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LAURO OLMO

ENGLISH SPOKEN
Al alzarse el telón se ve, al fondo, la fachada de una taberna y parte del interior de ésta.
Encima, un piso y un coriedor popular con puertas a derecha e izquierda. Esta da a una esca-
lera que baja y termina en otra puerta situada en el extremo izquierdo de la taberna. Todo es
de trazo irregular y, por las partes convenientes, se ve un tejadillo de tejas que sobresale en
un alero gracioso y ambientador. Delante de la taberna se ven dos o tres mesas con alguna
banqueta o taburete alrededor. Adosados a la pared, se ven también dos o tres banquitos de
madera, todo con un aire muy popular, aunque algo adulterado por retoques que pretenden
acentuar su tipismo. A izquierda y deiecha, dos callejones con un pibote de piedra en medio
cada uno, cercan el escenario dándole aspecto casi de plazuela, de íntimo rincón. En conjun-
to, todo resulta muy humanizado, con mucho tiempo encima.

Sentada ante una de las mesas está Luisa. Carlos, de pie, le está enseñando a depurar la
pronunciación del idioma inglés.

CARLOS.— ¡Vamos!
LUISA.— «Oan», «do»
CARLOS.— No, no es asi; colocas mal los labios. Ponlos en forma de o, de cerito Así: (Junta
sus labios.) «Uan». Venga, hazlo. (Ella coloca los labios, como él.) Así, asi es. Ahora
pronuncia.
LUISA.— «Oan», «do».
CARLOS.— (Dándole una palmada en la frente.) ¡Uan! ¡Qué dura te han parido, hija!
LUISA.— (Insistiendo.) «Oan».
CARLOS.— (Conenfado.) ¡Nooo! Fíjate: boca tan pequeñita que no puedas decir tres, sino
que tengas que decir: (Juntando sus labios.) Uno, uno, uno.
LUISA.— (Con leve guasa.) ¡Pero si puedo decir tres! Verás: «tri».
CARLOS.— (Cortándola.) ¡No!
LUISA.— (Levantándose enfadada y caminando hacia el lateral.) ¡Ya está bien, Carlos!
Adiós. (El, sin dar importancia a lo que ocurre, coge el vaso y bebe. Ella, parada en el
lateral, repite:) He dicho adiós. (El se sienta dándole la espalda. Ella insiste.) ¿No me has
oído? Y va la tercera: ¡adiós! (Vuelve a su lado y, abrazándole por atrás, melosa le susurra:)
Tres veces te he dicho adiós: (Juntando los labios.) «Uan», «du», «tri».
CARLOS.— (Levantándose con júbilo.) ¡Así es! Dentro de poco pronunciarás como una
lady, y la plaza será para ti. (Llamando.) ¡Basilio! (Yendo hacia la puerta de la taberna.) Dos
dobles y una de boquerones.
LUISA.— Aceitunas, Carlos.
CARLOS.— (Volviendo al lado de ella y gritando hacia atrás.) ¡Qué sea de aceitunas! (Se
sientan.) Chica, te ha salido bordao.
LUISA.— Ya sé cómo lo tengo que decir: (Junta los labios.) «Uan».
CARLOS.— (Besándola, impide que siga.) Seguro que la plaza es para ti. Con dos meses por
delante, tenemos suficiente pa que depures la pronunciación.
LUISA.— ¿Sabes quién se presenta también?
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CARLOS.— Que la plaza es tuya, baby. Esta no hay quien te la pise.
LUISA.— Heidi, la alemana.
CARLOS.— ¿Sabe inglés esa?
LUISA.— Como yo, poco más o menos, pero...
CARLOS.— ¿Pero qué?
LUISA.— No, nada.
CARLOS.— Naturalmente que nada. Estamos aquí. ¡Aspira! (Aspira con deleite.) ¡Aire
nuestro!
LUISA.— Nuestro, tú lo has dicho.
CARLOS.— Si no te aclaras...
LUISA.— Dejémoslo. (Cambiando el tono.) Tardan las aceitunas.
CARLOS.— De poco te ha servido Londres. (Da unas palmadas al mismo tiempo que
llama.) ¡Basi! (A ella.) Sigues con los mismos temores y tan desconfiada como antes. Creí
que te habías endurecido. (Alzando la voz.) ¿Vienen esos dobles o no?
LUISA.— He hecho de todo allí, menos una cosa: traicionar mis convicciones. Sabes que
aquélla, como todas las grandes ciudades, suele ser cruel, despiadada a veces. Yo la admiro,
pero no le guardo afecto. Me cuento entre sus víctimas.
CARLOS.— Una cosa le debes.
LUISA.— ¿El qué?
CARLOS.— Su... (Juntando los labios.) «Uan», «du», «tri». (Jovial.) ¡Su idioma, chata!
LUISA.— Le debemos. ¡Cómo me hubiera gustao encontrarte allí!
CARLOS.— No sólo admirarías, ¡amarías a Londres si me hubieras encontrao en él!
LUISA.— Lo dudo, chico.
CARLOS.— Di: darling.
LUISA.— Querido, me gusta más.
CARLOS.— (Dándole un cachetito.) ¡Españolita por los cuatro costaos!
LUISA.— Por los cinco.
CARLOS.— ¿Cuál es el otro? (Luisa se señala el corazón. Carlos, apoyando su cabeza sobre
el pecho de ella, como si escuchara, exclama:) A ver, a ver. Suena un poco triste. Alejemos
penas. (Llamando.) ¡Basilio! (Sale Basilio de la taberna con lo que le han pedido.)
BASILIO.— Ya va pesaos. ¡Vaya unos modales! En París debíais haber caído. ¿Es que no
sabéis lo que quiere decir «sil-vu-plé»? (Risas.) A ver si aprendéis a tratar a los camareros
como a ciudadanos. ¡Ah, París! ¡París! Un pedido, un viaje. Y se acabó el servicio. Y el
«bote» regla-mentoa. Y no como aquí: ¡camarero, esto!, ¡camarero, lo otro!, ¡camarero...! ¡Y
ski «sil-vu-plé! Así que ya lo sabéis: si ahora queréis «délo», ¡no hay «délo»! (Yéndose ya
hecho el servicio. ) ¡«Arrevuar»!
CARLOS.— (Guasón, al tabernero.) «Gargon. Un moment, s'il vous plait».
BASILIO.— (Metiéndose en la taberna, exclama despectivo:) ¡Fantasma! (Carlos se echa a
reír. Luisa dice:)
LUISA.— No sabía que había estao en París.
CARLOS.— ¿Basi en París? Este al salir del vientre de su madre, cayó aquí con el «stop»
puesto.
LUISA.— Pues una idea del francés sí tiene.
CARLOS.— ¿Y te extraña éso? Los clientes, hoy, no sólo son indígenas. ¡Más de un tintorro
le habrán pedido haciendo gárgaras con la erre! (Imitando.) «Garcon, s'il vous plait? Un
«tintoggo»!
LUISA.— (Riendo.) Siento no haber pasao por París.

