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PREDICACIONE

S DEL TIEMPO
DEL ADVIENTO
Primera predicación de Adviento 2022 –
Cardenal Raniero Cantalamessa
LA PUERTA DE LA FE
Santo Padre, Venerados Padres, Hermanos y Hermanas
de la Curia Romana, me he preguntado varias veces cuál
sería el sentido y la utilidad de estos sermones de
Adviento y Cuaresma que interrumpen o retrasan
compromisos de un tipo e importancia muy diferentes.
Lo que me anima y me quita el escrúpulo de haceros
perder el tiempo, es la convicción de que no se viene a
estas charlas a oír opiniones o soluciones a los
problemas eclesiales del momento, sino a sacar fuerza
de las verdades de la fe y así enfrentar todos los
problemas con el espíritu justo. En definitiva, darse un
baño -o al menos un refresco- de fe, esperanza y
caridad.

Así que pensé en elegir las tres virtudes teologales como


tema de estos tres sermones de Adviento. La fe, la
esperanza y la caridad son el oro, el incienso y la mirra
que nosotros, los Reyes Magos de hoy, queremos llevar
como regalo a Dios que “viene a visitarnos desde lo
alto”. Aprovechando la antigua tradición -patrística y
medieval- sobre las virtudes teologales, intentaré -en la
medida de lo posible, en tres breves meditaciones- un
enfoque también moderno y existencial, es decir, que
responda a los desafíos, enriquecimientos y, a veces, a
los sustitutos propuestos por el hombre de hoy a las
virtudes teologales del cristianismo.

En la oración cristiana siempre ha tenido gran resonancia


el salmo 23 que dice:
[2]
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas,
va a entrar el Rey de la gloria.
– ¿Quién ese Rey de la gloria?
– El Señor, Dios de los ejércitos.
El es el Rey de la gloria.

En la interpretación espiritual de los Padres y de la


liturgia, las puertas de las que habla el salmo son las del
corazón humano: “Bienaventurado aquel a cuya puerta
llama Cristo”, comentaba san Ambrosio. “Nuestra puerta
es la fe… Si queréis levantar las puertas de vuestra fe, el
rey de la gloria vendrá a vosotros” . San Juan Pablo II
hizo de las palabras del salmo el manifiesto de su
pontificado: “¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las
puertas a Cristo!”.

La gran puerta que el hombre puede abrir o cerrar a


Cristo es una y se llama libertad. Sin embargo, ella se
abre de tres maneras distintas, o según tres tipos
distintos de decisiones que podemos considerar como
tres puertas: la fe, la esperanza y la caridad. Todas son
puertas especiales: se abren por dentro y por fuera al
mismo tiempo: con dos llaves, una de las cuales está en
manos del hombre, la otra de Dios, el hombre no puede
abrirlas sin la ayuda de Dios y Dios no quiere abrirlas sin
la colaboración del hombre.

Cristo, origen y cumplimiento de la fe

Comencemos pues nuestra reflexión por la primera de


las tres puertas: la fe. Dios – leemos en los Hechos de
[3]
los Apóstoles – “había abierto la puerta de la fe a los
paganos” (Hch 14,27). Dios abre la puerta de la fe en
cuanto da la posibilidad de creer enviando a quienes
predican la buena nueva; el hombre abre la puerta de la
fe al aceptar esta posibilidad.

Con la venida de Cristo, se da un salto cualitativo en


cuanto a la fe. No en la naturaleza de la misma, sino en
su contenido. Ahora ya no se trata de una fe genérica en
Dios, sino de la fe en Cristo nacido, muerto y resucitado
por nosotros. La Carta a los Hebreos hace una larga lista
de creyentes: “Por la fe Abel… Por la fe Abraham… Por la
fe Isaac… Por la fe Jacob… Por la fe Moisés…” Pero
concluye diciendo: “Todos estos, a pesar de ser
aprobados a causa de su fe, no alcanzaron lo que se les
prometió” (Heb 11, 39). ¿Lo que faltaba? Faltaba Jesús,
es decir, aquel que – como dice la misma Carta – “hace
surgir la fe y la lleva a su plenitud” (Hb 12, 2).

La fe cristiana, por tanto, no consiste sólo en creer en


Dios; consiste en creer también en aquel a quien Dios ha
enviado. Cuando, antes de realizar un milagro, Jesús
pregunta: “¿Crees?” y, después de haberla cumplido,
afirma: “Tu fe te ha salvado”, no se refiere a una fe
genérica en Dios (esa se daba por supuesta en todo
israelita); se refiere a la fe en él, en el poder divino que le
ha sido otorgado.

Esta es ahora la fe que justifica a los pecadores, la fe que


da a luz una nueva vida. Se sitúa al final de un proceso
del que San Pablo, en el capítulo 10 de la Carta a los
Romanos, traza, casi visualmente, las diversas fases,
dibujándolas en el mapa del cuerpo humano. Todo
[4]
comienza, dice, por los oídos, por escuchar el anuncio
del Evangelio: “La fe viene de la escucha”, fides ex
auditu. De los oídos, el movimiento pasa al corazón,
donde se toma la decisión fundamental: “con el corazón
se cree”: corde creditur. Desde el corazón, el
movimiento sube a la boca: “con la boca se hace la
profesión de fe”: ore fit confessio.

El proceso no acaba ahí, sino que -desde los oídos, el


corazón y la boca- pasa a las manos. Sí, porque “la fe se
hace operativa en la caridad”, dice el Apóstol (Gál 5, 6).
Santiago puede estar satisfecho. También hay lugar para
las “obras”: no antes, sin embargo, sino después
(lógicamente si no cronológicamente) de la fe. “No se
llega a la fe -dice san Gregorio Magno- a partir de las
virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe” .
En este punto, surge una pregunta muy actual. Si la fe
que salva es la fe en Cristo, ¿qué pensar de todos
aquellos que no tienen posibilidad de creer en él?
Vivimos en una sociedad pluralista, incluso
religiosamente. Nuestras teologías – orientales y
occidentales, católicas y protestantes por igual – se
desarrollaron en un mundo donde prácticamente sólo
existía el cristianismo. Sin embargo, se conocía la
existencia de otras religiones, pero se las consideraba
falsas desde el principio, o ni siquiera se tomaban en
cuenta. Aparte de la diferente manera de entender la
Iglesia, todos los cristianos compartían el axioma
tradicional: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”: Extra
Ecclesiam nulla salus.

Hoy en día, esto ya no es el caso. Desde hace algún


tiempo existe un diálogo entre religiones, basado en el
[5]
respeto mutuo y el reconocimiento de los valores
presentes en cada una de ellas. En la Iglesia Católica, el
punto de partida fue la declaración “Nostra aetate” del
Concilio Vaticano II, pero una orientación similar es
compartida por todas las Iglesias cristianas históricas.
Con este reconocimiento, se ha afirmado la convicción
de que incluso las personas fuera de la Iglesia pueden
salvarse.

¿Es posible, en esta nueva perspectiva, mantener el


papel hasta ahora atribuido a la fe “explícita” en Cristo?
El antiguo axioma: “fuera de la Iglesia no hay salvación”
¿no terminaría perviviendo, en este caso, en el axioma:
“fuera de la fe no hay salvación”? En algunos ambientes
cristianos, esta última es, de hecho, la doctrina
dominante y es la que motiva el compromiso misionero.
De esta manera, sin embargo, la salvación se limita
desde el principio a una pequeña minoría de personas.

Esto no sólo no puede dejarnos tranquilos, sino que ante


todo agravia a Cristo, privándolo de una gran parte de la
humanidad. No es posible creer que Jesús es Dios y
luego limitar su relevancia real a un solo sector estrecho
de ella. Jesús es “el salvador del mundo” (Jn 4,42); el
Padre envió al Hijo “para que el mundo se salve por él”
(Jn 3,17): ¡el mundo, no unos pocos en el mundo!

