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DE DERECHO ECONÓMICO RECIBIDO: 18/7/2022 • APROBADO: 6/12/2022 • PUBLICADO: 31/12/2022
a r t í c u lo s
Abstract This paper analyzes the importance and the structure of the rule of reason.
Afterwards, it’s stated that this rule has serious problems, because it is vague and its
application empowers judges —which is related to his democratic deficit— and makes
the system unpredictable. At last, it concludes that part of the problems of the rule of
reason could be solved through a more intensive use of the general instructions faculty
of the Free Competition Defense Tribunal.
En quizá su afirmación más importante, Hobbes sentencia: «las doctrinas pueden ser
verdaderas pero la autoridad, no la verdad, hace la ley» (1668: 133). Así, puso de relie-
ve que el contenido del derecho no viene determinado por lo que es verdaderamente
bueno o razonable, sino por una decisión del soberano.
Esto importa a la hora de lidiar con la distinción entre la regla per se y la regla
de la razón. Según esta última, cuando opera la regla per se estamos ante conductas
que se presumen generalmente anticompetitivas y se sancionan sin más que probar
la conducta en sí. Por contraste, el dominio de la regla de la razón incluye aquellas
conductas que podrían tener efectos tanto procompetitivos como anticompetitivos.
Así, para sancionar conductas que caen bajo la regla de la razón, no solo se debe
afirmar que concurre una determinada conducta prohibida, sino que, además, debe
demostrarse que su ejecución trae más costos que beneficios.
Actualmente, es hegemónica la tesis de que la mayor parte de las conductas san-
cionadas por nuestro sistema deben analizarse bajo la regla de la razón (Hovenkamp,
2018: 83).1 Con todo, si se analiza el tenor literal de la ley chilena ello parece no ser
así (Peralta, 2022a; Zink, 2021). Creo que por el canon de interpretación imperante
en la doctrina esta tesis tendrá poca recepción si es puesta en términos puramente
jurídicos. Esto, pues a la doctrina subyace un criterio funcionalista de interpretación
donde importa más llegar a resultados adecuados que respetar el tenor literal2 y por-
que se cree que la regla de la razón es una regla propicia para llegar a estos resultados
adecuados.
Por supuesto, es posible afirmar que la regla de la razón es una regla muy razo-
nable, pero esto no quita que «la autoridad y no la verdad hacen la ley». Si bien creo
que esta respuesta debería bastar, en este artículo no deseo ir en esta línea. Busco
1. Kovacic (2021: 37) la denomina «la principal herramienta analítica del antitrust».
2. Jorge Grunberg y Santiago Montt (2017: 326) afirman que «no es buena idea interpretar el derecho
de la competencia conforme al criterio literal». Por otro lado, Tapia y Montt (2012: 149) al contrastar el
tipo de razonamiento jurídico del TDLC con aquel de la Corte Suprema, afirman que: «la Corte Supre-
ma ha sido poco deferente con el TDLC en cuanto a la interpretación legal. Parece que la Corte Suprema
simplemente impone sus interpretaciones estatutarias sobre las interpretaciones funcionalistas (more
policy oriented) del TDLC». La explicación que encuentran los autores para esta falta de deferencia de la
Corte Suprema es su «desconfianza hacia el TDLC y su excesivo análisis económico (en desmedro de los
clásicos silogismos jurídicos)» (2012: 155).
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demostrar que, más allá del tenor literal (la autoridad), la regla de la razón no es
sustantivamente razonable. Esto, por lo tanto, implica un análisis en términos exclu-
sivamente de lege ferenda.
Es importante que, como dice Black (2005: 72), la regla de la razón es análoga al con-
secuencialismo del acto, en el sentido de que la legalidad de una conducta depende de
sus consecuencias inmediatas o presumibles. A este respecto, el consecuencialismo
del acto es bastante indeterminado y una pregunta clave es ¿cuál es la consecuencia
relevante? Es decir, ¿qué es aquello que se considera anticompetitivo? Así, como bien
destaca Oldham (2006: 12-13), una vez que se afirma que la ilegalidad de la conducta
debe ser determinada de acuerdo con la regla de la razón, la pregunta sobre cuál es el
objetivo de la libre competencia se vuelve insoslayable, pues sin un principio guía la
regla de la razón se vuelve un estándar vacuo que indica que hay que considerar las
consecuencias.3
A este respecto, la principal norma de la libre competencia chilena, el Decreto
Ley 211 en el primer inciso del artículo 3 afirma que «el que ejecute o celebre, indi-
vidual o colectivamente cualquier hecho, acto o convención que impida, restrin-
ja o entorpezca la libre competencia, o que tienda a producir dichos efectos, será
sancionado».
Aquí, lo crucial es que aquello que debe ser negativamente afectado (la libre com-
petencia) es un concepto que tiene textura abierta, es decir, admite varias interpreta-
ciones respecto de las cuales hay tan solo un parecido de familia. Pero no solo tiene
textura abierta, sino que además es un concepto políticamente tematizable.4 Como
han recordado los neobrandesianos, hay diversos objetivos que la libre competencia
puede perseguir: eficiencia asignativa, productiva, dinámica, un proceso competitivo
e incluso dispersar el poder político (Peralta 2022b).
Como veíamos, la aplicación de la regla de la razón lleva a que, aun tras determi-
nar que una conducta es prima facie ilícita, se deba: a) elegir cuál o cuáles son el o
los criterios relevantes para valorar las consecuencias de las conductas, b) ponderar
si la conducta trae más costos que beneficios de acuerdo con los criterios escogidos,
y c) potencialmente hacer tradeoffs si al elegir más de un criterio estos apuntan en
direcciones contrarias.
3. Esto lleva a Blair y Sokol a discutir arduamente sobre cuál es el objetivo de la libre competencia,
pues solo respondiendo esa pregunta se vuelve aplicable la regla de la razón (2012: 471-504).
