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Identidad y Categorización Social
Identidad y Categorización Social
Introducción
Este capítulo sistematiza los contenidos y las explicaciones relacionadas con la temática de la
identidad y adelanta respuestas a las preguntas fundamentales que se desprendían del capítulo
anterior. Los objetivos de esta sección pretenden: a) aclarar la diferencia que hay entre las
explicaciones de la identidad de naturaleza individualista, las de naturaleza puramente social y
las explicaciones psicosociales; b) enfatizar el papel que tienen el lenguaje, la cultura y el
contexto social en la definición de la identidad; c) mostrar el impacto que nociones como la de
rol o estatus tienen en la comprensión de la influencia que ejerce la estructura social en la
identidad de las personas; d) analizar cómo operan las categorías sociales en la construcción
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de la identidad social, y e) aclarar cómo se generan estereotipos, comportamientos de
discriminación y efectos xenófobos.
La noción de identidad que se propone en este capítulo tiene sus condiciones de posibilidad en
dos clásicos desarrollos intelectuales en el campo de la psicología social.
Nos referiremos, en primer lugar, a la crítica que muchos autores han desarrollado tanto contra
la versión sociológica de la identidad como contra la psicológica. La primera perspectiva es
rechazada porque entiende el individuo como una suerte de máquina social, completamente
determinada por la estructura y el aprendizaje social que realiza de la misma. Entre sus
múltiples carencias estaría la de no aclarar los procesos de innovación, creación e
interpretación nueva de lo social. Las personas aparecen como entes sobredeterminados por
los contextos sociales.
Entre las definiciones de identidad que pertenecen a la perspectiva más psicologizante, las
más famosas son las que ofrecen el psicoanálisis y las que se centran en el estudio de las
bases biológicas del comportamiento. La noción de identidad que utiliza el psicoanálisis se
apoya en la consideración que existe una estructura inconsciente, y las principales críticas que
ha recibido están en la línea de rechazar que exista una arquitectura psíquica, más o menos
invariante, que sea parecida para todos los individuos y supere toda frontera, ya sea cultural o
simbólica. La concepción biologicista goza de gran prestigio social, ya que está considerada
como la más científica: sus métodos de trabajo son los que utilizan las ciencias naturales, por
ejemplo. Esta perspectiva tiene dos grandes problemas: uno de índole teórica, ya que rechaza
ampliamente el hecho de que la naturaleza simbólica del lenguaje con el que interpretamos el
yo y la cultura en la que se forma confieren a la identidad un conjunto de significados que van
más allá de lo que sería un núcleo natural de definición del comportamiento de la persona, es
decir, olvida el papel que poseen los significados en nuestras representaciones del yo.
Además, no considera que éstos son contingentes social y culturalmente. Y el segundo, el más
importante, de índole ética, ya que las teorías biológicas sobre el comportamiento pueden
instrumentalizarse fácilmente y conducir a propuestas de segregacionismo, diferencias
raciales, xenofobia y legitimar comportamientos de discriminación y violencia social contra
las personas consideradas inferiores. Interpretar la causa de nuestro comportamiento como el
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resultado de una determinación natural, que proviene del sustrato biológico, puede legitimar la
marginación y la destrucción de los considerados por los grupos de poder com amenazadores
o poco adecuados al canon biológico.
H. Tajfel aportó una nueva manera de entender los procesos psicosociales: dejaron de
localizarse en el individuo y pasaron a depender de propiedades estructrurales de la sociedad.
1) Las personas utilizan categorías para ordenar, simplificar y comprender la realidad social.
El material con el que se elaboran estas categorías está determinado por procesos sociales a
gran escala. En el uso de tales categorías las propias personas se adscriben a sí mismas y
adscriben a los otros en ciertos grupos particulares que guardan relación con el sexo, la raza,
la clase social, etc. Dos de estas categorías son fundamentales: el nosotros (hace referencia a
los integrantes de mi grupo) y el ellos (hace referencia a los integrantes de otros grupos).
3) Las personas prefieren tener un autoconcepto positivo en vez de negativo y, dado que buena
parte de este autoconcepto se desarrolla por medio de la pertenencia a diferentes grupos, es
lógico que quieran pertenecer a grupos socialmente valorados. Por otro lado, como el criterio
de valor no es absoluto, sino relativo, los individuos establecen comparaciones con otros
grupos. Esta idea ya había sido planteada por la teoría de la comparación social desarrollada
previamente por Festinger (1954).
exogrupos contribuye a la construcción de una identidad social positiva y con eso los sujetos
incrementan su autoestima.
5) Pero, ¿qué ocurre si la comparación con el exogrupo resulta negativa, esto es, cuando los
miembros del grupo constatan su inferioridad en relación con algún aspecto? En este caso, los
grupos desfavorecidos hacen uso de un conjunto de estrategias (movilidad, creatividad y
movilización social) para mejorar su identidad.
Los resultados de los trabajos de H. Tajfel –es decir, el hecho de que se genera una
percepción dicotómica de grupos y que hay prejuicio perceptivo y comportamental a favor del
propio grupo– son una constatación del arraigo social de las personas y de que no se puede
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entender adecuadamente su ser y su tarea sin referirlo a las fuerzas y marcos sociales que lo
determinan históricamente. No es posible, pues, pensar que los intereses del grupo social sean
ajenos o extrínsecos a la persona: entran a formar parte de ella, condicionando y orientando su
conocer, su sentir y su proceder.
Pero las propuestas de este autor ofrecen otra constatación: muestran que la existencia de los
estereotipos es una consecuencia directa de los procesos de categorización social y que los
prejuicios aparecen como corolario de esta percepción estereotipada de la realidad.
Categorización, estereotipos y prejuicios son tres nociones estrechamente ligadas.
En este capítulo ofreceremos, de manera breve, las diferentes perspectivas teóricas existentes
para la conceptualización de la identidad individual y social, valorando la influencia
recíproca que la sociedad y el individuo se ejercen mutuamente, y valorando también las
implicaciones ideológicas de las diferentes alternativas.
Saber establecer las diferencias conceptuales entre las explicaciones más individualistas
de la identidad (la biologicista y la psicoanalítica).
En caso de querer profundizar en la temática que presenta el capítulo, se puede continuar con
el siguiente objetivo:
Nuestra vida cotidiana transcurre en interacción continua con otras personas llevando a cabo
tareas conjuntas, conversando e intercambiando puntos de vista sobre alguna cuestión,
sintiendo algún tipo de emoción específica, etc., y está atravesada por un doble sentimiento de
identidad que podríamos calificar, en un primer momento, de paradójico. En este sentido,
necesitamos identificarnos con los otros para saber quiénes somos –y así, por ejemplo, nos
podemos sentir catalanes–, pero al mismo tiempo necesitamos diferenciarnos de ellos para
poder sentirnos nosotros mismos (o nosotras mismas) y no confundirnos con los otros, lo que
nos puede llevar a pensarnos una persona nada tacaña y muy generosa.
Sin embargo, ¿qué pasa con el otro sentimiento que conforma esta experiencia paradójica de la
identidad, a la que nos hemos referido y que convive con este yo diferenciado? ¿A qué
hacemos referencia cuando hablamos de la experiencia del nosotros, del vínculo social con
otras personas, de la semejanza, de compartir la experiencia del ser con los otros, de ser
catalán, por ejemplo? ¿Cuál es la relación psicosocial entre estas dos experiencias de
identidad? ¿Son separables? ¿Y si lo son, en qué sentido?
Y, finalmente, también debemos plantearnos en este capítulo si todo este proceso que hemos
descrito es algo que forma parte de la realidad psicológica tal como es, de manera natural, o
bien sólo es una forma de pensarnos, el resultado de un aprendizaje particular y característico
del tipo de sociedad en la que vivimos, con unas normas sociales y una cultura específicas,
una ideología particular y una historia determinada y también, por qué no, unas relaciones de
poder concretas. Y en caso de que se trate de un aprendizaje, sin ninguna relación directa con
algún tipo de naturaleza particular de los individuos, habrá que preguntarse qué función social
cumple este aprendizaje, qué efectos tiene, y si hace falta o no intervenir en él y transformarlo
en alguna dirección social determinada.
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Sin embargo, la psicología social que planteamos aquí tiene como empresa primera disolver
esta falsa separación entre lo individual y lo social para recuperar su relación intrínseca en lo
que llamamos psicosocial. Desde esta perspectiva, se considera que, vista la gran cantidad de
procesos de influencia social que inciden en el yo, por un lado, y dada la imposibilidad de
conocer la identidad más allá de su intermediación lingüística, por el otro, querer encontrar en
la identidad un remanente natural, diferente de lo social, se convierte en un propósito
imposible con respecto a las posibilidades y limitaciones de los investigadores.