Tratemos de encontrar una respuesta en las Escrituras.


Ella afirma que quien no ha conocido a Cristo, sino que
actúa en base a su propia conciencia (Rm 2, 14-15) y
hace el bien al prójimo (Mt 25, 3 ss.) es aceptable a Dios.
En los Hechos de los Apóstoles escuchamos, de boca de
Pedro, esta solemne declaración: “Ahora comprendo con
[6]
toda verdad que Dios no hace acepción de personas,
sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea
de la nación que sea” (Hch 10, 34-35).

Incluso los adherentes a otras religiones generalmente


creen que “Dios existe y recompensa a los que lo
buscan” (Heb 11: 6); por tanto, se realiza en ellos lo que
la Escritura considera el dato fundamental y común de
toda fe. Esto se aplica, por supuesto, de manera muy
especial, a los hermanos judíos que creen en el mismo
Dios de Abraham, Isaac y Jacob en quien creemos
también nosotros los cristianos.

La razón principal de nuestro optimismo no se basa, sin


embargo, en el bien que pueden hacer los adherentes a
otras religiones, sino en la “gracia multiforme de Dios”
(1Pt 4, 10). A veces siento la necesidad de ofrecer el
sacrificio de la Misa precisamente en nombre de todos
los que se salvan por los méritos de Cristo, pero no lo
saben y no pueden agradecerle. La liturgia también nos
insta a hacerlo. En la Plegaria Eucarística IV, a la oración
por el Papa, el obispo y los fieles, se añade una oración
“por todos los que te buscan con corazón sincero”.

Dios tiene muchas más formas de salvar de las que


podemos pensar. Instituyó “canales” de su gracia, pero
no se ligó a ellos. Uno de estos medios “extraordinarios”
de salvación es el sufrimiento. Después de que Cristo lo
tomó sobre sí y lo redimió, él es también, a su manera,
un sacramento universal de salvación. Aquel que
descendió a las aguas del Jordán, santificándolas por
cada bautismo, descendió también a las aguas de la
tribulación y de la muerte, convirtiéndolas en
[7]
instrumento potencial de salvación. Misteriosamente,
todo sufrimiento -no sólo él de los creyentes- cumple, de
algún modo, “lo que falta a la pasión de Cristo” (Col 1,
24). La Iglesia celebra la fiesta de los Santos Inocentes,
¡ni siquiera ellos sabían que sufrían por Cristo!

Creemos que todos los que son salvos son salvos por los
méritos de Cristo: “No hay salvación en ningún otro,
pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro
nombre por el que debamos salvarnos.” (Hechos 4:12).
Sin embargo, una cosa es afirmar la necesidad universal
de Cristo para la salvación y otra cosa es afirmar la
necesidad universal de la fe en Cristo para la salvación.

¿Es superfluo, pues, seguir anunciando el Evangelio a


toda criatura? ¡Lejos de nosotros! Es la razón la que debe
cambiar, no el hecho. Debemos continuar anunciando a
Cristo; no tanto por una razón negativa –porque de lo
contrario el mundo será condenado- cuanto por una
razón positiva: por el don infinito que representa Jesús
para cada ser humano. El diálogo interreligioso no se
opone a la evangelización, pero determina su estilo. Este
diálogo -escribía san Juan Pablo II, en “Redemptoris
missio”- “forma parte de la misión evangelizadora de la
Iglesia”.

El mandato de Cristo: “Id por todo el mundo, predicad el


Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15) y “Haced
discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19) conserva su
valor perenne, pero debe entenderse en su contexto
histórico. Estas son palabras para referirse a cuando
fueron escritas, cuando “el mundo entero” y “todos los
pueblos” era una forma de decir que el mensaje de Jesús
[8]
no estaba destinado solo a Israel, sino también al resto
del mundo. Siempre valen para todos, pero para quien ya
pertenece a una religión, se necesita respeto, paciencia y
amor. Francisco de Asís lo había entendido y puesto en
práctica. El preveía dos formas de ir hacia “los
sarracenos y los demás infieles”. Escribe en la Primera
Regla:
Los frailes que van entre los infieles pueden comportarse
espiritualmente entre ellos de dos maneras. Una forma
es que no tengan pleitos ni disputas, sino que se sujeten
a toda criatura humana por amor de Dios y confiesen
que son cristianos. La otra manera es que cuando vean
que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para
que crean en Dios todopoderoso Padre e Hijo y Espíritu
Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo Redentor
y Salvador.

El reto de la ciencia

Con este corazón abierto, volvamos ahora a nuestra fe


cristiana. El gran reto que la fe tiene que afrontar en
nuestra época no proviene tanto de la filosofía, como en
el pasado, sino de la ciencia. Hubo una noticia
sensacional hace unos meses. Un telescopio lanzado al
espacio el 25 de diciembre de 2021 y posicionado a un
millón y medio de kilómetros de la tierra, envió imágenes
inéditas del universo el 12 de julio del año en curso que
llenó de entusiasmo al mundo científico.

“El nuevo telescopio – se leía en las noticias- ha abierto


una nueva ventana al cosmos, capaz de catapultarnos en
el tiempo, hasta poco después del Big Bang inicial del
mundo. Es la vista más detallada del universo primitivo
[9]
jamás obtenida. Representa la primera muestra de una
nueva y revolucionaria astronomía que revelará el
universo como nunca antes lo habíamos visto”.

Seríamos insensatos e ingratos si no participáramos del


justo orgullo de la humanidad por este como por
cualquier otro descubrimiento científico. Si la fe -así
como de la escucha- nace, como se ha dicho, del
asombro, estos descubrimientos científicos no deben
disminuir la posibilidad de creer, sino aumentarla. Si
viviera hoy, el salmista cantaría con aún más entusiasmo:
“Los cielos cuentan la gloria de Dios y la obra de sus
manos anuncia el firmamento” (Sal 19, 2) y Francisco de
Asís: “Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas”.

Dios ha querido darnos una señal tangible de su infinita


grandeza con la inmensidad del universo y una señal de
su “elusividad” con la más pequeña partícula de materia
que, incluso una vez alcanzada -asegura la física-
mantiene su “indeterminación”. El cosmos no se hizo a sí
mismo. Es la cualidad de ser, no la cantidad la que
decide; y la cualidad de la creación es ser… ¡creada!
Miles de millones de galaxias, miles de millones de años
luz de distancia, no cambian esta cualidad.

Hacemos estas reflexiones sobre la fe y la ciencia no


para convencer a los científicos no creyentes (ninguno
de ellos está aquí para escuchar o leerá estas palabras),
sino para confirmarnos a los creyentes en la fe y no ser
perturbados por el clamor de voces contrarias. Es la
misma finalidad por la que San Lucas le dice al “ilustre
Teófilo” que escribió su Evangelio: “Para que conozcas la
solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1, 4).
[10]
Frente al despliegue ante nuestros ojos de las
dimensiones ilimitadas del universo, el mayor acto de fe
para nosotros cristianos no es creer que todo esto ha
sido creado por Dios, sino creer que “todas las cosas han
sido creadas por medio de Cristo y para de él” (Col 1,
16), que “sin él nada se ha hecho de lo que existe” (Jn 1,
3). El cristiano tiene una prueba de Dios mucho más
convincente que la obtenida del cosmos: la persona y
vida de Jesucristo.

Los creyentes no son avestruces. No escondemos la


cabeza en la arena para no ver. Compartimos con cada
persona el desconcierto ante los múltiples misterios y
contradicciones del universo: de la evolución natural, de
la historia, de la Biblia misma… Sin embargo, somos
capaces de superar el desconcierto con una certeza más
fuerte que todas las incertidumbres: la credibilidad de la
persona de Cristo, de su vida y de su palabra. La certeza
plena y gozosa no tiene antes, sino después de haber
creído. De lo contrario, la fe perdería su valor y mérito.

