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“Me ilumino con la inmensidad”

Entra hasta el fondo del alma, Divina luz, y enriquécenos.

Secuencia de Pentecostés

No es necesario ir lejos para llegar a lo profundo

“No es necesario ir lejos para llegar a lo profundo”, dice el filósofo Ludwig Wittgenstein. Esta frase me
acompaña desde hace muchos años. Me alienta para ir cada vez más profundo y sumergirme en la
hondura. Siento un gran anhelo de ello. Esto también tiene que ver con el hecho de que, desde que me abrí
a esa profundidad, he podido tener experiencias que me brindaron una calidad de vida que hasta entonces
desconocía.

Al escribir esas líneas me encuentro en vuelo a los Estados Unidos de América. Este viaje a lo lejano-la
distancia que separa Frankfurt de Dallas, nuestra primera escala, es de 8.265 kilómetros- me permite hacer
una comparación con el viaje hacia el interior, aunque es un tanto inadecuada. Porque el viaje a nuestra
profundidad es un viaje a lo inconmensurable. Tan inconmensurable es que jamás lograremos legar al final.
Novalis lo describe con las siguientes palabras: “Soñamos con viajar por todo el mundo: pero, ¿no se
encuentra el mundo entero dentro de nosotros? No conocemos la profundidad de nuestro espíritu: el
camino más secreto conduce al interior. La eternidad con sus mundos, el pasado y el futuro están en
nosotros, o en ninguna parte”.

Espero que mi viaje a los Estados Unidos de Norteamérica sea un emprendimiento bello, cargado de
muchas impresiones. Quiero disfrutar este tiempo, vivir cosas nuevas, estar abierto a muchos encuentros.
Estoy lleno de expectativas por conocer el paisaje fascinante del desierto de Utah y poder admirar la
particular belleza de la costa californiana sobre el Pacífico. Para ello he viajado lejos.

Pero también en mi viaje hacia el interior experimento muchas cosas que hacen que merezca la pena
emprender este extenso camino. En él me encuentro con lo infinito, lo ilimitado, aquello que es poeta
italiano Giuseppe Ungaretti describiera de manera tan maravillosa: “Mi illumino d´immenso”, es decir, “Me
ilumino con la inmensidad]”

Cierra los ojos,

sumérgete en la inmensidad que hay en ti,

Permanece siempre en ti.

Déjate llevar por tu anhelo,

abandónate a él por completo.

Él te conduce a la profundidad,

a tu profundidad,

tu propia inmensidad.

Permanece en ti,

permanece en tu profundidad.

Percibe cómo tu amhelo te conduce cada vez más hondo

Admítelo,

abandónate a él,
abandónate a la profundidad,

abandónate a la inmensidad.

Gusta la tranquilidad y el abandono,

la profunda paz que se produce.

Báñate en ella,

deja que ella te toque y te atraviese,

déjate atravesar e iluminar

Por lo inmenso

a lo que estás conectado.

Cuando veo que mi profundidad no es un abismo, una nada, una final, un callejón sin salida, sino una
apertura a la infinitud y a la inmensidad, entonces mi viaje hacia el interior me pone en contacto con lo
inconmensurable y hace que me sienta unido a lo infinito. De esta experiencia procede una fuerza que se
difunde en mí, mi cotidianidad y m vida consciente. Es un brillo diferente del centellear de Las Vegas o de
las discotecas. Un brillo que viene de adentro y me recuerda la iluminación que experimentan algunos
hombres en la meditación.

No considero esta iluminación como algo fuera de lo corriente. Es más bien la capacidad de conocer y
experimentar algo de una manera que me estaría vedada sin un acceso a lo inconmensurable. Se trata de
un brillo que eclipsa todo lo hecho por el ser humano. Para mí es la luz que proviene del Dios
inconmensurable, del Espíritu Santo.

Si me abro entonces a lo inconmensurable, me abro al Espíritu Santo. Él es la luz en la que estoy inmerso.
Una luz que me hace ver de todo especial todo lo que pienso, hago o experimento. Ahora puedo encender
su luz en mí. De esto se trata: de dejarme alumbrar por lo sagrado.

El alma se abre paso a lo inconmensurable

Nuestra alma es la guía en el camino a lo inconmensurable, y por eso mis sueños son tan importantes. El
Talmud dice que los sueños son cartas del alma: los sueños hablan el lenguaje del alma. Me cuentan acerca
del mundo de lo inconmensurable, echan un vistazo a este mundo. Me fascina pensar que no puedo
elaborar o comprar el mundo de lo inconmensurable; está simplemente ahí, y de mí depende considerarlo
o no como una parte de mi vida. De mí depende aprovecharlo para mi vida.

La capacidad de permitir que lo inconmensurable nos ilumine es lo más bello e importante que nos fue
dado a los hombres. No obstante, me temo que muy a menudo se desconoce y se pasa por alto lo
maravilloso y particular de este regalo.

Cuando duermo me sumerjo en lo inconmensurable, que se apropia de mí. Quizás conozcan ustedes
también esto: en el sueño estamos frente a una tarea que se debe realizar, pero nos sentimos como
paralizados. Debemos juntar toda nuestra fuerza para poder vencer a esa parálisis, hasta que finalmente lo
logramos. A menudo nos despertamos en ese momento y estamos todavía enteramente aturdidos por las
experiencias del sueño, como si volviéramos de otro mundo, como si emergiéramos de otro estado de ser.

El teólogo y psicoterapeuta Lorenz Wachinger afirma que en el sueño trasponemos la frontera que separa
al día, en el que trabajamos y debemos perseguir nuestras metas con tensión y dispuestos a la acción, de la
noche, en la que vemos y oímos de otra manera, en donde no podemos ni debemos prohibirnos nada. Por
la noche estamos dispuestos a recibir y dejar actuar al otro. Al trasponer en el sueño la frontera entre lo
mensurable y lo inconmensurable, emergemos a otro mundo, a otro modo de ser, en la medida en que nos
abrimos a ello.

Experiencias místicas

“La experiencia del espíritu es la vivencia mística medular, que sobrepasa todo intento de verbalización”
opina Christian Schütz., quien fuera abad de la abadía benedictina de Schweiklberg. Las experiencias de lo
inconmensurable pueden ser también para nosotros hondas experiencias místicas, que percibimos de
modo especial en determinadas situaciones, en momentos cumbre. Ellas son extraordinarias, pero no
extraterrestres; son la expresión o el comienzo de algo que podemos experimentar de manera silenciosa,
suave y pacífica, más allá también de la experiencia cumbre, como la presencia obrante e iluminadora,
incomprensible e inasible de lo inconmensurable: del Espíritu Santo.

