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La propuesta de Ratzinger
(I). Valores centrales y
fuentes donde buscarlos
Índice
Ideas clave 3
9.1. Introducción y objetivos 3
9.2. La persona y su dignidad como fundamentos de
la convivencia política. Los derechos humanos 8
9.3. Necesidad de la trascendencia: etsi Deus daretur
14
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A fondo 32
Test 33
Ideas clave
Como hemos visto, Ratzinger tiene muy presente la aporía, el dilema en relación
Como apuntábamos más arriba, una de las razones por las que Ratzinger ve
metaempíricos como el bien, la verdad y la justicia. Por tanto, sin esa ampliación,
estos son asuntos que caen en el campo de lo irracional y quedan relegados al
terreno de lo que no puede ser compartido ni entrar en la arena pública. Algo
sobre lo que no pueden dialogar hombres razonables y que tampoco puede
pretender ser normativo. A lo sumo, están permitidos como sentimientos
6. Desde aquí, una propuesta que refuerza esta visión es la de considerar bien la
relación entre derecho y poder. Es verdad que el derecho, la ley, se concreta desde
el poder: quien tiene el poder establece las leyes. Pero, al mismo tiempo, ha de
considerarse también la dirección contraria: el derecho sirve de fundamento y
limita al poder, lo embrida. Hay un núcleo de lo jurídico que se sustrae al poder,
que está por debajo; si este pretendiera someterlo a su arbitrio, devendría en
tiranía. Es decir, el poder histórico, incluido el poder de la mayoría, debe ser
consciente de que también él está dentro de un marco que lo precede y supera, y
del que no puede desembarazarse. Dicho de otro modo, que existen unos límites
naturales del poder, algo que este nunca podrá hacer legítimamente.
Esto lo aprendimos, por ejemplo, con los Juicios de Núremberg. Nos enseñaron
que hay cosas que nunca serán lícitas, que siempre serán inhumanas, aunque
hayan sido aprobadas con todas las formalidades. Esto debería ser una conquista
definitiva, pero se nos olvida. Ratzinger insiste en la idea agustiniana de que un
estado injusto no difiere esencialmente de una banda de malhechores muy bien
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Llega la hora de presentar los contenidos de este tema. Vamos a examinar las
propuestas fundamentales de Ratzinger para edificar la convivencia política, y que
podemos sintetizar en tres:
Estos tres puntos nos obligarán a remarcar la autonomía de lo política para evitar
unilateralidades.
Así pues, agruparemos las propuestas según ese esquema: edificar la convivencia
sobre la dignidad de la persona y los derechos humanos (apartado 2); abrir «un
espacio para Dios» en la convivencia política para edificarla «como si Dios existiera»
(apartado 3); abrir también, y explícitamente, un espacio para la verdad y el bien, y
en especial para la justicia: no excluir estas categorías del debate público y de la
configuración política (apartado 4); todo esto requerirá una tematización de la
autonomía de lo político, que podría ser puesta en peligro por las propuestas
anteriores si fueran interpretadas y aplicadas unilateralmente (apartado 5).
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La idea de partida
Los derechos humanos tienen prestigio. Y vigencia. Nuestro autor encuentra aquí un
elemento sumamente valioso. E intenta darle solidez intelectual. Es decir, darle un
fundamento que, en lo posible, lo pueda sustraer del vaivén de las modas y opiniones
cambiantes. A continuación, hemos intentado sintetizar su visión al respecto.
Hay, no obstante, una diferencia con los ejemplos puestos. La normatividad de los
aparatos (y, en cierto sentido, del medio natural) ha sido establecida por un
Si no descubrimos esto, todo el razonamiento posterior está viciado. Nos parece que
este drama se revela agudamente en Habermas. La experiencia del nazismo le hizo
repudiar el positivismo kelseniano, puesto que, con él en la mano, no se podía
condenar a Hitler. Por eso, se vio en la obligación de superarlo. Pero, al mismo
tiempo, siguió encerrado en el rechazo a todo fundamento metafísico. Tarea
imposible. En el fondo Habermas es, al igual que tantos otros, como el barón de
Münchhausen, que quería salir de la ciénaga tirándose de los pelos. Reconocía que la
idea de «imagen de Dios» puede servir para poner de relieve la igual dignidad de
todos los hombres, que hay que respetar incondicionalmente. Esta idea de dignidad,
de algo que «hay que respetar incondicionalmente», merece ser rescatada y puesta
como base. El asunto es que reclama un fundamento… y que Habermas no puede
dárselo.
