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Una tarde, apoyado en el ángulo del convento que hacía frente al mar, observaba el grandioso

espectáculo de uno de los temporales que suelen inaugurar el invierno. Una triple capa de nubes
pasaba por cima de él, rápidamente impelida por el vendaval. Las más bajas, negras y pesadas
parecían la vetusta cúpula de una ruinosa catedral que amenazase desplomarse. Cuando caían al
suelo desgajándose en agua, veíase la segunda capa, menos sombría y más ligera, que era la que
desafiaba en rapidez al viento que la desgarraba, descubriéndose por sus aberturas otras nubes más
altas y más blancas que corrían aún más deprisa, como si temiesen mancillar su albo ropaje al
rozarse con las otras. Daban paso estos intersticios a unas súbitas ráfagas de claridad, que unas
veces caían sobre las olas y otras sobre el campo, desapareciendo en breve, reemplazadas por la
sombra de otras mustias nubes, cuyas alternativas de luz y de sombra daban extraordinaria
animación al paisaje. Todo ser viviente había buscado un refugio contra el furor de los elementos
y no se oía sino el lúgubre dúo del mugir de las olas y del bramido del huracán. Las plantas de la
dehesa doblaban sus ásperas cimas a la violencia del viento, que después de azotarlas, iban a
perderse a lo lejos con sordas amenazas. La mar agitaba formaba esas enormes olas que,
gradualmente, se “hinchan, vacilan y revientan mugientes y espumosas”, según la expresión de
Goethe.

En esta amable descripción de un paisaje andaluz se pueden apreciar los elementos costumbristas
que caracterizan la prosa de Cecilia Böhl de Faber.

Mas prosigamos la marcha del camino, que adelanta abriéndose paso por entre los palmitos y
las carrascas de una dehesa hasta penetrar en el lugar de Dos Hermanas que se halla asentado en
un llano arenoso, a dos leguas de Sevilla.
Para hacer de este pueblo, que tiene la fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso,
sería preciso tener una imaginación que crease, y la persona que aquí lo describe sólo pinta.
En él no se ven ni río, ni lago, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes
celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea picoteando el

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verde césped, ni bellas calles de árboles formadas en líneas rectas, como esclavos sosteniendo
quitasoles, para proporcionar sombra constante a los que pasean. Todo esto le falta. ¡Triste es
tener que confesarlo!... Es allí todo rústico, tosco y sin elegancia. Pero en cambio, encontraréis
buenos y alegres rostros que os mostrarán que maldita la falta que hace todo aquello para ser feliz.
Hallaréis, además, en los patios de las casas, flores, y a sus puertas, robustos y alegres chiquillos,
más numerosos aún que las flores; hallaréis la suave paz del campo, que se forma del silencio y de
la soledad, una atmósfera de edén, un cielo de paraíso. Éstas son las ventajas de que goza. Bien
compensan las otras.
El pueblo se compone de algunas calles anchas, formadas por casas de un solo piso labradas
en cansadas líneas rectas, sin ser paralelas, que desembocan en una gran plaza arenisca, extendida
como una alfombra amarillenta ante una hermosa iglesia que levanta su alta torre coronada de una
cruz como un soldado su estandarte.
A espaldas de la iglesia encontraréis el
oasis de este estéril conjunto. Apoyada en
el muro de detrás de la iglesia, se halla una
gran puerta que da entrada a un vasto y
dilatado patio que precede a la capilla de
Santa Ana, patrona del lugar; junto a la
capilla, apoyada en ella, está la pequeña y
humilde casita de su guarda, que es, a la
vez, cantor y sacristán de la iglesia. En el
patio veréis cipreses centenarios, sombríos
y reconcentrados; el alegre y loco paraíso,
de tan ligera madera, creciendo pronto, prodigando al viento sus hojas, flores y fragancias, porque
sabe que su vida es corta; el naranjo, ese gran señor, ese hijo predilecto del suelo de Andalucía, al
que se le hace la vida tan dulce y tan larga. Veréis una parra que, cual el niño, necesita de la ayuda
del hombre para medrar y subir y que extiende sus anchas hojas como acariciando el emparrado
que la sostiene; porque es cierto que también las plantas tienen su carácter, del que se reciben
diversas impresiones. ¿Se puede, acaso, mirar un ciprés sin respeto, un paraíso sin cariño, un
naranjo sin admiración? ¿No imprime la alhucema la idea y el gusto de un interior aseado y
pacífico? El romero, perfume de Nochebuena, ¿no engendra, acaso, sus buenos y santos
pensamientos?
A derecha e izquierda del lugar se extienden aquellos interminables olivares, que son el gran
ramo de la agricultura de Andalucía. Estos árboles están plantados a distancia unos de otros, lo
que hace alegres estos bosques; pero su suelo, nivelado y limpio por el arado, los hace
cansadamente monótonos. De trecho en trecho se encuentra el caserío de la hacienda a que
respectivamente pertenecen. Están éstas labradas sin gusto ni simetría, y se les da vuelta sin atinar
a descubrir la fachada. Nada tienen de grandes moles o fábricas, sino las torres de sus molinos,
que descuellan entre los olivos, como para contarlos. Estas haciendas pertenecen, en lo general, a
la aristocracia de Sevilla; pero por lo regular no son habitadas, por no gustar las señoras del
campo; por lo tanto, están descuidadas y vacías cual graneros. Así es que en esos parajes aislados y
solitarios, el silencio no es interrumpido sino por el canto del gallo que, vigilante, guarda su
serrallo, o por el rebuzno de algún burro viejo, que el capataz manda a paseo y que se aburre de su
soledad.

