Está en la página 1de 59

A Patricio, mi amor, mi compañero, mi amigo, mi monje budista, mi apoyo y

la luz que ahora echo en falta.

A mis padres, cuyo amor y dedicación, valores, generosidad y ejemplo


han contribuido a darme una vida feliz y plena, con la esperanza de que
el futuro siempre nos depara algo positivo.

A mi hijo, Daniel, que ha sido mi luz y el motor de mi vida en los


momentos más difíciles. Al niño que sigue habitando en el hombre en
que se ha convertido. Al mayor regalo que la vida me ha hecho.

A mi hermano, mi cuñada, mis sobrinos y a Laia por estar ahí todos los
días, del principio al fin, demostrando que el amor más que palabras
son hechos.

A mi «consuegri», Meritxell Caussa, por acompañarme de día y de


noche, siempre cuando hizo falta.

La muerte no existe,

la gente sólo muere cuando la olvidan;

si puedes recordarme, siempre estaré contigo.


Isabel Allende
 
Sumario

Introducción
Práctica 1
.
Llora cuando lo necesites
Práctica 2
.
Habla de tu dolor con otras personas. Compartir reduce la
angustia
Práctica 3
.
Comparte tu tiempo y estrecha el contacto con la gente que
quieres, la familia y los amigos
Práctica 4
.
Desarrolla una rutina para superar el día y comprométete a
cumplirla
Práctica 5
.
Camina por la playa, por la montaña, por un parque, por donde
sea
Práctica 6
.
Escúchate y medita, o solo prueba a estar sentado, en silencio,
con tus pensamientos
Práctica 7
.
Cuida tu alimentación. Este es un momento idóneo para mejorar
tu salud
Práctica 8
.
Cocina y comparte lo que preparas con las personas a las que
quieres
Práctica 9
.
Concéntrate el mayor tiempo posible en tu trabajo o en alguna
actividad
Práctica 10
.
Lee. Busca un tema que te atraiga y dedica un rato al día a leer
Práctica 11
.
Empieza algo nuevo: una afición, unas clases, la preparación de
un viaje, un cuadro, un libro…
Práctica 12
.
Cierra un capítulo. Hazlo como algo sagrado y di adiós a una
parte de tu vida
Práctica 13
.
Escribe lo que tu ser te dicte; déjate llevar por lo que sale de ti y
plásmalo en una página
Agradecimientos
Introducción

El 3 de diciembre de 2017 falleció mi marido, mi amigo, mi compañero y el


amor de mi vida. Dos días más tarde hubiéramos cumplido 37 años de
casados y 40 años juntos. Estábamos en el mejor momento de nuestras vidas,
teníamos una lista de planes, dos viajes reservados y muchas ilusiones y
esperanzas en el futuro. Nos decíamos «te quiero» cada mañana y cada
noche. Y no era una rutina, lo decíamos de verdad.

Hacíamos muchas cosas juntos, pero también nos dejábamos espacio


suficiente para que cada uno pudiera desarrollar su propia individualidad.
«Si te mueres, me muero detrás de ti» fue una frase que pronunciamos en
más de una ocasión.
A menudo comentábamos lo privilegiados que nos sentíamos. Reíamos con
frecuencia y rara vez discutíamos, en parte porque con Pat resultaba
imposible hacerlo.
Casi parecía demasiado bonito para ser verdad pero, tras años de relación, de
un hijo, de algún que otro tropiezo, de un cáncer, una hipoteca y todo lo que
conlleva una vida en común, habíamos conseguido una relación feliz y
serena.
Cuando de la noche a la mañana algo así se derrumba, no es fácil encontrar
sentido ni explicación a ese golpe de la vida. La sensación de vacío,
profundo dolor, desconsuelo, incertidumbre, aturdimiento y terror se
mezclan provocando que nos sintamos solos y perdidos, con la sensación de
que ya nunca nada volverá a ser normal. Tememos no volver a sonreír o
sentir, y nos sentimos incapaces de superar esa gran pérdida.
Seguro que mi historia no es igual a la tuya. Por suerte, no soy experta en el
tema, ni soy psicóloga o terapeuta. Pero sí soy un ser humano que amaba
profundamente a otro ser humano y ahora siente un gran dolor. Dicen que el
dolor nos iguala, y que ante él no hay clases sociales, ni razas, ni edad. En el
dolor todos somos semejantes. Por eso tengo la esperanza de que mi
experiencia pueda ayudarte de alguna manera.
A los pocos días del fallecimiento de mi marido compré un par de libros
sobre el duelo. Buscaba ayuda con desesperación porque necesitaba
comprender. Uno me resultó muy técnico; y el otro, demasiado poético. Me
ayudaron un poco, pero yo soy una persona pragmática y necesitaba
soluciones más concretas. Quería que alguien me indicara qué rutinas podía
llevar a cabo para superar mi pena.
Entendí rápidamente el duelo y sus etapas y, sin haberlo experimentado
antes, supe, de forma intuitiva o instintiva, que aquello iba para largo, que no
habría atajos, que iba a vivir con mi pena para siempre. Pero necesitaba con
urgencia algo, lo que fuera, que me ayudara a sobrellevarla.
Mientras mi marido estuvo en coma, y también después —durante el
velatorio y en el funeral—, no tuve ocasión de dejarme llevar por la tristeza
y el dolor que sentía. Todo era muy precipitado y sucedían demasiadas cosas
a la vez. Y, al mismo tiempo, yo recibía tantas muestras de amor, cariño,
amistad y respeto que era como si todas las personas que conocíamos
hubiesen juntado sus manos para construir una red y sostenerme. Era
imposible que me sintiera sola. Esas manifestaciones tan cariñosas y
desinteresadas me hicieron reflexionar profundamente sobre lo que significa
amar, lo valiosa que es la amistad y la importancia de estar presente en los
momentos difíciles, aunque no se diga nada. El simple hecho de acompañar
transmite al otro un tipo de energía que aun en lo peor de su dolor, le ayuda a
empezar a sanar.
Solo tomé conciencia del enorme vacío cuando todos los rituales terminaron.
Recuerdo llegar a casa un sábado por la tarde, abrir la puerta y encontrarme
con el silencio más profundo que jamás había sentido. Entonces me asaltó un
enorme dolor, una sensación de desamparo, de miedo y de pérdida. Me sentí
la persona más desgraciada del mundo y me senté a llorar
desconsoladamente en el sofá.
Lloré, lloré y lloré. Lloré como los bebés cuando ponen todo su cuerpo al
servicio del llanto. Lloré y seguí llorando hasta pensar que iba a
desintegrarme y a convertirme en lágrimas, mocos y gemidos. Cuando ya no
podía más, levanté la vista y, en el mueble de la biblioteca, entre los libros y
los frascos de frutos secos y cereales, estaba Patricio sonriéndome. Me
miraba con sus ojos bondadosos y dulces y me decía: «Lo superarás, céntrate
en lo bueno que hemos vivido y sigue adelante».
Por si alguien teme un giro hacia lo esotérico, no temáis. No era el espíritu
de Patricio lo que estaba viendo sino una foto que me había regalado mi
cuñada y que estuvo sobre el ataúd durante el velatorio. Esa foto ha sido un
gran consuelo. La miro cada mañana y cada noche. En ocasiones le sonrío, le
guiño un ojo y hasta le hablo… Pero no quiero asustaros, y quizás esa pueda
ser otra historia.
Curiosamente, a pesar de que siempre me he considerado muy emocional,
mucha gente me describe como cerebral y práctica. Y algo de eso debe de
haber porque pronto descubrí que gracias al aprendizaje de algunas técnicas
(y también con el paso de los días), yo iba aprendiendo a convivir con mi
tragedia.
Mentiría si dijera que no hubo, hay y habrá momentos de angustia y tristeza.
Aprendí que cuando sobreviene, no conviene resistirse: es preferible dejarse
llevar y sumergirse en las emociones. Sucede como cuando estamos en el
mar y se acerca inesperadamente una gran ola. Cogemos aire, nos
sumergimos y dejamos que la corriente nos arrastre para salir después a la
superficie sanos y salvos. En cambio, cuando oponemos resistencia
corremos el riesgo de ser arrastrados hacia las piedras y la arena del fondo.
Por suerte, esos momentos no son eternos. Lloramos y cuando terminamos,
agotados, tal y como les pasa a los bebés, nos sentimos un poco mejor. Es
entonces cuando mis recomendaciones pueden empezar a practicarse. Las he
organizado, más o menos, en el orden en que a mí me han resultado útiles.
Pero ahora debes hacerlas tuyas y, como están ahí para ayudarte, debes
llevarlas a cabo como mejor te parezca. Y si descubres otras que te
funcionan, escríbeme y, quién sabe, quizá publiquemos una segunda parte
juntos.
Aquí las tienes:
1. Llora cuando lo necesites.
2. Habla de tu dolor con otras personas. Compartir reduce la angustia.
3. Comparte tu tiempo y estrecha el contacto con la gente que quieres, la
familia y los amigos.
4. Desarrolla una rutina para superar el día y comprométete a cumplirla.
5. Camina por la playa, por la montaña, por un parque, por donde sea.
6. Escúchate y medita, o solo prueba a estar sentado, en silencio, con tus
pensamientos.
7. Cuida tu alimentación. Este es un momento idóneo para mejorar tu salud.
8. Cocina y comparte lo que preparas con las personas a las que quieres.
9. Concéntrate el mayor tiempo posible en tu trabajo o en alguna actividad.
10. Lee. Busca un tema que te interese y dedica un rato al día a leer.
11. Empieza algo nuevo: una afición, unas clases, la preparación de un viaje,
un cuadro, un libro.
12. Cierra un capítulo. Hazlo como algo sagrado y di adiós a una parte de tu
vida.
13. Escribe lo que tu ser te dicte; déjate llevar por lo que sale de ti y
plásmalo en una página.
 