El justo vive por la fe

La fe es el único criterio capaz de relacionarnos


correctamente, no sólo con la ciencia, sino también con
la historia. Al hablar de la fe que justifica, san Pablo cita
el célebre oráculo de Habacuc: “El justo por la fe vivirá”
(Ab 2, 4). ¿Qué quiere decir Dios con esa palabra
profética, ya que es Dios mismo quien la pronuncia?

El mensaje se abre con un lamento del profeta, por la


derrota de la justicia y porque Dios parece impasible
[11]
ante la violencia y la opresión. Dios responde que todo
esto está a punto de terminar porque pronto llegará un
nuevo flagelo, los caldeos, que acabará con todo y con
todos. El profeta se rebela contra esta solución. ¿Es esta
la respuesta de Dios? ¿Una opresión que toma el lugar
de otra?

Pero aquí mismo Dios estaba esperando al profeta.


“Mira, el altanero no triunfará; | pero el justo por su fe
vivirá”. (Ab 2, 2-4). Se le pide al profeta que dé un salto
de fe. Dios no resuelve el enigma de la historia, pero nos
pide que confiemos en él y en su justicia, a pesar de
todo. La solución no está en el cese de la prueba, sino en
el aumento de la fe.

La historia es una lucha continua entre el bien y el mal,


de los malvados que triunfan y los justos que sufren. La
victoria estable del bien sobre el mal no se encuentra en
la historia misma, sino más allá de ella. Dejemos atrás
todas las formas de milenarismo. Sin embargo, Dios es
tan soberano y tiene el control de los acontecimientos
que incluso la agitación de los malvados sirve a sus
misteriosos planes. Es verdad: ¡Dios escribe derecho
sobre renglones torcidos! Las situaciones pueden salirse
de control para los hombres, pero no para Dios.

El mensaje de Habacuc es singularmente actual. La


humanidad experimentó en los últimos años del siglo
pasado la liberación del poder opresivo de los sistemas
totalitarios comunistas. Pero no hemos tenido tiempo de
dar un suspiro de alivio porque otras injusticias y
violencias han surgido en el mundo. Hubo quienes, al
final de la “guerra fría”, habían creído ingenuamente que
[12]
el triunfo de la democracia cerraría ahora
definitivamente el ciclo de las grandes conmociones y
que la historia seguiría su curso sin mayores sobresaltos.
Exactamente sin más “historia”. Esta tesis pronto fue
lamentablemente desmentida por los acontecimientos,
con la aparición de otras dictaduras y el estallido de
otras guerras, empezando por la del “Golfo”, hasta la
desgraciada de este año en Ucrania.

En esta situación, aparece también en nosotros la


sentida pregunta del profeta: “Señor, ¿hasta cuándo? ¡Tú
con ojos tan puros que no puedes ver el mal! ¿Por qué
tanta violencia, tantos cuerpos humanos esqueletizados
por el hambre, tanta crueldad en el mundo, sin que tu
intervengas?”. La respuesta de Dios sigue siendo la
misma: los que no tienen un corazón recto con Dios
sucumben al pesimismo y se escandalizan, mientras que
los justos vivirán de la fe, encontrarán la respuesta en su
fe. Comprenderá lo que Jesús quiso decir cuando, ante
Pilato, dijo: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18,36).

Pero pongámoslo bien en la cabeza y recordémoslo, si es


necesario, al mundo: Dios es justo y santo; no permitirá
que el mal tenga la última palabra y los malhechores se
salgan con la suya. Habrá un juicio al final de la historia,
“se abrirá un libro escrito, en el que todo está contenido
y por el cual se juzgará al mundo”: Liber scriptus
proferetur – in quo totum continetur – unde mundus
judicetur “. (Secuencia Dies irae).

Un primer juicio, imperfecto pero a la vista de todos,


creyentes y no creyentes, ya se realiza ahora, en la
historia. Los bienhechores de la humanidad que han
[13]
trabajado por el verdadero bien de su patria y por la paz
mundial son recordados con honor y bendición de
generación en generación; el nombre de tiranos y
malhechores sigue siendo acompañado a lo largo de los
siglos de desprecio y reprobación. Jesús ha invertido
para siempre los papeles: “Vencedor porque víctima”, así
San Agustín define Cristo: Víctor quia victima. A la luz de
la eternidad -y también de la historia- no son los
verdugos los verdaderos vencedores, sino sus víctimas.

Lo que puede hacer la Iglesia, para no asistir


pasivamente al desarrollarse de la historia, es tomar
partido contra la opresión y la injusticia y ponerse
siempre, “en el tiempo y fuera del tiempo”, del lado de
los pobres, de los débiles, de las víctimas, los que llevan
las consecuencias peores de cada desgracia y de cada
guerra.

Lo que pueden hacer los creyentes es también remover


uno de los factores que siempre ha fomentado los
conflictos y que es la rivalidad entre religiones, las
funestas “guerras religiosas”. De la comprensión y la
colaboración leal entre las grandes religiones puede
surgir un impulso moral que imprima a la historia ese
nuevo rumbo que en vano se espera de los poderes
políticos. En este sentido, debe verse la utilidad de
iniciativas como las iniciadas por san Juan Pablo II y
aceleradas hoy por el actual Sumo Pontífice para un
diálogo constructivo entre las religiones.

La fe es el arma de la Iglesia. Incluso la Iglesia, como el


justo de Habacuc, “vive de su fe”. Hace mucho que
Roma dejó de ser caput mundi, capital del mundo, pero
[14]
debe seguir siendo caput fidei, capital de la fe. No sólo
de la recta fe, es decir, de la ortodoxia, sino también de
la intensidad y radicalidad del creer. Lo que los fieles
captan inmediatamente en un sacerdote y en un pastor
es si cree en lo que dice y en lo que celebra. Hoy en día
se hace mucho uso de la transmisión inalámbrica (WiFi,
en inglés). También la fe se transmite preferentemente
de esta manera: sin ataduras, sin muchas palabras y
argumentos, sino a través de una corriente de gracia que
se establece entre dos personas.

El mayor acto de fe que puede hacer la Iglesia -después


de haber orado y hecho todo lo posible para evitar o
detener los conflictos- es someterse a Dios con un acto
de total confianza y sereno abandono, repitiendo con el
Apóstol: “Yo sé en quién he puesto mi confianza!”: Scio
cui credidi (2 Tim 1:12). Dios nunca retrocede para hacer
caer al vacío a quien se arroja en sus brazos.

Vamos, entonces, al encuentro de Cristo que viene, con


un acto de fe que es también promesa de Dios y por
tanto profecía: “El mundo está en manos de Dios y
cuando, abusando de su libertad, el hombre haya tocado
el fondo, él intervendrá para salvarlo” ¡Sí, intervendrá!
Por eso vino al mundo hace dos mil veintidós años.

1. Ambrosio, Comm. al Salmo 118, XII, 14.


2.Gregório Magno, Homilias sobre Ezequiel, II, 7.

[15]
Segunda predicación de Adviento 2022 –
Cardenal Cantalamessa
La puerta de la esperanza
Esperando la bendita esperanza

¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas


compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. (Sal 24, 7).
Hemos tomado este versículo del salmo como hilo
conductor de las meditaciones de Adviento sobre las
virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. El
templo de Jerusalén – leemos en los Hechos de los
Apóstoles – tenía una puerta llamada “la Hermosa” (Hch
3, 2). El templo de Dios que es nuestro corazón tiene
también una puerta “hermosa”, y es la puerta de la
Esperanza. Esta es la puerta que hoy queremos intentar
abrir a Cristo que viene.

