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RICARDO ROSSEL

LA HUÉRFANA DE ATE
Ricardo Rossel

1841 en Lima, Perú. Fue un empresario, escritor, poeta y político fundador del Club
Literario de Lima.

Estudió en el Seminario de Santo Toribio de Mogrovejo. A muy temprana edad se


hizo cargo de la empresa de su padre (empresa de importaciones francesas), luego
exploró el campo de la minería. Tuvo una amistad acérrima con Clorinda Matto
de Turner a quien defendió en público por la constante violencia a la que estaban
expuestas ella y su familia en Cusco. Colaboró con Ricardo Palma en la reconstrucción
de la Biblioteca de Lima.

Entre sus obras destacan El Salto del Fraile (1890), Catalina Tupac Roca (1877), La
Roca de la Viuda (1875), Manuel Bretón de los Herreros (1874), Entre dos años 1873-
1874 (1874), Los Dos Rosales (1885), entre otras.

Falleció el 6 de diciembre de 1909 en Barranco, Lima, Perú.


La huérfana de Ate
Ricardo Rossel

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Doris Renata Teodori de la Puente
Subgerente de Educación

Jefe del programa Lima Lee


Editor del programa Lima Lee: John Martínez Gonzales
Digitalización de texto: Manuel Alexander Suyo Martínez
Corrección de texto: Katherine Lourdes Ortega Chuquihuara
Segunda corrección: Vladimir Fiori Zumaeta
Diagramación: Andrea Veruska Ayanz Cuellar
Diseño de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría
Editado por:
Municipalidad Metropolitana de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima. Lima.
www.munlima.gob.pe
1a. edición - abril 2022
Depósito legal N° 2022-02543
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
LA HUÉRFANA DE ATE
A mi querido amigo
Enrique Sánchez

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I

UN DÍA DE CAMPO

Brillaba la aurora de un risueño día del mes de


setiembre. El sol no asomaba aún su frente tras las
cumbres de los más lejanos montes, y la pálida luz,
precursora de su aparición, se reflejaba sobre las verdes
lomas y la cultivada campiña, bañándolas con tintas
encantadoras.

La populosa Ciudad de los Reyes reposaba en el silencio


más profundo, y sus largas y desiertas calles semejaban
las de un vasto cementerio; turbaba solo su tranquilidad
el ruido que producían sobre su desigual empedrado los
pasos de una cabalgata. Eran algunos alegres jóvenes que,
caballeros sobre briosos y revueltos corceles, iban a pasar
un día de campo a la hacienda que posee el que estas
líneas escribe, a seis millas de la capital y a inmediaciones
del pobre y pequeño pueblecillo nombrado Ate.

Pronto dejamos atrás las murallas que rodean la


ciudad, y, abandonando las cabalgaduras al paso llano,

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entablamos bulliciosa plática, salpicada de chistes y
ocurrencias, que excitaban nuestra juvenil hilaridad.

Riendo así y deteniéndonos a menudo, ya para


reconocer los lugares por donde pasábamos, ya para
echar un cigarro, o templar el frío de la mañana con un
sorbo de aromado ITALIA, prolongamos la duración de
tan corto viaje de manera que el sol doraba las amarillas
espigas de los maizales y las azules flores de los alfalfares
cuando llegamos al pueblecito.

En uno de los potreros vecinos a él pacía ya el ganado.


Ninguno de mis amigos fijó la atención al pasar delante,
sino para elogiar la excelencia de las vacas, o para recrear
la vista y el olfato con el bellísimo aspecto y suave
perfume que ofrece un alfalfar en flor. Pero Enrique,
que, en último término, iba a mi lado recreándose en el
poético paisaje, sentó derrepente su caballo, y, mirando
con sorpresa, me señaló a una muchacha que, a orillas
de una ancha acequia y bajo la sombra de una coposa
retama, se hallaba sentada sobre el césped, tejiendo
cestos con flexibles carrizos.

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—¿Qué miras? —le pregunté.

—¿Quién es esa joven? —me interrogó él a su vez.

—¡La huérfana de Ate! —le contesté con indiferencia.

—¡La huérfana de Ate! —repitió mi amigo con acento


de duda.

—Sí —le dije—, una pobre muchacha que no ha


conocido a sus padres y vive con una anciana negra,
a quien ama como a una madre y nombra su mama
Joaquina.

—Pero esta hermosa niña no es hija de estos lugares


—replicó—: mírala, Carlos, mírala bien. Su rostro, aunque
tostado por el sol y quemado por el frío, es blanco y bello,
y tiene cierto aire de distinción, que no parece sino el de
una señorita disfrazada de pastora. ¡Es singular!...

—¡Pues hombre! —le contesté—, no sé más, sino que


es huérfana, y desde que vine a este valle siempre la he
visto pasteando el ganado de Santiago, un propietario del
pueblo.

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—¡Es singular! —repitió— Pero te confieso que me
interesa esta criatura, y el misterio que parece rodear su
existencia despierta en mí un interés mayor todavía.

Entre tanto la pastora, que notó que la mirábamos y


hablábamos de ella, tiñó sus mejillas con el carmín del
pudor, bajó los ojos, y cesaron de tejer los carrizos sus
entorpecidas manos.

Entonces por vez primera la miré con atención, y


reconocí la verdad que Enrique me acababa de revelar, y
que hasta ese momento no había despertado siquiera mi
curiosidad.

