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La Ciudadanía Moderna:

Una realidad por aclarar desde lo histórico

Jesús Molina1

• Introducción

Quizá una de las nociones políticas más invocadas o nombras en la actualidad es el de

ciudadanía. De mencionar es que se le enuncia y usa con relativa frecuencia, aunque pocas

veces se esclarece a qué se está aludiendo con ella, o qué se pretende conseguir a través suyo.

No obstante, diferentes lugares comunes se invocan o aluden a través de su enunciación, por

norma, se le usa para referir a los derechos legales de la población -civiles, políticos o

sociales-, o igualmente, el conjunto o agregado de ciudadanos que hacen parte o integran una

comunidad política. Aunque dentro de la opinión pública, e incluso la academia, existe un

aparente consenso en torno a lo que significa e implica dicha palabra, el punto de partida

adoptado en esta reflexión va contracorriente. Asume que, no existe una claridad suficiente

respecto a la misma, en particular, en qué es, qué componentes la integran, cómo se

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Docente de Carrera e investigador de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP). Administrador Publico e
Historiador. Magister en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, al igual que, en Psicoanálisis, Subjetividad y
Cultura. Candidato a Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales
construye, qué finalidades persigue y qué especificidades asume en sociedades como las

nuestras.

Para avanzar en su comprensión, este escrito propone como aporte realizar una reflexión

hecha desde una aproximación histórica, que tiene por ventaja, el fundamentarse en

realidades fácticas antes que en anhelos, creencias o preferencias personales. En búsqueda

de generar dicho aporte, los argumentos que alimentan este escrito proponen auscultar cómo

se constituyó históricamente la ciudadanía en el occidente moderno. Caracteriza los

principales elementos que llegaron a constituirla, soportarla y dinamizarla, privilegiando

situar en primer plano, las dinámicas provenientes de la sociedad y del Estado. Pone de

presente los fines contradictorios que con ella se ha buscado, y cómo la edificación de

democracia se constituyó en un camino de solución para hacerlas convergentes. En un aporte

por comprenderla en nuestras realidades sociales, evidencia cómo en América Latina asume

continuidades y diferencias significativas frente a su génesis europea.

Otras cuestiones centrales para comprender la ciudadanía moderna y actual se exponen en

las reflexiones desplegadas en este escrito. Evidencia el carácter complejo de su

estructuración al poner de presente que para constituirse y perdurar requiere que converjan a

su edificación procesos y componentes de naturaleza social, política, jurídica y hasta

identitaria. Se detiene en mostrar cómo para lograr una mejor comprensión suya, a

componentes legales e institucionales estatales debe de sumarse otros de carácter político,

identitario y subjetivo -de construcción de sujetos -. También evidencia que, sin reconocer

el papel cumplido por las acciones desplegadas por grupos, clases o sectores de la sociedad,

y también, sin asumir el cumplido por las instituciones del Estado, no puede ser comprendida

o proyectada.
• Estructuración histórica de la ciudadanía en Occidente

Aunque distintas tradiciones y corrientes del pensamiento político proveen

conceptualizaciones respecto a qué es o qué debe de entenderse por ciudadanía son las de

corte sociológico e históricas las que mejor se aproximan a ella. La particularidad de éstas,

estriba en que en lugar caracterizarla a partir de moldes intelectuales jalonados por el anhelo

de lo que ella debería ser, y más bien lo hacen, sobre la base de rastrear cómo se llevó a cabo

su configuración fáctica en el espacio y tiempo social específico de las sociedades. Bajo su

lente, la ciudadanía es asumida como una invención social que se configura y transforma a

la luz de las dinámicas políticas, sociales, económicas y culturales de cada sociedad en el

marco de su contexto histórico (Guerra, 1999). Con ocasión de este enfoque, comprender y

explicar la ciudadanía como objeto de estudio, es estar en disposición de atender a cómo ella

emerge, cómo se consolida, cómo se transforma, e incluso, cómo llega a desaparecer en el

tiempo histórico (Tilly, 2004).

Desde una perspectiva histórica la ciudadanía moderna puede definirse de la siguiente

manera. Se trata de la relación política y jurídica sostenida por los integrantes de una sociedad

con los ordenamientos políticos de los Estados Modernos (Sassen, 2008). En un plano

explícito, dicha relación está conformada por los vínculos establecidos entre los ciudadanos

y los agentes gubernamentales (Tilly, 1997), y en un plano implícito, por los sostenidos entre

sí por parte de grupos organizados y/o clases sociales (Sassen, 2008). Gracias a la relación

en cuestión, se establecen obligaciones reciprocas suficientemente definidas entre quienes la


integran, en las cuales, en caso de incumplimiento, las partes implicadas pueden llegar a

reclamar y tomar medidas correctivas para hacerlas cumplir (Tilly, 1997). Dicha relación

política se consolida y materializa en un régimen legal de derechos y deberes legales, y que

soportados en unas instituciones estatales, obliga y regula los intercambios y transacciones

entre las partes. No obstante, también se instaura como identidad política colectiva a través

de un conjunto de principios, valores y reglas que tienen por objetivo central proponer a los

pobladores regidos por el Estado unas formas de pensar, ser, sentir y actuar para constituirlos

y conducirlos políticamente como ciudadanos.

Acorde a Charles Tilly (2004), la ciudadanía moderna fue el producto de las luchas

protagonizadas por grupos organizados de la sociedad, pero también, por efecto de las

acciones de fuerza protagonizadas por los Estados sobre ella. Bajo la línea argumentativa del

autor en cuestión, ella emergió porque en el contexto europeo durante siglos miembros

relativamente organizados de la población conflictuaron y negociaron con las autoridades

estatales. Dicha dinámica tuvo su origen, en que las últimas requerían extraer recursos a

diferentes grupos sociales para ir o continuar la guerra con otros Estados en formación,

mientras que los grupos en cuestión les demandaban a dichas autoridades que limitaran sus

imposiciones o llegaran a apoyar sus intereses. En ese marco de conflicto y negociación, la

ciudadanía moderna se constituiría en el arreglo político encontrado para dirimir y mediar las

aspiraciones y reivindicaciones enfrentadas de las partes, que para mantenerse y ser

respetadas en el tiempo, quedaron consignadas en un régimen legal de deberes y derechos.

Bajo el arreglo de la ciudadanía las partes enfrentadas que le dieron lugar, quedaron atadas

indisolublemente a una serie de obligaciones y de retribuciones mutuas. Grupos y miembros


de la sociedad pudieron invocar con éxito el auxilio o intervención del Estado para la garantía

de ciertas reivindicaciones exigidas. A la par, éste último se vio autorizado a imponer de

manera coactiva cargas y extraer recursos a distintos grupos organizados y de miembros de

la sociedad. Esa exigibilidad mutua, hizo que la ciudadanía moderna se instaurara como un

pacto político bifronte, de protección, pero también, de dominación. En un primer momento

histórico ese pacto se constituyó como uno cuyos alcances llegó a regir las relaciones entre

dichos grupos sociales y el Estado, no obstante, en un segundo momento, se coextendió al

conjunto de pobladores en su calidad de nacionales (Tilly, 1997). Con dicho movimiento, los

nacionales se volvieron titulares de derechos y deberes, o en otros términos, entraron a

participar en unas relaciones de protección y de dominación configuradas y ejercitadas en el

marco de los Estados Nación en formación.

En adelante, los pobladores en su calidad de ciudadanos nacionales pudieron reivindicar con

algún éxito el esperar y exigir de parte de las autoridades e instituciones del Estado

determinadas libertades, bienes y servicios para su protección. No obstante, a cambio y en

simultánea, asumieron que debían asumir una serie de obligaciones frente a ellas, expresadas

en el pago de tributos, la prestación de servicios militares y el acatamiento de las normas y

directrices sancionadas. El aparato administrativo y judicial de los nacientes Estados

Nacionales fue el encargado de garantizar el cumplimiento en todo el territorio nacional de

tales obligaciones, y que públicamente fueron presentadas a los pobladores bajo un lenguaje

de deberes y derechos legales consignadas en constituciones y leyes. No obstante, cuando en

los hechos esto no fuera posible, los grupos sociales o la sociedad en su conjunto siempre

podían acudir al repertorio de la desobediencia, la revuelta y la revolución social para que se

cumpliera o fuera ampliado.


