibles de escribir.

¿Qué podía decir? Cuando vi a la señora Easterbrook, caí instantáneamente bajo


su hechizo de nuevo. Estarás encantada de saber que una vez que recuperé el control,
todo estuvo bien. Pero hasta entonces, “fuiste algo remoto en mi mente”.

Podía excluir cualquier mención de la señora Easterbrook. Después de todo,


había visitado a la duquesa viuda, y tenía material más que suficiente para llenar una
carta de longitud moderada. Pero eso sería mentir por omisión.

Era impensable mentirle a su amada.

“Querida,

Una prueba se me presentó el día de hoy en la forma de la señora Easterbrook, y


no puedo decir que la haya pasado con mérito: no soy tan inmune a sus encantos
como había declarado. No he hecho nada por lo que deba pedir perdón, pero me
resulta difícil justificar la dirección de mis pensamientos.

Te necesito. Si mi debilidad se exacerba por la distancia que nos separa, puede


deducirse lógicamente que tu presencia fortalecerá todas mis fuerzas.

Ven pronto. Puedes encontrarme fácilmente.

Tu devoto amado,

C”.
CAPÍTULO 13

Millie abrió la primera carta de la pila de esa mañana.

—Mi querido, sé de buena fuente —dijo escudriñando la página, —que rompiste


el corazón de la pobre Letty Smythe.

Venetia y Helena habían pedido que enviaran el desayuno a sus habitaciones y


Millie y Fitz tenían el salón de desayuno para ellos solos, lo que permitía una
conversación más privada.

—Eso es un rumor vicioso y sin fundamento —respondió Fitz, sonriendo. —Sin


embargo, he dejado de dormir con ella.

—Exactamente lo que quería decir.

—Es injusto que prestes atención a los chismes, ¿siempre me endilgarás el papel
de un villano insensible? Fue un agradable interludio que siguió su curso.

—¿La señora Smythe piensa lo mismo?

—La Señora Smythe estará de acuerdo conmigo.

Millie negó con la cabeza, como si estuvieran discutiendo el mal comportamiento


de un cachorro. —No voy a regocijarme, pero te dije que no deberías haberte
quedado con ella.

—Y debería haber seguido tu consejo.

—Gracias. ¿Puedo sugerir a lady Quincy? Es bonita, bien hablada y, lo más


importante, sensata: no se burlarán de ella cuando termine tu aventura.

—No lo creo.
—¿Hay algo que te parezca desagradable en lady Quincy?

—Nada. Pero sería una falta de respeto de mi parte venir a ti mientras también
disfruto del favor de otra señora.

El pacto. Era la primera vez en años que tocaban el tema. Esparció una cucharada
de mermelada sobre su tostada y esperó parecer tan indiferente como él. —¡Oh,
pícaro! Somos una pareja casada. Ve y diviértete. Yo puedo esperar.

—No estoy de acuerdo —dijo él uniformemente. —Primero el deber.

Su mirada se sostuvo. Un fuerte golpe de calor la golpeó. Desvió la vista hacia la


pila de cartas que todavía debía abrir y recogió la de arriba. —Bueno, como quieras —
dijo, cortando el sobre con un chasquido de cuchillo.

Al principio sólo fingió leer. Pero las palabras saltaron de la página y la obligaron
a prestar atención.

Leyó la carta una, dos, tres veces antes de dejarla caer.

—Me temo que tengo malas noticias, Fitz.

Venetia no podía recordar la última vez que había vomitado.

Sin embargo, ahora mismo, el olor de la rebanada de pan tostado con


mantequilla, le había hecho arrojar sus entrañas en tal estado de convulsión que se
había retirado precipitadamente al closet más cercano, pasando unos miserables
pocos minutos devolviendo el contenido de su estómago.

Se limpió la boca y se lavó la cara. Cuando salió, casi chocó con Millie. Millie, la
persona más suave que conocía, la agarró por el brazo y la apretó.

—¿Qué pasa?

—Hablaremos en tu habitación —dijo Millie, abriendo la puerta de Venetia.


Fueron recibidas por la vista de Helena buscando frenéticamente en el armario
de Venetia.

—Le dejé tu chaqueta a tu doncella —dijo Venetia. —Probablemente la esté


limpiando.

—Será mejor que vaya a echar un vistazo —Helena se dirigió hacia la puerta. —
Puede que no sepa la forma correcta de hacerlo.

—Olvídate de tu chaqueta por ahora, Helena —dijo Millie, cerrando la puerta. —


Venetia, te gustaría sentarte.

Algo en la voz de Millie la desconcertó. —¿Qué sucede?

—Lady Avery estaba en la conferencia del duque de Lexington.

Venetia asió los brazos de su silla, aturdida de horror.

Helena apoyó una mano en la cama de Venetia, como si tuviera problemas para
soportar su peso. —¿En Harvard?

—¿Dónde si no?

—Estaba en Boston al mismo tiempo que nosotras, asistiendo a la boda del


cuñado americano de su hijo —dijo Millie. —Regresó antes de ayer. Anoche cenó en la
casa de su sobrina y repitió a todos los presentes lo que el duque había dicho.

Y las damas de la cena habrían ido a las danzas y bailes de la noche, los
caballeros a sus palos, y la palabra se habría extendido como la peste bubónica.

Las náuseas volvieron. Excepto que esta vez no quedaba nada en el estómago de
Venetia. Apretó los dientes hasta que pasó. —¿Todos piensan que estaba hablando de
mí?

—Muchos.

—¿Le creyeron?

—No todo el mundo está convencido —dijo Millie con cuidado.


Eso significaba que algunos si lo estaban.

—Es el soltero más codiciado del reino —continuó Millie. —Eres nuestra mujer
más hermosa. Que él te acuse así, incluso ante la posibilidad de que sea un error es
más que sensacional.

Venetia se sentía como si estuviera moviéndose sobre arenas movedizas.

Helena parecía más miserable de lo que Venetia nunca la había visto. —Eso es...

Se detuvo a decir que todo era culpa suya. Hacerlo habría sido admitir que sus
hermanas tenían motivos para sacarla del país.

Venetia se levantó. —Fue muy indiscreto en Boston, tal vez pensó que podía
permitirse el lujo de serlo, ya que estaba lejos de casa. Pero estoy segura de que
desde entonces se ha dado cuenta de su error. Un hombre como él no tiene interés
en fomentar chismes.

—Esa es una visión muy lejana de ti —dijo Fitz, que había entrado en la
habitación para ubicarse junto a su esposa.

—Mi opinión sobre él no debería tener relación con mi evaluación de la situación.


Creo que estará casi tan disgustado con los rumores como nosotros y no hará nada
para extenderlos.

—Su silencio será igual de problemático —señaló Helena. —Tiene que confesar
los rumores como falsos.

—Eso lo obligaría a mentir. Jamás le pediría eso.

—¿Por qué?

—Esta será una prueba para ver si mis amigos son realmente mis amigos. Si lo
son, cerrarán filas a mí alrededor y no permitirán que nadie cuestione ni mi conducta
ni mi fibra moral.

—Me aseguraré de que mis amigos se pongan en esa fila —dijo Fitz en voz baja.
—Sería un poco precipitado, pero no deberíamos tener ningún problema en dar
una cena mañana por la noche, para reunir las tropas —agregó Millie.

—Bien —dijo Venetia. —Los Tremaine darán un baile mañana por la noche.
Después de la cena, todos nosotros asistiremos.

—Y entre ahora y entonces, deberíamos asegurarnos de que se nos vea lo más


posible —dijo Helena. —Y no te olvides de visitar a tu modista. Deberás hacerlos
desmayar con tu belleza, de la manera más agradable.

—Sí, creo que sería lo mejor —murmuró Venetia.

Había descubierto durante su matrimonio con Tony que parecer perfecta


resultaba a menudo efectivo para convencer a la gente de que era feliz. Su aparición
la noche siguiente no dejaría duda de que tenía bajo control todos los aspectos de su
vida.

Se hizo un silencio. Millie y Fitz sin duda estarían pensando en los detalles de lo
que necesitaban para el día siguiente. En cuanto a Helena, Venetia no tenía idea de
lo que pasaba por la mente de Helena en esos días. Esperaba que no volviera a
culparse. En todo caso, estaba agradecida por sus indiscreciones: le habían
proporcionado la semana más maravillosa de su vida.

—Estaré bien —dijo.

Había escapado del infierno, no se había dado cuenta hasta ese momento. Pero
lo peor ya había pasado: había perdido al hombre que amaba.

Todo lo demás no sería más que cenizas.

***

Debido a que Christian no frecuentaba la Temporada de Londres, la Sociedad


tenía una idea exagerada de la cantidad de tiempo que pasaba en el extranjero. Pero
rara vez estaba ausente más de cuatro meses en el año. El resto del tiempo se
ocupaba de administrar su herencia.

Los de Montfort habían sido una familia afortunada. Otros tan prominentes
como ellos, ahora se encontraban sin tierras ni propiedades dignas. Pero los de
Montfort eran dueños de canteras, minas, vías navegables y tramos codiciados por
generaciones de constructores. Directa e indirectamente, a través de explotaciones
antiguas y nuevas empresas, Christian era responsable del medio de subsistencia de
seiscientos hombres y mujeres. Educaba a sus hijos y apoyaba a los mayores durante
su jubilación.

Sus ingresos eran tremendos, pero sus gastos también eran impresionantes. Por
esa razón, siempre controlaba las reuniones con sus agentes y abogados con el mayor
cuidado. Ese día, su atención duró lo suficiente como para aprobar la solicitud de una
concesión al Shah de Persia para buscar petróleo en sus tierras.

Después de eso, apenas oyó lo que los hombres presentes en la habitación


tenían que decir.

El sueño había regresado. La señora Easterbrook se vestía lentamente después


de hacer el amor, mientras lo miraba con placer infinito. Esta vez, sin embargo, había
hablado en alemán, con la voz de la baronesa.

Lo peor era que se había despertado feliz.

Llamaron a la puerta. McAdams, el abogado, le lanzó una desagradable mirada.

—Mi Lord —dijo Richards, su mayordomo, —la duquesa viuda quisiera verle.

Su Gracia nunca antes había pedido verlo en medio de una reunión de negocios.
¿Tendría algo que ver con el señor Kingston? Lo había visto en perfecto estado de
salud al dejarlo la mañana del día anterior.

Lo estaba esperando en la sala de estar y cerró la puerta en cuanto entró. —La


noticia está recorriendo Londres, Christian. Lady Avery me informó que en la
conferencia que diste en la Universidad de Harvard, acusaste a la señora Easterbrook
de matar a sus maridos por su codicia.
El tiempo se desaceleró ante la pronunciación de la palabra Harvard. Los labios
de la duquesa viuda se movieron a la velocidad de un glaciar. Cada sílaba adicional
tardaba un eón en llegar.

Pero no necesitaba oír el resto. Ya lo sabía. Su error había provocado desastrosas


consecuencias.

—¿Lady Avery estaba presente en la conferencia? —Oyó su propia voz, distante,


alejada.

Su cara se arrugó. —Oh, Christian, por favor dime que no es cierto.

—Nunca nombré a la señora Easterbrook.

—¿Pero estabas hablando de ella?

No podía admitirlo, ni siquiera a la mujer que había sido su madre y hermana a la


vez. —No importa de quién haya hablado. Ten la seguridad de que haré lo necesario
para rectificar la situación.

—¿Qué te está pasando, Christian? —Su rostro estaba sumido de preocupación.


—Primero un romance público y luego esto. Ese no eres tú.

—Yo me encargaré de todo —le prometió. —Voy a hacer todo bien de nuevo.

Por lo menos para el afuera.

***

Increíble cuánto se podía hacer con el estómago vacío cuando era necesario
hacer mucho.

Venetia se aseguró de que la vieran por todas partes: en el parque, en el teatro,


en la última exposición del British Museum. Durante la cena de Millie sonrió y charló
como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. Después de la cena, se puso
su armadura y se dirigió al baile.

La armadura era un vestido de fiesta de terciopelo carmesí, de corte muy bajo y


muy ajustado. Lo había encargado hacía dos temporadas por capricho, pero había
recuperado el sentido y nunca lo había usado, su función en los bailes era el de
chaperona, no alguien que llamara la atención sobre sí misma. Pero esa noche quería
que todos los ojos estuvieran sobre ella, mientras bailaba y reía como si nunca
hubiera oído hablar de América, y mucho menos del duque de Lexington.

Cuando llegó al baile en casa de los Tremaine, ya pasaba de medianoche. Lady


Tremaine la encontró en la cabecera de la escalera y le dio una mirada de aprobación.

—Me trae recuerdos de cuando hice una entrada dramática, también vestida de
terciopelo rojo, si no me equivoco.

—No se equivoca en absoluto —dijo lord Tremaine, que nunca permanecía


alejado del lado de su mujer. —Y los recuerdos son realmente deliciosos.

Venetia sacudió la cabeza. —Por favor, deje de coquetear en público con su


esposa, señor. Me perturba la mente.

Lady Tremaine se echó a reír. —Bueno, váyase, señora Easterbrook. Dicen que
Byron saldría de su tumba para escribir sobre su belleza, si alguna vez le viera
descender una escalera.

Venetia poseía uno de los mejores descensos. No lo empleaba a menudo, ni


tampoco era necesario en su papel de simple chaperona, pero cuando inclinaba su
cabeza, echaba los hombros hacia atrás, y dejaba que la más leve de las sonrisas
jugara en sus labios, tanto hombres como mujeres quedaban con la boca abierta.

Esta noche todo el salón de baile contuvo el aliento ante su entrada, luego los
caballeros salieron disparados para ganar un lugar en su tarjeta de baile.

Pero esa noche no necesitaba el asedio de los caballeros: Una hermosa mujer
siempre tenía asegurado el apoyo masculino. Sin embargo, la sociedad era dirigida en
gran parte por mujeres y éstas eran mucho menos indulgentes con otras mujeres.
Las muchachas más jóvenes estaban excitadas, y algunas, bastante
desconcertadas, por la posibilidad de un gran conflicto. Algunas matronas la miraban
con una mezcla de frescura y lo que sospechaba, esperaba estar equivocada, sed de
sangre. Eran demasiado prudentes para atacarla de inmediato y declararla asesina de
maridos, pero ellas, o al menos algunas de ellas, querían el escándalo y el
espectáculo del mismo sólo por deporte.

Y serían ellas, al final, las que la declararían de nuevo apta para la Sociedad.

En ese momento, sus aliadas circulaban por el salón de baile y, sutil pero
firmemente, dejaban en claro que querían que supiera que no estaban listas para que
fuera condenada al ostracismo, que estaban preparadas para romper los lazos con
quien se atreviera a tirar la primera piedra.

Estaba agradecida por eso. Pero también era realista. Si esto se prolongaba, su
reputación se afectaría irremediablemente. Al final, no sería necesario que nadie la
denunciara. La cautela colectiva, y el deseo de no asociarse con alguien de dudosa
reputación, sería suficiente para relegarla a los márgenes de la Sociedad, recibida en
unos cuantos hogares e indeseada en muchos otros.

Sin aliento y un poco mareada por bailar un vals de Strauss con Lord Tremaine,
casi no oyó el anuncio de la llegada del duque de Lexington.

El salón de baile en un momento repleto de bailarines, riéndose de sus esfuerzos,


de repente estaba tan tranquilo como la sala de lectura del Museo Británico, todos
los ojos fijos en el duque, descendiendo la gran escalera detrás de su madrastra; y un
hombre que Venetia suponía debía ser el señor Kingston caminando a su lado.

Lord Tremaine había estado a punto de dejar a Venetia con Fitz y Millie, pero
cambió de rumbo y la guió hacia su esposa. Flanqueándola, para que no quedara
lugar a dudas sobre su respaldo.

Christian, con su característica franqueza, se encaminó directamente hacia los


Tremaine y Venetia.
El aire se tensó. Este no era un encuentro abiertamente hostil: la presencia de la
duquesa viuda era garantía de civilidad por parte de su hijastro. Sin embargo, Venetia
se sentía como si fuera un gladiador novato a punto de ser arrojado al coliseo por
primera vez contra un experimentado combatiente, con toda la audiencia pidiendo
por su sangre.

Lord Tremaine intercambió una amable palabra con sus invitados, les dio la
bienvenida y luego, volviéndose un poco, como si acabara de descubrir a Venetia
junto a él, le dijo a la duquesa viuda: —Su Gracia, ¿puedo presentarte a una buena
amiga, la señora Easterbrook?

La duquesa viuda de Lexington fue muy amable, aunque se mostró un poco


asombrada, como todos ante un primer encuentro con Venetia.

—Señora Easterbrook —prosiguió Lord Tremaine, —Permítame presentarle a Su


Gracia, el Duque de Lexington y al Sr. Kingston. Señores, la señora Easterbrook.

Venetia inclinó la cabeza. Christian la miró como sus antepasados normandos


hubieran escudriñado a un problemático anglosajón, y le devolvió un rápido ademán.

Bueno, eso sería todo. Había permitido la presentación y ahora la reconocería


como la protagonista de los acontecimientos relatados por Lady Avery. Luego se
desentendería cortésmente, tal vez bailaría con alguna joven adecuada que gozara
del favor de su madrastra, y luego se iría.

Por un momento, parecía que era precisamente eso lo que él quería hacer. Pero
la duquesa viuda puso una mano sobre su codo. Un mensaje tácito pasó entre ellos.

Con un gesto decidido a la mandíbula, dijo: —¿No es de esperar, que cuando te


presentan a una dama en una fiesta, le pidas un baile?

Si no se hubiera aventurado a bordo del Rhodesia, habría aprovechado la


oportunidad para hacerle saber que su nueva amistad significaba tan poco para ella
como para él. Que a pesar de su título y toda su riqueza, era el último hombre al que
le permitiría ponerle una mano encima.
Pero se había aventurado a bordo del Rhodesia, había pasado una semana
enamorándose del duque, y desde entonces no había pasado un minuto sin pensar
en él. Se había acurrucado en el interior de un carruaje mugriento durante horas
fuera a su casa, como un investigador privado mal entrenado, para poder ver su
rostro de nuevo.

Esta Venetia no iba a rechazar la oportunidad de bailar con él, sin importar lo
grosero que fuera su pedido.

—El placer sería mío —dijo.

En el momento en que Christian la vio, el resto del salón de baile desapareció.


Podría haberse incendiado, con las vigas colapsando y los huéspedes huyendo, y lo
único que habría notado habría sido el reflejo de la luz del fuego en sus ojos.

Su madrastra tuvo que empujarlo para que recordara pedirle que bailara.

La señora Easterbrook le sonrió, una sonrisa tan hermosa como el amanecer, tan
peligrosa como una bala.

Más que en cualquier momento desde su regreso, anheló a la baronesa. El


mundo podría creerlo loco, pero nunca necesitaría justificar su amor por ella. Todo
estaba fundado en lo sustancial. No había nada superficial ni vergonzoso en lo que
sentía por esa mujer.

Había algo tan superficial y vergonzoso en sus reacciones hacia la señora


Easterbrook que lo intimidaba.

Los músicos tocaron las primeras notas de un vals vienés. Él le tendió el brazo y
ella puso su mano sobre el codo, en un movimiento tan hermoso como su persona,
una criatura nacida para ser adorada sin remedio.

No fue hasta que caminaron uno junto al otro hacia el centro del salón de baile,
mientras no estaba mirándola directamente, que una extraña sensación lo acometió.
Seguramente nunca antes se habían tocado, pero sus dedos le provocaban una
inquietante familiaridad.
Después de la apertura introspectiva, el vals de repente se volvió brillante y
alegre. Era hora de bailar.

La forma de su mano en la suya, la sensación de su espalda debajo de la palma


de su mano, la presión de su cuerpo mientras daban vueltas, y la sensación de
familiaridad sólo se duplicó, cuando se sorprendió de que ella no era tan
exageradamente voluptuosa como siempre había imaginado, sino elegante y sensual.

No, no debía imaginar ninguna similitud entre ellas. Lo último que quería era que
su mente comenzara a pegar las facciones de la señora Easterbrook en la cara todavía
inexpresiva de la baronesa.

Entonces nunca estaría a la altura de sus expectativas.

Ese pensamiento extraviado y brutalmente honesto lo enfureció. No le


importaba la belleza del rostro de su amada. Tanto mejor si no se parecía en nada a la
señora Easterbrook.

—¿Vi a vuestra merced en el Museo de Historia Natural antes de ayer? —


murmuró la señora Easterbrook.

Alguna parte despreciada de él estaba encantada de que ella lo recordara. —Lo


hiciste.

