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que pesa como una vaca», comentaban en el camarín, pintándose como

puertas las locas flacuchentas acompañantes coreográficas de las


diosas.
Pero no siempre la primera vedette era importada, por acá se
emplumaba el traste la linda Pitica Ubilla, la primera vedette nacional
que arrancaba gritos, vivas y aplausos con su hermoso cuerpo de
Venus latina. Ella nunca fue tan exuberante como sus compañeras
bonaerenses, pero se pavoneaba de igual a igual desplegando la
seducción familiar, herencia materna de todas las Ubilla que subieron
a las tablas. El famoso Clan Ubilla de tías, sobrinas y nietas, afroditas
locales del vedetismo que se trasmitieron por el cordón umbilical el
equilibrio mambero de los tacos. Desde chicas, jugando con plumeros,
aprendieron a descender con estilo la escalera iluminada del Bim Bam
Bum, donde todas alguna vez llegaron, pero fue Pitica quien se
consagró reina en las noches rumberas del Opera. El nombre se lo
puso en homenaje a Lucho Gatica, a quien le decían Pitico y se
molestó por el abuso de confianza. Aun así, esta diva se ganó los
aplausos del público que repletaba la sala. De todas las comunas, de
todos los barrios, la gente venía a reírse con los sketch de Manolo
González, Iris del Valle (La Pelá), Carlos Helo, Mino Valdés, y tantos
personajes que pasaron por el teatro de calle Huérfanos. Como la larga
lista de cantantes y actrices universitarias que cumplieron el sueño azul
de empilucharse y lucir el canastillo de plumas en la cabeza. Así llegó
Fresia Soto, la morocha cantante nuevaolera de acrílicos ojos calipso,
y cantó su «Corazón de melón» arrebolada de boas rosas. Después le
tocó el turno a Peggy Cordero, la actriz heroína del Cine Amor, la
belleza de ojos dormidos verde mar, que encandiló a todo el país con
su escultura curvilínea en las portadas de los diarios. Luego vinieron
las bailarinas de ballet, Rosita Salaverry y Magaly Rivano, quienes
fueron duramente criticadas por frivolizar la danza clásica en el
cabaret de las chicas ligeras de ropa. Pero entre más se escandalizaba
el medio cultural de entonces porque las niñas universitarias del teatro
y la danza mostraban el cuero en bikinis de lentejuelas, más numeroso
era el público que llenaba la penumbra estelar en las noches del Opera.
También en la escandalera de esos años que hervían de cambios
sociales, juveniles y sexuales, se anunció a todo bombo la visita de
Coccinelli al Bim Bam Bum, el primer homosexual francés que se
cambió el sexo en París. Y el tumulto a la entrada del Opera era un

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empujar de santiaguinos curiosos que deseaban ver este milagro de la
cirugía. Y todos quedaron mudos cuando Coccinelli bajó del auto en
un relámpago de flashes. Era más bella de lo imaginado, con su pelo
aluminio, sus grandes ojos verdes, y el par de mamas como rosados
melones que desembolsó en el escenario para el estupor del público.
«Todo es falso, puro relleno», murmuraban los bailarines colisas
sapeando envidiosos tras las cortinas.
Llegados los setenta, el golpe militar seguido del toque de queda,
desanimó las noches putifarras en la catedral del vedetismo. Las fun-
ciones de las diez se adelantaron a las siete, y era raro asistir al
espectáculo tan temprano. Además la censura política del régimen
afectó el doble filo del humor, y poco a poco fue desapareciendo la
costumbre popular del teatro revisteril. El Bim Bam Bum fue el último
en cerrar su cortinaje de brillos, cuando una empresa inmobiliaria
compró la propiedad que ocupaba el teatro Opera en la calle
Huérfanos para convertirla en galería comercial. Sólo dejaron para el
recuerdo, la pretenciosa fachada de columnas y el arco de ingreso,
como una cáscara hueca que adorna nostálgica el plástico vidriero del
Santiago actual. Sólo eso quedó de aquella fiesta, y por cierto alguna
vieja vedette que, en su casa, acaricia las plumas lloronas de ese
extinguido resplandor.

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