Puede afirmarse hasta aquí que la ciudadanía moderna es entonces la resultante histórica de

conflictividades y negociaciones desarrolladas entre grupos de la sociedad y las autoridades

e instituciones del Estado. Sin embargo, esa aproximación es incompleta ya que deja de lado

que ella no solo ha sido producto de una confrontación y negociación entre sectores de la

sociedad y el Estado, sino también, ha sido producto de una confrontación y de negociación

entre los propios grupos sociales. En tal sentido, ella debe ser vista también como aquella

relación constituida entre grupos, sectores y/o clases sociales para tramitar los conflictos

mutuos, que encuentran en su régimen de deberes y derechos sancionados y garantizados por

el Estado, una mediación institucional sostiene en el tiempo sus acuerdos para mantener a

raya o hacer manejables en un plano pacifico sus conflictos. El sociólogo e historiador

Norbert Elías (1998) señala que la ciudadanía es la resultante de conflictos y procesos de

integración entre clases sociales, en su comprensión, en primer momento, entre clases

burguesas y aristocráticas; en uno segundo, entre clases obreras, aristocráticas y burguesas;

y en uno tercero, entre clases y sectores con aristas menos demarcables.

Otros estudiosos proveen repertorios argumentativos para sustentar la tesis precedente que la

ciudadanía moderna fue y es producto de la confrontación y la negociación entre sectores y/o

clase sociales. Reinhard Bendix, ocupándose del caso Ingles en el siglo XVIII y XIX, muestra

que ella se obtuvo porque los integrantes de las clases pobres y trabajadoras -v.g. ocupantes

de tierras, jornaleros, trabajadores y sirvientes- a través de una postura combinada de

negociación "legitimista" y violencia saboteadora, para obtener derechos confrontaron a las

clases establecidas y a sus prolongaciones al interior del Estado (Bendix, 1977). Así mismo,

Saskia Sassen, ocupándose del caso europeo y norteamericano, señala que históricamente
diferentes tipos de conflictividades le dieron lugar, donde un peso especial, lo cobraron las

confrontaciones dadas en el campo civil y laboral (Sassen, 2008). El siglo XX fue un

momento representativo de ellas. La ciudadanía social y su correlato el Estado de Bienestar,

fueron una expresión de la formación y de lucha de clases sostenidas entre capitalistas y

trabajadores. A través de ella dichas clases encontraron un conjunto de funciones que le eran

de utilidad mutua, y que les condujo, a identificarse con la legislación y las regulaciones

estatales traducidas en un conjunto de derechos y obligaciones a nivel nacional.

Integrando las perspectivas hasta ahora abordadas en este escrito, puede afirmarse entonces

que la ciudadanía moderna históricamente ha obedecido a procesos de conflicto y de

negociación, de una parte, entre los grupos organizados de la sociedad con sus ordenamientos

políticos Estado nacionales, y de otra, entre clases y sectores sociales enfrentados. No

obstante, ese doble proceso no agota la producción histórica de ciudadanía moderna. Lo

anterior, si se atiende a que se presentaron otras aristas de conflictividad y de negociación

que también estuvieron en la base de su producción, extensión o profundización.

Contradicciones y negociaciones de tipo religioso, raciales, de género, de liberación nacional

etc., también han aportado, convergido y participado también de su estructuración (Benhabib,

2005). En particular, en los siglos XIX, XX y XXI sectores excluidos como los negros, las

mujeres, los mestizos, los no europeos, los migrantes, los no cristianos etc., en distintos

contextos sociales se entregaron a la movilización social y política, e incluso armada, para

alcanzar reconocimientos y derechos articulados a la ciudadanía. Siguiendo a Boaventura

Dos Santos debe decirse entonces que la ciudadanía moderna debe verse como producto de

historias sociales protagonizadas por grupos sociales diferentes (Boaventura, 1998).


Los conflictos y negociaciones que llevaron a construir ciudadanía moderna obedecen a los

momentos, contextos y procesos sociales en que se realizaron. Las dinámicas que llevaron a

instaurarla variaron, presentándose desde confrontaciones armadas y revueltas sociales

hasta enfrentamientos institucionales o dinámicas de ampliación de la representación política

(Bendix, 1977). El reconocimiento o ampliación de derechos de ciertos grupos

poblacionales apareció también como resultante de procesos de movilización y de

organización social donde a través de protestas se vehicularon demandas y exigencias de

ciertos sectores excluidos de la población. O así mismo, fue la resultante de procesos

organizativos sociales, políticos y electorales que terminaron por apalancar transformaciones

conducentes a ampliar los derechos favorables a determinados sectores o clases sociales

(Esping-Andersen, 1996). Así mismo, apareció como efecto del interés de clases y sectores

políticos o económicos que, para mantener su predominio político y económico, para

conjurar crisis o asegurar la estabilidad de la sociedad, concertaron entre sí para entregar

ciertas concesiones bajo la forma de derechos a sectores o clases de las cuáles extraen sus

ganancias y privilegios (Acemoglu, 2006).

• El papel central jugado por el Estado en la construcción de la

ciudadanía moderna

La ciudadanía moderna como construcción histórica cuajó en un conjunto de derechos y

deberes legales que, para tomar existencia, debieron de soportarse en unas instituciones

estatales. Una aproximación de cómo se construyó esa institucionalidad que acompaño a la

ciudadanía fue la hecha por el sociólogo T. H Marshall. La tesis principal de dicho sociólogo,
es que los derechos legales asociados a la ciudadanía se estructuraron históricamente y en

grandes grupos. Correspondió la creación de los derechos civiles al siglo XVIII – ligados al

derecho a la vida, la libertad de expresión, la libertad de pensamiento, la libertad de culto,

la libre movilidad-, los políticos al XIX -referidos a la posibilidad de la población para

participar en la conformación y elección de sus autoridades políticas- y los sociales al siglo

XX - relacionados con la provisión de bienes y servicios a diversos sectores de la sociedad.

No obstante, desde el punto de vista aquí adoptado, más interesante que dicha tesis de

caracterizar y asignar un grupo de derechos para cada siglo, es que T.H Marshall ve que para

la instauración de cada grupo de ellos históricamente debió de crearse e intervenir toda una

institucionalidad estatal.

Así, para el primer grupo de ellos, los derechos cíviles correspondió la creación edificación

de instituciones tales como los tribunales de justicia que permitieron hacerlos exigibles. Para

el segundo grupo de ellos, los derechos políticos, correspondió la creación de instituciones

como el voto popular, los consejos de gobierno local y los parlamentos. Para el tercer grupo,

los derechos sociales, se crearon instituciones de servicios sociales y de educación. Con esta

visión del autor en cuestión, se pone de presente que la construcción de ciudadanía

históricamente supuso la construcción, reconfiguración e intervención de toda una

institucionalidad estatal. Sus tribunales, sus órganos colegiados y su administración pública,

fueron piezas claves en su construcción. Sugiere entonces T.H. Marshall una tesis central,

consistente en afirmar que sin la institucionalidad estatal no habría sido posibles la existencia

de dichos derechos constitutivos de la ciudadanía moderna. En otras palabras, sin aquella

históricamente no hubiese llegado a existir esta.