Práctica 1
Llora cuando lo necesites

Desde el momento en que tomamos conciencia de que la vida de la persona


que amamos corre el riesgo de terminar o ha terminado, nos asalta un dolor
tan profundo que nos deja sin respiración. Algunas personas empiezan a
llorar de forma inmediata y otras se quedan bloqueadas. Su pena es igual de
profunda, sin embargo, las lágrimas no brotan enseguida. Sea cual sea tu
reacción, tu proceder es el correcto. Cuando la vida nos da un golpe de tal
magnitud, bastante tenemos con seguir respirando mientras tratamos de
asimilar que la vida, con la ausencia de esa persona, ya no volverá a ser
como antes.
No hay una respuesta unánime a la pregunta de por qué lloramos. Hay quien
dice que el llanto es producto de una conducta aprendida cuando éramos
bebés y necesitábamos comunicar hambre, dolor, sueño o cualquier otra
sensación de incomodidad. Otros estudios aseguran que lloramos porque, al
hacerlo, liberamos una hormona que nos causa estrés y, cuando terminamos
de llorar, nos sentimos mucho mejor.
Se llevó a cabo un estudio con dos grupos de personas que vieron dos
películas muy tristes, y que correspondían a los que habían llorado y los que
no. Horas después se les preguntó a todos si el visionado de la película había
tenido algún efecto en su estado de ánimo. Los que no habían llorado dijeron
que no; mientras que la mayoría de los que habían llorado afirmaron que se
sentían mucho mejor que antes de ver la película, más relajados y con la
mente más clara.
Sean cuales sean las conclusiones de los pocos estudios que parecen existir
al respecto, la verdad es que después de llorar, si no nos sentimos mejor, al
menos nos sentimos liberados de la tensión que nos provocó el llanto.
A lo largo del día hay mil cosas que nos recuerdan a la persona que se ha
ido. Una música que le gustaba, un programa de televisión, sus calcetines
blanditos, su maquinilla de afeitar, el aroma del café por la mañana, el olor
de su colonia y un sinfín de detalles más. Los primeros días son un asalto
sensorial en el que todo parece traernos de vuelta a la persona que acabamos
de perder. Y la sensación a veces se traduce en un pequeño dolor sordo entre
el estómago y el corazón; otras, en una sensación de vértigo que nos arrastra
hacia un abismo; y otras, generalmente cuando ya no podemos más, en un
llanto que puede estallar repentinamente o que empieza con un par de
lágrimas y acaba con un paquete de pañuelos usados sobre la alfombra,
nuestra nariz roja como un tomate y los ojos hinchados pero, también, con
un poquito de paz en el alma. Es como si una voz interior nos dijera:
«Bueno, has avanzado un poco, ahora puedes seguir». Los primeros días yo
me resistía a esta voz y pensaba que tenía que ser fuerte y demostrarle al
mundo que podía con todo. En el fondo es una tontería porque cuando nos
asalta este sentimiento solemos estar solos y no tenemos ocasión de
demostrar nada a nadie.
Algunos días abría la puerta de casa y aún no había acabado de cerrarla
cuando ya estaba llorando desconsoladamente. Otras veces me sentía muy
fuerte porque había llegado al final de la tarde sin derrumbarme y, entonces,
me sentaba frente al televisor y, cuando aparecía una de las series que
mirábamos juntos, me derrumbaba. Primero me resistía y después decidí que
era mejor dejarme llevar por ese llanto profundo, desgarrado y triste. El
resultado casi siempre es igual: acabas agotado físicamente pero, por algún
motivo que desconozco, tu mente parece estar más clara, tu corazón un poco
más sosegado y es como si hubieras recuperado fuerzas para seguir adelante.
No quiero engañarte. En ocasiones creí que había sido el último llanto. Que
difícilmente volvería a pasarme o que tardaría mucho en volver a hacerlo.
Pero no fue así. Cualquier cosa puede dispararlo, pero también es verdad que
cada vez sucede con menos frecuencia.
Si estás triste y quieres llorar, búscate los pañuelos, siéntate cómodamente y
da rienda suelta a tu tristeza. Llora. Llora lo que te haga falta. Es tu pena y
has de ayudarla a salir.
Al principio lloraba en el transporte público, en el lavabo de la escuela
donde doy clases, en la habitación donde duermo cuando voy a casa de mis
padres y, sobre todo, en mi piso. Me daba igual si la gente me veía llorar por
la calle. La muerte cambia la perspectiva de todo lo demás y, ante mi pérdida
y mi pena, las miradas extrañadas de algunas personas no me afectaban en
absoluto. Si tenía que llorar en el supermercado mientras leía una etiqueta de
un bote de aceitunas, lloraba. Si tenía que llorar mientras me cepillaba los
dientes, lo hacía. Y sigo haciéndolo. Probablemente seguiré llorando siempre
pero, en los últimos meses, he aprendido el arte de llorar para sentirme
mejor.
Este arte de llorar consiste en darse permiso, en tomar conciencia de lo que
uno está sintiendo, en sumergirse en el dolor y después de un rato decirse a
uno mismo: «Bueno, voy a salir de aquí y voy a centrarme en algo bueno
que tenía la persona que ya no está». Este pensamiento casi siempre me
arranca una sonrisa y, dado que es poco congruente llorar y sonreír al mismo
tiempo, mi cerebro deja de enviar órdenes a mis conductos lacrimales y, al
poco rato, me siento mucho más serena y un poco más dispuesta para
continuar con mis ocupaciones.
En realidad, entramos en el mundo llorando, pero perdemos ese valioso
recurso porque a lo largo de la vida nos inculcan que no hay que llorar. «Los
hombres no lloran», «las mujeres fuertes no lloran», «llorar es de críos»,
«llorar es de débiles», «lloran los que no tienen argumentos» y un montón de
frases más que lo único que consiguen es enseñarnos a reprimir nuestras
emociones. Yo digo que no, que la muerte de un ser querido es justificación
suficiente para llorar todo lo que uno necesite y un poco más, si cabe.

 
Práctica 2
Habla de tu dolor con otras personas. Compartir
reduce la angustia

Cuando nos sucede algo sentimos una necesidad imperiosa de compartirlo


porque al hacerlo nos parece que descargamos parte de la energía, positiva o
negativa, que el suceso ha generado. Algunas personas tienen facilidad para
hacerlo y a otras les cuesta más, mucho más. Yo me encuentro en el grupo de
los que tienen facilidad, quizás excesiva, para compartir lo que les sucede.
Llevo años comprobando que aquello que me parecía terrible mientras lo
guardaba para mí sola resultaba mucho más llevadero cuando lo compartía.
Durante la estancia de mi marido en el hospital hubo momen­tos francamente
duros en los que tener un familiar, una amiga o alguien con quien hablar, me
salvó de volverme loca o de caer en una depresión. No se trata de mantener
conversaciones transcendentales y de alta carga emocional, aunque estas
también pueden resultar muy útiles en esos momentos. Se trata de poder
sacar lo que llevamos dentro. El miedo a que la persona que amamos no
salga del coma, el miedo a que fallezca y no volvamos a hablar con ella
nunca más. También están los aspectos logísticos y cotidianos: la falta de
tiempo para actividades tan rutinarias como comprar comida, cocinarla y…
comérsela.
Dado que no nos educan para aceptar la muerte como lo que realmente es,
un paso hacia otra etapa; pensar en ella, experimentarla de cerca y tener que
lidiar con todos los asuntos que conlleva suele producirnos gran desasosiego
y, en algunos casos, un miedo y una desazón incontrolables.
Algo que descubrí a medida que hablaba sobre el tema fue que, cuanto más
lo comentaba, más me encontraba diciendo las palabras terribles de «si
muere», «en caso de que muera», y otras expresiones similares, más me
acostumbraba a sentir que hay un momento terrible en que uno cae en un
pozo helado pero, una vez has llegado al fondo ya no puedes caer más abajo
y entonces, empiezas a subir. El pozo sigue estando y el frío permanece pero,
de alguna manera, lo peor ya pasó y a partir de ahí empieza un lento proceso
de recuperación.
Otra cosa que resulta reconfortante al hablar con los demás es que muchas
veces acaban compartiendo contigo historias similares y, quien más quien
menos, ha sufrido la pérdida de alguien cercano que le ha dejado un vacío en
el corazón semejante al nuestro. Esas personas suelen mostrar una
sensibilidad especial para comprendernos y para empatizar. Como ya han
pasado por algo parecido, entienden lo que sentimos y suelen estar muy
capacitados para escucharnos.
Por otra parte, y tal vez suena terrible admitirlo, existe algo de consuelo en
saber que no somos los únicos que sufrimos y que la muerte de los seres
queridos es algo que antes o después nos toca vivir a todos.
Si eres de esas personas a las que le cuesta compartir sus sentimientos, mi
consejo es que busques a alguien en quien confíes y le abras tu corazón. No
hay que rebuscar las palabras, simplemente hay que decir lo que uno siente
en ese momento, compartir los miedos, la angustia, la rabia, la pena, lo que
sea que estemos experimentando. Tememos que los demás nos juzguen,
pero la verdad es que la mayoría de las personas están dispuestas a
ayudarnos, a escucharnos y a acompañarnos en ese trance tan difícil. Llama
a esa amiga con quien hace tiempo que no hablas; llama a tu hermana, a tu
primo, a tu madre, a tu hermano, a quien tú quieras, pero intenta compartir
lo que te aflige.
Algo que me llamó la atención es que yo intentaba no agobiar a la gente con
los detalles del accidente y de cómo estaba Patricio y, sin embargo, la gente
quería saber. ¿Cómo pasó?, ¿quién estaba presente?, ¿cómo puedo ayudar?,
¿cómo está ahora?, ¿qué dicen los médicos? Y, así, muchas otras preguntas.
Hay quien opina que la gente es un tanto morbosa y fisgona. Yo no lo creo
así.
Patricio sufrió un terrible accidente de bicicleta en el que se golpeó la cabeza
con tal fuerza que prácticamente entró en un coma del que ya no salió. Casi
todos queremos saber qué ha pasado para poder ubicarnos. Son momentos
muy delicados en los que pocos sabemos qué decir, y que no resulte
inapropiado.
Como decía antes, dado que no nos han educado para gestionar estas
situaciones, solemos quedarnos callados y no preguntamos por miedo a
ofender. Por lo general, la persona que está pasando por ese difícil momento
necesita hablar, necesita ser escuchada, necesita un hombro donde llorar, una
mano que estrechar, un cuerpo al que abrazar. Cuando estamos con el alma
abierta y herida no es momento para andarse con vergüenzas o remilgos,
sino para dejarse cuidar y querer. Y, al hacerlo, conseguimos que la pena sea
un poco más llevadera.
Llama a alguien cercano y dile que necesitas hablar sobre el tema.
Únete a un grupo de duelo. Por lo general, los hospitales ya tienen
contactos y pueden indicarte cómo hacerlo.
Si no te apetece hablar, tal vez prefieras escribir lo que sientes. La
escritura también tiene un efecto terapéutico.

 
Práctica 3
Comparte tu tiempo y estrecha el contacto con la
gente que quieres, la familia y los amigos

