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MITOS Y LEYENDAS DE EUROPA

FABIO SILVAVALLEJO

SANTA MARTA
JULIO 2003
INDICE
LOS NIBELUNGOS
Leyenda alemana

GUILLERMO TELL
Leyenda Suiza

LA HISTORIA DE LA PRINCESA ETHLINN


Leyenda Celta

EL PRÍNCIPE IGOR
Leyenda Rusa

LA CANCIÓN DE BEOWULF
Leyenda de la Península Escandinava

GUDRUN
Leyenda de los países Nórdicos

TITUREL Y EL SANTO GRIAL


Leyenda ubicada entre Francia, Alemania, Italia y España

MERLÍN
Leyenda medieval de la Europa Central

LA TABLA REDONDA
Leyenda Inglesa

EL CID
Leyenda Española

LA CANCIÓN DEL MOLINOS


Mito Nórdico

POR QUÉ EL MAR ES SALADO


Mito de Finlandia

EL ERMITAÑO Y LOS ANIMALES


Leyenda de España

LAS HAZAÑAS DE ODIN


Leyenda de Austria

LA CANCION DE ROLANDO
Leyenda francesa

TRISTAN E ISOLDA
Leyenda de Europa del Norte y Central

SNEGUROCHKA
Leyenda Rusa

ESVIATÓGOR Y LOS BOGATIRES


Leyenda Rusa

EL ULTIMO CABALLERO DE ALTENAAR.


Leyenda alemana y suiza

TILL EULENSPIEGEL
Leyenda austríaca y alemana

SKIOLD, EL REY QUE VINO DEL MAR


Leyenda de Noruega

COMO SE FORMÓ LA ISLA SEELAND


Leyenda de Suecia

GERÍAN, EL CABALLERO
Leyenda de Irlanda

LOHENGRIN
Leyenda de Bélgica

LOS OJOS MALDITOS


Leyenda de Polonia

LA HIJA DE UN PESCADOR, TRANSFORMADA EN SIRENA.


Leyenda de Portugal

LOS PASOS DE DOÑA LEONOR


Leyenda de Portugal

BATRÁS Y BADSANAG
Leyenda de Kazajstan

EL CUENTO DE GAMELYN
Leyenda Inglesa
Los Nibelungos1

Leyenda alemana

En las profundidades de la tierra, en el país de las tinieblas viven los nibelungos. Son
negros y enanos; suyo es todo el oro amarillo de las entrañas de la tierra, el oro rojo del
Rhin, que robaron a las ninfas Y su rey tiene un anillo maldito, que da la muerte al que lo
lleva.

En la corteza de la tierra viven los gigantes y los héroes. Fafnir, el gigante, conquistó,
el tesoro de los nibelungos y el mágico anillo, y, convertido en un dragón, guarda su tesoro
en el brezal de Gnita. De la raza de los héroes, los welsas son los amados de los dioses. De
ellos nace Sigmundo. Y Sigmundo engendrará a Sigfrido, el más sagrado de los héroes.

Y en la región de las nubes viven los dioses. Walhalla se llama su morada. Son seres
de luz. y Odin, Señor de las batallas los preside.

Los nibelungos, los héroes y los gigantes se inclinan ante el viejo Odin, cuya lanza de
fresno domina al cielo y la tierra.

Odin, el padre de los ejércitos, rey de los dioses, engendró en la tierra una estirpe de
héroes, de los que fue el primero Welsa, rey de los francos, el cual engendró una pareja de
mellizos: Sigmundo y Signi. La raza de los welsas sobrepujaba a todas las demás en fuerza
y hombría, y su destino fue el más brillante y desgraciado que hubo sobre la tierra.

Welsa había mandado construir una sala famosa, en cuyo centro se erguía el tronco de
una colosal encina. Sus ramas, cubiertas de flores, formaban el techo de la sala, y su tronco
no lo podían abarcar entre diez hombres.

1
Los Nibelungos es la obra de los primitivos trovadores germánicos; conjunto de leyendas heroicas,
donde se mezclan elementos históricos, fantásticos y mitológicos. Su origen se remonta a los comienzos de
la Edad Media, época de las emigraciones guerreras sobre el Sur.
Hunding, rey de Gautlandia, se enamoró de la princesa Signi y la pidió por esposa, a
pesar de que el corazón de Signi no estaba inclinado hacia el feroz guerrero.

Dispusiéronse las bodas en la sala en cuyo centro se erguía la encina. Grandes fuegos
ardieron en larga fila. Por la noche, cuando los barones estaban sentados junto a los
fuegos, sobre las pieles de oso, entró en la sala un hombre desconocido de todos. Llevaba
un gran manto azul y un sombrero de enormes alas echado sobre un ojo. Caminaba
descalzo; era muy alto, viejo y tuerto. En la mano llevaba una brillante espada, con la que
se acercó a la encina, clavándola en el tronco con tal fuerza, que penetró hasta el puño. Y
habló así a los barones, atónitos:

-Quien esta espada saque del tronco recíbala de mí como regalo, y mostrarán sus
hechos que nunca mejor espada manejaron las manos de los hombres. Dicho esto, el
desconocido desapareció. Era Odín, el dios de luz, padre de los ejércitos. En seguida se
esforzaron todos por apoderarse de la espada. Pero sus esfuerzos fueron vanos; nadie
consiguió moverla. Sólo la mano de Sigmundo logró arrancarla con la misma facilidad con
que se arranca del árbol una flor. Era la más hermosa espada que jamás se viera, y
Hunding deseó poseerla a toda costa. Ofreció a Sigmundo tres veces el peso de la espada
en oro; pero Sigmundo contestó con desprecio:

-Como yo, pudiste cogerla cuando estaba clavada en la encina. Si no lograste hacerlo
es que no te corresponde el honor de ceñirla.

Estas palabras irritaron a Hunding, que se vio escarnecido delante de sus barones. Y
aquella misma noche meditó su venganza. Al día siguiente dijo Hunding que quería
aprovechar el buen tiempo para regresar a su país antes de que los vientos crecientes le
cerrasen el mar. Signi, con el alma llena de tristes presentimientos, le acompañó a viva
fuerza. Y Hunding, al marchar, invitó al rey Welsa y a Sigmundo a ir a visitarle en su
reino ala vuelta de tres meses.

Por el tiempo convenido partió Welsa con Sigmundo y sus héroes hacia Gautlandia, a
hospedarse en casa del rey su yerno. Ya era de noche cuando tomaron tierra sus barcos.
Protegida por la obscuridad, llegó Signi a las naves y descubrió a su padre y a su hermano
que Hunding les preparaba una traición y había reunido un gran ejército para aniquilarlos.
Pero Welsa se negó a retroceder.

-No temo a la muerte -dijo-, que un día debe llegar para todos. He hecho voto de no
retroceder jamás ni por miedo, ni por fuego, ni por hierro. En cuanto a tí, suceda lo que
suceda, tu deber es estar al lado de tu esposo.

Así regresó Signi al lado de Hunding. Los welsas permanecieron aquella noche en las
naves, y a la mañana siguiente trabaron dura batalla con el ejército de Hunding. Welsa,
secundado por la espada sagrada de Sigmundo, animaba con enérgicos gritos a sus escasos
hombres, y por ocho veces irrumpió aquel día en las filas enemigas, asestando terribles
golpes con sus dos brazos. Pero a la novena vez hubo que sucumbir al número, y allí cayó
muerto el rey Welsa con todos sus héroes.

Sigmundo fue hecho prisionero; Hunding le arrebató su espada le reservó un tormento


más espantoso que la muerte. Solo y desnudo fue abandonado entre las fieras del bosque, y
allí vivió por espacio de varios años, en una caverna, en compañía de los lobos, que
aprendieron a respetar su fuerza y su fiereza. Hunding vivía tranquilo creyendo haber
aniquilado la temible raza de los welsas.

Un día, Extraviado por una fragorosa tempestad, Sigmundo se perdió en la selva, y


caminando a la ventura llegó ante la puerta de un palacio. Entró a pedir albergue y halló a
una hermosa mujer que, al reconocerle, se lanzó llorando en sus brazos. Era Signi, su
hermana, la cual le dijo:

-¡Oh, Sigmundo, hermano, todos los días te he esperado desde la muerte de mi padre!
Su sangre no ha sido rescatada y aguarda venganza. Hunding ha salido de cacería y pronto
regresará. Toma, Sigmundo, la espada que en casa de mi padre desclavaste del tronco de la
encina.

Sigmundo abrazó a su hermana. tornó la espacia, y bajando los establos, esperó allí
oculto entre la yerba. Poco después se oyeron los cuernos de caza y el ladrido de la jauría,
y Hunding, con cien hombres, entró en su palacio. Desciñeron las espadas, se quitaron los
cornudos cascos y las pieles de oso y se sentaron a la mesa llenando las copas de
hidromiel.

De pronto una puerta se abrió y Sigmundo se lanzó de un salto a la mesa del banquete,
dando un grito salvaje:

-!Welsa, Welsa!-

A1 reconocerle, el terror se apoderó de todos; pero su espada, rápida como el rayo, no


perdonó a ninguno. Allí cayó el feroz Hunding con todos sus hombres.

Después Sigmundo corrió al bosque; con su espada comenzó a derribar árboles, y


llevándolos en sus brazos los amontonó en la sala del banquete y prendió fuego a todo.
Finalmente, llamó a su hermana para que se fuera a vivir con él al bosque. Pero Signi le
contestó:

-Ya nada tengo que hacer en cl mundo, puesto que la sangre de mi padre está vengada.
Ahora sabré cumplir también como esposa muriendo con los míos.

Y así diciendo se arrojó a la hoguera.

Años después, Sigmundo, vencedor en cien combates y poseedor del reino de su padre,
se enamoró de Siglinda, la hija del rey Eulimi, la más hermosa y prudente de las mujeres.
Y a despecho de muchos otros pretendientes, se casó con ella, que también la amaba.

Entre los pretendientes desdeñados había uno de la estirpe de Hunding, el cual reunió a
sus guerreros y se dirigió contra Sigmundo, retándole públicamente. Los enemigos
llegaron de Gautlandia en sus barcos. Sigmundo envió a Siglinda al bosque; alzó su
bandera y mandó tocar los cuernos de guerra. Su tropa era mucho más pequeña que la de
los enemigos. Pero Sigmundo luchaba bravamente a la cabeza; ni broquel ni coraza
resistían sus golpes, repetidas veces rompió las filas contrarias. Largo tiempo duró la
batalla. Sigmundo tenía los dos brazos teñidos de sangre enemiga hasta por encima del
hombro.
Entonces apareció en el campo de batalla un desconocido. Llevaba un gran manto azul
un sombrero de enormes alas, echado sobre un ojo; era muy alto, viejo y tuerto. Avanzó
contra Sigmundo blandió delante de él su lanza de fresno; Sigmundo descargó su espada
contra ella, y la espada se rompió en cien pedazos. Entonces se trocó la fortuna, y
Sigmundo cayó en la batalla a la cabeza de sus hombres.

Por la noche Siglinda vino a llorarle sobre el campo.

Sigmundo, reuniendo todas sus fuerzas, le habló estas palabras:

-Los dioses me han derrotado. Odín no quiere ya quo yo ciña su espada, puesto que la
rompió, y ha elegido nuevos héroes. Tú llevas en tu seno un hijo mío que pronto ha de
nacer; Sigfrido será su nombre. Cuídalo bien, porque él será él más grande y glorioso de
los welsas. Conserva también los trozos de mi espada, que un día vendrá en que se forje
con ellos una nueva espada, aun más fuerte y hermosa. Nuestro hijo la llevará, y con ella
ha de realizar hazañas que nunca se olvidarán, su nombre vivirá lo que el mundo dure. Sea
éste tu consuelo. Adiós, Siglinda, yo te dejo; voy en busca de los amigos que me han
precedido en la muerte.

Con estas palabras Sigmundo entró en la agonía. Siglinda estuvo inclinada sobre él
hasta que expiró, cuando comenzaba a clarear el día. Cuando Sigmundo murió, volvió
Siglinda al bosque, y allí, en gran dolor y soledad, dio a luz, un niño. Y en seguida murió
también. Pero el niño creció como había vivido su padre, salvaje entre los animales del
bosque.

En el bosque habitaba un hábil herrero, conocedor del destino. Era un enano


nibelungo, llamado Mimir. Hacia su casa llegó un día un niño que salía corriendo de la
espesura, y cuando Mimir lo vio exclamó de alegría:

-He aquí a Sigfrido, el vástago de Sigmundo; el audaz héroe llegó a mi casa. Gran
botín me prometo de este lobezno.

Mimir educó a su lado al pequeño Sigfrido, enseñándole el oficio de la fragua; y


cuando el niño hubo crecido, incitó al joven héroe a matar al dragón Fafnir, que custodiaba
en el brezal de Gnita el prodigioso tesoro de los nibelungos: montones de oro y joyas, y el
yelmo encantado, que tenía la virtud de cambiar el rostro del que lo llevaba puesto.
También formaba parte del tesoro el anillo maldito de los nibelungos, que atraía la
desgracia sobre quien lo poseyera. El fabuloso tesoro había estado mil años bajo el agua
verde del Rhin, custodiado por tres ninfas. A ellas lo había robado el rey de los
nibelungos. Y a los nibelungos se lo arrebató el gigante Fafnir, el cual. por la maldición
del anillo, se transformó en un colosal dragón, que, oculto en el brezal de Gnita, dormía
siempre con los ojos abiertos sobre su tesoro.

El astuto Mimir, contemplando el valor indomable del joven Sigfrido, pensaba: "Este
lobezno de los welsas es el único sobre la tierra que sería capaz de matar al dragón Fafnir.
Si consigo que lo haga yo lo mataré a él cuando duerma, y el tesoro de los nibelungos será
sólo mio. Pero cuando Sigfrido oía contar el cuento del tesoro, se reía; a él nada le
importaba el oro, y sólo le gustaba saltar por las rocas tocando su bocina de plata y medir
su fuerza con los animales del bosque. Luego se burlaba del enano diciendo:

-Viejo remendón, si quieres que mate al dragón fórjame antes una espada que taje la
roca y el hierro. Mimir trabajaba afanosamente por forjar la espada deseada; pero cuando
estaba concluida, Sigfrido llegaba saltando del bosque, daba con ella un tajo en el yunque
y la espada se rompía. Un día, en el lugar del bosque donde su padre había, muerto, el
joven Sigfrido encontró los pedazos de una espada rota. Conoció que eran de la materia
más noble y decidió forjar con ellos una espada nueva. Se fue a la fragua, y ante el
asombro del nibelungo limó todos los trozos, reduciéndolos a polvo; los fundió luego
juntos en el fuego, templó el hierro ardiente en el agua fría del Rhin, y cuando la espada
estuvo terminada dio con ella un tajo en el yunque, y el yunque se rajó en dos pedazos.
Brillaba la espada como el oro, y sus filos parecían de fuego. Sigfrido la blandió
alegremente sobre su cabeza, y seguido por el enano se internó en el bosque en busca del
dragón.

Al cruzar el Rhin vio un rebaño de caballos salvajes los espantó a gritos,


persiguiéndolos hasta la orilla del río; pero al llegar al agua todos se encabritaron y
retrocedieron espantados, menos un potro. Entonces Sigfrido, alcanzándolo a nado, lo
tomó por suyo y le puso por nombre Grani. Y a caballo de Grani llegó al amanecer del día
siguiente al brezal de Gnita.

Allí estaba el dragón tumbado sobre su tesoro, a la entrada de una cueva. Era de
colosales dimensiones, parecido en la forma a un lagarto; su baba venenosa corroía la
carne y los huesos, y su cola de serpiente, al golpear las rocas, las hacía saltar como el
cristal.

Al ver al joven el dragón rugió sordamente y sus ojos lanzaron fuego. Se arrastró hacia
él haciendo retemblar la tierra a su paso. Quiso derribarle de un coletazo, pero Sigfrido le
hirió en la cola con su espada. Entonces el dragón, lanzando un rugido espantoso, se
abalanzó de frente contra él para aplastarle con todo su peso. Y Sigfrido aprovechó el
momento para hundirle su espada en el corazón hasta el puño. El monstruo, al sentir la
mortal herida, se estremeció y golpeó con la cabeza y la cola a su alrededor
desesperadamente, tanto, que los árboles saltaban en astillas.

El nibelungo, temblando de miedo, contemplaba la batalla escondido entre los


matorrales. Cuando el dragón quedó muerto, Sigfrido limpió la hoja de su espada en la
yerba y penetró en la cueva del tesoro. Despreció el oro y· sólo tomó el casco mágico, que
colgó de su cinturón, y el anillo maldito, que se puso al dedo sin conocer la fatalidad de su
poder

Después, sintiendo hambre arrancó el corazón del dragón y lo asó clavado en una
espina. Al ir a tocarlo para ver si estaba bien asado se quemó el dedo; se llevó el dedo a la
boca, y en cuanto la sangre del dragón tocó su lengua comprendió por arte de milagro el
lenguaje de los pájaros.

Estaba sentado bajo un tilo, y desde las ramas le habló un abejaruco, descubriéndole su
estirpe y su destino:

-De la estirpe de los dioses vienes, Sigfrido; welsas fueron tu padre y· tu abuelo.
Naciste de Siglinda, abandonada en el bosque, y del rey Sigmundo, muerto en el campo de
batalla. Has fabricado tu espada con los trozos de la espada de tu padre, rota por el mismo
Odín, dios de las batallas. Fatal te ha de ser el anillo que has conquistado hoy; guárdate de
la traición. El triunfo te aguarda, y tu fama será eterna como el mundo. Pero morirás joven,
al conocer el amor.

Sigfrido, sin importarle la voz que le hablaba de muerte, se llenó de gozo al conocer su
estirpe y saber que la sangre de los welsas corría por sus venas. Luego preguntó al pájaro:

-Dime, buen abejaruco, ¿dónde encontraré el amor?

-Sígueme -respondió el pájaro-. Dormida está la doncella en altas rocas, en la peña de


la Corza, rodeada de fuego. Sólo el valiente salvará el cerco de llamas y la despertará de su
sueño.

Y dicho esto, el abejaruco desplegó las alas. Sigfrido saltó sobre su fiel Grani y,
abandonando al nibelungo, siguió por el bosque el vuelo del pájaro.

Siguiendo el vuelo del pájaro, Sigfrido cabalgó hacia el Sur y· llegó ante la peña de la
Corza, rodeada de llamas. Un estrecho desfiladero conducía a la cumbre. Cuando se
disponía a subir le salió al paso un desconocido; vestía un gran manto azul y cubría su
cabeza con un sombrero de anchas alas; era muy alto, viejo y tuerto. Se colocó delante de
Sigfrido, cerrando el paso con una lanza, y le gritó:

-¿Hacia dónde caminas, joven héroe?

-En busca del amor. Voy a la cumbre, donde una doncella me espera, dormida entre las
llamas. -Detente. ¡Ay de ti si das un paso! Esa doncella es mi hija Brunilda; en otro tiempo
era una walkyria2, mensajera de las batallas. Pero un día, desobedeciendo mis órdenes
sagradas, quiso proteger en el combate al rei Sigmundo, y yo la desposeí de su divinidad,
transformándola en mujer. Le clavé la espina del sueño y la condené a un profundo sopor,
del que sólo la despertará aquel que no haya conocido el miedo.

2
Las walkyrias eran nueve hermanas, hijas de Odín. Guiaban a los héroes en el combate y llevaban loa
cadáveres de loa valientes al palacio de los dioses.
-Yo la despertaré -exclamó Sigfrido.

--Pues bien; demuestra antes tu valor. Atrévete a luchar con Odín, señor de los
ejércitos. Desenvaina tu espada contra esta lanza de fresno que un día rompió en cien
pedazos la espada del rey Sigmundo

-¡Ah! -gritó Sigfrido-. ¡Por fin encuentro al enemigo de mi padre!

Y desenvainando su espada se lanzó contra el dios. Al encuentro de las armas se oyó


un trueno espantoso y la lanza de fresno saltó hecha astillas.

-¡Tú eres el más valiente de los héroes! -exclamó Odín--. Pasa; no puedo detenerte.

Y envuelto en una niebla desapareció.

Sigfrido subió a caballo el desfiladero y llegó ante el cerco de fuego. Crepitaban las
llamas, retorciéndose como serpientes, y sus lenguas llegaban hasta el cielo. Sigfrido se
llevó a los labios su bocina de plata y clavó la espuela en los ijares de Grani, que
resoplando se lanzó de un salto en medio del incendio. las llamas chocaban furiosas contra
el cuerpo del héroe, resbalando sobre su coraza.

Al fin Sigfrido traspasó la muralla de fuego y, dormido bajo un pino de copa redonda,
vio a un guerrero armado de yelmo y coraza en el centro de un círculo de escudos blancos
y rojos.

Se acercó a él, saltando sobre los escudos; le quitó el yelmo, rasgó con su espada el
acero de la coraza de arriba abajo, y vio que era un hermosísima doncella

Al abrirse la coraza despertó la durmiente, y preguntó, enderezándose:

-¿Quién ha atravesado por amor el fuego? ¿Quién ha roto las pálidas ataduras de mi
encantamiento?

-Ha sido Sigfrido el welsa, el hijo de Sigmundo. Su espada ha roto tu sueño.

-Salve a ti, ¡oh Sigfrido¡, a quien esperaba mi corazón.


-Salve a ti, ¡oh Brunilda! Mi amor y mi espada te despiertan a la vida.

Y Brunilda y Sigfrido, en prenda de amor, cambiaron sus anillos. De este modo


Sigfrido, sin saberlo, condenaba a muerte a su amada entregándole el anillo de los nibe-
lungos, cuyo fatal poder no conocía.

Tres días permaneció el héroe en la peña de la Corza. Pasado este tiempo decidió dejar
allí a Brunilda para volver a buscarla cuando hubiera castigado a todos los enemigos de su
padre y reconquistado su reino.

Cruzó el mar hacia Gautlandia en medio de una violenta tempestad. Las olas
chorreaban por el barco como el sudor por los costados de un caballo en la batalla. Sig-
frido, erguido en la proa, tocaba su bocina de plata desafiando alegremente la borrasca :

-¡Aquí está Sigfrido sobre los árboles del mar! El vencerá a las olas y vengará la
muerte de los welsas.

Y a su voz amaina la tormenta y cede el oleaje.

Así llegó a la tierra de los hijos de Hunding, donde encendió una tremenda lucha con
los enemigos de su estirpe, venciéndolos a todos y arrebatándoles su reino.

Una noche, navegando de regreso hacia el Sur en una barca sobre el Rhin, atracó
Sigfrido a la puerta de un gran palacio. Era la casa del rey Gunar, el cual tenía un hermano
bastardo llamado Hagen, hijo de nibelungos, y una hermana llamada Grimilda, hermosa
entre las mujeres. Gunar era un joven héroe que sabía apreciar el valor, y acogió gozoso en
su palacio a Sigfrido, colmándole de honores.

Pasaron muchos días divertidos en cacerías y festines, y Gunar y Sigfrido se juraron


eterna amistad, haciendo gotear juntos su sangre sobre la huella del pie en señal de sagrada
alianza.

Grimilda se enamoró del hijo de los welsas, que guardaba puro su corazón para
Brunilda. Y un día, cegada por su amor, le preparó una bebida mágica, que hacía olvidar el
pasado. Mezclada en la copa de hidromiel se la ofreció en el banquete. y al beberla,
Sigfrido sintió nublarse su pasado, y de su memoria se borró el amor de Brumilda y la
promesa que los unía. De este modo Grimilda logró sus propósitos, y al día siguiente
celebró sus bodas con Sigfrido, que ya no pensó más en dejar el palacio.

Pasó algún tiempo. Un día Gunar oyó hablar de una doncella encantada que vivía en la
peña de la Corza rodeada de fuego y decidió ir allá a conquistarla. Sigfrido, sin acordarse
de nada, le acompañó en la aventura.

Juntos llegaron a la cumbre. Gunar trató de atravesar la muralla de llamas, pero su


caballo retrocedió, relinchando, espantado. Quiso repetir la prueba montado en Grani, pero
el caballo de Sigfrido también se negó a avanzar bajo las piernas de Gunar. Entonces
Sigfrido se ofreció a realizar la empresa por su hermano de sangre; se puso el yelmo
encantado que conquistara en la cueva del dragón, y su rostro se cambió por el de Gunar.
De este modo Sigfrido atravesó nuevamente las llamas v el círculo de escudos.

Brunilda, al ver avanzar al desconocido, retrocedió sorprendida, exclamando:

-¿Quién es el atrevido que atraviesa mi cerco de fuego?

-Soy el rey Gunar -respondió Sigfrido-. Prometida estás al que atraviese las llamas, y
conmigo vendrás a mi palacio.

--Imposible -dijo Brunilda--. Mi corazón es de Sigfrido el welsa, cuyo retorno aguardo.

-En vano aguardas -respondió Sigfrido riendo-. El welsa se ha desposado con la


hermosa Grimilda mi hermana, y vive feliz en sus brazos.

Al oír esto, Brumilda se llenó de celos y de ira contra el perjurio, y se decidió a


acompañar a Gunar meditando una venganza. Al bajar de la peña de la Corza, Gunar y
Sigfrido cambiaron nuevamente sus rostros, y fueron hasta el palacio sin hablar una
palabra en el camino.
Sin alegría se celebraron las bodas de Gunar y Brunilda. La Hermosa no podía
contener su llanto, y cuanto más meditaba su venganza, más sentía crecer su amor por el
rey Sigfrido. Al caer la tarde salía del palacio y caminaba llorando, cubierta de nieve y
hielo, mientras Grimilda subía con su amado al lecho y cerraba en torno las colgaduras.

Tampoco Sigfrido era feliz. Cuando sus ojos se encontraban con los de Brunilda, su
corazón se llenaba de pena, queriendo recordar; pero en su memoria había una laguna de
nieblas. Y apartaba los ojos de Brunilda, sobrecogido de temor.

Un día Brunilda descubrió el poder mágico del yelmo, y supo que el propio Sigfrido la
había conquistado por segunda vez en figura de Gunar. Entonces, desesperada por el
silencio y la ingratitud del héroe, habló a su marido, incitándole a la venganza:

-Sigfrido te ha traicionado, ¡oh Gunar! El fue mi primer esposo, atravesando las llamas
antes que tú. Tres· días permaneció conmigo en la peña de la Corza, y te lo ha ocultado.
He aquí su anillo, que me entregó en prenda, de amor.

Gunar lloró de dolor al saber esto. Su corazón clamó venganza; pero recordó el
juramento sagrado que le unía a Sigfrido: juntos habían hecho gotear su sangre en señal de
alianza, y su espada no podía romper la fe jurada.

Entonces llamó a su hermanastro Hagen, hijo de nibelungos, que no había hecho


alianza de sangre con Sigfrido; incitó sus instintos contra la welsa, prometiéndole el tesoro
del Rhin conquistado al dragón. Le enardeció con bebidas y le dio a comer carne de lobo,
hasta que Hagen, salvaje y borracho, juró la muerte del héroe.

Allí en el bosque de encinas, junto al Rhin, al pie de la fuente fría, donde antaño
custodiaron las ninfas el tesoro de los nibelungos, allí se consumó la gran traición Allí
murió el brillante héroe del Sur.

Sigfrido llegó a la fuente cansado de la cacería, se despojó de su escudo y de su espada


y se sentó a reposar junto a Grani, que pacía entre la yerba. El abejaruco le habló desde la
rama de un tilo:
-Morirás joven, héroe sagrado; la traición te acecha. Tu corazón está ciego por un
brebaje que Grimilda te dio a beber en la copa de hidromiel. ¿No recuerdas a Brunilda, la
hija de los dioses, tu esposa de tres días? Bebe de la fuente fría, Sigfrido, y tu corazón
recobrará la memoria.

Sigfrido se inclinó de bruces sobre la fuente. Según bebía, sus sentidos se aclaraban. Y
vio a Brunilda dormida bajo el pino, dentro de su círculo de escudos, rodeada de llamas; la
vio despertarse cuando su espada le rasgó la coraza...

De pronto dos cuervos volaron sobre la fuente. Entre la sombra de la noche, saliendo
del bosque, apareció Hagen, y blandiendo su lanza en el aire la lanzó contra Sigfrido,
clavándosela en la espalda. La sangre del héroe tiñó la fuente y su rostro se hundió en el
agua roja. Su caballo huyó, relinchando espantado, por la selva.

Los guerreros de Gunar llevaron al palacio el cadáver sagrado, tendido sobre su


escudo, y alumbrando la noche con antorchas. Grimilda se retorcía las manos de dolor,
llenando el aire con sus gritos.

Brunilda, pálida y fría, dispuso la ceremonia fúnebre. Hizo levantar en el bosque una
enorme pira de troncos de fresno, rodeada de colgaduras y escudos; en lo alto de la pira,
dividiéndola en dos mitades, puso la invencible espada de Sigfrido. Colocó a su lado el
cadáver sagrado, cubierto de ricas pieles, y todos sus tesoros y sus armas de caza y de
guerra. También ella se adornó de joyas y collares. Con sus propias manos encendió una
tea de resina olorosa y prendió fuego a la pira.

Luego, cuando las llamas se elevaron, enrojeciendo la noche, habló a todos:

-Yo voy a morir también; así lo quiere mi amor y este anillo de los nibelungos que
reluce en mi dedo. Sólo a Sigfrido he amado, y no pudiendo vivir al lado del héroe, yo
misma he pedido su muerte, para morir junto a él. Unidas irán al viento del bosque
nuestras cenizas.

Y diciendo estas palabras se arrojó a la pira, al lado de Sigfrido. Una misma llama los
consumió a los dos separados por el filo de la espada.
Guillermo Tell3

Leyenda Suiza

Entre las crestas heladas de los Alpes, a orillas de los altos lagos que reflejan la nieve,
vivían los hombres libres de Suiza. A ellos les llegaba el sol de la mañana antes que a los
pueblos de las tierras bajas. Sus aldeas, blancas y limpias, se enlazaban a través de las
montañas por empinados senderos tallados en la roca viva, tendidos con barandales sobre
los precipicios, y bordeados de negras cruces de madera en memoria de los viajeros
sepultados por la nieve de las avalanchas.

Un valiente cazador fue el libertador de Suiza hace seiscientos años. Nació en el


cantón de Uri. Se llamaba Guillermo Tell.

Su enemigo,ll gobernador Gessler, ejercía la tiranía en nombre del Emperador de


Alemania, insultaba a los pobres, pisoteaba a los humildes, atropellaba sus derechos, su
haciendas y sus honras.

Pastores, cazadores y pescadores, hombres esforzados y humildes de las altas


montañas nevadas, veían con desaliento cómo día tras día el yugo del tirano apretaba cada
vez más el cuello de su patria. Pero dice la leyenda que una fría y oscura tarde de octubre a
orillas del lago de los Cuatro Cantones se dio el inicio del final de la injusticia:

De pronto un leñador, con el cabello revuelto y los ojos desorbitados de angustia, llegó
corriendo del bosque y se lanzó de rodillas clamando:

-¡En el nombre de Dios, barquero, sálvame! Desamarra tu barca y pásame a la otra


orilla. Los jinetes del gobernador me persiguen. Uno de sus criados atropelló mi choza, y
mi hacha le ha dado muerte. ¡Sálvame. barquero!

3
Guillermo Tell es el héroe nacional de Suiza, libertador de su patria en contra de la tiranía de Gessler.
La leyenda ha envuelto, embelleciéndola, su figura histórica, objeto de veneración en los pueblos alpinos.
Todos retrocedieron con espanto ante estas palabras. Un relámpago alumbró los
montes y un terrible trueno rodó por los valles. El vendaval se desató, barriendo los
desfiladeros, y las aguas del lago se encrespó en negros oleajes.

El barquero miró con angustia al leñador, arrodillado a sus pies, y temblando ante la
tempestad. Las aguas del lago bramaban ahora como un mar enfurecido y la noche se
adelantó.

-No puedo ayudarte -dice el barquero-. La borrasca volcaría mi bote y las aguas nos
tragarían a los dos. Que el cielo te proteja.

El leñador lloró desesperado sobre la yerba. A la claridad de los relámpagos se vieron


aparecer a lo lejos los jinetes del gobernador.

Entonces un nuevo cazador se acercó a la orilla al oír los sollozos desesperados del
fugitivo. Traia al brazo una ballesta y el haz de flechas a la espalda. Llevaba una gorra de
piel. Las piernas desnudas y sandalias de cuero con plantas de madera. Los cazadores lo
reconocieron y lo saludaron con respeto. Era Guillermo Tell, el fuerte cazador de Uri.

--¿Dejarás morir a este hombre -dice Tell- a la orilla misma del lago que es su
salvación? Es un hermano de esclavitud que ha tenido el valor de revelarse contra los
tiranos. ¡Pronto, barquero, desamarra su barca!

-No puedo, Tell. Tú conoces como yo el remo y el timón, y sabes que nada puede
intentarse contra la tempestad furiosa.

-Ea, barquero, los jinetes llegan. El lago sentirá acaso lástima del fugitivo; el
gobernador, no. Desatraca tu barca.

-¡No! Ni por mi hijo lo haría; hoy es el día de San Tudas y el lago se enfurece
reclamando una víctima. Como todos los años.

-Entonces, barquero, en el nombre de dios, déjame tu barca.


Así dijo Tell el cazador. Y desatando la barca subió a ella con el leñador y empuñó en
sus manos los remos. Cuando llegaron los jinetes, al verse burlados, descargaron su rabia
contra los cazadores, atropellaron con sus caballos el ganado, incendiaron furiosos las
chozas de los pastores, que huyeron entre la tempestad y la noche. A la luz de los
relámpagos Guillermo Tell remaba vigorosamente sobre el lago encrespado y ganaba la
otra orilla.

Todos los días corrían por las aldeas de la montaña noticias de nuevas desgracias y
afrentas. Gessler, el orgulloso gobernador de Uri, ejercía sobre los duros montañeses
suizos la tiranía más odiosa en nombre del Emperador. Insultaba a sus mujeres, incendiaba
sus chozas y arrasaba sus haciendas y rebaños. El anciano Mechthal, con las órbitas
sangrientas y vacías; recorría las montañas pidiendo venganza: Gessler había mandado
arrancarle los ojos en castigo de la falta cometida por su hijo.

Las húmedas mazmorras aguardan a los hombres libres. Y para probarlos, Gessler ha
ordenado colocar en la plaza, en la punta de un palo, el sombrero ducal, al que todos
deberán saludar respetuosamente, como si fuera el gobernador en persona.

Ante semejante burla los hombres se llenan de ira y de vergüenza. Pero el no obedecer
cuesta la. vida, y los escasos transeúntes que se ven forzados a atravesar la plaza, hombres,
mujeres y niños, tragándose, su sonrojo, se descubrían y se inclinaban ante el espantajo de
la tiranía.

Una tarde mientras sus dos hijos, Gualterio y Guillermo, jugaban a su lado. Guillermo
Tell le comentó a su esposa:

-Un día estallará en todos los cantones la revolución, y entonces mi arco se unirá a las
hachas y picas de mis hermanos. Sólo temo por la suerte de nuestros hijos. Gessler me
odia no sólo porque he salvado a un leñador perseguido por sus jinetes, sino porque le he
visto a él, el orgulloso gobernador, temblar en mi presencia. Fue hace unos días; cazaba yo
junto a un precipicio, en un despeñadero solitario, y al avanzar por un desfiladero abierto
entre los peñascos me encontré al gobernador que venía solo en dirección contraria. No
podía retroceder porque sobre su cabeza se elevaba la roca viva, y abajo a sus pies, brama-
ba despeñándose el torrente. Cuando me conoció y me vio avanzar hacia él con mi arco en
la mano, palideció, temblaron sus rodillas, y comprendí que estaba a punto de caer al
precipicio. Entonces me dio lástima de él; le sostuve y le saludé humildemente, siguiendo
luego mi camino. Pero ha temblado delante de un hombre del pueblo, y sé que jamás me
perdonará esta humillación.

Luego, volviéndose a sus hijos, les dijo:

-Ea, pequeños; bajaré hoy a la ciudad. ¿Quién quiere acompañarme?

Enseguida Gualterio dejó su juego y corrio hacia él: -Yo iré, padre. Quiero andar
siempre contigo y aprender a cazar.

Tell se echó sobre los hombros su zamarra de piel, tomó su ballesta y sus flechas y
emprendió el camino con el pequeño Gualterio.

Esa noche en un claro del bosque, rodeado de altos ventisqueros, bajo los abetos
nevados, se celebraba una extraña asamblea a la luz de la luna. Por los empinados
senderos protegidos con barandales de madera van llegando campesinos, pastores y
cazadores de todos los cantones, alumbrándose con antorchas.. Son conjurados de todos
los pueblos que van a celebrar asamblea con arreglo a sus antiguos fueros para alzarse en
rebelión contra el tirano.

Pero el más esperado, Guillermo Tell, el cazador, no llegó a la reunión. ¿Qué habrá
sido de él? Nadie lo sabe.

Los conjurados sumaban en total treinta y tres. Representaban la voluntad de todos los
cantones en cuyo nombre han venido, y, con arreglo al ritual de sus abuelos, comenzaron
la asamblea en torno a la hoguera. Se colocaron en círculo, clavando sus armas en el
centro. El más anciano los presidió y habló:

-¡Hombres libres de todos los cantones, representantes del pueblo! Oid lo que nos
contaron nuestros abuelos. Había antiguamente un gran pueblo en el Norte que padecía
hambre cruel. En tal situación resolvieron que la décima parte de sus habitantes
abandonara el país en busca de nuevas tierras deshabitadas. Así llegaron los emigrantes,
hombres y mujeres, a estas montañas, entonces desiertas. Nuestros bosques de abetos y
nuestros lagos helados les recordaron su patria, y aquí decidieron quedarse. Edificaron
nuestro viejo castillo, talaron el bosque en torno a los lagos, levantaron sus chozas junto a
las fuentes y roturaron la tierra. Así nació un pueblo donde antaño sólo habitaban los osos.
Ellos extinguieron la raza del dragón venenoso de nuestras lagunas, construyeron nuestros
caminos tallados en la roca y engendraron a nuestros antepasados. Somos, por tanto, un
pueblo libre nacido del trabajo y del esfuerzo. Vosotros, nietos de aquellos héroes,
¿renunciaréis algún día a vuestra santa libertad?

-¡Nunca! –contestaron todos levantando la mano derecha.

-Pues bien: Gessler, el gobernador extranjero, no nos reconoce como hombres libres,
no respeta nuestras leyes ni nuestros sentimientos, usurpa nuestros bienes y nos cubre de
infamia con sus crueldades. ¿Juran todos luchar contra la tiranía de Gessler?

-¡Juramos! -vuelven todos a contestar levantando sus manos.

-¡Queremos ser libres!

Los conjurados lo repiten. Lo repiten por tres veces con las manos en alto y se abrazan.
Después se alejan por tres caminos diferentes

La hoguera se apaga y comienza a amanecer sobre los montes de hielo.

¿Por qué Guillermo Tell, el mejor de los hombres de Uri, no acudió a la asamblea del
pueblo? Aquella misma: noche el famoso cazador había sido apresado, cargado de cadenas
en la fortaleza de Gessler.

Y Gessler, seguido de su séquito, aparece en la plaza. Va de cacería con su halcón al


puño, en medio de lujosos pajes y escuderos. Se acerca al grupo, y al enterarse de lo
sucedido se vuelve al famoso cazador con una sonrisa cruel:
-¿Sabes, Tell, cómo castigo yo a los rebeldes y a los traidores? La fortaleza de Altdorf
tiene mazmorras que se honrarán en acogerte para toda la vida. ¿Quién es ese niño que te
acompaña?

-Es mi hijo, señor.

-¿Quieres mucho a tu hijo, Tell? -Con toda el alma, señor.

-¿Y no te daría pena verlo también en la cárcel, en un calabozo subterráneo? Pero no


tengas miedo, Tell yo voy a darte el medio de salvar a tu hijo. ¿No eres tú el más famoso
cazador de los Alpes, que jamás yerra el blanco?

- Jamás! -contesta el niño lleno de noble orgullo-. Mi padre, a cien pasos, derriba una
manzana del árbol.

-Bien, muchacho. Puesto que tu padre es tan hábil, va a dar una prueba de su destreza
aquí delante de todos. Toma tu ballesta, gran cazador, y a ver si a cien pasos aciertas a una
manzana en la cabeza de tu hijo.

Ante esta bárbara orden los hombres del pueblo retroceden asombrados. Tell siente
flaquear su fuerza y sus ojos se nublan.

-¡Eso nunca! -exclama dejando caer su ballesta. Prefiero morir.

Gessler, desde su caballo, alcanza una manzana de un árbol.

-Vamos, plebeyos, despejad el sitio. Cuéntense los cien pasos. ¿Por qué tiemblas, Tell?
Será para ti una magnífica hazaña. Pero ten cuidado no te tiemble el brazo, no sea que
atravieses la cabeza en vez de la manzana.

-¡No tiembles, padre! -grita entonces Gualterio-. Dadme la manzana; yo esperaré sin
miedo la flecha. -Atadle a ese tilo -dice Gessler.

-No, no me atéis. No me moveré, ni pestañearé, ni respiraré siquiera. ¡Tira, padre!


