Está en la página 1de 2

La Prisión

El encarcelamiento era un castigo común al que recurría la Inquisición. En la Bula Excommunicamus del
Papa Gregorio IX -promulgada en 1231- se había especificado la prisión perpetua para los «herejes»
arrepentidos, castigo que se consideraba como una forma de extrema penitencia. A partir de ese entonces
se convirtió en la práctica habitual, aunque los prisioneros no lograban vivir mucho tiempo, pues las
prisiones eran propias de una película de terror.

La dieta normal era, citando las palabras de Bernardo Gui... «el pan del sufrimiento y el agua de la tribu-
lación «. Los calabozos eran de dos tipos: el mucus largus, muros amplios o prisión ordinaria, y el mucus
strictus, o muros estrechos. El mucus largus se usaba para los sospechosos que se encontraban pendientes
de juicio. Allí los prisioneros tenían ocasión de conocerse, de hablar unos con otros, aunque la dieta
básica era la misma que en el mucus strictus. Aquí, en el mucus largus, la Inquisición autorizaba la entrega
de regalos y comida para los presos, y se permitía también la visita de cónyugues.

En el mucus strictus, no obstante, no existía nada de lo anterior. Las celdas eran más pequeñas y oscuras.
Los prisioneros llevaban cadenas en los pies y con frecuencia eran encadenados a las paredes de las
celdas. Este tipo de encarcelamiento era para aquellos que habían hecho confesiones incompletas, o que
habían vuelto a delinquir después de haber sido encerrados en el mucus largus. En algunas prisiones
existía otra variante de encarcelamiento llamada el mucus strictissimus, que era una especie de
supermazmorra. En este caso los presos permanecían encadenados permanentemente de manos y pies.
Nadie podía ver al preso, y a éste le pasaban los alimentos por una ranura que había en la pared de la celda.

La personalidad y los caprichos de los inquisidores normalmente transformaban a la prisión en un verda-


dero infierno. La cárcel inquisitorial, incluso, no tenía nada que ver con lo hoy conocido en películas
retrospectivas, puesto que en este caso la realidad supera la ficción. Prueba de ello, por ejemplo, son las
huellas encontradas en los sótanos del palacio sinoidal de Sens, donde algunos testimonios escritos en los
muros aseguran: «Algunos de aquellos desgraciados sucumbían de tedio, mientras otros, enloqucidos,
arañaban impotentes con sus uñas los muros del calabozo». Parece mentira que después de haber estado
sometido a todo tipo de torturas, una persona pudiera tener fuerzas para eso, pero es que permanecer
encerrado aún podía sec peor, puesto que nunca se sabía cuánto duraría esa «clemencia».

Y es que en realidad eso era preferible a: «Entonces mis ojos empezaron a salirse de las órbitas, de mi
boca empezó a manar espuma y mis dientes se pusieron a castañetear como palillos...a pesar de mis labios
temblorosos, de la sangre que manaba de mis brazos, de mis tendones desgarrados, me continuaban gol-
peando el rostro con porras para acallar mis gritos de terror... « (La caída del Imperio Vaticano, J. Braschke,
1992, p. 107).

Por otro lado, debido a que al prisionero nunca se le informaba las razones de su detención y su encarce-
lamiento, era muy frecuente que viviera meses o años en el calabozo ignorando tales razones. Otros, para
su desgracia, eran olvidados en el calabozo y morían sin saber nunca la razón de su detención.
Calabozos en los sótanos del castillo San Angelo,
usados por la Inquisición en Roma.

***

También podría gustarte