Los planteamientos de Marshall ponen sobre el tapete una hipótesis central, ya constatada

por investigadores más recientes, y es que es en las sociedades modernas la construcción

histórica de ciudadanía moderna es impensable sin la construcción histórica de los Estados

Nación. Dicha hipótesis cobra consistencia si se atiende a las indagaciones del historiador

Roger Brubacker, quien señala que…

“El surgimiento de la institución de la ciudadanía no puede entenderse aparte de la

formación del estado moderno y del sistema estatal. Pero la inversa es igualmente

cierto: la formación del Estado moderno y del sistema de Estados no puede

entenderse aparte de la aparición e institucionalización de la ciudadanía”

(Brubacker, pág.71, 2005).

La hipótesis de la imposibilidad de la existencia de la ciudadanía moderna sin suponer a su

vez la del Estado Moderno toma mayor consistencia si se atiende los análisis históricos

realizadas por el sociólogo Charles Tilly. Identifica el autor en cuestión, cómo por efecto de

la larga conflictividad y negociación sostenida entre el Estado y grupos organizados de la

sociedad, en distintos países centrales de occidente, terminó por instaurarse un campo

institucional estatal intermedio entre gobernantes y gobernados, al igual que, una serie de

programas sociales a favor de diferentes clases (Tilly, 2005). Dicho campo institucional, se

estructuró alrededor del gasto gubernamental, la operación burocrática y los servicios

públicos. El mismo, fue el soporte estatal que terminó por hacer factible el cumplimiento y

la exigencia de los derechos y deberes legales que llegaron a integrar la ciudadanía moderna.

Acorde a Tilly, los Estados respondieron a las crecientes demandas de las clases burguesas y

trabajadoras con programas públicos referidos a la seguridad social, las pensiones de los
veteranos, la educación pública y la vivienda. Para soportarlos, tuvieron que agregar oficinas,

burócratas y líneas presupuestarias, o en otros términos, tuvieron que crear y ampliar sus

administraciones públicas.

La institucionalidad estatal apalancó no solo la construcción de derechos con los que vino

erigida la ciudadanía moderna, sino también, los deberes con los que se le configuró. En

Europa se creó toda una institucionalidad construida desde el Estado para soportar las

exigencias que hacia el Estado a sus pobladores y que estos debían de cumplir bajo la forma

de deberes ciudadanos. Charles Tilly evidencia como entre los siglos XIII al XVIII, en la

medida que las autoridades y agentes del Estado requerían extraer recursos de la población

iban consolidando toda una institucionalidad que soportaba la imposición de obligaciones

que sobre ellos recaía. Así, los gobernantes crearon las armadas, la policía y marinas, pero

también, las oficinas de impuestos, las aduanas y la tesorería, entre otras. Fueron estas

instituciones estatales de carácter coactivo y de administración pública desplegadas en los

territorios nacionales, las que hicieron posible que se cumplieran las distintas obligaciones

ligadas a los deberes propios de la ciudadanía moderna.

Otro lugar central jugado por el Estado en la edificación de la ciudadanía moderna estuvo

dado por el hecho de que fue el que soportó el orden jurídico-legal en el que ella se plasmó.

Los derechos y deberes con que se configuró la ciudadanía moderna termino por plasmarse

en una serie de normas legales dadas por constituciones políticas y leyes. Con dicha

plasmación legal, se buscó dar lugar a una universalidad en el tiempo y en el espacio al orden

pactado entre quienes dieron lugar a los regímenes de derechos y deberes, porque con ello se

podía obligar a que las conductas de todos los integrantes de las sociedades nacionales
inscritas en los Estados Nación se adecuaran al mismo. Esto último se entiende mejor con la

formulación hecha por Hans Kelsen, que señala que el derecho es un sistema de coacción

mediante el cual se busca regular la conducta de los hombres (Kelsen, 2009). Los deberes y

derechos legales que presupone la ciudadanía moderna, entonces, se formularon legalmente

para que se constituyeran en referentes obligados de observar por parte de ciudadanos y

autoridades. En caso de que ellos fueran contrariados, los agentes del Estado contaban con el

recurso a la fuerza para sancionarlos y obligarlos. Todo un aparataje institucional de carácter

judicial, policial, militar y carcelario lo hacía posible.

Otro elemento fundamental cumplido por los Estados en la construcción histórica de la

ciudadanía moderna fue el de promover su edificación como identidad política. Al respecto,

en su edificación, gobernantes y elites se esforzaron por lograr la adscripción e identificación

de los pobladores a los marcos y ordenes políticos de los por ese entonces nacientes Estados

Nación. Tales agentes movilizaron ideas, afectos e imágenes entre la población cuyo

propósito era llevar a sus integrantes a amar, defender, obedecer y ser leal a sus respectivos

ordenamientos políticos (Berzeni, 2001). Bajo tal propósito, se dieron a la tarea de construir

comunidades imaginadas nacionales que permitieran sus integrantes se sintieran adscritos a

un pasado y destino colectivo común conducente a tener identidad y solidaridad frente a otros

nacionales (Anderson, 1991). Igualmente, que los llevara a asumir la obligación de proferir

respeto, obediencia y lealtad hacia sus instituciones, normas y autoridades estatales.

Identidad ciudadana de tipo nacional que llegó a ser una idea que “apeló al corazón y al

alma” de las personas. Los Estados Nacionales en formación, y con ello sus órdenes políticos

y sociales, llegaron a soportarse en la subjetividades e identidades de cada uno de sus


pobladores al internalizar paulatinamente estos las comunidades imaginadas y de sentimiento

que se les propuso.

Los Estados modernos no hubiesen llegado a conformarse si no se hubiesen dado unas

movilizaciones ideáticas y afectivas que apuntaban a instaurar identidades nacionales entre

la población (Habermas, 1999). Sin un sustrato cultural e identitario de tipo nacional los

órdenes políticos de los Estados Nacionales modernos no hubiesen contado con esa fuerza

integrativa que unió a grupos y personas hasta entonces adscritas a vínculos particularistas

de tipo familiar, territorial, estamental y/o gremial. La ciudadanía nacional bajo la forma de

identidad política, trajo como resultado el desplazamiento de las lealtades fragmentadas,

grupales y locales a una nueva y más extensa unidad de integración de tipo nacional. El

cambio de lealtades, significó una sustitución parcial de las solidaridades soportadas en la

protección o ayuda mutua entre grupos particulares por otra de escala más amplia a darse

entre ciudadanos identificados entre sí y responsables los unos de los otros. En muchos casos,

tal “solidaridad de los ciudadanos debía acreditarse como solidaridad de aquellos que

arriesgaban su vida por el pueblo y la patria” (Habermas, pág.90, 1999).

La construcción de identidades nacionales ciudadanas y su articulación con los procesos de

construcción de Estados Nación, fueron llevadas a cabo de forma diferencial según los

contextos históricos específicos de cada país (Brubacker, 1994) Mientras en unos países la

ciudadanía como identidad se construyó bajo el ideario de ser concedida y garantizada a

quienes compartieran una comunidad de origen atada a la sangre, la lengua, la religión y las

tradiciones, en otros países, se edificó sobre la base de la lealtad a ciertos propósitos y valores

de un proyecto político por construir. En Alemania se dio lugar a una nacionalidad y


ciudadanía sobre la base de una comprensión que se erigía sobre una unidad cultural, racial

y lingüística de forma tal que se trataba de una nación etnocultural (Brubacker, 1994). En el

caso de Francia, el Estado generó su propia territorialidad e institucionalidad cuya población

entró a identificarse con sus postulados políticos, y con lo cual, se estuvo ante una nación

estatalmente creada.

Con la ciudadanía moderna se sentaron las bases para establecer de manera explícita o tácita

identidades colectivas nacionales, cuyos caracteres o atributos debían los pobladores

encarnar y hasta defender para llegar a ser considerados ciudadanos. Autoridades e

integrantes de las comunidades nacionales serían reconocidos con iguales derechos y deberes

solamente a condición que cumplieran dichos atributos. Por efecto de lo anterior, las

identidades nacionales entraron a configurar un Nosotros colectivo de tipo nacional que

definía unas fronteras respecto a quienes sí y a quienes no podían llegar a hacer parte de la

comunidad de ciudadanos. Mientras para quienes cumplían los requisitos de dicha identidad

había protección y reconocimiento de parte de los Estados y de las comunidades nacionales

-los Nosotros-, a los Otros que nos los cumplían se les consideraba de jure o de facto no

ciudadanos y les implicaba su exclusión, desprotección y hasta persecución (Arnold, 2004).

