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PARTE TERCERA

LA EDAD MODERNA

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CAPÍTULO 10º
CONOCER A LOS ANIMALES: HISTORIA NATURAL, COLECCIONISMO
Y MASCOTAS EN LA EDAD MODERNA ESPAÑOLA
Arturo Morgado García
Universidad de Cádiz

A la memoria de Carlos Gómez-Centurión

ESTUDIAR A LOS ANIMALES

Durante los siglos XVI y XVII la imagen de la naturaleza, y más


particularmente la del mundo animal, experimenta una serie de
transformaciones. El punto de partida era lo que Ashworth, en un
trabajo ya clásico, denominaba “la visión emblemática del mun-
do” (Emblematic World View), según la cual cada especie animal
se encontraba rodeada de un complejo entramado de significados,
símbolos, alegorías e imágenes moralizantes. A todo ello se le pres-
taba mucha más importancia que a la descripción de los rasgos
anatómicos, la narración del comportamiento concreto de cada
especie animal, o la enumeración de los beneficios concretos que
al ser humano podía ofrecer (enfoque predominante a partir del
siglo XVII y al que podríamos llamar visión desencantada). Estos
últimos elementos se encontraban presentes, pero no constituían la
prioridad. Dicha visión emblemática se apoyaba a su vez en una
epistemología en la cual, utilizando la terminología de Foucault, lo
leído era mucho más importante que lo visto, por lo que la utiliza-
ción de autores clásicos como Plinio no estaba, ni mucho menos,
fuera de lugar. Es cierto que Aristóteles, la otra gran referencia del
mundo clásico, había brindado una perspectiva del mundo animal
en la que se había hecho un gran esfuerzo por ofrecer leyes de ca-
rácter general, pero el amor de Plinio por el detalle y lo particular se
adaptaba mucho mejor al modo de conocimiento predominante en

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la Alta Edad Moderna, y, además, resultaba mucho más distraído


de leer.
Con la Historia natural del autor romano como punto de par-
tida, enriquecida a través de los siglos por Eliano, Solino, Isidoro,
el Fisiólogo, los bestiarios medievales y la literatura emblemática del
siglo XVI, autores como Conrad Gesner o Ulises Aldrovandi, los
grandes enciclopedistas de la Historia natural del Renacimiento,
nos ofrecen una perspectiva exhaustiva de todos los animales co-
nocidos en su época y en la que se pretende recoger todo lo que se
ha escrito sobre cada especie. Pero el descubrimiento de América
planteaba un nuevo problema, el de recoger, catalogar y describir
especies animales que no habían sido conocidas por Plinio, y que
se encontraban desprovistas de cualquier significado simbólico. Jan
Jonston, el último representante de esta tradición enciclopedista,
lo resolvió a su manera a mediados del siglo XVII. Podía optar
por inventar una trama simbólica para los nuevos animales, lo que
ya se había hecho para especies concretas, como el ave del Paraíso,
o el armadillo. O podía elegir eliminar dicho entramado de los
animales del Viejo Mundo, limitándose a ofrecer un nombre y
una descripción. Jonston apostaría por esta última opción, lo que,
unido al afán por anatomizar tan propio de los naturalistas de la
segunda mitad del Seiscientos, provocaría el desencantamiento del
mundo animal, que será visto a través de una perspectiva preferen-
temente descriptiva y anatómica, si bien es cierto que ello no será
incompatible con la presencia de rasgos humanizadores ni con la
exposición de simpatías o antipatías hacia las distintas especies,
siendo muy sintomático al respecto el planteamiento de Buffon
en su Histoire naturelle.
Aunque en España la Historia natural no alcanzó el nivel enci-
clopedista que podemos apreciar allende los Pirineos, no es menos
cierto que las aportaciones de los autores españoles fueron muy
importantes, ya que a ellos se les debió, en gran medida, el cono-
cimiento de las nuevas especies americanas. Y, tal como sucede en
Europa, este Nuevo Mundo zoológico va a provocar, a la larga, una
ruptura de la visión emblemática de la naturaleza. Si en un principio

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Figura 1. Pavo real, en Gerónimo de Huerta, Historia natural de Cayo Plinio


segundo, Madrid, 1624

van a coexistir los animales del Viejo Mundo ‘emblematizados’, con


los del Nuevo ‘desencantados’, en el siglo XVIII el desencantamiento
será el que marque la pauta en la visión del mundo animal, aunque
sin excluir, naturalmente, rasgos humanizadores, afectos, simpatías
o antipatías hacia ciertas especies.
En 1624 se publicaba la traducción de la Historia natural de Plinio
de Jerónimo Gómez de Huerta (1573–1643). Médico de cámara
de Felipe IV, y familiar del Santo Oficio, no solamente traduce a
Plinio, sino que también se siente obligado a completarlo. Para
ello debe hablar, como es obvio, de los animales americanos, pero
la información que nos proporciona de los mismos se limita a una
mera descripción física, prescindiendo por completo de elementos
filosóficos y legendarios, y acudiendo, cuando ello resulta necesario,
a la comparación con los animales del Viejo Mundo. Es más, como
estas especies no encajan en el cuadro zoológico esbozado por Plinio,
se refiere a las mismas en una nota incluida en la descripción de las
partes del mundo, lo que revela la complicada integración de la fauna
americana en el conjunto de los conocimientos zoológicos, aunque
en alguna ocasión los trata en el capítulo que les correspondería,
cual es el caso del armadillo, del que habla a la par de los cocodrilos,

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quizás por la naturaleza escamosa de ambos, lo cual, al fin y al cabo,


nos remite de nuevo a su complicada integración.
Muy distinto es el tratamiento de los animales del Viejo Mundo.
Pongamos, por ejemplo, el caso del elefante. Acude a autores clásicos
(Eliano, Galeno, Opiano, Solino, Estrabón), a la tradición cristiana
(la Biblia y el Fisiólogo), representantes de la literatura simbólica
y emblemática del Renacimiento (Piero Valeriano), y algunos
naturalistas contemporáneos (como Gesner o Acosta). La mayor
parte de las informaciones que nos proporciona cabe inscribirla en
la línea simbólica y alegórica, aunque nos ofrece algunos datos de
carácter médico, y las experiencias habidas con estos animales en
las lejanas tierras orientales, concretamente en Goa, prueba de la
apertura a los nuevos horizontes geográficos. Y todo ello de forma
absolutamente acumulativa, con una pretensión más erudita que
sistemática.
Sus contemporáneos españoles seguirán esta visión emblemática
de la naturaleza, e, incluso, los diccionarios del momento, como el
Tesoro de la lengua castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias,
nos ofrecerán todo un elenco de elementos míticos, simbólicos y
fabulosos cuando nos hablen de los distintos animales. Esta visión
estará muy presente en obras como las escritas por Jerónimo Cortés,
Libro y tratado de los animales terrestres y volátiles (ediciones valen-
cianas de 1605, 1613, 1615 y 1672), Andrés Ferrer de Valdecebro,
Gobierno general, moral y político, hallado en las fieras y animales
silvestres (Madrid,1658), y Gobierno general, moral y político, hallado
en las aves (Madrid, 1668), al que le añadiría un capítulo con las
aves monstruosas (Madrid, 1683), Francisco Marcuello, Primera
parte de la historia natural y moral de las aves (Zaragoza, 1617),
Diego de Funes, Historia general de aves y animales (Valencia, 1621),
Francisco Vélez de Arciniega, Historia de los animales más recibidos
en el uso de la medicina (Madrid, 1613), o Francisco Ramírez de
Carrión, Maravillas de naturaleza (Córdoba, 1629). El acerca-
miento a la historia natural en nuestro país se vio reducido, con
muy escasas excepciones, a la traducción y anotación erudita del
legado biológico de la Antigüedad con un aún muy escaso aparato
crítico, a las misceláneas de curiosidades científicas y maravillas

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naturales, o al empleo de la visión trascendente y moralizada del


mundo natural, basada en planteamientos medievales, con fines
didácticos y doctrinales, ámbito en que deben incluirse los libros
de emblemas.
Jerónimo Cortés, por ejemplo, se centra en las virtudes o vi-
cios característicos de cada especie concreta, a saber, la fortaleza
y la gratitud del león, la obediencia del asno, la gula del lobo,
la humildad de la oveja, la necedad de la cabra, o la lealtad del
perro. También nos transmite diversas historias relacionadas con
diferentes animales, bien pasadas, entre las cuales figura el cono-
cido relato de Androcles y el león, bien presentes, ambientadas
en muchas ocasiones en el reino valenciano, así como sus pro-
piedades naturales, las enfermedades que provocan (la rabia, en
el caso del perro), o las que padecen, especímenes monstruosos,
y sus propiedades medicinales. No podían faltar, obviamente,
los típicos relatos legendarios, como las hormigas gigantes que se
encuentran en la India, utilizando como referencia a Pedro Mexía.
O el ave barliata, la cual, siguiendo a Isidoro de Sevilla, sale de la
corteza de un árbol que crece en Germania. Y, por supuesto, tiene
una concepción muy utilitaria del mundo animal, tratando muy
detalladamente las distintas propiedades medicinales que tiene
cada especie particular.
El bestiario de todos estos autores es un bestiario del Viejo
Mundo. Así sucede con Jerónimo Cortés, en el cual no encontra-
mos ninguna referencia a los animales americanos (exceptuando
el papagayo), pero sí la inevitable inclusión de seres míticos y
fabulosos, tales el dragón, el unicornio, la salamandra o el ave fé-
nix. También Ferrer de Valdecebro ofrece un bestiario vinculado
al Viejo Mundo, llamando nuevamente la atención la excepción
del papagayo, y con los añadidos de rigor de distintos animales
fabulosos, como el cinocéfalo, la arpía y el pegaso. En el caso de
Diego de Funes, es cierto que nos habla de los papagayos y de las
aves del paraíso, pero, en el caso de los cuadrúpedos, no añade
ninguna especie ignorada por los clásicos. Por lo que se refiere
a Vélez de Arciniega, aunque ofrece como novedad el tratar no
solamente de los animales terrestres y volátiles, sino también de los

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marinos, prescinde por completo de la fauna del Nuevo Mundo,


y ni siquiera habla del papagayo.