En el contexto histórico, cabe subrayar que la dignidad del hombre como criatura y
como imagen de Dios se recogía antiguamente en otras doctrinas y praxis: la ley
natural, el derecho de gentes o la doctrina del derecho natural (en su formulación
clásica tomista, o en su formulación moderna, que es muy diferente). Todas ellas
guardaban relación con el estoicismo griego y con la revelación judeocristiana. Eran,
en cierto sentido, más profundas, pero también más toscas y estaban menos
elaboradas. ¿Qué queremos decir con ello? Que tanto su vigencia práctica como su
protección real por parte de las doctrinas históricamente dominantes era deficitaria.
No obstante, y aunque estos planteamientos fueron rechazados hace tiempo, su
contenido sí se conserva (al menos, en buena medida), porque queda recogido en la
doctrina y en la praxis de los derechos humanos, que ahora sí gozan de mayor
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Volviendo al tema que nos compete, lo que se constata es la negación formal de una
fundamentación moral y metafísica (no digamos religiosa) de la convivencia política,
a la que, sin embargo, se le está dando cierta entrada gracias a los derechos humanos.
Aparte de esa negación explícita del fundamento, podemos identificar dos problemas
en la concepción y en la praxis actual de los derechos humanos: se propende a
concebirlos de modo existencialista e individualista.
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Existencialismo
Los derechos humanos, concebidos desde esta óptica, conducen a una lógica de vacío
radical. Lo que se pretende es una absoluta emancipación, pero ello implica negar
que algo haya de ser respetado incondicionalmente. Si la única verdad normativa que
hay en el hombre es que no hay ninguna verdad normativa, ni siquiera ella misma se
tiene en pie. En efecto, ¿dónde se funda el derecho a ser respetado? Una vez
fundado, ¿ese fundamento no establece nada más? De nuevo, tornamos a la
dialéctica de la Ilustración de que hablaban Adorno y Horkheimer: una libertad que
se hace absoluta y sin referentes se niega a sí misma. Es, en definitiva, la libertad de
Raskólnikov, que no encuentra ningún freno. Y no se puede decir tampoco que mi
derecho a la emancipación absoluta termina donde empieza el derecho del otro a esa
misma emancipación, porque esto requiere un fundamento, y un fundamento que
esté en la entraña del ser humano, lo cual es, precisamente, lo que hemos negado
para poder hacer absoluta la emancipación.
freno.
A pesar de esta deriva, el edificio en su conjunto sigue en pie. Es decir, la deriva existe
y amenaza la estructura del edificio, pero este se mantiene. Veamos cómo expresa
nuestro autor esta validez y estos límites:
Individualismo
Para exponer este asunto, comenzamos por reproducir la tesis primera que vimos en
el tema titulado «Introducción: sentido del tema y su lugar en el pensamiento de
Joseph Ratzinger»:
El ser humano necesita hacerse una cierta idea sobre sí mismo y sobre sus
relaciones con lo que lo rodea; con base en estos principios, edifica su vida,
su comportamiento. Esto se traslada del plano personal a los planos familiar
y social: la construcción de la sociedad depende de las ideas, más o menos
explicitadas, que tengamos sobre quién es el hombre; y el acierto en la
construcción de la sociedad dependerá, entre otras cosas, del acierto a la
hora de trazar esa imagen del hombre.
Es cierto que, en esa sociedad, debemos convivir tanto con quienes creen
que Dios existe como con quienes creen que no; con quienes identifican el
nombre de Dios con Alá y quienes lo hacen con Yahvé y Jesús. Y encontrar
fórmulas adecuadas y justas para esta convivencia no es tarea fácil. Al mismo
tiempo, eliminar la cuestión sobre Dios se nos antoja tentadoramente
expeditivo y fácil. Una cierta mentalidad pragmática nos empuja en esa
dirección. Pero ¿resuelve esto el problema de la convivencia? Más bien, lo
agrava de modo fatal: porque uno puede acertar, más o menos, con los
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La confesionalidad oculta
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En la actualidad, podríamos decir que Dios ha sido expulsado de la polis. Parece existir
un consenso político al respecto: puede que Dios exista o puede que no, pero esto
no es relevante porque, en cualquier caso, no tiene nada que ver con la polis. Esta se
Vamos a exponer un ejemplo que, a priori, nada tiene que ver con nuestro tema. Los
llamados «delitos cualificados por el resultado» se consideran cosa del pasado, algo
indigno de un sistema penal democrático, propio de sistemas totalitaristas felizmente
superados. Por lo tanto, se suprimen… verbalmente. Así, en vez de «imprudencia con
resultado muerte», lo llamamos «homicidio imprudente». Nos enorgullecemos de
haber suprimido los delitos cualificados por el resultado y, sin embargo, nuestros
códigos penales siguen llenos de ellos. Se trata de una enorme e impávida hipocresía:
el rey va desnudo y todos ponderamos elegante y sesudamente la calidad de sus
vestidos.
