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Los años previos: el clima político y cultural antes del golpe de 1976

En los setenta, la idea de la “revolución” era parte nodal de la propuesta de la mayor parte de los grupos
políticos contestatarios. “Hacer la revolución” era “tomar” el aparato del Estado para construir un proyecto
político nuevo que, según las distintas vertientes, podía caracterizarse como nacionalista, antiimperialista,
anticapitalista o socialista.
Los proyectos políticos de los años sesenta y setenta buscaban transformar las relaciones de poder, tanto
en el espacio público (por ejemplo, las relaciones entre trabajadores y capitalistas) como en el privado (por
ejemplo, las relaciones entre los/as jóvenes y los/as adultos).
Por primera vez, los y las jóvenes se hicieron visibles en el espacio público como actores políticos,
cuestionando las relaciones de poder en el ámbito familiar, en la escuela, en la universidad o en el trabajo,
y alcanzaron un protagonismo inédito. Si bien la participación juvenil fue un fenómeno internacional; en
Argentina, la expansión de la educación secundaria posibilitó que la mayoría de los sectores medios y una
parte importante de los sectores populares y las mujeres obtuvieran credenciales educativas. Esta nueva
posición les permitía renegociar la forma en que se ejercía la autoridad, lo que generó profundos cambios
culturales que se manifestaron de diversas formas. Por ejemplo, se cuestionaron las pautas de moralidad y
sexualidad de los padres, se configuraron relaciones más igualitarias entre los hombres y mujeres y
disminuyó la represión sexual y la subordinación impuestas a las mujeres.
Es importante considerar que este fenómeno fue importante pero bastante limitado en su alcance, ya que,
fuera de los sectores medios de las grandes ciudades, estos cambios no lograron modificar pautas más
tradicionales de orden familiar y religioso (Manzano, 2009).
Este clima cultural logró impactar también en la política. En palabras de la época, se pretendía crear “un
hombre nuevo”. La figura emblemática de estos ideales era Ernesto “Che” Guevara, quien después de la
experiencia de la Revolución cubana, iniciada en 1959, se había transformado en una referencia
ineludible.
El contexto internacional también es importante para comprender estas transformaciones. Terminada la
Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental estuvo atravesado por la Guerra Fría. Es decir, por el
conflicto Este-Oeste, que implicaba la lucha entre dos modelos políticos: el socialista, referenciado en la
URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), y el capitalista, liderado por Estados Unidos. Ambos
modelos se pensaban mutuamente como antagónicos más que como adversarios políticos. Es decir que
consideraban que no podían convivir y que debían luchar por la eliminación del otro.
La expresión latinoamericana de la Guerra Fría consistió en la aplicación de la Doctrina de Seguridad
Nacional, la estrategia represiva elaborada por Estados Unidos para evitar que se expandiera el socialismo
en la región, y para lo cual postulaba que la “guerra interna” era la respuesta necesaria ante la “invasión
comunista”. Es decir que legitimaba la aplicación, como parte de una política de Estado, de una
metodología represiva (asesinato, tortura, cárcel y desaparición) contra aquellas personas y
organizaciones que estuvieran comprometidas en proyectos políticos alternativos, que podían implicar o no
la lucha armada; pero cuyo espíritu esencial era la lucha por las reivindicaciones sociales. En este marco,
y en la medida en que América Latina, con excepción de la Cuba socialista, “pertenecía” al occidente
capitalista, se implementó el Plan Cóndor, una operación de represión organizada a principios de los años
setenta por los Servicios de Inteligencia de varios países latinoamericanos, entre ellos Argentina, Chile,
Brasil, Paraguay y Uruguay, con el objetivo de aniquilar a los “enemigos políticos”.
En este marco global y latinoamericano, en Argentina, hasta 1975, las Fuerzas Armadas buscaron
mantenerse institucionalmente al margen de la confrontación política, pero esto cambió cuando el Poder
Ejecutivo aprobó el “Operativo Independencia”, que legalizó la intervención del Ejército en la provincia de
Tucumán para cercar y reprimir a las organizaciones revolucionarias. La acción de las Fuerzas Armadas
en Tucumán es un ensayo preparatorio de la instalación del plan represivo: las desapariciones, asesinatos
y los primeros centros clandestinos de detención, como “La escuelita de Famaillá”, anticiparon lo que luego
sería la práctica represiva a partir del golpe de Estado de 1976.

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