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Esta obra muestra el proceso epistolar de la lucha interior de don Luis de Vargas por el amor de
Pepita y, a la vez, el enamoramiento de ella.

Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter de autenticidad que
tiene la presente historia, admirándonos de la escrupulosa exactitud de la persona que la compuso.
Porque, si algo de fingido, como en una novela, hubiera en estos Paralipómenos, no cabe duda en
que una entrevista tan importante y transcendente como la de Pepita y D. Luis se hubiera
dispuesto por medios menos vulgares que los aquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a
una nueva expedición campestre, hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad,
teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torre moruna, donde por fuerza
había de ser fama que aparecían espectros o cosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran
caído en poder de alguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a la
serenidad y valentía de D. Luis, albergándose luego durante la noche, sin que se pudiese evitar, y
solitos los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez, por último, el autor hubiera arreglado el negocio
de manera que Pepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje por mar, y
aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícil inventar un buen naufragio, en el
cual don Luis hubiera salvado a Pepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y
apartado. Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquio apasionado de
los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a D. Luis. Creemos, sin embargo, que en vez de
censurar al autor porque no apela a tales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia
que tiene, sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría si se atreviese a
exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de su fantasía.
Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se
comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como
arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y
entereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita
Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o
bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso,
sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten.

Esta es la historia de Doña Luz, hija del marqués de Villafría, hija ilegítima, aunque reconocida por
el marqués, que al morir la confía al cuidado de su administrador. Doña Luz lleva una vida
ejemplar y se hace querer, pero desdeña a todos sus pretendientes. Un día llega al pueblo don
Enrique, sobrino del administrador, un misionero que ha recorrido medio mundo… Seleccionamos
una anécdota en la que se aprecia el estilo fluido y elegante de Valera.

En los lugares andaluces, nada hay que pasme tanto como una boda repentina. Por allí todo
suele hacerse con mucha pausa. En parte alguna es menos aceptable el refrán inglés de que el
tiempo es dinero. En parte alguna se emplea con más frecuencia y en la vida práctica la frase
castiza y archi-española de hacer tiempo; esto es, de perderle, de gastarle, sin que nos pese y
aburra su andar lento, infinito y callado. Pero donde más se extrema en Andalucía el hacer tiempo
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es en los noviazgos. Contribuye a esto, por un lado, la prudencia que, reconociendo lo grave y
trascendental del matrimonio, nos aconseja de continuo: antes que te cases, mira lo que haces. Y
contribuye mucho más, por otro lado, que este mirar lo que se hace es sumamente divertido; es el
mejor modo de matar o de hacer tiempo; es una grata ocupación, que se proporciona quien no
tiene ninguna, y que no bien se casa se queda sin ella.
De aquí, sin duda, los interminables noviazgos de mi tierra, en los cuales además se dan los
más bellos ejemplos de firme constancia que pueden registrar las historias de amor. Noviazgos hay
que empiezan cuando el novio está con el dómine aprendiendo latín, pasan a través de las
humanidades, de las leyes o de la medicina, y no terminan en boda hasta que el novio es juez de
primera instancia o médico titular. Durante todo este tiempo, los novios se escriben cuando están
ausentes; y cuando están en el mismo pueblo, se ven en misa por la mañana, se vuelven a ver dos o
tres veces más durante el día, suelen pelar la pava durante la siesta, vuelven a verse por la tarde en
el paseo, van a la misma tertulia desde las ocho a las once de la noche, y ya, después de cenar,
reinciden en verse y en hablarse por la reja, y hay noches en que se quedan pelando la pava otra
vez, y mascando hierro, hasta que despunta en Oriente la aurora de los dedos de rosa.
En comprobación de esto se cuenta de cierto novio antequerano, que al fin tuvo que casarse
a los ocho años de ser novio; y que, no bien se casó, se mostraba afligidísimo por no saber qué
hacer de su tiempo. De otro novio, natural de Carcabuey, he oído yo también contar, como
testimonio de lo arraigada que está la idea de que el matrimonio exige mucha calma antes de
llevarle a cabo, que su futura suegra, considerando que su hija llevaba ya trece años de hablar con
aquel novio, sin que llegase él a pedirla, y que ella se iba ajando y marchitando un poco, se
resolvió a preguntar al novio qué intenciones traía. Y habiéndose armado de resolución y hecho la
pregunta, el novio contestó muy sorprendido y un sí es no es contrariado: —¡Válgame Dios,
señora! ¿Es esto puñalada de pícaro?