Así, la identidad social y la identidad individual no son realidades separables, sino que se
constituyen mutuamente; y lo hacen por medio de lo social, cultural e ideológico que es
inherente al lenguaje que utilizamos cuando narramos cualquier aspecto relacionado con el yo.
Por ejemplo, sólo hace un par de décadas que podemos sentirnos estresados, en el sentido de
que antes no existía ni la palabra ni el estado psicológico del estrés, por el hecho de que el
ritmo de vida no era tan acelerado como ahora y no se necesitaba una palabra para interpretar
y legitimar los efectos específicos que esta forma de vida contemporánea produce en las
personas.
En este sentido, el self o la identidad no es una cosa fija e inmutable, con propiedades que
puedan trascender los contextos culturales, geográficos y temporales (como plantearán las
perspectivas biologicistas). No puede separarse de la sociedad y de las circunstancias en las
que está definida, porque éstas son las condiciones que hacen posible su definición y su uso
social. La idea de homosexual sólo tiene sentido en una sociedad donde haya una clara
separación entre masculino y femenino y un proyecto político basado en la familia nuclear,
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cuya función es mantener estas dos instituciones sociales. La manera como entendemos la
identidad, pues, depende directamente de la sociedad, la historia y los grupos que han
participado en su interpretación y narración.
Pero antes de exponer la perspectiva más psicosocial de la identidad, tenemos que referirnos a
dos perspectivas sobradamente conocidas en psicología y que han tenido bastante importancia
a pesar de haber participado de la separación entre lo individual y lo social y de haberse
decantado hacia lo individual.
Se trata, por un lado, de la perspectiva biologicista, que se centra en el estudio de las bases
biológicas del comportamiento y pretende trasladar los principios de la evolución natural al
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estudio de la identidad para averiguar la dimensión hereditaria y genética. Y, por el otro,
hablaremos de la perspectiva del psicoanálisis, elaborada por Sigmund Freud, y que está
centrada en el estudio del inconsciente y del impacto que las relaciones afectivas han ido
dejando a lo largo de nuestra infancia en la manera como sentimos y actuamos en la edad
adulta.
Ciertamente, nuestro cuerpo/biología tiene una función muy importante, tanto en la relación
con nosotros mismos (o con nosotras mismas) como en la relación con los otros. Es una
condición casi imprescindible en cualquier tipo de relación, pues la presencia física o el
conocimiento de los rasgos físicos de una persona (apariencia, voz, movimientos, etc.) tiene
una incidencia directa en la relación que mantenemos con ella y con la manera como la
percibimos. También es por medio de la experiencia propia de nuestro cuerpo como podemos
saber que nos pasa algo e interpretar en qué estado nos encontramos: nerviosos, cansados,
deprimidos, etc.
Por lo tanto, hemos de tener presente que cualquier vivencia y experiencia psicológica
asociada a la identidad tendrá un correlato biológico en el cuerpo (hormonal, bioquímico,
cerebral, etc.), al mismo tiempo que tiene uno social y uno contextual. Para darse cuenta de la
importancia del organismo en la experiencia y percepción que tenemos del yo, sólo hace falta
que nos bebamos unos cuantos whiskys y valoremos los cambios en la percepción del sí
mismo.
Hay dos grandes teorías bastante conocidas que han estudiado las bases biológicas del
comportamiento. La de Eysenck y la sociobiología de Wilson. Eysenck, en sus investigaciones
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De acuerdo con él, las características de personalidad desarrolladas por cada uno de nosotros
provienen, mayoritariamente, de las disposiciones innatas marcadas por la biología. Así, los
aprendizajes que hacemos a partir de las experiencias y situaciones con las que nos
encontramos cotidianamente se consideran modelados por la biología.
Sin embargo, podemos hacer una crítica a este modelo teórico: del hecho de observar un
correlato fisiológico que acompaña al comportamiento de una persona no se desprende
directamente que aquél sea su causa, ya que también lo podemos plantear al revés. Por
ejemplo, que es la voluntad de agredir a alguien –como respuesta a cómo éste actúa hacia
nosotros– lo que provoca un elevado nivel de activación general, y no que es esta activación
del arousal la causante del impulso violento. Así pues, una vez tenemos los datos que
buscábamos, hay que interpretarlos desde un modelo teórico que hemos tenido que decidir
previamente.
Desde la orientación de la psicología social que exponemos aquí parece bastante evidente que
no, porque esta perspectiva no tiene nada en cuenta el hecho de que la naturaleza simbólica del
lenguaje con el que interpretamos el yo y la cultura en la que se conforma éste le atribuyen un
conjunto de significados particulares que van más allá del yo natural. En este sentido, la
biología del comportamiento no es la dimensión más adecuada para entender y explicar la
identidad, ya que ésta está básicamente organizada por medio de significados que socialmente
y culturalmente se establecen, pero que son variables y contingentes en las diferentes culturas
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y los diferentes grupos. Por ejemplo, del hecho de ser seropositivo y estar infectado por el
virus del sida (dato biológico) no se desprenden directamente las connotaciones de
inmoralidad, irresponsabilidad, etc. que nuestra sociedad atribuye a estas personas, por
razones ideológicas y de control social, ni los miedos que esta interpretación genera.
Y para acabar este punto, una consideración acerca del uso que se ha dado, en ocasiones, a
esta perspectiva. Hay que tener muy presente que la perspectiva biologicista, con mucho
prestigio social por ser considerada la más científica (ya que ha utilizado el mismo método de
las ciencias naturales), ha sido también la más instrumentalizada por los regímenes políticos
racistas y autoritarios (nazismo, segregacionismo, etc.) con el fin de legitimar los
comportamientos de discriminación y violencia social contra las personas consideradas
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inferiores.
Hay que ir con mucho cuidado con las explicaciones biologicistas de la identidad, porque las
características de esta perspectiva la hacen muy útil cuando se pretende discriminar a los
grupos sin poder o buscar una cabeza de turco a quien responsabilizar de los problemas. La
cosificación de la identidad –es decir, el hecho de interpretar que la causa de nuestro
comportamiento es natural y está en la biología– puede llevar a legitimar la marginación y la
destrucción de aquéllos cuyo comportamiento es considerado, por los grupos con poder, poco
conveniente y amenazador. En contraposición a este tipo de explicaciones innatistas del yo,
podemos proporcionar una explicación en términos de aprendizaje social.
Freud, con su teoría psicoanalítica, es el primero en considerar dos cuestiones básicas para
entender la personalidad: a) la historia individual se centra y se configura a partir de los
procesos emocionales y b) la personalidad es producida por una disociación y una
desconexión entre lo que nos pasa y lo que pensamos, entre la motivación y la conciencia.
Para Freud es central el postulado según el cual el pasado de la persona (sobre todo las
primeras relaciones afectivas) incide, de manera decisiva, en la estructuración de su identidad
actual. La personalidad, pues, no es considerada innata sino que es construida mediante las
experiencias personales que hemos tenido por medio de las interacciones sociales más
significativas. Sin embargo, según este autor, la influencia en la edad adulta de las
experiencias emocionales que hemos tenido durante la infancia muy a menudo pasa
desapercibida, las personas no son conscientes de ello y pueden dar un significado a lo que
hacen o a lo que les pasa muy diferente y muy alejado del que tiene realmente.
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Así pues, el psicoanálisis se propone estudiar cómo el pasado (la historia emocional a partir
de las relaciones) de la persona afecta al presente, lo cual implica considerar la identidad
como algo dinámico/relacional y no como una entidad fija ni tampoco consciente,
contrariamente a lo que planteábamos en la perspectiva biologicista.
La teoría clásica de Freud presenta la idea básica según la cual la manera como la historia va
configurando la personalidad depende en gran medida de la experiencia relacional con
respecto a dos pulsiones básicas, el eros y el thánatos (la primera referida al placer y al
principio de vida, y la otra, al dolor o al principio de muerte), que están en el centro del
universo motivacional de la persona, sea ésta consciente de ello o no. La definición que hizo
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Freud de estas pulsiones básicas es la siguiente: fuerzas internas, fuertemente arraigadas en la
biología pero que no se corresponden con la idea de instinto, que nos conducen hacia la
relación con los otros y con las cosas e ideas del mundo externo. En el caso del eros, el origen
o la fuente de la energía pulsional son determinadas zonas erógenas. A partir de esta
consideración de la pulsión, Freud propone un modelo de desarrollo psicosexual de la
personalidad con cuatro fases que hay que superar con el fin de evitar la ansiedad y los
conflictos mentales en la edad adulta, las cuales, a excepción de la primera, están centradas en
las zonas erógenas: la fase latente, la fase bucal, la anal y la fálica. La fijación o
imposibilidad de superar alguna de estas fases de desarrollo psicosexual puede tener una
incidencia importante en la vida adulta en el sentido de hacer recurrentes los sentimientos y
las emociones vividos en la infancia en relación con la fase no superada.
