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Carlos Bellatín
En su novela Todas las sangres (1964), José María Arguedas nos dice:
«Las comunidades todavía aisladas de indios, no conocen del Perú sino la
bandera. No saben siquiera pronunciar el nombre de la patria; el universo
concluye para ellos en los límites del distrito; no conocían ni conocen, casi
todas ellas, el nombre de la provincia, mucho menos del departamento.
‘¡Bandera piruana!’, sí, saben decir».
Es la tarde del 14 de noviembre de 2020, jóvenes hastiadas/os de política
vil marchan por los jirones del Centro de Lima contra la usurpación del
gobierno perpetrada por una mayoría congresal que representa la
corrupción y la indolencia del sistema político en el país con el mayor
índice mundial de muertes COVID-19 por millar de habitantes.
Trabajadoras/es y estudiantes de rasgos criollos e indígenas, zambos y
hasta teutones; descendientes de hacendados, de mestizos, de indios, de
esclavos, de migrantes de Europa y Asia; llenos de patria, sus pechos, sin
miedo e hinchados de ignota esperanza. La mayoría no saben siquiera cuál
es la patria que deben forjar, pero saben que esta no va más. Sus símbolos:
banderas peruanas blandidas como escudos de guerra ante las huestes
policiales y marchantes violentistas infiltrados que comienzan a hostigar el
curso de su indignación y su convicción por la paz. Ya corre por la plaza
San Martín, como bruñida anaconda nacida de la conjunción de asfalto y
calor humano, una inmensa tela a tres bandas: roja, blanca y roja, que cubre
una cuadra entera de esquina a esquina.
«E intentan protegerse con ella de las incursiones de los hacendados, de
las autoridades políticas, de los policías. Y las agitan cuando se sienten
felices. Porque hasta hace poco, todos, miserables y todopoderosos,
respetaban esa misteriosa insignia. Bosques de banderas peruanas
tiemblan sobre las chozas que las familias sin casa construyen
‘clandestinamente’ en los arenales sin dueño que invaden en los
alrededores de Lima. Cada vez las ponen a mayor altura, sobre carrizos
excepcionalmente grandes o empalmando dos o tres cañas».
Las «fuerzas del orden» han comenzado a gasear y apalear manifestantes.
La prensa oficial pretende ignorarlo; pero, cuando este movimiento
ciudadano sea considerado el mayor de nuestra historia, estará ahí para
ensalzarlo, vitorearlo, adaptarlo, reencauzarlo... La juventud alzada se
defiende con piedras de los lanzadores de gas lacrimógeno que apuntan sus
proyectiles al cuerpo, a patadas contra duros porrazos y escudos de guerra
verdaderos; y la sangre comienza a rociarse, y la autoridad armada estorba
el trabajo de las brigadas de primeros auxilios. Aparecen jóvenes
desactivando las bombas de gas arrojadas en las pistas, acaso después de
rebotar en la cara de alguien; se acercan a estas con las banderas peruanas
en la mano, sí, escudos simbólicos colmando de amor al Perú ese espacio
que normalmente sirve sólo de latoso tránsito, de rutina detenida, como una
extensión de nada forzosa entre aquellos otros espacios donde estar vivas o
vivos recupera su sentido incierto. Se escuchan los primeros balazos.
«Pero ya las balas no respetan la ‘bandera piruana’ en los últimos años;
al pie de ella caen muertas criaturas y hombres hambrientos. No la
cambiarán, sin embargo, los indios, no sabemos hasta qué tiempos, y según
lo que hagan ellos mismos y quienes los consideran únicamente como
caballos de tiro».
Inti Sotelo y Brian Pintado están muertos. Y circulan por las redes
fotografías de grupos reducidos de manifestantes con la bandera horadada
por balas o perdigones de la Policía Peruana. La anaconda rojiblanca, nos
dicen las fotos, perdió su brillo entre la bruma irritante, ultrajada bajo las
botas esbirras que patearon a jóvenes cuyos nombres figuran ahora en las
listas de personas heridas y desaparecidas.