Se le ocurrió que había aceptado su inesperado encuentro el otro día como un


hecho, como parte de las pruebas y tribulaciones que debería superar antes de que
pudiera reunirse con la baronesa. Pero, ¿por qué había estado en el Museo de
Historia Natural? ¿Y no era raro que la vez anterior que la había visto, hacía cinco
años, hubiera sido justo fuera del museo?

La etiqueta del vals indicaba que mantuviera su mirada sobre su hombro, pero se
alegró de tener una excusa para mirarla. La sensación de déjà vu de los contornos de
su cuerpo se estaba volviendo demasiado fuerte para su comodidad, y su mente, que
nunca era suya para controlarla cuando ella estaba cerca, insinuó que sabría
exactamente dónde y cómo tocarla para hacerla derretir de deseo.
Sus ojos se encontraron. Pero su belleza, en vez de descarrilar el altamente
insostenible tren de pensamientos, sólo le despertó una posesividad primitiva:
Quería encerrarla en su casa y no permitir que nadie más la contemplara.

Ella sonrió otra vez. —Espero que hayas disfrutado de tu visita.

Él apartó la mirada. —Me gustó bastante. ¿Y tú pudiste recuperarte de la visión


de los horrendos reptiles gigantes?

—Me temo que nunca lo haré. No sé por qué me desagradan tanto.

—¿Por qué crees?

—Caprichos de mujer, ¿qué otra cosa puedo decir?

¿Por qué quería a esa insípida criatura? ¿Por qué quería que la danza siguiera y
siguiera, cuando debería estar pensando en otra persona?

No sería por mucho tiempo más. Sólo hasta su reencuentro con la baronesa. Y
esta vez, no la dejaría ir.

—¿Cómo encontró Londres después de una larga ausencia, señor? —murmuró.

—Fastidioso.

—Ah, en eso estamos de acuerdo.

El timbre de su voz, ¿dónde la había oído hablar antes?

—La llamaré mañana por la tarde, señora Easterbrook —dijo. —Y si está de


acuerdo, podremos dar un paseo por el parque. Eso debería ser suficiente para
acallar los rumores.

—¿Y dejarás de visitarme después?

—Naturalmente.

—Una pena —dijo. —¿Está el afecto de Vuestra Gracia puesto, en otra parte?
¿Era su imaginación o se había detenido deliberadamente antes de decir -en otra
parte? La palabra en inglés no era nada similar a su equivalente en alemán, pero de
alguna manera todavía sonaba extraña.

Volvió a mirarla. Ella lo miró directamente por encima del hombro. Era un poco
más fácil de soportar sin el efecto de su mirada directa, pero aún así era
insoportablemente hermosa. Los dioses habrían llorado.

—Eso no es asunto tuyo, señora.

—No, por supuesto que no, pero uno escucha rumores. Es muy prudente que
dejes de llamarme una vez que hayamos despistado a lady Avery. Tu señora no
estaría muy contenta si fueras visto constantemente conmigo. Tengo, digamos, cierto
efecto sobre los hombres.

Odiaba su presunción. —Mi señora no tiene nada de qué preocuparse.

Le lanzó una mirada que habría hecho que Aquiles dejara su escudo y
abandonara todas las glorias de Troya. —Si tú lo dices, señor.

Bailaron el resto del vals sin hablar.

Venetia se sintió aliviada de que no tuviera que seguir diciendo cosas que
consiguieran que la señora Easterbrook sonara exactamente lo contrario a la
baronesa von Seidlitz-Hardenberg. Pero no escuchaba su voz, aunque ahora hablara
un inglés helado en lugar de un alemán cariñoso.

Este era su amado, de vuelta en sus brazos, un milagro terrible, pero un milagro
al fin. Le resultaba difícil contenerse, no dejar que su mano izquierda trazara el
contorno de su hombro, su pulgar derecho acariciara el centro de su mano
enguantada, o su cabeza se inclinara hacia adelante y descansara sobre él.

Quería que el baile nunca terminara.

Pero muy pronto, el vals llegó a su fin. Los bailarines a su alrededor se separaron.
El duque también se separó de ella. Pero Venetia, inmersa en los recuerdos de su
cercanía, no se soltó.
Se dio cuenta de su error después de un segundo. Pero un segundo era un
tiempo muy largo para semejante paso en falso. Podría haber desabrochado su
corpiño, no lo habría sorprendido más.

Y estaba conmocionado. La miraba con la severidad extrema que reservaba para


aquellos que habían violado no sólo la moral sino el buen gusto. Como si fuera una
prostituta común que se había metido en el baile sin ser invitada para abordarlo.

El silencio, mientras la escoltaba fuera de la pista de baile, era insoportable.

No está aquí —dijo Hastings. —La madre de su esposa está enferma. Se ha ido a
Worcestershire para atenderla.

Helena no necesitaba preguntar quién era. Al principio estaba demasiado


ansiosa por la recepción que le esperaba a Venetia. Pero ahora que el duque había
ido y venido después de una sorprendente y efectiva maniobra, se había permitido
escudriñar en la multitud en busca de una señal de Andrew. La familia de su madre
estaba muy bien conectada y se podía contar con él en los eventos más codiciados.

—¿Crees que debería enviarle una nota con mi dirección a la señora Martin, mi
querida señorita Fitzhugh? —susurró. —Martin no parece tener suficiente resistencia
para servir a dos mujeres. Y Dios sabe que probablemente tú podrías agotar a
Casanova.

Una vez más esa insinuación de que ella era ninfómana. Detrás de su abanico,
puso sus labios muy cerca de su oreja. —No tienes ni idea, mi señor Hastings, los
anhelos calientes que se me despiertan de noche, cuando no puedo tener a alguien
en mi cama. Mi piel se quema por el deseo de ser acariciada, y mi cuerpo entero por
quedar apasionadamente satisfecho por cualquier hombre.

Hastings por una vez se quedó mudo. La miró con algo a mitad de camino entre
la diversión y la excitación.

Cerró bruscamente el abanico y le golpeó con fuerza los dedos, observando con
gran satisfacción mientras él ahogaba un grito de dolor.
—Por cualquier hombre excepto tú —dijo ella, y giró sobre sus talones.

***

Para el paseo en el parque, Christian llevó su carruaje más grande, para poder
sentarse lo más lejos posible de la señora Easterbrook.

Lo cual no era lo suficientemente lejos para evitar la atracción tangible de su


belleza.

A diferencia de la baronesa, no giraba su sombrilla, sino que la mantenía


perfectamente estable. Toda su persona estaba tan inmóvil como la escultura de
Pigmalión, fría, despiadada y, sin embargo, lo bastante encantadora como para
arruinar a un hombre.

El vestido de tarde, de color rosado, lanzaba un sutil rubor en sus mejillas. Sus
ojos, sombreados por su sombrilla de encaje, eran de color aguamarina, el color
exacto del cálido Mediterráneo que tanto lo había encantado. Sus labios, suaves,
llenos, perfectamente delineados, prometían la suavidad de los pétalos de una rosa.

Fue cuando habló que se dio cuenta de que ya había empezado a desnudarla
mentalmente, arrancando los botones de seda que cubrían su corpiño como pasas de
grosella.

—Estás inmerso en tus pensamientos, mi Lord. ¿Estás anticipando la cena con tu


dama?

Su atención se interrumpió abruptamente. ¿Cómo estaría enterada de su cena? Y,


un instante después, lo embargó una terrible culpa: en vísperas de su tan esperada
reunión con la baronesa, su mente estaba cometiendo un acto de infidelidad.

Quería echarle la culpa a la conducta de la señora Easterbrook, de la manera en


que ella se había aferrado a él al final del vals: bien podría haberle dado la llave de su
casa junto con un guiño y un beso soplado. Sus intenciones habían ardido en su
sangre desde entonces.

Por otra parte, ¿la habría deseado menos si hubiera demostrado ser
completamente indiferente? ¿No le habría despertado el apetito codiciándola como
un premio mayor?

—He oído que usted ha ordenado una gran comida para mañana por la noche en
el Hotel Savoy —prosiguió la señora Easterbrook.

Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría dicho en términos inequívocos que
se ocupara de sus propios asuntos. Pero allí era imprescindible que hablara de la
baronesa en un tono tan cálido como fuera públicamente permisible.

—Sí —dijo. —Espero disfrutar de un delicioso reencuentro mañana.

Si ella iba.

Debería ir. No podía abandonarlo en su miseria. Pero de pronto se le ocurrió, si


ya había llegado a Londres, ¿no habría oído los rumores de su asunto con la señora
Easterbrook? ¿Y no interpretaría equivocadamente la atención pública que le estaba
dando?

La señora Easterbrook sonrió ligeramente. —Es una mujer muy afortunada, su


dama.

—Yo soy un hombre muy afortunado, más bien.

Juzgar su expresión era como intentar medir la variación de la intensidad del sol
mirándolo directamente. Pero pensó que parecía triste. —¿Y esta es la última vez que
te veré, verdad?

—Lo cual estoy seguro de que debe ser un alivio para ti.

Ella arqueó una ceja. —¿Presumes que sabes cómo pienso?

—Muy bien entonces. Será un alivio para mí.


Inclinó ligeramente el paraguas. —Hay quienes me quieren por la forma en que
mi nariz está insertada en mi rostro, una razón ridícula para gustarle a alguien. Pero
también es una razón bastante ridícula para no gustarle a alguien, como es en su caso.

—No apruebo tu carácter, señora Easterbrook.

—No conoces mi carácter, mi Lord —dijo con decisión. —Lo único que conoces es
mi cara.
CAPÍTULO 14

Christian no daba muchas cenas. Y cuando lo hacía, la duquesa viuda solía


supervisar los arreglos necesarios. Pero para esa cena en particular, él presidió cada
detalle.

Varios comedores privados habían sido rechazados por ser demasiado


recargados o floridos. Y cuando finalmente se instaló en uno, hizo que el hotel
cambiara la pintura de la pared que representaba una naturaleza muerta por un
paisaje marino que les recordara el que estaba en la suite Victoria. En lugar de flores,
encargó una escultura de hielo de delfines retozando. También decretó que no
debería haber luces fuertes, sino sólo velas encendidas y no de sebo, sólo la mejor
cera de abejas para ella.

El menú propuesto que había ordenado consistía en un consomé claro, un patito


brazado, un cordero a la parrilla con hierbas, un filete de venado... y nada más. Lo
que había ofendido bastante al chef, que al parecer creía que una cena romántica
debería ofrecer lo mismo que un banquete estatal.

El amor, declaró, moviendo el dedo hacia Lexington, debería ser fortificado con
mucha comida y mucha carne. Milord ya estaba demasiado delgado. ¡Su noche con la
dama podría asemejarse a dos esqueletos chirriando en un laboratorio médico!

Lexington no cedió, no tenía intención de alimentar a su señora. Por último, el


francés renunció a los platos principales. Pero no cedió con los postres. Nada de
frutas frescas. Habría una charlotte russe, una crème renversée, un soufflé de vainilla,
una mousse de chocolate, una tarta de pera y un pastel de ciruela.

—Todavía estaremos comiendo al amanecer —dijo Lexington, admirando la


dedicación del hombre a sus ideales.
El francés se besó las yemas de los dedos. —La mejor hora para l'amour, milord.

Christian llegó media hora antes de la cena. La mesa estaba siendo colocada
mientras entraba en la habitación, tazones de cristal, saleros de plata, cuencos que
contenían uvas, higos y cerezas colocados a distancias prudentes sobre el paño de
damasco azul.

Esta espera no se podía comprar con la anticipación placentera en el Rhodesia.


Normalmente era disciplinado, un caballero no se agitaba, pero varias veces tuvo que
detener los dedos de golpear el alféizar de la ventana. Quería una bebida fuerte y un
cigarrillo. Quería cortinas diferentes para la habitación. Quería cambiar el color de la
pintura de nuevo.

Cuando llegara, todo estaría bien.

Pero ¿y si no lo hacía?

Las velas estaban encendidas. Las copas brillaban a la ligera luz. La escultura de
hielo resplandecía, los delfines saltando graciosamente las olas heladas. Una botella
de champán de sesenta años de añejamiento estaba reverentemente depositada en
el aparador, lista para ser descorchada en el momento en que llegara.

Ya debería haberse presentado. La etiqueta dictaba que uno debía llegar a cenar
al menos un cuarto de hora antes de la hora indicada, por respeto a la delicada
naturaleza de los soufflés.

¿Las costumbres europeas serían diferentes? Debería saberlo... había pasado


mucho tiempo en el continente. Pero no podía pensar. Estaba en un estado de vacío
mental, un peldaño por encima del pánico absoluto, pero sólo un peldaño.

A las ocho en punto, un mayordomo del hotel preguntó discretamente si Su


Gracia deseaba comenzar a servir la cena.

—Esperaré otro cuarto de hora —dijo.

Cuando pasó otro cuarto de hora, dio las mismas instrucciones.


A las ocho y media, nadie le preguntó nada. El personal del hotel, que lo había
asistido durante la última hora, ahora se había retirado. Una botella de whisky
apareció de la nada. Al igual que los cigarrillos, los fósforos, y un cenicero de marfil
tallado.

Le había dado su palabra. ¿Acaso tenía tan poco valor para ella? Y si hubiera sido
su intención romper su palabra desde el principio, ¿por qué no enviarle una carta y
hacérselo saber?

¿Podría haberle sucedido algo imprevisto? ¿Y si estaba acostada en algún sitio,


enferma y desatendida? Podría haber escrito, y él habría estado a su lado en un
instante.

Pero él presuponía su capacidad y libertad para comunicarse. ¿Qué pasaría si no


tenía la libertad de ir y venir?

Dedicó varios minutos de angustiosa consideración al asunto, antes de que se le


ocurriera lo ridículamente melodramático que era. A una mujer bajo tal supervisión
medieval nunca se le habría permitido cruzar el Atlántico por su cuenta, y mucho
menos vivir un romance a plena vista de los pasajeros.

La explicación de su ausencia lo había estado mirando a la cara todo el rato, pero


no había querido reconocerlo: ese día no significaba nada para ella. Había sido el
único con el cuerpo y el alma embrujados. Para ella, no había sido más que una
fuente temporal de entretenimiento, una manera de pasar las horas de otro modo
tediosas en medio de un océano.

El único que había presionado para continuar su aventura más allá del viaje.
Había sido el que había ofrecido su corazón, su mano, sus secretos. Ella ni siquiera le
había dicho su verdadero nombre.

Y, por supuesto, nunca le había mostrado su rostro.

No, no podía dudar de ella. Si dudaba, también debería dudar de su capacidad


para juzgar cualquier cosa. Tenía que ser como había temido, que había oído hablar
de la señora Easterbrook. Dios, ¿y si los hubiera visto juntos el día anterior? La
imagen de la señora Easterbrook a su lado habría refutado todo lo que le había dicho
acerca de haber dejado atrás esa obsesión.

Y aunque no hubiera visto ni oído nada, debía reconocer que todavía se sentía
conmocionado por las palabras de la señora Easterbrook. No conoces mi carácter,
señor. Lo único que conoces es mi cara... ¿por qué todavía estaban resonando en sus
oídos?

Había vuelto a soñar con la señora Easterbrook la noche anterior, una escena
doméstica aún más inquietante de los dos sentados ante un fuego rugiente,
escribiendo cartas, leyendo un libro que parecía haber salido de su biblioteca. De vez
en cuando, el ser de sus sueños levantaba la vista de su tarea y lo miraba. Excepto,
que en lugar de los cálidos e infelices brotes de posesividad que últimamente lo
habían asediado, sólo había sentido un simple contentamiento te tenerla cerca.

Todavía no había soñado nunca con la baronesa.

Sin embargo, observaba compulsivamente los carruajes que se detenían ante el


hotel. El tráfico de Londres era notorio en ciertos momentos del día. Un atasco, una
vez formado, tomaba un largo tiempo para despejarse. Tal vez estaba atrapada en
uno. Tal vez estaba hirviendo de impaciencia incluso cuando él se hundía lentamente
en la desesperación. Quizás...

De repente se dio cuenta de que ya no estaba solo en la habitación. Se dio la


vuelta, con esperanzas y temores incoherentes en su pecho.

Pero no era ella. Era sólo el portero uniformado del hotel.

—Su Gracia, una nota para usted.

Durante los siguientes tres segundos, todavía se atrevió a permitirse la esperanza.


Tal vez estaba haciendo una gran entrada. Tal vez la llevaran como Cleopatra,
escondida en un rollo de alfombra. Quizás...

Tres porteros, entraron gruñendo, empujando un carro de mano.


Una grieta se abrió ante él y su corazón cayó. No había necesidad de quitar la
envoltura de la lona. Reconoció la losa de piedra por su tamaño y peso.

Le había devuelto su presente. No quería tener nada que ver con él.

***

Pasó otra hora antes de que el duque finalmente saliera del hotel.

Esta vez, Venetia no estaba esperando en la maloliente cabina de un coche de


alquiler, sino en un limpia y elegante compartimiento, con asientos de terciopelo
acolchado, braseros para los pies y tulipanes en floreros montados en soportes entre
las ventanas.

La baronesa había alquilado el coche. Incluso tenía su sombrero velado en el


asiento.

Todavía puedes, susurró una voz imprudente dentro de ella, como había estado
susurrando durante las últimas tres horas. Síguelo, intercéptalo. Solo por esta noche.

Pero esta vez no le permitiría partir. Y no dejaría que el velo permaneciera en su


lugar. No existía el: “sólo por esta noche”.

O más bien, no había tal cosa como mañana: él la despediría en el momento en


que viera su rostro y nunca volvería a dirigirle la palabra.

Sólo podía mirar como su amante, con cara de piedra, se subía a su carruaje y se
alejaba.

***
Durante toda la noche, Christian pasó de la ira a la desesperación y viceversa. Por
la mañana, sin embargo, llamó a su carruaje y regresó al hotel.

Quizá había sido un tonto. Lo más probable es que hubiera sido más que
estúpido. Pero había sido franco y honorable, y merecía algo mejor que eso.

Una rápida investigación en el hotel dio como resultado que la losa de piedra
había llegado por mensajero tres días antes. Una nota mecanografiada había llegado
por correo la mañana anterior, con instrucciones para su entrega esa noche quince
minutos después de las ocho. El gerente general ofreció sus abultadas disculpas:
había habido un cambio de personal durante el día y el personal del siguiente turno
se había olvidado de la losa de piedra hasta las nueve menos cuarto.

Christian pidió ver el sobre original de la nota. Por desgracia, había sido
descartado. Pero el empleado que había abierto el sobre recordaba muy claramente
que el matasellos había sido de la ciudad de Londres y que había sido de ese mismo
día.

¿Qué tan probable era que ella hubiera ido a Londres solo para despedirse? No
muy probable. Sin embargo, había dejado instrucciones a un investigador privado
para que averiguara si algún hotel de Londres acogía a una huésped de origen
germánico, entre veintisiete y treinta y cinco años de edad, que viajaba sola.

Él mismo tomó el tren a Southampton para hablar con los propietarios de


Donaldson & Sons Special Couriers. No podían decirle mucho: el objeto que habían
entregado al Hotel Savoy en Londres había sido traído por agentes marítimos del
puerto. Los expedientes de los agentes marítimos mostraban que la loseta había sido
descargada del Campania, un barco de la Línea Cunard, que había atracado en
Southampton el día después del Rhodesia.

Christian fue a las oficinas de Cunard Line en Southampton y pidió ver la lista de
pasajeros del Campania. No reconoció ningún nombre en la lista, aunque sí supo que
el Campania había salido de Nueva York dos días antes del Rhodesia, pero había
tardado nueve días en cruzar el Atlántico debido a problemas técnicos en el mar.
Como ya estaba en Southampton, visitó las oficinas de la Great Northern Line y
pidió ver la lista de pasajeros del Rhodesia. La baronesa había viajado con una
doncella. No debería ser imposible descubrir la identidad de dicha criada.

Muy pocos hombres habían desembarcado en Queenstown, y no muchas


mujeres. La mayoría compartía el nombre de sus esposos, eran hermanas o hijas. Y
de las cuatro que no tenían relación con ningún hombre, además de la propia
baronesa, dos eran monjas y una jovencita confiada a las hermanas para reunirla con
su familia en el continente.

Perplejo, Christian se preguntó si podrían haber cometido un error. Le


aconsejaron que esperara la noche siguiente: El Rhodesia, regresaría de Hamburgo, y
se lo esperaba en el puerto a la mañana siguiente.

