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Educación, desidia histórica e instrumento político

Enrique Fernández García*

Cualquier asunto magno lo subordinan a sus preocupaciones inmediatas.


Alcides Arguedas

Hay libros que tienen títulos impactantemente imperecederos. No importa que


hayan sido concebidos hace años o hasta decenios; toparnos con su portada, leer
esas palabras que resumirían el contenido, más aún cuando éste resulta crítico,
puede invitarnos a consumar una reflexión provechosa. Ocurre que, si lo
cuestionado entonces no ha variado, puede ser por el hecho de haber despreciado
las ideas que albergan esas obras. Pienso en esto mientras tengo entre las manos un
controvertido volumen que fue publicado el año 1973: La educación como forma de
suicidio nacional, del siempre lúcido Mariano Baptista Gumucio. Su autor sostuvo
allí que la principal razón del atraso de Bolivia es un sistema educativo estéril,
ineficiente y demasiado oneroso. Se observaban falencias en recursos humanos,
materiales, financieros. Había ya mucho por hacer; medio siglo después, los males
persisten.
No es una problemática que pueda considerarse insignificante. Sin embargo,
las atenciones que se brindan al respecto no reflejan auténtico deseo de resolverla.
No niego que, en distintas épocas, regímenes de diversa orientación ideológica se
decantaron por pregonar planes, reformas y hasta revoluciones; supuestamente,
con esos cambios, nuestra situación sería del todo grata. La verdad es que, sin
importar el Gobierno, ninguna de las grandes transformaciones en ese campo fue
consumada según lo anunciado por sus autoridades. Podemos pensar, por ejemplo,
en políticas de los liberales, a inicios del siglo XX, al igual que medidas del
Movimiento Nacionalista Revolucionario y, durante las últimas décadas, el proceso
impulsado por el Movimiento Al Socialismo. Nada de lo hecho por el Estado fue
sobresaliente. El sector privado nos ha salvado apenas de la catástrofe. Pero no
aludo sólo a la negligencia y corrupción fiscales.
Pasa que, cuando se procuró un cambio de mayor profundidad, fue para
favorecer al régimen. No era que, como enseñaba Platón, se buscaba la formación
de buenos ciudadanos; lo pretendido tenía otro fin: esos gobernantes anhelaban
súbditos. Sus planes giraban en torno a imponer e impartir creencias que
justificasen la conquista y conservación del poder. Según este razonamiento, el
sistema educativo equivale a un instrumento al cual se recurre para tergiversar la
historia, despreciando o suprimiendo informaciones que nieguen las supuestas
virtudes del Gobierno. No interesa lo grosera que resulte su manera de proceder.
Sin ningún tipo de vergüenza, puesto que lo suyo es el descaro, reinterpretan
hechos mientras sus víctimas están con vida. Fijan la enseñanza de otra versión del
reciente pasado. Temen a la verdad porque su base radica en el engaño
mayoritario.
Si se acometiese un verdadero avance, nuestros tiempos exigirían el
enfrentamiento de temas que afectan a diversos países. Me refiero al dogmático y
perjudicial rechazo a la ciencia que impregna programas del régimen educativo.
Acontece que, durante estos años, al margen del adoctrinamiento político, se ha
insistido en la inclinación a favor de pseudociencias, supersticiones, mitos
precolombinos, etc. Nada favorable surge por esa vía, pues la solución de muchos
problemas ha sido frustrada, precisamente, por el distanciamiento del
conocimiento que podríamos entender como verdadero. Además, el educar para
conocer y apreciar la ciencia, tal como pasa con el pensamiento filosófico,
contribuye a tener hombres que valoren su libertad, lo cual nunca será irrelevante.
Noble objeto que no fue perseguido como cabe.

*Escritor, filósofo y abogado,


caidodeltiempo@hotmail.com

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