Nunca olvidaré la reacción de mis padres, de mi hermano y su familia o de


algunos de mis mejores amigos durante el mes que siguió al accidente de
Pat. Mi madre, que cuida de mi padre porque él tiene reducida la movilidad,
aparecía por el hospital cuando yo menos lo esperaba. Su rostro de dolor y
cansancio hacía que yo pareciera estar de vacaciones. Después de coger el
metro y caminar hasta el hospital, se plantaba junto a mí, me cogía de la
mano y yo sentía cómo su fuerza aplacaba mi sufrimiento.
Mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos aparecían por el hospital cada noche
o en cualquier momento del día, lloviera, hiciera viento o luciera el sol. Tras
jornadas maratonianas de trabajo o estudios, allí estaban. Mi hermano
también venía cada mediodía. Se instalaban en la habitación y le hablaban a
Pat. Le tomaban de la mano. Le decían que todo iba a salir bien. Laia, la
novia de mi sobrino, a quien yo había visto solo unas pocas veces, es
masajista y le hacía masajes en los brazos y en los pies. Apenas nos conocía
y allí estaba ella transmitiendo amor y entrega a la familia con la que un día
compartirá su vida. Mi cuñada, después de una jornada interminable, llena
de estrés y responsabilidad, aparecía por el hospital y, como todos los demás,
se quedaba hasta el final del día. Si no hubieran ido por iniciativa propia, tal
vez yo no les habría llamado y me habría perdido todo lo que significó su
presencia durante esos días. Estoy convencida que Pat tam­bién sentía todo el
amor y cariño que en las horas de visita se concentraba en aquella
habitación. Que mi familia estuviera allí permitió que yo afrontara la
situación sin venirme abajo.
No me olvido de mis amigas y amigos. Llamaban, venían siempre que
podían, preparaban turnos para no dejar solo a Pat, enviaban mensajes
constantemente y, a menudo, aparecían solo para darme un abrazo y
preguntar si necesitaba algo.
Desde que Pat se marchó necesito estar en compañía de las personas que
amo. Me gusta ir a cocinar a casa de mis padres, pasar un rato con mi
hermano y su familia o comer con una amiga. Las tareas cotidianas de
preparar un plato de comida, hacer una gestión en el banco o salir a dar un
paseo se convierten en señales que nos indican que la vida continúa y que
está esperando a que la retomemos y prosigamos nuestro camino. No resulta
fácil, no te voy a engañar, pero es mucho más llevadero cuando nos
rodeamos de personas queridas que están desean ayudarnos.
Cada día a la hora de las visitas, sobre todo las del mediodía y la tarde, el
vestíbulo y las zonas de espera del hospital se llenaban de gente que venía a
ver a sus enfermos. Yo observaba cómo los encuentros de las personas que
hacía tiempo que no se veían se producían, generalmente, entre abrazos,
besos, en muchas ocasiones llantos y, en otras, también entre risas. Es
curioso cómo los seres humanos necesitamos compartir esos momentos
difíciles y cómo, de forma instintiva, sabemos que es mejor estar
acompañados que solos cuando hemos de afrontar la adversidad.
Cuando Pat tuvo el accidente yo no avisé inmediatamente a Daniel, mi hijo,
que vive en Estados Unidos. Confiaba en llamarle unos días después, desde
el sofá de casa, con Pat a mi lado y bromear: «Tu padre, que se ha caído en
la bici, y mira el chichón que lleva en la cabeza». Pero esa esperanza se
desvaneció pronto y tuve que llamarle para explicarle lo que había sucedido.
Le pedí que no viniera porque no hacía mucho que había estado con nosotros
y, además, sabía que en esos días estaba comenzando un nuevo trabajo. Me
aseguró que no vendría pero dos días más tarde estaba en Barcelona.
De repente, me encontré compartiendo mi minipiso con mi hijo y
disponiendo de todo el tiempo del mundo para hablar, llorar, cocinar, y
dormitar un poco antes de volver a empezar al día siguiente. Tuve que
superar mi miedo a subirme en la moto de mi hijo porque comprendí que ir y
venir tres veces al hospital cada día requería soluciones diferentes y el
metro, aunque era una opción, resultaba agotador. Al principio iba agarrada a
la moto con las manos, los pies y casi con los dientes, pero enseguida
aprendí a confiar en mi hijo, a dejarme llevar, a disfrutar de ese corto
trayecto en el que le tenía para mí sola, y en el que la pena que los dos
sentíamos se fundía en ese gesto de abrazarme al conductor para sostenerme
tanto física como emocionalmente.
Descubrí al hombre detrás del niño que siempre había visto. Admiré la
entereza con que soportó su pena e hizo de tripas corazón para apoyarme y
no dejar de animarme: «El papa es fuerte, se pondrá bien». «Sí, mama, poco
a poco irá saliendo adelante…». Creo que, en el fondo de nuestros
corazones, ambos sabíamos que eso no iba a suceder, pero intentábamos
protegernos el uno al otro de tanto dolor y mantenernos a flote.
Creamos un grupo de
WhatsApp
al que llamamos «Pat ponte bien» y en el
que estaban la familia y las amistades más cercanas. Todos los días, después
de cada visita, yo hacía un pequeño informe de cómo iban las cosas y recibía
mensajes de ánimo y muestras de amor y esperanza. Si algún día me
olvidaba o no podía hacerlo a la hora habitual, enseguida recibía mensajes
preguntando si todo iba bien o si necesitaba algo. Las compañeras de Pat en
Hilton hicieron lo mismo en su grupo de
WhatsApp
, donde había una
especie de informa­tivo con todo lo que iba sucediendo; y, finalmente, la
familia en Chile y Estados Unidos también creó su grupo y allí estaban, cada
noche y cada día, enviando sus muestras de cariño y apoyo. Nunca podré
agradecerles lo suficiente su presencia en nuestras vidas.
Mirando hacia atrás siento que en esos terribles días había una especie de red
de energía que me daba fuerzas para levantarme, ducharme, desayunar, ir al
hospital, pasar allí una hora, volver y, al poco rato, volver a empezar. Me
encontraba en una especie de círculo en el que no dejaba de dar vueltas y
más vueltas mientras esperaba salir de allí lo antes posible y con Pat de la
mano. No fue así, pero nunca sentí que estuviera sola y eso me ayudó a
mantenerme centrada en lo más importante: estar presente para Pat, cada día,
cada hora de visita, en todo momento.
Si dispones de una gran familia y amigos, tienes un gran tesoro y eso se hace
más evidente cuando pasas por un trance complicado. Si tienes una familia
pequeña y pocos amigos, también estarán a tu lado y no importa el número
que sea porque la calidad de las relaciones es lo que marca la gran
diferencia.
Me emocionó la forma en que reaccionaron las compañeras de trabajo de
Pat. Formaron una especie de «grupo de asalto» que aparecía de vez en
cuando, llamaba todos los días y, aún hoy, después de varios meses, siguen
mostrando su cariño y apoyo. Tienen una foto de Pat con una enorme sonrisa
en uno de los muebles del despacho. Sé que le extrañan mucho porque así
me lo han dicho y porque me consta lo mucho que él las quería.
Curiosamente, cuando hablo con alguna de ellas es como si una parte de Pat
se manifestara a través de sus historias, como si ellas hicieran más completa
la imagen que tengo de él. Después de todo, casi convivía más con ellas que
conmigo, y descubro a través de sus comentarios e historias cómo era el Pat
que yo no conocía, el compañero, el profesional, el colega… y me enternece
ver la huella que dejó en las vidas de las otras personas con quienes
compartió su tiempo.
Actualmente paso muchos fines de semana en casa de mis padres. La rutina
es simple: llego el sábado por la tarde, pasamos un rato juntos, cenamos y
nos vamos a dormir. El domingo por la mañana me despierto, desayunamos
y después me meto en la cocina hasta la hora de comer. Después de comer
me marcho y me vengo a mi casa. No sucede nada extraordinario,
simplemente, estamos juntos y nos apoyamos mutuamente. Ya no
necesitamos hablar del tema. Todos sabemos lo que cada uno siente y todo
está dicho, pero ahora nos consolamos en la paz de estar unos con otros
porque somos conscientes de que ese es el espacio más seguro y confortable.
A mi madre le preocupa que yo me canse durante tantas horas en la cocina.
Para mí es terapéutico: mientras lo hago me acuerdo de Pat, de lo mucho que
le gustaba cocinar y de cómo disfrutaba de la gastronomía. Los aromas, las
recetas, el filo de los cuchillos, todo me recuerda los momentos que
compartimos y, aunque a veces se me salte alguna lágrima, los recuerdos me
consuelan y me siento tan afortunada por tanto que compartíamos y por
tantas cosas que disfrutábamos que pienso que casi no tengo derecho a
quejarme.
Cuando el domingo por la tarde regreso a mi casa lo hago con una sensación
de paz en el alma. Siento que mis padres me han transmitido su amor y
energía y yo, a través de la comida que les preparo, también se lo transmito a
ellos.
Tengas mucha o poca familia y amigos mi recomendación es que estires los
brazos y les llames, les busques, les pidas que te acompañen o te dejen
acompañarles. Rodéate de la gente que te quiere y a quien quieres. Hay una
energía que no es visible pero que se siente, una energía que ellos te
transmiten y que, sin palabras, te dice: «Te quiero, no quiero que sufras,
estoy aquí». Esa energía, esa emoción es importante. Sentirla te ayudará a
sobrellevar tu duelo, reforzará los lazos que ya existen y te proporcionará
serenidad y consuelo.
Si no te llaman, llama. En ocasiones la gente no lo hace por un exceso
de prudencia o porque no saben qué decir. Cuando tú les llamas, les
estás transmitiendo que confías en ellos y ¿a quién no le gusta sentir
esa confianza?
Si tus amigos o familiares están lejos, busca una asociación, un
compañero de trabajo o un vecino, alguien con quien puedas pasar un
rato y compartir lo que sientes.
 
Práctica 4
Desarrolla una rutina para superar el día y
comprométete a cumplirla

Cuando alguien a quien amamos o con quien compartimos nuestra vida


desaparece, el vacío no solo se siente en el alma sino en todas las rutinas
diarias. De repente, los hábitos que compartíamos ya no nos sirven porque
solo tenían sentido cuando estaba esa persona. Desde desayunar juntos a
mirar una película en el sofá de casa o regar las plantas los domingos.
Cuando lo que hacía ese momento tan especial ha dejado de existir tenemos
dos opciones: la primera es hundirnos en nuestra tragedia y conseguir que
ese vacío parezca aún más grande; y la segunda es empezar a crear nuevas
rutinas, reemplazando algunas de las actividades que hacíamos por otras
nuevas, buscando la manera de seguir adelante para que la ausencia no
resulte tan pesada.
Yo tenía la gran suerte de que Patricio se levantaba alegre como unas
castañuelas y se ponía a preparar el desayuno. Le escuchaba mientras
trajinaba en la cocina, silbando, canturreando y elaborando algo que sabía
que me iba a encantar, desde ponerle unas gotitas de vainilla al café a unos
pancakes
sorpresa. Siempre había algo nuevo que me hacía sonreír, y esa era
su forma especial de demostrarme lo mucho que me quería. Durante el
desayuno, aún no sé bien por qué, solíamos reírnos mucho. Le contaba un
sueño, hacíamos una reflexión sobre la serie que habíamos estado mirando la
noche anterior o hablábamos sobre algún viaje que teníamos previsto. El
caso es que siempre, siempre, el desayuno resultaba una experiencia
placentera con la que iniciar el día felices y con energía.
Te explico todo esto para que puedas hacerte una idea del inmenso vacío que
me dejó su ausencia. Y para que aprecies el contraste de despertarme así a
hacerlo en un piso totalmente silencioso en el que ahora, nada más
levantarme, tengo que encender el Discovery Channel para poder escuchar
una voz amable que me haga compañía.
A los pocos días de estar viviendo sola me di cuenta de que no podía
permitir que los recuerdos me condujeran con tanta frecuencia a la tristeza.
Entendí que, aunque mi cuerpo no lo necesitara, yo tenía que reemplazar
algunas de nuestras rutinas por otras nuevas, solo mías. Al principio me
sentía mal, con la sensación de estar traicionándole, como si al hacerlo
intentara olvidarle y quisiera continuar con mi vida al margen de él. Pero
pronto comprendí mi error: las nuevas rutinas te ayudan a sobrellevar el día
a día, mientras el recuerdo permanece siempre vivo, doloroso pero también
agradecido.
Una de las rutinas que incorporé y que me sorprende cada mañana fue la de
prepararme un desayuno como si fuera domingo. Cuando me levanto me
preparo
pancakes
con frutos rojos y leche de coco, achicoria con leche de
almendras y fruta. Monto la mesa como si fuera a venir alguien a visitarme y
después me siento a disfrutar de mi desayuno, saboreándolo, admirándolo,
deleitándolo. Pensé que esta nueva tarea no duraría más de un par de
semanas, pero la verdad es que ya dura meses y la siento plenamente
incorporada a mi vida.
También he cambiado otros hábitos, como el de no marchar­me de casa sin
dejarla impecable. Cuando llego, por la noche, todo está en su sitio y me
encuentro con un lugar apacible, limpio y ordenado que me ayuda a
descansar y a no distraerme con trastos fuera de sitio, polvo en las estanterías
o rincones poco agradables. Conseguirlo requiere compromiso y esfuerzo.
La verdad es que hay días que miro la cama sin hacer y los platos sin fregar
y pienso: «Qué más da, si no lo va a ver nadie…». Pero esa rutina de orden y
limpieza me proporciona paz así que, aunque no tenga ganas, me concentro
en hacerla y, al final, me siento satisfecha y un poco más relajada. De todas
formas, es importante ser amables con nosotros mismos y, si un día todo se
queda patas arriba, no pasa nada.
Entre las rutinas que ya había adoptado antes de que falleciera Pat estaba la
de llevar a cabo gestos que me ayudaran a simplificar mi vida. Desde
desprenderme de cosas que no necesito, a dejar de comprar objetos inútiles
que solo me proporcionaban una satisfacción momentánea; o a vaciar
cajones llenos de chismes que ya no funcionan, que ya no utilizo o que ya no
me interesan.
Francamente, plantear algo así, teniendo en cuenta todo lo que tenemos, solo
de pensarlo resulta agotador. Es una lucha continua porque nos aferramos a
los objetos como si fueran auténticos sentimientos cuando, en realidad, el
sentimiento ya está integrado en nuestro interior y el objeto lo único que
hace es distraernos.
El verano pasado leí un libro escrito por una japonesa que explicaba, paso a
paso, cómo hacerlo. Comenzaba por los cajones de la mesita de noche y,
poco a poco, iba avanzando hasta tener toda la casa libre de objetos inútiles.
Al releer lo que acabo de contar tengo la sensación de estar presentándome
como una persona organizada y disciplinada, pero en absoluto es así, y aún
me queda un largo camino por recorrer. Todavía entro en alguna tienda y
compro una vela, una cuchara de madera o un pasador para el pelo.
—¿Realmente necesitaba esto? —me pregunto después. —No —suelo
responderme, invariablemente.
Donde quiera que Pat esté, puedo verle sacudiendo la cabeza: —Tantos años
intentando enseñarle eso y ahora lo escribe como si lo hubiera descubierto
ella —diría él.
Otra rutina que he iniciado es la del baño placentero. No tengo bañera, así
que no me imagines rodeada de velitas, sumergida en agua con aceites
esenciales y disfrutando de una copa de vino. Nada de eso. Simplemente, me
ducho con conciencia de lo que estoy haciendo. Cierro los ojos y disfruto del
calor del agua, del aroma del jabón, de la sensación de la espuma en mi piel.
Después salgo, me seco con calma y me doy un masaje con aceite de coco en
todo el cuerpo. Antes solía ducharme a toda velocidad y, sin pensar en lo que
hacía, me secaba, me vestía y comenzaba el día. Ahora procuro vivir cada
momento de mi vida como si fuese muy especial, como si fuese el único que
me queda por vivir. Pat amaba la vida y yo creo que, además de tener una
naturaleza agradecida y feliz, después de superar un cáncer que casi se lo
lleva hace veinte años, descubrió la importancia de cada momento, de cada
pequeño detalle, de cada minuto que vivía.
Procuro pensar en ello y hago esfuerzos constantes por recordarme que estoy
aquí y ahora, que comer es un privilegio, que estar con mi familia y amigos
es una fortuna, que vivir en una ciudad bonita, limpia y segura es un regalo.
Y en cada instante procuro sentir agradecimiento.
Esta es una rutina en la que todavía estoy trabajando, ni por un momento
pienses que se ha convertido en una constante en mi vida. Lo que sí puedo
asegurar es que, cuando la llevo a cabo, noto una gran diferencia.
Mis rutinas no tienen por qué ser las tuyas. Trata de buscar dentro de ti qué
es lo que te hace fluir con la vida, qué es lo que hace que mires el reloj y
pienses «¡Vaya! ¡Pero si ya son las 12!» (o las 17 o la hora que sea).
Consigue distracciones en las que el tiempo se te pase volando porque
estabas tan inmerso en lo que hacías que ni cuenta te has dado del paso de
las horas. Tus rutinas pueden estar relacionadas con tu vida interior, con tu
trabajo, con una afición, con lo que tú quieras. Lo importante es que las
identifiques y las cultives, porque ellas te alejarán de tu dolor, te ayudarán a
encontrar nuevas formas de comprenderte y contribuirán a crear una nueva
imagen de ti mismo, independiente de la que habías tenido hasta ahora.
Céntrate en aquello que te hace feliz.
Haz lo que hacía la persona que amabas y, de alguna manera, le estarás
rindiendo un homenaje.
Busca nuevos intereses (aficiones, distracciones, lecturas, personas,
lugares).
No siempre tendrás ganas, de hecho, la mayor parte de las veces no las
tendrás. Persevera. Perdónate cuando no puedas pero, al día siguiente,
vuelve a intentarlo. Al final, las rutinas repetidas se convierten en los
hábitos que conforman nuestra vida.
Intenta imaginar a la persona que querías sintiéndose muy orgullosa de
ti y sonriendo porque, a pesar de tu dolor y de tu pena, continúas
luchando por salir adelante de la mejor manera posible.