La ciudadanía se constituyó entonces en un mecanismo identitario de cierre para definir

quienes quedaban incluidos en los lazos de solidaridad, lealtad y protección de las

comunidades nacionales. En determinado momento, tales requisitos identitarios se tradujeron

en ser originarios del lugar, hombres, blancos, propietarios, ejercitar la lengua oficial, saber

leer y escribir, y hasta, mostrar su lealtad por los gobiernos o regímenes de turno.
En ese marco de la construcción de la estructuración de la ciudadanía como identidad política,

los Estados Modernos dieron lugar a distintos tipos de sujetos ciudadanos que posibilitaran

los órdenes políticos y sociales por ellos perseguidos. Entre los tipos de ciudadanos que

construyeron los Estados, se pueden nombrar a los ciudadanos connacionales, a los

ciudadanos contribuyentes, a los ciudadanos soldados y a los ciudadanos constituyentes

(Poggi,2003). Los primeros, los ciudadanos connacionales, los promovieron los Estados para

contar con unos sujetos cohesionados que experimentaran lealtad a sus instituciones, a sus

autoridades y a sus connacionales. Los segundos, los ciudadanos contribuyentes, fueron

edificados para contar con unos sujetos que le reportaran recursos monetarios a los Estados

para mantenerse en el tiempo y desarrollar sus tareas. Los terceros, los ciudadanos soldados,

los instauraron los Estados para tener unos sujetos que mediante su reclutamiento y

participación en milicias o ejércitos protegieran su orden político y social frente a amenazas

externas e internas. Los cuartos y últimos, los ciudadanos constituyentes, más que ser

alentados por los Estados, tuvieron que ser aceptados por él; con dichos sujetos se entró a

asegurar que sus exigencias y participación fuera tenida en cuenta.

En esa tarea de construcción de ciudadanos los Estados Nación instauraron y desplegaron

diferentes tipos de operaciones políticas. Entre todas las utilizadas, interesa aquí destacar en

una de ellas, a saber, la educación. Fue así que gobernantes, líderes, consejeros y pensadores

se dieron a la tarea de buscar la manera de cómo la educación podía coadyuvar a la

edificación y mantenimiento de sus proyectos políticos (Dereck, 2004). Un ejemplo de esto

se evidencia en la revolución francesa. Tras de ella se llevó un proceso paulatino de

sustitución de la educación ofertada por religiosos a una de tipo pública impartida por agentes

encargados por el Estado. Con esto buscó que ella dejara de estar en manos de religiosos o
de representantes de las monarquías del antiguo orden, para estar más bien, en manos de

civiles afines con los órdenes republicanos revolucionarios emergentes. Parece oportuno

traer aquí una pequeña cita de Mirabeau en el contexto de la revolución francesa, para ver

este papel de educación en la lógica de construir ciudadanos:

¿Puede la Constitución realmente existir, si esta existe únicamente en nuestra ley; si

no echa raíces en los corazones de todos los ciudadanos; si no se imprime para

siempre en nuevos sentimientos, nuevas costumbres, nuevos hábitos? ¿Y no es por la

actividad diaria y cada vez mayor de la educación que estas transformaciones son

conservadas? (Derek, pág. 42, 2004)

Tal tendencia temprana de los Estados Nación de utilizar la educación como operación

política para dar lugar a sujetos ciudadanos con subjetividades afines a sus órdenes políticos

y sociales se proyecta hasta la actualidad. Es así como en diferentes países occidentales al

momento actual se observa cómo a través de sus establecimientos educativos se busca

estructurar identidades políticas que suministran esquemas de percepción, interpretación y

actuación a sus estudiantes en calidad de futuros y/o nuevos ciudadanos (Benei, 2005). A

través de los contenidos y prácticas formativas de las instituciones educativas, se les enseña

a niños, púberes y adolescentes diferentes coordenadas políticas acorde a los cuales organizar

su pensar, sentir y actuar como ciudadanos respecto a su ordenamiento político. Entre dichas

coordenadas se encuentran las atinentes a organizar los propósitos políticos que individuos,

instituciones y sociedades deben alcanzar; a reconocer las jerarquías que deben de existir

entre determinados grupos o clases de la sociedad; a fijar los compromisos que deben
sostener con las instituciones y con la sociedad; a asumir las formas de reconocimiento y

tolerancia frente a diversos grupos y poblaciones (Ahier, 2003).

• Los fines históricos contradictorios de la ciudadanía moderna y la

democracia como camino de solución

La instauración histórica de la ciudadanía moderna dinamizada desde distintos frentes de

conflicto y negociación, trajo consigo cambios históricos trascendentes para las sociedades

donde llego a instaurarse. Un primer cambio evidente, fue que se abolieron distintos

regímenes de derechos y de deberes legales que coexistían y que fueron establecidos de

manera diferencial y jerárquica según criterios de procedencia familiar, territorial, estamental

o gremial, (O’Donnell, 2000). Tales regímenes en el periodo antiguo o medieval eran fuente

de privilegios y desigualdad entre estamentos sociales, por establecerse imposiciones,

obligaciones y coacciones a sus integrantes según se perteneciera a uno u otro grupo o

territorio. En lugar de tal particularismo, con la ciudadanía moderna se estableció en los

países de Europa- Francia, Inglaterra, Países Bajos- a nivel legal un régimen universal y

homogéneo de derechos y deberes para todos los reconocidos como nacionales en el marco

de los Estados Nación. En la medida que se les concedía la ciudadanía, el efecto fue una

igualación jurídica entre ellos que los llevaba a contar con las mismas libertades, derechos y

deberes legales.

La igualación jurídica propiciada por la ciudadanía no fue un asunto menor, ya que de la

misma se derivaron importantes consecuencias para la vida de las personas. Con ella se
avanzó en derribar los soportes legales que apalancaban para aquel periodo histórico las

relaciones de servidumbre o de esclavitud para diversos sectores. En particular, se logró que

los poderes legales y coactivos del Estado dejaran de ser movilizados y usados para proteger

y reproducir tales relaciones, y de las cuales, ciertos estamentos o clases sociales - nobles,

guerreros, eclesiásticos-, derivaban y reproducían sus privilegios frente a otros -siervos,

campesinos, burgueses, trabajadores, negros, domésticos-. En adelante, los grupos,

estamentos o clases privilegiados ya no podrían utilizar su violencia física respaldados por el

Estado para expropiar, explotar y disponer a su antojo la vida de las personas.

Al derribar las imposiciones legales establecidas por los antiguos regímenes de derechos y

deberes contra ciertos grupos, sectores o estamentos, amplios sectores dejaron de ser

súbditos, siervos o esclavos para convertirse en ciudadanos con iguales derechos y deberes

legales. Con la instauración de la ciudadanía moderna paulatinamente se desmontó que dejara

de ser natural, legal y hasta legítimo que unos grupos dispusieran de manera violenta,

arbitraria y deshumanizada de otros. Se entró a derruir la idea según la cual unos grupos,

clases o sectores solo tenían derechos mientras a otros solo les correspondía cumplir deberes.

Se corroyó la ida mientras unos solo gozaban de privilegios, libertades e inmunidades a otros

solo les cabía sobrellevar pesadas obligaciones respaldadas por ley (Brubacker,1994).