Para Karl Rahner una experiencia mística es una experiencia real de Dios desde el corazón, desde el centro
de nuestra existencia. La experiencia del Espíritu Santo puede ser también de este tipo: “Aquí los inspirados
dijeron y dicen que sienten ora una repentina experiencia de apertura, ora un largo y gradual ascenso de la
Gracia, inmediata proximidad de Dios, unión con Él en el Espíritu, en noche santa o luz sagrada, un vacío
colmado por Dios en el silencio y que, al menos durante ese acontecer místico, no pueden dudar que
experimentan la inmediata proximidad del Dios que se comunica a sí mismo, como afecto y realidad de la
gracia de Dios en lo profundo de su existencia, es decir, como experiencia del Espíritu Santo”.

Sin embargo, no debo buscar solo experiencias extraordinarias si quiero experimentar al Espíritu Santo. El
hermano benedictino David Steindl-Rast, residente en los Estados Unidos de Norteamérica y autor de
numerosos best-sellers de espiritualidad, sostiene que en cada uno de nosotros habita un pequeño místico.
Yo creo que todo hombre dispone de una “caja de resonancia” susceptible e arrebatos o experiencias
místicas. Para esto es preciso tener desde luego una disposición y apertura fundamentales. Dadas estas
condiciones puede suceder lo que el médico y poeta Hans Carossa expresó en su diario del 15 de diciembre
de 1915 con las siguientes palabras: “Estremecerse cuando lo eterno vibra, y más aún, cuando luego
enmudece”.

Existen estas experiencias del Espíritu Santo en las que lo eterno, lo inmenso, resuena en nosotros. Carossa
descubrió que este resonar es silencioso, que solo percibimos el suave y tranquilo reverberar si escuchamos
con atención dentro de nosotros mismos y permanecemos al mismo tiempo a la escucha de lo que sucede
fuera de nosotros. En la medida en que percibimos este vibrar nos sentimos a salvo y sostenidos. Nos
sentimos seguros; no estamos solos y percibimos esta sonoridad misteriosa e inimitable que nos hace
aguzar el oído y dirigirnos al lugar de donde provine. Es inaudito y sin embargo está ahí, como una certeza
interior que resuena en nosotros desde una mayor y más profunda lejanía.

Cierra los ojos,

oye, agudiza el oído,

hasta que percibas

el reverberar de lo inmenso

déjate atraer por él

hasta que se vuelva por completo

silencio en ti

y creas que ya no lo oyes más.

Ahora estás allí,

arribando
a lo inconmensurable,

En lo inconmensurable.

Atreverse a irrumpir en lo profundo

Para poder permitir que lo inconmensurable y sagrado me ilumine debo estar primero abierto y dispuesto a
ello. Más aún, debo atreverme a irrumpir en lo profundo, romper aquello que me impide llegar a mi
fundamento último, que constituye el más profundo sentido y propósito de mi vida. Si me quiero conectar
a la energía del Espíritu Santo, a lo inconmensurable, debo quebrar el suelo que hasta ahora me lo impidió.

Este es el suelo que representa la seguridad, el orden, mi lugar en la vida y en la sociedad; y que, puesto
que vivo en este mundo y en este tiempo, goza de gran significación. Pero me engaño si creo que se trata
de mi verdadero fundamento, de mi fundamento último. Este suelo “visible por fuera” debe volverse
permeable a mi verdadero fundamento, a través del cual encuentro mi conexión con lo inconmensurable,
con el Espíritu Santo.

A menudo son las crisis de nuestra vida las que nos obligan a ir a l profundo, a fin de poder manejarlas.
Cuando León Toltoi se encontraba en medio de una profunda crisis de sentido, describió su experiencia de
la siguiente manera: “Tenía la sensación de que el suelo debajo de mí se había quebrado, que no había
nada sobre lo que pudiera afirmarme, que aquello por lo que había vivido era nada, que no tenía ninguna
razón para vivir”. En situaciones como esa es menester descubrir un nuevo sentido para sí, que nos afirma a
algo como un ancla. Un sentido, que es como el suelo, sobre el cual me puedo poner de pie; un
fundamento que me sostiene e impide que caiga a la nada.

Una y otra vez debemos volver a buscar el sentido de nuestra vida. Primero son nuestros niños, luego
nuestra profesión, más tarde nuevamente un compromiso especial con una buena cusa. Con todo, no
encontramos el sentido último de nuestra existencia como se encuentra en la calle una moneda que
alguien perdió. El sentido último lo hallamos cuando ya no lo buscamos más y nos entregamos a lo
inconmensurable. Y esto sucede cuando dejo en libertad lo que hasta ahora me pareció que era el sentido
que constituía mi suelo y mi fundamento. Ocurre cuando voy hasta el fondo y dejo detrás de mí lo que
hasta ahora me sostuvo, para arribar finalmente a m verdadero fundamento. Ocurre cuando me entrego
sin condiciones a la corriente del Espíritu Santo y puedo así experimentar que Dios no solo está en mí, sino
que al mismo tiempo yo estoy en Dios. A partir de la experiencia del Inconmensurable madura en mí la
experiencia de la unión con él. Así, mi vida se coloca frente a un horizonte del que surge sentido verdadero,
vivido y experimentado. Experimento ser parte de algo mayor.

Cuando soñamos, caemos en la profundidad, o, mejor dicho, nos dejamos caer en la profundidad. Esta
imagen me recuerda la representación de la Inmaculada Concepción de María del portal lateral de la capilla
dedicada a la Virgen María en Wüzburg: del Dios de Espíritu santo procede un tubo a través de cual se
desliza el pequeño Jesús hacia el vientre de María.

Cuando soñamos caemos como a través de un canal y podemos legar allí abajo a nuestra profundidad, a lo
inconmensurable, a Dios. Si lo logramos, somos enjugados por completo por lo inconmensurable, nos
volvemos parte de ello. Este es el estado aquel en que ya no preguntamos más que es lo que importa o cuál
es el sentido de la vida, pes eso ya no interesa, deja de ser un interrogante. Ya no se trata de preguntar,
porque allí ya no hay más necesidad, ansia ni lugar para preguntas. Allí solo están el ser y e fluir interior.
Fluir en lo inconmensurable como parte de ello. Yo sigo siendo yo, y al mismo tiempo soy permeable a lo
inconmensurable, que me baña y me enjuga.

Caigo

a través de un túnel angosto

a la profundidad.
El miedo, la angustia se hacen cada vez mayores,

pero arribo

a mi verdadero fundamento.

Lo he logrado,

estoy en mí

contigo

en Ti,

lo inconmensurable,

mi Dios.

De la profundidad al cielo y de regreso a la tierra

Ha aprendido y sé que, por medio de la fe, Dios puede estar presente en nosotros interiormente. Sin
embargo, quiero experimentarlo una y otra vez. Y puedo y debo experimentar una y otra vez que Dios está
presente en mi interior y que su fuerza obra en mí.