 
 
Práctica 5
Camina por la playa, por la montaña, por un parque,
por donde sea

Caminar tiene un efecto terapéutico. Muchos estudios clínicos, científicos y


sobre la espiritualidad demuestran la relación que existe entre el ejercicio
físico y la salud, y también entre el ejercicio y el bienestar espiritual. Al
caminar se activan muchos músculos que no solo hacen que la circulación de
la sangre fluya mejor aportando mayor oxigenación a todo el cuerpo sino
que, además, conseguimos un efecto beneficioso para nuestra mente.
Caminar contribuye a la producción de endorfinas, esas sustancias que
fabrica nuestro cuerpo y que se relacionan con la sensación de bienestar.
Cuando camino intento abstraerme de todo para centrarme solo en el acto de
caminar. A Patricio le encantaba hacerlo. Cuando lo hacíamos juntos yo era
una especie de máquina conversadora que sentía la necesidad de explicarle
todo lo que me había ocurrido el día anterior. Él sonreía, hacía algún
comentario divertido o amoroso y me animaba a seguir hablando.
—Me encanta escucharte —decía—, aprendo mucho de todo eso que tú lees
y que yo no tengo tiempo o ganas de leer.
Yo me sentía querida y valorada, aunque ahora me arrepiento de no haberle
escuchado más a él. Su ausencia hace que yo ahora camine con conciencia,
que camine fijándome en lo que sucede a mi alrededor, que esté más
pendiente de los sonidos, de los olores, de todo lo que me rodea.
Caminar en la naturaleza me resulta mucho más agradable que hacerlo en la
ciudad. Tengo una mente que se dispersa y distrae con gran facilidad y en la
ciudad recibo un exceso de estímulos que terminan por agobiarme. En
cualquier caso, estoy aprendiendo a abstraerme del ruido y de las prisas para
disfrutar más de lo que me rodea.
Caminar por la playa es muy relajante, sobre todo si hay poca gente. Me
resulta muy gratificante escuchar el sonido de las olas, respirar el aire puro,
sentir el viento en la cara y, simplemente, ser. Sentarme sobre una roca, en
un banco o sobre la arena y dejarme llevar por el momento.
En ocasiones me invade una gran tristeza y dejo que se manifieste. Si he de
llorar, lloro. Los pañuelos son una constante en mi vida, pero no me
preocupa: la pena ha de aflorar para dar espacio a otras emociones. Llorar
ayuda, es como si con el llanto saliera todo aquello que nos hace sentir mal y
las lágrimas limpiaran nuestro corazón de la pena y el dolor. En otras
ocasiones, sin embargo, al sentarme solo me invade una gran sensación de
paz, como si Pat estuviese a mi lado. Es entonces cuando tengo la impresión
de que todo esto que nos aflige en la tierra es solo parte de un camino
infinitamente más largo que tenemos que recorrer y que, cuando uno ha
completado su etapa en esta dimensión, se marcha para proseguir en otra
más elevada.
Caminar por el bosque me conecta con la energía del universo, con los
árboles, con los miles de insectos y animales que los habitan y con la
naturaleza en general.
No siempre tengo ganas de salir a caminar. De hecho, casi nunca tengo
ganas de hacerlo. La opción del sofá o la cama es mucho más tentadora que
la de vestirme y salir, pero me obligo a calzarme, a ponerme la ropa de
deporte, a coger las llaves, salir por la puerta y marcharme. Cuando regreso
soy una persona nueva, llena de energía, contenta conmigo misma y
dispuesta a seguir hacia adelante con una mejor predisposición.
En los últimos tiempos he recuperado mi relación con amigas y conocidas
que hacía tiempo que no veía. Al principio salíamos a caminar y nos
poníamos al día de nuestras respectivas vidas, pero con el tiempo, hemos ido
profundizando en nuestras conversaciones. Una muerte cercana te invita a
replantearte las cosas con mayor profundidad. Reflexionar en voz alta,
compartir emociones, temores, frustraciones y esperanzas ayuda a dar forma
a ese futuro que tenemos que emprender a solas y que, en ocasiones, nos
parece tan difícil. Cuando no tengo ganas de ir sola, llamo a alguien y casi
siempre obtengo una respuesta entusiasta y positiva.
Algo que me ayuda cuando camino por la ciudad es conectar­los auriculares
y ponerme música o algún programa que me interese. Parecerá extraño pero,
durante las tres semanas que mi marido estuvo en el hospital descubrí un
programa de humor en la radio y cuando iba en el metro (algo que no me
agrada) me conectaba y lo escuchaba. A veces, en mitad de mi angustia y
pena, uno de los protagonistas decía algo gracioso y, para mi sorpresa, me
arrancaba una sonrisa o, incluso, una risa, a pesar de todo. La risa, igual que
el llanto, nos ayuda a liberar tensiones. A mí el llanto me conduce a la
tristeza, me agota y me obliga a pensar en otras cosas. La risa, por el
contrario, me aligera y me aporta la sensación de que hay mayor esperanza y
luz al final del túnel. De cualquier forma, cada uno debe encontrar su camino
y, lo que a mí me funciona, tal vez a ti no.
Te invito a que no desistas y busques. Busca lo que te ayude a sentirte mejor
—aunque solo sea un poquito— e incorpóralo a tu vida.
Intuyo que caminar no es el único ejercicio que aporta beneficios al cuerpo y
al alma. A mí me encanta nadar y estoy segura de que si Pat hubiese
fallecido en junio o julio, en lugar de caminar habría hecho largos de piscina
todos los días. Habrá quien prefiera patinar, ir en bicicleta, hacer ejercicio en
un gimnasio o correr. Cada uno ha de hallar aquello que mejor se adapte a su
cuerpo y a su carácter. Lo importante es movernos, no quedarnos en casa,
volcados en nuestro dolor, sentados en el sofá o acostados en la cama,
sintiéndonos miserables, solos y tristes. Nadie podrá rescatarnos de lo que
nos ha pasado. Ni podemos regresar en el tiempo para impedir que ocurra lo
que ya ha ocurrido. Debemos mirar hacia delante. Continuar solo depende de
nosotros y cuanto antes nos pongamos en marcha antes podremos iniciar el
camino hacia la recuperación.
Deja tu ropa de hacer deporte al pie de la cama y, nada más levantarte,
póntela y dile a tu cuerpo que eso es lo primero que vas a hacer esta
mañana.
Si no te apetece ir solo pídele a alguien que te acompañe.
No siempre es posible ir a la playa o a la montaña, pero puede que tu
ciudad esté llena de parques o bonitas aceras por las que puedas
caminar.
El día que no te resulte posible hacer nada de lo anterior, aprovecha
para desplazarte lo menos posible en coche o transporte público y haz
todo lo que tengas que hacer caminando.
Si no tienes calzado o ropa cómoda, ahora es el momento de hacerte un
regalo para la nueva rutina.
 
Práctica 6
Escúchate y medita, o solo prueba a estar sentado, en
silencio, con tus pensamientos