4. No todos los conceptos con textura abierta son políticamente tematizables. Por ejemplo, prácticas
concertadas es un concepto vago, pero su interpretación no depende de una toma de posición valórica.
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Hacer uso de una regla que es análoga al consecuencialismo del acto (como la regla
de la razón) trae problemas. A este respecto, uno de los estudios más importantes so-
bre los problemas del consecuencialismo del acto es el que realizó John Rawls (1955:
19) que él denomina una concepción sumaria de las reglas:5
Uno supone que cada persona decide lo que haría en casos particulares por aplica-
ción del principio [relevante]. Uno supone además que diferentes personas decidirán
del mismo modo el mismo caso particular y que casos como los ya decididos serán re-
súmenes. Entonces, ocurrirá que en casos de ciertas características la misma decisión
tendrá que ser tomada por la misma persona en distintos momentos o por diferentes
personas al mismo tiempo. Si un caso ocurre de modo suficientemente frecuente, uno
supone que se formula una regla que cubre casos de ese tipo. Llamo a esta concepción
«visión sumaria» porque las reglas como resúmenes son entendidas como resúmenes
de decisiones pasadas, para llegar a las cuales el principio fue directamente aplicado a
los casos particulares. Las reglas se consideran como informes de que ciertos tipos de
casos se han resuelto apropiadamente de cierta manera, sobre otras bases.
Esto importa, pues que las reglas no tengan normatividad implica que siempre
pueden ser dejadas de lado, lo que en parte explica la indeterminación a la que es
asociada la regla de la razón. Un ejemplo (que el mismo Rawls usa y sobre el cual
volveremos más adelante) puede ilustrar la importancia del punto. Asumamos que
el propósito del sistema penal es la prevención general negativa de conductas ilícitas
(esto es disuasión general). Si esto es así y los jueces penales adoptan una visión de las
reglas como si fueran meros resúmenes, si bien normalmente aplicarían el derecho
5. Vale la pena hacer una clarificación metodológica. Lo que Rawls denomina una concepción suma-
ria de las reglas corresponde a lo que se llama un utilitarismo del acto, mientras que lo que Black asocia
a la regla de la razón es el consecuencialismo del acto. El consecuencialismo del acto y el utilitarismo
del acto no son lo mismo, sino que están en una relación de género especie. El consecuencialismo del
acto es una doctrina filosófica que dice que lo buena o mala que es una cosa se debe determinar a partir
de un balance de todas sus consecuencias. Por contraste, el utilitarismo del acto discrimina entre las
consecuencias relevantes y afirma que la única consecuencia relevante es la utilidad.
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6. Por ejemplo, podría ser que ante un caso especialmente polémico fuese desde esta óptica necesario
castigar a alguien inocente para así dar la impresión a los potenciales delincuentes de que la comisión
de un delito no queda impune. Lo anterior sería posible pues, a fin de cuentas, las reglas (entre ellas el
principio de culpabilidad) serían meros resúmenes sin fuerza propia.
7. En el ejemplo anterior tan solo asumimos que el principio relevante era la prevención general
negativa.
8. Y, como dice Stucke (209: 1.442), los economistas, y aún más los jueces, no están bien equipados
para cuantificar el valor de diversos tipos de competencia, tales como competencia intramarca, la efi-
ciencia estática o dinámica, y el impacto que tiene una restricción de comercio en la competencia.
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Pero este estándar no es solo inmanejable para los agentes económicos, sino tam-
bién para las cortes. A modo de observación inicial, debemos notar que desde un
plano puramente conceptual este estándar es perfectamente inteligible: se determina
cuál es el principio que se quiere avanzar y luego se ve si en un determinado caso este
principio es, en el balance, maximizado o no. Con todo, el problema de la regla de la
razón no es conceptual, sino que es institucional.
Respecto de estas dificultades institucionales, Sunstein (1998: 1.051) cree que hay
dos preguntas relevantes. Primero, una relativa al costo de los errores, es decir, res-
pecto de cuál aproximación lleva a más y más graves errores. Segundo, una relativa
a los costos de decisión, es decir, respecto de cuál aproximación lleva a más y más
costosas decisiones. Dicho esto, es posible opinar que la decisión de muchas cortes de
no sancionar conductas que caen bajo la regla de la razón se corresponde a los costos
de la decisión, pues esto lleva a más y más costosas decisiones.
En cuanto a los costos de decisión, como dice Wu (2018: 2), la maximización de un
valor, particularmente uno tan abstracto como el bienestar, necesariamente pone a los
aplicadores del derecho y al poder judicial en una posición desafiante, pues el bienes-
tar es abstracto y, en última instancia, inmedible. Además, como afirma Stucke (2009:
1.440), bajo la regla de la razón quien realiza el análisis fáctico considera todas las cir-
cunstancias del caso al decidir si una conducta debiese ser sancionada. Y el problema
es que ponderar costos y beneficios de una práctica en particular usualmente excede
la capacidad de los litigantes, la corte y las agencias; al mismo tiempo que balancear
valores sociales inconmensurables al evaluar una práctica excede la competencia de
las agencias reguladoras y las cortes. Como sostiene Christodoulidis (1999: 235):
Las infinitas posibilidades de identificar eventos y descifrarlos mediante símbolos
es reducida mediante sistemas como el derecho que proveen un conjunto limitado
desde el cual las selecciones pueden ser realizadas y, ocasionalmente, probar las va-
riaciones. El mundo se vuelve significativo como legalmente relevante mediante la
selectividad, el alineamiento a referentes provistos por el derecho.