Gualterio ha corrido a ponerse bajo el tilo con la manzana sobre la cabeza. Los
hombres aprietan los puños y las mujeres se tapan el rostro llenas de angustia. Gessler
mira sonriendo al gran cazador, que está a punto de desplomarse:

-¡Tira, cobarde¡ Y aprende que sólo tiene el derecho de llevar armas el que sabe
usarlas.

Entonces Guillermo Tell se recobra. Mira fríamente al gobernador y pide dos flechas.
Guarda una en el pecho y pone la otra en el arco. El niño espera sin temblar en medio de
un mortal silencio. Tell tensa la cuerda con firmeza, apunta conteniendo la respiración y la
flecha salta limpia atravesando la manzana y va a clavarse temblando en el tronco del tilo.

Un murmullo de admiración y de gozo se levanta de todos los pechos, y Gessler se


muerde los labios despechado. Tell corre a abrazar al niño, y todo el llanto contenido se le
desborda ahora sobre el rostro del hijo.

-Esta bien -dice Gessler-. Ha sido un buen tiro. Pero ¿por qué pediste dos flechas?

Tell se vuelve a el mirándole severamente.

-La otra era para ti si hubiera matado a mi hijo. ¡Y ésa te juro que no me hubiera
fallado!

Por esta respuesta Guillermo Tell ha sido preso y cargado de cadenas. El mismo
Gessler le lleva en su barca abanderada y roja, hacia una lejana fortaleza, donde piensa
sepultarle en vida.

Pero una terrible tempestad se desencadena en el lago, y Gessler, fiando más en la


habilidad de Tell que en la de sus pilotos manda desatarle y le entrega el timón.

La tempestad, impulsada por el vendaval de San Gotardo, ruge en el estrecho lago


como una bestia contra los barrotes de su jaula. El gran cazador conduce la barca: a través
de las negras olas y con un rápido viraje la acerca a un escollo. Entonces salta con su
ballesta a tierra y con el pie da un vigoroso empujón a la barca, que vuelve a internarse en
el lago.

De este modo Guillermo Tell se ve nuevamente libre en la montaña. Lleva su ballesta


al hombro y en el seno la flecha que guardó ayer al disparar sobre su hijo.

Por espacio de muchos días vaga por los agrestes picachos nevados, rondando de
noche su choza, adonde sabe que han de llegar un día los esbirros del gobernador para
prender a su esposa y a sus hijos.

Entretanto, Gessler ha logrado salvarse del naufragio y prepara una gran fiesta en su
castillo.

Por el camino que conduce al palacio del señor ¡cuántas gentes diversas pasan todos
los días! Allí ponen su planta el mercader y el peregrino, el monje y el salteador nocturno
y el alegre trovador y el buhonero cargado de baratijas. Pero de todos, ninguno tan extraño
como ese cazador que desde un alto matorral vigila hoy el camino. Lleva una gorra de piel,
desnudas las piernas, y calza fuertes sandalias de cuero con plantas de madera. En su
ballesta sólo hay una flecha, y sus ojos no se apartan un momento del camino.

Ahora cruza un cortejo nupcial, al son de rabeles pastoriles. Pasan después unos
soldados cantando con las lanzas al hombro. Más tarde una mujer del pueblo, descalza,
rodeada de sus hijos, sucios y hambrientos. No puede caminar más y se sienta en un
recodo al borde del sendero.

Luego aparece un brillante acompañamiento de pajes y escuderos y un caballero


resplandeciente de oros y sedas. Es Gessler el gobernador.

Al llegar al recodo, la mujer se arrodilla en medio del camino, delante de su caballo:

-¡Justicia, gobernador! Mi marido yace preso en vuestros calabozos sin haber cometido
delito. Mis hijos se me mueren de hambre en nuestra choza, sin pan y sin leña. ¡Justicia!

-¡Aparta! -grita Gessler-. Déjame en paz y presenta tu memorial en el castillo.


La mujer se inclina de bruces, besando el suelo. Sus hijos se arrodillan a su lado
cerrando el paso.

-¡Perdón para mi marido inocente! Pan para mis hijos . . . ¡Justicia, gobernador!

-¡Aparta! -vuelve a gritar Gessler iracundo.

Y clavando las espuelas hace encabritar a su caballo, dispuesto a lanzarlo sobre los que
lloran de rodillas. Entonces una flecha, disparada desde lo alto del matorral, silba en el aire
y va y clavase certera en el corazón del tirano.

Gessler se contrae de dolor y cae derribado hacia atrás sobre el arzón. Con la mano
crispada se arranca la flecha y la contempla con sus ojos turbios.

-¡Ah, bien conozco de quién es esta flecha!

-¡Te la tenía prometida! -exclama Guillermo Tell apareciendo en lo alto del matorral-.
¡ Acuérdate, es la que guardé aquél día junto al tilo de Altdrof!

Gessler cae de su caballo y muere en medio de sus criados, que le contemplan


sobrecogidos de terror , sin lástima.

Aquella misma noche en todas las cumbres de los Alpes se levantaba el humo de las
hogueras dando la señal. Las campanas se echan a vuelo en la sombra. Las fortalezas de la
tiranía son arrasadas; saltan en astillas las puertas de las cárceles. Y el alba del nuevo día
alumbra a un pueblo libre, de pastores y cazadores, de pescadores y campesinos
encallecidos en el trabajo, que se abrazan bendiciendo un nombre libertador: Guillermo
Tell.
LA HISTORIA DE LA PRINCESA ETHLINN4

Leyenda Celta

La historia trata de que Balor, el rey de los Fomori, había oído en una profecía
Druídica5 que él sería asesinado por su nieto. Su único hijo era una pequeña niña llamada
Ethlinn. Para evitar el presagio él, al igual que Acrisios, padre de Danae, en la mitología
griega, la encarceló en un alto torreón que mandó construir en un promontorio escarpado,
el Tor Mōr, en la Isla de Tory. Él puso a la muchacha a cargo de doce matronas, que
fueron encargadas estrictamente de impedirle que viera la cara de un hombre en su vida, o
incluso enseñarle que no había ningún ser de diferente sexo al suyo. En este aislamiento
Ethlinn creció y se convirtió –como todas las princesas secuestradas– en una doncella de
superior belleza.

Ocurrió que había en el continente tres hermanos, a saber, Cian (o Cian), Sawan, y
Goban el herrero, el gran armero y artificiero del mito irlandés, que se corresponde a
Wayland Smith en la leyenda germánica. Cian tenía una vaca mágica, cuya leche era tan
abundante que todo el mundo quería poseerla, y él tenía que guardarla bajo una estricta
protección.

Balor decidió que él poseería esa vaca. Un día Cian y Sawan vinieron a la fragua para
recoger algunas armas que habían encargado para ellos; habían traído acero fino para ese
propósito. Cian entró en la fragua y dejó a Sawan a cargo de la vaca. Balor apareció ahora
en escena, asumiendo la forma de un pelirrojo muchacho, y le dijo a Sawan que él había
oído por casualidad a los hermanos dentro de la fragua preparar un plan para usar todo el
acero fino para sus propias espadas, dejando el metal común para las de Sawan. Este
último, lleno de rabia, le dio el ronzal de la vaca al muchacho y entró corriendo dentro de
la fragua para poner fin a esta vil estratagema. Balor se llevó la vaca inmediatamente, y la
arrastró hacia el mar a la Isla de Tory.

4
Los Celtas se desarrollaron entre el Rin y el Danubio. Entre el 2000 y el 1700 a. C. Comenzaron los
primeros movimientos migratorios, llegando a la Galia y la Gran Bretaña. En el siglo III a. C. Momento de
Cian entonces determinó vengarse de Balor, y con este fin buscó consejo de una
druidesa llamada Birog. Vistiéndose con ropas de mujer, fue llevado con hechizos
mágicos por el mar, donde Birog, que le acompañaba, representó ante los guardianes de
Ethlinn que eran dos nobles señoras que habían llegado hasta la costa escapando de un
raptor, y rogaron por un refugio. Fueron admitidos; Cian encontró el medio de tener
acceso a la Princesa Ethlinn mientras las matronas fueron puestas por Birog bajo el
hechizo de un letargo encantado, y cuando despertaron Cian y la Druidesa habían
desaparecido cuando vinieron. Pero Ethlinn le había dado su amor a Cian, y pronto sus
guardianes averiguaron que ella iba a tener un niño. Temiendo la ira de Balor, las
matronas la persuadieron de que toda la transacción no era más que un sueño, y no dijo
nada sobre eso; pero a su debido tiempo Ethlinn dio a luz tres hijos en un nacimiento.

Las noticias de este hecho llegaron a Balor, y enojado y temeroso ordenó que los tres
infantes fueran ahogados en un remolino lejos de la costa irlandesa. El mensajero que fue
encargado de llevar a cabo esta orden envolvió a los niños en una sábana, pero al llevarlos
al lugar fijado el alfiler de la sábana se soltó, y uno de los niños cayó en una pequeña
bahía, conocida actualmente como "Port na Delig", o el Puerto del Alfiler. Los otros dos
bebés fueron ahogados como estaba previsto, y el sirviente informó que su misión había
sido cumplida.

Pero el niño que había caído en la bahía fue protegido por las Druidesas, que lo
llevaron a la casa de su padre, Cian, y Cian lo dio en acogida a su hermano el forjador, que
le enseñó su propio oficio al niño y consiguió que fuera un experto en cualquier tipo de
habilidad y trabajo manual. Este niño era Lugh. Cuando él creció y se convirtió en un
joven los Danaans lo pusieron a cargo de Duach, "La Oscuridad", Rey de la Gran Llanura
(El País de las hadas, o "La Tierra de los Vivos", que también es la Tierra de los Muertos),
y aquí él habitó hasta que alcanzó la virilidad.

máximo esplendor, la dominación Celta iba desde Gran Bretaña y la Península de Ibérica en el O, a los
Balcanes en el E.
5
Druidas eran los antiguos sacerdotes de los galos y británicos.
EL PRÍNCIPE IGOR6

Leyenda Rusa

El príncipe Vsievalod, apodado el Uro a causa de su fuerza descomunal, anima a su


hermano Igor a incursionar en contra de los polovsianos; sus tropas de consumados jinetes
y guerreros esforzados se encuentran ya listas. Al disponerse a partir, Igor es avisado de su
desgracia futura por ciertos presagios funestos: un eclipse solar sume en tinieblas el
campamento del príncipe. Sin embargo, Igor no los toma en cuenta porque prefiere la
muerte guerreando que soportar las invasiones bárbaras. El díos Div lanza su grito de
advertencia:

Con las riendas de oro en la mano,

el príncipe Igor, cabalgando a campo abierto, cubre con su sombra el camino;

la noche -furiosa- con una tempestad de pájaros provoca el rugido de las fieras;

Desde la copa de un árbol, Div les lanza su grito como un polovsiano en ronda hacia
los ríos Sula, Surozh, Pomoire Korsuna, rodeando todo el khan.

Los polovsianos se enteran del ataque ruso y se dirigen con todas sus carretas rumbo al
río Don. Después de una noche tranquila, al salir el sol los rusos desenvainan sus espadas
y se aprestan para el combate que termina con la derrota polovsiana:

Cuando el viernes amaneció entre nieblas. volando como flechas por el campo

6
La más importante obra del género épico escrita en Rusia. Es el Canto de las huestes de Igor (Slovo o polku
Igoreve), también llamada El príncipe Igor, en la que se relata la fracasada campaña en contra de los
polovsianos emprendida por el príncipe Igor de Novgorod-Seversk en compañía de algunos pueblos aliados,
allá por el 1185. Se cree que fue escrito entre 1185 y 1187 por un testigo ocular de los hechos relatados en el
poema. En 1795 el conde Alexander Ivanovich Musin-Puchkin, anticuario, encontró el cantar entre unos
manuscritos pertenecientes al monasterio Spaso-Yaroslavski, escrito del cual se hicieron dos copias; en una
de ellas se basó el texto impreso en 1800, pero lamentablemente se perdió en el incendio de Moscú durante
la invasión napoleónica de 1812 a Rusia.
los rusos barrieron las tropas de los infieles polovsianos y tomaron rápidamente a las
doncellas polovsianas. Se adueñaron de oro sin cuenta,

con los mantos escarlata del enemigo construyeron puentes sobre los pantanos, y
como trofeo, el valeroso Igor tomó

el estandarte blanco y púrpura, con empuñadura y lanzas de plata y no quiso mayores


bienes.

Los príncipes rusos pasaron la noche en el campo de batalla, en tanto los polovsianos
recibían refuerzos mandados por Gzak y Konchak.

Los presagios nefastos se repiten: un negro nubarrón cubre las tiendas de los cuatro
príncipes (Vsievalod, Igor, Oleg y Sviatoslav).

Se desarrolla un nuevo combate. Avanzan los polovsianos -nietos de Striborg, dios de


los vientos-, vuelan las flechas, la tierra se estremece con el galope de los caballos. En la
polvareda producida por los polovsianos, sus estandartes rodean a los rusos que cierran
filas con sus escudos:

La tierra madre lanza un gemido húmedo; los ríos corren turbios,

y, arrastrándose, el polvo cubre el campo

¡Llegan los polovsianos! Los estandartes se entrelazan. Procedentes del Don se


escuchan sus gritos.

El enemigo derriba las tiendas; pero llenos de espíritu guerrero, los rusos cierran
filas. cercan la estepa escudo con escudo.

Las tropas de Igor se baten denodadamente. Sus flechas, sables y lanzas causan gran
mortandad.

Antes del amanecer, el príncipe trata de hacer retornar al combate a quienes han
emprendido la fuga, pero es capturado y tres días después los rusos son derrotados,
llenándose de pena la estepa por los vencidos. Se lamentan las esposas e hijas de los
muertos, junto con Karna y Yalia (dioses funerarios rusos). Los extranjeros aliados
(venecianos. griegos y moravos) honran al príncipe Sviatoslav y maldicen a Igor por haber
atraído la desgracia sobre la tierra rusa y sus pueblos.

Sviatoslav, en Kiev, reúne a sus boyardos (grandes feudatarios del zar) y les cuenta el
sueño que tuvo la noche anterior: sobre su cama, lo habían vestido con un velo negro y
sobre su cuerpo vertían vino azul, además de cubrirlo con perlas; unos cuervos
presagiaban desgracias en Pleisienska. Los boyardos explican al príncipe que su sueño se
refiere a sus hijos y cómo fueron vencidos por los polovsianos.

En las orillas del mar azul, las doncellas godas comercian con el oro ruso y son felices
mientras las mesnadas rusas sólo son acechadas por la desdicha.

Sviatoslav reprocha a Igor y al príncipe Vsievalod haber atacado antes de tiempo:

¡Dónde quedó la victoria del bisabuelo Ustedes decidieron tentar a la fortuna diciendo
"Con nuestra fuerza conquistaremos la gloria y compartiremos la de los tiempos antiguos.
" ¿No es un prodigio para el viejo el rejuvenecer?

Inmediatamente después se exhorta a los príncipes Yaroslav de Galitzia, Mstislav y


Román, así como a los príncipes Volinski y a los pueblos polacos para salir en defensa de
Rusia.

La joven Yaroslavna, esposa de Igor, llora y su llanto se escucha hasta las orillas del
Danubio. Desea, convertida en cuclillo, volar hasta el Kayala para curar las heridas del
príncipe.

Pero Igor ha planeado su fuga. Ovlur le indica con un silbido que llegó la hora.
Montan a caballo dirigiéndose al río Doniets que se regocija con la llegada del príncipe.
Por su parte, Gzak y Konchak buscan a los fugitivos planeando casar al hijo de Igor, que
está cautivo de ellos, con una doncella polovsiana.

Finalmente, Igor retorna a Rusia y los cantos jubilosos del pueblo llegan hasta Kiev:
Cantemos a los ancianos y a los príncipe. ya es tiempo de ensalzar a los jóvenes:

¡Gloria a los príncipes Igor, al poderoso Uro Vsievalod y a Vladimir, hijo de Igor!

¡Gloria a quienes sin ahorrar fuerza barrieron a los infieles por los cristianos ¡Salud,
oh príncipe, para ti y tus mesnadas! ¡Gloria a los príncipes y gloria a sus ejércitos!
LA CANCIÓN DE BEOWULF7

Leyenda de la Península Escandinava

Hrothgar (el moderno Roger), rey de Dinamarca, era descendiente de Odín, que era él
tercer monarca de la popular dinastía de los Skioldungs, cuyo jefe presumía de ser
descendiente de Skeaf, o Skiold, el hijo de Odín, que había aparecido un día en las costas
de este país misteriosamente. Llena de excitación, la gente abarrotó el lugar para
contemplar a este maravilloso infante, que yacía sonriendo dulcemente en medio de un
bote, en una gavilla de trigo maduro, y rodeado de armas y joyas de incalculable valor.
Sucedió entonces que por este tiempo los daneses estaban buscando un gobernante. Por
tanto, vieron inmediatamente la mano de Odín en esta misteriosa llegada, proclamaron al
niño rey y le obedecieron lealmente mientras vivió. Los años fueron pasando y al final
Skeaf sintió cómo la sombra de la muerte se mecía sobre él. Apresurada- mente mandó
llamar a los nobles y les explicó la manera en que debía abandonarles. Obedeciendo sus
órdenes, éstos prepararon un bote y lo cargaron de oro y joyas. Después, viendo que todo
estaba preparado, el monarca agonizante se arrastró hasta el barco y se tumbó en una pira
funeraria, en medio de la cual surgía una gavilla de maíz. Así se alejó y adentró en el
océano desapareciendo tan misteriosamente como había aparecido.

Siendo tal su linaje no es de extrañar que Hrothgar se convirtiera en un jefe adorado, y


que durante toda una vida como guerrero llegara a poseer abundantes tesoros. Parte de
éstos decidió destinarlos a la construcción de una magnífica mansión, que se llamó Heorot,
donde podría ofrecer banquetes para sus seguidores y escuchar las heroicas baladas de los
bardos durante las largas noches de invierno.

Durante meses se pudo oír el sonido de martillos y cinceles cuando los albañiles
trabajaban duramente en su laboriosa tarea y se iba colocando piedra sobre piedra. Pero al
fin todo estaba preparado y el gran salón se abrió ante las aclamaciones de toda la corte.

7
La reliquia literaria más antigua escrita en una lengua europea es sin duda el poema épico Beowulf, que se
cree fue compuesto por los anglosajones antes de invadir Inglaterra. Aunque probablemente el poema es del
siglo v, se dice que el único manuscrito existente data del siglo IX o X.
Para conmemorar tal ocasión se celebró un suntuoso banquete, al que acudieron todos los
más nobles caballeros de la región. Después, cuando todos los invitados se habían retirado,
el cuerpo de guardia del rey se tumbó en la sala para descansar un poco. Cuando apuntaba
el alba llegaron los sirvientes para llevarse los lechos. Éstos descubrieron con horror cómo
todas las paredes y suelos estaban manchados de sangre y cómo no había ni rastro de los
caballeros que, llevando su armadura completa, se habían dispuesto a descansar aquí! Esto
era lo más aterrador, porque el cuerpo de guardia estaba formado por treinta y dos de los
más valientes guerreros del rey, en todas partes conocidos por su valor en la lucha. Y, sin
embargo, nada quedaba ahora que diera una pista de su desaparición excepto unas
gigantescas pisadas ensangrentadas que conducían directamente de la sala a las calmadas
aguas de un profundo lago de montaña, o fiordo.

En cuanto Hrothgar, el rey, vio esto, declaró que era obra de Grendel, un terrible
monstruo expulsado del país por un mago hacía mucho tiempo y que, evidentemente,
había vuelto ahora para llevar a cabo sus salvajes ultrajes.

Como Hrothgar era demasiado viejo para manejar una espada con su anterior destreza,
al instante ofreció una generosa recompensa a cualquier hombre con la suficiente valentía
como para liberar al país de este terrible castigo. Apenas había terminado esta proclama,
cuando diez de sus más valientes seguidores se ofrecieron voluntarios para acampar en la
sala a la noche siguiente y atacar al monstruo Grendel si éste se atrevía a aparecer.

Pero a pesar del valor de estos experimentados guerreros y de la eficacia de sus armas,
que usaban con frecuencia, éstos también sucumbieron. Un trovador, escondido en una
oscura esquina de la sala, fue el único en escapar de la furia de Grendel, y después de
describir tembloroso la masacre que había presenciado huyó aterrorizado al reino de los
geates, raza conocida posteriormente por el nombre de Jutes o Goths. Allí cantó sus trovas
en presencia de Hygelac, el rey, y de su sobrino Beowulf (el cazador de abejas), en quien
despertó su más profundo interés al describir la visita de Grendel y la vana, aunque
heroica, defensa de los valientes caballeros. Beowulf escuchó todo esto con ávido interés.
Después preguntó con ansiedad al trovador y, habiendo sabido que el monstruo todavía
frecuentaba aquellas regiones, impetuosamente declaró que era su intención visitar el reino
de Hrothgar y al menos luchar, si no matar, con el dragón.

Por este tiempo Beowulf era todavía muy joven, sin embargo ya había ganado gran
honor en una batalla contra los suecos. También había probado su resistencia participando
en una lucha acuática contra Breka, uno de los nobles de la corte de Hygelac, su tío. Juntos
los dos campeones habían comenzado espada en mano y completamente armados; juntos
se habían sumergido en las aguas, donde, después de nadar durante cinco días enteros
habían sido finalmente separados por una tempestad. Después de una temible lucha Breka
fue arrastrado hasta la orilla, pero Beowulf fue arrastrado por la corriente hasta unas
colinas escarpadas. Aquí se agarró desesperadamente, intentando resistir la furia de las
olas, usando su espada para repeler los ataques de las sirenas hostiles nicors (ondinas) y
otros monstruos marinos. Pasó el tiempo y los cuerpos heridos de estos desaparecidos
enemigos se encontraron en la costa, ante la admiración de todos los que lo presenciaron.
En seguida corrieron y le contaron a Hygelac los acontecimientos; sin embargo, éste
tampoco pudo encontrar una explicación de lo sucedido. Su alegría fue mayor cuando
Beowulf mismo reapareció y explicó que con sus propias manos había matado a todas las
criaturas. Como Breka había sido el primero en volver, recibió el premio de natación; pero
el rey dio a Beowulf su apreciada espada Nageling, y le alabó públicamente por su valor.

Ahora que Beowulf había salido victorioso de su encuentro con estos monstruos de las
profundidades de la rugiente marea, concibió la esperanza de que podría también
prevalecer sobre Grendel. Por tanto eligió a catorce de sus hombres y con ellos se embarcó
y navegó hasta Dinamarca. Aquí fue retado por el guardacostas, que le tomó por su
enemigo. Pero cuando Beowulf aclaró la causa de su visita él y sus hombres recibieron la
más calurosa de las bienvenidas.

Alegremente los guerreros se encaminaron desde la playa hasta Heorot, donde


Hrothgar les recibió con toda hospitalidad.

El rey trató en vano de disuadir a Beowulf. de su peligrosa empresa; el héroe ya había


tomado su decisión. Luego, después de un suntuoso banquete, donde el hidromiel fluyó
con la abundancia que caracteriza a los países del Norte, Hrothgar y su grupo se fueron
con tristeza, dejando la sala Heorot a cargo del valiente grupo de extranjeros, a quienes no
esperaban volver a ver con vida. Cuando el rey se había retirado Beowulf ordenó a sus
compañeros que se acostaran y durmieran en paz, prometiéndoles que él mismo vigilaría.
Al mismo tiempo él se tumbó también con armadura y espada, porque sabía que la armas
no eran de utilidad contra el monstruo, con el que pretendía luchar mano a mano a mano,
en caso de que éste realmente apareciera.

Nada más acostarse los guerreros en los bancos de la sala, vencidos por el opresivo
aire y por el hidromiel, se sumergieron en un profundo sueño. Sólo Beowulf permaneció
despierto, vigilando la llegada de Grendel. Transcurrida la noche, Beowulf continuaba
vigilando; todavía no había aparecido ninguna bestia. Pero al fin, cuando ya comenzaba a
apuntar el alba, se oyeron unas sigilosas pisadas. Se acercaron más y más, hasta que
llegaron a la misma sala. Era Grendel. De un potente tirón el monstruo arrancó de golpe
los cerrojos y las barras de hierro que protegían la puerta. Después, dirigiéndose
rápidamente al interior, atrapó a uno de los que dormían. Tembloroso de deseo, destrozó a
su víctima miembro a miembro, con gula bebió su sangre y devoró su carne, no quedando
nada sino aguzado el rabioso apetito del diabólico animal. De nuevo extendió sus manos
en la oscuridad para atrapar y devorar a otro guerrero; de nuevo sintió a otro hombre entre
sus garras. Pero esta vez no era un guerrero cualquiera. Era Beowulf. Ardiendo de ira, el
héroe se volvió hacia el monstruo y le atrapó con tal fuerza que ni siquiera Grendel se
pudo deshacer de él.

Entonces comenzó una terrible contienda en la oscuridad, que hizo que los cimientos
de la gran sala se tambalearan y que las paredes chirriaran y crujieran anta la violencia de
los furiosos resoplidos. Pero, a pesar de la gigantesca estatura del monstruo, Beowulf se
aferró tan rápidamente a la mano y brazo que había agarrado que al fin Grendel, haciendo
un desesperado esfuerzo por liberarse, de un tirón se desgarró por completo la extremidad.
Sangrando y herido de muerte, el monstruo se retiró apresuradamente a su guarida de los
pantanos, dejando tras de sí un largo y sangriento rastro. Y al irse alejando sabía en su
corazón que su final estaba escrito y su muerte al alcance de la mano.
En cuanto a Beowulf, exhausto pero triunfante, permaneció de pie en medio de la sala,
donde sus compañeros se concentraron a su alrededor, mirando con mudo respeto la
poderosa mano y extremidad, y los dedos en forma de garra, mucho más fuertes que el
acero, a los que ninguna fuerza hasta este momento había sido capaz de vencer.

Al amanecer, Hrothgar y sus súbditos se aproximaron al lugar. Durante un momento se


detuvieron en el exterior, temiendo entrar en Heorot por miedo a encontrar en su interior
los cuerpos sin vida de los caballeros. Cuando oyeron realmente lo que había sucedido, y
cómo Beowulf había luchado y acabado con Grendel, su admiración era infinita.
Boquiabiertos contemplaron la extremidad del monstruo, que colgaba como un trofeo del
techo de Heorot. El rey, por su parte, estaba rebosante de alegría. Felicitó al héroe afectuo-
samente y le ofreció muchos regalos de gran valor. Después mandó limpiar la sala, colgar
tapices en las paredes y preparar un banquete en honor del poderoso campeón de allende
los mares.

Mientras los hombres festejaban la victoria, escuchaban las trovas de los juglares y
brindaban, repentinamente apareció Weatheow, la bella esposa de Hrothgar, la reina de
Dinamarca.

Brindó por Beowulf con una copa de vino, que éste galantemente apuró hasta la última
gota después de que ella la hubiera tocado con sus labios. Después depositó ante él un
anillo del oro más puro, un costoso collar y también el famoso Brisingamen, o al menos
eso dicen los entendidos.

Cuando el banquete terminó Hrothgar acompañó a sus invitados a aposentos más


cómodos de los que habían ocupado la noche anterior, dejando a sus propios hombres de
guardia en la sala, donde Grendel nunca más aparecería. Los guerreros, no previendo
ningún peligro, durmieron en paz. Pero en la profundidad de la noche llegó, sin embargo,
otro enemigo: la madre del gigante, tan odiosa y misteriosa como su hijo, se deslizó
sigilosamente en la sala. Rápidamente cogió el sangrante trofeo que todavía colgaba del
techo y se lo llevó en la oscuridad junto con Askher, el amigo íntimo del rey.
Cuando Hrothgar se enteró de esta nueva pérdida al apuntar el alba, un profundo dolor
se apoderó de él y pasó horas llorando amargamente. ¡Ay!, gritó cuando vio a Beowulf.
¡Askher, mi más querido amigo, está muerto, me lo ha arrebatado durante la noche un
repugnante enemigo, la misma madre de Grendel!

No había el rey acabado de hablar cuando Beowulf se ofreció voluntario para terminar
su trabajo y vengar a Askher buscando y atacando a la madre de Grendel en su propio
refugio. Al hacer esto conocía muy bien los peligros de la expedición, así que dio detalla-
das instrucciones para la disposición de sus bienes en caso de que nunca volviera. Luego,
escoltado por los daneses y los geates siguió el rastro de sangre hasta que llegó a una
colina que sobresalía por encima de las aguas del pozo de la montaña. Allí el rastro de
sangre cesaba, pero la cabeza ensangrentada de Askher estaba colocada en lo alto como
trofeo, como aviso de la suerte que aguardaba a todos aquellos que se atrevieran a
aventurarse más allá de este punto.

Después, al mirar hacia las profundidades de las aguas Beowulf vio que también éstas
estaban teñidas abundantemente por la sangre del monstruo, y así supo que tendría que
buscar a su enemigo por debajo de las olas. Después de alejarse de Hrothgar ordenó a sus
hombres aguardar su vuelta durante dos días y dos noches enteras antes de darle por
perdido. Le dieron su palabra con tristeza, porque cada hombre estaba convencido en lo
más hondo de su corazón de que nunca más volverían a ver la cara de su valiente líder.
Pero Beowulf sonrió y les infundió ánimo; después se arrojó valerosamente a las
profundidades del horrible pozo. Se sumergió cada vez más y más en lo más recóndito de
las aguas, tanto que parecía que nunca iba a alcanzar el fondo. Pero al fin un brillo de luz
fosforescente le dijo que ahora se estaba acercando al terrible escondite de su cruel
enemigo. Rápidamente se encaminó hacia este punto, a la vez que con su espada iba
luchando contra las manadas de incontables y odiosos monstruos marinos, que se
avalanzaban sobre él desde todos los puntos.

En medio de esta terrible contienda una fuerte corriente atrapó de repente a Beowulf y
le arrastró irremediablemente hacia el fangoso refugio de la madre de Grendel. La odiosa
bestia estaba preparada para atacar a su víctima. Le sujetó firmemente con su garra y luchó
por aplastarle. Después, arrebatándole al héroe la espada de las manos, intentó clavarle el
cuchillo a su enemigo. Afortunadamente, la armadura del héroe era a prueba de armas y
sus músculos eran tan fuertes que antes de que pudiera hacerle daño alguno logró liberarse
de las garras del monstruo. Al instante éste agarró una larga espada que colgaba de un
saliente de una roca cercana y le asestó un golpe que le separó la cabeza del tronco de
cuajo. La sangre empezó a manar de la cueva y se fue mezclando con las aguas, tiñéndolas
de un color tan fantástico que Hrothgar y sus hombres partieron con todo su pesar, dejando
solos a los geates aguardando la vuelta del héroe, a quien, estaban seguros, nunca
volverían a ver.

Mientras tanto Beowulf se había adentrado hasta el fondo de la a, donde, encontrando


a Grendel agonizando, también a éste le cortó la cabeza. Después, llevándose este horrible
trofeo, empezó a ascender a través de las teñidas aguas, tan calientes por la sangre de los
feroces monstruos que en el camino se le derritió la espada hasta la empuñadura.

En este momento el aspecto de las aguas hirvientes era tan terrible que incluso los
geates estaban a punto de marcharse a pesar de las órdenes que habían recibido, cuando,
de repente, vieron a su querido jefe sano y salvo, llevando en la mano la prueba de su éxi-
to. Ahora su éxtasis era extremo. Gritaron una y otra vez hasta que las colinas vecinas
hicieron resonar sus gritos de júbilo. Luego comenzaron el regreso a Heorot, donde
Beowulf fue agasajado con numerosos presentes de los agradecidos daneses.

Unos días más tarde el héroe y sus compañeros volvieron a su tierra, Jutland, para
contar sus aventuras y exhibir los tesoros que habían ganado. Hygelac se llenó de orgullo
al oír el valor de su sobrino y ordenó que se preparara en su honor el más espléndido r de
los banquetes. Después, cuando las copas de hidromiel iban pasando de mano en mano y
las canciones de los vates resonaban, en toda la sala se oía el nombre de Beowulf,
Beowulf. Y al oír esto los ojos de Beowulf brillaban intensamente; sin embargo, en su
corazón decidió que antes de que muriera se asociaría su nombre a hazañas mayores que
ésta.
Transcurrieron varios años de relativa paz, hasta que los frisios invadieron el territorio;
atacaron la costa, quemando y saqueando todo a su paso, y, sin embargo, siempre lograban
volver a sus barcos antes de que Hygelac o Beowulf pudieran alcanzarles y darles su
merecido. Como resultado inmediato de esta invasión, Hygelac, por su parte, inició un
contraataque. Pero cuando asoló con éxito Frisia, cayó en una emboscada justo cuando
estaba a punto de abandonar el país y fue asesinado cruelmente; su sobrino Beowulf logró
escapar de este tan adverso destino.

Cuando el pequeño ejército de los geates volvió a casa una vez más, su primera labor
fue la de incinerar los restos mortales de Hygelac en una pira funeraria, junto con sus
armas y su corcel, como acostumbraban hacer en los países nórdicos. Mientras tanto la
reina Hygd, destrozada de dolor por la pérdida de su marido, estaba también preocupada
por miedo a las discordias que podían producirse durante la minoría de edad del rey-
infante. Por tanto reunió a la asamblea popular conocida como la Cosa y ordenó a la gente
que proclamara rey a Beowulf en detrimento de su propio hijo. Esta propuesta fue
aclamada con entusiasmo, porque la gente sabía que Beowulf sería un excelente
gobernante. Pero Beowulf honorablemente rechazó usurpar el trono a su pariente y,
levantando a Hardred, el hijo de Hygelac, sobre su escudo, declaró que le protegería y
respaldaría durante toda su vida. La gente, siguiendo su ejemplo, juró fidelidad al nuevo
rey, y lealmente mantuvo su juramento hasta que murió.

Habiendo alcanzado la mayoría de edad, Hardred gobernó bien y con sabiduría; pero la
tranquilidad de su reinado fue interrumpida por los hijos de Othere, el descubridor de cabo
Norte. Estos jóvenes se habían rebelado contra la autoridad de su padre y se habían
refugiado en la corte de Hardred. Pero cuando éste les sugirió una reconciliación, el mayor
de los dos jóvenes sacó su espada y le mató; este crimen fue vengado por Wiglaf, uno de
los seguidores del rey, con la prontitud típica de los del Norte. Después de esto y temiendo
correr la misma suerte que su hermano, el segundo hijo se las arregló para escapar.
Mientras tanto la Cosa había llamado a Beowulf para que aceptara el ahora vacante trono
y, como no hubo nadie que se pronunciara en contra, el héroe esta vez decidió aceptar. Su
primera acción fue defender su reino contra Eadgils, el segundo hijo de Othere, que había
logrado escaparse. Eadgils era ahora rey de Suecia, y vino con un ejército armado para
vengar la muerte de su hermano. Pero esta expedición fue en vano pues éste solamente
logró perder su propia vida.

Tras un período de cuarenta años de relativa paz, Beowulf era ya muy anciano. Ya no
tenía el vigor de antaño y, aunque todavía conservaba intacto su coraje y valor, ya no tenía
la fuerza que una vez había tenido. Un día llegaron noticias de un dragón que lanzaba
fuego por la boca, lo cual intranquilizó tremendamente a Beowulf; este dragón había
establecido su morada en las montañas cercanas, donde se recreaba contemplando un
tesoro de resplandeciente oro.

La presencia de este terrible monstruo había sido descubierta por un esclavo fugitivo,
que se había adentrado a escondidas en la guarida del monstruo aprovechando una de sus
salidas temporales ya se había llevado una parte de este oro. Cuando el dragón de fuego
volvió y descubrió el robo se puso tan furioso que sus alaridos y' convulsiones de dolor
hicieron temblar la montaña como si de un terremoto se tratara. Cuando llegó la noche, su
rabia no se había apaciguado todavía y voló sobre la tierra, vomitando veneno y llamas,
incendiando casas y campos y provocando tantos daños que la gente estaba casi fuera de sí
de miedo. Viendo que todos los intentos por calmar al dragón eran totalmente inútiles, y
teniendo miedo de atacarle en su propia guarida, finalmente imploraron a Beowulf que les
librara del monstruo, como había hecho con los daneses, y que matara a este opresor que
era incluso peor que el terrible Grendel.

Tal súplica no pudo ser desatendida y, a pesar de su avanzada edad, Beowulf se puso
una vez más su armadura. Acompañado por Wiglaf y once de sus hombres más valientes,
fue a buscar al monstruo a su guarida. A la entrada del desfiladero de la montaña el
intrépido Beowulf ordenó a sus seguidores que se detuvieran, y, avanzando solo hasta la
madriguera del dragón, valerosamente le retó a que saliera para empezar el combate. Un
momento más tarde la montaña comenzó a temblar y entonces apareció el dragón
escupiendo fuego y llamas, y Beowulf sintió la primera ráfaga de su caliente aliento
incluso a pesar del enorme escudo que le protegía.
Allí comenzó una desesperada batalla en la cual a Beowulf le fallaron tanto las fuerzas
como la espada. Después el dragón enrolló sus largos y escamosos pliegues alrededor del
anciano héroe y estaba a punto de aplastarle, cuando el leal Wiglaf, dándose cuenta del
inminente peligro que corría su maestro, avanzó en su ayuda. Este segundo ataque distrajo
la atención del monstruo que soltó a Beowulf de sus garras, dejándole caer, para
concentrarse en su nuevo asaltante.

Entonces Beowulf, recobrándose del golpe, sacó su daga y en seguida acabó con la
vida del dragón. Pero, ¡ay!, al tiempo que su enemigo respiró por última vez el héroe cayó
desmayado al suelo. Presintiendo que su final estaba próximo, agradeció a Wiglaf su
oportuna ayuda y se alegró por la muerte del dragón.

Wiglaf con tristeza le apretó la mano y escuchó las órdenes del héroe de sacar el tesoro
escondido y ponerlo a sus pies, para que así pudiera alegrarse la vista con el
resplandeciente oro que había ganado para su pueblo.

Al fin el magnífico tesoro fue extraído del oscuro agujero donde se encontraba oculto y
colocado junto al cuerpo del guerrero. El gran montón de oro y joyas brillaron como un
millar de estrellas bajo los rayos del Sol y deslumbraron la vista de todos cuantos lo
miraban. El héroe agonizante esbozó una sonrisa de satisfacción con sus labios
temblorosos al contemplar el espléndido tesoro. Si había perdido su vida, al menos la
había perdido en una valerosa hazaña, y una hazaña que traería a su pueblo no sólo
renombre, sino también riquezas materiales. Un aleteante suspiro salió de sus labios para
decir que estaba muy satisfecho; que la muerte había llegado como siempre había esperado
encontrarla

Mientras tanto los guerreros permanecían de pie sin poder hacer nada, intentando
ocultar la pena por la muerte de su apreciado jefe. Beowulf, viendo su pesar, hizo un
último esfuerzo por dirigirse a ellos. Con voz débil, pero entusiasta, les transmitió todo el
amor que sentía por ellos y les recordó las grandes hazañas que habían marcado su
reinado. Con algo del antiguo entusiasmo que aún conservaba, les alentó a que
mantuvieran el honor de su raza, de manera que el nombre de los geates fuera conocido a
lo largo y ancho por todos los hombres como símbolo de coraje y lealtad. Finalmente
expresó su deseo de ser enterrado en un montículo de un promontorio saliente, que podría
verse desde el mar y que llevaría su nombre.

Todos estos deseos fueron piadosamente llevados a cabo por el desconsolado pueblo,
que adornó el montículo con el oro que había ganado, y erigió sobre él Bauta, una piedra
recordatoria para mostrar su profundo amor por su valiente rey Beowulf, que había muerto
para salvarles de la furia del dragón.
GUDRUN8

Leyenda de los países Nórdicos9

La leyernda comienza contando que Hagen era el hijo de Sigeband, rey de Irlanda, que
era evidentemente un lugar de Holanda, y no la famosa verde Irlanda. Durante un gran
banquete, donde había innumerables invitados reunidos alrededor de la hospitalaria mesa
de su padre, este príncipe, que no tenía entonces más de siete años, fue atrapado por un
grifo10 que rápidamente se lo llevó.

En vano los hombres de Sigeband se lanzaron a sus pies y dispararon flecha tras flecha
en la dirección del pájaro. Éste continuó su camino inmune ante los gritos del niño y las
flechas de los caballeros. Voló sobre tierra y mar, hasta que finalmente depositó a su presa
en un nido, en lo alto de una gran colina, en una isla desierta. Aquí, una de las crías del
grifo, deseando reservar este delicado bocado para su propio deleite, cogió al niño en sus
garras y se lo llevó volando hasta un árbol vecino. Pero sucedió que la rama en la que se
apoyó era demasiado débil para soportar esta carga, y al romperse el asustado grifo dejó
caer a Hagen en un matorral. Sin preocuparse por las afiladas espinas, y sólo agradecido
por haber escapado de su enemigo, Hagen se arrastró rápidamente para ponerse fuera del
alcance del grito y se refugió en una cueva. Aquí le aguardaba una sorpresa, ya que dentro
encontró a tres niñas que habían escapado de los grifos de la misma forma.