Los días siguientes al fallecimiento de Pat fueron terribles para mi


estabilidad mental. Mi cabeza no paraba de dar vueltas y me preguntaba:
«¿Qué va a ser de mi ahora? ¿Cómo voy a seguir adelante? ¿Cómo podré
hacer frente a los gastos? ¿Volveré a verle algún día? ¿Qué cosas hacía él
que yo no sé hacer? ¿De qué tendré que hacerme cargo ahora?». Y un sinfín
de preguntas más.
Durante el día estaba tan ocupada con la ingente cantidad de gestiones que
tenía que hacer que conseguía dejar mis preguntas a un lado. Pero al caer la
noche, incluso ya desde que empezaba a oscurecer, este diálogo interno
regresaba para acompañarme durante muchas horas y, a menudo, no
conseguía acallarlo sino con la luz del amanecer.
Toda mi vida había intentado meditar. Intuía que quien lo conseguía era
porque tenía la paz espiritual que yo envidiaba: esa capacidad para estar
quieto y centrado en la respiración. Lo había probado mil veces pero nunca
me había dado resultado.
Hasta que un día, después de llorar un buen rato, me quedé sentada en la
alfombra de la sala con la mirada perdida en el infinito y sin hacer
absolutamente nada. Estaba tan agotada que supongo que hasta mi mente
decidió darme un respiro. De repente, mientras observaba las plantas que
tengo en el balcón y cómo la luz del atardecer cambiaba de color, tomé
conciencia de la paz que sentía. El dolor seguía estando pero, en ese
momento, la paz formaba una parte importante de mis emociones.
Permanecí un rato más reflexionando sobre lo que acababa de sucederme.
No había hecho ningún esfuerzo, no había tenido que recitar un
ooommm
ni
centrarme en la respiración. Simplemente, había abandonado toda necesidad
de pensar y me había quedado absorta en el momento. Tuve lo que los
americanos llaman un
aha moment
o los europeos un
momento eureka
. Fue
como si, de repente, entendiera en qué consiste meditar. No quiero decir, con
esto, que ahora me haya convertido en una experta, solo que ahora ya no me
planteo la necesidad de hacerlo a la perfección y, simplemente, me limito a
sentir, me quedo quieta, fijo mi mente en la llama de una vela y me quedo
sin hacer nada. Todavía, en ocasiones, los pensamientos se agolpan en mi
mente pero estoy aprendiendo a evitarlos. Si me viene un pensamiento
negativo, en cuanto tomo conciencia de ello, dejo de prestarle atención y
pronto es reemplazado por otro. Procuro no quedarme enganchada a
ninguno.
Otra cosa que he descubierto es que la meditación, al menos cuando
empiezas a practicarla, tiene más de disciplina que de arte. Leyendo el libro
Vivir el Camino
, del Lama Yeshe Losal, descubrí que se puede meditar
simplemente estando sentado y quieto, sin hacer nada más. Lo importante es
hacerlo cada día, y varias veces al día si es posible. Según el Lama Yeshe,
con el tiempo vamos entendiendo en qué consiste la meditación y podemos
perfeccionarla. Sin embargo, si no tenemos la disciplina de buscar ese
momento, no lo lograremos. Por ahora, yo estoy en la fase de conseguir
meditar un poco cada día y no siempre lo consigo. El día que lo hago, me
siento mucho mejor.
En otro artículo, un experto comenta que abundan las ideas erróneas con
respecto a la meditación. Según él, muchos creen que tienen que entrar en un
estado de trance y elevarse hasta alcanzar el Nirvana. Pero aclara que
meditar consiste, simplemente, en SER y en tomar conciencia de que somos,
sin necesidad de hacer nada.
Otra práctica que también puede ayudarte es una que ahora está muy de
moda y se llama
mindfulness
. Consiste en tomar conciencia de lo que
estamos haciendo en cada momento, de vivir el
aquí y ahora
. Si estoy
comiendo, es eso y solo eso lo que estoy haciendo y, por tanto, debo
centrarme en los sabores, los aromas, las texturas. Presto atención a la forma
en que mastico y trago mis alimentos. Disfruto de cada bocado en lugar de
atragantarme como si fuese el último que voy a tomar. Hoy en día hay
decenas de libros que hablan sobre el tema y muchos estudios que tratan de
demostrar los interesantes beneficios de esta técnica. De ella pueden
beneficiarse tanto niños con síndrome de déficit de atención como
exveteranos de guerra, o personas con enfermedades graves o situaciones
personales dramáticas. Parece que la práctica de detenernos durante unos
instantes a pensar, y tomar conciencia de quienes somos y qué estamos
haciendo en cada momento, puede ser muy beneficiosa para todos.
Yo intento meditar unos minutos todas las noches. No siempre lo consigo. El
día que lo hago me siento mucho mejor y disfruto de un sueño más
profundo. Si medito unos minutos antes de salir de casa por la mañana
obtengo un estado de serenidad que no suele ser habitual en mí. Me siento
menos estresada y el desasosiego que me produce la falta de educación y la
agresión constante que se vive en la calle casi no me afecta. Me subo al
transporte público y me observo con atención: «¿Qué estoy sintiendo? ¿Qué
me dice mi cuerpo? ¿Qué sensaciones placenteras o desagra­dables tengo?».
Intento encontrar el origen de las sensaciones desagradables para buscarles
una solución y busco las placenteras con la intención de reproducirlas cada
vez que puedo.
Lo mismo sucede a la hora de la comida. Tampoco lo logro cada vez que lo
intento. Me siento y procuro tomar conciencia de mis pensamientos, de
cómo estoy comiendo, de cuántas veces mastico, qué sabor, textura y aroma
tiene mi comida. Curiosamente, al hacerlo como menos pero me siento más
llena. El
mindfulness
aplicado a la comida comienza durante la preparación
de los alimentos. Antes yo cocinaba para los dos aquello que a ambos nos
gustaba y en función del tiempo que tenía. Ahora, en cambio, tomo
conciencia de lo que hago en el desayuno, en la comida y en la cena y pongo
mucha atención en cada detalle.
Por último, aunque no está incluido en el título de esta práctica, dedica
tiempo a tu descanso. Acabas de pasar por uno de los momentos más
difíciles que tiene que vivir un ser humano y has de ser compasivo contigo
mismo. Si estás cansado, descansa; si necesitas dormir, duerme; si un día no
tienes ganas de hacer nada, no lo hagas. Durante los primeros días de duelo
la mayoría de las personas están dispuestas a darte ese espacio, a ser
tolerantes con tu necesidad de tomarte más tiempo y a no ser demasiado
exigentes contigo. Yo no caí en la cuenta de todo esto hasta pasados unos
meses. Los primeros días parecía que me perseguía el diablo, que tenía que
ocuparme de todo y de todos y asumí una agenda excesivamente
sobrecargada. La escuela donde trabajo me ofreció reducirme las horas de
clase y mis padres me pedían que descansara, pero yo creía que estando
ocupada me olvidaría de mi pena y gestionaría mejor mi situación. Nada más
lejos de la realidad. Se trata de una huida hacia delante en la que, finalmente,
el dolor vuelve a atraparnos pero para entonces estamos tan agotados que
nos resulta muy difícil continuar.
La primera señal que recibí fue la rotura de un capilar en el ojo. En un
instante pasé de tener un ojo perfecto a un ojo sangriento que causaba una
terrible impresión. Días después, saliendo del cine con una amiga sufrí un
vértigo de tal intensidad que tuvo que meterme en un taxi y llevarme al
hospital. Después de esos dos incidentes decidí ir al médico y el diagnóstico
fue que tenía el sistema nervioso destrozado y el organismo con un nivel de
acidez muy poco recomendable. Inmediatamente tomé conciencia de que no
podía seguir así a menos que quisiera acabar muy mal y empecé a
desacelerar el ritmo frenético e imparable en el que me había sumergido al
fallecer Patricio y a tomarme en serio mis descansos y mis horas de sueño.
Otra ventaja de dedicar tiempo al descanso es que también nos proporciona
la oportunidad de recrearnos en nuestros pensamientos, de reflexionar sobre
lo que vamos a hacer a partir de ahora, de organizar nuestras ideas y analizar
y distinguir cuáles son nuestros deseos.
En mi caso, en vez de sentir amargura por lo que me ha sucedido, procuro
afrontarlo como una oportunidad que me da la vida para explorar nuevos
caminos. Claro que hubiera preferido un millón de veces continuar la ruta
que ya había iniciado con Pat, pero ahora que no está, tengo que decidir solo
en función de mis intereses. Y mi principal objetivo es evitar caer en la
tristeza y en la desesperación. A él no le hubiera gustado, a mí no me
conduciría a nada y al resto de las personas que me quieren tampoco les
haría felices.
Acondiciona un área dedicada exclusivamente al descanso; puede ser
tu dormitorio. Elimina todo objeto superfluo que pueda distraerte,
mantén limpias las sábanas, el cubrecama, las almohadas y las cortinas.
Si tu habitación tiene una ventana, ábrela con frecuencia para que el
aire se renueve.
Si te gusta la música, hazte con algunas melodías suaves que te ayuden
a descansar y tenlas a mano para cuando decidas escucharlas.
Si te gusta leer, busca una lectura relajante y tenla cerca.
Yo tenía una lámpara de sal en el salón que ahora está sobre la mesita
de noche de mi habitación. La enciendo un par de horas antes de irme a
dormir porque he leído que purifica el ambiente. No sé si es cierto,
pero la suave luz rosa parece indicarle a mi cerebro que la hora de
descansar está cerca y eso me ayuda a desconectar de las
preocupaciones y a conciliar el sueño.
Soy reacia a consumir medicamentos o cualquier otra sustancia que me
induzca al sueño. Sin embargo, esta vez comprendí que necesitaba toda
la ayuda que pudiera conseguir y cuando mi médico naturista me recetó
unas gotas homeopáticas las acepté. No tomo tanta cantidad como me
indicó, pero el resultado es muy bueno y la diferencia es que ahora me
despierto por la mañana relajada y con más energía.
Si puedes, rodéate de cosas que te hagan feliz. Yo tengo algunos libros,
alguna foto y ropa de cama que me encantan. Mi habitación es muy
sencilla, y predomina el color blanco en los muebles, las paredes y, a
veces, hasta en las sábanas. Entrar en ella me calma y me transmite un
mensaje: «Cuando entras aquí, lo haces para descansar y desconectar
de tu agitada vida».
 
Práctica 7
Cuida tu alimentación. Este es un momento idóneo
para mejorar tu salud

Es probable que las semanas siguientes al fallecimiento de tu persona


querida pierdas peso. La pena, el trajín y la falta de tiempo hacen que un
buen día, al ponerte una prenda que antes te quedaba apretada, compruebes
que te sobra por todas partes.
Durante los primeros días resulta normal perder el apetito, pero es
importante recordar que los alimentos son los que nos proporcionan energía
y salud y no debemos descuidar nuestros hábitos alimenticios.
Pat y yo ya practicábamos una alimentación saludable. Hace tiempo que
habían salido de nuestras vidas muchas carnes, lácteos, azúcares y harinas
refinadas, y los resultados fueron muy positivos. Pero de ningún modo
pretendo aconsejarte sobre lo que debes comer, sino compartir contigo mi
experiencia por si puede resultarte útil.
Para mí existe una relación muy clara entre lo que ingiero y cómo me siento
después. Cuando consumo azúcares, grasas y proteína animal mis
digestiones se vuelven lentas y pesadas, y solo me dan ganas de dormir. Si,
por el contrario, como vegetales, frutas, frutos secos, legumbres y huevos,
me siento llena de energía y mi mente goza de mayor claridad.
Un elemento que he incorporado a mi dieta recientemente es la achicoria,
que la consumo en sustitución del café. Mi organismo lo ha agradecido y mi
capacidad para dormir ha mejorado considerablemente. Comprendo que el
sabor de la achicoria no agrade a todos, pero te invito a que la pruebes por si,
tal vez, descubras una nueva bebida bastante más saludable que el café.
Los zumos verdes que ahora están tan de moda también te darán mucha
energía y, a la vez, te alimentarán. Si no te gustan verdes, prepáralos de otros
colores. A mí, por ejemplo, me encanta licuar un plátano, leche de
almendras, unas gotitas de vainilla y un dátil. El resultado es un delicioso
batido, muy nutritivo, fácil de elaborar y que te dejará saciado durante varias
horas.
A mediodía también puedes preparar una combinación de proteínas, grasas,
fibra y carbohidratos. Tenemos la idea equivocada de que las grasas son muy
perjudiciales cuando, en realidad, son esenciales para que nuestro cerebro y
otros órganos funcionen correctamente. Como he eliminado de mi dieta las
grasas animales (aunque en ocasiones consumo mantequilla porque me
encanta), ahora utilizo aceite de coco que, según varios estudios clínicos, es
muy saludable y, además, ayuda a quemar la grasa perjudicial que hemos
acumulado.
Para cenar como una ensalada y alguna fruta y, lo que es muy importante, he
cambiado mi horario drásticamente. Procuro no cenar más tarde de las ocho
de la tarde. Nuestra costumbre de cenar a las tantas me parece nefasta tanto
para conciliar el sueño como para realizar correctamente la digestión, así que
me he pasado al
modo guiri
y ahora ceno mucho más temprano.
Patricio solía hacer la compra y ahora esta tarea recae sobre mí. Los
primeros días me parecía un castigo, pero ahora me la tomo como un premio
que me permite adquirir lo que más me apetece y pasar un rato agradable en
el supermercado. También le dedico más tiempo a la elaboración culinaria.
He descubierto que cocinar me relaja y preparar los platos que a él le hacían
feliz me permite rendirle un homenaje y recor­darlo. No soy la única que
piensa así. A una querida amiga que quedó viuda tres meses antes que yo le
sucede lo mismo.
Tal vez sea el momento de cambiar tu modo de alimentarte (o tal vez no). Si
decides hacerlo:
Compra poco pero de muy buena calidad.
Busca alimentos beneficiosos para tu cuerpo y también para tu alma.
Las verduras y las frutas poseen una energía positiva que, cuando las
consumes frescas, aportan grandes beneficios a tu organismo. Esta no
es una teoría mía, hay estudios muy avanzados que demuestran
científicamente que esto es así.
Mastica despacio, saboreando lo que estás comiendo o bebiendo. Y no
comas o bebas hasta saciarte, para antes de sentirte satisfecho.
Come y bebe cuando tengas hambre o sed. No es necesario seguir los
horarios establecidos.
 
