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EVOLUCIÓN DE LOS SERES VIVOS Y FE CRISTIANA

GIUSEPPE DE ROSA S.J.


HUMANITAS 54

Desde su primera aparición, la teoría darwiniana de la evolución de los seres vivos por obra de la
selección natural ha planteado graves problemas a la fe y la teología católicas. De hecho, esa teoría
parecía negar lo afirmado por la Biblia sobre la creación de los seres vivos, sobre el origen del hombre,
creado directamente por Dios y dotado de un alma espiritual, señalando que proviene del mono, y
excluía toda intervención divina en el paso de la materia sin vida a la vida y de los seres sin inteligencia
al hombre, un ser inteligente y libre. En otras palabras, la teoría de la evolución parecía favorecer el
ateísmo y el materialismo.
En realidad, no sólo la Iglesia veía en la evolución una grave amenaza para la fe cristiana, sino los
mismos evolucionistas, que interpretaban la evolución en forma materialista y veían al hombre como un
producto casual del proceso evolutivo, por lo cual el pensamiento y el sentido moral eran productos de
la materia. Señalaba E. O. Wilson: “El cerebro es producto de la evolución. El comportamiento humano
corresponde a la técnica indirecta mediante la cual el material genético humano es (y será) conservado
intacto. Ninguna otra función última de la moral puede tomarse en consideración”. A su vez, R. Dawkins
consideraba a los organismos vivos como el medio inventado por los genes para reproducirse, y por eso
afirmaba el “carácter egoísta” de estos últimos. J. Monod terminaba Il caso e la necesita (La casualidad y
la necesidad) con estas palabras: “El hombre finalmente sabe estar solo en la inmensidad indiferente del
Universo del cual surgió por casualidad. Su deber, así como su destino, no está escrito en lugar alguno. A
él le corresponde elegir entre el Reino y las tinieblas”.

La creación

La afirmación fundamental que hace la fe cristiana con respecto al mundo es que todo cuanto
existe, tanto en el campo de la materia como del espíritu, es creado libremente y por amor por Dios, el
Ser trascendente, eterno e infinito, y es por Él guiado de acuerdo con un “designio” y conducido a su
plena realización. Por este motivo, también el proceso evolutivo se desarrolla en situación de absoluta
dependencia de Dios y bajo su paterna y amorosa providencia. ¿Cómo debemos entender estas
afirmaciones, propias del orden de la fe y no del orden de la ciencia y la filosofía, y por tanto no
verificables científicamente ni totalmente comprensibles racionalmente, pero que no están en oposición
ni con la ciencia ni con la filosofía?
Es necesario ante todo comprender qué es la creación y cómo se lleva a cabo la realización de los
seres creados. ¿Qué es entonces la creación? El Credo cristiano inicia la profesión de fe con las
siguientes palabras: “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra (…)”.
Para el cristianismo, por lo tanto, la creación es un “misterio” en el cual debemos creer. Es propia
únicamente de Dios, hasta el punto que en la Sagrada Escritura, que comienza con las palabras “En el
principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1, 1), el verbo empleado para “creó” esbara’, término que
aparece 48 veces en la Biblia, cuyo sujeto es exclusivamente Dios, para indicar que la “creación”
pertenece exclusivamente a Él.
Al decirse que Dios creó “el cielo y la tierra”, se quiere indicar que Dios creó “todo cuanto existe”,
porque en el idioma hebreo la “totalidad” se indica con los “extremos” (cielo-tierra). Cuando se dice que
Dios creó “en el principio”, se quiere decir que todo cuanto existe tuvo un “principio”, no en el sentido
de que Dios haya creado el mundo en el “tiempo”, sino en sentido de que, con el mundo, Dios creó el
tiempo como elemento constitutivo de su devenir. Por consiguiente, para la Biblia, el mundo no es
eterno, sino que tuvo una iniciación temporal.
Para la Biblia, Dios crea con su Palabra (Y dijo Dios… Gn 1) o con su Sabiduría (Pr 8, 22-31), con lo
cual quiere indicar el carácter del obrar de Dios en la creación. Ésta en realidad no es fruto de la acción
fabricadora y ordenadora de Dios, que hace pasar al mundo del no ser o de la nada a la existencia. La
creación no entra en la categoría de la acción (Dios creando no obra), sino en la categoría de la relación,
en cuanto la creación establece una relación de dependencia de la criatura con Dios creador. Por este
motivo, la creación no es una “operación” de Dios, sino la dependencia misma del ser creado en relación
con el principio que le da fundamento.
En ese sentido, la creación por parte de Dios es Dios mismo que decide eternamente dar el ser a
las criaturas; por parte de éstas, la creación es su total y absoluta dependencia de Dios, el hecho de
estar suspendidas de Dios con todo su ser, de llegar al ser en absoluta dependencia de Dios, pero sin
que Él “actúe”. Si en las criaturas la dependencia de Dios es real, ya que existen en virtud de semejante
dependencia, no existe dependencia de Dios de las criaturas, porque la creación no genera un cambio
en Dios: Dios no pasa de no ser Creador a ser Creador. Él es en realidad eternamente inmutable: las
criaturas dependen de Él, pero Él no depende de ellas. Únicamente las criaturas comienzan a existir sin
que exista algún ser en el cual haya operado Dios para dar el ser a las criaturas. Esto significa la
“creación a partir de la nada” (creatio ex nihilo).

