tomar un taxi para ganar tiempo y llegar al canal a la hora, esperando,
arreglándose el tirante del sostén, soportando las bromas groseras de
los tramoyistas y camarógrafos que se sienten con el derecho de empelotarla visualmente apoyados en el falo de la cámara. Luego de tanto trajín y basureo corporal, justo allí, en el set, en medio de las luces: la suerte perversa le pega su coletazo. Y los tres minutos de gloria en la "Escalera a la fama", palidecen en la fanfarria de la orquesta que cruelmente les corta el canto y la ensayada inspiración. Pero ese no fue el caso de Miriam Hernández, que hizo de su vida una balada perfecta. Sin tener una gran voz, supo usar el molde feme- nino más tradicional, el más recatado, "la chica pobre pero decente". A lo más un tajito hasta el muslo, o la insinuación transparente de sus "tetillas de gata bajo la blusa. Y nada más, porque el cuerpo de Miriam Hernández lo moldea su voz, la letanía afinada arrullando: "El hombre que yo amo sabe que lo amo". Y esa es toda la historia que sublima a multitudes, sin más contenido que la declaración cursi repetida al infi- nito. (¿Y te parece poco?) El resto, la escenografía, una glorieta de violi-nes y trombones que envuelven la tristeza sintética de la cantante, que hasta se permite unas lágrimas en su plegaria "al hombre que ella ama", el mismo tonto que "sabe que ella lo ama". Y en ese secreto gritado a voces, se suman todas las malamadas que suspiran por ese varón lejano, soberbio, y (pausa), tan imposible. Quizás, el romance musical de la Miriam no sea gusto de feminis- tas o mujeres más elaboradas en su discurso amoroso. Tal vez, su sencilla canción solamente reitere el prototipo más conservador de la mujer domesticada por el macho esquivo. Pero acaso esta sumisión, insoportable para muchos, pudiera ser un teatro del exceso que pone en escena el quejido flacuchento entona- do por su voz. Así se explica la adopción de este molde por parte de las travestis latinas, expertas en el aflautado burlesco del símbolo sexy que vende lo femenino. Tal vez, la Miriam no sabe que es la voz calentona que hierve el mate en el show travesti de las disco-gays de Manhattan, y menos que se la incluyó en el libro "Poesida" (editado en una universidad de Nue- va York) por la canción "Se me fue", que Miriam le dedicó a su abuelita fallecida, y los homosexuales la entendieron como homenaje de la estrella a los muertos por la plaga.
57 Martita Primera (o "esos grandes botones de la moda presidencial")
De cerca la Primera Dama es simpática, larguirucha y risueña como
esas niñas de las monjas que deben sofisticar su sencilla apariencia para merecer ser acompañantes de la banda presidencial. De cerca, ella no puede disimular su aburrimiento en los actos oficiales donde permanece intacta para la foto, mostrando los dientes como una muñeca feliz, contestando la misma pregunta de la casa, las niñitas, la mujer y la familia ideal. A sólo unos pasos, custodiada por los nerviosos guardaespaldas, se le nota la obligada pose diplomática aguantando esos fruncidos tacoaltos que le hinchan los pies cuando chancletea de inauguración en inauguración, del cóctel al orfanato, del aeropuerto a La Moneda, con el tiempo justo para retocarse el maquillaje y los minutos contados para cambiarse esos horribles vestidos, todos iguales, todos cortados por la misma tijera de la moda presidencial. Al parecer, su alto cargo la somete a la empaquetada ropa del rito protocolar. Como si la sobriedad del terno masculino se repitiera en esos trajes dos piezas que uniforman a las mujeres como azafatas de pullman. Como si ese formato varonil fuera un modelo para vestir a las miles de secretarias, vendedoras, cajeras, telefonistas o animadoras de televisión que pasan invierno y verano con el mismo trajecito. Todas iguales, con distintos colores, pero todas terneadas con esas hombreras que apoyan la femenina eficiencia de la democracia laboral. La Martita no es fea, pero quien la aconseja en el vestuario no es su mejor amiga. Quien le dice que le copie a la Hillary Clinton ese molde de Primera Dama neoliberal, se equivoca con ella. El modisto que le muestra esas revistas del ocio burgués, donde aparece la extinta Lady Di luciendo esa ropa sin gracia, solamente reproduce en ella su fantasía arribista, le acartona su soltura de muchacha poco pretenciosa. La coloca igual que la Evelyn o la Cristi y todas esas parlamentarias que asumen el terno femenino como uniforme de los Nuevos Tiempos. Quizás, la facha de las figuras políticas, lo mismo que el peinado, la pose o los gestos, tiene algún efecto en el rating electoral. Así, las damas de derecha promocionan el atuendo de economista ejecutiva,