Varias libertades se inauguraron con la instauración histórica de ciudadanía moderna. Se

abrió la posibilidad para que grupos excluidos dejaran de contar con restricciones legales y

coactivas para ejercer determinados oficios o actividades económicas hasta entonces

restringidas de manera monopólica, a ciertos grupos, gremios o estamentos. También se

empezó a derrumbar paulatinamente las barreras que establecían que la selección de


autoridades políticas solo recaía en ciertas élites o familias que daban por natural su derecho

a gobernar, para abrirla más bien, a la participación cada vez más amplia de distintos sectores

sociales. Con la ciudadanía moderna, también, en cierto momento histórico, determinados

sectores llegaron a recibir bienes, ayudas, protecciones y servicios (educación, salud, seguro

de desempleo, etc.) por parte del Estado.

Pero si la ciudadanía moderna trajo significativas consecuencias positivas en la vida de las

personas, también trajo, otras menos deseadas. Al instaurarse legalmente, estableció el

derecho legal concedido a las autoridades del Estado Nación de coaccionar con violencia e

imposiciones a las poblaciones circunscritas bajo su jurisdicción. Con ella la estatalidad llegó

a disponer de competencias y autorizaciones legales para extraer recursos de la sociedad e

imponer cargas a sus integrantes (v.g, tributos o prestaciones de servicio militar).

Igualmente, para imponer reglas que ordenaran y regularan sus comportamientos (v.g

constituciones, leyes y reglamentos). Así mismo, para sancionar con ejercicios de violencia

a quienes no se acogieran a sus imposiciones, normas y decisiones. Con la ciudadanía

moderna se estableció un sistema de dominación estatal de autoridad y obediencia entre el

conjunto de la población inscrita en los territorios bajo jurisdicción de los Estados Nación.

Con ella se invistió a la institucionalidad estatal del poder de monopolizar la violencia y de

usarla contra la sociedad, al tiempo que, se le dotó de potestades para instaurar y sancionar

reglas legales de obligatorio cumplimiento para regular los comportamientos de sus

ciudadanos.

De mencionar es que desde el siglo XVII hasta el siglo XX los deberes ligados a la ciudadanía

impusieron la potestad de los Estados de disponer de la vida de sus ciudadanos para llevarlos
a la guerra. La primera y la segunda guerra mundial evidencian bien hasta donde pueden

llegar los deberes propios ciudadanía moderna con el servicio militar, toda vez que, los

Estados Nación obligaron en la mayoría de hombres a enrolarse para dar las vidas por sus

naciones (Hobsbawn, 2009). Millones de ellos cayeron en las trincheras prestando una

obligación a sus ordenamientos políticos. En las democracias modernas liberales el servicio

militar es percibido como parte de las mínimas obligaciones que tienen los ciudadanos con

el Estado, a cambio de recibir iguales derechos cívicos, políticos y sociales (Sasson-Levi,

2002). Interesante evidenciar, que históricamente la ganancia de derechos ciudadanos en

muchos grupos de la población estuvo ligada a la prestación de sus servicios para la guerra,

de manera tal, que recibían derecho a tierras o libertades a cambio de servir a sus autoridades

o Estados en sus expediciones o confrontaciones militares (Tilly, 1990). En la actualidad,

sectores de la población excluidos, en particular minorías migrantes para ganar la

nacionalidad y los derechos ciudadanos ligados a ella, se alistan en los ejércitos nacionales

(Sasson-Levi, 2002).

La ciudadanía moderna históricamente entonces tiene una constitución y faz bifronte

contradictoria donde se articula la protección y la dominación. Entrega bienes, libertades y

protecciones a los ciudadanos, pero también, les exige y extrae otros de manera coactiva.

Con la ciudadanía moderna tal contradicción llegó o intento resolverse o tramitarse a través

de la instauración paulatina de la democracia. En esta, si bien existe una relación y ejercicio

de dominación de parte del Estado, a su vez supone, que ella se construye con un

consentimiento tácito de los ciudadanos. Para que esto pasara históricamente, tuvo que

acontecer que los procesos de dominación que supusieron la construcción de los Estados
Nación se articularan con los procesos de apertura e inclusión política que supusieron la

construcción de los regímenes democráticos. Al constituirse entre los siglos XIX y XX los

Estados nación en republicas democráticas, paulatinamente empezó a instituirse en su seno

que los pobladores en calidad de ciudadanos podían influir en mayor o menor medida en la

dirección que tomaban y en las acciones públicas que desde los mismos se proyectaban hacia

los mismos.

Cómo fue que históricamente esa dominación del Estado quedo a través de la atada

históricamente a un poder democrático, se expresa en los análisis hechos por Charles Tilly

(2007). La tesis general es que los Estados para conseguir el consentimiento de la población

en la extracción de recursos de parte suya se le entregaron derechos. En tal marco, el proceso

de creación y de nacionalización de los derechos ciudadanía legal Charles Tilly lo divisa para

Europa en tres fases históricas. Una primera, estuvo dada por la creación de los ejércitos

nacionales de masas que llevo a los Estados a que para reclutar a la población tuvieron que

negociar y hacerle concesiones a la población. Una segunda, estuvo dada por una burguesía

de vanguardia que, en búsqueda de sus intereses económicos, presionó y condujo al

reconocimiento de los derechos civiles y políticos. Una tercera etapa, correspondió a una

convergencia entre los trabajadores, la pequeña burguesía y el campesinado, pero también

entre la pequeña y gran burguesía, los cuales se asociaron para contrarrestar el poder de la

nobleza y negociar de manera más autónoma con el Estado.

Saskia Sassen (2012) realiza una visión coincidente con la de Charles Tilly en relación a la

ampliación del gobierno hacia el grueso de la población, sin embargo, con un mayor énfasis

en una perspectiva de clase. Al centrar su análisis en el caso Ingles en los siglos XVIII y XIX,
muestra cómo la burguesía en contraprestación a sus aportes monetarios a la corona, pero

también, en su pretensión de lograr influencia política, empezó a ganar derechos de

representación en el parlamento. No solo gano ascendencia dentro del parlamento sino el

parlamento mismo como institución comenzó a asumir un poder creciente frente a la

monarquía y el pleno de la sociedad. En el seno del parlamento la burguesía se formó como

un sujeto de derechos que creo un sistema de protecciones privadas que la habilitaban para

realizar operaciones nacionales y globales. Fue tanta su influencia, que entre 1761 y 1780

durante la primera fase del recinto se aprobaron 4039 leyes, mientras hubo, otras 900 entre

1781 y 1800. Desde dicha institución, la burguesía aseguró la libertad del comercio y de la

producción, además, la libertad de pagar el trabajo en su nivel más bajo y de defenderse de

las alianzas y revueltas de los trabajadores. Concluye Sassen, con el parlamento se llegó a la

primera formulación de un estado liberal, para ella, un legítimo sistema de leyes y

regulaciones que privilegiaban los propietarios de capital productivo.

Charles Tilly (2007) también detalla cómo aconteció la democratización de los Estados

modernos, ligados a la extensión del voto entre la población. El autor en cuestión centra su

análisis en la extensión del voto entre regiones del mundo entre 1850 y 1979, y acorde a ello,

identifica tres grandes periodos de democratización2. En el primero, entre 1850 a 1899, señala

Tilly que, si se quiere buscar oleadas de democratización ligadas a la extensión del voto, hay

que buscarlo en Europa Occidental y América Latina 3. En el segundo periodo, entre 1900 a

1949, señala que durante ese casi medio siglo siguen dominando en el mapa Europa y las

2
Para esto toma el índice y el estudio construido por Tatu Vanhanen
3
En ese marco, relaciona que se da extensión del mismo en países como Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Grecia,
Italia, Países Bajos, Noruega, Portugal, España, Suecia, Suiza, Reino Unido Argentina, Bolivia, Chile, Republica
Dominicana, Ecuador, Uruguay.
Américas, aunque se ven destellos de extensión del voto a otros continentes tales como

Oceanía o países del norte de África 4. En el tercer periodo, entre 1950 a 1979, se presentan

menos casos expansión del voto, sin embargo, en dicho periodo se muestra un cambio

significativo en la geografía de su expansión llegando el voto a continentes como Asia, india

y África5 Finalmente, a manera de epílogo, propone un difuso cuarto periodo acontecido

después de 1979 hasta la actualidad, donde evidencia una democratización del voto, primero,

en Europa del Este con el colapso del régimen socialista en 1989, segundo en América Latina

con el tránsito de regímenes autoritarios a democráticos, y tercero, en Asia y África con

procesos de independencia nacional y descolonización.