La pastorzuela que teníamos delante era realmente


blanca y hermosa. Demostraba contar unos diez y seis
años de edad. Su rostro, maltratado por el rigor de las
estaciones, había adquirido, en cambio, la frescura y
lozanía tan ajenas a las mimadas sílfides de los salones, y
sus formas anunciaban la robustez y gracia naturales en
las hijas del campo.

Su talle se cimbraba como la caña del maíz mecida


por el viento; la mirada de sus ojos era lánguida como el
último rayo del crepúsculo; parecía retratada la flor del

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granado, en sus rojos labios, que, al entreabrirse, dejaban
ver dientes tan blancos como los copos del algodón, y una
sonrisa suave y encantadora como la luz de la aurora. El
eco de su voz era blando y apacible como el murmullo del
aire entre las hojas. Caían sus negros cabellos trenzados
sobre la redonda espalda, y la vasta tela de su corto traje
dejaba ver sus pies descalzos y maltratados.

La contemplábamos con notable interés, hasta que las


voces de nuestros compañeros de viaje nos arrancaron
de ese sitio para juntarnos a ellos.

Enrique continuó el resto del día silencioso y


pensativo; ni las pullas satíricas, ni las chistosas
versiones de nuestros amigos sobre la reciente aventura,
desvanecieron su preocupación. Durante el almuerzo,
y cuando el delicioso zumo de la planta de Noé había
exaltado los cerebros y dilatado los corazones, cada cual
brindó por el asunto que más digno juzgaba. Exigimos
a Enrique que, saliendo de su letargo, brindara también:
entonces su rostro se animó, y llenando su copa hasta los
bordes, exclamó con voz conmovida:

—¡Brindo por la bella e infortunada huérfana de Ate!

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Y tal era el acento de su voz, que todos acogimos
con respetuosa sorpresa el inesperado toast de nuestro
impresionado camarada, que, al levantarnos de la mesa,
me dijo en voz baja:

—No sé por qué, Carlos, la vista de esa joven me ha


causado tan honda impresión. Te ruego, te exijo que
indagues cuanto te sea posible sobre su origen y su vida.
Acaso la Providencia lo ha dispuesto todo sabiamente
para vengar una cruel injusticia, para castigar un gran
crimen, quizá para labrar la felicidad de un ser, acaso de
dos... Ríe en buena hora de mis desvaríos; llámalos como
te plazca —continuó—, pero, como amigo, no olvides el
encargo que te hago hoy.

Enrique era benévolo y generoso; estaba dotado de una


sensibilidad noble y exquisita, unida a una inteligencia
penetrante, pero animada por una imaginación un
tanto vagabunda; encontraba un secreto encanto en las
aventuras romancescas, y la impresión que sobre él había
producido el casual encuentro de la pastorzuela, habría
podido ser acaso explicada por su temperamento y su
carácter; eso no obstante tan honda fue su preocupación;
había en sus palabras tanta sinceridad, tan íntima

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convicción, tanta ternura, que ejercía su poderoso influjo
sobre su atronado cortejo, y, casi sin pensarlo, le prometí
hacer cuanto estuviera a mi alcance para descorrer el
velo que encubría la existencia de la pobre huérfana.

Cuando, por la tarde, regresábamos a la capital, la


encontramos sentada sobre la tapia del camino. Enrique
se aproximó a ella y la preguntó cómo se llamaba.

—Rosa, una criada de Ud., señor —contestó esta con


voz argentina.

—¿Y quiénes son tus padres?

—No los tengo, señor, o, al menos, no los conozco.

—¿Con quién vives, pues, entonces?

—Con mi mama Joaquina.

—¿Y qué te dice mama Joaquina cuando le preguntas


por tus padres?

—Me contesta.... no, no me contesta nada, solo me


dice que soy huérfana.

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—¡Huérfana!... —repitió lentamente mi preocupado
amigo,

—Sí, señor, huérfana, Este nombre me entristece.


Mama Joaquina lo sabe, y algunas veces la he visto llorar
conmigo cuando me lo dice. Ud. no comprende, señor,
la pena que causa ser huérfana, ni yo podré explicársela;
pero, cuando pienso que no tengo padres como los demás
niños del pueblo, ¡siento un dolor aquí!...

Y fijando sus ojos llorosos en el sol que descendía al


ocaso, se apretó el corazón con ambas manos.

Vi brillar entonces una lágrima en las pupilas


de Enrique; Rosa la notó, y volvió a mirarme como
asombrada de que un señor sintiese sus penas.

—Y ¿eres muy pobre, Rosa? —prosiguió, enternecido,


mi amigo.

—Sí señor —replicó ella—. Lo siento por mama


Joaquina, que ya, vieja y enferma, no puede sacar
una tarea; y nadie le da trabajo. Por eso, a pesar de su
repugnancia, yo me alquilo para pastear el ganado, hago

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canastas, y, con lo poco que gano, la mantengo... ¡la pobre
es tan buena y me quiere tanto!...

Enrique sacó una moneda para dársela, pero ella la


rehusó.

—Mi mama Joaquina me ha dicho que no pida ni


reciba nada a los hombres. Pero aquí viene ella; mírela
Ud., señor.

