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la mufla
Jia vuelto
a florecer
LIBRERIA - EDITORIAL
“J U V E N T U D ”
LA PAZ — 1985
i '
BIBLIOTECA DIGITAL
LITERATURA
AUTORES, SUS OBRAS Y TEXTOS QUE COMENTAN SUS LIBROS
LA M U Ñ A HA
VUELTO A FLORECER
TERCERA EDICION
DOÑA EULOGIA
— 7—
de lo edificado, en espaciosas veredas que ser
pentean entre matos de arbustos y.setos vivos.
Ciñendo la modesta tira de guijarros y losas
con que están soladas las calles, álzanse a am
bos costados de ellas construcciones de viejo es
tilo español: casas de una sola planta, con mu
chas puertas y pocas ventanas; o bien edificios
de un piso bajo y otro principal, que se destacan
de entre aquéllas como presumiendo de señorío
y distinción. Nota característica de las unas es
la reciedumbre de sus paredes cubiertas por bas
to revoque y protegidas de la intemperie por ale
ros volantes; y curioso detalle de los otros, la
presencia de balcones con barandillas, donde no
faltan los tiestos con matas floridas.
Como en toda pequeña ciudad, el espacio
abierto con honores de plaza de armas y parque
de recreo, es en ésta, sitio cardinal, centro de
gravedad y ámbito donde se muestran las mejo
ras de lo urbano. Enmarcando la corta explanada
que exhibe frondosas arboledas y lozanos jardin
cillos y atraviesan sombreados viales, levántan-
se construcciones de mayor categoría, con fron
tispicios de alguna elegancia y amplios soporta
les sobre las aceras. La iglesia matriz enseña su
doble campanario desde uno de los frentes y, co
mo prestándole atención y rindiéndole homenaje,
en el opuesto alizan su fachada de modesta sille
ría la casa de gobierno y la del municipio.
Un plácido arroyo que baja desde la monta
ña vecina, discurre por enmedio de la población,
dividiéndola en dos mitades de desigual propor
ción, más no sin permitir que a sus veras los pa
tios y los rodales puedan convertirse en huertas
y sembradíos.
No por pequeña esta ciudad, ni porque su
caserío esté naturalmente apretado, deja de tener
sus fracciones orilleras, sus arrabales de humil
de aunque atrayente pergeño, donde ralean las
edificaciones y la campiña se anuncia al patente.
Uno de ellos flanquea el núcleo urbano por el la
do del sud y es conocido con una designación de
curiosa contextura hispana y aborigen.
Este suburbio da pintoresco término a algu
na de las calles que arrancan del centro y tiene
de su parte callizos propios, abiertos de cuanto
ha por las urgencias del trajín cuotidiano. Sobre
las unas y los otros se yerguen parvas construc
ciones de lisas paredes enjalbegadas con tierra
blanca y grises tejados que la humedad del am
biente decora con musgos y liqúenes.
Viviendas tales no están, por lo común, con
tiguamente dispuestas. Cuando no por setos vivos
de envedijada ramazón, hállanse separadas unas
de otras por tapias de pelado adobe, sobre cuyos
bardales medran los candelabros espinosos de las
pasacanas.
Conviene decir en este punto que barriada
de tan pintoresca traza es, tanto como albergue
de menestrales, lugar de diversión, según el tér
mino quiere ser entendido por los moradores de
la ciudad provinciana. Para decirlo todo de una
vez, allí abundan las casas donde se expende el
rubio vino de maíz, no por cierto en trato llano
de vendedor a comprador, sino mediando la juer
ga con coplas y guitarras y la asistencia de mo
zas en estado de merecer y suscitar apetencias.
A falta de sitios mejores, allí acude el vecino
que quiere exprimir el zumo de la vida compla
ciente y apurarlo a sorbos en agradable compa
ñía y discreto retiro.
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Aunque bien conocidos los establecimientos
de este menester, por fuerza de costumbre se ha
ce reclamo en ellos con una seña visible y llama
tiva. Consiste la tal en un trebejo de forma cua
drada y color rojo, que pende del alero de la ca
sa, y a las veces del dintel mismo de la puerta.
El nombre de pendón que se da al trebejo, sugie
re una acertada ¡dea del oficio que desempeña.
Su continuidad o permanencia en el lugar señala
do indica el grado de favor de que goza la casa,
cuando no el número, fortuna y asiduidad de la
clientela.
En pleno corazón de la barriada y a pocos pa
sos de su esquina principal, vivía una tal doña
Eulogia, ha poco más de un cuarto de siglo. La
presente historia empieza en el momento que es
ta doña Eulogia, empinándose sobre las puntas de
los pies, colgaba en el torzal pendiente_del ajero
de su casa, el cuadradito rojo que habría de anun
ciar la espirituosa mercancía como lista para el
expendio y consumo.
Era persona de edad ya madura y algo car
gada de carnes, pero, excepción hecha del leve
hundimiento de las mejillas junto a la comisura
de los labios, el semblante la mostraba fresca
chona aún y de buen parecer.
Había colocado el pendón y oteaba la calle,
en la que el sol languideciente del atardecer pre
cipitaba sus últimos rayos, cuando vio detenerse
en su delante a alguien que a guisa de saludo le
espetó con este reparo:
— Tarde pa poner pendón. . . es decir en otra
casa, que no sea la de u s té ...
Quien así se expresaba era una antigua ami
ga, mujer de bastante años más que ella, canija
en la traza y con el rostro picado de viruelas.
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La sujeta, tras de haber ensayado una son
risa maliciosa, añadió:
— ¡Cómo se echa de ver que tiene su buena
clientela, y ésta viene a encontrarse en cuanto
se le avisa!
— ¡Qué miras, doña Genoveva! — respondió la
interpelada con tono que, de una parte, quería
afirmar lo aludido y, de otra, declinar por modes
tia de la buena fama qqe se le atribuía.
La llamada Genoveva, insistiendo en lo dicho
y usando de la confianza de que se sabía deposi
taría, puntualizó con más desenvoltura:
— No lo digo por decir no más, sino porque
es ciertísimo. Usté se esmera en hacer buena chi
cha. y la suerte le ayuda. No le compran de real
en real o de jarrita en jarra, como a mí y a tan
tas otras. Viene gente platuda, y decentes rango
sos lo junteah todo y “tumban” el pendón de una
sentada...
— No tanto, doña Genoveva — asintió la del
pendón, sintiéndose halagada.
La interlocutora quería agregar algo, era ésa
su intención, y puesta ya en camino de despachar
se, puntualizó como quien arrima un leño a la fo
gata del elogio:
— Su buena suerte es una, y el resto lo hace
el atractivo de la casa.
— La casa de un pobre nunca es atractiva.
— No se haga la pobre, ni la del otro viernes.
Sabe que me refiero a la Lucila: es un dije y tie
ne gracia hasta pa regalar.
— Favor que usté le hace.
— Además de bonita tiene muy buenos mo
dos. Y como es ella la que corre con las atencio-
— 11 —
i
nes, hay razón pa que las visitas no falten y la
chicha se venda pronto.
La simple de doña Eulogia, cada vez más com
placida por los elogios, no acertó a dar con la in
tención del dicho, y se satisfizo con comentar bre
vemente:
— Me ayuda mucho, y debo reconocer que sin
ella las cosas no estarían aura como están.
— Razón de más pa que la cuide bien, lo que
se dice bien.
— Eso sí la cuido más que a la niña de mis
o jo s .. . A pesar de que ella no lo precisa. Es se
ria y moderada y sabe cómo debe portarse.
— Sin em bargo... Los visitantes, quiero de
cir los tomadores, a veces quieren pasarse de la
raya, y hay algunos muy arrofaldaus.
— Aquí no vienen de ésos, y si vinieran, ella
los pondría en su lugar. Pa amable y amistosa,
y pa saber tratar bien a la gente, nadie la gana.
Pero de a’i no pasa. Me doy cuenta de eso porque
cuando hay alguien en casa, no le quito los ojos
de encima.
— Naturalmente. Pero no es aquí de ande de
be usté maliciar, sino de ajuera, de la calle.
— Sale muy poco, porque no le gusta. Como
que aura, pa que vaya ande sus primas, casi he
teniu que rempujarla.
— Sin embargo, doña Eulogia...
Y al decir esto la vieja, cenceña sonrió signi
ficativamente, dejando trunca la frase, como para
obligar a quien la escuchaba a que calase más
hondo. Sólo entonces doña Eulogia llegó a los ba
rruntos de que aquélla se traía algo en la punta
de la lengua.
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— Hable, doña Genoveva — pidió con curiosi
dad, pero sin afectarse.
— No hubiera queriu decírselo, pero ya que
la ocasión se presenta, y por el bien de usté y
el de su hija, tendré que hacerlo. La cosa no tie
ne mucha gravedá, pero debe saberla, pa tomar
sus m edidas.. . Anda tras de la Lucila un tal Da
niel Barrios. . .
— Lo conozco — interrumpió doña Eulogia, de
jando advertir cierta molestia.
— Y parece que a ella el tipo ése no le cai
mal. Dizque la acompaña por la calle, y ella a su
lau camina no muy seria que se diga. . .
— ¿Y cómo lo sabe usté?
— Por mi hija, la Julia. A ésta la persigue otro
mequetrefe de la calaña del tal Daniel, que a mí
no me gusta ni pizca. Y como las dos son tan ami
g a s ...
— A mí tampoco me gusta lo de la Lucila,
aunque sea de poca gravedá, como usté misma
lo dice — apuntó doña Eulogia sosegadamente.
La del enredo, que al parecer no esperaba
esto, sino indignación en la Informada y mayor
vehemencia en sus expresiones, encimó como
quien da un consejo oportuno:
— Así es, pero las consecuencias pueden ser
otras y nada buenas pa la casa.
— Como d e c ir...
— Que la Lucila se aficione más del tipo, y
luego, por aficionada, de él, no tenga ya mucha
voluntá para atender a los clientes. O que éstos
se enteren de lo que pasa, y no gustándoles el
servicio a la fuerza de prenda ajena, se alcen de
aquí y no vuelvan por el cambio.
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El buscapiés estaba lanzado, y no con mal
efecto. A punto de hablar doña Eulogia, un hom
bre hubo de acercárseles, dejando ver que era
amigo y merecedor de la confianza de ambas.
— Por las palabras que he cogiu al vuelo —
adujo al detenerse junto a ellas— creo saber de
lo que se trata.
Era un cierto don Manuel María, viejo de no
mala catadura, que por su edad y su oficio de es
cribiente en un juzgado, gozaba en el barrio de se
ñalados miramientos y fama de hombre instruido
y de ejemplar conducta.
— Lo sabe porque lo ha cogiu al vuelo y por
que yo mismo se lo dije endenantes — indicó do
ña Genoveva que apenas pudo disimular su con
trariedad ante la aproximación del viejo.
— Es cierto — afirmó éste. /
— Y aura viene a hablar de ello a doña Eufo-
gia y a darme la razón ¿no?
— En eso estás equivocada. No soy hombre
que gusta de los chismes y las murmuraciones.
Pasaba no más por aquí, y al verlas quise acer
carme a tertuliar un rato y ver cómo anda la chi
cha nuevita de la casa.
— Pues viene a tiempo — encareció la aludida.
— A tiempo pa reemplazarme en la tertulia
— significó doña Genoveva, tratando de mostrar
se afable. — Estaba 9a a punto de irme, y si usté
no lo tiene a mal, me voy aurita mismo, y que
pasen los dos buenas tardes.
Al quedar doña Eulogia con su vecino, hizo
pasar a éste puerta adentro, anunciando que ha
bría de convidarle con un buen vaso de lo recien
temente puesto a la venta.
Así lo hizo, y mientras el invitado consumía
la poción, calladamente y a lentos sorbos, como
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ínula por costumbre, la imaginación de ella, con
ni estímulo no nada grato de que su cofrade aca-
Imba de decirle, detúvose a contemplar la situa
ción de su hija, aquélla de quien la vieja hacía tan
cumplidos como reticentes elogios.
Era así, como ambas habían sostenido. La
muchacha atraía con su gracia y buenas disposi
ciones para atender a los marchantes. Bebía con
olios a la alternativa, servíales de pareja en el bai
lo, cantábales alguna copla y hasta aceptaba los
requiebros y las zalemas de quien daba en feste-
jnrla. Nada más. Pero aún así, ella, la madre, no
podía menos que abrigar alguna preocupación y
ontrever algo que la llamaba a velar por la hija,
del modo que mejor le fuera posible.
Demasiado la quería para no desearle la ma
yor suma de bienes y procurar que se mantuvie
se exenta de los riesgos de aquel género de vida.
Por experiencia propia conocía los azares y
ontresijos de ese mundillo tarambana y no poco
licencioso de las diversiones populares, con el
rubio vino de maíz de por medio. Había vivido en
él casi desde la adolescencia, y no con buena for
tuna
Al llegar a este punto de sus cavilaciones,
no pudo o no quiso impedir que le vinieran a la
mente los recuerdos de su pasada existencia. Y
después de servir a su convidado una nueva y
más colmada copa, apenas reparando en su pre
sencia y contestando con monosílabos a la esca
sa tertulia que aquél le proporcionaba, echó su
mente a bogar río arriba en la barca del recuerdo:
Muy joven había venido a la ciudad provin
ciana desde el villorrio en que nació. Al arrimo
de una pariente, chichera de oficio, pasó los me
jores años de su edad, iniciándose en aquellos
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menesteres y en sus concomitancias de la vida li
gera y galante. Conoció a los hombres y supo de
sus afectos y sus arrebatos, sus dádivas y sus
rigores.
Se enamoró una vez perdidamente. El objeto
de su amor era un mozo arrogante y simpático,
que le soplaba al oído almibaradas frases y ten
tadoras ofertas y le cantaba apasionadas endechas
con la música de aires criollos. El romance tuvo
fin cuando ella, en estado de avanzada gravidez,
reclamó los medios para hacer frente a la situa
ción, y el palomo, por toda respuesta, alzó el vue
lo para no volver. Semanas más tarde nacía Lu
cila.
Duros y apremiantes hubieron de ser enton
ces los días, mas no perdurables. La maternidad
no fue óbice para que, pasado un buen tiempo,
volviese ella a ocupar el sitio que antes tenía.
Y aunque en adelante escasearon las privanzas
y las preferencias a su persona, la experiencia
hízole entrar en razones y ver de exprimir de la
vida que llevaba, jugos de más patente y dura
dera sustancia.
Con este razonar por premisa en el nuevo
orden de conducirse, no le fue difícil obtener al
gún provecho de ciertas relaciones que mantuvo
con un sujeto blando en el dar para conseguir.
Fruto de tales relaciones fue una nueva hija, a
quien dio el nombre de Petronila, y los medios
suficientes para abrir por cuenta propia una' ca
sa de expendio del siempre apetecido líquido.
Los primeros años del despacho no se mos
traron, a la verdad, muy halagüeños ni producti
vos. Però todo fue que Lucila creciera hasta es
tar en condiciones de hacer los honores de la ca-
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nn. para que la fortuna viniese como traída por en
cargo.
Al hincarle en el magín esta parte de sus
avocaciones, el semblante hubo de iluminársele
con una sonrisa de bienandanza, mas no sin que
alia, en los entrepaños de su ser, una espina le
punzara como sin querer.
— Estás casi durmiendo — exclamó don Ma
nuel María en ese preciso instante— . Te has que-
dau callada y hasta con los ojos cerraus!
■Había concluido su segunda copa y mostra
ba disposiciones de que no le desagradaría una
tercera. Y como para merecerla prosiguió:
— Las habladurías de esa lengua larga de la
Genoveva te han puesto no sé cómo. No le hagás
mucha caso a ésa.
— Pero es que no deja de tener razón. Figú
rese usté: Que la Lucila vaya a enam orarse...
Sería, como dice la otra, pa que se nos corra la
clientela — sostuvo doña Eulogia, tras de haber
vuelto a la realidad.
— ¿Lo eréis así?
— Podría o cu rrir... Aura tengo que cuidarla
más que nunca.
— Mujer — sentenció don Manuel María, po
niéndose de pie— a las muchachas debe cuidár
selas siempre, porque son muchachas, y en tal
condición viven con los pies sobre una cáscara
de plátano...
Y en seguida, como quien llega al punto con
creto:
— Y tu hija como la que más, tan jovencita y
tan linda... Pero si hay un mozo trabajador, se
rio y con buenas intenciones, como por ejemplo
el D aniel...
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— ¿El Daniel? — interrumpió doña Eulogia, vi
siblemente contrariada— ¡Qué va’tener ése bue
nas intenciones, cuando ni ande cairse muerto
tiene!
El viejo iba a objetar, pero en ese momento
se hizo presente la llamada Petronila, una chiqui
lla de doce a trece años, que entraba desde los
interiores de la casa. Al verla doña Eulogia hizo
una señal de inteligencia, y el hombre calló dis
cretamente.
— 18 —
II
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juventud. En el moreno óvalo del rostro lucía co
mo prendas singulares unos ojos en forma de al
mendra, negros como la fruta del guapurú, y unos
labios carnosos y encendidos, como hechos para
despertar sutiles apetencias.
Con el trasto puesto sobre la cabeza y ape
nas asido con una de las manos, avanzó por las
callejas del barrio, llevando la gentil persona en
un al modo de leve balanceo que dejaba ver la
viveza y elasticidad de los músculos jóvenes. A
no mucho andar dio con una moza de poco más
o menos su misma edad y con igual carga que la
suya, igualmente conducida.
— ¿Hace mucho que vinistes? — la interrogó
con amable tono.
— Acabo de llegar pa esperarte aquí, según
lo convinimos — respondió la muchacha con j&s
mismas muestras de cordialidad.
— Pues, en camino, entonces — indicó Lucila.
Echaron a andar juntas, fuera ya del pueblo,
por un callejón bordeado de cercas y tapiales, de
los que emergían los troncos y las ramazones de
arbustos y árboles engalanados por verde follaje.
La mañana estaba en todo su esplendor. Hen
diendo un aire diáfano y sedante, la rubia torren
tera del sol de diciembre se derramaba sobre la
tierra como si fuera a acariciarla.
Enfrascadas en ameno coloquio, las mozas no
acertaron a reparar en que, tras de un torno de
la vía, dos mozos yacían apostados, como aguar
dándolas. Sólo se dieron cuenta del hecho cuan
do estuvieron en su delante y ellos las saludaron,
llamándolas simultáneamente por sus nombres:
— ¡Lucila!
— ¡Julia!
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Esta fue la primera en contestarles, haciendo
ver que el encuentro le placía y no la tomaba tan
de sorpresa.
— ¡Madrugadores son! No hubiera creído ha
llarlos aquí, y tan temprano.
— Te lo dije anoche, y la ocasión no era de
perderse — replicó uno de los mozos, poniéndo
se del lado de ella.
El otro había hecho lo propio junto a Lucila,
al tiempo que la interrogaba:
— ¿Sabías vos que íbamos a venir con el
Telmo?
— ¡Qué no iba’ saberlo! — señaló ella— . La
Julia me lo dijo, y hasta me rogó que no dejase
de venir, dizque por encargo tuyo.
— Es verdá — afirmó él brevemente.
Reanudaron la marcha, una pareja por delan
te y otra por detrás, dialogando en voz baja, co
mo si de cosas privadas tratasen. A poco de ca
minar de esta guisa, hubieron de avistar el tér
mino de la vía, o más bien un cambio de su de
recha trayectoria. Desembocaba en una vaguada
estrecha y tortuosa, ceñida por roquedos o por
faldíos de colinas. Sobre espacio de esta natura
leza y por entre pedruscos- y guijarros, lamiendo
yerbas y saltando quijeros, discurrían las aguas
del arroyo pueblero, al que el optimismo de las
gentes hacía llamar pomposamente “el río".
De allí en adelante los mozos siguieron por
el curso arriba del arroyo, mas no ya en la si
lente complacencia del camino. Lavanderas que
habían mañaneado ocupaban las veras de la co
rriente, y su vocerío y los ruidos resultantes de
su faena resonaban agudos en el apretado ámbi
to. Sentadas sobre los pedruscos orilleros, tun-
— 21 —
dían la ropa con vigorosos golpes de ambas ma
nos, o bien la batían dentro de los remansos, sin
dejar de parlotear unas con otras.
Lucila y sus amigos pasaron por entre ellas,
no sin reconocer al paso algunas amistades, con
quienes hubieron de cambiar saludos.
— A ver si alguna de éstas no va con el cuen
to a mi mama — apuntó.-Julia, sin mostrar preo
cupación por sus barruntos.
— Y a la mía — asegundó Lucila.
— No sé por qué en casa no lo quieren al
T e lm o ... Y si saben que estuve con él, lo me
nos que me espera es una tratada — volvió a in
dicar Julia.
Lucila, dejando ver tranquilidad de su parte,
adujo:
— Suerte que en la mía nada saben dél Da- /
niel.
El así llamado, entre burlón y serio, inquirió:
— ¿Y si lo supieran?
La muchacha dio la calíada por respuesta,
mientras con los pies, ya descalzos, chapoteaba
en el agua con deleite infantil.
Un poco más declive arriba, el cauce del
arroyo se enarcaba estrechamente, describiendo
una curva de cerrado trazo y apacibles contornos.
Allí los arbustos y las yerbas crecían más loza
nos que en parte alguna, alargándose en sotillos,
hasta lamer las undosas y murmurantes aguas.
Descollaban entre aquella vegetación las matas
enhiestas de la chilca, arbusto aborigen de den
sa ramazón y hojas vivaces.
Tal era el paraje al que vecinos y lavanderas
daban el expresivo nombre de “Recodo de las
ChilcaS". En él se detuvieron las mozas y sus
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acompañantes, descargando ellas los bártulos de
la cabeza, como disponiéndose a emprender la
labor que las traía.
— Ustedes se quedan aquí y nosotros nos va
mos al otro lau del recodo — señaló Julia con
amable autoridad y cierto tonillo de entendida pi
cardía.
Momentos después Lucila tomaba sitio al bor
de de la corriente y daba mano a las diligencias
de remojar la ropa. Daniel, sentado sobre un can
to que emergía de entre las aguas, la miraba en
silencio, como no atinando a empezar el coloquio.
Fue ella quien habló primero:
— ¿Seguís con la porfía de irte al servicio
militar?
— No es porfía, sino deber que cumplir. Bien
lo sabís — indicó él.
— ¿Y pune este año?
— Es el año que me toca.
— Podrías dejarlo pa’l entrante.
— No, Lucila. Eso sería quedarse de “omiso".
No hallando otras razones con qué objetar la
decisión del viaje, la muchacha vio por convenien
te guardar silencio, a la espera de que el galán
entrara en otro orden de consideraciones. Muy
poco fue lo que hubo de esperar.
— Me duele tener que dejarte, cuando ape
nas habíamos empezau a entendernos — suspiró
Daniel casi en seguida.
Ella, simulando entretención con lo que tenía
entre manos, persistió en el silencio, situación
que él tomó en su favor para interrogarla delica
damente.
— Y vos, ¿qué me decís?
— 23 —
Lucila no desplegó los labios, pero volvió los
ojos al amado, envolviéndolo en una mirada que
lo decía todo.
Al sentirse presa de aquellos ojos punzantes,
Daniel no pudo menos que rememorar de que fue
ron ellos los que le atrajeron y encendieron en
su corazón la llama del amor exultante. No recor
daba haber conocido a la muchacha sino desde
algunos meses atrás. Sólo cuando el azar le brin
dó la oportunidad de fijarse en esos ojos de al
mendra, escrutadores y sombríos, acertó a repa
rar en que quien los llevaba era dueña desgra
cias y donosuras que movían a admiración.