¿Cuál es el objeto propio de la “bienaventurada


esperanza”, que proclamamos estar “esperando” en cada
Misa? Para darnos cuenta de la novedad absoluta que
trajo Cristo en este campo, necesitamos colocar la
revelación del Evangelio en el contexto de las creencias
antiguas sobre el más allá.

Sobre este punto, incluso el Antiguo Testamento no


tenía respuesta para dar. Es bien sabido que sólo hacia el
final del mismo hay alguna declaración explícita sobre
una vida después de la muerte. Antes de eso, la creencia
de Israel no difería de la de los pueblos vecinos,
especialmente los de Mesopotamia. La muerte acaba
con la vida para siempre; todos terminamos, buenos y
malos, en una especie de lúgubre “fosa común” que
[16]
entre otros pueblos se llama Arallu y en la Biblia Sheol.
No es diferente la creencia dominante en el mundo
grecorromano contemporáneo del Nuevo Testamento
que llama a ese triste lugar de sombras Infierno, o
Hades.

Lo grande que distingue a Israel de todos los demás


pueblos es que siguió, a pesar de todo, creyendo en la
bondad y el amor de su Dios; no atribuyó la muerte,
como hacían los babilonios, a la envidia de la divinidad
que reserva la inmortalidad a sí misma, sino al pecado del
hombre (Gn 3), o simplemente a la propia naturaleza
mortal. En ciertos momentos, el hombre bíblico no calló,
es cierto, su propio desconcierto ante un destino que
parecía no hacer distinción entre justos y pecadores. Sin
embargo, Israel nunca se ha rebelado. En algunos de sus
salmos parece haber llegado, incluso, a desear y
vislumbrar la posibilidad de una relación con Dios más
allá de la muerte: un ser “arrancado de lo sheol ” (Sal
49,16), “estar siempre con Dios” (Sal 73, 23) y “saciarse
de alegría en su presencia” (Sal 16, 11).
Cuando, hacia fines del Antiguo Testamento, esta
expectativa, madurada en el subsuelo del alma bíblica,
finalmente sale a la luz, no se expresa, a la manera de los
filósofos griegos, como la supervivencia del alma
inmortal que, liberado del cuerpo, vuelve al mundo
celestial del que procede. En armonía con la concepción
bíblica del hombre, como unidad inseparable de alma y
cuerpo, la supervivencia consiste en la resurrección -
cuerpo y alma- de la muerte (Dan 12, 2-3; 2 Macc 7, 9).

Jesús trajo repentinamente esta certeza a su mediodía y


-lo que más importa- después de anunciarla en parábolas
[17]
y dichos (como el de la respuesta a los saduceos sobre la
mujer desposada con siete maridos: Mt 22,30) – dio la
prueba irrefutable resucitándose él mismo de entre los
muertos. ¡Después de él, para el creyente, la muerte ya
no es un aterrizaje, sino un despegue!

El regalo más hermoso y más preciado que la Reina


Isabel II de Inglaterra dejó a su nación y al mundo,
después de 70 años de reinado, fue su esperanza
cristiana en la resurrección de los muertos. En el rito
fúnebre, seguido en directo por casi todos los poderosos
de la tierra y, por televisión, por cientos de millones de
personas, se proclamaron, por su voluntad expresa, en
primera lectura, las siguientes palabras de Pablo:
La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?. El
aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado,
la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio
de nuestro Señor Jesucristo! (1 Cor 15, 54-57).

Y, en el Evangelio, siempre por su voluntad, las palabras


de Jesús:
En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Cuando
vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo,
para que donde estoy yo estéis también vosotros. (Jn 14,
2-3).

La esperanza, una virtud activa

Precisamente porque aún estamos inmersos en el


tiempo y el espacio, nos faltan las categorías necesarias
para representarnos en qué consiste esta “vida eterna”

[18]
con Dios; es como intentar explicarle a un ciego de
nacimiento qué es la luz. San Pablo simplemente dice:
Se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se
siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se
siembra un cuerpo animal, resucita espiritual. Si hay un
cuerpo animal, lo hay también espiritual. (1Cor 15, 43-
44).

Desde esta vida, algunos místicos han tenido la gracia de


experimentar unas gotas del océano infinito de alegría
que Dios tiene preparado para su pueblo; pero todos
unánimemente afirman que nada puede decirse de ella
con palabras humanas. El primero de ellos es el apóstol
Pablo. Él confiesa a los corintios que fue raptado,
catorce años antes, al “tercer cielo”, en el paraíso, y
haber oído “palabras inefables que a nadie le es lícito
pronunciar”. (2 Co 12, 2-4). El recuerdo que le dejó
aquella experiencia es perceptible en lo que escribe en
otra ocasión: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre
puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo
aman” (1 Cor 2,9).

Pero dejemos de lado lo que será en el más allá (del que


tan poco podemos decir) y pasemos al presente de
nuestra vida. Reflexionar sobre la esperanza cristiana
significa reflexionar sobre el sentido último de nuestra
existencia. Una cosa es común a todos: el anhelo y el
vivir “bien”. Sin embargo, en cuanto se intenta
comprender qué se entiende por “bien”, inmediatamente
surgen dos clases de personas: los que piensan sólo en el
bien material y personal y los que también piensan al
bien moral y al bien común.

[19]
En cuanto a lo primero, el mundo no ha cambiado mucho
desde la época de Isaías y san Pablo. Ambos señalan el
dicho que corría en su tiempo: “Comamos y bebamos
que mañana moriremos” (Is 22, 13; 1 Cor 15, 32). Más
interesante es intentar comprender a quienes se
proponen -al menos como ideal- “vivir bien” no sólo
material e individualmente, sino también moralmente y
junto a los demás. Hay sitios en internet donde se
entrevistan a personas mayores sobre cómo, al llegar el
atardecer, evalúan la vida que han vivido. Son, en
general, hombres y mujeres que han vivido una vida rica
y digna, al servicio de la familia, la cultura y la sociedad,
pero sin ninguna referencia religiosa. Intentar hacer
creer a la gente que uno es feliz por haber vivido así, es
patético. La tristeza de haber vivido – ¡y de pronto no
vivir más! -, escondida por las palabras, grita desde sus
ojos.

San Agustín expresó el núcleo del problema: “¿De qué


sirve vivir bien, si no se da para vivir siempre?” . Antes
que él, Jesús había dicho: “¿De qué le sirve a uno ganar
el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?”
(Lc 9,25). Aquí es donde encaja la respuesta de la
esperanza teológica, y en qué se diferencia. Nos asegura
que Dios nos creó para la vida, no para la muerte; que
Jesús vino a revelarnos la vida eterna ya garantizarla con
su resurrección.

Hay que subrayar una cosa para no caer en un peligroso


malentendido. Vivir “siempre” no se opone a vivir “bien”.
La esperanza de la vida eterna es lo que la hace hermosa,
o al menos aceptable, también la vida presente. Todos
en esta vida tenemos nuestra parte de sufrimiento,
[20]
creyentes y no creyentes. Pero una cosa es sufrir sin
saber con qué fin, y otra sufrir sabiendo que “los
sufrimientos de este tiempo no son comparables a la
gloria futura que se manifestará en nosotros” (Rm 8, 18).

Dar razón de la esperanza

La esperanza teológica tiene un papel importante que


desempeñar en relación con la evangelización. Uno de
los factores determinantes de la rápida difusión de la fe,
en los primeros tiempos del cristianismo, fue el anuncio
cristiano de una vida después de la muerte infinitamente
más plena y gozosa que la terrena.