Una de las niñas era Hilda, una princesa india; la segunda, Hildburg, hija del rey de
Portugal, y la tercera pertenecía a la familia real de Islandia. Inmediatamente Hagen se
convirtió en el protector de estas doncellas y juntos pasaron varios años felices en la
cueva. La única cosa que les preocupaba era el pensamiento de que los grifos estaban
cerca, y por esto nunca se atrevían a salir de la cueva. Sólo cuando sabían, por el batir de
las alas, que sus crueles enemigos habían abandonado el nido, se atrevía Hagen a salir en
busca de comida. En estas ocasiones solía usar un arco pequeño, que se había hecho él

8
el poema Gudrun, data del siglo XII o XII. Es evidentemente una recopilación de dos o más trovas
anteriores, que se han perdido, pero a las que se alude en el Nibelungo. El poema era probablemente de
origen nórdico, y no alemán.
9
Los paises Nordicos son los que se encuentra el Norte de Europa: Noruega, Finlandia, Suecia, Dinamarca.
mismo a imitación de los que había visto hacía mucho tiempo en la casa de su padre. Los
años transcurrieron y todavía Hagen y las tres doncellas vivían juntos en la cueva. Gra-
dualmente la esperanza de ser rescatados había ido desapareciendo de sus corazones.
Ninguno se lo había confesado a los demás y, sin embargo, cada uno de ellos había
perdido hacía mucho la esperanza de ver a ningún otro ser humano. Con tristeza solían
sentarse a hablar de los viejos tiempos, ahora ya tan lejanos, pues sus memorias se iban
debilitando y desdibujando.

Un día sucedió algo extraño que hizo que el corazón de todos ellos latiera con
anhelante deseo. La razón de este entusiasmo fue algo que descubrió Hagen; se trataba
nada más y nada menos que del cuerpo de un caballero muerto, vistiendo su armadura, que
había sido arrastrado hasta la costa por la tormenta. Temblando locamente de alegría,
Hagen le quitó la armadura por la que tanto tiempo había suspirado en vano. Luego, nada
más apoderarse de las armas, a grandes pasos se dispuso a matar a los grifos que habían
mantenido a los cuatro niños atemorizados durante tantos años. Después de una feroz
batalla el joven logró acabar con los odiosos pájaros, y rápidamente corrió a la cueva para
contar a las tres doncellas lo que había sucedido. Apenas pudiendo creer en su buena
fortuna, los cuatro se pasearon hacia arriba y hacia abajo toda la isla en la que habían
permanecido prisioneros durante tan tiempo. Les brillaban los ojos y se les enrojecían las
mejillas cuando se decían unos a otros que quizá ahora podrían ser vistos por algún barco
que pasara por allí y ser llevados de nuevo a casa. no obstante, tan acostumbrados a los
desengaños estaban que no se aventuraban a pensar que su rescate ocurriera pronto.

Sin embargo, antes de que pasara mucho tiempo un velero blanco apareció en el lejano
horizonte. Todos a la vez comenzaron a gritar, mientras Hagen escaló a lo alto de una
roca, desde don empezó a hacer señas con los brazos y a gritar con frenética energía

Al fin sus desesperadas llamadas se fueron flotando por el aire y llegaron a oídos de
los marineros, que, desconfiados, se acercaron. Al llegar contemplaron temerosos a las tres
doncellas, que cubiertas con pieles y musgo, parecían sirenas o ninfas del bosque Sin
embargo, cuando oyeron su historia, las subieron a bordo buen grado. Rebosantes de

10
Animal fabuloso, de medio cuerpo arriba águila y de medio abajo león.
alegría, los cuatro subieron al barco, si detenerse a pensar si los hombres eran amigos o
enemigos. Y sólo cuando estaban en medio del océano y ya no se podía contemplar la isla,
cuando Hagen descubrió que habían caído en manos Garadie, el eterno enemigo de su
padre, que ahora se proponía usar su poder para tratar al joven príncipe como a un esclavo.
Pero la dura vida de Hagen y la constante exposición al peligro de los últimos años había
desarrollado tanto su fuerza y coraje que ahora enfurecido, arrojó a treinta hombres, uno
tras otro al mar, y aquel que decía ser su jefe estaba tan aterrorizado que prometió llevarle
él y a las tres doncellas a salvo a la corte de su padre en Balian.

Cuando Hagen al fin llegó a casa se enteró de que su padre Sigeband, había muerto sin
dejar ningún otro heredero. La gente dio una calurosa bienvenida a su hijo y le proclamó
rey; después de esto ascendió al trono y tomó por esposa a Hilda, una de las bellas
doncellas con quien había vivido en la cueva durante tantos años. La pareja real fue muy
feliz y Hagen gobernó con tanta sabiduría que se convirtió en un terror para sus enemigos
y una bendición para sus propios súbditos. Incluso en temas de guerra demostró ser un
hombre honrado y generoso, nunca atacando al pobre o al débil.

Con el transcurso del tiempo Hagen y Hilda se convirtieron en padres de una sola hija,
a la que dieron el mismo nombre de su madre. Cuando creció era tan bella que numerosos
pretendientes venían a Irlanda para pedir su mano. Hagen, que quería muchísimo a su hija,
no tenía ninguna prisa por separarse de ella. Así que, para retrasar este acontecimiento,
replicó que era demasiado joven para pensar en el matrimonio; luego cuando este pretexto
ya no tenía sentido declaró que Hilda sólo se casaría con el hombre que fuera capaz de
vencer a su padre en un combate mano a mano.

Como Hagen era extraordinariamente alto y fuerte, así como famoso por su coraje, se
le consideró invencible en una batalla de uno contra uno. Desanimados por estas duras
condiciones, los pretendientes, protestando, se retiraron. Y, sin embargo, todos ellos eran
hombres de gran valor y osadía.

Durante algún tiempo ningún caballero se aventuró a pedir el derecho de pretender a la


bella Hilda, por lo que Hagen estaba muy contento. Pero más tarde las noticias de su
extraordinaria belleza llegaron hasta el reino de los Hegelings, en el norte de Alemania,
donde reinaba Hettel. Cuando oyó las historias de la maravillosa hermosura de la doncella
de allende los mares, su corazón ardió en deseos de convertirla en su esposa, y comenzó a
pensar en cuál sería la mejor forma de conseguirla. No se atrevió a enviar un embajador
con una propuesta directa por miedo a que Hagen, poseído por la ira, matara al mensajero,
y antes de perder a ninguno de sus valientes caballeros Hettel decidió renunciar a cualquier
idea de matrimonio. Sin embargo, el deseo iba creciendo día a día en su corazón, hasta que
al final tres de sus leales seguidores, viendo cuán grande era el deseo de su jefe de poseer a
la adorable Hilda, se levantaron y dijeron que ellos la traerían incluso utilizando algún
truco, si se veían obligados. Entonces los tres, Wat, Horant y Frute, se pusieron en marcha
para iniciar esta empresa como ellos libremente habían decidido y resolvieron no volver a
menos que trajeran con ellos a la bella Hilda.La búsqueda de los tres caballeros Con miedo
a adentrarse en el reino de Hagen, a menos que fueran disfrazados, cargaron su
embarcación de mercancías y escondieron las armas simulando ser comerciantes. Así
navegaron directamente hasta el puerto de Hagen, donde, exhibiendo sus mercancías,
invitaron a toda la gente a comprar. Atraída por las excelentes gangas que ofrecían, la
gente pronto acudió en multitud y, antes de que pasara mucho tiempo, todos los habitantes
de Balian hablaban de los extraños buhoneros y alababan sus mercancías. Con el tiempo
estas historias llegaron a oídos de la reina y la princesa, que mandaron llamar a los
comerciantes a su presencia y les preguntaron quiénes eran y de dónde venían. Ellos
declararon que eran guerreros que habían sido desterrados de la corte de Hettel, así que se
habían visto obligados a hacerse comerciantes para ganarse la vida. Para probar la
veracidad de estas declaraciones Wat hizo allí mismo una exhibición de atletismo. Cuando
esta muestra hubo finalizado Horant dijo que él sabía cantar. La reina asintió a que éste
demostrara su talento y, de repente, todos se encontraban sin respiración escuchando la
bonita voz de Horant entonando canción tras canción.

Estos ligeros tonos agradaron tanto a la joven Hilda que no pasó mucho tiempo antes
de que requiriera de nuevo al juglar a su presencia, y Horant, encontrándola sola,
aprovechó la oportunidad para hablarle del amor y anhelo de Hettel. Modestamente Hilda
escuchó hasta que el caballero había terminado su relato. Pero no había concluido de
contar la historia cuando ya se había ganado el corazón de la joven, y cuando Horant le
rogó que se fugara con é y sus camaradas, ella asintió gustosa.

Los supuestos comerciantes, habiendo conseguido el propósito real de su viaje, se


apresuraron a liquidar las mercancías. Después invitaron al rey y a la familia real a visitar
su barco, tiempo que aprovecharon para esconder a la princesa. La comitiva real volvió sin
darse cuenta de la ausencia de la princesa, y la embarcación había recorrido ya un largo
camino antes de que el rey descubriera su falta. Fue terrible contemplar su ira al descubrir
el engaño. Pero las lanzas, maldiciones y amenazas no fueron de ninguna utilidad: los
extraños estaban muy lejos de su alcance.

Los Hegelings navegaron con su premio directamente a Waleis, en Holanda, cerca del
río Waal, donde el impaciente Hettel acudió para reunirse con ellos. Con ansiosa ternura
abrazó a su joven y bella prometida, cuya hermosura era aún mayor de lo que él había
imaginado. Sus apresuradas nupcias se celebraron de inmediato y después se prepararon
para hacerse a la mar al día siguiente. Pero antes de que los barcos zarparan, Hettel se dio
cuenta de que una gran flota se estaba acercando. Era Hagen que venía para liberar a su
hija secuestrada. Llenos de confusión y consternación los Hegelings se prepararon
rápidamente para el combate. No había ni un momento que perder:

Durante un tiempo la batalla fue feroz hasta que al final sucedió que Hettel fue herido
por Hagen, que, a su vez, fue herido por Wat. Al ver esto la aturdida Hilda se arrojó entre
las dos partes contendientes, y con sus lágrimas y súplicas pronto consiguió una
reconciliación. Hagen, que había podido ver el coraje de su nuevo yerno, permitió ahora a
su hija que acompañara a su marido a casa a Matelan, donde se convirtió en madre de un
hijo, Ortwine. y de una hija, Gudrun, que era, si cabe, más bella que ella.

De la educación de Ortwine se encargo principalmente el intrépido Wat, que le enseñó


las artes de la lucha; por su parte la misma Hilda se encargó de la educación de Gudrun.

Los años pasaron y Gudrun se había convertido en una preciosa mujer cortejada por
numerosos pretendientes. Entre ellos estaba Siegfried, rey de Moorland, un pagano de tez
oscura; Hartmut, hijo de Ludwig, rey de Normandía, y en tercer lugar Herwig de Zelandia.
Aunque este último imaginaba que se había ganado los favores de la hermosa Gudrun,
Hettel también le despidió como había hecho con los otros, dando como respuesta que su
hija era todavía demasiado joven para dejar la casa paterna. Herwig, sin embargo, no
estaba dispuesto a renunciar a la doncella tan fácilmente y se dispuso a pensar en una
estrategia para ganarse a la novia. Recordó que Hettel había conseguido a su prometida
sólo tras haber medido sus fuerzas con su padre. Así que reunió un ejército, invadió
Matelan y demostró su valor enfrentándose en combate al mismo Hettel. Gudrun, que se
hallaba presenciando la lucha desde la ventana del palacio, viéndoles cara a cara, les
imploró gritando que se perdonaran la vida, ruego que los dos escucharon con atención,
porque Hettel había podido comprobar que Herwig no tenía la menor intención de matar al
padre de la que quería por esposa. En respuesta a los piadosos gritos de Gudrun, por tanto,
los dos hombres arrojaron las armas y partieron en paz. Antes de separarse Hettel prometió
a Herwig que tendría la mano de su hija y que en menos de un año se casaría con ella.
Pletórico de alegría al oír esto, Herwig se quedó en Matelan con su prometida hasta que
oyó que Siegfried, rey de Moorland, celoso de su éxito en el cortejo de Gudrun, había
invadido su reino y estaba asolando sus desprotegidas tierras.

Estas noticias obligaron al valiente y joven guerrero a despedirse de Gudrun


rápidamente y volver navegando a casa con la mayor urgencia. Hettel, mientras tanto,
prometió seguirle y ayudarle a repeler a los invasores, que eran muy superiores en número
a su pequeño aunque bien entrenado ejército. Mientras Hettel y Herwig estaban ocupados
guerreando contra uno de los enojados pretendientes, Hartmut, el otro, al oír que ambos se
habían ido, invadió Matelan y se llevó a Gudrun y a todos sus sirvientes a Normandía. En
su camino hacia aquellas tierras solamente una vez se detuvo a descansar, durante un corto
período de tiempo, en una isla llamada Wülpensand, en la desembocadura del Scheldt.

La preocupada Hilda, que había visto cómo se llevaban a su querida hija,


inmediatamente envió mensajeros para avisar a Hettel y a Herwig de la captura de Gudrun.
Estas noticias detuvieron de inmediato los asuntos de guerra con Siegfried, que unió sus
fuerzas a las de sus anteriores enemigos. Luego zarparon en busca de los normandos en las
embarcaciones de un grupo de peregrinos, porque ninguna de las suyas estaba lista para
una salida inmediata.

A fuerza de navegar a un duro ritmo Hettel, Herwig y Siegfried llegaron a Wülpensand


antes de que los normandos se hubieran ido. Se produjo allí una terrible contienda en la
que el rey Ludwig mató al anciano Hettel. La batalla continuó hasta la caída de la noche, y
aunque no quedaba más que un puñado de Hegelings, tal era su coraje que todos ellos
estaban dispuestos a continuar la lucha al día siguiente. Su disgusto, por tanto, fue enorme
cuando al levantarse descubrieron que durante la noche los normandos habían huido en sus
barcos, llevándose a los cautivos y estaban ya fuera de su vista.

Era inútil perseguirlos con un ejército tan pequeño, así que los Hegelings, llenos de
dolor, volvieron a casa, llevando el cuerpo sin vida de Hettel ante la desolada Hilda. ¿Qué
hacer después? No sabían. Tantos expertos luchadores habían caído en la última contienda
que no se atrevían a volver a guerrear otra vez. Muy a su pesar, pues, decidieron que
tendrían que esperar a que sus hijos fueran hombres antes de disponerse a vengarse de sus
enemigos.

Mientras tanto Gudrun había llegado a Normandía, donde insistía en negarse a casarse
con Hartmut. De camino hacia allí la arrogante princesa se había permitido recordarle al
rey Ludwig que una vez había sido vasallo de su padre. Esta observación levantó su ira de
tal forma que la arrojó por la borda. Pero Hartmut inmediatamente se zambulló en el agua
tras ella y la rescató, y cuando la vio a salvo en el barco, enfadado, le reprochó a su padre
su desconsiderada conducta.

Después de esta declaración por parte del joven heredero nadie se atrevió a faltar en
nada a Gudrun; y cuando llegaron a tierra Gerlinda y Ortrun, la madre y hermana de
Hartmut respectivamente, se adelantaron para darles la bienvenida. Pero la amistad de
Gerlinda era fingida, porque ella odiaba a la orgullosa doncella que despreciaba el amor
que su hijo le ofrecía. Así pues, pronto convenció a su hijo. para que dejara a su cargo a la
cautiva, diciéndole que le haría dar su consentimiento para convertirse en su prometida.
Hartmut, que estaba a punto de partir hacia la guerra e inocente de las crueles intenciones
de su madre, le dijo que hiciera lo que quisiera y entregó a Gudrun a su cuidado. No
acababa Hartmut de irse, cuando la pobre Gudrun fue degradada al rango de sirvienta y
tratada con mucha rudeza, e incluso a veces hasta con violencia. Durante tres años enteros
sufrió Gudrun esta crueldad en silencio. Luego Hartmut volvió y la reintegró a su
condición anterior. Ella aún persistía en rechazar la apasionada petición de Hartmut.
Descorazonado por su obstinación, el joven consintió en entregarla de nuevo a los tiernos
cuidados de Gerlinda. Ahora la princesa era forzada a hacer trabajos más duros que nunca,
y ella e Hildburg, su compañera favorita y amiga, cautiva como ella, eran enviadas cada
día a la playa a lavar la ropa.

Era invierno, había una gran capa de nieve en el suelo y Gudrun y su compañera.
Descalzas y miserablemente vestidas, sufrieron innumerables padecimientos debido al
frío. Además estaban también exhaustas de ánimo, y la esperanza de un rescate, que les
había alentado durante los pasados doce años, casi les había abandonado. Y, sin embargo,
su liberación estaba cerca, pero ellas aún no lo sabían. Un día, mientras Gudrun estaba
lavando en la playa, se le acercó delicadamente una doncella en forma de cisne; le dijo que
se animara porque sus sufrimientos cesarían pronto.

La doncella cisne entonces le informó de que su hermano había crecido y de que


pronto vendría con el viejo y valiente Wat y con el vehemente Herwig para liberarla.

Al día siguiente, a pesar del intenso frió, Gerlinda ordenó de nuevo a las doncellas que
bajaran a la playa a lavar, no permitiéndoles llevar ninguna otra cobertura más que una
prenda de lino tosco.

Apenas acababan Gudrun y Hildburg de comenzaron tarea diaria, cuando un pequeño


barco se acercó; en él reconocieron Herwig y Ortwine. Totalmente ignorantes de la
identidad de la doncellas, los jóvenes preguntaron sobre Gudrun. Ésta, para probar su
afecto, replicó que la princesa estaba muerta. La doncella ocultó su rostro mientras decía
esto hasta que contempló la reacción de Herwig ante tales noticias y le oyó decir que le
sería fiel hasta la muerte.
Gudrun tembló de emoción al oír estas palabras; de repente se volvió y se descubrió
ante su amante.

La alegría del encuentro fue inenarrable, y los corazones de ambos latieron con mucha
fuerza cuando Gudrun se encontró atrapada entre los fuertes brazos de Herwig. Mientras
tanto Ortwine estaba igualmente feliz; no sólo estaba radiante de alegría por haber
encontrado a su hermana, sino porque durante mucho tiempo había amado a su amiga,
aunque nunca hubiera confesado esta pasión. Ahora, sin embargo, desveló la historia de su
amor y pronto se ganó la promesa de Hildburg de que se convertiría en su esposa. Cuando
se había pasado la euforia de los momentos iniciales, Herwig, gustoso, se habría llevado a
Gudrun y a Hildburg al campamento con él; pero Ortwine declaró con orgullo que había
venido para reclamarlas públicamente y que se las llevaría de Normandía de forma
honorable, como era propio de princesas, y no a escondidas.

Luego, después de prometer que volverían a rescatarlas al día siguiente, los jóvenes se
alejaron de las doncellas. Hildburg terminó su tarea concienzudamente pero Gudrun, con
orgullo, arrojó la ropa al mar y volvió al palacio con las manos vacías, diciendo que no era
propio de alguien de su linaje hacer más trabajo doméstico. Gerlinda, oyendo su confesión
de que había arrojado toda la ropa al mar, mandó azotarla. Al ver esto, Gudrun se dio la
vuelta y soberbiamente anunció que se vengaría al día siguiente cuando presidiera el
banquete como reina. Gerlinda, al oír esto, dedujo que Gudrun había decidido aceptar a
Hartmut por esposo, así que fu corriendo hasta su hijo para darle la buena nueva. Estaba
tan contento que quería abrazar a Gudrun, quien por su parte le previno d saludar a una
simple fregona. Horrorizado por estas palabras, e príncipe le preguntó lo que quería decir,
y así supo por primera ve todas las penalidades por las que había tenido que pasar la
princesa. De inmediato ordenó que se le devolvieran sus doncellas, que cada una de sus
órdenes fuera satisfecha como si ya fuera reina que todos la trataran con el máximo
respeto. Estas órdenes se ejecutaron sin demora, y mientras Hartmut se preparaba para su
boda que se celebraría al día siguiente, Gudrun, vestida de nuevo con trajes reales y
rodeada de sus criadas, se decía para sí las noticia de la inminente liberación. Apenas
había comenzado a apuntar e alba cuando Hildburg, mirando por la ventana, vio cómo el
castillo estaba totalmente rodeado por las fuerzas de los Hegelings. En este momento el
gallo cantó y el viejo Wat tocó a desafío, despertando a los normandos de sus placenteros
sueños y llamándoles a la batalla en vez de a la anticipada boda. .

Como era de esperar el encuentro entre los guerreros fue largo y brutal. El patio
resonaba con el clamor de los hombres y el sonido feroz de los escudos chocando unos
contra otros. Los gritos de guerra se elevaban cada vez más y los golpes se hacían cada vez
más fuertes. Los valerosos hombres, uno tras otro, iban cayendo al suelo, inmóviles, sin
vida. Entre éstos estaba el rey Ludwig, muerto a manos de Herwig. Dentro del palacio,
Gudrun, con los ojos como platos, se preguntaba cuál sería el final de la temerosa con-
tienda. En estos momentos sintió cómo era atrapada por las crueles manos de Gerlinda,
que la hubiera asesinado a ella y a todas sus criadas de no haber sido porque en ese
momento Hartmut acudió en su ayuda. El pensamiento del fatal destino al que Gudrun
acababa de escapar hizo aumentar la ira de Herwig, que se lanzó contra Hartmut. El
príncipe se resistió con valentía, pero Herwig era demasiado fuerte para él y, al fin, cayó al
suelo desmayado. Luego, cuando Herwig se volvió para asestar un golpe que pondría fin a
la vida de su enemigo para siempre, Ortrun, la hermana de Hartmut, corrió hacia Gudrun y
le rogó que intercediera por la vida de su hermano. Esta petición conmovió a Gudrun,
porque apreciaba a Ortrum, quien siempre había sido gentil y amable con ella. Así que se
levantó de su asiento, se asomó por la ventana y llamó a Herwig, que al oír una sola
palabra suya enfundó su espada y se conformó con hacer prisionero a Hartmut.

Por fin el enemigo entró en el castillo y comenzó a saquearlo. Al cabo de un rato la


ciudad entera había sido saqueada. Wat, entrando en el palacio, procedió a matar a todos
cuantos encontraba a su paso. Las mujeres, aterrorizadas, se juntaron alrededor de Gudrun
implorando su protección. Entre éstas estaban Ortrun y Gerlinda. Pero mientras Gudrun
había protegido a la primera arriesgando su propia vida, dejó que mataran a la segunda,
porque pensaba que Gerlinda se merecía morir como castigo por todas sus crueldades.
Cuando se puso fin a la masacre los vencedores celebraron su triunfo con un gran
banquete, que Gudrun, satisfaciendo así su ego, presidió como reina.
Una vez terminado este gran banquete, los Hegelings se hicieron a la mar. Con ellos se
llevaron a las doncellas, todo el botín que habían ganado y a sus prisioneros, Hartmut y
Ortrun. No transcurrió mucho tiempo antes de que estuvieran en vuelta en Matelan, donde
Hilda, rebosante de alegría al ver de nuevo a su hija, les dispensó una calurosa bienvenida.
En silencio las dos se besaron y se abrazaron de tal forma que parecía que nunca más se
iban a pode separar.

Apenas se habían acabado de contar las maravillosas hazañas de Herwig cuando tuvo
lugar una boda cuádruple. Gudrun se casó con su leal Herwig, Ortwine con Hildburg,
Siegfried se consoló de la pérdida de Gudrun tomando por esposa a la bella Ortrun y
Hartmut recibió, desposándose con Hergart, la hermana de Herwig, la restitución no sólo
de su libertad, sino también de su reino.

En el banquete de boda, Horant, que, a pesar de su avanzada edad, no había perdido


ninguna de sus habilidades musicales, tocó la marcha nupcial con tanto éxito que las reinas
simultáneamente arrojaron sus coronas a sus pies. Pero el juglar sonriendo rechazó el
ofrecimiento, porque dijo que las coronas eran perecederas, pero la canción de un poeta,
inmortal. Luego, cogiendo su arpa, cantó:

Bellas reinas, yo os ordeno que las llevéis hasta que el cabello se os vuelva gris;

Esas coronas, ¡ay!, Son fugaces, pero las camiones siempre vivirán.

Y la gente, oyéndole, aplaudió durante un largo rato sabían que las palabras del
anciano juglar eran verdad.
TITUREL Y EL SANTO GRIAL11

Leyenda ubicada entre Francia, Alemania, Italia y España

Dice la leyenda que cuando Lucifer fue expulsado del cielo una piedra de gran belleza
se desprendió de la maravillosa corona que sesenta mil ángeles le habían presentado. Esta
piedra cayó a la Tierra, y de ella se formó una vasija de gran belleza, la cual, después de
mucho tiempo, llegó a las manos de José de Arimatea. José se la ofreció al Salvador, quien
la utilizó en la Última Cena. Cuando la sangre brotó del costado del Redentor, José de
Arimatea puso unas gotas en esta vasija maravillosa. Gracias a esta circunstancia se creía
que la vasija tenía poderes mágicos. Dondequiera que estaba había cosas buenas en
abundancia. Quienquiera que levantaba sus ojos hacia ella, aunque estuviera enfermo de
muerte, no moría aquella semana; quienquiera que la miraba fijamente nunca palidecía ni
su cabello se tornaba gris.

Una vez al año, en el aniversario de la muerte del Salvador, una paloma blanca traía
una hostia desde el cielo y la colocaba sobre la copa, que era sostenida por un grupo de
ángeles o de vírgenes sin mancha. A veces se les confiaba a los mortales el cuidado de la
copa, quienes tenían que mostrarse merecedores de tan alto honor llevando una vida sin
mancha. Este cáliz, llamado el Santo Grial, permaneció en las manos de José de Arimatea
después de la crucifixión.

Después los judíos, enfadados porque José había ayudado a enterrar a Cristo, le
encerraron en una mazmorra y le dejaron allí por espacio de un año entero sin comida ni
bebida. Su propósito era asesinar a José, tal y como ya habían hecho con Nicodemo, para
así poder declarar, en el caso de que los romanos les pidieran entregar el cuerpo de Cristo,
que éste había sido robado por José de Arimatea. Sin embargo, los judíos no podían
sospechar que José, teniendo en su poder el Santo Grial, no sufriría carencia alguna. Más
tarde Vespasiano, emperador romano, escuchó la historia de la pasión de Cristo, relatada
por un caballero que acababa de volver de Tierra Santa. La historia le impresionó

11
Algunos estudiosos creen que fueron los moros los primeros en conocer la leyenda del Santo Grial en
Europa, que fue después cristianizada por los españoles e introducida en Francia, donde Robert de Borron y
grandemente, por lo que envió una comisión a Jerusalén para investigar la historia y traer
consigo alguna reliquia sagrada para curar a su hijo Tito de la lepra. A su debido tiempo
los embajadores regresaron, dando la versión de Pilatos de la historia y trayendo consigo
una mujer anciana que se convirtió después de su muerte en Santa Verónica. Llena de
temor reverencial, Verónica sacó el paño con el que había secado la cara del Señor y en el
que Su semblante había quedado grabado. El emperador inmediatamente lo hizo llevar a
presencia de su hijo enfermo, quien recobró la salud al instante con tan sólo ver la reliquia
sagrada. Entonces Tito y Vespasiano emprendieron camino a Jerusalén. Allí intentaron en
vano que los judíos les mostraran el cuerpo de Cristo, hasta que uno de ellos reveló, bajo
torturas, el lugar donde José estaba preso. Vespasiano, decidido a descubrir la verdad, fue
en persona a la mazmorra, donde fue recibido por el santo, en perfecto estado de salud.
Asombrado ante este milagro, Vespasiano hizo liberar a José, quien, temiendo más
persecuciones por parte de los judíos, partió presto con su hermana Enigee y su marido,
Brons, hacia una tierra lejana. Los peregrinos encontraron un lugar de refugio cerca de
Marsella, donde el Santo Grial colmó todas sus necesidades hasta que uno de ellos
cometió un pecado. Entonces la ira divina se manifestó en una plaga de hambre terrible.

Como nadie sabía quién había cometido el pecado, a José le fue encomendado en una
visión descubrir quién había sido el culpable, del mismo modo que el Señor había revelado
la culpabilidad de Judas. José, siguiendo el mandato divino, hizo una mesa y mandó a
Brons a pescar un pez. El Santo Grial estaba colocado delante del sitio de José en la mesa,
donde a todos los que tenían fe se les invitaba a sentarse. Pronto se ocuparon once sitios y
solamente el lugar de Judas permanecía vacío. Entonces Moisés, un hipócrita y un
pecador, intentó sentarse en el lugar vacío, pero la tierra se abrió y se lo tragó.

Chrestien de Troyes escribieron largos poemas sobre ella.


MERLÍN12

Leyenda medieval de la Europa Central

Merlín era un niño mágico desde su nacimiento, y poseía poderes mágicos desde el
principio. Ocurrió que el rey Constans, quien expulsó a Hengist de Inglaterra, tenía tres
hijos: Constantino, Uther y pendragon. Al morir dejó el trono a su hijo mayor,
Constantino, que escogió a Vortigern como su primer ministro. Poco tiempo después de la
coronación de Constantino, Hengist invadió Inglaterra de nuevo y el rey, abandonado por
su ministro, fue cruelmente asesinado. A Vortigern, como recompensa a su deserción en
un momento tan crítico, se le ofreció el trono, que él aceptó. A pesar de que los otros dos
hijos de Constans seguían con vida, el usurpador Vortigern tenía esperanzas de mantener
la corona.

Vortigern, para defenderse de cualquier ejército que intentase arrebatarle su soberanía,


decidió construir una gran fortaleza sobre los llanos de Salisbury. Sin embargo, aunque los
canteros trabajaban diligentemente día a día y aunque los muros de la fortaleza eran
extensos y gruesos, los constructores los encontraban siempre derrumbados por la mañana.
Los astrólogos, consultados acerca de esta extraña circunstancia, declararon que los muros
no permanecerían en pie hasta que la tierra fuese regada con la sangre de un niño que no
tuviese padre humano.

Mientras tanto Satán, enojado ante el número creciente de conversos cristianos, estaba
pensando cómo idear un contraataque. Por tanto, con su malvado ingenio, determinó hacer
que un niño demonio naciese de una mujer virgen. Así que se preparó a llevar a cabo su
plan a costa de una dama bella y piadosa. Sin embargo, como la doncella iba a confesarse

12
El origen de las leyendas del rey Arturo, de la Tabla Redonda, del Santo Grial, Merlin y de las aventuras y
tradiciones relacionadas con ellas, es una de las cuestiones más complejas de la historia de la literatura
medieval. Debido al hecho de que muchos manuscritos antiguos se han perdido, puede ser que nunca se
descubra el origen real de estas leyendas, y, por otro lado, la opinión de los expertos es tan diversa que puede
que nunca sepamos si las leyendas deben su origen a la poesía celta, bretona o galesa. Dichas leyendas, al
parecer casi desconocidas antes del siglo xli, pronto cobraron tal popularidad que en el curso de los
siguientes dos siglos dieron lugar a más de una docena de poemas y leyendas en prosa.
diariamente con un hombre santo, Blaise, éste pronto descubrió la intención de Satán, y
decidió frustrarla.

Siguiendo los consejos del hombre santo, se encerró a la doncella en una torre, donde
dio a luz a su hijo. Blaise, el sacerdote, estaba más en guardia que los demonios, y tan
pronto como supo del nacimiento del niño se apresuró a bautizarle, dándole el nombre de
Merlín. El rito sagrado anuló los propósitos diabólicos de Satán, pero, debido a su origen
misterioso, el niño tenía el don de poseer poderes mágicos y extraños, y fue marcado
desde el principio como un niño mágico.

Los demonios, furiosos por la frustración de sus planes, volvieron al infierno, mientras
que el bebé en la torre sonreía dulcemente a su madre. Al verle sonreír, ella le abrazó en su
seno y le cubrió de besos mientras susurraba que pronto, muy pronto, ella debía dejar a su
querido pequeño, ya que moriría. Entonces, mientras se encontraba angustiada, se
sorprendió al oír hablar al bebé que le decía que no moriría, porque él declararía su
inocencia. Asustada ante este discurso milagroso, la madre no dijo nada, aunque abrazó al
niño más aún.

Sin embargo, cinco días más tarde, cuando el juicio tuvo lugar, otro milagro increíble
sucedió, ya que Merlín, quien contaba sólo unos días de edad, se sentó en el regazo de su
madre y habló a los jueces tan enérgicamente que pronto aseguró su absolución. En otra
ocasión, cuando tenía cinco años y estaba jugando en la calle, vio a los mensajeros de
Vortigern. Su instinto profético le previno de que le estaban buscando a él y corrió a su
encuentro, ofreciéndose a acompañarles hasta el rey. Durante el camino Merlín vio a un
joven comprando unos zapatos y se rió con fuerza. Cuando le preguntaron la causa de su
risa, predijo que el joven moriría a las pocas horas.

La reputación de Merlín como profeta quedó establecida mucho antes de que llegara a
la corte gracias a unas cuantas predicciones de la misma naturaleza extraordinaria. En la
corte le dijo al rey sin rodeos que los astrólogos, queriendo destruir al niño del demonio
porque era más sabio que ellos, habían exigido su sangre bajo el pretexto de que los muros
de Salisbury sólo permanecerían en pie una vez la sangre fuera derramada. Cuando se le
preguntó por qué los muros se derrumbaban sin cesar durante la noche, Merlín lo atribuyó
al conflicto nocturno de dos dragones, uno blanco y otro rojo, que yacían escondidos bajo
tierra. Se inició la búsqueda de estos monstruos siguiendo las indicaciones de Merlín.
Pronto fueron descubiertos y la corte en pleno se reunió para ser testigo de la lucha terrible
que siguió entre las dos horribles criaturas. Los dragones se movían arriba y abajo,
arrastrando sus cuerpos espantosos por el suelo. Salía fuego de sus bocas mientras se
lanzaban uno contra otro con venenosa furia, hasta que por fin el enorme dragón blanco
mató al rojo.

De repente, el dragón victorioso, como si sintiese la presencia de enemigos, miró con


furia a su alrededor y se perdió de vista con su enorme cuerpo, y así de este modo el rey se
libró de las dos bestias. Los trabajos del castillo continuaron sin más dilaciones. Sin
embargo, Vortigern estaba intranquilo, ya que Merlín no sólo había predicho que el
combate entre los dragones rojo y blanco representaría un conflicto con los hijos de
Constans, sino que también había añadido que el rey sería derrotado. Esta profecía pronto
se cumplió. Uther y su hermano Pendragon desembarcaron en Gran Bretaña con un
ejército que ambos habían reunido, y Vortigern fue quemado en el castillo que acababa de
construir.

Poco tiempo después de esta victoria una guerra estalló entre los británicos, bajo el
mando de Uther y Pendragon, y los sajones, bajo las órdenes de Hengist. Merlín, que por
aquel tiempo se había convertido en el canciller y consejero principal de los reyes britá-
nicos, predijo que ellos alcanzarían la victoria, pero que uno de ellos sería asesinado. Esta
predicción también se cumplió, y Uther, añadiendo el nombre de Pendragon al suyo,
permaneció como único rey. Uther, deseoso de mostrar el máximo respeto por la memoria
de su hermano, imploró a Merlín que erigiese un monumento apropiado a su memoria. Por
tanto Merlín el encantador trasladó unas piedras enormes desde Irlanda a Inglaterra en el
transcurso de una sola noche y las depositó en Stonehenge, donde todavía pueden ser
vistas.
LA TABLA REDONDA13

Leyenda Inglesa

El rey Uther Pendragon, entregó a su hijo Arturo recién nacido al cuidado del mago
Merlín, quien lo llevó al castillo de Héctor, o Anton, donde el joven príncipe se crió como
un hijo más de la casa.

Al cabo de dos años el rey Uther Pendragon murió y los nobles, sin saber a quien
elegir como su sucesor, consultaron a Merlín, prometiendo acatar su decisión. Siguiendo
sus consejos se reunieron en la iglesia de San Esteban en Londres el día de Navidad,
dispuestos a escuchar lo que el mago tenía que decir. Cuando la misa hubo finalizado, los
nobles fueron llamados a observar una piedra de gran tamaño que había aparecido
misteriosamente en la iglesia. La piedra estaba coronada por un yunque pesado, en el que
el filo de una espada estaba profundamente clavado. Al acercarse a observar esta maravilla
pudieron leer una inscripción en la empuñadura adornada con piedras preciosas que decía
que nadie excepto el hombre que fuese capaz de extraer la espada debía tomar posesión
del trono. Los caballeros, alborozados ante esta solución a su dilema, intentaron extraer la
espada uno a uno, pero ninguno lo consiguió.

Desencantados volvieron a casa y la cuestión de la sucesión al trono siguió sin


respuesta. Pasaron varios años y Héctor Ilegó a Londres acompañado de su hijo Kay y de
su hijo adoptivo, el joven; Arturo. Kay, que por primera vez en su vida iba a tomar parte
en un torneo, se disgustó al darse cuenta que había olvidado su espada; así que Arturo se
ofreció voluntario para regresar a casa y traerla consigo. Encontró su hogar cerrado; pero,
dispuesto a encontrar una espada para su hermanastro, entró precipitadamente en la iglesia
y extrajo sin ninguna dificultad del yunque la espada de la que tanto había oído hablar y
que todos habían intentado conseguir en vano.

13
Existen tantos lugares en Gales, Escocia e Inglaterra que muestran la huella de la influencia artúrica que se
puede afirmar que, de haber existido, Arturo habría sido británico. Sin embargo, su fama se extendió más
allá de las fronteras de su pequeño reino, hasta que toda Europa se vio saturada de historias sobre su valor.
La popularidad de estas leyendas se demuestra porque se encuentran entre las primeras obras que fueron
impresas, y que de esta forma entraron en circulación.
Héctor vio como Arturo le entregaba la famosa espada a Kay. Asombrado, le preguntó
con ansiedad cómo había conseguido la espada. Del yunque de la iglesia, Arturo
respondió, la saqué de allí porque tenía prisa en encontrar un arma. Héctor, que no era
capaz de dar crédito a sus oídos, se apresuró a describir a los caballeros lo que había
ocurrido. Después fueron todos juntos a la iglesia, y vieron cómo Arturo hundía de nuevo
el arma en el yunque para después extraerla con asombrosa facilidad. En ese momento los
caballeros supieron que él era su verdadero y elegido rey, y le aclamaron como su
soberano, gritando y llorando de alegría hasta que sus voces llenaron la vieja iglesia.

Pero tan pronto como Arturo llegó al trono, voces envidiosas empezaron a murmurar
sobre las circunstancias de su nacimiento. Algunos afirmaban que si Merlín quisiera podía
contar muchas cosas sobre el joven rey; también murmuraban que Arturo no era, tal y
como él afirmaba, el hijo de Uther Pendragon e Yguerne, sino un niño que había salido
misteriosamente de las profundidades del mar, en la cresta de la novena ola, y que había
sido llevado a tierra a los pies del mago. Muchas personas dudaban del joven rey y por
tanto se negaban a obedecerle.

Los celos eran la causa de esta falta de afecto por el rey, ya que bastaba con mirarle
una sola vez para creer en su origen real, era su comportamiento tan espléndido y su
semblante tan abierto... Entre los que sospechaban del rey había miembros de su propia
familia, especialmente sus cuatro sobrinos: Gawain, Gaheris, Agravine y Gareth. Arturo se
vio obligado en contra de su voluntad a luchar contra ellos. El mayor de sus enemigos era
Gawain, cuya fortaleza aumentaba de forma maravillosa de nueve a doce por la mañana, y
de tres a seis por la tarde. Sin embargo, el rey, siguiendo los consejos de Merlín y
aprovechándose de sus momentos de debilidad, le venció.

Arturo, una vez hubo vencido a sus enemigos, ayudado por Merlín gobernó su reino
con sabiduría y justicia. Se dedicó con todas sus fuerzas a corregir errores y a restablecer
el orden y la seguridad. Actuó de esta manera porque durante el período entre reinos desde
que Uther Pendragon había muerto, la confusión y la rapiña se habían adueñado de la
población. Arturo tuvo éxito en todos sus propósitos, y por tanto sus súbditos le
reverenciaban y sus caballeros le fueron fieles de buen grado. Sin embargo, Arturo en
alguna ocasión cometió errores, tal y como sucedió con Pellinore. El rey, mal aconsejado,
atacó súbitamente y sin razón a este caballero. Por ello la espada que sostenía en su mano
le falló y se rompió. Al estar así indefenso, el rey podría haber muerto de no haber sido por
Merlín, quien utilizó sus artes mágicas y hundió a Pellinore en un profundo sueño mientras
que llevaba a Arturo a un lugar seguro.

Privado por tanto de su espada mágica, Arturo lamentó amargamente su pérdida, ya


que ignoraba cómo encontrar otra similar.

Pero mientras se encontraba a la orilla de un lago pensando qué hacer, contempló un


brazo cubierto de blanco salir de las aguas, sosteniendo en lo alto una espada adornada con
piedras preciosas. Arturo, asombrado ante esta visión, contempló el brazo fascinado hasta
que la Dama del Lago apareció junto a él y le dijo que la espada le estaba destinada.

Lleno de alegría por estas palabras, Arturo remó hasta la mitad del lago y cogió la
espada, a la que todos llamarían Excalibur. La Dama del Lago le manifestó al rey que el
arma estaba dotada de poderes mágicos, y que él no sufriría ni heridas ni derrota alguna
mientras la vaina estuviera en su poder.