Figura 2. Hiena, Andrés Ferrer de Valdecebro, Gobierno general moral y po-


lítico hallado en las fieras y animales silvestres sacado de sus naturales propiedades
y virtudes, Madrid, Antonio de Zafras, 1680

Y, finalmente, llama poderosamente la atención la pobreza


del aparato visual, lo cual, por otro lado, ya ha sido señalado en
otros géneros literarios españoles del momento, como las crónicas
indianas. Ya lo habíamos apreciado en la obra de Huerta (Historia
natural de Cayo Plinio Segundo), que se limita a incluir unas láminas
representando las distintas especies animales no en los capítulos co-
rrespondientes, sino al principio de la obra, con lo cual la utilidad de
las mismas parece bastante reducida, siendo de una calidad técnica
bastante pobre, no pudiéndose comparar en modo alguno con las
magníficas ilustraciones que encontramos en las recopilaciones en-
ciclopédicas de Gesner, Aldrovandi o Jonston. Y esta pobreza visual
llega a su paroxismo en los tratados de Cortés, Marcuello, o Ferrer
de Valdecebro, cuyas ilustraciones no nos ayudan precisamente a
reconocer las diferentes especies.
Las grandes aportaciones de los naturalistas españoles no hay
que buscarlas en la fauna del Viejo Mundo, sino en el estudio de

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las especies americanas, que debían ser abordadas con un enfoque


totalmente distinto al de las primeras. El afán por describir las nuevas
criaturas provocaría un mayor énfasis en la observación, comenzan-
do a cuestionarse la veracidad de las historias transmitidas por los
bestiarios medievales, y protagonizándose un proceso de continua
recopilación de informaciones, plantas, curiosidades y conocimientos
indígenas. Las prácticas empíricas que encontramos entre los natu-
ralistas que trabajaron en el continente americano se convertirían
en el fundamento del trabajo científico a partir del siglo XVII, y
esta fundamentación en la experiencia se debía sobre todo al hecho
de que los clásicos no hablaban de los nuevos animales, por lo que
había que acudir a lo observado sobre el terreno. Las disparidades
entre el conocimiento antiguo y las experiencias del Nuevo Mundo
provocaron una reorganización de los modelos epistemológicos, ini-
ciándose el proceso de erosión de la autoridad del mundo impreso,
aunque, si volvemos el argumento del revés, ello significa que para
los animales del Viejo Mundo seguían valiendo perfectamente las
aportaciones de los autores clásicos.
Gonzalo Fernández de Oviedo (Madrid, 1478-Santo Domingo,
1557), acometería uno de los esfuerzos más interesantes por reunir
en una sola obra todo lo que se deseara saber sobre las nuevas tierras
descubiertas. En ella trabajaría entre 1525 y 1548, sin demasiados
prejuicios plinianos, pero inspirándose, obviamente, en el gran na-
turalista de la Antigüedad, uno de los pocos autores de este género
a los que leería, junto a Columela y San Isidoro. En 1526 publicaría
en Toledo el Sumario de la natural y general historia de las Indias, que
pretendía convertirse en la primera obra que versase sobre las cosas
naturales de América. En 1535 publicaría en Sevilla la Primera parte
de la historia general y natural de las Indias occidentales, con un total
de veinte libros, y dedicada al entonces presidente del Consejo de
Indias, García de Loaysa. Los 20 libros de la obra se pueden dividir
en tres grandes apartados. Del 2 al 6, los dedica al descubrimiento
de América. Del 7 al 15, se centra en la flora y la fauna americanas,
especialmente de las Antillas y sobre todo de Santo Domingo. Del
16 al 19, describe las grandes islas caribeñas, Cuba, Puerto Rico y
Jamaica. Y el último, De los naufragios, pasará a ser el embrión del

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libro 50 y último. Desde nuestra perspectiva animalística, nos inte-


resan los libros 12 (animales terrestres), 13 (animales acuáticos), 14
(aves) y 15 (insectos) (clasificación obviamente habitacional, que
era la utilizada por los naturalistas de la época), con descripciones
detallistas y a veces ilustradas con imágenes precisas. El afán de
Oviedo es la precisión y la credibilidad, intentando poner de relieve,
siempre que ello es posible, su experiencia personal directa, y ello se
refleja en las puntillosas descripciones naturalistas. La huella de Plinio
puede detectarse en las frecuentes citas que hace del autor clásico,
su rechazo de las fabulaciones, la idea de que todas las cosas tienen
una utilidad y el intento de explicar ciertos fenómenos mediante los
criterios de simpatía y antipatía. Pero Oviedo es mucho más rico en
informaciones detalladas y en observaciones precisas, y su experiencia
directa se completa con sus informadores, entre los que se cuentan
médicos, boticarios, e incluso informantes indígenas.
Muchas de las noticias sobre la fauna americana fueron dadas
a conocer por lo que, en una afortunada expresión, Asúa y French
denominan “misioneros instruidos”, destacando entre los mismos
los jesuitas, que hubieron, como todos, de enfrentarse al problema
de integrar las nuevas especies americanas en el conjunto de los
animales conocidos había dos opciones, y ambas alternativas las
encontraremos en la orden religiosa que, muy posiblemente, fue la
que aportó globalmente una mayor cantidad de información sobre
estos animales, a saber, la Compañía. La primera era intentar cons-
truir un aparato simbólico para los animales del Nuevo Mundo. La
segunda consistía, simplemente, en eliminar de la fauna del Viejo
cualquier elemento no descriptivo. Seguiría la primera alternativa
Juan Eusebio Nieremberg (1595–1658), que, aunque incorpora
algunos animales de las Indias orientales, se refiere sobre todo a la
fauna de Nueva España, sugiriendo que ha utilizado los manuscritos
de Francisco Hernández depositados en El Escorial, y en algunas oca-
siones encontramos interpretaciones alegóricas del comportamiento
o las características de ciertos animales.
Y la segunda opción sería brillantemente inaugurada por José de
Acosta (1540-1600), un teólogo envuelto en los asuntos eclesiásticos y
políticos de las Indias, y autor de una obra muy influyente, la Historia

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natural y moral de las Indias, publicada en Sevilla en 1590, como re-


sultado de sus casi veinte años de estancia en el continente americano.
Aunque se le ha comparado con Oviedo, el enfoque de ambos es
diferente, ya que si éste tiene a Plinio como referencia fundamental,
Acosta es plenamente aristotélico, intentando buscar las causas y las
razones de las maravillas y las novedades de la naturaleza, siendo la
intención de su obra la glorificación del autor de la misma. Uno de
los problemas que se plantea es cómo los seres humanos y los animales
alcanzaron el Nuevo Mundo, ya que es impensable la existencia de
una segunda Arca de Noé. Debieron haber llegado por tierra después
del Diluvio, afirmando la existencia de una conexión terrestre entre
el Nuevo y el Viejo Mundo. Divide a los animales en tres grupos, los
llevados por los españoles, los que existen tanto en Europa como en
América, y los que solamente se encuentran en las Indias. Critica la
opinión de que estos últimos se diferencian accidentalmente, y no
esencialmente, de sus homólogos del Viejo Mundo, afirmando la
originalidad de la fauna americana, siendo muy reacio a identificar
los animales indianos con los descritos por Plinio. Sus breves relatos
sobre los animales americanos parecen proceder de sus experiencias
de primera mano, haciendo alusión a sus propias observaciones.
Bernabé Cobo (1580–1657), por su parte, fue autor de una
Historia del Nuevo Mundo que no fue publicada hasta finales del
siglo XIX si bien el contenido de su obra sería referido someramente
en los Anales de Ciencias Naturales. Cobo pasó casi toda su vida en
Perú, y en su obra manifiesta un gran criticismo hacia los autores
clásicos, a los que considera en muchas ocasiones más un estorbo que
una ayuda, por lo que ha de prescindir de la tradición grecolatina y
confiar en su capacidad para crear descripciones originales, esfuerzo
que sería reconocido por los botánicos españoles del siglo XIX, que
vieron en Cobo un antecedente de su tradición científica. Lo que
solemos encontrar en su obra es una perspectiva descriptiva y utilitaria,
con algunos toques etnográficos al referirse a la forma de cazarlos,
si bien en ciertas ocasiones no se resiste a dar a estos animales un
toque más humanizador.
Los hombres de la Compañía siguieron cultivando a escala local la
historia natural y moral, como había hecho Acosta, hasta su expulsión

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en 1767, pero se trató de estudios particulares de cada una de sus


tierras de misión, no de una historia total de las Indias en el sentido
de Acosta o de Cobo. En el siglo XVIII tenemos a Pedro Lozano
(1697-1752), con su Descripción Chorographica del Chaco (1733), y,
sobre todo, a Joseph Gumilla (1686-1750), instalado desde inicios
de la centuria en Nueva Granada y que misionara durante toda su
vida en la cuenca del Orinoco, al que dedicaría El Orinoco ilustrado
y defendido, reeditado más tarde con el nombre de Historia natural,
civil y geográfica de las naciones situadas en las riberas del río Orinoco
(1791), obras que acabarían convirtiéndose en referencias funda-
mentales de la fauna de la zona, siendo utilizadas, entre otros, por el
propio Buffon. Gumilla nos presenta una naturaleza absolutamente
exuberante, llena de árboles, flores, frutos y pájaros, retomando la
vieja técnica retórica de presentar las tierras indianas como un nuevo
Paraíso Terrenal. Desde el punto de vista animalístico, se trata de un
tema abordado en muchas ocasiones en relación al aprovechamiento
por parte de los indios de los recursos naturales, por lo que dedica
mucha atención a la forma que tienen éstos de cazarlos, ya se trate
de los pecaríes, los armadillos, los monos, los tapires, los peces, las
tortugas, y los manatíes, aunque este interés por poner de relieve el
aprovechamiento ecológico de las distintas especies se debe a la falta
de recursos alimenticios existentes en muchos ecosistemas americanos,
especialmente los selváticos, lo que provocaba la necesidad de incluir
la mayor cantidad de información al respeto que fuese posible.
Pero en el siglo XVIII el saber zoológico americano no será
recopilado tan solo por los misioneros, sino también por militares
o científicos (lo cual, en muchos casos, es lo mismo, habida de la
militarización de la ciencia tan propia de la centuria dieciochesca)
llegados de la Península, que participarán asimismo de esta imagen más
descriptiva del mundo animal. Podríamos comenzar por la Relación
histórica del Viaje a la América meridional, redactada por Jorge Juan
y Antonio de Ulloa, en la que encontramos, amén de informaciones
dispersas por toda la obra relativas a los tigres o jaguares, pericos
ligeros o perezosos, iguanas, caimanes, las gigantescas culebras del
río Marañón (probablemente anacondas), las pulgas y chinches de
Lima, los lobos y leones marinos de la isla de Juan Fernández, o