El emperador romano Adriano se había construido villas


espectaculares en varias partes del mundo y había
preparado lo que ahora es Castel Sant’Angelo, a tiro de
piedra de aquí, como su mausoleo. Cerca de la muerte
escribió una especie de epitafio para su tumba . En él,
hablando a su alma, la exhortaba a echar una última
mirada a las bellezas y los recreos de este mundo,
porque -le dijo- estáis a punto de descender “a lugares
incoloros, arduos y desnudos”. ¡Infierno! Uno puede
imaginar el choque espiritual que debió causar, en una
atmósfera como esta, el anuncio de una vida
infinitamente más plena y gozosa que la que se quedó
con la muerte. Esto explica por qué la idea y los símbolos
de la vida eterna son tan frecuentes en los entierros
cristianos de las catacumbas.

En la Primera Carta de San Pedro, la actividad de la


Iglesia hacia el exterior, es decir, la propagación del
mensaje, se presenta como “dar razón de su esperanza”:
[21]
“Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones,
dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os
pida una razón de vuestra esperanza” (1Pt 3, 15-16).
Leyendo los relatos posteriores a la Pascua, se tiene el
sentimiento de que la Iglesia nace de un movimiento de
“esperanza viva” (1Pt 1,3) y con esta esperanza los
apóstoles partieron a la conquista del mundo.

También hoy necesitamos una regeneración de la


esperanza si queremos emprender una nueva
evangelización. Nada se hace sin esperanza. Los
hombres van donde hay un aire de esperanza y huyen de
donde no sienten su presencia. La esperanza es lo que
da a los jóvenes el coraje para formar una familia o para
seguir una vocación religiosa y sacerdotal, que los aleja
de las drogas y otros similares remedios a la
desesperación.

La carta a los Hebreos compara la esperanza con “un


ancla del alma segura y firme, que penetra más allá de la
cortina” (Hb 6, 18-19). “Segura y firme” porque arrojada
a la eternidad. Pero también tenemos otra imagen de
esperanza, en cierto sentido opuesta: la vela. Si el ancla
es lo que da seguridad al barco y lo mantiene firme entre
el vaivén del mar, la vela es la que lo hace caminar y
avanzar en el mar. Ambas cosas forjan la esperanza en la
barca de la Iglesia.

En comparación con el pasado, hoy nos encontramos en


una situación ventajosa en cuanto a la esperanza. Ya no
tenemos que perder nuestro tiempo defendiendo la
esperanza cristiana de los ataques externos; podemos
por tanto hacer lo más útil y fecundo que es anunciarla,
[22]
ofrecerla e irradiarla en el mundo. Hacer de la esperanza
no tanto un discurso apologético como un discurso
kerigmático.

Echemos un vistazo a lo que ha sucedido con respecto a


la esperanza cristiana desde hace más de un siglo. Al
principio fue el ataque frontal de hombres como
Feuerbach, Marx, Nietzsche. La esperanza cristiana fue,
en muchos casos, el blanco directo de su crítica. Vida
eterna, más allá, paraíso: todas estas cosas eran vistas
como la proyección ilusoria de los deseos y necesidades
insatisfechas del hombre en este mundo, como un
“desperdiciar en el cielo los tesoros destinados a la
tierra”. Los cristianos trataban de defender el contenido
de la esperanza cristiana, a menudo con malestar mal
disimulado. La esperanza cristiana estaba “en minoría”.
Rara vez se hablaba y predicaba de la vida eterna.

Después, sin embrago, de haber demolido la esperanza


cristiana, la cultura atea marxista no tardó en darse
cuenta de que las personas humanas no podían quedarse
sin esperanza. Y aquí inventó el “Principio Esperanza” .
Con ella, la cultura marxista no pretendía haber
demolido la esperanza cristiana, sino, peor aún, haberla
superado y ser su legítima heredera. Para el autor del
“Principio esperanza” (¡“principio”, ojo, no virtud!) es
cierto que la esperanza es vital para el hombre. Su papel
es “la revelación del hombre oculto”, es decir, de las
posibilidades aún latentes de la humanidad. La
manifestación del Hijo del hombre, Cristo, es
reemplazada por la manifestación del hombre oculto, la
parusía es reemplazada por la utopía.

[23]
Durante un par de décadas, recuerdo, no se hablaba de
otra cosa en las universidades y muchos cristianos se
entusiasmaban de que hubiera alguien del otro lado que
aceptara tomar en serio la esperanza y establecer un
diálogo. Sobre todo, porque la inversión era tan sutil y el
lenguaje a menudo similar. La patria celestial se
convertía en la “patria de la identidad”; no el lugar donde
el hombre finalmente ve, cara a cara, a Dios, sino donde
ve al verdadero hombre, aquel en quien se realiza la
perfecta identidad entre lo que puede ser y lo que es. La
llamada “teología de la esperanza” nació como respuesta
a este desafío, aceptando, lamentablemente, a veces, su
enfoque. Lo que menos se percibe en todos estos
escritos es precisamente lo que Pedro llama “esperanza
viva” (1 Pt, 1,3), el estremecimiento de la esperanza. No
es vida, sino ideología.

Ahora, dije, la situación ha cambiado en parte. La tarea


que tenemos ante nosotros, con respecto a la esperanza,
ya no es la de defenderla y justificarla filosófica y
teológicamente, sino la de anunciarla, mostrarla y dársela
a un mundo que ha perdido el sentido de la esperanza y
está hundiéndose cada vez más en el pesimismo y el
nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del
universo.

Gaudium et spes

Una forma de hacer activa y contagiosa la esperanza es


la formulada por san Pablo cuando dice que “la caridad
todo lo espera ” (1 Cor 13, 7). Esto se aplica no solo al
individuo, sino también a toda la Iglesia. La Iglesia todo
lo espera, todo lo cree, todo lo soporta. No puede
[24]
limitarse a denunciar las posibilidades del mal que
existen en el mundo y en la sociedad. Ciertamente, no
debemos descuidar el miedo al castigo y al infierno y
dejar de advertir a las personas sobre la posibilidad de
daño que conlleva una acción o situación, como las
heridas causadas al medio ambiente. La experiencia, sin
embargo, muestra que se logra más positivamente, al
insistir en las posibilidades del bien; en términos
evangélicos, predicando la misericordia. El mundo
moderno nunca se ha mostrado tan bien dispuesto hacia
la Iglesia y tan interesado en su mensaje, como en los
años del Concilio. Y la razón principal es que el Concilio
daba esperanza.

Pero de esta manera, ¿no nos exponemos -se dice- a


desilusionarnos y a parecer ingenuos? Esta es la gran
tentación contra la esperanza, sugerida por la prudencia
humana, o por el miedo a ser desmentidos por los
hechos y es lo que sucede en parte también con el
Concilio. Como si atreverse a hablar de “alegría y
esperanza” (gaudium et spes) hubiera sido una
ingenuidad de la que incluso deberíamos avergonzarnos
un poco. Esto es lo que muchos pensaron del Papa Juan
en su anuncio del Concilio.

Debemos retomar el movimiento de esperanza iniciado


por el Concilio. La eternidad es una medida muy grande;
nos permite esperar en todos, no abandonar a nadie sin
esperanza. El Apóstol dio a los cristianos de Roma el
mandato de abundar en esperanza. “Que el Dios de la
esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra
fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del
Espíritu Santo” (Rm 15,13).
[25]
La Iglesia no puede dar mejor don al mundo que darle
esperanza, no esperanzas humanas, efímeras,
económicas o políticas, sobre las que no tiene
competencia específica, sino esperanza pura y simple, la
que también, sin saberlo, tiene la eternidad como su
horizonte y como garante Jesucristo y su resurrección.
Será entonces esta esperanza teologal la que actuará
como resorte de todas las demás legítimas esperanzas
humanas. Cualquiera que haya visto a un médico visitar
a un enfermo grave sabe que el mayor alivio que puede
brindarle, mejor que todos los medicamentos, es decirle:
“El médico espera; tiene buenas esperanzas para ti!”.