En este pasaje se describe la costumbre regia


de invitar a comer al palacio real a un grupo
de pobres en el día de Jueves Santo. Los
monarcas y los nobles se encargaban de
servirles personalmente la comida. La escena
se sitúa en 1868, el mismo año en que Isabel
II fue destronada por la Revolución de
Septiembre.

Multitud de personas de todas clases,


habitantes en la ciudad, acudieron tempranito
a coger puesto en las claraboyas del Salón de
Columnas para ver la comida de los pobres.
Se enracimaban las mujeres junto a los
grandes círculos de cristales, y como no
faltaban agujeros, las que podían colocarse en
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la delantera, aunque fuera repartiendo codazos, gozaban de aquel pomposo acto de humildad
regia que cada cual interpretará como quiera. No faltaba quien cortara el vidrio con el diamante
de una sortija para practicar huequecillos allí donde no los había. ¡Qué desorden, qué rumor de
gentío impaciente y dicharachero! Las personas extrañas, que habían ido en calidad de invitadas,
eran tan impertinentes que querían para si todos los miraderos. Mas Cándida, con aquella
autoridad de que sabía revestirse en toda ocasión grave, mandó despejar una de las claraboyas para
que tomaran libre posesión de ella las niñas de Tellería, Lantigua y Bringas. ¡Demontre de señora!
Amenazó con poner en la calle a toda la gente forastera si no se la obedecía.
Curioso espectáculo era el del Salón de Columnas visto desde el techo. La mesa de los doce
pobres no se veía muy bien; pero la de las doce ancianas estaba enfrente y ni un detalle se perdía.
¡Qué avergonzadas las infelices con sus vestidos de merino, sus mantones nuevos y sus pañuelos
por la cabeza! ¡Verse entre tanta pompa, servidas por la misma Reina, ellas que el día antes pedían
un triste ochavo en la puerta de una iglesia!... No alzaban sus ojos de la mesa más que para mirar
atónitas a las personas que les servían. Algunas derramaban lágrimas de azoramiento más que de
gratitud, porque su situación entre los poderosos de la tierra y ante la caridad de etiqueta que las
favorecía, más era para humillar que para engreír. Si todos los esfuerzos de la imaginación no
bastarían a representarnos a Cristo de frac, tampoco hay razonamiento que nos pueda convencer
de que esta comedia palaciega tiene nada que ver con el Evangelio.
Los platos eran tomados en la puerta, de manos de los criados, por las estiradas personas
que hacían de camareros en tan piadosa ocasión. Formando cadena, las damas y gentiles hombres
los iban pasando hasta las propias manos de los Reyes, quienes los presentaban a los pobres con
cierto aire de benevolencia y cortesía, única nota simpática en la farsa de aquel cuadro teatral.
Pero los infelices no comían, que si de comer se tratara muy apurados se habían de ver.
Seguramente sus torpes manos no recordaban cómo se lleva la comida a la boca. Puestas las
raciones sobre la mesa, un criado las cogía y las iba poniendo en sendos cestos que tenía cada
pobre detrás de su asiento. Poco después, cuando las personas reales y la grandeza abandonaron el
Salón, salieron aquellos con su canasto, y en los aposentos de la repostería les esperaban los
fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantes para comprarles todo por unos cuantos
duros.

