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Tanta fue la insistencia de los niños y la soledad del buen hombre, que
un día se casó; por un tiempo la mujer trató a los niños tan bien como lo
hacía cuando no era parte de la familia, pero un día salió embarazada y
al cabo de unos meses dio a luz; la nueva criatura concentró todo el
amor de la madrastra de los niños y con el correr de los días comenzó a
gritarles y a regañarlos por nada. Los niños entonces comprendieron las
palabras de su padre sobre el pan con hiel; por todo lo que comían la
mujer se enfurecía y les sacaba en cara todo lo que les daba. Incluso,
cuando el nuevo hermanito fue creciendo, la señora hacía sopa y al
pequeño daba toda la carne del caldo y las mejores verduras, mientras
que a los niños daba sólo el caldo y unas pocas matas de cilantro;
asombrosamente estos estaban más y más rozagantes, mientras el suyo
era un blandengue que no podía ni levantar una almohada.
Un día la mujer, aprovechando la ausencia del papá, les dijo a los dos
hermanos que salieran al bosque con ella en busca de setas; pero la
niñita, desconfiando de la buena voluntad de su madrastra llevó una
taparita llena de ceniza, que iba regando por el camino disimuladamente;
cuando estuvieron internados bien adentro, la mujer se perdió de ellos y
regresó a casa, pero los niños pudieron seguir el camino de regreso,
siguiendo la huella de ceniza. Al ver de regreso a los niños, la mujer se
encolerizó y preparó un plan para no dejar oportunidad a los niños de
adelantársele; así fue, una mañana bien temprano, los levantó de la
cama y aún sin mucho tiempo para cambiarse de ropa, los llevó al
bosque en busca de setas; esta vez sólo le dio tiempo a la niñita de
conseguir unos granos de maíz; pero a medida que iba regándolos, los
pájaros iban comiéndolos, cuando la malvada mujer los dejó en la
profundidad del bosque no tuvieron cómo regresar.
Los niños al entrar vieron los más ricos dulces y muy buenos juguetes,
pero esa noche cuando se fueron a dormir, la vieja bruja los encerró en la
habitación y no los dejó salir más, sólo pasaba comida por un rendija y
les pedía que mostraran sus manitos, para ver los dedos.
El niño, que era muy astuto, le quitó la cola a un ratón y esto era lo que
mostraban cuando les pedía que sacaran el dedito. La vieja que era
medio ciega sólo tocaba la cola y decían: aún están flaquitos.
Al llegar, hicieron como les dijo la dama del bosque, y tal como prometió,
el fuego salieron tres enormes perros, uno blanco, uno negro y uno
bermejo; así escaparon de las artimañas de la bruja y vivieron un tiempo
en el bosque. Pero en esa época unos moros acechaban los caminos y
al ver a dos niños solos por el bosque quisieron hacerles daño; los
gigantes moros, fueron en contra de ellos, pero cuando cantaron: Onza,
Tigre y León, del fuego vivo me salvé yo; aparecieron los perros y les
dieron enormes mordidas a los moros, que los hicieron huir. Los gigantes
no quedaron con esa y al anochecer persiguieron en la oscuridad a los
perros y mientras dormían les pusieron motas de algodón en los oídos;
cuando amaneció cayeron sobre los niños los moros y estos tuvieron que
salir corriendo y treparse a un árbol; desde el que podían lanzar algunas
piñas a los atacantes; abajo los moros intentaban cortar a hachazos los
árboles, y entonces los niños cantaron: Onza, Tigre y León, arriba del
árbol estoy yo; lo hicieron un montón de veces, pero los perros no oyeron
nada; por fin, uno de los perros despertó y fue a tomar agua al río, y allí
se le deshizo la orejera de algodón, y escuchó el llamado de los niños,
fue removió los tapones de sus hermanos y los tres perros fueron a
salvar a los niños de manos de los moros.
– Deseo que mande a dar muerte a ese niño impertinente y a sus perros
también.