Su noche había sido agitada, pero sus esfuerzos no habían sido irrelevantes. A la
mañana siguiente habló con el comisario del Rhodesia y se enteró de que la baronesa
Seidlitz-Hardenberg no había comprado billetes para ninguna empleada. En cambio,
mientras estaba a bordo del Rhodesia, había contratado el servicio de una de las
doncellas de la nave como sirvienta personal temporal, una muchacha de origen
francés de nombre Yvette Arnaud, que por supuesto no tendría ninguna objeción en
contestar algunas preguntas a Su Gracia el duque de Lexington.

La doncella apareció media hora más tarde, ordenada y de aspecto competente,


en la oficina privada en la que Lexington estaba esperando. Le ofreció asiento y
deslizó una guinea a través del escritorio. Embolsó la moneda discretamente y
murmuró un agradecimiento.

—¿Cómo fue elegida por la baronesa y de qué manera la sirvió? —Preguntó en


francés.

—Antes de que el Rhodesia saliera de Nueva York, el encargado de los camarotes


dijo que una huésped que viajaba sola quería los servicios de una criada. Varias de
nosotras nos ofrecimos como voluntarias. El mayordomo bajó nuestras calificaciones
y las sometió a la baronesa.
—Yo fui aprendiz de modista en un tiempo y le dije que sabía cómo cuidar los
costosos tejidos. Pero no pensé que sería la elegida. Nunca había trabajado como
sirvienta de una dama, y había entre nosotros quienes podían proporcionar cartas de
recomendación de antiguos patrones en Londres y Manchester.

Había sido elegida porque sus calificaciones eran perfectamente adecuadas


dadas las circunstancias; una dama que no mostraba su rostro a nadie no necesitaba
una criada con habilidades de peluquería.

Pero él hizo la pregunta de todos modos: nunca le molestaba oír cómo otra
mente analizaba los mismos datos. —¿Por qué fue elegida al final?

La muchacha vaciló unos segundos. —Porque no soy inglesa, creo.

Esa era una respuesta que Lexington no había esperado. Su corazón se detuvo. —
¿Cómo es eso?

—Su nombre era alemán, me hablaba en francés, pero sus cosas eran inglesas.

—¿Qué cosas?

—Sus baúles tenían la marca de una reconocida casa de Londres, vi las letras en
el interior de las tapas. Sus botas provenían de un cordelero de Londres. Y sus
sombreros, los que no tenían velo, eran la obra de madame Louise en Regent Street.
Sé que Regent Street está en Londres porque mi vieja empleadora, la modista,
esperaba tener un día allí su propia tienda.

Muchos productos ingleses eran reconocidos como superiores en cuanto a


confección y calidad. No estaba fuera de cuestión que un extranjero tuviera artículos
hechos en Inglaterra. ¿Pero tener un armario abrumadoramente repleto de cosas
inglesas? ¿Acaso una mujer cosmopolita del continente no compraría algunas de sus
pertenencias en París, Viena y Berlín?

—¿Qué más te hace pensar que es inglesa?

Hablaba francés como usted, señor, con acento inglés.


Esa era una evidencia mucho más convincente. Los acentos eran notoriamente
difíciles de disfrazar. Si un hablante nativo de Francia identificaba a alguien con
acento inglés, no había mucho que pudiera hacer sino creerle.

Pero si la baronesa era inglesa, su desaparición se hacía aún más incomprensible.


Le había ofrecido matrimonio, por el amor de Dios. Un extranjero podría no
comprender su significado, pero seguramente una inglesa entendía el prestigio y la
riqueza que involucraba semejante acuerdo. Incluso si él hubiera sido sólo una rápida
diversión para ella antes de entonces, la tentación de convertirse en la próxima
duquesa de Lexington debería haberla inducido a quedarse.

—¿Qué más me puedes decir sobre ella?

—Es muy generosa, antes de desembarcar me dio una horquilla con ópalo y
perlas. Y tiene un impresionante guardarropa, las prendas más hermosas que he visto,
no tan hermosa como ella, por supuesto, pero...

—¿Piensas que es hermosa?

—Bueno, es la mujer más hermosa que he visto. Le dije a las otras doncellas que
no era de extrañar que mantuviera su rostro cubierto... si se hubiera quitado el velo,
hubiera provocado disturbios en el Rhodesia.

¿Cuántas mujeres en el mundo eran lo suficientemente hermosas como para


provocar disturbios? No muchas. Y Lexington sólo conocía una.

—¿Te creyeron?

—No, pensaron que exageraba salvajemente las cosas, ya que nadie más pudo
echarle un vistazo a su rostro. Pero usted, señor, sabe lo magnífica que es y sabes que
no exagero.

¿Lo sabía? Su mente, con la repugnancia de una solterona que se apresuraba a


pasar por una casa de mala reputación, se negaba a contemplar las revelaciones de
Yvette Arnaud, se negaba a sintetizar las dispares informaciones, en una explicación
coherente.
Colocó una guinea más en el escritorio y se fue sin decir otra palabra.

***

La urgencia de la crisis y la emoción de la cercanía del duque, por muy miserable


que la hubiera hecho sentir, había mitigado la severidad de los diversos males físicos
que asolaban a Venetia. Su náusea se había vuelto menos intensa, su fatiga había
sido reemplazada por temblor y excitación.

Pero ahora, pasada la crisis, su cuerpo se había decidido a recordarle que no se


había recuperado.

Lejos de eso.

Por la mañana había tenido que correr al retrete dos veces, primero después de
tomar el desayuno, otra vez cuando Helena, por consideración, le había traído una
taza de té con crema y azúcar.

La primera vez fue capaz de ocultarlo a todos excepto a su doncella, que la había
acompañado desde los diez años y era sumamente discreta y digna de confianza. La
segunda vez, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Helena ya estaba ordenando a un
lacayo que fuera a buscar al médico antes de que Venetia pudiera imponerse.

Helena aceptó a regañadientes esperar un día más para ver si realmente


necesitaba un médico. Pero no llegaron al día siguiente.

En medio de la tarde, al terminar de responder a un grupo de invitaciones,


Venetia se levantó de su escritorio. Lo siguiente que supo fue que estaba acostada
sobre la alfombra turca, con su doncella agitando frenéticamente un frasco de sales
ante ella.

Y el médico, por desgracia, ya estaba en camino.


***

Christian despidió al cochero que lo esperaba en la estación de Waterloo cuando


llegó a Londres. No quería volver a su casa. Debería haber arreglado un viaje a
Edimburgo, para poner todo el Reino Unido entre él y la verdad que estaba
empezando a arañarlo.

Así que cruzó el Támesis y caminó, sin saber a dónde se dirigía y sin preocuparse.

Inglesa. Hermosa.

¿Sería posible no escuchar esas palabras? Maldito fuera el método científico y su


exigencia. Maldita sea su auto justicia indignada que no descansaría hasta que
hubiese tenido sus respuestas.

Trató de burlarse de sí mismo: estaba haciendo saltos no apoyados en la lógica.


Inglesa y hermosa no lo remitían irrevocablemente a la Sra. Easterbrook. Además, la
señora Easterbrook no tenía ningún propósito en la vida aparte de ser hermosa. No
cubriría su rostro más de los que la reina abdicaría a su trono.

En algún momento se dio cuenta que tenía hambre y entró en una tienda de té,
sólo para detenerse en su camino. Una pared entera de la tienda estaba cubierta con
los retratos enmarcados de las bellezas de la sociedad.

La señora Easterbrook entre ellas.

En la fotografía, la animación y el puro dominio de su belleza no le hacía justicia.


No era más que una cara bonita en un mar de caras bonitas, y tal vez no la hubiera
notado a simple vista si no hubiera sido por la sombrilla que tenía sobre el hombro.

Octágonos concéntricos oscuros sobre encaje blanco.

***
La señorita Redmayne, una médica que se había entrenado en París, estaba
sentada junto a la cama de Venetia. Millie y Helena rondaban al otro lado.

—La señorita Fitzhugh me dice que perdió la conciencia hace aproximadamente


una hora. Y que ha estado sufriendo dolores abdominales durante varios días.

—Eso es correcto.

La señorita Redmayne tocó la frente y la muñeca de Venetia. —Sin fiebre. Su


pulso está bien, aunque un poco apático. ¿Algo que pueda haber precipitado la
pérdida de conciencia?

—No puedo pensar en nada. Probablemente nunca me recuperé de los efectos


del rodaballo.

—¿Usted también ha comido rodaballo, señorita Fitzhugh?

—Así es.

—¿Le causó alguna molestia?

—No, no puedo decir que lo hiciera.

La señorita Redmayne se dirigió a Millie y a Helena. —Señora Fitzhugh, señorita


Fitzhugh, ¿nos darían algo de privacidad? Podría tener que realizar un examen más
minucioso.

—Por supuesto —dijo Millie, sonando un poco desconcertada.

Cuando ella y Helena habían desocupado la habitación, la señorita Redmayne


indicó el cobertor de la cama. —¿Puedo?

Sin esperar respuesta, lo apartó y presionó suavemente el abdomen de Venetia.

—Hmm —dijo ella. —Señora. Easterbrook, ¿cuándo fue su última menstruación?

La pregunta que Venetia había estado temiendo. Se mordió el labio inferior y citó
un día hacía casi cinco semanas.
La señorita Redmayne parecía pensativa.

—Pero ese no puede ser el caso —sugirió Venetia. —Soy estéril.

—La falla podría haber estado en tus difuntos esposos, en lugar de en ti, señora
Easterbrook. Ahora si me permites la pregunta, ¿has tenido algún amante desde tu
última menstruación?

Venetia tragó saliva. —Sí.

—Entonces, por mucho que el diagnóstico no sea bienvenido para ti, me temo
que estás embarazada.

Lo sabía, lo había sospechado desde el primer episodio de náuseas matutinas.


Había estado con otras mujeres casadas como para haber oído hablar de ese síntoma
en particular. Pero mientras se las arreglara para no tener una confirmación oficial de
su estado, podría seguir ignorando lo que su cuerpo estaba tratando de decirle.

Ya no más.

—¿Está usted segura, señorita Redmayne, de que no tengo un tumor o algo así?

—Estoy bastante segura —dijo la señorita Redmayne mostrándose muy


comprensiva, pero la autoridad de su tono era inconfundible.

Venetia agarró las sábanas entre sus dedos. —¿Cuánto tiempo tengo antes de
que mi condición se haga visible?

—Algunas mujeres logran ocultar su condición hasta la gestación con la ayuda de


corsés especiales que no recomendamos por el daño que hace tanto a la madre
como al niño.

Una señora se retiraba de la sociedad cuando su embarazo ya no podía ser


ocultado. Venetia había oído de mujeres que mantenían su vientre en secreto hasta
semanas antes del alumbramiento.

—Pero supongo que eso no es lo que quieres saber —continuó la señorita


Redmayne. —Contando desde el primer día de su última menstruación, considero
que está en el segundo mes de gestación. En general, tendrás hasta el quinto o sexto
mes antes de que tu condición se vuelva obvia.

Al menos todavía tenía tiempo. —Gracias, señorita Redmayne. ¿Puedo confiar en


su discreción en este asunto?

La señorita Redmayne inclinó la cabeza. —Puede estar segura de ello, señora


Easterbrook.

***

Christian recordó una época en que el Museo Británico de Historia Natural


cerraba sus puertas a las cuatro de la tarde. Tal vez todavía lo hiciera. Ya eran las
cinco cuando se encontró ante su fachada de terracota. Si el museo estuviera cerrado,
habría recuperado los sentidos y huido con la velocidad de un antílope ante un león.
Pero el museo permanecía abierto a los visitantes y sus pies se movieron por propia
voluntad más allá del esqueleto de ballena azul en el ala del este.

Varias veces casi pegó la vuelta. Una vez llegó a detenerse completamente, a
pesar de la molestia de un profesor cuyo camino estaba bloqueando. Pero no pudo
detener el terrible momento que eventualmente lo empujó a moverse de nuevo,
pasando por los mamíferos, hacia la galería Reptilia.

Sin ser capaz de articular un por qué, se dirigió directamente hacia el Cetiosaurus,
ante el cual había intercambiado palabras con la señora Eastbrook, frases de su parte
y hostilidades de la suya.

Cuando no había mirado su rostro, se había quedado mirando el retículo que


había colocado en el borde de la vitrina, porque sus dedos habían jugado
distraídamente con el cordón. El propio retículo había sido de brocado gris pálido,
bordado con palomas que sostenían ramas de olivo.

Y había ocultado una placa.


“Fósil de Cetiosaurus cortesía de la señorita Fitzhugh de Hampton House,
Oxfordshire, que desenterró el esqueleto en Lyme Regis, Devon, en 1883”.
CAPÍTULO 15

—Oh, bueno —dijo Fitz, todavía escudriñando la carta. —Venetia vuelve a la


ciudad.

Millie extendió más mantequilla en su tostada. —Entonces no tienes que irte.

Durante la mayor parte de la semana, Venetia se había quedado en el campo,


recuperándose de la enfermedad persistente que había pescado en el viaje. Fitz, que
la había acompañado a Oxfordshire, se había preocupado cada vez más de que
hubiera decidido apartarse del resto del mundo. Había informado a Millie, mientras
se sentaba a desayunar, que se dirigiría a la estación de ferrocarril en menos de una
hora.

Echó una mirada furtiva a la pequeña montaña de cartas. Había mirado a través
de la pila, se había detenido en la carta de Venetia, y la había leído primero. Ahora
abrió otra carta.

—¿De quién es? —preguntó ella, poniendo aún más mantequilla en su tostada.

—Leo Marsden.

El señor Marsden había estado en la misma casa que Fitz en Eton. Había
abandonado Inglaterra tras la anulación de su matrimonio.

—¿Está todavía en Berlín?

—No, ha estado en Estados Unidos desde el otoño pasado, pero dice que piensa
ir a la India.

La mera mención de la India hizo que el pecho de Millie se apretara.


—¿Y eso es mantequilla en un pan tostado o un pan tostado en la mantequilla? —
Él le sonrió. —Si quieres, puedes servirte mantequilla con las manzanas.

Lo había notado. Tomó un bocado de su tostada y no sintió nada.

Fitz terminó la carta del señor Marsden, la dejó a un lado para responderla y
ojeó el resto de la pila. Como pensaba que iba a suceder, se quedó quieto.

Lentamente, volvió el sobre. Allí vería el nombre del remitente, “Señora John
Englewood, hotel Northbrook, Delhi”. Millie mantuvo la cara hacia abajo y
ciegamente buscó algo de su propio montón de cartas.

Por el rabillo del ojo, vio que sólo tenía una hoja de papel. El reverso, frente a
ella, estaba en blanco, una carta no muy larga. Pero la señora Englewood nunca le
había escrito desde el día de su boda, ese era un acontecimiento que cambiaba la
tierra.

—Los Featherstones nos han invitado a cenar —dijo Millie. —Parecía como si
tuviera que decir algo, mantener la pretensión de normalidad. —Lady Brightly ha
fijado la fecha de su boda con Lord Geoffrey Neels y les gustaría que asistiéramos. Y
oh, lady Lambert está cancelando su fiesta en el jardín, su padre falleció y está de
luto.

Qué aburrido sonaba. ¡Qué tedioso y aterrador! Pero, ¿qué podía hacer? Esas
eran las cosas que ella y Fitz discutían.

Ni siquiera la oyó. Había llegado al reverso de la carta. Y cuando terminó,


inmediatamente la volvió y comenzó de nuevo desde el principio.

Ya no se molestó en interesarse por otra cosa. Leyó con una concentración feroz,
como si hubiera pasado la carta demasiado rápido la primera vez y ahora debiera
procesar lentamente cada palabra.

Y cuando terminó de leerla por segunda vez, no la colocó en la pila de


contestación, junto a la carta del señor Marsden, la envolvió cuidadosamente y la
metió en el bolsillo interior de su abrigo de día.
Ella volvió la cabeza, volviendo a las invitaciones y anuncios que no importaban
nada.

—La Señora Englewood regresa a Inglaterra —dijo Fitz, con un tono


notablemente uniforme.

Millie lo miró, para no dar la impresión de que por lo menos su atención fuera
antinatural. —¿El capitán Englewood ha renunciado a su comisión?

Fitz tomó su café. —El capitán Englewood ya no existe.

—Oh —dijo Millie. La señora Englewood es viuda. El pensamiento resonó en voz


alta en su cabeza. —¿Cómo murió? Tenía tu edad, ¿verdad?

—Fiebre tropical ... y era cinco años mayor que yo.

—Ya veo. ¿Cuándo falleció?

—En Marzo del año pasado.

Millie parpadeó. La señora Englewood no sólo era viuda, sino una viuda que ya
había salido de su período de luto, libre de desenvolverse en la sociedad. —Eso fue
hace trece meses. ¿Cómo no nos enteramos antes?

—Según ella, la madre del capitán Englewood había estado muy mal de salud.
Como no se esperaba que durara mucho tiempo, cuando su hijo falleció de repente
decidió mantener la noticia oculta, ya que la muerte de su primogénito le causaría
demasiada pena en sus últimos días. Pero vivió más tiempo de lo que todos creían.

Millie sintió una punzada de simpatía por la madre del capitán Englewood, que
sin duda había tenido la esperanza de ver a su hijo por última vez. Deberían haberle
dicho la verdad. Tal vez había muerto con la idea de que su hijo no había tenido
tiempo para ir a verla.

—Se lo dijeron por fin —dijo Fitz en voz baja. —Y ella murió diez días después.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Millie. Recordaba el lecho de muerte de su
madre. Fitz había movido cielo y tierra para que ella pudiera regresar a Inglaterra a
tiempo y por eso siempre le estaría agradecida.

Respiró hondo. —¿Cuándo regresará la señora Englewood?

—En junio.

Un mes antes de cumplir los ocho años pactados. —Justo para la temporada de
diversión en Londres. Estoy segura de que debes estar deseando que llegue.

Fitz no respondió.

Millie tomó otro bocado de su tostada, se lo tragó con la ayuda de un sorbo de té


y se levantó. —Bueno, mira la hora. Será mejor que Helena esté lista. Tiene prueba
con la modista esta mañana y Venetia me hizo jurarle que no lo olvidaría.

—Apenas has comido nada —señaló.

¿Por qué había notado eso? ¿Por qué mencionaba cosas que le hacían albergar
esperanza?

—Ya estaba satisfecha cuando viniste —dijo. —Si me disculpas.

***

Christian trabajó duro.

Inspeccionó la mitad de sus propiedades en persona, leyó innumerables cuentas


e informes e incluso cumplió con su deber como miembro de la Cámara de los Lores.
Sus compañeros quedaron asombrados al verlo: los Duques de Lexington siempre
habían ocupado un asiento en la Cámara Alta, pero este duque en particular, famoso
por su indiferencia hacia la política, rara vez se presentaba en el Parlamento.

Libros y cartas llenaron los minutos restantes de sus horas de vigilia.


Pero no había sido del todo cuidadoso. Su mente, orientada a la verdad y la
racionalidad, ahora se revelaba en el auto engaño que antes había despreciado.
Durante casi una semana entera, como un ladrón nocturno, había logrado apropiarse
con éxito de todos los recuerdos y sensaciones que pudieran haber despertado su
conciencia.

Entonces todo se desplomó. La lógica era inexorable. No podía obviar la verdad.


La evidencia comprobable esperaba impaciente que su mente despertara del estado
de falsa seguridad para asaltar sus defensas dormidas.

La baronesa Seidlitz-Hardenberg no existía. Sólo existía la señora Easterbrook. Y


él le había confiado todo.

Todo.

No era de extrañar que hubiera estado tan ansiosa por bajarse del Rhodesia.
Había descubierto sus turbulencias internas, sus secretos más recónditos; no le había
quedado más nada que sonsacarle. Y no era de extrañar que se mostrara tan
satisfecha cada vez que la encontraba. Podía mirarlo sonriente, sabiendo lo bien que
lo había subyugado.

Su sórdido plan había tenido un éxito abrumador. Y él había participado de todo


corazón y la había amado con todo lo bueno y valioso que poseía.

Lanzó los menús dorados que habían sido impresos para la cena en el Savoy al
fuego y cubrió las cenizas con todas las cartas que había escrito, una por cada día de
espera a su reencuentro, y la última mientras esperaba el regreso del Rhodesia de
Hamburgo. No podía creerlo. Había escrito una carta aun después de que ella hubiera
incumplido su promesa y devuelto su regalo. Sólo se había abstenido de hacerlo
después de ver la placa que llevaba su nombre de soltera en el museo.