La experiencia de la inconmensurabilidad del Espíritu Santo se corresponde con la de tu propia hondura,


cuya inconmensurabilidad uno puede tan solo vislumbrar. No es el entendimiento, no es el corazón, es la
profundidad en la que se experimentan lo inconmensurable y el Inconmensurable, Dios. Es el lugar aquel
que Carl Gustav Jung describe como “Persona N°2” como el ámbito al cual “el que ingresa es transformado,
arrollado por la visión del todo olvidándose de sí mismo”, y solo puede maravillarse y admirarse. Aquí vive
“el otro”, que conoce a Dios como un misterio oculto, personal y que el mismo tiempo trasciende lo
personal. Sí, es como cuando el espíritu humano mira la creación al mismo tiempo que Dios.

La fuerza y el poder del Espíritu Santo obran en nosotros sin que debamos hacer nada. Porque el Espíritu
sopla donde quiere; no obstante, algo podemos cooperar a fin de experimentar la presencia de Dios y la
acción del Espíritu Santo en nosotros. Debemos abrirnos a nuestra profundidad. Debemos introducirnos en
aquel espacio interior en el que hallamos nuestra caja de resonancia, necesaria para poder experimentar a
Dios.

A la irrupción en lo profundo le sucede la apertura al cielo, al mundo de lo sagrado, y logramos irrumpir en


el cielo cuando nos trascendemos a nosotros mismos, es decir, cuando estamos dispuestos a abandonar el
aparentemente seguro camino del pensamiento, de la reflexión crítica, y desplazarnos por un camino
invisible, desprovisto de reflexiones lógicas. Cuando simplemente nos dejamos llevar y arrastrar por el
Espíritu Santo, cuando nos entregamos sin condiciones al viaje, que podemos dar por descontado que será
excitante, cuando estamos dispuestos a dejarnos llevar por Él. Este viaje nos conduce al reino de lo eterno,
del cielo, de lo ilimitado.

En realidad, la fe trata del anhelo de poder experimentar ser iluminados por el Espíritu Santo: el anhelo de
la experiencia de que el cielo, lo inconmensurable, el Espíritu Santo y su luz irrumpe en el ahora, en mi
presente. El anhelo de la experiencia de estar conectado con lo limitado y unido a Dios en medio de la vida.

Una vez que te has entregado

a la corriente del Espíritu Santo,

tienes la sensación

de estar conectado con lo Ilimitado,


de que nada te lo impide

solo necesitas aceptar admirado,

lo que desde allí fluye hacia ti,

te envuelve y te alumbra.

Entonces eres uno con lo sagrado,

no existe nada más,

que te separe de ello.

Qué pobre sería mi vida si tuviera que prescindir de esta luz, si la considerara un engaño o una invención.
Andaría como en la oscuridad, expuesto y falto de orientación. A través de la experiencia de lo
inconmensurable soy recogido y unido a algo más grande. Como si fuera parte de un mar, una gota en
medio de otras gotas, en permanente contacto unas con otras y al mismo tiempo parte de algo más grande.

Soy como una gota

en medio del mar

sola

y unida a las demás gotas

parte

de algo más.

Soy como una isla,

rodeada de agua

y unida a las demás islas

por debajo de la tierra.

II

Ingresar en la realidad de Dios

Infunde calor de v ida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero

Secuencia de Pentecostés

Que por ti conozcamos al Padre,

conozcamos igualmente al Hijo.

y en ti, Espíritu de ambos,

creamos en todo tiempo.

Himno “Veni Creator”, hacia 1580


¿No es absurdo creer en el Espíritu Santo?

¿Cómo llego a sentir y a creer en el Espíritu Santo, a través de la experiencia de lo inconmensurable? De


hecho, ¿acaso no es absurdo creer en el Espíritu Santo?

Al observar a la gente que encuentro durante mi “strip” en Las Vegas e imaginarme estando con todos ellos
un día en el cielo, esta escena no es del todo agradable… Hay personas con las que sí me puedo imaginar en
esa situación, pero hay otras con las que, al menos a partir de una primera impresión, ni siquiera estaría a
gusto en la tierra. Y entonces la idea de que todos los hombres resucitarán y vivirán para siempre. ¿No es
absurdo? ¿No es comprensible decir, como muchos lo hacen: “Con la muerte termina todo”? ¿No nos
estamos engañando al creer que un día seremos recibidos por las manos de Dios y continuaremos viviendo
en otra dimensión?

Es evidente que la perspectiva de una vida después de la muerte resulta absurda según nuestras
posibilidades de representación humanas. Esto también atañe en el fondo a la idea de que exista algo como
el Espíritu Santo, que obre en nuestra realidad y nuestro presente, al cual podamos conectarnos y por
quien seamos iluminados; que exista una fuerza que actúe tan fuertemente en nuestra vida que no pueda
ser vencida por otras influencias.

Mientras repaso estos pensamientos estoy en el Hotel “Excalibur” en Las Vegas. Por la noche sueño con
Schwanberg, un cerro en la Baja Franconia, mi tierra natal, que alberga una comunidad monástica
protestante. A este cerro también se lo describe como “cerro sagrado”. Las Vegas y Schwanberg…
seguramente no existe contraste más grande. Aquí el mundo del brillo, un mundo absolutamente artificial
plagado de carteles publicitarios estridentes, con altos niveles de ruido en las salas de juego, allí naturaleza,
cielo, silencio.

El Espíritu Santo no está menos presente en Las Vegas que en Schwanbert. Seguramente en Schwanberg es
mucho más fuertemente perceptible que en Las Vegas. Tanto aquí como allí permanece indecible. Y aun así
s influjo es perceptible, presente. Él fortalece lo esencial de nosotros mismos. Es una fuerza que actúa
desde dentro hacia fuera. Cuando más la dejamos actuar, tanto más fuertemente se apropia de nosotros.

Si bien es inasible, lo inconmensurable es real; sí, se trata de una realidad como cualquiera: en Dios, el
Inconmensurable, lo inconmensurable es mi realidad decisiva. Dios está allí, y yo estoy en contacto con él.
Él sabe de mí, él entra en contacto, y yo entro en contacto con él de manera inmediata.

Pero este es el punto decisivo: ver y aceptar a Dios como realidad y entrar luego en el contacto inmediato
con él, supera el abismo que aparentemente existe entre Dios y yo. Una vez que he superado ese abismo
“repugnante”, tal como designó una vez el filósofo danés Sören Kierkegaard, estos logro dar el salto a la
inconmensurable. Y Así “me muevo”, fluyo a lo inconmensurable, soy abrazado por lo inconmensurable.

Entonces he llegado a ti,

Dios mío,

mi alma está en calma,

porque descansa en ti,

vivo en la experiencia

de tu presencia,

en lo inconmensurable,

en el Espíritu Santo,

entonces me iluminas,
ahora y en la eternidad.

Hace falta coraje para creer

Por un lado, entregarse a lo inconmensurable a partir de un profundo impulso interior. Por otro, creer en lo
inconmensurable, en Dios, su acción como Espíritu Santo, confiar en ello y no engañarme en nada. Creer en
esto exige coraje.