Así, la identidad puede configurarse por medio de una dinámica mental conflictiva y con
estrategias de defensa psicológica (negación, sublimación, racionalización, etc.)
desarrolladas para combatir la ansiedad que los conflictos psicológicos comportan. Por
ejemplo, Adorno en su obra La personalidad autoritaria explicó algunos prejuicios racistas
como promovidos por algún tipo de mecanismo de defensa, que actuaba para negar
experiencias que se habían tenido durante la infancia en relación con la familia.
De todo lo que hemos dicho hasta ahora, se desprenden diversas implicaciones de la teoría
psicoanalítica para la noción de identidad:
1) Gran parte de nuestra forma de ser y actuar refleja motivaciones y conflictos inconscientes,
a lo que nuestra conciencia responde haciendo racionalizaciones y explicaciones engañosas.
2) Muchos de los aspectos de la identidad son forjados en nuestra infancia con las
experiencias emocionales que tuvimos.
¿Podemos considerar que esta perspectiva es más o menos adecuada que las otras para el
estudio de la identidad? Evidentemente, la valoración que hacemos de ella no puede ser
global. Como cualquiera de las perspectivas, pone en juego diferentes formas de significar el
funcionamiento del yo que pueden ser contraargumentadas. Sin embargo, esta teoría ha
aportado algunos aspectos que se han mostrado bastante útiles para las aproximaciones
actuales al concepto de identidad.
Por una parte, se ha criticado el hecho de que la teoría de Freud puede implicar una
concepción determinista de la personalidad, en el sentido de que ésta se considera encorsetada
por una serie de pulsiones innatas (esta parte es la más criticable desde la psicología social).
Pero por la otra, es sabido que a partir de los planteamientos clásicos de Freud se ha
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elaborado todo un conjunto de aproximaciones innovadoras que recogen la orientación
psicoanalítica, como es el caso de determinadas lecturas marxistas del psicoanálisis, que
resultan bastante sugerentes en el sentido que reelaboran y completan concepciones en las que
el psicoanálisis había puesto un fuerte énfasis, y que son relacionadas con cuestiones sociales.
Y para acabar esta breve y simplificada visión de la perspectiva psicoanalítica, sólo hay que
decir que esta perspectiva, a diferencia de la biologicista, ha sido la más marginada y
desconsiderada injustamente dentro del mundo académico y científico por el hecho de que ha
utilizado un método propio, el de la interpretación y la introspección, y no se ha conformado a
la metodología de las ciencias naturales, que ha sido la única reconocida científicamente
durante mucho tiempo. Por lo tanto, ha sido una teoría utilizada minoritariamente, y sobre todo
considerada en su vertiente clínica y terapéutica y no como una teoría de la personalidad y del
hecho social.
Sin embargo, la experiencia de la identidad no existe desde siempre, sino que está
estrechamente ligada a aquello que llaman conciencia, a la conciencia que tenemos del mundo
que nos rodea y de nosotros como parte de él. Más concretamente, para experimentarnos como
yo necesitamos pensar cómo nos sentimos, qué cosas nos pasan, cómo nos las explicamos, etc.
En este sentido, hasta que no formulemos por medio del lenguaje a otra persona o bien a
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nuestro interior cómo nos sentimos en un momento determinado y por qué, no tenemos una
experiencia directa de la identidad. La conciencia (más allá de lo innato y del inconsciente) es
una condición necesaria para conocer/construir lo que somos.
Es el caso, por ejemplo, de cuando pensamos que estamos enfadados porque hemos ido a
comprar y no hemos traído todo lo que nos hacía falta, o bien si nos sentimos deprimidos
porque pensamos que en el trabajo las cosas no nos salen como las planificamos, etc.
Conciencia del yo
Nuestra identidad, más que ninguna otra cosa, está conformada por la manera en que
pensamos: “El proceso de autoconformación de nosotros mismos depende de las creencias que
tenemos sobre cómo somos: de las historias que explicamos sobre nosotros. Explicamos a los
otros lo que ellos esperan de nosotros, o bien otras cosas, enviándoles señales encaminadas a
acciones o estilos concretos.
Las historias pueden ser muy variadas. Si buscamos un trabajo, explicaremos lo competentes que somos y la capacidad que
tenemos para trabajar, y también la gran dedicación que hemos invertido en formarnos profesionalmente, más que ninguna otra
cosa. Pero también nos explicamos historias a nosotros mismos. Somos nuestra historia privada, la cual se extiende hasta allí
donde nos es posible recordar. Y pensamos en ella como si fuera nuestra verdad, de la que otras historias sólo pueden desviarse
un poco.”
J. Glover (1988). I: The Philosopy and Psychology of Personal Identity (p. 139). Harmondswort: Penguin.
2.2. La agencia
La experiencia subjetiva del yo, por otra parte, está estrechamente asociada a la conciencia de
agencia –de pensar que como persona particular tengo el poder de producir efectos en mí y en
los otros, como por ejemplo, cuando me propongo convencerme de dejar de fumar o cuando
hago el proyecto de enamorar a alguien.
Asociado con la noción de agencia, está el sentimiento de que somos seres libres que podemos
escoger, y que es porque queremos por lo que hacemos lo que hacemos. De hecho, las leyes
asumen, en general, que somos los únicos responsables y los agentes de nuestras acciones, y
eso probablemente coincide con lo que bastantes personas piensan de ellas mismas y de los
otros. Ciertamente, aparte de las necesidades primarias (comer, dormir y beber) y las
limitaciones del dinero, el resto de cosas es fácil de pensar que las hacemos sólo porque
queremos.
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Las decisiones que tomamos van conformando el tipo de persona que somos:
“Los grados en los que conformamos nuestras vidas son diferentes. Si controlamos nuestras acciones a partir de determinados
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proyectos que hemos hecho nos convertimos en personas activas y no pasivas. Podemos darnos cuenta de las influencias que
tienen lugar en nosotros a partir del tipo de vida que llevamos. Sin embargo, otras veces, tenemos más conciencia de nosotros
mismos, y esto empieza ya a cambiarnos. Hacemos proyectos sobre el tipo de persona que queremos ser: alguien puede querer
convertirse en más valiente, más tolerante, más independiente o más perezoso. Así, el hecho de conformar nuestras propias
características implica un proceso de autoconstrucción.”
J. Glover (1988). I: The Philosopy and Psychology of Personal Identity (p. 131). Harmondswort: Penguin.
Sin embargo, nuestras posibilidades de escoger están bastante limitadas, en términos objetivos
y también subjetivos, por las condiciones sociales en las que vivimos y en las que hemos
vivido a lo largo de nuestra historia (tipo de educación, cultura, familia, clase social, etc.),
por lo que hasta que no hayamos tomado conciencia de estas limitaciones no podemos
trascenderlas. Está claro, pues, que todas estas pseudodecisiones van influyendo y
transformando el tipo de persona en el que nos hemos convertido.
El abanico de elecciones que hacemos y decisiones que tomamos y la manera como nos
comportamos van configurando nuestro estilo individual, el cual puede interpretarse como
contingente o bien como la expresión de una esencia natural. Esta última interpretación puede
implicar una carga emocional importante, que nos puede llevar a valorar cualquier crítica que
se nos haga como un ataque al tipo de persona que somos y, por lo tanto, crear el efecto de
cerrarse en banda y desaprovechar las posibilidades de cambio con las que la agencia nos
dota.
Pero la conciencia que tengo de mí depende directamente del lenguaje, el cual tiene un papel
muy importante en la experiencia subjetiva de la identidad. Es por medio de las palabras que
conocemos y que hemos aprendido como podemos representarnos, interpretarnos y hacernos
una imagen de nosotros mismos y de los otros. Con el lenguaje, que es de naturaleza simbólica
(tiene la capacidad de ir más allá de las cosas en sí mismas), podemos referirnos
continuamente a diferentes aspectos de nuestra experiencia, tanto a objetos perceptibles –como
la longitud de nuestra nariz o el color de nuestro gato– como a cuestiones más abstractas –lo
justos que somos o la felicidad que sentimos.
Sin embargo, las palabras y los conceptos que utilizamos en la narrativa del yo tienen
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El lenguaje es de naturaleza heurística, es decir, sus formas predeterminan para nosotros formas concretas de observación y de
interpretación. El lenguaje constituye una guía de la realidad, pero de la realidad de naturaleza social, no individual.”