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el
rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo,
de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se
buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas
migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas
un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes
hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las
esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para
años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

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Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de
la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana
de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la
catedral, poema romántico de piedra, delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne,
era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado
por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esa
arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que
señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de
su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte
castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y
proporciones. Como haz de músculos y nervios, la piedra, enroscándose en la piedra, trepaba a la
altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una
punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más
pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de
papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero
perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme
botella de champaña. Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro,
rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma
gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies. […]

El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes
de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la
catedral. Los socios jóvenes querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de la
sociedad, según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el Casino y siguió remendando
como pudo sus goteras y demás achaques de abolengo. Tres generaciones había bostezado en
aquellas salas estrechas y oscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse
por loa azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia. Además, decían
los viejos, si el Casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino. Era un aristócrata.

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y
por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los
países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia
torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y
desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de
emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la
provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre
nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto
andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía
fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más
alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano,
contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como
infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el
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dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero
que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus
ojos dardos: En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces
a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le
convenía […] Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo,
filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo,
por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las
conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula;
hacía su anatomía, no como el fisiólogo, que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que
busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo, sino el trinchante. […]

Y bastante resignación era contentarse,


por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con
más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos.
Como recuerdos de un poema heroico leído en la
juventud con entusiasmo, guardaba en la
memoria brillantes cuadros que la ambición había
pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba
oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en
Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le
pareciera demasiado ancha; todo estaba en el
camino; lo importante era seguir andando. Pero
estos sueños según pasaba el tiempo se iban
haciendo más y más vaporosos, como si se
alejaran. «Así son las perspectivas de la esperanza,
pensaba el Magistral; cuanto más nos acercamos
al término de nuestra ambición, más distante
parece el objeto deseado, porque no está en lo
porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante
es un espejo que refleja el cuadro soñador que se
queda atrás, en el lejano día del sueño...». No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba
pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo, propias
de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y
menos idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca;
era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin
aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido.
Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban
escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había
aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez,
todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con
furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta
levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador le arroja.
Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho más intensa; la
energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo
del amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus
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prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un azote de Dios
sancionado por su ilustrísima.

Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar
tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo
en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno
húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.
Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.
Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la
copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez.
Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo
impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen
ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le
figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la
mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero
y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había
servido para uno y que ya no podía servir para otro. […]

Ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer
eran la puerta de la vejez, a que ya estaba llamando. Y no había gozado una sola vez esas delicias
del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El
amor es lo único que vale la pena vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor?
¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía.

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Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó la cabeza en las barras frías de la gran puerta de hierro
que era la entrada del Parque por la calle de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las
tinieblas de fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad, como las del
pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de impulsos de que no tenía
conciencia.
Casi tocando con la frente de Ana, metida entre dos hierros, pasó un bulto por la calle
solitaria pegado a la pared del Parque.
«¡Es él!», pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue
momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro.
Era don Álvaro, en efecto. Estaba en el teatro, pero en un entreacto se le ocurrió salir a
satisfacer una curiosidad intensa que había sentido. «Si por casualidad estuviese en el balcón... No
estará, es casi seguro, pero, ¿si estuviese?» ¿No tenía él la vida llena de felices accidentes de este
género? ¿No debía a la buena suerte, a la chance que decía don Álvaro, gran parte de sus triunfos?
¡Yo y la ocasión! Era una de sus divisas. ¡Oh!, si la veía, la hablaba, le decía que sin ella ya no
podía vivir, que venía a rondar su casa como un enamorado de veinte años platónico y romántico,
que se contentaba con ver por fuera aquel paraíso... Sí, todas estas sandeces le diría con la
elocuencia que ya se le ocurriría a su debido tiempo. El caso era que, por casualidad, estuviese en
el balcón. Salió del teatro, subió por la calle de Roma, atravesó la Plaza del Pan y entró en la del
Águila. Al llegar a la Plaza Nueva se detuvo, miró desde lejos a la rinconada... no había nadie al
balcón... Ya lo suponía él. No siempre salen bien las corazonadas. No importaba... Dio algunos
paseos por la plaza, desierta a tales horas... Nadie; no se asomaba ni un gato. «Una vez allí, ¿por
qué no continuar el cerco romántico?» Se reía de sí mismo. ¡Cuántos años tenía que remontar en
la historia de sus amores para encontrar paseos de aquella índole! Sin embargo de la risa, sin
temor al barro que debía de haber en la calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió
por un arco de la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a la calle a que
daba la puerta del Parque. Allí no había casas, ni aceras ni faroles; era una calle porque la
llamaban así, pero consistía en un camino maltrecho, de piso desigual y fangoso entre dos
paredones, uno de la Cárcel y otro de la huerta de los Ozores. Al acercarse a la puerta, pegado a la
pared, por huir del fango, Mesía creyó sentir la corazonada verdadera, la que él llamaba así,
porque era como una adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores triunfos de
todos géneros habían venido así, con la corazonada verdadera, sintiendo él de repente, poco antes
de la victoria, un valor insólito, una seguridad absoluta; latidos en las sienes, sangre en las mejillas,
angustia en la garganta... Se paró. « Estaba allí la Regenta, allí en el Parque, se lo decía aquello que
estaba sintiendo... ¿Qué haría si el corazón no le engañaba? Lo de siempre en tales casos; ¡jugar el
todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el lodo, que abriera; y si se negaba, saltar la verja,
aunque era poco menos que imposible; pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no
saldría; la nube era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad».
Llegó a la verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció, la adivinó antes.
- ¡Es tuya! -le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera.
Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición
vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud, como el Cid, ahuyentaba