Removió las cartas ardientes con el atizador de la chimenea. Lo sentía sólido y


pesado en su mano. Quería romper algo con él, un montón de cosas: la repisa de
mármol, el espejo de marco dorado, los jarrones de Sèvres. Quería destruir la
habitación hasta que no quedara más que escombros.
Pero era Christian de Montfort, duque de Lexington. No hacía un espectáculo de
su dolor. No cedía a rabietas infantiles. Y mantendría su dignidad y compostura,
aunque sintiera que su corazón había sido atravesado por una infinidad de cuchillos.

Llamaron a la puerta. Christian frunció el entrecejo. Había dejado claro a su


personal que no debía ser molestado. Su personal estaba bien capacitado y era
altamente competente. Sólo podía suponer que había habido una emergencia.

—La señora Easterbrook desea verle, Su Gracia —dijo Owens, el lacayo.

Su corazón latió violentamente. ¿Vendría a regodearse, verdad?

—¿No he dejado en claro que no estaría disponible para nadie esta tarde?

—Lo hizo, señor —dijo Owens disculpándose. —Pero la señora Easterbrook dijo
que querrías verla.

De hecho, ¿cómo podía alguien creer, mirando su belleza radiante e hipnótica,


que no querría verla?

Reprender a Owens sería contraproducente. Y que ella deseara verlo, para


reconocer ese fraude suyo, era una muestra de cortesía, lo entendiera o no. Mejor
terminar su aventura de una vez por todas, con una ruptura total, exponiendo todo a
la luz, todas las ilusiones y falsas esperanzas alineadas y fusiladas.

—La veré aquí —dijo —en cinco minutos.

Necesitaba al menos ese tiempo para recomponerse.

Venetia estaba ligeramente sorprendida de que Christian hubiera accedido a


verla..., ya que no era capaz de sentir otra cosa más que terror, una cosa hinchada
con garras en su estómago y tentáculos en su garganta.

Los días pasados lejos de Londres habían sido buenos para su salud, una dieta
más espartana había calmado su estómago y evitado episodios adicionales de su
descompostura matutina, pero su mente se había preocupado más y más al
reconsiderar sus opciones.
Tenía la suerte de poseer fondos y libertad de movimiento. Podía optar por pasar
el otoño y el invierno en algún lugar del extranjero, dar a luz en secreto y encontrar
un buen hogar de crianza para la criatura allí en Inglaterra, si pudiera soportar
separarse del niño.

Había pensado seriamente en pedir ayuda a Fitz y Millie. Millie podría irse con
ella y luego regresar a Inglaterra fingiendo que el niño era suyo. Era una solución tan
buena como cualquiera que pudiera encontrar en semejantes circunstancias.
Confiaba en que su hermano y su cuñada serían buenos padres, y ella misma, como
tía, podría visitarlo tantas veces como quisiera mientras veía cómo crecía.

Pero si el niño era varón, sería considerado heredero de Fitz. Y el hijo


primogénito que tuviera Fitz con Millie en el futuro, se vería despojado de su legítima
herencia. Otras parejas aparentemente infértiles habían tenido hijos después de
muchos años, y sería egoísta por parte de Venetia asumir que Fitz y Millie no lo
harían.

Lo que la llevaba a la opción de volver a casarse. Encontrar un esposo adecuado


no debería ser una tarea imposible. Habría otros hombres como el Sr. Easterbrook.
Tal vez un viudo con hijos propios, lo suficientemente enamorado de ella como para
no importarle dar su nombre al hijo de otra persona.

Pero sus pensamientos siempre volvían al duque. El niño era suyo. Puede que no
quisiera que su carne y sangre se criara en la casa de otro hombre. Y tal vez, merecía
saber que estaba a punto de ser padre.

Por supuesto que para que lo supiera, tendría que confesarlo todo, y esa
perspectiva le había provocado la reacción de huir como si él fuera el Vesubio y ella
una desdichada residente de Pompeya. ¿Cómo podría enfrentar voluntariamente su
ira?

Y sin embargo, allí estaba, en la antesala de su casa, con las palmas húmedas, el
estómago revuelto, el corazón latiendo tan fuerte que casi lo sentía en la garganta.

El lacayo reapareció. —Por aquí, por favor, señora Easterbrook.


Caminó, pero no pudo mover los pies. Todavía no era demasiado tarde para dar
la vuelta y salir disparada de allí, razonó la voz de su auto-preservación. El duque no
se dignaría a perseguirla por las calles para averiguar por qué había ido a verlo.

Huir. “Sólo crees que puedes hacerlo porque no lo has pensado. Esta confesión no
es un dolor de corta duración que puedes soportar durante media hora. No tienes ni
idea de cómo va a reaccionar. Si lo desea, podría hacer miserable el resto de tu vida”.

El lacayo abrió la puerta del estudio. —La Señora Easterbrook, Milord.

Su garganta se tensó. Ni siquiera podía tragar. Se tambaleó sobre el umbral,


pasaron ¿dos segundos o cien años?, de repente estaba dentro, el lacayo saliendo,
cerrando la puerta a su espalda.

Casi inmediatamente sus ojos se fijaron en una fotografía sobre el mantel. Había
estado demasiado nerviosa para notar algo de la casa, pero ese retrato le había
llamado la atención: el joven duque y su madrastra, cada uno con un puñado de
dardos, de pie junto a un árbol.

Lanzamos dardos a un árbol.

Había sido honesto y directo. Ella había sido todo excepto honesta. Y ahora debía
sufrir las consecuencias de su acción.

El duque no se levantó para saludarla; ya estaba de pie ante la ventana. —Señora


Easterbrook —dijo sin volverse, mirando hacia la calle. —¿A qué debo el placer de
esta visita?

Ella se había atrevido a pensar en cómo abordar el asunto, pero las palabras
directas surgieron de su garganta reseca. —Su Gracia, estoy embarazada.

Su cabeza se giró abruptamente. Un terrible silencio ahogó la habitación. Al fin


dijo: —¿Y qué sugieres que haga al respecto?

—El niño es tuyo.

—¿Estás segura?
La frialdad de su pregunta la sacudió momentáneamente de su temor. Debería
estar indignado, y sin embargo allí estaba, actuando como si la única noticia
inesperada fuera su embarazo.

—¿Sabías que era yo en el Rhodesia? ¿Cómo...?

—¿Tiene importancia? —Su tono era glaciar.

Miró la alfombra. Sus acciones habían sido bastante atroces. Pero que él hubiera
descubierto su engaño de alguna manera lo empeoraba todo. —Para responder a tu
pregunta anterior, sí, estoy segura de que el niño es tuyo.

—Eres una mujer adinerada. Me imagino que no has venido a pedir dinero.

—No.

—¿Qué deseas entonces?

—Esperaba que pudieras aconsejarme.

—¿Por qué crees que tendría un consejo para ofrecerte? ¿Crees acaso que tengo
el hábito de embarazar regularmente a las mujeres?

—No claro que no.

—¿Y no me aseguraste que no podías concebir?

¿Pensaba que ella lo había engañado deliberadamente para ponerse en una


situación insostenible? —Así era.

—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?

—¿En relación con mi antigua infertilidad? Puedo darte los nombres de los
médicos que me examinaron.

—No, con respecto a tu estado actual de salud.

Se refería a su embarazo. Su cabeza giró sorprendida. —¿Crees que te mentiría


en algo así?
Lo lamentó de inmediato: esas eran precisamente las palabras más incorrectas.

No perdió la oportunidad. —Debes admitir, señora Easterbrook, que has mentido


sobre casi todo.

Ella respiró hondo. —Admito que apenas puedo considerarme digna de crédito
ante ti. Pero, ¿qué ventaja obtendría en fingir que estoy embarazada si no lo
estuviera? Esta situación sólo presenta inconvenientes.

—Oh, estoy seguro de que no hay ninguna ventaja en estar embarazada de un


hijo mío.

No había imaginado que su conversación pudiera girar en esa dirección. ¿Era


realmente tan ventajoso ser una mujer soltera embarazada por el duque de Lexington?

¿O estaba pasando por un momento de negación, igual que ella en un principio?


Aceptar el embarazo como un hecho era aceptar que no podía desentenderse de ese
asunto, que repercutiría en su vida, en el futuro previsible y mucho más allá.

—¿No hay un principio científico de que la explicación más simple tiende a ser la
correcta?

—¿Y cuál es su explicación simple, señora Easterbrook?

—Que fui estúpida y no consideré la posibilidad de la concepción.

Se dio la vuelta por fin. Le dolía el corazón. Estaba aún más delgado, sus pómulos
prominentes y afilados.

—¿Qué fue lo que consideraste?

—¿Perdón?

—Una mujer como tú no cubre su rostro sin una razón. ¿Qué querías lograr?

Quería contarle toda su vida antes de su conferencia en Harvard, el ramo que


había sido enviado a su habitación por error, y su plan de venganza impulsado por
una rabia ligeramente incoherente. Quería decirle cómo había desbaratado todo su
plan y sitiado su corazón. Y quería decirle que el mayor error de su vida, había sido no
darse a conocer en el momento mismo en que se había dado cuenta de que se había
enamorado.

Pero no creería una sola palabra de ello. Ahora no. Y se dio cuenta abruptamente
nunca lo haría.

Porque era un hombre entrenado para examinar sólo los hechos, y los hechos
eran indiscutibles: Lo había seducido bajo falsas pretensiones; le había arrebatado
una propuesta de matrimonio; había desaparecido rápidamente; y había incumplido
posteriormente su promesa de volver a verlo, al tiempo que bailaba con él, hablaba
con él y lo veía afectado por su angustia y miseria.

No le importaría escuchar que había cambiado de opinión. Que había sido


desgarrador para ella dejarlo ir, y aún más ser tratada como una despreciable
desconocida. Esas emociones no podían ser probadas científicamente; por lo tanto,
eran totalmente inválidas e irrelevantes.

Ella ya lo sabía. Lo había sabido todo desde el principio. Pero el embarazo debía
haber destruido su sentido común. Porque había llegado aterrorizada, sin una pizca
de esperanza y sin embargo había intentado dilucidar las cosas, arrojar una luz
poderosa y razonable para que comprendiera su punto de vista.

Sobre todo porque su amor era el aspecto más irracional e inexplicable de toda
esa historia.

—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó.

La frialdad de su voz le provocó fuertes dolores. Había temido la condena. Nunca


había pensado que preferiría la condena a la despedida. Una condena era un gesto
apasionado, alimentado por la fuerza de un sentimiento. Una despedida era... la nada
misma.

No podía hablar de despedirse del amor y el anhelo desesperado. No podía


hablar de despedirse de la idea de esperar escondida fuera de su casa para echarle
un vistazo. No podía hablar de despedirse de sus esperanzas para el futuro, de salir
de ese callejón sin salida y seguir adelante.

Antes de un despido, y particularmente uno tan grande y condescendiente como


el suyo, no tenía más remedio que ser la Gran Belleza. La Gran Belleza no era nada
recomendable. Pero nadie despedía a la Gran Belleza.

—Lo que yo quería, por supuesto, era tu corazón en un plato —dijo la Gran
Belleza.

Christian estaba frío a pesar del fuego rugiente en la chimenea, tan frío como los
árboles de su jardín, tiritando bajo la lluvia.

—¿Y cuál era la naturaleza de tu interés en mi corazón, exactamente?

Ella sonrió. —Quería romperlo, después de escuchar tu conferencia en Harvard.

¿Cómo podría la crueldad ser tan hermosa? Sin embargo, ella era incandescente.
—¿Por lo que dije?

—Precisamente.

—Eso no cambiaría mi opinión sobre ti.

—Tal vez. Pero tendrías un corazón roto para acompañarte, ¿no?

Un músculo se retorció en su mandíbula, al fin sabía con quién estaba tratando.


—Un plan elegante —dijo lentamente. —Muy despreciable, pero elegante.

Se encogió de hombros. —Desgraciadamente, debo ser fértil después de todo.


Ahora podré olvidarme de ti de una vez por todas.

Por alguna razón pensó en la dulzura de descansar su cabeza en su regazo, sus


dedos peinando su pelo mientras hablaban de nada y de todo. Debería haberse
quedado sola; al menos habría disfrutado de los recuerdos. Ahora no tenía nada,
menos que nada.

—Estoy seguro de que lo harás —respondió con voz desinflada.


—Bueno, pues, ya te he molestado bastante —dijo con vivacidad. —Buen día
milord. Puedo encontrar la salida.

No fue hasta que estuvo casi en la puerta que recordó. —Aún no. Todavía no
hemos discutido qué hacer con el niño.

Se encogió de hombros de nuevo. —El niño no presentará ningún problema para


una mujer como yo. Encontraré a alguien con quien casarme, lo que debería ser tan
simple como escoger un nuevo sombrero. Más simple aun, me atrevo a decir: Hoy en
día la sombrerería es complicada y consume mucho tiempo. La última vez me tomó
toda una hora decidir sobre todos los adornos.

Christian entrecerró los ojos. —¿El pobre marido cargará sin saberlo con el
bastardo de otro?

Su ceño fruncido era sofocante pero no tenía ningún efecto sobre la señora
Easterbrook.

—Podría decírselo si te interesa. ¿También quieres que le informe de tu identidad?

Ella se echó a reír, obviamente encontrando su propia broma muy graciosa. Su


risa era el sonido de campanas al viento, claras y melodiosas. Tan arrogante y
viperina como era, no había un solo aspecto sensorial suyo que fuera menos que
perfecto.

—No permitiré que mi hijo sea criado en la casa de alguien tan estúpido y
crédulo como para casarse contigo.

—Bueno, eso ciertamente te elimina de la lista, ¿no? Usted, Milord, quería


casarse conmigo también, si no mal recuerdo.

De hecho se atrevía a recordárselo. La vergüenza y la ira lo inundaron,


escaldándolo. —Quería casarme con la baronesa Seidlitz-Hardenberg, lo que habla
mal de mi inteligencia, pero no estoy tan loco como para querer casarme contigo.

Ella sonrió, imperiosa, impermeable. —Podemos permanecer aquí todo el día y


ofendernos con todo tipo de insultos, Su Gracia. Pero tengo citas que atender... y
nuevos sombreros para seleccionar. Si no deseas que tu hijo sea educado en un hogar
respetable, ¿tienes una mejor solución que proponer? No puedo permitirme
escándalos: todavía tengo una hermana que debe casarse.

—Juras por la vida de tu hermana que estás embarazada de mi hijo.

—Lo juro.

—Entonces me casaré contigo, por el bien del niño. Pero si estás mintiendo, me
divorciaré de la manera más pública posible.

Ella lo miró un minuto, su mirada límpida e ilegible. —Supongo que al aceptar


casarme contigo, no necesitaré ocuparme de un vestido de novia ni un desayuno de
bodas.

—No. Obtendré una licencia especial. Nos casaremos ante el menor número de
testigos requeridos por la ley. Si deseas traer a los miembros de tu familia, hazlo,
pero yo dejaré a la mía fuera de esta desgracia.

—¿Y después? ¿Seguimos nuestros caminos separados? —Su tono era ligero y
sarcástico.

—Decídelo tú. Puedes regresar a tu propia residencia o puedes alojarte aquí. No


supone ninguna diferencia para mí.

—Qué tentador. Estoy segura de que nunca me han propuesto nada más dulce.

El músculo a la derecha de su mandíbula saltó de nuevo.

Ella puso la mano en la manija de la puerta. —Tienes dos semanas para conseguir
la licencia, Su Gracia. Después haré público que necesito un marido.
CAPÍTULO 16

“Señora,

Esta nota es para informarle que ya tengo la licencia especial. Nos casaremos a
las diez de mañana en la iglesia St. Paul en Onslow Square.

Atentamente,

Lexington”

“Milord,

Esta nota es para informarle que he decidido tomar residencia en su casa


después de todo. Espero que todo esté preparado para mi llegada.

Atentamente,

Sra. Easterbrook”

“Señora,

Mañana por la tarde me retiraré a Algernon House.

Atentamente,

Lexington”.

“Milord,
Por supuesto, una luna de miel en el campo. Estoy de acuerdo.

Atentamente,

Señora Easterbrook

PD. En el campo necesitaré una veloz e infatigable yegua de temperamento


suave y sábanas perfumadas con lavanda”.

Venetia había guardado el vestido de brocado azul que había usado para casarse
con el señor Easterbrook, pero no se atrevía a salir de la casa con algo que
obviamente no era un vestido de paseo.

Todavía no creía que el duque fuera a casarse con ella. Lo terrible de haberle
mentido tan abrumadoramente era que ahora no sentía que le debiera ninguna
verdad. Que si estuviera gastándole una broma cruel, no podría culpar a nadie sino a
sí misma.

Llegó a la iglesia quince minutos antes. Él ya estaba allí en un banco, sentado con
la cabeza inclinada.

Al oír el ruido de sus pasos, se levantó lentamente, se dio la vuelta y frunció el


ceño. Lucía un abrigo de mañana, el elemento más formal en el armario de un
caballero durante el día, nada menos apropiado para usar en su boda. Ella, por otra
parte, parecía como si hubiera estado dando un paseo por el parque y se hubiera
detenido a satisfacer su curiosidad por el interior de la iglesia.

—Bueno, estoy aquí —dijo ella. —Y no te hice esperar.

Su rostro se oscureció. Con retraso recordó cuánto la había esperado en el


Rhodesia: empezaba a mostrar un verdadero talento para decir todas las cosas
equivocadas.

—Vamos —dijo con frialdad.

—¿Dónde están nuestros testigos?


—Arreglando las flores en la sacristía.

El clérigo ya estaba de pie ante el altar mirando fijamente a Venetia mientras se


acercaba. Ella reconoció los signos de peligro. Cuando le había dicho al duque que
tenía cierto efecto sobre los hombres, no había exagerado. No era con todo el mundo
ni todo el tiempo, pero cuando ocurría, las propuestas volaban como confeti y todas
las partes involucradas generalmente terminaban sintiéndose muy mortificadas.

La frente del hombre estaba perlada de transpiración. —Deseas...

—Sí, deseo casarme con Su Gracia —dijo apresuradamente. —¿No puedes llamar
a nuestros testigos?

No pareció ser suficiente. —Sé que nunca nos hemos visto —dijo el clérigo, —
pero señora...

—Estoy muy agradecida de que pueda casarnos con tan poco tiempo, reverendo.
Por favor, si hay algo que podamos hacer por tu parroquia y por esta hermosa iglesia,
no dudes en pedirlo.

El hombre se aclaró la garganta. —Yo... uh... yo... sí, me complacerá informárselo,


señora.

Venetia soltó un suspiro de alivio. Echó una mirada furtiva al duque. Su rostro
estaba impasible: podía haber impedido que el clérigo hiciera el ridículo, pero el
duque había adivinado muy bien lo que el hombre había estado a punto de hacer.

Y la culpaba por ello.

Los testigos fueron llamados. El clérigo, habiendo recuperado su ingenio, ahora


miraba a cualquiera menos a Venetia. Se precipitó a través de las oraciones y les pidió
que repitieran los votos después de él.

Mientras el clérigo seguía murmurando, no pudo evitar un estremecimiento de


miseria. ¿Qué estaba haciendo? ¿Seguía aferrándose a la ilusión de que algún día
volviera a ser el amante que había conocido en el Rhodesia? Incluso un matrimonio
iniciado con esperanzas y buena voluntad podía resultar terrible. ¿Qué esperanza
tenía esa unión, sellada por el antagonismo y la desconfianza?

El duque recitó sus votos con notable desapasionamiento. Venetia había oído a
Fitz memorizar sus lecciones de latín con mayor sentimiento. ¿Dónde estaba el
hombre que quería pasar cada minuto despierto con ella? ¿El que estaba dispuesto a
afrontar todos los obstáculos para estar cerca suyo?

Lo peor de esa boda forzada era que habían sido ellos mismos en el Rhodesia. Y,
sin embargo, las dos personas que se ataban de por vida en ese momento eran sólo
sus fachadas, la Gran Belleza y el altivo y despreocupado duque.

¿Volvería a ver su verdadero yo otra vez? ¿Y alguna vez se atrevería a dejarle ver
el suyo?

***

Helena se estaba volviendo loca.

El costo del papel había subido de nuevo. Dos manuscritos que había estado
esperando continuaban haciéndose desear. Susie, su nueva carcelera, estaba sentada
fuera de su oficina bordando una pila de pañuelos con la paciencia de una tortuga
centenaria. Sin embargo, Helena habría estado feliz si Andrew hubiera acudido a su
cita oficial esa mañana en Fitzhugh & Co., para recibir el primer ejemplar, recién
salido de la imprenta, del segundo volumen de su Historia de Anglia Oriental.