Solía encontrarla de vez en cuando, y a ca
da encuentro sentíase más poseído dé ella, más
atraído por sus encantos. Concluyó, a las sema
nas, por acercársele en demanda de amistad, y
tales debieron de ser los modos con que procedía,
que la muchacha le aceptó para amigo y no tardó
en dar buena acogida a sus festejos.
De entonces en adelante hubieron de encon
trarse con alguna frecuencia y aun concertar en
trevistas en lugares adonde ella tenía por costum
bre asistir. Alguna vez se hizo presente en la ca
sa, llevado por amigos que lo eran también de
doña Eulogia, y en disposiciones de apurar'algu-
nos sorbos de lo espirituoso. Mas, aleccionado
como estaba por la muchacha, no dejó ver allí
ninguna inclinación hacia ella, ni siquiera partici
pó en el coro de requiebros que los demás le
prodigaban.
Así pasaron los días, y el amor fue echando
raíces en los corazones, a hurto de conveniencias
y por cima de preocupaciones de orden positivo.
No podía menos de ser así, dadas las condicio
nes en que ambos llevaban a cuestas las existen
— 24
cias. ¿Qué habría de ofrecerle a ella, en prenda
de su afecto, él, mozo de apenas diecinueve años
y modesto oficial de carpintero?
Cuando más abstraído se hallaba en el fluir
de los recuerdos, la voz de Lucila vino a sacarle
de la abstracción.
— ¿Y cuánto tiempo va’durar tu ausencia?
— De uno a dos años, según me toque en el
sorteo.
— Dos años. .. ¡largo tiempo es ése!
— No, si sabís esperar y portarte, claro está,
como se debe.
— En cuanto a eso, podís estar bien seguro.
Transcurrieron algunos minutos de silencio,
durante los cuales ella se levantó para exprimir
algunas prendas que había lavado y tenderlas a
secar sobre- la ramazón de las chilcas inmedia
tas. Hecho esto volvió a sentarse al borde de la
corriente, al tiempo que Daniel reanudaba el co
loquio.
— Cuando vuelva, hombre ya hecho y dere
cho, cambiarán las cosas — insinuó, dando rien
da suelta al optimismo.
— ¿Cómo así?
— Abriré mi taller propio, y como no, soy ma-
neau pa’l trabajo, habrá de qué disponer, y enton
ces...
— Entonces, ¿qué?
Trabajo le habría costado al mozo contestar
a la menuda pero apremiante interrogación, y ya
buscaba en el magín la manera más fácil y más
grata de absolverla, cuando una mujer de las que
lavaban por allí cerca, irrumpió exclamando a gui
sa de advertencia:
— 25 —
— ¡Lucila, viene tu mama!
Y como si la anunciada hubiera estado pisan
do los talones de la anunciadora, la figura de do
ña Eulogia se dejó ver en medio del estrecho
cauce del arroyo. Apenas si Daniel dispuso de
tiempo para escurrir el bulto, echando a correr por
el declive arriba de la vaguada, mas no sin que
su presencia fuera advertida por la que llegaba.
Más que sorprendida, a fuer de hija dócil y
sumisa, Lucila no se movió del lugar en que se
hallaba. A lo sumo dejó de manipulear dentro
del agua y volvió el rostro hacia la madre como
esperando con serenidad el sobrevenir de los
acontecimientos.
Huelga decir que doña Eulogia descargó la
ira que traía con un echar de agudas exclama
ciones y una de denuestos contra la hija culpa
ble, adobados los unos y las otras con interjec
ciones de subido tono. Hasta amenazó con des- /
cargar la mano sobre las mejillas de la pacien
te, mas sin que la mano hubiera ido a más allá
de la amenaza.
A los gritos acudió Julia, cuyo galán había
hecho también prudente mutis del escenario, a'
tiempo para recibir una buena parte de la rocia
da, junto con los calificativos de circunstancia,
por reputarla autora de aquel encuentro de cul
pables.
Lucila, entre tanto, había permanecido calla
da e impasible, sin probar siquiera a excusarse.
Esta actitud y el talante de angustia que mostra
ba, debieron de obrar en el ánimo de doña Eulo
gia, haciéndola volver, de madre ofendida, a sim
plemente madre.
— Supe que estaban aquí esos dos mozalbe
tes, y vine a poner el remedio, como es mi de
— 26 —
ber — dijo con tono que no era ya de reniego, si
no de amonestación— Eso no está bien, Lucila.
Debís comprenderlo.
La aludida seguía guardando silencio y con la
frente gacha.
— No es bueno que andés en relaciones ocul
tas, y eso con un hombre que no vale un confite
— continuó doña Eulogia— . Te perjudica, hija, y
también a mí y a nuestra casa.
Iba a explicar en qué consistía esta segunda
parte del supuesto perjuicio. Pero su natural ins
tinto de madre dejóle ver que ello no era conve
niente. Y con el fin de reiterar la mala índole de
aquellas relaciones, optó por insistir en la tacha
del sujeto.
— Sos jovencita y tenis mucho camino por
delante. Cuando sea tiempo, podís hallar hom
bres buenos que te sirvan y te acomoden, en vez
de esa largau de la mano de Dios que te persi
gue. Nunca tienen buenas intenciones, no pue
den tenerlas, tipos así, malentretenius.
Tras de la andanada, Lucila levantó los ojos,
y fijándolos en la madre con cierta firmeza ex
clamó:
— Alégrese, mamay. Dentro de pocos días, el
“tipo" se va a la milicia.
— 27 —
III
LA DESPEDIDA
— 29
eran los más. Pero el gentío que se apiñaba an
te ellos estorbó la formación, y fue preciso con
formarse con el desarranche producido.
Empezó el desfile. La banda de música, que
lo precedía todo, rompió a tocar un aire marcial.
El grupo dio, primeramente, una vuelta por la pla
za, entre medio de vítores y aclamaciones que
profería la multitud. Tomó luego por la calle de
lantera, que era la vía acostumbrada para salir a
los caminos del norte. A lo largo de este trayec
to siguieron menudeando las aclamaciones y las
frases de despedida que prodigaban a los viaje
ros las gentes de aquel barrio, asomadas a las
puertas de sus viviendas o apostadas en las ace
ras.
Al llegar a las afueras de la población, la
multitud se detuvo en un sitio regularmente es
pacioso, en el que convergían aquélla y alguna
otra calle con punto de partida en lo céntrico de
la ciudad.
En el lugar mismo de la intersección, fuera
de la línea de las cercas, alzábase un viejo y co
pudo algarrobo, cuyas ramas, además del follaje
propio, ostentaban vellones de musgos desteñi
dos y pencas de cactos en forma de candelas.
Más conocido entre las gentes, como todos los
de su especie, por el nombre indígena de ttaco,
el árbol aquél gozaba de renombre porque a su
vera y bajo la sombra de su fronda, se tenía por
costumbre dar el adiós a quienquiera que saliese
de viaje.
Apenas detenido allí el gentío, calló la mú
sica y vino el silencio. Cabalgando uno tras de
otro en el más corpulento de los caballos, para
mejor dominarlo todo, peroraron sucesivamente
el cura vicario, el presidente de la municipalidad,
30 —
ol director de la escuela y algún otro vecino que
gustaba de ejercitarse en el arte de la oratoria.
Todos abundaron en arranques de civismo y en
frases de estímulo a los que partían.
Al concluir el acto, muchos de los acompa
ñantes empezaron a regresar a la ciudad. Los más
allegados, padres, parientes y amigos, continua
ron la marcha por el camino adelante. La banda
de música se había detenido junto al árbol de los
adioses oficiales, y desde allí despedía a los cons
criptos tocando esa melodía de origen andino,
que el pueblo conoce con el sencillo pero expre
sivo nombre de "triste”.
Rodeado por su madre y sus hermanos me
nores y en la compañía de su amigo Telmo, Da
niel se abrió paso entre el gentío. Los niños le
tenían asido de las manos, en tanto que la ma
dre, arrimada a él, iba significándole sus últimos
temores, en la ingenua convicción de que aquello
del servicio militar era algo poco menos que la
guerra.
A la vera del camino yacían algunas mujeres
del pueblo, idas hasta allí para despedir a amigos
y parientes, llevando tinajas de chicha para brin
darles los postreros sorbos.
En la corta distancia de dos o tres cuadras,
Daniel tuvo que vaciar no pocos de los vasos que
ofrecían aquellas buenas mujeres, y repartir a
diestra y siniestra, sendos abrazos de despedida.
Al llegar a una pequeña eminencia desde la cual
el camino descendía haciendo un sesgo entre ver
deantes arboledas, detúvose su madre, exclaman
do:
— Hasta aquí, no más, hijito. Va debís apurar
te pa alcanzar tropa
— 31 —
Nuevamente los brazos morenos estrecharon
el cuerpo vigoroso, como queriendo retenerle aún,
en tanto que los niños se le ceñían clamorosos.
— Cuidáte, Daniel, cuanto podás. Telegrafiá-
me a tu llegada, y no olvidés de escribirme to
das las semanas, — repetía aún la anciana, enju
gando las lágrimas.
— Bueno, mamita, Vuélvase ya, que el sol es
tá quemante — suplicó el viajero, mientras se li
beraba del cerco de brazos que le tenía ence
rrado.
Y en diciendo esto echó a andar hacia ade
lante, acompañado por su amigo Telmo que le lle
vaba el fardo de viajero.
— Estas despedidas me impresionan, — apun
tó el amigo por decir algo. — Cuando a mí me to
có viajar a lo mismo, hace tres años, estab^í que
no podía con la pena.
— ¿Y la Lucila? — preguntó Daniel con ansie
dad.
— Ya la verás más adelante.
— ¿Estás seguro que ha veniu?
— ¡Qué no iba’venir!
— Pudo su madre no dejarla salir de casa. ..
— No es pa tanto, hombre, ya verás — ad
virtió el amigo de un modo que equivalía a insi
nuarle lo que estaba a punto de acontecer.
Dialogando así llegaron a un torno de la vía,
que era la entrada de ésta en una plácida hon
donada. Discurría por el conmedio el hilo de agua
de un arroyo, bordeado en sus márgenes por am
plias cenefas de arbustos y yerbajos. Destacá
base de entre aquéllos el ramaje verde-claro de
los múñales, con sus hojas delgadas y sutiles y
— 32 —
I.ih espigüelas grises de sus flores en amento,
cuyo aroma embalsamaba el paraje.
— Allí te espera no sé quien — indicó Telmo
con risueño semblante, señalando un lugar de la
cenefa ribereña, a pocos pasos del camino.
Y mientras Daniel llevaba la vista al lugar
señalado, vacilante aún, y concluía por dirigirse
allí, a paso vivo, el complaciente amigo redon
deaba la indicación, con amable sorna:
— Yo me quedo aquí, pa no estorbar. Hablé
y despedite, pero que la cosa no sea muy larga.
En el sotillo de las muñas estaba Lucila, be
lla y airosa como siempre, con el semblante se
reno y la sonrisa en los labios, mas no sin que
en los ojos se advirtiera que la aflicción ronda
ba en sus adentros. Vestía una estrecha falda de
percalina y una blusa de color celeste, apenas
visible, pues llevaba el busto cubierto con el em
bozo de una manteleta. Había tronchado un gaji-
to de muña, y jugueteaba con él, golpeándose los
labios.
Daniel le tendió ambas manos, que ella se
apresuró a estrechar mientras murmuraba sua
vemente:
— Estoy aquí, esperándote, desde hace rato.
— Gracias, Lucila — susurró él, sin atinar a
otra cosa.
Emoción y consternación le tenían como en
vilo y con dificultad para expresarse. Mas, ante
el apremio de las circunstancias, empezó por
decir:
— Y doña Eulogia, ¿te dejó venir así no más?
— Vinimos con ella hasta el ttaco. De allí nos
escabullimos con la Julia pa venir a esperarte
— respondió ella.
— 33 —
— No seguirá tan brava como aquel día.
— Ya te lo he dicho: la rabia le pasó pronto.
Pero sigue con la tema de que vos. . .
— No sirvo ni pa remiendo de camisa vieja.
¿No es eso?
La muchacha no quiso referirse a la pregun
ta de remate, y tras de haber permanecido silen
ciosa por algunos instantes, exclamó, llevando la
mirada a la lejanía:
— ¡Qué larga va’ser tu ausencia!
— No tanto como parece. Los días pasan vo
lando. Y uno a dos años de separación pueden,
talvez, sernos provechosos...
El mozo se interrumpió a sí mismo, como pa
ra pasar a otro punto del mismo tema, y añadió,
poniendo énfasis en sus palabras:
— Siempre que vos no me cambiés por otro,
y sigás siendo buena y formal como sos aura.
Ella no articuló palabra, limitándose a clavar
los ojos en él con una honda expresión de ter
nura.
— A mi vuelta, todo será distinto y mejor
— continuó Daniel— . Será en otro diciembre co
mo éste, cuando las muñas estén florecidas de
nuevo.
— Te esperaré pa entonces — acertó a decir
Lucila, toda consternada.
Con el estímulo de expresión tan halagüeña,
el muchacho se atrevió a más de lo que hasta ese
momento, y concluyó por oprimir entre los bra
zos el cuerpo de la mujer amada, tibio, palpitan
te y henchido de voluptuosas turgencias.
Cuando salieron al camino, tomados aún de
las manos, Telmo les aguardaba con risueño ta
— 34 —
lante. Su espera no había sido larga y mucho me
nos tediosa, pues tenía a Julia a su lado y plati
caba con ella animadamente.
Daniel se despidió de ambos amigos, y echan
do a la espalda su corto bagaje, púsose en dispo
sición de reiniciar la marcha. Más, antes de hacer
lo, volvió por última vez los ojos a la elegida,
repitiendo con voz languideciente:
— ¡Adiós, Lucila!
— Que Dios y la Virgen te lleven con bien!
— respondió ella, mientras sentía pasar por de
lante de sus ojos algo como una nube pronta a
descargarse.
— Y que volvás pronto y con suerte — agre
gó Julia de su parte.
— 35 —
IV
UN JOVEN DECENTE
— 37
algo pariente, al atraerla a su casa y ofrecerle
en ella albergue y ocupación.
La clientela iba aumentando continuamente, y
ocasiones había en que madre e hija no se bas
taban para prestar las debidas atenciones. Con
la pequeña Petronila no había para qué contar,
y doña Eulogia era la primera en comprenderlo
y hasta en disponerlo así. Apenas en el despa
cho y sala de expansiones entraba algún visitan
te, y máxime por parte de noche, la pequeña ga
naba los interiores de la casa, en donde tenía su
privado aposento, y de ahí en adelante venía a
ser como si no existiese.
La Pura vino a cubrir con creces las necesi
dades de esta emergencia.
Para Lucila, el trato con la nueva compañe
ra de hogar y de trabajo no dejó de ser agrada
ble y hasta provechoso. Ejercitada en los. menes
teres del establecimiento y en la atención de pa
rroquianos, a las veces con pretensiones de cor
tejantes; experta en acicalamientos femeninos y
en modos de conducirse para dar a la persona
otros atractivos, por cima de los naturales, la
Pura no sólo le alivió de labores que hasta en
tonces habían sido solamente suyas, sino que hu
bo de aleccionarla, con favorables resultas, en
lances de la vida que no le eran conocidos.
Más aún. Como quiera que la pasión por el
ausente estaba todavía en la fase de los recuer
dos apremiantes y las nostalgias que han menes
ter de desahogos, Lucila encontró en ella a la con
fidente más amable y depositaría más compla
ciente de sus cuitas amorosas y calladas expec
tativas. Pura la escuchaba con interés y anima
ción, y cuando el caso era requerido, apuntalaba
las ilusiones con frases de estímulo ai amor que
— 38
así se mantenía y menciones de elogio a la per
sona del ausente.
Más, a partir de cierta noche, la actitud de
la moza hubo de sufrir un sesgo más que no
torio.
Fue a poco de pasadas las fiestas de carna
val. No era tarde aún, pero como hasta esa ho
ra ningún parroquiano se hubiera asomado, aca
baban de cerrar la puerta y disponíanse a dormir.
Llamaron quedamente desde fuera, y al abrir do
ña Eulogia penetraron en la estancia dos hombres
de distinguida presencia y porte desenvuelto.
— Esta va’ser una noche de las mejores —
murmuró la Pura por lo bajo. — Don Eduardo Vi
llegas y don Belisario Mendoza son hombres que
se portan bien y saben gastar.
— Es la primera vez que vienen aquí — ob
servó Lucila mientras trataba de acicalarse.
— Los dos son mis amigos. Don Belisario an
daba tras de mí, hace algún tiempo, pero yo no
le llevé mucho el apunte.
— ¡Pues, aura, vas a estar en la buena!
— Y vos, lo mismo.
Entre tanto doña Eulogia, deshaciéndose en
atenciones, invitaba a los recién venidos los pri
meros vasos, aquéllos que se tenía por costum
bre servir a modo de anticipo o adehala.
Larga y amena fue la velada. El llamado don
Belisario, un señor de edad madura, carifiaco y
de grandes bigotes, sentóse al lado de la Pura,
y no tardó en enfrascarse con ella en privada ter
tulia. Mas no tanto como para no emplearse a
fondo en hacer honores a la ventruda jarra cuyo
contenido iba renovando doña Eulogia con cre
ciente complacencia.
39 —
Villegas, sujeto harto más joven que su acom
pañante y facciones más atrayentes, mostró des
de la entrada ser dueño de pulcros ademanes
y hallarse tan dispuesto al regalo propio como a
prestar atenciones a quienes visitaba. En el co
rrido de la noche distribuyó por igual su tiempo
en platicar con Lucila y su madre y en echarse
al coleto menudos vasos de la rubia bebida, brin
dando alternativamente con una y otra. Cada vez
que el contenido de la jarra era consumido, él
tomándola por el asa, la pasaba a doña Eulogia,
repitiendo discretamente:
— Señora, otrita, por favor.
El trato de “señora" gustó a la favorecida
más que cosa alguna, predisponiendo su ánimo
en favor del otorgante.
Cuando los gallos iniciaron el acorde de su
primera diana, los dos “decentes” se retiraron.
Don Belisario pagó la cuenta con un billete de alto
corte.
Doña Eulogia, levantando el largo tapete que
cubría la mesa de los servicios, hurgueteó por ahí
dentro, y terminó por advertir como avergonzada:
— Disculpe, señor, no teñimos cambio.
Villegas, echando a volar la mano, replicó
ceremoniosamente:
— No importa, señora. El cambio es lo de
menos.
Al acostarse las mozas, Pura, con una sonri
sita de malicia, disparó su primera carga:
— Don Eduardo está aficionau de v o s .. . ¡Eso
se llama tener suerte!
— Tus netas — replicó Lucila.
40 —
— Me lo ha dicho don Belisario.
— Don Belisario te va’engordar a puro men
tiras.
Doña Eulogia, al apagar la vela desde su ca
ma, apuntó, a guisa de fin de fiesta:
— Da gusto estar con gente decente.
A la noche siguiente, no bien bajadas las
sombras sobre la ciudad, Pura y Lucila empinaron
las tinajas sobre las cabezas y salieron de casa
con rumbo a la fuente pública de la plaza, para
proveerse del elemento. A la misma hora cum
plían con igual labor otras muchachas amigas o
conocidas suyas.
Mientras llenaban sus vasijas en la alberca
o aguardaban su turno para recibir el agua de los
chorros que caían desde la alto del surtidor, gru
pos de mozuelas charloteaban unas con otras o
departían animosas con sus festejantes.
Pura y Lucila hicieron varios viajes aquella
noche. En el último, al salir del vial orilleado de
pinos y sauces, hacia la acera de la plaza, hu
bieron de encontrarse, de manos a boca, con los
visitantes de la noche pasada.
— ¡Aló, buenas m o za s !... ¡Y qué atrayentes
van! — discurrió a la tapada don Belisario, como
cuidándose de oídos indiscretos.
La Pura sonrió de buena gana, exclamando
a guisa de comentario:
— ¡Jesús, con el viejo aguilillo é s te !... En
cambio, el otro es más moderau, y siendo más
joven que él.
— Y soltero — apuntó Lucila.
— ¿Te gusta?
— 41
— No quiero decir eso. Ya sabís que nadie
me gusta.
— De zonza, de puritito zonza.
— No sería capaz de traicionar al único que
quiero, ni con la mera intención.
— ¿No hay miras de que te pase esa burrí-
sima camotera?
— Pura, me extraña tu salida. Hasta ayer no
más me apoyabas en la idea de cumplir la pro
mesa que hice, y aura. .
— Aura, recién te hablo con franqueza. Yo que
vos, no me echaría a esperar, nada menos que
dos años, un amor de esos que no vale la pena.
¡La vida es la vida, y hay que aprovecharla!
— ¿Qué querís decirme con eso? — interrogó
Lucila, entre indignada y sorprendida.
— No te hagas la de poquitas pulgas, y oíme,
si querís. . . Es pa tu bien.
— Bueno, hablá.
— Anoche no quisistes creirme de que don
Eduardo está aficionau de vos, y es la verdá. Vos,
en lugar de estar babeando con el recuerdo del
otro, deberías fijarte en que don Eduardo es un
joven decente que te conviene.
— ¿Me conviene? ¿Y pa qué?
La Pura no supo qué contestar por de pron
to. Mas, a poco, poniendo a flote su desparpajo
y aludiendo con maliciosa reticencia a aquello so
bre lo cual era interrogada, contestó:
— Pues, pa vivir bien. . . Vos me entendís.
— Eso ¿te lo ha dicho don Belisario? — vol
vió a interrogar Lucila, ya con el ánimo puesto
a prueba
— 42
— Me lo haiga dicho o no, es la pura ve rd á ...
¿Y qué sacás vos con echarte a esperar al que
se fue? ¡Nada! En cambio, si le hacís caso a don
Eduardo, no te faltará la plata, la buena ropa y el
buen trato. Los decentes son servidores.
— ¿Y me aconsejás aura que me entregue a
él como vos. . . ?
La Pura la interrumpió riendo cachazudamen
te, y luego, en un alarde de descaro, replicó:
— Al que me sirva bien, ¡claro! Mi vida es mi
vida, y la sé aprovechar.
— Yo soy de otra opinión, y haré lo que es
bueno.
La Pura volvió a reír, punzante y taimada.
— Te entiendo: Ponerte a esperar a lo opa. . .
Y cuando vuelva tu Daniel, si es que vuelve, a lo
mejor encuentra otra que más le guste.
— Eso no, porque me quiere y me querrá
siempre.
— Bueno, mujer. Se casará con vos y te lle
vará a la carpintería, a que durmás en un banco
y te tapés con viruta.
Aquí la Pura echó a reír más burlonamente
aún. Lucila se negó a objetar, toda molestada y
ofendida.
Afortunadamente sólo faltaban algunos pa
sos para llegar a la casa.
Sin embargo, las expresiones de Pura habían
quedado grabadas en su mente, palabra por pa
labra.
Aquella misma noche, recostada ya y mien
tras el sueño se dejaba esperar, comenzó a re
cordarlas y analizarlas. Pensó en el “joven de
cente" cuyos ademanes y discreción no habían
— 43 —
podido menos que ganarle alguna simpatía. Por
un momento se detuvo a trasoñar las comodida
des y satisfacciones que éste podría brindarle,
según la sabidilla y descocada moza había insi
nuado en su magín. Sin apenas dar cabida a la vo
luntad, no le faltó la complacencia al detenerse
raudamente en ello.
Pero no tardó en desechar ese atrevido vue
lo de su imaginación, impelida por los íntimos
arranques de su candor juvenil y la fuerza de sus
recuerdos amorosos.