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los bacalaos de Terranova. Con la finalidad de hacer hincapié en la


inclemente naturaleza tropical, dedica bastante información a ciem-
piés, alacranes, mosquitos, niguas (especie de garrapatas), y polillas
de efectos destructivos, ya que el interés último que anima todas
estas descripciones es poner de relieve el destructivo medio natural
que caracteriza al continente, lo que no hace más que anticipar el
conocido debate sobre la naturaleza americana.
Al gran naturalista español de la Ilustración, Félix de Azara
(1742–1821), autor de Apuntamientos para la historia natural de
los cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata (Madrid, 1802) y
Apuntamientos para la Historia natural de los pasaros del Paraguay y
Río de la Plata (Madrid, 1802-1805), no pareció moverle tanto el
entusiasmo por las bellezas naturales, como la necesidad de llenar
sus ratos de ocio en una región situada prácticamente en el fin del
mundo, por cuanto su larga estancia sudamericana se prolongaría
entre 1781 y 1801. De hecho, en el prólogo de su obra, dedicado
a su hermano Josef Nicolás, y que es fundamental para conocer el
planteamiento de la misma, llegó a reconocer textualmente cómo
‘comencé este trabajo dirigido por la meditación, sin estar impues-
to de lo que otros hubiesen escrito, y con el fin de ocuparme con
alguna utilidad”. Para Azara la experiencia es fundamental en la
adquisición de conocimiento, reconociendo que al haber visto los
animales en vivo, ha estado menos expuesto a los errores cometidos
por los naturalistas europeos. Declara su intención de centrarse en
los rasgos meramente externos, a saber, la magnitud, formas, colores
y costumbres de los animales, señalando que estas últimas son las
más difíciles de estudiar. Y reconoce las limitaciones de su tarea en
el terreno visual por cuanto ‘no se me ocultó desde el principio que
serian poco apreciables mis apuntamientos, no acompañándolos de
dibujos exactos de los animales, pero donde trabajé, y en 400 leguas
a la redonda, no había quien supiese bien ni mal lo que es diseño’.
Su naturaleza es una naturaleza absolutamente desencantada.
En España, por su parte, la historia natural presenta dos vertientes
en el siglo XVIII. Una primera pretenderá realizar un estudio global
de alguna zona concreta, comenzando por Gaspar Casal (1691–1759),
con su Historia natural y médica de el principado de Asturias (1762),

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José de Viera y Clavijo (1731–1813), primo de Clavijo y Fajardo,


especialmente su Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias,
publicado en 1866, pero que había sido terminado entre 1799 y 1810,
Simón Clemente y Rubio (1777–1827), con su Historia natural de
Granada (1805), o el clérigo valenciano Antonio Joseph Cavanilles
(1745–1804), que realizaría cursos de historia natural en Francia, y
al que le debemos las Observaciones sobre la historia natural, geografia,
agricultura, población y frutos del reino de Valencia (1795–1797). No
podemos olvidar al benedictino gallego Martín Sarmiento, que en su
copiosa obra dedica un amplio espacio a la historia natural, aunque
la mayor parte de sus contenidos, redactados entre 1762 y 1766 y
conservados manuscritos en el Archivo Ducal de Medina Sidonia, se
centran en Galicia, y presentando además un fuerte carácter utilitario,
ya que la inmensa mayoría de las noticias recogidas se refieren al
ganado y a las pesquerías, siendo de interés sus observaciones sobre
las almadrabas. Muy completo es el análisis que realiza de los atunes,
abordando aspectos como su descripción física, su comportamiento
o su alimentación, a la vez que nos proporciona una serie estadística
sobre las capturas realizadas en las almadrabas de Conil y Zahara,
propiedad de los duques de Medina Sidonia, entre 1525 y 1756.
Otros autores, por el contrario, abordarán el estudio de diferentes
especies animales. Es muy curiosa la obrita de Bernardo López de
Araujo, catedrático de Anatomía del Hospital General de Madrid,
sobre el hipopótamo, y publicada en 1749, en la cual nos ofrece
una variopinta información que incluye datos anatómicos, emble-
máticos y numismáticos sobre esta especie. El mismo Cavanilles
será autor de la ‘Historia natural de las palomas domesticas de Es-
paña y especialmente de Valencia’, publicada en Anales de Historia
Natural (1799). Pero serán los animales acuáticos, especialmente
los peces, el ámbito privilegiado donde volcar este nuevo enfoque
de la historia natural, mucho más descriptivo y menos proclive
a lo legendario y lo fabuloso, lo que ya venía facilitado por su
escasa presencia de siempre en la tradición simbólica, a excepción
de especies muy emblemáticas como la ballena o el delfín. Muy
vinculado a la publicación Variedades de ciencias, literatura y artes,
nos encontraremos con Juan Blasco Negrillo. El gallego José Andrés

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Cornide (1734–1803) centró sus intereses fundamentalmente en


la ictiología, siendo muestra de ello su Ensayo de una historia de
los peces y otras producciones marinas de la costa de Galicia (1788),
considerado el texto fundacional de esta disciplina en España, y
en el que emplea el método de clasificación de Linneo, o las Con-
jeturas sobre el genero de los 31 cetáceos que vararon en los alfaques
de Tortosa el día 18 de octubre de 1789, amén de un Ensayo sobre
el origen, progresos y estado de la historia natural entre los antiguos
anteriores a Plinio. Asunto propuesto en la cátedra de historia literaria
de los Reales Estudios de Madrid al concluirse el primer año del curso
académico. Leído ... el día 12 de junio de 1790. La primera de las
obras citadas presenta, como no podía ser menos, un marcado matiz
utilitario, por cuanto le preocupa mucho la utilización alimenticia
de las diferentes especies marinas. De este aprovechamiento cabría
destacar dos ideas fundamentales, la primera, la constatación de
distintas prácticas alimenticias según los grupos sociales: el bonito,
por ejemplo, solamente es apreciado entre las gentes del mar y del
pueblo, el boquerón es alimento para la gente pobre, y el pulpo es
regalo de arrieros y trajinantes. Y, la segunda, cómo especies muy
valoradas hoy día, al menos en el sur de España, son rechazadas por
el autor. Así, la morena es de carne floja e indigesta, la del mero es
dura, seca y de poco aprecio, y la de caballa tiene poca estimación.
Y, finalmente, tendríamos al aragonés Ignacio de Asso (1742–
1814), muy conocido por su actividad diplomática y sus estudios
de economía política de su región natal, y que durante su estancia
en Ámsterdam en calidad de cónsul mantendría contacto directo
con los naturalistas holandeses. Realizó distintos viajes por Aragón,
siendo autor de Introductio in Otytographiam, et Zoologiam Aragoniae
(1784), formando parte del círculo de Cavanilles y publicando en
los Anales de Historia Natural un resumen de un manuscrito sobre
naturalistas españoles, en el cual, amén de mostrar la tradicional
alabanza hacia la política naturalista de la corona, no olvida los
precedentes del siglo XVI. También en los Anales publica la Intro-
ducción a la Ictiología, en la que describe peces, en su mayor parte del
Mediterráneo, y otros que pudo estudiar durante su estancia en San
Sebastián (1784), utilizando el método de Linneo (fue uno de los

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primeros en nuestro país en utilizar su clasificación binaria), al que


llama admirable, cuando ello es posible, y esforzándose en establecer

Figura 3. Representación de un cachalote, en José Andrés Córnide, Conje-


turas..., Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, 4 de
enero de 1790, p. 33

la correspondencia entre los varios nombres que reciben en España,


siendo de interés sus apreciaciones sobre las almadrabas.
El broche de oro de esta producción lo constituirán los Anales
de Historia natural, publicados entre 1799 y 1804, y que a partir
de su número séptimo recibirán el nombre de Anales de Ciencias
Naturales, cambio motivado, según los redactores por el hecho de
que Los Anales de Historia Natural informan sobre los adelantos
de la ciencia española y publicitan memorias provenientes de la
comunidad científica extranjera, formando parte de este modo de
la transferencia cultural, es decir, del intercambio científico de los
países europeos que entonces se denominaba República literaria.
Empresa muy estrechamente asociada al Real Gabinete de Historia

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CONOCER A LOS ANIMALES

Natural, contribuiría a difundir en España numerosos trabajos sobre


mineralogía, botánica, y, el campo que nos interesa particularmente,
la zoología. La redacción de los mismos correría a cargo de Christia-
no Herrgen (con un total de 26 trabajos), Louis Proust, Domingo
Fernández y Antonio Joseph Cavanilles (el más prolijo de todos, ya
que a su pluma se le deben 48 artículos), que en el prólogo del primer
volumen de la obra manifestaban con un claro tono laudatorio para
la corona que, al fin y al cabo, era la que pagaba: Los contenidos
animalísticos de esta publicación son claramente minoritarios (un
total de 5) si los comparamos con las noticias de carácter botánico
(66) o mineralógico (44), lo que nos muestra que el talante de la
publicación era más utilitario que encaminado a la difusión de un
conocimiento desinteresado. De hecho, más trabajos encontramos
sobre la rabia, incluidos por los editores de la obra entre los artículos
de medicina, que sobre los animales en general.
No puede faltar la referencia a los animales exóticos, ofreciéndonos
Cavanilles una crónica sobre las criaturas descubiertas en Australia,
a la que llegara la expedición de Malaspina en 1793, especialmente
el canguro, animal descrito sin ningún tinte moralizante, aunque sí
utilitario, por cuanto el autor no olvida citar la sabrosura de su carne.
Aquí encontraremos también algunas cartas de Humboldt, que por
estos años realizara su famosa expedición sudamericana, recreándonos
en más de una ocasión con la descripción de la naturaleza tropical:
Aquí publicaría Ignacio de Asso su Introducción a la ictiología oriental
de España, denominando a las especies según el método de Linneo.
Y aquí encontraremos el ensayo de Cavanilles sobre las palomas del
reino de Valencia, presentadas con un marcado tinte humanizador:
O su trabajo sobre la cigüeña blanca, en el que nos manifiesta sus
simpatías por los animales.
La tensión entre lo antiguo y lo nuevo, entre lo emblemático
y lo descriptivo, no fue ajena a los hombres del siglo XVIII. Pero
observamos un creciente predominio de lo segundo, lo que se debe,
en parte, a que durante esta época va a predominar en España lo
que podríamos llamar una Historia Natural particular, frente a la
Historia General del Seiscientos. En esta última, los autores espa-
ñoles pretenden hacer visiones de conjunto del mundo animal, y

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ARTURO MORGADO

ello les lleva a depender de un mundo libresco en el que Plinio sigue


constituyendo una referencia fundamental. Sin embargo, el estudio
de la naturaleza americana había hecho indispensable acudir a la
descripción, a la experiencia, y al abandono del marco simbólico, y,
de hecho, el talante de las referencias americanistas que observamos
en los naturalistas españoles son completamente distintas a las de
los animales del Viejo Mundo (el jesuita Murillo Velarde es buena
muestra de ello). A medida que avanzamos en el Siglo de las Luces la
nueva epistemología será aplicada a estos últimos, y, tanto si se opta
por el estudio de una zona geográfica muy concreta, como si se elige
el análisis de una categoría muy específica de animales, se acudirá
al valor del conocimiento directo, la experiencia y la descripción;
y no a una auctoritas que poco tiene que aportar (es sintomático
que a Buffon, el Plinio del Siglo de las Luces, aunque sobradamente
conocido, se le critique cuando sea preciso).
Pero aquí nos encontramos con otro tema muy propio no tanto
de la metrópoli como del mundo colonial, a saber, la construcción
de un saber independiente de las tradiciones científicas europeas,
muy en la línea del conocido debate sobre la naturaleza del Nuevo
Mundo, en el que participaron, cada uno a su manera, autores ame-
ricanos como Juan Ignacio de Molina y su Compendio della storia
geografrica, natural e civile del regno de Chile (Bolonia, 1776; Madrid,
1788), Francisco Javier Clavijero en Storia antica del Messico (Cesena,
1780–1781; México, 1844), o Juan de Velasco, que escribiera por su
parte la Historia del reino de Quito en la América meridional (escrita
en 1789, pero no publicada hasta la edición quiteña de 1844). Un
autor tan clave como José Antonio Alzate manifestará la necesidad
de crear una ciencia que sirviera a los intereses mexicanos, inclu-
yendo en sus Gacetas de Literatura de México algunas noticias sobre
diferentes especies animales. Destacará sobre todo su respeto por una
sabiduría local no siempre estimada por los naturalistas. Acudir a la
experiencia y a la observación directa no suponía tan solo una libe-
ración epistemológica, sino también una muestra de orgullo criollo.