La esperanza, así entendida, transforma todo lo que


toca. Su efecto se describe bellamente en este pasaje de
Isaías:
Se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor
renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas,
corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan. (Is 40, 30-31).

Dios no promete quitar las razones del cansancio y el


agotamiento, pero da esperanza. La situación sigue
siendo en sí misma la que era, pero la esperanza da la
fuerza para superarla. En el Apocalipsis leemos que
“cuando vio el dragón que había sido precipitado a la
tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo
varón. Y le fueron dadas a la mujer las dos alas de la gran
águila, para que volara al desierto, a su lugar” (Ap 12, 13-
14). La imagen de las alas del águila está claramente
[26]
inspirada en el texto de Isaías. Entonces se dice que las
grandes alas de la esperanza han sido dadas a toda la
Iglesia, para que con ellas pueda, cada vez, escapar de
los ataques del mal, vencer con entusiasmo las
dificultades.

“¡Levántate y camina!”

La puerta del templo llamada “la Hermosa” es conocida


por el milagro que ocurrió cerca de ella. Un lisiado yacía
ante él pidiendo limosna. Un día pasaron por allí Pedro y
Juan y sabemos lo que pasó. El lisiado, curado, saltó
sobre sus pies y finalmente después de quién sabe
cuántos años había estado tirado allí abandonado, él
también pasó por esa puerta y entró en el templo,
leemos, “saltando y alabando a Dios” (Hechos 3: 1- 9).

También nos podría pasar algo similar con respecto a la


esperanza. Con frecuencia nos encontramos,
espiritualmente, en la posición del lisiado en el umbral
del templo: inertes, tibios, como paralizados ante las
dificultades. Pero aquí la esperanza divina pasa a nuestro
lado, llevada por la palabra de Dios, y nos dice también a
nosotros, como Pedro al lisiado: “¡Levántate y anda!”. Y
nos ponemos en pie de un salto y entramos por fin en el
corazón de la Iglesia, dispuestos a asumir, una vez más y
con alegría, tareas y responsabilidades. Son los milagros
cotidianos de la esperanza. Ella es verdaderamente una
gran taumaturga, una gran hacedora de milagros; pone
de pie a miles de lisiados, miles de veces.

Además de la evangelización, la esperanza nos ayuda en


nuestro camino personal de santificación. Se convierte,
[27]
en quienes la practican, en el principio del progreso
espiritual. Te permite descubrir siempre nuevas
“posibilidades para el bien”, siempre algo que se puede
hacer. Ella no nos deja acomodarnos en la tibieza y la
pereza. Cuando tienes la tentación de decirte a ti mismo:
“No hay nada más que hacer”, la esperanza se adelanta y
te dice: “¡Ora!”. Tu respondes: “¡Pero ya oré!” y ella: “¡Ora
de nuevo!”. E incluso cuando la situación se vuelva
extremadamente dura y parezca que no hay
verdaderamente nada más que hacer, la esperanza aún
os indica una tarea: perseverar hasta el final y no perder
la paciencia, uniéndoos a Cristo en la cruz. El Apóstol,
hemos oído, recomienda “abundar en esperanza”, pero
enseguida añade cómo esto se hace posible: “en virtud
del Espíritu Santo”. No por nuestros esfuerzos.

La Navidad puede ser la ocasión para un salto de


esperanza. El gran poeta moderno de las virtudes
teologales, Charles Péguy, escribió que Fe, Esperanza y
Caridad son tres hermanas, dos grandes y una niña
pequeña. Van por la calle tomadas de la mano: las dos
grandes, Fe y Caridad, a los lados y la pequeña
Esperanza en el centro. Todos al verlas piensan que son
las dos grandes los que arrastran a la pequeña al centro.
¡Están equivocados! Es ella la que arrastra todo”. Porque
si falla la esperanza, todo se para .

Si queremos dar un nombre propio a esta niña, sólo


podemos llamarla María, la que aquí abajo -dice el otro
gran poeta de las virtudes teologales, Dante Alighieri-
“entre los mortales”, es “fuente viva de esperanza”.

[28]
1.Augustin, Tract. sobre el Evangelio de Juan, 45, 2 (Quid prodest bene
vivere si non datur semper vivere?)
2.Cfr. cit por M. Yourcenar, Memorias de Adriano.
3.Cf. Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 3 voll., Berlino 1954-1959.
4.Cf. Ch. Péguy, Le porche de la deuxième vertu, Œuvres poétiques
complètes, Gallimard, Paris 1975, pp. 534-539.

[29]
Tercera predicación de Adviento 2022 – Card.
Raniero Cantalamessa

La puerta de la caridad
¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas
compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. (Sal 24, 7). En
nuestro intento de abrir las puertas a Cristo que viene,
hemos llegado a la puerta más interior del “castillo
interior”, la de la virtud teologal de la caridad.

Pero, ¿qué significa abrir la puerta del amor a Cristo?


¿Significa, quizás, que tomamos la iniciativa de amar a
Dios? Así habrían respondido los filósofos paganos,
basándose en la concepción que tenían del amor de
Dios: “Dios – decía Aristóteles – mueve el mundo en
cuanto es amado” . ¡En cuanto es amado, no en cuanto
ama! Este punto de vista filosófico fue completamente
invertido en el Nuevo Testamento:
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su
Hijo como víctima de propiciación por nuestros
pecados… Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó
primero (1Jn 4, 10.19).

Henri de Lubac escribió: “El mundo debe saber: la


revelación del Amor cambió todo lo que había concebido
de la divinidad” . Hasta el día de hoy no hemos
terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus
consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios
como amor. El Espíritu Santo -nos enseña san Ireneo-
renueva continuamente el tesoro de la revelación, junto
con el vaso que lo contiene, que es la tradición de la

[30]
Iglesia. Con su ayuda tratamos de comprender cuál es la
consecuencia que hay de descubrir y sobre todo de vivir
hacia la virtud teologal de la caridad.

Son innumerables los tratados sobre el deber y los


grados del amor de Dios, es decir, sobre el “De amar a
Dios”, De diligendo Deo; ¡No conozco tratados sobre el
Dios que ama! La Biblia misma es un tratado sobre el
Dios que ama; pero, a pesar de esto, casi siempre,
cuando hablamos del “amor de Dios”, Dios es el objeto,
no el sujeto del amor.

Ahora bien, es muy cierto que amar a Dios con todas las
fuerzas es “el primer y mayor mandamiento”. Esto es
ciertamente lo primero en el orden de los
mandamientos; ¡pero el orden de los mandamientos no
es el primer orden, el que está por encima de todo!
Antes del orden de los mandamientos, está el orden de
la gracia, es decir, del amor gratuito de Dios. El
mandamiento mismo se funda en el don; el deber de
amar a Dios se basa en ser amados por Dios: “Nosotros
amamos porque él nos amó primero”, nos acaba de
recordar el evangelista Juan. Esta es la novedad de la fe
cristiana con respecto a cualquier ética basada en el
“deber”, o en el “imperativo categórico”. Nunca debemos
perderlo de vista.

Abrir la puerta del amor a Cristo significa, pues, algo muy


específico: acoger el amor de Dios, creer en el amor.
“Hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos
tiene”, escribe Juan en el mismo contexto (1 Jn 4,16). La
Navidad es la manifestación – literalmente, la epifanía –
de la bondad y el amor de Dios por el mundo: “Se ha
[31]
manifestado (epephane) la gracia de Dios, que trae la
salvación para todos los hombres”, escribe San Pablo. Y
otra vez: “Se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador y su amor al hombre” (Tit 2, 11; 3, 4).