No, se dijo a sí misma. Por nada del mundo
habría de traicionar al bienamado ausente. Fue
ra como fuera sabría conservarse digna y hon
rada, sin que el peligroso ambiente en que vivía
pudiera mancillarla. Sería fuerte para mantener
se en pie junto a la pendiente que presentía en
al camino. Ya llegaría diciembre con sus días so
leados, sus fiestas del Niño-Dios y sus muñas
aromosas, y con todo ello el retorno de aquél a
quien estimaba como el único digno de exprimir
el zumo de sus racimos incólumes.
Con tan firmes propósitos la encontró el
nuevo día. Pero ese nuevo día y el siguiente y
los que iban transcurriendo, las palabras de Pu
ra, discretas ya y veladamente persuasivas, fue
ron cayendo en su ánimo como esas gotas de
agua en día lluvioso, que, desde la canaleta de
un tejado, caen sobre la baldosa de la calle. Ya
era la alusión indirecta; ya el elogio a la perso
na, el porte o el caudal de Villegas; ya la reco
mendación supuestamente desinteresada, de que
tuviera en casa atenciones especiales para él, ya,
en fin, la oportuna ostentación de los regalos que
le prodigaba su maduro pero rumboso galán don
Belisario.
— 44 —
En cuanto a doña Eulogia, maña se dio ia bue
na mujer para que, sin menoscabo de su digni
dad materna, Lucila tuviera con el visitante, bre
ves como privados coloquios.
La muchacha, sorprendida en un principio
por esta confianza franqueada tan llanamente,
concluyó por hacer buena cara al mal tiempo, que,
después de todo, no se mostraba tan malo. Com
prendía que desoyendo los pedidos y rehuyendo
las finezas del cortejante, malquistaba a su ma
dre y en nada favorecía sus personales propósi
tos, tan dulcemente acariciados. Sentarse al lado
de un parroquiano, conllevar sus galanteos y has
ta sonreírle un poco, eran, a la postre, prendas
de su oficio y su vivir.
Cierto día, poco antes de la Pascua, doña Eu
logia, alargándole algún dinero, razonó cariñosa
mente:
— Están encima las fiestas, y vos, hasta au
ra, no tenis estreno. Tomá y compróte de lo que
más te guste.
La Pura intervino al momento.
— Vos sos muy sin gusto pa vestirte — dijo,
presumiendo— . La otra vez te compraste una cre
tona como pa chacarera. Yo, que conozco de esto,
puedo acompañarte, si querís.
Salieron de compras. Hurgueteando allí, pi
diendo rebaja allá y haciendo reparos más allá,
recorrieron juntas los almacenes ubicados sobre
la plaza, sin que Pura encontrase tela digna y
adecuada para vestir a Lucila en día de fiesta.
Cansada ya ésta del largo recorrido, insinuó:
— Si yo soy de mal gusto, como decís, vos,
en cambio, sos muy descontenta. Y ya hemos re-
batiu todas las tiendas.
— 45 —
— Todas, no. Esta nos falta — replicó Pura,
señalando una, cuyas puertas, efectivamente, no
habían franqueado.
— No, a’i yo no dentro. Es la tienda de los
Villegas.
— Dejóte de atolladuras, y caminé.
— Dirá don Eduardo que vamos a pedirle o
sacarle al fiau.
— No dirá nada deso porque vamos con pla
ta . ¡Aquí sí que hay géneros bonitos! Unos ra
sos y unas espumillas como pa día que llaman
con la campana grande.
Los escrúpulos de Lucila fueron vencidos con
tales palabras. Y no tuvo más que seguir a ésta
y penetrar, un poco ruborizada, en el almacén de
los Villegas. *
Allí estaba el solícito galán. Al verlas saludó
con cierta amabilidad, y dirigiendo oblicuas mi
radas a una muchacha que atendía las ventas, se
brindó para enseñar a las probables marchantes la
tela que solicitaban.
Por fin hubo algo que agrade a Pura, y así
lo manifestó complacida.
— Cinco varas de éste y, pa los adornos, dos
de aquel otro — indicó con ademán resuelto.
Lucila, desatando un pañuelo en el que ha
bía traído el dinero, se limitó a preguntar tími
damente:
— ¿Cuánto es todo?
Villegas, tras de haber distraído a la emplea
da con cualquier pretexto, susurró al oído de las
compradoras:
— 46 —
— Nada por el momento. Esta noche iré por
la casa, y allí ajustaremos la cuenta en buena
armonía.
Lucila trató de decir algo, pero un codazo de
la Pura la hizo entrar en razón.
Conforme a lo anunciado, aquella noche Men
doza y Villegas fueron de visita a la hora que te
nían por costumbre.
A poco de haber entrado y mientras el ma
duro cortejante encalabrinaba a su damisela con
brindis por lo alto y tertulia por lo bajo, trató Lu
cila de devolver el dinero a Villegas, pálida de
rubor y manifestándose poco menos que agravia
da por el inesperado obsequio.
El rumboso galán, con aquella suavidad que
le era característica, pidió perdón por el supues
to agravio, achacando a su poco tiento en hacer
las cosas aquella actitud suya, de la que se de
cía pesaroso. Y a guisa de reparación, extrajo
del bolsillo un pequeño bulto, que resultó conte
ner un majo cortecito de seda y algunos chisme-
cilios de adorno femenino. Unos y otros puso fi
namente en manos de Lucila, con el encarecido
ruego de que los aceptase.
Algunas horas más tarde, la agraciada, in
conscientemente acaso, permitía que el brazo del
agraciador le rodease el talle. Y entre tanto sus
oídos escuchaban, no ya simplemente requiebros,
sino zalemas y mandas de tentadora sustancia.
— 47
V
— 49
aquellas prójimas ya maduras, que, sin embargo,
no se resignaban a arriar banderas.
Las malas lenguas achacaban a doña Eulogia
de mantener con él relaciones algo más que amis
tosas. Pero cuando alguien le dirigía alguna bro
ma alusiva, ella, haciéndose de las no conformes,
replicaba con seriedad:
— Soy vieja ya pa esas cosas. Además, tengo
mis hijos a quienes respetar.
Era consistente el argumento. Sin embargo,
cuando el músico entraba en su casa, la atenta
mujer le prodigaba mil cumplidos, mullíale el
asiento con un chuse doblado en cuatro, le invi
taba de balde luengos vasos de chicha y concluía
siempre por elogiar sus felices habilidades artís
ticas.
Robles, colmado de atenciones e hinchado
por las lisonjas, no tardaba en retribuid unas y
otras, requiriendo la guitarra y echándose a bor
donear y cantar.
Tocante a "las hijas a quienes respetar”, Lu
cila no se entusiasmaba mucho ni poco con la
presencia del músico y hasta refunfuñaba al ver
lo. La otra, Petronila, dormía como de costumbre,
apenas alguien entraba de visita, sin tener, por
consecuencia, ni oportunidad ni razón para mani
festarse.
Una noche, a bien temprana hora, doña Eu
logia vio llegar al complaciente amigo. Bailándo
le los ojos de gusto, le tendió la mano y celebró
su llegada diciéndole:
— Dichosos los ojos, Pedro. . No venías por
acá desde el año del ventarrón.
En el talante del guitarrista se notaba haber
ingerido ya buena cantidad de la rubia bebida y
50 —
disposiciones para seguir haciéndolo, en habien
do coyuntura.
Sin más incitativa que una alusión de la due
ña de casa, templó la guitarra que consigo traía,
y después de haberse echado al coleto el más col
mado de los vasos, empezó a tocar animada
mente.
Los ágiles baile-sueltos, los lentos airecitos,
los tristones kaluyos, a simple bordoneo o sir
viendo de alas para el vuelo de sentimentales co
plas, llenaron de admiración el ámbito de la casa.
Hallábanse doña Eulogia y las dos mucha
chas gratamente entretenidas, cuando irrumpie
ron en la estancia doña Genoveva y su hija Julia,
al parecer en busca de esparcimiento.
— Más vale llegar a tie m po ... — espetó,
desenvuelta, la vieja.
— ¡Doña Genoveva! — exclamó la dueña de
casa, prestando atención a las recién llegadas.
¿Qué buenos vientos las train por acá ?... Pasen
y siéntense. No pudieron venir más a tie m po ...
La joven se trenzó en abrazos con Lucila y
Pura, diciéndoles a guisa de reproche:
— Ya que ustedes no se mosquean por ir a
vernos, venimos nosotras a cobrar el a g ra v io ...
— Las ocupaciones, Julia — insinuó Lucila.
— Decí más bien los cortejos.
— ¡De a n d e !... Cortejos, ni pa rem edio...
— Lo sé todo, reservadita — anunció Julia
con una sonrisa significativa. — Pa nadie es un
secreto que don Eduardo Villegas está de f ijo .. .
— Las puras mentiras — replicó Lucila.
En aquel momento doña Genoveva recla
maba:
— 51
— ¡Caramba! Ni que hubiéramos veniu a aguar
les la fie s ta ... Que siga, pues, la guitarra.
— Va’seguir, pero pa toda la noche — dijo Ro
bles, invitando a la reclamante.
— ¿Qué dice usté de la propuesta de éste?
— terció doña Eulogia.
— Pero ¡qué voy a decir! Esta noche es nues
tra.
— Bien pensau — asintió la dueña de casa.
— Las más de las noches nos desvelamos pa que
se alegren otros. Aura que sea pa nosotros mis
mos.
— Pedro, un caluyito.
— ¿Cuál?
— El Tunante — apuntó Lucila.
— Del Mogote a la Plazuela — pidió Julia.
— La Naranja — dijo Pura.
— Todo por su orden — sentenció doña Ge
noveva. — Tiempo y voluntá hay pa los tres y pa
otros más. ¿No, Pedro?
— Ni más, ni menos — aprobó éste. — Empe
zaré por El Tunante, que es el que más me viene.
Pero antes ¡saló!
— ¡Saló! — repitieron en coro las mujeres.
Los dedos cortos y regordetes del guitarris
ta pulsaron las cuerdas, interpretando la melodía
del aire solicitado. Llevó luego la mano derecha
hacia los últimos trastes de la guitarra, y hacién
dola deslizar sobre las uñas en cadencioso vai
vén, arrancó de ella el suave rasgueo que armo
niza la melodía para acompañar el canto. Y éste
no se dejó esperar:
— 52 —
— ¡Ay qué lindo es ser tunante,
amanecerse tunando
y recogerse a su casa
cuando a misa están llamando!
— 53
— ¡Bueno! Ya que no hay más remedio, ten
dré que cantar... Acompáñeme, don Pedro.
— De mil amores. ¿Qué vas a cantar?
— A ver. . . a ver. . . ¡Ya! lo que le pedí: La
Naranja.
El músico empezó con el rasgueo, y tras de
algunos compases tocados de esta suerte, indicó:
— ¡Aura!
De pie junto al guitarrista y poniendo los
brazos en jarras sobre las caderas, Pura rompió
a cantar animadamente:
— 54 —
con la señera adhesión de aquellos bordones, re
petíase como insistiendo en el reproche hasta
amenazar con el hecho reparador del agravio.
El auditorio la escuchaba con embeleso. Las
fibras del alma puebleña, ingenuamente sentimen
tal, iban poniéndose en tensión al influjo de esta
música suya, tan suya como las pintorescas co
linas y los verdes matos que engalanan el valle
natal.
Al extinguirse la última sílaba de la copla, a
un tiempo con el último acorde de la melodía, la
animación llegó a su punto culminante. En los
ojos de doña Genoveva brillaba la llamita de al
gún viejo recuerdo.
— ¡Eso sí es cantar! — exclamó, acariciando
los rotundos hombros de la Pura.
— Nunca te había oído mejor — adujo Julia.
— Cuando ésta quiere, echa angelitos por la
boca — hiperbolizó doña Eulogia.
Robles, entre tanto, había vuelto a rasguear
como al desgaire. Decididamente, las- alabanzas
prodigadas a ja Pura no le causaban mucha gra
cia. Y mientras distraía la mirada llevándola al
techo de la habitación, dejaba deslizar los dedos
sobre las cuerdas, haciéndolas sonar flojamente.
De pronto, como quien da pie con bola, re
pitió a media voz una copla, zurciéndola a la me
lodía de ese aire regional que unos llaman "aire-
cito” y otras “ la vidita”:
Tomar, no quería
Cantar, no quería.
Y por ambas cosas
Dizque se moría!
— 55
La Pura clavó en el guitarrista una mirada
punzante como espina de abrojo. Iba a contestar
le algo, pero en aquel instante se oyó un discre
to golpecito en la puerta.
— ¿Quién es? — preguntó doña Eulogia, dis
gustada.
— Somos nosotros — contestó una voz desde
fuera — Mendoza y Villegas.
— Ya, señores...
Doña Genoveva, haciendo una mueca de mal
humor, murmuró entre dientes:
— ¡Se fregó la noche pa nosotros!
— Así parece — convino doña Eulogia. — ¡Y
tan bien que habíamos empezau!
— Se me ocurre una cosa: En casa hay tuavía
un poco ’e chicha, y no está del todo mal^.
Los dos “decentes” acababan de entrar y re
partían ceremoniosos saludos y apretones de
manos.
— Buen olfato tenemos — sugirió Mendoza
apenas hubo tomado asiento.
— Hemos llegado en el mejor momento — ase
gundó Villegas. — Oímos cantar a la Pura, y no
quisimos llamar para no interrumpirla. Por cierto
que lo hizo divinamente.
— Favor que usté quiere hacerme — replicó
la aludida, alardeando modestia.
— No es favor. ..Pero vuelvan a cerrar la
puerta, y que siga la fiesta. Por lo visto vamos
a pasar una noche deliciosa.
— Nosotros, ya no — refunfuñó por lo bajo
doña Genoveva.
— 56 —
Robles, entre tanto, había vuelto a su pere
zoso rasgueo y nuevamente canturreaba:
— Tomar, no quería,
Cantar, no quería. . .
58 —
defraudaría de la ansiedad, cantó, elevando la
voz:
El que busca entierros,
Bultos hallará...
El que me jochea
Se arrepentirá.
Lo que es a mujeres
No jocheo ¡muerito!
Más bien les ofrezco
Mi corazoncito.
Amarillo y viejo
¡Quién te va'querer!
Andáte a los verdes
A convalecer.
— 59 —
— ¡Lo largó la Pura! — comentaba Lucila, sin
dejar de reír.
— Si no contesta, se queda con el morete
— indicó Eduardo. — Y eso menguaría su bien ga
nada fama.
— Ya verán ustedes, ya verán — aclaró doña
Eulogia a esta sazón, saliendo en defensa del agra
viado.
Pero éste rasgueaba sin poder salir del apu
ro. Al fin tuvo un chispazo de inspiración, y sin
dar tiempo al magín de rodeandear la estrofa,
quizás por aquello de que “en el camino se com
ponen las cargas”, empezó a cantar con despejo:
Si ya fuera viejo
Como usté me dice. . . /
f
Por desgracia suya, en ese preciso instante
la incorpórea y otras veces pródiga musa popular
echó a volar impiadosamente, y el pobre músico
quedó sin haber podido rematar la copla. Pero
aun así no se sintió perdido, y volvió a repetir,
cambiando el tono a guisa de enmienda:
Si yo fuera viejo. ..
Si yo fuera vi ej o. ..
— 60
Te pelaste una,
Te pelaste dos.
Que no llegue a tres
por vida de Dios!
Si no sabis coplas,
Yo te enseñaré:
Venite a mi escuela,
Guasca te daré.
61 —
— ¿Y qué hacemos entonces?
Doña Genoveva halló propicio el evento pa
ra plantear lo que desde la llegada de los “de
centes'’ tenía concebido.
— Vámonos a casa. Allí iría el Pedro.
Doña Eulogia meneó la cabeza, murmurando:
— Eso no es posible. No puedo dejar a esos
caballeros y coger yo pa otra parte.
— No les ha’i disgustar a ellos quedarse.
— Aunque así fuera, no deben quedarse so
los con las muchachas.
— ¡No se les van a co m e r!... Buena estaría
que nosotros nos quedamos con la angurria y sin
quien nos alegre con su música!
Y sin entrar en más razones se apresuró a
hablar al guitarrista que seguía lerdo en la reti
rada:
— Querís vos estar con nosotros ¿no?. . .
Pues, a casa, que allí estaremos mejor.
Robles, sin detenerse, pero acortando más
el paso, asintió con una sola expresiva palabra.
Fue bastante para que doña Eulogia se decidiera,
mas no sin formular el último reparo:
— ¿Y si pasara algo?
— ¡Qué va’pasar, maliciosa! — increpó la vie
ja. — Son dos parejas que se cuidan la una a la
otra. Además, está la Petronila adentro.
Volvieron a la estancia, para anunciar su sa
lida.
— Discúlpennos, señores, que estamos yen
do a dar una vueltita, — expresó la dueña de ca
sa. — Quédense ustedes, don Belisario. No vamos
a tardar.
— 62 —
— Voy con ustedes — terció Julia poniéndose
de pie y en disposición de marchar.
Lucila, que había recibido el anuncio con vi
sibles muestras de desagrado, requirió a su ami
ga:
— Siquiera vos, quédate con nosotros.
— Estaría de más, y no me gusta así — mur
muró aquélla, sonriendo maliciosamente.
Entre tanto doña Genoveva se había aproxi
mado a los visitantes, y les advertía con aire pi
caresco:
— Eso de la vueltita, no va’ser muy corta.
Mejor pa ustedes, ¿no?
Faltándole palabras para reprobar la actitud
de su madre y limitándose a rezongar por lo ba
jo, Lucila vio salir a las tres, en tanto que Vi
llegas trataba de distraer su atención con ama
bles expresiones.
Desde ese momento en adelante, cada pare
ja se dedicó a lo suyo, con abstracción comple
ta, la una, de cómo discurría la otra. El consumo
del espirituoso líquido disminuía en razón inver
sa del grado de animación del diálogo, sosteni
do a media voz y como con ayuda de manos que
se movían en busca de morbideces adonde buscar
asidero.
Tan engolfada debió de estar Lucila en su
parte de coloquio menudo, que sólo advirtió la
ausencia de Pura cuando don Belisario, cautelan
do los pasos cuanto era posible, fue hasta la puer
ta y se escurrió por ella, como quien nada hace.
Al reparar en ello y sintiendo el picor de la si
tuación, no pudo menos de ir en reclamo de los
desaparecidos, aunque Villegas tratara de impe
dírselo.
— 63 —
La calle estaba lóbrega y silente, y sólo a la
distancia se oía un ladrar de perros, entrecorta
do y tedioso.
Lucila fue hasta la esquina e inquirió por la
compañera, llamándola de su nombre a viva voz.
Mas, como nadie respondiera, volvió a la casa,
con turbia noción de lo acontecido y un vago te
mor por sí, el cual temor, con la rapidez de to
dos los pensamientos, se diluyó enseguida al pa
rar mientes en lo amable, comedido y gentil que
era su festejante.
— Si han salido, volverán pronto. No tengas
cuidado ni temor — oyó murmurar a éste al fran
quear, de regreso, los umbrales de la casa.
Estaba de pie en mitad de la habitación, y
la esperaba con los brazos abiertos y una expre
sión de amoroso arrebato en el semblante.
*
i
— 64
VI
— 65 —
tro, con la confianza y llaneza de un miembro más
de la familia.
Lucila lo esperaba y acogía con ductilidad y
mansedumbre, del modo que si fuera a cumplir
con una obligación, nada desagradable, pero tam
poco halagüeña.
Las prodigalidades, las finezas y los arruma
cos del amador jugaban sobre la epidermis de su
vitalidad en florecencia, hasta adormecerla y pre
disponerla al goce, pero no calaban en lo hondo,
no podían llegar hasta los entrepaños de su es
píritu. Sentía al patente que el trato íntimo con
aquel hombre iba destruyendo la sustancia de su
vida púbera, mas sin que esa destrucción fuera
parte a dañar lo más noble de aquella vida, lo
que no se contamina con las especies bastas de
la materia y permanece siempre noble y siempre
en alto. ,
Bien puede decirse que, en condiciones se
mejantes, el vivir de la muchacha era a modo de
ün cirio cuyo pabilo ardía sin consumirse, en tan
to que la llama iba mordiendo implacablemente
la estearina.
Et recuerdo de Daniel fue haciéndose cada
vez más brumoso. Había recibido cartas de él, fre
cuentes en las semanas que siguieron a su par
tida, raleadas después, y precisamente cuando
Villegas estrechaba el cerco..La ternura que por
aquél abrigaba iba diluyéndose, según transcurría
el tiempo y mediaban los hechos, hasta hacerla
decidir a no contestar la última carta, que fue
como dar de mano al pasado, aunque éste no de
jara de insinuarse de allá en cuando, con ciertos
atisbos de pesadumbre.
Por lo que a doña Eulogia respecta, los acon
tecimientos vinieron como era de temer y no de
— 66
esperar. A decir verdad, la entrada de Villegas en
la casa no había sido de su gusto. Pero visto que
las cosas eran ya irremediables, no hizo más que
poner cara al mal tiempo, y ver de aprovecharse
de éste en cuanto fuera permisible a la discre
ción. Y concluyó, a los_ días, por hacer la vista
gorda, a tenor con aquello de que dádivas que
brantan peñas.
La concurrencia a su alegre domicilio fue
menguando paulatinamente, a medida que el co
nocimiento sobre lo de Villegas se desparrama
ba entre los parroquianos. Pero no había que
branto en la economía hogareña, pues las proba
bles diferencias entre lo de antaño y lo de oga
ño, eran cubiertas con creces por las pródigas ma
nos de aquél.
Hubo uno sin embargo, que no se alejó y re
dobló más bien sus visitas, haciendo creciente
uso de confianza: Pedro Robles, el polimúsico.
Cuantas veces, que eran bastantes, le dejaba li
bres su habitual ocupación de “bajero", el hom
bre se escurría al lado de doña Eulogia, a quien
seguía cortejando de solapa.
Salidas de casa como aquella de la noche del
contrapunto, volvieron a sucederse con frecuen
cia. Alguna vez Lucila osó testimoniar su desa
grado.
— Dejáme, que yo también tengo mis gustos
— fue la sola respuesta de doña Eulogia.
— Como vos y como yo — afianzó Pura con
malicia.
La muchacha hubo de comprender que no de
bía insistir, pues en este punto, como en otros,
había perdido el ascendiente para formular repa
ros. La sombra de Villegas se iba proyectando
67 —
cada vez más densa y operosa, sobre todos los
lances de su vida.
A sí transcurrieron los seis meses. Al comen
zar uno nuevo, la visita de Villegas se cféjó es
perar más de la cuenta. Unos tras de otros fue
ron pasando los días, y la ausencia del antes cum
plido galán continuaba, sin razón aparente.
— Esto es por algo — dijo doña Eulogia. — Se
guro que vos lo has resentiu.
— Nada, mamay — declaró Lucila. — No ha ha-
biu la más pequeña cosa.
— Entonces será que no puede veni r. . . Ya
volverá.
Pero los días pasaron sin que Villegas die
ra señales de vida.
— Acabo de verlo en la plaza — refirió una
tarde doña Eulogia, tomando del brazo a la 'hija.
— Por cierto que se me hizo el del otro viernes,
y ni el saludo siquiera. . .
Lucila se limitó a hacer un gesto de indife
rencia, pero sintió que en el brazo se le ceñían
los dedos de su madre.
— Decime — agregó ésta, clavándole dura
mente los ojos. — ¿No has hecho nada que lo eno*
je? ¡No me mintás! *
— Nada, ya se lo dije.