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CARLOS.— Casi un mes me tiré yo. Hice «ramassage», y en las madrugadas arr ¡me el
hombro en «Les Halles». Acababa derrengao, pero fue una buena experiencia.
LUISA.— ¿Me lo vas a contar otra vez?
CARLOS.— ¡Qué ciudad para ir con dinero! Bueno, y sin él, pero con los músculos duros.
¿Sabes lo que le sobra? Unos cuantos franceses.
LUISA.— ¿De los dos sexos?
CARLOS.— ¿Dos? A París le sobran sexos. En realidad, hasta con todos los franceses dentro
es apasionante. Hice buenos amigos. (Como recordando.) Jean, Francoise, Gerard... Jean es
ferroviario. ¡Qué tío! En todos los fregaos sociales suele meterse. De mediana estatura,
delgao; puro nervio. Y sabe invitar como un español. Siempre al mismo vino: tinto de
Argelia. ¡Vino bravo!, le decía yo: ¡fuerte como un Valdepeñas! ¿Valde peñas, Charles? ¿Qué
clase de vino es ése? Le llaman, «mon ami Jean» «el vino varón de España».
LUISA.— ¿Otro varón?
CARLOS.— ¿Qué quieres decir?
LUISA.— ¿Es que no conociste a ninguna francesita?
CARLOS.— Sí, a alguna conocí: ¿Por qué?
LUISA.— Por nada «mon amí». ¿Y luego, en Londres...?
CARLOS.— Y luego, en Londres, ¿qué?
LUISA.— No, si no me importa: pero me extraña que no hables de ello.
CARLOS.— ¿Te gustaría? Sería un gusto malsano, ¿no crees? Tuve una amiga en Francia.
Ivatte: una buena chica. Pero ni ella ni yo perseguíamos otra cosa que pasarlo bien. La que
me hizo daño fue la inglesa. Descubrí tarde que era una anormal. En fin, los pocos años y el
despiste de mis padres, que no dieron una al educarme. ¿Y tú?
LUISA.— (Acre.) Y yo, ¿qué?
CARLOS.— (Con guasa.) ¡Disculpa, chica!
LUISA.— No lo tomes a guasa. Encontrar una mujer, es fácil; pero encontrar un hombre...
CARLOS.— Te has trincao todas las aceitunas, ¿quieres más? (Llamando.) «Garcón
Basilié, s'il vous plait!
BASILIO.— (Desde dentro.) ¡A la merdé, fantasma!
CARLOS.— (A Luisa, riendo.) ¡Este concibe la «politesse» a la ibérica! (Serio.) ¿Qué ves en
mis ojos?
LUISA.— Me gustan.
CARLOS.— Son los ojos de un hombre.
LUISA.— Puede ser.
CARLOS.— Son.
LUISA.— Puede.
CARLOS.— (La besa, y ante el «casto» beso de ella, reacciona exclamando un poco
guasón:) ¿De verdad has estado en Londres?
LUISA.— ¿Tú, qué crees?
CARLOS.— Aún no pronuncias bien el «made in England».
LUISA.— Pero lo pronunciaré. Y esto sin necesidad de cambiar de marchamo.
CARLOS.— (Admirativo.) «¡Made in Spain!» (Afectuoso.) ¿Cuántos kilos de aceitunas te
pido, chata? (Hace ademán de ir a dar palmadas para llamar Ella le corta:)
LUISA.— Ninguno. No quiero perder la línea.
CARLOS.— (Pasándole la mano por el vientre.) Pues no me importaría que se curvara un
poco más. En esto, como ves, no me he internacionalizao. (Se abrazan. Entra el tabernero en
el momento en que Carlos besa a Luisa de nuevo.)