Y en efecto una negra anciana, alta y encorvada por


los años, se dirigía hacia nosotros, apoyándose en un
tosco bastón. Nos había distinguido desde su rancho,
y, celosa, abandonaba su hogar para custodiar a su hija
adoptiva. Me conocía y me profesaba tierno cariño, que
yo correspondía, dándole siempre su pequeña parte de
las sementeras que se sacaban en la chacra, y sus limosnas
para tabaco.

Al llegar a nosotros, nos saludó con respeto, y, después


de aceptar la moneda de Enrique y darle mil, ¡Dios se lo
pague! Se retiró con Rosa.

Esta no cesó de volver a mirarnos hasta que nos perdió


enteramente de vista.

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Cuando aquella noche me despedía de Enrique,
volvió a encargarme encarecidamente que no olvidase
mi promesa, y le ofrecí nuevamente cumplirla.

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II

SOMBRAS

Dos días después entraba yo a la casa de mi amigo.


Desde que me divisó por el patio, y antes de saludarme,
me gritó:

—¡Carlos!... ¿Has cumplido tu promesa?

—Sí, le contesté; y sus ojos brillaron como dos


relámpagos.

Me condujo a su cuarto, nos encerramos en él, y


ofreciéndome un cómodo sillón, se sentó a mi lado, e
impaciente esperó a que hablase.

—No te has engañado —le dije—. La Providencia es


sabia y justa, y te ha escogido para desentrañar un gran
misterio, o para castigar un negro crimen.

Enrique tembló al escuchar mis palabras.

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—He tenido ayer —continué—, una larga conferencia
con mama Joaquina sobre el asunto que tanto te interesa,
y voy a traducir fielmente en lenguaje más culto, pero tal
vez menos elocuente, la sencilla narración de la buena
negra.

Hace cerca de diecisiete años que, en el mes de junio,


Joaquina, que era esclava de una gran hacienda en la
costa del Norte, fue traída una noche al pueblo de Ate
e instalada en un mezquino rancho de cañas y paja. Allí
permaneció cinco días sin saber absolutamente la causa de
su traslación a ese punto, ni el objeto a que se la destinaba;
pero, en la noche del sexto y a hora muy avanzada, un
hombre se apeó delante de la choza y, penetrando en el
interior, sacó de bajo del largo poncho que lo cubría, un
bulto, y lo puso en los brazos de la esclava, que, atónita,
reconoció en él una criatura recién nacida. Un grito de
sorpresa se escapó de sus entreabiertos labios; pero el
caballero le impuso silencio, y le habló de esta manera:

—¡Joaquina!, hace ocho días que te he comprado:


reconoce pues en mí a tu amo. Calla, sé digna de la
confianza que hago de ti, y serás feliz. Piensa en que, si
ahora eres esclava, puedes dejar de serlo para siempre,

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conduciéndote con lealtad en esta ocasión. Mas ¡ay de
ti! —continuó, mostrándole la hoja de un puñal—, si
traicionas el secreto que te entrego con esta niña.

«Sé cauta y prudente. Nadie debe apercibirse de la


existencia de esta criatura; más, si de una manera casual e
imprevista alguien la descubriese, fácil te será desvanecer
las sospechas que puede despertar su presencia, yo he
hecho esparcir la voz por estos lugares de que eres libre.
Tú agregarás que, habiendo muerto tu hijo hace pocos
días, te has encargado de amamantar esta niña, hija
de un hombre pobre, cuya mujer ha dejado de existir
consecuencia del parto, y estoy seguro de que todos los
vecinos del pueblo lo creerán así».

«En fin, Joaquina, te he elegido entre muchas, porque


sé que eres reservada, astuta y fiel. Espero, pues, que no
te harás indigna de la felicidad de que puedes disfrutar,
y que yo no me arrepentiré de mi elección, ni tú tendrás
que deplorar el haberla merecido».

El desconocido besó con efusión a la recién nacida,


y se retiró. La esclava, sorprendida y confusa, quedó
sola con la viña. Aplicó a sus labios sus pechos llenos de
abundante leche, pues hacía pocos días que efectivamente

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había perdido a su hijo, de dos meses de edad, y sin
poder dormir en el resto de la noche, vio brillar la aurora
meditando y resolviendo la manera de cumplir, del mejor
modo posible, las órdenes de su nuevo y desconocido
amo.

Mucho le interesaba por cierto satisfacer


completamente sus deseos; pues había mejorado
notablemente su suerte, cambiando el rudo trabajo y el
látigo de la hacienda por una vida descansada, y, además,
tenía en expectativa la promesa de su libertad. Por otra
parte, era buena y sensible; así que, al cabo de pocas
semanas, profesaba a la criatura un cariño maternal.

El incógnito caballero iba a verla a menudo, siempre


de noche y rodeándose de precauciones, para no ser
visto de nadie. Algunas veces se llevaba a la niña consigo;
pero siempre la devolvía antes del alba. Entonces notaba
Joaquina que la mano de una mujer había mudado y
arreglado sus vestidos, y que los labios de una madre
debían haberse estampado en su rostro con ternura. ¡Ah!
¡Exhalan tan delicioso perfume los besos de una madre!

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El tiempo, mientras tanto, corría presuroso. Seis meses
hacía ya que la esclava tenía en su poder a la misteriosa
niña, y todo marchaba perfectamente.