Sobre este punto, vale la pena notar que al analizar si acaso es mejor tener reglas o
estándares amplios, Crane (2007: 64) afirma que muchos académicos creen que decir
que una práctica cae bajo la regla de la razón derechamente implica la legalidad de
la conducta y que tal afirmación no está lejos de ser cierta. Esto es así porque la regla
de la razón es inmanejable para las cortes, por lo que salvo que haya un caso donde
el daño competitivo sea manifiesto, estas evitarán sancionar pues, en estos casos, no
solo se tiene que establecer caso a caso si una conducta es anticompetitiva o no, sino
que además tienen que elegir cuál es el principio que quieren maximizar. En parte,
esto llevó a Richard Posner (1977: 14) a sentenciar que el contenido de la regla de la
razón es en gran medida desconocido; en la práctica es poco más que un eufemismo
para afirmar que hay una exención de responsabilidad.
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Por esto, mi hipótesis es que la regla de la razón ha empujado a que las cortes
adopten un criterio interpretativo conservador, para así evitar aplicar una regla que
no están debidamente preparadas para aplicar. Con todo, es importante notar que es
solo la prudencia institucional de los jueces lo que impide que el uso de la regla de la
razón se vuelva aún más problemático y que sea usada para una aplicación agresiva
(y quizá irresponsable) de la normativa. Es decir, los límites que hay para un uso
agresivo de la institucionalidad no están ligados ni al diseño institucional (el cual
empodera bastante a los jueces) ni al tenor literal de la norma (el cual es bastante
generoso).9 Además, al menos en Estados Unidos, esta exclusiva dependencia de los
jueces ha llevado a que con una misma normativa e institucionalidad se hayan perse-
guido diversas políticas que son bastantes diferentes entre sí. Como dice Diane Wood
(2019: 3), desde que se promulgó el Sherman Act se han perseguido diversas políticas
públicas, tales como reprimir con vigor trusts, control de mercado durante la Gran
Depresión, medidas agresivas hacia los carteles internacionales, movimientos que
buscan controlar el tamaño de las empresas, entre otras opciones.
Es más, según Stucke (2009: 1.386), dado que juzgar un caso bajo la regla de la
razón es tan costoso, es probable que menos transgresiones a la norma sean llevadas
a juicio. Al menos en Estados Unidos, cuando los casos son juzgados bajo la regla de
la razón los acusados prevalecen en el 97% de las veces (en 335 de 344 casos) (Stucke,
2009: 1.424). Así, como dice Posner, el contenido de la regla de la razón en la práctica
es poco más que un eufemismo para afirmar que hay una exención de responsabili-
dad. Y a esto hay que sumar todas las infracciones que ni si quiera llegan a la corte
dada esta desalentadora cifra.
Por supuesto, no afirmo que en Chile ocurra exactamente lo mismo. Pero es posi-
ble afirmar que, por las consideraciones recién apuntadas, no sería sorprendente que
fuera el caso (más bien, todo lo contrario). Todo esto, evidentemente, tiene un im-
pacto relevante en lo que se pueda hacer por la defensa de los mercados. En esta línea
está Kovacic (2021: 42), quien cree que, debido al costo asociado a su uso, las variantes
más elaboradas de la regla de la razón pueden desincentivar desafíos a conductas que
dañan la competencia y que reglas menos complejas podrían tratar adecuadamente.
Y como sentencia Stucke (2009: 1.460), si es demasiado costoso defender nuestros
derechos la ley es majestuosa en teoría, pero impracticable en la realidad.
9. El inciso primero de la letra a) es tan amplio que incluso hay autores que lo han catalogado como
«un cheque en blanco» (Agüero, 2011: 6).
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recho frente a la discreción judicial y quitaría un peso a los jueces y se prestaría para
mayor eficacia institucional, pues ya no habría jueces que evitaran sancionar por las
complicaciones institucionales de tener que considerar tantos factores en cada caso.
A pesar de estos problemas, actualmente predomina el (ab)uso de la regla de la
razón al interpretar nuestras normas sustantivas. Y, como veíamos, el problema de
interpretar todo de acuerdo con la regla de la razón es que implica adoptar una forma
de consecuencialismo del acto, donde en cada caso se debe determinar primero, qué
se busca maximizar y, segundo, si todas las consecuencias del caso maximizan este
principio o no.
Más allá de estos problemas, no creo que la actual hegemonía de la regla de la
razón haya ocurrido porque sí. Como dice Khan (2018: 972), reorientar el antitrust
hacia el bienestar (lo que ha ocurrido los últimos años) ha venido de la mano con
alejarse de la regla per se y acercarse a la regla de la razón. Y esto se explica en que
centrar el análisis legal en consideraciones de bienestar empuja a depender de mo-
delos que buscan analizar caso a caso si una actividad es anticompetitiva (2018: 973).
El auge de esta forma de interpretar el derecho se debe a una reacción institucio-
nal que ha sido empujada por lo difícil que es tener reglas pétreas en un área tan cam-
biante como el antitrust (que está atado a los vaivenes del conocimiento económico).
Así, las cortes desarrollaron la regla de la razón como una forma de escapar del molde
demasiado estrecho de reglas rígidas. Como dice Areeda (1981: 25-26), cuando las
cortes pasan a tratar una conducta bajo la regla de la razón, están respondiendo a la
camisa de fuerza clasificatoria que se pusieron a sí mismas y de la cual tienen dificul-
tades para escapar.11
A este respecto, Crane (2007: 109) cree que la aproximación dominante actual
se asemeja al common law. Esto, pues en ese sistema impera una interpretación más
flexible de los textos, en que predomina un razonamiento ex post que considera múl-
tiples factores. La postura de Crane es correcta y está directamente relacionada con
el predominio de la regla de la razón en este momento, pues tanto esta regla como el
common law comparten una aproximación instrumental hacia las reglas,12 donde lo
determinante no es el tenor literal, sino avanzar cierto principio donde, a la inversa
de Hobbes, la verdad y no la autoridad hacen la ley.13
11. Que la regla de la razón es una innovación jurisprudencial es algo que se explica en Peralta (2022a:
161-162 y 168 y ss.) y Stucke (2009: 1.389 y ss.).