La creación a partir de la nada

Para tener una idea exacta de la creación, es preciso comprender que la “creación a partir de la
nada” no significa que para crear el mundo Dios haya partido de la nada, como si la “nada” fuese algo
distinto a Dios y las cosas creadas de lo cual Dios partió para crear. La “nada” de la cual se habla no es
una potencialidad que Dios con la creación llevaría al acto, ni un caos que Dios pondría en orden, sino
simplemente la nada. “En la creación –escribe Santo Tomás de Aquino- la nada no es lo que recibe la
acción de Dios, sino lo que es creado”. Por consiguiente, la creación no parte de la nada para llegar al
ser. No existe en primer lugar la nada y luego el ser. Es así como de hecho algunos conciben la creación:
como si al mundo se le hubiese dado el ser, es decir, fue creado en un momento dado, con anterioridad
al cual sólo Dios existía, y por consiguiente el acto creador de Dios tuvo lugar en un tiempo en el cual
Dios decidió hacer existir el mundo. De ese modo, la creación sería un devenir, un paso de la nada a la
existencia.
En todo caso, ésta es una forma imaginaria de pensar y hablar. En realidad, el mundo no fue
creado en un momento dado, antes del cual no existía. En la creación no hay un antes y un después, un
antes de la creación y un después de la creación. El tiempo, en realidad, es la medida de las cosas, y por
este motivo no existe antes de ellas, pero es creado con ellas. Resumiendo, en pocas proposiciones lo
dicho hasta ahora: 1) Dios no crea a partir de la nada, como si la nada fuese algo y el mundo pasase de la
nada al ser. 2) Dios no crea en un tiempo vacío y un espacio vacío, sino que con las cosas crea el espacio
y el tiempo. 3) La creación no es la acción fabricadora y ordenadora de Dios, porque Dios no obra, y la
creación no es una “operación” de Dios. 4) La creación no se ubica en la categoría de la “acción”, sino de
la “relación”, en el sentido de que la creación establece una “relación de dependencia” de la criatura
con Dios Creador. Ésta no es sino la “dependencia” del ser creado por Dios, Principio que le da el ser con
un acto eterno de voluntad.

