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14 de La era del
capital, 1848-1875; Crítica-Grupo Editorial Planeta, Buenos Aires, 1998 [1975];
pp. 274 a 277.
1
E. B. Tylor, «The Religion of Savages», Fortnightly Review, VI (1866), p. 83.
Así como el tipo negroide es fetal [comentaba la Anthropological Review], el
mongoloide es infantil. Y en estricto acuerdo con ello encontramos que su gobierno,
literatura y arte también son infantiles. Son pequeños imberbes cuya vida es una tarea y
cuya principal virtud consiste en una obediencia ciega. 2
2
Anthropological Review, IV (1866), p. 120.
3
V. G. Kiernan, The Lords of Human Kind, Londres, 1972, p. 159.
4
En función de la totalidad de las afirmaciones del párrafo, cabe comprender aquí “endogamia”
como una práctica circunscripta dentro de las clases altas, y no al interior de las unidades familiares
propias de la época en Europa. (MJC)
igualar la historia evolucionista con el «progreso». Y aunque la historia evolutiva del
hombre distinguía el progreso de ciertas cuestiones importantes —en especial, en la
ciencia y la tecnología—, no prestaba atención a las demás, y no hizo, y realmente no
podía haberlo hecho, que el «atraso» fuese permanente e irremediable. Pues se
basaba en la creencia de que los seres humanos, al menos desde el surgimiento de
Homo sapiens, eran los mismos, y que su comportamiento obedecía a las mismas
leyes uniformes, aunque en circunstancias históricas distintas. El inglés era diferente
del indoeuropeo originario, pero ello no se debía a que los ingleses modernos
operasen, lingüísticamente, de manera diferente a la de sus antepasados tribales
localizados, como se creía comúnmente, en Asia central. El paradigma básico del
árbol «genealógico», que aparece tanto en filología como en antropología, implica lo
contrario de la genética o de otras formas permanentes de desigualdad. Los sistemas
de parentesco de los aborígenes australianos, de los isleños del Pacífico y de los
indios iroqueses, que entonces comenzaban a ser estudiados seriamente por Lewis
Morgan (1818-1881), antepasado de los modernos antropólogos sociales —aunque el
tema se estudiaba aún preferentemente en las bibliotecas, más que en el campo—,
eran considerados «supervivientes» de los primeros estadios evolutivos de lo que
ahora era la familia decimonónica. Pero lo importante consistía en que eran
comparables a los europeos: diferentes, pero no necesariamente inferiores. El
«darwinismo social», la antropología y la biología racistas no pertenecían a los
intereses científicos del siglo XIX, sino a los políticos.
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5
José Martí, “Nuestra América”, en Obras Completas, t. VI, La Habana, 1963, p. 18.
domo sua, lo forjaron y contribuyeron a propagarlo. A lo largo de la historia, hay
numerosos casos de encuentro de dos comunidades y sojuzgamiento de una por otra.
El hecho ha solido llamarse de muy diversas maneras: a menudo, recibe el nombre de
invasión o migración o establecimiento. Pero la llegada de los europeos
paleoccidentales6 a estas tierras, llegada que podría llevar distintos nombres (por
ejemplo, El Desastre), ha sido reiteradamente llamada descubrimiento, El
Descubrimiento. Tal denominación, por sí sola, implica una completa falsificación, un
Cubrimiento de la historia verdadera. Los hombres, las culturas de estas tierras pasan
así a ser cosificados, dejan de ser sujetos de la historia para ser “descubiertos” por el
Hombre, como el paisaje, la flora y la fauna. Y este nombramiento implica la
teorización de una praxis incomparablemente más lamentable. La pavorosa
destrucción que los paleoccidentales —y luego los occidentales de pleno derecho, con
más brío y desfachatez— realizan de los aborígenes americanos, será considerada
por Celso Furtado “una verdadera hecatombe demográfica […] casi sin paralelo en la
historia humana”; y Laurette Séjourné no vacila en llamarla “un cataclismo, frente al
cual palidecen las más sombrías catástrofes de la historia” 7. Así se inició la metódica
occidentalización de América de que hablaría José Luis Romero.