Edward Sapir (1949). Cultura, lenguaje y persona (selección de ensayos publicada por David G. Madelbaum). Berkeley:
University of California Press.
Así, el lenguaje y el pensamiento nos llevan a actuar y reaccionar respecto a las cosas, no
tanto por lo que éstas son, sino por cómo las interpretamos nosotros por medio de las palabras
que utilizamos. Y lo mismo le pasa a nuestro yo, actuamos más por la imagen que narramos
sobre el sí mismo que no en virtud de lo que podríamos realmente hacer desde una perspectiva
más objetiva.
Sueños en el umbral, de Fàtima Mernissi (Barcelona: Muchnik Editores, S.A., 1994), es una novela que explica las memorias
de una niña en un harén:
“cuando te ves atrapada, desvalida tras los muros –decía tía Habiba–, sueñas con escapar. Y la magia surge cuando entiendes
ese sueño y haces que las fronteras se desvanezcan. Los sueños pueden cambiar tu vida y, a la larga, el mundo [...] Puedes
transformar esas imágenes en palabras. ¡Y las palabras no cuestan nada!”
Es en este sentido en el que hay que tener presente el poder que puede tener la narración que
hagamos de nosotros mismos y de las cosas que nos rodean, ya que toda esta realidad
construida narrativamente tiene efectos concretos y modela lo que hacemos y lo que sentimos.
Pensarnos como inteligentes tiene efectos diferentes en nuestra vida, puede llevarnos a tener
éxitos por la confianza que hemos puesto en nosotros, y puede pasar lo contrario si nos
pensamos como incapaces. Además, no podemos librarnos del lenguaje, no podemos percibir
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el mundo y a los otros de manera directa, más allá del lenguaje, sino que éste mediatiza
cualquier parcela de realidad.
La relación entre el concepto de self y el de identidad es una relación de inclusión. Así, nos
referimos al self como al núcleo de la identidad, al centro del yo que se hace patente mediante
las enunciaciones que hacemos sobre nosotros como, por ejemplo, cuando hacemos una
exclamación diciendo “estoy harto de que me tomen el pelo!”.
Este sentido del self/ identidad depende en gran medida de lo desarrollada que tengamos la
capacidad de pensar simbólicamente, la habilidad para dirigir y reflejar nuestras propias
acciones y para pensar en el mundo que nos rodea. Podemos hablar de autoconciencia o
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conciencia de sí mismo en el sentido en que ésta está centrada en el yo y la definimos como la
conciencia que tenemos de ser una persona particular y diferente de las otras, y de reflejar en
la propia experiencia de ser lo que esta persona es. Este planteamiento conducirá al concepto
de reflexividad.
Hasta aquí hemos considerado la identidad individual como una identidad diferenciada, como
una identidad singular conformada por un conjunto de rasgos coherentes entre sí, pero esta
idea de la identidad no es compatible con el hecho de que en la vida moderna nos encontramos
situaciones muy diferentes, que requieren características diversas en una misma persona para
que las pueda afrontar.
En este sentido, algunos autores consideran que parte de nuestra identidad depende de las
situaciones que hemos tenido que afrontar, ya que los diferentes contextos exigen de nosotros
diferentes manifestaciones. Las características que tiene que mostrar una mujer cuando sólo se
encarga de cuidar de su hijo no son las mismas que las requeridas cuando se trabaja en el
campo, además de hacerse cargo de los hijos. No se te pide lo mismo cuando haces de padre
de familia que cuando estás con los amigos viendo un partido de fútbol o en el trabajo
haciendo de banquero; la misma persona puede, por ejemplo, actuar en un momento
determinado de una manera autoritaria como capataz en una empresa y en otro, de una manera
solidaria como sindicalista convencido.
También los diferentes tipos de relación que establecemos requieren que nos mostremos
disimilares. No manifestaremos las mismas actitudes y el mismo talante si la persona con
quien hablamos es nuestro jefe, padre, paciente, vecino o vecina o amigo o amiga íntimos.
Así pues, puede considerarse que parte de la identidad es dependiente del abanico de
relaciones que ponemos en acción y de las diferentes situaciones en las que nos hemos
encontrado.
el caso, por ejemplo, de pensar en el pasado y darnos cuenta de lo crueles que éramos cuando
insultábamos a alguien por el simple hecho de ser gitano, sin que esta persona nos hubiera
hecho nada. Así, creamos narrativas diferentes sobre nosotros a lo largo del tiempo, por el
simple hecho de poder diferenciarlas, al situarlas en el pasado y en el presente.
Siendo, pues, tan compleja la experiencia y el desarrollo de la identidad a lo largo del tiempo
y de los diferentes contextos, los cuales requieren formas particulares de relación, no es en
absoluto sorprendente que haya un cierto grado de fragmentación o multiplicidad del yo.
La dominancia de esta norma nos lleva, a menudo, a no darnos cuenta de las presiones que el
contexto y los otros y las otras ejercen en nosotros a fin de que actuemos de una manera
determinada.
Hay que decir, también, que esta identidad múltiple, aparentemente contradictoria, ha sido
explicada por la psicología social desde otras perspectivas, como es el caso del
interaccionismo simbólico y el socioconstruccionismo, pero que las dejaremos para el último
punto del capítulo.
A todo lo que hemos dicho, tenemos que añadir el modelado que la cultura concreta hace de la
identidad. La cultura es entendida aquí como el conjunto de tradiciones, normas, símbolos y
valores que conforman una sociedad y que se mantienen mediante el aprendizaje, la
interiorización y la transmisión entre las personas que forman parte de ella.
Así, la identidad individual de la que hemos hablado, como “entidad autónoma, particular,
privada y racional”, también es un modelo formado por medio de la cultura, en este caso
relativo al occidental, y no arraigado universalmente a la naturaleza humana.
En este sentido, y aunque todas las culturas tienen algún tipo de concepto de self, hay grandes
diferencias entre ellas con respecto al significado y a la manera de entenderlo. Por ejemplo,
mientras que en Occidente las relaciones íntimas están fuertemente vinculadas a sentimientos
privados, en China se considera que la elección de la pareja es algo vinculado al grupo
familiar y es él como colectivo el responsable de la elección. Esta forma de entender la vida
privada de las personas en la cultura occidental o en la cultura asiática es fuertemente
dependiente del hecho de pensar que somos autónomos o bien de considerar que la persona
sólo es una parte del conjunto del grupo, y por lo tanto, no puede actuar independientemente.
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Sin embargo, las diferencias culturales han derivado, en la mayoría de los casos, en
desigualdades y prejuicios que han conducido a conflictos y discriminaciones sociales graves
y han llegado, incluso, a la destrucción del otro – persona diferente. Este hecho pone de
manifiesto una profunda ideología xenófoba, etnocéntrica y racista, según la cual hay formas
de ser que, de manera absoluta, son consideradas mejores que otras, lo cual lleva a legitimar
la destrucción de las identidades construidas como inferiores. El ejemplo paradigmático de lo
que decimos ha sido el nazismo, pero podemos encontrar otras muchas muestras del mismo
hecho en la vida cotidiana, con relación a los inmigrantes del sur, por ejemplo. Expondremos
el funcionamiento de este tipo de creencias y comportamientos en el punto de este capítulo que
hace referencia a la relación entre la identidad y las categorías sociales.
Hemos empezado este capítulo haciendo referencia a un doble sentimiento de identidad, que
va desde la identificación con otras personas (que implica tener una identidad social o
compartida) hasta el hecho de considerarnos únicos (que comporta tener una identidad
personal). Las teorías de la identidad que hemos expuesto hasta ahora (al menos la
biologicista y la psicoanalítica) están, sobre todo, centradas en la vertiente personal de la
identidad. Pero, a partir de este momento, introduciremos la vertiente más social, que
concluirá, en el último punto del capítulo, con la interacción de ambas vertientes en una sola
que llamaremos perspectiva psicosocial, la cual pretende evitar tanto el reduccionismo
psicológico como el sociológico.
Ciertamente, a la pregunta “¿quién soy yo?” podemos responder usando categorías grupales,
además o en lugar de utilizar los atributos individuales. Por ejemplo, podemos decir que soy
una mujer, inmigrante, senegalesa, de clase baja, de pueblo y peluquera: cada una de estas
categorías señala los grupos sociales de pertenencia y la posición o el estrato social que
ocupa cada una de ellas en nuestra sociedad.
Pero también hace referencia a un sentimiento y una experiencia concretos y particulares del
yo, en el sentido de que otra persona en las mismas circunstancias objetivas podría utilizar
otro tipo de categorías grupales para definirse, como por ejemplo: soy madre, divorciada,
joven, conservadora y creyente.