Creación y evolución

Por consiguiente, el mundo existe porque Dios lo deseó libremente y por amor. ¿Pero cómo lo
deseó Dios y con qué objetivo? Dios creó el mundo libremente, sin estar condicionado por
absolutamente nada, por lo cual el mundo existe como Él lo deseó y lo desea y se mueve de acuerdo con
las leyes que Él le dio libremente, siempre sostenido en su ser y su acción por la fuerza creadora de Dios.
No debemos pensar, de hecho, en Dios como aquel que dio el ser al mundo, lo encaminó por el sendero
que debe recorrer y luego lo abandonó a sí mismo, como la conocida imagen del relojero que construyó
el reloj, lo puso en movimiento y luego lo dejó existir por sí mismo, dispuesto en todo caso a intervenir
cuando se estropease o se detuviese para darle nuevamente su carga.
En realidad, la creación es “continua”. Dios está siempre presente en el mundo y lo sostiene
continuamente en su ser y su obrar con su providencia y su amor. Permite en todo caso que la vida en el
mundo se desarrolle de acuerdo con las leyes que Él le dio, por lo cual el Creador no sustituye la
actividad de las causas naturales, permitiendo en cambio que éstas actúen de acuerdo con su propia
naturaleza, recibida de Dios. Efectivamente, Él “es causa no sólo de la existencia, sino también causa de
las causas”. Dios no hace las cosas Él mismo, sino actúa de tal manera que éstas se hagan, ya que “Dios
es la Causa primera que obra en las causas segundas y por medio de las mismas”.
Eso significa que “la acción de Dios no sustituye la actividad de las causas creadoras, pero sí hace
que éstas puedan obrar según su naturaleza y no obstante logren las finalidades por Él deseadas. Al
haber deseado libremente crear y conservar el universo, Dios quiere activar y sostener todas las causas
segundas cuya actividad contribuye al despliegue del orden natural que Él quiere producir. A través de la
actividad de las causas naturales, Dios hace que tengan lugar aquellas condiciones necesarias para la
aparición de los organismos vivos y además para su reproducción y diferenciación”.
Por consiguiente, el acto creativo de Dios consideró la actividad de las causas creadoras. Éstas
han obrado como Dios quiso que obrasen. ¿Pero cómo quiso Dios que obrasen? Dada la plena libertad
de Dios, se puede pensar que Él haya deseado un mundo en evolución, en el cual, bajo la acción de las
causas naturales, existiese el paso de “menos” a “más”, de la materia no viviente a la vida, inicialmente
unicelular y luego con formas de vida cada vez más complejas y diversificadas hasta llegar al hombre.
Evidentemente, las causas naturales han obrado de acuerdo con su propia naturaleza, imperfecta
y contingente, por lo cual han encontrado su lugar en el proceso evolutivo de manera más o menos
amplia la casualidad y la aleatoriedad, y por lo tanto han podido existir estructuras evolutivas sin
significado, mutaciones genéticas perjudiciales y procesos evolutivos catastróficos, que han conducido a
la extinción lenta y a veces rápida de especies animales y vegetales. Así ocurrió en el caso de los
dinosaurios, sobre cuya súbita desaparición hay muchas hipótesis.
Esto significa que no existe una oposición entre creación y evolución y por tanto no estamos
obligados a optar entre creación y evolución. Por consiguiente, no se trata de creación o evolución, sino
de creación y evolución. Del mismo modo, tampoco estamos obligados a optar entre el azar y la
finalidad, ya que en el proceso evolutivo hay espacio tanto para la casualidad como para la finalidad. De
hecho, Dios alcanza el fin que se ha propuesto con la creación valiéndose también de la casualidad y la
aleatoriedad. Eso es así porque Dios es Creador, pero Creador Providente.
Existe en cambio una oposición entre el “creacionismo” fixista, según el cual Dios creó todas las
especies como son hoy, y el evolucionismo ateo, según el cual todo el mundo viviente ha evolucionado
casualmente, sin un fin por alcanzar, dirigido ciertamente por un “relojero” (la selección natural), pero
un relojero “ciego” (la casualidad). Escribe R. Dawkins: “La selección natural, el proceso ciego,
inconsciente, automático descubierto por Darwin y que, como hoy lo sabemos, es la explicación de la
existencia y la forma aparentemente finalista de todo ser viviente, no tiene en perspectiva fin alguno.
No tiene una mente ni alguna forma de conciencia. No proyecta el futuro. No ve, no tiene forma alguna
de prever. Si se puede decir que despliega en la naturaleza un rol de relojero, es el relojero ciego”.
En cambio, “según la concepción católica de la causalidad divina, la verdadera contingencia en el
orden creado no es incompatible con una Providencia divina intencional. Así, también el resultado de un
proceso natural realmente contingente puede tener cabida en el plano providencial de Dios para la
creación”.
En realidad, los neodarwinistas, que se apoyan en la selección natural y las mutaciones genéticas
casuales para afirmar que el proceso evolutivo de los seres vivos es totalmente “ciego”, es decir, carente
de guía, van más allá de lo que es científicamente demostrable. El proceso evolutivo puede ser
contingente o necesario según lo que Dios haya establecido que sea. En ambos casos, se encuentra bajo
la guía providencial de Dios y alcanza el fin que Él ha establecido; pero la causalidad divina y su acción de
guía del orden creado no están al alcance de la ciencia, de manera que el hombre docto no puede
afirmarlas ni negarlas, y sólo puede constatar que el proceso evolutivo de los seres vivos, a pesar de
existir mutaciones genéticas no siempre favorables e incluso perjudiciales, a pesar de producirse
eventos desastrosos y destructivos, está dirigido hacia lo “mejor”, produciendo seres vivos cada vez más
complejos y diversificados, y reflexionando sobre este hecho puede afirmar que el proceso evolutivo se
desarrolla de acuerdo con un “designio” y está dirigido hacia un “fin”. Esto es tan evidente que el mismo
J. Monod, para quien todo ocurre casualmente, habla de teleonomía, que es la característica de los
seres vivos en cuanto “objetos dotados de un proyecto, es decir, la réplica inalterada de su estructura”.