Los habitantes del pueblo se habían apercibido, como


es racional suponerlo, de la presencia de su nueva vecina;
pero Joaquina había explicado esto de una manera tan
clara y natural, observando las instrucciones de su amo
a este respecto, que nadie se ocupó de un asunto que les
interesaba tan poco. Por otra parte, las buenas costumbres
de la negra, su afabilidad y su excelente disposición
para prestar su ayuda y sus servicios en cualquiera
circunstancia, hicieron que bien pronto fuese querida en
el pueblo, y los muchachos, primero, y, después, todo el
mundo, la llamaban solamente con el cariñoso nombre
de mama Joaquina.

Una noche, en fin, que llegó su amo a ver a la hermosa


criatura, como tenia de costumbre, observó la esclava
que estaba triste y agitado. Las caricias que prodigó a la
niña aquella noche fueron más tiernas, y aun vio correr
por sus mejillas algunas lágrimas. Al despedirse la dijo:

—«Joaquina, pasará algún tiempo antes que vuelva


a ver a mi hija; tengo que emprender un largo viaje. Tú

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sabes que la amo más que a mi vida; ámala tú también,
y vela por ella. Estoy contento de ti, y he cumplido la
promesa que te hice: hoy he firmado tu carta de libertad».

Sacó, enseguida, una bolsa llena de dinero y se la


entregó, tomó a su hija en brazos, la estrechó contra su
pecho con indecible ternura, estampó en su frente un
postrer beso; que resonó en el rancho, y, despidiéndose
de la negra, partió al galope.

Desde aquella noche no ha vuelto a ver más a su


generoso amo. Los meses y los años pasaron, y la niña
creció, hermosa y robusta. Joaquina la amaba como a
una hija; distribuía con prudente economía los recursos
que una mano desconocida la entregaba de tiempo en
tiempo, y esperaba que algún día viniesen a reclamarla,
hasta que, faltando de improviso todo auxilio, se vio
precisada a trabajar para mantenerla. Pero sus esperanzas
quedaron burladas. Nadie pensó en preguntar siquiera
por la huérfana, como la llamaban en el pueblo.

Posteriormente ha hecho muchas diligencias para


obtener alguna noticia sobre el padre de esta criatura;
pero, como ignoraba hasta su nombre, nada ha podido
descubrir.

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—Esto es, querido Enrique, añadí para concluir, todo
lo que me ha referido mama Joaquina, y cuanto se sabe
sobre la vida de la huérfana de Ate.

Mi amigo, que había escuchado mi relato con prolija


atención, permaneció meditando profundamente
durante largo rato. Al fin se levantó bruscamente de la
silla, y pascándose preocupado por la vivienda, me dijo:

—Oscuro es ciertamente, querido Carlos, el misterio


que contiene la historia que acabas de referirme; pero
abrigo un secreto presentimiento de que algún día se ha
de aclarar, y no finco mi esperanza en mis esfuerzos, que
serán constantes, sino en Dios que me lo inspira... ¡Oh!,
sí; yo no podía engañarme —añadió como si hablase
consigo mismo—. En esa infortunada criatura había un
misterio, que nadie había sospechado siquiera; y puesto
que Dios ha querido revelármelo en el momento menos
esperado, Él quiere descubrirlo por entero... El velo
caerá, querido Carlos, tengo fe en ello. Tú me ayudarás a
rasgarlo, ¿no es verdad?

—¿Puedes dudarlo? —le contesté.

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Y continuamos aun hablando más de una hora sobre
lo que convendría hacer para lograr nuestro propósito.
Acordamos los primeros pasos que se deberían dar, y
los medios que sería necesario poner en juego, y nos
separamos.

Enrique estaba lleno de resolución y esperanza; y a la


verdad, contaba con los recursos de la fortuna y la ciencia,
las dos poderosas palancas que mueven el mundo.

Era rico, y pronto debía recibirse de abogado; tenía


una inteligencia despejada, un corazón noble y generoso,
una figura simpática, y pertenecía a una de las principales
familias de Lima.

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III

QUINCE MESES DESPUÉS

Quince meses habían transcurrido desde el día en que


Enrique vio a Rosa por primera vez.

La condición de esta había cambiado completamente;


pues ya no era la pobre pastora de Santiago, sino que
vivía con su mama Joaquina en la hacienda, en un
pequeño departamento que yo había destinado para
ellas. Su protector atendía a las necesidades de ambas.
La joven ostentaba cada día más hermosura y mayores
atractivos. Su bello rostro, ennegrecido antes por el
sol y el frío, cobró en breve los colores del jazmín y la
rosa. Sus facciones y sus formas todas se habían pulido
y redondeado, y su traje, no ya de campesina, sino de
señorita, dejaba adivinar los primores y la esbeltez de sus
contornos.

Su inteligencia había igualmente ganado muchísimo;


Enrique, que venía casi todas las tardes que se lo
permitían las enojosas tareas de su acreditado estudio,

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la había cultivado con provecho. Comenzó por darle
algunas lecciones de lectura y caligrafía, y admirado
de ver los rápidos progresos que hizo la discípula en
cortísimo tiempo, la inició en el conocimiento de otros
ramos de instrucción elemental. Así que Rosa ya sabía
escribir una carta con intachable ortografía, hacer
cálculos complicados con los guarismos, señalar en una
carta geográfica la isla o cabo que se le pidiese, y referir
con claridad y exactitud la conversión de Constantino el
Grande, o el descubrimiento de América.