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CONOCER A LOS ANIMALES

COLECCIONAR ANIMALES

El interés por los animales salvajes (particularmente, el deseo de po-


seerlos y de tenerlos cerca) estuvo ampliamente extendido entre la
aristocracia europea de los siglos XVI, XVII y XVIII, puesto que los
animales eran considerados prestigiosos, objetos de lujo indispen-
sables para la nobleza, y símbolos de poder. Desde finales del siglo
XIV, muchos reyes, príncipes e incluso cortes señoriales, exhibieron
bestias salvajes, fuesen indígenas o exóticas, denominándose serragli
en Italia, término que fue exportado al resto de Europa, y así nos
encontramos con el vocablo serrallo en España, serralho en Portu-
gal, y serrail o sérail en Francia. El descubrimiento de rutas directas
hacia Asia, Africa y América abrió las puertas al tráfico global de
animales que no habían sido vistos hasta el momento en Europa,
y la nueva flora y fauna reflejaría el dominio de los monarcas sobre
amplios espacios territoriales.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, la familia real española
se benefició de los lazos dinásticos con Portugal para la adquisición
de animales exóticos o domésticos. Cuando Maximiliano (el futuro
emperador) y María residieron en Valladolid entre 1548 y 1551
como regentes de España, apreciaron sobremanera unos halcones
enviados de Portugal. Cuando Felipe, todavía príncipe, viajó a los
Países Bajos en 1549, Maximiliano le solicitó halcones del norte.
En 1550 el rey de Túnez viajó expresamente a Génova para llevar
a Carlos V caballos, leones y halcones, como agradecimiento por
favores políticos. Junto a los caballos y los perros reservados para
la caza, los Habsburgo también coleccionaron numerosas aves de
presa de ultramar, y uno de sus monopolios fue el de los halcones
de Sudamérica, cuya importación se inició en la década de 1570,
y en algunos retratos de los miembros de la familia aparecen estas
aves, como el del archiduque Wenceslao pintado por Alonso Sán-
chez Coello. Los hijos de Felipe vivían en el Alcázar de Madrid
rodeados de animales, como loros y monos, que eran vestidos con
ropas cortesanas. Sus hijas fueron retratadas con mascotas, como
Catalina Micaela, según el cuadro que de ella pintara Sofonisba
Anguisola en 1573 sosteniendo un pequeño tití. Juan de Austria,

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ARTURO MORGADO

el vencedor de Lepanto, se retrató con un león capturado en Túnez


y que se llevó consigo a Nápoles. Otros animales presentes en las
ménageries de Felipe eran leones, osos, un rinoceronte, elefantes,
y gatos de algalia, alojados en los parques reales, especialmente los
jardines de Aranjuez, descritos por los contemporáneos como un
paraíso terrestre en el que también podían apreciarse camellos y
avestruces, enviándose a Pedro de Venegas de Córdoba a Tánger
para procurarse estas especies. Un elefante enviado desde Portugal
en 1582, fue alojado junto al Alcázar de Madrid al año siguiente.
Pero la gran estrella de la colección era el rinoceronte obtenido en
Lisboa tras la anexión de Portugal, que, aunque ciego y sin cuer-
nos, fue enviado a Madrid, frustrando los deseos del emperador
Rodolfo II por hacerse con el animal.
Los Borbones españoles tomarán su inspiración no de la corte
filipina, sino de la ménagerie de Versalles fundada por Luis XIV. Es
cierto que los monarcas españoles, como observara el embajador
francés en Madrid a finales de la centuria, no habían llegado nunca
a tener una ménagerie barroca al estilo de la de Versalles, es decir,
un único establecimiento en el que albergar toda su colección y
que, a semejanza de un “gabinete de curiosidades vivas”, permitiera
presentar a los animales separados jerárquicamente de acuerdo a las
últimas clasificaciones científicas y proporcionar al tiempo una visión
simultánea de todos ellos. Lo cual no obsta para que sí tuvieran una
auténtica colección zoológica, pues, al fin y al cabo, lo que realmente
define la existencia de cualquier colección no es tanto el repertorio
de objetos que están presentes en ella o cómo éstos se distribuyen y
exponen a la vista de los demás, sino la relación que sus propietarios
sostienen con ellos. Precisamente porque se trataba de un gusto
personal y no solo una forma más de consumo de prestigio, éstos
se dispersaron por diferentes palacios y residencias en busca de un
mayor y más frecuente contacto físico y visual con ellos, en lugar de
ser expuestos todos juntos al público en una única ménagerie. En
este sentido los palacios de Aranjuez y de San Ildefonso fueron dos
de sus destinos preferentes, pues la corte pasaba en ellos la primavera
y el verano. Ya en Madrid, más que la Casa de Campo o El Pardo,
espacios dedicados preferentemente a la actividad cinegética, fue el

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CONOCER A LOS ANIMALES

palacio del Buen Retiro el que, perpetuando la tradición del siglo


anterior, continuaría siendo el principal albergue de los animales
exóticos reales, aunque los establecimientos dedicados a ellos expe-
rimentaran profundos cambios entre 1701 y 1808.
El núcleo zoológico más importante y con mayor tradición en
los jardines del palacio del Buen Retiro era su Leonera. Censar los
animales que vivieron en la misma entre 1701 y 1808 no resulta tarea
fácil, ya que no existían aún libros de registro donde se anotara de
manera sistemática el ingreso o la defunción de cada animal dentro
del establecimiento y las relaciones de la despensa con la dieta men-
sual de cada uno de los ejemplares se han perdido en su mayoría.
Sobreviven, eso sí, muchas de las órdenes que la Secretaría de Estado
emitió para que los animales fuesen ingresados y alimentados en la
Casa de Fieras y, de manera episódica, algunas noticias sobre la muerte
de los animales comunicadas a la misma Secretaría. Pero tampoco
esta documentación es completa ni constante a lo largo de todo el
periodo. Entre quienes habitaron la Leonera durante el siglo XVIII,
los principales huéspedes siguieron siendo, claro está, los grandes
felinos. No es casual que tanto el primero como el último animal
que se menciona en los ingresos de la Casa de Fieras sea un león,
considerado aún el “rey de los animales”. Muchos de estos leones
habían llegado con cierta frecuencia hasta la corte española en otro
tiempo procedentes de los presidios y plazas fuertes del norte de
África y lo siguieron haciendo durante el siglo XVIII, sobre todo
durante la segunda mitad de la centuria gracias a la normalización
de las relaciones diplomáticas con Marruecos y las regencias berbe-
riscas. De América, en cambio, fueron llegando como obsequio para
la familia real cada vez más y más extraños animales por los que los
naturalistas y los aficionados sentían una inagotable fascinación.
Después de varias tentativas frustradas, por fin en julio de 1776 se
consiguió que desembarcara en Cádiz sano y salvo un oso hormiguero
procedente de Buenos Aires, y que fue ingresado en la Leonera solo
después de que el rey tuviera ocasión de observarle detenidamente
“en su mismo Cuarto” y dado orden a Anton Raphael Mengs de que
lo retratara. Parientes relativamente próximos de los osos hormigue-
ros eran los tres armadillos mexicanos, también llamados “mulitas,

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ARTURO MORGADO

tatus o cachicamos”, enviados por José Clavijo desde el Gabinete de


Historia Natural en julio de 1796. Y otro ejemplar raro y exclusivo
fue la “Gran Bestia” o “Danta”, un tapir centroamericano.
El motivo de que la Leonera tuviera tan pocos huéspedes simul-
táneamente no parece haber sido tanto la escasez de las llegadas de
animales como la altísima mortandad que experimentaban. No solo
muchísimos morían durante el trayecto antes de llegar a Madrid,
sino que el siguiente problema consistía en aclimatarlos y mante-
nerlos vivos en su lugar de destino. Agotados del viaje, encerrados
en jaulas angostas, oscuras y poco ventiladas y mal alimentados, sus
posibilidades de supervivencia eran bastante reducidas. Reproducirse
en aquellas condiciones era casi un gesto heroico del instinto de con-
servación de la especie. Por ejemplo, el oso hormiguero que llegó en
1776 solo sobrevivió seis meses y tres semanas. Un tigre regalado por
Godoy en abril de 1802 había muerto ya en el mes de agosto, y una
leona remitida por el marqués de Casa Cagigal en 1804 solo vivió
otros seis meses. Si la dureza del clima continental del interior de
la meseta y sus bruscas oscilaciones estacionales debieron de afectar
muy negativamente a algunas especies que habitaban en la Casa de
Fieras, también debieron de hacerlo las malas condiciones higiénicas
en que se veían obligadas a vivir. Y la alimentación era el otro de los
problemas clave para la supervivencia de las fieras. Por mucho interés
que tuvieran los monarcas en la conservación de sus animales y en
que éstos dispusieran de comida abundante y adecuada, no siempre
contaban con la indispensable colaboración de todos los criados
que estaban a su servicio, ya que la comida de los animales reales
fue siempre una fuente de lucro, más o menos significativa, para los
distintos oficiales y criados que estaban a su cargo.
Aparte de las fieras encerradas en la Leonera, hubo otros muchos
animales salvajes alojados en el recinto del Buen Retiro. Algunos
estuvieron allí únicamente de paso, hospedados durante un breve
periodo de tiempo en tanto que se realizaba su traslado a alguno de
los demás sitios reales. Fue el caso de los desdichados renos regalados
por Gustavo III de Suecia al monarca español en 1777, obligados
a atravesar las llanuras andaluzas y manchegas en pleno verano, y
que pasaron un mes de descanso en Madrid antes de ser enviados a