Las diferentes oleadas de extensión del voto entre el conjunto de la población identificadas

por Charles Tilly se constituyen en un indicador histórico que la dominación de los Estados

nacionales paulatinamente se fue abriendo a la incidencia política de sectores cada vez más

amplios de la población. Al abrir los Estados sus puertas para que sus cabezas gobernantes

fueran elegidos por voto popular, presentaron la posibilidad que los impulsos y las reglas por

los cuales se orientaba y regulaba dicha dominación del Estado quedaran en conexión con

las demandas y expectativas de la población. Tilly identifica que un régimen fue y es

democrático cuando en las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos se soportaron en una

consulta amplia, igualitaria, protegida y mutuamente vinculante (Tilly, 2007).

4
En dicho lapso, particularmente gracias a la ampliación del voto a las mujeres, hay extensión del mismo en países como
Dinamarca, Finlandia, Francia, Alemania, Grecia, Hungría, Italia, Países Bajos, Noruega, Austria, Portugal, Rumania,
Rusia, España, Suecia, Suiza, Reino Unido, Egipto, Australia, Japón, Nueva Zelanda, Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá,
Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Honduras, México, Panamá, Perú, Estados Unidos,
Uruguay
5
Aparece la extensión del voto en países como India, Israel, Líbano, Corea del Sur, Tailandia, Turquía, Egipto, Marruecos,
Zambia, Portugal, España Colombia, Costa Rica, El Salvador, República Dominicana, Guatemala, Nicaragua, Paraguay,
Perú, Venezuela.
Al elegir la población a los gobernantes, o al quedar elegidos como tales representantes

provenientes de ella, se abrió la posibilidad que las directrices, reglas y mandatos que

soportaban la dominación se hiciera también en función de sus intereses y necesidades. Pero

esa concesión tenía un precio legitimatorio hacia la dominación ejercida por el Estado. De

forma expresa o tácita se establecía que su dominación era válida. En adelante, se asumía el

deber ciudadano de los pobladores de obedecer al gobierno y a su sistema de dominación,

sobre la base, de que se tenía el derecho de participar en la conformación del gobierno. Con

ello, se lograba un encuentro, al menos potencial, entre las lógicas de protección y

dominación , ya que se aceptaba el gobierno en sus expresiones de autoridad y conducción

de la sociedad en la medida que se participaba en la elección por voto popular de las cabezas

gobernantes que lo dirigían.

La explicación de esta dominación legítima que se tramita a través de la ciudadanía moderna

quedaría incompleta si no se alude a otro componente de la misma. Con ella se establece no

solo una dominación consentida por los ciudadanos hacia el Estado, sino también, de una

sostenida de unas clases en relación a otras. En ese sentido ella expresa un arreglo político

de organización y distribución de poder no solo en una vía vertical entre el Estado y la

sociedad, sino también, de carácter horizontal dada entre distintos grupos, sectores o clases

que integran la sociedad. El decurso histórico de Europa muestra que a través de los derechos

civiles y políticos en el siglo XVIII y XIX la clase noble entrego poder a la burguesía, y luego

esta última, en el siglo XIX y XX a través de los derechos políticos y sociales entregaría

poder a la trabajadora. En el caso particular de la ciudadanía social, se vería que mediante

ella las clases capitalistas transfirieron recursos económicos y políticos a las clases

trabajadoras y pobres de las sociedades nacionales. Uno de los autores que mejor expresa
esta lógica de pacto entre clases o sectores sociales y transferencia de recursos, es T.H

Marshall, el cual llama la atención sobre una pregunta central relacionada con la ciudadanía

social. A su entender resulta fundamental entender el cómo fue posible que dos instituciones

orientadas por principios opuestos, como lo son la ciudadanía y el capitalismo, llegaran a

florecer al mismo tiempo y hasta llegaran aparecer aliadas.

La contradicción la encontraba Marshall en el hecho que mientras una promovía la igualdad

general la otra apalancaba la desigualdad de clases. La respuesta inicial de Marshall a dicha

pregunta, es que si la primera definía una igualdad entre los ciudadanos no por ello se

planteaba como un mecanismo para abolir a su contraria la desigualdad de clases. Con ella,

antes que buscar un ataque al sistema de clases del capitalismo, más bien, se buscaba hacerlo

menos vulnerable a posibles ataques por efecto de las más nocivas consecuencias que traía.

En ese sentido, la igualación propuesta y conseguida a través de ella no busca acabar con la

desigualdad entre las clases sociales, sino más bien, constituirse en una transacción entre

ellas para hacerlas recíprocamente aceptables. Como lo sugiere Marshall, en una metáfora

arquitectónica que propone en torno a la ciudadanía moderna, con ella no se trataba de acabar

o bajar los pisos superiores de un edificio, sino más bien se trataba de subir los pisos inferiores

más bajos hasta cierto nivel. En búsqueda de dicho logro, el Estado debía transferir rentas de

unas clases a otras mediante el pago de impuestos que posteriormente se traducían en la

provisión ingresos o bienes a las últimas. Siguiendo la interpretación propuesta por Marshall,

puede pensarse que la ciudadanía también busca organizar que se haga posible una

dominación política legítima entre clases sociales. En términos políticos ella valida que existe

una desigualdad social entre clases sociales que es aceptada por las diferentes partes gracias

a ciertos recursos de poder que reciben de otras.


• América Latina: continuidades y diferencias respecto al molde

occidental

Queda claro que la ciudadanía como noción, institución y práctica tiene sus orígenes en el

occidente europeo. De esa realidad occidental, aunque de manera diferencial y específica,

hace parte América Latina desde la conquista y colonia que vivió por parte de Estados

Europeos. En tal continente, la ciudadanía sería traída de Europa e implantada de manera

abrupta por parte de las elites criollas en los siglos XIX y XX (Sábato, 2006). En el marco

de los procesos de independencia, ante el vacío de poder dejado por la salida de los territorios

coloniales por parte de las coronas imperiales, la ciudadanía fue importada como ideario y

diseño institucional para ser introducida en los países de la región. El propósito a conseguir

a través suyo, estaría dado por el objetivo de posibilitar el cambio de manos de una

dominación política de tipo colonial a otra de carácter republicano (Conde,2007).

Con la implantación abrupta de la ciudadanía moderna en América Latina, se trató de lograr,

o al menos prometer, una reconfiguración de las relaciones políticas entre los distintos

sectores de la población y entre estos y el Estado. Un cambio en la arquitectura legal e

institucional acompañó ese cambio de dominación de manos de las autoridades españolas a

las elites criollas. En el grueso de países de América Latina en su calidad de nuevas repúblicas

se reconoció legalmente a amplios grupos de la población su condición de ciudadanos. La

igualdad de derechos y deberes legales de los pobladores entre sí; su participación en la

conformación de los gobiernos; sus iguales obligaciones y retribuciones frente al Estado,


empezaron a hacer parte de esa arquitectura legal e institucional importada. A su sombra,

empezaron a configurarse instituciones que aseguraran la elección por voto de los

gobernantes. A su turno, se configuraron incipientes partidos o movimientos políticos para

luchar y competir pacíficamente por el poder político del Estado. Se instauraron cartas

constitucionales para definir de manera homogénea los deberes y derechos de ciudadanos y

de las autoridades. Igualmente, se empezó a dar lugar a instituciones estatales de carácter

judicial, de representación política y de administración pública que permitieran exigir

deberes y reclamar derechos.

