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Palabra

El arma cargada permanecía intacta en la gaveta del escritorio. Conservaba


impecable el estuche de cuero, forrado con un transparente material plástico. Creo que
era propiedad de Don Fello, el director. Pero éste salía disparado de la oficina a
colocarse en medio de dos fieras humanas que se empeñaban en romper la paz
batiéndose a cuchilladas. Allí se hacía presente él, Don Fello, el verdugo; el de las
manos de fuego y látigo en el verbo.

_ ¡Deténganse!

La palabra aterriza y corta el aire; penetra la piel y derrama los síntomas en el


sistema de los adolescentes interplanetarios.

_ Denme las navajas.

La orden se cumple sin remilgo, sin temor. Los dos se van tras él hacia la
oficina y el tumulto expectante lamenta el fracaso de la morbosa diversión. El
verdugo director, Don Fello, llega a la oficina con los mal pelados y cierra la puerta.
Desde afuera sólo escucho el leve crujir de la gaveta del escritorio.

Don Fello sale a la acción con las manos vacías a sortear cada día el peligro
inminente. Nadie conoce la existencia de su arma. Yo me enteré por accidente el día
que entré a la oficina a entregarle la lista de los alumnos con problemas de conducta y
aprendizaje. No quise dejarla sobre el escritorio. Abrí la gaveta y allí estaba. Coloqué
la lista sobre ella y salí sin que me vieran.
Cuando crucé la puerta de la oficina sentí la extraña sensación de que unos ojos
agudos escapados de la gaveta me observaban. Troté por el pasillo deseoso de
encontrarme con Don Fello. Pregunté por él; pero nadie lo había visto. Pensé que
mentían porque veinte minutos antes lo observé conversando con los alumnos del
último año.

Un poco confundido entré al salón de clases y pensé haberme equivocado de


salón porque encontré a los 48 demonios de sexto grado absortos en una lectura que
yo no le había asignado, sobre todo, porque conocía de sobra cuánto odiaban el arte de
leer. Observé en mi mesa un ejemplar del texto que leían mis alumnos. Me acerqué y
empecé a leer, sin dejar de sentir que los ojos escapados de la gaveta espiaban mis
movimientos.

Picado por la curiosidad tomé el texto en mis manos. Leí. Cuando terminé el
primer párrafo sentí el vértigo en el pudor de los sesenta. Me dejé caer en el extremo
de la pequeña mesa inclinado hacia la primera página. Era un voluminoso instructivo
con láminas folclor, letras dieciséis, cursivas, ideal para que mis ángeles captaran la
descripción precisa de cada imagen.

Mi lectura mecánica tardaría unos tres minutos _quizás veinte_. Cuando cerré
el texto reparé en el título: ¨Cien posiciones para hacer el amor´´, por el Dr. X.

Aquel título provocó que cayera en crisis el vértigo en mi pudor de los sesenta.
Salí del sagrado salón consciente de que mis alumnos no me vieron entrar ni salir.
Busqué al director y lo encontré junto a su vieja camioneta tratando de llevar a sus
hombros una pesada caja de materiales didácticos. Le dije que yo cargaría la caja, pero
él se negó. Sólo permitió que le ayudara a colocarla en sus hombros.

Lo seguí a la saga y aproveché para informarle que mis alumnos estaban


leyendo una literatura que no era propia de su edad. Le dije que alguien le estaba
suministrando ese material con malas intenciones. Le dije que con esos benditos
muchachos practiqué todas las estrategias inventadas por los más destacados
pedagogos del planeta para que leyeran las lecturas que vienen en sus libros de
Lengua Española y que son escogidas por las mejores casas Editoras españolas y que
son pura literatura. Le advertí de la acusación que harían los padres ante la Secretaría
de Educación cuando se enteraran de lo que leían sus hijos en el colegio.

Don Fello colocó la caja de materiales sobre el escritorio; respiró profundo


repetidas veces y cuando recuperó el aliento se dejó caer sobre el sillón y quedó en
silencio por unos minutos que a mí me parecieron demasiado largos. Luego se
incorporó; cortó la cinta adhesiva que protegía los materiales en la caja, extrajo de ella
un libro y como si le hablara a él me preguntó en tono suave y firme:
_ ¿Sabe usted por qué es blanca la leche que alimenta a los mamíferos?