Me viene aquí a la memoria una conversación que mantuvo el escritor de espiritualidad Henri Nouwen con
Steven Rodleigh, director de “Los Voladores Rodleighs”. Él le explicó que cuando el trapecista se suelta, es
tarea del compañero lograr tomarlo de las manos. “Cuando luego de mi salgo me acerco a Joe, solo debo
extender mis brazos y manos hacia él y esperar confiado que é me tome”, dice Rodleigh. “¿Entonces no
haces nada?” pregunta Henri Nouwen. “Nada”, repite él. Creer, esto es, entregarse al Espíritu Santo, es
comparable a dar aquel salto, esperando ser recibido por el otro, el Inconmensurable, Dios. Ese es y seguirá
siendo mi riesgo.

En mi caso puedo afirmar que he dado el salto, me he entregado a lo inconmensurable, al Espíritu Santo, e
hice así la experiencia de ser tomado por él. Pero esto no siempre fue así; tuve dudas, hubo etapas en mi
vida en las que no estaba seguro de no estarme engañando en algo. Fueron necesarias también algunas
precisiones en relación con mi idea de Dios, que resultó ser frágil y o me sostenía. Pero por sobre todo fue
necesaria a dolorosa experiencia de haber sido profundamente decepcionado por personas en las que
había confiado incondicionalmente, a las que inconscientemente les había dado cierta categoría “divina”.
Esta experiencia, que me hizo precipitarme en mi profundidad, que me hizo perecer, era finalmente la
condición para que yo pudiera, a partir de mi profundidad y habiendo experimentado la limitación humana,
atreverme a irrumpir en lo ilimitado, en lo inconmensurable, y finalmente también alcanzarlo. Fue como un
morir para poder volver a vivir.

Pero este morir era necesario para conectarme realmente a lo inconmensurable, lo ilimitado, a Dios, y ya
no a lo limitado. Hasta ahora he tenido buenas experiencias, siento una y otra vez la conexión con lo
inconmensurable, con Dios, y, a mi parecer, he hallado un motivo, un “Definitivo” que me sostiene. Pero,
¿quién sabe? Quizás ahora también me esté engañando un poco. Quizás aquello que yo creo que es lo
inconmensurable esté todavía demasiado entreverado con lo limitado, de modo que deba todavía caer más
profundo, tocar fondo, para entrar reamente en contacto con o inconmensurable.

Pero no puedo comprender lo inconmensurable, de la misma manera que no puedo comprender a Dios.
Esto es lo fascinante, que me llena una y otra vez de admiración: allí hay algo que yo no puedo ver, no
puedo concebir ni explicar, y que sin embargo existe. Hay una fuerza en mí, que no es de este mundo, y que
no obstante actúa en medio de mi vida, de mi mundo, de nuestro mundo Dios, que sobrepasa todo nuestro
pensamiento, y del cual todas nuestras representaciones son en última instancia mentiras. “A este Dios,
que se dio a sí mismo, lo llamamos Espíritu Santo. Es nuestro. Está en cada uno de los corazones que lo
invocan con fe y humildad”.

El Espíritu Santo como Espíritu de Jesucristo

En Jesús, por medio de quien el Inconmensurable mismo tomó forma humana, se hace concreto el Dios
inasible. ¿Acaso no es esto admirable? Dios, el inconmensurable, el Espíritu Santo, se nos aproxima por
medio de Jesucristo. Entonces puedo decir con Hans Küng: “Y esta fe me permite afirmar confiadamente
que el Espíritu de Cristo Jesús exaltado a la derecha de Dios, el Espíritu de Jesucristo. Y por ser el exaltado a
la derecha de Dios, Jesús es en el Espíritu el Señor viviente, el Determinante para la comunidad eclesial y
para cada cristiano. Partiendo de este criterio concreto puedo yo examinar y discernir los espíritus: ninguna
jerarquía, ninguna teología y ningún movimiento entusiasta que pretenda apelar al “Espíritu Santo”
prescindiendo de Jesús, de su palabra, comportamiento y destino puede aducir en su favor el Espíritu de
Cristo Jesús. En ese momento llega a su límite toda obediencia, todo asentimiento y toda cooperación”.
Jesús, la Encarnación del Dios inconmensurable, nos incita a sumergirnos en la inconmensurabilidad de Dios
y a dejarnos inundar por ella. Al igual que él, nosotros deberíamos dejarnos iluminar por lo
inconmensurable, aun cuando jamás alcanzaremos la plenitud de la iluminación, que él sí pudo alcanzar,
porque lo inconmensurable no es solo un proceso interior, sino que tiene sus consecuencias. “En su cuerpo
atravesado en la cruz vemos cómo es Dios, que se entregó por nosotros hasta ese punto… se puso del lado
de los inocentes y sufrientes, y es también allí donde él quiere vernos”, dice Benedicto XVI. No hay cabida
para otra interpretación. Aquí se ve claramente en toda su radicalidad y agudeza lo que significa dejarse
iluminar por lo inconmensurable. Allí es totalmente evidente cuál es y debería ser el signo distintivo, el
carisma de los cristianos: partirse a sí mismo para el mundo, para el prójimo.

Iglesia y Espíritu Santo

Por eso lo que realmente cuenta no es la cantidad de iglesias que tengamos, cuán a menudo asistimos a las
celebraciones litúrgicas, o cuántos símbolos religiosos podamos señalar. Se trata de hacerle lugar a lo
inconmensurable en nuestra vida y cotidianidad, al Espíritu Santo, ya sea en el lugar de trabajo, en la
pareja, en los encuentros íntimos y en los superficiales, en la oración o en el servicio al prójimo. Se trata de
que el Espíritu Santo irrumpe en nuestra vida cotidiana y se trasciende la distinción entre lo sagrado y lo
profano; no se encierra al Espíritu Santo en las iglesias o en los ritos, sino que se lo puede experimentar en
su inconmensurabilidad actuando en el presente. Y así las iglesias son espacios en donde se acentúa lo que
ya existe fuera de ellas. Lugares que nos recuerdan y nos animan a abrir las puertas de nuestra vida
cotidiana a lo inconmensurable, al Espíritu Santo, de manera tal que su fuerza vivificante y salvífica puede
obrar en nuestra vida, y también algún día en nuestra muerte.

Esto no se contrapone de ninguna manera a creer en el Dios tal como aprendí en mi iglesia. Todo lo
contrario. Es recién sobre este trasfondo que Él puede brillar e iluminar realmente. En este contexto me
gustaría citar lo que escribe Leonardo Boff: “Si queremos encontrar al Dios vivo y verdadero, aquel al que
también podemos entregar nuestro corazón, debemos en primer término desterrar de nosotros aquel Dios
imaginado por la fantasía religiosa y cautivo por la ortodoxia en sus telas. Si estamos inmersos en Dios y
sentimos que él nace en lo profundo de nuestro interior, entonces podremos de buen grado admitir
libremente de nuevo a la fantasía y a la doctrina. Pues entretanto ambas se han desembarazado de la
exigencia de definir a Dios. En ellas hallamos metáforas acerca de cómo poder aproximarnos al misterio sin
que nos haga arder. Aun sin un nombre apropiado, Dios arde en nuestro corazón e ilumina nuestra vida.
Ahora ya no necesitamos creer en dioses. Simplemente sabemos de Él porque lo experimentamos.