Cuando venía a la hacienda mi amigo comíamos


juntos, y, después, conversábamos largamente sobre el
asunto que nos ocupaba de preferencia.

—¡Quince meses! —exclamaba irritado Enrique


algunas veces—; ¡quince meses, y nada se sabe aún de
cierto!

Y así era en realidad.

Durante ese largo período de tiempo, habíamos


hecho cuanto es imaginable para descubrir quién era la
huérfana, sin que hubiésemos logrado conseguir nada.

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Se habían leído una a una las partidas de bautismo de
la época a que se refería la historia de mama Joaquina, en
todas las parroquias de Lima y pueblos circunvecinos, se
habían registrado los testamentos hechos desde entonces
en distintas escribanías, para ver si, en unas o en otras,
vislumbrábamos algún débil rayo de luz; pero nada
absolutamente se descubría.

A veces creíamos hallar algún dato o indicio en tal o


cual historia o crónica desenterrada, de esas de amores,
bautismos y casamientos misteriosos, de esas que suelen
contar las viejas. Pero bien pronto se desvanecían muestras
ilusorias esperanzas. Los héroes de estas parecían al fin, y
ninguno de ellos era nuestra pobre huérfana.

No nos desalentábamos, sin embargo: continuábamos


de consuno nuestra obra, principiada a da tan poco
lisonjeros.

Enrique amaba a Rosa con un amor puro e inmenso;


deseaba completar su felicidad dándola en la sociedad el
puesto que ocupaba en su corazón; pero ella no quería
que los hijos de Enrique ignorasen el nombre de su
madre, y acaso un día se avergonzaran de tenerla por tal.

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Cuando su amante la quería convencer de lo contrario:

—¡Dadme un nombre que no deshonre el vuestro!


—exclamaba—, y nos casaremos mañana.

¡Ah!, solo ella comprendía el sacrificio que hacía de


su amor, pues adoraba a Enrique con una especie de
idolatría.

30
IV

MARÍA

Una mañana muy temprano, mi enamorado amigo


vino a la hacienda. Desde que lo distinguí por el camino,
sospeché que algo muy importante lo traía en tal día y
a tales horas; pues no eran las que le dejaban libres sus
ocupaciones. Felizmente no me engañaba.

Luego de que nos saludamos, y vio a su querida


huérfana, me llamó aparte, y, entusiasmado, me dijo:

—Carlos, tengo datos preciosos; no he podido esperar


hasta la tarde para comunicártelos, ni dormir en toda la
noche, ocupadas todas mis facultades de ellos.

—¿Sí? —exclamé alborozado—: dime, Enrique,


cuéntame lo que hayas sabido.

—Anoche —continuó mi amigo—, uno de los


individuos que tenemos encargados de recoger noticias,
historias, crónicas, cuentos, mentiras y verdades, siempre

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que tengan relación con nuestro asunto, vino a avisarme
que una mujer, anciana y moribunda, quería hablarme
con urgencia. Tomé mi sombrero y seguí al momento a
mi cicerone.

Después de andar qué sé yo cuanto tiempo, entramos


a una casa vieja de la calle de Monserrat, y penetramos
en una pequeña habitación, situada en el patio interior.
El cuarto revelaba tanto la pobreza de la persona que
lo ocupaba, como sus hábitos de orden y limpieza. En
una esquina había una cama, y en ella estaba acostada la
mujer que me había hecho llamar. Me hizo sentar en una
silla de baqueta a la cabecera, y retirándose el cicerone
y una señora que asistía a la enferma, quedé solo con la
moribunda.

Tendió entonces la anciana su descarnada mano


buscando la mía, y me dijo con voz comprimida por la
fatiga:

—¿Ud. es el señor D. Enrique Medina?

Yo le contesté afirmativamente.

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—Bien, continuó, le he hecho venir por orden de mi
confesor, y para que se imponga Ud. de una historia que
tal vez tenga relación con un asunto que su encargado,
D. Patricio, me dijo que hace tiempo ocupa su atención.

—¡La averiguación de los padres de una niña huérfana!


—le interrumpí.

—Precisamente —me contestó ahogándose con la tos.

El cielo se abrió para mí, querido Carlos, temía a cada


instante que aquella mujer expirase antes de referirme
esa historia por completo. ¡Ah! ¡Cuánta impaciencia me
causaba la lentitud de su relato!

—Así como tú me la causas, con no acabármela de


contar —le dije yo.

—Voy a hacerlo —repuso—, principiando de esta


manera:

«Siendo joven Marcelina Lozano, que así se llamaba la


mujer, fue nodriza de una hija de D. Pedro de La Fuente,
señor rico y noble que residía en Lima con su familia.

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Y la niña correspondió de tal suerte el cariño que
le profesaba Marcelina, que esta se quedó en la casa, y
cuando aquella fue mujer, era su camarera y sirvienta de
toda confianza.

María, tal era el nombre de la niña, cumplió sus diez y


ocho años llena de hermosura y bellas dotes, así que no le
faltaron una docena de pretendientes; pero ella no quiso
dar su mano a ninguno, pues solo amaba a D. Francisco
del Valle, rico hacendado, joven y arrogante. La nodriza
era la confidente de estos amores, que dieron origen
a disgustos en la familia. D. Pedro obligaba a su hija a
que se casara con un tío suyo, viejo contrahecho y que
poseía una fortuna colosal, y ella se negaba abiertamente
a cumplir la voluntad de su padre.