 
Práctica 8
Cocina y comparte lo que preparas con las personas a
las que quieres

Esta no es una práctica fácil de aplicar durante los primeros días tras el
fallecimiento de tu persona querida. De hecho, si al principio no tienes ni
ganas de comer, difícilmente tendrás ganas de cocinar.
Pero pasados unos días o alguna semana, sentirás la necesidad de estar
rodeado de personas queridas y la comida puede convertirse en una buena
excusa para reunirte con ellas.
Tal vez porque a Pat le encantaba cocinar o porque tengo un hijo chef
entiendo la importancia que tiene en nuestras vidas la comida y todo lo que
ella representa.
Preparar un plato con cariño implica hacerlo con atención, poniendo cuidado
en los detalles, probando y sazonando hasta que tiene el sabor, el aspecto, la
textura y el aroma que queríamos conseguir. Cocinar para otro es enviarle un
mensaje muy poderoso sobre lo que representa para nosotros. Por eso resulta
tan caro comer en algunos restaurantes. Hay mucha dedicación, pasión,
cariño y cuidado en algunos de los platos que nos sirven en esos
establecimientos exclusivos. También lo hay en otros más económicos y,
casi siempre, aunque no seamos expertos en cocina, detectamos si aquello
que nos sirven se ha hecho con cariño o se ha hecho solo para salir del paso.
Yo llevo varios meses experimentando con recetas nuevas. Nada
complicado, ya que no quiero ganar ningún concurso de cocina, pero sí
quiero que cuando mis familiares y amigos prueben lo que hago les encante.
Para ello practico la receta una y otra vez hasta que me queda bien. Empiezo
con un primer plato, después con un segundo y, finalmente, con el postre.
Cuando ya tengo las recetas de todos los platos del menú perfeccionadas,
llamo a algunos amigos o a mi familia y les invito a comer o cocino en su
casa.
Cada una de esas comidas es una celebración de la vida y una oportunidad
para recordar a quien se ha ido. Como las personas siguen vivas mientras
alguien las recuerda, yo hago un brindis por Pat cada vez que tengo ocasión.
Es una apreciación muy personal, pero tengo la sensación de que está
presente, participando y observando lo que hacemos, y que se siente feliz de
sentirse recordado y profundamente amado. Tal vez me equivoque, pero si
así fuera ¿qué más da? ¿Qué hay de malo en honrar a los que ya no están y
en recordarles? Yo creo que no solo no hay nada malo en ello sino que,
además, tiene la ventaja de que, cuanto más se hace, más se aprende a
convivir con su ausencia y a percibirles de otra manera que no puedo
explicar pero que, para mí, tiene mucho de real.
Cuando compartimos una comida que hemos preparado con amor abrimos la
puerta a la magia. Las personas se confían y cuentan cosas que tal vez no
tenían previsto compartir con nadie. Nos volvemos más tolerantes con los
demás y sentimos que formamos parte de una tribu que nos acepta y valora.
Supongo que nuestros ancestros solo compartían su escasa comida con
aquellos a quienes apreciaban y, por tanto, hay algo atávico y primitivo en
invitar a alguien a comer a tu casa y compartir tus alimentos de forma
generosa e intencionada.
Si no disfrutas de la cocina, prueba con algo sencillo, piensa en un plato que
te apetezca comer y atrévete a practicar la receta hasta que salga como
quieres. Para muchas personas es relajante estar en la cocina cortando,
salteando, pelando o colaborando con cualquier otra tarea mientras
elaboramos un plato. Si, a pesar de todo, detestas entrar en la cocina,
siempre tienes la opción de invitar a alguien a un lugar especial y aprovechar
ese momento para tener una conver­sación relajada y sincera sobre temas de
interés común.
Te paso una receta que me encanta. Es saludable, barata y tan fácil de
preparar que pensarás que te estoy tomando el pelo.
Las alcachofas de la felicidad
Ingredientes:
6 alcachofas medianas
1 limón
Una pizca de sal
Una pizca de pimienta
Una cucharada de aceite de coco

Elaboración:
1. Corta el rabito de las alcachofas.
2. Retira y desecha un 2
5  
% de sus hojas.
3. Desecha también el extremo superior (entre dos y tres centímetros de
la punta).
4. Córtalas en cuartos.
5. Si tienen pelillos en el centro, retíralos con un cuchillo. Si son suaves,
no es necesario.
6. Lávalas y ponlas en un escurridor.
7. Calienta el aceite de coco hasta que esté totalmente derretido.
8. Echa las alcachofas en el aceite.
9. Cuando empiecen a chisporrotear remuévelas con una cuchara de
madera.
10. Añádeles el zumo de limón, una pizca de sal y otra pizca de pimienta.
11. Sube el fuego y cuando te parezca que ya están en plena fritura, baja
el fuego y tápalas para que se hagan a fuego lento durante unos quince
minutos o hasta que estén blandas.

Este plato es muy nutritivo y depurativo. Las alcachofas son excelentes para
el hígado que, cuando estamos sufriendo, es uno de los órganos que más se
agota. Puede disfrutarse frío o caliente. En ocasiones yo las tomo
acompañadas de almendras tostadas y un huevo frito mientras que otras
veces, me las como sin acompañamiento. De cualquier forma resultan
deliciosas.
Si te animas con este sencillo plato podrás seguir con otros y, cuando te des
cuenta, tendrás un estupendo repertorio de nuevos platillos con los que
deleitar a tus familiares y amigos.
Aprovecha cualquier ocasión para organizar una comida. Yo he
simplificado mucho lo que hago y me preocupo solo por preparar algo
sencillo y sabroso; procurando conseguir un ambiente distendido y
acogedor.
Piensa qué te apetecería comer a ti y atrévete a prepararlo.
Si hay alguna persona en tu vida a quien le gusta cocinar, persuádela
para hacerlo juntos.
Haz de cada comida una oportunidad para estar en paz contigo mismo
y con lo que te rodea. Yo desayuno temprano, en silencio, pongo la
mesa como si fuera a venir alguien a visitarme, preparo todo como si
tuviera que presentarme a un concurso y después me siento y disfruto
de lo que como con conciencia plena. Esta paz es menos efímera de lo
que parece: cuando empiezas bien el día el resto de la jornada se
confabula para seguir la misma tendencia. Lo que bien empieza, bien
acaba.
El gusto es un sentido que nos conecta a las emociones. Descubre
nuevos aromas, texturas y sabores. Hay platos que comía con Pat que
ahora no cocino. Todavía no. Más adelante los recuperaré, ahora estoy
ocupada descubriendo nuevos sabores y tratando de incorporarlos a mi
banco de memorias.
Si te gusta el chocolate, ¿qué puedo decirte? Este es el momento de ser
indulgente con este alimento. Solía comer solo un cuadradito de una
tableta grande. Ahora puedo comerme tres e incluso cuatro, y pienso:
«Chocolate, vete directo a mi alma y hazme sentir mejor». No sé que
piensa mi hígado de este diálogo pero, de momento, mi alma lo
agradece.

 
Práctica 9
Concéntrate el mayor tiempo posible en tu trabajo o
en alguna actividad

Cuando les comento a mis conocidos que estoy agotada por la cantidad de
horas que he de dedicar a mi trabajo invariablemente me responden: «Eso es
bueno, te distrae». Y aunque no siempre es lo que quiero oír, hay mucho de
cierto en esta aseveración.
Soy profesora en una escuela de negocios así que la mayor parte del tiempo
estoy frente a un público casi siempre interesado, pero en ocasiones también
cansado, inquieto y con falta de atención. Impartir formación en esas
circuns­tancias no es fácil. Si quieres que aprendan, que participen y que
mantengan la atención tienes que dedicarte en cuerpo y alma a lo que estás
haciendo y diciendo en clase. Se supone que debería ser siempre así, pero la
realidad es que los profesores también disponemos de otras opciones a la
hora de impartir una clase. Desde ponerles a trabajar en interminables
ejercicios, proyectarles un vídeo de larga duración para debatir después o
ponerles a hacer un trabajo que podrían haber hecho antes de venir a clase.
Hay muchas alternativas a dar una clase con total dedicación y, aunque lo
entiendo, no soy capaz de practicarlo. Cuando estoy en el aula mi entrega es
absoluta y eso, aunque es muy gratificante, también resulta agotador.
Por otra parte, la forma que tengo de abordar mis clases tiene un indudable
aspecto positivo para mi mente y es que, forzosamente, me sitúa en el
presente, en el
aquí y ahora
.
A los dos días del accidente de Patricio tuve que ir a dar una clase por la
tarde. Mi cuerpo me pedía llamar a la escuela, explicar la situación y
solicitar que pusieran un profesor sustituto. Intuitivamente yo sabía que, por
más que me costara, si lograba dar la clase aquel día me sentiría mucho
mejor. Y así fue. Durante las cuatro horas que estuve en clase pude
abstraerme de la pena, la angustia, el dolor y el miedo que me acompañaban
y centrarme solo en los alumnos, en el material, en lo que tenía delante de
mí. Curiosamente, al salir del aula y mientras iba caminando hacia la
estación del metro me sentí un poco más ligera, menos cansada, más
tranquila y con la sensación de que todo saldría bien. No salió bien o, al
menos, no como yo esperaba que saliera. Que yo fuera capaz de despojarme
momentáneamente de mi angustia y dolor no evitó que Pat se fuera, pero
aprendí que la fuerza para continuar está dentro de nosotros.
Cuando Pat falleció, tres semanas después del accidente, además de todos
los sentimientos que afloran en una situación así, también pensé que
mantenerlo con vida —sufriendo y haciéndonos sufrir— habría sido una
pérdida de tiempo. Me atormentaba pensar qué habría sentido durante las
frías noches en que estaba solo en el hospital. ¿Tendría miedo?, ¿dolor?,
¿angustia? Si de todas formas iba a marcharse ¿no hubiera sido preferible
que lo hubiera hecho cuanto antes y evitar esas tres largas semanas?
Con el paso del tiempo, he llegado a la con­clu­sión de que si ocurrió así fue
para darnos tiempo, sobre todo a mí, tiempo de experimentar
progresivamente las sensaciones, como cuando nos introducimos en el agua
fría del mar y, tras el primer impacto, vamos acostumbrándonos a la
temperatura antes de poder sumergirnos por completo.
Si Pat hubiese fallecido el día del accidente, el golpe habría sido tan brutal
que no sé cómo habría reaccionado yo. Sin embargo, durante esos días en el
hospital o cuando estaba sola en casa, llorando y con la esperanza
desvaneciéndose, tratando de continuar con la vida aun cuando esta se me
había destrozado, aprendí que se puede, que podemos seguir adelante a pesar
de que a ratos queramos morir también.
Siempre le decía a Patricio que él debía de ser la reencar­nación de un monje
budista. Que parecía que su misión en esta vida era enseñarme a ser mejor
persona. Que yo tenía mucho por aprender para acercarme al ser humano
que él era. Él se reía y decía que eso no era así, que él era
normal
y que yo
era maravillosa. Y con él yo me creía maravillosa, porque así era como él me
veía.
Fue generoso hasta para morir y, en lugar de rendirse ante el inmenso dolor
provocado por el infarto, el fallo renal y la infección generalizada, se aferró
a la vida, a la poca vida que le quedaba, hasta que le di permiso para
marcharse. Nunca he tenido que hacer nada tan difícil en mi vida y espero no
tener que volver a hacerlo.
Te explico todo esto para que comprendas que, a pesar del dolor y la pena
que sientes, has de esforzarte por centrar tu atención en otras cosas y volver
a tus obligaciones. No tiene por qué ser rápidamente, cada uno debe tomarse
el tiempo que necesita, pero te animo a que no te quedes anclado en la pena,
y a que, al menos durante unas horas, te centres en lo que tienes que hacer e
intentes distraerte porque tu mente también necesita un respiro.
Tu cuerpo necesita serenidad para curarse. Es probable que tu sistema
nervioso esté afectado y, dado que la mente juega un papel tan importante en
lo que le sucede a todo el organismo, cuanto antes salgas del dolor, la
depresión y la tristeza antes empezarás a sanar.
Volver a tu trabajo, si lo tienes; buscar alguna ocupación que involucre a
otras personas; llevar a cabo alguna actividad que te obligue a salir de casa,
que te exija levantarte, duchar­te y arreglarte, aunque te cueste lo indecible, te
ayudará a salir de la pena y a empezar a recuperarte. No es lo mismo pasar
este proceso solo, lamentándote y llorando, que hacerlo rodeado de personas
que están dispuestas a ayudarte o, por lo menos, a entender por la situación
que estás pasando.
Retoma tus actividades cotidianas lo antes posible.
Crea una rutina y síguela como si tu vida dependiera de ello.
Inicia una nueva actividad o una ocupación que te distraiga y te resulte
agradable.
Involúcrate en acciones que conlleven ayudar a otras personas. Salir de
nuestra pena para ayudar a otros y reconocer que no somos las únicas
personas que sufren en el mundo también contribuye a relativizar
nuestro dolor.
 