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al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la
primera vez!
Siguió; dio tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás, por más que el demonio
de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se le burlaba con palabras de fuego
al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices...! ¡Atrévete, atrévete con la verdadera
virtud; ahora o nunca...!»
- ¡Ahora, ahora! -gritó Mesía con el único valor grande que tenía; y ya a diez pasos de la
verja volvió atrás furioso, gritando:
- ¡Ana! ¡Ana!
Le contestó el silencio. En la oscuridad del Parque no vio más que las sombras de los
eucaliptus, acacias y castaños de Indias. […]
Lo que no sabía don Álvaro, aunque por ciertos
síntomas favorables lo presumiese a veces su vanidad, era que
la Regenta soñaba casi todas las noches con él. Irritaba a la de
Quintanar esta insistencia de sus ensueños. ¿De qué le servía
resistir en vela, luchar con valor y fuerza todo el día, llegar a
creerse superior a la obsesión pecaminosa, casi a despreciar la
tentación, si la flaca naturaleza a sus solas, abandonada del
espíritu, se rendía a discreción, y era masa inerte en poder del
enemigo? Al despertar de sus pesadillas con el dejo amargo de
las malas pasiones satisfechas, Ana se sublevaba contra leyes
que no conocía, y pensaba desalentada y agriado el ánimo en
la inutilidad de sus esfuerzos, en las contradicciones que
llevaba dentro de sí misma. Parecíale entonces la humanidad
compuesto casual que servía de juguete a una divinidad
oculta, burlona como un diablo. Pronto volvía la fe, que se
afanaba en conservar y hasta fortificar -con el terror de
quedarse a oscuras y abandonada si la perdía -, volvía a
desmoronar aquella torrecilla del orgulloso racionalismo,
retoño impuro que renacía mil veces en aquel espíritu
educado lejos de una saludable disciplina religiosa. Se
humillaba Ana a los designios de Dios, pero no por esto
desaparecía el disgusto de sí misma, ni el valor para seguir la
lucha se recobraba... Contribuían estos desfallecimientos
nocturnos a contener los progresos de la piedad, que el
Magistral procuraba despertar con gran prudencia, temeroso de perder en un día todo el terreno
adelantado, si daba un mal paso.
[…] Las personas decentes de palcos principales y plateas, que no iban al teatro a ver la
función, sino a mirarse y despellejarse de lejos. En Vetusta las señoras no quieren las butacas, que,
en efecto, no son dignas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se degradan tanto las cursis y alguna
dama de aldea en tiempo de feria. Los pollos elegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como
se llama todavía. Se reparten por palcos y plateas donde, apenas recatados, fuman, ríen, alborotan,
interrumpen la representación, por ser todo esto de muy buen tono y fiel imitación de lo que