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BASILIO.— ¿Es pa ver, o pa servir?
CARLOS.— Pa esto me sirvo yo solo, «¡garcon!».
BASILIO.— ¿No os podíais ir a un rinconcito? ¡Hay niños!
CARLOS— ¿Dónde?
BASILIO.— Espiando tras las ventanas, seguro. Menudos son los chavales. ¿Te apuesto a que
tiro una piedra a aquella ventana y se asoma un chaval ciscándose en mi padre?

Entran por el lateral derecha Bertucho y Chelo. Esta es una morenita feúcha, de escasa
estatura. Bertucho, con un método de francés en una de sus manos, le viene «tomando la
lección».

BERTUCHO.— «¿Comment ailez vous?


CHELO.— Dos bien.
BERTUCHO.— (Corrigiéndola.) Tres, tres bien.
CHELO.— Siempre me quedo corta.
BASILIO.— (Yendo hacia ellos y refiriéndose a la escasa estatura de Chelo) Eso te viene de
cuna. (Cogiendo a Bertucho por una oreja.) Pero éste se pasa de largo. (Echándole hacia la
taberna.) ¡Anda pa dentro!
BERTUCHO.— (Con dolor.) ¡Suelte la oreja, que no es que esté repetida!
BASILIO.— (Empujándole.) ¡Pa dentro he dicho! ¡Corno te vuelvo yo a pillar enseñando
lenguas a nadie...!
CHELO.— (Con desplante.) De lenguas sólo una: «¡Le langue de la Francés, Mesié!»: ¡nos
ha «fastidié»!»
BASILIO.— Una palabra de más, niña, y le corto las manos a éste. (Señalando a Bertucho.)
¡Y a ver quién te rasca luego!
CHELO.— ¡La niña, de picores, nada!
BASILIO.— (Empujando a Bertucho para el interior de la taberna.) ¡Venga pa dentro!
BERTUCHO.— ¡No empuje!
BASILIO.— (Voceando.) ¡Maruja, ahí te va el genio!
BERTUCHO.— (Haciendo mutis.) En cuanto uno se descuida, ¡hala! ¡Empujón con las
manos delanteras!
CARLOS.— (Riendo.) ¡Un poco más y le cuadran!
BASILIO.— (Con enfado.) ¿Esto qué es? ¿Un complot?
CHELO.— Usté que se lo busca. (A Carlos.) No ve más que rendijas por todas partes, y tras
las rendijas...
BASILIO.— ¿Qué?
CHELO.— (A Basilio.) ¿Sabe qué le digo? Que en vez de un «taberna-club», debía haberse
comprao una escopeta y poner un parque.
CARLOS.— (Riendo.) ¿Qué quieres tomar, Chelito?
BASILIO.— (Mordido, como para si.) ¡No te chinga el feto éste! (A Chelo.) Lo que tú
tienes que hacer es aprender de ésta (Señala a Luisa.) que parla el inglés como un lord. (A
Luisa.) Pero has tenido que sudarlo, ¿no?
LUISA.— (Con Chunga.) Y lavarlo y plancharlo.
BASILIO.— Pues al mameluco de mi sobrino le estoy sirviendo en bandeja no sólo el inglés,
sino también el francés ¿Y crees que el mamón me lo agradece?
CARLOS.— Vamos: ¡que vas a hacer de él un políglota!
BASILIO.— Tú lo has dicho. ¡Cosa de porvenir! (Señalando hacia la taberna.) Ahí voy a