Lo más importante que se debe hacer en Navidad es


recibir con asombro el don infinito del amor de Dios.
Cuando se recibe un regalo, no es delicado presentar
inmediatamente con la otra mano su propio regalo, tal
vez ya preparado de antemano. Uno inevitablemente da
la impresión de querer pagar de inmediato. Primero, es
necesario honrar el regalo que se recibe y su donante,
con asombro y gratitud. Después -casi avergonzándose y
con modestia- uno puede abrir su regalo, como si fuese
una nada, comparado a lo que se ha recibido. (¡Para Dios,
nuestro regalo es, en realidad, menos que nada!).

Lo que debemos hacer, ante todo, en Navidad es creer


en el amor de Dios por nosotros. El acto de caridad
tradicional, al menos en el rezo privado y personal, a
veces no debería comenzar con las palabras: “Dios mío,
te amo con todo mi corazón”, sino: “Dios mío, creo con
todo mi corazón que me amas”.

Parece algo fácil. En cambio, es una de las cosas más


difíciles del mundo. El hombre tiende más a ser activo
que pasivo, a hacer que a dejarse hacer.
Inconscientemente no queremos ser deudores, sino
acreedores. Sí, queremos el amor de Dios, pero como
recompensa, más que como regalo. De este modo, sin
embargo, se produce insensiblemente un
desplazamiento y un vuelco: en primer lugar, por encima

[32]
de todo, en el lugar del don, se pone el deber, en el lugar
de la gracia, la ley, en el lugar de la fe, obras.

“¡Hemos creído en el amor que Dios nos tiene!”. Este es


un grito para el cual debemos reunir todas nuestras
fuerzas y ser violentos. Yo lo llamo “fe incrédula”: fe que
no puede convencerse de lo que cree, aunque lo crea.
Dios – el Eterno, el Ser, el Todo – me ama y me cuida,
¡pequeña nada perdida en la inmensidad del universo y
de la historia! Solo podemos exclamar con el poeta
Leopardi: “Y naufragar me es dulce en este mar “.

Hay que volverse niño para creer en el amor. Los niños


creen en el amor, pero no en base a razonamientos. Por
instinto, por naturaleza. Nacen llenos de confianza en el
amor de sus padres. Les piden a sus padres las cosas que
necesitan, tal vez incluso pateando, pero la suposición
tácita no es que se lo hayan ganado; es que ellos son los
hijos y que un día serán los herederos de todo. Es sobre
todo por eso que Jesús recomienda tantas veces hacerse
como niños para entrar en su Reino.

Pero no es fácil volver a ser niño. La experiencia, la


amargura, las desilusiones de la vida nos hacen
cautelosos, prudentes, a veces cínicos. Todos somos un
poco como Nicodemo. “¿Cómo puede un hombre nacer
de nuevo cuando es viejo?” (Jn 3, 4). ¿Cómo podemos
emocionarnos de nuevo, asombrarnos en Navidad como
los niños? Pero, ¿qué le respondió Jesús a Nicodemo?
“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y
de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5).

[33]
Esto no es el resultado del esfuerzo y de la iniciativa
nuestra, no es una excitación momentánea del corazón;
es la obra del Espíritu Santo. Jesús no habla aquí sólo del
bautismo; al menos no sólo el bautismo en agua. Se trata
de un renacimiento y de un bautismo “en el Espíritu”, o
“de lo alto” (Jn 3, 3), que puede renovarse varias veces a
lo largo de la vida. Fue lo que vivieron los apóstoles y
discípulos en Pentecostés y que también nosotros
debemos desear para conocer en alguna medida ese
“nuevo Pentecostés” que el Papa San Juan XXIII pidió a
Dios para toda la Iglesia al anunciar el Concilio.

Lo esencial de Pentecostés está contenido en estas


palabras del versículo 4 del segundo capítulo de los
Hechos: “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. ¿Qué
significa esta breve frase que hemos escuchado miles de
veces? “Todos fueron llenos del Espíritu Santo”: está
bien: pero ¿qué es el Espíritu Santo? Es el amor -dice la
teología- con el que el Padre ama al Hijo y con el que el
Hijo ama al Padre. Decimos más libremente: es la vida, la
dulzura, el fuego, todo lo que fluye en la Trinidad,
porque el amor es todas estas cosas juntas y en grado
infinito.

Así que decir que “todos fueron llenos del Espíritu


Santo” es como decir que todos fueron llenos del amor
de Dios. Tuvieron una experiencia exhilarante de ser
amados por Dios. Al morir, Cristo había destruido la
pared divisoria del pecado y ahora el amor de Dios pudo
finalmente derramarse sobre los apóstoles y discípulos,
sumergiéndolos en un océano de paz y felicidad. Al decir
que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”
[34]
(Rm 5, 5), San Pablo sólo describe – de forma sintética
más que narrativa – el acontecimiento de Pentecostés,
actualizado, para cada uno, en el bautismo.

El amor de Dios tiene un aspecto objetivo que llamamos


gracia santificante o caridad infus; pero implica también
un elemento subjetivo, una repercusión existencial,
como está en la naturaleza misma del amor. No era,
como estamos acostumbrados a pensar, algo puramente
objetivo u ontológico, de lo cual la persona no tiene
conciencia. ¡El regalo del “nuevo corazón” no sucedió
bajo anestesia general, como los trasplantes de corazón
normales! Lo vemos por el cambio repentino que se
produce en ellos. No más miedos, rivalidad, timidez;
hombres nuevos, dispuestos a emprender los caminos
del mundo y dar la vida por Cristo.

“La caridad edifica”

El discurso sobre la virtud teologal del amor ciertamente


no termina en este punto. Sería un discurso inacabado,
como una prótasis a la que no sigue la apódosis. La
prótasis es: “Si Dios nos amara tanto…”; la apódosis, o la
consecuencia, es: “también nosotros debemos amarlo y
amarnos los unos a los otros”. Pero tenemos tantas
oportunidades de hablar del ejercicio de la caridad que
por una vez podemos dejar de lado el “deber” para
ocuparnos sólo del “don”. Me limitaré entonces a unas
breves consideraciones sobre las implicaciones eclesiales
y sociales de la virtud teologal de la caridad.

Se dice de ella que “edifica”: “El conocimiento engríe,


mientras que el amor edifica” (1 Cor 8, 2). Ante todo,
[35]
edifica el edificio de Dios que es la Iglesia. “Realizando la
verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia
él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo… se
procura el crecimiento, para construcción de sí mismo en
el amor” (Ef. 4, 15-16).

La caridad es lo que constituye la realidad invisible de la


Iglesia, la societas sactorum, o comunión de los santos,
como la llama Agustín. Es la realidad del sacramento (la
res sacramenti), el sentido del signo que es la Iglesia
visible. “La caridad permanece”, dice San Pablo (1 Cor
13,13). Es lo único que permanece. Una vez que cesan
las Escrituras, la fe, la esperanza, los carismas, los
ministerios y todo lo demás, queda la caridad. Todo
desaparecerá, como cuando se desmonta el andamio
que sirvió para construir un edificio y este aparece en
todo su esplendor.

Durante cierto tiempo, en la antigüedad, toda la realidad


de la Iglesia se designaba con el simple término de
caridad, ágape. Esto trae inmediatamente a la mente la
famosa frase de San Ignacio de Antioquía: “La Iglesia de
Roma es la que preside la caridad (ágape)” . Esta frase
suele usarse en función de la primacía de Roma y del
Papa. Pero ella afirma no sólo el hecho de la primacía
(“preside”), sino también su naturaleza, o el modo de
ejercerla (“en la caridad”). Es lo que hizo la Iglesia de
Roma en sus mejores momentos y que ciertamente se
esfuerza hacer hoy, habiendo elegido -también en la
nueva constitución Praedicate Evangelium- el diálogo
fraterno, la sinodalidad y el servicio como método de
gobierno.

