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La razón pesimista

Vengo siguiendo un debate de la izquierda yanki online, que se repite todo el tiempo en
threads de Twitter, posts de Medium y, Dios nos libre, comentarios de TikTok. El planteo
es más o menos así: ¿qué es más pesimista, considerar que no es posible que se
produzcan cambios positivos dentro del capitalismo o creer que la salida del
capitalismo es en sí imposible? No es más que una nueva encarnación de un viejísimo
problema, tal vez la discusión moderna por excelencia. Es el que tuvieron marxistas y
peronistas en la década del 60, es el que enfrentó internamente a facciones en todas las
revoluciones de la historia, es el que se tiene por igual en universidades, sindicatos y
bares populares.

Pero cada vez que resurge lo hace con cambios. En este caso, no se trata ya de un
problema en torno a lo que debemos hacer sino a lo que nos toca sentir. Se trata de una
calificación posterior al pensamiento.

El ejemplo es de los socialistas estadounidenses, desencantados con Biden, Obama, pero


también con Bernie y AOC. Sin embargo, podríamos pensar con el mismo sentido una
reflexión que supo desarrollar Máximo Kirchner en una intervención legislativa durante el
macrismo. Citando a Alfonsín, el diputado dijo que “si la política fuera solo el arte de lo
posible, sería el arte de la resignación”.

La frase es interesante por dos motivos: en primer lugar, el uso del adverbio “solo”,
indicando que la política puede ser el arte de lo posible, pero debe ser también algo más.
En segundo lugar, la polisemia de la palabra “resignación”: conectándolo con el sentido
previo, podría pensarse que se trata de un sentimiento, el resignarse. Pero también se lo
puede entender como resignar cosas, ceder, abandonar, rendirse.

El origen tal vez de esta dicotomía puede buscarse en un texto clásico de Max Weber
llamado “La política como vocación”. En él, el sociólogo alemán define dos posibles
sentidos de la práctica política, en función de dos éticas: la ética de la responsabilidad y la
ética de la convicción. En muchos casos se ha identificado el pensamiento weberiano
como defensor de la primera de estas alternativas, y con buenos motivos: su pensamiento
se basa en la racionalidad, la búsqueda de medios apropiados para fines definidos, la
profesionalización de las burocracias.

Pero se olvida el otro costado: Weber no abandona nunca la importancia de las


convicciones porque su filosofía da gran relevancia a los valores. Un mundo sin
valores, un mundo desencantado, es para Weber un mundo muerto.

Hoy, probablemente, se asociaría esa ética de las responsabilidades sin convicciones,


ese arte de lo posible, con el neoliberalismo, el realismo capitalista, la idea de que no se
puede soñar otro mundo. Habría que recordar (y el auge del movimiento libertario es
precisamente un llamado de atención en este sentido) que los neoliberales también
tienen valores que defienden a rajatabla. En todo caso, podemos no compartirlos.
El problema se halla, sin embargo, cuando volvemos sobre la frase de Máximo Kirchner y
encontramos que no hay palabras para eso “otro” que es la política además del arte de lo
posible. El problema se halla cuando, al cuestionar la idea de que hay que enfocarse en el
aquí y ahora porque nada puede cambiar, el énfasis queda solo en la necesidad de soñar.

Porque si lo que se opone al pesimismo de que todo sigue igual es la salvación simbólica
de que “de todos modos debemos imaginar que hay algo más”, no hemos salido en
absoluto de la resignación. Seguimos siendo pesimistas, seguimos resignándonos, pero
reclamamos el derecho a pensar en otra cosa. Ahora bien, ¿es siempre algo malo ser
pesimista?

La otra pastilla

Las utopías y las distopías han funcionado como géneros literarios pero también como
empresas políticas, como ámbitos donde se combina el pensamiento político sobre el
futuro con la especulación técnica y estética. Pero el género distópico o apocalíptico no
necesariamente es equivalente al pensamiento pesimista. La elaboración ficcional de un
mundo donde todo ha ido mal puede ser un experimento separado de las expectativas
formales que una persona tiene. Al fin y al cabo, el pesimismo es (primero) un discurso
sobre el presente, que puede dislocarse de toda teoría sobre un futuro peor. Puede,
por ejemplo, prescindir de toda certeza sobre el futuro: puede basarse en la noción de una
continuidad del presente hasta el infinito. No hay una evolución negativa, sino una
repetición imposible de detener.
La alternativa opuesta es que la escritura utópica y el pesimismo no son incompatibles. La
tradición marxista ha sido una fuente muy profusa de pensadorxs utópicxs en teoría pero
pesimistas en los papeles. Es difícil pertenecer a una escuela que sostiene una lectura
sobre el mundo como estructuralmente injusto sin ser pesimista, incluso si se mantiene
viva la noción de que la negación de las contradicciones es una necesidad que llevará a la
humanidad hacia el socialismo.

Pero en lugar del pesimismo de izquierda, un tema muy trabajado tanto por
revolucionarios como por reaccionarios (y tal vez nunca mejor que por alguien que entra
en ambos campos, Nick Land) quiero pensar el de la derecha. Su deriva digital nos ha
dejado un término excepcional, el epítome del pesimismo, la blackpill o “pastilla negra”. El
concepto está probablemente anticuado: cuando una palabra del argot de internet llega a
una nota de una revista digital, es porque ya ha pasado de moda; pero no por ello deja de
resulta interesante.