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CONOCER A LOS ANIMALES

San Ildefonso, donde se esperaba que el frío clima de los montes de


Segovia les ayudara a sobrevivir. Mucha mayor expectación levantó
en la corte el elefante indio llegado desde Filipinas cuatro años antes
y cuya estancia en el Retiro se prolongó durante casi dos meses por
deseo expreso del monarca “para que el público siga viéndole con
toda comodidad y que logren de igual satisfacción las comunidades
religiosas y de educandas”. Un destino más estable tuvieron los ve-
nados americanos que fueron llegando a lo largo de todo el reinado
de Carlos III, venados “buras” o venados “burros” procedentes de
Nueva España, denominados así por los primeros conquistadores
a causa de sus grandes orejas. Los “buras” constituían un preciado
trofeo debido a su enorme tamaño y a las dimensiones que alcanza-
ban sus astas, lo que les convertía en un regalo ideal para un cazador
avezado como era Carlos III. Los dos primeros ejemplares fueron
enviados por el virrey de México en 1764 y debieron de llamar
poderosamente la atención del monarca a juzgar por el interés que
demostró por conservarlos en óptimas condiciones y por conseguir
nuevos ejemplares durante los años siguientes.
El Corralón de los Avestruces fue otra de las instalaciones que tuvo
una mayor continuidad en el Buen Retiro, aunque su emplazamiento
se fuera mudando de sitio en sitio a lo largo del siglo XVIII a tenor de
las necesidades de espacio. Otros espacios del Retiro habitados fueron
sus estanques, poblados por centenares de peces y de aves acuáticas
durante todo el siglo. También encontraremos en su interior un avia-
rio, bautizado por los adversarios de Olivares con el sobrenombre
de “Gallinero” a causa del enorme jaulón ornamental que decoraba
sus jardines. A pesar de las burlas, la formidable pajarera sobrevivió
durante décadas instalada en la parte trasera de los jardines, enfrente
del Campo Grande. Allí acudía la corte expresamente a admirar las
“aves exquisitas por su canto y plumaje” que el conde-duque había
escogido para ella, y éste se mostraba tan entusiasmado con sus volátiles
que el asunto se convirtió pronto en tema de chanzas tanto dentro
como fuera de España. Siempre que podía, el valido acudía a dar de
comer personalmente a los pájaros y recogía sus huevos para regalarlos
a ministros y embajadores. Tras un largo período de abandono, Car-
los III mandaría erigir la Casa de las Aves nada más llegar a Madrid,

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ARTURO MORGADO

en 1760, pero la humedad endémica del recinto se convirtió en un


problema cada vez más grave para el sostenimiento del edificio y para
la salud de los animales y de sus cuidadores.
Durante el siglo XVII y gran parte del XVIII, el acceso a la
Leonera y al resto de las colecciones zoológicas del Retiro estuvo
por lo habitual restringido a la familia real, los miembros de la corte
y los visitantes ilustres, excepción hecha de aquellos particulares
que, según una denuncia, conseguían acceder a ellas sobornando
al leonero. Esta situación cambió a partir del reinado de Carlos III.
Una vez terminado el Palacio Nuevo, la familia real se trasladó a él
en 1764 y ya no volvería a habitar en el Retiro, lo que permitió que
sus parques y jardines quedaran en adelante abiertos como paseo
público. La decisión, tomada por el conde de Aranda, fue muy
aplaudida por los contemporáneos, brindando a los madrileños
la posibilidad de disfrutar del placentero recinto y de sus nuevos
establecimientos de esparcimiento y sociabilidad similares a las que
ya existían en otras cortes europeas.
Y de vez en cuando, estos animales eran exhibidos por las calles
para recreo del pueblo y ostentación del poder del monarca. Gran
estupor debió provocar la elefanta que, procedente de Asia, pasó a los
Estados Unidos, la isla de Cuba, el puerto de Veracruz y, finalmen-
te, la propia capital novohispana, destacando por su extraordinaria
mansedumbre, dejándose manosear de todos, y, especialmente, de
su conductor, aunque tales sentimientos de asombro los podemos
encontrar también en la metrópoli española. Muchos madrileños
vivieron la llegada a la corte de una embajada del sultán de Marruecos,
que traía como regalos para Carlos III una docena de dromedarios,
un elefante asiático, dos cocodrilos del Nilo, y una docena de caballos
de Morea. Pero fue el elefante lo que causó sensación, pues poco
después Ramón de la Cruz hizo representar un divertido sainete, El
elefante fingido, en el que, precedidos por la fama del animal, unos
gitanos simulan uno de trapo para conseguir unas monedas en los
pueblos que visitan. En los periódicos de los últimos meses de 1773
se anunció la venta de folletos y grabados que representaban elefantes,
y el fabulista Iriarte escribió en enero de 1774 una epístola a Cadalso
en la que se hacía eco de la visita. Lo cierto es que el elefante de

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CONOCER A LOS ANIMALES

Carlos III debió provocar un gran impacto, por cuanto en 1773 se


publicaría una descripción de este animal, en la cual la referencia a
Buffon es inexcusable, si bien llama la atención el hecho de que Plinio
sea citado todavía como autoridad en la materia, y, especialmente,
la tendencia a la humanización del animal:
La decadencia y posterior desaparición de las colecciones zoológicas
del Retiro, y de los demás sitios reales fueron fruto de las crisis bélicas
que sacudieron a todo el continente durante el periodo napoleónico.
Todo induce a sospechar que, a comienzos del siglo XIX, el colapso
de la navegación y del comercio impediría que los animales exóticos
llegaran hasta las colecciones reales al mismo ritmo que lo habían
hecho en sus mejores tiempos. Los apuros financieros, además,
obligaban a la corona a realizar economías y priorizar ciertos gastos
sobre otros. Quizás el caso que mejor ilustre esta situación sea el
dramático destino de la “loba marina”, seguramente una foca monje,
capturada en la Albufera de Valencia y que fue a parar al Retiro en
1805. Instalada en el estanque del Narciso, se decidió sacrificarla
a las pocas semanas en vista de que necesitaba de alimento más de
diez kilos de pescado diarios, aunque constituía el único mamífero
marino que había llegado nunca hasta la colección real. Durante la
primavera de 1808 parte de las tropas francesas que habían llegado a
Madrid bajo el mando de Joaquín Murat se instalaron en el recinto
del Buen Retiro, en donde cometieron todo tipo de excesos. Después
de los trágicos sucesos de mayo, en el mes de julio, se decidió por
seguridad trasladar a la Casa de Campo los cuatro animales que aún
quedaban vivos el Corralón de Avestruces: una “vaquita cierva”, dos
gacelas y un avestruz. Durante el resto de la guerra, el Buen Retiro
acabó convertido en una ciudadela fortificada desde la cual los
franceses controlaron la capital hasta su capitulación en 1812. Es de
suponer que la mayoría de los animales que aún sobrevivieran (los
peces y patos del Estanque, las aves de los palomares y aviarios, etc)
acabaran sus días devoradas por los oficiales y la tropa del ejército de
ocupación. Tras su retirada del real sitio una gran parte del palacio
estaba reducido a escombros y los jardines devastados. Durante el
reinado de Fernando VII se acotó el Reservado del Buen Retiro, un
espacio ajardinado y recreativo para el disfrute del monarca y el de su

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ARTURO MORGADO

familia, al que Mesonero Romanos le dedicó un retrato despiadado


y que a Théophile Gautier le causó la impresión de no ser otra cosa
que la “finca de un tendero enriquecido”.
Coleccionar animales vivos, pero también muertos. Los gabinetes
de curiosidades constituyeron durante la Edad Moderna el lugar
característico de la Historia natural, definida en aquellos momentos
por su carácter enciclopédico, taxonómico, descriptivo y visual. Su
relación con los viajes de exploración y con la expansión europea
fue muy estrecha, y, de hecho la recopilación y acumulación de todo
tipo de naturalia y artificialia, su traslado a las metrópolis y su exhi-
bición en gabinetes y colecciones formaban parte de las tres acciones
clásicas de todo viajero. Este coleccionismo, que desembocará en la
creación de gabinetes y museos de historia natural en el siglo XVIII,
es una actividad iniciada en el Renacimiento al calor de la sociedad
cortesana y del mecenazgo, y fueron muchos los reyes y mecenas
que almacenaron animales, plantas y piedras, objetos todos ellos
que expresaban la riqueza del mundo, las maravillas de la naturale-
za, y, sobre todo, el poder de quienes lo atesoraban. Y cuanto más
exóticos, mejor, por cuanto recreaban en el espectador lo peligroso
del recorrido y la lejanía de su procedencia.
Es paradójico que en una de las mayores potencias coloniales
del momento, la España de los Austrias, el coleccionismo de seres y
objetos americanos tuviera poca relevancia, y no hubo nada parecido
al Museo Aldrovandino de Bolonia, el Museo Kircheriano de Roma
o el Museo Wormiano de Copenhague. Ello no significa que estu-
viesen ausentes por completo, como podemos apreciar a través de
las colecciones sevillanas del siglo XVI (Argote de Molina, Nicolás
Monardes, Francisco Hernández), o, en la Huesca del siglo XVII, la
de Vincencio Juan de Lastanosa. Pero a pesar del interesante prece-
dente de Felipe II, que posiblemente inspirase la wünderkammer de
su sobrino Rodolfo II en Praga, durante mucho tiempo en ciudades
como Praga, Viena, Leiden, Venecia o Londres, podían apreciarse
más y mejor los especimenes americanos que en la propia España,
y tan solo a partir del siglo XVIII se intenta, sin demasiado ahínco,
remediar esta situación. Ya en 1716 Felipe V estableció una Biblio-
teca Real en palacio en la que figuraban manuscritos, libros, objetos

