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CAPÍTULO V
Del objeto de los diversos estados
Aun cuando todos los estados se hallan animados generalmente de un
mismo objeto, cual es el conservarse, tiene además cada uno de ellos otro,
que le es peculiar exclusivamente. El engrandecimiento era el objeto de
Roma; la guerra el de Lacedemonia; la religión el de los pueblos judaicos;
el comercio el de Marsella; la tranquilidad pública el de la China; la nave-
gación el de los rodios; la libertad natural el de los salvajes; las delicias del
príncipe, hablando generalmente, el de los estados despóticos; su gloria y
la del estado, el de las monarquías; la independencia de los particulares,
el de Polonia, y el que resulta de ella la opresión de todos.
Hay también una nación en el mundo en la que el objeto directo de su
constitución es la libertad política. Vamos, pues, a examinar los principios
sobre que se funda. Si son buenos, la libertad se mostrará por sí misma.
Para descubrir la libertad política en una constitución no hay necesi-
dad de grandes esfuerzos. Si se la puede ver donde está, si se la encuentra,
¿para que buscarla?
CAPÍTULO VI
De la constitución de Inglaterra
En cada estado, hay tres clases de poderes: el legislativo, el ejecutivo de
las cosas pertenecientes al derecho de gentes, y el ejecutivo de las que
pertenecen al civil.
Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes para cierto
tiempo o para siempre, y corrige o deroga las que están hechas. Por el
segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadores, establece la
seguridad y previene las invasiones. Y por el tercero castiga los crímenes
o decide las contiendas de los particulares. Este último se llamará poder
judicial; y el otro, simplemente poder ejecutivo del estado.
La libertad política, en un ciudadano, es la tranquilidad de espíritu
que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para
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que se goce de ella, es preciso que sea tal el gobierno, que ningún ciuda-
dano tenga motivo de temer a otro.
Cuando los poderes legislativo y ejecutivo se hallan reunidos en una
misma persona o corporación, entonces no hay libertad, porque es de
temer que el monarca o el senado hagan leyes tiránicas para ejecutarlas
del mismo modo.
Así sucede también cuando el poder judicial no está separado del le-
gislativo y del ejecutivo. Estando unido al primero, el imperio sobre la
vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, por ser uno mismo el
juez y el legislador, y estando unido al segundo sería tiránico, por cuanto
gozaría el juez de la fuerza misma que un agresor.
En el estado en que un hombre solo o una sola corporación de pró-
ceres, o de nobles, o del pueblo administrase los tres poderes, y tuvie-
se la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las resoluciones públicas y
de juzgar los crímenes y contiendas de los particulares, todo se perdería
enteramente.
En la mayor parte de los reinos de Europa es el gobierno moderado,
porque el príncipe, que administra los dos primeros poderes, deja a los
súbditos el ejercicio del tercero. Pero en Turquía, como que los tres se
hallan reunidos a la vez en las manos del sultán, impera el despotismo
más horroroso.
En las repúblicas de Italia, en que estos tres poderes se hallan reuni-
dos, es también más limitada la libertad que en nuestras monarquías, y
el gobierno necesita para sostenerse, de medios tan violentos como el de
los turcos; testigos de esta verdad son los inquisidores de estado y la urna
destinada para que cualquiera delator pueda fulminar sus acusaciones
anónimas continuamente.
Véase aquí la que puede ser la situación de un ciudadano en estas
repúblicas.
El cuerpo de la magistratura, que es el ejecutor de las leyes tiene todo
el poder que necesita para esclavizar al estado,, pues que como legislador
se encuentra con facilitados para hacer que sus leyes contribuyan a su ob-
jeto,, y lo tiene también, y por igual razón para oprimir a los ciudadanos.
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recería la libertad por estar unidos ambos poderes, y por ser unas mismas
las personas que tendrían o podrían tener con frecuencia participación
en uno y en otro.
El cuerpo legislativo no debe dejar pasar mucho tiempo sin reunirse,
porque si lo hiciese la libertad dejaría de existir, y tendría lugar una de dos
cosas, o el estado caería en la anarquía por falta de resoluciones legislati-
vas, o tomaría estas el poder ejecutivo, y se convertiría en absoluto.
Es inútil sin embargo la constante reunión del cuerpo legislativo, y sería
también a la vez incómoda a los representantes y gravosa al poder ejecutivo,
que no pensaría en llenar su deber, y sí solamente en defender sus prerro-
gativas, y su derecho de ejecutar. Por otra parte si el cuerpo legislativo estu-
viese continuamente reunido, podría suceder que no hubiese que nombrar
nuevos diputados sino para reemplazar a los que muriesen; en cuyo caso,
y corrompida una vez aquella corporación, el mal ya no tendría remedio.
Por el contrario, cuando los diversos cuerpos legislativos se suceden unos a
otros, el pueblo, que ha formado mal concepto del actual, permanece tran-
quilo porque funda con razón sus esperanzas en el venidero. Mas si siempre
fuese el mismo, viéndolo una vez corrompido, y no esperando nada de sus
leyes, recurriría al furor y la sublevación, o se entregaría a la indolencia.
El cuerpo legislativo no debe reunirse por sí mismo; porque una cor-
poración no se considera con voluntad sino en tanto que está reunida; y
porque si su reunión no fuese unánime sería imposible saber cual parte
formaba el cuerpo legislativo; si la que se había reunido o la que había
dejado de hacerlo. Tampoco ha de tener facultad para prorrogar el tiem-
po de las asambleas, porque esta le facilitaría los medios de perpetuarse y
sería muy peligrosa en el caso que quisiese atentar contra el poder ejecu-
tivo. Y como por otra parte, hay épocas más convenientes que otras para
que la corporación se reúna, es necesario que el poder ejecutivo arregle el
tiempo de la permanencia y duración de las asambleas, con relación a las
circunstancias que el mismo conozca.
Si el poder ejecutivo no tiene derecho de contener las empresas del
cuerpo legislativo, este se hará despótico, porque podrá atribuirse todo el
poder imaginable, y aniquilar los demás.
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CAPÍTULO VII
De las monarquías que conocemos
Las monarquías que conocemos no tienen, como la de que acabamos
de hablar, la libertad por objeto directo; la gloria de los ciudadanos, del
estado y del príncipe es el objeto único de sus deseos. Pero esta gloria pro-
duce cierto espíritu de independencia, que puede hacer en ellas cosas tan
grandes y contribuir tanto a la felicidad como la libertad misma.
Los poderes en estos estados no se hallan distribuidos, ni calcados
sobre el modelo de la constitución de que antes hablamos. Cada uno de
ellos ha hecho sus distribuciones particulares, aproximándose en su virtud
más o menos a la libertad política; porque si no lo hiciesen así la monar-
quía degeneraría en despotismo.
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