— Habrá que llamarlo. No vaya a ser que se
alce pa siempre.
— No, mamita, no lo llame. Si él quiere, ven
drá.
— Dejáme, que lo hago por vos.
— Por mí, no lo haga. ¡La vergüenza que me
daría!
— 68 —
— ¡Vos no estás ya pa vergüenzaj mosquita
muerta! — le enrostró doña Eulogia. — La Pura se
encargará de buscarlo.
— No, n o . . . ¡Su gusto será de no venir! —
clamó Lucila.
— ¿Te caliás? — replicó doña Eulogia, amena
zante.
Había que resignarse a callar, y más aún: a
esperar que Pura cumpliera con la misión.
Pero al anochecer de ese día recibieron la
visita de doña Genoveva, la vieja cenceña que
sabía de todos los chismes del pueblo y se hol
gaba de aventarlos.
— Salú la mama y la hija — carraspeó al aso
marse.
— Tenga usté buena tarde — contestó doña
Eulogia con cierta frialdad. — Pase pa’dentro.
— Con lo cansada que estoy, no me ha’i que
dar mal una sentadita — asintió la vieja.
Lucila, mal de su agrado, tuvo que aguantar
se la visita. De sobra conocía las andanzas e in
clinaciones de aquella mujer, a quien, desde al
gún tiempo atrás, había empezado a malquerer,
no obstante de ser madre de tan buena amiga
como Julia.
— Después de saludarlas, vengo a hacerles
una oferta — comenzó la vieja, gazmoña como
siempre.
— ¡A ver!
— Tengo un mukito guardau de semanas. Pe
ro como me falta la plata, vengo a ofrecérselos.
¿Me lo compran?
Doña Eulogia, sobándose las manos, contes
tó:
69 —
— Es una lástima. Tengo tuavía algunas arro
bas sin hacer. Y aura la chicha se vende poco.
La vieja insistió:
— ¿No quieren sacarme del apuro?... Eso de
que se vende poco, está bien que lo digan otras.
Pero, ustedes...
— La pura verdá. Vienen pocos tomadores en
estos días.
— Pocos, pero platudos...
— ¡De ande!
— ¿Y don Villegas?
— Venía antes, aura ya no viene — terció Lu
cila desabridamente, como queriendo acabar con
el tema de la tertulia.
— ¿Le disgusta la pregunta a la chota? —
graznó la taimada, poniendo mayor malicia en la
expresión.
Y luego, tras de una breve pausa, añadió:
f
— No hay razón pa andar como perro apa-
leau por haberse alzau don V illega s... Ya ven
drán otro, tan platudos y decentes como él.
— No nos importa — respondió Lucila.
— De importarles, claro que les ha’i impor
tar. No faltaba más que, de la noche a la maña
na, un amigo de gran estima se nos vaya, y eso
ande no vale la pe n a ...
Los ojos de. doña Eulogia se abrieron interro
gantes, y sin penas pensarlo, irrumpió con el pe
dido:
— Usté sabe a lg o .. . A ver, cuéntenos.
— ¡Pero si no hay nada qué contar! — apuntó
la vieja, haciéndose de las discretas— . Lo que
— 70 —
yo sé, todito el pueblo lo sabe, pero no quería
que por mi boca se enteraran ustedes de eso.
— Diga no más de qué se trata.. ✓
— De que don Eduardo Villegas está de visi
ta ande esas mujeres que por mal nombre les di
cen “Las Lateras". Dizque anda tras de la menor,
que se llama Margarita: Una carne fresca sin más
gracia que su edá y más inquieta que quisaquisa
en rescoldo... ¡Hay gustos que merecen palo!
— Don Eduardo es libre de hacer su-voluntá.
Ningún compromiso tiene firmau en esta casa
— comentó Lucila, mostrando una indiferencia que
en sus adentros no era tal.
Doña Genoveva, sin fijarse en lo dicho por
aquélla continuó con la perorata:
— ¡Y lo entonadas que están las imillas ésas,
y hasta la vieja despretinada de su madre!. . .
Desde que don Eduardo va a su casa, y juntea su
chicha, ya se crein las muy gentes!
Con la noticia ya en casa, fue preciso ade
lantar la misión encomendada a la Pura.
Aquella misma noche la moza salió en busca
de informaciones precisas. En el patio, velando
la cocción del arrope de la industria casera, que
daron madre e hija, con la ansiedad que es de
imaginar.
A las dos o tres horas volvió la rabisalsera.
— He teniu que andar más de lo preciso — em
pezó diciendo. — Por cierto que me encontré con
el viejo aguilillo de don Belisario, y como el vie
jo é s te ...
--------¡Bueno! Dejá eso pa contarlo después
— interrumpió Lucila. — Decinos lo que has ave-
riguau en limpio.
71 —
— Por un lau, que don Eduardo anda de corte
jo de la Margarita Latera y dizque la visita no
che por noche, y juntea todo el viaje de chicha,
pa tomar con su amigóte, el viejo Belisario...
¡Igualito a lo que hacían aquí!
— ¿Y qué mas? — interrogó doña Eulogia.
— Don Belisario lo niega y dice que no han
ido sino dos veces, y llevaus por otro amigo, que
es pretendiente de la otra Latera. Una amiga me
ha dicho lo mismo.
— Quedamos en las mismas, o pior — reflexio
nó doña Eulogia. — ¿Y cómo podríamos conven
cernos de la verdá?
— Yendo a ispiar. Las Lateras están de chi
cha nueva. Esta mañana pusieron pendón, y es
seguro que hay farra esta noche en la casa. S»
quieren, vamos aurita mismo.
— ¡No! Eso yo no lo hago — clamó Lucila
— Vamos a ir las tree — ordenó doña Eulo
gia. La Petronila quedará atendiendo el fondo.
— ¿Y qué sacamos con eso? — persistió Lu
cila.
— Convencernos, hija, convencernos.
— ¿De á’i?
— Buscar el modo de hacerlo volver a ése.
— Si no quiere, no v u e lv e ... ¡Y se acabó!
Doña Eulogia acercó el rostro al de su hija,
y clavándole una mirada inquisitorial, increpó:
— Decime ¿no te importa nada de él?
Lucila dio la callada por respuesta, enfren
tando a su madre, serena e impasible.
— ¡Habla! — insistió aquélla, ya con tono au
toritario
72
— Lo poco que pudiera decir, usté la sabe
innto como yo — adujo la muchacha, ante la pre
miosidad con que era interpelada.
— ¿Querís decirme con eso que yo tengo la
culpa d e .. . tus cosas?
Lucila volvió a guardar silencio, como no
acertando con la respuesta, a lo cugl la madre,
entre airada y reflexiva, indicó:
— Estás en un error, o me juzgás injustamen
te. Yo no lo atraje al tal Villegas, ni te lo puse al
lau. Lo que pasó, pasó por tu cuenta y riesgo,
entendélo bien. Si, después, permití a ese hom
bre en mi casa, fue pensando de que vos lo que
rías . . .
Y como a tal prevención no era de esperar
respuesta, doña Eulogia se retiró unos pasos y fue
a avivar el fuego de la hornalla donde hervía el
líquido, mormurando como para sí misma, pero
de modo tal que cuanto expresara fuera oído por
la hija.
— Si no viene más, talvez sea mejor. En ese
caso nuestras amistades volverán a buscarnos, y
todo será como a n te s ... Ella no es la primera
que se da un trompezón, y le va mal, pero sigue
caminando.
Lucila había bajado Jos ojos, como impelida
a reflexionar. Por primera vez se creyó obligada
a buscar entre los pliegues de su alma la clase
de sentimientos que abrigaba para el galán en
cuya copa había escanciado el mosto de sus pa
rras virginales.
El la había iniciado en el conocimiento de la
vida, llevándola por camino fácil y placentero de
recorrer. Por él no era ya la jovencita sencilla y
despreocupada, a la vez que ingenua y sentimen
— 73 —
tal, sino la mujer enterada de su calidad de mu
jer y en condiciones de rendir a la naturaleza el
tributo que ésta tiene señalado. El amor de aquel
hombre, o lo que por tal le fuera ofrecido y ella
concluyó por tomar, había penetrado y ocupado
sitio en la materia de que estaba hecha. Había,
pues, algo suyo incrustado en su ser, algo extra
ño a su propia naturaleza, que subía desde el lé
gamo de los hechos salaces, hasta insinuarse en
los fondos de la razón y la voluntad.
Aquello no era amor, y aunque ella no alcan
zara a entenderlo bien, tal le sugerían las tácitas
voces de su interior. Era algo que con los visos
y la fuerza del amor, la llevaban a él, como para
seguir gustando de las delectaciones de la ma
teria.
A esta altura de sus cavilaciones, el recuer
do de Daniel vino a tomar sitio en su memoria.
La presencia de este recuerdo llevóle a qpmpa-
rar lo que había sentido por el amador tie los
discretos modos, con lo que en ese momento sen
tía por el tornadizo galán de las visitas noctur
nas. Aquello había sido una afección tierna y me
drosa, en la que los sentidos corporales estaban
como ausentes. Este otro era un rebullir de an
siedades y apetitos que pugnaba por manifestar
se a través de lo'sensible.
Esta pasión, o lo que fuera, concluyó por
apremiarla. Miró a su madre, que batía lentamen
te el arrope de la industria casera, y acercándo
se a ella con otro talante, díjole, como quien aca
ba de decidirse:
— Vamos a ispiar ande las Lateras.
Salieron las tres con Pura. La noche estaba
obscura y quieta. A paso rápido avanzaron por las
74 —
calles embozadas de sombra. Cruzaron por la pla
za, cuyo silencio era apenas turbado por el mur
mullo de los chorros al precipitarse en la alberca
de la pila, y por una de las empinadas calles que
llevan al otro lado de la ciudad, dirigieron los pa
sos al barrio donde vivían las Lateras.
Pura, en voz bajo, recomendó cautela:
— Desde aquí vayamos despacio y calladitas.
Hay que evitar los encuentros.
Algunos pasos, y empezó a oírse rumor de
conversaciones, y más suavemente, el son de una
guitarra.
— Eso es allá — susurró Pura
Cuidando de no hacer ruido, fueron hasta co
locarse frente a una puerta cerrada, por entre cu
yos resquicios se filtraban tenues hilos de luz.
Adentro había animada tertulia, riserío de muje
res y ruido de vasos, al parecer entrechocados
en el lance de los brindis.
La voz de Villegas se dejó oír, clara, incon
fundible. Pedía a la dueña de casa que hiciera be
ber a las muchachas, con ese tono blando y aca
ramelado que solía dar a sus palabras.
Lucila y Pura trataban de observar a través
de las rendijas de la puerta y el ojo de la cerra
dura. Doña Eulogia levantó la mirada hacia el ale
ro que se destacaba sobre el fondo de un cielo
despejado. Buscaba el consabido cuadríto rojo,
anunciador de la venta, y por más que sus ojos,
ya acostumbrados a la penumbra, escudriñaron el
alero, nada pudo ver que pendiese de él, nada
que colgase de los estrechos canes.
Aquella noche, sin lugar a dudas, corría por
cuenta de Villegas toda la chicha de las Lateras.
El pendón puesto en la mañana había sido qui
tado en la noche.
— 75 —
Vil
— 77 —
— ¡ Te estás dejando estropiar con ésa!
— Pa evitar habladurías, Pura. Vos compren
derás.
— Al paso que vas, cualquier día la Margara
te da un revés bien dau. Y vos, pa evitar habla
durías. . .
— Francamente, ya estoy que hiervo.
— Sí, pero de ai no pasa. . . Mirá: Contáselo
todo a tu mama, pa que ella vea el remedio que
hay que poner.
— No quisiera que ella sepa nada.
— ¿Y vas a seguir sirviendo de estropajo de
las Lateras?
— Hasta que se me llene la medida.
La Pura lanzó una risita de burla.
— ¡Pero si ya debe estar llenita! ¿Ande más
va’caber todo lo que te hacen?
— No sé. . .
— Oíme, Lucila: Esto va’acabar mal si vos no
hacís de tripas corazón. No han de estar las La
teras muy seguras de que don Eduardo les dure,
y crein que puede volver con vos. Y pa prevenir
te, te macanean.
— ¿Será por eso?
--------¡Claro! Pa que les tengás miedo; y en
caso de que vuelva don Eduardo aquí, pa que no
lo consintás por el puro miedo a ellas.
— ¡Se han pelau! No les tengo miedo ni
pizca.
— Macé ver eso cuando llegue el momento.
— ¿Cómo?
— Don Manuel María dice que pa defender
se, lo mejor es pegar primero.
— 78 —
— Así, no.
— Entonces seguí como hasta aura.
La tarde del día siguiente presentóse que ni
pintada para poner a prueba la eficacia de los de
cires de don Manuel María puestos en boca de
Pura.
Lucila, que había vuelto a practicar el aca
rreo de agua desde la fuente pública de la plaza,
llegaba al concurrido sitio al mismo tiempo que
la odiada Margarita. En aquel momento era gran
de el número de las bulliciosas azacanas del pue
blo, que a grito pelado disputaban primacías jun
to a los menudos chorros de la pila, vacía como
estaba la vieja taza de piedra.
Dejando la tinaja junto al pretil de la alber-
ca, arrimóse a un grupo donde a la sazón se li
braba una verdadera batalla de brazos extendi
dos, precisamente el mismo grupo al que la La
tera acababa de acercarse.
Lucila, con poco o ningún disimulo, empujó
a la aborrecida, tratando de apartarla del sitio
que ella buenamente tenía ganado. La moza vol
vió la cara con los ojos centellantes de ira:
— Zamba mojina ¿por qué me rempujás? —
escupió.
— ¡Porque me da la gana! — respondió Luci
la, desafiante.
La Margarita alzó la mano y descargó sobre
la boca de su antagonista dos rápidas y certeras
bofetadas, en tanto que le decía a voz en cuello:
— ¡Tomá, por lisa y atrevida!
El mujerío de la pila rodeó a las contrincan
tes, previendo un lance digno de verse. Las r¡-
— 79 —
sas, los comentarios, las frases incitativas reem
plazaron a los reclamos por turnos en los cho
rros.
— ¡Esta va’ser de las güeñas! — dijo una
moza.
— ¡Claro! — respondió otra. — Como hay hom
bre de por medio.
— ¡Priéndanse de una vez! — grifó un mozal
bete.
A Lucila le sangraban los labios, pero más le
sangraba el alma, de ira y vergüenza. Sentía co
mo que todas las miradas estuvieran fijas en ella
y todos los ánimos prevenidos en su contra. Y
se arrepentía de haber provocado aquella escena,
de la cual venía a ser el hazmerreír de las agua
doras. No pudo, no quiso contestar a las bofeta
das, y bajó la cabeza sin saber a qué ateners^.
La presencia de un celador municipal dio fin
al incidente, y los espectadores viéronse obliga
dos a volver a la faena aguaderil, defraudados en
sus expectativas.
Cuando Lucila regresó a casa, no pudo me
nos que contar el suceso entre sollozos mal con
tenidos. Doña Eulogia, bufando de coraje, resol
vió hacer justicia por su mano.
— ¡Esto no se queda así no más! — decía
mientras se ajustaba la larga y estrecha pollera.
— Yo le ’ua dar a la imilla ésa como a burro le
ñero. .. ¡Pa que sepa lo que es dar!
— ¿Voy con usté?, consultó la Pura.
— Caminá, por si acaso.
— Lucila y Petronila trataron de estorbar los
belicosos arrestos de las dos mujeres. Pero és
— 80 —
tas, sin oír razón alguna, apartaron a ambas de
la puerta, y salieron a la calle, dispuestas a co
merse crudas a todas las Lateras que se les pu
sieran por delante.
Cubriendo a luengas como veloces zancadas
el trayecto que habían recorrido la noche de ma
rras, no tardaron en llegar a la esquina próxima
a la vivienda de las enemigas. Allí se detuvieron
como para concertar el plan de operaciones.
Tras de un momento así transcurrido, doña
Eulogia tomó la delantera, yendo a plantarse fir
me en la puerta de aquella casa.
— ¿Está la Margarita? — preguntó con aire
desafiante. — Vengo a buscarla.
Una mujer ya vieja, cargada de carnes, pro
minente de pómulas y con unos ojillos sombrea
dos por cejas entrecanas, salió curiosamente a
la puerta.
— ¿Buscás a la Margarita? — preguntó, mi
rando de hito en hito a la retadora. — Aquí es
toy yo, su mama. ¿Qué querís cofi ella?
— Decirle que por qué le ha pegau a mi hija.
— No le pegó. Sólo le dio dos reveses pa
que aprienda a no ser atrevida. De pegarle, otra
cosa hubiera siu!
— Pues, aura, que me pegue a mí. Decile que
aquí estoy.
La mujer gorda puso las manos en jarras so
bre las caderas, y mirando con impavidez a la re
tadora, voceó:
— Dejóte de embromar, antes de que yo y
mis hijas de saquemos a golpes ese cuero ne
gro que tenis.
— 81 —
— Sepa, doña, que ella no se va’dejar así no
más, como su hija — terció, indignada, la Pura.
— ¡Ah! — exclamó la gorda. — ¿Son dos las
buscapleitos?... No. está mal pensau.
En aquel momento salían a la puerta Marga
rita y una de sus hermanas, mujer de robustas
formas y desenfadado talante.
— ¿Es a mí a quien busca la vieja consenti
dora? — embistió Margarita.
— ¡La consentidora es tu mama, imilla de
porquería! — vociferó doña Eulogia, fuera de sí.
Y uniendo al iracunda dicho el violento he
cho, saltó sobre la rival de su hija, tratando de
alcanzarle las mejillas con la mano. Pero la mu
chacha, después de hacer un rápido esguince,
asía fuertemente un grueso mechón de los cabe
llos de doña Eulogia, zamorreando de ellos con
tal violencia, que la cabeza de la mal prevenida
iba y venía al capricho de su vigorosa conten
diente.
En aquel momento intervino Pura. Mientras
con una mano liberaba los cabellos de la damni
ficada, clavando las uñas como garfios en los
brazos de Margarita, con la otra descargaba sobre
la cara de ésta una lluvia de mojicones.
En menos tiempo del que se tarda para ex
presarlo, la calle se llenó de gente curiosa que
salía de las casas o corría desde las calles próxi
mas para presenciar el encuentro.
La hermana de Margarita había acudido en
tre tanto en su ayuda y de este modo la escara
muza inicial entraba en la fase de batalla cam
pal.
— 82 —
De pronto, a codazo limpio, un hombre se
abrió paso entre el gentío, yendo a plantarse, en
hiesto y amenazador, entre medio de las conten
dientes.
— ¡Moderarse che! — gritó, levantando los
brazos.
Era un sujeto bajo y rollizo, sobre óuyo men
tón se desparramaban unos pinchos raleados que
querían ser barba. Vestía gorra y blusa militares
y, por debajo de ellos, un pantalón de paisano no
poco estropeado por el uso y desfigurado por dos
enormes remiendos con telas de distinto color,
que le cubrían ambas rodilleras.
— ¿No les he dicho que se m oderen?...
¡Respeten a la policía!
— Son ellas las culpables — argüyó la Mar
garita en esa sazón. — Toda la gente lo ha visto,
don Felipe.
— No me toca eso a mí — replicó el así lla
mado. — Ya se lo dirán mañana al corregidor.
La gente se retiró en un santimén, y el gen
darme quedó dueño del campo.
A prima hora del día siguiente, ambas par
tes actoras hubieron de comparecer ant'3 la auto
ridad policiaria.
Una salita livianamente amueblada con cua
tro o cinco sillas de desnuda madera, un sofá ve
tusto y una amplia mesa llena de papeles: Tal
era la oficina del corregimiento.
Allí desfacía entuertos, reparaba agravios,
enmendaba yerros y celaba honras el entonces
corregidor de la capital provinciana, don Rosau
ro Peña.
— 83 —
Era éste un señor con sesenta o más años
cargados sobre una cabeza entrepelada, unos oji
llos que se perdían bajo el matorral de las cejas
pajizas y una nariz algo menos encarnada que un
tomate.
— Estás demandada por pelea y escándalo en
la calle pública — carraspeó don Rosauro, diri
giéndose a doña Eulogia, después de arrojar so
noramente un gordo salivazo por encima de la
mesa que le servía de escritorio.
— Me han ganau de manos, señor — balbuceó
la interpelada. — Iba yo a sentar primero la de
nuncia, cuando usté me mandó comparecer.
Las Lateras, que estaban sentadas en el vie
jo canapé, prorrumpieron en vivas exclamaciones
de protesta, pero el corregidor las hizo callar con
dos o tres interjecciones de subido tono.
— Si ustedes hablan todas en un envión, esto
va’parecer una recova y no un corregimiento —
agregó en vía de amonestación.
Y luego dirigiéndose a la madre de aquéllas:
— Hablá vos. Creo que por ser vieja no tra
tarás de hacerte la pulida y venirme con men
tiras.
La vieja desató la lengua, relatándolo todo,
en parte como había sucedido y en parte de mo
do que acomodase a su buen nombre, inculpabi
lidad y ansia de ser reparada de agravios recibi
dos.
Cuando hubo concluido su perorata, el corre
gidor volvió a dirigirse a la inculpada:
— Y vos qué decís?
— 84 —
— Esta mujer no habla de verdá, don Rosau
ro — empezó murmurando aquélla.
— ¡Un momento, che! Aquí no soy don Ro
sauro, sino el señor corregidor.
— Usted perdone, señor corregidor. Es que
esta mujer me confunde con sus mentiras.
Y a continuación doña Eulogia enfiló a dar la
propia versión de lo ocurrido, según la cual, cul
pables de todo eran las antagonistas, y ella y la
Pura víctimas poco menos que inocentes de las
manos largas de aquéllas.
Pura y Lucila, que también estaban presen
tes, no fueron consultadas. Doña Eulogia habló
por la primera, refiriéndose al lance de la pila,
como para concluir con que todo había sido obra
preparada por la saña y maldad de las enemigas.
— ¿Hubo antes otra pelea? — preguntó a esta
sazón el solemne distribuidor de justicia sumaria.
— Sí, señor corregidor — contestó la madre
de las Lateras. — Rato antes se habían encon-
trau, en la plaza, mi hija con la hija de esta mu
jer, y como dizque tienen su enemisté, se dieron
algunos golpes. Pero eso fue entre ellas, y no en
tra en mi denuncia, s e ñ o r... Usté comprenderá:
Las muchachas, a veces, tienen ciertas co sa s...
Don Rosauro se sintió como picado por una
avispa. Y, adivinando lo que encerraba la reticen
cia, trémulo de ira, lanzó la retahila:
— ¡Ya me imaginaba yo que había hombre de
por m e d io !... ¿Y vos, vieja sinvergüenza, lla
mando a eso “ciertas cosas", eréis que no signi
fican nada y que, con no mencionarlo, has echau
tierra a las liviandades de tu hija, y venís aura
— 85
a demandar?... Pero ¿qué has creído que soy yo
y qué la justicia, grandísima socapadora?
Las Lateras se vieron por un momento per
didas. Pero mientras el indignado corregidor sem
braba de sustanciosos esputos el desnudo ladri
llo de su despacho, lanzando a la vez gruesas in
terjecciones de enojo, la mayor de las hijas, mo
za experta y sabida, tomó la palabra:
— Dispense, señor corregidor. Mi mama, aver
gonzada como está de todo esto, no supo expli
carse bien. No es que crea que el motivo prin
cipal de la pelea no tiene importancia. Por el con
trario, lágrimas le cuestan los amoríos de esta mi
inocente hermanita. Pero no ha podiu impedir
l o . ..