Todo este excursus nos sirve para realizar una comparación. A saber, en nuestro
asunto ocurre lo mismo: promulgamos la aconfesionalidad y, sin embargo, vivimos
en una sociedad plenamente confesional. En efecto, declarar la irrelevancia de Dios
es, en el fondo, confesionalidad agnóstica. Y esto es tan confesional como tomar
partido por cualquier religión oficial. De modo que sería más honesto reconocer que
no encontramos caminos para la aconfesionalidad, al igual que no los encontramos
para suprimir los delitos cualificados por el resultado (sobre esto, recomendamos la
lectura del texto de Viladrich (1980, pp. 221 y ss.).
Como hemos visto, la frase etsi Deus non daretur no es de Grocio. Él no propuso
concebir la sociedad «como si Dios no existiese», es decir, desde una perspectiva
atea. El intento de Grocio fue el de construir una fundamentación del derecho
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internacional que todos pudieran aceptar; más concretamente, que fuera válida
etiamsi daremus Deum non ese (‘también si concediéramos que Dios no existe’). Es
decir, una argumentación que también un ateo fuerza capaz de aceptar.
La propuesta de Ratzinger
Esta propuesta de edificar la convivencia etsi Deus non daretur tiene presencia en
nuestra cultura. Ratzinger constata que el intento de Grocio ha fallado. Pareció
posible mientras había un substrato ético común que derivaba de la fe cristiana y que
se mantenía de modo inercial a pesar de la división (e, incluso, de la negación) de la
fe. Pero, poco a poco, este ha perdido su fuerza; de ahí el fracaso de la tesis de Grocio.
La situación actual del mundo, ¿no nos hace pensar que Kant podría tener
razón? En otras palabras: llevar hasta el extremo el intento de comprender
al hombre prescindiendo completamente de Dios nos lleva al borde del
abismo, a prescindir totalmente del hombre. Deberíamos, entonces, dar la
vuelta al axioma de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el
camino de la aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida
veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Este es el consejo que daba
Pascal a sus amigos no creyentes; y es el consejo que quisiéramos dar
también hoy a nuestros amigos no creyentes. De este modo, nadie queda
limitado en su libertad, y nuestra vida encuentra un sostén y un criterio del
que tiene necesidad urgente (2005c, pp. 45-47).
Un comentario a la propuesta
Para comprender este apartado que sigue, es importante tener presente lo que
decíamos en el tema «Bases teóricas de la propuesta de Ratzinger (II). Necesidad,
posibilidades y dificultades de encontrar», especialmente en relación con el apartado
sobre Skinner y Lewis.
Esto nos conduce a concluir que, si Dios no existe, solo existe el reino de la pura
facticidad. O, lo que es lo mismo, que no puede haber ninguna valoración moral ni
propiamente jurídica. El ordenamiento jurídico, pues, se erige en una instancia
meramente sancionadora o punitiva, es decir: castiga el crimen (el hecho), pero no lo
condena (no lo valora). Por fortuna, los seres humanos no somos totalmente
coherentes. Esa intuición, ese conocimiento por connaturalidad, esa repugnancia,
nos salvan de momento. Pero la negación intelectual de su fundamento las va
minando inevitablemente.
No solo Dios, también la verdad, el bien y la justicia han sido expulsados de la vida
política. Se los considera asuntos no racionales, sobre los que puede haber opciones
subjetivas muy diversas; por tanto, no pueden entrar en la arena pública. Por otra
parte, se entiende que son conceptos potencialmente generadores de violencia.