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muchos de ellos han visto en algunos teatros de Madrid. Las mamás desengañadas dormitan en el
fondo de los palcos; las que son o se tienen por dignas de lucirse, comparten con las jóvenes la
seria ocupación de ostentar sus encantos y sus vestidos obscuros mientras con los ojos y la lengua
cortan los de las demás. En opinión de la dama vetustense, en general, el arte dramático es un
pretexto para pasar tres horas cada dos noches observando los trapos y los trapicheos de sus
vecinas y amigas. No oyen, ni ven ni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando los
cómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego, o con una de esas anagnórisis en que todos
resultan padres e hijos de todos y enamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientes
alaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama de Vetusta, para ver si ha ocurrido allá
dentro alguna catástrofe de verdad. […] Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en
el sitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y principales hubo
cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tarde,
explicaba, en parte, la curiosidad general. Pero además hacía algunas semanas que se hablaba
mucho de la Regenta, se comentaba su cambio de confesor […] Ana, acostumbrada muchos años
hacía, a la mirada curiosa, insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efecto que
producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro. Pero la noche de aquel día de Todos los
Santos, recibió como agradable incienso el tributo espontáneo de admiración; y no vio en él como
otras veces, curiosidad estúpida, ni envidia ni malicia. Desde la aparición de don Álvaro en la
plaza, el humor de Ana había cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío, a una región
de luz y calor que bañaban y penetraban todas las cosas […]. Después de saborear el tributo de
admiración del público, Ana miró a la bolsa de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado de aquella
pechera blanquísima y tersa […]. Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco de los
marqueses. Ana, al darle la mano, tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco, pero no
hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid
empezaba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de
la conversación general. […]
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde
el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como
se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía
representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el
lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la
espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el
otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una
impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el
Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus
solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de
acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con
los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba
aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
—«¡Confesión general!»—estaba pensando—. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima
asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre.
Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
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«Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado
desde la niñez.—Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las
noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después
saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando,
tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas
también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no
había más suavidad para la pobre niña. […]

Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita
compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran
escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste.
Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio
descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la
vejiga!

Ana Ozores, tras perder a su marido y a su amante, y tras sentir el rechazo de la ciudad de Vetusta,
se encuentra totalmente sola. Acude al Magistral, como último recurso.
Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.
Ana esperaba sin aliento, resuelta a acudir a la seña que la llamase a la celosía…
Pero el confesionario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.
Jesús de talla, con los labios pálidos y entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía
dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño…
Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba…
La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes
crisis le acudía… y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario.
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga.
Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos,
atónitos como los del Jesús del altar…
El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que, horrorizada,
retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada
en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo que el
terror le decía que iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería.
Temblábale todo el cuerpo; volvió a extender los brazos hacia Ana… dio otro paso adelante… y
después, clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y
con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de
flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni
vacilar siquiera.

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Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro;
cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y
dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de
capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y
miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la oscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró
ver una sombra mayor que otras veces…
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.
Abrió, entró y reconoció a la Regenta, desmayada.
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia; y por
gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la
Regenta y le besó los labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

La brutalidad del mundo rural es el tema del siguiente pasaje. Julián Álvarez, un joven sacerdote de
Santiago de Compostela, acaba de llegar a la residencia del marqués de Ulloa, en plena campiña de
Orense, donde va a servir como capellán y administrador. A la hora de la cena se sienta a la mesa
con el propio marqués, el abad de Ulloa y Primitivo, criado de aquél. Los tres acaban de regresar de
una cacería. En la cocina, sirviendo la comida, se encuentra también una joven, hija de Primitivo.

Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie,
acudieron desde el rincón más oscuro, y olvidando el cansancio, exhalaban famélicos bostezos,
meneando la cola y levantando el partido hocico. Julián creyó al pronto que se había aumentado
el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva
luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo
de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca
estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía
vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad. Primitivo y la moza disponían
en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote; y el
marqués — que vigilaba la operación — , no dándose por satisfecho, escudriñó con una cuchara
de hierro las profundidades del caldo, hasta sacar a luz tres gruesas tajadas de cerdo, que fue
distribuyendo en las cubetas. Lanzaban los perros alaridos entrecortados, de interrogación y deseo,
sin atreverse aún a tomar posesión de la pitanza; a una voz de Primitivo, sumieron de golpe el
hocico en ella, oyéndose el batir de sus apresuradas mandíbulas y el chasqueo de su lengua
glotona. El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por
el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y