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CONOCER A LOS ANIMALES

científicos, instrumentos, medallas, antigüedades y curiosidades. En


1752 Antonio de Ulloa, apoyado por Ensenada, intentaría crear un
gabinete de historia natural en lo que se conocería como la Casa de
la Geografía, aunque su presencia no dejó demasiada huella, y en
1766 se tienen noticias de que el padre Flórez había sido facultado
para decidir cuáles de sus piezas podían pasar al gabinete del príncipe.
Por estos mismos años el infante don Luis, hermano de Carlos III,
iniciaba su propia colección de historia natural, particularmente rica
en aves, cuyos ejemplares serían retratados por el pintor Luis Paret,
pero estos gabinetes aristocráticos tenían más de coleccionismo
aficionado que de actividad profesional.
Sería el padre Flórez el principal responsable de que la corona
se fijara en la colección reunida en París por el ecuatoriano Pedro
Franco Dávila (1711-1786), comerciante enriquecido asentado en la
capital francesa, con unos amplios intereses culturales, unos extensos
contactos parisinos, y fautor de un Gabinete de Historia Natural y
de curiosidades del Arte y de la Naturaleza en el que invertiría su
cuantiosa fortuna y que le llevaría prácticamente a la ruina, siendo
su única alternativa la venta de su colección, minuciosamente in-
ventariada en el Catalogue Systématique et Raisonné des curiosités de
la Nature et de l’ Art qui composent le cabinet de M. Davila (1767)
en tres sendos volúmenes, dedicado el primero a los reinos animal,
vegetal y mineral, el segundo a tierras, piedras y minerales, y el tercero
a petrificaciones. Por lo que se refiere a los animales, destacaban las
formas más simples que podemos encontrar en la naturaleza, a saber,
los políperos (corales y esponjas), los zoófitos (estrellas marinas) y las
conchas, las verdaderas joyas de la colección, al igual que sucediera
en muchos studiolos o wunderkammer, y que despertaron asimismo
un gran interés en el siglo XVIII, destacando al respecto la obra de
d’ Argenville, autor de Conchyliologie (1742) y Conchyliologie nou-
velle et portative (1767). La corona adquirió la colección de Dávila,
tras numerosas ofertas previas por parte de éste, en 1771, aunque
sin costo alguno salvo su nombramiento como director vitalicio y
el compromiso de habilitar la infraestructura necesaria para su ex-
hibición. En 1776 se daba paso a su apertura al público en la planta
segunda del palacio del conde de Sauceda, también conocido como

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ARTURO MORGADO

Palacio Goyeneche, y sede de la Academia de Bellas Artes, situado en


la calle Alcalá. Varios años más tarde, Juan Bautista Bru publicaría la
Colección de láminas que representan los animales y monstruos del Real
Gabinete de Historia Natural (1784), pero la vida de la institución
hubo de luchar con la debilidad de la infraestructura científica de la
monarquía, a pesar de los empeños realizados en los veinte últimos
años del siglo XVIII. Ya en 1779 el edificio presentaba problemas de
techumbre, y las goteras se multiplicaban, en tanto seguían llegando
numerosas remesas de objetos procedentes de España y sus colonias
como consecuencia de las expediciones científicas del momento, hasta
el punto que Clavijo y Fajardo, sucesor de Dávila en la dirección,
hubo de pedir que cesaran los envíos ante la falta de espacio. Sin
embargo, a pesar de sus limitaciones, el Real Gabinete de Historia
Natural contribuyó a familiarizar la misma por primera vez en Espa-
ña, dinamizó numerosos esfuerzos, talentos y exploraciones, realizó
cursos, apoyó ediciones, y, dentro de este ambiente, se iniciaría en
1799 la publicación de los Anales de Historia Natural, muy vincu-
lados al Gabinete. Franco Dávila, por su parte, fallecería en 1786.
A la colección primitiva se agregaron los objetos donados por varios
particulares, entre los que merece particular mención José López de
Cárdenas, párroco de Montoso, que regalo buen numero de minerales.
Con posterioridad se sumaría la colección de minerales de Jacobo
Forster, adquirida en 1793 por el precio de 315.365 reales, y las que
en 1803 remitieron de la América del sur Heuland y Humboldt (que
estuvo muchos años relacionado con el Gabinete). A todo ello había
que añadir los ejemplares que sin cesar enviaban las autoridades de
las posesiones ultramarinas, los remitidos por varios museos y na-
turalistas extranjeros en relación con el Gabinete, los que en virtud
de orden superior remesaron algunos institutos y universidades del
reino, los recogidos en la península por Simón Rojas Clemente y por
Gimbernat en el centro de Europa, los procedentes de los secuestros
de los infantes D. Carlos y D. Sebastián, o los adquiridos por compra
en varias ocasiones. Finalmente, vinieron a enriquecer el gabinete la
colección entomológica de Juan Mieg, comprada a sus herederos en
16.000 reales, la de crustáceos, formada por Guerin-Meneville, la de
insectos legada por Carreño, la mineralógica de Pingaron, adquirida

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CONOCER A LOS ANIMALES

en 20.000 reales, la de Donato García, profesor del gabinete, al que la


dejó en legado, y la de Jacobo Maria de Parga, cedida al establecimiento
por disposición testamentaria, y valorada en 76.510 reales, estando
compuesta de 5207 ejemplares. Ya en el siglo XIX, concretamente en
1818, se comenzaría a enseñar zoología, siendo nombrado para ello
Tomás Villanova, reemplazándole a su muerte en 1837 Mariano de
la Paz Graells, profesor de la academia de ciencias naturales y artes de
Barcelona y uno de los grandes naturalistas españoles del siglo XIX.
El Real Gabinete impresionaría a sus visitantes, especialmente por
los especimenes de procedencia americana. Antonio Ponz escribía en
1783 cómo se podía considerar de los mejores, y que sus contenidos
eran enriquecidos continuamente. Pero también reflejaba la fortaleza
de las estructuras administrativas españolas en el mundo colonial.
A partir de la fundación del Real Gabinete, una de las principales
distracciones de las autoridades coloniales españolas sería la remisión
de diferentes objetos para reforzar el prestigio cultural de una mo-
narquía que todavía abarcaba un ámbito mundial, (aunque no fue
el rey de España el único deseoso de coleccionar objetos exóticos).
Es muy significativa una instrucción real publicada en mayo de
1776 en el Mercurio histórico y político, en la cual instaba a las auto-
ridades de sus dominios recogieran y remitieran las piezas curiosas
que encontraran en sus respectivas jurisdicciones. Tras realizar una
sucinta descripción de los reinos mineral y vegetal, interesante por
recoger los criterios clasificatorios del momento, le toca el turno al
animal, subyaciendo implícitamente la intención de aprovechar los
circuitos de la expansión imperial española para recoger especímenes
animalísticos, lo que reza tanto para el gobernador y capitán general
de Manila (que puede remitir especies de Malabar, Goa y Pondichery,
es decir, los establecimientos franceses, holandeses y portugueses),
como para el gobernador de Orán, como para los misioneros en tierras
subsaharianas (evidentemente, era innecesaria cualquier mención a
los territorios americanos). Da una serie de instrucciones para em-
balar los envíos con destino a España, y menciona las especies que
pudieran ser más interesantes, tanto entre los cuadrúpedos, como
entre las aves, insectos, conchas y animales marinos, relación que
nos revela que las apetencias coleccionistas de la corona abarcaban

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ARTURO MORGADO

todo el orbe. De hecho, entre 1745 y 1819 se constatan 335 envíos


remitidos por las autoridades coloniales con miles de curiosidades,
que fueron clasificadas en naturalia (especímenes minerales, ani-
males o botánicos), artificialia (objetos hechos por los humanos)
y preternaturalia (monstruos y maravillas). Así, se constatan envíos
de animales, vivientes o no, en 1768 (Cartagena de Indias), 1772
(Perú), 1777 (Guayaquil, Manila, Maracaibo), 1778 (Manila), 1780
(Manila), 1785 (La Habana), 1788 (Buenos Aires, Guatemala), 1793
(México), o 1797 (Paraguay y California). En 1796 se ordenaba
específicamente el envío de piezas raras para el Real Gabinete.
Y las curiosidades afluyeron en esos 335 envíos de los que hemos
hecho referencia. Había 132 animales vivos, entre ellos monos,
cerdos, tortugas, pájaros y peces, algunos de ellos completamente
desconocidos, otros, notables por su colorido, otros, por sus costum-
bres, como aquella iguana que viajaba con su hijo en la boca, otros,
por su ferocidad, como un mono remitido desde Manila. La mayor
parte de los animales eran acompañados de instrucciones para su
cuidado, lo que muestra los grandes esfuerzos que había que realizar
para su conservación. Otros, por el contrario, viajaron disecados, o
bien se remitieron algunas partes de su esqueleto, Y había también
monstruos, como un animal monstruoso nacido de un cerdo proce-
dente de Bataan (Filipinas), una vaca sin pelo enviada de Veracruz,
un caballo hermafrodita de Cartagena de Indias, y un monstruo
terrorífico descubierto en Nicaragua que vivía en una laguna y que
periódicamente emergía para devorar el ganado. En este contexto,
el coleccionismo de curiosidades se convirtió en una prueba vital del
valor de los territorios coloniales, y los españoles contaban para ello
con el territorio, el personal y una larga tradición de recolección de
información. Tanta importancia se concedía a estos envíos de historia
natural, que aparecían incluso en la prensa periódica: en el Diario
de Madrid se daba cuenta de la llegada a Cádiz de un navío de Car-
tagena de Indias, el Soriano, con preciosidades de Historia natural,
en tanto el Correo mercantil de España y sus Indias mencionaba que
en 1791 se extrajeron del puerto del Callao para Cádiz 26 cajones
de especies diversas de historia natural.

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CONOCER A LOS ANIMALES

Los contenidos del Real Gabinete quedan reflejados en la obra


de Juan Bautista Bru, que, probablemente, era lo mejor que podía
ofrecer a finales del siglo XVIII la tradición pictórica animalística
española, muy lejos de la perfección que podemos apreciar en otros
ámbitos europeos. Las ilustraciones de Bru hay que entenderlas en
el contexto europeo del momento, que tendía a representar a los
animales totalmente descontextualizados de su medio, lo que con-
trastaba poderosamente con la tradición americana. De hecho, en
los materiales remitidos por el obispo de Trujillo Baltasar Martínez
y Compañón entre 1767 y 1790, podemos apreciar un notable
esfuerzo por situar la fauna y la flora peruanas en su propio medio,
destacando la imagen del oso hormiguero excavando un nido de
hormigas, o a un mono pelando una banana.
Juan Bautista Bru declara su intención de centrarse más en la
estructura formal de los animales que en sus costumbres, aunque
tomando algunas noticias de Buffon y Brisson relativas a estos últimos
aspectos. También prescinde de intentar identificar a los animales con
los descritos por los autores antiguos, debido a la ambigüedad de las
descripciones realizadas por éstos. Y nos ofrece la nomenclatura de
Linneo y Buffon, así como la empleada en el lugar de procedencia
del animal en cuestión. Sus fuentes son básicamente europeas, ya
que a los autores anteriormente mencionados podríamos añadir a
Gesner, Belon, Aldrovandi, Jonston, Clusius, o Piso, limitándose las
menciones de naturalistas españoles a Francisco Hernández, lo que
nos muestra cómo, incluso para la historia natural americana, los
autores españoles dejan al margen la tradición anterior y prefieren
mirar allende los Pirineos. En su obra encontramos además una
reflexión acerca de las dificultades existentes para la aclimatación
y la supervivencia de los animales exóticos, no tanto por el clima,
cuanto por las condiciones en las que viven. De una forma
un tanto desordenada, nos incluye mamíferos terrestres (el saguin
del Brasil, el venado chota de Java, el lagarto escamoso o pangolín,
el reno, la gacela africana, el león, el lince, el leopardo, el tapir, la
cebra, el leopardo, el agutí, el oso hormiguero, el elefante, el pecarí),
marinos (el león marino, la ternera marina o foca, el manatí, el lobo),
distintas especies de aves (la oropéndola, la garza dorada, la garza de