— No se trata de eso, mujer — interrumpió
sentenciosamente don Rosauro. — En cuestiones
de amoríos y porquerías, me importa un bledo
lo que hagan las mujeres, siempre que no haigan
escándalos y peleas en la calle. ¿Me entendís?...
Lo que yo quiero saber es el antecedente claro
y verdadero pa resolver esta endiablada deman
d a . . . A ver, decí vos misma lo que pasa, pero
sin mentir, ¿ja?
— Lo que pasa, señor — apuntó la avisada La
tera— es que un joven decente que antes dizque
trataba con la Lucila, aura visita nuestra casa,
acortejando a mi hermanita. Eso, ni nosotros, ni
nadie, podemos impedir, porque a la gente decen
te no hay cómo echarle los perros así no más.
El corregidor, apoltronado en su asiento, mo
vió repetidas veces la cabeza, como en señal de
que aprobaba este modo de obrar. Animada por
ello, la moza prosiguió:
— 86 —
— Pero ni la Lucila ni su mama se llegan a
la razón. Por nada más nos han criau ojeriza, y
ande nos encuentran nos insultan. Lo que es la
muchacha, vez que se topa con la de casa, la em
biste, siquiera con los o j os . .. ¡En algo había de
parar, desgraciadamente, todo esto!
La explicación debió de parecer razonable ai
corregidor, pues atemperósele el ánimo, y tras
de breve silencio dirigióse a Lucila:
— Aura hablá vos. ¿Qué decís de eso?
La muchacha, confundida por la imprevista
interpelación, apenas pudo balbucir:
— Yo, señor. . . Lo que digo es que ella está
faltando a la verdá. Yo nunca le hago ni le digo
nada a su hermana. Es ella, más bien, la que me
provoca ande me ve.
— ¿Tenis testigos de eso?
— No sé, señor. Pero ayer, en la plaza, mu
cha gente vio que me pegó, sin que yo le hiciera
nada.
— Así son siempre ustedes: Nunca hacen na
da las probrecitas. Pero, pa pelear hombre, ai’es-
tán!
— Usté perdone, señor corregidor — intervino
a la sazón doña Eulogia. — Mi hija no es de las
que usté crei. Nunca lo ha peliau a nadie, y me
nos aura a don Villegas.
Esta vez la ira de don Rosauro tuvo su esta
llido de mayor rempujo. Por poco no le ahoga una
rebelde expectoración que se negaba a abando
nar el cómodo asiento de su laringe, y por me
nos no arroja a la faz de la imprudente el volu
minoso tintero que sus manos sarmentosas te
nían asido.
87 —
— ¡Vieja zafada de los demonios! ¿Quién te
ha autorizau a que mezclés el nombre de un ca
ballero en tus cochinas disputas? — exclamaba
fuera de sí, matizando las frases con las inter
jecciones de Cambronne en Waterloo y Avaroa
en Calama. — ¿No sabís que a la gente decente
se respeta en todo tiempo y todo lugar? ¿A qué
viene esto de meter a ese respetable señor en
las puercas peleas de tu puerca hija?
Calló para tomar aliento y poder nuevamen
te exteriorizar su indignación. Pero, al final, de
bió de parecerle suficiente lo dicho, y decidió
concretarse al hecho.
Requiriendo papel y pluma púsose a atestar
la demanda hasta el momento en que la aturdida
alusión personal hecha por doña Eulogia hubo de
provocar su justísimo enojo.
Las Lateras erguíanse satisfechas y dirigían
oblicuas miradas a sus contendoras, murmuran
do entre dientes frases de burla y de parabién por
su victoria.
Entre tanto la Pura, adelantándose a los acon
tecimientos, iba preparando el terreno para las
contingencias. Mientras don Rosauro hacía su pa
pel de autoridad, a tono con las disposiciones de
las recurrentes, ella habíase dedicado a ganar la
voluntad del desmañado alguacil de la chirle go
rra y los pantalones de paisano sólidamente de
fendidos de la intemperie. Este, de su parte, só
lo había tenido ojos para mirar las prominentes
curvas y las vellosas piernas de aqueJIa moza cu
yas gaterías le encalabrinaban hasta despertale
apetitos.
Cuando don Rosauro hubo echado la última
firma a los papeles, quitándose los anteojos mon
tados en alambre, murmuró con voz solemne:
— 88 —
— Caso previsto en el reglamento de poli
cía: A pelea con escándalo en la vía pública, mul
ta o arresto discrecional.
Luego, dirigiéndose a las Lateras:
— A ustedes por haber peleau en la calle sin
tantita vergüenza, les toca ocho pesos de multa,
y a su casa.
Tras de una breve pausa embistió a doña Eu-
logia, apuntándole con el índice largo y entenco:
— Sobre vos, como provocadora, recae todo
el peso de la ley. Tenis ocho días de arresto y
otros tantos esa tu sobrina.
Fijándose después en Lucila, que permane
cía toda mustia de rubor, y como reparando en
que merecía cierta condescendencia, añadió, con
alguna menor acritud:
— Aunque la chicha-linda de tu hija fue la
causante de todo, por no haber siu de las pelea
doras, sólo le doy veinticuatro horas de deten
ción.
Doña Eulogia y Pura trataron de entrar en al
gunas explicaciones, viendo de implorar que la
sentencia fuera enmendada, o por lo menos, mori
gerada. Pero don Rosauro selló su veredicto con
un par de picantes y bien adobadas interjeccio
nes, y como satisfecho de su autoridad, concluyó:
— ¡La ley es la ley, y pa algo soy corregidor!
Ordenó luego al tuno de alguacil:
— Vos llevólas a éstas, aurita mismo, a la
cuadrada. Y le decís al alcaide que no les tenga
ninguna consideración.
Disculpándose de Pura con un expresivo ges
to, el ejecutor de las justicias de don Rosauro,
requirió a las condenadas para marchar con él.
— 89 —
A pocos pasos de la puerta afuera hubieron
de encontrarse con don Manuel María, el amigo
y vecino que no podía faltar con su mediación
en trances de aquella naturaleza.
— Acabo de saberlo todo, y venía a ayudar
les. Don Rosauro me distingue con su amistó? y
talvez podía conseguir yo al go. ..
— Ya ha pasau todo — suspiró doña Eulogia.
— Nos llevan a la cárcel, derechito de aquí, y con
recomendación pal alcaide.
— Lo siento por la vergüenza que está pasan
do y la que van a pasar tuavía...
— Gracias, don Manuel María — interrumpió
la Pura, enseñando el habitual descoco. — Pero pa
que no sea tanto lo que nos viene, ya he tomau
yo las medidas con alguien que puede más^íjue
usté.
Dirigió por lo sesgo una mirada al gendar
me, que iba un poco a la zaga, y tras de obte
ner que se le pusiera al lado, díjole con aire de
súplica, mechado con expresivas carantoñas:
— Don Felipe, usté no permitirá que cargue
mos por la calle con la vergüenza, ¿no?. . . Pues
déjenos ir solas hasta casa. Allí arreglaremos lo
que teñimos que arreglar, y luego nos vamos a
la cuadrada sólitas. ¿Quiere?
El gendarme se rascó la tostada mejilla y no
sin titubear un poco, expresó con un gesto que
accedía a lo impetrado.
Satisfecha con lo así obtenido, la casquilu
cia encimó:
— 90 —
— Otra cosa: No vaya a decirle al alcaide lo
que le indicó don Rosauro. El servicio se lo pa
garé algún día.
El hombre de la gorra volvió a hacer otra se
ñal de asentimiento, al tiempo que don Manuei
María echaba un reniego de disgusto.
— 91 —
VIII
NOVIEMBRE
93 —
hombres, como si la influencia telúrica de los
respectivos orígenes no hubiera sufrido modifi
cación apreciable. Son sobrios, tenaces y laborio
sos como los predecesores andinos y, de otra
parte, livianos en el obrar, locuaces y parrande
ros como los nativos de la llanura tropical.
Tanto como del trabajo rendidor, y a las ve
ces con más notoria inclinación, gustan de la
francachela amoldada a viejas costumbres, e in
tercalan ésta dentro de los períodos intermedios
de aquél. O bien, mientras decentan los lucros de
un ciclo de labor, tienen fijado para la expansión
de los espíritus y regodeo de los cuerpos, otro
ciclo de animación común, que prolifera en pin
torescas parrandas.
En esta última clase de manifestaciones del
vivir se halla incluido el mes de noviembre.
Con la diafanidad del aire, el temple de ti
bieza acariciante y el renuevo de la vegetación
que embellece el paisaje, este mes presta favor
más que otro alguno del año, para el espontáneo
fluir de la alegría y el manifestarse de ésta en
la diversión y el jolgorio.
Del primero al último de sus días, a tono
con viejas costumbres de origen hispánico, el
pueblo tiene señaladas varias fiestas, en las que
se recrea y solaza, poco menos que en cumpli
miento de obligación y como si observara ritos
de los que no es dable prescindir.
Y así llega la celebración del Todosantos,
día en que todo nacido de madre conceptúa en
común como el día de su patrón celestial y, por
ende, suyo propio. Tras de ésta viene la de los
compadrazgos, suerte de reafirmación de cordia
les amistades por el simbólico presente de be
— 94 —
bés de artificio. Y, finalmente, las sorapatas, ver
benas criollas de picos pardos y manga ancha,
en las que lo terrígena anda en pintoresco mari
daje con lo español.
Corría este jocundo mes, pasados tres o más
de la pelea y sus resultas, cuando cierto día, la
Pura llegó a casa con una nueva que, parecién-
dole de bulto y grande complacencia, se apresu
ró a comunicar:
— Mañana hay una sorapata ande nuestras
amigas las Lacios. Nos convidan a ir a vos y a
mí, con el encargo de que no faltemos.
Lucila, a quien la retozona se dirigía, recibió
la noticia sin mostrar mucha animación .
— Vas a ir vos, por supuesto — dijo escueta
mente.
— ¿Y vos no?
— Deseos no me faltan.
— ¿Y entonces?. . . Tenis que resolverte. Va’
ser una fiesta muy linda.
— Es cosa de pensarlo.
La Pura se le arrimó, y con tono de intimi
dad y hasta de persuación, apuntó diciéndole:
— Es tiempo ya de que te divirtás un po
c o . . . porque lo de aquí no es mucha diversión
que se diga. Meses pasan que apenas salís de
casa y andás como en un velorio.
Lucila se limitó a sonreír con cierto dejo de
amargura, a lo cual la otra volvió a expresar, más
persuasiva:
— Lo que pasó, pasó, y no es pa echarse a la
muera. Ya te lo he dicho tantas veces. . . Volvé
a ser la que eras, o más tuavía, con la experien
cia que has ganau.
— 95 —
A estas razones, Lucila volvió a sonreír, ya
con alguna animación y cierta vivacidad que le
asomaba a los ojos, y replicó:
— Tengo resuelto volver a ser como decís,
pero me falta el ánimo, o talvez me sobra el mie
do.
— ¿Miedo? ¿De qué?
— De que me pasen cosas. ..
— No te han de pasar, si sabís conducirte.
— ¿Cómo?
— Pues, divirtiéndote, pero con cuidau. Tra-
vesiando con los hombres, haciéndoles ver lo que
sos y lo que podís, pero sin darles nada de rien
da. En f i n. ..
A esta sazón, las palabras se le salieron a
Lucila casi involuntariamente y sin muestra aj-
guna de encogimiento: f
— Eso iba pensando, precisamente.
Y así era, en efecto. Tras de haber sufrido
el desengaño y luego el bochorno, el estado de
depresión en que había quedado, hízole perder to
da animación y recatar la persona hasta limitar
sus actividades a la simple atención de los visi
tantes de casa, como una obligación debida y na
da placentera.
Aunque se sentía ya mujer como todas, sin
nada que guardar en punto a reservas íntimas,
conservaba aun el candor de la adolescencia y
la juventud incólumes, y éste, al punzar en la ma
teria culpable, suscitaba en sus adentros pesa
dumbre y rubor en uno. Ello la había incitado al
retraimiento, mitad para refugiarse en él, como
si fuera una expiación de su culpa, mitad para
renegar del mundo que la había hecho caer, y
— 96 —
con el cual no podía menos de hallarse resen
tida.
Pero su cuerpo joven, su naturaleza lozana,
no dejaban de reclamar, allá en lo íntimo, por
cuanto es privativo de ellos. La sustancia de su
ser clamaba, a hurto del espíritu, por prodigarse
a la sustancia de otros seres, y unirse a ellos
en aquel estrecho abrazo que es norma y finali
dad de la existencia.
Había aprendido a gustar de los deleites que
brinda la secreta ecuación de la naturaleza, y
aunque pesadumbre y rubor la mantuvieron en
recato, con anuencia de la voluntad, sentía que
algo poderoso se le agitaba en lo interior, ape
lando a que gustase de nuevo esos deleites. Era
como si tuviese dentro un carbón, que después
de haberse apagado, volvía lentamente a ser as
cua.
Así las cosas llegó noviembre, que es tiem
po que se cuela en el ánimo de las gentes y las
pone predispuestas del lado alegre y liviano de
la vida, según atrás se lleva advertido.
Pura no volvió a hablar de la fiesta. Pero a
la tarde siguiente, viendo que alguien asomaba
a la puerta, llamándola, anunció:
— La Julia está aquí, y viene pa que vayamos
juntas. ¿Qué decís vos, Lucila?
— Voy con ustedes. Aguárdenme mientras
me visto.
Cuando salió, las dos amigas pudieron notar
que se había operado en ella algún cambio. Lu
cía en su semblante un cabrilleo de animación y
el atavío de su persona no era el mismo de los
días precedentes. Llevaba puesto un vestido algo
más estrecho de talle y más corto de faldas que
— 97 —
en lo ordinario. Permitía con lo primero que las
líneas de su cuerpo se destacasen netas y pre
cisas; y con lo segundo, que las combas de sus
pantorrillas ofrecieran mayor y más fácil porción
para ser apreciadas. Había peinado la negrísima
cabellera partiéndola por la mitad sobre la cabe
za y unídola por detrás para que caiga sobre la
espalda en una sola soberbia trenza.
Al llegar las tres al fundo de las Lacios, la
fiesta estaba aún en sus comienzos.
Era en las afueras de la población, dentro de
una heredad que tenía tanto de huerta como de
chacra. Arboles frutales diseminados por aquí y
allá, alternaban con árboles de la flora regional,
recios de tronco y densos de follajes. Por bajo
de unos y otros extendíase un espacio libre de
yerbas, que parecía convidar a la holganza. Allí
habría de realizarse aquella tarde una d^'las tan
tas sorapatas de la alegre temporada.
La fiesta con abstruso nombre en lengua abo
rigen, no obstante su viejo origen hispano, mos
trábase de principio con toda la tipicidad y el co
lorido de sus congéneres.
A la entrada del pequeño espacio rozado ha
bíase dispuesto algunas bancas de madera, so
bre las cuales reposaban las ya desgarbadas hu
manidades de hasta una veintena de madres de
familia, cuyos vástagos retozaban por allí cerca.
De los más recios gajos de tres o cuatro
ceibos y jareas pendían otros tantos columpios,
bajo de los cuales discurría la mozada en los
preparativos de lo más divertido de la fiesta.
La ¡nfaltable banda puebleña dejaba oír a in
tervalos las nostálgicas notas del “todosantos",
que es música propia de la temporada, o bien las
98 —
de un retrechero "carnaval" o las de un lánguido
caluyo con sabor a pena criolla que se aliviana
en ronda nocharniega.
Al incorporarse en los corrillos, Lucila, Ju
lia y Pura fueron recibidas con afectuosos salu
dos y obsequiadas con vasos del flavo licor de
maíz y copitas de lo más espirituoso.
No fue el último en darles la bienvenida el
bueno de don Manuel María, quien, con su don
de ubicuidad y por gracia de los miramientos que
le eran prestados, no podía faltar en reuniones
donde había bebida copiosa y de balde.
— Aura estoy como pa tomar — declaró Lu
cila, después de apurar un vaso lleno hasta los
bordes.
— Yo, lo mismo — asintió Pura.
Y como la concurrencia masculina gustaba de
aquellas espontaneidades, y solazarse en buena
y condescendiente compañía era punto cardinal
de la parranda, menudearon los brindis y fueron
trasegándose las jarras y las cantarillas, con in
tervalos de donosa tertulia.
En un momento de esos don Manuel María
se creyó obligado a intervenir:
— Lucila, no tomés mucho, que te vas a ma-
riar — dijo discretamente, casi al oído de la mu
chacha.
Pura tomó la voz por ella, respondiendo con
sorna al cuidadoso:
— Eso lo dice pa cogerse su parte y bebér-
sela usté ¿no?
El viejo le dirigió una sesga mirada de en
fado y se alejó sin decir otra palabra.
— 99 —
Entre tanto, lo más entretenido y peculiar de
la sorapata había llegado al punto culminante.
Al pie de los columpios las mozas eran re
queridas de subir a éstos, por mozos que se ofre
cían para mecerlas. Ellas, alegando inverosími
les razones, trataban de sortear el juego. Pero
el requerimiento pasaba no pocas veces de la in
vitación a la ejecución, y algunas de las renuen
tes veíanse de pronto empinadas sobre las tie
sas cuerdas, con su voluntad o sin ella. Los mu
chachos halaban entonces de los lazos mecedo
res, y empezaban el distraído juego, entre los gri
tos y las aclamaciones del corro.
La curva descrita por el columpio alargába
se cada vez más, y con ella el cuerpo de la me
cida iba y venía en lo alto, entre un ágil e indis
creto volar de faldas y una angustiosa solicitud
de tregua.
Los mirones animaban el juego con la proto
colar exclamación:
— ¡Chicha en botella! ¡Duro con ella!
Los mecedores cumplían su labor con ímpe
tu redoblado, insistiendo, al mismo tiempo, en la
interrogación de circunstancia:
— ¿Se casa o no casa?
Toda respuesta afirmativa de la muchacha
era interpretada como una rendición. Pero ni aun
así paraba el lance. Había que obligarla a decir
con quién apetecía unirse en matrimonio, y la cui
tada tenía que revelar el nombre de su presunto
novio el de su festejante, o a falta de éstos, el
de algún mozo que fuera de su agrado.
Entonces, y sólo entonces, le era permitido
poner pie en tierra, a tiempo para ser obsequia
da con un buen vaso o llevada a bailar alguna
— 100 —
pieza. Quien más se sostenía en el columpio, mas
acreedora se hacía a las finezas y los rendimien
tos del mocerío.
En ese momento uno de los que rodeaban a
Lucila y sus amigas, indicó de ser llegada la vez
de poner a éstas en la prueba. Julia y Pura fue
ron conducidas, quieras que no, hasta los colum
pios más cercanos. Lucila, apartando de sí a quie
nes trataban de llevarla en igual forma, dijo con
un mohín de gracia, que era también de desen
fado:
— ¡Déjenme. Yo voy por mi propio gusto!
Una animación singular le iluminaba el sem
blante y parecía dar más aplomo al cuerpo y más
agilidad a los movimientos. Al tomar asiento en
el travesano de las cuerdas, sonriendo picares
camente, desafió a los mecedores:
— ¡Mezan lo que quieran, que no les tengo
ni esto de miedo!
Y al expresarse de esta manera hacía pasar
graciosamente la uña del pulgar por debajo de
los blanquísimos dientes.
Los muchachos, después de quitonearse las
cuerdas unos a otros, dieron mano a zalear de
ellas con creciente empuje, incitados por el vo
cerío de los especiantes. El cuerpo de la impá
vida describía en el aire una larga curva cuyos
extremos iban a ludir las copas de los árboles
vecinos.
Julia y Pura, empinadas sobre sendos colum
pios y vivamente tabaleadas por robustos jóve
nes, no tardaron mucho en alzar bandera de par
lamento. Compelidas en el trance a declarar los
nombres de sus preferidos, dieron una y otra el
— 101 —
primero que se les vino a las mientes, sin que
la hija de doña Genoveva hubiera acertado a men
ciona/ el de Telmo, su antiguo galán.
Éntre tanto, el vaivén de Lucila iba hacién
dose cada vez más recio. Rendíanse los mece
dores y las cuerdas pasaban de unas manos a
otras, pero ella se mantenía impasible, desafian
do con su resistencia las intimaciones de los cir
cunstantes. Su cuerpo pasaba por cima de ellos
como una exhalación, más no sin dejar ver rau
damente las opulentas curvas de sus extremida
des inferiores y, a las veces, otras curvas más
opulentas aún y más incitantes, por no ser fáci
les de ver en cualquier otro lance que no fuera
el de la sazón.
— ¿Se casa o no se casa? — la interrogaban.
— Solterita soy, y así me gusta — contestá
bales ella, sonriendo a más y mejor.
En vista de que la cosa iba para más y era
tiempo ya de dar reposo a los brazos y regalo a
los paladares, alguien de los presentes aconsejó
de concluir la ofensiva. Lucila fue bajada del co
lumpio, en medio de una entusiasta algazara.
— ¡Sos la mujer más guapa que hay aquí — le
decía un mozo.
— Y la más linda — exclamaba otro.
— La más guapa y más linda — resumió un
tercero.
— Venga un vaso pa invitarle.
— ¡Una jarra es lo que se merece!
Pero el entusiasta mocerío no se contenta
ba con sólo las palabras. Los más listos, apro
vechando de la efusión del momento, asíanla de
las manos, los brazos y los hombros, haciéndose
— 102 —
presentes para que ella les aceptara el propio va
so. Lucila, repartiendo sonrisas, recibía y despa
chaba los calurosos brindis, sin qpe, aí parecer,
le enfadara aquel hacinamiento.
Nada indicaba que la violencia del juego le
hubiera causado molestia. Tenía las mejillas en
cendidas, nada más. Pero sus ojos brillaban co
mo si tras de ellos hubiera cien carbones encen
didos, y mordía nerviosamente la carnosa pulpa
de sus labios, cada vez que dejaba de apurar los
repletos vasos sucesivamente puestos en sus
manos.
— Poquito me falta pa mariarme del todo —
acertó a decir, mostrando desparpajo.
Don Manuel María, que se había introducido
en el grupo, volvió a sus advertencias, esta vez
con cierto tono de reproché:
— Te aconsejé que no tomaras, y no me ha-
cís caso. .. Pórtate bien y no des nota de tu per
sona!
Ella, por toda respuesta, le palmeó en el hom
bro con señales de afecto, y volvió a las andadas.
-^-¡Sé te ha metiu noviembre en la sangre!
— aseguró el buen viejo, como quien da con el
martillo en el clavo.
En aquel momento un mozo conseguía abrir
se paso entre el corro que asediaba a Lucila,
aproximándose a ésta con alguna muestra de con
fianza y despejo. No era como los circunstantes,
gente toda del pueblo, sino que por la pulida ves
timenta y la desenvoltura en el porte se anun
ciaba como persona de distinción y acreedora de
merecimientos.
Una vez al lado de la muchacha, no le fue
difícil obtener su atención y, con ésta, sus sonri-
— 103 —
sas y garatusas. Al parar mientes con ello, los
festejadores fueron retirándose uno a uno, dis
creta y comedidamente, hasta dejar que el joven
zuelo de las buenas prendas quedase como nudo
propietario del terreno.
Con los soles de la libación y la sazón del
juego en el columpio, la fruta había llegado a su
plena madurez y todo favorecía para poder tener
la entre manos y gustar de sus primores.
Así pareció entenderlo el recién llegado, y
a tal punto hubo de aventurarse, vistas las bue
nas disposiciones. A no mucho de habérsele
aproximado y tras de bailar con él un retrechero
“carnaval”, Lucila accedía a ocupar en el esce
nario un más cómodo y apartado sitio en donde
departir y compartir las holganzas de la fiesta.