El fin del proceso evolutivo y el hombre

¿Hacia qué fin apunta Dios Creador al guiar el proceso evolutivo? La teología católica responde esta
pregunta diciendo que el objetivo de Dios en la creación de un mundo en evolución, al cual ha dado la
capacidad de trascenderse y superarse a sí mismo y por tanto ir de lo “menos” perfecto a lo “más”
perfecto, ha sido el hombre, es decir, la aparición de un ser inteligente y libre, un ser que por una parte
fuese material y por consiguiente, como todos los seres materiales, descendiese mediante la evolución
de otro ser material, y por otra parte fuese espiritual, es decir, inteligente y libre, y por consiguiente
capaz de trascender la materia, y no fuese un producto de la misma.
De hecho, únicamente el ser humano –material y espiritual- puede dar sentido al enorme
esfuerzo creativo de la evolución de los seres vivos, ya que en su cuerpo expresa y sintetiza, con toda su
sabiduría, belleza y perfección, el universo material, y en su espíritu da sentido a la realidad material, en
cuanto con su inteligencia descubre la riqueza, la perfección y la belleza, poniéndolas al servicio de la
alabanza y gloria de Dios Creador y en beneficio de los otros seres humanos con los descubrimientos
científicos y las invenciones tecnológicas. En realidad, es la presencia del hombre, como culminación y
fin de toda la creación, lo que justifica la pregunta que se hace todo hombre que reflexiona: “¿Por qué
existe algo en vez de la nada?”.
No importa que el hombre no haya aparecido en el centro del universo, sino en un pequeño
planeta en la periferia del universo, en expansión permanente y cada vez más acelerada, y por
consiguiente en una zona cada vez más marginal. El espíritu trasciende la materia, porque es capaz de
pensar en la misma, evaluarla y modificarla; es capaz de hacerla llevar a cabo con la cultura, el arte, la
ciencia y la técnica algo que abandonada a sí misma no podría realizar; es capaz de universalizar la
materia, que es siempre singular (no existe un gato “universal”, sino que todos los gatos existentes son
“particulares”), y formar conceptos generales (el gato), que se aplican a todos los sujetos de una
especie. Por tanto, lo que importa no es que el espíritu haya aparecido en un punto marginal del
universo, sino el hecho mismo de que haya aparecido. La grandeza del universo es insignificante ante la
grandeza del espíritu humano. Un “pensamiento” de Pascal expresa perfectamente este concepto: “El
hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No es
necesario que todo el universo se arme para abatirlo; es suficiente un vapor o una gota de agua para
darle muerte. Con todo, aun cuando el universo lo abatiese, el hombre sería aún más noble que el que
le da muerte, porque sabe que muere y conoce la superioridad del universo sobre él; el universo en
cambio nada sabe”.

La aparición del hombre implica un “salto ontológico”