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Nos falta definir la etnografía misma y la etnología. De una manera muy sumaria
y provisional, pero que nos basta para el comienzo de nuestra búsqueda, las
distinguiremos diciendo que la etnografía consiste en la observación y el análisis de
grupos humanos considerados en su particularidad (grupos elegidos a menudo entre
aquellos que más difieren del nuestro, por razones teóricas y prácticas que no derivan
en modo alguno de la naturaleza de la investigación) y que busca restituir, con la
mayor fidelidad posible, la vida de cada uno de ellos, mientras que la etnología utiliza
de manera comparativa (y con fines que habrá que determinar luego) los documentos
presentados por el etnógrafo. La etnografía cobra, con estas definiciones, el mismo
sentido en todas partes, y la etnología corresponde aproximadamente a lo que en los
países anglosajones (donde el término «etnología» cae en desuso) se entiende por
antropología social y cultural.
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6
Fernández Retamar llama “paleoccidentales” a los españoles debido a que aún no eran
representantes plenos de los valores modernos occidentales de Europa. (MJC)
7
Celso Furtado, La economía latinoamericana desde la conquista ibérica hasta la revolución
cubana, p. 6, México, 1969; y Laurette Séjourné, América Latina, I. Antiguas culturas precolombinas, p.
63, Madrid, 1971.
criterio implícito —el de condición humana—, el único que puede permitir circunscribir
los límites externos de su objeto.
(…)
Después de sus inicios a comienzos del siglo XIX hasta la primera mitad del XX,
la reflexión etnológica se consagró extensamente a descubrir el modo de conciliar la
unidad postulada de su objeto con la diversidad y a menudo la incomparabilidad de
sus manifestaciones particulares. Por ello fue necesario que la noción de civilización,
que connota un conjunto de aptitudes generales, universales y transmisibles, cediese
lugar a la de cultura, tomada en una nueva acepción, porque indica estilos de vida
particulares, no transmisibles, captables, bajo formas de producciones concretas —
técnicas, hábitos, costumbres, instituciones, creencias— más que capacidades
virtuales, y correspondientes a valores observables en lugar de verdades o supuestas
verdades.
(…) Aquí, ante todo, se habla de aquellos «salvajes civilizados», como los
designaba en uno de sus primeros trabajos8, de los que extrajo una materia prima
etnográfica que nunca había dejado ni dejó de elaborar teóricamente y a quienes
dedicaría las últimas palabras de su discurso de toma de posesión de la Cátedra de
Antropología Social del Còllege de France, para declararse públicamente «su discípulo
y su testigo».9 (…)
Si Tristes Trópicos merece ese lugar de privilegio que se le concede en el
conjunto de la producción literaria etnográfica de todas las épocas, no es tanto por las
sugestiones científicas que incorpora como por ese tono de extraordinaria melancolía,
ese lirismo apesadumbrado con que el más sobresaliente de los representantes de la
antropología estructural evoca no sólo aquellos días vividos entre los amazónicos, sino
también las circunstancias personales que le fueron conduciendo al descubrimiento de
una vocación irreversible, así como la tesitura sentimental a que aboca el contacto sin
mediaciones con aquellos que la antropología ha constituido en el objeto mismo de su
ciencia: los otros.
(…) En su papel de Pepito Grillo del propio mundo del que procede, con quien
tantas veces habrá de mantener una relación a medio camino entre la dependencia y
el resentimiento, el investigador de las modalidades exóticas de la humanidad se verá
abocado a practicar una asombrosa forma de ciencia, crónicamente determinada por
la muerte ineluctable de su objeto, lo que le convierte en una suerte de ave
crepuscular que aparece en el momento en que las sociedades otras agonizan,
precisamente para fiscalizar y levantar acta de sus últimos estertores. Testimonio
privilegiado de cómo naufragan las culturas, quizás el etnólogo entienda, con esa
incómoda conciencia, la dimensión real de su suerte y de su miseria: la de ser uno de
los últimos en ver y palpar ese tesoro inmenso que es la diferencia, un tesoro que no
supo merecer Occidente, esa playa, no menos triste, a donde llegan a morir los dioses.
La antropología no es sólo una ciencia: es también un estado de ánimo.
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8
C. Lévi-Strauss, “Entre os salvagems civilizados”, O Estado do Sao Paulo, 1 (1936), pp. 66-69.
9
C. Lévi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987, p. 47.