Don Manuel María, que, sin descuidar el
trasiego de vasos, no les perdía tilde, acertó a
verles en las lindes del huertezuelo, tan ehtrega-
dos el uno al otro como estaba jejos de imaginar.
El inesperado galán tenía a la mimosa estrecha
mente pegada a sí, mientras sus inquietas ma
nos resbalaban por encima de turgencias y ala
beos, en un como apremio por regalarse de to
do. Ella, de su parte, apenas si oponía reparo a
aquellas incursiones con un esquivar del cuerpo,
más propio de un crispamiento nervioso, en tan
to que los labios le sonreían extrañamente y los
ojos, fijos en él, brillaban con el fulgor de cien
luminarias en noche de San Juan.
Conocía el viejo al impetuoso mancebo, y le
sabía estudiante venido al pueblo natal en goce
de vacaciones. Con la confianza puesta en ha
ber cruzado alguna vez palabras con él, fue has
ta el sitio mismo donde estaba la pareja, viendo
— 104 —
(lo anunciarse, antes de llegar, con una tocecilla
o propósito.
— Lucila — clamó, enfrentándose con ella —
os bochornoso lo que estás haciendo. Aquí, co
mo una cualquiera... ¡Mirá que te lo digo por
tu bien!
Y luego, enderezando al estudiantino:
— Jbven, usté perdone y compriéndame. Soy
muy amigo de esta chica y de su madre. Las quie
ro bien y cuido de ellas.
La muchacha, con el sobresalto y la contra
riedad por delante, sólo acertó a mascullar:
— ¡Me estapa ispiando!... ¡No lo creía ca
paz de eso!
Y como adquiriendo repentina noción de las
circunstancias y dominio del recato momentánea
mente adormecido, abandonó aquel sitio, a paso
moderado y sin decir más palabra.
El galán, entre sorprendido y airado, rezon
gó:
— Mal oficio el suyo, don.
— Lo hago porque la quiero a la Lucila, ya
se lo he dicho. Es una chica buena y formal, apar
te de ser bonita, y merece una buena suerte — re
plicó don Manuel María, dulcificando la voz:
Y como el mancebo guardaba silencio, añadió:
— Mire joven: No la siga persiguiendo y tra
tando así, porque eso ha de trairle mucho da
ñ o ... Aura, si a usté le gusta un poquito.. .
El interpelado le cortó, socarrón y de mal ta
lante:
— ¡No querrá usted que la ponga en el altar
mayorl
— 105 —
S E G U N D A P A R T E
— 107 —
Al paso lento de un caballejo sudoroso y tra
sijado, descendía Daniel Barrios por la "Cuesta
Blanca”, después de larga ausencia. Había con
cluido su servicio militar y volvía al pueblo y ho
gar natales, con alguna experiencia de la vida, al
gunos ahorrillos guardados en la flaca maleta y
el magín lleno hasta el tope de ilusiones.
En habiendo avistado el paisaje, un rapto de
emoción llevóle a enderezarse sobre los estribos
para mejor contemplar aquello que tanto había
añorado allá lejos. Con el corazón que le treme-
cía a fuertes palpitaciones, acertó a distinguir
desde la distancia los grises tejados, ios enhies
tos campanarios y los angulosos gollizos de las
calles, en donde todo lo tenía y todo habría de
hallar, seguramente, como cuando lo dejó al em
prender la marcha.
Mientras la cansada bestia que apenas podía
sostenerle ya, iba midiendo los pasos y ybpezan-
do en los guijarros del camino, el viajero reunía
en su memoria todos los recuerdos latentes, a em
pezar de la mañana en que abandonó a los suyos
para ir a cumplir con los deberes militares.
Pronto haría dos años de aquello. No le ha
bía sido fácil allanarse, sobre todo en los prime
ros días, a los rigores y destemplanzas de la vi
da castrense. Aparte esto, la nostalgia le punza
ba en lo hondo y el recuerdo de la amada le ob
sedía hasta la angustia.
Empero tal obsesión no habría de ser dura
dera. Las incidencias y preocupaciones de la nue
va vida concluyeron por adormecer los afectos y
hacer que se tornaran, de ansiedades subyugan
tes en evocaciones gratas que dulcificaban las
horas de reposo y ayudaban a conllevar las de pe
sado servicio.
— 108 —
En esta circunstancia, el dejar de recibir no
ticias de Lucila y esencialmente cartas suyas, no
le llamó a desvelo. Achacó el caso a corriente
negligencia o a impedimento de alguna solidez,
que no a haberle olvidado o dado remplazo en
el sitial de sus afectos. Y en última instancia, si
esto último hubiera sucedido, no sería cosa de
mucho volumen, a lo sumo algún amorcillo de los
que no pueden faltar en la vida de una mujer jo
ven y bonita.
Al recordar la exculpación que hizo, en aque
llos días, del presumible devaneo de la mucha
cha, vínole a las mientes que él también tuvo su
pecadillo de la especie.
En el puebla del Altiplano donde estaba des
tacado su regimiento, había conocido a una joven
mestiza de pómulos prominentes y macizas for
mas, que solía encontrar en la calle. Para feste
jarla viose obligado a aprender una que otra pa
labra de la lengua aborigen y escurrirse clandes
tinamente del cuartel. No pocas veces pasó en
casa de aquélla, ejercitando su inverosímil cas
tellano y deshojando mentalmente la fronda de
sus polleras multicolores.
De este modo quedaban saldadas las cuen
tas y compensadas las aventurillas intrascenden
tes de ambos.
Mientras de este modo iba discurriendo, ha
bía concluido de descender por el agrio declive
y embocaba en una vereda amplia, ya en la pla
nicie del valle.
Una vez allí, dio dos o tres lonjazos a la ca
balgadura para incitarla a avivar la marcha. Co
nocía aquel camino palmo a palmo, y cada rin
cón despertábale recuerdos de su niñez o de su
mocedad. Aunque sumido ya todo en las penum-
— 109
bras del crepúsculo, no le fue difícil reconocer
uno a uno los recodos, las hoyadas, los bardales
y las casas que tenían algún sitio marcado en su
memoria.
Al llegar al arroyo de las muñas, detuvo la
marcha sin apenas darse cuenta de que lo hacía.
Recordó, como si sólo el día anterior hubiera
ocurrido, que allí le despidió Lucila, con prome
sas que era de esperar fueran cumplidas. Y al
detenerse en la evocación, la imagen de la mu
chacha se afirmó en sus adentros, prestando fa
vor a la ternura que había sentido por ella y pa
recía, a la sazón, reavivarse como una llama mú
dente al soplo vivificador.
Apeóse por un momento y aplacó su sed be
biendo del arroyo que discurría silencioso entre
la maleza.
La noche había cerrado ya cuando pl caballe
jo le puso en la primera calle del pueblo.
Como no anunciara el retorno con la debida
precisión, la llegada al hogar materno fue poco
menos que sorpresiva. Ello no impidió que a poco
de desmontar, acudieran a la casa vecinos del
barrio, parentela y amistades, a darle la bienve
nida y congratularle por haber cumplido los debe
res para con la patria. Buena parte debió de te
ner en esta pronta asistencia la actitud de la ma
dre del recién llegado, quien, estrechando a éste
entre los brazos, expresaba a gritos su compla
cencia.
— A ’i lo tienen aura, hecho un hombre! — re
petía la feliz mujer, pavoneándose ante los con
currentes.
— Y bien que le ha sentau el “servicio" —
apuntaba alguno, a modo de comentario.
— 110
El acontecimiento no pudo menos que enfi
lar a placentera velada, en la que abundaron los
vasos de lo espirituoso y menudeó la tertulia.
El amigo Telmo de los pasados días había
sido, naturalmente, de los primeros en acudir.
Sentado junto a Daniel, increpaba afectuosamen
te a la dichosa madre:
— Ya ve usté que el “servicio" no mata ni
enferma. Al contrario: Lo hace a uno más hom
bre.
— Gracias a Dios y a su Madre Santísima —
afirmaba ella, henchida de felicidad.
Al promediar la noche los de las congratu
laciones se retiraron y Daniel consiguió que su
madre fuera a descansar. Sólo quedaba Telmo,
quien, a fuer de muy amigo, tenía que ser el úl
timo en abandonar la casa.
En apurando, ya solos, los últimos vasos, sur
gió el diálogo íntimo que era de esperar.
— Nada me has dicho de la Julia — inquirió
Daniel con la mirada puesta en ir más allá.
— ¿La Julia? — expresó Telmo como si por
de pronto no cayera en la cuenta de quien era la
persona sobre la que era interrogado. — ¡ A h !...
Eso acabó, hace ya rato.
— ¿Y qué pasó?
— Verás. Estuvimos bien por algún tiempo.
Pero todo fue que empezara a acompañarse con
esa Pura, pa que las cosas se echen a perder.
— ¿Cómo así?
— Empecé por decirle que no me gustaba
esa compañía. Y como no la dejara, no volví más
con ella, hasta ver lo que hacía.
— 111
Apuró un buen trago y tras de haberlo pala
deado, concluyó:
— Hizo lo que tenía que hacer, con semejan
te amiga: Andar de aquí pa’allá y en boca de la
ge nte.. . ¡Tanto tiempo ha pasau, que ni me acor
daba ya de ella!
Daniel se iba por las ramas, pero pugnando
por acercarse al punto preciso:
— ¿Y las demás amistades? — volvió a pre
guntar.
El amigo, ya en la cuenta de lo que Daniel
se proponía, dispúsose para lo conveniente. Y
como para cortar, más con cuchilla de carnicero
que con bisturí de médico, sentenció:
— No querrás que te hable de la Lucila...
— ¿Y por qué no? ¿Hay algo malo enteso?
— Malo, no precisamente. Pero sí, po/ demás.
Se echó al coleto otro vaso, y luego encimó:
— Creyía que estuvieras enterau de todo, que
te hubieran llegau las noticias.
Daniel, mostrando una indiferencia que no
era sino el velo con que cubría su ansiedad, apun
tó:
— Nada supe, ni nada sé hasta aurita. Contó
rnelo todo, con la debida confianza.
— Me imagino que ya no la querís, ¿ver-
d á ? ... Así está bien. Y aura escuchó: Tu Lucila
corrió borrasca. A los meses que te juistes se pren
dió de ella don Eduardo Villegas, y fue hasta ha
cerla c a ir ... Después de eso, se estuvo un tiem
po formalita, más formalita que nunca. Pero vino
un colegial, y éste se dio maña pa atraparla, y
de nuevo ¡chultín!. . . El tercero fue el Juan Ló
112 —
pez, que la tuvo de cortito y se amachinó bien
con ella. D espués... ¡Bueno! ¡Pa qué seguir con la
cuenta!
Daniel apenas si podía ya ocultar la desa
zón, pero aún acertó a preguntar:
— ¿Y aura?
— A u r a ... a u ra ... — repitió Telmo, tratando
de hallar la expresión más animada de lo que que
ría significar. — Aura se puede decir de ella lo
que dice la copla:
En el amor se parece
a la yerba cuando crece:
A toda rama se enreda
y en ninguna permanece.
— 113 —
II
— 115
— En el callejón de las jarquitas. Iba yo dis
traída, cuando de repente lo vi que venía por el
otro lau. Se paró y me miró fijamente, como pa
saludarme.
— Y vos ¿qué hiciste?
— Tuve que torcer la esquina, pa no encon
trarme con él.
— Mal hecho. Debistes seguir como si nada.
— No sé qué me vino. Un poquito de susto,
de vergüenza talvez.
Aquí la Pura exhaló una risita con sus pun
tos y ribetes de burlona, y apuntó, como para en
terarse de lo que la confidente tenía en sus aden
tros:
— Miedo y vergüenza, ¿de qué? /
Lucila no supo cómo responder por el mo
mento. Haciendo que poner su parte en el encen
dido del fuego, dejó pasar unos instantes, mien
tras daba con el modo mejor de referirse a lo es
crutado:
— Bueno. . . — dio, al cabo, en responde.
— Vos, que lo sabís todo, te darás cuenta. No me
porté bien con él. Hice lo que no debía. Y aura
que ha vuelto, no me siento con cara pa mirarlo,
y pior pa contestarle, si me habla.
Esta vez fue la Pura la que no acertó con la
frase que convenía aportar. Pero, más luego, ha
ciendo alarde de impavidez y experiencia en lan
ces de la vida, apuntó:
— Con mieditos y vergüenzas nunca se llega
ande uno quiere. Eso hay que tenerlo siempre en
cu en ta .. . Y aura decime, ¿qué hicieras si el Da
niel te buscara y llegara a estar con vos?
— 116 —
— No sabría qué hacer. . . La verdá es que
ese encuentro no lo deseo — respondió sin va
cilar.
— ¿Estás segura de que n o ? ... Oyime: Es
bueno que consultés con tus adentros, porque la
ocasión va’llegar.
Lo dijo de un modo que valía por la revela
ción inminente. Lucila, entendiéndolo así, no tar
dó con el reclamo.
— Si tenis que decirme algo de eso, decíme-
lo pronto.
— Pero antes vas a contestarme a una pre
gunta, con toda franqueza. ¿Te queda algo del ca
riño que le tuvistes? Esto, no sólo pa mí, te lo ase
guro.
La interpelada quedó en silencio por un mo
mento. La pregunta era, en la circunstancia, de
las que no se puede contestar sin antes escru
tar en los dominios del espíritu. Acaso si ella
se la hubiera hecho a sí misma, no le habría si
do fácil responderse. No obstante, tras de la cor
ta vacilación, decidió sostener, como de juro:
— Ni un poquito. ¡Mismo!
La respuesta motivó un gesto de la Pura, que
bien podría ser de incredulidad, o bien de soca
rronería, y sin más requilorios, tiró el cohete:
— Estuve anoche con él, y algo me contó de
lo del encuentro.. . ¿Sabís? Quiere estar con vos,
pa conversar solamente, pa quedar de amigos.
Así me lo dijo y me pidió que te lo haga sab er...
Va’venir de visita una noche de éstas, con eseTs
intenciones.
Se detuvo, como indicando de que hasta allí
iba el encargo, para continuar después, ya como
de parte suya:
— 117 —
— Pero a mí se me hace que lo que quiere
es volver a lo de a n te s ... Conozco a los hom
bres, y sé que algunos no son muy delicaus.
— No quisiera que venga, ni de día, ni de
noche.
— Sobre todo aura que hay pretendiente nue
vo ¿no? — picó la Pura con malicia. — Pero va’
venir, y tenis que recibirlo.
— ¡Que sea así, no habiendo otro remedio!. . .
Pero tengo un miedito, un no sé q u é ...
— No tenis por qué alarmarte, ni andar como
chapaleando en lo seco. Recibilo bien, pero ha
ciendo ver que no sos la Lucila de antes. Mos
tróte con él como que nada hubiera pasau, ni
ayer, ni antiayer. Y si es, como se me pone, que
te quiere tuavía, pues que te quiera a s í... Lo de
más corre por tu cuenta y tendrás que resolverlo
según tus sentimientos. Si no lo queríst como me
has dicho, pior pa él. Y si lo querís aún, o volvís
a quererlo, como me lo supongo, pues, no es
más: Puerta afuera el otro, y dentre el de antes.
— Ya es tarde pa eso — murmuró Lucila en
conclusión.
Lo dicho por la Pura sólo era una parte de
la verdad, lá que buenamente quiso Daniel con
fiarle. Cuanto a lo referido por Lucila sobre el en
cuentro, sólo se acomodaba a lo que ella, lige
ramente, pudo apreciar de su parte, salvo porme
nores que se cuidó de referir a su confidente*
Para Daniel la escena había sido más com
pleja por cierto, y de resultados que él mismo
estaba lejos de esperar.
Había salido aquella mañana para retribuir
visitas que debía desde su llegada. Era la hora
— 118 —
en que el suburbio, más cercano a trozo de cam
piña que a términos de ciudad, presenta mayor
animación y colorido. El sol de primavera doraba
las frondas, las cercas, los techos de las casas
y el endurecido suelo de los callejones, como que
riendo infundirles su valor vivificante.
Desde lo alto de su hopalanda, las acacias
terrígenas conocidas con el nombre de jareas,
derramaban los estriados topacios de sus flore-
cillas, en una especie de sutil llovizna, inundan
do el aire con su aroma.
Discurría el mozo por allí, cuando de pronto
acertó a ver a Lucila, que venía en dirección con
traria a la suya, de modo que el encuentro era
inevitable, hacia la bocacalle inmediata.
Detuvo el paso como para esperar las resul
tas del evento y ver la actitud que ella adoptaría.
Estaba tan bonita como antes, o más todavía. Pa
recióle que el tiempo transcurrido durante su au
sencia hubiera puesto más donosura en su sem
blante, más morbidez en las líneas de su cuerpo
y más gallardía en el porte y el andar.
Pero todo fue que acertara a verle como a la
expectativa del lance, para que ella torciera por
la transversal. Apenas si logró que los vivaces
ojos lo envolvieran en una mirada como de paso,
mas no sin que en ellos pudiera advertir algo que
supuso ofuscamiento momentáneo y cortedad en
uno.
Aunque ya de espaldas y a paso ligero como
iba, él la siguió contemplando con ojos de ape
tencia súbitamente despertada. En posición se
mejante fuele dado apreciar la rotundidad y finu
ra de las formas, que insurgían atrevidas por de
bajo de la veste, y al ritmo de la marcha pare
cían adquirir cierta elasticidad de felino.
— 119 —
Aquello fue para despertar en él no sólo ani
maciones afectivas, que el tiempo había adorme
cido, sino también avideces viriles no experimen
tadas hasta entonces en torno a la persona de
ella. Acrecentadas aquéllas por la participación
de éstas, el resultado fue que surgiera en su áni
mo una ansiedad tan efusiva como la de dos años
antes, sólo que más apremiante, pero siempre
dulcemente envuelta con el velo de la sentimen-
talidad.
Tal fue lo que le llevó a hablar con Pura, sin
revelarle ni por asomo su estado de ánimo y me
nos descubrir los propósitos que alentaba.
Pero como el resultado de la consulta, o más
bien la anhelada respuesta, se dejaba esperar,
Daniel resolvió obrar sin ella, a dos o tres días
de pasado el encuentro. /
Apenas caída la noche, buscó a su amigo Tel-
mo para pedirle que le acompañase en el pasar
unas horas de esparcimiento.
— No me hecho hasta aura la “llegada”, y ya
es tiempo — señaló con animación. — Quisiera fa-
r esta noche con todas las de ley.
— Hace mucho que yo tampoco lo hago — ob
servó el amigo. — Y como no me faltan ganas,
estoy a tu disposición.
— Pues, entonces, a la obra. Sacá tu guitarra,
y vamos por ai, a sorber de lo bueno y echarle a
las cuerdas y al canto.
— ¿Y ande vamos a ir?
— A ninguna casa de fijo. Entraremos aquí y
allá pa tomar unas copitas, y luego ¡zas! con la
música a otra parte.
—-120 —
Se cuidó de manifestar que su intención era
rematar en casa de doña Euiogia, cuando lo bue
namente libado le pusiera el ánimo en temple.
A tono con sus deseos, visitaron algunas ca
sas de la especie consabida, para servirse en ellas
aquello que alienta la confianza y llama a la ale
gría, amenizando el rodeo con el pulsar de la gui-
tara y el cantar de viejas canciones criollas.
Cuando salieron de uno de aquellos despa
chos, con la mira de continuar el recorrido, era
ya hora avanzada. La noche estaba queda y sin
gularmente atractiva. El disco de la luna, como
detenido en medio cielo, tenía a la ciudad envuel
ta con el glauco sendal de su lumbre. Las calles
eran a modo de largos canales por donde se pre
cipitaban los rayos del astro, resbalando por los
techos y las paredes para amontonarse a lo largo
de las calzadas. Los aleros volantes dejaban a
intervalos luengos rectángulos de sombra sobre
el enlosado de las aceras.
Al avanzar por entre el silencioso torrente
del plenilunio, Telmo cayó en la cuenta de que
su amigo le llevaba hacia la casa de los antiguos
amores. Tentado estuvo de oponerse al instante,
alegando cualquier pretexto puramente suyo. Pe
ro-guardando sus reparos para en el caso preci
so, continuó la marcha, a los acordes del pasa
calle que arrancaba de las cuerdas de la guitarra.
Llegaron al barrio de la salerosa fama y proxi
midades de la vivienda ya conocida. En el silen
cio de la noche sus oídos recogieron con clari
dad el rumor de una conversación que adentro
se sostenía, muy animadamente al parecer.
— Es ande doña Euiogia — indicó Telmo— .
Están farreando.
— 121
— Vamos a entrar un ratito — susurró Da
niel.
Fue llegado el momento de intervenir como
se tenía pensado.
— Creo que no conviene, o mejor dicho no
te co n vie n e ... No precisamente por las cosas
que dicen de la Lucila, sino por lo que puede ha
cer o decir la vieja consentida de su madre.
— No me importa lo primero porque nada
tengo ya que ver con ella. Y nada creo de lo se
gundo porque ni voy a cortejar, ni tengo la inten
ción de recordarle a la vieja lo que me hizo.
— Además, están con gente, y no es bueno
meterse así no más — reflexionó aún el amigo.
— Y nosotros, no somos gente? — sugirió Da
niel con zumba.
Los reparos habían llegado a su término, y
pues no causaban efecto, era preciso cecfer.
Se habían aproximado ya a la puerta, y Tel-
mo golpeaba con los nudillos en el tablero.
— ¿Quién es? — preguntó alguien desde aden
tro.
— Yo — sintetizó Telmo, como era de costum
bre.
• Una voz irrumpió, expresando a guisa de bur
lona advertencia:
— ¡Estamos cabales!
Era la Pura, con su descoco y su chulada de
siempre.
— Pasen, señores — barbotó doña Eulogia al
abrir, sin fijarse en quiénes eran los visitantes.
Daniel franqueó las puertas a la zaga de su
amigo, tratando de abarcar de un vistazo todo
— 122 —
cuanto había en la estancia. Poco o ningún cambio
pudo advertir en ella, conforme a los recuerdos
que tenía guardados: La misma mesa rinconera,
con su largo tapete de zaraza, donde se coloca
ban las jarras y los vasos para el consumo; los
mismos bancos de madera cubiertos por chuses
multicolores a manera de acolchadura; las mis
mas figuras de hojas arrancadas de revistas, co
mo adorno de las paredes,
El chusgo decir de la Pura era fiel expresión
de verdad. A uno y otro lado de la mesa-mostra
dor estaba sentada aquélla, hombro a hombro con
el complaciente gendarme de marras; y Lucila en
la estrecha compañía de un hombre que llevaba
calado el sombrero hasta rozarle las orejas. Cuan
to a doña Euloaia, allí estaba igualmente, bien
que en lugar más apartado, el guitarrista de
motu proprio y tocador de bajo en la mejor ban
da del pueblo, Pedro Robles.
— Buenas noches — saludó Daniel al entrar.
En habiéndole reconocido, los circunstantes
contestaron al saludo en diversa forma: Los hom
bres con cierta afabilidad, la Pura, al desgaire y
con los ojos puestos en doña Eulogia; ésta, con
el miramiento propio de dueña de casa, pero di
rigiéndose más bien a Telmo. Lucila había entre
abierto los labios como para contestar, pero en
ese preciso instante, su compañero de asiento le
hablaba por lo bajo, y ella se vio obligada a vol
ver la atención a él.
A pedido inmediato de Telmo fue servida una
jarra, de la que empezó a hacerse consumo, con
intervención de las parejas, mas no sin cierta
frialdad en la tertulia.