En todo caso, precisamente por su condición de ser espiritual, el hombre no puede ser producto
de la materia en evolución: entre la materia y el pensamiento consciente, entre la materia y la voluntad
libre y moralmente responsable hay una zanja que no puede atravesar el impulso evolutivo que condujo
a la formación delphilum, el cual luego se dividió en la línea que llevó a la formación de los primates y en
la que llevó a la formación de los australopitecos y los homínidos, es decir, formas prehumanas a partir
de las cuales se desarrolló el hombre, inicialmente en forma de Homo erectus, luego de Homo habilis y
por último de Homo sapiens, con el cual se alcanzó la plena “hominización”.
En otras palabras, como afirma Juan Pablo II, “con el hombre nos encontramos ante una
diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico”. Sin embargo, “¿proponer semejante
discontinuidad ontológica no significa oponerse a esa continuidad física que parece ser el hilo conductor
de las investigaciones sobre le evolución en el plano de la física y la química?”. Juan Pablo II responde él
mismo a esta pregunta que él se hace, observando que se trata de dos órdenes distintos del saber: el
científico y el filosófico-teológico. El momento del paso al ámbito espiritual no es objeto de la
observación científica, aun cuando ésta puede descubrir a nivel experimental “una serie de señales
preciosísimas del carácter específico del ser humano”, como la capacidad de proyectar el futuro, su
autoconciencia, su capacidad de simbolización y por tanto de hablar empleando el leguaje simbólico, de
expresarse mediante representaciones pictóricas de hombres y animales. “La experiencia del saber
metafísico, de la conciencia de uno mismo y de la propia reflexividad, la conciencia moral, la libertad y
también la experiencia estética y religiosa son de competencia del análisis y la reflexión de la filosofía,
mientras la teología capta el sentido último de acuerdo con el designio del Creador”.
Este “salto ontológico” requirió una intervención especial de Dios Creador, que infundió en una o
más formas prehumanas un principio espiritual, es decir, de orden no material y por consiguiente no
incluido ni siquiera en la potencialidad de la materia más evolucionada. Semejante principio espiritual,
no pudiendo provenir de una transformación creadora de la materia, la cual no piensa, no tiene
conciencia de sí misma y carece de libertad, no puede tener como causa inmediata posible sino un acto
propiamente “creador” de aquel que es por esencia el Espíritu subsistente e infinito, Dios.
Por consiguiente, en el proceso evolutivo de los seres vivos, Dios dio a la materia la capacidad de
trascenderse a sí misma y dar así origen a formas de vida cada vez más complejas hasta llegar a los
homínidos, dotados de características de extraordinaria complejidad, como la vertebralización, la
homeotermia y la bipedia. En cambio, en la formación del hombre, en cuanto ser pensante,
autoconsciente y libre, capaz de llevar a cabo actos no materiales, superiores a las capacidades
transformadoras de la materia, Dios debió crear en el cuerpo de un homínido un alma espiritual.
Evidentemente, la infusión de un principio espiritual (el alma) en un principio material (el cuerpo)
sólo pudo tener lugar cuando el cuerpo, después de sucesivas transformaciones evolutivas, estuvo
preparado y dispuesto para recibir la intervención creadora de Dios. En realidad, la “hominización”, por
la cual se pasó del homínido al hombre, fue precedida por formas prehumanas, que, con ciertas formas
de psiquismo y ciertos cambios físicos, como el aumento de la capacidad craneana, preparaban y
disponían al cuerpo para la infusión del alma espiritual. Ésta, al informar el cuerpo animal-material, lo
asumió en un nuevo orden, que es el orden del espíritu, y por tanto lo adaptó para desarrollar las
funciones “humanas”, que siempre son conjuntamente funciones espirituales-materiales.
Así, según la teología católica, el hombre representa la culminación y el fin del proceso evolutivo
de los seres vivos, la culminación porque con el hombre la evolución alcanza el punto más elevado, ya
que el cuerpo humano es el ser más complejo producido por la evolución, en el cual se sintetiza y
concentra todo el camino evolutivo (microcosmos), y el fin porque únicamente el hombre, en cuanto ser
pensante e inteligente, consciente de sí mismo y la realidad que lo rodea, libre y responsable, da sentido
al proceso evolutivo, es capaz de captar su significado, comprenderlo, admirarlo y darle voz. Sin el
hombre, el mundo, aun cuando la evolución hubiese alcanzado el punto más alto, sería un mundo
mudo, oprimido por un silencio eterno, porque no existiría ningún ser capaz de darle voz. “El silencio
eterno de los espacios infinitos me atemoriza”, afirmaba Pascal. ¡Únicamente el hombre, al hacer hablar
al universo con la cultura, el arte y la ciencia, rompe este angustioso silencio!
Cristo, fin del hombre y el cosmos

