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TESTIMONIO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS:

Les confesaré algo curioso, soy hechura de mi madrasta. Mi madre falleció a mis 2
años y medio de edad. Mi padre se casó por segunda vez con una señora que contaba
con tres hijos; yo era el menor y el más pequeño por lo tanto me dejó en casa de mi
madrasta, que era propietaria de la mitad del vecindario; tenía mucha gente indígena
trabajando para ella como también el clásico menosprecio e ignorancia de lo que era
una persona indígena, y tenía mucho desprecio y demasiado rencor hacia mí, igual
como al que tenía a los indios. Ella decidió que yo viviría con ellos en la cocina, que
comería y dormiría allí. Mi lecho era una bandeja en la que se amasan la harina
para hacer pan, todos sabemos cual es. Encima de unos pellejos y con una manta un
poco obscena, pero muy arropadora, pasaba las noches charlando y viviendo
perfectamente que si mi madrastra se hubiera enterado me hubiera llevado
rápidamente hacia otro lugar, donde si me hubiera angustiado. (Risas)
Así es como viví demasiados años, en el momento que mi padre venía a la capital del
distrito, me subían al comedor, me limpiaban un poco la ropa y pasaba el domingo,
mi padre regresaba a la capital de la provincia a la provincia y yo a la bandeja, a los
piojos de los indios. (Risas)
Los indios y en especial las indias me veían como si fuera uno de ellos, a diferencia
de que por tener la piel blanca necesitaba más consuelo de ellos, cosa que me dieron
sin ningún problema. Sin embargo, algo triste y poderoso a la vez debe tener el
consuelo que los que sufren dan a las personas que sufren más, quedaron dos cosas
sólidamente en mi naturaleza desde que aprendí a hablar: la ternura y el amor
infinito de los indios, el amor mutuo entre ellos y a la naturaleza, a las montañas, a
los caudales, a las aves; y la repulsión a quienes, casi involuntariamente, y como una
clase de mandato Supremo, les hacían pasar. Mi infancia pasó quemada entre el
fuego y el amor.
Pero no solo he sido hechura de mi madrastra, hubo otro modelador tan poderoso
como ella, un poco peor: Mi hermanastro (Risas). A mis siete años de edad, me
forzaba a que me despierte a las seis de la mañana a traerle su potrillo negro de una
granja muy extensa; los potros y los caballos de ascendencia fina son muy
antojadizos ya que son aristocráticos: algunas veces permiten agarrarlos con una
gran suavidad, como algunas otras veces me hacía transpirar más de una hora hasta
poder enlazarlo.
Mi hermanastro que tenía unos veinte años en el momento que yo tenía siete, me
traba demasiado mal delante de las personas de servicio si yo llegaba tarde.

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