Arturo, de esta forma armado, regresó a su palacio, donde, al oír que los sajones
habían invadido de nuevo su reino, marchó a luchar contra ellos y ganó muchas batallas.
Poco después supo que el rey de Escocia, Leodegraunce, estaba amenazado por su herma-
no, Ryance, rey de Irlanda, quien estaba dispuesto a terminar un manto hecho con las
barbas de los reyes, y que necesitaba sólo una más para conseguir lo que quería. Arturo,
indignado ante este feroz capricho del rey irlandés, se apresuró a socorrer a Leodegraunce.
En el encuentro que siguió Arturo empuñó su espada tan valientemente que no sólo dio
muerte al cruel Ryance, sino que también se apropió de su manto y se lo llevó como trofeo
de su victoria.

Arturo, lleno de gloria y renombre, regresó a la corte del rey Leodegraunce, donde se
enamoró de su bella hija Genoveva. Por su parte la princesa, tan pronto como vio a Arturo,
sintió que era el caballero más valiente y espléndido del mundo, así que cuando él le pidió
su mano, Genoveva aceptó encantada. El matrimonio se hubiera realizado de inmediato,
pero Merlín declaró que el rey debía primero llevar a cabo una campaña en Bretaña. Por
tanto Arturo marchó de nuevo a la guerra, deseando más que nunca ganar la gloria para la
bella Genoveva. Por fin regresó para reclamar a su prometida, y la boda se celebró con
gran boato. Habiendo recibido como dote de la princesa la tabla redonda que había sido
fabricada una vez para su padre, Arturo viajó con su esposa a Camelot, o Winchester,
donde reunió a toda su corte para celebrar una gran fiesta de Pentecostés.

Así terminó la primera parte del reinado del rey Arturo. Y el segundo período, aún más
glorioso, comenzó.
EL CID14

Leyenda Española

Rodrigo todavía era un joven sin experiencia en la guerra cuando su anciano padre,
Diego Laínez, fue cruel y públicamente insultado por don Gómez, que le dio una bofetada
en la cara. Diego se encontraba demasiado débil para desagraviar la ofensa en un combate.
Sin embargo, el insulto le marcó tan profundamente que no podía dormir ni comer, y cada
momento de su vida estaba lleno de rabia.

El anciano Diego meditó mucho tiempo sobre la vergüenza que había caído sobre él,
hasta que por fin confesó su humillación a su hijo Rodrigo. Éste se levantó
impetuosamente y prometió vengarle. Entonces, armado con la espada de empuñadura en
forma de cruz de su padre, y con su bendición, marchó hacia la morada de don Gómez y le
retó en combate. A pesar de su juventud, Rodrigo luchó con tal valor en esta su primera
lucha que al fin mató a su oponente, y al derramar su sangre limpió la mancha sobre el
honor de su padre, de acuerdo con los códigos de honor de aquel tiempo. Después, para
convencer a Diego de que había sido debidamente vengado, el joven héroe cortó la cabeza
de don Gómez y la colocó triunfalmente junto a él.

Lleno de alegría tras haber limpiado la mancha de su honor, el anciano Diego salió de
nuevo de casa y se dirigió a la corte del rey Fernando, donde hizo que Rodrigo rindiese
homenaje a su rey. El joven obedeció sus órdenes con indiferencia, y con una expresión
tan desafiante que el asustado monarca abandonó la estancia. Había trescientos caballeros
rodeándole, todos igual de independientes que Rodrigo, y éste dejó la corte. Poco tiempo
después atacó a los moros que estaban invadiendo Castilla. Rodrigo asumió la defensa de
España y se abalanzó sobre el enemigo, con tal éxito que capturó a cinco de sus reyes.

14
LOS romances del Cid, que alcanzan los doscientos, algunos de las cuales son de probada antigüedad, no
se escribieron hasta el siglo XII, cuando se compuso un poema de tres mil versos. Este poema, en el que se
describen las hazañas del héroe nacional, se escribió probablemente medio siglo después de su muerte. Su
manuscrito más antiguo lleva la fecha de 1245 ó 1345. El Cid fue un personaje real, llamado Rodrigo Díaz, o
Ruy Díaz. Nació en Burgos en el siglo XI, y se ganó el nombre de Cid (conquistador) al derrotar a los reyes
moros, cuando España había permanecido en manos árabes durante más de tres siglos.
Estaba dispuesto a no liberarles hasta que pagasen un tributo y jurasen no atacar nunca
jamás. Los reyes moros, deseosos de obtener su libertad, accedieron a sus exigencias y
marcharon, Llamándole Cid, nombre por el que desde aquel momento en adelante sería
conocido.

La noticia de esta hazaña de Rodrigo se divulgó con rapidez hasta que llegó a oídos de
Fernando. El rey, feliz por la derrota de sus enemigos, mandó a buscar al conquistador y le
recibió de nuevo, dándole un lugar de honor entre sus cortesanos. Sin embargo, había
algunos que, celosos por la fama del brillante y joven caballero, querían envenenar la
mente del rey en su contra.

Poco tiempo después del regreso triunfante de Rodrigo doña Jimena, la hija de don
Gómez, se presentó también en Burgos y, cayendo a los pies del rey, pidió justicia. Al ver
a Rodrigo entre los cortesanos, le denunció vehementemente por haber dado muerte a su
padre y le pidió darle muerte a ella también, ya que no tenía ningún deseo de seguir
viviendo sin su padre, a quien amaba tiernamente. Señalando al héroe con el dedo, gritó
amargamente:

Tú has matado al mejor y más valiente Hombre que cogió lanza;

De nuestra fe sagrada el estandarte, Terror de todos los enemigos.

Sin embargo, todas estas acusaciones apasionadas de la dama no consiguieron poner al


rey en contra del caballero, que tan buenos servicios le había prestado. Alg ver que su
petición era denegada, la doncella se marchó altivamente. Sin embargo, pronto regresó;
pero también fue rechazada. Por segunda vez se marchó, sólo para aparecer de nuevo por
tercera vez. Sin embargo, doña Jimena, en este constante ir y venir escuchó muchas
historias del valor y coraje del Cid. Ganada por el hechizo de sus hazañas, la dama
declaró, en su quinta visita a Fernando, que abandonaría cualquier deseo de venganza si el
rey consistía en darle a Rodrigo por esposo.
Esta proposición agradó al rey, que por un tiempo había sospechado que el Cid se
había enamorado de su enemiga. Por tanto aceptó gustoso y mandó a buscar a Rodrigo. El
caballero con gran pompa entró de nuevo en la ciudad con su compañía de trescientos
hombres, declarando que nada le agradaría más que su matrimonio con doña Jimena. La
ceremonia se preparó de inmediato, y Rodrigo se apresuró a vestirse con sus mejores
galas, y a llevar su famosa espada Tizona, que había ganado a los moros. Las nupcias se
celebraron con gran boato y regocijo, y el rey le entregó al Cid las ciudades de Valduerna,
Saldaña, Belforado y San Pedro de Cerdeña como regalo de boda. Cuando la celebración
del enlace hubo finalizado, Rodrigo, deseando mostrar a su esposa todo el honor, declaró
que no descansaría hasta haber ganado cinco batallas, y que sería sólo entonces cuando se
consideraría digno de pedir su amor.

Sus valientes palabras agradaron a la novia, y le vio partir feliz cuando el Cid se
dirigió a cumplir su propósito. Sin embargo, antes de marchar, el Cid recordó una promesa
que había hecho, y sintiéndose ansioso de guardarla, se dirigió con veinte seguidores en
peregrinación piadosa a Santiago de Compostela, el santuario del santo patrón de España.
Durante el viaje dio muchas limosnas y se paraba a musitar una oración en cada iglesia
que encontraba en su camino. Además, se mostraba cortés con todas las personas que
encontraba y, en una ocasión, encontrándose con un pobre leproso, compartió su comida
con él e incluso durmió con él en la posada del pueblo. Rodrigo se despertó en mitad de la
noche y vio que su compañero se había marchado. Entonces, asombrado por esta cir-
cunstancia, tuvo una visión de San Lázaro, que le alabó su caridad y le prometió
prosperidad y la vida eterna.

El caballero continuó alegre su camino, mostrándose amable y compasivo. Además,


una vez su peregrinaje hubo concluido, Rodrigo demostró aún más su piedad donando una
gran suma de dinero para la fundación de una casa de leprosos, que, en honor al santo que
se le había aparecido, fue conocida como San Lázaro. Después se dirigió a Calahorra, una
ciudad fronteriza entre Castilla y Aragón, que era la manzana de la discordia entre dos
monarcas.
Mientras el Cid se dirigía a su destino, don Ramiro de Aragón había acordado con
Fernando de Castilla que su disputa se decidiría con un duelo entre dos caballeros. Don
Ramiro eligió a Martín González, mientras que Fernando confió su causa al Cid, que había
ya llegado. Las preparaciones para el duelo quedaron terminadas y los dos campeones se
prepararon para luchar. Antes de que diese comienzo la lucha Martín González empezó a
mofarse de Rodrigo, diciéndole que nunca más montaría a su corcel favorito, Babieca, o a
ver a su esposa, ya que iba a morir.

Esta fanfarronería no asustó al Cid en lo más mínimo, y luchó tan valientemente que
derrotó a Martín González, ganando tal fama y aplauso que los celos de los caballeros
castellanos se intensificaron aún más. En su envidia llegaron a planear con los moros el
asesinato por traición de Rodrigo. Este plan no tuvo éxito, porque los reyes moros a
quienes el Cid había capturado y liberado le avisaron del grave peligro que corría.

Con el tiempo las noticias de la traición llegaron a oídos del rey, que montó en cólera y
expulsó a los envidiosos cortesanos, y, con ayuda de Rodrigo, derrotó a los moros hostiles
en Extremadura. Allí el ejército cristiano cercó Coimbra en vano durante siete largos
meses, y justo cuando estaban a punto de desesperar y abandonar el sitio San Jaime se
apareció a un peregrino y le prometió su ayuda al día siguiente.

De nuevo, llenos de esperanza, los soldados se prepararon para la batalla del día
siguiente. Observaban con excitación sus filas en orden de batalla, y su esperanza de un
libertador no resultó en vano, ya que la figura de un guerrero desconocido cabalgando
sobre un caballo tan blanco como la nieve apareció, y les guió en la batalla.

¿Quién es?, se preguntaban los soldados. Pero todos movían la cabeza en silenciosa
respuesta. Después, como en un impulso súbito, el grito ¡San Jaime! ¡San Jaime! estalló en
todas las gargantas mientras los caballeros cargaban con redoblada furia contra sus
enemigos.

Desde este momento la batalla se volvió en su favor, y al final del día la victoria era
suya y tomaron la ciudad de Coimbra.
Después de este éxito magnífico el renombre de Rodrigo creció más que nunca,
mientras que el rey y la reina le mostraban su favor. Desde aquel día, también, el grito de
¡San Jaime! se convirtió en el grito de guerra favorito de los españoles, que recordaban
con agradecimiento la ayuda milagrosa que habían recibido del desconocido del corcel
blanco.

El triunfante Cid ganó después otras batallas, y regresó a Zamora, donde Jimena, su
esposa, le estaba aguardando. Aquí recibió un gran botín de los cinco reyes moros, quienes
enviaron, no sólo el prometido tributo, sino también ricos regalos para su generoso
conquistador. Aunque al Cid le agradaban estos presentes, los entregó sin excepción a
Fernando, su señor, junto con gran parte del botín, ya que consideraba que la gloria del
éxito era recompensa suficiente para él.

Mientras el gran conquistador estaba descansando de sus batallas se celebró un consejo


en Florencia, donde el emperador de Alemania, Enrique III, se quejó al Papa de que el rey
Fernando no sólo no había rendido homenaje a su corona, sino que también había
rehusado aceptar su superioridad. El Papa envió inmediatamente un mensaje al rey
Fernando pidiéndole homenaje y tributo y amenazándole con una cruzada en caso de que
le desobedeciera. Este mensaje arbitrario enfadó al gobernante español en gran manera y
causó la indignación del Cid, que declaró que su rey no era el vasallo de ningún monarca,
y se ofreció a luchar con cualquiera que se atreviese a mantener lo contrario. Por tanto
animó al rey a enviar una respuesta desafiante.

Fernando, convencido por el ímpetu de su caballero, envió el mensaje al Papa, quien al


recibirlo ordenó al emperador mandar a un caballero para enfrentarse con Rodrigo. Incluso
este campeón cayó bajo la mano victoriosa del Cid, quien después derrotó a todos los
enemigos del rey Fernando hasta que dejaron de hacerse todas las demandas de tributo.

Mientras tanto el rey iba envejeciendo, y estaba convencido de que moriría pronto.
Ciertamente, no había transcurrido mucho tiempo cuando el rey expiró. A su muerte legó
Castilla a su hijo mayor, don Sancho; León, a don Alfonso, y Galicia, a don García,
mientras que sus hijas, doña Urraca y doña Elvira, heredaron las ricas ciudades de Zamora
y Toro. Sin embargo, muchos de sus herederos se sintieron decepcionados por la división
cuidadosa que el rey había hecho, y don Sancho no ocultó su creencia en que debía ser él
quien gobernase todo el reino. Tuvo cuidado, sin embargo, y admitió al Cid a su servicio,
ya que sabía que con tal caballero estaría libre de insultos y peligros. Esta previsión tuvo
pronto sus primeros frutos, ya que en una visita a Roma, cuando el Cid observó que a don
Sancho se le había otorgado un asiento menos elevado que al rey de Francia, protestó tan
violentamente que el Papa le excomulgó.

De todas formas, la causa de la disputa se investigó y corrigió. Entonces, cuando los


asientos se hicieron exactamente iguales el Cid, que era un buen católico, se arrodilló ante
el Papa y humildemente pidió su perdón. Conociendo el gran valor del caballero como
estandarte contra los infieles, el Papa le dio la total absolución, y la paz reinó de nuevo.

Con el tiempo don Sancho abandonó Roma y regresó a Castilla, donde se encontró
amenazado por su homónimo, el rey de Navarra, y por don Ramiro de Aragón. Estos dos
monarcas invadieron Castilla poco después, sólo para ser ignominiosamente rechazados
por el Cid. Después, como algunos moros habían prestado su ayuda a los invasores, el Cid
procedió a expulsar a los rebeldes; Tampoco abandonó el sitio de Zaragoza hasta que los
habitantes accedieron a pactar sus condiciones. Esta campaña le dio al Cid el título de
Campeador que bien merecía, ya que nadie estaba más dispuesto que él a luchar por su
rey.

Mientras don Sancho y su inestimable aliado se encontraban así ocupados, don García,
rey de Galicia, quien también ardía en deseos de ampliar su reino, arrebató a su hermana
doña Urraca la ciudad de Zamora. En su desesperación la infanta acudió a don Sancho,
dándole de esta forma el largamente esperado pretexto para guerrear contra su hermano y
arrebatarle su reino.

Las noticias de la próxima campaña no agradaron al Cid, que no era partidario de


luchar contra los habitantes de su propio país. Sin embargo, al oír las súplicas de Sancho,
consintió de mal grado en prestarle su ayuda, ya que hubo un momento en que parecía que
don García iba a ganar la guerra. Durante la batalla el Cid se vio capturado por el ejército
de García, justo después de que García hubiese capturado a las tropas de Sancho. Irritado
el Cid, preguntó a sus captores si le liberarían en el lugar del rey García. El enemigo se rió
en su cara, y la sangre del Cid hirvió dentro de sí de tal manera que inmediatamente se
escapó.

La fortaleza inmensa del Cid, siempre superior en diez veces a la de cualquier otro
hombre, se vio reforzada todavía más por la furia de su pasión; así que, cargando contra el
enemigo pronto le hizo huir, recobró a su rey, y no sólo hizo prisionero a don García, sino
que también apresó a don Alfonso, que se había sumado a la rebelión. Enviaron a don
García encadenado al castillo de Luna, donde murió, pidiendo ser enterrado, con sus
cadenas, en la ciudad de León.

A don Alfonso, por intercesión de doña Urraca, se le permitió retirarse a un


monasterio, del que pronto se escapó para unirse a los moros en Toledo. Allí se convirtió
en el compañero y aliado de Alimaymon, del que aprendió muchos secretos. Así una vez,
mientras fingía dormir, oyó que el territorio moro de Toledo podía ser tomado por los
cristianos, siempre y cuando tuvieran la paciencia de soportar siete años de sitio y destruir
todas las cosechas, para reducir a la población por hambre. Alfonso guardó
cuidadosamente esta información en su cabeza, que después le fue de gran valor, ya que
gracias a ella pudo expulsar a los moros de la ciudad de Toledo.

Mientras tanto Sancho, que no estaba satisfecho con su triple reino, le arrebató a doña
Elvira Toro, y comenzó el sitio de doña Urraca en Zamora, ciudad que esperaba tomar
también, a pesar de su casi inexpugnable posición.

El Cid declaró abiertamente su repugnancia ante el hecho de desposeer a la princesa de


sus posesiones, exclamando que era indigno de un caballero intentar privar a una mujer de
su herencia. Sin embargo, el rey insistía obstinado en que el caballero debía ir a ver a doña
Urraca, para pedirle que se rindiera de inmediato.

Ya que vos me lo pedís, replicó el héroe sin convencimiento alguno, partiré. Sin
embargo, es una misión que no comparto en absoluto. Protestando de esta forma, el Cid
partió para entregar su mensaje, y sólo encontró los reproches amargos de la princesa si-
tiada. Urraca, después de consultar con su pueblo en asamblea, despachó al mensajero con
la respuesta de que preferían morir antes que rendirse

El Cid regresó despacio a la corte de don Sancho con su res puesta negativa, ante la
que el caprichoso monarca se enfadó tanto que despidió a su valioso aliado. Por tanto el
Cid se dirigió a Toledo, desde donde, sin embargo, fue llamado de nuevo, ya que su rey no
podía hacer nada sin él. El Cid, gozando así de nuevo del favor del monarca, comenzó el
sitio de Zamora, que duró tanto tiempo que los habitantes empezaron a sufrir las
consecuencias del hambre.

Por fin un zamorano llamado Vellido, o Bellido, o Dolfos, salió de la ciudad en


secreto, y, fingiendo rendir la ciudad a manos de Sancho, obtuvo una entrevista privada
con él. Dolfos aprovechó esta oportunidad para asesinarle y regresar apresuradamente a la
ciudad antes de que el crimen fuese descubierto. Entró por las puertas justo a tiempo de
escapar del Cid, quien, al haber montado apresuradamente y sin espuelas, no pudo hacer
que Babieca alcanzase al asesino. Entonces, cuando las puertas se cerraron tras el asesino.
el Cid apretó los dientes con ira y gritó:

La noticia del asesinato del rey corrió como la pólvora por el campamento, llenando a
los soldados de una gran tristeza y abatimiento. Inmediatamente don Diego Ordóñez retó a
don Arias Gonzalo, quien, aceptando el combate por su hijo, juró que ninguno de los
zamoranos conocía este hecho cobarde, que Dolfos había planeado en solitario.

Este juramento fue confirmado por el resultado del duelo, y ninguno de los sitiadores
se atrevió a dudar nunca más del honor de los zamoranos.

Ahora se discutía la cuestión de la sucesión, ya que don Sancho no había tenido


descendencia que heredase su reino. Por tanto el derecho de sucesión recaía directamente
en don Alfonso, que estaba todavía en Toledo, como invitado, pero en realidad en calidad
de prisionero. Doña Urraca, que estaba muy unida a su hermano, se las arregló para
hacerle llegar la noticia de la muerte de don Sancho, y don Alfonso con astucia se escapó,
engañando a sus perseguidores al dar la vuelta a las herraduras de su caballo. Así llegó a
Zamora, donde vio que todos estaban dispuestos a rendirle homenaje excepto el Cid, quien
se mantuvo orgullosamente alejado, declarando que no tributaría ningún homenaje a don
Alfonso hasta que éste jurase públicamente que no había sobornado a Dolfos para cometer
el crimen que le había conducido al trono.

El rey Alfonso, incapaz de caer en la desgracia de un caballero tan poderoso, hizo el


juramento. Sin embargo, enojado por el hecho de que un simple súbdito requiriese una
respuesta a su comportamiento, vio al Cid con ojos de disgusto y esperó a la ocasión
propicia para vengarse. Ésta llegó durante una guerra con los moros, cuando Alfonso se
sirvió de un pretexto para expulsar al caballero, dándole sólo nueve días para preparar su
marcha. El Cid aceptó este decreto cruel con dignidad, diciendo únicamente mientras
partía que esperaba que nunca llegase el día en el que el rey lamentase su ausencia o su
país necesitase de su fuerte brazo.

Su expulsión hizo que el pueblo se lamentara, ya que amaban a su gran caballero. Sin
embargo, no se atrevieron a ofrecerle ayuda ni cobijo, por no provocar la cólera del rey y
perder sus propiedades, e incluso su vista. Por tanto el Cid, con el corazón encogido de
amargura, se alejó lentamente e hizo los últimos preparativos antes de su partida. Uno de
sus seguidores le animó al ofrecerle la comida necesaria, diciéndole que no le importaban
lo más mínimo las prohibiciones de Alfonso.

El Cid necesitaba dinero para emprender su viaje, así que llenó dos cofres de arena y
se los entregó a unos judíos, quienes, pensando que los cofres contenían vastos tesoros y
confiando en la promesa del Cid de entregárselos por una determinada suma, le dieron
seiscientas monedas de oro. Entonces el Cid se despidió de su amada Jimena y dos de sus
hijas pequeñas, quienes confió al cuidado de un venerable sacerdote, después de lo cual,
seguido de trescientos hombres, abandonó su tierra natal, prometiendo regresar cubierto de
gloria y trayendo consigo un gran botín.

Esta promesa del Cid no fue en vano, ya que el pequeño grupo de exiliados obtuvo tal
éxito que en el transcurso de las siguientes tres semanas habían ganado dos importantes
posiciones a los moros y un gran botín, entre el que se encontraba la espada Colada, a la
que sólo Tizona superaba. Del botín el Cid escogió un regalo real y se lo envió a Alfonso,
quien a cambio otorgó el perdón general para los seguidores del Cid y publicó un edicto
permitiendo a todos aquellos que quisiesen luchar contra los moros unirse a él. Unos
cuantos regalos más, y varias batallas ganadas, pronto hicieron a Alfonso superar su
disgusto, e hizo volver al Cid, prometiendo que desde aquel día a cada exiliado se le
concederían treinta días para preparar su viaje.

Al mismo tiempo Alimaymon, rey de Toledo, murió, dejando la ciudad en las manos
de su nieto, Yahia, que no era demasiado apreciado por el pueblo. Por tanto Alfonso creyó
que el tiempo para Ilevar a cabo su acariciado plan de tomar la ciudad había llegado. Para
este propósito siguió el consejo que una vez había oído a Alimaymon y devastó todas las
cosechas. El hambre de la población y las grandes conquistas conseguidas por el Cid
forzaron al final a los habitantes a rendirse ante rey cristiano. Sin embargo, en el momento
en que no debería haber sino concordia entre Alfonso y su gran aliado el Cid, hubo un
segundo desacuerdo y el rey le insultó. Por tanto el Cid abandonó el ejército iracundo, y,
reuniendo a sus seguidores, atacó Castilla por sorpresa. Tan pronto se hubo marchado, los
moros recuperaron valor y lucharon con tal vigor que pronto se adueñaron de Valencia. El
rey se arrepintió amargamente de las palabras que le habían privado del poderoso brazo
del Cid. Poco a poco las noticias del desastre llegaron a oídos del caballero, que
inmediatamente regresó y recuperó la ciudad. El rey, lleno de alegría ante el cambio de los
acontecimientos, le dio las gracias efusivamente, y supo que el Cid había decidido
establecerse en Valencia y llevar allí a su esposa y a sus hijas. Al mismo tiempo el Cid
envió a los judíos mucho más de la suma de dinero que le habían entregado por los cofres
sellados, que ahora supieron sólo contenían arena.

Como el Cid fue a partir de aquel momento el dueño de Valencia y poseía grandes
riquezas, muchos pretendientes buscaban el matrimonio con sus hijas. Entre éstos estaban
los condes de Carrión, que contaban con el apoyo de Alfonso. Al ver cuánto el rey deseaba
estas alianzas, el Cid consintió en dar la mano de sus hijas a los condes de Carrión, y así el
matrimonio de las doncellas pronto se celebró. El evento gozó de gran pompa y boato, y
de él se dijo: El Cid demostró una gran nobleza en la boda. Las fiestas y las corridas de
toros, el tiro a la diana, los fuegos, cuánta alegría había, y todos los juegos propios de
bodas se celebraron.

Los infantes de Carrión, encantados con esta suntuosa fiesta, se quedaron en Valencia
dos años, tiempo suficiente para que el Cid se diera cuenta de que no eran los maridos
honrados y valientes que hubiese querido para sus hijas. Su falta de valor y su cobardía
eran obvias para todos. En una ocasión ocurrió que un león se escapó de las jaulas
privadas del Cid, y entró en la estancia donde él se encontraba durmiendo rodeado de sus
huéspedes, que estaban jugando al ajedrez. Al ver cómo la bestia se acercaba, los condes
salieron huyendo; uno, en su precipitada huida, cayó a una tinaja vacía, mientras que el
otro se refugió detrás del diván del Cid. El Cid, despertado por el ruido, desenvainó su
espada, envolvió su manto alrededor de su brazo y, cogiendo al león por su melena, lo
devolvió a su jaula, mientras que los condes de Carrión salían temblando de sus
escondites.

La conducta cobarde de los condes de Carrión provocó la mofa de los seguidores del
Cid, entre los que la palabra león se convirtió en chiste común. Disgustados, los nobles
ocultaron su ira. esperando que la oportunidad para vengarse se presentara. No pasó
mucho tiempo y se presentó otra ocasión para demostrar valor, ya que Valencia había sido
sitiada por los moros. También en aquella ocasión los señores de Carrión demostraron su
ineficacia, de ninguna manera digna de los yernos del valiente Cid. El desprecio que
sentían por ellos los soldados aumentaba día a día, hasta que su cobardía se convirtió en
tema de abierta discusión.

Mientras tanto, gracias a los enormes esfuerzos del Cid, los moros fueron expulsados
de Valencia con grandes pérdidas, y la paz se restableció de nuevo. Los infantes de
Carrión pidieron permiso para regresar a casa con sus esposas, y con el botín y regalos que
el Cid les había dado, entre los que se encontraban las espadas Colada y Tizona. Poco
dispuesto a ver a sus hijas marchar, pero sin querer detener a los señores de Carrión por
más tiempo, el Cid dio Su consentimiento y les acompañó parte del viaje. Después, despi-
diéndose de sus hijas con gran dolor, regresó solo a Valencia, ciudad que le pareció
desierta sin la presencia de sus hijas, a quienes tanto amaba.
Después de proseguir su viaje durante un tiempo con sus esposas y con Felez Muñoz
que les servía de escolta, los infantes de Carrión acamparon cerca del Duero. Allí
decidieron llevar a cabo una vil venganza contra el Cid. Por tanto al día siguiente
mandaron a todos sus acompañantes proseguir la marcha, diciendo que ellos les seguirían
con las princesas. Después, al verse solos con las dos gentiles damas, que eran sus esposas,
los infantes de Carrión les quitaron sus vestidos, las azotaron con espinas, las golpearon
con sus espuelas y finalmente las abandonaron creyéndolas muertas sobre el suelo
manchado de sangre, y se dirigieron a encontrarse con sus acompañantes.

Abandonadas de esta manera las princesas, hubiesen muerto ciertamente de no haber


sido por Felez Muñoz, que astutamente se separó del grupo y deshizo el camino andado
por la orilla del Duero, para encontrar a sus infelices primas en tan lamentable estado.
Estallando de indignación, Felez Muñoz vendó cuidadosamente sus heridas y llevó a las
infortunadas damas a la casa de un hombre pobre, cuya esposa e hijas se encargaron de
cuidarlas, mientras que él se dirigió a toda prisa a Valencia para contar al Cid lo sucedido.
Si Felez Muñoz había temblado de ira ante tal odiosa conducta, su reacción no fue nada
comparada con la del Cid Campeador. Jurando que se vengaría, el padre injuriado se
dirigió a Alfonso, quien había apoyado el enlace, y exigió un desagravio.

Alfonso, que por aquel tiempo había aprendido a valorar los servicios del Cid, se
mostró indignado al escuchar cómo los infantes de Carrión habían insultado a sus esposas
y les llamó a su presencia en las cortes, la asamblea española, en Toledo, para justificar su
conducta, si esto era posible. El Cid fue llamado también, mandato que obedeció de buena
gana. Exigió de inmediato de sus cobardes yernos las espadas Tizona y Colada, y la gran
dote que les había entregado con sus hijas; después les retó fieramente a luchar en
combate. Como única respuesta los señores de Carrión intentaron defender su conducta
diciendo que las hijas del Cid eran de cuna inferior, indigna de un enlace con ellos.

La falsedad de esta baja excusa pronto se hizo evidente con la llegada de una embajada
de Navarra, pidiendo la mano de las hijas del Cid para los infantes de aquel reino. Al Cid
le agradó en gran medida esta petición, ya que los infantes de Navarra eran de rango
superior a los de Carrión. Por consiguiente aceptó encantado, e hizo todos los preparativos
necesarios para la boda con los caballeros que habían enviado el mensaje. Para ello
seleccionó a tres campeones que se enfrentarían a los infantes de Carrión y a su tío en
combate, y después partió con rumbo a Toledo. Al marcharse, y como prueba de su
lealtad, le ofreció Babieca a Alfonso. Pero el rey sabiamente le hizo quedarse con su
valioso corcel, ya que los mejores caballeros se merecen las mejores monturas.

Antes de que el Cid se marchase hacia su casa, el combate tuvo lugar en presencia del
rey, el Cid y las cortes reunidas para la ocasión. Todo se resolvió desde un principio.
Pronto los infantes de Carrión y su tío fueron derrotados y expulsados, y el Cid regresó
triunfante a Valencia. Allí tuvo lugar el segundo enlace de sus hijas, y allí, también,
recibió una embajada del sultán de Persia, que había tenido noticias de su fama, con ricos
regalos.

Cinco años más tarde, bajo el reinado de Bucar, rey de Marruecos, los moros volvieron
a sitiar Valencia. El Cid se encontraba haciendo los preparativos para enfrentarse a esta
enorme fuerza cuando tuvo una visión de San Pedro. El héroe, lleno de temor, escuchó al
santo decir que moriría dentro de un período de treinta días. Al mismo tiempo, sin
embargo, le consoló diciendo que, aunque estuviese muerto, todavía triunfaría sobre el
enemigo contra el que había luchado durante tantos años.

Seguro en su corazón de que las palabras que había escuchado en la visión se


cumplirían, el piadoso y sencillo guerrero comenzó inmediatamente a dejar sus asuntos en
orden. Nombró a un sucesor, dio instrucciones de que nadie debía lamentar su muerte para
que la noticia no diese alas a los moros y ordenó que su cuerpo embalsamado se colocase
sobre Babieca, y que, con Tizona en mano, se le dirigiese contra el enemigo un día
determinado, en el que prometió se alcanzaría la victoria. .

Mientras tanto los treinta días transcurrieron uno a uno; antes de que el último día
acabase el Cid había muerto. Después, conociendo bien el carácter de su jefe muerto, los
caballeros se prepararon para llevar a cabo su último deseo, tal y como él hubiese hecho.
Se planeó una salida, y el cuerpo sin vida del Cid se colocó atado a su caballo. De esta
forma el jefe sin vida cabalgó hacia la batalla, causando la derrota del enemigo con su sola
presencia. Era tal el terror que la figura del héroe inspiraba que los moros se apresuraron a
huir. Mientras huían los españoles se abalanzaron sobre ellos, matándoles a casi todos,
hasta que el mismo Bucar se retiró a la carrera, ya que pensó que setenta mil cristianos,
conducidos por el santo patrón de España, iban a caer sobre él y aniquilarle comple-
tamente.

De esta forma los cristianos vencieron al enemigo. Sin embargo, sabiendo, tal y como
el Cid les había dicho, que nunca serían capaces de mantener Valencia cuando él hubiese
muerto, se marcharon hacia Castilla, con su héroe muerto todavía cabalgando sobre
Babieca. Después Jimena informó a sus hijas de la muerte de su padre, y ellas acudieron
rápidamente, llorando y sollozando. Sin embargo, cuando le vieron cabalgar sobre su
famoso corcel no podían creer que realmente estuviese muerto, pues su apariencia era
parecida a la que había tenido en vida.

El cuerpo del Cid, por orden de Alfonso, se depositó en la iglesia de San Pedro de
Cerdeña, donde permaneció de cuerpo presente durante diez años, para que todos pudiesen
verle. Tal era el respeto que el héroe muerto inspiraba, que nadie se atrevía a ponerle un
dedo encima, excepto un judío sin sentido, que, recordando que el Cid había una vez
exclamado que ningún hombre se había atrevido nunca a poner una mano sobre su barba,
intentó hacer esto. Pero antes de que sus dedos sacrilegios pudieran tocarle ocurrió un
milagro, ya que la mano sin vida del héroe rodeó la empuñadura de Tizona y desenvainó la
espada unas cuantas pulgadas de su vaina.

Al ver este milagro el judío retrocedió desmayado; nadie después se atrevió a levantar
un dedo insultante contra el Cid Campeador, poderoso hasta en la muerte. Su cuerpo no
fue enterrado hasta muchos años después, cuando empezó a mostrar signos de deterioro.
Por otra parte a nadie se le permitió montar a Babieca, que seguía gozando de gran
renombre.

Mientras tanto los moros habían estado merodeando por los alrededores de Valencia,
temiendo entrar en la ciudad. Después de varios días, preguntándose por el extraño
silencio reinante, por fin se aventuraron a entrar por las puertas abiertas de la ciudad, que
no se habían atrevido a traspasar por miedo a una emboscada, y penetraron en el palacio.
Allí encontraron un mensaje dejado por orden del Cid, anunciando su muerte y ordenando
la completa evacuación de la ciudad por parte del ejército cristiano. Tizona, la espada del
Cid, se convirtió en una reliquia para la familia del marqués de Falies. Se decía que en ella
había dos inscripciones: una Yo soy Tizona, hecha en 1040, y la otra Salve. María, llena
de gracia.
LA CANCIÓN DEL MOLINOS

Mito Nórdico

Había una vez dos hermanos, uno era rico y el otro pobre. Una Nochebuena, en casa
del hermano pobre no había más que una corteza de pan, así que fue a ver al rico y le pidió
que le diera algo con lo que pasar la Navidad. Este hermano no era demasiado generoso y
se mostraba reacio a ofrecer ayuda.

-Si haces lo que yo te pida -le dijo-, te daré una lonja de tocino.

-Haré todo lo que me pidas --respondió el hermano

-Muy bien -dijo el rico-, aquí está la lonja de tocino, ahora ¡vete derecho al infierno!

El hermano pobre parecía sorprendido.

-¿Y bien? -insistió el rico-. ¿No has prometido que harías todo lo que te pidiera? Pues
te estoy pidiendo que vayas al infierno y debes mantener tu palabra.

-Es cierto que he dado mi palabra dijo el pobre- y cumpliré lo prometido.

Así que tomó la lonja de tocino y se marchó. Caminó durante todo el día hasta que se
encontró con un hombre muy anciano que recogía leña para el fuego de Navidad.

-Buenas noches -dijo el hombre de la lonja de tocino.

-Igualmente --contestó el anciano-. ¿Adónde vas tan tarde?

-Voy al infierno, pero no estoy seguro de cuál será el camino.

-Entonces has llegado al lugar adecuado -replicó el anciano-, porque el infierno está
aquí mismo. Cuando entres verás que todos quieren comprarte el tocino, porque la carne es
muy escasa en el infierno. Pero no la vendas hasta que no te den a cambio el molinillo que
está detrás de la puerta. Cuando salgas te enseñaré a manejarlo, porque sirve para moler
prácticamente cualquier cosa.
El hombre del tocino agradeció la información y llamó a la puerta del diablo. Cuando
entró todos los diablos, grandes y pequeños, se arremolinaron a su alrededor como hor-
migas alrededor de un hormiguero. Todos estaban ansiosos por comprarle la lonja de
tocino y todos trataban de ofrecer por ella más que los otros.

-No la venderé -dijo el dueño del tocino-, si no es a cambio del molinillo que hay
detrás de aquella puerta.

El diablo no quería desprenderse del molinillo y estuvo regateando con el hombre


durante largo rato, pero como éste se mantuvo firme en lo dicho al fin consiguió que le
dieran el molinillo a cambio del tocino. Cuando salió el amable leñador le mostró como
debía manejarlo. Cuando supo hacerlo le dio las gracias al anciano y volvió a casa tan
rápido como pudo. El reloj ya había dado las doce de la noche de Nochebuena antes de
que llegara a su casa.

-¿Dónde estabas tan tarde? -preguntó su mujer Te he estado esperando durante horas y
ni siquiera tenemos dos trozos de leña con los que hacer el fuego de Navidad.

-No he podido volver antes -contestó el marido-. He tenido que andar mucho entre
unas cosas y otras. Pero ahora verás.

Puso el molinillo sobre la mesa y le pidió que moliese velas, un mantel, comida y
bebida. Para asombro de su esposa el molinillo hizo cuanto se le había pedido, y molió
bebida y manjares suficientes para durar hasta el día de Epifanía. La pareja estaba
satisfecha y feliz y al tercer día decidieron invitar a todos sus parientes y amigos a un gran
banquete. También invitaron al hermano rico, que se puso muy

Celoso cuando vio todo lo que había sobre la mesa.

-¿De dónde, por todos los diablos, has sacado tanta riqueza?

El dueño del molinillo no quería soltar prenda pero al, cuando ya llevaba algunas
copas de más, sacó el molinillo y le hizo moler toda clase de cosas. Cuando el hermano
rico vio semejante maravilla ansió poseerla con todo su corazón y no dejó de presionar a
su hermano hasta que éste accedió a vendérselo por trescientas coronas. También le
enseñó a manejarlo para que éste moliera todo lo que él deseara, sin embargo no le dijo
cómo hacer que Tan pronto como el hermano rico tuvo en su poder el molinillo le pidió
que moliera caldo y arenques para cenar y él obedeció. Pronto, no sólo todos los
recipientes de la casa estuvieron llenos de caldo y arenques, sino también el suelo de la
cocina, y todos los esfuerzos del hermano rico por hacer que el molinillo se detuviera
resultaron inútiles; el molinillo seguía moliendo sin que su dueño supiera qué hacer Salió
corriendo de la casa camino abajo con la rugiente riada de caldo pisándole los talones.
Llegó a casa de su hermano y le suplicó por el amor de Dios que se llevara el molinillo.
Sin embargo, éste no quiso ni hablar de volver a llevarse el molinillo hasta que el rico le
hubiera pagado otros trescientas coronas.

Así el hermano pobre obtuvo el dinero y el molinillo. Se convirtió en un hombre rico y


se estableció en una granja mucho mejor que la de su hermano. Le pidió al molinillo que
moliera oro y recubrió con él toda su casa. Como ésta se levantaba junto al mar, los
navegantes la veían brillar y lanzar destellos desde muy lejos y se acercaban a la orilla
para ver a ese hombre tan rico y su maravilloso molinillo. Un día llegó un marinero que
quería ver el molinillo.

-¿Puede moler sal? -preguntó.

-Supongo que sí -replicó el dueño del molinillo-. Puede moler cualquier cosa.

-Si tuviera ese molinillo -pensó el marinero-, no tendría que hacer estos largos y
peligrosos viajes atravesando tormentosos mares para conseguir una carga de sal. Debo
conseguir ese molinillo.

Tanto le rogó y le suplicó al rico que éste finalmente aceptó vendérselo por unos
cuantos miles de coronas. El marinero tomó el molinillo, subió a bordo de su barco y
rápidamente se hizo a la mar. Ya estaba muy lejos cuando subió el molinillo a cubierta y le
ordenó:

-Muele sal, que sea buena y hazlo deprisa.


El molinillo obedeció y la sal empezó a correr como si fuera agua. Cuando el marinero
tuvo su barco lleno de sal intentó por todos los medios hacerlo parar, pero sus esfuerzos,
como los del- hermano rico, fueron todos inútiles. El molinillo siguió moliendo y el peso
de la sal terminó por hundir el barco. El molinillo continúa en el fondo del mar y aún hoy
sigue moliendo sal; ésta es la causa de que el agua sea salada.
POR QUÉ EL MAR ES SALADO

Mito de Finlandia

Había una vez un marino que acababa de casarse con una vecina suya de la cual se
había enamorado. Inmediatamente después de la boda el capitán se embarcó para una larga
travesía. Durante su ausencia un poderoso señor que vivía en los alrededores se enamoró
de la esposa del marino y, a la fuerza, se la llevó a su castillo. Cuando el capitán volvió a
casa y se enteró de las malas noticias se sintió desesperado. No podía obligar al poderoso
señor a que le devolviera a su esposa y buscó consuelo en otra larga travesía que duró
varios años.

A su regreso supo que, un día, el mar se había tragado repentinamente el castillo; todos
sus habitantes se habían ahogado y sólo se había salvado su esposa. El capitán, entonces,
se reunió con su amada y vivieron felizmente juntos.

-¿Cómo es que tú no te ahogaste junto a los demás? le preguntó.

-Fue como si el mar hubiera querido salvarme contestó la esposa. Allí donde yo me
refugié fue el único lugar donde no llegaron las aguas y en cuanto se hubieron ahogado
todos los habitantes del castillo el mar se retiró

-Pues si fue el mar quien te salvó entonces debo ir a darle las gracias -dijo el capitán.