Práctica 10
Lee. Busca un tema que te atraiga y dedica un rato al
día a leer

La lectura ha salvado a mucha gente de la locura. No me lo invento. Me


encanta leer y en alguna ocasión he leído, con sorpresa, que al autor del libro
que estoy disfrutando le salvó un determinado libro que, incluso después,
también le inspiró para escribir el suyo.
Hay libros sobre cualquier tema que nos interese: cocina, arquitectura, moda,
ciencia, religión, sexo… Lo que queramos podemos encontrarlo de forma
escrita y, la verdad, encontrar un buen libro es una fortuna.
Cuando leemos hacemos inmersión en una historia, un tema, un relato que
nos obliga a abstraernos de lo que nos está ocurriendo y nos permite
disfrutar de una realidad del todo diferente. Yo me he aficionado a leer sobre
la vida después de la muerte y, francamente, he descubierto tantas cosas
interesantes que se ha despertado en mí un interés especial por este tema.
Antes del fallecimiento de Patricio nunca me había interesado pero, ahora,
pensar que puede estar en otra dimensión o plano y que la vida no termina
aquí, en este cuerpo terrenal, me proporciona cierta serenidad.
Si nunca te has sentido atraído por la lectura, piensa en un tema que te
atraiga y busca un libro relacionado con él. Yo tengo unos diez libros sobre
mi mesita de noche y todos son de asuntos diferentes. En ocasiones me
interesa un tema científico o algo sobre la espiritualidad, pero otras veces lo
que me apetece es una novela sencilla que simplemente me entretenga sin
obligarme a pensar en nada. Solo leo lo que me apetece y muchas veces una
cuestión me lleva a otra que nunca me había planteado.
Si un día estoy triste o deprimida cojo un libro que me llame la atención y
empiezo a leer. Al poco rato ya me he olvidado de lo que me entristece y me
encuentro inmersa en la lectura. Esto no significa que la pena desaparezca,
porque la pena siempre va a estar, pero me doy una tregua. Y mi cuerpo
agradece que me distraiga de las emociones más tristes.
Pasear por una librería e ir mirando sin intención alguna puede resultar una
actividad muy emocionante. En ocasio­nes entro en una librería y paseo mi
mirada por todas las estanterías, observo las publicaciones de superventas,
fotografía, cocina, ciencia, economía o moda… e imagino todo el
conocimiento e interés que encierra cada uno de los libros hasta que, al final,
me decido por uno (o cuatro o cinco) y me marcho con una sensación de
inmensa alegría, deseando descubrir sus páginas.
Durante estos meses la lectura sobre espiritualidad me ha ayudado mucho.
No soy una persona religiosa, pero sí creo que hay algo que no podemos
explicar y que es la fuente de donde todos venimos, una inteligencia o
energía superior que ha creado el universo y que, de alguna forma, cuando
morimos entramos en contacto directo con ella. Es una opinión muy personal
y no pretendo convencerte de ella, solo te animo a que eches un vistazo a
este tipo de lectura porque tal vez descubras algún pensamiento que te ayude
a superar tu situación.
Algunas librerías disponen en su interior de una cafetería (como La Central,
en la calle Mallorca, de Barcelona). A mí me hace feliz sentarme a tomar un
té mientras ojeo un libro que después compraré o no, dependiendo de mi
ánimo. Las librerías me transmiten paz, como si toda la energía de los
escritores se hubiese concentrado allí para transmitirnos una atmósfera de
unidad, de participación en sus más íntimas reflexiones, en sus
descubrimientos, sus ideas más extravagantes, sus obras más
trascendentales, terribles, sensuales… Las posibilidades son infinitas.
Si no te interesan las lecturas largas también puedes optar por la prensa o las
revistas. La prensa diaria es algo que yo no disfruto, porque pienso que
contiene demasiada violencia y noticias con mucha carga negativa. Hace
años que solo leo el periódico si me lo encuentro en una sala de espera,
aunque comprendo que también ofrece contenidos interesantes. Por otra
parte, estar al día de los acontecimientos diarios también puede resultar
atractivo.
Y no nos olvidemos de las bibliotecas. Leer se ha convertido en un
hobby
muy caro, pero siempre podemos recurrir a la posibilidad que nos brindan
las buenas bibliotecas que tenemos en nuestros pueblos y ciudades. Me gusta
acudir a ellas y disfrutar de su silencio y de ese ambiente reverente que rodea
a las personas concentradas en sus trabajos y lecturas y donde el incesante
ruido exterior no logra penetrar.
Si te gusta leer, todo lo que he explicado ya lo sabías, aunque es posible que
necesitaras que alguien te lo recordara. En algunos momentos he llegado a
estar tan triste que pensé que jamás volvería a sentir placer por nada. La
lectura, sin embargo, ha conseguido arrancarme mis primeras sonrisas.
Desde pequeña los libros han provocado en mí todo tipo de emociones. Me
han hecho llorar, disfrutar o soñar y estoy muy agradecida a mi madre por
haber despertado en mí ese hábito de leer que todavía me acompaña.
Si hasta ahora no te había gustado leer, no lo descartes y dale una
oportunidad a la lectura. Posiblemente tu vida ya no vuelva a ser como era
antes de que tu ser querido se marchara y ahora tengas que buscar otras
formas de disfrutar, de distraerte, de afrontar la vida. Tal vez en la lectura
descubras una nueva pasión y una valiosa herramienta para darle sentido a lo
que te ha sucedido.
Busca varios tipos de lectura y lee en función de tus apetencias.
Piensa en un tema que te interese y busca un libro relacionado.
Pasa un rato a solas en una librería. Paséate por sus pasillos, coge los
libros que te llamen la atención, ojéalos, lee un capítulo y compra solo
aquel que te intrigue hasta el punto de que no puedes dejarlo sin saber
qué más dice.
Si no eres capaz de leer un libro prueba con una revista. Los artículos
son más cortos y variados y hay revistas sobre prácticamente cualquier
tema que se te ocurra. A veces se empieza por un artículo de una
revista y se acaba siendo un experto, con una colección de libros sobre
el tema.
 
Práctica 11
Empieza algo nuevo: una afición, unas clases, la
preparación de un viaje, un cuadro, un libro…

Patricio y yo teníamos una frase que regía nuestras vidas: «Siempre hay que
tener zanahorias». Nuestras zanahorias solían ser viajes porque es lo que más
nos gustaba hacer. Apenas regresábamos de un viaje y ya estábamos
pensando en el siguiente. No era necesario que fuesen grandes viajes, a
veces era solo un fin de semana en algún hotel rural. Pero siempre, siempre,
teníamos planes en el horizonte. Perso­nal­men­te, siempre me he movido por
zanahorias. Trabajar y tener obligaciones es parte de la vida, pero yo
necesito constantemente la emoción de generar algo nuevo.
De la mano de esa creatividad he hecho cursos de cerámica, de vitrales, de
cocina, de joyería, de terapias naturales y hasta uno de zapatería en el que
me hice unas manoletinas rojas muy bonitas. Sobrellevo la rutina de la vida
porque siempre me busco algo que me haga levantar feliz e ilusionada por lo
que me depara el futuro.
Ahora percibo más que nunca esa necesidad. Compartir la vida con Pat fue
un privilegio. Con él todo resultaba fácil y divertido. Éramos como una sola
pieza y muchas veces lo que pensaba uno lo complementaba el otro.
Habíamos logrado tal sintonía que, en ocasiones, él decía algo y yo
contestaba:
—No me lo puedo creer, eso mismo es lo que estaba pensando.
—Sí, pero yo lo he dicho primero —replicaba él.
Su ausencia y la ausencia de cualquier persona a la que amamos nos deja un
enorme vacío que hemos de llenar con rutinas, pero también con zanahorias.
En estos momentos yo estoy escribiendo el libro que tú estás leyendo. Hacía
tiempo que deseaba escribir algo —de hecho, tengo varios libros empezados
— pero nunca había sentido la necesidad o la energía de terminarlos. Tal vez
porque no encontraba la utilidad necesaria y solo buscaba demostrarme a mí
misma que podía hacerlo. Este libro es diferente. A mí me hubiera gustado
poder contar, durante los primeros días de duelo, con una guía, un manual o
algo que me ayudase a orientarme. Son tantas las cosas que suceden cuando
un ser querido fallece inesperadamente que nuestro sistema nervioso no es
capaz de gestionar la sobrecarga de impactos que recibe.
Papeles, llamadas, más papeles, la vida que continúa, rutinas que ya no
sirven, nuevas rutinas que crear, ganas de abandonar, necesidad de continuar
y dolor; siempre ese dolor sordo y silencioso que te atenaza el corazón y el
alma y que no sabes cómo sacarte de encima. Si a eso le sumamos la poca
empatía y escasa consideración que tiene la administración estatal con los
que se quedan, nos encontramos ante situaciones francamente insólitas para
las que no estamos preparados.
Esta es la ocasión ideal para reflexionar sobre lo que quieres hacer, qué te
apetece, qué es eso que nunca te habías atrevido a iniciar; en pocas palabras:
¿qué te pide tu corazón?
Todos somos diferentes y es complicado recomendar a otra persona lo que
debe hacer, sin embargo, reflexiono sobre algunas actividades que pienso
que pueden resultarte útiles.
Preparar un viaje puede ser una actividad agradable. Yo tengo la excusa
perfecta porque me hijo vive en el Valle de Napa, en Estados Unidos, y
cualquier ocasión para ir a visitarle es buena. Pero como no quiero
resultar pesada, también organizo otros viajes. He organizado uno con
una amiga a Italia; y he dicho que sí a la invitación de mi mejor amiga
para ir a Ibiza este verano. Llevaba toda la vida oyendo hablar de Ibiza
y siempre había querido ir. Por fin lo haré este año. Y cuando regrese
de todos esos viajes, estaré pensando en los próximos.
Unas clases para profundizar en un tema que nos interesa. A mí ahora
me interesa la espiritualidad y los temas sobre la vida después de la
muerte. Como me apasiona el tema y deseo seguir profundizando en él,
seguramente me apuntaré a algunas clases en cuanto pueda.
El yoga es una actividad que siempre me había atraído. Dicen que es
saludable para el cuerpo y, sobre todo, para la mente y la paz interior.
Cuando regrese de mis viajes, me apuntaré a yoga.
Iniciar una afición. En estos momentos no se me ocurre ninguna pero
seguro que si pienso en algo que me gustaría hacer, se me ocurrirá.
Pintar resulta terapéutico porque a través de la pintura se pueden
expresar muchas emociones. A mí no se me da bien la pintura, pero
una buena amiga, que también ha quedado viuda, le encantan las
manualidades y pintar. Tal vez sea una actividad que te apetezca
explorar.
Escribir. Yo ya estoy en ello. No me darán el Nobel de Literatura, pero
tampoco lo pretendo. Lo que me interesa es sacar todo lo que está
dentro de mí y volcarlo en una página. Cuando lo consigo siento que
mi alma se aligera. Si, además, puedo resultar de ayuda a alguien me
sentiré muy feliz.
Redecorar alguna estancia de la casa también puede ser una buena
alternativa. Pintar una pared o cambiar los muebles de sitio; deshacerse
de todo lo superfluo: limpiar armarios, cajones o escritorios. Hay
infinitas posibilidades, sin necesidad de invertir mucho dinero, para
crear un ambiente más relajante que nos permita descansar la mente y
sentirnos en paz por unas horas.
Lo importante de esta práctica es que reflexiones sobre la necesidad de
tomar las riendas de tu situación y recuperes tu vida. Nadie vendrá a sacarte
de lo que te está pasando. Las personas que te aprecian pueden ayudarte y
seguramente se acercarán a ti si se lo pides, pero solo tú puedes iniciar el
camino de la recuperación. Solo tú puedes decidir volver a sonreír, a
experimentar tu dolor de forma intermitente, a buscar la fuerza dentro de ti
para seguir adelante. Solo tenemos dos opciones: hundirnos o seguir. Y si
decidimos seguir ¿no tiene sentido hacerlo de la mejor manera posible?
Estoy leyendo a Wayne Dyer, un escritor que, seguramente, te aconsejaría
hacer algún tipo de trabajo social, como leer a los enfermos en un hospital;
acompañar a ancianos a hacer la compra; o ayudar en algún comedor social.
Según Wayne, cuando nos entregamos de forma desinteresada sanamos con
más rapidez. Yo todavía no he probado esta experiencia, pero intuyo que
tiene razón.
Ahora suelo ir cada fin de semana a casa de mis padres para cocinarles algo.
Me encanta estar con ellos, me relaja y disfruto de las comidas que hacemos
juntos ¿Tengo más cosas que hacer? Sí, muchas, pero dedicarles este tiempo
y transmitirles mi amor a través de lo que les cocino le da un propósito a mi
vida y hace que yo me sienta querida.
No es el único gesto, pero es muy importante. La pérdida de alguien que
amas te enseña a valorar más a los que todavía permanecen a tu lado. Ahora
no dejo de decir
te quiero
cada vez que deseo hacerlo. Y cuando abrazo, lo
hago de verdad, con el corazón, con todo lo que soy, porque sé lo duro que
es desear abrazar, aunque solo sea un instante, a quien ya no está.

