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Este hidalgo leía con gran afición libros de caballerías, y era tanta la afición que
vendió muchas de sus posesiones para comprar más y más libros de estos, ya que se
deleitaba en sus intrincados párrafos. Pero tanto y tanto los leía y pensaba, que al
final perdió el juicio. Discutía con el cura del pueblo sobre quien era el mejor
caballero, el más valiente. Siguió y siguió leyendo, hasta que se le metieron en la
cabeza todas las fantasías caballerescas, y participaba en ellas, luchando con uno y
contra otro.
Impaciente por iniciar aventuras, Don Quijote no esperó más y en un caluroso mes
de julio, con sus armas, armadura, celada para protegerla la cabeza, lanza y adarga
o escudo, subió A Rocinante y salió contento del corral de su casa al campo. Pero
enseguida se dio cuenta que todavía no era armado caballero, nadie le había dado
ese título, y no podría utilizar armas por tanto, por lo que se propuso que el título
de caballero se lo diese el primero que encontrase. Y prosiguió el camino,
fantaseando sobre cómo recordarían en la posteridad sus hazañas y lamentando
que Dulcinea, su amada, no le hubiese mandado comparecer ante ella antes de su
salida. Y así cabalgó durante todo el día, hasta que, cansado y hambriento, llegó al
anochecer a una venta, que a él le pareció castillo. En la puerta encontró a dos
mozas rameras, que a él le parecieron doncellas. Un porquero tocó un cuerno que a
él le pareció un enano que le daba la bienvenida con una trompeta. Las rameras
salieron corriendo, viendo a tan extraño personaje, con esas viejas armaduras, y
don Quijote las tranquilizó con palabras grandilocuentes diciendo que las doncellas
como ellas no tenían nada que temer. Ante tales rebuscadas palabras, las mozas
comenzaron a reír, lo cual dejó a don Quijote contrariado. Salió el ventero, que a
don Quijote le pareció el alcaide del castillo. Este le avisó que no tenía lecho, pero si
todo lo demás, ante lo cual don Quijote no manifestó ningún inconveniente, pues
los caballeros deben pasar calamidades. Añadió que cuidasen bien a Rocinante,
caballo como ninguno, aunque no le pareciera para nada buen caballo. Las mozas le
quitaron la armadura, pero no pudieron quitarle la celada del rostro, y así quedo,
aunque con la visera levantada. De comida le ofrecieron bacalao y un pan negro, y
lejos de rechazarlo, lo dio por bueno, aunque dejaba mucho que desear. Pero a la
hora de comer, el sólo no podía, por la celada, y fueron las mozas las que le tenían
que poner la comida en la boca y hacerle beber vino por una caña. Pero a don
Quijote todo le parecía maravilloso, como si estuviese en un castillo y le estuviesen
agasajando. Pero le preocupaba el hecho de no ser armado caballero.
Acabó rápido la cena para dar solución a esa preocupación. Llamó al ventero e
hincado de rodillas ante él, con solmenes palabras le pidió que le armase de
caballero. El ventero quedó confuso, pero finalmente decidió seguirle la corriente,
lo cual agradeció Don Quijote con un hermoso discurso. El ventero siguió, pero ya
buscando reírse a cuenta de Don Quijote, diciéndole que entendía sus palabras ya
que él también había sido caballero aquí y allá. Dijo también que no había capilla
disponible en el castillo, en realidad la venta, como pretendía Don Quijote, para la
ceremonia de ser armado, pero que no hacía falta, que se haría la ceremonia
siguiendo todos los pasos. Y finalmente le preguntó si traía dinero para la
ceremonia, ante lo cual Don Quijote respondió que no, que nunca había leído que
fuera necesario para un caballero, pero el ventero le explico, que, aunque no se
citara en los libros, el dinero era necesario para un caballero, asó como camisas y
una caja de ungüentos para as heridas y otros males que se pudiesen sufrir. Le
prometió Don Quijote hacerle caso y sin más se puso a velar las armas en el patio
de la venta, tras dejarlas apoyadas contra un pozo, y cogiendo su adarga se puso a
hacer guardia, andando alrededor de sus armas, hasta que se hizo de noche. El
ventero llamó a los huéspedes de la venta para que vieran tal extraña y graciosa
escena, y en esto uno los arrieros alojados en la venta fueron a por agua al pozo
para sus mulas, apartando para ello las armas, lo que Don Quijote interpretó como