Llegó hasta la orilla, dio las gracias al mar con todo su corazón por su buena acción y
le invitó a que le siguiera. El mar no replicó pero siguió al capitán silenciosamente. Este le
llevó por una tierra llena de minas de sal y por eso el agua se revolvió salada.
EL ERMITAÑO Y LOS ANIMALES

Leyenda de España

Una vez había un ermitaño muy viejo que tenía unas barbas muy largas y un hábito de
sayal lo mismo que el sayal de los escarpines.

El ermitaño bajaba a los pueblos una vez cada semana a pedir limosna y a regalar a la
gente el agua bendita de la pila de la ermita y las ramas de laurel pasás por la frente del
santo, que diz que valían para aplacar las malas tentaciones, las angustias y los malos
pensamientos.

También regalaba las flores de la malva y la manzanilla y muchas yerbas buenas que
nacían en el monte donde estaba la ermita.

Un día al levantarse, el ermitaño notó que habían despedazado el campanario de la


ermita. Otro día encontró rota la parte del pórtico. Otro día, cuando volvía de pedir la
limosna, vio que habían llevado todas las tejas del tejado.

Por la marca de los pies conoció que había sido el ojáncanu.

El ermitaño hacía tiempo que había encontrado en el monte a una comadreja con una
pata partida. La cogió, la llevó a la ermita y la curó con toda la paciencia.

Otro día encontró a una raposa casi muerta en la nieve. También la cogió y la llevó a la
ermita donde la calentó a la lumbre y la hizo revivir con el calor. Otro día encontró a un
lobo casi muerto de hambre, acostado debajo de un árbol sin poder moverse de necesidad.
El ermitaño cargó con el lobo en las espaldas y le llevó a la ermita, donde le dio de comer
y le quitó la necesidad.

La comadreja, la raposa y el lobo, agradecidos, se quedaban por la noche en sus cuevas


y por la mañana iban a la ermita y lambían los pies y las manos del ermitaño.
Después se iban y volvían al atardecer para volver a lamber las manos y los pies del
ermitaño.

Un atardecer cuando la raposa, la comadreja y el lobo llegaron a la ermita, el ermitaño


no estaba allí. Por la mañana volvieron y tampoco encontraron al ermitaño.

Entonces la raposa toda entristecía contó a todas las raposas del monte que el ermitaño
había desaparecido de la ermita. El lobo también muy entristecido se lo contó a todos los
lobos. y la comadreja también se lo contó a toas las comadrejas.

Se juntaron tos los lobos, todas las comadrejas y todas las raposas y corrieron por el
monte para buscar al ermitaño. Al cabo de unos cuantos días una raposa encontró un
pedazo de sayal y una sandalia al pie de una lastra.

Cogió la sandalia y el pedazo de sayal con los dientes y se lo enseñó a todas sus
compañeras, a tos los lobos y a todas las comadrejas que echaron a correr hacia la lastra
donde la raposa había encontrado el pedazo de hábito y la sandalia.

A la parte de allá de la lastra estaba la cueva del ojáncano, y los animales agradecidos
barruntaron que el ermitaño estaba preso en la cueva.

La raposa que había encontrado el pedazo de sayal que era la más vieja de todas, se
tumbó en la braña que había delante de la lastra, haciéndose la muerta, y lo mismo
hicieron todas sus compañeras, todos los 1obos y todas las comadrejas. Toda la braña
estaba sembrada de lobos, de comadrejas y de raposas que parecían muertas.

Cuando el ojáncanu abrió la puerta al ser de día y se encontró con tanto animal muerto,
se rió con la su risa que parece un trueno y fue cogiendo a los animales y los metió en .la
cueva que era muy larga, y muy ancha, y muy oscura. El villano los metió en la cueva para
que al descomponerse molestaran al pobre ermitaño con el olor .

A una señal que dio la raposa vieja se levantaron todos los lobos, todas las raposas y
todas las comadrejas y se echaron en encima del ojáncanu que creía que estaban muertas.
Al poco rato el ojáncanu estaba muerto en la misma puerta.
Y como el ojáncanu era muy grande y tapaba toda la puerta y no podían arrastrarse de
allí, los lobos empezaron a comerlo hasta que quedó un hueco entre el cuello y la cintura
para poder pasar.

El ermitaño salió con todos los animales y como no podía andar de los malos tratos del
ojáncanu, los lobos se juntaron en ringlera de derecha a la izquierda y los unos detrás de
los otros y el ermitaño se acostó encima de ellos y así le llevaron hasta la ermita.
LAS HAZAÑAS DE ODIN

Leyenda de Austria

Odin era el jefe de los dioses. Era alto y anciano, y su aspecto sabio y reverente.
Blanca y larga era su barba, y parecía siempre estar pensando profundamente en los
misterios de la vida y la muerte. No tenía más que un ojo, porque el otro lo había
sacrificado para poder obtener gran sabiduría. Verdaderamente había bebido en su
juventud profundamente del mágico hidromiel del pozo de Mimer.

Cada mañana el serio Mimer bebía un trago por el cuerno Gjallar, y Odín cuando aún
era joven había deseado recibir la sabiduría y la fuerza que sólo puede dar el blanco
hidromiel de huevo. Pidió a Mimer un trago y el precio que pagó fue su ojo, que arrojó al
pozo. Desde el momento en que bebió del cuerno Gjallar se convirtió en merecedor
gobernante de los hombres y los dioses. De esta manera cantó posteriormente sobre los
poderes que el hidromiel confería a los hombres:

Entonces empecé a florecer,

A ser sabio,

A crecer y prosperar;

Me vino la palabra

De palabra,

Las hazañas me vinieron

De las hazañas.

Entonces Odín enseñó a todos los hombres que en la juventud se deben hacer
importantes sacrificios para poder obtener la sabiduría y el poder,
Del carro de la Luna en el cielo también bebió Odín el hidromiel de la canción que
estaba en el cántaro que Hyuki y Bil habían llevado desde el pozo secreto de la montaña, y
Mani, la diosa de Luna, había capturado. Pero enfadado estaba Vidtïnner por su pérdida, y
se lamentó más por el hidromiel que por sus hijos. Vidfiiner también se llama Ivalde, el
vigía implacable de Hvergelmer los ríos Elivagar, y otro de sus nombres es Svigdur, el
bebedor campeón. Un día sucedió que rompió su juramento de lealtad ante los dioses y
abandonó su puesto. Entonces enojado con los cielos atacó a la diosa de la Luna, a la que
mató y quemó. Su hijo Hyuki luchó contra él sin ningún resultado y sufrió una profunda
herida como ha cantado un creador de poemas: limpia justo hasta el hueso del mundo.

Por este terrible crimen Ivalde Svigdur es condenado, pero huyó hacia los profundos
valles de Surtur a la morada de Suttung el hijo de Surtur, el centinela gigante de Muspel-
heim. Porque Surtur y su clan estaban enemistados con los dioses Vana y también con los
dioses de Asgard desde la creación de Asgard y la división de los mundos. A Suttung
Ivalde entregó el preciado hidromiel, como recompensa se le prometió como esposa a
Gunlad, la hija gigante.

Odín, viendo todo lo que pasaba, se sentó en su alto trono y resolvió recuperar el
hidromiel mediante un truco. Así que se dispuso a visitar el salón de Suttung, el lobo del
hidromiel. El reino de Surtur es difícil de alcanzar y está lleno de peligros para los dioses.
Se extiende en el oscuro submundo por debajo y más allá de Hela. El salón de Suttung está
dentro de una montaña, a la que, en un profundo abismo, no hay más que un acceso, y está
guardada por un centinela enano muy fiero.

Pero Odín se ganó la confianza del enano, que prometió ayudarle para que pudiera
coronar su empresa con éxito. Heimdal, el centinela de Bif-rost, también le ofreció sus
servicios. Su otro nombre es Rati, el viajante, y éste taladró por la montaña un estrecho
túnel a través del que Odín podría escapar en forma de águila. Entonces, habiendo
completado su plan, Odín se dirigió a la puerta de la morada del gran gigante de fuego
Suttung, al que también se llama Fjalar.
Un gran festín se estaba celebrando allí dentro, y los malignos gigantes de la helada
estaban como invitados allí para dar la bienvenida a Svigdur, el pretendiente de la doncella
gigante Gunlad. Odín asumió la forma de Svigdur y como él habló, no fuera a ser que
pronunciara palabras de sabiduría y peso y sospecharan de él y le dieran muerte. Así
venció a los hijos de Surtur con sus propios métodos, porque se les dejó hacerse ilusiones
y viajar disfrazados para hacer el mal y la destrucción.

Un gran trono de oro aguardaba al esperado invitado de boda, cuando Odín entró
disfrazado de Svigdur, el bebedor campeón, fue recibido con ardor. Y bien hizo su parte,
porque se le dio de beber del néctar de los gigantes y bebió hasta el fondo, así que se
emborrachó. Sin embargo, guardó gran cautela, para no ser descubierto.

Cuando estaba sentado celebrando el festín, Gunlad se adelantó y le dio un trago del
hidromiel robado. Entonces se celebró el matrimonio con toda la solemnidad. El sacro
anillo se colocó sobre el dedo de la doncella gigante, y ella juró lealtad a aquel con quien
se había casado.

Mientras tanto Ivalde-Svigdur, el amante real, alcanzó 1a puerta del salón de Suttung y
se enteró de que Odín estaba dentro. Se llenó de ira y trató de denunciar al alto dios para
que recibiera muerte de manos de los gigantes. Pero el centinela enano cumplió la
destrucción de Ivalde-Svigdur. Creó una ilusión y abrió un, puerta en un lado de la
montaña desde donde se veía un salón iluminado en el interior y a los invitados a la boda
sentados alrededor de la mesa de Suttung. Gunlad estaba al lado de Odín. Ivalde-Svigdur
se lanzó sobre la visión del alto dios de Asgard, y así se lanzó contra la roca. La puerta se
cerró tras de él y la montaña le tragó

Antes de que finalizara el banquete de boda, Odín había pronunciado palabras que
había hecho que los gigantes sospecharan de él. Pero él se retiró con Gunlad a la cámara
nupcial y allí encontró el precioso hidromiel que lvalde-Svigdur había robado a la diosa de
la Luna. Entonces Gunlad se enteró de que su amante era Odín, pero le ayudó a que
escapara en forma de águila. Así Odín voló por e1 túnel que Heimdal había hecho y llegó a
Asgard sano y salvo con el preciado hidromïel.
Por la mañana los gigantes se dirigieron a la cámara nupcial, recordando las palabras
que su invitado había dicho, y cuando descubrieron que había escapado le llamaron
Bolverkin, el malhechor.

Pero aunque Odín confirió grandes bienes a los dioses y los hombres al recuperar el
hidromiel, las consecuencias del mal que había forjado estaban destinadas a traer desastres
en tiempos posteriores; fue entonces cuando Surtur, saliendo a vengar el hecho a Gunlad,
prendió fuego al mundo. Porque el bien no puede seguir al mal, incluso aunque se haga
para conseguir el bien.

La alegría de Odín fue grande cuando volvió triunfante a Asgard, pero pronunció
palabras de piedad por la doncella gigante a la que había traicionado y lloró porque la
había abandonado.

A Ivalde-Svigdur, que pereció en la montaña, se le negó morar entre los benditos


muertos en las resplandecientes llanuras de Hela. Los dioses le condenaron a morar por
toda la eternidad en la Luna. Allí sufre castigo eterno por sus malas obras, porque siempre
está borracho de beber el hidromiel robado, que para él es veneno, y siempre azotado por
las cañas de espinos por el dios al que mató y a quien se devolvió la vida. El hijo de Ivalde,
Hyuki, es reverenciado entre los hombres. Otro nombre tiene, Slagfin, y los guerreros
sajones le llaman Hengest. También se le conoce como Gelder, y su símbolo es el caballo
castrado. Entre esquiadores es el jefe en tierra y mar.

Muchos nombres tienen los dioses; Odín tiene cuarenta y nueve. Y la razón es, como
dicen los poetas, que la gente como habla diferentes lenguas necesita llamar a los dioses
por diferentes nombres, a la vez que los dioses también han recibido distintos nombres de
acuerdo con sus diversos atributos v los grandes hechos que han realizado.

Así a Odín se le llamó todopoderoso, como al todopoderoso que existía en los primeros
tiempos, porque era el padre de los dioses, y el padre Va1, el padre del valiente que mora
en Valhal en el alto Asgard.
Cuando Odín se sentaba en su alto trono de oro, llevaba una capa de rayas con los
distintos colores del esplendor de la puesta de sol y el radiante verano. La capucha era azul
como el cielo, salpicado de gris como las nubes. Su sombrero también era azul, y sus
amplios bordes curvados hacia abajo como los cielos. Cuando abandonaba Asgard para
viajar por los mundos llevaba un yelmo bruñido, y algunas veces iba entre los hombres
llevando un sombrero que estaba ladeado para ocultar el hueco de su ojo perdido.

Cuando Odín se sentaba para pensar y escuchar en Asgard dos cuervos se apoyaban en
su hombro. Sus nombres eran Hugin, que quiere decir reflejo, y Munin, que significa
memoria. Cuando el día amanecía Odín les enviaba a observar y volvían por la noche para
susurrarle al oído todos los hechos de los hombres. Así que se le llamó Rafnagud, el dios
cuervo. También tenía dos perros lobos que se llamaban Gere, el ansioso, y Freke, el
voraz. Odín les alimentaba con la comida que se le ofrecía a él en las fiestas de los héroes,
porque él no comía y sólo se alimentaba del néctar que bebía.

Cuando Odín bebía el hidromiel de la canción componía poemas que nunca han sido
sobrepasados en dulzura y esplendor. Fue el primer poeta y conocía bien la magia del
hidromiel, porque su primera fuente era secreta, y fue descubierta sólo por Ivalde, el vigía
de 1a primera fuente de donde surgió la vida y por la cual la vida siempre se mantiene.
Luego fue llevado al bello carro de la Luna, y des de allí a las regiones del fuego. Allí fue
vencido por el amar mezclado con el mal, y cuando el alto dios descendiendo a la
profundidades bebió de él, subió como un águila a los cielos, que llenó con canción. Desde
el cielo ha descendido la canción sobre la tierra, y en la canción se recogen todos los
sufrimientos que fueron engendrados por el hidromiel.

Odín es también el amigo y compañero de la diosa Saga, cuya morada en Asgard es


Sokvabek, el profundo reguero. Precioso; pensamientos salen de la fuente y fluyen como
palabras de oro. Hablan de cosas que pasaron y que Odín pondera. Día tras día y noche
tras noche al alto dios se sienta con la diosa a escuchar el fluyente reguero, que se hace
más profundo y más ancho cuando va avanzando, y sus mentes se refrescan con la gloria
del pasado.
Secretas runas, que tienen influencias mágicas, también fue inventadas por Odín.
Porque nueve noches enteras estuvo colgado en las altas ramas de Ygdrasil, pensando y
buscando los secretos la mente y del universo. Por el poder de las runas se originó hombre.
Están mezcladas con el destino y Odin destruyó su poder al beber del pozo de Mimer.
También tienen poder sobre la muerte y el mundo del más allá. Hay runas que protegen de
la lucha y 1os cuidados, que alejan la enfermedad, aplastan la espada del enemigo, rompen
las cadenas que atan, calman las tormentas, rechazan los ataques de los demonios, hacen
hablar a los muertos, ganar amor de una doncella y rechazar el amor r deseado. Y muchas
más.

Cuando las runas son grabadas en símbolos místicos los poderes que confieren se
transfieren a las armas, o a los hombres que portan, porque gobiernan todas las cosas e
imparten poder para conquistar y poder para subyugar. Aquel que tiene cierto deseo lo
conseguirá si sabe la runa que puede obligar su cumplimiento, porque las runas vienen de
Odín, el jefe del universo, el dios más sabio. Su poder y gran conocimiento están
encerrados en ellas.

Junto a Odín el más poderoso de los dioses fue su hijo Thor, cuya madre era Jord, la
Tierra. En Asgard se construyó para él una mansión llamada Bilskirnir, con cuatrocientas
cuarenta habitaciones y un tejado de plata brillante. Viajaba en un carro tirado por dos
cabras. Tres cosas preciosas poseía: el gran martillo Mjolnir, que enciende el fuego de las
montañas y ha matado a muchos gigantes de hielo; el cinturón del valor, que le triplica la
fuerza, y su poderoso guante de hierro, que se pone antes de empuñar el martillo.

Otro de los hijos de Odín era Balder el Bello, cuya madre era Frigg, reina de las diosas,
hija de Nat y hermana de Njord. Bello y gracioso era Balder, con el pelo plateado que
brillaba como los rayos del Sol. Estaba lleno de sabiduría y era sorprendentemente gentil y
dotado de gran elocuencia. En Asgard y Midgard no había dios más amado que Balder.

Njord el de los Vans estaba en Asgard, como huésped de los dioses Asa. Era el padre
del dios Frey y la bella Freyja, que estaba junto a Frigg entre las diosas. Honer, el hermano
de Odín, fue enviado a Vana-heim, donde fue nombrado gobernante de los dioses Vana.
No eligió este cargo y sus juicios eran débiles.
LA CANCION DE ROLANDO

Leyenda de Francia

El emperador Carlos el Grande, Carolus Magnus, o Carlomagno, había estado en


España durante siete años y la había conquistado de mar a mar, excepto Zaragoza, que
entre sus poderosas montañas, y gobernada por su valiente rey Marsile, había desafiado su
poder Marsile todavía se mantenía fiel a Mahoma, temiendo de corazón el día que Carlos
le forzara a convertirse en cristiano.

El rey sarraceno reunió a su consejo y pidió el consejo de sus hombres sabios.

-Mis señores-, dijo él, -conocéis nuestra grave situación. El poderoso Carlomagno,
gran señor de Francia la bella, Ha extendido sus tropas sobre nuestras tierras. No tengo
ejército para resistir contra él, No tengo gente para destruir sus huestes. Aconsejadme
ahora, para salvar a mi raza y a mi reino, de la muerte y la vergüenza.

Un astuto emir, Blancandrin de Val-Fonde, fue el único hombre en responder

-No temas mi señor, -contestó al triste rey. -Vete hasta Carlos el orgulloso, el
arrogante, Y ofrécele lealtad y verdadero servicio, Junto con leones, osos y rápidos
sabuesos, Setecientos camellos, halcones, mulas y oro, Tanto como puedan transportar
cincuenta carros, Oro suficiente para pagar a todos sus vasallos. Di que tú mismo tomarás
la fe cristiana. Y síguele hasta Aix para ser bautizado. Si pides tus huestes, entonces yo y
estos muchachos te daremos nuestros hijos, para ir con Carlos a Francia, como símbolo de
verdad. No le seguirás, no te rendirás a ser bautizado, y sí nuestros hijos deben morir;
mejor morir que vivir en horrible desgracia.

Marsile, pensativo, lo aceptó todo.

Ahora el rey Marsile disolvió el consejo con palabras de gratitud, manteniendo sólo
junto a él diez de sus más famosos paladines, cuyo jefe era Blancandrin y les dijo:

-Señores, id a Córdoba, donde está Carlos en este momento. Llevad ramas de olivo en
la mano, en señal de paz, y reconciliadme con él. Grande será vuestra recompensa si tenéis
éxito. Rogad a Carlos que se apiade de mí, y yo le seguiré a Aix en un mes, recibiré la fe
cristiana y me convertiré en su vasallo en amor y lealtad.

Los diez mensajeros partieron, llevando en la mano ramos de olivo.

Carlomagno estaba en un huerto con sus doce señores y quince mil veteranos guerreros
de Francia. Los mensajeros del rey pagano llegaron al huerto y preguntaron por el
emperador. Los embajadores saludaron a Carlomagno con todo el honor, y Blancandrin
abrió la embajada así:

-¡La paz de Dios el Señor de la Gloria que adoras sea contigo! Así dice el valiente rey
Marsile: ha sido instruido en tu fe, el camino de la salvación, y está deseando ser
bautizado. Pero tú has estado demasiado tiempo en nuestra brillante España y deberías
volver a Aix. Hasta allí te seguirá y se convertirá en tu vasallo, entregando en tus manos el
reino de España; hemos traído regalos suyos para colocar a tus pies, porque compartirá sus
tesoros contigo.

Carlomagno levantó las manos dando gracias a Dios, pero luego bajó la cabeza y se
quedó pensando profundamente. Al final dijo orgulloso:

-Has hablado con justicia, pero Marsile es mi peor enemigo; ¿cómo puedo confiar en
su palabra?

Blancandrin contestó:

-Te entregaré rehenes, veinte de nuestros jóvenes nobles, y mi propio hijo estará entre
ellos. El rey Marsile te seguirá a los maravillosos campos de Aix-la-Chapelle y en la
festividad de San Miguel recibirá el bautismo en tu corte. Así concluyó la audiencia.

A primera hora de la mañana acudieron los doce héroes, cuyo jefe era Roldán y su
hermano de armas, Oliver; allí acudió el arzobispo Turpin, y entre mil leales francos, allí
llegó Ganelon el traidor. Cuando todos se habían sentado en el orden adecuado
Carlomagno comenzó a hablar:
-Mis señores y barones, he recibido una embajada de paz del rey Marsile, que me
envía grandes regalos y ofertas, pero bajo la condición de que deje España y vuelva a Aix.
Hasta allí me seguirá, para recibir la fe y convertirse en cristiano y en mi vasallo. Podemos
creerle?

-Tengamos cuidado, -dijeron todos los francos.

Roldán, siempre impetuoso, ahora se levantó sin retraso y así habló:

-Buen tío y señor, sería una locura creer a Marsile. Siete años hemos peleado en
España y he ganado muchas ciudades para ti, pero Marsile siempre ha sido un traidor.

Todos los francos permanecieron en silencio, excepto Ganelon, cuya hostilidad hacia
Roldán se dejaba ver claramente en sus palabras:

-Señor, la credulidad ciega fue perjudicial y tonta, pero aprovecha tu propia ventaja.
Cuando Marsile ofrece ser vasallo, entregarte España y convertirse a tu fe, a cualquier
hombre que te recomienda que rechaces tales términos poco le importa nuestra muerte. No
dejemos que el Orgullo sea vuestro consejero, escucha la voz de la sabiduría.

El anciano duque Naimes, apoyando a Ganelon dijo:

-Señor, el consejo del conde Ganelon es sabio, si con sabiduría se sigue. Marsile está a
vuestra merced; lo ha perdido todo y sólo ruega piedad. Sería un pecado continuar esta
cruel guerra, ya que ofrece completas garantías con sus huéspedes. Sólo necesitas enviar a
uno de tus barones para acordar los términos de la paz.

Este consejo agradó a toda la asamblea y se oyeron murmullos de aprobación.

-Mis señores y caballero ¿a quién enviaré a Zaragoza a Marsile?

-Señor, déjame ir a mí, contesto el Duque Naimes. -Dame gente y armas de guerra.

-No, contestó el rey. -Consejero mío no me dejarás sin consejos. Siéntate de nuevo; te
pido que te quedes.
-Mis señores y caballeros, ¿a quién enviaré a Zaragoza a Marsile?

-Señor, puedo ir yo, dijo Roldan con valentía.

-No puedes, -dijo Oliver.

-Tu corazón es demasiado caliente Temo por ti. Pero iré yo, si eso complace a mi señor
el rey.

-¡No!, -dijo el rey. -No irás. Juro por esta espesa barba blanca que ningún caballero
realizará esta misión.

-Caballeros de Francia-, dijo Carlomagno, -elegid ahora a uno de entre vosotros para
que realice mi misión y para que defienda mi honor con valentía, si es necesario.

-Ah-, dijo Roldán, -entonces debe ser Ganelon, mi padrastro, porque, bien vaya o se
quede, no tienes a otro mejor que a él. -Esta sugerencia satisfizo a toda la asamblea, y
gritaron:

-Ganelon lo hará muy bien. Si esto le complace al rey, es el hombre adecuado para esta
misión.

Carlomagno se quedó pensativo unos instantes y luego, levantando la cabeza, se


dirigió a Ganelon:

-Adelántate Ganelon-, dijo él, -y coge este guante y cosas de guerra, que la voz de
todos los francos te entrega a ti.

-No-, contestó Ganelon enfadado. -Esto es trabajo de Roldán y nunca les perdonaré ni
a él, ni a Oliver, ni a los otros caballeros. ¡Aquí en tu presencia, les desafío!

-Tu ira es demasiado grande-, dijo Carlomagno. -Irás porque bien es mi deseo.

-Locura y orgullo-, contestó Roldán, -no me dan miedo; pero esta embajada requiere
un hombre valiente no un tonto enfadado: si Carlos lo permite, yo haré esta misión por ti.-
-Buen señor Ganelon-, dijo Carlomagno, -lleva este mensaje a Marsile. Debe
convertirse en mi vasallo y recibir el santo bautismo. La mitad de España será su feudo, la
otra mitad será de Roldán. Si Marsile no acepta estos términos sitiaré Zaragoza, capturaré
la ciudad y llevaré a Marsile prisionero a Aix, donde morirá en vergüenza y tormento.
Coge esta carta, sellada con mi sello, y entrégala a las propias manos del rey.

Entonces Ganelon se alejo cabalgando y en poco tiempo alcanzó a los embajadores del
rey moro, porque Blancandrin había retrasado su viaje para acompañarle, y los dos
mensajeros comenzaron una ingeniosa conversación. El astuto sarraceno comenzó:

-¡Ah! ¡Qué maravilloso rey es Carlos! -¡Cómo se extienden sus conquistas a lo largo y
ancho! ¿Pero por qué busca conquistar la brillante España.

-Ese es su deseo, -dijo Ganelon. -Nadie puede resistirse a su poder y menos con la
ayuda de su sobrino Roldan.

-¡Qué atrevido debe ser este Roldán, que de buena gana conquistaría toda la Tierra.
¡Tal orgullo se merece un castigo apropiado! ¿Qué guerreros tiene él para la tarea?

-A los francos de Francia, -dijo Ganelon. -¡Los guerreros más valientes bajo el sol!
Sólo por amor le siguen hasta la muerte.

La amargura en el tono de Ganelon de inmediato sorprendió a Blancandrin, que le


miró de reojo y vio al enviado franco temblar de rabia. De repente se dirigió a Ganelon
susurrando:

-¿Tienes algo contra del sobrino de Carlos? ¿Te vengarías de Roldán? Entréganoslo, y
el rey Marsile compartirá contigo la mitad de sus riquezas.- Ganelon al principio estaba
horrorizado y no quiso seguir escuchando, pero Blancandrin habló tan bien y con tal
destreza tejió su engaño que antes de alcanzar Zaragoza y llegaran a presencia del rey
Marsile se acordó que Roldán sería destruido por sus medios.

Blancandrin y sus compañeros embajadores condujeron a Ganelon ante la presencia


del rey sarraceno y anunciaron la pacífica acogida de Carlomagno, su mensaje y la llegada
de su enviado.

-Déjale hablar; escuchamos-, dijo Marsile.

Ganelon entonces comenzó astutamente:

-¡Que la paz sea contigo en nombre del Señor de la Gloria a quien adoramos! Éste es el
mensajero del rey Carlos: recibirás la santa fe cristiana y Carlos, gustoso, te concederá la
mitad de España como feudo; la otra mitad se la dará a su sobrino Roldán. Si no aceptas,
tomará Zaragoza, te conducirá cautivo a Aix y allí te dará una vergonzosa muerte.

-Antes de que yo caiga noble sangre española, será derramada para pagar mi muerte. –
Exclamó Marsile y cogiendo a sus dirigentes de más confianza, se retiró a un consejo
secreto adonde, pronto, Blancandrin condujo a Ganelon y, en compensación, ofreció a
Ganelon un excelente manto de piel de marta, que fue aceptada, y luego comenzó la
tentación del traidor. Primero, pidiendo que jurara mantenerlo en secreto, Marsile se apenó
por Carlomagno, tan anciano y tan cansado por el gobierno. Ganelon alabo las proezas y
vasto poder de su emperador. Marsile repitió sus palabras de pena y Ganelon repitió que
mientras Roldán y los doce caballeros vivieran Carlomagno no necesitaban la compasión
de ningún hombre, ni temía el poder de nadie; sus francos, también, eran los mejores
guerreros que existían. Marsile declaró orgulloso que podía traer cuatrocientos mil
hombres contra los veinte mil franceses de Carlomagno; pero Ganelon le había persuadido
para no hacer tal expedición.

-No así le vencerás, deja estas tonterías, vuelve a la sabiduría: da al emperador tanta
riqueza, que los francos se queden atónitos. Envíale también las prendas prometidas, Los
hijos de tus más nobles vasallos. Hacia la bella Francia marchará el rey, a casa dejando al
orgulloso Roldán en la retaguardia. Oliver, el valiente y cortés, estará con él: mata a esos
héroes y el rey Carlos caerá para siempre.

-Buen señor Ganelon, -dijo Marsile, -¿cómo debo tender la trampa al conde Roldán?

-Cuando el rey Carlos esté en las montañas dejará detrás a su retaguardia bajo el
mando de Oliver y Roldán. Envía contra ellos a la mitad de tu ejército, Roldán y los pares
serán conquistados, pero ten cuidado con la lucha. Luego trae a tus guerreros descansados.
Francia perderá esta segunda batalla, y cuando Roldán muera, el emperador se quedará sin
su mano derecha para sus conflictos. ¡Adiós a toda la grandeza franca!

Marsile estaba muy contento por el traidor consejo y abrazó y recompensó muy bien al
caballero. Juraron solemnemente la muerte de Roldán y de todos los caballeros.

Mientras tanto Carlos se había retirado hasta Valtierra, de camino a Francia, y allí
Ganelon le encontró y entregó el tributo, las llaves de Zaragoza y un falso mensaje
excusando la ausencia del califa. Se había hecho a la mar, así dijo Marsile, con trescientos
mil guerreros que no renunciarían a su fe, y todos se habían ahogado en una tempestad, ni
siquiera a unas cuatro leguas de tierra. Marsile obedecería las órdenes del rey Carlos en
todos los demás aspectos.

-¡Gracias a Dios!-, gritó Carlomagno. -¡Ganelon, lo has hecho bien y serás bien
recompensado!

Ahora todo el ejército francés marchaba a través de los Pirineos y, al caer la tarde, se
encontraron entre las montañas, donde Roldán plantó su estandarte en la colina más alta.

Cuando brillaba la luz de la mañana, Carlomagno reunió a sus barones y les dijo:

-Mis señores y caballeros, veis estos estrechos desfiladeros: Elegid vosotros a quién se
debe entregar la retaguardia.

-A mi hijastro Roldán, -dijo Ganelon.

Carlos lo escuchó enfadado, y habló en tono agrio:

-¿Qué diabólica ira te ha sugerido esta idea? ¿Quién entonces irá ante mí en el
carruaje?

El traidor no se retractó, sino que contestó rápido:

-Gogier el Danés hará esa labor mejor.


A Carlomagno no le agradaba tener que conceder su suplica, pero, siguiendo el
consejo del duque Naimes, el más prudente de los consejeros, le dio a Roldán su arco y le
ofreció dejar a su cargo a la mitad de la armada. El campeón no aceptaría esto, sólo
llevaría veinte mil francos a la bella Francia. Roldán se vistió su resplandeciente armadura,
se anudó su yelmo, se armó con su famosa espada Durendala y se colgó alrededor de su
cuello su escudo decorado con flores; se montó en su buen corcel Veillantif. Oliver el
valiente y cortés, el santo arzobispo Turpin y el conde Gautier, el vasallo leal de Roldán.
Eligieron cuidadosamente los veinte mil franceses que irían a la retaguardia, y Roldán
envió a Gautier con mil de ellos para rastrear las montañas. ¡Ay! nunca volvieron, porque
el rey Almaris, un jefe sarraceno, los encontró y los mató a todos entre las colinas, y sólo
Gautier malherido y sangrando de muerte, volvió a Roldán en su última hora.

Mientras tanto Marsile, con sus incontables sarracenos, les había perseguido tan de
prisa que el grueso del ejército de paganos pronto vio agitarse los estandartes de la
retaguardia francesa.

Luego cuando se detuvieron la lucha comenzó; uno por uno los nobles de Zaragoza,
los campeones de los moros, avanzaron y pidieron el derecho a enfrentarse ellos mismos
contra los doce caballeros de Francia. El sobrino de Marsile recibió el guante real como
campeón principal, y once jefes sarracenos juraron matar a Roldán y extender la fe de
Mahoma.

-Amigo mío-, dijo Oliver a Roldán, -me parece a mí que vamos a tener un combate con
los paganos.

Oyendo un gran tumulto, Oliver ascendió a una colina y miró hacia España, donde
descubrió a la gran armada pagana, como un brillante mar, con relucientes escudos y
yelmos resplandeciendo bajo el Sol. –

¡Ay, somos traicionados! Esta traición es planeada por Ganelon que nos puso en la
retaguardia-, gritó.

Camarada Roldán, toca tu cuerno de guerra: Carlos lo oirá y volverá aquí.


Que Dios no lo permita, gritó Roldán. Eso no lo cantarán nunca los juglares que pedí
ayuda en la batalla a mi rey contra los paganos.

Grande fue la lucha aquel día, mortal fue el combate, cuando los moros y francos
chocaron, gritando, invocando a sus dioses y santos, empuñando con máximo coraje
espada, lanza, jabalina, cimitarra o daga. Cada uno de los doce caballeros hizo poderosas
hazañas con las armas. Roldán mismo mató al sobrino del rey Marsile, que había
prometido traer la cabeza de Roldán a los pies de su tío. Oliver mató al hermano del rey
pagano, y uno por uno los doce señores probaron su valía frente a los doce campeones del
rey Marsile.

Así continuó la batalla, muy valientemente contestada por ambos lados, y los
sarracenos murieron a cientos y a miles, hasta que toda la hueste había muerto a excepción
de un hombre, que huyó herido, dejando a los señores franceses en el campo.

Mientras buscaban llorando los cuerpos de sus amigos, la principal armada de los
sarracenos, bajo el rey Marsile en persona, vino sobre ellos; porque el único fugitivo que
había escapado había avisado a Marsile para que atacara de nuevo, pues los francos
estaban todavía cansados. El consejo le pareció bueno a Marsile y marchó a la cabeza de
cien mil hombres, que ahora envió sobre los franceses en columnas de cincuenta mil a un
tiempo. Y venían muy valientes, tocando clarinetes y trompetas.

-Soldados del Señor, -gritó Turpin, -Sed valientes y rápidos, Porque este día se os
darán coronas de flores del Paraíso.

Y la batalla se continuó, con el gran ejército contra el pequeño puñado de franceses,


que sabían que estaban sentenciados y luchaban como si estuvieran excluidos de la muerte.

En esta segunda batalla los campeones franceses estaban cansados, y en poco tiempo
comenzaron a caer ante el valor de los nobles sarracenos recién llegados. Primero murió
Engelier, el gascón, herido mortalmente por la lanza de aquel sarraceno que juró
hermandad a Ganelon; luego Samson y el noble duque de Anseis. Estos tres fueron bien
vengados por Roldán, Oliver y Turpin. Luego en rápida sucesión murieron Gerin y Gerier
y otros valientes caballeros a manos de Grandoigne.

Finalmente esta segunda armada de sarracenos se rindió y o, rogando a Marsile que


viniera a socorrerles; pero ahora de francos victoriosos no quedaban más que sesenta
valientes campeones, incluyendo a Roldan, Oliver y el fiero prelado Turpin.

Ahora la tercera armada pagana comenzó a desplegarse sobre la valiente pequeña


banda, y en el corto espacio de tiempo antes de que los sarracenos les atacaran de nuevo
Roldán gritó a Oliver:

-Buen rey y camarada, mira estos héroes, Valientes guerreros, yaciendo sin vida, Debo
apenarme por nuestro bello país,

Francia, que se ha quedado viuda de sus paladines Carlos, mi rey, ¿por qué estás
ausente?

-Hermano mío, ¿cómo le enviaremos Las tristes noticias de nuestra batalla? Cómo, no
lo sé, dijo su camarada. Mejor la muerte que el vil deshonor. -

-Ves, la batalla va contra nosotros: Camarada, tocaré mi cuerno de guerra. Oliver


respondió: ¡Oh, cobarde!

-Cuando te lo pedí, entonces no lo querías hacer. En la bella Francia de nuevo nos


encontraremos, Nunca te casarás con mi hermana;

El arzobispo Turpin oyó la disputa y trató de calmar a los enfadados héroes.

-Bravos caballeros, no estéis tan furiosos. El cuerno no salvará las vidas de los
muertos, pero mejor será tocarlo, para que Carlos, nuestro señor y emperador, pueda
volver, vengar nuestra muerte y llorar sobre nuestros cuerpos.

Entonces por fin Roldán puso el tallado cuerno de marfil, el mágico Olifant, en sus
labios y sopló tan fuerte que el sonido se pudo escuchar hasta a treinta millas de distancia.

-¡Escuchad, nuestros hombres están peleando!-, gritó Carlomagno; pero Ganelon


respondió:

-De no haber sido porque lo ha dicho el rey, eso hubiera sido una mentira.

Una segunda vez Roldán tocó el cuerno, con tanta violencia y angustia que las venas
de sus sienes explotaron y la sangre comenzó a salir por su frente y por su boca.
Carlomagno, deteniéndose, escuchó de nuevo y dijo:

-Ese es el cuerno de Roldán; no lo tocaría si no hubiera batalla.-Pero Ganelon, en tono


de burla, dijo:

-No hay batalla, porque Roldán es demasiado orgulloso como para tocar su cuerno
cuando está en peligro. Además, ¿quién se atrevería a atacar a Roldán, el fuerte, el
valiente, el gran y maravilloso Roldán? Nadie. Sin duda está cazando y riéndose con los
otros caballeros. Tus palabras, mi señor, sólo muestran lo anciano, débil y tonto que eres.

Cuando Roldán tocó el cuerno por tercera vez apenas podía respirar para despertar los
ecos; pero aún Carlomagno lo pudo oír

-¡Qué débil llega el sonido! ¡Hay muerte en ese soplido desmayado! -dijo el
emperador, y el duque Naimes interrumpió ávidamente:

-Señor, Roldán está en peligro; alguien le ha traicionado sin duda aquel que ahora
intenta engañarte a ti. Señor, levanta a tu ejército, ármate para la batalla y cabalga para
salvar a tu sobrino. -

Carlomagno dijo en voz alta:

-Por aquí, hombres míos. Coged a este traidor Ganelon y mantenerle a salvo hasta que
yo vuelva.-Y el personal de cocina cogió al caballero, le encadenaron por el cuello y le
azotaron; luego, atándole de pies y manos, le tiraron a una penosa mazmorra, para que
permaneciera allí hasta que Carlos ordenara que se lo devolvieran de nuevo a sus manos.

A toda velocidad el ejército completo volvió sobre sus pasos, de cara a España, y
diciendo: -¡Ah, si pudiéramos encontrar a Roldán vivo, qué golpes daríamos por él!
Mientras tanto Roldán echó una mirada a su alrededor por valles y colinas y vio cómo
sus nobles camaradas yacían muertos. Como un noble caballero, lloró por ellos, diciendo:

-¡Buenos caballeros, que Dios se apiade de vuestras almas! ¡Que os reciba en el


Paraíso

Diciendo esto, se apresuró hacia la batalla, mató al único hijo del rey Marsile y
persiguió a los paganos ante él como los perros persiguen al ciervo. Turpin lo vio y
aplaudió.

Marsile, enojado, atacó al asesino de su hijo, pero en vano; Rolando le cortó su mano
derecha y Marsile huyó herido de muerte a Zaragoza, mientras su principal hueste,
dominada por el pánico, dejó el campo para Roldán. Sin embargo, el califa, el tío de
Marsile, reunió las filas y, con cincuenta mil sarracenos, una vez más vino sobre la
pequeñas tropa de Campeones de la Cruz, los tres pobres supervivientes de la retaguardia.

Los paganos se envalentonaron al contemplar a los tres solos, el califa, acercándose


hasta Oliver, le atravesó por la espalda con su lanza. Pero, aunque mortalmente herido,
Oliver reunió la suficiente fuerza como para matar al califa, y gritar en voz alta:

-¡Roldán, Roldán, ayúdame!- Luego se lanzó contra la armada pagana, realizando


heroicas hazañas

Ahora Oliver sintió cómo los dolores de la muerte se apoderaban de él. Terminado
esto, cayó hacia atrás, le falló el corazón, se le cayó la cabeza hacia abajo, y Oliver, el
valiente y cortés caballero, yació muerto sobre la tierra teñida de sangre; con su cara vuelta
hacia el Este. Roldán se lamentó y lloró por él.

Ahora la muerte estaba muy cerca de Roldán y él la sintió llegar, mientras oraba y se
encomendaba a su ángel guardián Gabriel. Cogiendo con una mano a Olifant, y con la otra
a su buena espada Durendala, Roldán escaló una pequeña colina dentro del reino de
España. Allí bajo dos pinos encontró cuatro escalones de mármol cuando estaba a punto de
escalarlos, cayó desmayado al suelo cuando su fin estaba muy cerca. Un indefinible
sarraceno, que había fingido estar muerto, salió de su escondite y, diciendo a voces:
-¡El sobrino de Carlos está vencido! Llevaré su espada de vuelta a, Arabia- cogió a
Durendala cuando yacía en la mano moribunda de Roldán. El intento despertó a Roldán,
que abrió sus ojos diciendo:

-Tú no eres de los nuestros.- Entonces con Olifant asestó un golpe en el yelmo del
ladrón pagano que cayó muerto ante su supuesta víctima.