Tres semanas habían pasado desde su regreso a Inglaterra, tres semanas largas y
frustrantes, especialmente después de recibir su última carta, el día después del baile
de los Tremaine. Había sido escueto y apologético, afirmando que había visto el error
de sus acciones y que ya no haría nada que pusiera en peligro su reputación.

Maldita fuera su reputación. ¿Nadie pensaría en su felicidad?


La madre de Andrew se había recuperado completamente de la fiebre por la que
todos se habían preocupado. Helena incluso la había visto en una función, fría pero
decidida. Él, sin embargo, seguía ausente de todos los medios sociales. La única vez
que lo había visto iba acompañada por Millie, y no se había atrevido a más que una
sonrisa y un gesto de asentimiento.

Y ahora esa cita cancelada.

Siguió paseándose. Pero eso sólo aumentaba su agitación así que se sentó, miró
la pila de documentos y comenzó a ojear un manuscrito. Era para un libro para niños.
Fitzhugh & Co. no publicaba libros infantiles, pero la ilustración de los dos pequeños
patos en la primera página era tan encantadora que contra su voluntad volvió la
página.

Y cayó en una hora de pura magia.

El manuscrito de una docena de historias con el mismo elenco de personajes


animales era adorable. Ella los amó a todos. Pero no conservaban el orden correcto.
Con algunos ajustes a las historias, podrían presentarse como una secuencia
cronológica estacional. Ella publicaría la primera historia en septiembre, luego un
libro por mes durante los once meses siguientes. Las historias crecerían en
popularidad y demanda, y las publicaría en un guapo conjunto de cajas para la
Navidad siguiente.

Salió de su santuario hacia la sala de recepción.

—Señorita Boyle, quiero que envíe inmediatamente una carta a... —miró el
manuscrito que sostenía en la mano, —la señorita Evangeline South y ofrézcale ciento
veinte libras por los derechos de autor de su colección. O nuestros términos
habituales de comisiones. Pídale que responda lo antes posible...

Hastings estaba sentado junto a la ventana, bebiendo té.

—¿Qué estás haciendo aquí?


—Me ofrecí para venir a buscarte, la señora Easterbrook ha convocado un
almuerzo familiar —respondió. —Por cierto, deberías tener un teléfono instalado, así
no tendría necesidad de venir hasta aquí.

—No hacía falta que vinieras, esa es la definición misma del voluntariado, ¿no? —
replicó. —¿Y por qué participas de un almuerzo familiar?

—No dije que fuera a asistir al almuerzo, sólo que te llevaría a la casa de Fitz.

—Pero la señorita Boyle y...

—Les he traído una cesta de productos alimenticios de Harrods. Tus empleados


tendrán un almuerzo muy fino. ¿Vamos? Mi coche nos espera.

Como no tenía objeciones que pudieran expresarse ante su doncella y su


secretaria, terminó de dar instrucciones a la señorita Boyle, se abrochó la chaqueta y
lo precedió por la puerta antes de entrar en el carruaje.

—Ciento veinte libras por los derechos de autor, que conservarás durante al
menos cuarenta y dos años..., esa es una oferta mezquina, ¿verdad? —preguntó
Hastings mientras indicaba al cochero que avanzara.

—Te informo que la señorita Austen recibió ciento diez libras por los derechos de
autor de Orgullo y Prejuicio. Y fue en un momento en que la libra esterlina estaba
bastante devaluada debido a los gastos de las guerras napoleónicas.

—Ella fue estafada. ¿Estafarás a la señorita South?

—Miss South es libre de escribirme con una contra oferta. También tiene la
opción de publicar por comisión, si no quiere esa suma considerable por adelantado.

Hastings sonrió. —Eres una mujer astuta, señorita Fitzhugh.

—Gracias, señor Hastings.

—Lo que hace aún más incomprensible que estés interesada en el señor Martin.
—Te diré que veo en él, señor: su apertura de espíritu, su capacidad de asombro,
y una absoluta falta de cinismo.

—¿Sabes que veo yo en él, señorita Fitzhugh?

—No.

—Cobardía. Cuando se encontraron por primera vez, ni siquiera estaba


comprometido.

Era típico de Hastings encontrar el punto más doloroso de todos. —Tenía un


compromiso de larga data.

—Un hombre no debe vivir su vida por las expectativas de los demás.

—No todo el mundo vive su vida únicamente persiguiendo sus propios placeres.

—Pero tú y yo lo hacemos.

Un año atrás, ella habría rechazado categóricamente esa declaración. Pero hacer
eso ahora la convertiría en hipócrita. Volvió la cara hacia la ventana y deseó de nuevo
haber presionado a Andrew para que desafiara a su madre.

Su fracaso al hacerlo la había cambiado. De muchas maneras para mejor: al


recibir su herencia, no había vacilado un momento antes de usarla como capital para
su empresa editorial, nunca dejaría que otro de los deseos de su corazón se le
escapara. Una vez que eso estuvo arreglado, se había negado a dejar que Andrew
guardara su manuscrito. Los comentarios que había recibido sobre la publicación del
primer volumen lo habían hecho caminar en el aire por meses, agradeciéndole
profusamente cada vez que la veía.

Pero al mismo tiempo, la pérdida de Andrew había cerrado una puerta invisible
en ella. La felicidad que habían compartido se había vuelto sacro santa. Ningún otro
hombre podría acercarse a reemplazarlo; ningún hombre debería intentarlo.

Sólo quería lo que debería haber tenido, en un mundo ideal.


***

Fitz silbó mientras examinaba el informe en su mano.

Millie no lo había conocido antes de que estuviera ensillado con una finca que se
desmoronaba. Para un hombre cuya esperanza en la vida había sido sofocada
brutalmente, excepto por un breve período, se había conducido con dignidad
intachable, enterrando su decepción y dedicándose a sus deberes.

No era que hubiera algo indigno en un hombre que silbaba en la intimidad de su


propia casa; sólo deseaba que hubiera ocurrido antes. Que no hubiera necesitado
una carta de la señora Englewood para inspirarse.

Había pensado que también habían tenido buenos momentos. La reunión de


Navidad se había convertido en una tradición encantadora en Henley Park. Sus
amigos esperaban ansiosamente su fiesta anual de disparos en agosto. Por no hablar
de todos los éxitos que habían tenido con Cresswell & Graves, alimentando a la
empresa casi moribunda para convertirla en la empresa pujante que era en la
actualidad.

Excepto que ninguno de esos logros le había hecho silbar.

Tampoco era sólo el silbido. Era la mirada perdida en la distancia, la sonrisa


secreta en sus labios. Era todo su aspecto lo que había cambiado, de un hombre
casado que se ocupaba concienzudamente de cuentas, arrendatarios y banqueros a
un joven desbocado con solamente sueños y aventuras en su mente.

El chico que había sido, antes de que el destino le hubiera mostrado su mano
dura.

Y eso era algo que Millie nunca podría compartir con él, esa gloriosa y
despreocupada adolescencia que había conocido antes de que ella llegara a su vida,
marcando el principio del fin.

—Espero no haber molestado a nadie, organizando un almuerzo repentino.


Millie se sobresaltó de sus pensamientos. Venetia se dirigía a la sala de estar,
luciendo inefablemente encantadora. —No, por supuesto que no —dijo Millie. —Ya
estaba en casa y la compañía es muy bienvenida.

Fitz apartó el informe y sonrió a su hermana. —¿Nos has echado de menos desde
el desayuno o hay otra razón para...

Se quedó en silencio. Millie lo vio al mismo tiempo: el anillo en la mano izquierda


de Venetia.

—Sí —dijo Venetia, mirando a su alianza. —Me he casado en secreto.

Atónita, Millie miró a su marido, que no parecía tan asombrado como ella
esperaba que estuviera.

—¿Quién es el afortunado? —preguntó.

Venetia sonrió. Millie no podía decir si era una sonrisa feliz, pero era tan
deslumbrante que la dejó con pequeños puntos bailando en sus retinas. —Lexington.

Por fin, Fitz pareció tan sorprendido como Millie. —Una elección interesante.

Helena entró en la habitación. —¿Por qué hablamos de Lexington otra vez?

Venetia extendió la mano izquierda hacia Helena. La banda de oro en su dedo


anular brilló suavemente. —Estamos casados, Lexington y yo.

Helena se echó a reír. Cuando nadie más se unió a ella, su mandíbula cayó. —No
estás hablando en serio, Venetia. No puedes estarlo.

La alegría de Venetia no se vio afectada. —Que yo sepa, hoy no es el día de los


inocentes como para hacer una broma.

—Pero ¿por qué? —gritó Helena.

—¿Cuándo? —preguntó Fitz al mismo tiempo.

—Esta mañana. El anuncio saldrá en los periódicos mañana —Venetia sonrió otra
vez. —No puedo esperar a ver su museo.
Millie necesitó un momento para recordar la colección privada de historia
natural de Lexington y el entusiasmo que Venetia había expresado. Pero había sido
una reacción fingida para incentivar a Helena. ¿Sería fingido el placer de Venetia
también?

—Pero ¿por qué tan pronto? —preguntó.

—¿Y por qué no nos dijiste nada? —Helena estaba fuera de sí. —Podríamos haber
impedido que tomaras esta terrible decisión.

Fitz frunció el ceño. —Helena, ¿es esa una buena manera de hablar con Venetia
el día de su boda?

—No estabas allí —dijo Helena con impaciencia. —No oíste todas las cosas
odiosas que dijo de ella.

Fitz miró a Venetia. Su mirada se posó en su cintura. Una mirada rápida y discreta,
a la que Millie no hubiera prestado mucha atención, si no se hubiera dado cuenta.

—Dime la verdad ahora, Venetia —dijo. —¿Te gustó el crucero?

La pregunta parecía un completo sin sentido. Para sorpresa de Millie, Venetia se


sonrojó.

—Sí —respondió ella.

—¿Y estás segura del carácter de Lexington?

—Sí.

—Entonces, felicitaciones.

—No puedes felicitarla —protestó Helena. —Es un terrible error.

—Helena, te abstendrás de hablar irrespetuosamente de nuestro cuñado en mi


presencia. Si Lexington se ha posicionado lo suficiente en la estima de Venetia,
entonces es hora de dejar de lado los prejuicios y aceptar su decisión.
Fitz raramente participaba en el papel de jefe de familia, pero su silenciosa
reprensión no provocó disidencia. Helena se mordió el labio y miró a un lado. La
mirada de Venetia estaba agradecida y sorprendida.

—¿Partirán de luna de miel muy pronto, Venetia? —preguntó Fitz.

—Sí, esta tarde.

—No nos detengamos —dijo Fitz. —Tendrás mil detalles de los que ocuparte.
¿Empezamos con el almuerzo?

***

Como los caballeros no llevaban alianzas de boda, Christian no fue abordado


inmediatamente por las preguntas de su madrastra. Pero tenía que saber que no
habría pedido verla a menos que tuviera algo importante que decir.

Ambos se tomaron su tiempo para las frivolidades. Preguntó por las


comodidades de la casa que habían alquilado para la temporada. Habló del delicioso
y pequeño jardín que tenía. No fue hasta que llegaron a la conclusión de la comida
que la conversación giró a su vida privada.

—¿Hay alguna noticia sobre la dama del Rhodesia, querido?

Agitó el café que había sido puesto delante suyo. —Madrastra, sabes lo que
siento por aquellos que no mantienen sus palabras.

Había mandado una nota la mañana siguiente después de preguntar por la cena,
y él le había dicho la verdad, que estaba decepcionado. También había dicho en la
misma nota que planeaba averiguar la razón detrás de la ausencia de la baronesa y
que la duquesa viuda lo sabría tan pronto como supiera algo. Esa última promesa no
había respetado completamente.
—¿Fue todo lo que necesitaste para sacarla de tu vida? ¿No supiste por qué no
acudió a la cita?

El café, sabía demasiado como el que había bebido cuando la señora Easterbrook
se había acercado a su mesa aquella primera noche en el Rhodesia. Una carga tan
erótica que no había podido probar el café negro desde entonces sin sentir una
oleada de la misma anticipación.

Se sirvió una cantidad liberal de azúcar y crema en el café. —


Desafortunadamente, lo que había pensado que sería un acontecimiento que me
cambiaría la vida fue sólo un juego para ella.

La duquesa viuda abandonó el resto de su pudin. —Oh, Christian. Lo siento


mucho.

—No tiene importancia. No hablemos más de eso. Es agua bajo el puente.

—¿Lo es?

El paso del tiempo no había entorpecido el dolor y la humillación que sentía. En


todo caso, ahora que la conmoción había desaparecido, ahora que sabía exactamente
cómo había ejecutado su plan, cada recuerdo era una herida abierta.

—Me usó y me desechó; no tengo nada más que decir —Excepto que tenía que
seguir hablando de ella. —Quería decirte que me casé.

—Lo siento, debí oírte mal. ¿Qué dijiste?

—La Señora Easterbrook se convirtió en mi esposa esta mañana.

Ella lo miró fijamente, su incredulidad dando paso a la conmoción cuando se dio


cuenta de que no estaba hablado en broma. —¿Por qué no me dijiste? ¿Por qué no
estuve yo allí?

—Preferimos casarnos en secreto.

—No entiendo la prisa... ni el secreto. El tiempo que tardaste en obtener una


licencia especial, podrías haberme informado muy bien de tus planes.
Era lo más parecido a una madre. La había preocupado y ahora la había herido,
todo porque había sido demasiado estúpido para saber que lo había hecho. —Me
disculpo. Espero que me perdones.

Ella sacudió su cabeza. —No me has ofendido, querido, estoy aturdida. ¿Por qué
esta fuga de manto y daga? ¿Y por qué la señora Easterbrook? No tenía la impresión
de que la quisieras particularmente.

—No la quiero —Al menos eso era verdad.

—Entonces, ¿por qué te casaste con ella? Has hecho tu elección como si las
esposas fueran platos en un menú, tomando el pescado cuando no hay más bistec.
Yo... me has desconcertado completamente, Christian.

Y la había decepcionado. No necesitaba decir esas palabras, lo sabía. Por


excluirla de uno de los acontecimientos más significativos de su vida.

Él endureció su tono. —He cumplido con mi deber, Madrastra. Me he casado. No


profundicemos en las razones.

Ella le dirigió una mirada triste pero no menos astuta. —¿Estás bien, Christian?

—Estaré bien —dijo. Luego, corrigiéndose, —estoy bien.

—¿Y tu mujer? ¿Sabe de la dama del Rhodesia?

No pudo disimular su amargura. —¿No lo sabe todo el mundo?

—¿Le importa?

—No creo que le importe en absoluto.

—Christian...

—Odio ser tan grosero, Madrastra. Pero mi duquesa —diciendo la palabra sintió
como si estuviera tragando arena, —y yo partiremos para nuestra luna de miel. No
puedo quedarme.

—Christian...
Él cerró su mano sobre la suya. —Ahora soy el hombre más envidiado de toda
Inglaterra. Sé feliz por mí, Madrastra.

Christian no había quitado la mirada del rostro de su madrastra antes de que su


mayordomo le preguntara: —El conde Fitzhugh está aquí, Su Gracia. ¿Lo recibirá?

Por supuesto, el hermano de su nueva esposa, disgustado por lo poco


convencional de su boda con la hermosa señora Easterbrook. La ex señora
Easterbrook. —Por supuesto.

Cuando vio a Fitzhugh, se sorprendió por la semejanza de la familia. ¿Qué había


dicho ella? “Tengo un hermano y una hermana gemelos, ambos dos años más
jóvenes que yo”. Debería haber sospechado entonces ya que conocía muy bien la
composición de su familia. Pero la ex señora Easterbrook había sido lo más lejano en
su mente cuando había estado tendida directamente debajo, al lado o encima de él.

—¿Tomará un poco de coñac para brindar por mi boda? —preguntó mientras


estrechaba la mano de Fitzhugh. No tenía motivos para ser incivilizado ante su nuevo
cuñado.

—Los espíritus interfieren con mi digestión, por desgracia. Pero tomaré una taza
de café.

Christian llamó para que trajeran la bebida.

—Estamos todos sorprendidos —dijo Fitzhugh, poniéndose cómodo en una silla


de respaldo alto. —No sabía que había estado cortejando a mi hermana.

Tampoco yo, de hecho. —Lo mantuvimos en secreto.

—Me parece interesante que haya dicho muchas cosas que fueron menos que
corteses sobre ella. Sin embargo, de ustedes dos, no es ella la que está enojada; sino
usted.

No podía permitirse el lujo de una venganza casi perfecta. —Me perdonará por
no hablar de sentimientos personales con un virtual extraño.
—Por supuesto que no esperaba que confiase en mí, señor.

El comportamiento eminentemente razonable del conde empezaba a sorprender


a Christian.

—Mi hermana, también prefiere mantener sus sentimientos ocultos. Pero a


veces un hermano ve las cosas y saca sus propias conclusiones. Por supuesto, sin su
permiso expreso, no tengo la libertad de hablar de detalles privados de su vida, pero
me atreveré a contarle algunas cosas sobre el fallecimiento del señor Easterbrook.

El señor Easterbrook, su segundo marido rico que había muerto solo. —¿Qué hay
con él?

—De acuerdo con lo que Lady Fitzhugh me ha relatado, cree que mi hermana
abandonó a su marido en su lecho de muerte. Yo estuve allí ese día. Le aseguro que
nada podría estar más lejos de la verdad.

—¿Me hará creer que estaba a su lado, sosteniendo su mano mientras exhalaba
su último aliento?

—Nada de eso. Estaba abajo, junto a mi esposa, manteniendo a raya a su familia,


negándoles el permiso, como señora de la casa, de dar un solo paso más allá del
salón.

—¿Por qué haría eso?

—Porque en su lecho de muerte, sosteniendo su mano, estaba alguien que el


señor Easterbrook deseaba desesperadamente que estuviera presente mientras
exhalaba su último aliento. Su familia habría despedido a esa persona y le habría
negado su deseo de moribundo. Venetia fue muy leal al señor Easterbrook. Todos lo
fuimos. Lord Hastings y mi hermana menor estaban posicionados en la escalera y yo
mismo estaba frente a la puerta del dormitorio del señor Easterbrook, por si alguien
lograba eludir a Venetia. La familia de Easterbrook no estaba contenta. Después de su
fallecimiento, hicieron un concertado esfuerzo para manchar el buen nombre de mi
hermana. Para proteger al señor Easterbrook incluso en la muerte, ella lo permitió.
Christian colocó un dedo en el centro de una pluma estilográfica tendida en su
escritorio. —Y sobre el Señor Townsend, ¿no va a decir algo sobre él?

—Esa historia encierra detalles privados de los que no tengo derecho a hablar.

—¿Se suicidó?

—Como he dicho, no tengo derecho a hablar.

La bandeja del café llegó, pero Earl Fitzhugh ya se había levantado de su asiento.
—No debo quitarle más tiempo en el día de su boda.

***

Todos eran tan jóvenes en la fotografía, excepto el esqueleto de dinosaurio, que


era terriblemente viejo. Helena, a los catorce años, era la más alta de todos: eso
había sido antes de que su gemelo se hubiera disparado y la hubiera sobrepasado en
altura. Fitz parecía como si estuviera tratando de no reírse. Sus cuadros de aquellos
años estaban llenos de alegría reprimida, de un muchacho que disfrutaba de todo lo
relacionado con la vida. Y Venetia, tan orgullosa como un general que había ganado
una batalla decisiva, con la mano desnuda apoyada, quizá de manera indecorosa,
sobre los restos de la grupa del Cetiosaurus.

Si se hubiese mudado a otro sitio, no habría dudado en tomar la fotografía: la


habría embalado antes que nada. Pero no estaba segura de si la quería en la casa de
Christian. No apreciaría el recordatorio de que había animado con tanto entusiasmo
a la baronesa en su búsqueda, o que le había ofrecido un lugar en su próxima
expedición.

Puso la fotografía boca abajo y se dio la vuelta. Cobble, el mayordomo de Fitz,


estaba de pie en la puerta de su dormitorio, esperando hablar con ella.

—¿Sí, Cobble?
—La duquesa viuda de Lexington desea verte, señora.

Así que el duque había informado a su madrastra. No podía imaginarse su


reacción.

—La veré en el salón verde ahora.

Hora de jugar de nuevo a la Gran Belleza.

Ingresando al salón verde, ella sonrió. —Vuestra Gracia, qué placer.

La Gran Belleza tuvo el efecto deseado. La duquesa viuda vaciló, y entrecerró los
ojos, como si una luz demasiado brillante le hubiera iluminado el rostro.

