Está en la página 1de 14

DESECHABLE

"Nuestro mundo se ha vuelto desechable",


dijo con amargura.
"Así, lo más notable,
en el planeta entero
es que los hacedores de basura
somos pasto sin fin del basurero".
JOSÉ EMILIO PACHECO.
La Duquesa Job
(1884)

En dulce charla de sobremesa,


mientras devoro fresa tras fresa,
y abajo ronca tu perro Bob,
te haré el retrato de la duquesa
que adora a veces al duque Job.

No es la condesa de Villasana
caricatura, ni la poblana
de enagua roja, que Prieto amó;
no es la criadita de pies nudosos,
ni la que sueña con los gomosos
y con los gallos de Micoló.

Mi duquesita, la que me adora,


no tiene humos de gran señora:
es la griseta de Paul de Kock.
No baila Boston, y desconoce
de las carreras el alto goce
y los placeres del five o'clock.

Pero ni el sueño de algún poeta,


ni los querubes que vio Jacob,
fueron tan bellos cual la coqueta
de ojitos verdes, rubia griseta,
que adora a veces el duque Job.
Si pisa alfombras, no es en su casa;
si por Plateros alegre pasa
y la saluda madam Marnat,
no es, sin disputa, porque la vista,
sí porque a casa de otra modista
desde temprano rápida va.

No tiene alhajas mi duquesita,


pero es tan guapa, y es tan bonita,
y tiene un perro tan v'lan, tan pschutt;
de tal manera trasciende a Francia,
que no la igualan en elegancia
ni las clientes de Hélene Kossut.

Desde las puertas de la Sorpresa


hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del duque Job.

¡Cómo resuena su taconeo


en las baldosas! ¡Con qué meneo
luce su talle de tentación!
¡Con qué airecito de aristocracia
mira a los hombres, y con qué gracia
frunce los labios —¡Mimí Pinsón!
Si alguien la alcanza, si la requiebra,
ella, ligera como una cebra,
sigue camino del almacén;
pero, ¡ay del tuno si alarga el brazo!
¡Nadie se salva del sombrillazo
que le descarga sobre la sien!

¡No hay en el mundo mujer más linda!


Pie de andaluza, boca de guinda,
sprint rociado de Veuve Clicquot,
talle de avispa, cutis de ala,
ojos traviesos de colegiala
como los ojos de Louise Theo.

Ágil, nerviosa, blanca, delgada,


media de seda bien restirada,
gola de encaje, corsé de crac,
nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac.

Sus ojos verdes bailan el tango;


nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz.
Por ser tan joven y tan bonita,
cual mi sedosa, blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.
¡Ah! Tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión.
Tú no has oído que alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta
de fresca espuma cubre el jabón.

Y los domingos, ¡con qué alegría!,


oye en su lecho bullir el día
¡y hasta las nueve quieta se está!
¡Cuál se acurruca la perezosa
bajo la colcha color de rosa,
mientras a misa la criada va!

La breve cofia de blanco encaje


cubre sus rizos, el limpio traje
aguarda encima del canapé.
Altas, lustrosas y pequeñitas,
sus puntas muestran las dos botitas,
abandonadas del catre al pie,

Después, ligera, del lecho brinca,


¡oh quién la viera cuando se hinca
blanca y esbelta sobre el colchón!
¿Qué valen junto de tanta gracia
las niñas ricas, la aristocracia,
ni mis amigas del cotillón?
Toco; se viste; me abre; almorzamos;
con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen beefsteak,
media botella de rico vino,
y en coche, juntos, vamos camino
del pintoresco Chapultepec.

Desde las puertas de la Sorpresa


hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del duque Job.
MANUEL GUTIERRÉZ NÁJERA.
EL CAZADOR EN EL BOSQUE
AL bosque mío entro con raíces,
con mi fecundidad: De dónde
vienes?, me pregunta
una hoja verde y ancha como un mapa.
Yo no respondo. Allí
es húmedo el terreno
y mis botas se clavan, buscan algo,
golpean para que abran,
pero la tierra calla.

Callará hasta que yo comience a ser


substancia muerta y viva, enredadera,
feroz tronco del árbol erizado
o copa temblorosa.

Calla la tierra para que no sepan


sus nombres diferentes, ni su extendido idioma,
calla porque trabaja
recibiendo y naciendo:
cuanto muere recoge
como una anciana hambrienta:
todo se pudre en ella,
hasta la sombra,
el rayo,
los duros esqueletos,
el agua, la ceniza,
todo se une al rocío,
a la negra llovizna
de la selva.

El mismo sol se pudre


y el oro interrumpido
que le arroja
cae en el saco de la selva y pronto
se fundió en la amalgama, se hizo harina,
y su contribución resplandeciente
se oxidó como un arma abandonada.