Pálido, sangrando, muriendo, Roldán luchó por levantarse, dispuesto a salvar su buena
espada de la deshonra de manos paganas. Cogió a Durendala, y el mármol marrón ante él
se partió por sus potentes golpes; pero la buena espada permaneció intacta, el acero se rayó
pero no se rompió, y Roldán lamentó en voz alta que su famosa espada fuera a ser ahora el
arma de un hombre que no se la merecía. De nuevo Roldán golpeó a Durendala y partió
por la mitad el bloque de sardónica, pero el buen acero sólo se rayaba y no se rompía.

De nuevo levantó su guante al cielo y San Gabriel lo recibió; luego, con la cabeza
agachada y sus manos cruzadas, el héroe murió y los querubines que esperaba, San Rafael,
San Miguel y San Gabriel, llevaron su alma al paraíso.

Así murieron Roldán y los señores de Francia.

Poco después de que el heroico espíritu de Roldán le hubiera abandonado el emperador


llegó al galope desde las montañas hasta el valle de Roncesvalles, donde ni un pie de tierra
estaba libre de la carga de la muerte.

El emperador sabía muy bien que Roldán sería encontrado al frente de sus hombres,
con su cara hacia el enemigo. Así que avanzó unos pasos por delante de sus compañeros y
escaló una pequeña colina, allí encontró el pequeño prado plagado de flores teñido de rojo
con la sangre de sus barones, y allí, a la hora del cenit, bajo los árboles yacía el cuerpo de
Roldán sobre la verde hierba. Los rotos bloques de mármol mostraban los esfuerzos del
héroe a la hora de su muerte, y Carlomagno levantó a Roldán, y, cogiendo al héroe en sus
brazos, se lamentó sobre él.

-¡Que el Señor tenga piedad, Roldán, de tu alma! ¡Nunca más contemplará la bella
Francia un caballero más valeroso, mientras Francia exista!
El ejército francés enterró a los muertos con todos los honores donde habían caído,
excepto los cuerpos de Roldán, Oliver y Turpin, que fueron llevados hasta Blaye y
enterrados en la gran catedral de este lugar; entonces Carlomagno volvió a Francia.

Demasiado largo sería contar el juicio de Ganelon el traidor. Será suficiente con decir
que fue rasgado en pedazos por caballos salvajes, y su nombre permanece en Francia
como un símbolo de la deslealtad y la traición.
TRISTAN E ISOLDA

Leyenda de Europa del Norte y Central

Meliadus, conocido así mismo por Rivalin, o Roland Rise, era el señor de Lyonesse
(Ermonie, o Parmenia). Durante algún tiempo este caballero había estado en guerra con
otro llamado Morgan, pero por fin se alcanzó una tregua de siete años. Meliadus, estando
así seguro de que los ataques de su enemigo habían cesado, emprendió un viaje para visitar
a Mark, el rey de Cornualles. El motivo real de la visita era poder estar presente en un gran
torneo que había sido anunciado por el monarca cristiano, y por el que muchos caballeros
de probado valor se dirigían a su capital, Tintagel.

Con gran pompa el torneo se declaró abierto y los juegos comenzaron. Entonces,
aunque muchos poderosos caballeros intentaron vencer al extranjero Meliadus, ninguno lo
consiguió. El campeón mostró tanto valor que todos se deshicieron en alabanzas hacia él.
Además, la bella Blanchefleur, hermana del rey Mark, ganada por su gallardía, confesó
que su corazón pertenecía desde ese instante al señor de Lyonesse. Sin embargo, cuando
Meliadus le pidió humildemente la mano de su hermana al rey Mark, éste rehusó de forma
tajante. Así que los jóvenes se casaron en secreto, o, si creemos otra versión de la historia,
se escaparon juntos de la corte del rey Mark.

De acuerdo con el primer relato, Blanchefleur permaneció en la corte hasta que, al oír
que su marido había muerto, expiró al dar a luz a un hijo, a quien llamó Tristán, porque
había llegado al mundo en esas circunstancias. La segunda versión cuenta que
Blanchefleur murió cuando Morgan hizo su entrada en el castillo sobre el cadáver de su
marido, y que su fiel criado, Kurvenal, también conocido como Rohand, o Rual, para
salvar al niño declaró que era hijo suyo.

Así el niño Tristán creció desconociendo quiénes eran sus verdaderos padres. De todas
formas Kurvenal se encargó de que aprendiera todo lo que un caballero debe saber sobre
caza y sobre luchas. Además, el niño tenía una gran habilidad para tocar el arpa.

Pero al fin un día le sobrevino una aventura, ya que mientras navegaba a bordo de un
barco noruego, que había anclado en el puerto cerca de su antigua morada, aceptó el reto
de un noruego a jugar al ajedrez con una cierta apuesta.

Como Tristán tenía la misma habilidad para jugar al ajedrez que para tocar el arpa,
pronto ganó el juego. El noruego, enfadado por haber perdido, y reacio a pagar la apuesta,
levantó el ancla de forma inesperada y se echó a la mar, con la intención de vender al
joven secuestrado como esclavo.

No se habían alejado demasiado cuando se desató una terrible tempestad que


amenazaba con hundir el barco y ahogar a todos sus tripulantes. Entonces los marineros,
creyendo con terror que la causa de este peligro era su mala conducta, hicieron una
promesa solemne de liberar al joven si salían con vida.

En cuanto hicieron esta promesa el viento dejó de soplar como por encanto; por tanto,
anclando en la siguiente bahía, el noruego depositó a Tristán en tierra y le pagó la suma
que había perdido al ajedrez.

Así Tristán se encontró solo en tierra extraña teniendo como únicas posesiones su arpa,
su arco y el dinero que sus enemigos le acababan de pagar. Sin embargo, mientras
contemplaba cómo el barco noruego se perdía de vista, se sintió feliz de haber escapado de
sus garras. Poniéndose el arpa al hombro, y llevando su arco en la mano, se dio la vuelta y,
cantando una canción, se decidió a explorar el nuevo país. Ocurrió que en su camino llegó
a un bosque denso y sombrío, donde se encontró con unos cazadores agrupados alrededor
de un ciervo que acababan de cazar. Tristán se detuvo un momento y les ayudó con
habilidad a despellejar su presa. Para corresponder a su cortesía los caballeros le llevaron
con ellos a la corte de su soberano, el rey Mark, donde Tristán les entretuvo con su dulce
música. El rey, encantado de tener un huésped así en sus banquetes, le rogó que
permaneciese en la corte el tiempo que quisiese. A Tristán le agradó tanta amabilidad y no
tuvo prisa alguna por partir. Por tanto se quedó en la corte, ganándose las alabanzas de
todos.

Mientras tanto su padre adoptivo, Kurvenal, había salido en su busca. Caminó muchas
millas, hasta llegar a la corte del rey Mark. Allí, lleno de alegría, encontró a Tristán y se
apresuró a contar al rey la historia de su nacimiento.

Tristán escuchó entonces por vez primera la historia de la muerte de su padre. Lleno de
indignación, se negó a descansar hasta haber vengado la muerte de su progenitor. Lleno de
ira, nadie pudo hacerle desistir de su propósito de partir de inmediato. Cabalgó hacia el
castillo de Morgan, donde retó al caballero en combate y le mató con rapidez. Después,
tomando posesión de las tierras de su padre en Lyonesse, las entregó al cuidado de
Kurvenal, mientras que él se dirigió a Cornualles. A su llegada a Tintagel se encontró a la
corte sumida en la desesperación. Preguntó con ansiedad qué había ocurrido y le
contestaron que Morold, hermano del rey de Irlanda, había llegado a exigir su usual tributo
de trescientas libras de plata y estaño y trescientos hombres jóvenes para ser vendidos
como esclavos.

-Decidme-, gritó Tristán, incapaz de comprender lo que pasaba, -nunca ha dejado este
vil monarca de exigiros este tributo?

Los caballeros contestaron tristemente:

-Desde su victoria sobre nuestro rey lo ha demandado anualmente.

-¿Y lo ha obtenido?-, Preguntó Tristán con excitación.

-Lo ha obtenido-, replicaron los caballeros a coro, como avergonzándose de sus


palabras.

Incapaz de ocultar su asombro, Tristán se dirigió audazmente al emisario que buscaba


la presencia del rey, y, arrebatando el tratado de sus manos, lo rompió en dos y arrojó los
trozos a la cara del emisario. Después con aire altivo retó al emisario irlandés a luchar.

Morold aceptó el reto desdeñosamente, ya que no sólo era un gigante de gran fuerza,
sino que tenía consigo una espada envenenada, preparada para hacer su mortal trabajo.

Unos minutos más tarde la gran lucha comenzó y Morold cabalgó su rocín. Y se
abalanzó sobre Tristán con rapidez Mayor que la del vuelo de un halcón. Pero la fuerza de
Tristán estaba preparada para el combate.

El espectáculo de estos dos campeones enzarzados en lucha era terrible, espantoso el


ruido de los golpes que producían al chocar las armaduras. Pero por fin Tristán cayó de
rodillas al suelo, porque el arma envenenada de su oponente había atravesado su costado.

Inmediatamente Morold exigió que Tristán se declarase vencido, prometiendo obtener


un bálsamo de su hermana Isolda, quien conocía el remedio para tan peligrosa herida. Pero
Tristán, recordando que si se daba por vencido trescientos jóvenes inocentes serían
vendidos como esclavos, realizó un último y titánico esfuerzo. Juntando todas las fuerzas
que le quedaban, le propinó a su antagonista tal golpe que le partió en dos a través del
casco. Con un gemido amargo Morold cayó al suelo herido de muerte, ya que Tristán
había golpeado a su enemigo con tal fuerza que un fragmento de su espada se había
quedado incrustado en su cráneo, donde permaneció.

Las gentes de Cornualles, casi incapaces de creer la buena noticia de que su cruel
enemigo había muerto, aclamaron el nombre de Tristán, mientras el propio rey Mark
declaraba que, ya que no tenía hijos, nombraría a Tristán como su heredero. Por su parte,
los heraldos irlandeses que habían acompañado a Morold volvieron a Irlanda con las
manos vacías y con gran desaliento, llevando con ellos el cuerpo sin vida de su jefe.

Sin embargo, a pesar de su gran renombre, Tristán no se sentía feliz. La herida de su


costado no sanaba y se hacía tan repugnante que nadie podía soportar su presencia.
Entonces, como ninguno de los doctores de la corte podían sanarle, Tristán recordó las
palabras de Morold y decidió ir a Irlanda para suplicar de Isolda ayuda. Era consciente, de
todas formas, de que ella jamás le ayudaría si supiese su identidad, y por tanto embarcaría
solo, o con Kurvenal, en una pequeña embarcación, llevando consigo sólo su arpa. Así
navegó hacia Irlanda, país al que llegó después de quince días. Cuando por fin alcanzó la
corte, declaró que era un juglar errante llamado Tantris, y fue recibido por la reina, Isolda.
Encantada por su música, la reina le ofreció su ayuda y le curó de su grave herida.

Todavía de incógnito, Tristán permaneció algún tiempo en la corte irlandesa y pasó


muchas horas con Isolda, la ahijada de la reina, a quien enseñaba diariamente el arte de la
música. Después, tras haber estado en Irlanda unos meses, dijo a sus huéspedes adiós, y
retornó a Cornualles. Allí relató a Mark la historia de su curación y alabó la belleza de la
joven Isolda de tal manera que el rey ardió de pasión por ella y deseó hacerla su esposa.
Siguiendo el consejo de los cortesanos, envidiosos de Tristán, el rey envió al caballero en
una misión que le podría costar la vida: acompañado de una impresionante comitiva, pedir
la mano de la doncella y escoltarla sana y salva a Cornualles.

Tristán y sus seguidores desembarcaron con gran pompa en Irlanda, encontrando a sus
gentes agobiadas por una terrible ansiedad. Al preguntarles supieron que un espantoso
dragón se había atrincherado cerca de la ciudad y estaba devastando el país. El miedo de la
gente era tan grande que el rey había prometido la mano de Isolda al hombre que fuese
capaz de acabar con el monstruo. Inmediatamente Tristán decidió que si mataba al dragón
tendría más posibilidades de llevar a cabo los deseos de su tío, así que partió solo para
iniciar el combate.

A pesar de la apariencia terrible de este monstruo, y a pesar de la cantidad de fuego y


veneno que arrojaba, Tristán se enfrentó a él valientemente y al final lo mató. Después,
cortando su lengua, la puso en su bolsa, para poder mostrarla como prueba de su victoria.
Sin embargo, sólo había andado unos pocos pasos, cuando, exhausto por la larga lucha,
aturdido por los humos envenenados que había inhalado y subyugado por el contacto con
la lengua del dragón, cayó desmayado al suelo. Unos minutos más tarde un criado del rey
irlandés apareció. Viendo muerto al dragón, y creyendo sin vida al vencedor en el suelo,
decidió rápidamente aprovecharse de esta circunstancia afortunada para asegurarse la
mano de la princesa. Por tanto cortó la cabeza del dragón, y, dirigiéndose a la corte, se
jactó de haber dado muerte al monstruo. Pero la princesa Isolda y la reina, sabiendo que
aquel hombre era un cobarde, se negaron a creer sus palabras y se dirigieron a la escena de
la lucha, donde encontraron a Tristán desmayado con la lengua del dragón en su bolsa.

Compadecidas de su grave estado, y furiosas por las mentiras del criado, las dos
Isoldas vendaron con mucho cuidado las heridas de Tristán y le llevaron a palacio.
Entonces, mientras la joven Isolda estaba sentada al lado del herido, velando su sueño,
sacó distraídamente la espada de su vaina. De pronto sus ojos vieron una muesca en la
hoja, que pronto descubrió era de la misma forma e idéntico tamaño que el fragmento de
acero encontrado en el cráneo de su tío.

Al final la verdad se cernió sobre Isolda, y vio en el vencedor del dragón al asesino de
su tío Morold. Creyendo que su deber, por tanto, era matar a su enemigo mientras dormía
indefenso a su cuidado, Isolda estaba a punto de propinar el golpe, cuando Tristán abrió
los ojos y la desarmó con una mirada. Cuando la joven le relató la historia a su madre, la
reina Isolda declaró que Tristán había expiado su crimen al liberar al pueblo de la tiranía
del dragón; por tanto, su vida debía ser respetada a toda costa.

Con el tiempo Tristán, recuperado de sus heridas, se presentó en la corte, donde se


ofreció a probar a punta de espada que el criado no tenía ningún derecho a reclamar la
mano de la princesa. Se acordó un duelo, y el criado, desarmado por Tristán, confesó su
mentira. Entonces Tristán enseñó la lengua del dragón y narró sus aventuras; pero, ante la
sorpresa general, en vez de pedir la mano de Isolda para sí mismo, la pidió en nombre de
su tío el rey Mark de Cornualles.

A la joven princesa no le agradó demasiado este cambio inesperado en el rumbo de los


acontecimientos. Sin embargo, se preparó obedientemente para acompañar a la comitiva a
Tintagel. Su madre, al contrario, queriéndola salvar de un matrimonio sin amor, buscó
todo tipo de hierbas para preparar una de esas pócimas de amor mágicas a las que la
sabiduría popular otorga poderes ilimitados.

Así la reina, con mucho cuidado, preparó el brebaje que ella creía proporcionaría
felicidad absoluta a su hija. Cuando la bebida estuvo preparada, la vertió despacio en una
copa de oro y se la entregó a Brangwaine, la doncella de Isolda. El día del matrimonio de
la princesa y el rey Mark, dijo la reina Isolda, dale a beber esta copa. Pero hasta entonces
guarda el secreto en tu interior.

Brangwaine, prometiendo obedecer, llevó consigo la pócima al barco y la depositó en


un armario, hasta que el momento propicio para usarla llegase. Mientras tanto la princesa
embarcó con la escolta que había sido enviada desde Cornualles, y comenzó su viaje con
destino a la corte del rey Mark. Tristán, para entretener las largas y tediosas horas de viaje,
le cantaba todas las canciones e historias que conocía, y así los días transcurrían
felizmente. Pero, una mañana, después de cantar durante un rato, le pidió a la bella
doncella alguna bebida, y ella, yendo al armario, cogió la pócima mágica, desconociendo
todo su poder.

Siguiendo la costumbre de aquel tiempo, antes de ofrecer el vino, ella misma bebió un
poco y después se lo entregó al sediento juglar, que lo bebió con ansiedad. Tan pronto
como hubieron bebido, la pócima, con su sutil poder, hizo nacer en sus corazones un amor
apasionado, destinado a durar toda su vida.

Cuando las primeras horas de arrebato habían pasado, los jóvenes, conscientes de su
culpa, resolvieron mantener sus promesas y vencer la pasión fatal que se había adueñado
de ellos. Por tanto permanecieron separados, a pesar del fiero ardor del amor que les
consumía a los dos. De esta forma el viaje, que hasta entonces había sido placentero, se
tornó en un tormento para ambos, y los dos suspiraron con alivio cuando pudieron divisar
Cornualles.

Unos días más tarde llegaron a Tintagel, e Isolda se desposó con el rey Mark de
inmediato. Ella no era feliz con esta unión, porque su corazón pertenecía a Tristán;
tampoco era Mark un hombre lo suficientemente heroico como para conquistar el corazón
de una princesa como Isolda.

Brangwaine sollozaba y lloraba por la desgracia que había sido incapaz de evitar y
estudiaba cómo proteger a la princesa y engañar al rey, ya que no estaba en el poder de un
mortal apagar la fatal pasión.

Un caballero llamado Meliadus descubrió el amor que Tristán profesaba por Isolda, y,
lleno de celos, se apresuró a comunicárselo al rey. Para su disgusto, Meliadus no pudo
convencer en un principio al rey, pero, poco a poco, influenció al monarca con sus
indirectas e insinuaciones hasta que éste se decidió a probar a la reina. Para este propósito
el rey ordenó a la reina demostrar su inocencia bien superando la prueba de fuego o bien
haciendo un juramento público en el que afirmase que no amaba a nadie más que a él.
Isolda aceptó temerosamente. Mientras se encaminaba al lugar donde se iba a realizar la
ceremonia, Tristán, disfrazado de mendigo, le ayudó a cruzar el río, y ella, a petición del
mendigo, le besó como recompensa a sus servicios.

Cuando se le llamó a prestar juramento frente a los jueces y a la corte reunida para la
ocasión, Isolda juró en verdad que, con la excepción del mendigo a quien acababa de besar
públicamente, ningún otro hombre excepto el rey podía jactarse de haber recibido ninguna
señal de su favor.

Los amantes, conscientes del peligro que corrían, decidieron separarse de nuevo, y
Tristán, privado por un tiempo de la contemplación de Isolda, se vio poseído por un
delirio, durante el que realizó muchas hazañas maravillosas, ya que con la fuerza de su
pasión podía fácilmente realizar lo que otros caballeros únicamente alcanzaban con
extrema dificultad. Por fin, recuperado de su locura, y esperando poder olvidar la fatal
pasión que la había causado ya tantos sufrimientos, se dirigió a la corte del rey Arturo,
donde continuó dando muestras de su increíble valor. De allí partió hacia lejanas tierras,
distinguiéndose en todas partes, hasta que recibió de una flecha envenenada una herida que
ningún doctor pudo sanar.

Temiendo exponerse de nuevo a la fascinación de Isolda de Cornualles, Tristán se


dirigió a Bretaña, donde otra Isolda, Isolda la de las Manos Blancas, igualmente diestra en
medicina, le devolvió con muchos cuidados la salud. Esta doncella, que era tan gentil y
honrada como bella, pronto se enamoró del apuesto caballero, y, al oírle cantar una
canción de amor apasionada en honor de Isolda, creyó que era correspondida en sus
atenciones y que la canción estaba dirigida a ella.

Con un brillo de felicidad en los ojos escuchó las palabras de la canción y las guardó
en su corazón. Después, el hermano de esta bella Isolda, viendo el amor de su hermana por
Tristán, le ofreció su mano. Después de un instante de duda Tristán aceptó el honor, más
por gratitud que por amor, y con la esperanza de poder al fin superar su infeliz pasión.
Pero á pesar de todos sus buenos propósitos no pudo olvidar a Isolda de Cornualles, y
trataba a su esposa con una frialdad distante que al final despertó las sospechas de su
hermano.
Poco tiempo después Tristán atacó y venció a un gigante mago llamado Beliagog. En
respuesta a la petición de clemencia de su víctima, Tristán le perdonó, pero exigió de él a
cambio una solemne promesa. Beliagog debía construir un maravilloso palacio en el
bosque, y adornarlo con pinturas y esculturas que representasen los diferentes momentos
de la pasión del caballero por Isolda de Cornualles. Por tanto cuando Ganhardin, el
hermano de Isolda, le preguntó a Tristán por qué pasaba tan poco tiempo en compañía de
su joven esposa, el caballero le condujo a este palacio y le mostró los cuadros sin decir
palabra. Entonces Ganhardin comprendió todo y sintió compasión por el caballero que
había soportado tal infortunio. Además, cautivado por el retrato de Brangwaine, suplicó a
Tristán que le llevase con él a Cornualles, ya que estaba decidido a hacerla su esposa.
Deseoso de obedecer, Tristán aceptó y los dos partieron juntos. Durante el viaje vivieron
muchas aventuras: liberaron a Arturo del poder de la Dama del Lago y se llevaron a
Isolda, a quien el cobarde rey Mark estaba tratando ofensivamente, al castillo de Lancelot
en Joyeuse Garde. Allí ella conoció a Genoveva y permaneció con ella hasta que Arturo
propuso una reconciliación.

Dando la espalda a Tintagel, Tristán regresó de nuevo a Bretaña, donde su fiel esposa
le recibió con gran alegría. Pero Tristán no podía encontrar la felicidad debido a su amor
por Isolda. Por tanto intentó olvidar su tristeza entregándose de lleno a combatir,
venciendo a un campeón tras otro, hasta que en un combate resultó tan gravemente herido
que ni Isolda de Bretaña pudo curarle. Su fiel seguidor, Kurvenal, esperando poder
salvarle, se embarcó hacia Cornualles para traer consigo a la otra Isolda, y al partir le
prometió a su amo cambiar las velas negras de su embarcación por otras blancas en el caso
de que su búsqueda hubiese tenido éxito.

El caballero observaba con ansiedad para ver si podía discernir las velas al viento
sobre el mar. Pero, justo cuando la embarcación se hizo visible, Tristán exhaló su último
suspiro, así que ni la ayuda de Isolda de Bretaña ni la de Isolda de Cornualles pudo evitar
su muerte.

Isolda de Cornualles, al encontrar a su amor muerto, exhaló su último suspiro sobre su


cadáver. Los dos cuerpos fueron transportados a Cornualles, donde se enterraron en
tumbas separadas por orden del rey Mark. Pero de la tumba del juglar surgió una
enredadera que, cruzando las paredes, descendió hasta la tumba de Isolda. La planta fue
cortada dos veces por orden del rey Mark, pero insistía en crecer, enfatizando así el
milagro del amor sin par que hizo a esta pareja proverbial en la Edad Media.
SNEGUROCHKA

Leyenda Rusa

En el hogar de la humilde casa aldeana brillaban unos troncos encendidos, por la


ventana entraba la luz fría de la mañana blanca de nieve. Los dos viejecitos se habían
recogido al amor de la lumbre, y abuela Mariusha rodeaba de brasas la marmita donde
bullía la sopa en un hervor lento. Abuela Mariusha estaba triste. Habían pasado los años,
encorvándola su pesadumbre y blanqueando su cabeza con la nieve de los inviernos.
Habían pasado los años, llevándose la ilusión de los dos viejos; la ilusión que les naciera
un hijo que les hubiera llenado de alegría la vida.

El viejo Yuchko trajo una gavilla de palos secos para avivar el fuego. La cocina se
llenó del rumor de la leña al arder. Fuera se oía la alegría de unos niños que jugaban. El
viejo Yuchko se asomó a la ventana. Los niños bailaban y reían formando un corro
alrededor de una figura de nieve.

-oye, Mariusha, ven y verás qué muñeco han hecho -dijo Yuchko entusiasmo.

Los das viejecitos se reían viendo reír a los niños. El muñeco de nieve, gordo,
rechoncho, tenia cierto parecido con el alcalde del pueblo. ¡Demonios de chiquillos! De
pronto, Yuchko cesó de reír y dijo:

-Mariusha, vamos a ver si nosotros podemos hacer uno pequeñito quieres? . -Pero,
hombre, ¡qué cosas tienes! ¿no ves que la gente se reirá de nosotros? Ya somos viejos para
hacer esas cosas de niños.

-No importa -insistió Yuchko-. Ya verás: procuraremos que nadie vea. Haremos un
muñeco pequeñito; como un niño; así, muy lindo.

Abuela Mariusha se dejó Ilevar. Retiró del fuego la marmita, se encasquetó un gorro
de piel y salió con Yuchko. Al pasar junto a los niños que jugaban, se detuvieron a jugar
con ellos, saltando y cantando con la misma alegría infantil. Después se fueron retirando
poco a poco hasta llegar a un bosquecillo donde los árboles eran altos y la nieve era
blanquísima.

Los viejecitos comenzaron a amontonar nieve. Los dos, de rodillas, iban dando forma
al montón blanco. Un niño pequeñito, como un bebé. Ya estaba formado. Ahora la cabeza.
Un buen montón de nieve encima para que tuviera abundantes cabellos, dos puñados para
las mejillas, un poquito para la nariz, dos agujeros grandes para los ojos...¡ah! ya estaba.
Era precioso. Se abrazaron mirando su obra y bailaban de alegría, pero de pronto, se
detuvieron atentos. Habían visto algo extraño: Se fueron acercando. Miraban asombrados
y silenciosos. Los do agujeros de la cabeza del muñeco se fueron llenando de color azul, y
en ellos nacieron unos ojos que miraban fijamente. La cara ya no era blanca las mejillas se
tornaron redondas y rosadas, y la boca se movía en una deliciosa sonrisa. Un soplo de
viento hizo temblar la nieve, que se deslizó et largos cabellos dorados bajo un gorrito de
piel y en blanco vestido que se confundió en pliegues con la nieve del suelo.

El tosco muñequito se había convertido en una niña preciosa como la criatura de


ensueño.

Los dos viejecitos se miraban asombrados. Sí, sí, era verdad; no era sueño; la niña
estaba allí muy cerca y se movía y tendía los brazos llamándolos. Y, al cogerla y sentir el
calor tibio y el beso con Que los acariciaba. Sintieron que la vida les renacía en el corazón.

Rápido; apretaron a la niña entre los brazos y volvieron a la casa temblorosos de


emoción y de felicidad.

Junto al hogar, abuela Mariusha mecía a la niña en Sus rodillas para dormirla con una
canción. De la campana de la chimenea pendía un gorrito de piel, y cerca de la losa del
fuego se calentaban unos lindos zapatos blancos:

El viejo Yuchko se acercó para hablar en voz .muy baja.

-Oye, Mariusha, ya tenemos una niña! la hemos hecho con nieve. Y estoy pensando
que la debemos llamar Snegurochka. Te parece?
La abuela asintió con la cabeza y con la sonrisa.

Durmieron aquella noche entre felices y temerosos de que todo hubiera sido un sueño
muy corto, pero a la mañana siguiente allí estaba la niña junto a ellos, riendo y hablando
contenta. Porque hablaba ya y había crecido en tan poco tiempo y sus cabellos eran mucho
más largos... ¡Era un encanto!

Aquel día hubo gran fiesta en la casa. Abuela Mariusha se afanó en preparar toda clase
de dulces y golosinas. Abuelo Yuchko avisó a los músicos y a todos los niños y niñas del
pueblo. Los bailes, las canciones, la alegría se prolongaron hasta hora bien avanzada. Los
niños soñaron toda la noche en la preciosa Snegurochka de cabello de oro y ojos azules.

Snegurochka parecía haberse escapado de un cuento maravilloso. Jugando con los


niños les enseñaba a construir castillos y palacios de nieve con salas cómo de mármol y
fuentes magníficas. Parecía como si la nieve 'obedeciera a las manitas de Snegurochka,
que le hacía formas caprichosas e imposibles. Y cuando danzaba para enseñar a los
pequeños cómo caían los copos en la nevada, primero en torbellino y al final lenta y
suavemente, todos quedan maravillados. Snegurochka era una niña de cuento de nieve.

Se alejaba el invierno, y la tierra, descubierta de blancura, se iba tornando verde. Los


árboles comenzaban á cubrir su esqueleto con un vestido de hojas nacientes. El aire tibio
se cargaba de cantos y aromas de primavera. El sol brillaba limpio.

Una mañana, abuela Mariusha cuidaba junto al fuego el hervor de la marmita rodeada
de brasas. Abuelo Yuchko acababa de amontonar en la cocina un hacecillo de leña. Una
mañana como aquella de invierno en que vieron jugar a los niños alrededor del muñeco de
nieve, pero aquélla mañana era triste, y ahora estaba allí, alegrando la casa y la vida entera
Snegurochka, junto a la ventana, mirando el prado con florcillas dorada; y los árboles
verdes de hojas.

Yuchko advirtió que la cara de Snegurochka estaba pálida que sus ojos se empañaban
de una extraña tristeza.

-¿Qué tienes, Snegurochka, te sientes mal? -preguntó.


-No, no -respondió tristemente-. Es que me falta la nieve y no puedo vivir sin ella. La
hierba verde no es tan bonita. Es más bella la hermosa hermana blanca -y Snegurochka
tuvo un leve temblor.

Al día siguiente apareció tan pálida y tan triste, que los viejos se miraron alarmados.

-¿Qué le pasa a la niña? -preguntó temerosa Mariusha.

Yuchko no respondió. No sabia. Inclinó la cabeza, ocultando un gesto de pena.


Después se dirigió à Snegurochka aparentando contento. -¿En qué piensa mi pequeña?
¿Por qué no sales a jugar al campo con los niños? ¿Es que ya no los quieres?

-No sé, padrecito Yuchko, pero siento aquí dentro como si al respirar el aire tibio se
me deshiciera poco a poco el corazón.

-Vamos, anímate -dijo el viejo-. Ven con nosotros. Yo te llevaré en brazos y no dejaré
que te llegue el viento. Verás qué preciosas flores ha traído la primavera. ,

Mariusha apartó la marmita del fuego. Salieron los tres Yuchko abrazaba a
Snegurochka para defenderla de la brisa.

Un aire suave y cálido perfumado de flores los envolvió. Snegurochka -encogió


estremecida.. Los dos viejecitos la animaron y la llevaron abrazada hasta un bosquecillo
florido. Pero, al pasar junto a un grupo de copudos árboles, un brillante rayo de sol vino a
herir a la niña como una espada.

Snegurochka desfalleció con un suspiro de angustia. Sus ojos se empañaron y se


llenaron de lágrimas. Yucko y Mariusha aguardaban ansiosos y acongojados. El cuerpo de
la niña se fue reduciendo, se fue deshaciendo poco a poco y se fundió despacito hasta
convertirse en menudas gotas de Rocío sobre la hierba. la nieve, en las montañas, se
deshacía a los primeros rayos del sol.
ESVIATÓGOR Y LOS BOGATIRES

Leyenda Rusa

Altas, muy altas, hasta atravesar las nubes con sus picachos, se alzaban las Santas
Montañas en la santa Rusia.

Las águilas planeaban su vuelo sereno sobre las cumbres y descendían al fondo
silencioso de los desfiladeros. Desde la estepa causaban pavor las rocas enormes que se
dibujaban en el cielo como fantasmas grises.

El único habitante dé las Santas Montañas era Esviatógor, el gigante que era como una
de aquellas rocas altas y que hacía temblar la tierra bajo sus pies. Su caballo escalaba los
más elevados picos, salvaba los precipicios cruzaba los ríos en prodigiosos saltos como
vuelos.

Esviatógor vivía aislado de todos en aquella gran soledad. Su ánimo lo abría llevado a
combatir con todos los héroes de Rusia, pero cuando salía al campo llano, los árboles de
los bosques cedían a su paso y la tierra misma se estremecía. Solo las enormes rocas de las
Santa Montañas sostenían el peso del gigante. .

Su fuerza extraordinaria era su mayor desgracia. Si la hubiera podido compartir con


alguien o la hubiera podido dedicar al trabajo y al servicio de los hombres, se habría
sentido feliz; pero Esviatógor llevaba poco tiempo obre la tierra, Esviatógor era ignorante
y, además, todo lo que tocaba lo reducía a polvo y todo se aplastaba bajo su mano heroica.

Un día salió de sus montañas, se detuvo en medio de la estepa. tienda de tela gris, se
acostó y durmió hasta el día siguiente. Esviatógor se decidió a seguir caminando. Vio
aldeas, pueblos y ciudades. Comenzó a conocer y a querer a los hombres. Se prendó de la
bondad de los campesinos y de la belleza de las mujeres.

A su paso por una aldea vio Esviatógor a una joven muy bella y al verla, pensó: "He
aquí una novia digna de mí". No tardó el héroe en ganarse el corazón de la hermosa
aldeana, y poco más tarde en casarse con ella y llevársela a sus dominios de las Santas
Montañas.

Un día en que Iliá Múromets, el valiente guerrero, se dirigía a sus vastas posesiones,
tuvo que pasar por las Santas Montañas. Durante tres días saltó de peña en peña, escalando
cumbres y salvando precipicios hasta que, rendido de cansancio, plantó su tienda de
campaña, ató su caballo y se durmió con un sueño profundo.

Iliá durmió muchas horas y, antes de que apuntara el sol, soñó cosas raras y
extraordinarias. Vio cómo su bravo corcel cavaba la tierra con sus cascos y relinchaba
espantado. Después lo oyó decir con voz humana: - Iliá, Iliá;¡Despierta, sálvate del
peligro! ¡El héroe Esviatógor se acerca! ¡Déjame suelto en estos campos y tú escóndete
pronto en la copa de un árbol!

Despertó Iliá y siguió el consejo de su caballo. No bien hubo trepado a las ramas más
altas de una encina, cuando apareció el terrible Esviatógor, grande y fuerte como las rocas.
Llevaba en hombros a su mujer guardada en una arquilla de cristal y en el cinto una
enorme espada. El gigante se apeó del caballo y, con una llave de oro, abrió la caja de
cristal, de donde salió la bella mujer, hermosa como la aurora.

Mientras Esviatógor aparejaba su tienda, la joven extendió en el suelo una estera y


sacó de una alforja gran cantidad de manjares y bebidas dulces como la miel.

Durante la comida Iliá estaba inmóvil entre las ramas del árbol, oculto a las miradas
del gigante, pero la mujer lo había visto y, temiendo la furia de su marido, hizo que Iliá y
su caballo se escondieran en uno de los grandes bolsillos de Esviatógor, quien, sin
advertirlo, llevó la doble carga durante dos días. Al tercero, el caballo de Esviatógor
comenzó a dar muestras de cansancio El héroe rugió enfurecido:

,. -¡Ah,~ viejo caballo inútil! ¡Ya no puedes andar" El inteligente animal contestó:

-Hasta ahora solo había llevado a tu mujer y a ti, pero desde hace tres días llevo
encima una buena sobrecarga.
Esviatógor registró sus descomunales bolsillos y dio con Iliá y su corcel -¿Quién eres?

-le dijo a Iliá.

-Me llamo Iliá y deseaba admirar al héroe Esviatógor.

-Pues, aquí me tienes. Seamos amigos y ocasión tendrás de presenciar la más grandes
proezas.

Iliá aceptó agradecido y se paro a caminar al lado de su invencible compañero.

Bien pronto lo trató Esviatógor como a un hermano, partiendo con el la comida y


bebiendo los dos en la misma copa.

Un día en que los dos héroes galopaban por la e n 'n sepulcro, tallado en un bloque de
granito.

Esviatógor se detuvo pensativo, y dijo:

-Vamos a probar para quién ha sido preparado.

Iliá se metió el primero, pero él sepulcro era muy grande para él. Esviatógor se tendió
después en el misterioso ataúd justamente tallado para su estatura gigantesca.

-Esto parece hecho para mí -dijo Esviatógor-. Iliá, mi querido hermano, ¿quieres, ahora
que estoy dentro, colocar la tapa?

-¿No, hermano mío, tengo miedo -contestó Iliá.

Esviatógor se incorporó un poco, cogió la enorme losa con una mano y cuanto la hubo
puesto encima se ajustaron los bordes y el sepulcro quedó fuertemente cerrado.

En vano se revolvía y forcejeaba Esviatógor. Iliá, mi querido hermano -gritó-- coge mi


espada y rompe las paredes de esta tumba maldita!
Iliá empuñó el arma poderosa y descargó recios golpes sobre la piedra. El rugido de
Esviatógor aprisionado. Sintió como si se redoblara su fuerza y volvió a empuñar la
espada con nuevos bríos. A los furiosos golpes del acero saltaban de la piedra
centelleantes haces de fuego.

¡Me ahogo! -rugió Esviatógor-. Ven, Iliá, hermano mío, acércate bien, que quiero antes
de morir legarte el don precioso de mi fuerza. La voz del gigante se tornaba débil y
lastimera.

¡Adiós, compañero mío, te lego mi fuerza y mi poderosa espada! la vida del héroe se
agotaba. Las últimas palabras fueron su último respiro. Había sido vencido en la lucha con
la muerte.

Apoyado en la espada de Esviatógor, en medio del silencio de la estepa, sintió Iliá


como si cobrase una fuerza invencible. Después se postró tres veces ante el sepulcro de su
amigo, y emprendió el camino de Rusia para dirigirse al palacio de su tío, el príncipe de
Kiev, Vladimiro, Resplandor del sol.

Y así fue como Iliá Múromets adquirió la fuerza y el valor qué lo lleva realizar las más
asombrosas hazañas en compañía de los otros valerosos bogatires.

Y, ¿queréis, saber cómo perecieron aquellos valientes caballeros? Es una historia


curiosa.

Siete bogatires cabalgaban juntos atravesando las desiertas llanuras. llegaron al pie de
un viejo roble y, como se encontraban cansados, echaron pie a tierra, plantaron sus tiendas
de campaña y se acostaron para descansar mientras los caballos pastaban en las praderas
próximas.

Cuando el sol anunciaba la mañana con su aurora roja, Iliá Múromets despertó y miró
a la lejanía. Una horda de tártaros ensombrecía el horizonte y avanzaba envuelta en una
nube de polvo que invadía la llanura con violencia da un huracán.

Iliá gritó:
¡Arriba, bogatires! Los tártaros vienen sobre nosotros.

Los bogatires despertaron. Empuñaron las armas. Arremetieron contra los tártaros y
los vencieron. Los enemigos, vencidos, llenaban el campo. Los bogatires gritaban su
triunfo.

-¿Qué fuerza se puede comparar con la nuestra!

Alyosha Popóvich exclamó: -¡NO hay ejercito que pueda vencernos!

Iliá dijo:

La espada que me legó Esviatógor es invencible.

Pero en aquel momento, como nacidos de la tierra, aparecieron dos guerreros cubiertos
de brillantes armaduras. Y, dirigiéndose a los bogatires, hablaron así:

-venimos a probar vuestra fuerza. Somos dos y vosotros siete, pero no importa. Vamos
a luchar.

El corazón de Alyosha. popóvich se encendió de ira, Blandió el héroe su espada, y


cayó sobre los misteriosos adversarios;

Pero ¡oh maravilla! A los golpes de Alyosha los dos guerreros se convirtieron en
cuatro.

Dobrinya Nitrítich sacó su espada y partió a los cuatro jinetes por la mitad; pero, cómo
por encanto, los cuatro se volvieron ocho que seguían avanzando.

Iliá Múromets partió a los ocho con su poderosa espada, pero otra vez más los
adversarios sé duplicaron ante el asombro de los bogatires. Los siete compañeros cargaron
con furia sobre el enemigo, pero cuanto más luchaban, mas se multiplicaban las fuerzas
contrarias, que devolvían golpe por golpe.

Y así sucedió que, durante tres días, tres horas y tres minutos, continuó el combate,
hasta que los valerosos bogatires, rendidos de fatiga aterrorizados, huyeron al monte para
ponerse a salvo. Pero, en cuanto llegaron a la montaña, allí quedaron para siempre
convertidos en piedra

Y así cuentan que fue el final de los héroes bogatires en la santa Rusia.
EL ULTIMO CABALLERO DE ALTENAAR.

Leyenda alemana y suiza

Brinca el río Aar entre guijarros, se desliza sereno a la sombra de frondosos bosques;
corre por el llano, salta en los torrentes y entra en un valle estrecho bordeado de colinas.
Uno de los cerros se acerca hasta la orilla del río. En sus pendientes rocosas y quebradas se
alzan cubiertas de hiedra las ruinas del célebre castillo de Altenaar.

Hace ya mucho tiempo que fue abandonado el hermoso castillo. La raza de sus
antiguos dueños y moradores se extinguió en una trágica acción guerrera y caballeresca.

Kurt de Altenaar, el último descendiente de la noble familia, era un caballero valeroso


y amante de la libertad. Jamás permitió ninguna imposición que no cuadrara a su carácter
digno y altivo.

Hubo una época en que los príncipes del país exigieron tributos, servicios y vasallajes
excesivos a todos los nobles. Kurt, el caballero, se opuso enérgicamente a la injusticia,
despreciando las amenazas. Entonces los, príncipes enviaron un ejército que sitiara el
soberbio castillo.