Venetia tomó asiento con un revoleo de faldas que hizo graciosamente a un lado.
—¿Ha venido a felicitarme, señora? Estoy más que encantada de estar casada con
Lexington.

Eso, sin embargo, tuvo un efecto aleccionador en la mujer mayor. —¿Lo está,
duquesa?

Duquesa. Venetia era ahora la duquesa de Lexington.

—Me gustan los fósiles, especialmente los de la Edad Cretácea. El duque tiene
una gran colección. Estoy emocionada por poder visitar su museo privado, y quizás
algún día organice una exhibición.

Esa no era la respuesta que la duquesa viuda esperaba. —¿Te has casado con él
por sus fósiles?

—¿Has visto mi dinosaurio en el Museo Británico de Historia Natural? Un


magnífico ejemplar. He esperado más de una década por la oportunidad de descubrir
otro. Al convertirme en la esposa de Lexington podré hacer expediciones con él, algo
que he querido hacer durante toda mi vida adulta.

Los dedos de la duquesa viuda se clavaron en sus faldas. —¿Qué hay de su


esposo? ¿También se preocupa por él?
Venetia se mostraba encantada por su extravagancia. —¿Cómo no amar a un
hombre que me llevará a excavar en busca de fósiles?

La duquesa viuda se levantó y caminó hacia la pantalla japonesa en un rincón del


salón. Una dama con un quimono estaba sentada bajo un cerezo en flor, con el rostro
en la mano, una melancolía tan pesada como las ramas cargadas de flores que caían
casi hasta el suelo desnudo.

Trajeron el té. Venetia balbuceó. —África, creo, será nuestro próximo destino. Es
un territorio rico en restos fósiles, por lo que he oído. ¿Azúcar y leche, señora?

La duquesa viuda volteó. —¿No le importa que haya expresado recientemente


algunas opiniones terriblemente desfavorables de usted?

—Fue ciertamente alentador que lo corrigiera tan rápidamente.

—¿Y que esté enamorado de otra persona?

Venetia dejó la tetera y extendió la mano hacia la crema. Tantos años de no cavar
en busca de fósiles habían permitido que sus dedos lucieran delgados y encantadores.
Se aseguró de mostrar su mejor ventaja. —Si usted habla de la señora del Rhodesia,
creo que le ha decepcionado terriblemente.

—¿Y se conforma con ser su premio consuelo?

Si sólo fuera cualquier tipo de premio para él. —Esa era mi decisión, señora, y ya
la he tomado.

La duquesa viuda volvió a sentarse. La mujer desconcertada, sin embargo, había


desaparecido. La mujer que se enfrentaba a Venetia era una leona. —Es mucho más
que un mero recolector de fósiles, duquesa. Él es uno de los mejores hombres que he
conocido, y su felicidad me importa intensamente. Si lo quiere sólo por la posibilidad
de que le lleve a África, bueno, la mayor parte del año no estará en ningún lugar
exótico o emocionante. Como cualquier otro buen escudero, él cuidará de su tierra y
de su gente. Y eso es lo que él requerirá de usted. ¿Está preparada para ser una
buena esposa para él?
Venetia sintió una gran tensión. Esa mujer lo amaba tan ferozmente como ella.
Alguien con quien no necesitaba ser la Gran Belleza.

—Siento haber sido tan terriblemente desagradable —dijo en voz baja. —En
verdad tengo el corazón destrozado.

Podía ver su reflejo en el gran espejo sobre la repisa de la chimenea. Se parecía


mucho a la dama en la pantalla japonesa, cargada y desamparada.

Las manos de la duquesa viuda se clavaron en su regazo. —¿Lo estás?

—Él no ha cambiado de opinión en absoluto sobre mí, pero yo me he enamorado


de él.

—Ya veo —dijo la duquesa viuda, con un tono cortésmente incrédulo.

—Sí, es horrible. Por no mencionar que hubiera preferido a la dama del


transatlántico —Venetia miró a la duquesa viuda a los ojos. —No puedo prometer que
lo haré feliz. Pero puedo prometerle, incondicionalmente, que su bienestar siempre
será lo primero en mi mente.

La mirada de la duquesa viuda se volvió pensativa. —Esas opiniones que expresó


en Harvard...

—¿Sobre mis difuntos esposos? Está mal informado. Pero me temo que su mente
no está preparada para la verdad.

La mujer mayor no respondió. Bebieron el té en silencio. En otra parte de la casa,


los baúles de Venetia estaban siendo arrastrados por las escaleras. El carruaje ya
estaba estacionado junto a la acera. A través de la ventana abierta se oyó la voz de su
criada, advirtiendo a los sirvientes que tuvieran cuidado con las cosas de su ama.

—No debo quitarle más tiempo —dijo la duquesa viuda, dejando su taza de té.

—¿Quiere que le dé sus saludos cuando lo vea o prefiere informarle


personalmente de esta reunión entre nosotras?
—Puede darle mis respetos, sabe que no me habría quedado de brazos cruzados
después de que me diera tales noticias.

—Por supuesto. Es lo que hacemos por los que amamos.

Se levantaron y se dieron la mano.

—Puedo darte un consejo —dijo la duquesa viuda. —Si crees que el duque está
equivocado acerca de ti, debes hacérselo saber. Puede ser bastante intimidante, pero
no es cerrado y nunca se resiente al ser corregido.

La baronesa no hubiera vacilado; Venetia no estaba segura de tener ese tipo de


valor. Pero asintió con la cabeza. —Lo recordaré, Su Gracia.

Había una razón por la que los sueños de los adolescentes solían permanecer en
la adolescencia: eran extravagantes y francamente peligrosos a veces.

Ella, o más bien sus metas, habían sido su sueño adolescente. ¿Qué importaba
que ya estuviera casada? En las fantasías, un marido no era una barrera. Empezó a
abandonar su sueño sólo después de su fatídico enlace con Anthony Townsend. E
incluso entonces, no enteramente, y no al instante.

Los acontecimientos que había narrado ese día en la Universidad de Harvard


habían sido las etapas de su propio desencanto. La incredulidad de escuchar a
Townsend, la ira provocada por su muerte prematura, la desilusión por su muy
ventajoso segundo matrimonio.

Pero no era suficiente para ella que un hombre de cada diez mil se atreviera a
criticarla. No, por su transgresión tenía que pagar con su corazón.

Y ahora, en esa fecha tardía, se había convertido en su posesión, ante la ley y


ante Dios.

***
Su posesión más costosa estaba sentaba enfrente de él en su vagón privado,
imperturbablemente encantadora. No podía imaginar que una vez hubiera sido suya,
que la hubiera acariciado y unido su cuerpo al de ella. Su belleza era asombrosa,
excesiva, como si no fuera de carne y hueso, sino un conjuro artístico, nacida de la
inspiración provocada por un éxtasis febril.

Una belleza que eclipsaba la luz. La luz del sol ingresaba desde un solo lado del
coche, pero ella se veía iluminada desde todos los ángulos, una iluminación
uniforme y suave como la que un pintor podía lograr cuando quería representar a un
ángel o una deidad en su nimbo personal.

Durante algún tiempo había estado tan quieta como una estatua; ni un sólo
volante se había movido sobre su vestido blanco y oro a rayas. Pero ahora había
posado sus manos sobre la mesa que los separaba mientras desataba el primer botón
de su guante. Un gesto descaradamente sensual. ¿Lo era? No estaban en público, y él,
la única persona en el vagón privado, era su marido.

Su marido. Una palabra, que al igual que su belleza, no parecía real.

Lentamente, casi jugando, separó el guante de la muñeca, exponiendo un


triángulo de la exquisita piel que había acariciado a voluntad en el Rhodesia. Y luego,
con infinito placer, comenzó a tirar de cada dedo del guante, exponiendo la mano
que ocultaba. Luego se quitó el otro guante.

Parecería justo encontrarle un defecto en alguna parte. Unos dedos romos serían
un buen lugar para comenzar; nudillos huesudos no sería demasiado pedir. Pero no,
tenía las manos delicadas, los dedos largos y atractivos. Incluso sus nudillos eran
agradables.

Levantó las manos elegantes y desató las cintas del sombrero debajo de su
barbilla, sacudiendo su cabeza levemente mientras se lo quitaba. De repente fue
demasiado. Se quedó mudo, incapaz de respirar, incapaz de pensar, incapaz de hacer
otra cosa que desearla: su presencia lo destrozaba, y la única forma de recuperarse
era consumirla en cuerpo y alma.
Al minuto siguiente recuperó el sentido, pero no antes de que ella lo hubiera
sorprendido.

Durante una década he vivido fascinado por su belleza. Escribí un artículo entero
sobre el significado evolutivo de la belleza como un reproche a mí mismo, que yo, que
entendía los conceptos tan bien, sin embargo no podía escapar de la atracción
magnética de la belleza de una mujer en particular.

Y ella lo sabía. Con precisión quirúrgica sabía que había tumbado sus defensas,
hasta dejar su corazón desnudo, con toda su vergüenza y su anhelo expuesto.

Podría haber vivido con eso si hubiera mantenido su secreto olvidado y


enterrado. Pero ella lo sabía.

—No te sientas demasiado cómoda —dijo. —Puede que me divorcie de ti después


de que nazca el niño.
CAPÍTULO 17

Algernon House era magnífica: con galerías de mármol, los techos altos pintados
por maestros italianos, la biblioteca con su colección de cincuenta mil volúmenes,
incluyendo una Biblia de Gutenberg y manuscritos de da Vinci.

Pero de lo que Venetia se enamoró fue de sus vastos y hermosos terrenos. Había
un jardín geométrico que albergaba una enorme fuente que representaba a Apolo y
las Nueve Musas, un jardín de esculturas encerrado por paredes cubiertas de hiedra y
un jardín de rosas que empezaba a florecer, aromatizando el aire con su denso
perfume.

La casa, con su venerable exterior de piedra arenisca, se hallaba al borde de un


gran prado ondulado, justo donde la tierra se juntaba con la base de una colina
boscosa. Un arroyo cristalino serpenteaba por el prado, sus orillas salpicadas de
sauces y álamos. Una manada de ciervos rojos se reunía a menudo junto al arroyo;
Bandadas de patos salvajes iban y venían; Y de vez en cuando, varias vacas Holstein
vagaban por el prado pastando.

Venetia estaba bien acostumbrada a las exigencias de dirigir una casa, pero
nunca había tenido que ocuparse de una propiedad de semejante magnitud. Toda su
primera semana, a pesar de que había anhelado explorar los terrenos durante horas
y horas, se dedicó a tareas más urgentes, aprendiendo los ritmos y las rutinas de la
casa, reuniéndose con todos los sirvientes y envolviendo sus manos suave, pero
firmemente en las riendas de su nuevo hogar.

También escribía a su familia diariamente, describiendo sus horas de vigilia con


gran detalle, para que no se preocuparan. O más bien, para que pudieran
preocuparse mientras sabían exactamente lo que estaba pasando en su nueva vida.
En sus cartas hacía muy poca mención de su nuevo marido: No había mucho que
decir. Pasaba gran parte del día en su estudio mientras que ella pasaba gran parte de
su día en la sala de estar. Los dos estaban en partes muy diferentes de la casa, y rara
vez lo veía excepto para la cena. La mesa del comedor tenía treinta pies de largo.
Ambos se sentaban en un extremo. Incluso sin los imponentes centros de mesa
interponiéndose en su visión, necesitaría un monóculo para verlo correctamente.

Pero a veces, por la noche, lo oía entrar en su habitación.

En su noche de bodas, después de que su criada se hubiera retirado, había


abandonado su cama y había abierto la puerta contigua dando un mensaje muy
discreto pero inconfundible. Quería volver a dormir con él. Después de todas esas
horas solas en el vagón privado, lo suficientemente cerca como para tocarlo y, sin
embargo, tan lejos. Los recuerdos de sus noches y días en el Rhodesia la habían
calentado de la forma más inapropiada. Querido Dios, cómo anhelaba que hiciera el
amor con ella de nuevo, así fuera como una misión humanitaria.

Y entonces había esperado. Había entrado en la habitación y había habido los


sonidos habituales de un hombre que se preparaba para la cama: salpicaduras de
agua, prendas de diversa índole aterrizando al azar, el clic metálico de un reloj de
bolsillo colocado en la mesilla de noche.

De repente, el silencio. Había mirado la puerta, entreabierta en invitación. Se


lamió los labios, queriendo que cediera a su debilidad, para ser vencida por la
tentación de su cuerpo.

Pasos, lentos y tranquilos se acercaron cada vez más a la puerta, tan cerca que
casi podía oírle respirar. Más silencio, lleno de posibilidades. Su corazón se
estremeció ante la anticipación del placer. Tal vez incluso podría hablar con ella
después.

Quizás...

La puerta se cerró con un clic tranquilo y deliberado.


Se dio cuenta, tardíamente, de que sin proponérselo, lo había ofendido: había
considerado su invitación un intento nefasto de consolidar su poder sobre él. Y si
hubiera sido tentado, ahora estaría mucho más decidido a alejarse de ella.

Sin embargo, lo escuchaba cada noche, no exactamente con esperanza, sino más
bien con suspenso.

Pero él obstinadamente se mantenía alejado.

Christian podría amenazarla con un divorcio, pero mientras tanto, no podría


evitar que ese matrimonio se hiciera cargo de su vida.

Confidentemente había tomado la dirección de la casa. A su madrastra le había


llevado años ganar a los criados, pero su esposa los tenía comiendo de sus manos
desde el principio. Parte de eso podría atribuirse a su belleza. Su personal tenía un
orgullo absurdo por su hermosura: así debía lucir una duquesa, y todos los demás
duques podían salir llorando del té de presentación.

Pero ella también los mimaba. Tanto su mayordomo como sus jardineros habían
deseado durante mucho tiempo tener un viñedo, para ofrecer a sus invitados la
diversión de consumir uvas frescas de los campos en su propia mesa. Christian les
había negado constantemente el deseo, citando su frivolidad. Ella les había dado su
bendición de seguir adelante.

De su propio bolso, asignaba fondos a la señora Collins para hacer mejoras en la


sala de criados. Una vez que se enteró de que Richards era un conocedor de vino,
inició la transferencia de la considerable reserva del señor Easterbrook de vinos
clásicos y champaña al establecimiento. Al señor Dufresne, el cocinero, prometió
importar un cerdo entrenado, para que por fin pudiera encontrar trufas entre las
raíces de sus abundantes robles.

Y a los sirvientes de baja categoría les dio nuevos uniformes, junto con botones
de oro para los hombres y horquillas de perlas para las mujeres, que podían
mantener o vender como desearan. Soborno puro, en su opinión, pero ciertamente
le había conseguido la aprobación de todos. Su personalidad amable, botones
brillantes, horquillas relucientes, y realizaban sus tareas cotidianas con la vitalidad de
un resorte.

Christian se refugió en el ala este, lejos de todos los cambios energéticos. Las
habitaciones públicas de la casa estaban en el bloque central, las habitaciones
familiares en el ala oeste. El ala este, que era una parte solitaria y algo desierta de la
casa, se había convertido en un estudio aislado y un museo privado para su colección
de fósiles y especímenes.

Allí se encargaba de la correspondencia con sus abogados y agentes, clasificaba


las notas de su expedición americana y escribía a su madrastra todos los días para
tranquilizarla de que se estaba acomodando muy bien a la vida matrimonial, que
pronto tendría trufas en cada tortilla Y que cosecharía sus propias uvas.

Si bien era capaz de evitar a su esposa con algún éxito durante el día, no había
escapatoria de la cena o la charla educada antes de cenar que estaba decidida a
imponerle cada noche. No sabía cómo se las arreglaba, pero todas las noches lo
aturdía de nuevo con su belleza. Y podía jurar que cada día se servía la cena un
cuarto de hora más tarde, de modo que tuviera que soportar el asalto de su belleza
durante mucho más tiempo.

Lo peor, por supuesto, era por la noche. Dejaba la puerta entreabierta a


intervalos espantosamente impredecibles, a veces dos noches seguidas, a veces no,
durante otros cuatro días. Cuando hacía sus invitaciones durante las noches
consecutivas, se enfurecía ante su descaro. Cuando parecía perder el interés, se
enfurecía por su indiferencia.

Estaba condenado si lo hacía y condenaba si no lo hacía.

El consejo de la duquesa viuda resonaba en el oído de Venetia. Pero, ¿cómo


podía lograr que un hombre escuchara cuando no quería hacerlo? Sobre todo cuando
no tenía la posibilidad de estar a solar con él por más de unos minutos todos los días.

La tercera vez que salió de su habitación en medio de la noche, decidió seguirlo,


manteniéndose a cierta distancia. La casa estaba silenciosa, la llama cobriza de su
vela proyectaba vastas sombras. Santos y filósofos, pintados en los techos de los
pasillos le hacían una mueca, como si tampoco aprobaran la manera deshonesta con
la que se había unido a la familia.

Entró en el ala este. Todavía no había conocido el ala este, sabiendo que su
incursión le disgustaría. Pero a veces uno debía invadir. De hecho, a veces había que
desobedecer al ser amado.

Pero ya fuera por cobardía o curiosidad negada durante mucho tiempo, no lo


siguió directamente a su estudio, sino que abrió las puertas de su museo privado y
encontró las lámparas.

Ella suspiró. Había sobrestimado los terrenos: ésa era la parte más hermosa de la
casa.

El museo tenía cincuenta pies de largo y treinta de ancho, con vitrinas que
rodeaban las paredes. Desde el techo colgaba un esqueleto de águila de Haast en
pleno vuelo. La exposición central era un par de colmillos fosilizados que pertenecían
a un mastodonte, un par mucho más pequeño que probablemente fueran de un
Stegodonte enano, y un colmillo derecho de casi dos veces su altura que había sido el
orgullo y la alegría de cualquier paleontólogo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Miró por encima del hombro. Christian estaba en la puerta. Sólo había puesto
una bata sobre su camisón; él estaba vestido más formalmente con una camisa y un
par de pantalones. Pero la camisa estaba abierta en el cuello. Tenía una aberrante
necesidad de lamer la base de su garganta.

Él frunció el ceño. —Te hice una pregunta.

—Es bastante evidente que estoy admirando tus fósiles. ¿Qué estás haciendo tú
aquí?

—Vi una luz encendida y vine a investigar. Pero ya veo que solo eres tú.

Se movió como si se fuera.


Se dio la vuelta y respiró hondo. —Espera. Quiero saber qué te dijo exactamente
el señor Townsend.

Su mirada la barrió, no una mirada codiciosa, sino una mirada dura e


inescrutable. —Él dijo: “Todavía puede obtener su premio, Su Gracia. Pero piénselo
dos veces. O puede terminar como yo”.

Aún puede obtener su premio. —¿Te reconoció? Me dijo algo una vez sobre un
jugador de Harrow que me admiraba.

Su mandíbula se endureció. —Sí, me reconoció. ¿Se suicidó?

Después de todos esos años, la pregunta todavía hacía que su estómago se


apretara. —Sí, tomó una sobredosis de láudano. Me dijo que se iba a casa de un
amigo en Escocia para cazar, pero se fue a Londres. Tres días después, cuando el
agente que nos alquilaba la casa de la ciudad para la temporada fue a inspeccionarla,
descubrió al señor Townsend en la habitación, perfectamente vestido y
absolutamente muerto.

—¿Cómo supiste que era láudano?

—El agente encontró la botella junto a su mano. Lo mantuvo oculto a la policía;


no quería que nadie supiera que se había producido un suicidio en la casa, pero
después me lo dijo.

—¿No hubo ninguna investigación?

—Fitz logró evitarlo. Hizo que la policía aceptara que el señor Townsend había
muerto de una hemorragia cerebral, y que antes de morir, había regresado a una
casa que conocía y se había acostado para descansar.

El rostro de Christian era impasible. Se preguntó si su mente volvería a sus


conversaciones en el Rhodesia acerca de su infeliz matrimonio con Tony. —¿Cómo te
enteraste?
—Con una visita de Scotland Yard a nuestra casa en Kent. Y mientras el inspector
de la policía me informaba, los nuevos propietarios de nuestra casa vinieron a
reclamarla, así fue que me enteré que la casa había sido vendida.

Había quedado estupefacta ante el impacto de un súbito desalojo, la amenaza de


una investigación y, sobre todo, la venganza en las acciones de Tony. Helena incluso
creía que se había suicidado deliberadamente para atraer el interés de la policía, para
perjudicar tanto como fuera posible a Venetia.

—¿Por qué te odiaba tanto?

