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Clases presenciales: Tras dos largos años

Por Patricio Madrigal Ruiz, a 29 de noviembre de 2022

Cuando el reloj marcó medianoche el 1 de enero de 2020, una nueva década comenzó. Desde Hong Kong hasta
Los Ángeles, gente de todos los rincones del mundo se reunió para celebrar dejarlo todo atrás: Dar borrón y
cuenta nueva, decirle adiós a lo viejo y recibir al nuevo lustro con los brazos abiertos.
Al inicio, el año parecía marchar como cualquier otro: Las flores se marchitaban en Invierno y florecían en
Primavera, los pájaros veían a los pasantes desde los postes de luz, y la gente vivía su vida con tranquilidad.
Hasta que de repente, algo cambió. Algo que haría que el hasta entonces ordinario 2020 trascendiera por
siempre a la memoria del colectivo, y a los libros de historia. Un agente invisible, tan pequeño como el polen y
tan letal como el cianuro, ese pequeño bicho que nos cambió la vida: el COVID-19.
Al inicio, nadie sabía quién o qué era este microscópico invasor, estábamos ciegos ante sus efectos y su
potencial para desmoronar la fragilidad del orden. Unos meses pasaron, y a medida que aprendíamos los pasos
del enemigo, las alarmas saltaron. Por deber o por voluntad, los humanos decidimos aislarnos de forma
voluntaria y unánime (en su mayoría) en nuestras casas, residencias y apartamentos con tal de evitar la
propagación del patógeno, todo en nombre del bien común, por supuesto. Y entonces, casi de la noche a la
mañana, el mundo se detuvo: Los cines dejaron de estrenar películas, los restaurantes dejaron de recibir
comensales, y las carreteras se quedaron sin carros. Parecía postapocalíptico, casi como salido de una película
de ciencia ficción en la que toda la humanidad había sido erradicada. Los negocios que no soportaron la
tempestad se vieron forzados a cerrar sus puertas. Muchas personas perdieron su trabajo, los mercados se
desplomaron, y muchas economías entraron en recesión. Pero el show debía continuar.
Si en algo somos buenos como especie, es en adaptarnos y encontrar una manera de superar la tempestad: Por
más que todo esté en nuestra contra, siempre buscamos aquella luz al final del camino, y el COVID no fue
excepción. Combinando un poco de ingenio con la tecnología; los docentes y maestros de todo el mundo,
aquellas personas con una labor tan valiosa pero tan ignorada, se propusieron idear una manera de seguir
esparciendo el regalo del saber sin que el aislamiento fuese una limitante, y si bien el método tenía sus fallos,
era mejor que la alternativa. Así comenzaron las clases en línea, al menos para nosotros.
Al inicio, nada fue fácil: nos era difícil el adaptarnos a esta nueva forma de aprender, y los maestros hacían su
mejor esfuerzo por impartir educación de calidad en una modalidad desconocida para ellos. Pasaron las semanas
y luego los meses, y de una forma u otra, nos acostumbramos a este nuevo mundo. Un mundo en el que
estábamos más conectados pero a la vez más solos, uno en el que nos abrazamos a través de una pantalla y las
buenas noches se dicen por mensaje se convirtió en la norma. Pasaron los meses y luego los años, la lucha
contra el COVID se intensificaba, y cada vez nos acercábamos más a la victoria.
Tras haber navegado 2 años en esta nueva realidad, el mundo pudo ir abriendo sus puertas poco a poco. La
gente regresaba a las calles, las economías se reactivaban, y el mundo lentamente regresaba a ser como era
antes, y nosotros por fin pudimos regresar a vernos el uno al otro y tomar clases en la misma aula, aunque claro,
con algunas precauciones. La alegría de volvernos a ver en persona era indescriptible. Por fin se había
terminado. La victoria no fue fácil, la batalla fue ardua y acalorada, perdimos a muchos en el camino e
indudablemente algunas cosas nunca volverán a ser como eran antes, pero lo sobrellevamos y nos unimos como
humanidad para el bien común. Puede que aún sintamos las cicatrices del ayer, pero nunca perdimos la
esperanza: siempre podemos ver al mañana con la frente en alto y esperar que sea mejor que el hoy.

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