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exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba
en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó
una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse
más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a
los racionales. Julián, que empezaba a descalzarse los guantes, se compadeció del chiquillo, y,
bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto,
era el más hermoso angelote del mundo.
— ¡Pobre! — murmuró cariñosamente —. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre?
¿Dónde te duele, me lo dices? Calla, que vamos a reñirle a la perra nosotros. ¡Pícara, malvada!
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués. Se
contrajo su fisonomía: sus cejas se fruncieron, y arrancándole a Julián el chiquillo, con brusco
movimiento le sentó en sus rodillas, palpándole las manos, a ver si las tenía mordidas o lastimadas.
Seguro ya de que sólo el chaquetón había padecido, soltó la risa.
— ¡Farsante! — gritó —. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte
con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En
qué se conocen los valientes?
Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar,
lo apuró de un sorbo. El marqués aplaudió:
— ¡Requetebién! ¡Viva la gente templada!
— No, lo que es el rapaz... el rapaz sale de punta — murmuró el abad de Ulloa.
— ¿Y no le hará daño tanto vino? — objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.
— ¡Daño! ¡Sí, buen daño nos dé Dios! — respondió el marqués, con no sé qué inflexiones
de orgullo en el acento —. Déle usted otros tres, y ya verá.... ¿Quiere usted que hagamos la
prueba?
— Los chupa, los chupa — afirmó el abad.
— No señor; no señor.... Es capaz de morirse el pequeño.... He oído que el vino es un
veneno para las criaturas.... Lo que tendrá será hambre.
- Sabel, que coma el chiquillo - ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.
Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el
niño fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.
En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un
cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de
noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos
desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.
— Tráenos un par de botellitas.... De el del año 59.
Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:
— Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce.... Es de la casa de Molende:
se corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se
parezca al mejor jerez.... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se
vuelven azúcar.
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Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se llama en lenguaje corriente
una mujer mona. Su tez finísima y sus ojos que despedían alegría y sentimiento componían un
rostro sumamente agradable. Y hablando, sus atractivos eran mayores que cuando estaba callada, a
causa de la movilidad de su rostro y de la expresión variadísima que sabía poner en él. La
estrechez relativa en que vivía la numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero
sabía triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer
que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego veremos. Por su talle delicado y su
figura y cara porcelanescas, revelaba ser una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede
poco tiempo de esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de la vida o la
maternidad. […]

¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas? El español es el ser más
charlatán que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de conversación, habla de sí mismo;
dicho se está que ha de hablar mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de la
palabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo las opiniones. Óyense en tales sitios
vulgaridades groseras, y también conceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van
al café los perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y de buena conducta. Hay
tertulias de militares, de ingenieros; las de empleados y estudiantes son las que más abundan, y los
provincianos forasteros llenan los huecos que aquellos dejan. En un café se oyen las cosas más
necias y también las más sublimes. Hay quien ha aprendido todo lo que sabe de filosofía en la
mesa de un café, de lo que se deduce que hay quien en la misma mesa pone cátedra amena de los
sistemas filosóficos. Hay notabilidades de la tribuna o de la prensa, que han aprendido en los cafés
todo lo que saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan cierto caudal de conocimientos, sin
haber abierto un libro, y es que se han apropiado ideas vertidas en esos círculos nocturnos por los
estudiosos que se permiten una hora de esparcimiento en tertulias tan amenas y fraternales.
También van sabios a los cafés; también se oyen allí observaciones elocuentes y llenas de sustancia,
exposiciones sintéticas de profundas doctrinas. No es todo frivolidad, anécdotas callejeras y
mentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento
humano. Claro que dominan las baratijas; pero entre ellas corren, a veces sin que se las vea, joyas
de inestimable precio. […]

Avanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero que se estaba
encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para hacer tiro; bien el montón de zaleas o de
ruedos, ya una banasta de ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las
ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las cocinas con los pucheros
armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves
estancias la indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la pared una
especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospectos o
periódicos satíricos, y muchas fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y

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los golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios, hacían una algazara de mil
demonios. Más allá sonaba el convulsivo tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las
ventanas bustos y caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un camastro,
más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas conocieron a doña Guillermina y
la saludaban con respeto. En otros círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta.
Poco más allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e irrespetuosas. «Señá
Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!». […]
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel en
que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas siempre de
la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el
anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por
albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por
eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas. Las
viviendas, en aquella segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se
caía a pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más saña,
los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas más despintadas
y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante.
Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan tétrica y mal
oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita? -le dijo Guillermina-. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el
Teatro Real o la casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y
estómago».
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este asomaba un
tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a secar. De aquella región
venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados
paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos dormilones, el pelo
erizado. Otros bajaban a los corredores y se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y
aun se criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el suelo,
lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se apretaba contra la
pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo,
tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón. Parecían moras; no se
les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran
flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo. […]

Fortunata lleva una vida disipada hasta que conoce a Maximiliano Rubín, quien se enamora de
ella y, tras buscarle un piso para alojarla, le pide matrimonio.