Es cierto, también, que estas categorías no son sólo un nombre sin ningún tipo de implicación,
sino que cada una comporta un conjunto específico de roles, atributos, representaciones y
percepciones sociales que igualan la persona al resto de integrantes de la categoría, ignorando
su idiosincrasia personal y esteriotipándole. Aparte de esto, la representación que tenemos de
una determinada categoría depende de la ideología que defendamos. Aquí utilizamos la
ideología para hacer referencia a las explicaciones que la sociedad da del comportamiento
considerado grupal o categorial: por ejemplo, desde la ideología dominante, se puede
considerar que las mujeres no tienen que ejercer determinados trabajos por el hecho de que su
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biología las limita. Desde la ideología progresista, en cambio, se considera que las
diferencias atribuidas a las mujeres no son ciertas, sino que son fruto de un proceso de
representación y de aprendizaje sociales.
¿La pertenencia a los grupos es, pues, una cuestión subjetiva y no objetiva? ¿De qué depende
que nos identifiquemos con un grupo y no con otro? ¿Y por qué sucede, a veces, que los otros
nos perciben por medio de unas categorías determinadas que no se corresponden con aquéllas
con las que nosotros nos sentimos realmente identificados? Puedo considerarme catalana, y
comportarme como tal, mientras que mis vecinos no paran de tratarme como si fuera andaluza
(charnega) y, por lo tanto, diferente de ellos, por ejemplo. ¿Cómo podemos explicar este tipo
de percepciones “equivocadas” e identificaciones desconcertantes?
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Ejemplo de noticia
Un tigre de madera
El lanzamiento de este año se llama Eldrick Tiger Woods, tiene 19 años y aún no es
profesional. Cumple todas las condiciones de lo políticamente correcto y, además, es
afroamericano. No le gusta que digan que es negro – “soy indio (1/8), negro (1/4), asiático
(1/4 chino y 1/4 tailandés) y blanco (1/8)”, dice. “O sea, que es una injusticia hacia todas
mis herencias individualizarme como negro. No es justo”. Pero como tal figura en las
estadísticas que le señalan como el primer afroamericano en jugar el Masters desde que Jim
Thorpe lo hiciera en 1988.
Tal como se ve en esta noticia con esta autodescripción que hace de sí mismo un afro-americano, pensar que las categorías
sociales existen de manera pura es una falacia que no se corresponde con la realidad.
No hemos de olvidar tampoco que cada sociedad tiene unas categorías disponibles
dependiendo de su historia y que son éstas las que determinan las identidades sociales que son
posibles. El adjetivo tránsfuga, vinculado al mundo de la política, no existirá en una sociedad
donde no haya diferentes partidos políticos; ni cornuda en una sociedad donde exista la
poligamia, como en los harenes árabes.
Con el fin de entender estas situaciones, haremos referencia a los procesos por medio de los
cuales las personas se identifican o se diferencian en categorías sociales determinadas y,
también, a las consecuencias que tienen estas identificaciones, en términos de prejuicios, en la
percepción de los otros y en la discriminación comportamental hacia estos otros.
La teoría de la identidad social de Tajfel nos permite entender gran parte de estos procesos
de identificación y desidentificación. Esta teoría engloba tres procesos psicosociales –la
comparación, la categorización social y la identificación–, los cuales actúan conjuntamente y
hacen referencia a la manera como percibimos a las otras personas y a nosotros mismos,
tomando como base de esta percepción la pertenencia de las personas a los grupos. Por
ejemplo, el hecho de ser heterosexuales nos puede llevar a establecer una diferenciación, en
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otros aspectos, que no tienen nada que ver con el comportamiento sexual con aquellas
personas que practiquen la homosexualidad, lo cual no percibiríamos si existiera la categoría
y la creencia de que todo el mundo es potencialmente andrógino, por ejemplo.
Por lo tanto, podemos considerar que no actuamos –ni nos relacionamos con la gente– tanto
por lo que las personas son sino por cómo nos las representamos o por cómo las percibimos e
interpretamos. Estas percepciones y representaciones de los otros están fuertemente
moduladas y afectadas por el sentimiento de pertenencia de los individuos en determinados
grupos. La categoría grupal, pues, proporciona una identidad o posición social y, al mismo
tiempo, funciona como prisma de lectura y percepción de la realidad social que nos rodea.
Este proceso de la categorización social comporta unos efectos específicos que son la
acentuación ilusoria de semejanza entre las personas que forman parte de una misma
categoría –por ejemplo, la creación de semejanzas entre los diversos catalanes–, y también la
creación exagerada de diferencias entre personas pertenecientes a categorías diferentes –es
decir, entre un hombre y una mujer cualquiera, o entre un europeo y un chino también
cualquiera. (2)
a estas pertenencias”.
Con este proceso de comparación social establecemos diferenciaciones del tipo “nosotros
frente a ellos”, el endogrupo frente a el exogrupo, que la mayoría de veces es fruto de una
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competencia social y de un conflicto real de intereses pero otras veces es fruto de la búsqueda
de una distintividad positiva, puramente simbólica. La consecuencia de esta división entre
nosotros/ellos es el etnocentrismo, es decir, el favoritismo hacia el propio grupo y el
desprecio, la discriminación y, eventualmente, la agresión hacia el grupo contrario. Así pues,
la función de las categorías sociales, sobre todo de aquellas que son consideradas como
naturales y no son construidas socialmente (contingentes e históricas), es la de legitimar la
dominación y obstaculizar la solidaridad entre posiciones sociales diferentes.
Parece que cuanto más se extrema la dicotomización entre las categorías en términos de
nosotros frente a ellos, más se disuelve el ámbito del sentido común en el que podrían
encontrarse los diferentes grupos que hay en una sociedad con vistas a negociar la convivencia
y el futuro. En momentos de conflictos sociales agudizados es cuando más se acentúa esta
discriminación, lo cual conduce a mirarse cualquier circunstancia y fenómeno desde la
perspectiva de la identificación o la oposición con el propio grupo.
Ignacio Martín-Baró (1980). Acción e ideología. Psicología social desde Centroamérica (p. 278). Buenos Aires: UCA.
Sin embargo, el prejuicio favorable hacia el propio grupo viene mediatizado por un proceso
de valoración social de éste: así, en determinados grupos dominados podemos encontrar una
preferencia y un favoritismo hacia el exogrupo dominante en vez del prejuicio etnocéntrico, es
lo que llamaremos prejuicio sociocéntrico. Es el caso, por ejemplo, de un trabajador que
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admira personalmente a su jefe porque tiene un estatus más alto y tiene socialmente más
consideración y más reconocimiento, o de las mujeres que han adoptado roles masculinos
porque se valoran más positivamente que los femeninos.
Seamos conscientes de ello o no y en tanto que actores sociales, en nuestra vida cotidiana
interpretamos las interacciones y situaciones sociales utilizando categorías sociales. Éstas nos
permiten prever y avanzarnos a las acciones de los otros y, al mismo tiempo, ajustarnos a
ellas, pero este proceso muchas veces es independiente de las acciones que el otro lleva a
cabo efectivamente.
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Sin embargo, no todas las categorías sociales funcionan de la misma manera: algunas son más
utilizadas y más visibles socialmente que otras, sobre todo aquellas que hacen referencia a los
grupos minoritarios o sin poder, como homosexual, mujer, negro, inmigrante, niño, etc. a
diferencia de blanco, hombre, burgués, heterosexual, autóctono, adulto.
Esta incidencia que tienen las categorías en las interacciones sociales ha llevado a la
psicología social a plantearse el tema del prejuicio.
Con relación a la noción de prejuicio existe el concepto de estereotipo. Podríamos decir que
el estereotipo está formado por el conjunto de creencias sociales (cognición social) que están
socialmente asociadas a una categoría grupal, las cuales provocan los prejuicios y los
justifican. Así, la acción de estereotipar constituye un proceso de percepción, significación y
representación de las otras personas y de la realidad que funciona de una manera bastante
rígida, y está orientado o bien cumple la función de mantener los valores sociales dominantes,
que emerge de la existencia de determinadas relaciones de poder y desigualdades sociales y
que las mantiene.
Por otra parte, la percepción de las personas que hacemos por medio del estereotipo funciona
de tal manera que no resulta nada fácil destruir estas representaciones que distorsionan la
realidad, muy al contrario, tienen una fuerte tendencia a autoalimentarse y mantenerse. El
hecho de utilizar el estereotipo como referente de interpretación nos llevará a fijarnos sólo en
las acciones o informaciones de la persona que sean coherentes con nuestro estereotipo y a
desestimar aquellas informaciones que son poco o nada coherentes con él. Con este proceso
de análisis selectivo de la información que nos rodea, los estereotipos se autoconfirman
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continuamente, son persistentes, y por lo tanto, difíciles de cambiar, aunque tengamos delante
de nosotros informaciones objetivas y contradictorias que podrían desdecirlos.
