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Eric Hobsbawm, “Ciencia, religión e ideología”, Cap.

14 de La era del
capital, 1848-1875; Crítica-Grupo Editorial Planeta, Buenos Aires, 1998 [1975];
pp. 274 a 277.

El racismo jugó un papel central en otra ciencia social de rápido desarrollo, la


antropología; resultante de la unión de dos disciplinas originalmente distintas, la
«antropología física» (derivada principalmente de los estudios anatómicos y similares)
y la «etnografía» o descripción de las diversas comunidades, por lo general atrasadas
o primitivas. Inevitablemente, ambas se enfrentaron, y realmente resultaron
dominadas, por el problema que planteaban las diferencias entre los distintos grupos
humanos y (en la medida en que fueron atraídos por el modelo evolucionista) por el
problema del origen del hombre y de los diferentes tipos de sociedad, entre los que el
mundo de la burguesía aparecía, indiscutiblemente, como el mejor y el más elevado.
La antropología física condujo, automáticamente, al concepto de «raza», ya que eran
innegables las diferencias físicas entre los pueblos blancos, amarillos y negros,
negroides, mongoloides o caucásicos (o cualquiera otra que fuese la clasificación
utilizada). Lo que no implicaba, en sí mismo, ninguna creencia sobre la desigualdad, la
superioridad o la inferioridad racial, aunque ocurrió lo contrario al unirse al estudio de
la evolución humana sobre las bases de los datos fósiles prehistóricos. Ya que los
primeros antepasados humanos identificables —en especial, el hombre de
Neanderthal— eran evidentemente más parecidos al simio y con una cultura inferior
que sus descubridores. Así pues, si podía demostrarse que algunas de las razas
existentes estaban más próximas al mono que otras, ¿no era esto prueba de su
inferioridad?
La demostración carece de consistencia, pero resultó atractiva para aquellos que
deseaban probar la inferioridad racial de, por ejemplo, los negros con respecto a los
blancos, o en realidad de cualquier raza respecto a la blanca. (…) Pero si la evolución
biológica de Darwin sugería una jerarquía racial, también lo hizo el método
comparativo, tal como fue aplicado a la «antropología cultural», de la que el libro de E.
B. Tylor, Primitive Culture (1871), fue el punto culminante. Para E. B. Tylor (1832-
1917), así como para muchos creyentes en el «progreso» que estudiaban las
comunidades y las culturas que a diferencia del hombre fósil no habían desaparecido,
aquellas no eran por naturaleza demasiado inferiores como representantes de un
primer estadio evolutivo en el camino de la civilización moderna. Tales sociedades
humanas eran situadas en un estadio infantil y juvenil en la vida del individuo. Esto
implicaba teorías como la de los estadios (Tylor fue influido por la teoría de Comte),
que Tylor aplicó a la religión (con la lógica precaución de los hombres respetables
interesados por estos temas aún explosivos). El camino llevaba desde el «animismo»
primitivo (término inventado por él) a las religiones monoteístas superiores y,
finalmente, al triunfo de la ciencia que, al ser capaz de explicar con creces grandes
sectores de la experiencia sin hacer referencia al espíritu, podía «ir sustituyendo en un
comportamiento tras otro el resultado de las leyes sistemáticas por la acción voluntaria
independiente».1 Sin embargo, mientras tanto, podían distinguirse, por todas partes,
«supervivencias» históricamente modificadas de los primeros estadios de la
civilización, incluso en las regiones evidentemente «atrasadas» de las naciones
civilizadas, por ejemplo, en el caso de las supersticiones y costumbres del campo. Así,
el campesino se convirtió en el vínculo entre el salvaje y la sociedad civilizada. Tylor,
que pensaba que la astrología era «esencialmente una ciencia de reformadores», no
creía, por supuesto, que esto indicase una incapacidad de los campesinos para
convertirse en miembros plenamente integrados de la sociedad civilizada. Pero,
¿acaso no era más fácil pensar que los que representaban el estadio infantil o
adolescente en el desarrollo de la civilización no eran ellos mismos «como niños» y,
por lo tanto, debían ser tratados como tales por sus juiciosos «padres»?