Volvamos sobre un ejemplo que ya vimos en el tema «Ratzinger en diálogo (II). Los
antiteísmos y el relativismo» y que pone de relieve hasta qué punto estos
planteamientos han penetrado en la mentalidad contemporánea y recogen «la
conciencia del hombre medio actual, también la de los cristianos» (1995, p. 93). Se
trata de la Conferencia de Premios Nobel celebrada en París en enero de 1988. Como
ya señalamos, una de las conclusiones a las que llegaron los participantes fue la del
«rechazo a las verdades definitivas» («Conclusiones de la Conferencia», 1988, p. 34).
Esta afirmación es un reflejo, en nuestra opinión, del estado intelectual y espiritual
de nuestra época.
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Permítasenos una digresión que puede resultar iluminadora. Se trata de los códigos
deontológicos, en los que se manifiesta de modo sorprendente la misma lógica de
fondo. Al principio, se presentaban como una llamada ética a las diversas profesiones.
Y lo eran, pero han acabado degenerando. Las deontologías profesionales, y sus
correspondientes códigos, nacieron como un intento de conocer y vivir las exigencias
éticas específicas de cada profesión. Pues bien, ahora consisten en una serie de
protocolos que hay que cumplir para que, si ocurre algo, la responsabilidad no sea
mía. Se han tornado protocolos exculpatorios: esto es lo único que parece importar,
la elusión de responsabilidades. Lo importante no es evitar el daño, sino la
imputación. En la concepción de lo jurídico y de lo político, existe una deriva similar:
realidades valiosas degeneran en versiones prácticas positivistas a las que es ajena
toda consideración, digamos, axiológica.
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Son todas formulaciones provisionales, que presentan con muchas limitaciones, unas
más insatisfactorias y otras menos. En términos generales, las construcciones
concretas son muy deficitarias y reprochables. Flores y otros muchos critican, con
razón, una tendencia a la intolerancia, al fascismo y (quizás con menos razón) el error
lógico de pasar del ser al deber-ser. Sin embargo, en todas ellas subyace algo común
y siempre válido, desde los griegos hasta hoy: el intento (que obedece a una
necesidad) de captar, formular y defender un patrimonio que se sustraiga de por sí
a la decisión legítima de los hombres; es necesario protegerlo, porque estos tienden
con frecuencia a menospreciarlo o a olvidarlo. Ahí radica la importancia de la
presencia pública de la verdad, el bien y la justicia, de una justicia material, que son
las auténticas cenicientas de la cultura actual.
Si nos quedáramos solo en lo que hemos visto hasta ahora, alguien podría interpretar
que proponemos una intromisión de lo religioso en lo político, es decir, una teocracia,
algo de todo punto intolerable. Es necesario equilibrar el discurso, para lo cual
profundizaremos en la autonomía de lo político, aunque, en sí, se trate de un asunto
que pertenece más al ámbito de la relación Iglesia-Estado (el cual abordaremos más
adelante) que al de los fundamentos para la convivencia política.
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La teocracia está muy lejos del pensamiento de Ratzinger, por varias razones, todas
ellas importantes:
La libertad religiosa.
Antes de entrar a exponer estos cuatro puntos uno por uno, es preciso detenerse un
poco en la consideración general. Cualquier lector de Ratzinger sabe que la teocracia
le repugna, y que cualquier cosa que vaya en esa dirección va a encontrar su rechazo.
Tanto por estilo, como por convicción intelectual, como por el clima que ha respirado,
es algo que le está muy lejano. Por lo demás, no es un peligro real, al menos una
teocracia cristiana. En efecto, hoy en día, los cristianos identificados con su fe son
una minoría francamente pequeña. Minoría, además, cuyo planteamiento intelectual
está lejos de la teocracia; pero, aunque así no fuera, aunque la minoría cristiana fuera
teocrática, la Iglesia seguiría siendo un tigre de papel.
Libertad religiosa
Estamos, una vez más, entre Escila y Caribdis. Así, toda concepción y aplicación del
etsi Deus daretur que se haga en detrimento de la libertad religiosa y de la
consiguiente neutralidad del poder, es errónea. Pero también lo es toda concepción
y aplicación de la libertad religiosa y de la neutralidad del poder que deslegitime de
forma radical el etsi Deus dareturf. Somos conscientes de que aquí es muy difícil no
percibir una aporía y de que habría que señalar caminos por los que se pueda
navegar. Pero no podemos ir más allá por el momento.