Vengo a buscar raíces,


las que hallaron
el alimento mineral del bosque,
la substancia
tenaz, el cinc sombrío,
el cobre venenoso.

Esa raíz debe nutrir mi sangre.

Otra encrespada, abajo,


es parte poderosa
del silencio,
se impone como paso de reptil:
avanza devorando,
toca el agua, la bebe,
y sube por el árbol
la orden secreta:
sombrío es el trabajo
para que las estrellas sean verdes.
PABLO NERUDA.
Invierno
Sobre la humedad de los muros resbala esta noche una galera dormida.
De una tormenta invisible se riza la alfombra a mis plantas.
La selva cruje en el roble de los armarios añosos
y, en el aceite de lámpara, el ramaje del olivar
recuerda la delicia del viento y con hojas imperceptibles me nombra.

¿Por qué?

Se oyen pisadas que no se acercan, testigos


que no declaran, tambores que no redoblan, cornetas
en que el ejército aguarda la orden de un emperador fusilado.

Escalas
que adhieren aún a la reja de una sonata desierta
los últimos peldaños de sus notas...
Liras
con cuyas cuerdas inútiles una mujer amarilla
amortajó de cien modos diversos el mismo paquete de cartas,
sin dejar que se viese morir en ninguna el renglón de la ausencia.

¿Por qué?

Se oye
lo que nadie esperó jamás comprender con los ojos.
El odio del puñal oxidándose en el hormiguero de la sangre rugosa.

La traición de los marcos


que interrumpen el retrato de una mujer en lo mejor de la frente
y el gemido de esa bisagra que se resiste a girar
entre la noche y el día de un presidario.

Sí, todo esto debe anunciar el invierno.

El capataz silencioso que me vigila las manos.


El jardín que se apaga de pronto en el grabado de un libro.
Y la espiral de esa hora vacía
por donde empiezan a envejecer los poemas y los relojes.

Sí, todo esto, sin duda, debe anunciar el invierno.

Pero no lo digáis
al remero dormido en el fondo de esta galera callada.
¡Que lo ignore la alfombra y que no lo repita la selva!
Porque, a través de la gota de aceite que llama en el corazón de las lámparas,
el ramaje del olivar
saluda a su primavera y con hojas imperceptibles me nombra...
JAIME TORRES BODET.
JAPÓN
¡Áureo espejismo, sueño de opio,
fuente de todos mis ideales!
¡Jardín que un raro kaleidoscopio
borda en mi mente con sus cristales!

Tus teogonías me han exaltado


y amo ferviente tus glorias todas;
¡yo soy el siervo de tu Mikado!
¡Yo soy el bonzo de tos pagodas!

Por ti mi dicha renace ahora


y en mi alma escéptica se derrama
como los rayos de un sol de aurora
sobre la nieve del Fusiyama.

Tú eres el opio que narcotiza,


y al ver que aduermes todas mis penas
mi sangre - roja sacerdotisa -
tus alabanzas canta en mis venas.

¡Canta! En sus causes corre y se estrella


mi tumultuosa sangre de Oriente,
y ése es el canto de tu epopeya,
mágico Imperio del Sol Naciente.

En tu arte mágico - raro edificio -


viven los monstruos, surgen las flores,
es el poema del Artificio
en la Obertura de los colores.

¡Rían los blancos con risa vana!


Que al fin contemplas indiferente
desde los cielos de tu Nirvana
a las Naciones de Occidente.

Distingue mi alma cuando en ti sueña


- cuando sombrío y aterrador -
la inmóvil sombra de la cigüeña
sobre un sepulcro de emperador.

Templos grandiosos y seculares


y en su pesado silencio ignoto,
Budhas que duermen en los altares
entre las áureas flores de loto.

De tus princesas y tus señores


pasa el cortejo dorado y rico,
y en ese canto de mil colores
es una estrofa cada abanico.

Se van abriendo si reverbera


el sol y lanza sus tibias olas
los parasoles, cual Primavera
de crisantemas y de amapolas.
Amo tus ríos y tus lagunas,
tus ciervos blancos y tus faisanes
y el campo triste con que tus lunas
bañan la cumbre de tus volcanes.

Amo tu extraña mitología,


los raros monstruos, las claras flores
que hay en tus biombos de seda umbría
y en el esmalte de tus tibores.

¡Japón! Tus ritos me han exaltado


y amo ferviente tus glorias todas;
¡yo soy el ciervo de tu Mikado!
¡Yo soy el bonzo de tus pagodas!

Y así quisiera mi ser que te ama,


mi loco espíritu que te adora,
ser ese astro de viva llama
que tierno besa y ardiente dora
¡la blanca nieve del Fusiyama!
JOSE JUÁN TABLADA.

También podría gustarte