Y no dijo más.

Caí en total desconcierto. Nunca se me había ocurrido imaginar alguna razón


para el blanco de la leche. Creo que poco me importaría si fuera azul, amarilla o
verde. Lo más lógico es que fuera del color de los alimentos que ingieren las madres
mamíferas. Pero debía saber por qué la bendita leche sale blanca.

Don Fello, ajeno al cuadro de curiosidad que sembró en mi mente con


semejante pregunta, procedió a clasificar los materiales. No se me ocurrió ofrecerle mi
ayuda en su tarea y sólo reaccioné cuando al concluir su labor le escuché decir:

_ ¡Vaya pastor que vela por la correcta dehiscencia de sus ángeles!

Cuando salí de la oficina me quedé parado tras la puerta tratando de


comprender por qué aquella pregunta del director. De pronto escuché que la gaveta del
escritorio se abría suavemente. Entonces sentí que mi cuerpo se inmaterializaba y
volvía a penetrar en la oficina traspasando la puerta sin abrir. Ya en el interior agudicé
mis sentidos para responderme a mí mismo: ¿Dónde estaba Don Fello? No había lugar
para esconderse ni razones para hacerlo.

Los materiales didácticos organizados sobre la mesa semejaban raciones de


alimento cerebral. Imaginé alguna puerta secreta; examiné el piso, las paredes y el
techo hasta asegurarme de que no existía ninguna puerta secreta y, sin embargo, Don
Fello no estaba.

Hurgué dentro de la caja; vi en su interior restos de cintas adhesivas y un viejo


periódico en cuya primera plana se observaba la destrucción de las torres gemelas y
más abajo, el matrimonio legal de una caravana de parejas homosexuales. Pero allí
dentro no estaba Don Fello.

Ya no quedaba lugar para la búsqueda en aquella oficina. Coloqué mis manos


en un extremo del escritorio e incliné mi cuerpo hacia adelante mientras me exprimía
los sesos tratando de ordeñar una gota de comprensión, de cualquier color. Entonces
advertí que el peso de mi cuerpo no presionaba las palmas de mis manos. Exploré mi
fisonomía y una sensación de miedo recorrió mis sentidos. Todo mi YO era una
sombra viviente, capaz de pensar y de sentir emociones.

Realicé una serie de experimentos para reconocerme a mí mismo: me podía


suspender en el aire; cerraba los ojos y seguía viéndolo todo; podía atrapar los objetos
o penetrar su solidez, según lo decidiera mi voluntad. Llamé con fuerza a Don Fello
para comprobar que podía hablar y el eco de mi voz estalló como un trueno en la
oficina cerrada.
Cuando más concentrado estaba en mis experimentos se me espantó la
memoria al recordar que mi cuerpo material continuaba sin mi YO del otro lado de la
puerta sin abrir. Un miedo inmenso invadió toda mi sombra viviente. Tembló mi fe,
tembló mi confianza, tembló la certeza de que podía cruzar la puerta sin abrir. Sentí
un deseo desesperado de gritar, de correr; de pedir ayuda.

Entonces la vi. La gaveta continuaba abierta. El arma permanecía cargada en


su mismo estuche de cuero y forrada con su transparente material plástico. Pero ahora
podía ver y tocar en su interior. Observé que sus balas estaban hechas de justicia, su
gatillo era una suave lengüetilla de conciencia y que el resto de su estructura era una
compacta masa de comprensión. Cada parte se unía a la otra por medio de una
sustancia indestructible llamada PALABRA.

No sé por dónde salió ni a dónde fue mi miedo. Caminé hasta la puerta sin
abrir. Crucé. Y por primera vez me vi tal cual soy. Y me amé y me comprendí.
Cuando uní el YO y la materia, me dirigí al curso donde me esperaba el mundo
mientras sentía que unos ojos escapados de la gaveta vigilaban mis pasos.

Del libro de cuentos Bajo la sombra,


de José Martínez Flete

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