No pudo detectar ninguna compasión en la voz de Christian, pero tampoco


desdén. —Porque creía que lo convertiría en alguien. Se había casado conmigo para
tener un accesorio bonito para llamar más la atención, pero el bonito accesorio le
robó toda la atención que ansiaba y no le dejó nada. Sé que no tiene sentido en
absoluto. Apenas puedo creerlo, un hombre adulto que se resiente con su esposa por
semejante motivo. Pero la noticia lo enloquecía; quería que la mirada de todos se
fijara en él. Con ese fin, decidió convertirse en un inversor asombrosamente exitoso,
de modo que sus amigos y conocidos dejaran de prestar atención a su esposa y lo
miraran con envidia y admiración. Y mientras esperaba que eso sucediera, también
atraería la adoración de otras mujeres.

—¿Como la doncella que embarazó?

—Pobre Meg Munn. Pero las criadas eran un lote insatisfactorio. Quería que su
adulación viniera de damas de sociedad, pero las damas apropiadas requerían cosas
tales como joyas antes de admitir que un hombre era impresionante.

Un rastro de emoción volátil atravesó sus facciones, pero un momento después


su rostro quedó de nuevo ilegible.

—Cuando sus inversiones comenzaron a fracasar, me mantuvo en la oscuridad.


No sabía que se había metido en deudas. Sólo sabía que la cantidad que se me
asignaba para dirigir la casa seguía disminuyendo, y pensé que era porque era
mezquino.
No era una confesión bonita, pero era verdadera. —Debería haber creído que
ganaría el mundo con una de sus inversiones. Pero todas fracasaron. Habría sido
aterrador para cualquiera, excepto para él... la implicación de que no hubiera sido
favorecido por Dios, que podría caer en desgracia como cualquier otro tipo ordinario,
y que no podía hacer nada para detener esa inmersión en la pobreza y la oscuridad...
era el infierno.

Nunca había expuesto los hechos con tanta minuciosidad. Tal vez debería
haberlo hecho hacía años. Entonces se habría dado cuenta mucho antes de que la
persona que Tony había condenado desde el principio era a él mismo.

Y sólo a sí mismo.

Suspiró, ya fuera por tristeza o alivio, Christian no podía asegurarlo. Lo que sí


sabía era que deseaba que Townsend estuviera todavía vivo para poder golpear el
rostro del hombre y romper algunas de sus costillas.

Giró el extremo del cinturón de su bata entre los dedos, esperando que dijera
algo, o tal vez simplemente esperando a que se fuera para poder volver a contemplar
sus fósiles. Cuando su mirada permaneció sobre ella, apretó el cinturón con bastante
fuerza.

La forma de su cuerpo no había cambiado. El cinturón atestiguaba una cintura


tan delgada como había visto en el Rhodesia. No habría adivinado que llevaba una
vida en su interior.

No había estado en el cuarto de niños por mucho tiempo. Todavía podría haber
algunos de sus juguetes y libros allí. Y, por supuesto, toda la finca era un gran patio de
recreo para un niño. —¿Cuándo nacerá el bebé?

Sus ojos se volvieron cautelosos. —A principios del próximo año.

El asintió.

—No tendría tanta prisa en hablar con tus abogados si fuera tú.

No había estado pensando en hablar con sus abogados. —¿No?


—Podrían pensar que eres un monstruo por orquestar el divorcio justo después
de la boda.

—¿Cuánto tiempo me recomiendas esperar?

—Mucho tiempo. Sé lo que sucede cuando se concede el divorcio: La mujer


nunca obtiene nada. Y no me separaré de mi hijo.

—¿Así que objetarás el divorcio?

—Hasta mi último penique. Y luego le pediré prestado a Fitz y a Millie.

—¿Así que estaremos casados hasta el final de los tiempos?

—Cuanto antes lo aceptes, mejor —Sus antepasados hubieran apreciado su


altivez: una esposa apta para un de Montfort. —Ahora, si me disculpas, necesito
descansar.

La contempló retrocediendo. Era una mujer tonta, ¿no se daba cuenta de que la
había aceptado desde el momento en que había dicho “Sí quiero”?
CAPÍTULO 18

Christian tuvo una noche agitada, no que hubiera sido diferente a cualquiera de
las que había tenido desde que había desembarcado del Rhodesia. Pero después de
su encuentro en el museo privado, sólo podía reconocer con vergüenza y horror lo
mal que había actuado. ¿Qué había pensado para que su carácter se retorciera y
denigrara tan descuidadamente, sin el más mínimo respeto por la verdad?

Por la mañana se detuvo en la sala de desayunos. Había estado desayunando en


su estudio, pero sabía que por lo general ella tomaba los suyos en la sala, con los
papeles del día y, a menudo, un libro de ciencias junto al codo.

No estaba allí.

—Ha salido a caminar, señor —dijo Richards.

—¿Dónde? —Los terrenos de Algernon House eran vastos. Podría estar a millas
de distancia.

—No nos lo informó, señor. Sólo dijo que no la esperáramos antes del almuerzo.

—¿Cuándo se fue?

—Hace unas dos horas, señor.

Aún no eran las nueve. Si no regresaba antes del almuerzo, estaría fuera unas
buenas seis horas.

—Permitiste que una mujer...

Christian se detuvo. Nadie más sabía de su condición todavía. —Envíame a


Gerald. Dile que se apresure.
Gerald, el jefe de jardinería, llegó sin aliento. —¿Su gracia?

—¿La duquesa te ha hecho alguna pregunta sobre la cantera?

—Sí, señor, de hecho.

—¿Cuándo?

—Ayer, señor.

—¿Te pidió instrucciones?

—Lo hizo, señor. Le dibujé un mapa. También preguntó sobre la excavación y le


hablé de la cabina de las herramientas.

—¿No está cerrada la cabina?

—Ella pidió mi llave, señor, y yo se la di.

Diez minutos más tarde, Christian estaba en su caballo, galopando hacia la


cantera.

Los restos de la cantera consistían en un acantilado casi circular con una rampa
que descendía hasta el fondo. Para llegar a la cima de la rampa, tuvo que guiar a su
semental por una pequeña colina. La vista que lo saludó al coronar la loma le hizo
perder el aliento.

Estando a medio camino de la rampa de tierra que había construido hacía años
para facilitar el acceso a las partes más altas del acantilado, cuando vio a su baronesa,
con el sombrero velado que había sido parte de su misterio. Estaba parada de
espaldas a él, estudiando con esmero un promisorio trozo de sedimento, triásico
tardío por su aspecto. Apoyando el martillo y el cincel, cogió un cepillo y barrió los
escombros alrededor de una protuberancia de color ocre. Todo el tiempo silbando
una viva aria de Rigoletto, sus notas brillantes y exactamente en sintonía, hasta que
alcanzó una nota alta donde se quedó sin aire y desafinó. Eso la hizo reír.

Al oír su risa, lo atravesó un gran y ferviente anhelo.


Hizo algo: apretó las manos en las riendas y los muslos en los flancos de su corcel.
El caballo se movió, golpeó sus pezuñas contra el suelo y dejó escapar un rumboso
relincho.

Ella miró por encima del hombro. La parte delantera del velo había sido
levantada sobre la corona de su sombrero; su cara estaba sucia y manchada, sus ojos
extraordinarios ocultos en gran medida bajo el ancho borde. Sin embargo, sintió el
familiar ademán de su paz mental, de la arraigada expectativa de que debía afectar al
mundo y a los que estaban en él, pero no al revés.

Empujó su montura hacia adelante. En la parte inferior de la pendiente había un


poste de enganche. Ató el caballo y subió por la rampa.

—¿Cómo me encontraste?

—No es tan difícil adivinar qué parte de mi propiedad podrías desear explorar.
¿Qué has encontrado?

Ella lo miró, aparentemente sorprendida por su cortesía. —Un cráneo muy


pequeño. Espero que sea un dinosaurio joven, pero lo más probable es que no, está
demasiado lejos de los estratos terciarios.

—Un anfibio, por su aspecto —juzgó.

Ella no lo miró. —Todavía estoy emocionada.

Se extendió un silencio. No sabía qué decir. Para un hombre de ciencia, un


devoto de los hechos fríos, se había equivocado mal, permitiendo que su acción se
guiara por la asunción después de una suposición mal apoyada. —Dijiste que estabas
presente en mi conferencia de Harvard —se oyó decir. —¿Por qué no te acercaste a mí
para corregir mis ideas equivocadas?

Hizo girar las cerdas de un cepillo contra los pequeños y afilados dientes del
cráneo. —No podía compartir los detalles más dolorosos de mi vida con un extraño
que me había condenado tan fríamente.

No claro que no.


—Así que elegiste vengarte.

Respiró hondo. —Así que elegí vengarme.

Su mano se tensó alrededor de su fusta. Por un momento parecía que estaba a


punto de decir algo, pero sólo inclinó la cabeza y se fue: desató su caballo, subió por
la ladera y desapareció de la vista.

Venetia se mordió el labio inferior. Todavía estaba desconcertada por su


conversación de la noche anterior, durante la cual había compartido los más
dolorosos detalles de su vida, y no había reaccionado en absoluto.

Pero también él había compartido su secreto más íntimo y se lo había vuelto a su


rostro, con gran júbilo, por lo que podía recordar.

Se sentó a descansar sobre un grupo de tierra endurecida. Después de un rato,


pensó en recoger el martillo y el cincel y raspar un poco más los bordes del esqueleto.
Pero sus brazos estaban doloridos y cada golpe del martillo le había sacudido el
hombro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había excavado: había
sido una infatigable niña a la que nunca le dolía nada; Ahora era una mujer
embarazada que no dormía bien.

Sería más sabio volver a la casa. Se había preparado para su excursión con un
frasco de té y un sándwich. El bocadillo ya se había terminado en el camino de ida, ya
que le había llevado más tiempo de lo esperado encontrar el sitio. El frasco también
estaba casi vacío, el día se había calentado rápidamente.

Sería una caminata acalorada y sedienta a la casa.

El sonido de cascos de caballos y ruedas la hizo girar, con la esperanza de ver a


Christian. Pero sólo Wells, el guardabosque, había venido en un carro de dos ruedas
tirado por un Clydesdale.

—¿Necesita un aventón hasta la mansión, milady? —dijo Wells.

Venetia estaba sorprendida y aliviada. —Si. Gracias.


Wells llevó el balde de herramientas al cobertizo mientras subía a la ladera hasta
la carreta.

—¿Estaba de paso por la cantera? —Preguntó, una vez que la había ayudado a
subir al asiento. La casa del guardabosque estaba en algún lugar cercano, según
Gerald le había dicho.

—No, milady. Su Gracia se detuvo y me pidió viniera a buscarla. También le pidió


a mi esposa que le trajera algo de té y galletas.

Wells le pasó una cesta cubierta con una gran servilleta. Ella comió una galleta.
Sabía a limón. —Es muy amable de su parte y de la señora Wells.

Y aún más amable por parte de Christian, organizar el transporte y el alimento,


antes de que ella se diera cuenta de sus necesidades.

De repente, no podía esperar a verlo de nuevo. Ya había tenido suficiente de la


Gran Belleza. Suficiente de orgullo. Y suficiente de esa ridícula relación. Era el amor
de su vida, ya era hora de que lo tratara como tal.

—¿Te importaría darte un poco de prisa? —le preguntó a Wells, que conducía
como si fuera el carro estatal durante el Jubileo de la Reina.

—Su Gracia dijo que debía conducir despacio y con firmeza, para no sacudirle
milady.

—Eso es muy encantador de parte de Su Gracia, pero no tengo miedo a las


sacudidas. Más rápido por favor.

El Clydesdale pasó de un majestuoso paso a un trote más enérgico, pero Wells se


negó a acelerar más. Venetia esperó con impaciencia que la mansión apareciera. Y
cuando el coche se detuvo frente a los escalones de la entrada, dio las gracias a Wells
y entró corriendo.

—¿Dónde está el duque? —preguntó a la primera persona que encontró, que era
Richards.
Richards pareció sorprendido por la pregunta. —Su Gracia ha partido para
Londres.

Christian no había dicho nada sobre dejar Algernon House. —Por supuesto —
murmuró, con la esperanza de no mostrarse como se sentía, vacilante. —Quise decir
¿cuándo se marchó?

—Hace media hora, señora.

—Gracias, Richards —dijo aturdida.

Quería patearse. Así que elegí vengarme. ¿Cómo pudo haber dado esa respuesta
como si fuera una razón absoluta?

Así que elegí vengarme. Pero mi plan se desintegró una vez que me di cuenta de
que no eras el villano que creía. Y el mayor error de mi vida no fue casarme con Tony,
fue no decirte la verdad después de que me enamoré de ti.

Eso es lo que debería haber dicho. Pero ya era demasiado tarde. Se había ido, sin
siquiera respetar el período de su luna de miel.

—¿Necesitará algo más, señora? —preguntó Richards.

Ella permaneció indecisa.

—¿Señora?

—Puedes volver a tus otras tareas, Richards.

Richards se inclinó y se alejó. Venetia miró su espalda alejándose.

—¡Espera! —Se oyó gritar. —Prepáreme un carruaje para llevarme a la estación


de tren. Yo también iré a Londres.

No era una niña que se detuviera ante el primer obstáculo. Se había marchado a
Londres, no había viajado al otro lado del mundo. Estaría allí antes de la hora del té.

—Sí, señora. De inmediato, señora —respondió Richards, con algo


sospechosamente parecido a una sonrisa en su rostro.
Y no volvería a Algernon House antes de desnudarle su corazón.

***

Meg Munn, la sirvienta que había afirmado estar embarazada con el hijo de
Townsend, resultó ser sorprendentemente fácil de localizar. Christian había enviado
un cable antes de salir de Derbyshire por la mañana. A su llegada a Londres,
McAdams, su abogado, ya tenía algo de información.

—Hablé con el señor Brand, el agente que había alquilado las casas al señor
Townsend durante varias Temporadas de Londres, con la esperanza de que pudiera
tener alguna información sobre el personal del señor Townsend. Él fue quien me dijo
que la doncella Meg Munn se había casado con el señor Harney, uno de los antiguos
empleados del señor Brand, que ahora es comerciante de verduras en Cheapside. Fui
a Cheapside y ubiqué el establecimiento. La señora Harney me dijo que, aunque de
vez en cuando aceptaba los acercamientos del señor Townsend, prefería mucho a
Harney, a quien también concedía sus favores. Cuando se embarazó, estaba bastante
segura de que era hijo de Harney, pero no le molestó tratar de convencer a su
amante para que le proporcionara una dote.

—Gracias, señor McAdams —No es que Christian todavía dudara de su esposa.


Ese ejercicio consistía menos en probar su fiabilidad, y más en... no estaba seguro
cómo llamarlo. Castigarse a sí mismo. Para ver cuán infinitamente malo había sido
estar en su lugar. —¿Y las huellas fosilizadas de la duquesa?

—La loseta ha sido trasladada a la estación Euston, señor. Está lista para salir
cuando lo desee.

—Muy bien —dijo Christian.

Debería haberse disculpado con ella en la cantera. Pero las palabras se le habían
atorado en la garganta. Expresar adecuadamente su contrición volvería a considerar
el hecho de que la había codiciado desde lejos durante muchos años. Y no podía
hacerlo ante sus hermosos ojos y su clara mirada.

La loseta, tendría que hablar por él. Y el escoltarla personalmente a su casa,


esperaba que dijera en voz alta y clara las palabras que no podía pronunciar.

Llamaron a la puerta de su estudio. —Señor, tengo a lady Avery y lady Somersby


solicitando verle —dijo un lacayo.

Lady Avery era la chismosa que había estado en su conferencia en Harvard y


luego había desparramado las palabras de Christian por todo Londres. ¿Por qué
querría verla a ella y a su hermana igualmente despreciable?

—Hoy no estoy en casa.

El lacayo se marchitó ante su tono. —Intenté decir precisamente eso a las


señoras, señor. Pero no me escucharon. Ellas dijeron que... —tragó, —dijeron que lo
lamentaría, si no oía lo que tenían que decirle sobre la duquesa.

Él frunció el ceño. Podía ignorar toda y cualquier insinuación concerniente a sí


mismo, pero no las referidas a Venetia. Venetia, repitió el nombre en su mente. Tan
familiares, esas sílabas, eran el estribillo central de su vida.

—Condúcelas a la sala de estar.

—Sí señor.

Entró cinco minutos más tarde al salón. —No son bienvenidas aquí.

—Bueno, bueno —dijo lady Avery con una sonrisa de lobo. —Entonces será mejor
que terminemos rápidamente y sigamos nuestro camino, ¿no?

—Deberíamos hacerlo —replicó lady Somersby.

—Verá, señor, mi hermana y yo tomamos nuestra reputación muy en serio.


Podemos ser chismosas, pero somos chismosas fiables. No inventamos historias ni
divulgamos noticias que no podemos verificar. A veces editamos y ofrecemos nuestra
propia interpretación del significado de los acontecimientos, pero apoyamos nuestras
afirmaciones con el máximo cuidado y nunca inventamos acontecimientos
subyacentes. Estuve allí en su conferencia de Harvard, señor, sentada en la quinta fila.
El joven que se levantó para defender el buen nombre de las hermosas mujeres del
mundo es el primo de mi yerno. Tomé muy buenas notas de lo que dijo y supe al
instante que estaba hablando de la ex señora Easterbrook. Como no es mi deber
protegerle de su indiscreción, cuando volví, relaté la historia fielmente, pero usted y
la ex señora Easterbrook montaron una contraofensiva brillante: danza, paseo en
carruaje y fuga. Ahora las personas que han confiado en mi hermana y en mí durante
décadas han comenzado repentinamente a cuestionar nuestra confiabilidad. Nuestra
reputación está en juego aquí.

—Esa no es mi preocupación —dijo Christian con frialdad.

—Por supuesto que no, pero a nosotras sí nos preocupa mucho. Es por eso que
redoblamos nuestro esfuerzo para probarnos veraces. ¿No le interesa saber lo que
hemos desenterrado?

—De ningún modo.

Como si no hubiera hablado, lady Avery continuó. —Hemos obtenido el registro


de visitantes de Brooks, durante el mes de agosto. El día veintiséis, dos días antes de
que el señor Townsend fuera encontrado muerto, sólo hubo cuatro visitantes por la
noche, y usted, señor, y el señor Townsend, estaban entre ellos.

Un sabor acre se formó en la lengua de Christian. Miedo. No por él, sino por su
esposa.

—También tenemos en nuestra posesión copias de las facturas de la venta de


tres collares que Townsend compró, en las semanas que precedieron a su muerte.
Tenemos miembros de la familia del Sr. Easterbrook dispuestas a jurar sobre pilas de
Biblias que en el momento de su muerte, su esposa estaba charlando en el salón. Y
por último, pero no menos importante, el primo de mi yerno, el que estuvo en la
conferencia, está de camino a Inglaterra como testigo adicional que corrobora cada
uno de nuestras reclamaciones.
—¿Qué es lo que quieren de mí? —Su voz no se estremeció, pero sonó
desesperada, al menos para él.

—Usted nos confunde, señor. No somos chantajistas, sino buscadoras de la


verdad. Por supuesto, nuestras verdades pueden ser insignificantes a sus ojos, pero
son importantes para nosotras.

—Por lo tanto, este es sólo un aviso de cortesía de nuestra parte, señor —añadió
lady Somersby, —para hacerle saber que no vamos a dejar que el asunto quede así.
Lucharemos por nuestra reputación con uñas y dientes.

Casi se echó a reír, su reputación. Excepto que no había la menor ironía en las
palabras de Lady Somersby. Por mucho que pudiera burlarse de su vocación y de sus
esfuerzos, se lo tomaban con absoluta seriedad.

—No me importa lo que digas de mí, pero la duquesa es inocente de cualquier


crimen. No permitiré que le hagas daño.

—Entonces no deberías haber implicado que ella es despiadada y codiciosa,


señor —respondió lady Avery, perfectamente a gusto.

—Precisamente. Si mintió debe arreglarlo. Si el señor Townsend mintió, bueno,


que la duquesa diga la verdad —añadió lady Somersby.

—¿Y si no tiene ningún interés en dar a conocer al público los detalles privados
de su vida con el señor Townsend?

—Esa es su elección, ¿no?

—Fui a la escuela con Grant, el sobrino de Lady Somersby. Ella conoce sus
inclinaciones. Sin embargo, nunca he oído a ninguna de las dos decir una sola palabra
de ello. Eso me dice que no necesitan contar todo lo que saben.