[36]
Sin embargo, la caridad no sólo edifica a la sociedad
espiritual que es la Iglesia, sino también a la sociedad
civil. En su obra La ciudad de Dios, san Agustín explica
que en la historia coexisten dos ciudades: la ciudad de
Satanás, simbolizada por Babilonia, y la ciudad de Dios,
simbolizada por Jerusalén. Lo que distingue a las dos
compañías es el amor diferente que las anima. La
primera tiene como móvil el amor de sí mismo llevado
hasta el desprecio de Dios (amor sui usque ad
contemptum Dei), la segunda tiene como móvil el amor
de Dios llevado hasta el desprecio de uno mismo (amor
Dei usque ad contemptum sui).

La oposición, en este caso, es entre el amor de Dios y el


amor de uno mismo. En otra obra, sin embargo, San
Agustín corrige parcialmente este contraste, o al menos
lo equilibra. El verdadero contraste que caracteriza a las
dos ciudades, dice, no es entre el amor de Dios y el amor
a uno mismo. Estos dos amores, correctamente
entendidos, pueden -de hecho, deben- existir juntos. No,
el verdadero contraste es interno al amor propio, y es la
contradicción entre el amor exclusivo a uno mismo -
amor privatus, como él lo llama- y el amor al bien común
-amor socialis. Es el amor privado -es decir, el egoísmo-
el que crea la ciudad de Satanás, Babilonia, y es el amor
social el que crea la ciudad de Dios donde reina la
armonía y la paz.

El sentimiento social nació en el suelo regado por el


Evangelio, y es extraño que en los tiempos modernos se
haya utilizado esta conquista como argumento para
echarle en cara al cristianismo. En los primeros siglos y a
lo largo de la Edad Media, el medio por excelencia, para
[37]
actuar en el campo social y para salir al encuentro de los
pobres, era la limosna. Es un valor bíblico y siempre
conserva su actualidad. Sin embargo, ya no puede
proponerse como la forma ordinaria de practicar el amor
social, o el amor al bien común, porque no salvaguarda la
dignidad de los pobres y los mantiene en su estado de
dependencia.

Corresponde a políticos y economistas iniciar procesos


estructurales que reduzcan la escandalosa brecha entre
un pequeño número de mega-ricos y la muchedumbre
sinfín de los desposeídos de la tierra. El medio ordinario
para los cristianos es crear las condiciones en el corazón
del hombre para que esto suceda. Para los implicados en
el sector social, se trata de promover la llamada
“doctrina social de la Iglesia”. Para los empresarios
cristianos, por ejemplo, significa crear puestos de
trabajo, como reiteró el Santo Padre en el encuentro de
Asís del pasado mes de septiembre, a los jóvenes
economistas que se inspiran en su enseñanza social.

Solo el amor puede salvarnos

Antes de concluir, me gustaría mencionar otro efecto


benéfico de la virtud teologal de la caridad en la
sociedad en la que vivimos. La gracia, dice un famoso
axioma teológico, presupone la naturaleza; no la
destruye, sino que la perfecciona. Aplicado a la tercera
virtud teologal, esto significa que la caridad presupone la
capacidad y predisposición natural del ser humano para
amar y ser amado. Esta capacidad puede salvarnos hoy
de una tendencia en curso que conduciría, si no se
corrige, a una verdadera “deshumanización”.
[38]
Participé en un debate público en Londres hace unos
años. El moderador planteaba una serie de preguntas a
varios teólogos, incluido un profesor de teología de la
Universidad Americana de Yale, un obispo y un teólogo
anglicanos y yo mismo. La pregunta crucial era la
siguiente. Después de reemplazar las habilidades
operativas del hombre con robots, la técnica ahora está
a punto de reemplazar sus habilidades mentales con
inteligencia artificial. ¿Qué queda, pues, de lo propio y
exclusivo del ser humano? ¿Todavía hay razón para
considerarlo por separado en el universo? ¿Sigue siendo
indispensable, o no del todo dañino, por la naturaleza?

Cuando me tocó a mí responder, con mi inglés pobre y


entrecortado, añadí una simple reflexión. Estamos
trabajando, dije, en una computadora que piensa: pero
¿podemos imaginar una computadora que ama, que se
conmueve con nuestras penas y se regocija con nuestras
alegrías? Podemos concebir una inteligencia artificial,
pero ¿podemos concebir un amor artificial? Quizá sea
entonces precisamente aquí donde debamos situar lo
específico de lo humano y su atributo inalienable. Para
un creyente bíblico, hay una razón que explica este
hecho: ¡es que fuimos creados a imagen de Dios, y “Dios
es amor”! (1 Jn 4, 8).

A pesar de todos nuestros errores y fechorías, ¡los


humanos no somos, y nunca seremos, inútiles en la
tierra! Al final de sus reflexiones filosóficas sobre el
peligro de la tecnología para el hombre moderno, Martin
Heidegger, casi tirando la toalla, exclamó: “¡Solo un dios
puede salvarnos!” Podemos parafrasear: ¡Solo el amor
[39]
puede salvarnos! El amor de Dios, sin embargo,
ciertamente no el nuestro.

“Un niño nació para nosotros”

Volvamos ahora nuestros pensamientos a la Navidad


que está sobre nosotros. Con la venida de Cristo, el gran
río de la historia ha llegado a una “esclusa” y retoma su
curso en un nivel más alto. “Las cosas viejas han pasado,
han nacido nuevas” (2 Cor 5,17). Se llena la gran
“brecha” que separaba a Dios del hombre, al Creador de
la criatura. No en vano, a partir de entonces, la historia
humana se divide en “antes de Cristo” y “después de
Cristo”.

Hay imágenes navideñas ingenuas, pero con un


significado profundo. En ellos vemos al Niño Jesús que,
descalzo, sus pies en la nieve y un farol en la mano, de
noche, después de llamar, espera delante de una puerta.
Los paganos imaginaban el amor como un niño al que
dieron el nombre de Eros. Era una representación
simbólica, de hecho un ídolo. Sabemos que el amor se ha
hecho verdaderamente niño; que ahora es una realidad,
un evento, de hecho una persona. “El amor del Padre se
hizo carne”, así parafrasea un autor del siglo II el
versículo de Juan 1:14. El amor se hizo realmente niño:
el niño Jesús.
“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha
mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con
él y él conmigo.” (Ap 3, 20). Abramos la puerta del
corazón a ese Niño que llama. Lo más hermoso que
podemos hacer en Navidad no es, decía, ofrecernos algo

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a Dios, sino acoger con asombro el don que Dios Padre
hace al mundo de su propio Hijo.

Cuenta una leyenda que entre los pastores que fueron a


ver al Niño en Nochebuena, había un pastorcillo tan
pobre que no tenía nada que ofrecer a su Madre, y se
hizo a un lado avergonzado. Todos compitieron para
darle a María su regalo. La Madre no podía contenerlos a
todos, teniendo que regir al Niño Jesús en sus brazos.
Entonces, viendo al pastorcito junto a él con las manos
vacías, toma al Niño y lo pone en sus brazos. No tener
nada fue su suerte. ¡Hagamos que sea también nuestra
suerte!

Unámonos al asombro y al gozo de la liturgia que en


Navidad repite -como un hecho consumado y ya no
como una simple profecía- las palabras de Isaías (9, 5):

Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a


hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de
Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de
la paz.

1.Aristotele, Metafisica, XII, 7, 1072b.


2.Henri de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950, cap. V.
3Giacomo Leopardi, L’infinito
4.Ignazio d’Antiochia, Lettera ai Romani, saluto iniziale.
5.Agostino, De civitate Dei, 14,28.
6.Cf. Agostino, De Genesi ad litteram, 11, 15, 20 (PL 32, 582).
7.Cf. Tommaso d’Aquino, S.Th. I, q. 2. a. 2 ad 1 (gratia
[praesupponit] naturam”); I, q. 1, a. 8, ad 2 (gratia non tollit
naturam, sed perficit).

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