Cerráronse las puertas de la fortaleza y todos sus hombres se aprestan a una resistencia
heroica. Silbaban las flechas y rodaban por las pendientes escarpadas las grandes peñas
quo lanzaban desde lo alto. Los sitiadores eran rechazados siempre que se atrevían a trepar
por aquéllas rocas que hacían imposible el asalto.

El sitio se prolongó varias semanas. La falta de víveres llegó a ser en el castillo el más
terrible enemigo de sus defensores.

Kurt de Altenaar veía acercarse el día en que habría de distribuir entre sus hombres la
última ración de pan. Después tendrían que rendirse o perecer.

El sitio sé prolongaba sin que decayera el valor de los sitiados. En cambio, día tras día,
se iba debilitando el ánimo de los asaltantes ante la dificultad de apoderarse de aquella
fortaleza cuya situación hacía casi imposible todo intento de ataque. Los defensores eran
valerosos e incansables.

Los príncipes adivinaban el desaliento de sus guerreros y temían ver estallar de un


momento a otro la rebelión. Algunos de sus servidores, y vasallos desaparecían huyendo
`de aquella guerra tan inútil como peligrosa.

El motín y la rebelión amenazaban desorganizar el ejército sitiador, cuando en una


mañana tibia y luminosa, apareció sobre el torreón más elevado del castillo, montado
sobre su corcel y armado de todas armas el anciano Kurt de blanca cabellera.

La noble figura del caballero, su pálido rostro ensombrecido por el airoso penacho, su
brillante armadura de acero, su brioso corcel negro, daban al noble guerrero un aspecto
imponente; y magnífico. Todas las miradas se fijaron en él. Todos callaron sorprendidos;
El valle quedó silencioso en la mañana luminosa y tibia.

Kurt de Altenaar extendió el brazo en un gesto solemne y dijo con poderosa voz:

-He aquí el ultimo hombre y el ultimo corcel de los que vivían en esta fortaleza. El
hambre ha acabado con mis compañeros y con mis hijas, Pero todos han muerto
dignamente, por amar a la libertad, odian vuestra tiranía. Yo también he de morir como
siempre he vivido: libre de toda esclavitud, como los verdaderos caballeros.

Y al decir esto, ya en el borde del torreón, clavó espuelas y dio un grito a su caballo. El
noble animal se encabritó briosamente y se lanzó al espacio en un salto terrible.

Cayeron caballo y jinete despeñados por la pendiente escarpada, y rodaron destrozadas


hasta hundirse en las aguas del río, que se cerraron para siempre sobre el ultimo caballero
de Altenaar.

Ninguna de los sitiadores se atrevió a penetrar en la silenciosa fortaleza de los héroes,


El horror de la escena les hizo huir de aquel valle espantoso.
Y el castillo de Altenaar continuó altivo y solitario a través del tiempo, que ha cubierto
sus ruinas con un manto de hiedra.
TILL EULENSPIEGEL

Leyenda austríaca y alemana

Estos son algunos episodios de la vida de Till Eulenspiegel, que según se dice en un
libro antiguo, vivió y murió ya hace mucho tiempo Fue Till un grandísimo, pícaro de los
que, derrochando ingenio en burlar a la gente, suelen vivir sin más trabajo ni preocupación
que librarse de descubiertos y perseguidos por sus obras y malas artes.

Nació Till Eulenspiegel en un pueblecito dé Sajonia. Creció sano, robusto, y no tardó


en dar muestras de una viveza y una astucia que eran el asombro de quienes lo conocían.

Tenia Till catorce años cuando se trasladó con su familia a un pueblo próximo a
Magdeburgo, donde al poco murió su padre. De allí en adelanté pugnó la madre porque el
muchacho sacara algún provecho del trabajo, pero así estaba dispuesto Till a la obediencia
como dejar a sus aficiones de aprendiz de titiritero, en las que consumía la mayor parte del
día.

Una vez, como daba al río la parte trasera de su casa, sujetó una cuerda a la ventana
que allí había y la ató a un árbol de la otra orilla. Cuando la Cuerda estuvo bien tirante,
aventuróse Till a pasar por ella de uno a otro extremo. Acudió mucha gente, y era una gran
diversión ver al muchacho bailar sobre la cuerda con tal donaire y soltura. Llegó en esto la
madre y queriendo apartar a su hijo de aquellos juegos con un escarmiento, subió al
desván y cortó la cuerda que estaba atada á la ventana.

Cayó Till al agua dando unas vueltas en el aire y, todos los que lo vieron, chicos y
grandes, echáronse a, reír haciendo burla y gritando: -¡Buen baño, amigo Till! Con
seguridad que ahora no tendrás calor ni ganas de volver a hacer listo.

Algunos días después se supo por todo el pueblo que Till se proponía repetir sus
ejercicios y, deseando pasar un rato de risa y diversión; fuéronse a presenciar la travesura,
no solo los chicos, sino también los hombres y mujeres del lugar. Balanceábase Till sobre
la cuerda can tanta gracia, que lo seguían con la boca abierta y los ojos fijos. En esto gritó
Till:

A ver, ¿quién me quiere prestar su zapato del pie izquierdo? Os voy a hacer un juego
muy divertido.

Todos los muchachos se apresuraron en darle el zapato tan embobados y contentos


estaban, y cuando Till hubo reunido cuarenta o cincuenta, los ensartó en una cuerda y los
tiró entre el grupo de curiosos diciendo:

-A ver si vosotros sois listos. Que cada cual Caja el suyo.

Precipitándose todos en busca de los zapatos, y tantos había y tan aprisa quisieron
recobrarlos, que bien pronta se hizo un montón de gente que se los disputaba a gritos y a
golpes.

Escapó Till por la ventana del desván muy satisfecho y contento, sin pensar en el
castigo que su madre le preparaba. Cuatro semanas que le parecieron siglos estuvo
encerrado en un cuarto oscuro y, al salir de su encierro, por cobrarse de la libertad que le
habían quitado, decidióse a correr mundo convencido de que el pueblo era pequeño para
sus aventuras.

Así lo Hizo y, después de haber dejado buena memoria de sus burlas y fechorías en
varios lugares, encaminóse al principado de Anhalt, donde el príncipe lo tomo a su
servicio y lo puso de centinela en la atalaya del castillo.

Olividarónse un día los criados de llevarle comida, y aquel mismo día penetraron
fuerzas enemigas en el patio de la fortaleza, y robaron una buena cantidad de ganado. Till
siguió tranquilamente en su puesto viendo cuanto se hacía y sin la menor intención de dar
la señal de alarma.

Consiguió el príncipe con sus guerreros rechazar a los salteadores y rescatar toda lo
robado, y, al volver al castillo, se dirigió a Eulenspiegel, que miraba distraídamente por la
ventana, y le dijo:
-¡Qué haces ahí, insensato!. ¿Cómo no has dado la voz de alarma? -Alteza respondió
Till- como tengo el estómago vacío, me da miedo soplar en este cuerno que me habéis
dado. Hace un ruido muy fuerte para un estómago tan hueco y me produce una dolorosa
resonancia.

Pusiéronse después a comer los caballeros con el príncipe en un abundante banquete


que se hizo pera celebrar el triunfo, y cuando más atareados estaban sirviéndose los
mejores platos, dio Till los tres toques en señal de peligro y, en oyéndolos, dispusieron
todos a tomar las armas, dejando tan solitarios a el comedor y la bien provista mesa, que
no le fue difícil a Till conseguir lo que se proponía, pues bajando a saltos callados de su
torre se embolsó una buena parte de los más sabrosos manjares y volvió tranquilamente a
su puesto.

Encolerizado el príncipe al notar el engaño, despidió al bribón, el cual se puso


inmediatamente en camino, mas como se sintiera cansado decidióse a comprar un caballo.
Encontró en un mercado uno que supuso sería muy barato por lo viejo y maltratado que
estaba, pero el dueño era un chalán listo y poco aprensivo que, pretendiendo vender con
engaño, le pidió por él veinticuatro Florines.

-Está bien -dijo Till-, te pagaré ahora mismo doce florines, y los otros doce te los
quedaré a deber.

Aceptó el chalán, y Eulenspiegel pagó los doce florines y se adueñó del caballo.

Tres meces después quiso el chalán cobrarle lo que en promesa le adeudaba, a lo que
respondió Till como extrañado:

¿No convinimos en que esa cantidad te la quedaría a deber? Pues por eso mismo no
debo pagarla.

Enojóse el otro, discutieron ambos y fuéronse a el juez, ante el cual Till se negó a
pagar cantidad alguna diciendo:
-Yo le compré el caballo con la condición de pagarle doce florines al contado y
adeudarle los otros doce. Si yo se los pago ahora, bien claro está que ya no se los
adeudaré; y esto no es lo tratado. Yo soy un hombre de honor y debo respeto a mi palabra.

Aprobó estas razones el juez, y Till jamás pagó su deuda.

Tras otras no menos ingeniosas burlas y aventuras por aquel país, acabó Eulenspiegel
por arribar a la corte del príncipe de Hesse. -¿Quién eres? -le preguntó el príncipe.

-Yo, alteza, soy un gran artista. Pintor de tanto mérito no hallareis en todo el reino.

-Quédate, pues, para decorar las paredes de nuestro salón con pinturas que representen
la historia de nuestros antepasados.

Eulenspiegel reclamó a cuenta de la obra cien florines con que comprar colores y pagar
a unos hombres que lo ayudasen, e impuso la condición de que nadie había de entrar en la
sala mientras durasen los trabajos.

Cuando Till estuvo solo con sus ayudantes en el salón donde habían de hacer las
maravillosas pinturas, les dijo:

-Amigos, es llegada la hora en que comencemos nuestro descanso. Podéis dormir


cuanto os plazca, que aquí no tenemos que hacer sino dejar pasar el tiempo. Nadie hable
de trabajar.

Pasaron varias semanas en que nada se hacía en la sala del palacio, sino era descansar
y comer los ricos y deliciosos manjares que allí entraban por orden del príncipe, cuando
llegó este un día con deseos de contemplar la obra del gran artista.

-.Alteza -dijole Eulenspiegel-, vuestros deseos son órdenes para mí. Mas he de
advertiros de una rara y alta condición que tienen mis pinturas, es que no se dejan
distinguir a la vista de aquellos que hubieran mentido en alguna ocasión de su vida.

El príncipe pensó en las mentiras que pudiera haber dicho, pero creyó que siendo
escasas y de poca monta las que recordaba, no se le había de conocer con aquello su culpa.
Llegaron a la sala y, Eulenspiegel, con grandes precauciones, levantó una cortina que
para defensa y cuidado de las pinturas cubrían las paredes. El príncipe abría más y más los
ojos llenos de asombro, pues no veía sino la pared limpia y blanca; mas guardóse bien de
declarar sus dudas, por miedo a que se le tachara de embustero.

Eulenspiegel se complacía en señalar al príncipe las maravillas de su obra. -Mirad,


señor: este hombre de gran estatura y gallardo porte es el príncipe de Hesse, vuestro ilustre
antepasado. Esta dama que está a su lado, es su esposa, una hija de una noble casa de
Baviera. Este mancebo apuesto que veis aquí, es su hijo. Este es el padre del ponderado
príncipe Guillermo... como veis, están aquí todos los antepasados de vuestra alteza
retratados con singular maestría. Solo espero el parecer y la aprobación del príncipe, mi
señor. El príncipe, azorado y confuso, no sabia que responder, pero temeroso de exponerse
a la crítica de aquel extranjero, dijo al fin: .

-Tus pinturas no me disgustan, pero quiero que las vean personas entendidas que las
aprecien en su justo merito.

Pensó el príncipe en repetir la experiencia, haciendo que sus ministros fueran a ver
aquellas que a él le parecieron paredes blancas y sin pintura alguna, pues así tendría,
ocasión de comprobar la sinceridad o falsía de los cortesanos; mas cuando Till se enteró de
este proyecto dijo a sus ayudantes:

-Amigos, Qué cada cual huya de aquí antes de que el engaño se descubra y tengamos
que pagar mal precio lo que hicimos y lo que dejamos de hacer., .

No aguardaron otras razones los demás culpables, y todos se desaparecieron sin dejar
rastro.

Dirigióse Eulenspiegel a la ciudad de Praga, donde se dispuso a vivir de la misma


manera que hasta entonces vivía y, en llegando, se hizo anunciar como un gran sabio
conocedor de todos los misterios del mundo y de las ciencias todas.

Un tanto molestos por tal soberbia, reuniérónse todos los profesores de la ciudad y
trataron de confundir al vanidoso sabio que pretendía poseer la más alta sabiduría. Una vez
convenidos, avisaron a Till Eulenspiegel para que compareciera en la universidad, donde
se le invitaba, para comprobar su ciencia, a responder públicamente a las cuatro preguntas
que se le hicieran.

Presentose Till al día siguiente a la universidad y, después que se hubo sentado en un


sillón ante la asamblea de profesores y gran numero de personas, el venerable, rector,
dirigiéndose a el le dijo:

-Responded, ilustre sabio a esta primera pregunta: ¡Qué cantidad agua hay en el mar,
gota más o menos?

-Honorable maestro -respondió Eulenspiegel--, haced que los ríos detengan su curso y
no aumenten el agua que haya en este momento, para que yo pueda medirla exactamente.

El rector, un poco confuso, hizo entonces la segunda pregunta. -Decidnos donde está el
centro de la superficie terrestre.

-El centra de la Tierra está precisamente aquí donde yo estoy sentado si no lo creéis,
podéis medir con una cuerda, y si me equivoco en una pulgada confesare mi error.

El rector no supo qué decir ante esta respuesta, e hizo la tercera pregunta.

-Decidnos ahora cual es exactamente la distancia que hay desde la tierra al cielo.

-No hay mucha distancia -dijo Till-. desde el cielo se oye muy bien a uno que grita
desde aquí abajo. Para probarlo suba vuestra merced y vera como me oye cuando yo lo
llame.

Contuvo su rabia el rector, e hizo a Till la última pregunta:

-Decidme cuánto mide la bóveda celeste. Eulenspiegel respondió inmediatamente:

-¿El cielo? El cielo tiene mil toesas de largo y mil codos de ancho. Si lo queréis creer
quitad el Sol, la luna, y las estrellas, y medidlo vos mismo. Ya veréis como no me
equivoco.
Diose por vencido el rector, y todos quedaron muy corridos, mientras Eulenspiegel
salía de la universidad pasando gravemente por entre los sabios profesores. Mucho crecía
su fama con su triunfo, pero temiendo que los sabios quisieran vengarse de su fracaso,
abandonó la ciudad de Praga y se dirigió a Nuremberg, donde se hizo pasar por un famoso
medico.

Estaba por aquel tiempo el hospital tan lleno de enfermos, que no eran bastantes los
médicos de la ciudad para atenderlos. En esta situación, el director del hospital recurrió al
sabio Eulenspiegel, el cual prometió curarlos a todos en un momento a cambio de
doscientos florines.

Aceptó el director, y cuando Till estuvo ante los enfermos fuese acercando a cada uno
de ellos y, al tiempo que los observaba y palpaba, les iba diciendo al oído:

- No digáis a nadie lo que os voy a confiar. Pienso sanaros a todos de vuestros dolores,
mas para ello es preciso que sea quemado uno de vosotros, cuyas cenizas serán vuestra
única medicina. Para salvar a los demás; de sacrificar a uno, y este ha de ser el que más
enfermo esté. Cuándo yo de una voz diciendo que se levanten y salgan de la sala los que
no estén enfermos, daos prisa a marchar, pues aquel que se quede el último; será el elegido
para el sacrificio.

Al día siguiente presentóse Eulenspiegel en el hospital, y cuando hubo dicho lo


que todos esperaban, fue de ver la prisa con que los enfermos, saltando unos por encima de
otros y como mejor podían, salieron a la calle gritando que se sentían curados como por
milagro. Quedó maravillado el director, el cual pagó a Till la suma convenida, pero al cabo
de tres días, sin que pudieran resistir más, volvieron todos los enfermos al hospital,
pidiendo a gritos el cuidado de los médicos. Marchóse Till de aquella ciudad antes que se
descubriera el engaño, y algo cansado de su azarosa vida, pensó que sería bueno cambiar
de conducta aficionándose al trabajo. Hecho este pensamiento, dediçóse a probar distintos
y muy variados oficios en todos los pueblos por donde pasaba, pero tal era su costumbre
en la burla y el engaño, que no hubo sitio de donde no saliera perseguido y amenazado.
Yendo camino de Colonia, detúvose Till en una venta, donde permaneció unos días para
tomar descanso. Como llegase una mañana la hora de comer sin que la comida estuviese
preparada, enojóse mucho Till por el hambre que tenía y por lo mucho que había de
esperar. Advirtió el ventero su enfado y le dijo: Quien no tenga paciencia para aguardar
como es debido, puede comer en buena hora lo que haya a la mano. Con esta advertencia
sentóse Till a la mesa y comió un trozo de pan seco, tras de lo cual fuese junto al fuego y
se puso a velar la olla hasta que el guisado estuvo a punto. Cuando todos los de la casa se
sentaron a comer, Till permaneció en la cocina sin moverse, y el ventero gritó: -¿No
queréis venir a la mesa? -No- -contestó Eulenspiegel-, con el olor de la olla he quedado
satisfecho.

Terminada la comida, cobró et ventero lo que cada huésped correspondía y se dirigió a


Till para que le pagara su parte.

¿Cómo, señor ventero? -exclamó Till-, ¿Acaso he de pagaros lo que no he comido?

-Nada de excusas -añadió el ventero-. Pagad vuestro escote puesto que os habéis
hartado con el olor de mi comida.

Sacó entonces Eulenspiegel una moneda de plata, la sonó contra el suelo y,


volviéndola guardar, dijo al ventero:

-Señor,¿habéis reparado en el sonido de esta moneda? -Sí, y hay fe que parece de


buena plata -contestó el ventero. -Puesto que la habéis oído sonar -añadió Till -, cobraos
en el sonido el olor de vuestro guisado.

Todas las reclamaciones fueron inútiles, y Till emprendió aquel mismo día el camino
de Magdeburgo. ,

Dícese que tras mucho rodar por el mundo, llegó Till a atraerse la simpatía de algunos
grandes señores que, protegiéndolo, hicieron de él un gentil hombre.

No era todavía viejo cuando se sintió enfermo y decidió volver a su tierra natal, pero
en una ciudad próxima a su pueblo agravóse su enfermedad y se hizo llevar al hospital,
desde donde avisó a su madre para que viniera cerca de su hijo moribundo.
Púsose la anciana en camino y llegó á tiempo de abrazar a su hijo, el cual le dio en
secreto una caja que contenía todo el caudal que había reunido. Pocos días antes de su
muerte Till hizo testamento en el que mandaba que sus bienes, guardados en una caja igual
a la que dio a su madre, fueran repartidos entre sus familiares, sus amigos y el clero.

Cuatro semanas después de su muerte fue abierta la caja donde se guardaba la


herencia, no encontrándose en ella sino una gran piedra que por su peso había hecho
pensar en la cuantiosa riqueza que allí se guardaba.

Con esta última burla tomaron mucha rabia los que esperaban enriquecerse con la
herencia, y renegaron de Till y se arrepintieron del lujoso entierro que le habían hecho con
flores y llantos y acompañamientos hasta cementerio, donde sucedió algo extraño y
extraordinario.

Al momento de ser bajado a la fosa el ataúd, rompióse una de las cuerdas que lo
sujetaban y cayó verticalmente a la sepultura.

-¡Dejadlo así! dijo un hombre-. Ya que no ha vivido como los demás, dejadlo también
descansar en la muerte de un modo distinto. Hízose así y en su tumba se escribió esta
inscripción:

Nadie levante esta losa. Aquí descansa, de pie, Till Eulenspiegel.

Anno Domini MCCCL


SKIOLD, EL REY QUE VINO DEL MAR

Leyenda de Noruega

Lo que cuenta la leyenda sucedió hace mucho tiempo; allá en el fondo del tiempo. Las
temibles flotas de los vikingos cruzaban los mares del Norte desafiando aventuras de lucha
y de conquista. Las pequeñas islas del Báltico refugios y fortalezas de aquellos rudos y
aguerridos aventureros que arribaban a las bahías y saqueaban los pueblos y ciudades de
las riberas. Dinamarca, por aquélla época, hacía tiempo que no, tenía rey ni gobierno. En
el continuo luchar con los vikingos, los señores se acostumbraron al pillaje y a la crueldad,
y esclavizaban a los medrosos campesinos y pescadores del bello país.

Un día, las gentes de la costa vieron aparecer, avanzando como una sombra, envuelto
en la espesa niebla marina, un gran navío que venía de mares del norte. El barco se
acercaba lentamente, hinchada la cuadrada vela bermeja. Empezó a descubrirse, tallada en
la proa, la enorme cabeza de dragón, y fuese mostrando, rojo cómo la ancha vela, el
magnífico casco de cuaderna recia y firme.

Los pescadores vieron asombrados surgir de entré la bruma, adornado con guirnaldas y
espejos, el barco fantasma que avanzó en silencio hasta varar en la arena.

Todos se apartaron para mirar de lejos. Nadie se veía en el navío misterioso. No se oía
ni un grito ni una voz.

De tierra adentro, de todas las costas cercanas, vinieron los hombres. Abandonados
quedaron los arados y los rebaños, las redes y los pequeños barcos marineros. Todos
venían a mirar el bajel silencioso. Jamás habían visto una nave tan soberbia. Jamás surgió
nada igual en la bruma, pero ¡aquel silencio!...

nadie se atrevía á acercarse. Por la noche reuniéronse todos. Se juntaron y hablaron


con gran miedo. Habría que huir. Aquel barco estaría lleno de enemigos bien armados.
¡Era un navío de vikingos! No tardarían en salir a robar y, a incendiar las pobres aldeas.
Vigilando, temiendo el peligro, nadie durmió aquella noche. Al día siguiente, al
amanecer, aparecieron muchos guerreros en la llanura. Venían envueltos en la nube de
polvo que los caballos levantaban en su galope furioso. Venían brillantes de cascos y
recios escudos y armas, para luchar con el extraño barco dé vikingos. Los señores
enviaban el ejército de hombres de fuertes músculos desnudos, de roja y larga cabellera, de
rostros curtidos y fieros surcados de cicatrices hondas.

Los guerreros se detuvieron cerca de la nave misteriosa, sorprendidos ante la rica


guarnición del casco y el dragón de proa revestido de placas de oro, con ojos de grandes y
brillantes rubíes.

Mirábanse unos a otros y se preguntaban:

-De dónde habrá venido un barco tan hermoso y soberbio? ¡Ha llegado de tierras
sajonas, de Suecia, o de las misteriosas regiones Este? ¡Quiénes son y qué pretenden sus
ocupantes? ¿Porqué se esconden? ¡Se han visto forzados por el viento a llegar aquí y
tienen miedo encontrar adversarios fuertes y valerosos?

Los más atrevidos se acercaron cautelosos á la nave y gritaron: ¡Quienquiera que seáis,
dad la cara y aprestaos a luchar con los hombres de Dinamarca! ¡Bajad! ¡La arena es buen
campo de batalla; Es blanda y embebe la sangre de las heridas! ¡Venid! No nos da miedo
vuestra fiera apariencia de vikingos.

En el bajel nadie respondió: Los guerreros daneses se enfurecieron. Lanzaron flechas,


empuñaron las hachas de abordaje y saltaron la borda dando gritos de guerra. Pero en la
nave no había enemigos. Tan solo cerca del l mástil, sobre una gruesa alfombra de seda, y
recostado en un haz v mies dorada, dormía un niño pequeñito y casi desnudo. Alrededor
de este lecho había montones de brillantes, como el botín de una fabulosa aventura, armas
de oro, armas bruñidas, cuchillos de empuñadura de marfil con guarniciones de ágata y
dientes de lobo, grandes y labrados escudos de bronce con adornos dorados y placas de
piedras preciosas, cascos brillantes con alas y cimeras de oro y adornados de gemas, lanzas
con el asta incrustada de nácar y el hierro afilado como la hoja del sauce, trompas y
cuernos de marfil llenos de joyas, copas y jarros cincelados, collares de esmaltes, sedas,
esmeraldas, topacios: ,

Ante aquel tesoro; los guerreros abandonaron las armas. Y contemplan al niño
recostado en el haz de mies dorada, entendieron que los dioses enviaban el navío a las
tierras danesas como señal de prosperidad y de paz.

Los brazos fornidos-de los rudos guerreros levantaron al niño y lo llevaron en triunfo
por entre la multitud, que gritaba de alegría. Ante el Consejo de Señores, el enviado de los
dioses fue proclamado rey de Dinamarca. Niño llegado del mar, rodeado de escudos;
futuro escudo defensor del país... y el niño fue llamado Skiold, que es lo mismo escudo.

La fuerza; la nobleza y el valor de Skiold respondieron a las esperanzas del pueblo.


Joven aún, era cazador de los más bravos. Un día en que yendo con su séquito se extravió
por el bosque, se vio atacado por un oso enorme. Skiold no huyó; luchó cuerpo a cuerpo
con la fiera, la redujo, la venció y la ató hasta que llegaron sus acompañantes. A los quince
años; al frente de su ejército, derrotó a los sajones y venció al mismo, en el campo de
batalla, al noble Skat que los mandaba. Después se casó con la hija del rey de los
vencidos.

Toda la vida del rey Skiold fue un ejemplo de nobleza. Fue bueno y fue justiciero. Era
terrible para el enemigo y era generoso para sus súbditos Sus juicios eran rectos, tanto para
el poderoso como para el humilde. Toda su larga vida la puso al servicio de su país.

Cuando el rey Skiold sintió que la vida se le acababa, llamó a los nobles a su corte y
les dijo:

-Mirad, hijos míos: cuando se hayan cerrado mis ojos para siempre llevad mi cuerpo a
la orilla del mar. Allí, en una ensenada, está varado todavía el bajel que me trajo de niño.
Dejadme en él, desplegad la vela y confiadme a la mar y a los vientos. Quiero partir lo
mismo que llegué. He cumplido mi misión, haciendo, de un país miserable y dividido un
reino unido y feliz.
Murió el rey Skiold. Su cuerpo fue amortajado con ricos vestidos perfumados. Se le
puso la corona real y, al cinto, la vencedora espada. Sus guerreros lo alzaron en triunfo
entre la multitud, que lloraba a su rey, y lo llevaron al mar, a la nave de la vela escarlata y
casco pintado y brillante.

Allí cerca del mástil, quedó el cuerpo del soberano. Y las gentes llegaron dé todos los
pueblos y aldeas trayéndole ricas ofrendas. Mujeres, guerreros, nobles, gentes humildes;
todos traían lo más preciado de sus riquezas; las lujosas armas cobradas en los botines de
los combates, los collares; los anillos; las diademas de pedrería, los cofres llenos de joyas
y monedas de oro..: Cascos, escudos, lanzas, cuchillos, arcos y hachas, trompas y cuernos
de tallado marfil, anchas copas y bandejas de plata rebosantes de piedras preciosas; todo
un tesoro de joyas alrededor del cadáver del rey. Y, en sus manos, la lanza guerrera y, bajo
su cabeza, un haz de espigas recién cortadas.

Todo el pueblo miraba. Hubo un angustioso silencio. Fue desplegada la vela


escarlatada. Mil brazos fornidos empujaron la nave varada en la arena. Poco a poco las
olas la fueron meciendo, apartándola de la costa.

Era la mañana oscura de niebla, el soberbio navío del rey Skiold se fue alejando como
una sombra, con rumbo a los mares desconocidos de donde los dioses lo habían enviado, y
desapareció perdido en el horizonte, envuelto en la bruma espesa.
COMO SE FORMÓ LA ISLA SEELAND

Leyenda de Suecia

Hace ya mucho tiempo, el bondadoso rey Gylfwe residía con su corte en la, la vieja
ciudad rodeada de tumbas de reyes paganos. Su reino era ancho y verde. La tierra y los
bosques de sus dominios se extendían lo más allá del horizonte que se divisaba desde los
altos torreones del castillo real; y aún no se llegaba al fin en varias jornadas a caballo.
Vivía el rey, anciano de cabellos nevados, para contemplar y gobernar su reino. Nadie
sabía de su familia. O no la tenía, o acaso prefería la soledad. En la corte había una
hermosa doncella a la que el anciano Gylfwe acariciaba como a una hija. Gefión, la
maravillosa Gefión, blanca y rubia como las princesas de leyenda, vivía junto al rey al que
cuidaba como a un padre. La vida de Gefión estaba envuelta en un vago misterio. Creían
unos que era hija del rey; otros decían que el anciano Gylfwe la adoptó siendo niña;
muchos aseguraban que su madre era hija de uno de los gigantes compañeros del gran rey
de las montañas..

Era Gefión maravillosamente bella. Su voz era dulce y sabia, y en el lo de sus ojos
claros ardía la misteriosa luz de la mirada de los dioses. Reinaba en aquel tiempo en
Dinamarca el rey Odín. Su hijo, el magnífico y valeroso príncipe Skiold; llegó a la corte
de Gylfwe atraído por la fama de la bella Gefión. Skiold vio a Gefión y quedó prendado de
su hermosura. La doncella aceptó el amor del príncipe.

El anciano Gylfwe aguardaba afligido el día en que habría de separarse de Gefión,


pero ocultó su tristeza y, acariciando las doradas trenzas de la doncella le dijo:

-Gefión, hija mía, yo seré dichoso y moriré tranquilo viéndote feliz. Dioses protejan
vuestro matrimonio. Quiero, ahora ofrecerte el presente que tú más desees.

-Rey Gylfwe -contestó Gefión-; yo sentiré gran tristeza al partir. Amo tanto a tu país,
que no desearía sino que me dejaras llevar a mi nueva patria un trozo de esta tierra dé
Suecia. Concededme tan solo, si queréis, el trozo de suelo que un hombre pueda labrar sin
descansar un momento. -Bien, Gefión -dijo el rey, sea como tu deseas. Llama a un buen
labrador fornido, y que trabaje sin descanso.

Gefión desapareció del palacio. Marchó a la montaña, de donde había salido su madre.
Al cabo de unos días volvió acompañada de un labrador.

El labrador era un gigante. Con él venían también cuatro hijos gigantescos. Traía un
arado enorme que hacía temblar la tierra. Para tirar del arado unció a sus cuatro hijos.

El labrador empuñó la mancera, hundió la reja en la tierra, cargó y llegó al fondo y tajó
la roca viva. Los cuatro gigantes tiraban del timón del arado con una tuerza capaz de
arrancar los más corpulentos abetos. La tierra se abría removida entre nubes de polvo y
espantoso quebranto de piedras. Los surcos eran anchos y hondos como simas.

Los gigantes trabajaban sin descanso. Prolongaban los surcos que se perdían en el
horizonte. Tornaban jadeantes. Por fin, al acabar el día se hundió el arado en el límite de la
tierra removida y quedó cortado, separado, un gran trozo del suelo de Suecia.

Gefión estaba contenta.

-Rey Gylfwe, mirad, me llevare a mi nuevo país este suelo que han visto vuestros ojos
y han pisado vuestros pies.

El anciano miró a través de lágrimas la alegría de Gefión. Volvió la doncella a la


morada del rey de las montañas y, una noche regresó acompañada de muchos gigantes. La
gran extensión de suelo removido y cortado fue levantada y arrastrada hasta el mar. Los
gigante mantuvieron a flote y la llevaron como una inmensa nave hacia donde señalaba el
brazo extendido de la bella Gefión y; en el somero fondo del Oresun, entre Dinamarca y
Suecia, la dejaron fuertemente encallada e inmóvil. .

Así cuentan que surgió la hermosa y fértil isla de Seeland.


Y allá, en la región de Upsala, donde fue arrancada la isla llenaron los ríos la enorme
hondonada y se formó el lago Melar, el gran espejo de agua que dejó Gefión para que, a
cambio de la tierra, quedara allí extendido un trozo del cielo de Suecia
GERÍAN, EL CABALLERO

Leyenda de Irlanda

Seguida de una de las damas de la corte, paseaba la esposa del rey Arturo los
alrededores del castillo. Atravesaron, cabalgando, el puente sobre el río y se alejaron en el
campo verde de prados y de árboles.

Detúvose la reina al oír el galope largo de un caballo que en la misma dirección venía,
y bien pronto se presentó ante ella un joven caballero de noble porte, con amplia capa de
raso y espada de pomo de oro.

-Bien venido, caballero Gerián -le dijo la reina-. No pensaba encontrar tan grata
compañía. Venid, que hoy llegaremos hasta la entrada del bosque.

Detuviéronse antes de arribar, al ver que, por entre los árboles, venían a paso lento de
sus caballos un hombre gordo y enano, una dama que vestía túnica de brocado de oro y un
caballero de aspecto imponente con armadura pesada y brillante.

Mandó la reina a su dama de honor que preguntara al enano el nombre de su amo, y al


preguntarle la dama cortésmente, respondió el enano: -Nada he de deciros, pues no sois
digna de acercaros a mi señor.

Quiso la dama dirigirse al desconocido caballero, pero el enano se interpuso y le azotó


el rostro con la fusta.

Dispuesto Gerián a castigar la villana acción, echó mano a su espada, pero se detuvo
considerando indigno vengarse en aquel hombrecillo despreciable. Entonces pidió licencia
a la reina para seguir a los desconocidos adonde pudiera encontrar ocasión de vestir una
armadura y castigar al descortés caballero. -Id-dijo la reina-. En la corte esperaremos
vuestro regreso con impaciencia. Siguió Gerián a los desconocidos y, después de vadear el
río Usk, llega a una ciudad en cuya linde se levantaba un soberbio castillo. Por donde
pasaba el caballero de la pesada armadura con su dama y su enano, las gentes se
levantaban y hacían muchas reverencias y saludos. Las casas y ventanas estaban adornadas
con pintados escudos y flotantes banderas. En todas las armerías había hombres ocupados
en afilar espadas, aguzar lanzas y bruñir cascos y armaduras. El enano, la dama y el
caballero entraron en el castillo por entre dos filas de guerreros que salieron al verlos
llegar.

Quedó Gerián pensativo, sin saber adonde dirigirse, y, viendo un antiguo castillo en
ruinas que estaba un poco apartado, encaminóse allí para pedir albergue durante aquella
noche.

Viéndolo llegar, salió a recibirlo un anciano de barba y cabellos blancos, de noble


presencia a pesar de sus viejos vestidos, que ofreció al caballero con frases corteses un
modesto alojamiento.

Bajó Gerián del caballo en el patio rodeado de ruinas. Se adivinaba que allí había
habido en otro tiempo un hermoso castillo. Aun se veían algunos muros y arcos
agrietados, algunos torreones y almenas derruidos y cubiertos de hiedra. Solo quedaban en
pie unas habitaciones que constituían la pobre vivienda.

Condújole el anciano ante su esposa y su hija Enid, sencillamente vestida, que a


Gerián le pareció la más bondadosa y bella de las mujeres:, El anciano dijo a Enid:

-Cuida del caballo de nuestro pobre hogar. Y haz que el caballo le sea grato nuestro
pobre hogar

-Hízolo así la doncella y todo lo dispuso con mucha gracia y desenvoltura.

Preparada la sena sentáronse a la mesa, servida por la bella Enid, y cuando hubieron
comido, Gerián explicó su profesión de caballero y su parentesco con el rey Arturo, tras de
lo cual mostró curiosidad por saber a quién pertenecía aquel castillo ruinoso.

-Esta-dijo el anciano con tristeza- es la última de mis propiedades; la única que


conservo. Mi sobrino, ¡el malvado!, Me hizo la guerra y me despojó de todos mis bienes.
Yo soy el conde Yniol. Ahora me ven por su perfidia reducido a esta pobreza.
-Señor -preguntó Gerián-, ¿quién es el caballero que con su dama y su enano ha
llegado al castillo, y qué es lo que se prepara en esta ciudad tan engalanada?

-Es que mi sobrino el conde traidor, el que habéis visto entrar en el castillo, ha
organizado un torneo que ha de celebrarse mañana en un gran llano que se divisa desde
aquí. En medio del campo se hincará una lanza que sostendrá en su extremo un halcón de
oro, premio al vencedor. Todos en la ciudad preparan armas y caballos, mas no podrá
tomar parte en la lid quien no vaya acompañado de su dama. Ese malvado que habéis visto
Ilegar hoy a la ciudad ha conquistado ya por dos veces el halcón de oro, y si mañana llega
a triunfar nuevamente, conquistará el nombre de caballero del Halcón.

-Señor -dijo entonces Gerián, yo tengo que vengar la injuria que vuestro sobrino me ha
inferido y ha inferido a la reina. Así yo os ruego que me prestéis vuestra armadura y me
permitáis en el desafío usar el nombre de vuestra hija Enid, a quien, si salgo vencedor,
amaré mientras viva.

- Me dais una alegría inmensa -dijo el anciano-. Mañana al salir el sol tendréis
dispuestos mi armadura y vuestro caballo. Mi hija y yo os acompañaremos.

Preparóse a la mañana siguiente el caballero Gerián y, de hierro vestido, ciñó la


espada, montó a caballo, embrazó el escudo y empuñó la lanza, para dirigirse al torneo.

Cuando llegaron al campo, el caballero del castillo, seguro de su victoria, indicaba ya a


su dama que cogiera el halcón de oro, premio al vencer, pero en aquel momento se
interpuso el caballero Gerián y dijo:

-¡No os perecerá el halcón de oro hasta que no hayáis luchado conmigo, caballero
traidor! Yo he de venceros, y habréis de proclamar que mi dama es la más hermosa.

Al decir esto, Gerián se dirigió al galope hacia el extremo del campo, dispuesto a la
lucha.

El descortés caballero estaba furioso.


Los dos enemigos se lanzaron uno contra otro a todo el correr de sus caballos. Por tres
veces se rompieron las lanzas contra los escudos, y por tres veces el anciano conde Yniol y
el repugnante enano tendieron nuevas armas a los adversarios. Por fin el anciano dijo a
Gerián:

-Valeroso Gerián, he aquí la lanza que yo recibí en mi juventud cuando me armaron


caballero. Ha resistido muchos combates sin romperse.

Dispuesto a conseguir la victoria, lanzóse Gerían contra su adversario con tanto brío,
que le rompió el escudo y dio con el traidor en tierra. Descabalgó Gerián y se entabló un
duelo en que las espadas chocaban 1 recios con recios y furiosos golpes.

Acercóse cuanto pudo el anciano Yniol y dijo:

-Acuérdate, caballero del rey Arturo, de la ofensa que recibiste. Puso entonces Gerián
todo su vigor en el ataque, y, de un terrible mandoble le rompió el casco del contrario,
quien cayó al suelo vencido y pidiendo clemencia.

Gerián dijo:

-Te perdono la vida a condición de te presentes ante la reina y le pidas perdón por tu
ofensa. Los caballeros de la corte dirán el castigo qué mereces.

Todos los guerreros del traidor conde y todos los caballeros de la ciudad rindieron
homenaje al vencedor, que volvió con el anciano y su familia al arruinado castillo
engalanado con flores e iluminado con antorchas.

El conde vencido se presento ante allí para que Gerián dispusiera de él.

Gerián dijo:

- Mañana regresaré al país de donde vine, e iré acompañado de Enid

que ha de ser mi esposa; pero antes has de restituir al conde Yniol todos los bienes que
le usurpaste.
Así se hizo antes de la partida de Enid y Gerián hacia la corte del rey Arturo.
LOHENGRIN

Leyenda de Bélgica

Al fallecer el duque de Brabante, dejó a sus dos hijos, Elsa, de dieciocho años, y
Godofredo, de catorce, bajo la tutela de Federico de Telramundo, noble arruinado, quien
casi inmediatamente pidió a Elsa en matrimonio. Negóse ésta de una manera rotunda, por
lo que el Conde le cobró antipatía y odio, jurándose a sí mismo vengarse de ella. Poco
tiempo después, Federico contrajo matrimonio con Ortruda, princesa de Frieslandia.

Una tarde, Elsa y su hermano se fueron a dar un paseo por el bosque. Al atardecer,
volvió ella sola, diciendo que su hermano había desaparecido. Los nobles del país salieron
en busca del heredero del Duque; pero todo fue inútil. No pudieron encontrarle.

Al dolor que por la pérdida de Godofredo sentía Elsa, tuvo que añadir el de verse
acusada por Ortruda y Federico de ser ella la causante de la desaparición de su propio
hermano, por ambición.

Por aquellos tiempos, y a causa de la discordia entre Germania y Hungría, el rey


Enrique I visitó el país de Brabante. Enterado de lo que ocurría en Amberes -la
desaparición del Duque heredero-, se dirigió al palacio para cerciorarse de la verdad de
este hecho.

Reunidos todos los nobles y damas del país frente al palacio, a la orilla del río, el Rey
quiso saber qué era lo que pasaba exactamente. Entonces Federico, conde de Telramundo,
y su esposa Urtruda formularon la acusación contra Elsa de haber asesinado a su propio
hermano. El Rey, horrorizado ante semejante crimen, mandó llamar a la joven. Apareció
ésta, acompañada de sus damas, y presentóse humildemente. Al preguntarle el Monarca si
se reconocía culpable del asesinato de su hermano, Elsa estalló en sollozos lamentándose
por la pérdida de Godofredo. El Rey le preguntó entonces qué podía decir en su defensa.
La joven se encogió de hombros y dijo que nada. El Rey, sin embargo, no podía creer en la
culpabilidad de aquella joven de aspecto tan candoroso y modesto, y le preguntó si se creía
capaz de encontrar un campeón que defendiera su causa en lo que entonces se llamaba un
juicio de Dios. Elsa recordó que en un sueño que había tenido hacía unos días, se le
apareció un caballero y le dijo que estaba dispuesto a ser su campeón y a librarla de sus
enemigos. Para presentarse, bastaría que, llegado el momento, los heraldos le llamaran.

