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empujar de santiaguinos curiosos que deseaban ver este milagro de la
cirugía. Y todos quedaron mudos cuando Coccinelli bajó del auto en
un relámpago de flashes. Era más bella de lo imaginado, con su pelo
aluminio, sus grandes ojos verdes, y el par de mamas como rosados
melones que desembolsó en el escenario para el estupor del público.
«Todo es falso, puro relleno», murmuraban los bailarines colisas
sapeando envidiosos tras las cortinas.
Llegados los setenta, el golpe militar seguido del toque de queda,
desanimó las noches putifarras en la catedral del vedetismo. Las fun-
ciones de las diez se adelantaron a las siete, y era raro asistir al
espectáculo tan temprano. Además la censura política del régimen
afectó el doble filo del humor, y poco a poco fue desapareciendo la
costumbre popular del teatro revisteril. El Bim Bam Bum fue el último
en cerrar su cortinaje de brillos, cuando una empresa inmobiliaria
compró la propiedad que ocupaba el teatro Opera en la calle
Huérfanos para convertirla en galería comercial. Sólo dejaron para el
recuerdo, la pretenciosa fachada de columnas y el arco de ingreso,
como una cáscara hueca que adorna nostálgica el plástico vidriero del
Santiago actual. Sólo eso quedó de aquella fiesta, y por cierto alguna
vieja vedette que, en su casa, acaricia las plumas lloronas de ese
extinguido resplandor.
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