12. Mientras que Black analiza la regla de la razón bajo un consecuencialismo del acto, Atria (2016: 57)
analiza el common law de la misma manera.
13. A este respecto, «la visión temprana [y] moderna del common law comparten la idea de que este
surge a partir de decisiones judiciales o bien de la autoridad de los comentadores u otros profesionales
destacados, y no como el acto de un rey o bien de alguna otra autoridad o institución dedicada a la
producción del derecho» (Yowell, 2012: 505). Como he intentado demostrar, esto mismo ocurre bajo
la regla de la razón.
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Bajo el common law, la tarea básica de una corte es especificar estándares abstractos
(que a menudo apelan a la razonabilidad) y adaptar normas legales a contextos par-
ticulares en la medida que los hechos, su entendimiento social y valores subyacentes
cambian a lo largo del tiempo (Sunstein, 1998: 1.019). Así, bajo esta comprensión del
derecho, hay una especie de combinación de lo universal y lo particular (Atria, 2004b:
103). Por un lado, es universal pues puede reconducirse a principios universales de
justicia y razón.14 Y, por otro, es particular, dada la importancia del derecho consue-
tudinario: la costumbre tiene valor puesto que es el precipitado de la experiencia in-
memorial respecto de cómo ejecutar esos principios universales de justicia y razón.15
Bajo esta comprensión jurídica, las reglas no constituyen el derecho, sino que son
reglas de experiencia, indicios que permiten determinar lo que es derecho (esto es,
la mejor comprensión de los principios universales del derecho natural aplicados a
circunstancias específicas) con independencia de las reglas (Atria, 2004b: 104). A este
respecto, como dice Yowell (2012: 510):
La práctica de los jueces en el common law es proveer una suficiente justificación para
la decisión adoptada, pero no es ni requerido ni esperado de ellos que justifiquen su
decisión sobre la base de los elementos necesarios y constitutivos de la regla aplicable.16
Es decir, si hay una regla que no se considera valiosa, esta puede ser dejada de
lado. Esto, por supuesto, afecta la predictibilidad del derecho y es por ello que Yowell
(2012: 507) afirma que uno de los principales problemas de esta aproximación «es que
los cambios introducidos por los jueces a la legislación en un caso concreto tienen
efectos retroactivos respecto de las partes», lo que tiene serios problemas de funcio-
nalidad y legitimidad.
Esto mismo, como veíamos, ocurre al analizar bajo la regla de la razón las conduc-
tas prohibidas: que haya una norma que castigue cierta conducta es un buen indicio
de ilicitud, pero no es decisivo. Así, como dice Sunstein (1998: 1.059), bajo la lógica
del common law:
14. La regla de la razón también es universal en este sentido: puede reconducirse a un principio uni-
versal, es decir, algún tipo de competitividad.
15. La regla de la razón también es particular pues para su aplicación es importante el conocimiento
económico acumulado.
16. Por contraste, bajo una comprensión moderna, la ley «es artificial, no natural. Una regla no es vá-
lida porque es razonable, sino porque es deseada por el soberano: auctoritas, non veritas facit legem. En
consecuencia, las normas jurídicas ya no pueden ser entendidas como el reporte de quien ha destinado
su vida al estudio de la racionalidad intrínseca de las relaciones humanas, ellas son la ley en el sentido
de que ellas constituyen el derecho. No hay razón intrínseca en la legislación» (Atria, 2004b: 102). A esto
apunta la referencia de Rosler más arriba según la cual el derecho es como una enciclopedia.
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A este respecto, hay quienes creen que este es el rol que ha adoptado el Tribunal
de Defensa de la Libre Competencia (TDLC). Así podemos ver a Agüero (2011: 6),
quien es de la postura de que este tribunal es un regulador de comercio, cosa que se
sigue del hecho de que:
El artículo 3 del Decreto Ley 211 sea en realidad, siguiendo a Easterbrook, un che-
que en blanco, quedando delegada la facultad de definir el derecho y política de la
competencia en el TDLC, principalmente por la vía de resolver jurisdiccionalmente
litigios de conformidad al artículo 18 número 1 y 20 del Decreto Ley 211.17
Así, debe quedar claro que es problemático que en una sociedad moderna cambios
tan importantes respecto de la regulación del mercado dependan tan solo de interpre-
17. Así, Agüero ha llegado incluso tan lejos como para decir que «el derecho de la competencia es lo
que los tribunales dicen que es» (Francisco Agüero, «El estudio del derecho de la competencia por medio
de la jurisprudencia», Centro Competencia, 4 de mayo de 2022, disponible en https://bit.ly/3hrTTGJ).
Asimismo, afirma que «el órgano judicial termina situado en una posición de regulador del comercio.
La Corte o Tribunal dará contenido a la ley por la vía de resolver casos individuales, siendo dicha Corte
o Tribunal el ente que en definitiva adopte las decisiones de política pública relevantes en materia de la
competencia» (2011: 5).
18. Como dice Stucke (2019: 1.465-1.466) respecto del contexto norteamericano: si algo ha hecho la
corte es reducir la precisión, objetividad y predictibilidad de la regla de la razón al reinventar los objeti-
vos de la Sherman Act para que estos calzaran su nuevo entendimiento económico. Así, el vacuo están-
dar de la regla de la razón no alcanza a constreñir el ejercicio arbitrario del poder por parte de las ramas
ejecutivas y judiciales del Estado y deja a los litigantes atascados en un litigio interminable y costoso.