una afrenta, advirtiendo y amenazando al arriero, pero este hizo caso omiso, Don
Quijote, en lo que él creía su primera batalla como caballero, se puso en combate y
propinó un golpe de lanza que derribó al arriero. Tras lo cual volvió a velar sus
armas. Pero un segundo arriero llegó, que volvió a retirar las armas de Don Quijote
del pozo. Don Quijote volvió a golpear con fuerza de este segundo arriero. Con el
ruido salieron el resto de arrieros y gente de la venta, que comenzaron a tirar
piedras a Don Quijote, y este, esquivándolas con la adarga los maldecía y
amenazaba a todos, incluido al en su cabeza el señor del castillo que no era más que
el ventero, mientras este se afanaba en tranquilizar a los arrieros, explicándoles lo
loco que estaba Don Quijote. Tal miedo se apoderó de aquellos, que dejaron de tirar
piedras. El ventero aprovechó para ordenar caballero a Don Quijote cuanto antes,
explicándole que el armar caballero en capilla no era necesario y que en allí mismo
se podía hacer y que ya había velado las armas lo suficiente. Don Quijote aceptó las
razones, pensando además que así entraría en el castillo cuanto antes a atacar a
todos los canallas que habían ido contra él. Trajo el ventero un libro de cuentas
cualquiera, balbuceó una oración y el dio el golpe y espaldarazo que le consagraba
como caballero. Llamó a las cortesanas de la venta para que le ciñesen la espada y
la espuela, y Don Quijote, convencido de que eran altas damas, preguntó por su
origen y ascendencia, y así lo hicieron ellas, diciendo que eran hijas de un
remendón y de un molinero, y Don Quijote les dio los nombres de doña Tolosa y
doña Molinera. Subió a Rocinante y abrazado al ventero se despidió de él con
palabras del todo extrañas, a las que el ventero asintió brevemente, y sin pedirle
dinero por la estancia, le dejo ir.
Don Quijote emprendió contento el camino, pero enseguida pensó que lo mejor
sería volver a casa para, haciendo caso al tendero, coger dinero y proveerse de
camisas, y así dirigió a Rocinante, que de todas formas ya conocía el camino. En
esto, oyó que de un bosque venían unos lamentos y se congratuló ante lo que era
sin duda para él una primera aventura. Se internó en la espesura y vio a un
muchacho desnudo de cintura para arriba atado a un árbol que era azotado por un
labrador, mientras aquel prometía no hacer otra vez lo que provocaba el castigo del
labrador. Don Quijote, sin pensarlo dos veces, arremetió con duras palabras contra
el labrador, prometiendo un castigo por la cobardía que estaba cometiendo con el
muchacho indefenso. Viéndole el labrador tan pertrechado de armas, cogió miedo y
comenzó a disculparse diciendo que por la negligencia del muchacho perdía una
oveja al día, y que el muchacho decía que era mentira, que el castigo era por no
querer pagarle el salario que le debía. Don Quijote, sin embargo, al momento tomó
partido por el muchacho y exigió que le pagase lo que le debía y que le desatara. Así
lo hizo el labrador, mientras Don Quijote preguntaba al criado cuánto dinero le
debía. 73 reales, dijo. Pero el labrador añadió que había que descontar zapatos y
sangrías (tratamiento médico) que le había pagado, lo que Don Quijote no aceptó,
porque a su vez el labrador también le había estado azotando cuando no debía.
Asintió el labrador, pero dijo que no tenía dinero allí para pagar al criado y que lo
mejor sería este volviera con él a casa. El criado se negó en redondo, convencido de
que una vez se fuese Don Quijote, le apalearía. Don Quijote dijo que el juramento
del labrador, caballero para Don Quijote, sería suficiente para estar seguro de que
cumplirá su palabra. El criado, de nombre Andrés, le aseguró que no era caballero,
sino Juan Haldudo, el rico. Haldudo juró inmediatamente pagarle la deuda, y así
aceptó el juramento Don Quijote, volviendo a dar a conocer quién era. Don Quijote,
valeroso caballero. Tan pronto prosiguió su camino Don Quijote, el labrador con
buenas palabras atrajo para así al criado, que crédulo del juramento hecho por su
amo, se acercó a él. Pero así lo hizo, lo cogió el amo y lo volvió a atar a la encina y le
dio una buena sarta de azotes, para soltarle al fijan y reírse al final de que fuera a
buscar a Don Quijote.