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poner el cartelito: «English spoken». (Señalando alrededor.) El lugar es «tipycal», ¿a que sí?
CARLOS.— De festival, Basi.
BASILIO.— Vamos: el porvenir asegurao. Pero, ¿sabes qué hace el políglota? (Señalando a
Chelo.) Se va con la políglota ésta y, de lenguas, ya lo has visto: ni la punta.
CHELO.— ¿Usté cree? Ande, sírvame un doble y la tapita.
BASILIO.— (Mordiente.) ¡La tapita del féretro, te voy a servir a ti!
CHELO.— ¡Será macabro el tío! ¿Me sirve el doble o no? (Basilio no se mueve. Carlos,
advierte a Chelo en tono confidencial.)
CARLOS.— «¡S'il vous plait!»
CHELO.— (Dándose cuenta.) ¡«S'il vous plait», por favor!
BASILIO.— (Despectivo.) ¡Vaya una clientela! (Haciendo mutis. Altisonante.) ¡Menos mal
que pronto vendrán los hijos de Condón y de la France!
CARLOS.— (A Chelo, riéndose.) Aprende a pronunciar.
CHELO.— ¿Os habéis fijao el empaque que se gasta? Si descubre De Gaulle, lo utiliza pa
demostrar lo que es la «grandeur».
CARLOS.— (Pellizcándola.) ¡Mucho sabes tú, Chelillo!
CHELO.— ¡Qué remedio! Pequeña una, feúcha una: ¡no espabiles y verás!
LUISA.— (Cogiendo la carpeta de Chelo, le pregunta:) ¿Cómo marchas? (Abre la carpeta y
hojea el libro.)
CHELO.— Regular nada más. La verdad es que no soy muy inteligente. Lista sí. O
avispadilla, como dice Bertucho.
CARLOS.— (A Chelo) Di algo más en francés.
CHELO.— Contigo me da vergüenza.
CARLOS.— ¿Vergüenza a ti?
CHELO.— ¡Oye! ¡Ni que fuera una pelandusca!
LUISA.— Sabes que no va por ahí.
CHELO.— De verdá, chicos. El de arriba ha abusao un poco conmigo. No sólo me ha hecho
pequeña y feúcha, sino que me ha puesto orejas.
CARLOS.— Pues por lo bien hechas, parece que cuenta con buenos especialistas.
CHELO.— Eso no te lo niego. Pero una cosa le aconsejaría: que cambiase de ajustador del
sonido. ¿Cuántos idiomas hay en Europa? Pues he hecho pruebas y pa mi, como si fuesen
uno: todos los pronuncio igual. Por eso he escogido el francés.
CARLOS.— Si no te explicas...
CHELO.— Porque Francia está ahí al lao, y si hay que salir corriendo: ¡un salto y aquí, de
regreso!
CARLOS.— Anda, dinos algo en francés.
LUISA.— Vamos, a ver cómo se te da.
CHELO.— (Parodiando apasionada.) Mon petit rnignon! Mon cherí, je t'aime! Tu dois etre
a moi pour la vie! Oh, Charles! Oh, l'amour!
LUISA.— ¡Eh, eh!

Le abraza. Entra Basilio con la bandeja y el doble pedido. También unas cuantas aceitunas
negras. Al ver a Chelo abrazada a Carlos, repite su ritornelo.

BASILIO.— ¡Que hay niños!


CHELO.— (Separándose rápida de Carlos, exclama guasona-asustada:) ¿Yaa?
BASILIO— ¿Cómo ya?