La blackpill es una alternativa a la opción que le da Morpheus a Neo en Matrix. En


esa película, recordemos, las opciones son seguir viviendo en un mundo virtual, falso
(pastilla azul) o despertar y conocer la verdad (pastilla roja). Esta última fue convertida en
un eslógan de la nueva derecha: take the red pill, tomar la pastilla roja, significa aceptar
que el mundo está secretamente programado por el marxismo cultural y organizado
políticamente en torno a la izquierda liberal conducida por George Soros. En fin.

Pero la blackpill es su gemela oscura, y menos estudiada. Tomar la pastilla negra


significa aceptar, además de todas las premisas fascistoides de la roja, que nada de
eso puede cambiar. Molecularmente, la realidad funciona contra vos (la mayoría de
las veces, un varón cisgénero heterosexual que vive en algún país del norte global, pero
de clase media o media baja).

Una versión criolla, en forma post-irónica, es el “Partido Liberal Pesimista”:


¿Qué es más peligroso? ¿Una juventud politizada en torno a un programa
reaccionario, o una juventud que cree en ese programa pero está completamente
resignada y abandonada a un pesimismo suicida?

No es muy original decir que puede haber una potencia productiva en la forma de
pensamiento de la pastilla roja si se la separa de la conspiranoia criptofascista. En 2017,
en pleno auge de la alt right trumpista, el youtuber británico Shaun presentó en una forma
excelente este argumento. En la Argentina contemporánea, resulta productivo considerar
que el enojo que capitaliza el movimiento libertario debe ser comprendido y no ignorado, y
que merece ser reconducido hacia una vía no reaccionaria.

Pero volvamos al pesimismo. Si la redpill implica un afecto ultrapolitizado en base al


enojo, la depresión de la blackpill es un pensamiento, al fin y al cabo, sociológico. En
ambos casos, es fácil hallar el error, la deformación que hace el criptofascismo al culpar,
por ejemplo, a una conspiración sionista de los males del capitalismo trasnacional. En el
caso de la blackpill, ¿no podríamos entender que la constatación de que el mundo
está mal, de que todo juega en contra nuestro es una idea que podemos compartir?
¿Que es una forma errada de pensar algo correcto? Es efectivamente cierto que hay
algo más grande que nosotros, que nos determina, y que está estructurado en
forma injusta. Lo que hay que cambiar es la lógica de la conspiración (fascista) por
una lógica del sistema social (materialista).
A la vez, abandonar ese pesimismo es una necesidad urgente. Porque la otra acepción de
take the blackpill, la definición secreta que se esconde apenas abajo la primera, es que la
única salida es la muerte. La distopía, personal o colectiva, acecha.

La crueldad

Avanzamos muy lejos, en los últimos párrafos, en idea de una rehabilitación del
pesimismo, en la búsqueda de lo que tiene de rescatable, de productivo, lo que debe
reconducirse. Esos caminos son oscuros. Usemos un antídoto: en su ensayo-ficción Los
que se alejan de Omelas, Ursula K. Le Guin escribió:

“Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los
sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es
intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir
la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor.”

Tal vez no se ha escrito mejor ofensiva sobre el pesimismo que estas líneas. Arrancadas
de su contexto en el relato, son empleadas muy seguido en una crítica a la romantización
de la tristeza y la idea extendida de la preeminencia del mal sobre el bien.
Le Guin nos advierte sobre la tentación pesimista. Volviendo a la idea de más
arriba, podríamos decir que el problema está en confundir la injusticia como una
estructuración contingente con la maldad como verdad del mundo. Ese es el error de
la blackpill, y no es un elemento más, inmanente, que podamos quitar tan fácilmente sin
que se desmorone todo el edificio. Es una pieza constitutiva.

Sin embargo, en este capitalismo tardío en el que estamos situados, ¿es tan hegemónica
la noción de que la felicidad es estúpida como en el texto de Le Guin? ¿No encontramos,
a veces, una condena fatal de todo pesimismo? ¿No hay un optimismo bienpensante del
que no podemos sustraernos?

Lx teóricx Lauren Berlant dio una definición especial para esta idea: el “optimismo cruel”,
que se da cuando “aquello que deseás es en realidad un obstáculo para tu desarrollo”. No
solo el pesimismo puede ser cruel. Cuando los deseos se articulan en torno a
fantasías neoliberales de ascenso social que se desvían por caminos políticos que
impiden la efectivización de una vía mejor, el optimismo es un arma que se clava
contra quien la empuña.

Podemos volver, con esta idea, a las primeras líneas de esta nota y la diferencia entre la
ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, entre el arte de lo posible y ese
“algo más” que define a la política. Nos gustaría creer que una praxis basada en
valores positivos es esencialmente emancipatoria (no lo es) o que, al menos, está
exenta de toda crueldad. Pero no es así. El mejor ejemplo del optimismo cruel en la
política lo puede representar Obama, cuyo eslógan “hope” (esperanza) reveló la ecuación
del capitalismo tardío: el pueblo debe confiar, creer y esperar. No importa en quién confíe,
en qué crea y qué espere, siempre y cuando podamos sostener esa esperanza sin jamás
satisfacerla.

El pesimismo puede ser productivo, o arrojarnos al infierno. El optimismo puede ser cruel,
pero es imposible construir algo si lo rechazamos. Sobre estas coordenadas, es posible
pensar políticamente, en el eterno juego de valores, medios y fines.

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