De este asunto hablaba Possenti, a propósito de Kelsen, tal y como vimos en el tema
«Panorama de la filosofía política y jurídica contemporánea». Existe un peligro real
de extraer aplicaciones prácticas precipitadas desde las verdades eternas o desde la
historia de la salvación; de que lo que hace Kelsen (y que Possenti critica) lo hagamos
los creyentes desde la fe. Pero este peligro se puede salvar si tenemos presente que
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lo que dice Possenti vale también para los creyentes: las exigencias del orden y la paz
en un momento determinado, o, si se prefiere, las exigencias del bien común en un
momento y en un lugar determinados, son susceptibles de apreciaciones muy
distintas, todas ellas legítimas.
Fe e Iglesia histórica
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El reto del pensamiento y de la práctica es concebir las cosas de modo que no lleven
a una teocracia ni a una dictadura laica. Es difícil señalar caminos para esto.
Probablemente, estos pasan por subrayar el carácter histórico de la Iglesia y del
Estado, donde subyace la idea de que Dios entrega la creación a su propio ser y a su
propia libertad. No es fácil, pero quizás podamos conseguir un nuevo comienzo, un
nuevo consenso si recorremos este camino. Quizás de aquí deba derivarse nuestra
respuesta a las justas objeciones que se ponen desde muchos puntos de vista.
Esto indica que la primera opción ▬la opción en favor del Logos y en contra
de la materia▬ no es posible sin la segunda y sin la tercera. Mejor dicho, la
primera, tomada en sí misma, es puro idealismo. Solo la segunda y tercera
opción -primado de lo particular, primado de la libertad- forman la línea
divisoria entre el idealismo y la fe cristiana que se convierte así, de una vez,
en algo distinto del puro idealismo.
Sobre esto habría mucho que hablar, pero nos contentaremos con unas
explicaciones indispensables. Nos preguntamos: ¿qué significa propiamente
que el Logos, cuyo pensamiento es el mundo, sea persona y que la fe sea
consiguientemente una opción en favor de lo particular y no de lo general?
A esto puede darse una respuesta sencilla, ya que en último término no
significa, sino que ese pensar creador que para nosotros es supuesto y
fundamento de todo ser, es en realidad consciente pensar de sí mismo, y
que no solo se conoce a sí mismo, sino a todo su pensamiento. Además, este
pensar no solo conoce, sino que ama; es creador porque es amor, y porque
no solo piensa, sino que ama, coloca su pensamiento en la libertad de su
propio ser, lo objetiviza, lo hace ser. Todo esto significa que ese pensar sabe
su pensamiento en su ser mismo, que ama y que amablemente lo lleva. De
nuevo llegamos a la frase antes citada: es divino lo que no queda aprisionado
en lo máximo, sino que se contiene en lo mínimo.
El Logos de todo ser, el ser que todo lo lleva y lo abarca, es, pues, conciencia,
libertad y amor; de ahí se colige claramente que lo supremo del mundo no
es la necesidad cósmica, sino la libertad. Las consecuencias son
trascendentales, ya que esto nos lleva a afirmar que la libertad es la
necesaria estructura del mundo, y que esto quiere decir que el hombre
puede comprender el mundo solo como incomprensible, que el mundo solo
puede ser incomprensibilidad. Ya que, si el punto supremo del mundo es una
libertad que en cuanto tal lo lleva, lo quiere, lo conoce y lo ama, la libertad
y la imposibilidad de calcular son características del mundo. La libertad
implica imposibilidad de cálculo; si esto es así, el mundo no puede reducirse
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un ámbito parcial más de conocimiento y acción que solo dentro de la totalidad del
Estado tiene legitimidad. Sin embargo, la Iglesia debe ser consciente de que la
totalidad tampoco está en ella, ni en la religión, ni en la propia fe: solo está en Dios.
Cuando Ratzinger dice que Dios entrega la materia a su propio ser, a su propia
Ollero, A. (2012). Hacer entrar en razón al estado de derecho. Benedicto XVI aborda
los fundamentos del estado. Acta philosophica, 21, 386-390.
Madrid: Rialp.
C. Relativistas.
D. Individualistas.
6. El presupuesto de que Dios no debe estar presente en la vida civil implica una
actitud:
A. Neutral.
B. Tolerante.
C. Confesional.
D. Exclusivista.