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Esto nos lleva a considerar la forma en que se tematiza la relación entre el Poder
Legislativo y el Poder Judicial desde la perspectiva del common law. Según Atria, bajo
esta visión lo que hace el Poder Legislativo al dictar una norma es intentar determi-
nar qué es lo razonable en las circunstancias. Y como bajo esta comprensión las reglas
son aproximados de qué es lo que el derecho requiere, «es posible que el parlamento
yerre, en el mismo sentido en que una decisión judicial puede errar si no refleja las
leyes aplicables; tal como en el caso de un tribunal, sin embargo, esto no significa
que una decisión por ser errada sea invalida» (2004b: 106). Esto nos muestra que en
última instancia una decisión del parlamento (o Poder Legislativo en general) puede
ser incorrecta y, al mismo tiempo, válida en tanto que esté emitida por el órgano
competente.
Con todo, el problema es que la práctica de distinguir entre la incorrección y la
validez del derecho legislado es inestable. Bajo una comprensión según la cual las
reglas operan como resúmenes, las mismas reglas que consagran la separación de
poderes pueden ser dejadas sin efecto, ya que estas tampoco tienen fuerza propia. En
esta línea, Crane (2021a: 8) observa lo siguiente:
Que jueces no electos abiertamente creen derecho, quizás incluso en contra de la
voluntad expresa del Congreso, parece formalmente antidemocrático. Pero si el sis-
tema funciona y logra gran aceptación a lo largo del tiempo, quizás necesitamos un
entendimiento más funcional que formal de la democracia.
Aquí, el énfasis de Crane está en que puede ser que necesitemos un entendimiento
donde, a fin de cuentas, lo que dota de legitimidad a las normas es su funcionalidad
(funcionalidad a lo que diga el conocimiento experto), lo que implica tratar a las re-
19. Como dice Katz (2020: 413), bajo una visión tecnocrática del antitrust, las cuestiones legales han
de ser decididas exclusivamente sobre la base de un análisis económico supuestamente objetivo que no
admite ninguna consideración o perspectiva fuera de aquellas de los economistas y expertos del campo.
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Crane dice que su tesis es descriptiva, no prescriptiva (2021b: 1.250). En este ar-
tículo mi intención sí es ser prescriptivo. Este patrón antitextualista implica nada
menos que la insubordinación de las cortes a quien tiene el legítimo poder de crear
normas: el Poder Legislativo o la administración, es decir, los poderes del Estado
democráticamente legitimados.21
En síntesis, la aproximación vigente en libre competencia —donde se aproxima
a los casos mediante un canon interpretativo flexible y abierto a todo tipo de con-
sideraciones y donde se considera que un tribunal como el TDLC tiene un cheque
20. Esto es ilegítimo, pues como nos recuerda Oldham, incluso si el resultado fuera funcionalmente
deseable la deseabilidad funcional no implica consistencia con las formalidades de la Constitución y el
Estado de Derecho (2006: 19).
21. Y es que la legitimidad de las normas proviene de su validez procedimental, no de su razonabili-
dad. Como dice Oldham (2006: 55) mediante esta empresa de creación normativa de common law las
cortes federales han abandonado sus obligaciones de interpretación estatutaria y han usurpado la pre-
rrogativa legislativa de crear reglas, así poniendo en riesgo la separación de poderes.
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Cuando se lo compara con una corte de common law, las agencias tienen un
mejor entendimiento de los hechos relevantes, y también tienen un grado de
responsabilidad política, lo que es tanto una virtud como potencial vicio. El rol
de common law de las agencias es una función de la especificación de términos
estatutarios que resulta de nuevo conocimiento empírico, un cambio de valores,
o una combinación de ambos factores.
Así, en una era que premia tanto la responsabilidad democrática como el conoci-
miento técnico que proviene de la especialización, es solo natural que el proceso de
actualizar la ley y adaptarla a las particularidades de casos individuales sea una tarea
que recaiga en agencias administrativas (Sunstein, 1998: 1.068).
A este respecto, por las consideraciones que expone Sunstein, creo que sería me-
jor si el sistema de libre competencia estuviera regido por un modelo administrati-
vo, siguiendo ejemplo de la Unión Europea, entre otras jurisdicciones. Con todo, no
quisiera aprovechar esta instancia para argumentar a favor de aquello, sino más bien
explorar qué posibilidades hay de mitigar los problemas hasta aquí expuestos median-
te las herramientas de corte administrativo que ya tiene la institucionalidad vigente.
Dicho esto, analizaré antes algunas posibles objeciones. Primero, que la caracteriza-
ción aquí ofrecida de la regla de la razón es caricaturesca o imprecisa pues esta tiene
versiones más sofisticadas que implican una compleja distribución de cargas de la
prueba.
Según esta lectura, bajo la regla de la razón, primero, se analiza si existe una con-
ducta prima facie incorrecta; segundo, pasa al acusado la carga de demostrar que su
conducta tiene un objetivo legítimo (si no se lo demuestra, la conducta es sanciona-
da); tercero, si el acusado logra aquello, el acusador debe demostrar que hay medios
menos gravosos para lograr tal objetivo (si esto se demuestra, se pasa a condenar), y,
en cuarto lugar, incluso si esto no es demostrado, se pasa a balancear los efectos pro-
competitivos y anticompetitivos de la conducta imputada y si el balance es negativo
se sanciona (Hovenkamp, 2018: 103-104).