La Iglesia te quiere animar a que te entregues a los movimientos del Espíritu Santo. Al mismo tiempo quiere
impulsarte para que te conectes con Él. Quiere ayudarte a superar las dudas que no te permitirían hacerlo.
Desea ser algo así como un garante de que, si te entregas a lo sagrado, estás en la huella correcta, Y ella
sabe que: “Nadie-sea obispo o profesor, párroco o seglar-posee el Espíritu”.

Porque, como afirma Guillermo de Saint-Thierry: “Los hombres pueden transmitir a los hombres la forma
de la verdad según la doctrina y las instituciones disciplinarias de la Iglesia. La verdad está a las puertas de
todos, en el asentimiento de la buena voluntad, aun cuando el hombre solo vea ahora en enigma y como
en un espejo, a través de la imagen… pero la verdadera piedad, la verdad misma, solo puede ser
transmitida o enseñada por el Espíritu Santo. Solo el dedo de Dios puede escribir en el corazón del hombre.

La Iglesia te puede alentar a que te dejes contagiar por el fuego del Espíritu Santo. A su vez t ofrece la
fuerza que te ayude a canalizar tu fuego y te ayude para que no te quemes o te sujetes. Es algo así como un
reloj que debes mirar en el momento del éxtasis, si quieres evitar ser arrastrado por él.

No se trata de deshacer a Dios,

de cosificarlo,

de desvestir su personalidad,
reducirlo

a un espíritu,

a una fuerza.

Se trata de ver; intuir, palpar,

en todo y a través de todo

la presencia

de Dios inconmensurable

que todo lo abarca

permanecer en contacto constante

con lo inconmensurable,

Contigo

Mi Dios.

III

A la iluminación le sigue la purificación

El Espíritu Santo descubre a la criatura su realidad espiritual y el hombre de Dios se hace un solo espíritu
con Dios…

El hombre se encuentra ceñido por este abrazo, y en este beso del Padre y del Hijo que es el Espíritu Santo,
se ve unido a Dios por la misma Caridad de Dios”

Guillermo de Saint Thierry

El movimiento ascendente y descendente

Hace unos días encontré en una tienda en Santa Bárbara, California, un libro intitulado After the
Enlightment Comes the Laundry. Yo la traduciría por: “A la iluminación le sigue la purificación”. La
Encarnación de Dios conduce al llano de la vida, al que a su vez santifica. Es lo cotidiano en toda su
banalidad y en ocasiones también brutalidad. Es nuestra realidad aquí en la tierra con todas sus maravillas y
variedades, con la felicidad, la desesperación, las alegrías y las tragedias. En este mundo se encarnó Dios, el
inconmensurable se volvió mensurable, concreto, persona.

Jesús revela los dos movimientos que proceden de la experiencia del Espíritu Santo. En el movimiento
ascendente nos conectamos con el Espíritu Santo, nos dejamos iluminar por Él hasta que el
Inconmensurable se apropia cada vez más de nosotros. El movimiento descendente lo representa la
Encarnación de Dios, el Inconmensurable; que, en este descenso, al hacerse hombre, logra algo particular y
maravilloso. Si bien esto no se contrapone al movimiento ascendente, a menudo lo pasan por algo quienes
solo ven que se trata de conectarse de manera ascendente con lo inconmensurable. Ambos procesos son
importantes. Se debería recordar esto a algunos maestros, que –en apariencia- ya no pueden sustraerse al
mundo de lo inconmensurable, a fin de que “vuelvan a bajar”.

Solo lograremos alcanzar lo inconmensurable si también LO buscamos en lo concreto, mensurable, en Jesús


y finalmente en nuestros hermanos y hermanas. “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todo tu espíritu, y amarás al prójimo como a ti mismo”.
Es menester encontrar el equilibrio justo. Puede ser que la total apertura a lo inconmensurable esté
reservada a momentos especiales. Mientras vivamos en la tierra y seamos parte de la realidad terrena y de
la sociedad, lo inconmensurable no podrá poseernos por completo. De lo contrario no podríamos
orientarnos en nuestra vida “real”, ni cumplir con nuestros deberes. A demás correríamos el riesgo de
elevarnos y creer que estamos por encima de las cosas de este mundo.

Respira en mí, oh Espíritu Santo,

para que sea santo mi pensar.

Impúlsame, oh Espíritu Santo,

para que haga cosas santas.

Atráeme, oh Espíritu Santo,

para que yo ame lo que es santo.

Fortaléceme, oh Espíritu Santo

para que defienda todo lo que es santo.

Protégeme, oh Espíritu Santo,

para que jamás pierda lo que es santo.

Aurelio Agustín.

Lo inconmensurable que se vuelve concreto como Dios y en Dios- para los cristianos el hacerse concreto del
Dios de Jesucristo-, trae aparejadas consecuencias radicales. Una dinámica de esta índole no podría surgir
de un inconmensurable anónimo e indeterminado. Para ello es preciso un Dios personal, que sea amor y
que se despliegue en una dinámica de amor al mundo, a ti y a mí, que todo lo renueva. “Yo hago nuevas
todas las cosas” (Ap 21, 5)

Así, el contacto con el Espíritu Santo no permanece en el mero plano de una experiencia vinculada a
nuestra interioridad, un acontecer intra-anímico. Despierta una dinámica que se apodera de todo nuestro
ser y nos pone absolutamente “de cabeza”, en tanto y en cuanto nos entréguennos a ella. La dinámica del
Espíritu Santo no conoce fronteras si la dejamos actuar, y sobrepasa también aquello que, visto desde
fuera, se ve o se caracteriza como religioso, eclesial o espiritual.