Marcelina notaba que María pasaba largas horas


conversando, durante la noche, en su reja con D.
Francisco, y algunas veces le abría una pequeña
puerta excusada, por donde penetraba en la casa el
correspondido amante.

Al fin sucedió lo que era legítima consecuencia de


un amor loco y contrariado. Un día, María declaró a su
nodriza que estaba en cinta.

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—No tengas cuidado por mi honra —añadió—, pues
nos hemos casado hace tres meses, en este mismo cuarto,
una noche.

La enamorada niña ocultó su embarazo, no saliendo


de sus habitaciones para nada, bajo el pretexto de una
enfermedad nerviosa, ocasionada por la oposición de
sus padres a su matrimonio con D. Francisco. Ellos no
hicieron caso de tal enfermedad, esperando que con el
tiempo olvidaría ese amor, y cedería. La preguntaron si
quería que se llamara al médico, y ella les contestó como
reprochando su conducta:

—Muy bien sabéis que el único médico que curará


mis dolencias es D. Francisco del Valle, y no otro.

Y la dejaron, como se deja a un loco con su tema.

El momento crítico se acercaba, sin embargo, y


Marcelina temblaba al considerarlo; pero el esposo de
María la tranquilizó, asegurándole que había ya tomado
todas las medidas necesarias para que nada se trasluciera.
Así fue realmente.

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Una noche, esta dio a luz una hermosa criatura,
auxiliada por Marcelina y D. Francisco. Se llevó este a
la recién nacida, la hizo bautizar, y ni la nodriza ni la
señorita supieron más en dónde estaba la niña.

Algunas veces la traía un momento, para que su madre


la viera y la vistiera, pero nunca les reveló en dónde la
tenía.

Al cabo de algunos meses, D. Francisco partió para


España, a recoger una pingüe herencia que le había
legado un tío suyo, y arreglar algunos asuntos de familia.

Durante cierto tiempo, recibía su esposa


periódicamente cartas de él, pero después ya no vio ni
una letra suya.

Empezó a temer por la suerte de su esposo, y sus


temores se convirtieron en realidad, cuando D. Cosme
Lagartos, pariente de D. Francisco y su apoderado, le dio
la fatal noticia de que había fallecido en una ignorada
aldea de Andalucía.

D. Cosme Lagartos era un viejo raquítico y avaro, de


negras entrañas, frente estrecha, mirada torcida y nariz

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corva. D. Francisco, antes de partir, le había revelado
imprudentemente su secreto, con la mira de que, en un
caso desgraciado e imprevisto, velara por la suerte de
María y de su hija. Con tal motivo lo conocía esta, y él
era quien, entrando por la puerta excusada, entregaba
las cartas a la joven, y le daba noticias de su esposo.
Marcelina, sin embargo, miraba a ese hombre con temor
y desconfianza.

La terrible nueva que había recibido la infeliz esposa


fue un golpe tremendo, que quebrantó todo su ser, la
postró en el lecho con una fiebre aguda, que comprometió
el cerebro, y cuando los médicos la vieron, declararon
que el caso era grave.

Su delirio era casi continuo, dejándola apenas cortos


momentos de lucidez. Entonces solo pensaba en su pobre
hija, que quedaría huérfana y desamparada, y, llamando
a Marcelina, le encargaba que averiguase en dónde se
hallaba y la recogiese, si moría.

Don Cosme, ese hombre perverso, comprendió el


estado de gravedad de María, y calculó que un golpe
acertado le valdría nada menos que la posesión de la
inmensa fortuna de D. Francisco, pues era su único

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pariente. Tendría que salpicar esas riquezas con la
sangre de una madre moribunda; tendría que labrar la
desdicha de un ser inocente, robándole sus bienes y su
nombre; pero no trepidó: los montones de oro que veía
acumulados ya ante los ávidos ojos de su imaginación
inclinaron a su lado la balanza de su conciencia, cegada
por la avaricia.

Esa misma noche se dirigió a la casa de la infeliz


María, y con mano cautelosa hizo la señal convenida
en la puertecita secreta. Marcelina le abrió, y D. Cosme
penetró en la habitación de la enferma.

Una lámpara de alabastro colgada del techo iluminaba


la estancia con pálidos reflejos, y reinaba en ella un
profundo silencio, turbado solamente por la agitada
respiración de la joven.

El viejo preguntó a Marcelina en voz baja:

—Y, ¿cómo ha seguido la pobrecita?

—Los médicos la han encontrado hoy algo aliviada


—contestó ella—, y aun se han atrevido a asegurar que, si
pasa la noche bien, ha escapado del peligro.

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—Gracias a Dios —exclamó D. Cosme, con efusión.

—Pero han encargado mucho, añadió la nodriza, que


se tenga un especial cuidado en impedir que reciba la
menor impresión desagradable y violenta. Una noticia
inesperada, la presencia de una persona que le sea odiosa,
una palabra, en fin, bastarían para que dejara de existir
en pocas horas.

—¡Qué tal! —respondió su malvado interlocutor, con


semblante satisfecho.

Y fue sentarse a la cabecera de la cama mientras


Marcelina se ocupaba en preparar las medicinas que
debían administrarse a la enferma.