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Esta versión de la regla de la razón es plausible. Pero el punto es que si bien puede
ser algo más administrable que su versión más tosca, como dice Carrier (2019: 54),
es parte inherente de esta regla la presencia de un momento ponderativo donde todo
aspecto es considerado. Y esto es problemático, por todas las razones ya señaladas y
porque, como dice Hovenkamp (2018: 133), una prueba que hace que toda cuestión
sea relevante no nos entrega nada útil pues no nos da ninguna métrica para ponderar
o si quiera identificar los factores importantes.22
Otra posible objeción es que el debate no se reduce a una disyuntiva entre la regla
per se y la regla de la razón. Así, se ofrecen algunas pruebas intermedias, habiendo un
continuo entre ambos tipos de reglas. Un ejemplo, es la regla quick look, la que me-
diaría entre ambas reglas al mostrar que estas dos categorías no agotan el debate. Esta
regla se aplica ante conductas que prima facie parecen ser anticompetitivas pero que,
como ocurren en mercados nuevos, respecto de ellas se admite que existan defensas
de eficiencia, lo que no ocurre bajo la regla per se (Shulman, 2001: 89).
Respecto de este punto, primero, vale la pena notar que esta regla sí se asemeja a
la regla de la razón en cuanto a que sí exige que exista un análisis de efectos, el que,
si bien es más restringido, aun viene de la mano con los principales problemas de la
regla de la razón: a) tener que elegir un estándar a partir del cual valorar las conse-
cuencias y b) hacer un análisis casuístico de ponderación de consecuencias. No por
nada autores como Kovacic (2021: 52) denominan a la regla quick look una variante
truncada de la regla de la razón. Como dice Hovenkamp (2018: 126), la regla quick
look no tiene una definición clara y lo que la distingue de otros modos de análisis es
el número de presunciones y atajos probatorios.
Pero quien cree firmemente en la existencia de un continuo entre la regla de la
razón y la regla per se podría insistir. Quien provee una instructiva formalización de
este supuesto continuo es Katsoulacos. Él afirma que existe un continuo cuyos extre-
mos son los juicios puramente basados en presunciones (la regla per se estricta, que
se basa en la mera caracterización de la conducta) y los juicios basados en el análisis
de todo impacto posible de cierta conducta (la regla de la razón). Así, avanzando
desde la regla per se estricta a la regla de la razón, nos encontramos en un camino
en que cada vez agregamos más filtros que nos entregan más información (2021: 5).
Según este modelo, el espectro sería: 1) se caracteriza tan solo la conducta impu-
tada (regla per se estricta); 2) se analiza además si hay poder de mercado (regla per
se modificada); 3) se añade el análisis de si hay potencial dañino para la competencia
(una regla que truncadamente analiza los efectos de la conducta); 4) el enjuiciador se
pregunta si hay o no potencial para que haya pérdida del bienestar del consumidor,
22. Por esto Hovenkamp (2018: 133) dice que aquí se debe introducir la métrica del bienestar del con-
sumidor. Pero que esta métrica es necesariamente aquella que se ha de aplicar es algo disputable (Peralta,
2022b; Kovacic 2021: 89).
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tivo —algo que tan solo dependiera de las cortes—, no habría hecho falta la reforma.
Por esto, no es un modo de análisis la decisión de aplicar la regla per se o la regla de la
razón (Peralta, 2022a: 168 y ss.).
Que la decisión referida a cuál norma aplicar sea entendida como la aplicación del
derecho en vez de su creación solo es inteligible desde la perspectiva del common law.
Esto, pues solo así podemos entender que el derecho se determina caso a caso, y que
las reglas preexistentes son meros resúmenes descartables respecto de qué exige el de-
recho. Aquello, pues bajo esta visión un juez «[es] mucho más cercano a un gestor po-
lítico que lo que puede ser aceptado hoy en día. La función judicial […] [es] entendida
como un proceso continuo de búsqueda del derecho objetivamente justo y bueno»
(Bordalí, 2020: 257-258). Desde esta mirada, todo se trata de la aplicación de aquello
que se entiende como correcto con relativa independencia de las reglas preexistentes.
Y es que, desde esta perspectiva, «el poder político no tiene la capacidad para crear
derecho. El orden jurídico […] se asume como existente; [y] el titular del poder es
garante del orden jurídico, pero no su creador» (Bordalí, 2020: 256-257).
Por contraste, bajo una comprensión moderna del derecho, este es «como una en-
ciclopedia que debemos consultar y obedecer, aunque sepamos que el conocimiento
que nos brinda es erróneo, ya que la idea misma de autoridad supone que tenemos
razones para respetarla, incluso si sabemos que la acción prescrita es errónea» (Ros-
ler, 2020: 166). Es decir, aquí no tiene cabida la pregunta de Hovenkamp sobre cuál
regla se ha de aplicar, pues aquí las reglas existen y obligan con independencia de si
son razonables y ya no se trata de que «quien juzga determina el principio general del
derecho y hace aplicación de él a los casos particulares» (Bordalí, 2020: 257).
Para ponerlo en aun otros términos, mientras que bajo el common law son las
particularidades del caso las que definen cuál es la regla aplicable, bajo una visión
moderna del derecho es la regla la que define cuáles son los rasgos relevantes del caso
(esto es el supuesto de hecho de la norma). Así, desde una perspectiva moderna, cada
vez que el sistema actualiza la instancia desde el punto de vista de aquello que la regla
sostiene como significativo y construye sobre sus generalizaciones, al mismo tiempo
suprime rasgos relevantes para otros observadores, rasgos de la particularidad de la
cuestión cuando es observada desde otro punto de vista (Christodoulidis, 1999: 234).
Así, como dice Kovacic, al menos en Estados Unidos, han sido los principios del
common law los que han guiado la tarea de definir cierta conducta como una que
cae bajo la regla per se o la regla de la razón. Dicho aquello, este mismo autor nota lo
que vimos antes, que por su obligación de resolver disputas concretas las cortes no
pueden llevar a cabo procedimientos para discutir y analizar el desarrollo del dere-
cho como un todo. Ante este problema, Kovacic correctamente nota que la vía hacia
adelante es que haya evaluaciones periódicas, que haya un ente que cree normas de
rango administrativo (2021: 65-82).
La próxima sección analiza una solución de este tipo dentro de nuestro contexto.