En ocasiones tengo la impresión de que no permitimos que esta dinámica, esta fuerza del Espíritu Santo,
entre en acción; le ponemos freno constantemente porque tememos las consecuencias radicales que
surgen de ella. Esta dinámica queda en la nada cuando por ejemplo en los ejercicios de meditación
olvidamos que tras la iluminación nos espera la “purificación”. O estamos tan inmersos en nuestro
ambiente clerical, que la dinámica del Espíritu Santo choca contra nuestros propios muros –católicos,
protestantes, etc.- y no se traduce en nuestro obrar y convivencia cotidianos

Algún día, cuando pasemos por completo a lo inconmensurable y seamos sostenidos por las manos de Dios,
supongo yo que no se nos preguntará cuánto tiempo dedicamos a la meditación o la contemplación para
encontrar a Dios en lo profundo. Estimo que tampoco se nos preguntará si vestimos a los desnudos, si
visitamos a los enfermos, si permanecimos solidarios junto a los oprimidos. Solo quien busca lo
inconmensurable en el Espíritu Santo se esforzará en su vida por todo aquello.
El amor logra la apertura al Espíritu Santo

“Impúlsame, oh Espíritu Santo, para que haga cosas santas”, escribe San Agustín. El movimiento del Espíritu
Santo que se completa en nosotros cuando nos entregamos a su dinámica debe conducir al amor concreto,
no debe quedar en mera autocomplacencia y mirada interior, pues se volvería inoperante, o al menos su
acción quedaría interrumpida a mitad de camino. Pues la luz que nos ilumina cuando estamos conectados
con el Espíritu Santo es el Amor, es Dios mismo, que es amor. “Porque el Hijo del Padre llevó nuestra
humanidad a la luz del Padre, por eso el amor del Padre y del Hijo fue derramado en nuestros corazones
con santo ardor”. La luz que vemos o que nos hace ver, y que podemos experimentar de manera concreta,
es el amor que Él nos regala. Su amor quiere encender nuestro amor por nosotros mismos, por el prójimo,
la creación y nuestro Creador. Esta dinámica del Espíritu Santo puede difundirse en nosotros y finalmente a
nuestro alrededor cuando logramos que Él irrumpa en lo mensurable y calculable y nos dejamos alumbrar
por lo inconmensurable.

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5) expresa
el libro del Deuteronomio. Si amo a Dios tan íntimamente, me abro, me vuelvo amplio, me extendido hacia
Él, el Inconmensurable. Abandono el ámbito de lo mensurable, lo comprensible. Es el amor a Dios el que
logra la apertura a lo inconmensurable, y me abre también para lo inconmensurable, de manera tal que
halle en mí la ocasión de difundir su amor por mí, aquel que estuvo y está antes de todo amor, incluso
antes de mi amor por Él.

Se trata entonces de hacer de Dios mi “Uno y todo”. Y asimismo de “amar al prójimo como a mí mismo”. Es
el movimiento descendente que nos previene de elevarnos, de diluirnos en lo inconmensurable, y de
olvidar que el amor a Dios permanecer imperfecto sin el amor a los hermanos y hermanas, pues no debe
separarse el amor al Inconmensurable, a Dios, del amor a los hombres concretos y limitados.

El amor inconmensurable apunta a la unión con Dios

Cuando estamos llenos del Espíritu Santo Sentimos al mismo tiempo cómo Él nos arrastra hacia Dios.
“Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, escribe San Agustín. Nuestras ansias de
inconmensurables. Esta ansia inconmensurable es el amor inconmensurable a Dios que está implantado en
nosotros. Ella no se calma hasta que encuentra su plenitud, hasta que nuestro amor inconmensurable se
hace uno con el amor inconmensurable de Dios, hasta que ese amor llega hasta allí desde donde es atraído.
Así es lo eterno, lo inconmensurable que Dios ha puesto en nosotros, y así también su amor eterno e
inconmensurable, que es atraído por Él, Dios Espíritu Santo, amor inconmensurable.

De eso se trata, al fin y al cabo

sucederá hasta el fin de nuestra vida,

llegar a ti,

Amor infinito

lograr la apertura hacia ti,

de modo que no conecte contigo,

que el inconmensurable amor

implantado en nosotros por ti

nos una

contigo,

Amor inconmensurable.
Hay momentos en que vivimos de manera especialmente fuerte la apertura a lo inconmensurable. Son
momentos de prodigio y asombro en los que nos sentimos, particularmente tocados, hasta llegar a na
tremenda conmoción en la que experimentamos lo sagrado. Sentimos lo inconmensurable como presencia
de lo divino. Ingresamos en ese momento en “la sacralidad de la vida” (Paul Tillich). Todo lo que hacemos
en ese instante, donde sea que estemos, está tocado y matizado por el Espíritu Santo, de modo tal que
podemos gritar de alegría junto a Guillermo de Saint-Thierry:

Oh ama bienaventurada,

que merece hacerse dios desde Dios

que gracias a la unidad del espíritu

ama en Dios a Dios solo

y no a algún individuo

¡Esa es la meta, ese es el acabamiento,

la última perfección!

Esa es la paz,

esa es la alegría del Señor,

ese el “goce en el Espíritu Santo”

ese el “silencio en el cielo”.

De nosotros depende entregarnos plenamente al amor infinito de lo inconmensurable o agotar nuestra


energía en el amor finito con todas sus sombras. Si nos decidimos por lo infinito, por el amor
inconmensurable, no será empresa fácil, pues nuestro ser está ligado al amor finito y depende de él. Solo
quien ha saboreado lo que significa poder respira el amor infinito de Dios y ser colmado por Él se atreverá a
dar este paso.

Vierte tu amor inconmensurable

sobre mí,

ahógame en él,

colma con él aquellos poros,

que todavía están obstruidos con el amor a mí mismo,

colma todos los lugares en mí,

que aún no se experimentan amados,

a fin de que mi limitado amor por ti

se pueda comunicar con tu inmenso amor por mí,

se haga uno,

encuentre yo en ti la calma y la paz.

Me viene a la mente una frase de Bernardo de Claraval: “Él nos amó primero. Él, tan excelso, tan
extraordinaria y gratuitamente, a nosotros, tan ruines y pobres como somos. Dije también que la medida
del amor a Dios es amarle sin medida”. Dejo que esta frase actúe en mí, la saboreo.
Llegar a ser completamente hombre

Cuando el Espíritu Santo me ilumina, me vacío; Él me limpia de todo aquello que me podría impedir
hacerLE en mí, el lugar a Él debido, y que también yo quiero darLE. “Lava las manchas” dice el himno de
Pentecostés. Me libero de aquello que me ata a mí mismo, que me influye y tuerce desde fuera. Ambos
movimientos del Espíritu Santo, el ascendente y el descendente, han de ser tenidos en cuenta; cuando el
Espíritu me ilumina, mi proceso de depuración prescinde de excesivas exigencias de pensamiento. Yo
entonces todo lo inflamado por mí cae, debo dejar todo atrás: el honor, la riqueza, el prestigio: todo
aquello qu podría impedirme ser totalmente hombre. “Vuélvete como Dios. Vuélvete hombre”

Una y otra vez conectarme

a lo inconmensurable,

a Ti, mi Dios.

Permitir que fluya lo inconmensurable

por todo mi ser,

para llegar a ser complemente hombre,

acogido por arriba y por debajo,

que da y regala

hacia arriba y hacia abajo,

a diestra y siniestra

abrazado por lo inconmensurable,

abrazado por Ti, mi Dios,

Espíritu Santo,

ayer, hoy, mañana

por toda la eternidad.

Amén.

IV

El Espíritu Santo como fuerza de Dios y fuerza vital

Mira el vacío del hombre

si tú le faltas por dentro;

mira el poder de pecado

cuando no envías su aliento.

Secuencia de Pentecostés.

Que la mente, la lengua y el sentido

den testimonio de tu nombre excelso,

y que las llamas del amor despunten


y que al prójimo abrasen con su fuego.