Para salir un poco del embarazo, dio Telmo
en pulsar las cuerdas de su guitarra, mientras
— 123 —
pedía al diligente Robles que cantase con su
acompañamiento.
— Esta noche no quiero cantinia. Dispensen
— observó doña Eulogia, dejando ver que no es
taba de buen talante.
Aunque advertida la intención, Daniel hizo
que animarse y apresurar la libación. Levantando
su copa en alto señaló un brindis personal con
resuelto ademán y voz firme:
— ¡Saló, Pura!
La "obligada" tomó la suya sin vacilar y la
bebió de un sorbo, concluyendo por arrojar las
heces sobre el desnudo suelo.
Era la prueba, o más bien la puerta que bus
caba para colarse en otro brindis:
— ¡Saló Lucila! t
Esta, que había prestado atención af decurso
del envite precedente, al ser ella misma reque
rida, volvió los ojos a su acompañante, como
quien le pide su parecer. Ante tal solicitud, el ala
del sombrero se movió de arriba a abajo, mos
trando de que quien lo llevaba puesto hacía una
señal de asentimiento. Lucila, entonces, tomó su
vaso y lo llevó a los labios.
Concluido el lance, que no pudo pasar inad
vertido, la muchacha fue a rellenar el vaso tra
segado, usando del recipiente que a la sazón te
nía Daniel entre las manos.
— Con permiso, don Daniel — dijo al acercar
se, gastando una sonrisa de buenos modos.
El súbitamente llamado de don, al acercarse
ella para tomar la jarra, apuró en una mirada las
gracias y voluptuosas incitaciones de aquel cuer
— 124 —
po regalado, y aun alcanzó a husmear el vaho de
feminidad en madurez que de él emanaba con
excitante tibieza.
— Pa usté, don Casiano — concluyó por de
cir la moza, dirigiéndose al del sombrero y echán
dose al coleto el vaso recién servido.
En habiéndolo hecho volvió al lugar de su
asiento, muy pagada de su actitud y con un des
pejo que no le era habitual.
Daniel y Telmo cruzaron por lo bajo una mi
rada de inteligencia.
Entre tanto el don Casiano había levantado
por fin el sombrero hasta descubrir el rostro ca
rilleno y mostrar los ojos azulencos en los que
se reflejaba al patente la satisfacción por el buen
trato que estaba mereciendo.
Transcurrieron así algunos minutos.
Lucila nuevamente al lado del cortejante, de
partía con él en aislado coloquio, mas sin que por
ello dejara de aportar con algo suyo en la tertu
lia común que Telmo pugnaba por sostener, con
ayuda de su vecino de asiento, el guitarrista. Al
cabo Daniel se incorporó tomando la disposición
de marchar, actitud que fue seguida por Telmo,
cpsi al mismo tiempo.
— Bueno, doña Eulogia — manifestó éste—
Ya la hemos visitau un rato y probau de la buena
que fabrica.
La aludida murmuró alguna palabra de cum
plimiento, con la mira de disimular de que ía re
tirada le placía.
— ¿Muy apuraus están? — expresó Pura, po
niéndose de pie y como queriendo pedirles que
no se fueran tan presto.
— 125
Lucila, desde su asiento, intervino con algu
na más significativa instancia:
— Quedáte, Telmo, otro ratito. Y vos también,
Daniel. Es temprano tuavía.
Había dejado de llamarle de don y lo tuteaba
como antes. Quien en ese momento se hubiera
fijado con detención en ella, habría advertido en
su semblante cierta expresión de inconformidad
o de disgusto. Pero su actitud no pasó a más.
Una vez en la calle y tras de haber caminado
algunos pasos, Telmo comentó:
— No nos ha ido muy bien en esta casa.
— ¿Esperabas algo mejor? — apuntó Daniel.
— Hombre, no hay de qué descontentarse.
— La vieja estuvo muy seca y la Pura muy me
tida en sus justanes.
— Es que, como dijo ésa, adentro esíaban ca
bales: Cada una pa cada otro.
— Yo no sabía que don Casiano le estuviera
arrastrando el poncho a la Lucila.
— No tiene nada de extraño — argüyó Daniel,
y luego como esquivando el tema, continuó: — Otra
vueltita nos queda bien tuavía.
Siguieron caminando por la calle recta, y a
poco andar no faltó puerta que se les abriera y
tenducha en donde continuar con la vagante ja
rana.
Cuando salieron de allí, a la hora o dos ho
ras corridas, ya la luna se inclinaba al ocaso y
más de un gallo albeador rasgaba el silencio con
el cuchillo sonoro de su canto.
— Volvamos por donde vinimos — indicó Da
niel. — Y tocando y cantando como pa hacerles la
contra a los gallos.
— 126 —
Ya Telmo había parado mientes en que su
amigo estaba algo flojo de tornillos y con los sen
timientos de afectividad que no le cabían en los
interiores.
— ¿Qué quisieras cantar? — interrogó compla
ciente.
— La Madrugadora. Es pasacalle que me gus
ta porque se trai unas coplas muy bonitas.
El aire terrígena así llamado brotó de las
cuerdas con su breve y llorosa melodía que tiene
remotos orígenes en el ulular del viento serranie
go metido en el alma del hombre de los Andes. *
Daniel echó a cantar con voz que parecía
templada por el sentimiento. Al verter la copla
en el flébil recipiente de la música introducía el
alzaprima de unos versos de estribillo:
Cuculí madrugadora,
Cuculí de mala gana,
Ya no me verán tus ojos
A las cuatro de la mañana!
— 127
III
VIDA NUEVA
— 131 —
Según era público y notorio, solía tomar por
temporadas esta o aquella mozas de amaño, y,
tras de haber probado la vida en común con ellas,
dejaba que volvieran al lugar de procedencia, sin
deplorar el abandono, pero haciendo ver que no
era el causante de ello.
Hallábase en uno de los intervalos de ese su
afortunado vivir, cuando las gracias de Lucila hu
bieron de entrarle por los ojos de cazador mañe
ro, despertándole una afición de las que pocas o
ninguna vez había sentido. No hicieron mella en
su ánimo las noticas que le fueron dadas sobre
las ligerezas de la muchacha y la retahila de aven
turas de la especie amorosa que de ella se con
taban. Lo uno porque aquello no era parte a con
trariar la satisfacción de sus propias apetencias,
y lo otro, en principal, porque la atracción senti
da no era de las que resbalan por 1^ superficie.
Puesto en el lance de cobrar la pieza, echó
a frecuentar la casa, al modo de tantos otros, ha
ciendo el rumboso y el comedido, bien que cor
tejando a la pata la llana y con las miras fácil
mente advertibles.
Doña Eulogia empezó por recibirle con algún
agrado, mas la fama que se traía y el temor de
que fuera a arrebatarle lo que más preciaba en
este mundo, no tardaron en ponerla a la defen
siva y mostrar que el parroquiano era de los in
deseables para la casa. Ello no pudo menos que
hacer que éste diera por cerradas las puertas y
se conformase a no franquearlas más.
Pero ya sus diligencias habían ganado algu
nos favores. Lucila le aceptaba entrevistas por
fuera del recinto hogareño, y cuando éstas eran
sabidas por la madre, pasaba por alto las repri
mendas y los rapapolvos y aun otras más subi
— 132
das manifestaciones de la ira y la contrariedad
de aquélla.
Día llegó en que las prohibiciones concluye
ron en rigor. Fuéronle limitadas hasta las horas
de salida, y los pocos permisos concedidos como
excepción habían de contar con el acompañamien
to de Petronila o de Pura, como encargadas de
vigilancia.
Cierta noche Lucila pidió licencia para salir
en cumplimiento de obligación piadosa. Era un
viernes de la semana y hora en que el pueblo te
nía por costumbre acudir a la capilla de una de
vota efigie del Crucificado, sita a no mucha dis
tancia de la casa. Doña Eulogia la dejó ir, bien
que adosándola a Pura, con las consiguientes re
comendaciones:
— No la dejés sola, ni a la ida ni a la vuelta
— aclaró, enérgica— . No vaya a encontrarse por ai
con ese sujeto.
Precisamente aquella tarde había tenido otro
de los sofiones de la temporada y, en arrebato ex
tremo, puesto sobre los carrillos de la hija una
mano, ni muy blanda ni muy dura.
La capilla estaba atestada de gente, y no fue
poco el trabajo que demandó a las mozas abrirse
paso para llegar a las propias gradas del presbi
terio. Allí, al pie de la morena imagen del Cru
cificado, chisporroteaban hasta un centenar de
candelas de sebo, puestas sobre dos o tres al
menaras de hojalata y al cuidado de una vieja
que profería gangosos reniegos, cuando no esta
ba descabezando apartijos de su sueño senil.
Lucila y Pura se aproximaron a las almena
ras para encender las velas que habían traído con
sigo. Esta, apresuradamente y poco menos que
— 133 —
por cima de la vieja guardiana, a fin de despa
charse pronto y arrodillarse luego ante la imagen
para musitar sus oraciones. Aquélla, con la par
simonia de quien no lleva prisa o cuida de no se
guir a la acompañante.
Cuando la Pura, vuelta de su rapto de piedad,
buscó en el rincón de las candilejas a su reco
mendada, ya ésta había desaparecido y escurrí-
dose del lugar y aun del recinto del templo.
Habida cuenta de lo ocurrido esa tarde, Ca
siano la esperaba en la esquina inmediata, se
guro de que ella no faltaría.
Allí, que era sitio quedo y penumbroso, de
partieron los dos por espacio de minutos, los su
ficientes para entrar en acuerdos que desde días
atrás tenían en ajuste.
Desconfiaba ya la presunta celadora de no
haber podido esta vez cumplir con su misión,
cuando dio con la pareja en el lugar del cofoquio.
Y a tiempo para que sus oídos recogieran las pa
labras con que Casiano encarecía algo de lo pac
tado:
— ¡Mucha cuenta! No vaya a ser que por un
descuido se embrome la cosa.
— Lucila, te andaba buscando — interrumpió
Pura, al tiempo que el galán se alejaba a trancos
largos.
— Aquí estoy, y enterita — replicó la aludida
con sorna.
— No está bien lo que hacís — reflexionó la
otra, asumiendo funciones de maestra de moral.
— Tu mama te ha privau de que hablés con ese
hombre, y vos lo hacís de adrede...
— 134 —
La réplica fue terminante:
— Es mi gusto de hacerlo... Pa que veas que
tengo aprendidas las lecciones que vos me dis
tes.
Con lo dicho no había lugar para objeciones,
pero la Pura insistió:
— ¡Qué v’decir tu mama si lo sabe!
— Si no es por vos misma, no lo ha’i saber.
— Vos andás en algo con ése... Y se me po
ne que no es nada bueno.
— No tengás pena, que no hay nada.
Al llegar a casa el ceño de doña Eulogia se
guía anunciando malhumor. Ni aun la presencia
de Petronila, que desde meses atrás iba crecien
do en sus dilecciones como crecía en tamaño, era
suficiente para despejar el nublado.
— Esta noche no abrimos, manque venga el
suprefecto — indicó al cerrar la puerta y asegu
rar la cerradura, llevándose la llave consigo.
Minutos después la quietud y el silencio rei
naban en la casa.
Lucila, sin apenas aligerarse de ropas, se ha
bía tendido sobre la cama para dar descanso al
cuerpo. No así al cerebro, que lejos de adorme
cerse en la molicie del sueño, manteníase des
pierto y en agitadas funciones.
Estaba decidida y sin obstáculo que de par
te propia le impidiese obrar. Sus amoríos con
Casiano habían llegado al punto de dar por bue
nas cualesquiera de las proposiciones que éste
le soplaba al oído. Sin estar segura de quererle,
sentía haber cobrado apego a su persona y hallá
base bajo de su dominio, por uno de esos des
carríos de la voluntad que son propios de mujeres.
— 135 —
Por otra parte, aquella vida de liviano condu
cirse y fácil prodigarse, que era la suya, la te
nía ya en estado próximo al desencanto. Agrada
ble vivir podría ser ése, pero dejaba en el alma
insatisfacciones y ansiedades que necesitaban de
arrimo. La promesa de Casiano le abría las puer
tas de una nueva vida, y hacia ella tenía que di
rigir los pasos, porque tal era el dictado de las
conveniencias.
Sin embargo, no dejaba de punzarle en lo ín
timo la consideración puesta en aquel lugar, de
cuyos afectos sabía que, sobre ser duraderos, te
nían la sustancia de su propio ser y enraizaban
en lo más noble que guarda la especie humana.
En este orden de agitados pensamientos pa
só las horas principales de la noche, y sólo pudo
conciliar el sueño a las primeras de la madru
gada. *
Dormitaba apenas, como se dice sólo con un
ojo, cuando su oído, presto por la preocupación
que la dominaba, recogió el rumor de un silbido
que venía de la calle. Se incorporó de un salto,
como obedeciendo a una señal convenida, y sa
lió al patio de la casa, caminando sobre las pun
tas de los pies para no causar ningún ruido.
El alba no había llegado aún, ni sus prego
neros, los gallos, daban señales de concordar pa
ra la diana final a toda orquesta.
Un nuevo silbido, más claramente percibido,
llevóla a acercarse a aquella parte del patio li
mitada de la calleja por una cerca de adobes.
Presintió, más bien que oyó, que al otro lado de
la cerca había alguien apostado. Volvió entonces
a la habitación con las mismas precauciones de
momentos antes; calóse a la rápida las pocas pren
— 136 —
das de que se había despojado al acostarse, y
tornó a salir al patio.
Al pasar por junto a la puerta del pequeño
aposento donde dormía su hermana menor, no
pudo evitar de detenerse algunos instantes. Pro
fundamente sumida en el pesado sueño de la ador
lescencia, Petronila dejaba escapar por entre los
labios el insonoro ondular de su respiración. Al
go como un suspiro que quería traducir sus sen
timientos hacia la niña, hubo de salirle desde lo
más delicado y sensible de su ser. Pero curada
de ello, o más bien sobreponiéndose a la cons
ternación, dejó aquel lugar a paso vivo y fue a
arrimarse a la cerca.
Empinándose como mejor le fue dado, ganó
el bardal. Una mano vigorosa, extendida desde
afuera, vino a ayudarla en la operación, y afirma
da ya en ella no tardó en dar con los pies sobre
el suelo de la calleja.
— ¿Sin ninguna novedá? — musitó una voz, en
tono apagado.
Era la de Casiano.
— Duermen las tres, y ninguna me ha sentiú
— comentó Lucila.
El la tomó por el brazo y la condujo calleja
adelante, a paso precipitado, mas no sin guardar
precauciones, por sí algún trasnochador anduvie
ra aún por el barrio.
— Los caballos están en la esquina de La Mu
ralla — indicó él, un poco más adelante y elevan
do ya la intensidad de la voz.
— ¿Y por qué allá? ¿No vamos a ir a tu pam
pa? — interrogó ella, como manifestando alguna
extrañeza.
137 —
— No. Lo he pensau mejor, y hallo más con
veniente que le echemos pa’l Alto. Yendo a la
pampa, estamos en peligro de que nos pille tu
madre, y eso esta misma mañana.
En el lugar indicado estaban las cabalgadu
ras, al cuidado de un mozuelo que lo tenía pre
venido. Montaron prestamente y emprendieron la
marcha, subiendo por una costanilla que señalaba
los términos de la ciudad.
— ¿Y cuando volveremos a la pampa? — in
sistió Lucila a breve rato.
— Dentro de una semana o dos, cuando haiga
pasau la bulla que, de seguro, va’meter doña Eu-
logia.
— Y allí viviremos un tiempo, ¿no?
— El tiempo de las carpidas y los aporques y
el de sembrar la cebada. Ya verás qué bueno es
eso, y qué distraído. *
Miró a la muchacha con ojos de ternura, y
añadió como para agradarla:
— Será pa vos una vida nueva, mejor y más
digna que la de antes.
No agradó mucho a Lucila el final de la ex
presión. Pero, apreciándola toda por el lado de
la buena intención, mostró su parecer con una
sonrisa de complacencia.
Tras de breve pausa así iniciada, el favoreci
do galán concluyó por decir:
— Después volveremos al pueblo, pa que es
tés a tu gusto, y al lau de mis hermanas. Y si
hasta entonces me has resultau buena y trabaja
dora, y hemos llegau a congeniar, pues. . . al tiem-
pito nos casamos. ..
— 138 —
— Ya me lo habías dicho antes — murmuró
ella sin poder contener el alborozo.
Habían salido ya de lo poblado y trepaban
por una áspera pendiente. La aurora despuntaba,
y su claridad, entre lechosa y bermeja, iba inun
dando el paisaje.
Lucila volvió el rostro hacia atrás, como si
con los ojos quisiera desandar lo andado, o guar
dar para sus adentros la postrera visión de lo
que no volvería a contemplar en luengos días.
De entre la penumbra con que la noche ven
cida pugnaba aún en manifestarse, emergía el
amplio y desperdigado caserío, como alguien que
estuviera despertando de la molicie del sueño, sin
voluntad aún para dejar el lecho.
En aquel momento las campanas de la igle
sia vicarial empezaron a tañer el ángelus. Su agu
do son debió de llegar claramente a los oídos de
los viajeros. El chico que oficiaba de espolique,
recogiendo las alas del raído sombrero, dio en
musitar las avemarias de rito, con la vista pues
ta en el patrón y su acompañante. Pero Casiano
se había adelantado algunos pasos del grupo, y
era fácil de ver que no se andaba con rezos.
Lucila, ante la muda interrogante del espoli
que, dirigióle una mirada como para decirle con
ella que no estaba en punto de repetir plegarias,
pues la nueva vida que se le tenía anunciada em
pezaba de modo opuesto al obrar cristiano.
— 139 —
IV
LA MISA DE ALFERAZGO
— 141 —
— Claro que no todo, y por lo mismo nos va
mos con tiempo.
— Pa que haga yo la chicha y la mistela, la
fruta y lo demás. Y también pa que arregle la casa
hasta dejarla como nuevita, ¿ n o ? ... Esa es la
parte que me toca del alferasco.
Como la enumeración de los quehaceres
próximos, traída en son de reproche, guardaba
armonía con la realidad y él estaba de buen hu
mor y nada dispuesto a altercados, optó por no
entender lo que había de duro en el dicho, y acer
cóse a ella para palmearle en las mejillas.
— Zalamero has veniu — picó ella, mas no sin
que una sonrisa le asomara a los labios. — Eso
quiere decir. . .
— Que estoy contento. Contento porque nos
vamos definitivamente. Han acabau las/siembras,
el buen tiempo nos ayuda y tengo una mujercita
muy buena y muy guapa.
— ¿Nos vamos definitivamente has dicho?
— ¡Claro! Ya no hay nada que hacer aquí, al
menos en estos meses. ¿No lo eréis?
Le sobraba razón para expresarse de ese mo
do. Pronto haría un año de cuando llegó al cortijo,
traída por Casiano desde su estancia “del Alto",
en donde fueron a pasar la luna de miel a lo ve
dado. Y desde entonces todo había sido perma
necer allí sin alternativas.
Conforme a lo prometido por él, la estada en
“ la Pampa” sólo duraría hasta pasado el tiempo
de carpir los maizales y sembrar la cebada. Pe
ro, tras de éste vino el de recoger la fruta de la
huerta, luego el de cosechar los granos y ense
guida el de segar los rastrojos. En todas estas
— 142 —
faenas cupo a la maridada de artificio el papel
de ama de casa, nada blando por cierto, y entre
tanto el día de ir a fijar residencia en el pueblo
iba sufriendo una tras de otra postergación.
— Al fin ¿cuándo es que nos vamos? — pre
guntó Lucila cierto día, a poco de haber conclui
do la siega de rastrojos.
— Dentro de unas semanitas, tras que no más
regrese del viaje que estoy por hacer — señaló
él con melosidad de aparente buen augurio.
Emprendió viaje a la vecina ciudad de la lla
nura, llevando los productos del cortijo para ven
derlos por propia cuenta. Requerido otra vez a
su regreso, apuntó con una nueva diligencia por
hacer previamente:
— Vamos a ir a los molinos, llevando el maíz
que está por agorgojarse. A la vuelta, le echamos
derechito al pueblo.
Fueron a los molinos, y al volver de allí con
los borricos cargados de harina que había de ven
derse luego en el mercado, él trocó esta vez la
dilación en negativa más o menos terminante,
irrumpiendo con una excusa harto significativa.
Habían llegado al paraje del camino desde
dortde apartaba la senda de la propia heredad.
Al mostrarse ella en disposiciones de seguir ade
lante, él la detuvo con esta exclamación:
— ¿Vas a ir así. . . así como estás?
Aludía a su estado de avanzada gravidez, co
mo reparando en ésta por inconveniente para pre
sentarse, siendo así que no mediaba entre ambos
unión legítima que pudiese explicar ese estado.
Lucila lo comprendió bien y en todas sus al
cances, y sin proferir palabra tomó la senda del
— 143 —
cortijo, dejando que él fuera solo a la ciudad, co
mo tenía por costumbre.
No volvió en adelante a hacerle pregunta al
guna que a aquello se refiriese. Nació el niño a
las semanas, sin que el feliz acontecimiento tra
jera cambio apreciable en el transcurrir del tiem
po, según los hábitos establecidos. Había con
cluido ella por acomodarse resignadamente al
género de vida que llevaba, mas sin renunciar a
la esperanza de que aquello mejorase y se confor
mara a sus largas ansiedades.
Un día recibió la visita de Pura, venida, se
gún dijo, sin que se percatase doña Eulogia. De
lo informado por la antigua compañera de livian
dades dedujo que a aquélla no le había pasado
aún el enojo por lo ocurrido y que en la casa todo
andaba igual a lo de antes, excepto que Petro
nila estaba hecha una jovencita, guapa y de muy
buenas prendas. ' .
Pero la retrechera moza no se limitó a ente
rarla de lo de la casa. Puesta en camino de lle
varle noticias del pueblo, no paró hasta darle
cuenta y razón de las antiguas amistades, conclu
yendo por referirse al galán de la poca fortuna.
— El Daniel ha progresau — apuntó con cier
ta animación, como preciándose de aportar con
algo que era agradable de ser dicho. — Tiene ya
su taller propio en el barrio de abajo, y vive ai
mismo, solito.
Había dado énfasis a la última palabra, con
la intención de ver el efecto que producía. Pero,
al no advertir ninguno, agregó:
— La otra vez me preguntó por vos, muy li
geramente, claro está. Ya no te querrá, pero no te
— 144 —
guarda rencor, ni mucho menos. Es hombre cabal
y de buenos sentimientos.
La noticia, que en otro tiempo y otra circuns
tancia hubiera complacido a Lucila, resbaló esta
vez por las afueras de su afectividad, sin causar
le otra impresión que la simple extrañeza. No
cabían ya en lo interior de su ser sino las preo
cupaciones de la vida presente y los desvelos por
el niño de pocas semanas en quien cifraba lo más
delicado de sus ternuras.
En tales disposiciones de ánimo la encontró
Casiano, al llegar del pueblo aquella tarde y anun
ciarle que al día siguiente habría de operarse el
anhelado cambio de vivienda.
Conforme a ella se lo tenía imaginado, los
días inmediatos a la llegada fueron de afanosa
labor. Había que alistarlo todo, desde el acomo
do de la casa hasta la preparación de las bebidas
para la fiesta religiosa y profana cuya atención de
bería correr Casiano en calidad de alférez.