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23. Elizabeth Warren, Center for American Progress Ideas Conference, 16 de mayo de 2017, disponible
en https://bit.ly/3HJ4Fmm.
24. Tras casi veinte años desde su entrada en vigor, se han dictado tan solo cuatro instrucciones gene-
rales al 7 de julio de 2022. Véase https://bit.ly/3VZ1lYJ.
25. Creo que esta es la postura de Posner cuando afirma que debe ser admitido que la ciencia econó-
mica es más útil para decidir cuáles prácticas deberían y cuáles prácticas no deberían ser consideradas
como per se restrictivas del comercio, que para guiar casos particulares en que se afirman que una regla
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de antitrust serían como reglas del juego, donde los jueces determinan en cada caso
si se infringió o no una regla cuya idoneidad para preservar el juego competitivo fue
determinada en un momento anterior.
Además, como menciona el artículo 31, para dictar estas instrucciones generales
se debe seguir un procedimiento en el que «el decreto que ordene la iniciación del
procedimiento se publicará en el Diario Oficial y en el sitio de internet del Tribunal
y se notificará, por oficio, a la Fiscalía Nacional Económica, a las autoridades que
estén directamente concernidas y a los agentes económicos que, a juicio exclusivo del
Tribunal, estén relacionados con la materia», luego se citará a una audiencia pública
«para que quienes hubiesen aportado antecedentes puedan manifestar su opinión» y
«de oficio o a petición del interesado, el Tribunal podrá recabar y recibir los antece-
dentes que estime pertinentes». Es decir, estamos frente a un procedimiento bastante
participativo.
Es importante señalar que, como dicen García y Cordero (2012: 422), puede haber
independencia al mismo tiempo que accountability. Así, es relevante que el proce-
dimiento para dictar estas instrucciones sea altamente participativo y transparente,
pues de esta forma se pueden mitigar los déficits democráticos de la toma de decisio-
nes del TDLC, al mismo tiempo que mantiene su autonomía orgánica. De esta forma,
el ente podría mantener una política estable, en tanto que cambiar su composición
orgánica de manera importante tomaría tiempo, y asimismo esta institución tendría
que soportar el peso del escrutinio de la opinión pública al tener que fundamentar
explícitamente sus decisiones de política pública. Esto es relevante, pues un mayor
accountability por sus decisiones compensa su autonomía.
Además, esta mayor transparencia tiene otras virtudes. Actualmente, es solo tras
una sentencia que un actor económico se puede enterar qué es aquello que a fin de
cuentas constituye, por ejemplo, un abuso de posición dominante según el TDLC.
A este respecto, como indica Yowell, el problema de una aproximación de common
law, como la actualmente imperante, es que bajo ella «los cambios introducidos por
los jueces a la legislación en un caso concreto tienen efectos retroactivos respecto de
las partes» (2012: 507). En este sentido, es importante recordar que el Decreto Ley 211
actualmente contiene normas que no solo tienen textura abierta, sino que además su
aplicación presupone una toma de decisión respecto del valor que irá a ser persegui-
per se no es aplicable (1977: 20). A este respecto, mi impresión es que la mejor interpretación de esta afir-
mación es que el razonamiento económico (o en general, consecuencialista) debe ser empleado para ha-
cerse preguntas sobre la institución (esto es qué prácticas sancionar), no para hacerse preguntas dentro
de la institución (si acaso una determinada conducta debe ser sancionada o no). A este respecto, según
Ryan Stones, los padres fundadores de la Escuela de Chicago en antitrust desconfiaban de la casuística
y reivindicaban una incorporación ex ante del aprendizaje económico en reglas generales que, aunque
distinguieran imperfectamente entre conductas eficientes e ineficientes en algunos casos, en general
reconcilian los objetivos de eficiencia, certeza legal y administrabilidad (2018: 16).
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do. Esto lleva a que, en un sistema gobernado por sentencias judiciales, el entendi-
miento que el tribunal tiene de tales normas solo sea conocido de manera ya tardía
por los actores económicos, es decir, una vez que ya han sido sancionados.
Por contraste, dictar instrucciones generales mitiga este riesgo, pues así se dis-
tingue el momento de la creación de la regla del momento de su aplicación. Así, la
potestad regulatoria del TDLC responde a la amplitud del ilícito anticompetitivo del
Decreto Ley 211 y es por esto que esta tiene como finalidad «perseguir seguridad ju-
rídica, estableciendo ex ante los criterios que usará el TDLC al examinar conductas
empresariales» (Agüero, 2011: 18).26
Además, y en relación con esto, hacer uso de esta facultad permitiría una regu-
lación más fina. Así, podría haber normas distintas, por ejemplo, en mercados más
concentrados y con mayores barreras de entrada. Como bien dicen Velozo y Gonzá-
lez (2011: 48), esta facultad permite dictar:
Un conjunto de reglas que no solo permiten acceder ex ante a los criterios de
interpretación y aplicación de la legislación de defensa de la competencia a casos
particulares y permite el establecimiento de mecanismos destinados a minimizar
los riesgos de lesión a la libre concurrencia en determinados mercados, sino que
también habilita al TDLC, en casos calificados, a promover la competencia en los
mercados, conforme a la ley.
Es decir, se puede regular cosas que van más allá de los explícitamente menciona-
do en los tipos infraccionales del artículo 3 del Decreto Ley 211, pues:
No es una exigencia jurídica que los actos o convenciones que sean regulados en
uso de esta potestad necesariamente constituyan infracciones en sí mismas, pues el
tenor literal del artículo 18 número 3 del Decreto Ley 211 es claro cuando distingue
que los actos o contratos objeto de la regulación pertinente deben tener «relación con
la libre competencia» o bien la potencialidad de »atentar contra ella» (2011: 49-50).