Himno “Nunc Sancte” Oficio de Tercia

El Espíritu Santo como fuerza vital

Corremos el riesgo de buscar en lo terrenal aquello que solo podemos encontrar y experimentar en lo
eterno, en lo infinito. Y así, debido a una carencia, intentamos “extraer” cada vez más de lo terrenal.
Queremos alcanzar así aquello que solo podemos vivir en lo eterno. Y esto trae como consecuencia el
quedar insatisfechos, por muy exitosos, reconocidos y amados que seamos o por más que participemos de
muchas diversiones.

En tanto y en cuanto busquemos “abajo” aquello que solo podemos hallar “arriba”, nuestros esfuerzos se
toparán una y otra vez con un límite. Sencillamente nos faltará algo. Si en cambio nos abrimos a lo eterno e
ilimitado y dirigimos allí nuestro anhelo, ya no buscaremos más en el ámbito terrenal lo que jamás
podremos hallar allí. Así, nuestro mundo se ensanchará, se colmarán las ansias de nuestra alma; el hambre
de lo m “más”, de lo totalmente otro, será finalmente saciado El éxito, el reconocimiento, las relaciones
satisfactorias, las experiencias sensibles y placenteras pasarán a pertenecer de ahí e más a nuestra vida.
Pero no se sobrecargarán con algo que les exige más de la cuenta, sino que estarán adheridas a lo eterno,
las viviremos de manera más profunda sintiéndonos más realizados.

Sin embargo, cuando nos abrimos a lo eterno y experimentamos el estar conectados con lo ilimitado, no
nos saciamos, por mucho que nos hayamos acercado a nuestro más hondo anhelo. Porque la experiencia
de estar conectado con lo ilimitado la lograremos siempre –si acaso sucede- de manera solamente puntual.
La mera tensión que surge, la inquietud que la acompaña ya es provechosa para la vida, pues contiene la
energía que nos impulsa, la energía que hace que no nos demos por vencidos. Es la energía divina. Es la
dinámica divina, es el Espíritu Santo que actúa y crea en nosotros. Esta fuerza es un hálito singular, que
nada tiene que ver con la frase del Eclesiastés “¡Vanidad, pura vanidad!” Eso sería cierto si nos quedáramos
enquistados en lo terrenal, que es pasajero. El soplo que acompaña la acción del Espíritu santo e la fuerza
vital. Es Eros, el amor, el amor de Dios tal cual lo expresa la Carta a los Romanos: “El amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5)

Sobre la esencia de Eros

Cuando estoy conectado a lo ilimitado, siento en mí la plenitud del Espíritu Santo. Y en verdad todo en mí
está colmado del Espíritu Santo, y puedo orar junto con el salmista: “¡Que todos los seres vivientes alaben
al Señor!”. Y así es el mismo Espíritu Santo el que respira en mí y me mantiene en movimiento. Allí
experimento al mismo tiempo algo de la dinámica del Eros.

La esencia de Eros, siguiendo a Albin Lesky, se comprende a partir de un mito que desarrolla Platón en El
Banquete. Según este mito, la forma original del hombre consta de dos mitades que, formando un todo,
crecían en conjunto. Con el tiempo estos hombres se volvieron tan petulantes que e rebelaron contra los
dioses y, como castigo, Zeus, el padre de los dioses, los cortó al medio como a una fruta. “Y ahora, en cada
uno de estos seres, que eran solo una mitad, despertó l ansia desmedida por la otra mitad”. Esa aspiración
y ansia por el todo, nacida del saberse incompleto y fragmentado, se denomina Eros.

En el Fedro, Platón explica con más detalle su comprensión de Eros. En primer lugar, da por sentado que
Eros es “un dios o algo divino” y que por lo tanto no puede ser algo malo. Y desarrolla su idea de Eros por
medio de una imagen: un carro tirado por dos cabellos diferentes, uno se llama Deseo y el otro Thymos,
que se puede traducir por voluntad y fuerza vital respectivamente, y debe ser conducido de tal manera que
los fuertes tirones del terco Deseo no lo hagan caer al vacío que hay a ambos lados del camino, y que
representa el peligro y los obstáculos. El auriga podrá cumplir con esta tarea según la medida en que
alcance a contemplar lo eterno. Y eso se logra solo con la ayuda de Eros, que en su forma de Theila mania,
“locura divina, le hace crecer alas que elevan el carro. El carro representa el alma, que con la ayuda del Eros
se eleva “para conducirla a la contemplación de lo divino”.

Se puede decir que Dios puso en Eros una fuerza vital en la que se lo puede percibir de modo especial. Es
una fuerza sagrada y salvífica en la medida en que coopera a superarnos cada vez más y a no cansarnos
nunca de perseguir la meta última, esto es, contemplar a Dios por completo, entrar en lo inconmensurable,
lo sagrado. Es la fuerza que Dios nos dio como su alimento, mediante la cual nos despertó a la vida y con la
que nos quiere conservar en la verdadera vida y con la que nos quiere conservar en la verdadera vida, hasta
el último suspiro, cuando nuestra respiración se funda en la suya y arribemos allí a donde hemos
comenzado. La circulación del don divino que nos mantiene vivos cesa definitivamente en Dios. Llegados
por fin al final de nuestra actividad incansable podremos saborear la ansiada calma de Dios, eternamente.

Somos “encendidos” a la vida

Somos “encendidos” a la vida, provistos de una locura que nos entregaron los dioses y nos hace creer que
experimentaremos el gran amor, que eternizaremos nuestra propia semilla y contemplaremos la divinidad.
Esto conforme a Platón. De allí surge al fin y al cabo una tensión insoluble, y que es mejor que lo sea, pues
nos mantiene con vida, y la vida se caracteriza por su fluir. Si dejara de fluir, se paralizaría, se disolvería. En
la medida en que quedamos insatisfechos y nuestra hambre no se sacia, estamos en la búsqueda. A
menudo andamos desorientados y nos entregamos a ilusiones. Pero esto no puede ni debe impedirnos
permanecer en la corriente y proseguir con nuestra búsqueda.

Es la tensión que nos mantiene vivos y nos vivifica y, nos hace probar una y otra vez lo nuevo. Nos
entregamos al torbellino de la vida y la configuramos a partir de este movimiento y dinámica. Solo en
contacto con este torbellino disponemos de l energía necesaria para configurar nuestra propia vida y
expresar nuestra singularidad. Si perdemos la conexión con el remolino de la ida nos abandonan las fuerzas
que nos impulsan. Y así cada momento renace, es un producto fresco y no simplemente su repetición.
Tiene lugar un contante dar a luz, una continuidad ininterrumpida de la creación.