 
Práctica 12
Cierra un capítulo. Hazlo como algo sagrado y di
adiós a una parte de tu vida

Esta práctica está casi al final del libro porque es una de las más difíciles. En
cada pertenencia de quien ya no está encontramos una parte de esa persona,
un poderoso recuerdo que hace más evidente su pérdida.
Es una actividad que aún no he terminado y a la que solo puedo dedicarme
cuando me encuentro en un estado de ánimo especial. No puedo hacerlo en
cualquier momento y de cualquier manera porque sentiría que le falto el
respeto a Pat.
Cuando empecé con el cajón de su mesita de noche, no lo puedo negar, me
cogí un berrinche. Saqué sus gafas, sus bolígrafos, la navajita que le había
regalado su hijo, la que le había dado mi padre, sus pequeños tesoros y las
cosas más irrelevantes, como una tarjeta de visita o un resguardo de una
compra cualquiera…
Todo me parecía interesante por el mero hecho de que le había pertenecido.
Pero sabía que no podía guardarlo para siempre así que decidí quedarme solo
con lo que tenía un valor muy especial y el resto lo he regalado, lo he tirado
o lo he depositado con cariño en una bolsa de papel junto al contenedor de
basura.
Comprobé que todo desaparece en cuestión de minutos, y eso es bueno
porque indica que alguien lo aprovechará y eso es lo que Pat hubiese
querido.
Los compañeros de trabajo de Pat me entregaron varias bolsas con sus
pertenencias. Después de trabajar más de veinte años en la misma empresa,
había acumulado muchas cosas en su escritorio, en la taquilla y en el
despacho.
En cuanto a su ropa, le he dado alguna a mi hermano: su suéter favorito, el
anorak recién estrenado y alguna que otra camisa. El resto irá a parar a
Humana o a Cáritas, a excepción de algún jersey que me quedaré para mí y
de su sudadera favorita, que será para mi hijo. No puedo deshacerme de todo
a la vez. Unos días bajo un par de zapatos al contenedor, otro día dejo una
bolsa con tejanos en los depósitos de Humana y así, poco a poco, voy dispo­-
niendo de todas sus pertenencias. Es muy duro decir adiós a las últimas
cosas materiales que queda de la persona que tanto amamos.
Hay quien prefiere hacerlo todo de golpe, en un solo día. Y hay quien
prefiere pedirle a algún familiar que lo haga en su lugar. Uno tiene que
buscar lo que más le convenga, aquello más adecuado y más acorde para su
estado de ánimo.
Pat y yo éramos muy independientes. Hacía muchos años que todo o casi
todo lo hacíamos juntos, así que esta última actividad también prefiero
hacerla sola, como si él estuviera conmigo y, juntos, fuéramos disponiendo
de sus cosas.
Todavía no he terminado con todo, pero no tengo prisa en hacerlo. Voy
disponiendo de sus cosas según mi estado de ánimo o según voy necesitando
el espacio. Me duele, pero también me sirve para ir cerrando este capítulo
con delicadeza y cariño. A mí no me gustaría que pusieran todas mis cosas
en una caja, sin más, y las dejaran en un contenedor o donde fuera. Preferiría
que alguien se tomara tiempo para recordarme, llorando o sonriendo al
evocar el día que me regaló aquello, o la ocasión en que lo compramos
juntos.
Son tantas las cosas que tenemos en común que resulta abrumador pretender
borrarlas de la noche a la mañana.
Los primeros días llevaba su anillo de boda, pero después decidí quitármelo
porque, como me queda demasiado grande para ponérmelo en el dedo, tenía
que llevarlo colgado en una cadena al cuello y no me resultaba cómodo.
Tómate tu tiempo y, si necesitas que alguien te ayude, házselo saber.
 
 
Práctica 13
Escribe lo que tu ser te dicte; déjate llevar por lo que
sale de ti y plásmalo en una página

En muchos libros de autoayuda recomiendan poner por escrito lo que nos


preocupa. La teoría dice que si somos capaces de plasmar lo que nos
atormenta en un papel tendremos muchas más probabilidades de
solucionarlo.
Yo escribí toda mi vida. La mayoría de mis escritos son una especie de diario
para mí misma, en los que he volcado mis sentimientos, en especial miedos
y angustias, sin otra pretensión que aliviar lo que en ese momento me estaba
agobiando. Algunos están esparcidos por la casa y algunos terminaron en la
basura porque, una vez escritos, ya habían cumplido su misión. Pero he
conservado otros que, al releerlos años más tarde, me han mostrado cómo
situaciones que habían llegado a parecerme dramáticas y sin solución, con el
tiempo acabaron convirtiéndose en un vago recuerdo sin mayor importancia.
Tras años de invertir energía, tiempo y horas de sueño en darle vueltas a los
problemas he aprendido que apenas hay nada tan malo que no se supere con
el tiempo ni nada tan importante que continúe siéndolo al cabo de unos años.
Al empezar a escribir este libro me planteé que, por una vez, debía buscarle
un propósito útil más allá de plasmar mi dolor y mis reflexiones. Al
principio me pareció una locura. Supongo que muy poca gente se siente
capacitada para escribir de la noche a la mañana, y yo tampoco. Pero
considero que, como las demás capacidades, hay que experimentarlas para
conocerlas. Como siempre, nuestro peor enemigo somos nosotros mismos.
Confieso que cuando empecé a escribir necesitaba parar cada pocas líneas
porque el llanto y la pena no me dejaban seguir. Me debatía entre intentar
olvidarlo todo o profundizar en lo que sentía. La decisión que tomé fue
acertada. Afrontar la pena, cogerla por los cuernos, vivirla, diseccionarla y
sentirla profundamente también forma parte del proceso de recuperación. No
quiero ni pensar qué habría sucedido si, en lugar de escribir lo que estás
leyendo, yo hubiese preferido ignorar la verdadera dimensión de la situación
y me hubiera dedicado a esconder mi dolor con distracciones y a aparentar
que todo estaba bien. Creo que en ese caso algo se habría quedado estancado
dentro de mí y me habría impedido progresar. De hecho, aún no estoy segura
de haberlo sacado todo. Algunos días me asalta un desánimo y una tristeza
incontrolables que me tientan a dejarlo todo y a tenderme sobre una cama
para no volver a levantarme.
Sin ir más lejos, en un día como hoy en que la montaña de Collserola está
nevada, la temperatura es de tres grados, ha llovido toda la noche, hace
viento, frío, humedad y yo estoy sentada en una cafetería esperando a que
sea la hora de dar una clase que no me apetece nada; la vida se me hace muy
cuesta arriba. Pero en días como estos mi estrategia es pensar en mis
zanahorias. ¿Qué hay en mi futuro que me haga realmente feliz?, ¿un viaje?,
¿un curso?, ¿una reunión?, ¿una mudanza?
Hemos de buscar actividades que nos proporcionen alegría, bienestar,
felicidad o cualquier tipo de satisfacción y centrar nuestros intereses en ellas.
La tentación de dejarse llevar por el sufrimiento es muy grande y también
muy fácil. La mayor parte de los días tengo que hacer verdaderos esfuerzos
por levantarme, ducharme, desayunar, vestirme y salir a ese mundo que, en
ocasiones, se me presenta duro, agresivo, desapacible y agotador.
¿Ves a lo que me refiero? Hoy es un día gris y el reflejo de mi escritura
también lo es. Sin embargo, puedo asegurarte que, a medida que escribo, se
me aligera la carga y me siento mejor.
¿Cómo empezar a escribir? A mí me gusta mucho coger bolígrafo y papel
pero, en aras de la funcionalidad, también escribo en mi portátil. En algún
sitio leí que el gesto de la mano cuando escribimos nos conecta con nuestra
creatividad y con zonas de nuestro cerebro que están relacionadas con la
privacidad y la intimidad. Según los expertos, llevamos tanto tiempo
escribiendo en teclados que no solo padecemos del síndrome del túnel
carpiano sino que, además, estamos perdiendo capacidad creativa y emotiva
de forma alarmante.
Regresando al título que abre el párrafo, coge tu ordenador o tu libreta y,
simplemente, escribe. Lo primero que te venga a la mente, sin preocuparte
por la ortografía ni la redacción, escribe lo que tu alma o tu pensamiento te
dicten. No releas. No hace falta, déjate llevar por lo que sale de ti y plásmalo
en una página.
Tengo una amiga a la que le encantan los cuadernos, los bolígrafos y los
rotuladores de colores. Ella necesita el contacto con estas cosas para hacer
fluir su inspiración. Si a ti también te pasa, aprovecha para ir a una papelería,
elige unos bolígrafos y un cuaderno bonito y empieza a escribir. Al abrir por
primera vez un cuaderno nuevo nos invade una sensación de que todo es
posible. De nosotros y del objetivo de nuestra escritura depende cómo
llenaremos esas páginas.
Hace años acompañé a Pat a Edimburgo y, mientras él trabajaba, yo me
dedicaba a pasear por la ciudad. Como pasaba bastantes horas en el
apartamento en el que vivíamos, también escribía un diario de la experiencia
y un día se me ocurrió escribir una carta de agradecimiento a cada una de
mis amigas. Me senté cómodamente y escribí una carta a cada una,
explicándoles por qué eran tan importantes para mí, por qué las quería y qué
representaban en mi vida. Todavía hoy, después de los años que han pasado,
recuerdan aquello.
Pensamos y sentimos muchas cosas buenas pero rara vez las exteriorizamos.
Damos por sentado que los demás ya lo saben y casi nunca es así. La
ausencia de alguien querido hace que tomemos conciencia de lo mucho que
nos importan los que todavía están y de la importancia de decirnos las cosas
bonitas y agradables que sentimos.
Si no te sientes inspirado, busca algunas frases que te conmuevan o que te
parezcan interesantes y escríbelas. Al leerlas con frecuencia verás que
también a ti se te irán ocurriendo ideas que tal vez te animen a iniciarte en el
apasionante mundo de la escritura.
Me gustaría haber tenido mucho más que contar si con ello contribuyera a
proporcionarte un poco de esperanza y un alivio pero mi intención no era
hacer un libro de doscientas páginas, denso y difícil de leer, sino algo
práctico y sencillo.
He intentado escribir con el corazón, compartiendo mi intimidad contigo
para hacerte tomar conciencia de que no estás solo en tu pena, de que cuando
sentimos que nuestra vida se acaba y no tenemos fuerzas para continuar hay
gente a nuestro alrededor que también está sufriendo y que, a pesar de todo,
sigue adelante. Es una frase hecha pero cierta: «La vida continúa». No está
saliendo como la habíamos planeado pero quizá exista una razón por la que
nos ha tocado vivir esta experiencia.
Quién sabe si con el paso del tiempo comprendamos el sentido y, finalmente,
nos llegue la aceptación y el consuelo. Mientras tanto, depende de nosotros
seguir adelante, vivir un día a la vez, levantarnos cada vez que nos caigamos,
procurar sonreír cada vez que podamos, seguir evolucionando como
personas y convertir el privilegio de estar vivos en una razón poderosa para
ser mejores y ayudar a los demás.
Te acompaño en tu pena, con amor, con ternura, con energía y con el deseo
de que, al cerrar estas páginas, sientas esperanza y veas un futuro donde la
luz y la serenidad formen parte de tu vida.
Recuerda, depende de ti; un día, un gesto, un detalle... una zanahoria a la
vez.
 

Agradecimientos

A mis queridas amigas Meritxell Tomás y Yolanda Ropero. No solo por la


paciencia de leer el borrador y darme el
feedback
que me animó a publicarlo
sino también por estar cerca cuando más las necesité. Siempre cariñosas,
siempre generosas, siempre dispuestas a ayudar. Gracias de verdad.
A Elisenda Tomás, Eulalia Arnaus, Anna Turné, Martha Moller, Maria
Ángeles López, Javier Gay de Liébana, Isabel González, Olga Milian y a las
compañeras de Patricio en el Hotel Barcelona Hilton. Vuestros abrazos,
WhatsApps
y cariño fueron una luz en un túnel muy oscuro.
A todas las personas que, durante el accidente de Patricio y los días que
siguieron, permanecieron a mi lado dándome su cariño y apoyo. Me
reconfortó veros, escucharos y abrazaros. Gracias de corazón.

© María Rosa Serra Regol


Coordinación y edición: MarianaEguaras.com
Imagen de cubierta: Amber Teasley/Unsplash
Contacto con la autora: mariarosaserraregol@gmail.com
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin
autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la
propiedad intelectual.

También podría gustarte