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Así, al menos el uso de esta facultad ayuda a disminuir la incertidumbre que im-
plica tener un tribunal que aplica (o más bien, crea) derecho al modo del common
law. Además, esta facultad debería ser usada pues se ganarían las ventajas de tener
reglas claras, sin tener que pagar todos los costos de infra y supra inclusión que nor-
malmente viene de la incapacidad de modificar las reglas de manera ágil que tiene el
Congreso, pero que no debería tener el TDLC.
Con todo, quiero responder un par de potenciales objeciones. A este respecto, una
pregunta importante es por qué se ha usado tan poco esta facultad. Alguien podría
apuntar a que el escaso uso de esta herramienta en los hechos demuestra que el siste-
ma gobernado mediante sentencias judiciales está funcionando adecuadamente. Así,
hacer uso de esta facultad no sería solución para ningún problema, pues en rigor no
habría problema alguno. Es más, se podría agregar que al usar esta facultad se crea
un nuevo problema, pues mientras en los otros casos el TDLC desarrolla la función
propia de un tribunal (decidir casos particulares), al hacer uso de esta facultad estaría
derechamente usando facultades administrativas.
A este respecto, que el uso de esta facultad no se perciba como la solución a un
problema en parte se explica porque actualmente no se detecta un problema con el
estado actual del sistema chileno de libre competencia. Como vimos, hay comenta-
ristas que no ven un problema en que se apliquen normas altamente indeterminadas
y con que el TDLC, mediante sus sentencias, tenga un rol regulatorio. Pero, como
vimos, este problema no es perceptible para quien analiza las cuestiones jurídicas
desde la perspectiva del common law, pues bajo esta visión todo el derecho es pen-
sado como algo que es determinado caso a caso, un juez es mucho más cercano a
un gestor político y la función jurisdiccional se entiende como un proceso continuo
de búsqueda del derecho objetivamente justo y bueno (Bordalí, 2020: 257-258). Así,
se trata de descubrir el derecho objetivamente correcto, no de implementar normas
preexistentes. Pero el punto es que una vez que uno rechaza esta postura y comienza
a entender el derecho como una expresión de voluntad soberana que debe ser aplica-
da más allá de si se la considera razonable, entonces, pasa a ser problemático que las
cortes determinen caso a caso el contenido del derecho.
Por esto, no tiene asidero la potencial crítica de que al dictar sentencias el TDLC
está efectivamente ejerciendo una función jurisdiccional, mientras que si empieza a
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dictar instrucciones generales está creando derecho en vez de aplicarlo, lo que sería
más problemático. Esto es así solo desde una perspectiva formal, en la que se asume
que porque se dictan sentencias para casos particulares no se desarrollan atribucio-
nes regulatorias. El punto es que, materialmente, sí se desarrolla un rol regulatorio
por parte de un tribunal, pues vista la actuación del TDLC desde una perspectiva
moderna, lo que este hace es crear derecho.
Por eso, la crítica de este artículo no confunde la función regulatoria con la función
jurisdiccional del TDLC. Más bien, lo que este artículo afirma es que dado el estado
actual de la cuestión esta distinción es insostenible pues si bien formalmente el TDLC
actúa como tribunal, materialmente lo que hace es crear derecho. Si esto es así, la pre-
gunta pasa a ser cómo volver de este desarrollo algo que no sea tan problemático. La
hipótesis de esta sección es que si este tribunal ha de desarrollar una función material-
mente administrativa sería mejor que fuera, al menos, en parte llevado a cabo median-
te herramientas administrativas, como la facultad de dictar instrucciones generales.
Así, desde la perspectiva del common law se normaliza la creación de reglas por
un tribunal, pues se entiende que se está aplicando un derecho objetivamente co-
rrecto que existe más allá de las reglas. Pero desde una perspectiva moderna, que
entiende el derecho como una expresión de voluntad soberana a la cual los tribunales
están sometidos, el derecho judicialmente creado es problemático. Esta es la razón
por la que creo que no se ha usado debidamente esta facultad, pues no se la ve como
la solución a un problema, justamente porque bajo la lógica dominante actual no se
percibe problema alguno.
Sobre este particular, es importante entender la relación entre un cierto tipo de
doctrina y las condiciones históricas en las que surge. Vale la pena notar una aguda
observación que realizara Roscoe Pound (1908: 389-390) al explicar la actitud negati-
va de los operadores jurídicos de un sistema de common law ante el derecho legislado.
Explica que como la legislación era relativamente irrelevante durante el periodo de
crecimiento del derecho anglosajón, era natural que el derecho legislado pasara a ser
visto como uno que entregaba reglas para situaciones extremadamente particulares
y circunscritas, como algo excepcional y ajeno al cuerpo jurídico como un todo. En
otras palabras, dado que el sistema anglosajón se desarrolló principalmente mediante
la jurisprudencia al no haber suficiente legislación, luego surgió una doctrina que
normalizó aquello y trató al derecho legislado como algo extraño.
En nuestro contexto, esto permite esbozar la siguiente hipótesis: como el sistema
de libre competencia se ha desarrollado principalmente mediante sentencias, enton-
ces se ha conformado una visión doctrinaria que normaliza aquello. Y es por esto que
no se ve como un problema que requiera de una solución que tengamos un sistema
regido principalmente por la jurisprudencia del TDLC. Pero mirado desde fuera, esto
sí amerita, al menos, ser puesto en discusión, sobre todo cuando hay herramientas
(como la que hemos discutido) que permiten mitigar este problema.
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Agradecimientos
El autor agradece las observaciones de la profesora Dannae Fenner así como de dos
revisores anónimos.
Sobre el autor
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director
Rafael Plaza Reveco
editor general
Jaime Gallegos Zúñiga
comité editorial
José Manuel Almudí Cid, Universidad Complutense, España
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