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ARTURO MORGADO

Figura 4 Peces.JPG

Mallorca, el abejaruco, el avestruz, el flamenco, el faisán, el ave del


paraíso, la cacatúa, el loro, el tucán, la gallina de Guinea, el cisne,
la avutarda), peces (orbe espinosa, pez martillo, pez luna, pez sierra,
pez espada, gallo, rémora, pez volador, tiburón), algún reptil (el
camaleón, el caimán) y especímenes monstruosos o extraordinarios,
como el pollo de tres pies, una liebre con dos cuerpos, una ternera
de dos cabezas, otra ternera cíclope, revelándonos una naturaleza
totalmente desencantada en la que se presta una particular atención
a los caracteres morfológicos y a la alimentación de las diferentes
especies animales, a la vez que a sus cualidades gastronómicas, y, en
algún caso, medicinales. En la representación visual de los animales
seguirá la opción naturalista, es decir, la copia fiel de la realidad, tal

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CONOCER A LOS ANIMALES

como lo declara expresamente en el prólogo de su obra: “me he valido


de los que tenemos en este Real Gabinete, copiando fielmente del
original los colores, la magnitud y dimensiones...he puesto cuidado
en que la descripción y pintura sea natural, y hecha con la mayor
sencillez, porque mi objeto es hacer conocer al público las cosas como
se ven en este Real Gabinete”. Nuestro autor haría gala nuevamente
de sus capacidades como dibujante animalístico en su Colección de
los peces y demás producciones marítimas de España (1780-1790), en
cuyas ilustraciones volvería a mostrar sus carencias pictóricas, habida
cuenta .de su carácter naif y primitivo.
La principal aportación del Gabinete de Historia natural será la
reconstrucción del megaterio, magistralmente estudiada por Juan
Pimentel. La nueva criatura será descrita por Joseph Garriga, que nos
muestra, con claro fervor patriótico (amor a la ciencia y nacionalis-
mo estaban estrechamente relacionados), y un deseo de corregir las
afirmaciones formuladas por los científicos franceses (en este caso,
Cuvier). Durante mucho tipo fue la gran estrella de una institución
muy perjudicada por los acontecimientos políticos habidos en las
postrimerías del Antiguo Régimen, unidos a las crecientes dificul-
tades económicas. La independencia de las colonias americanas
cortó de raíz los envíos de especimenes del Nuevo Mundo (es muy
significativo que en 1865 Marcos Jiménez hubiera de estudiar la
fauna sudamericana en París y Munich), a la vez que muchas especies
conocidas del Viejo se encontraban totalmente ausentes. Juan Mieg
echaba en falta en su descripción de 1818 criaturas como el casuario,
el tigre, el rinoceronte y el hipopótamo, y, especialmente, el canguro
y el ornitorrinco. Su gran estrella, el megaterio, perdió mucho de su
impacto inicial, cuando a partir de 1830 los museos de Londres y
París comenzaron a exhibir sus propios fósiles. Es sintomático que
Juan Mieg, en su Instrucción sobre el arte de conservar los objetos de
Historia Natural de 1817, insistiera en que había que estudiar los
especimenes de la propia España antes que los de América o Nueva
Holanda. Y cuando en 1827 Fernando VII intentó adquirir un
elefante, hubo de hacerlo a través de un zoológico británico, por el
que pagaría la suma de 700 libras.

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ARTURO MORGADO

TENER ANIMALES DE COMPAÑÍA

En el siglo XVIII el creciente afecto por los animales se refleja tam-


bién en el progresivo papel que juegan las pets, o mascotas. Las
referencias clásicas corresponden al caso inglés, donde según Keith
Thomas fueron tratadas a menudo como si fueran responsables mo-
ralmente, y entrenadas mediante un sistema de premios y castigos.
Eran dos especies las más privilegiadas, el perro (hasta el punto que
se decía que “muchos ingleses tienen a los perros mucha más esti-
mación que la que algunos hombres profesan a sus semejantes”) y el
caballo, conociéndose en la época Tudor una florida literatura sobre
la fidelidad canina, considerándose este animal en el siglo XVIII
como el más inteligente y la mejor compañía posible, lo que con-
trastaba con el status inferior asignado a los gatos, considerados
demoníacos durante mucho tiempo. A partir de los siglos XVII
y XVIII las mascotas fueron muy comunes en las ciudades, sobre
todo en los hogares de las clases medias, viviendo dentro de las
casas, recibiendo un nombre individualizado, y no comiéndoseles
jamás aunque fuesen comestibles. Hacia 1700 la obsesión llegaba a
tal punto que se les trataba mejor que a los criados, se les adornaba
y se les vestía, y aparecían en los retratos de familia. Su tenencia
tuvo asimismo implicaciones intelectuales, ya que la clase media se
formó una opinión optimista sobre la inteligencia de los animales,
circularon innumerables anécdotas sobre su sagacidad, se estimuló
la noción de que tenían personalidad individual, y se fomentó la
creencia de que los animales merecían consideración moral. Los
viajeros ingleses se sorprendían muchas veces de la brutalidad con
la que eran tratados los animales en el continente, ya que se con-
sideraba que las bestias habían sido creadas para las necesidades
del hombre, pero no había motivo para maltratarlas gratuitamente.
El nuevo sistema industrial representaría la inhumanidad contra
los animales como algo propio de los regímenes incivilizados del
pasado.
En España también podemos encontrar estos sentimientos de
cariño hacia los animales. El jumento de Sancho es tratado con un
grado notable de sentimiento y cariño en la novela. El rucio provee

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CONOCER A LOS ANIMALES

un ejemplo positivo de la devoción y amistad entre las especies, y a


la vez una perspectiva auténtica del papel central de equus asinus en
la vida rural de la época. En una de las descripciones más cálidas
y simpáticas de los protagonistas equinos de la novela, el narrador
declara que la amistad entre Rocinante y el rucio “fue tan única y
tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el
autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della”. No
sorprende, más allá de cualquier sentimentalismo en que se quiera
pensar, que don Quijote y Sancho están igualmente encariñados
con sus compañeros equinos. Estos pequeños pero fuertes animales
requerían muy poco cuidado, y su dieta era frugal y económica.
Tal vez debido a estos valores prácticos, o porque ella le ama tam-
bién, cuando Sancho llega a casa al final de la primera parte de la
novela, el narrador manifiesta de Teresa Panza que “lo primero que
le preguntó fue si venía bueno el asno”. Ambos equinos son tratados
bondadosamente por sus dueños, y por el narrador. El rucio no es
abusado ni denigrado (actos asociados con la supuesta terquedad
del animal, la cual no es más que inteligencia) sino apreciado por
sus inquebrantables cualidades de lealtad y paciencia. En vez de
presentar a este animal como emblema de la estupidez y del ridículo,
Cervantes le otorga nobleza y dignidad como la criatura férrea y
resistente que es: impasible aun cuando le llueven piedras y Sancho
lo utiliza como escudo. Estos sentimientos de cariño se multiplica-
rán en el siglo XVIII, y un buen observatorio para estas cuestiones
lo tenemos, como para otras tantas cosas, en la obra de Feijoo, que
nos transmite la conocida anécdota de Fernando VII y Bárbara de
Braganza: “Estando el Rey nuestro Señor, y la Reina nuestra Señora,
cuando estos dos Príncipes no eran más que Príncipes, en la diversión
del paseo, en una salida de Sevilla, hacia la que llaman Torre de San
Isidro del Campo, sucedió, que una Paloma herida vino a caer cerca
de sus pies. Viendo el Príncipe padecer la inocente avecilla, y que
verisímilmente duraría algún tiempo su tormento, porque la herida
no era de las más ejecutivas, compadecido de ella, mandó, que al
momento acabasen de matarla para dar fin a su dolor. Pero a esto
acudió la Princesa, diciendo, que le parecía mejor salvarle, si pudiese
ser, la vida, llamando a un Cirujano, que la curase. ¡Oh corazones

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ARTURO MORGADO

verdaderamente Regios! ¡Oh noble benignidad, con que se debiera


dar en rostro a otros Príncipes, que bien lejos de compadecerse de
los afligidos brutos, ni aun se duelen de las angustias de aquellos
míseros racionales, que la Providencia colocó debajo de su dominio!”.
Determinados libros de carácter espiritual jugaron un papel im-
portante en esta mayor consideración hacia los animales, considerados
como una obra más de la infinita providencia y bondad divinas.
Todo ello lo podemos encontrar en los escritos del pastor luterano
Christopher Christian Sturm (1740-1786), traducidos al castellano
en 1793. Lo cierto es que resulta muy sintomático que alguien se
tomara, a fines de la centuria, la molestia de traducir las “Reflexiones
de Pope sobre la crueldad con los animales”, lo que revela la existencia
de una opinión ya sensibilizada con estas cuestiones. De hecho, la
asociación entre maltrato gratuito a los animales, un carácter perverso
y un deplorable soberano circularía en el caso de Fernando VII, al
que uno de sus biógrafos le presentaba en su infancia como un sujeto
que “rara vez leía, hablaba poco y regocijábase con dar muerte a los
pajaritos que caían en sus manos”, convirtiéndose la compasión y el
respeto hacia los animales en un valor fundamental del ciudadano
civilizado. Para probar el malvado corazón de los negroafricanos se
aducía como prueba “el modo como se portan con los animales, pues
los tratan con increíble barbarie, sin exceptuar al perro”.
La prensa periódica finidieciochesca contiene numerosas historias
sobre la bondad, el afecto y la inteligencia de los animales, lo que
responde a una doble herencia cultural. Por un lado, en el folklore
campesino tradicional se había transmitido la creencia de que las
criaturas salvajes eran inteligentes y poseían un lenguaje para co-
municarse entre ellas, tal y como se reflejaba en las fábulas. Y, por
otro, lado, entre las élites la observación y el trato con las mascotas
familiares había afianzando la opinión de que los animales eran in-
teligentes, moldeables a la educación y afectuosos y receptivos hacia
los sentimientos de sus amos. De esta manera, en el Correo literario
y económico de Sevilla encontramos Anécdotas de un gato y un perro.
En la misma publicación, nos deleitan con la Astucia de un mono. Y
por doquier encontramos referencias similares, como la Admirable
caridad de unos ratones con su padre (Diario de Madrid), Esfuerzo de la