1
E. B. Tylor, «The Religion of Savages», Fortnightly Review, VI (1866), p. 83.
Así como el tipo negroide es fetal [comentaba la Anthropological Review], el
mongoloide es infantil. Y en estricto acuerdo con ello encontramos que su gobierno,
literatura y arte también son infantiles. Son pequeños imberbes cuya vida es una tarea y
cuya principal virtud consiste en una obediencia ciega. 2

O como expuso el capitán Osborn, en 1860, de una forma algo descarnada:


«Tratadlos como a niños. Hacedles creer que lo que sabemos es en su beneficio y en
el nuestro. Hacedlo así y todas las dificultades de China habrán terminado».3
De ahí que las demás razas fuesen inferiores, porque representaban el estadio
más primitivo de la evolución biológica o de la evolución sociocultural, o ambas cosas
a la vez. Y su inferioridad quedaba demostrada porque, de hecho, la «raza superior»
era superior según los criterios de su propia sociedad: tecnológicamente más
avanzada, militarmente más poderosa, más rica y «próspera». Este argumento era, a
un mismo tiempo, lisonjero y conveniente; tan conveniente que la clase media se sintió
inclinada a arrebatárselo a la aristocracia (que durante largo tiempo se había creído
una raza superior) para aplicarlo a fines tanto internos como externos: los pobres eran
pobres porque biológicamente eran inferiores, y a la inversa, si los ciudadanos
pertenecían a las razas inferiores no era sorprendente que permaneciesen sumidos en
la pobreza y el atraso. El argumento no estaba revestido aún con los ropajes de la
genética moderna, que no se había descubierto todavía: los ahora famosos
experimentos del monje Gregor Mendel (1822-1884) sobre los guisantes dulces del
jardín de su monasterio en Moravia (1865), pasaron totalmente desapercibidos hasta
que fueron descubiertos hacia 1900. Aunque de modo primario se aceptó
ampliamente el punto de vista según el cual las clases altas pertenecían a un tipo de
humanidad superior, que desarrollaba dicha superioridad mediante la endogamia 4 y
que estaba amenazada por la mezcla de las clases bajas, y aún más por el
crecimiento más rápido de los estratos inferiores. Por el contrario, tal como la escuela
de «antropología criminal» (principalmente italiana) daba a entender como prueba, el
criminal, el antisocial, el socialmente menesteroso, pertenecía a un linaje humano
diferente e inferior respecto a la raza «respetable» y podía reconocerse por signos
tales como la medida del cráneo u otras formas igualmente sencillas.
El racismo invadió el pensamiento del periodo que estudiamos, hasta un límite
difícil de apreciar hoy día, y no siempre fácil de comprender. (Por ejemplo, ¿por qué
ese horror generalizado a la mezcla de razas, y cuál es el motivo de la casi universal
creencia existente entre los blancos de que los «mestizos» heredan, precisamente, los
peores caracteres de la raza de sus padres?) Aparte de su utilidad como legitimación
del gobierno de los blancos sobre los individuos de color, y de los ricos sobre los
pobres, quizá esto pueda describirse mejor como un mecanismo mediante el cual una
sociedad fundamentalmente no igualitaria, basada sobre una ideología
fundamentalmente igualitaria, racionalizaba sus desigualdades e intentaba justificar y
defender aquellos privilegios que la democracia implícita en sus instituciones debería
cambiar inevitablemente. Ya que el liberalismo no podía defenderse de manera lógica
contra la igualdad y la democracia, erigió la barrera ilógica de las razas: sería la propia
ciencia, baza del liberalismo, la que probaría que los hombres no eran iguales.
Pero, por supuesto, la ciencia de este periodo no pudo demostrarlo, aunque
algunos científicos hubieran deseado hacerlo. La tautología darwinista («el triunfo de
los más aptos», siendo la supervivencia la demostración de esa aptitud) no pudo
probar que los hombres fuesen superiores a las lombrices, ya que ambos habían
sobrevivido con éxito. La «superioridad» fue revalidada mediante el supuesto de

2
Anthropological Review, IV (1866), p. 120.
3
V. G. Kiernan, The Lords of Human Kind, Londres, 1972, p. 159.
4
En función de la totalidad de las afirmaciones del párrafo, cabe comprender aquí “endogamia”
como una práctica circunscripta dentro de las clases altas, y no al interior de las unidades familiares
propias de la época en Europa. (MJC)
igualar la historia evolucionista con el «progreso». Y aunque la historia evolutiva del
hombre distinguía el progreso de ciertas cuestiones importantes —en especial, en la
ciencia y la tecnología—, no prestaba atención a las demás, y no hizo, y realmente no
podía haberlo hecho, que el «atraso» fuese permanente e irremediable. Pues se
basaba en la creencia de que los seres humanos, al menos desde el surgimiento de
Homo sapiens, eran los mismos, y que su comportamiento obedecía a las mismas
leyes uniformes, aunque en circunstancias históricas distintas. El inglés era diferente
del indoeuropeo originario, pero ello no se debía a que los ingleses modernos
operasen, lingüísticamente, de manera diferente a la de sus antepasados tribales
localizados, como se creía comúnmente, en Asia central. El paradigma básico del
árbol «genealógico», que aparece tanto en filología como en antropología, implica lo
contrario de la genética o de otras formas permanentes de desigualdad. Los sistemas
de parentesco de los aborígenes australianos, de los isleños del Pacífico y de los
indios iroqueses, que entonces comenzaban a ser estudiados seriamente por Lewis
Morgan (1818-1881), antepasado de los modernos antropólogos sociales —aunque el
tema se estudiaba aún preferentemente en las bibliotecas, más que en el campo—,
eran considerados «supervivientes» de los primeros estadios evolutivos de lo que
ahora era la familia decimonónica. Pero lo importante consistía en que eran
comparables a los europeos: diferentes, pero no necesariamente inferiores. El
«darwinismo social», la antropología y la biología racistas no pertenecían a los
intereses científicos del siglo XIX, sino a los políticos.