Dio orden el Rey de que se hiciera la Llamada para el juicio de Dios. Hiciéronlo así los
heraldos, diciendo en su pregón que el caballero que quisiera salir a la liza como campeón
de Elsa se presentase inmediatamente. Nadie aparecía, y Ortruda y Federico empezaban a
mofarse de la joven y de su sueño. Ésta pidió al Rey, por favor, que nuevamente lanzaran
los heraldos el pregón. Sabía que su caballero no dejaría de presentarse. Llamaron de
nuevo los heraldos, y de pronto se vio aparecer al otro lado del río un cisne blanco que
conducía una frágil barquilla, sobre la que venía un caballero vestido con una brillante
cota de malla. Elsa reconoció en él al que le había prometido en sueños ser su campeón.

Al llegar frente al lugar donde estaba el,Rey y los nobles, el cisne se acercó a la orilla,
y el caballero desembarcó, despidiéndose del ave, que se alejó de nuevo majestuosamente.
El joven saludó respetuosamente al Rey y se dirigió luego a Elsa, ante quien se inclinó
cortésmente, diciéndole si le permitiría ser su campeón, tal como le había prometido. Ella
le confió por completo su vida y el destino de su país, diciéndole que le tomaba como su
héroe y protector. El caballero, seducido por la dulzura y belleza de Elsa, la pidió por
esposa si salía vencedor en la lucha, cosa que ni siquiera dudaba. Elsa aceptó. Pero el
caballero le impuso entonces una extraña condición: él sería su protector y el de su país, y
permanecería fielmente a su lado; pero ella no debía preguntarle nunca quién era, cómo se
llamaba, ni de dónde había venido. Conformóse Elsa con esta condición, y él retó entonces
a Federico de Telramundo, quien, de momento, se negaba a luchar con un desconocido. Al
declarar el Rey que si no peleaba con el campeón de Elsa ésta sería considerada inocente
del crimen que se le imputaba, salió al campo, donde el caballero le venció fácilmente, res-
petando su vida para que tuviera tiempo de enmendar sus errores y corregir sus muchas
faltas.

Federico de Telramundo y su mujer Ortruda quedaron deshonrados ante toda la corte.


La ambiciosa princesa no podía resignarse al alejamiento de la corte, y, excitando la
piedad de Elsa, se acercó a ella de nuevo. Empezó a sembrar la duda en su corazón
inocente y sencillo, hablando de lo misterioso de la llegada del caballero, de lo raro que
parecía que no quisiera decir quién era, cómo se llamaba ni de donde venía, y de la
posibilidad de que fuera un brujo o simplemente un aventurero. La joven protestó,
defendiendo a su héroe; pero Ortruda conocía el corazón humano y sabía que Elsa no
dejaría de hacer las tres preguntas prohibidas. Así, en la noche de bodas, el conde de
Telramundo y uno de sus amigos, traidores y enemigos de Elsa, se escondieron tras las
cortinas de la cámara nupcial, dispuestos a escuchar la conversación de los jóvenes
esposos, no dudando de que la joven no podría resistir la tentación de querer saber con
quién se había casado. Efectivamente. En medio de las protestas de amor del caballero,
Elsa, cuyo espíritu atormentado por la duda no podía ya soportarlo por más tiempo, hizo a
su esposo las tres preguntas que, de una manera contundente, éste le había prohibido
hacer.

El caballero comprendió que había sido víctima de un engaño. Perdonó a su joven


esposa la curiosidad; pero no pudo romper su promesa de alejarse de ella en el mismo
momento en que perdiera la fe en él. Además, se dio cuenta de que alguien estaba
escondido detrás de las cortinas y, tomando su espada, atravesó con ella a Telramundo,
que se desplomó a sus pies.

Al día siguiente, de nuevo los nobles y damas fueron convocados para reunirse a la
orilla del río, presididos por el rey de Germania, Enrique I. El caballero quiso declarar
quién era y de dónde había venido, y despedirse al mismo tiempo de todos. No pudo
permanecer ni un solo día en un lugar donde ya conocían su procedencia.

Cuando estaban todos reunidos jumo al Rey, a cuyo lado se sentó Elsa, el caballero
declaró que venía de Montsalvat, la montaña santa donde se conserva y guarda el santo
Grial, el divino cáliz donde Jesucristo consagró su propia sangre para ofrecerla a los
pecadores. Su padre, Parsifal, era quien conservaba el divino tesoro. El era su ayudante. Se
llamaba Lohengrin.

Dicho esto, el caballero se despidió de Elsa, la cual en vano le pidió que se quedase
junto a ella y le perdonase su curiosidad. Lentamente, como se fue, apareció de nuevo el
cisne que lo condujo hasta ella. Cuando llegó junto a la orilla, Lohengrin soltó las cadenas
que le sujetaban a la barquilla. El cisne se sumergió en el agua y apareció en su lugar
Godofredo, el hermano de Elsa v heredero del ducado de Brabante.

El muchacho, entre las aclamaciones de todos, se precipitó en brazos de su hermana,


que lloró de alegría por el retorno del hermano, y de dolor por la pérdida de su héroe,
quien se alejó triste en su barquilla, mirando apenado a Elsa, a quien tanto amaba y tenía
que abandonar por no haber tenido confianza en él.
LOS OJOS MALDITOS

Leyenda de Polonia

A orillas de un río se alzaba un castillo magnífico, de color rojo. Quien habitaba en él


no vivía más que con su viejo criado, porque tenía la gran desdicha de tener los ojos
hechizados, de tal manera que todo lo que miraba caía muerto al instante. Tal era su in-
fortunio, que aun las cosas inanimadas padecían de su maleficio; por ejemplo: si miraba
una bella mansión, a los pocos días un huracán la desolaba, y así todo. Este hombre, que
estaba en la plenitud de su vida, se encerró en su castillo y decidió no ver nada ni a nadie.
Toda su servidumbre le había abandonado, pues ninguno podía escapar a los efectos de
aquellos ojos malditos; no le quedaba más que su viejo servidor, que le había mecido en la
cuna, al cual el hechizo de sus ojos no le producía efecto alguno. A tal punto había llegado
su desgracia, que ni siquiera podía mirar su propia finca. Una vez, que observó sus
graneros, un incendio se declaró en ellos.

Los navegantes del río que transportaban su madera en barcazas evitaban mirar al
castillo, y maldecían al dueño de tan fúnebre mansión.

Este castillo sólo tenía ventanas por el lado que daba al río, para evitar que su señor
pudiese hacer daño a ningún transeúnte.

Un día, un batelero que se sintió más valiente que los demás, dijo a sus compañeros:

-Quiero ver al señor de los ojos malditos.

Éstos le aconsejaron que no lo hiciera. Mas el hombre, empeñado en demostrar que


todo era mentira, se fue al castillo y llamó a la puerta. El viejo Estanislao trató de
convencerle de lo contrario; mas el hombre insistió en voz alta. A los gritos, salió el dueño
del castillo, a quien le molestaba mucho que le perturbasen después de comer; arrojó sobre
el infeliz batelero una mirada de enojo, acordándose demasiado tarde su influjo sobre la
gente. El infeliz rodó por tierra, exánime.
Desde entonces, los bateleros, al nombre de Trudnowski, hacían la señal de la cruz,
mirando en otra dirección cuando pasaban por delante del castillo maldito.

Un día, le dijo su señor a Estanislao: -Hace mucho tiempo que vivimos solos -Sí,
señor, mucho -contestó el criado.

-Sí -murmuró el potentado-; como un ermitaño sin vocación, como un leproso sin
lepra. -¿Qué queréis, señor? Hay que resignarse

-aseguró Estanislao.

Aquel día se oyeron los lamentos de un viejo ante la puerta del castillo, que decía

-¡Socorro! Mi mujer ha muerto y mi hija también.

Los dos salieron corriendo para auxiliar a los infelices y encontraron un trineo volcado.
Desembarazaron a la mujer, y de debajo salió una melena rubia, que pertenecía a una niña
muy asustada y medio muerta de frío.

Los llevaron al comedor, junto al fuego de la chimenea, y poco a poco los entumecidos
miembros de los caminantes reaccionaron.

Esa noche, Trudnowski durmió poco, por la mañana temprano estaba ya en el salón
principal, diciéndole a su criado, con alegre sonrisa:

-No hagas ruido, que vas a despertar a mis huéspedes.

Estanislao también se sonrió al su amo feliz y contento.

El buen caballero se enamoró de la chiquilla que el destino había llevado a su casa, y


un buen día le pidió su mano al padre. Éste se atusó el bigote, contestándole:

-Me lo estaba esperando; es usted de mi agrado. Meses más tarde contrajeron


matrimonio, y Trudnowski llevaba los ojos vendados para no ver a nadie.
La mujer, que era muy delicada, termina por enfermar. Estando en el lecho, le dijo
llorando: -Por Dios, mírame.

Mas él contestó:

-Tú sabes que eso es imposible; pero te diré lo que voy a hacer: me los arrancaré, y, de
esta manera, no haré daño a nadie.

Ella, horrorizada, escondió la cabeza bajo las sábanas, y esa noche nació el primer hijo.
Por la noche, se oyeron dos gritos: en aquel momento veía el sol por primera vez un niño y
Trudnowski veía el mundo por última vez. Por el suelo rodaban dos ojos azules, inmensos.

Los lobos aullaron toda la noche, sin descanso. Más ¿qué hacer con los ojos? Al río no
los podían tirar; a quemarlos tampoco. Entonces, el fiel servidor dijo:

-Señor, yo me encargaré de eso.

Cogió los ojos, los envolvió bien, como si tuviese miedo de que se le escapasen, y
salió del castillo. El buen viejo caminó toda la noche y, cuando creyó que se encontraba a
bastante distancia del castillo, sacó una azada que había llevado consigo y se puso a cavar.
Estanislao era viejo y tuvo que parar muchas veces. Pero por fin hizo un hoyo bastante
profundo para su gusto; ahí depositó los dos terribles ojos ensangrentados y tapó el
agujero. Por fin, el viejo sonreía. Se tumbó en la tierra, porque estaba muy cansado; cerro
los ojos y se quedó dormido. Llegó la noche y Estanislao no se movía; cayó el hielo del
cielo y todavía Estanislao no se movía. Así entregó su alma el que había entregado su vida
por salvar a su señor.

Largo tiempo le estuvo esperando Trudnowski. Dándose cuenta, por fin, de que algo le
habría pasado, mandó celebrar varias misas por su fiel servidor y le lloró muchos años.

Largo tiempo ha pasado. En el castillo todo es felicidad. Los campos están labrados;
los colonos ya no tienen miedo de saludar a su señor. El mismo Trudnowski parece más
joven y las cuencas de sus ojos se han cicatrizado y ahora la luz de sus ojos vacíos son su
mujer y su hijo.
LA HIJA DE UN PESCADOR, TRANSFORMADA EN SIRENA.

Leyenda de Portugal

En una aldea próxima a Carboeiro vivía, hace muchísimos años, un matrimonio de


pescadores que tenía una sola hoja. Una día en que la madre la bañaba a la orilla del mar,
como de costumbre, ocurrió algo sorprendente: la niña se escurrió de sus manos y, dando
un salto, se sumergió en el agua, para aparecer momentos después sobre la superficie,
transformada de una manera prodigiosa. La madre, que se había quedado horrorizada al
ver desaparecer a su hija debajo del agua, sintió una alegría tan grande al recuperarla, que
apenas advirtió el cambio: la niña estaba mucho más hermosa y su rostro se animaba con
una extraña alegría.

Aunque la pescadora olvidó pronto este incidente, dio mucho que murmurar a las
vecinas. Se decía que el destino de aquella niña era convertirse en sirena. Y he aquí que la
predicción se cumplió.

Con el tiempo, llegó a ser la más hermosa doncella de la comarca. En cierta ocasión,
conoció a un joven, sobrino del oidor de Athouguía, que logró enamorarla y seducirla. Su
deshonra le produjo tal humillación y tal vergüenza, que poco tiempo después moría,
aniquilada por el dolor. Y la bella hija de los humildes pescadores fue enterrada en el atrio
de la iglesia de la Victoria, próxima a Carboeiro.

Cuenta la tradición que, cuando algún tiempo después el joven seductor caminaba
alegremente hacia su casa, de vuelta de una fiesta popular, oyó una voz que cantaba una
canción fúnebre.

A la orilla del mar, sentada a la entrada de una cueva, divisó a la que cantaba: era una
mujer hermosísima, que guardaba un parecido extraordinario con su amante muerta.

Sorprendido por tal aparición, se acerco silenciosamente; pero, antes de llegar a


contemplarla más de cerca, ella advirtió su presencia, y se sumergió en el agua.
A la noche siguiente, el joven volvió al mismo lugar, y encontró a la misma misteriosa
criatura. Esta vez, ella esperó a que se acercase y, cuando estuvo a su lado, le abrazó
fuertemente, pronunciando estas palabras:

-Llegó la hora de la venganza.

Al mismo tiempo, se desencadenaba una terrible tempestad, y el mar embravecido


arrastró a los dos seres, estrechamente enlazados.

Días después, apareció el cuerpo del seductor ¡unto a una duna de arena, donde el mar
lo había depositado. Nadie volvió a ver a la misteriosa mujer; pero todavía, en las noches
de luna llena, cuando el mar está en calma, se oye una voz que canta canciones amorosas y
sentimentales, que hacen llorar a cuantos las escuchan. Es la hermosa seducida, que >e ha
transformado en sirena y que canta en la cueva desde donde el mar se llevó el cuerpo de su
amante.
LOS PASOS DE DOÑA LEONOR

Leyenda de Portugal

Vivían una vez en Peniche dos hombres ricos y poderosos, que se tenían un odio
mortal. Y sucedió que el hijo de uno de ellos, Rodrigo, y la hija del otro, Leonor, se
amaron con la misma furia con que sus familias se odiaban.

Semejante idilio repugnaba igualmente a los padres de los dos enamorados, y Rodrigo
fue obligado por el suyo a profesar en el monasterio jerónimo de Berlenga.

Estaba este monasterio separado del cabo Carboeiro solamente por un pequeño
estrecho. Durante un siglo los monjes lo habitaron; pero los asaltos de los ingleses y de los
corsarios argelinos los obligaron a trasladarse a Val-Bem-Feito, donde construyeron un
nuevo edificio.

Rodrigo acató las órdenes de sus padres, y tomó los hábitos con el corazón destrozado.
Una vaga esperanza de que el tiempo suavizase el odio que separaba a las dos familias, e
hiciera posible su unión con Leonor, le servía como único consuelo. Pero he aquí que
pronto encontró una manera de sobrellevar su encierro y de hacer menos cruel la separa-
ción. Muchas noches, cuando los demás frailes se habían recogido, abandonaba el
monasterio silenciosamente y, acompañado de un viejo pescador, cruzaba el estrecho que
separa Berlenga del cabo Carboeiro en una pequeña embarcación.

Desembarcaba al sur de la península de Peniche, en un pequeño puerto, que hoy se


llama Carreiro de Joanna. Allí, en una gruta socabada en la roca, le esperaba Leonor, quien
hacía notar su presencia encendiendo una lucecilla, cuanto divisaba la embarcación.

Una noche, al acercarse al lugar acostumbrado, Rodrigo no vio la luz. Llamó a Leonor;
pero solamente le respondió el eco de su propia voz. De pronto, observó que algo flotaba
junto a la barca: era la capa de su amante. Sin un momento de reflexión, y antes de que su
acompañante pudiera evitarlo, Se arrojó al agua. Hundiéndose en la profundidad del mar.

Rodrigo había adivinado la trágica suerte de Leonor.


Ella le había esperado en la gruta, como otras noches; pero se había visto sorprendida
por la llegada de su padre y de sus hermanos. Al oír sus voces, quiso ocultarse, y huyó,
saltando de roca en roca; pero calculó mal un paco y cayó al agua. El mar arrastró su
cuerpo.

Al día siguiente, se encontraron los cadáveres de los dos enamorados. El de ella yacía
entre los peñascos que bordean la orilla de aquel lugar hoy llamado Los Pasos de Doña
Leonor, y el de él, en un banco de rocas situado al este de Los Remedios, conocido hoy
con el nombre de El Sitio de Don Rodrigo.
BATRÁS Y BADSANAG

Leyenda de Kazajstan

Una vez que los nartas se reunieron a holgarse y danzar a la orilla del río Saqola, en
ausencia de Batrás, que se hallaba en lo Alto con Kurdálágon, Badsanag, el hijo del
gigante ciego, desde la montaña de donde espiaba los divisó y dijo:

-¡Voy a bajar yo también! Puesto que la gente de los nartas se divierte, voy a jugar con
ellos, y luego les quito sus cosas y les hago una que sea sonada.

-¡No hagas tal cosa! ¡No vayas allá! Piensa que podría presentarse alguno de los Bora
y darte que sentir -advirtió el gigante ciego, previniéndolo.

Mas de nada sirvieron los consejos de su padre: Badsanag bajó del monte, se reunió
con sus vecinos, tomó parte en sus juegos y bailó con ellos. Y cuando se cansó de jugar,
les arrebató sus cosas y se las llevó consigo a casa.

A la mañana siguiente, volvió también con ellos y les hizo la misma jugada. Pero
entonces, desde lo Alto, reparó Batrás en el forastero, y se dijo: Algún gigante está
danzando y jugando entre los míos.

Y en el acto bajó a la Tierra, calándose en la cabeza medio ventisquero para no


abrasarse, de suerte que, cuando se acercó a Badsanag, de sus sienes manaba el agua como
una fuente. Apenas éste se percató de su presencia, hubo de recordar las advertencias del
padre.

Tres veces aún le permitió Batrás bailar; pero a la cuarta le puso el pie, le clavó en el
suelo hasta el cinturón de un manotazo, y luego, cogiéndole de un brazo, le desgajó todo
un costado. Badsanag salió huyendo, despavorido, y su hermana, al verle venir de lejos,
exclamó:

-¡Gracias a Dios que allá viene mi hermano! Por cierto, que hoy viene con ropas rojas
de los nartas. -¡Pronto vas a ver la clase de ropas rojas que éste trae!
-comentó el padre, sarcástico.

En efecto, cuando llegó a casa, vieron que le faltaban un brazo y todo el costado de él.

-¿En qué consiste la fuerza de Batrás? -preguntó a su padre el mutilado gigante.

-Batrás se ha hecho templar, y ése es el secreto de su fuerza -dijo el ciego.

-¿Y por qué tú no me has hecho templar a mí, asno viejo? -reprochó colérico el hijo. Y
tomando de la bolsa doce tuman, se fue a Kurdálagon.

-Vengo a que me temples en tu horno, como has templado a Batrás -exigió.

-Tú no resistirías; arderías, y no quisiera verte morir en tu temeraria locura -rehusaba


Kurdálagon, compasivo.

-Aquí tienes tus doce tuman. ¡Fórjame, y no te preocupes de lo que pueda sucederme!
–ordenó, perentorio, Badsanag.

Entonces, Kurdálagon cedió a su obstinación, lo metió en el horno tapó con piedras y


empezó a soplar.

Mas apenas la fogarada llenó el horno, empezó Badsanag a crepitar como un lampazo
y a clamar: -¡Sácame, Kurdálagon! Sácame de aquí. Que me raso!

Pero Kurdálagon no pudo sacar mas los huesos, que tiró con desprecio.
EL CUENTO DE GAMELYN

Leyenda Inglesa

En el reinado del rey Eduardo I moraba en Lincolnshire, cerca de las vastas


extensiones de los pantanos, un noble caballero, Sir John de Marches. Ahora era viejo,
pero todavía un modelo de cortesía y un perfecto y gentil caballero. Tenía tres hijos, de los
cuales el más pequeño, Gamelyn, había nacido cuando su padre tenía ya una avanzada
edad y era muy querido por su padre; los otros dos eran mucho mayores que él, y Juan, el
mayor, había ya desarrollado un vicioso y maligno carácter. Gamelyn y su segundo
hermano, Otho, reverenciaban a su padre, pero Juan no tenía respeto ni obediencia por el
buen caballero y era el principal problema en el ocaso de sus días, igual que Gamelyn era
su principal alegría.

Al fin la avanzada edad y la debilidad pudieron con el valeroso anciano Sir John, y se
vio obligado a guardar cama, donde yacía tristemente meditando sobre el futuro de sus
hijos y preguntándose cómo dividir sus posesiones justamente entre los tres. Sir John de
Marches, temiendo que pudiera cometer una injusticia, mandó a buscar por el distrito a
hombres sabios, rogándoles que se dieran prisa en venir y les saludó de este modo:

-Señores y gentiles-hombres, os digo de verdad que no voy a vivir mucho más; porque
el deseo de Dios coloca su mano sobre mí y esta es mi decisión de testamento: A John, mi
hijo mayor, y heredero, dejo Cinco tierras de labranza, la querida herencia de mi padre Al
segundo, Otho, tierras de labranza cinco tendrá, Que mi buena mano derecha ganó en
valiente lucha; Todo lo demás que poseo, en tierras, bienes y riqueza, A Gamelyn, el más
pequeño, se lo cedo; Y yo os pido, por amor de Dios, Que no le desamparéis, sino que
guardéis a desvalida juventud Y no dejéis que le saqueen su riqueza.

Entonces, Sir John, satisfecho al haber proclamado su última voluntad, murió con
cristiana resignación, dejando a su hijo pequeño Gamelyn en poder de su cruel hermano
mayor, ahora Sir John.
Ya que el muchacho era menor de edad, el nuevo caballero, como guardián natural,
asumió el control de la tierra, vasallos, educación y comida de Gamelyn, y de muy mala
manera llevó a cabo sus deberes, porque le alimentó y le vistió mal, y descuidó sus tierras,
de manera que sus pastos y casas, sus granjas y pueblos, cayeron en un estado ruinoso. El
muchacho, cuando creció, se dio cuenta de esto y lo lamentó, pero no se dio cuenta del
poder de sus grandes extremidades y de sus poderosos músculos para devolverle sus
males.

Mientras Gamelyn, un día, caminando por el salón, meditaba sobre la ruina de toda su
heredad, Sir John entró fanfarroneando y, viéndole, le llamó:

-Ya está la cena preparada? -Airado porque se dirigiera a él como si fuera un simple
esclavo, replicó enfadado:

-Vete y prepara tu propia comida., yo no soy tu cocinero.

Sir John casi dudó lo que estaba oyendo.

-¿Qué manera, mi querido hermano, es esa de contestar? ¡Nunca te has dirigido a mí


así antes!

-No-, respondió Gamelyn, -hasta ahora nunca había considerado todo el mal que me
has hecho. Mis pastos estás abiertos, mis ciervos se han ido de allí, me has privado de mi
armadura y mis corceles; todo lo que mi padre me legó está cayendo en la ruina y el
deterioro. ¡Que Dios te maldiga, falso hermano!

Sir John se enfureció mucho y gritó:

-¡Quédate quieto, vagabundo, y mantente calmado! ¿Qué derecho tienes tú para hablar
de tierra o vasallos? Aprenderás a ser agradecido por la comida y los vestidos.

-¡Maldición sobre aquel que me llame vagabundo! No soy peor que tú, soy el hijo de
una dama y de un buen caballero.
A pesar de toda su ira, Sir John era un hombre cauto, con una prudente consideración
por su propia seguridad. No se arriesgaría a enfrentarse a Gamelyn, pero llamó a sus
sirvientes y les ordenó que le azotaran bien, hasta que aprendiera mejores modales. Pero
cuando el muchacho se dio cuenta de las intenciones de su hermano juró que no sería
azotado solo, otros deberían sufrir también, y no menos Sir John. Así pues, saltando sobre
el muro, cogió un brazo de mortero que había allí y tan valientemente atacó a los tímidos
sirvientes, aunque éstos estaban armados con palos, que les hizo huir y les asestó furiosos
golpes que apagaron la débil luz de valor en ellos.

Cuando fue en busca de su hermano no pudo encontrarlo al principio, pero después


descubrió su penoso semblante observando desde un ventana.

-Hermano-, dijo Gamelyn, -acércate un poco más y yo te enseñaré cómo jugar con palo
y escudo.

-No, por San Ricardo, no bajaré hasta que hayas dejado ese mortero. Hermano, no
estés enfadado, haré las paces contigo. ¡Lo juro por la gracia de Dios!

-Ésta es mi petición, -dijo el muchacho: -si va a haber paz entre nosotros dos debes
entregarme todo lo que mi padre me legó en vida.

A esto Sir. John accedió con aparente agrado, pero, aunque fingió estar contento con el
acuerdo, estaba sin embargo meditando interiormente planes de traición contra el inocente
joven.

Después de caminar por sus tierras volvió a casa a la mañana siguiente, seguido de una
vitoreante multitud de admiradores; pero cuando el cobarde Sir John vio a la gente cerró
con los cerrojos las puertas del castillo a su hermano.El portero, obedeciendo las órdenes
de su señor, prohibió la entrada a Gamelyn, y el joven, airado por este insulto, echó la
puerta abajo de un solo golpe, cogió al portero que huía y le tiró al pozo del patio. Los
sirvientes de su hermano se apartaron de su lado y la multitud que le había acompañado
entró en el patio y el salón, mientras el caballero se refugiaba en una pequeña torre..
-Bienvenidos todos-, dijo Gamelyn. -Seremos los dueños aquí y no pediremos a nadie
que se vaya. Ayer dejé cinco toneles de vino en la bodega; los sacaremos antes de que os
vayáis.

Sin embargo, los invitados se fueron pacíficamente al octavo día, dejando a Gamelyn
solo y muy triste en el salón donde había celebrado el festín. Mientras estaba allí,
meditando tristemente, oyó unos pasos tímidos y vio a su hermano acercándose a él.
Cuando hubo atraído la atención de Gamelyn le habló de esta manera:

-¿Quién hizo que te sintieras tan valiente como para destrozar todas las despensas de
mi casa?

-No, hermano, no te confundas-, dijo el joven tranquilamente. -Si he usado algo lo he


pagado totalmente de antemano. Durante estos dieciséis años tú has dispuesto libremente y
te has beneficiado de quince buenas tierras de labranza que mi padre me dejó; también
usas y te beneficias de mi ganado y caballos, y ahora todo este beneficio pasado te lo voy a
perdonar, a cambio del gasto de esta fiesta mía.

Entonces dijo el traidor Sir John:

-Escucha, mi querido hermano: no tengo hijo y tú serás mi heredero: lo juro por el


santo San Juan.

-En verdad, dijo Gamelyn, -sí ése es el caso y si haces esta oferta con toda sinceridad,
¡que Dios te recompense!-, porque con esta generosa disposición era imposible sospechar
de la traición de su hermano y desentrañar los ardides de una naturaleza astuta; así pues
sucedió que fue rápida y fácilmente engañado.

Sir John dudó un momento y luego dijo con tono dudoso:

-Hay una cosa que debo decirte, Gamelyn. Cuando arrojaste a mi portero al pozo juré
por mi vida que te ataría de pies y manos. Eso ahora es imposible sin tu consentimiento, y
debo abjurar a menos que tú te dejes atar durante un momento, como una mera formalidad,
sólo para salvarme del pecado de perjurio.
Tan sincero parecía Sir John, y tan simple parecía todo, que Gamelyn consintió de
inmediato.

-Porque, ciertamente, mi querido hermano, no vas a abjurar por mí.

Así que se sentó y los criados le ataron de pies y manos; después Sir John le miró
burlonamente mientras le decía:

-Así que ahora, mi excelente hermano, te he cogido al fin.

Luego les ordenó traer grilletes y colocarlos en los miembros de Gamelyn y le


encadenaron fuerte a un poste en medio del salón. Después fue colocado de pie de
espaldas al poste y sus manos unidas por detrás, y mientras allí estaba el falso hermano
diciendo a toda la gente que entraba que Gamelyn se había vuelto loco de repente, y que
estaba encadenado por razones de seguridad, para que no pudiera hacerle ningún daño
mortal ni a él ni a los otros. Durante dos días y dos noches estuvo allí atado, sin comer ni
beber, y se fue debilitando de hambre y cansancio, porque sus grilletes estaban tan
apretados que no podía sentarse ni tumbarse; amargamente lamentó la irreflexión que le
había hecho caer tan fácil presa bajo los designios traicioneros de su hermano.

Cuando todos los demás habían abandonado el salón Gamelyn apeló al anciano Adam
Spencer, el administrador de la casa, un leal anciano servidor que había conocido a Sir
John de Marches, y había visto al muchacho crecer

-Adam Spencer-, dijo él, -a menos que mi hermano tenga la idea de matarme, me tiene
ayunando demasiado tiempo. Te suplico, por el gran amor que mi padre te profesó, que
cojas la llave y me liberes de mis cadenas. Compartiré todas mis tierras contigo si me
ayudas en este momento de desesperación.

-He servido a tu hermano durante dieciséis años y, si yo te libero ahora, él con razón
me llamará traidor.
-¡Ah, Adam! Encontrarás al final que es un falso canalla como lo he visto yo.
Libérame, querido amigo Adam, y mantendré mi palabra y guardaré mi contrato de
compartir mi tierra contigo.

Con estas honestas palabras persuadió al administrador, y, esperando a que Sir John
estuviera en la cama, se las arregló para conseguir las llaves y liberar a Gamelyn, que
estiró sus brazos y piernas y dio gracias a Dios por su libertad.

-Ahora-, dijo él, -si estuviera bien alimentado nadie en esta casa volvería a atarme esta
noche- Así pues Adam le llevó a una habitación privada y puso comida ante él; con ansia
bebió y comió hasta que su hambre estuvo saciada y comenzó a pensar en la venganza.

-¿Cuál es tu consejo, Adam? ¿Voy hasta mi hermano y le corto la cabeza? Bien se lo


merece.

-No-, contestó Adam, -conozco un plan mejor que ése. Sir John va a dar una fiesta el
domingo para muchos hombres de la Iglesia y prelados; estarán allí presentes gran número
de abades, priores y otros hombres santos. Quédate como si estuvieras atado al poste en el
salón y pídeles que te liberen. Si te dan su confianza, ganarás tu libertad sin que ninguna
culpa recaiga sobre mí; si se niegan, tú retirarás a un lado las cadenas sueltas, y tú y yo con
dos buenos palos, pronto nos ganaremos tu libertad. ¡Que Dios maldiga al que falle a su
camarada!

-¡Sí-, dijo Gamelyn, -y que me vaya mal si no cumplo mi parte del trato! Pero si
tenemos que obligarles a hacer penitencia por sus pecados, debes decirme, hermano
Adam, cuándo empezar.

-Cuando te haga un guiño estate preparado para arrojar tus grillos de inmediato y venir
hacia mí.

-Éste en un buen consejo, Adam, y te llena de bendiciones. Si estos arrogantes


eclesiásticos no confían en mí, les daré buenos palos a cambio.
El domingo llegó y después de la misa muchos invitados se reunieron para celebrar la
fiesta en el salón; todos miraban con curiosidad a Gamelyn que permanecía con sus manos
a la espalda, aparentemente encadenado al poste, y Sir John explicaba tristemente que éste,
después de matar al portero y malgastar las despensas de la casa, se había vuelto loco, y
tenía que estar encadenado porque su furia era peligrosa.

Y aunque Gamelyn gritaba a voces que estaba en ayunas no le traían comida. Luego
habló en tono humilde y penoso a los nobles invitados:

-Señores, por amor de Dios, ayudad a un pobre cautivo a salir de prisión.

Pero los invitados eran de corazón duro y contestaron cruelmente, especialmente los
abades y priores, que habían sido engañados por las falsas historias de Sir John. Tan
altaneramente contestaron a las humildes peticiones del joven que se puso muy enfadado.

-¡Oh, dijo él, -ésa es toda la respuesta que voy a obtener a mi oración! Ahora veo que
no tengo amigos. ¡Maldito sea el que alguna vez haga bien a abad o prior!

Adam Spencer, hizo un guiño a Gamelyn, que con un repentino grito arrojó sus
cadenas, se precipitó hacia la puerta del salón, cogió un palo y comenzó a moverlo a su
alrededor, haciendo girar su arma velozmente. Hubo una terrible conmoción en el salón,
porque los eclesiásticos trataban de escapar, pero los simples seglares querían a Gamelyn,
y se apartaban a un lado para dejarle el camino libre, para que pudiera dispersar a los
prelados. No tenía piedad de estos crueles eclesiásticos, porque ellos no la habían tenido
de él; les derribó, apaleó, les rompió los brazos y las piernas, y cometió terribles estragos
entre ellos; durante todo este tiempo Adam Spencer vigiló la puerta para que nadie pudiera
escapar.

Luego Gamelyn dirigió su atención hacia su falso hermano, que había sido incapaz de
escapar; le cogió por el cuello, le rompió el espinazo con un solo golpe y le dejó, sentado,
encadenado con los mismos grilletes que todavía colgaban del poste donde Gamelyn había
estado encadenado.
El sheriff estaba por casualidad a sólo cinco millas de allí y pronto oyó las noticias del
disturbio: cómo Gamelyn y Adam habían roto la paz del rey; como era su deber, determinó
arrestar a los transgresores. Envió al castillo a veinticuatro de sus mejores hombres para
que les dejaran entrar y detener a Gamelyn y a su sirviente, pero el nuevo portero, un leal
seguidor de Gamelyn, les negó la entrada hasta que supiera su misión; como se negaron a
decírsela, envió un mensajero para que despertara a Gamelyn y le avisara de que los
hombres del sheriff estaban ante la puerta.

Apenas este alboroto acabó cuando llegó el sheriff en persona con una gran tropa.
Gamelyn no sabía qué hacer, pero Adam de nuevo tenía listo un plan. No nos quedemos
más aquí, vayamos a los verdes bosques: allí al menos estaremos en libertad. El consejo le
pareció bien a Gamelyn y, bebiendo cada uno un trago de vino, montaron en sus corceles y
se alejaron cabalgando, dejando el nido vacío para el sheriff, sin huevos allí. Sin embargo,
el oficial desmontó, entró en el salón y encontró a Sir John encadenado y casi muriendo.
Le soltó y llamó a un médico, para que curara sus graves heridas y así pudiera seguir
haciendo maldades.

Mientras tanto Adam vagaba con Gamelyn por el verde bosque, lo que le parecía un
duro trabajo, con poca comida.

Cuando juntos iban hablando tristemente, Gamelyn oyó voces de hombres cerca y,
mirando a través de los arbustos, vio a siete jóvenes, sentados alrededor de un abundante
festín, extendido sobre la hierba verde.

En ese momento el jefe de los forajidos les vio en el bosque y ordenó a sus hombres
más jóvenes que le trajeran a estos nuevos invitados que Dios les había enviado. El jefe de
los forajidos, sentado en un rústico trono, con una corona de hojas de roble sobre la
cabeza, les preguntó lo que les llevaba hasta allí, a lo que Gamelyn contestó:

-Debe caminar por el bosque quien no puede caminar por la ciudad. Tenemos hambre
y estamos cansados, y sólo dispararemos a los ciervos para comerlos, porque corremos
gran peligro.
El jefe de los forajidos se apenó de su sufrimiento y les dio comida; y mientras comían
vorazmente los forajidos susurraron unos a otros:

-¡Éste es Gamelyn! ¡Éste es Gamelyn!- Entendiendo todos los males que habían caído
sobre él, su jefe pronto nombró a Gamelyn su segundo, y cuando al cabo de tres semanas
el rey de los forajidos fue perdonado y obtuvo permiso para irse a casa, se eligió a
Gamelyn para sucederle y así fue coronado rey de los forajidos. Así moró felizmente en el
bosque y no se preocupó por el mundo exterior.

Mientras tanto el traidor Sir John se había recobrado y, siguiendo el curso debido, se
había convertido en el sheriff y acusó a su hermano de felonía. Ahora sus servidores y
vasallos estaban dolidos por esto, porque temían la crueldad del malvado sheriff; así pues
enviaron mensajes a Gamelyn para contarle las malas noticias y lamentar su ira. La ira del
joven aumentó al oír las noticias y prometió volver y desafiar a Sir John en su casa y
proteger a sus arrendatarios.

Fue ciertamente un arranque de ira el atreverse a aventurarse dentro del país donde su
hermano era sheriff, pero avanzó valerosamente hacia la sala de juntas, con su capucha
hacia atrás, para que todos le pudieran reconocer, y gritó:

-¡Que Dios os salve, caballeros aquí presentes! ¡Pero, a ti, sheriff de la espalda rota,
que el mal caiga sobre ti! ¿Por qué me has hecho tanto mal y desgracia como para
acusarme y proclamarme un fuera de la ley?. Sir John no dudó en usar sus poderes legales,
pero, viendo que su hermano estaba bastante solo, le arrestó y le envió a prisión, con la
intención de que sólo le liberara de aquí la muerte.

Todos estos años el segundo hermano, Otho, había vivido en paz en sus propias tierras
y no había intervenido en las peleas de los otros dos; pero ahora, cuando recibió las
noticias del odio mortal de Sir John hacia su hermano menor y la súplica desesperada de
Gamelyn, se dolió profundamente, abandonó su pacífica vida y cabalgó para ver si podía
ayudar a su hermano. Primero buscó la piedad de Sir John para con el prisionero, por la
fraternidad y la familia; pero sólo respondió que Gamelyn debía permanecer en prisión
hasta que la justicia tuviera la siguiente sesión. Luego Otho ofreció una fianza, para que su
hermano menor pudiera ser liberado de las ataduras y sacado de la horrible mazmorra en la
que se encontraba. Sir John finalmente accedió a esta súplica, avisando a Otho de que si el
acusado no se presentaba ante la justicia, él mismo debía sufrir las consecuencias por la
ruptura del pacto.

-Estoy de acuerdo-, dijo Otho. -Suéltalo de inmediato, y entrégamelo a mí- Luego


Gamelyn fue puesto en libertad bajo la custodia de su hermano, y los dos cabalgaron
juntos hasta la casa de Otho, hablando tristemente de todo lo que había pasado y cómo
Gamelyn se había convertido en rey de los fugitivos. A la mañana siguiente Gamelyn le
pidió permiso a Otho para ir a los bosques y ver cómo les iba a sus jóvenes hombres, pero
Otho le expuso claramente las terribles consecuencias para él si no volvía, ante lo que el
joven juró:

Juro por Santiago, el poderoso santo de España, Que no te abandonaré, ni dejaré de


asistir a mi juicio en el día señalado.

Estaba Gamelyn un día admirando los bosques y campos cuando de repente se le vino
a la cabeza con un ataque de autorreproche que había olvidado su promesa a Otho y el día
de la presentación ante la corte estaba muy cerca. Reunió a sus hombres y les ordenó que
se prepararan para acompañarle al lugar del juicio, enviando a Adam como explorador
para que se enterara de las noticias. Adam volvió muy deprisa, trayendo tristes noticias. El
juez estaba en su lugar, un jurado seleccionado para condenar a Gamelyn a muerte,
sobornado por el malvado sheriff, y Otho estaba encadenado en la galera en lugar de su
hermano.

Una vez más Gamelyn entró en la sala de plenos en medio de todos sus enemigos y fue
reconocido por todos. Liberó a Otho, que dijo gentilmente:

-Hermano, casi has agotado el tiempo; la sentencia se ha pronunciado contra mí y debo


ser colgado.
-Hermano, dijo Gamelyn, este día tus enemigos y los míos serán colgados: el sheriff, la
justicia y los malvados miembros del jurado. Luego Gamelyn se volvió al juez, que estaba
como paralizado en su silla, y dijo:

-Levantaos de la silla de la justicia: todos los que habéis contaminado el río claro de la
ley con el mal. Mientras yo, en vuestro lugar, doy sentencias más justas Y ved cómo la
justicia se ajusta a la ley por una vez.

El juez permanecía sentado quieto, mudo de sorpresa, y Gamelyn le golpeó fieramente,


le cortó las mejillas y le arrojó sobre el banquillo, de modo que le partió el brazo. El joven
se sentó en la silla del juez, con Otho a su lado, y Adam en la silla del secretario; colocó en
el banquillo al falso sheriff, la justicia y los injustos miembros del jurado, y les acusó de
intento de asesinato. Para mantener los formalismos de la ley, seleccionó un jurado
compuesto por sus propios hombres, que emitieron un veredicto de ¡Culpable! y todos los
prisioneros fueron condenados a morir colgados.

Después de su fuerte castigo sobre sus enemigos Gamelyn y su hermano fueron a


presentar el caso ante al rey Eduardo, que les perdonó, por todos los males y las heridas
que había sufrido Gamelyn; y antes de que volvieran a su lejano condado el rey nombró a
Otho sheriff, y a Gamelyn jefe de guardabosque de todos sus bosques libres; los forajidos
fueron todos perdonados y el rey les dio puestos de acuerdo a sus capacidades. Gamelyn y
su hermano se asentaron para vivir una feliz, pacífica, vida. Otho, que no tenía
descendencia, nombró a Gamelyn su heredero y este último se casó con una bella dama y
vivió con ella felizmente hasta el fin de sus días.
BIBLIOGRAFIA UTILIZADA

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