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CONOCER A LOS ANIMALES

naturaleza en la extraordinaria educación de algunos animales (Diario


de Madrid), Anécdota sacada de una obra periódica y relativa al ultimo
sitio de Gibraltar, con un mono como protagonista (Espíritu de los
mejores diarios), o Conocimiento extraordinario de una perra (Espíritu
de los mejores diarios). Aunque tener animales de compañía no im-
plicaba necesariamente sentir afecto por ellos (es muy significativo
que Leandro Fernández de Moratín, en una carta escrita en 1817,
definiese a su gato negro y a su galápago como alimañas), lo cierto es
que ya a mediados del siglo XIX se reconocía el valor moral de tener
mascotas en casa: según Domingo de la Vega y Ortiz, que escribe en
1862, su presencia procuraba “solaz y distracciones tan variadas no
solo a los adultos sino también a los míos de quienes son el encanto y
la ocasión de adquirir ideas bellas y sentimientos dedicados y dulces
que tanto influyen en la educación y en la felicidad del hombre...los
niños que hayan llegado a aficionarse a cuidar de sus pajaritos, de
sus peces, de sus demás animalitos, estarán sin sentirlo, preparados
y dispuestos cuando sean hombres a coadyuvar a los esfuerzos que se
han hecho par aumentar el número de los animales útiles al hombre
que deseamos aclimatar en nuestro país. Habrán contraído el hábito
de amar a los animales y sabrán que para atraerlos es preciso mimarlos
y ahorrarles todos los sufrimientos posibles, hábitos que conservarán
y que no podrán menos de influir muy favorablemente en general”.
Podemos observar cuales eran las especies más frecuentes a través
de los anuncios de animales publicados en la prensa periódica, sea
porque se hayan extraviado, sea porque se destinen a la compra o a
la venta. Llama la atención la gran cantidad de vacas, cerdos, cabras,
ovejas, caballos y asnos que encontramos, incluso en grandes ciu-
dades como Madrid, lo que muestra cómo los animales domésticos
estaban presentes en el paisaje urbano de las ciudades españolas, pero
a nosotros nos interesan particularmente las mascotas, de las cuales,
evidentemente, los perros constituyen la inmensa mayoría, aunque
también encontramos aves exóticas y monos. Sin embargo, la pre-
sencia de unos y otros varía ligeramente. Sevilla, ciudad muy ligada
tradicionalmente al comercio colonial, contaba con una importante
presencia de animales exóticos, como “un loro hablador, cantador y
divertido”, “un canario por lo especial en su canto”, “un especial loro

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ARTURO MORGADO

tan divertido que su música a lo que informan enfada por tan habla-
dor”, “un mono castrado con especiales gracias”, “una mica del Brasil
especial en habilidades con arreos correspondientes al uso femenino
parte nueces y ejecuta otros primores”. También en Madrid, la corte
al fin y al cabo, podemos encontrar animales exóticos: monos, loros,
papagayos, gallinas de guinea, pavos reales, y hasta un puercoespín
africano “muy extraño y criado domésticamente, que sigue como un
perrito”. En cambio, en Salamanca, ciudad del interior castellano,
las únicas referencias de mascotas perdidas corresponden a perros.
Pero la gran ausencia corresponde al gato. Y no porque los gatos
no estuviesen presentes en los hogares, sino, sencillamente, porque de
tiempo inmemorial estos animales son conocidos por sus prolongadas
ausencias de las que sus propietarios siempre han hecho caso omiso.
Gozaban además de una imagen siniestra, y ello venía ya de la época
medieval, cuando la literatura clerical les aplicaba cualidades demo-
níacas, asociándolos con el diablo, la muerte, el pecado, la brujería
y la herejía, si bien de ellos se esperaba que controlaran las plagas en
iglesias, catedrales y ciudades, y, de hecho, existen agujeros para gatos
excavados en muchas catedrales medievales. De todas formas, eran
considerados animales de baja estofa y no se les suele encontrar en las
mansiones aristocráticas, aunque aparecen en las viviendas populares
como depredadores. Solamente se convertirían en mascotas a partir
del siglo XVI, cuando fueron importados como animales preciados
y exóticos. Lope de Vega sentía mucho cariño por ellos, como revela
el hecho de que les dedicara toda una obra, La Gatomaquia, peroTo-
rres de Villarroel lo presentará como un animal agresivo que araña,
definiéndolo de natural agresivo, esquivo e ingrato. En el último
cuarto del siglo se publicaron numerosas obras que polemizan sobre
la conveniencia de tener o no gatos en casa so pretexto de eliminar
los ratones, como las de Mariano Madramany y Calatayud, Marcos
Antonio de Orellana, o Miguel Serrano Belezar. Y estas dudas sobre
su utilidad persistirán muy avanzado el siglo XIX.
Sin lugar a dudas, la mascota por antonomasia era el perro. Ello
no era tan antiguo, por cuanto la Antigüedad grecolatina los conside-
raba como seres impuros y mortíferos, y la Edad Media tampoco los
apreciaba, exceptuando los grandes perros de caza y más tardíamente

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CONOCER A LOS ANIMALES

los lebreles, si bien la zooarqueología nos muestra que a fines de


este período algunos perros eran tan pequeños que solamente podía
tratarse de animales de compañía, y no destinados a la caza o a la
guarda del ganado. El perro debió ser, sin lugar a dudas, el animal de
compañía más frecuente en la España moderna, de lo que da fe su
presencia en obras literarias (como el conocido ejemplo cervantino El
coloquio de los perros), y su predominio en los anuncios de animales
perdidos, en los retratos (los niños de la familia real española fueron

Figura 4. Peces, en Juan Bautista Bru, Colección de los


peces y demás producciones marítimas de España (1780-1790)

retratados casi siempre en compañía de sus perritos, pero también los


encontramos en retratos regios, nobiliarios, o en escenas populares),
e, incluso, en los epitafios escritos con motivo de su fallecimiento
Pero si pastores, galgos y lebreles tenían alguna utilidad, por su
empleo en la caza o cuidando el ganado, el perro faldero era perci-
bido como perjudicial, por los alimentos que consumía, y por las
enfermedades que acarreaba, y, aunque no se diga implícitamente,
por el hecho de ser propios de las mujeres. De ahí los sorprendentes

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ARTURO MORGADO

poemas eróticos sobre las relaciones (mayormente de cunnilingus)


entre perros falderos y sus damas que encontramos en la lírica de los
siglos de oro. Tan solo dos ejemplos serían el atrevidísimo epitafio
gongorino «De un perrillo que se le murió a una dama, estando ausente
de su marido»: «Yace aquí Flor, un perrillo / que fue, en un catarro
grave / de ausencia, sin ser jarabe, / lamedor de culantrillo», y el ro-
mance de Quevedo, «Dama cortesana lamentándose de su pobreza
y diciendo la causa», «A la jineta sentada», en que una prostituta está
«con un perrillo de falda / que la lame y no la muerde». En el Correo
de Cádiz hallaremos la Fábula el alano y el faldero, que nos describe
perfectamente los mimos disfrutados por el animal: “Un perrito
faldero/ que jazmín se llamaba/ de Filis las caricias/, y los tiernos
halagos disfrutaba/ andaba engalanado/ con su collar de grana// un
lazo muy vistoso/ higa preciosa y cascabel de plata/ vivía en el estra-
do/ al lado de su ama/ y las primeras sopas/ del dulce y chocolate
disfrutaba/ continuo lo tenía/ la señora en sus faldas/ dándole dulces
besos/ y haciéndole caricias extremadas”. Para evitar estos supuestos
abusos, El Censor llegó incluso a plantearse un Reglamento sobre el
uso de los perros de falda.
Y tampoco podemos olvidar a las aves de jaula, tenidas por su
canto o por la balleza de su plumaje, publicación de algunos libros
sobre aves de jaula, como los de José Patricio Moraleja y Navarro,
Francisco Surias o Juan Bautista Zamarro, Conocimiento de las catorce
aves menores de jaula su canto cría y naturaleza (1603), esta última
compuesta “para que los aficionados tuviesen puntual noticia de su
alimento y curación de sus enfermedades y no careciesen ellas de
alivio, ya que en la prisión de la jaula, sin la libertad que el soberano
hacedor les dio, están imposibilitadas de buscarle”. Su obra muestra un
aceptable conocimiento empírico sobre los cuidados más elementales
de estos pájaros, además de una serie de remedios curativos propios
de la medicina galénica con los que estaba familiarizado dado su
condición de barbero. Fue reeditada en 1775, pero introduciendo
numerosas variantes en el texto sin indicar los autores de los añadi-
dos. Las diez aves escritas por Xamarro eran, según él, las “mejores
y más comunes y de cuyo canto gustan más los aficionados a estos
pajarillos”, a saber, el ruiseñor, el pardillo, el jilguero, el canario,

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CONOCER A LOS ANIMALES

la calandria, el pinchón, el verdecillo, el lugano, el verderón y el


solitario. Ninguna de ellas era exótica, y, a excepción del canario, el
resto eran especies autóctonas que se podían capturar en los cam-
pos castellanos o andaluces. Las reediciones dieciochescas, empero,
incluirían el reyezuelo, el zorzal, el gorrión de Indias y el cardenal,
lo que podría indicar que la posesión de estas aves, hasta entonces
reservadas a la nobleza, se había vuelto más accesible. La estructura
de los capítulos, que ofrecen la novedad de sus ilustraciones, es muy
similar, y se suele hablar de su cría, color, tamaño, limpieza, cuida-
do y enfermedades. La obra es encabezada por el ruiseñor, “el más
principal y que tiene el primer lugar entre las aves”, explayándose
en la descripción de su canto.
La poesía dieciochesca está continuamente repleta de referencias
a las aves. De Meléndez Valdés, por citar un ejemplo, tendríamos
distintas piezas dedicadas a ruiseñores, palomas, tortolillas, jilgueros
o alondras. Poemas similares encontraremos en la prensa: en el Correo
de Madrid aparece publicada la Oda de una poetisa a un jilguero que
cayó herido a sus pies, acompañada en números posteriores de una
Oda a un pajarillo, Anacreóntica a un pajarillo, Oda a un jilguero,
Las odas del canario, o Letrilla a un pajarillo que huyó de la jaula.
El cariño que podían suscitar estos animales queda reflejado por
una escena incluida en El sí de las niñas en la que se nos muestra la
turbación de los personajes al aparecer la jaula del tordo en el suelo,
atribuyéndose a un gato el haberse caído.
Los españoles de la Modernidad estudiaron animales, quisieron
animales, y coleccionaron animales. A partir de esta constatación,
parece evidente que el estudio de los animales en el pasado entra de
lleno en el oficio de historiador. Nuestros animales, evidentemente,
no son los de los biólogos, los de los zoólogos, ni los de los etólogos:
los animales del historiador son los que los seres humanos imagi-
namos, queremos, soñamos o pensamos, porque no perdamos de
vista que al historiador no le interesan los animales, sino lo que el
ser humano hace con ellos.

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