Fortunata no tenía criada. Decía que ella se bastaba y se sobraba para todos los quehaceres de casa
tan reducida. Muchas tardes, mientras estaba en la cocina, Maximiliano estudiaba sus lecciones,
tendido en el sofá de la sala. Si no fuera porque el espectro de la hucha se le solía aparecer de vez
en cuando anunciándole el acabamiento del dinero extraído de ella, ¡cuán feliz habría sido el
pobre chico! A pesar de esto, la dicha le embargaba. Entrábale una embriaguez de amor que le
hacía ver todas las cosas teñidas de optimismo. No había dificultades, no había peligros ni
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tropiezos. El dinero ya vendría de alguna parte. Fortunata era buena, y bien claros estaban ya sus
propósitos de decencia. Todo iba a pedir de boca, y lo que faltaba era concluir la carrera y... Al
llegar aquí, un pensamiento que desde el principio de aquellos amores tenía muy guardadito,
porque no quería manifestarlo sino en sazón oportuna, se le vino a los labios. No pudo retener
más tiempo aquel secreto que se le salía con empuje, y si no lo decía reventaba, sí, reventaba;
porque aquel pensamiento era todo su amor, todo su espíritu, la expresión de todo lo nuevo y
sublime que en él había, y no se puede encerrar cosa tan grande en la estrechez de la discreción.
Entró la pecadora en la sala, que hacía también las veces de comedor, a poner la mesa, operación
en extremo sencilla y que quedaba hecha en cinco minutos. Maximiliano se abalanzó a su querida
con aquella especie de vértigo de respeto que le entraba en ocasiones, y besándole castamente un
brazo que medio desnudo traía, cogiéndole después la mano basta y estrechándola contra su
corazón, le dijo:
«Fortunata, yo me caso contigo».
Ella se echó a reír con incredulidad; pero Rubín
repitió el me caso contigo tan solemnemente, que
Fortunata lo empezó a creer. «Hace tiempo—añadió
él—, que lo había pensado... Lo pensé cuando te
conocí, hace un mes... Pero me pareció bien no decirte
nada hasta no tratarte un poco... O me caso contigo o
me muero. Este es el dilema».
—Tie gracia... ¿Y qué quiere decir dilema?
—Pues esto: que o me caso o me muero. Has de
ser mía ante Dios y los hombres. ¿No quieres ser
honrada? Pues con el deseo de serlo y un nombre, ya
está hecha la honradez. Me he propuesto hacer de ti
una persona decente y lo serás, lo serás si tú quieres...
Inclinose para coger los libros que se habían
caído al suelo. Fortunata salió para traer lo que en la
mesa faltaba, y al entrar le dijo:
—Esas cosas se calculan bien... no por mí, sino por ti.
—¡Ah!, ya lo tengo pensado; pero muy bien pensado... ¿Y a ti, te había ocurrido esto?
—No... no me pasaba por la imaginación. Tu familia ha de hacer la contra.
—Pronto seré mayor de edad—afirmó Rubín con brío—. Opóngase o no, lo mismo me da...
Fortunata se sentó a su lado, dejando la mesa a medio poner y la comida a punto de
quemarse. Maximiliano le dio muchos abrazos y besos, y ella estaba como aturdida... poco risueña
en verdad, esparciendo miradas de un lado para otro. La generosidad de su amigo no le era
indiferente, y contestó a los apretones de manos con otros no tan fuertes, y a las caricias de amor
con otras de amistad. Levantose para volver a la cocina, y en ella su pensamiento se balanceó en
aquella idea del casorio, mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... «¡Casarme yo!...
¡pa chasco...!, ¡y con este encanijado...! ¡Vivir siempre, siempre con él, todos los días... de día y de
noche!... ¡Pero calcula tú, mujer... ser honrada, ser casada, señora de Tal... persona decente...!».

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Aquí, Galdós describe a un grupo de mendigos que se disputan un buen lugar en la puerta de una
iglesia para conseguir las mejores limosnas. Entre todos ellos destaca Benina, la protagonista.

Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro grupo, compuesto de un
ciego, sentado; una mujer, también sentada, con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie,
silenciosa y rígida, una vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta distancia de
la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo sobre las muletas, el cojo y manco Elíseo
Martínez, que gozaba el privilegio de vender en aquel sitio La Semana Católica. Era, después de
Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y como su lugarteniente o
mayor general.
Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien registrados aquí, con las
convenientes distinciones de figura, palabra y carácter. Vamos con ellos.
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva,
temporera, porque acudía a la mendicidad por lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor
desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran.
Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y era la más
callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas
de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o
salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca
ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el
mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y
únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el
ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días
de jornada más allá de Marrakesh. Fijarse bien.
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro
moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia
borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y
obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad
y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de
sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de
abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo.
Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban
hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la
frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y
vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras
ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y
dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas,
parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo
en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la
frente, si bien podría creerse que hacía las veces de esta el
lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno,
situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.

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