Es inevitable que en ocasiones el torbellino nos arrastre y perdamos el control, para finalmente volver a
hacer pie. Con e tiempo descubriremos cada vez con mayor precisión qué es lo adecuado para nosotros,
qué se ajusta a nosotros. Hemos sido arrojados a la vida con la loca idea de poder igualar a los dioses. Allí
reside una fuerza creativa que nos enciende y nos pone en movimiento. Una fuerza que no podemos negar
fácilmente por temor a enloquecer o a volvernos esclavos de nuestra Hybris.

Al mismo tiempo es menester no sucumbir a esta fuerza, hallar nuestros límites y emplearla como una
bendición para nosotros, nuestro prójimo y para el mundo. Si nos despedimos de esa fuerza nos volvemos
débiles y faltos de energía. Nuestro Ego no puede desarrollarse. Si queremos disponer dela fuerza que nos
empujó a la vida necesitamos un Ego sano y fuerte, a fin de aprovechar la manera creativa y constructiva
las posibilidades.

Espíritu Santo y Eros

El Espíritu Santo debe tener algo que ver con Eros. La dinámica del Espíritu Santo es alimentada
ciertamente también por Eros. No en vano dice Paul Tllich que el Eros es una fuerza humano-divina.
También en la Encíclica Deus Caritas est el papa Benedicto XVI habla de una forma de Eros que hace que
nos demos cuenta de que detrás de este puede esconderse una fuerza divina.

Quizás también pueda decirse que el Espíritu Santo se sirve una y otra vez del Eros para que los hombres
los experimenten y para encender en nosotros amor y entusiasmo, que nos conduzcan al amor al prójimo y
a la entrega. Si ese fuego se apaga, se apaga nuestra fuerza vital, disminuyen nuestras fuerzas, se nos va la
fantasía, nos abandonan el entusiasmo y la pasión. Inflamados con el fuego del Espíritu nos volcamos a la
vida y dejamos huellas del anhelo que Él encendió en nosotros por doquier: en una obra de arte, en una
canción interior, en la entrega a los hombres y a Dios, en los compromisos asumidos.
A menudo experimentamos la presencia y el efecto del Espíritu Sato de manera especialmente fuerte. Por
ejemplo, cuando nos enamoramos “más allá de la muerte” o cuando experimentamos algo que nos cautiva
o subyuga. ¿Qué otra fuerza podría arrebatamos de modo tan originario? Para mí esta es una experiencia
en la que el Espíritu Santo obra y actúa de modo puro. “Con ansias, en amores inflamada” escribe Juan de
la Cruz en su poema amoroso sobre la noche oscura del espíritu, de los sentidos y del alma. Es el Espíritu
Santo mismo, que inflama el fuego e nosotros, que nos mantiene con vida. El fuego que alumbra nuestra
vida. El fuego que produce en nosotros un “anhelo inmortal”. O pensemos en la experiencia de la
“tremendum et fascinosum”, del estremecimiento y conmoción santos. Allí sentimos y experimentamos la
presencia el Espíritu Santo como normal. Él nos atraviesa, por momentos del Cielo irrumpe en nosotros.

A veces me siento simplemente,

me baño en lo inconmensurable,

me recreo en lo divino

Cierro los ojos,

estoy simplemente aquí,

muy cerca en mí,

muy cerca en ti.

de ti

como revestido de incienso.

Deberíamos al menos estar abiertos a descubrir en esas experiencias las expresiones del Espíritu Santo,
aunque sin limitar al Espíritu Santo a ello, pues está claro que Él es mucho más y que no puede ni debe ser
reducido a estos momentos de experiencia. Pero si me abro a ello, experimentaré el Espíritu Santo de
manera concreta.

En este tipo de experiencias, el Espíritu Santo despliega una dinámica poderosa y a su acción tiene que ver
con mi interioridad. Allí es donde lo siento, hace algo en mí. No solo hablo acera del Espíritu Santo; Él actúa
directamente en mi vida. Me plenifica, y puedo así coincidir con el introito de la fiesta de Pentecostés: “El
Espíritu del Señor llena la tierra”. El Espíritu del Señor me llena a mí y a todo cuanto está a mi alrededor.
“En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). “El Eros no solo hace que se mantenga el
diálogo entre los dioses y los hombres, sino también el íntimo diálogo de los dioses entre sí y el de los
hombres entre sí. Es el mismo lugar que ocupa el Espíritu Santo, que es el Amor, en la teología cristiana”.

Eros, que es también totalmente Ágape

El papa Benedicto XVI escribe en la Encíclica Deus caritas est: “Él ama, y este amor suyo puede ser calificado
sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente ágape”. Esto es lo que caracteriza al Espíritu
Sato: ser al mismo tiempo Eros y Ágape. Es la fuerza que nos llena de vida, que nos enciende a la vida. Es
aquél de quien recibimos el impulso necesario para poder vivir, para asumir la vida. Es una fuerza divina
que nos impulsa, energía divina que se pone a nuestra disposición.

Dios Espíritu Santo actúa en esta fuerza, que nos conduce a través de la vida y finalmente a la perfección, si
nos entregamos a su dirección. De no hacerlo corremos el peligro de estrellarnos, y que la fuerza degenere
en “divino frenesí”, en “divina locura”. Sucede cuando súbitamente creemos que somos el mismo Dios y
olvidamos que solo fuimos provistos de a energía divina. Se comprueba cuando, creyendo poder alcanzar
solo en la felicidad humana la bienaventuranza, abandonamos la circulación del don divino que nos conecta
con lo divino y que conduce a la perfección. Así no nos permitimos llegar a nuestra verdadera plenitud con
el impulso divino. Allí, a donde Eros nos quiere conducir en tanto fuerza del Espíritu Santo. Pues “el eros
quiere remontarnos en éxtasis hacia lo divino, levarnos más allá de nosotros mismos.”.

También Ágape, en tanto amor desinteresado, necesita del fuego proveniente de Eros. Da forma y purifica
a Eros. No es una fuerza contraria sino más bien expresión de la potencia más fuerte ínsita en Eros y e su
realización. Eros, en tanto Ágape, conduce a la entrega a los hombres y a Dios. Donde Eros logra este
objetivo, ha alcanzado su perfección.

Eros nos atrae así hacia Dios. Él yace “bajo la ley de un movimiento a la trascendencia”. Del mismo modo el
Eros de Dios, que “es a la vez ágape”, tal como escribe Benedicto XVI, nos conduce a nosotros los hombres.
La misma fuerza que aquí actúa es una “fuerza humano divina” (Paul Tillich). Una fuerza que no solo
establece un vínculo entre Dios y los hombres, sino que, en tanto Amor, amo-ero y amor-ágape, nos
conduce a nuestro amor de Dios y al amor de Dios por nosotros, hasta allí a donde nos enamoramos para
siempre, “caemos” en el amor recíproco (“to fall in love”), del que ojalá jamás volvamos a alejarnos. Puedo
descubrir la acción del Espíritu Santo en Eros que es al mismo tiempo Ágape, en tanto fuerza divino-
humana. Está hecho de la materia que se llama amor.

Hacer a Dios palpable

No puedo poner al Espíritu Santo en pg 40

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