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Pero al correr los años ochenta, donde retumbaban las bombas y
las barricadas de las protestas, esa melancólica promesa no se cumplió.
Y Conchalí vio partir a su Gorrión entusiasmado con el éxito en
aquella televisión programada por el guante sucio de la dictadura. Ahí,
en el circo refinado de la pantalla, en esos shows estelares donde
gorgoreaban baladas la Simonetti, la Maldonado, el Zabaleta o los
Quincheros. En esos programas desde el Sheraton, en el salón L'Etoile,
en el barrio alto, el Zalo era el picante simpático que entretenía a los
cuícos que tomaban whisky diciendo para callado: ¡enfermo de chulo
este gallo, María Fernanda, pero es re amoroso!
Así, la caricatura de lo popular se hizo ganancias para el persona-
je de Zalo Reyes. Y de tanto venderle a los ricos el Condorito cantor,
de tanto trago fino y otras exuberancias en polvo que compartió con
sus nuevos amigos de sangre azul, el espigado cabro de Conchalí se
fue hinchando de humos y placeres burgueses que lo convirtieron en
un panzón de risa plástica, un fetiche picante de la cultura light, un
invitado exótico para esos programas de conversa y liviandad que
auspicia la actual tele democrática.
Y fue allí, en un conocido espacio de alto rating nocturno, anima-
do por César Antonio, el viejo muñeco fifí de la pantalla, el señor
Corales de los cumpleaños de Pinochet, el mismo conductor pirulo
amigo de Zalo, quien lo invitó a participar de una experiencia
hipnótica. Y para todo el país, conciente o no, Zalo Reyes se sometió
al incierto juego de un, dos, tres, duérmase.
Entonces, el hipnotizador, un español que se gana la vida con el
show del sueño, le dice a Zalo: usted está dormido, profundamente
dormido, pero tiene hambre, hambre de comerse una manzana, una
roja manzana que tengo en mi mano. Cójala, es suya, cómasela. Pero
el mentiroso hipnotizador le pasó a Zalo una cebolla, una enorme
cebolla que el cantante mordió con ganas, chorreándose la camisa con
el jugo picante que corría por sus dedos. Y siguió comiendo y
mascando, embetunándose entero con las amargas lágrimas de esa
cebollera humillación. Como si el mote de cantante cebolla, que le
puso el riquerío, se devorara a sí mismo, en una grotesca y cruel
escena.
Es así, que la imagen del Gorrión de Conchalí mordiendo su ce-
bolla, es un triste recuerdo de crueldad y vergüenza que programa la
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