Esta percepción por medio de los estereotipos también puede hacernos ver directamente
aquello que no existe, mediante un proceso de proyección social que depende de nuestras
expectativas, de aquello que esperábamos encontrar.
Además de sesgar la percepción y filtrar la información que tenemos que gestionar, los
estereotipos también inciden en el comportamiento en el sentido de que dirigen las acciones
que emprendemos hacia las personas que son objeto de estereotipo y prejuicio y hacen que
aquél sea discriminatorio y les perjudique.
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La discriminación hace referencia al comportamiento, a las acciones específicas dirigidas a
las personas afectadas por los prejuicios, y tiene un doble objetivo: favorecer a los miembros
de la propia categoría y, al mismo tiempo, perjudicar a los miembros de otras categorías.
Este trato discriminatorio hacia el otro puede tener un grave impacto y puede afectar
directamente a la identidad y la psicología de las personas que forman parte de los grupos
discriminados, que son sobre todo minorías o grupos sin poder. Una de las consecuencias es la
baja autoestima o la percepción negativa de sí mismo y, también, un fuerte sentimiento de
inferioridad, el cual le puede conducir a maltratarse o a dejarse pisar y a tener actitudes de
sumisión. Otra consecuencia con respecto a la actitud es la predisposición al fracaso de los
miembros de estos grupos o categorías, que conduce fácilmente a hacer el fracaso real por la
poca confianza que se tiene en sí mismo. Ya para acabar, un último efecto es el conocido como
efecto Pigmalión, según el cual el comportamiento negativo hacia alguien, por unas
características específicas que no tiene pero que le atribuimos, puede crear en la otra persona
aquello que esperábamos encontrar en él, puede generar el comportamiento que sostenía
nuestra discriminación: por ejemplo, el hecho de que las mujeres sean consideradas con menor
control emocional puede considerarse más el efecto de las condiciones en las que han sido
obligadas a vivir (como personas que se ocupan de los otros) que algo inherente a su
naturaleza.
Para concluir, sólo hay que recordar que los estereotipos, en tanto que productos ideológicos,
orientan la percepción y la acción de los grupos sociales en su interacción con las otras
personas y categorías, lo cual puede llevarles a una desatención selectiva sistemática y a
potenciar la ignorancia continuada de aquellos aspectos de la realidad social que son
enmascarados.
Ciertamente, la identidad sexual es percibida como una evidencia por la mayoría de nosotros,
es experimentada como una de las dimensiones más naturales, sólidas e incuestionables de
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nuestro yo. Así, aunque me cueste, puedo dejar de pertenecer al grupo de los fumadores si me
lo propongo, pero difícilmente puedo dejar de ser mujer en términos psicológicos, aunque hay
la posibilidad del transexualismo, pero es una opción muy costosa a muchos niveles y,
además, implica un cambio de aspecto fisiológico pero no un cambio psicológico.
No obstante, ¿está claro qué es y qué significa ser hombre o ser mujer? ¿Se trata de una
diferenciación de orden genético y biológico que tiene consecuencias en el orden psicológico?
¿O bien la masculinidad y la feminidad son sólo dos construcciones sociales, culturales e
ideológicas que tienen poco que ver con la biología? En la literatura psicológica se hace
referencia a la noción de sexo cuando se considera que esta identidad tiene su base en la
biología, y se utiliza el concepto de género cuando se parte de una explicación cultural y
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social de la identidad (algunos planteamientos recientes como el de Butler consideran,
incluso, que una parte importante del sexo está también producida socialmente). Desde la
psicología social que desarrollamos aquí, se considera que la identidad sexual es sobre todo
una cuestión cultural e ideológica, vinculada al control social y a la reproducción del orden
social instituido.
Sin embargo, como consecuencia de los prejuicios que los estereotipos sexuales producen en
la gente –y los científicos y científicas no se escapan de ellos–, la psicología tradicionalmente
ha ignorado esta cuestión de la misma manera que lo ha hecho con otras categorías sociales o
construcciones estereotipadas de colectivos, lo cual la ha llevado, muchas veces, a producir
un conocimiento sexista, haciendo de la parte el todo, es decir, centrándose en la psicología
masculina e ignorando el resto. Así, este sexismo que ha caracterizado el conocimiento
científico en general, y el psicológico en particular, se ha enmascarado en psicología por
medio de la construcción de un único modelo de normalidad psicológica que teóricamente se
considera universal, pero que, en la práctica, es muy próximo a aquello que socialmente se
asocia al mundo masculino y a las condiciones de vida de los hombres. La obra de J. Sh. Hyde
(1995), Psicología de las mujeres. La otra mitad de la experiencia humana corrige en parte
este sexismo del saber psicológico.
Por otro lado, la psicología también ha formulado algunas teorías de la identidad sexual más
tendentes a descubrir, reproducir y justificar la dicotomía sexual que no a entender sus
condiciones históricas de producción y sus posibilidades de cambio social, en dirección a
transformar la desigualdad y la situación de dominación en la que se encuentran la mayoría de
mujeres.
Así, se han intentado demostrar diferencias de inteligencia y de temperamento entre los sexos
por medio de constructos anatómico-fisiológicos que han tenido el efecto de mantener a la
mujer sumisa para con el hombre. Estas diferencias, al mismo tiempo, han servido como
argumento hasta no hace mucho –hasta los años sesenta– para pedir una educación
radicalmente diferente para hombres y mujeres: la desigualdad entre los sexos era interpretada
como diferencias de personalidad en la manera de ser entre el hombre y la mujer, y se
defendía su complementariedad, lo cual resultaba bastante útil para mantener el modelo
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En el ámbito académico, el esmerado análisis que hicieron Maccoby y Jacklin (1974) sobre
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las diferencias sexuales hizo concluir que, a excepción de algunas habilidades verbales o
relativas a la agresión, el resto de diferencias propugnadas históricamente entre los sexos
(motivación, competencia, temperamento, habilidades intelectuales, etc.) obedecían sólo a un
conjunto de creencias, estereotipos y representaciones sociales que no tenían ningún
fundamento en la realidad.
Tabla 2.1. De cómo el conocimiento científico ha construido una psicología diferente para los
hombres y para las mujeres...
Más recientemente, otros estudios han puesto de manifiesto que no hay nada demostrado ni
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La larga historia que ha tenido este pensamiento sexista ha marcado profundamente las
mentalidades actuales, aunque desde hace un par de décadas se estén llevando a cabo cambios
sociales importantes, sobre todo en términos jurídicos (las leyes del divorcio y del aborto, los
programas de integración laboral de la mujer, etc.).
Ciertamente, para una minoría de mujeres han cambiado muchas cosas, y podríamos decir que
tienen acceso a casi las mismas cosas que los hombres (trabajos cualificados, carrera política,
empresarial, artística, relaciones personales no desiguales, etc.), pero detrás de estos cambios
objetivos no siempre hay, por parte del hombre o la mujer, una manera subjetiva diferente de
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Y seguramente, esto es debido a que el cambio de rol sexual lo han hecho sólo algunas mujeres
en dirección al ámbito público, pero no ha sido recíproco del hombre hacia el mundo privado.
Más bien podríamos decir que, si tradicionalmente ha habido dos estilos de vida opuestos, uno
de los cuales estaba muy bien visto en detrimento del otro, ahora siguen existiendo, pero ha
habido una minoría de mujeres que ha dejado la esfera privada para dedicarse a la pública y
proyectarse personalmente, y la sociedad ha sido suficientemente flexible para permitírselo; si
bien en ningún caso podemos hablar de un cambio más global o de una disolución de los
estereotipos sexuales.