—Eso es diferente. Chismeamos para arrojar luz sobre pasiones y debilidades, no


para arruinar vidas —Lady Avery se levantó. — El señor Townsend ya está muerto y la
ex señora Easterbrook, bueno, ella es la duquesa de Lexington; una fortuna tan
enorme no puede ser manchada por algunas jugosas pepitas que elegimos diseminar.
Vamos, Grace, hemos importunado al duque el tiempo suficiente. Buen día, señor, y
nos veremos pronto.

—Esperen —dijo. Su respiración eran superficial, el latido de su corazón inestable.


El nombre Lexington podría proteger a Venetia del ostracismo, pero no la protegería
del tipo de tormento que Lady Avery y Lady Somersby se proponían desencadenar: se
vería obligada a revivir los peores momentos de su vida mientras la Sociedad se
regodeaba en su angustia por pura diversión.

—Si es verdad que sois buscadoras de la verdad sobre todo, y si es verdad que se
adhieren a su propio código de honor, entonces estoy dispuesto a ofrecerles ciertas
verdades que no encontrarán en otra parte. A cambio les pido que se abstengan de
causarle a la duquesa más angustia.

Las mujeres intercambiaron una mirada. —No podemos hacer promesas hasta
que escuchemos lo que tiene que decirnos. Después de todo, hemos trabajado más
de un cuarto de siglo en nuestra reputación. No podemos pasar por alto semejante
injuria por una confesión menor.

Una confesión menor. ¿Sería eso su revelación? Había muchas posibilidades. Ésas
eran mujeres encapuchadas, profundamente envueltas en todo tipo de sentimientos
humanos. Lo que para él era un secreto insoportablemente íntimo podría muy bien
situarse en algún lugar cerca de la parte inferior de su escala en términos de ofensas
y morbosidad.

Pero no tenía elección. Sus malentendidas palabras habían sido motivo de


bastante disgusto. No más.

Las fosas nasales de las mujeres se dilataron. Su mirada sobre él era la de dos
buitres que habían esperado pacientemente y que pronto se darían un festín. Se
sentía enfermo, casi con náuseas, desnudando su alma ante ellas.

Agarró el respaldo de la silla delante de él. —Me enamoré de mi esposa hace diez
años, cuando todavía era la señora Townsend.

Las mujeres intercambiaron otra mirada. Lady Avery volvió a sentarse.


Sus nudillos estaban blancos. Obligó a sus manos a aflojarse. —Fue difícil. No sólo
porque ella parecía felizmente casada, sino también porque mis sentimientos me
estaban consumiendo, más allá de mi control. Entonces me encontré con Townsend.
Y me dijo lo que conté. No necesito repetir cómo interpreté los acontecimientos
posteriores. Lo que no dije en la conferencia fue que mi repulsión e indignación
hicieron poco para emanciparme de mi esclavitud. Sin embargo, a regañadientes,
seguí preso de su belleza. En los años siguientes, me aseguré de que nuestros
caminos nunca se cruzaran. Pero había llegado el momento de cumplir con mi deber
y casarme. Estaba obligado a asistir a la temporada de Londres. A medida que mi
regreso se aproximaba, mis dudas crecieron. El hechizo de la señora Easterbrook
sobre mí no había disminuido. Si volvía a encontrarme con ella, no confiaba en que
mis principios fueran lo suficientemente fuertes como para resistirme. Años de
contención podrían ser deshechos por un solo encuentro. En Sanders Theatre, mi
mente estaba inquieta. Me las arreglé para dar la conferencia, pero me traicioné
durante las preguntas. En ese momento sólo pensé que estaba reforzando mi propia
resolución, pero rápidamente me di cuenta de que había cometido una gran
indiscreción. Me consolaba el hecho de estar a más de tres mil millas de mi casa y mi
audiencia norteamericana no sabía de quién hablaba. Eso, como usted bien sabe,
resultó no ser el caso. Desde entonces he tenido motivos para revisar mi opinión
sobre mi esposa. Me he equivocado mucho con ella. Incluso cuando no supe cómo
era físicamente, todavía la encontré hermosa. Yo...

La puerta del salón se abrió para revelar a la mujer más encantadora del mundo,
vestida con una bata de viaje de color arenisca. —Christian —dijo, —sé que no he
sido...

Vio a lady Avery y lady Somersby. Sus ojos se estrecharon. Su rostro se puso
pálido. —No sabía que la casa estaba abierta a cualquiera.

Era la duquesa arrogante.

—Ha conocido al señor Grant, uno de los queridos amigos de Su Gracia desde sus
días de escuela, ¿no es cierto, Su Gracia? —le preguntó lady Somersby a Venetia.

—No creo haber tenido el placer.


—El Señor Grant es el sobrino de mi difunto esposo, muy joven y muy cercano a
mí.

Levantó una ceja con altivez. —¿Lo es?

—¿Y sabe lo que nos contó el señor Grant hace poco? —Lady Somersby continuó
con un brillo infernal en sus ojos. —Que el duque ha estado obsesivamente
enamorado de usted, señora, durante los últimos diez años. En vista de los cambios
en los acontecimientos de los últimos tiempos, tengo la firme convicción de que
planeó todo esto con el propósito expreso de hacerle suya.

La taza de té de lady Avery se sacudió. Christian estaba dividido entre un impulso


violento y un horror entumecido. ¿Sería verdad? ¿Sus acciones habían ido en esa
dirección? ¿Para obligarla a prestarle atención? ¿Para acercarse a ella sin rebajarse a
cortejarla?

Quería protestar. Pero su lengua debió de estar hinchada lo que no sólo hizo
imposible el habla, sino que también bloqueó sus vías respiratorias. Tampoco podía
respirar.

Su esposa lanzó una mirada incrédula. Entonces se enfrentó a lady Somersby. —


Explíquese por favor.

—Usted es la única mujer que siempre ha codiciado. Al crear esta tempestad


particular, Su Gracia le puso fácilmente en una posición incómoda y vulnerable,
señora. Mejor, entonces, para rescatarle de este dilema, ¿no?

—Muy brillante, querida, muy brillante —murmuró lady Avery. —Ahora todo
tiene sentido.

—Odio romper esta bonita burbuja de felicitaciones —dijo Venetia, —pero qué
escoria. Qué basura. El duque nunca en su vida había pensado en mi antes de hablar
con el señor Townsend... y muy poco desde entonces.

—¿Perdón? —gritaron las dos chismosas a dúo.


—El Señor Townsend ha sido un marido terrible, pero Su Gracia no tenía razón
para saberlo. Por lo tanto, no se lo puede culpar por haber creído en la palabra del
señor Townsend. ¿Y por qué, cuando se le hizo una pregunta directa después de la
conferencia, no debería haber usado la referencia del Señor Townsend como
anécdota? Después de todo, las apariencias engañan —Inhaló profundamente. —
Ahora llegamos a la parte de la historia que usted, lady Avery, no sabe: yo estaba allí
ese día, presente en la conferencia.

Lady Avery jadeó. —Usted bromea, señora.

—En absoluto. Pregúntele a cualquiera. La señorita Fitzhugh estaba reuniendo


material para un artículo sobre la clase graduada de Radcliffe, y Lady Fitzhugh y yo
éramos sus chaperonas. Podrán imaginar nuestra reacción a las acusaciones del
duque. La señorita Fitzhugh habría incendiado sus propiedades si hubiera estado en
Inglaterra. Pero tuve una mejor idea. Hacer que el duque pagara con su corazón. Con
ese propósito reservé un pasaje en el Rhodesia.

Lady Somersby se levantó. —¿Fue la misteriosa y velada amante del duque?

—Veo que has adivinado por fin —dijo Venetia con sarcasmo. —Mis planes, sin
embargo, salieron mal. El duque, estoy segura, lo disfrutó. Pero yo fui la que se
enamoró. Él es todo lo que quiero en un hombre... y mucho, mucho más, si saben a
qué me refiero.

Los ojos de lady Somersby eran del tamaño de huevos. La mandíbula de Christian
cayó. Su esposa no le hizo caso.

—Estaba desesperadamente enamorada, pero no podía acercarme al duque: si


nos encontrábamos en Londres, él exigiría que me quitara el velo, y bien pueden
imaginar la escena que se produciría. Pero le seguí, al Museo Británico de Historia
Natural, y al Hotel Savoy donde cenaríamos juntos en honor a su cumpleaños.
Cuando el escándalo salió a la luz, el duque vino en mi ayuda, a pesar de sus muchas
reservas sobre mi carácter. Bailó conmigo una vez y me llevó a pasear por el parque,
pero esa fue toda la extensión de la interacción que permitió entre nosotros. Nuestro
matrimonio fue consecuencia de mi condición... delicada.
La mano de lady Avery golpeó su amplio seno. —¡Oh, Dios mío!

—Precisamente. El señor Townsend me había convencido de que no podía


concebir. El duque probó lo contrario. Y si tienen alguna duda, siéntanse libre de
hablar con la doctora Redmayne en el New Hospital. Frente a tales consecuencias, no
tuve más remedio que acercarme al duque y rogarle que se casara conmigo. Estaba
comprensiblemente furioso, pero hizo lo honorable y me convirtió su esposa. Por eso
se casó conmigo, no por la oscura y profunda fijación que había mantenido durante
años, sino porque es un hombre que no deja que las opiniones personales le impidan
cumplir con su obligación.

Christian estaba aturdido. Las damas Avery y Somersby también. Por fin, lady
Somersby dijo: —Si nos disculpan un momento, mi hermana y yo debemos hablar en
privado.

Fueron a un rincón de la habitación, detrás de una pantalla. Christian llevó a su


esposa a la esquina opuesta.

—¿Dejarles saber sobre tu condición? ¿Estás loca? —No era fácil mantener la voz
baja.

—Posiblemente. Pero no puedo dejarlas ir diciendo a todos que has estado


enamorado de mí desde siempre.

—¿Por qué no?

—Porque después me habrías odiado. Y además debes elegir mejores amigos.


Estoy muy decepcionada con el señor Grant.

—Grant no sabe nada. No le he dicho una palabra.

—Entonces, ¿quién pudo haber informado tan mal a esos buitres? No puedo
creer que la duquesa viuda hubiera hecho algo así.

—Nunca le dije nada a ella tampoco. Nunca se lo he contado a nadie, excepto a ti.

—Entonces...
—Yo se los dije. Habían desenterrado todo tipo de pruebas de que Townsend y yo
estábamos en el mismo lugar poco antes de su muerte y que todo lo que Lady Avery
afirmaba también podría ser probado para demostrar que sus chismes eran ciertos. Y
les propuse que si dejaban el pasado en su lugar, les daría algo que valiera la pena.

Ella parpadeó lentamente, sus pestañas largas y curvadas. —¿Por qué?

Tragó saliva. —No puedo hacerte daño de nuevo. No lo haré. Y tú, de repente
entras y deshaces todo lo que acabo de hacer.

Hizo un gesto de estrangularla con las manos.

Se cubrió la boca, luego se echó a reír. Dios, cómo adoraba su risa.

—Me amas —dijo, su voz llena de asombro.

—Por supuesto que sí, idiota. ¿Cómo puedes pensar lo contrario? Lo creas o no,
me tienes de rodillas.

—Yo también puedo ponerme de rodillas, si quieres —Ella rió.

La lujuria se sacudió a través de él. —Se seria —dijo con cierta dificultad. —
Estamos en una habitación con dos lobos.

—No me importa. No pueden hacerme daño. Tampoco puede hacerlo el señor


Townsend nunca más —Para su conmoción, envolvió sus brazos alrededor de él. —Te
amo. Te amo locamente. Eso es lo que he venido a decirte. No pude evitar
enamorarme de ti tan pronto como te conocí. Y siento mucho haberte herido con mi
actitud.

La belleza de sus palabras estaba más allá de su comprensión. La abrazó


ferozmente. —Soy yo el que debería disculparse. Comencé todo este lío y fui el
estúpido más estúpido que jamás haya vivido.

Alguien se aclaró la garganta. —Sus gracias —dijo lady Avery, —mi hermana y yo
hemos llegado a una conclusión.
Les habría dicho que se fueran al demonio, pero su esposa se hizo cargo de la
situación. Se desprendió de sus brazos y retrocedió, pero no antes de frotar el pulgar
por su labio inferior, como adelanto de una promesa flagrante dejándolo ardiente de
necesidad.

Se volvió hacia las chismosas. La sonrisa se borró de su rostro; una vez más se
había puesto en la piel de la Gran Belleza. —Por favor sean breves. El duque y yo
tenemos otros planes para la tarde.

Christian casi se sonrojó. Lady Avery se ruborizó, de hecho.

Tuvo que aclararse la garganta de nuevo. —Mi hermana y yo hemos sido


transmisoras de chismes durante más de veinticinco años. Vemos tantos defectos y
deficiencias, que a veces olvidamos que no todo el mundo es egoísta. Cada uno de
ustedes no buscaba protegerse a sí mismo, sino proteger al otro. Y para eso, estamos
dispuestas a tolerar una mancha en nuestra reputación, que por supuesto es
impecable. No volveremos a hablar del señor Townsend, y cuando llegue el primo de
mi yerno, lo enviaré de vuelta a América. A cambio, pedimos la primicia para
informar a la Sociedad de la condición de la duquesa, digamos, en cuatro semanas.

Christian no podía creerlo. Había algo de humanidad en Lady Avery y Lady


Somersby después de todo. ¿Quién lo hubiera dicho?

Su esposa asintió, como si estuviera de acuerdo. —Aceptado.

Las tres mujeres se dieron la mano. Pero antes de que Christian pudiera decir
algo, la duquesa viuda apareció en la sala.

—Madrastra, ¿cómo supiste que estábamos en la ciudad?

—Di instrucciones particulares a tu personal de que me informaran en cuanto


regresaras, aunque... —miró especulativamente hacia su esposa, —no sabía que la
duquesa también había llegado.

—No podía soportar separarme de mi esposo durante nuestra luna de miel —dijo
Venetia, sonriendo y deslumbrándolo completamente. —Así que lo he seguido a
Londres.
—Sólo vine a buscar los tetrapodichnites para llevártelos a Algernon House.

Su sonrisa se ensanchó. —¿De verdad viniste a hacer eso?

—Por supuesto.

—¿El tetrapo-qué? —preguntó su madrastra.

—Huellas saurianas fosilizadas. Mi esposa tiene una obsesiva pasión por los
monstruos prehistóricos.

Su esposa bajó la cabeza y lo miró entre sus magníficas pestañas. —El duque me
va a llevar a sus expediciones.

La duquesa viuda se volvió a mirar a Christian y a Venetia, y sus labios


comenzaron a sonreír. —Veo que me he preocupado por nada. Podrías haberme
dicho que todo estaba bien, Christian.

Apenas podía quitar los ojos de su Venetia. —Mis más humildes disculpas,
Madrastra. No sé en lo que estaba pensando.

Las puertas del salón se abrieron de nuevo, esta vez para admitir a Lord Fitzhugh,
Lady Fitzhugh, Miss Fitzhugh y Lord Hastings. Venetia dio un grito encantado, los
abrazó uno por uno, incluso a Lord Hastings, e hizo las presentaciones.

—¿Cómo han podido acudir tan rápidamente? —preguntó la duquesa viuda. —


¿También han sobornado a alguien del personal del duque?

Venetia se echó a reír. —No, Mi lady. Les envié una nota antes de salir de
Derbyshire. Había algo en la casa de mi hermano que yo quería. Pero esperaba
recibirlo por correo.

—Como si alguno de nosotros hubiéramos pensado en quedarnos en el campo


sabiendo que estabas en la ciudad —dijo la señorita Fitzhugh.

—Es excelente verte, Venetia —Lord Fitzhugh puso una mano en el brazo de su
hermana. —A ti también, Lexington. Veo que el matrimonio les sienta bien a los dos.
—Es un estado muy agradable, debo admitir —dijo Christian, volviendo a mirar a
su esposa.

Una mirada que su cuñado comprendió al instante. —Y puesto que todavía están
en su luna de miel, creo que deberíamos esfumarnos. ¿Vamos, Helena?

La señorita Fitzhugh lo hizo a regañadientes. —De acuerdo, si tú lo dices, Fitz.

—Dejé al Sr. Kingston en medio de una partida de ajedrez. Será mejor que vuelva
a casa - añadió la duquesa viuda.

Hubo otra ronda de abrazos. La señorita Fitzhugh entregó a su hermana un


paquete envuelto. Y todos enfilaron a sus carruajes, uno detrás del otro, bajando
tranquilamente por las escaleras. En el momento en que estuvieron solos en la
habitación, Venetia saltó sobre él y lo besó salvajemente.

—¿No deberías tener más cuidado en tu condición? —Se las arregló para
balbucear cuando quedó libre para tomar aire.

—Hmm. Aún no.

La acostó en su cama. —Estoy a punto de hacerte el amor mientras te miro a los


ojos. No estoy seguro de que pueda sobrevivir a la experiencia.

Le tomó la cara entre las manos. —Y a la vez podrás ver cuánto te amo.

Él besó el pulso en su garganta. —En ese caso, podría acostumbrarme.

Después, se abrazaron.

—Te quería como esposo para mi hermana, ¿sabías? —murmuró.

Le besó la punta de la nariz. —¿Tu hermana que está enamorada de un hombre


casado?

—¿Lo recuerdas?

—Recuerdo todo lo que me dijiste en el Rhodesia.


—Sí, esa hermana. Mi cuñada y yo creímos que si te conocía, todo se arreglaría.
Así que cuando vimos el anuncio de tu conferencia, conseguimos arrastrarla al
evento.

Él besó sus pestañas. —¿Cómo podría gustarle después de que comenzara a


calumniarte?

—Nunca le he preguntado, pero yo sí quedé bastante impresionada. Tanto es así


que incluso después de que me comparaste con la gran ramera de Babilonia...

—Yo no...

Ella se rió. —Así que incluso después de hacer eso, todavía me sentía atraída por
ti.

—Y yo creía que estaba proponiéndome incluso cuando no lo estaba.

—No puedes entenderlo, retiro lo dicho. Pero puedes muy bien entender lo que
es ser repelido, y atraído por la misma persona. Yo estaba fuera de mí.

—¿Eso hizo que te enojaras tanto en la cama?

Ella se acurrucó más cerca de él. —Probablemente. Me mostré furiosa, ¿no?

—Y herida. Y conflictiva. E indomable. Cuando estábamos separados, pensé


constantemente en cómo solucionabas todos tus problemas por tu cuenta y me
aseguré de imitarte.

—Servir de ejemplo al duque de Lexington, no sabes lo orgullosa que estoy —Ella


rió al tiempo que se alzaba sobre el codo. —¿Y dónde está mi retrato?

—¿Qué retrato? ¿Era eso lo que querías que te entregaran?

Ella asintió. —Una fotografía de mi Cetiosaurus. No la llevé conmigo a Algernon


House después de casarnos porque no estaba segura de si alguna vez podría
considerarla mi casa. Pero esta vez, me decidí a llevarla conmigo sin importar lo qué
pudiera pasar, ya que estaba decidida a arrastrarte a mi cama a como diera lugar.
Frotó una mecha de su cabello contra su mejilla y sonrió. —¿Me enseñarás la
foto?

—La he dejado junto a la puerta.

Se deslizó fuera de la cama, su pelo suelto, su persona completamente desnuda.

—Dios mío, ponte algo.

Seductoramente lo miró por encima del hombro. —¿Para no asemejarme a la


ramera que soy?

—Para poder concentrarme en la fotografía. Bueno, demasiado tarde.

La tumbó de nuevo en la cama, y pasó un tiempo antes de que ninguno de los


dos recordara la fotografía. Esta vez, dejó la cama para ir a buscarla.

Abrió el paquete y sacó la fotografía enmarcada. Él la estudió de cerca. —Pareces


feliz y confiada, como ahora.

—Es porque ahora me siento como me sentía entonces: que tengo toda mi vida
por delante y posibilidades infinitas.

Mirar el fósil le recordó que el Museo Británico de Historia Natural todavía


estaba abierto. —Si nos apresuramos, podemos echar un buen vistazo a tu
Cetiosaurus en persona. Luego cenarás conmigo en el Hotel Savoy, para compensar lo
que me debes. Y cuando volvamos a casa, consideraré seriamente lo que podrías
hacer de rodillas.

—Oh, sí —gritó ella. —Sí a las tres propuestas.

La ayudó a vestirse, luego se puso la ropa. A medida que se acercaban a la puerta,


más allá de la cual debían comportarse apropiadamente como duques, la acercó para
otro beso. —Te amo, mein Liebling.

Ella le guiñó el ojo. —Y me amarás aún más al final de esta noche.


Se rieron y salieron de la casa tomados del brazo con toda una vida e infinitas
posibilidades ante ellos.

*** Fin ***

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