Seguía durmiendo Don Quijote al día siguiente cuando abrieron el aposento donde
se guardaban los libros de caballería y encontraron más de cien. El ama volvió con
agua bendita para espantar a los encantadores que pudiera haber. Mandó el cura de
barbero sacar los libros de uno a uno para ver de que iban tratando, aunque la
sobrina manifestó que prefería que se hiciera directamente un montón con ellos
para darles fuego.
El primero resultó ser Los cuatro de Amadís de Gaula que libraron del fuego por
ser el mejor de libros de caballería, pero luego mandaron al ama tirar Las sergas de
Esplandián, Amadís de Grecia y un montón más por la ventana al corral, cosa que
hizo con gusto. Y así siguió el cura, haciendo escrutinio e inspección de los libros,
mandándolos a la hoguera, pero siempre con una razón de por medio. El de
título Espejo de caballerías mandó el cura meterlo en un pozo seco, para posterior
inspección, criticando además el hecho de que fuera una traducción, que dijo el
cura siempre es en menoscabo de la calidad del original. Llegó el turno de Palmerín
de Inglaterra, que salvó el cura por ser un libro escrito con decoro y entendimiento.
Y sin esperar más, dijo que se mandara todo el resto a la hoguera, exceptuando
un Don Belianis, que el barbero daba por famoso pero el cura por enmendable en
algunas partes, pero que aun así dio permiso al barbero para que se lo llevara a
casa, pero solo para leerlo él, y nadie más. Contenta, el ama fue cogiendo todos a
montones para tirarlos, y en una de estas se le cayó uno que cogió el barbero y que
resultó ser Tirante el Blanco. El cura alabó el libro y decidió finalmente salvarlo,
permitiendo que el barbero se lo llevara a casa para leer.
Luego prosiguieron con los libros pequeños, que eran de poesía, que el cura dijo de
salvar, porque eran de mero entretenimiento y no hacían daño a nadie. La sobrina
pidió que quemaran también, no fuese que a su tío le diese por hacerse no ya
caballero, sino pastor como en las poesías o mismamente poeta. Le dio la razón el
cura, y empezó a hacer escrutinio de ellos uno a uno, como con los libros de
caballería. El primero lo salvó, pero quitándole algunos trozos, y dejando toda la
prosa. Mandó a la hoguera los siguientes, mandó enmendar uno de un amigo suyo,
salvar otro también de un amigo, dejó que el barbero se llevara La Galatea de
Miguel de Cervantes. Guardo los tres siguientes y cansado de seguir en el
escrutinio, mandó a la hoguera el resto, pero el barbero ya tenía abierto uno del que
dio noticia al cura, que lo salvó, afortunadamente, por ser una obra de uno de los
mejores poetas del mundo.
Y en esto estaban cuando Don Quijote empezó a dar voces, invocando de nuevo en
su locura a personajes de aventuras de caballeros. El cura y el barbero, la sobrina y
el ama, fueron donde él y le tranquilizaron y volvieron al lecho. Le recomendaron
que dado su estado descansase, y asintió él, achacando con rimbombancia su
estado a las aventuras fantásticas que había vivido. Se durmió y esa misma noche
quemaron todos los libros de la casa, excepto los pocos que salvaron, quemándose
sin duda muchos que no lo merecían por ser verdaderas joyas.