MANUEL VICENT
Se las puede ver en cualquier aeropuerto, con chaqueta de marca y falda por encima de las rodillas, piernas firmes con medias
oscuras, tacón alto y un maletín en la mano. Suelen tener cerca de 40 años. En el momento de abordar el avión están rodeadas
de otros ejecutivos o compañeros de la empresa. A ellos nadie les obliga a ser guapos. Algunos tienen barriga, llevan los zapatos
sucios y la corbata con el nudo torcido e incluso se les permite ser un poco estúpidos, pero ellas, que son directivas o
secretarias, van impecables, si bien se les nota un velo de falsa dureza o de angustia debajo del maquillaje. Probablemente
hacen pesas para estar en forma, controlan su dieta con gran sacrificio y tienen que demostrar en cada reunión de trabajo que
son más inteligentes, más rápidas, más eficientes que los hombres si quieren ser tomadas en consideración. Estas mujeres
constituyen la última conquista de la revolución femenina. Nadie las compadece. Mandan en los despachos y para eso deben
expresarse en cada minuto con una agresividad redoblada y un talento superior sin un solo desmayo. Nadie cree que estos
espléndidos ejemplares femeninos están siendo también sojuzgados. Estremece pensar a qué grado de violencia se ven
sometidas las mujeres en la mayor parte del mundo. Pienso en esas valerosas argelinas que tienen que desafiar directamente el
cuchillo de los fanáticos para respirar en libertad. Existen en otros pueblos infinitas mujeres sin nombre, sin rostro, sin rebelión
alguna, moralmente humilladas, pero un hecho parece evidente: este siglo en el futuro será definido por la revolución femenina
que se ha cruzado como un dique en la corriente de la historia obligándola a elevarse de nivel. Por eso, cualquier regresión
moderna se ceba primero en la mujer. Pienso en el velo de hierro que cubre el rostro de las argelinas y en el velo de la dureza
que se ven obligadas a lucir las nuevas troyanas que triunfan en los despachos del Occidente cristiano. Es la misma opresión
bajo otro lápiz de labios.”
Hay que ir, pues, con mucho cuidado cuando decimos que la situación de la mujer actualmente
está cambiando en un sentido positivo y la comparamos con lo que era su situación tradicional,
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Estructura social y rol son concepciones que están estrechamente ligadas puesto que la
estructura está constituida por sistemas de roles y estatus. El concepto de rol proviene del
mundo del teatro, está relacionado con el arte dramático y tiene que ver con la idea básica de
que las personas representan diferentes papeles, roles, en relación con la estructura social en
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la que están insertadas. Podemos definir, pues, el rol como un modelo organizado de
comportamientos que se desprende de la posición determinada que ocupa la persona dentro
de un conjunto interaccional estructurado. Por ejemplo, quien ha escrito este capítulo ha
tenido el rol de autor o autora, y quien lo lee representa el de lector o lectora.
Los roles, por otra parte, también pueden intervenir en la configuración de la identidad de las
personas, dada la naturaleza relacional del yo y la interiorización que podemos hacer de los
roles que nos tocan. Así, alguien que se dedica a cuidar a enfermos (enfermera) tendrá más
desarrollada la característica de estar pendiente y ser sensible al estado de los otros, a
diferencia de quien se dedica a hacer diagnósticos (médico), que puede haber desarrollado la
habilidad de la atención selectiva en determinados síntomas específicos y de desestimar la
información sobre el estado general de la persona. Estas habilidades pueden trasladarse a
ámbitos de la vida cotidiana que no tienen nada que ver con la práctica profesional.
En relación con el concepto de rol, está el concepto de estatus, que se refiere sobre todo a la
valoración, al prestigio o al significado que la sociedad otorga a un determinado rol. Así,
los roles de médico y enfermero o enfermera, además de implicar comportamientos y actitudes
diferentes, implican también una valoración y un prestigio diferentes y desiguales.
Por todo lo cual, la experiencia de la identidad, el sentido de nuestro yo, puede ser el
resultado de la construcción de la estructura social en la que estamos insertados y de los roles
representados en nuestras interacciones sociales, según los diferentes contextos. Puede ser
incluso ajeno a uno mismo, en el sentido de que puede ser el efecto de los roles que los
interlocutores tienen en relación con nosotros y del significado que éstos atribuyen a los
contextos en los que nos encontramos. Esta idea estructural de la identidad proviene de la
tradición teórica de la dramaturgia desarrollada por Goffman, mediante la cual se elabora
una estrecha analogía entre el mundo del teatro y la dinámica de la vida cotidiana. Conviene
recordar en este punto, referido a la dramaturgia, tres de las obras más significativas del
mismo autor, Erving Goffman: La presentación de la persona en la vida cotidiana (Buenos
Aires: Amorrortu, 1959); Estigma. La identidad deteriorada (Buenos Aires: Amorrortu,
1963); Ritual de la interacción (Buenos Aires: Tiempo contemporáneo, 1967).
Cualquier actividad que haga una persona tiene algún tipo de influencia en el comportamiento
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de aquellos que están cerca; Goffman llama a este tipo de interacción actuación de un rol: el
simple hecho de hablar, por ejemplo, necesita la presencia de alguien que te escuche (o que lo
haga ver), es decir, genera en el otro la acción de estar atento.
Durante una actuación pueden desarrollarse rutinas o pautas preestablecidas de acción que
pueden ser presentadas o ser representadas múltiples veces. Las órdenes, por ejemplo,
siempre van desde el padre hacia el hijo o la hija, y difícilmente encontraremos que circulen
en el sentido inverso. Es en este sentido en el que Goffman conecta la actuación de las
personas con la idea de rol: una persona que desarrolla la misma rutina ante un mismo público
en diferentes oportunidades probablemente desarrollará una relación estandarizada con este
público (Deutsch y Krauss, 1965).
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En este sentido, muchas de las actuaciones que hacemos o que observamos tienen lugar en lo
que E. Goffman califica de establishments. Este término hace referencia a un lugar cerrado,
con barreras para la percepción, donde se desarrolla regularmente un tipo determinado de
actividad, e implica un escenario en el que se gestionan impresiones durante la interacción.
Una persona que esté situada en una tarima de un aula y que tenga delante de sí a un público de
estudiantes esperando a que empiece la clase difícilmente puede hacer otra cosa que una clase,
y se comportará y tendrá las actitudes que se esperan de alguien que se dispone a dar una
clase, las cuales le impedirán quedarse callado, por ejemplo.
Tal como señala Goffman, casi siempre tenemos que diferenciar dos regiones en el
establishment: el fondo o la región invisible para el público y el frente o la región visible
para el público, que puede llamarse fachada, y que podemos considerar como símil de
imagen. La primera región, la no visible, se utiliza para preparar la actuación de una rutina
(rol) y la segunda tiene la función de ofrecer esta actuación al público. Así, difícilmente
daremos una serie de contenidos coherentes, en su globalidad, si damos una clase teórica de
dos horas sin haberla preparado antes, es decir, improvisando.
El público, pues, sólo tiene acceso a una parte de la actuación, la que se corresponde con la
fachada o región visible, en la cual se le pide que mantenga las maneras y la integridad del rol.
Además, en la fachada se actuará de una manera fija con el fin de definir y dar un sentido
único y comprensible a la situación.
La cara visible de la actuación o fachada está configurada por diferentes elementos, los cuales
se espera que sean congruentes entre sí:
2) la dimensión personal, que determina la apariencia de los actores (edad, sexo, gestos, etc.,
un profesor de universidad difícilmente tendrá menos de veinte años, por ejemplo). Esta
dimensión personal al mismo tiempo está configurada por:
a) la apariencia o conjunto de estímulos que nos informan sobre el estatus del actor, por
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b) los comportamientos que nos informan sobre el rol que tiene la persona, que es, en nuestro
ejemplo, la acción de proporcionar contenidos teóricos de una manera comprensible.
Las apariencias normales, o una buena actuación de rol, permiten al público inferir
información que no tiene de manera objetiva y dar muchas cosas por sabidas, lo que implica el
ejercicio de un cierto control del actor sobre el comportamiento del público, que es quien
ocupa el rol complementario. Así, alguien que se disponga a robar en una tienda no puede
entrar mal vestido y comportándose de manera diferente del resto de compradores, si no
quiere que los otros se pongan en guardia y le chafen los planes. Actuar como los otros
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esperan que lo hagamos, aunque tengamos intenciones ocultas diferentes, permite que seamos
nosotros los que controlemos la situación y no ellos.
Sin embargo, si por la razón que sea la conducta propia de la región no visible se convierte en
visible, podemos encontrarnos con lo que se llama una situación enojosa. Esta situación es
provocada por la aparición de un comportamiento inesperado, que va en contra de las
expectativas y que, inequívocamente, tiene la fuerza para cuestionar las asunciones que se
tenían sobre la identidad y el rol de, como mínimo, uno de los participantes en la interacción.
Es el caso, por ejemplo, de una profesora que consideramos muy buena, pero de la que
descubrimos que da unas clases que no son otra cosa que la copia literal de un determinado
manual.
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Y, para finalizar, sólo hay que decir que hay situaciones que están más formalizadas que otras
(la situación de clase, de una boda, de público, de un espectáculo, etc.), lo cual hace que sea
más fácil la identificación del proceso de rutina que hemos explicado en ellas que no en
situaciones no formalizadas explícitamente (por ejemplo, el tipo de interacción que se da en un
grupo de amigos), aunque esto no quiere decir que estas últimas situaciones no tengan la
misma tendencia a funcionar institucionalizadamente.