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Roberto Fernández Retamar, “Nuestra América y Occidente”, en Algunos


usos de Civilización y Barbarie, y otros ensayos; Editorial Contrapunto, Buenos
Aires, 1989 [1988]; pp. 105 y 106.

Escritores antillanos como Aimé Césaire y Frantz Fanon, nacidos en colonias


francesas, han denunciado el absurdo de que a los niños negros de esas Antillas se
les enseñara en la escuela a repetir: “Nuestros antepasados los galos…” Esta
denuncia es desde luego irreprochable. Pero vale la pena llamar la atención sobre la
violencia que también supone el que a los niños en Francia se les haga repetir esa
frase. Pues los galos, ¿son los antepasados de quienes ni hablan su lenguaje, ni
visten como ellos vistieron, ni fueron educados en sus creencias, ni apenas son sus
herederos “raciales”, es decir zoológicos? ¿No sería más congruente que a esos niños
se les enseñara a decir: “Nuestros antepasados, los invasores (o aún los
descubridores) de la Galia…”? Sin embargo, tal cosa, que sepamos, no ocurre.
Todavía, Asterix el galo es el héroe de los niños (y de los mayorcitos) franceses,
quienes, leyendo y viendo sus simpáticas aventuras, escritas por supuesto en una
lengua neolatina, no se identifican con las tropas romanas, sino con el pequeño e
imaginario héroe galo y sus amigos. Esas violencias, dramáticas o risueñas,
conforman la historia, la tradición de un país. Sin embargo, no faltan aquellos a
quienes siguen pareciendo escandalosas las palabras angustiadas que Martí
escribiera hace más de ochenta años: “La historia de América, de los incas acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra
Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria” 5. No hay,
sin embargo, otra manera de abordar seriamente nuestra historia que arrancar de sus
verdaderas raíces. Y las raíces verdaderas de lo que iba a ser llamado América son,
desde luego, los hombres que la descubrieron y poblaron y levantaron sobre su suelo
culturas tan extraordinarias como cualesquiera otras. Sólo que, para empezar, un
término infeliz ha contribuido a embrollarlo todo, con plena conciencia de quienes, pro

5
José Martí, “Nuestra América”, en Obras Completas, t. VI, La Habana, 1963, p. 18.
domo sua, lo forjaron y contribuyeron a propagarlo. A lo largo de la historia, hay
numerosos casos de encuentro de dos comunidades y sojuzgamiento de una por otra.
El hecho ha solido llamarse de muy diversas maneras: a menudo, recibe el nombre de
invasión o migración o establecimiento. Pero la llegada de los europeos
paleoccidentales6 a estas tierras, llegada que podría llevar distintos nombres (por
ejemplo, El Desastre), ha sido reiteradamente llamada descubrimiento, El
Descubrimiento. Tal denominación, por sí sola, implica una completa falsificación, un
Cubrimiento de la historia verdadera. Los hombres, las culturas de estas tierras pasan
así a ser cosificados, dejan de ser sujetos de la historia para ser “descubiertos” por el
Hombre, como el paisaje, la flora y la fauna. Y este nombramiento implica la
teorización de una praxis incomparablemente más lamentable. La pavorosa
destrucción que los paleoccidentales —y luego los occidentales de pleno derecho, con
más brío y desfachatez— realizan de los aborígenes americanos, será considerada
por Celso Furtado “una verdadera hecatombe demográfica […] casi sin paralelo en la
historia humana”; y Laurette Séjourné no vacila en llamarla “un cataclismo, frente al
cual palidecen las más sombrías catástrofes de la historia” 7. Así se inició la metódica
occidentalización de América de que hablaría José Luis Romero.

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Claude Lévi-Strauss, “Historia y etnología” [1949], Cap. 1 de Antropología


estructural, Ediciones Paidós, Barcelona, 1987, p. 50.

Nos falta definir la etnografía misma y la etnología. De una manera muy sumaria
y provisional, pero que nos basta para el comienzo de nuestra búsqueda, las
distinguiremos diciendo que la etnografía consiste en la observación y el análisis de
grupos humanos considerados en su particularidad (grupos elegidos a menudo entre
aquellos que más difieren del nuestro, por razones teóricas y prácticas que no derivan
en modo alguno de la naturaleza de la investigación) y que busca restituir, con la
mayor fidelidad posible, la vida de cada uno de ellos, mientras que la etnología utiliza
de manera comparativa (y con fines que habrá que determinar luego) los documentos
presentados por el etnógrafo. La etnografía cobra, con estas definiciones, el mismo
sentido en todas partes, y la etnología corresponde aproximadamente a lo que en los
países anglosajones (donde el término «etnología» cae en desuso) se entiende por
antropología social y cultural.