En realidad, con la creación inmediata del alma espiritual, el hombre se convierte en “imagen de
Dios” (imago Dei), y por lo tanto “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”
(Gaudium et spes, n. 24). Como imágenes de Dios, “los seres humanos asumen el rol de administradores
responsables del universo físico. Bajo la guía de la Divina Providencia y reconociendo el carácter sagrado
de la creación visible, la humanidad da nueva forma al orden natural y se convierte en agente de la
evolución del universo mismo (…). Actuando como causas reales, si bien secundarias, los seres humanos
contribuyen a transformar el universo y darle nueva forma”.
Sin embargo, el hombre, como “fin del universo” e “imagen de Dios”, no es sino la prefiguración
del Hombre, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. El ser humano de hecho es la imagen de Cristo (imago
Christi), ya que los “orígenes” del hombre se buscan en Cristo: él fue creado “por él y para él” (Col 1, 16)
y recibe la vida y la luz de Jesús, el Verbo de Dios, en el cual “era la vida y la vida era la luz de los
hombres (…), que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 4 y 9). Así, en Cristo se busca el fin del hombre y el
cosmos.
En realidad, los hombres son orientados por Cristo hacia el reino de Dios como realización de la
existencia humana y todos los seres vivos encuentran en Jesús su dirección y su destino. Jesús, en su
humanidad, que Dios, el Padre, sobre exaltó, haciendo sentarse a Cristo Resucitado a su derecha, como
Señor de la historia, es Aquel hacia el cual todo tiende como fin, y desde el cual todos los seres se
someten al Padre, para que el Padre “sea todo en todos” (1 Cor 15, 28).
Es entonces cuando el fatigoso y dramático proceso evolutivo de los seres vivos adquirirá todo su
significado, que en tantos aspectos hoy es oscuro y difícilmente descifrable en sus mecanismos, su
proceder a saltos, su avance y su retroceso. En realidad, a través de las causas segundas que operan
según sus propias leyes, es guiado por Dios Creador hacia el hombre y más profundamente hacia el
Hombre-Dios, Jesucristo, en el cual encuentra su plena y definitiva realización.

El proceso histórico de la actitud de la Iglesia y la teología católica ante la teoría de la evolución desde
1860 hasta 1970 es descrito por C. MOLARI, “La teología católica ante el evolucionismo darwinista ayer y
hoy”, en G. CHIARA (ed.), Il darwinismo nel pensiero scientifico contemporaneo, Nápoles, Guida, 1984,
217-296. El volumen se refiere a las Actas de la Convención en el primer centenario de la muerte de
Charles Robert Darwin, Nápoles, 27-28 de noviembre de 1982.

Escribe Santo Tomás de Aquino: “La creación no es una mutación, sino la dependencia misma del ser
creado en relación con el principio que lo hace existir. Por consiguiente, se encuentra en la categoría de
relación” (Summa contra gentiles, II, 18). Y agrega: “La creación, en la criatura, no es sino cierta relación
(relatio quaedam) con el Creador como principio de su ser” (Summa Theol., I, c. 45, a. 3, c).
“In creatione, non ens nos se habet sicut recipiens actionem divinam, sed est id quod creatum est” (De
Potentia, c. 3, a. 3 ad 1).

“La nada no es sino nada y no puede servir de punto de partida para obra alguna. Un momento en el
cual nada existiese es puramente sin sentido, ya que para que exista un momento es necesario que haya
algo. Un momento es una parte del tiempo, y el tiempo es un atributo de las cosas existentes. No
podemos representarnos algo fuera de las formas del tiempo. Al tratar de evocar el no ser anterior al
mundo, lo ubicamos también en el tiempo, y de ese modo constituimos una especie de tiempo vacío,
infinito, indiferenciado, dispuesto a recibir en uno de sus supuestos instantes al mundo y su duración ya
definida y constante, pero esto carece enteramente de sentido” (A.-D. SERTILLANGES, Les grandes
thèses de la philosophie thomiste, París, Bloud et Gay, 1928, 86).

“En la concepción católica, la contingencia del orden creado, precisamente por ser tal, no es
incompatible con un designio divino, intencional y providencial. En otras palabras, una concepción
evolutiva radicalmente contingente, guiada por la selección natural y las variaciones genéticas, no es
automáticamente contraria a la concepción creyente del mundo creado (…). También un proceso
natural contingente tiene cabida en el plano divino, ya que para la fe también los mecanismos evolutivos
contingentes apuntan en último término al obrar de Dios. Aun cuando esté marcado por la contingencia,
el proceso evolutivo nunca está al margen de la influencia de Dios, nunca está al margen de su guía” (B.
COLZANI, “Teologia cristiana ed evoluzionismo”, en La Rivista del clero italiano, 86 (2005), 672).

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