Aquí nos centraremos en el estudio que hace Goffman de las estrategias de presentación del
yo, que las personas utilizan con el fin de generar e incidir sobre las impresiones que los otros
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se forman de ellas. ¿Qué técnicas utiliza la gente para presentarse de una manera socialmente
aceptable ante los otros, y en qué condiciones las utilizan?
Los diferentes individuos no son hábiles de la misma manera ni tienen los mismos recursos
para intervenir en la impresión que quieren que los otros se lleven de ellos, o en la impresión
que quieren que se utilice como base de la interacción. Esta habilidad, en gran medida, es
fruto de la capacidad o margen de intervención que el yo tiene sobre el mí.
Tal como señaló Mead, el mí está fuertemente controlado por los otros, es decir, constituye
nuestra herencia social y cultural, adquirida con la socialización, que ha quedado incrustada
en la identidad de uno mismo. En cambio, el yo hace referencia a la reacción del individuo a
la actitud de la comunidad, es una innovación que se localiza en la acción, y que después
puede pasar a la conciencia como conocimiento de los elementos nuevos que la situación de
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5.1. Los actores sociales: la negociación del significado de la situación como fuente de
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identidad
Desde esta perspectiva, se considera que el self o la identidad no preexiste a las interacciones
sociales, sino que surge en el transcurso de éstas, que es constituido por las respuestas de los
otros hacia uno mismo y por las respuestas de uno mismo hacia sí y, al mismo tiempo, hacia
los otros. En este sentido, a principios de siglo Cooley plantea que es a partir de la imagen y
las miradas que los otros reflejan de nosotros, como si fueran nuestro espejo, que nos
configuramos una imagen de nosotros mismos. Por otra parte, nosotros nos convertimos,
también, en los observadores de nosotros mismos según la imagen que los otros nos devuelven
de nosotros. Sin embargo, para poder hacerlo, tenemos que ser capaces de ponernos en el
lugar del otro y saber vernos desde él. Según Mead, a la percepción que tendremos de
nosotros según estas miradas (las cuales construyen el mí) podemos responder haciendo
reajustes, modificaciones o cambios según lo consideramos conveniente, mediante reacciones
adoptadas en cada interacción (desde el yo). Se pasa, pues, de una concepción sustancializada
del self a una concepción relacional y emergente de éste.
De la misma manera que el self depende de la interacción con los otros, también depende del
contexto o la situación en la que tiene lugar la interacción y de la manera como los actores
negocian el significado que otorgarán al contexto. La definición de la situación y el sentido
global dado a la interacción están estrechamente ligados. De hecho, de la manera como se
signifique o se interprete el contexto y la interacción depende la emergencia de un tipo de
self u otro.
La identidad es recíproca, responde en parte a las respuestas que sobre nosotros mismos
nos dan los otros. Es por medio de las interacciones concretas como nos vamos
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definiendo de manera recíproca.
Y, finalmente, sólo hay que decir que tendemos a producir las acciones y los comportamientos
sociales que confirman la identidad social que queremos construir y proyectar en los otros.
Desde esta noción de self, la comprensión de la vida social no está basada en el conocimiento
de los principios psicológicos vinculados al individuo, sino que lo psicológico constituye el
resultado del continuo proceso de negociación y conflicto entre las personas.
Esta concepción dominante del self que caracteriza la mentalidad occidental resulta muy útil
para la reproducción del tipo de sociedad democrática en la que vivimos. Así, este self está
estrechamente vinculado a la ideología dominante, la cual hace referencia a las ideas de
individualidad, autonomía y libertad como valores centrales y necesarios para la
democracia. El concepto de autonomía, por ejemplo, es útil e imprescindible para el ejercicio
de la capacidad de elección y de libertad que, necesariamente, ha de caracterizar a un
individuo que participe en una sociedad que funciona a partir de un proceso democrático. Sin
la construcción de este tipo de personas, el proceso democrático como forma de
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mantenimiento del orden social resulta inviable.
Por lo tanto, los fenómenos que eran considerados de naturaleza psicológica o comportamental
según una concepción ahistórica de la persona, y como fenómenos que tienen su origen en la
mente o en la misma persona, pasan a ser considerados como construcciones situadas
históricamente y emergentes en los procesos sociales. Se elimina, de esta manera, cualquier
indicio de carácter natural, necesario y universal en la concepción individualista que
Occidente tiene de la persona.
Las identidades, pues, dejan de considerarse la propiedad privada de los individuos para
pasar a ser construcciones sociales, proscritas o prescritas, de acuerdo con los intereses
políticos del orden social dominante. Por ejemplo, la construcción del heterosexual como
identidad prescrita, por el hecho de tener un papel bastante útil en la reproducción de un
determinado concepto de familia, contrasta con la idea del homosexual o la lesbiana como
identidades que han sido proscritas a causa de las disfunciones y los cambios con los que
amenazan el orden social establecido. Por lo tanto, la definición y los contenidos que son
asociados a las identidades de las personas en cada momento histórico siempre cumplen una
función social e ideológica específica.
De alguna manera podríamos decir que cada época histórica construye el individuo que más
le conviene, que cualquier cambio histórico, para poder estabilizarse durante un cierto tiempo,
requiere el modelado del individuo necesario para mantenerlo y reproducirlo.
K. Gergen (3) ha hecho un recorrido por la construcción de los diferentes modelos de identidad
que han sido creados en los últimos momentos históricos. El self romántico del siglo XIX, por
ejemplo, atribuía a cada individuo características de profundidad personal –pasión, alma,
creatividad y fuerza moral– que iban acompañadas de un vocabulario que permitía la
formación de relaciones fuertemente comprometidas. Cuando llega la visión moderna del
mundo a principios del siglo XX, el vocabulario romántico empieza a verse como una
desviación, a adquirir connotaciones negativas, y el self romántico acaba convertido en
reducto de inadaptados.
En las postrimerías del siglo XX, Gergen hace referencia al nacimiento de un nuevo self, el
saturado, que surge de la crisis de los selfs romántico y moderno. Éste es asociado a la
condición postmoderna, y surge de los efectos que el avance imparable de las nuevas
tecnologías tienen en las relaciones y de la gran variedad de vínculos que nos posibilitan las
tecnologías, los cuales han propiciado la ruptura con las formas de vida que eran habituales y
han dado lugar a una intensificación de los intercambios sociales y a nuevas claves de
relación. Sin embargo, según Gergen, en torno al self saturado no se ha construido un nuevo
vocabulario que permita nuevas comprensiones del yo, ni tampoco una identificación de
nuevos atributos, sino que el único impacto es que el mismo concepto de esencia personal es
cuestionado. En consecuencia, este self saturado que resulta del proceso de agonía que sufre
el self moderno desde hace un par de décadas, no sabemos en qué acabará pero, en todo caso,
el resultado final dependerá de la actuación y de los proyectos de cada uno de nosotros.
Y acabamos con una idea de Foucault, que fue uno de los que más contribuyó al análisis
crítico de la idea moderna de self, “aquello que categoriza al individuo, que le otorga una
identidad, le impone una ley de verdad que él tiene que admitir y el resto tiene que reconocer
en él; es una forma de poder que hace del individuo un sujeto, constituye una forma de
dominarlo”.
Conclusiones
Este capítulo hace un recorrido teórico por las principales perspectivas que se han dedicado
al estudio de la identidad, desde las más individualistas, que ponen el centro de explicación
en el interior del individuo, pasando por las más sociales, las cuales consideran que el origen
de la identidad está fuera de él, en la sociedad, hasta acabar en la perspectiva psicosocial,
centrada en una explicación dialéctica que parte de la idea de que el individuo y la sociedad
se van conformando mutuamente.
Dentro de las teorías más individualistas, está la biologicista, que es la más determinista y
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que considera que la identidad tiene su base en aspectos innatos que están en la biología de
cada uno, la cual tiene un fuerte impacto en la sociedad en la que vivimos; la fenomenológica,
que pone el centro de atención en el estudio de la consciencia y en la experiencia subjetiva
que tenemos del sí mismo; y finalmente la psicoanalítica, que pone el énfasis en el análisis de
la historia relacional de la persona.
Con respecto a las teorías más sociales, se ha expuesto la teoría de la categorización social
de Tajfel, junto con las nociones de estereotipo, prejuicio y discriminación, por un lado, y la
teoría dramatúrgica de Goffman, por el otro, que se sirve de las nociones de rol y de estatus
para señalar la dimensión estructural de la identidad.