Dadas las realidades históricas coloniales en las que se insertó el diseño institucional y el

ideario de la ciudadanía importada desde Europa, ella no tendría los mismos resultados ni las

mismas trayectorias que tuvo en su lugar de origen. La organización jerarquizada por castas

y/o razas imperantes en América Latina por efecto del orden colonial, al igual que, el

predominio entre sus integrantes de adscripciones comunitarias de tipo vecinal y

hacendatario, dificultó o truncó las apuestas y promesas adscritas a la ciudadanía moderna.

La primera que se vio en cuestión, fue la idea de conformar un cuerpo social hecho de

individuos libres e iguales que tuviesen los mismos deberes y derechos, ya que siguió

predominando una cultura estamental de jerarquías y privilegios. La segunda, que sus

gobernantes fueran elegidos por una libre elección personal de cada uno de los individuos,

ya que siguieron primando las influencias, sumisiones y sociabilidades grupales. La tercera,

que la universalidad de iguales derechos declarada pudiera ser disfrutada por distintos grupos

de la población, ya que a indígenas, negros, mujeres, campesinos y pobres tardaron en

reconocerse a nivel legal y fáctico sus derechos (Sábato, 2009).


Las herencias coloniales en América Latina contribuyeron a vivenciar a diferentes grupos de

la población como los ya mencionados, de manera excluida, segregada y discriminada su

pertenencia a la comunidad de ciudadanos. Por las jerarquías y estratificaciones estructuradas

en el orden colonial, a los integrantes de dichos grupos sociales, otros connacionales y

autoridades terminaron por conminarlos a vivir una especie de apartheid social. Tuvieron

que enfrentar a un sustrato cultural e identitario colonial aún vigente que los separaba y

subordinaba espacial y socialmente respecto a otros grupos y clases sociales. Las herencias

del pasado, terminaron por generar en los países de la región una clasificación social

subterránea y enraizada que organizaba y asignaba lugares sociales y tratos diferenciales a

los integrantes de una sociedad, a partir de la raza, la condición étnica y la situación

socioeconómica (Dagnino, 2006). Por ejemplo, se erigieron barreras sociales contra grupos

poblacionales indígenas, negros y mestizos se construyeron sobre la base de legitimar una

pretendida superioridad de lo “blanco/europeo” por sobre lo “no-blanco/no-Europeo”. Esto

llevó a que quien tuviera las características de lo blanco se le clasificara y tratara como lo

“mejor/superior/civilizado”, mientras que a quienes no, se les considerara como

“malo/inferior/incivilizado” (Gavia,2009).

Esas herencias del pasado colonial en América Latina no solo han traído culturas e

identidades ciudadanas soportadas en gramáticas sociales excluyentes, sino también, han

alimentado culturas políticas de signo patrimonialista, caudillista y clientelar que atentan

contra el universalismo de iguales derechos y deberes propuestos por la ciudadanía moderna

(Assies, 2012). Tales herencias inscribieron a la ciudadanía en un patrón diferente respecto a

las trayectorias que tomó en Europa. En los países de la región latinoamericana los derechos

y deberes se vieron vinculados a lógicas particularistas, que llevaron a que su cumplimiento,


dependieran antes que a las leyes y autoridades adscritas a un orden nacional, más bien, a las

pertenencias y lealtades a determinados grupos familiares, territoriales, políticos o sociales.

En la región latinoamericana bajo las lógicas patrimonialistas y clientelistas, se llegó a asumir

que los derechos ciudadanos promulgados en los textos inscritos en las constituciones

políticas y las leyes, fueran más bien asumidos como favores cuyo respeto o garantía

dependía más de la adscripción a determinadas élites, familias o partidos. Así mismo, que los

deberes también allí consignados fueran acogidos más bien como obligaciones

circunstanciales que debían cumplirse según pertenencia a determinada condición social,

racial o territorial. Ese orden particularista con el que se vio minada la ciudadanía en la región

se vio favorecido por la debilidad institucional del grueso de los Estados de América Latina.

Dicha debilidad, de una parte, no les permitió establecer un orden institucional valido y

acogido en el conjunto del territorio nacional, y de otra, lograr un ejercicio del poder público

desligado de los agentes e intereses privados e ilegales.

Las herencias del pasado en América Latina terminan por truncar o condicionar los ejercicios

y alcances de la ciudadanía moderna. Sin embargo, no son las únicas que establecen

particularidades o especificidades de cómo ella se vive de forma diferencial en contraste con

lo acontecido en Europa Occidental. En la región, al momento actual, ella se constituye en

un “terreno político en disputa” donde se vivencia una intensa conflictividad respecto a la

definición de sus sentidos, contenidos, prácticas y alcances (Mariani, 2008). Así para los

movimientos sociales, la ciudadanía, se constituyó en un poderoso vínculo entre iniciativas

distintas que evitó que su acción fuera aislada y fragmentada (Dagnino, 2007). En contraste,

para agentes del pensamiento neoliberal, la misma fue promovida y asumida básicamente
como la integración del individuo al mercado, al mismo tiempo, que como una noción

vaciada de derechos. Para representantes del denominado tercer sector, por su parte, la

ciudadanía fue comprendida esencialmente como filantropía y caridad para mejorar

situaciones de pobreza.

Margarita Gavia y Diana Guillen en su investigación sobre la ciudadanía en América Latina,

encuentran que aunque la noción de ciudadanía fue condenada al olvido y hasta estigmatizada

durante décadas por parte de la izquierda, ésta emerge en las últimas décadas, como uno de

los rasgos distintivos de la conflictividad social en la región. Desde la perspectiva de las

investigadoras en cuestión, la ciudadanía se constituyó en el “eje aglutinante” que permitió

la convergencia de movimientos sociales pluriclasistas y multisectoriales que buscaban

mejorar las condiciones de vida de la población. Al pretender ser alcanzada, permitió a los

integrantes de la población a erigir el “derecho a tener derechos”, y se constituyó, en el

referente que incitó a luchar contra los agravios que traía consigo injusticias y desigualdades.

Las luchas articuladas a través de ella, en buena parte, se dirigieron contra el capitalismo a

escala planetaria que pretendió imponer una mercantilización y privatización de bienes

comunes como el agua, la tierra, el gas y la biodiversidad.

La matriz conflictiva de la ciudadanía que predomina en el momento actual en América

Latina también se expresó en los reclamos y luchas por el respeto de la diferencia, la inclusión

y los derechos colectivos de las minorías. Es el caso de los indígenas. En el informe del 2013

del PNUD titulado Ciudadanía Intercultural. Aportes desde la participación política de los

pueblos indígenas en Latinoamérica, se muestra cómo basados en su identidad cultural,

enfrentaron el cambio de los regímenes de ciudadanía propiciados por la arremetida


neoliberal (PNUD, 2013). Se interroga en dicho informe, si puede una ciudadanía liberal

soportada en una identidad homogénea de tipo nacional dar cabida a otras identidades

organizadas desde lógicas colectivas y derechos diferenciales. Apunta a señalar dicho

informe, que debe de replantearse la ciudadanía desde su énfasis occidental. Por ello, se

propone pasar de una ciudadanía individual a otra de tipo colectivo, con la cual pueda

hablarse de derechos culturales de grupos y comunidades enteras acorde a los cuales puedan

vivir su propia lengua, su estilo de vida y sus propios objetivos. Reconocer tales derechos, es

a su vez reconocer la historia de discriminación y opresión por la que han pasado, como

también, la creación de un compromiso por transformar su situación.