María yacía sin movimiento sobre su lecho. Su rostro,


pálido y desencajado, dejaba ver más que los efectos
de la enfermedad, las huellas de un dolor profundo y
reconcentrado. Los rizos de su abundante cabellera
caían en desorden sobre los encajes de las almohadas, y
envolvían su enflaquecido cuello, y su pecho, jadeante
con el ardor de la fiebre. Dormía en ese momento.

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Derrepente abrió los ojos, y viendo a D. Cosme a
su lado, correspondió con una sonrisa de gratitud su
afectuoso saludo.

—Con que ya estás aliviada, hija mía —le dijo este con
ternura.

María meneó la cabeza, como para expresar sus dudas


a este respecto,

—¡Y mi hija! ¿Se sabe ya en dónde está? —preguntó la


joven con voz quebrantada.

El hombre maldito guardó silencio, como agitado


por la duda, tendió una mirada investigadora por la
habitación, y haciendo por fin un supremo esfuerzo
y acercándose a la enferma, le dijo al oído con terrible
acento:

—¡Tú hija... ha muerto!

La infeliz madre lanzó un grito de dolor y espanto.

Marcelina, al oírlo, corrió al lecho. Cuando llegó, una


horrible convulsión nerviosa sacudía a la infeliz madre

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en todos sus miembros, y, con las manos crispadas y los
ojos azorados, gritaba:

“Mi hija!... mi hija querida!... mi hija ha muerto!”

Marcelina que había visto a D. Cosme acercarse al


oído de la enferma, lo apostrofó furiosa:

—¡ Asesino! ¿Qué ha hecho Ud.?

—¡Silencio! —respondió este—. Acuérdate que nadie


debe saber que la, señorita ha tenido una hija.

—Pero si Ud. la ha muerto, diciéndole... ¡villano!...

—¡Silencio! —le interrumpió el malvado viejo saliendo


de la habitación— Es la fiebre que la hace delirar.

Cinco horas después, María expiraba en los brazos de


su nodriza.

Quince días más tarde, esta abandonó la casa en


la cual había vivido tantos años; y el asesino de María
tomaba posesión de los bienes de D. Francisco del Valle».

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—He concluido —agregó Enrique, visiblemente
conmovido por la relación que acababa de hacerme. ¡Ha
sonado, Carlos, la hora de la reparación!

—Y la de castigar el crimen de ese infame viejo


—añadí exaltado—. ¿Y Marcelina? —le pregunté.

—Ha muerto en la madrugada de hoy, me respondió.

—Lo siento, murmuré, pero se me presenta ya todo


tan claro y patente, que creo no tendrás necesidad de
grandes esfuerzos para hacer valer los derechos de Rosa.

—¡Ah!, te engañas, amigo mío, me dijo Enrique; ahora


es cuando va a comenzar la lucha, solo que tenemos
un punto de partida, un hilo que nos guie en el oscuro
laberinto.

—Pero, si no cabe duda.

—No cabe duda, ¿de qué? —me interrumpió—.


Para ti y para mí es indudable, ciertamente, que
hemos encontrado a los padres de Rosa en la historia
de Marcelina; pero falta lo esencial, falta probar a los

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tribunales que la huérfana de Ate es la hija de María, falta
ligar las dos historias que conocemos.

—Tienes razón, —confesé convencido—. Pero ¿qué


camino vas a seguir para lograrlo?

—El que Dios me indique; y ahora, para no perder


más tiempo, el que conduce directamente a Lima.

—¿Te vas tan pronto?

—A poner en planta mi plan de ataque —me


contestó—, disponiéndose a partir.

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V

EL PAÑUELO

Sobre Enrique, ignoraba que no llegaría a la capital tan


pronto como deseaba; pero el acontecimiento que causó
su demora fue como el golpe del acero sobre el pedernal,
que produce la luz.

Por eso él mismo lo bendijo después.

Había ya montado a caballo, y salía por la puerta de


la hacienda, pero el famoso tordillo en que cabalgaba
resbaló sobre el sardinel y cayó, tomándole debajo la
pierna izquierda.

Rosa que le miraba salir, lanzó un grito y corrió hacia


él. Cuando yo llegué, encontré a Enrique con la pierna
fracturada, tres pulgadas más arriba de la articulación
del tobillo, y a Rosa que yacía desmayada a su lado.

Llamé gente, levantamos a Enrique, lo condujimos


en brazos hasta la casa, y lo colocamos sobre una cama.

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Mi amigo no exhaló un grito ni una queja, sus únicas
palabras fueron:

—Pobre Rosa, ¡todo conspira contra ella!

Hice un propio a Lima para que en el momento vinieran


dos médicos, y mientras llegaban, mama Joaquina fue de
opinión que se le aplicaran paños empapados en agua
fría, en la pierna rota. Corrió, pues, a su cuarto, y trajo
un envoltorio de paños de hilo, mojados algunos, que
colocamos sobre la parte fracturada. Pero, al atarlos,
creí distinguir algo rojo en uno de ellos, y fijé la vista,
pareciéndome que era sangre que brotaba de la pierna.

—No es sangre, dije maquinalmente.

—¿Hay sangre? —preguntó Enrique que sin duda


había oído mal.

—No señor —respondió afectuosamente mama

Joaquina—; es la bordadura de un pañuelo que quiero


mucho; un pañuelo que secó las lágrimas de mi amo la
última noche que le vi, y que dejó olvidado al partir.