El cura y el barbero pensaron como primer remedio para la locura de Don Quijote
tapar con un muro el cuarto de los libros, de forma que pareciera que se hubiese
esfumado. Pensaban decirle a Don Quijote que había sido obra de un encantador. A
los días, despertarse Don Quijote y la primera cosa que hizo fue ir al cuarto de los
libros, y empezó a palpar por donde estaba la puerta, extrañado, hasta que
preguntó al ama. Esta le contestó que vino un encantador en una nube, que dijo
llamarse le sabio Muñaton, entró en el cuarto, y que luego salió por el tejado,
dejando todo lleno de humo, haciendo desaparecer el cuarto. Don Quijote creyó a
pies juntillas lo contado por el ama, y solo le corrigió el nombre del encantador, que
dijo de debía ser otro, que le buscaba para fastidiarle en su batalla contra otro
caballero. La sobrina le dijo entonces si no sería mejor que se estuviese en casa
tranquilo, en lugar de buscar aventuras de las que saldría siempre malparado. Don
Quijote desmintió a la sobrina, diciéndole que nadie llegaría a tocarle siquiera un
cabello. No le quisieron contradecir ni ama ni sobrina.
Así pasó unos días aparentemente tranquilo, sin tener ánimo para escaparse de
nuevo, conversando on el cura y el barbero, a los que intentaba convencer de la
necesidad en el mundo de los caballeros andantes, lo que el cura a veces negaba y
otras no. Pero esos mismos días solicitó Don Quijote a un labrador vecino, corto de
inteligencia, de nombre Sancho Panza, que se convirtiese escudero en sus futuras
aventuras, prometiéndole el cargo de gobernador de una ínsula o isla que había de
ganar. Con esa promesa, Sancho Panza aceptó la propuesta. Los días siguientes
Don Quijote los pasó reuniendo dinero, vendiendo cosas que tenía, arregló alguno
de sus pertrechos, consiguió otros, y avisó a Sancho Panza de la salida. Este
propuso llevar un asno y así lo aceptó Don Quijote, pensando que luego ya le daría
mejor caballería a su escudero. Hizo provisión Don Quijote de camisas, y así una
noche sin avisar a nadie y en silencio, salieron los dos, con Rocinante y el asno, por
el campo de Montiel.
Lázaro dedica todos sus esfuerzos a engañar al ciego, un hombre de gran astucia,
para conseguir algo de comida o de vino cada día. Al finalizar el tratado, Lázaro se
venga de todas las palizas a las que lo sometió el ciego engañando a su amo y
abandonándolo a su suerte.
Lázaro, atenazado una vez más por el hambre y enflaquecido, debe agudizar su
astucia al máximo para poder hacerse con algún mendrugo de pan que llevarse a la
boca. Finalmente, enterado el clérigo de los engaños y robos del muchacho, decide
prescindir de sus servicios.
El escudero es un noble de bajo nivel venido a menos, que vive en la más absoluta
miseria pero que, aún así, se empeña en mantener una falsa imagen de
tranquilidad, respetabilidad y riqueza. Lázaro no comprende las ínfulas de
grandeza de su amo, pero se compadece de él y lo alimenta muchas veces. Acosado
por los acreedores, el escudero huye de la ciudad, por lo que, esta vez, es el amo el
que abandona al criado.
TRATADO 4: LÁZARO Y UN FRAILE DE LA MERCED
Además, el tratado finaliza diciendo: «por estas y otras cosillas que no cuento, dejé
a mi amo». Este final deja todas las posibilidades abiertas: ¿qué serán esas
«cosillas» por las que Lázaro decidió dejar al fraile?
Lázaro describe las sucias artimañas utilizadas por el sacerdote para vender sus
bulas, sin ningún tipo de sentimiento religioso verdadero y con el único objetivo de
conseguir buenos beneficios.
Una vez más, el amo de Lázaro será un religioso. En este caso, el capellán permite
que Lázaro trabaje como aguador por la ciudad. Una vez que el muchacho ha
conseguido beneficios y ha podido cambiar sus ropajes, Lázaro decide dejar el
trabajo y buscarse un nuevo amo.
Tras trabajar con un alguacil (policía), empleo que le pareció demasiado peligroso,
Lázaro se pone al servicio de un arcipreste, quien le sugiere que contraiga
matrimonio con una de sus sirvientas. Cuentan las malas lenguas en la ciudad que,
en realidad, el deseo del arcipreste era dar un aire de decencia a su relación con la
mujer de Lázaro, que en realidad era su barragana (amante).
Lázaro, que conoce los rumores, prefiere hacer oídos sordos: ha alcanzado la
«felicidad» y cierto renombre en la ciudad, eso sí, a cambio de renunciar a su honor
y de permitir las infidelidades de su esposa.