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Claude Lévi-Strauss, “El etnólogo frente la condición humana” [1979],


Cap. 2 de Mirando a lo lejos, Emecé Editores, Buenos Aires, 1986, pp. 46 y 47.

La etnología —o la antropología, como se dice actualmente— se asigna al


hombre como objeto de estudio, pero difiere de otras ciencias humanas en que aspira
a captar su objeto en sus manifestaciones más diversas. Es porque señala en la
noción de condición humana cierta ambigüedad: por su generalidad, el término parece
ignorar, o por lo menos reducir a la unidad, las diferencias que la etnología tiene por fin
esencial señalar y separar para subrayar las particularidades, pero no sin postular un

6
Fernández Retamar llama “paleoccidentales” a los españoles debido a que aún no eran
representantes plenos de los valores modernos occidentales de Europa. (MJC)
7
Celso Furtado, La economía latinoamericana desde la conquista ibérica hasta la revolución
cubana, p. 6, México, 1969; y Laurette Séjourné, América Latina, I. Antiguas culturas precolombinas, p.
63, Madrid, 1971.
criterio implícito —el de condición humana—, el único que puede permitir circunscribir
los límites externos de su objeto.
(…)
Después de sus inicios a comienzos del siglo XIX hasta la primera mitad del XX,
la reflexión etnológica se consagró extensamente a descubrir el modo de conciliar la
unidad postulada de su objeto con la diversidad y a menudo la incomparabilidad de
sus manifestaciones particulares. Por ello fue necesario que la noción de civilización,
que connota un conjunto de aptitudes generales, universales y transmisibles, cediese
lugar a la de cultura, tomada en una nueva acepción, porque indica estilos de vida
particulares, no transmisibles, captables, bajo formas de producciones concretas —
técnicas, hábitos, costumbres, instituciones, creencias— más que capacidades
virtuales, y correspondientes a valores observables en lugar de verdades o supuestas
verdades.

Manuel Delgado Ruiz, “Introducción” a Tristes Trópicos [1955], de Claude


Lévi-Strauss; Ediciones Paidós, Barcelona, 2006, pp. 15 y 18-19.

(…) Aquí, ante todo, se habla de aquellos «salvajes civilizados», como los
designaba en uno de sus primeros trabajos8, de los que extrajo una materia prima
etnográfica que nunca había dejado ni dejó de elaborar teóricamente y a quienes
dedicaría las últimas palabras de su discurso de toma de posesión de la Cátedra de
Antropología Social del Còllege de France, para declararse públicamente «su discípulo
y su testigo».9 (…)
Si Tristes Trópicos merece ese lugar de privilegio que se le concede en el
conjunto de la producción literaria etnográfica de todas las épocas, no es tanto por las
sugestiones científicas que incorpora como por ese tono de extraordinaria melancolía,
ese lirismo apesadumbrado con que el más sobresaliente de los representantes de la
antropología estructural evoca no sólo aquellos días vividos entre los amazónicos, sino
también las circunstancias personales que le fueron conduciendo al descubrimiento de
una vocación irreversible, así como la tesitura sentimental a que aboca el contacto sin
mediaciones con aquellos que la antropología ha constituido en el objeto mismo de su
ciencia: los otros.
(…) En su papel de Pepito Grillo del propio mundo del que procede, con quien
tantas veces habrá de mantener una relación a medio camino entre la dependencia y
el resentimiento, el investigador de las modalidades exóticas de la humanidad se verá
abocado a practicar una asombrosa forma de ciencia, crónicamente determinada por
la muerte ineluctable de su objeto, lo que le convierte en una suerte de ave
crepuscular que aparece en el momento en que las sociedades otras agonizan,
precisamente para fiscalizar y levantar acta de sus últimos estertores. Testimonio
privilegiado de cómo naufragan las culturas, quizás el etnólogo entienda, con esa
incómoda conciencia, la dimensión real de su suerte y de su miseria: la de ser uno de
los últimos en ver y palpar ese tesoro inmenso que es la diferencia, un tesoro que no
supo merecer Occidente, esa playa, no menos triste, a donde llegan a morir los dioses.
La antropología no es sólo una ciencia: es también un estado de ánimo.

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8
C. Lévi-Strauss, “Entre os salvagems civilizados”, O Estado do Sao Paulo, 1 (1936), pp. 66-69.
9
C. Lévi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1987, p. 47.

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