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—¡Ah! ¡Carlos! ¡Carlos! —gritó el enfermo como
fuera de sí—, ese pañuelo, ese pañuelo; pronto, quiero
verlo; sácalo, arráncalo, dámelo pronto, pronto, ¡Carlos!

Creí que mi amigo deliraba, Rosa que lloraba a los


pies de la cama, se levantó asustada, Joaquina se quedó
inmóvil con un vendaje en las manos.

Pero Enrique seguía gritando, y haciendo esfuerzos


para sentarse y quitarse el pañuelo.

Le supliqué se tranquilizara, y sacándolo con sumo


cuidado, presenté la amarillenta tela ante sus ojos. Pero
él me lo arrebató con frenesí de las manos; lo besó
ardorosamente repetidas veces; y olvidando sus dolores,
se sentó sobre el lecho, y nos lo enseñó. Rosa y yo leímos
—FRANCISCO DEL VALLE —bordado con seda roja
en el centro del pañuelo.

—¡Ah! ¡Dios sea bendito! —exclamó Enrique con


voz trémula y conmovida—; Rosa, ven, ¡ven a besar el
nombre de tu padre!

La joven, bañada en delicioso llanto, se arrodilló y


besó con veneración la marca encarnada.

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Yo me arrojé en los brazos de mi amigo, llorando
también de alegría, mientras Joaquina hacia otro tanto
con Rosa.

Pocos momentos después llegaron los médicos;


declararon que la fractura no ofrecía gran peligro;
compusieron prolijamente la tibia rota, la vendaron, y se
retiraron, después de dejar prescrito el régimen que debía
observarse en la curación; uno de ellos siguió visitando al
enfermo diariamente.

Rosa se había hecho cargo de la asistencia, y no


cedía su puesto a nadie. Ella era quien, durante el día y
la noche, mudaba las vejigas llenas de nieve, colocadas
continuamente sobre la pierna; ella quien daba las
bebidas a Enrique, y condimentaba la dieta. Inútil es
decir que esta circunstancia endulzaba mejor que nada la
penosa situación del enfermo.

Algunas veces este le exigía que tomara algún reposo.


Pero ella le contestaba:

—¡Ah! Enrique, ¿cómo podré reposar sabiendo que


Ud., que es todo para mí en este mundo, está sufriendo!

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¡Ay, cuando pienso que yo soy la causa de los dolores que
Ud. padece! ¡Con qué podré pagar tanto como le debo!...

—Con tu amor, Rosa mía

—contestaba el enamorado enfermo.

Y ambos quedaban satisfechos y silenciosos.

Por fin, y al cabo de treinta y seis días de inmovilidad y


prolija asistencia, Enrique se levantó del lecho y marchó
a Lima en un carruaje.

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VI

JUSTICIA DE DIOS

Los acontecimientos se precipitaron entonces con


extraordinaria rapidez.

Desde que el amante de Rosa supo, por la relación


de Marcelina, que el que podía ser padre de la huérfana
había muerto en Andalucía, mandó a una persona de
toda su confianza para que registrase los archivos de
las escribanías de aquella provincia, hasta encontrar el
testamento que tal vez había hecho al morir. Este precioso
documento fue al fin encontrado, en Sevilla, a fuerza de
oro y trabajo, y llegó a Lima algunos meses después de la
completa curación de Enrique.

En él declaraba el testador su matrimonio secreto con


doña María de La Fuente; el nacimiento de su hija Rosa,
y las circunstancias de haberla dejado, al emprender su
viaje, en poder de una negra, nombrada Joaquina, en el
pueblo de Ate. Además manifestaba la voluntad de que
todos sus bienes pereciesen a su esposa y a su hija.

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Con este documento, y las declaraciones de Joaquina
y de los antiguos vecinos de Ate, el juicio entablado
contra D. Cosme, fue resuelto favorablemente en las dos
instancias; y pronto debía fallarse la causa definitivamente,
en la Corte Suprema.

El usurpador de los bienes de Rosa se defendía con


tenaz porfía, como defiende el ave de rapiña la presa que
le quieren arrebatar. El oro, las intrigas y las relaciones
fueron puestos en juego, pero inútilmente.

Llegó por, fin el día, y. Enrique, dueño de la palabra,


informó de un modo espléndido ante el supremo
tribunal de justicia, que devolvió su nombre y sus bienes
a la huérfana.

Don Cosme Lagartos subía las escaleras de su casa,


cuando su procurador le dio la fatal noticia. Tan terrible
anuncio causó un vértigo al avaro, que, rodando desde
los últimos escalones, fue a dar con su cuerpo sobre las
baldosas de mármol de la puerta. Cuando lo levantaron,
era cadáver. Ya su alma había dado a Dios estrecha cuenta
de sus crímenes.

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VII

CONCLUSIÓN

Quince días después, en la capilla de la hacienda, y


en presencia de los amigos que asistieron al memorable
paseo con que principia esta historia, se verificó el
matrimonio de Enrique y Rosa, cuyas almas estaban ya
unidas por el amor.

Mama Joaquina lloraba de placer, y abrazando a


cuantos encontraba, repetía, ya no le dirán a mi hija la
huérfana de Ate, sino la ROSA DEL VALLE.

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Índice

Presentación 04

Un día de campo 09

Sombras 19

Quince meses después 27

María 31

El pañuelo 44

Justicia de Dios 49

Conclusión 51

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