El reconocimiento de la diferencia a través de la lucha por los sentidos y alcances de la

ciudadanía no solo se vive desde los grupos e identidades indígenas, sino también, desde

otros sectores que se han visto excluidos. Es el caso de las mujeres en América Latina se

enfrentaron a una invisibilidad social y a un trabajo no valorado (Jelin, 1997). Articuladas al

campo de la ciudadanía, bajo la plataforma de hacer visible lo invisible, los movimientos de

mujeres lucharon por lograr una existencia social en el marco de un reclamo por la igualdad

de derechos y de oportunidades. Su irrupción como movimiento social, se llevó a cabo en la

década de los sesenta y los ochenta al demandar el reconocimiento de su identidad y su

inserción en la vida social, política, económica y cultural. En países como Argentina, Chile

y Uruguay sus luchas se proyectaron a un campo político hilvanado alrededor del castigo y

esclarecimiento a las violaciones a los derechos humanos y a los abusos traídos consigo por

los regímenes dictatoriales. En las últimas dos décadas, su lucha se ve tensionada por los

procesos de democratización de sus sociedades, la movilización internacional a favor de la

condición social de las mujeres y las resistencias contra las políticas de ajuste neoliberal.
• A manera de conclusiones

Un análisis histórico de la ciudadanía moderna muestra que su estructuración obedece a

procesos de conflicto y negociación entre grupos organizados de la sociedad y el Estado, y a

su vez, entre los propios grupos, sectores y clases. Ese carácter confrontacional y

transaccional, le imprime un carácter relacional donde se les vincula a las partes en un

conjunto de compromisos mutuamente exigibles. Un conjunto de deberes y derechos legales

exigibles al conjunto de las poblaciones nacionales y a sus autoridades, enuncian, articulan y

obligan dichos compromisos. Tal relación involucra a los integrantes de una sociedad en un

vínculo con el Estado de protección y dominación. Aunque ellos pueden exigir la garantía de

libertades y bienes colectivos que permitan su supervivencia y hasta bienestar, a su turno,

deben de entregar al Estado otros recursos bajo la forma de impuestos, servicio militar y

obediencia a las leyes y directrices de las autoridades.

La ciudadanía moderna se configuró históricamente como una relación e institución

contradictoria en sus fines, que la lleva a proteger, al turno que, dominar o someter a la

población. Dicho carácter contradictorio podría atribuirse a la naturaleza política de conflicto

y de negociaciones que están en la base de su creación. Tal contradicción, llegó o intento

resolverse o tramitarse a través de la instauración paulatina de las democracias modernas. En

esta, si bien existe una relación y ejercicio de dominación de parte del Estado, a su vez

supone, que ella se construye con un consentimiento tácito de los ciudadanos. Para que esto

históricamente sucediera, tuvo que acontecer procesos de apertura e inclusión política que
supusieron que los Estados nación se transformaran en regímenes democráticos. Al

constituirse los Estados nación en republicas democráticas, paulatinamente empezó a

instituirse que los pobladores en calidad de ciudadanos podían influir en mayor o menor

medida en la dirección que aquellos tomaban y en las acciones públicas que desde los mismos

se proyectaban hacia los mismos.

La reflexión histórica sobre la ciudadanía moderna permite evidenciar también el carácter

complejo de su estructuración, en particular, las diferentes dimensiones que intervienen para

darle vida y mantenerla en el tiempo. Un primer plano o dimensión de su construcción debe

de ubicarse en la acción política de fuerzas y actores que en el marco de procesos de conflicto

y negociación luchan por su instauración, transformación o negación, e igualmente por

definir sus sentidos, contenidos y alcances. Un segundo plano o dimensión en donde se

configura es en su estructuración jurídica, que se revela en una serie de derechos y deberes

legales que traducen en hacer de unos compromisos entre partes un vínculo obligados para

el conjunto de la población. Un tercer plano o dimensión en donde se configura, está dado

por la intervención y accionar del Estado ya que de sus recursos, agentes, competencias y

territorialización mediante instituciones es que se hace posible el vínculo de derechos y

deberes legales que propone. Un cuarto plano o dimensión desde el cual se edifica la

ciudadanía, es el de su instauración como identidad política colectiva donde se interviene las

formas de pensar, de sentir y de actuar de los integrantes de una sociedad para generar entre

ellos y sus instituciones lazos de solidaridad, lealtad y obediencia.

La reflexión de la ciudadanía moderna en América Latina evidencia que, aunque su

estructuración histórica no disiente con las lógicas de conflicto y de negociación que la


caracterizaron en su edificación histórica en occidente, sí, expresa unos rasgos diferenciales.

Muestra que, aunque dicha matriz de confrontación y transacción también hizo presencia en

América Latina, ese proceso aún no ha concluido, y aún más, es materia en la actualidad de

una álgida y amplia disputa política. Los procesos de reconocimiento y garantía de derechos

civiles, políticos y sociales que ya se pueden dar por instaurados para el conjunto de la

población en Europa, en América Latina, para muchos grupos sociales, hasta ahora están en

gestación. En América Latina la ciudadanía es una agenda que, aunque con avances, aún está

en camino de ser construida y materializada.

Las reflexiones aquí hechas desde un enfoque histórico pueden contribuir a desmontar un

lugar común en la actualidad acerca de la ciudadanía, y que sin duda, tiene tintes ideológicos.

Este refiere a una versión “romántica”, “rosa” o “idealista” donde a ella se le divisa como

algo positivo y deseable de por sí, particularmente, al asociarla como aquello que se erige

como producto en exclusiva de la deliberación consensual y armónica sostenida entre

ciudadanos -y/o entre estos y el Estado-, o así mismo, como el conjunto de derechos que tiene

la población. El punto no visibilizado en ese lugar común, es que, así como ella tiene su

origen en la negociación, también lo tiene, en la confrontación; que así como trae libertades

y oportunidades para quienes quedan inscritos en ella, también trae consigo obligaciones,

cargas e imposiciones. Así, la reflexión histórica invita a divisar a la ciudadanía desde una

aproximación que la saca de un mundo ideal de buenos deseos y anhelos, para estudiarla y

pensarla más bien, como una relación e institución que en la realidad está hecha de poder.

Desde tal perspectiva invita a asumir a la ciudadanía moderna como relación e institución

que se construye a través de luchas y negociaciones por el poder, y también, que afecta y
organiza las distribuciones del mismo a nivel de una comunidad política. En ese sentido, que

la ciudadanía moderna debe ser leída en su papel de configurar y ordenar las líneas de poder

en que se estructuran las sociedades (Balibar, 2015). Lo anterior porque, en un sentido

horizontal, organiza, distribuye y reacomoda el poder entre diferentes integrantes, grupos y

clases que integran la sociedad. En un sentido vertical, porque organiza y distribuye el poder

que existe entre el Estado y los diversos integrantes, grupos o clases que integran la sociedad.

Yen un sentido circular, porque cortocircuita los sentidos vertical y horizontal al conectar al

mismo tiempo las relaciones de poder entre instituciones de gobierno y gobernados y entre

los propios integrantes de una sociedad -y sus grupos y clases sociales- en su condición de

ciudadanos.

Se termina con lo siguiente. Con las reflexiones que integraron tácita o explícitamente este

escrito se quiso hacer pedagogía política y democrática. Dos mensajes en particular quisieron

posicionarse:

1º. Aunque discursos de distinto tipo en la actualidad invitan a evitar o hasta rechazar

el conflicto y las confrontaciones entre los distintos grupos o clases sociales -y entre

estos y el Estado-, lo que muestra una aproximación a la ciudadanía moderna, es que

sin su presencia difícilmente podrían existir a la fecha de hoy derechos ciudadanos -

y hasta deberes- de los cuales muchos nos beneficiamos.

2º. Aunque los conflictos presentes en una sociedad llegan a agudizarse y polarizarse

al punto que las partes en confrontación pueden caer en la tentación de negar o

eliminar a su contraparte, solo la negociación o transacción se constituye en el camino

para lograr una coexistencia o convivencia pacífica entre grupos, clases o sectores
sociales con intereses diversos. Es la ciudadanía, la forma y el camino por excelencia

donde puede plasmarse y lograrse tal negociación.

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