Se la llamó Generación del Bicentenario por el oportuno eslogan de las
marchas: «Se metieron con la generación equivocada». Y su alzamiento dio
resultado: la cúpula golpista renunció. Entonces se trató de llenar el vacío
de poder por concertación de las fuerzas políticas del Congreso y, ante el
posible ascenso a la presidencia del país de una intachable poeta y
luchadora social de izquierda, armaron escándalo las élites de poder
económico que controlan la prensa oficial y solventan las campañas
electorales de casi toda/o candidata/o de la derecha, la cual lleva ya treinta
años en el poder. Entonces se retrocedió todo lo avanzado y, recién un día
después, un señor conservador se hizo primer mandatario recitando versos
de un poeta comunista de hace cien años, en una ceremonia muy emotiva
cuyo palco de honor estuvo ocupado por las compungidas madres de Inti y
Brian, en simbólico homenaje a esos dos mártires de la «recuperación de la
democracia». Pero ningún palco de honor se ganó la madre de Jorge
Muñoz, trabajador campesino de provincia, también de la Generación del
Bicentenario, asesinado por las fuerzas represivas subalternas al nuevo
gobierno legítimo, en el paro agrario que se hizo dos semanas después. Y
no faltó quien sugiriera al presidente el siguiente poema del vate que gusta
recitar, dedicado a Jorge Muñoz, que es Inti, que es Brian, que es Pedro
Rojas.
Comienza el año 2021, el del bicentenario de vida republicana del país con
el mayor índice mundial de muertes COVID-19 por millar de habitantes.
Décadas lleva desmantelado, y a todas luces insuficiente, el sistema de
salud pública del país (a pesar de los altos índice de crecimiento económico
que tuvo el país por varios años); para beneficio de las clínicas privadas,
que reciben esa inmensa demanda y ponen sus precios según la necesidad o
desesperación de la población desatendida por el sistema público, precios
que solo pueden solventar los sectores menos devastados económicamente.
La economía es, pues, un asunto serio que tiene mucho que ver con la vida,
y con la muerte. Por eso, el poeta preferido del presidente recitador
escribió:
***
Volvamos a Todas las sangres, que nos habla del Perú de mediados del
siglo XX. Don Fermín es un capitalista ladino y desalmado con cierto amor
por el Perú, determinado por su propia conciencia de clase: quiere
industrializar el país y dar beneficios básicos a la clase trabajadora para,
según él, explotarla mejor. Él entra en pugna con el brazo, o tentáculo,
instalado en el Perú, de una poderosa transnacional, cuyos ejecutivos,
peruanos ellos, han perdido la noción de patria. En este fragmento
conversa con un allegado suyo:
—Debo ser franco contigo, Fermín. Proceder de otro modo sería ahora
criminal. No creo; estoy seguro que los europeos y especialmente Estados
Unidos se oponen a nuestra industrialización. Es mejor para ellos que sigamos
siendo un corral mal sembrado donde se cosecha sólo alimentos para sus
fábricas.
—He oído mucho esa cantaleta. El corral es nuestro. Y el que crea que nos
pueden obligar a que siempre sea sólo sucio y pobre, sin una casita y un
molinito que muela para el que habita la casita, es un cobarde, un resignado.
Fue el movimiento criollo el que tuvo éxito y fundó una república heredera
del sistema económico-social elitista de la Colonia. De esta fundación nos
dice el mismo autor:
***
Parece que, hasta la fecha, los «cobardes y resignados» que denuncia don
Fermín en Todas las sangres vienen ganando la partida. ¿Hasta cuándo…?
En una viñeta de Quino, el genial humorista gráfico argentino, un
acaudalado burgués piensa, sosteniendo cómodamente su vaso de whisky
on the rocks: «Por suerte la opinión pública todavía no se ha dado cuenta
de que opina lo que quiere la opinión privada». Con la propiedad de los
medios de comunicación masiva se puede decidir hasta quién gana las
elecciones, mientras estos tengan la confianza de la gente, desde luego. En
los eventos ya descritos, hemos visto a la Generación del Bicentenario
romper con la prensa oficial vendida a los grupos de poder, la cual, a pesar
de la consiguiente lisonja con que se la quiso ganar después, ha perdido
credibilidad y puede seguir perdiéndola mientras esta juventud rebelde
asuma el rol político que le ha deparado la historia. Y un día, gracias a ella
o a sus descendientes, un auténtico poder popular pondrá ahí arriba a un
gobierno cuya representante (espero, apropiándome del sueño del inmortal
Eduardo Galeano, que sea mujer, e indígena) no tendrá que recitar al ya
manido «poeta favorito» en la asunción de mando, porque más lindo que
los siguientes versos suyos sonará solamente su segura realización:
Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!