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_ ¡Deténganse!
La orden se cumple sin remilgo, sin temor. Los dos se van tras él hacia la
oficina y el tumulto expectante lamenta el fracaso de la morbosa diversión. El
verdugo director, Don Fello, llega a la oficina con los mal pelados y cierra la puerta.
Desde afuera sólo escucho el leve crujir de la gaveta del escritorio.
Don Fello sale a la acción con las manos vacías a sortear cada día el peligro
inminente. Nadie conoce la existencia de su arma. Yo me enteré por accidente el día
que entré a la oficina a entregarle la lista de los alumnos con problemas de conducta y
aprendizaje. No quise dejarla sobre el escritorio. Abrí la gaveta y allí estaba. Coloqué
la lista sobre ella y salí sin que me vieran.
Cuando crucé la puerta de la oficina sentí la extraña sensación de que unos ojos
agudos escapados de la gaveta me observaban. Troté por el pasillo deseoso de
encontrarme con Don Fello. Pregunté por él; pero nadie lo había visto. Pensé que
mentían porque veinte minutos antes lo observé conversando con los alumnos del
último año.
Picado por la curiosidad tomé el texto en mis manos. Leí. Cuando terminé el
primer párrafo sentí el vértigo en el pudor de los sesenta. Me dejé caer en el extremo
de la pequeña mesa inclinado hacia la primera página. Era un voluminoso instructivo
con láminas folclor, letras dieciséis, cursivas, ideal para que mis ángeles captaran la
descripción precisa de cada imagen.
Mi lectura mecánica tardaría unos tres minutos _quizás veinte_. Cuando cerré
el texto reparé en el título: ¨Cien posiciones para hacer el amor´´, por el Dr. X.
Aquel título provocó que cayera en crisis el vértigo en mi pudor de los sesenta.
Salí del sagrado salón consciente de que mis alumnos no me vieron entrar ni salir.
Busqué al director y lo encontré junto a su vieja camioneta tratando de llevar a sus
hombros una pesada caja de materiales didácticos. Le dije que yo cargaría la caja, pero
él se negó. Sólo permitió que le ayudara a colocarla en sus hombros.
Y no dijo más.
No sé por dónde salió ni a dónde fue mi miedo. Caminé hasta la puerta sin
abrir. Crucé. Y por primera vez me vi tal cual soy. Y me amé y me comprendí.
Cuando uní el YO y la materia, me dirigí al curso donde me esperaba el mundo
mientras sentía que unos ojos escapados de la gaveta vigilaban mis pasos.