Hubieron de prestar ayuda en la faena dos
hermanas de éste, mujeres ya ajamonadas y de
no muy garbosa figura, aunque buenas en el com
portarse y nada melindrosas para reparar en la ilí
cita unión del hermano. Del trabajo en común con
ellas resultó a Lucila ganarles, si no sus simpa
tías, por lo menos su condescendencia.
La víspera de la fiesta lo encontró todo a
punto en la casa. La imagen de la Virgen de Al-
tagracia, que era la favorecida de la ocasión, fue
traída por la tarde, y entronizada en un altar que
las diligentes jamonas habían levantado en la tes
tera de la sala.
Por la noche hubo en la calle "vísperas’’, con
fogatas de buena leña que ardían crepitantes, pe
— 145
tardos y fuegos de artificio. Lo más conspicuo de
la concurrencia fue obsequiada con vasos de chi
cha y algunos sorbos de lo más concentrado.
Apenas amanecido el día cojendo, Casiano
se endomingó, con corbata y todo, disponiéndose
para lo solemne. Al primer repique de campanas
acudieron los convidados con señera puntualidad,
ellos de traje negro y ellas con el majo embozo
del mantón.
Poco después la efigie era conducida a la
iglesia, a los acordes del bolero nacional, suerte
de música criolla, con mucho de aire indígena y
poco de tonada religiosa como para la ocasión.
Lucila quedó en casa. Sabía muy bien que no
le era dado asistir a una misa así, por su condi
ción de mujer unida a varón con lazo no bende
cido en la vicaría. Y como todo estuviera presto
para la recepción inmediata, aprovechó el tifem-
po baldío en vestirse con las mejores ropas de
que disponía y acicalarse como no lo hiciera des
de largo tiempo atrás.
Estaba linda y atrayente aún. La vida penosa
llevada en un año tío le había quitado frescura,
ni prestancia y donaire las resultas de la mater
nidad. Esta, a lo sumo, había cargado un poco
aquellas curvas que más singularizan la femini
dad y héchola más mujer y con más sazón de lo
que era antes.
Cuando la Virgen de Altagracia volvió del
templo con los invitados por detrás, ella salió a
rendir los honores. Ayudada por una de las cuña
das de pega hizo circular entre aquéllos la prime
ra colación de la fiesta: La copita de roja mis
tela, con su acompañamiento de menudas pastas
dulces, que se dicen fruta, servida en copas y
platillos.
— 146 —
Guardando el debido respeto a la imagen, el
agasajo se prolongó por el resto de la mañana,
para culminar en el suculento almuerzo que fue
servido a la concurrencia. Concluido éste, los más
discretos empezaron a retirarse. A mitad de la
tarde sólo quedaban la parentela y los amigos de
intimidad, aparte los empeñados en consumir be
bida buena y de balde, que había en profusión.
A esa hora empezó la verdadera parranda.
Alguien de los más avisados señaló de que, para
correrla sin menoscabo de lo piadoso, había que
cubrir la faz de la imagen. Hecho esto se dio co
mienzo al baile y a la bebendurria, con poca o nin
guna tasa.
Aquí fue la vez de Lucila. Sin descuidar un
punto la atención a los convidados, se divirtió a
su gusto, mostrando en el bailar donosamente y
en el conducirse ante aquéllos, que estaba com
placida y alegre.
Haciendo abstracción de las sandungas de
su conjunta, Casiano habíase dedicado a traer en
palmas al mujerío, mereciendo su particular de
dicación unas mozas que vivían en la vecindad y
eran gente de algún presumir y alguna mayor dis
tinción entre la ya raleada concurrencia.
No acabó todo antes de la media noche. Cuan
do los últimos rezagados hubieron de abandonar
el sitio y las hermanas de Casiano se retiraron
a descansar, éste se quedó a solas con Lucila pa
ra hacer el recuento de la jornada.
El atender a los invitados y compartir con
ellos de lo espirituoso habían dejado al hombre
con el traje dominguero no poco fuera de quicio,
el nudo de la corbata por el pecho y los cabellos
sin el pulcro peinado de la mañana. Pero antes
— 147 —
de nada tenía que formular sus reparos y salir por
los fueros de su dignidad.
— ¡Te has portau muy mal en la fiesta! — in
crepó a su coima con voz destemplada.
— ¿Cómo? — interrogó ésta, sorprendida. —
¿Qué mal he hecho?
— Bailar como una mona, contonearte como
jocheando a los hombres!
— Estás hablando burreras — replicó Lucila
vivamente. — ¿Y cómo yo no digo nada de tu amar
telo con las Saldias?
— ¿Qué cosas decís? — bufó Casiano con los
ojos centelleantes.
— Te he estau mirando toda la tarde. No te
desprendías del lau de ellas, quiero decir de la
una, de la tal S a ra ... ¡Lo que aura querís es ga
narme de manos pa que yo no te lo estjrúje en
la cara!
El hombre, que había montado en cólera, te
nía que salir con la suya.
— ¡Y que así fuera! — escupió— Esa chica
no es como vos. ¡Pa poder hablar de ella, tenis
primero que lavarte la boca!
Y no satisfecho con tales palabras, o más
bien excitado por el correr de ellas, encimó:
— ¡Vos, una cualquiera, una recogida de la
calle, hablándome así, después de haberse por
tau como quien es!
Ante el repetido insulto, Lucila no podía me
nos de exasperarse. Pero, no atinando con el tér
mino que debía emplear en la réplica, o creyendo
que la sola actitud era suficiente, enderezó la ca
— 148
beza con un enérgico movimiento, presentando al
ofensor un rostro duro y desafiante.
Casiano, fuera de sí, se apresuró a descar
garle sobre la mejilla una recia bofetada. El ha
cerlo le llamó a más brío y a mayores ejecutorias.
En obra de minutos traía y llevaba, no ya la ca
beza sino el cuerpo todo de la paciente, a fuerza
de mojicones y puntapiés.
A los gritos y la algazara acudieron las her
manas del actor. Pero su intervención se redujo
a serenar el ánimo de éste, que había concluido
ya de dar la lección, y reflexionar a la víctima de
que no volviera a suscitar las iras del excitable
hermanito.
Así concluyó la fiesta del alferazgo.
Al atardecer del día siguiente, embozándose
cuanto más pudo la manta de diario, a fin de ha
cer menos advertible algún moretón de la cara,
Lucila salió de casa en busca de su viejo amigo
don Manuel María.
Aunque harto lastimada en el cuerpo, mayor
lastimadura sentía en el alma, y, con ella, ver
güenza y despecho. Pero su razonar de inexper
ta en lances de la vida no había podido dar con
el medio reparador de lo sufrido, y menos hallar
la solución que cabía en el trance. Necesitaba
de alguien a quien acudir con la congoja y pedir
el consejo.
En el decurso de estas cavilaciones vínole
a la memoria el recuerdo del buen hombre a quien
conocía desde niña y cuyo ánimo siempre esta
ba presto para el decir juicioso y la frase cordial.
Tuvo la suerte de hallarlo en su casa, y tras
de haberle saludado, no sin algún enternecimien
to por ambas partes, alentó la confianza y entró
en el terreno de las confidencias.
— 149 —
Todo se lo contó, a empezar del día de la fu
ga y rematar en los sucesos de la noche ante
rior. Al término de ello vino la solicitud del dic
tamen.
— Te lo previne más de una vez, muchacha
— empezó por sentenciar don Manuel María. —
Los antiguos decían que es mejor pa una mujer
ser mal casada que bien amancebada. Lo estás
viendo aura con tus propios ojos.
Y luego, para enfilar a lo concreto, interrogó:
— ¿Estás resuelta a apartarte de ese hombre?
— Si más no se puede...
— Entonces debís volver a tu casa, ande tu
madre.
— No me recibiría. Sigue enojada y resentida
conmigo.
— Es cierto. Pero, puede cambiar. Yo voy a
reflexionarla, y prontito.
— Además, la vergüenza de llegar a s í...
— Vergüenza de una madre, no hay pa qué
tener. La vergüenza es pa con los ajenos. . . Es
decir no pa con todos.
El rectificarse sobre la marcha en este or
den de cosas, pareció traerle a la memoria un re
cuerdo, si es que este recuerdo no fue el motivo
para la rectificación.
— Hay otro hombre en quien, como en mí,
podís tener confianza — observó, mientras el sem
blante se le animaba.
' — ¿Quién, don Manuel María? — inquirió Lu
cila, mostrando alguna curiosidad.
— El Daniel. Te quiso mucho un tiempo, y a
lo mejor te quiere tuavía. Porque, ande ardieron
tizones. . .
— 150
Ella, al oír la especie, apartó los ojos, que
tenía fijos en el amable viejo, para clavarlos en
el suelo.
— No creyía que la noticia te iba a disgustar
— añadió él tras de breve pausa. — Al contrario...
Y hablaba de ve ra s...
Lucila cortó por lo sano, volviendo a lo prin
cipal:
— Me ha dicho usté que va’hablar con mi
mama.
— Sí, y esta misma noche, en lo posible. Pe
ro no conviene que volvás a la casa de sopetón.
Hay que saber hacer las cosas. Si ella te ve así,
como estás, va’creir que volvís sólo por eso.
Midió la habitación con los pasos, como si
esa actitud le ayudara a dar con la mejor solu
ción del caso. Mas luego puntualizó:
— Llegá, primero, como de visita, y a pedirle
perdón, claro está, por lo que hicistes. Y según
lo que ella te diga, sabrás a qué atenerte.
Aleccionada de esta guisa y con la natural
perturbación y el aturdimiento que la embarga
ban, a la noche siguiente franqueaba los umbra
les del hogar materno.
La recibió Pura, con muestras de no tenerlas
todas consigo, manifestando que doña Eulogia ha
bía salido con Petronila y no estar segura de que
la visita fuera del agrado de aquélla.
Lucila entró directamente en materia, viendo
de enterarse de lo que su madre sentía y pensa
ba, a través de lo sabido por Pura.
— ¿Regresar vos aquí? — adujo ésta, entre
mohína y sorprendida. — No te va’ser posible,
creo.
— 151 —
— ¿Por qué lo eréis? — preguntó Lucila con
creciente ansiedad.
— Anoche estuvo aquí don Manuel María, a
decirle algo de eso, me supongo. Y pude adver
tir que ella puso mala cara, como pa dejar ver
que no quería ni oírte hablar.
Calló por un momento, cual si buscara la
manera de decirlo todo con llaneza, y prosiguió
enseguida:
— Antes no quería ni "saber de vos. Y pior
aura que estás con guagua.
Y concluyó por fin, desenfadada y no sin iro
nía, aunque no hubiera sido ésa su intención:
— Además, creo que ya no te necesita. Lo
que vos hacías antes aquí, aura ha empezau a
hacerlo la Petronila... Y tu mama está contenta
de que lo haga. /
No necesitó oír más para salir* de la casa,
con más amargura de la que había traído.
Al llegar a la que transitoriamente tenía co
mo suya, se encontró con una novedad que no
esperaba, ni era para causarle mucha satisfac
ción, pero que en la azarosa circunstancia no de
jaba de ser un lenitivo: Casiano le habló con al
gún rendimiento y hasta aventuró palabras de ex
cusa por lo ocurrido en la noche del alferazgo.
152 —
V
— 153 —
rras. Más aún: Que en tales visitas era puesta a
la consideración de la preferida de entre ellas, la
idea de un viable matrimonio para un futuro pa
sible de convención.
La voz del niño, que yacía a su lado, vino a
sacarle de este tortuoso discurrir. Había desper
tado de improviso y lloriqueaba sonoramente. Se
incorporó para arrullarlo, pero como el infante
continuase a más y mejor, vio por conveniente
dejar el lecho para procurarle algún entreteni
miento que no fuera el pezón maternal.
Abrió la puerta del interior y salió al pátio.
Llovía menudamente con ese quedo y escaso caer
de gotas que tiende a prolongarse por largas ho
ras, hasta que las nubes concluyen por descar
garse. Con la llovizna batía el aire uñó racha de
viento, ni tan intensa que fuera a causar pertur
baciones, ni tan suave que no dejara sentir hela
dos soplos.
Inútil fue que suministrara al niño alguna po
ción trabajosamente entibiada en la cocina. Se
guía gimoteando como por el regalo de hacerlo, a
cuya instancia se vio obligada a tomarle entre los
brazos y mecerle blandamente, mientras se pa
seaba por la habitación.
En eso llegó Casiano. Todo fue entrar y ha
cerse cargo de la situación para que su semblan
te adquiriese una expresión hosca y punto menos
que agresiva. Se advertía a las claras que había
bebido más de la cuenta, y estaba, en consecuen
cia, pronto para el enfado.
— Uno viene a descansar, y se encuentra con
esa musicota — bramó, dirigiéndose al lecho.
— Vos comprenderás que la culpa no es mía,
ni tampoco de la guagua — clamó Lucila con man
sedumbre.
— 154 —
— Pudiste hacerla dormir ya endenantes.
— Durmiendo estaba, pero despertó hace ape
nas media hora.
— Esa es tu mentira. Estoy seguro que vos la
has despertau, tanteando de que yo iba’llegar.
— ¿Y por qué despertarla?
— Por mala. Pa fastidiarme y no dejar que
duerm a... ¡Como si no te conociera!
La acusación era tan torpe y, de otro lado,
tan injusta, que el ánimo de Lucila no pudo me
nos de sublevarse. Y creyendo dar con lo certe
ro, increpó, vehemente:
— Venís de estar bien ande ésas, y todo aquí
lo hallás malo.
La cólera del hombre estalló como un cohete.
— ¡Pues, sí! vociferó, buscando de herir en
lo más hondo. — Así es, y aquí vengo a dar con
tu maldita persona!... ¡Ya estoy cansau de vos!
— Si estás cansau, hay un remedio: Que me
vaya — replicó Lucila, afectando serenidad y buen
juicio.
Casiano hizo que relamerse de gusto, y con
un rictus de endiablada sonrisa entre los labios,
volvió a picar más en lo vivo:
— Pues, si tenis pensau de irte, podís hacer
lo cuanto antes!... ¡Ya te habrás dau cuenta que
estás de sobra en esta casa!
Y al decir esto abrió la puerta del patio y sa
lió por ella, no muy derechamente, como en bus
ca de reposo en las habitaciones de lo interior.
La decisión había entrado en el pensamiento
de Lucila, al mismo tiempo que le salían las pa
labras. Era coyuntura de proceder sin dilaciones,
— 155 —
pronto, antes de que la ¡dea se le enfriase en el
ánimo, y la flojedad comenzara por hacerle ver
los inconvenientes de la salida, a esas horas, con
tiempo semejante y sin rumbo cierto.
El niño había dejado de gimotear, y a la sa
zón mostraba la vivacidad de su candorosa exis
tencia, pataleando graciosamente. Ella lo envol
vió con sus pañales, concluyendo por cargarlo so
bre los brazos en la forma y disposición que es
característica de las mujeres de aquella tierra.
— Vámonos, hijito, que estamos por demás
en esta casa — le murmuró al oído, como si el
niño fuera a entenderle.
Y en diciendo esto, abrió la puerta del exte
rior y salió afuera.
Seguía lloviznando perezosa .y obstinadamen
te. La calle estaba prieta de obscuridad*y embar
gada de silencio. Apenas si éste era turbado, o
más bien encarecido, por el isócrono tic-tac que
producía sobre las piedras del pavimento al caer
de menudas gotas- desde las canaletas de los te
jados.
Abrigando al niño con la manta que llevaba
terciada sobre el hombro, Lucila penetró en la ca
verna de la noche por la desolada grieta de la ca
lle. El despacioso pero porfiado gotear: le salpi
caba el rostro y escurríale por la frente y las me
jillas, en tanto que la agitada atmósfera azotába
le el cuerpo con rigores de cellisca.
No teniendo dirección fija, tras de haberse
deslizado durante algunos minutos por la calle de
recha, tomó la primera transversal que pudo per
notar, para seguir por ella, poco menos que a
tientas.
— 156 —
Éra una de las tantas calles en declive, de
áspero empedrado y tortuoso trayecto. El silen
cio y la lobreguez parecían amontonarse allí e ins
pirar cuidados y temores.
La fugitiva sintió a poco que sus pies se in
sumían dentro de una corriente. Esta sensación
y la de oír rumores de follaje batido por el vien
to, hízole caer en la cuenta de que se hallaba so
bre el arroyo que atraviesa la ciudad, a aquella
parte donde la calle concluye en camino, sin me
recer el regalo de un puente.
Del otro lado del arroyo la vía estaba flan
queada por altos y copudos sauces. Lucila los
presintió al oír que el viento gemebundeaba en la
flácida ramazón y hacía caer de ésta, no ya e|
goteo de la llovizna sino la torva de un chapa
rrón.
Al tratar de precaver al niño de la rociada,
reparó en que éste se había dormido, y ya con
ese cuidado menos, continuó avanzando casi ins
tintivamente.
Iba sin saber adonde, caminando simplemen
te. El designio que la guiaba era alejarse, de la
casa funesta, poner distancia y sombras entre su
persona y la del hombre que la había arrojado
o poco menos.
En este resbalar de su pensamiento, notó
hallarse sobre un angosto sendero que constre
ñían de uno y otro costado, densos follajes de ar
bustos. El viento colábase entre ellos, arrancan
do desapacibles sonidos, y su cuerpo, al rozarlos,
empapábase en la humedad de que estaban im
pregnados.
Detúvose de pronto, como si algo le hubie
ra impedido el paso. Acababa de percibir la fra
gancia de una planta silvestre, que el viento es
— 157 —
parcía en el paraje. Era la delicada muña de las
quiebras del valle natal, ofreciéndosele en esen
cia como el único emoliente para su espíritu en
aquella noche aciaga.
El aspirar aquel aroma hízole adquirir al mo
mento nociones de una realidad opuesta a su pre
sente amargura y trajo a su memoria recuerdos
tan vivos como gratos en el discurrir.
Era, pues, la temporada en que el arbolillo
paisano cubríase de galas y mostraba, con el le
ve racimo de sus florecillas, el lado generoso y
amable de la vida. En temporada análoga del pa
sado, ella había gustado y vivido las ternezas más
puras y prometido — lo recordó ese momento con
deleite— esperar el retorno de otro igual para
merecer la felicidad por la vía del amor satis
fecho.
No estaba enteramente sola, si era de contar
con las posibilidades refluyentes de agüella es
pera. Y, pues, la muña había vuelto a florecer, no
le pareció del todo insensato acudir en la azaro
sa circunstancia a quien cifró en este término su
mejor y más preciado anhelo.
Guiada por este impulso de su corazón echó
a desandar lo andado, con prisa, casi con impa
ciencia, apretando más al niño contra su pecho,
como si quisiera trasmitarle la confianza que sú
bitamente se le había despertado.
Caminando así entró en una calleja, tan ófri
ca y desierta cómo las demás. Allí acortó el pa
so, y tras de ir palpando los muros, concluyó por
detenerse delante de una puerta.
El corazón le latía con fuertes palpitaciones,
mas, sobreponiéndose a ello, golpeó con los nu-
— 158
(Hilos, al tiempo que llamaba, suave pero clamo
rosamente:
— Daniel, abrim e... Te lo ruego.
— ¿Quién es? — preguntó una voz desde aden-
trq.
— Soy yo: Lucila — respondió ella, vacilante,
mas no sin alguna confianza.
Se oyó un crujir de maderos, como de al
guien que se levantara del lecho, y luego un ras
gar de cerillas. Por las rendijas de la puerta se
filtraron hilillos de luz promisora. Momentos des
pués la puerta se abría, y sobre el rectángulo lu
minoso de ella se destacaba la figura del mozo,
a medio vestir, y con el semblante en que se ad
vertía sorpresa, benignidad y complacencia en
uno.
Envolvió a la que llegaba en una mirada pron
ta y sugestiva, que lo expresaba todo de una vez,
y terminó por decirle en tono cordial:
— Está bien, Lu cila ... Entrá.
159 —
GLOSARIO DE VOCES Y MODISMOS REGIONALES USADOS
EN ESTA NOVELA Y NO EXPLICADOS EN EL TEXTO DE ELLA
— 161 —
Chuso.— Tejido de lana, hecho a mano y en telares rústi
cos, para ser alfofnbra o cubre-bancas.
Do sopetón.— De improviso, de buenas a primeras.
Entierro.— Tesoro oculto.
Fruta.— Pastelillos de masa dulce, que se sirven en racio
nes de a cuatro pequeñas piezas.
Guagua.— Niño recién nacido.
Guaica.— Montonera, agrupación de gente con algún de
liberado propósito.
Guapurú.— Fruta tropical, de cáscara negra.
Echar de ver.— Advertir, notar.
Habladuría.— Chisme, enredo.
Hacerse del otro viernes.— Aparentar no estar al tanto de
lo que dice o hace otra persona.
Imilla.— Mujer joven de las clases populares. Usase más
bien en sentido despectivo.
Jarea.— Arbol indígena de la familia de las acacias.
Jochear.— Provocar, desafiar. En tratándose de una mujer, *
excitar las apetencias masculinas.
Juntear.— Acaparar, tomarlo todo por propia cuenta
Lellero.— Que transporta leña o la vende.
Usa.— Atrevida, Insolente.
Manque.— Vul. por aunque.
iMIsm ol— Exclamación que equivale a completamente, ab
solutamente, en frase de negativo.
Mistela.— Vulg. por mixtela. Bebida preparada con aguar
diente y colorante rojo, pero con bastante dulce en
su adobo.
Mojina.— Color oscuro en la pelambre de los animales ca
ballares. Por extensión y en sentido ofensivo, aplí
case a las personas que tienen la piel muy morena.
iMueritol— Interjección que vale por un voto o Juramento.
Muko.— Compuesto que resulta de la harina de maíz mas
ticada y puesta a secar, con ei cual se prepara la
chicha.
— 162 —
Muña.— Arbusto de la familia de las labiadas, que medra
en los faldíos y en los parajes abrigados y húme
dos. Sus hojas y sus flores exhalan una agradable
fragancia. Dentro de la clasificación florística se le
asigna la denominación de Micromeria eugenioides.
Netas.— Con pronombre posesivo de plural equivale a
mentiras, embustes
Pasacana.— Cacto de brazos largos y cilindricos y cubier
tos por líneas simétricas de espinos. Tiene una flor
de hermosa apariencia y delicado aroma.
Pelarse.— Equivocarse, errar.
Platudo.— Rico, adinerado.
Puerta afuera.— Frase hecha que denota salida, abandono.
Usase más comúnmente en frases de Imperativo.
Pune.— Precisamente, invariablemente.
(Qué mirasl— Exclamación de duda o negación.
Quisaquisa.— Nombre regional de la oruga peluda.
Se me pone.— Frase hecha equivalente a decir: Se me
ocurre, me Imagino, creo adivinar.
Tomador.— Bebedor, cliente de una casa donde se despa
cha bebidas.
Tratada.— Reprimenda airada, regaño fuerte.
Venir a encontrones.— Acudir con prontitud, afanosamente.
163 —
I NDI CE
Página
PRIMERA PARTE
Doña E u lo g ia .................................................... 7
El recodo de las C h ilc a s .................................................... 19
La d e s p e d id a ...................... 29
Un joven d e c e n te ............................................................... 37
Quédense ustedes, don B e lis a rio .................................. 49
En pendón de las la t e r a s ............................................... 65
Un Corregidor como hay p o c o s ..................................... 77
N o v ie m b re .............................................................................. 93
SEGUNDA PARTE
— 165 —
La presente tercera edición de LA
MUÑA HA VUELTO A FLORE
CER, se terminó de imprimir el
día 3 de Diciembre de 1984, en
los talleres de la Empresa Editora
“URQUIZO S.A.”, en la ciudad de
La Paz -------------- Bolivia.
/
ä
' / *