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CHELO.— Que no salen tan rápidos. Hay que esperar unos mesecitos. (Señalando las
aceitunas.) ¡No! ¡Aceitunas negras! ¡Gredos! ¡La capra hispánica! (A Basilio.) Garcon: De
Sevilla, «s'il vous plait». No negras. No: (Imitando a una cabra.) ¡Meeee!
BASILIO.— (Agarrando violentamente a Chelo.) Oye, rica, tu mamá...
CHELO.— (Violenta también.) ¿Mi madre, qué?
LUISA.— ¡Chelo!
BASILIO.— ¡Tu madre es una...!
CHELO.— (Cortándole violentísima.) ¿Qué?
LUISA.— ¡Basi!
CARLOS.— (A Basi.) ¡No seas bestia! (Sentando a Chelo.) ¡Tú siéntate!
BASILIO.— (Mordiente.) ¡No tiene ni media bofetá, y mira como se engalla la muy...!
(Rotundo.) ¡Enana!
CHELO.— (Furiosísima, lanzándose sobre Basi.) ¿Enana yo? ¡Me cago en su padre!
CARLOS.— (Sujetando a Basilio.) ¡Vamos, ya está bien!
LUISA.— (Sujetando a Chelo.) ¡Déjalo, Chelo!
BASILIO.— (A Carlos.) ¡Suéltame y la piso!
CHELO.— (A Carlos, llevando tras sí a Luisa, que la sujeta.) ¡Anda, dale suelta!
CARLOS.— ¡Ya está bien, Basi! ¡Déjala!

Basilio, llevado a la fuerza por Carlos hacia el interior de la taberna, entra en ésta
exclamando:

BASILIO.— ¡Puñetero adefesio!


CHELO.— (Revolviéndose, aunque Luisa sigue sujetándola.) ¿Qué ha dicho?
LUISA.— (Llevándola hacia una de las banquetas.) Nada, no ha dicho nada. (Sienta a
Chelo.)
CHELO.— ¡Qué brutos son! Y todo porque no vive mi padre.
LUISA.— No le des importancia, es peor. (Se sienta.)
CHELO.— Siento lo de mis orejas. Con uno o dos idiomas, es más fácil independizarse de
todo esto.
LUISA.— Te costará más que a otras, pero lo conseguirás. Además eres muy joven.
CHELO.— Eso es lo que me preocupa. Aunque, a decir verdad, soy muy vieja. No veo más
que gorilas a mi lao, y ¡fíjate si hace siglos de eso! En fin, penitas a la mar.
LUISA.— ¿Por qué no te vas? Creo que en París, en Saint Germain de Pres, hay restoranes
populares que...
CHELO.— No puedo. Me da miedo dejar sola a mi madre.
LUISA.— Sí, claro; pero...
CHELO.— No hay peros, Luisa. (Pasando a un tono alegre.) Bueno, démonos a las
aceitunas. ¡Meeee! ¿Quieres una?
LUISA.— ¿Te entiendes con Bertucho?
CHELO.— El dice que es mi novio.
LUISA.— ¿ Y lo es?
CHELO.— Posiblemente. Pero ya sabes la edad que tiene. A esa edad el mundo no es del
todo sucio.
LUISA.— ¡Qué extraño!
CHELO.— ¿Qué extraño el qué?
LUISA.— Tu modo de expresarte. ¿Cumpliste ya los diecisiete?

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CHELO— Te lo he dicho: yo cumplo hacia atrás. ¡Los gorilitas, recuerdas!
LUISA.— ¿Sabes lo que he pensao? Que en cuanto me examine te presto mi magnetofón con
las lecciones de inglés. Con esto y la ayuda de Carlos: todo sobre ruedas. El lo habla bastante
bien.
CHELO.— Y el francés. (Doctoral.) El muchacho vale. (Risas.) ¿Le quieres?... Qué pregunta
más tonta. ¿Y él a ti?
LUISA.— A veces, lo dudo.
CHELO.— Qué apasionante: «Me quiere, no me quiere»... A pesar de todo, en el mundo hay
cosas estupendas. (Comiéndose una aceituna.) ¡Hasta las aceitunas de Gredos, qué caray!
(Doctoral.) ¡Quien quiera aceitunas negras todo el año, cómprese una cabra!
LUISA.— Me gustaría ser como tú.
CHELO.— (Rápida.) ¿Cambiamos? ¡Qué cosas haría yo con tu cara y con tu cuerpo!
¡Repeluznillo me da!
LUISA.— Tienes alegría.
CHELO.— ¡Ponte triste y verás! Oye, nunca me has contao: ¿Qué tal los ingleses? ¿Se te han
dao bien?, y eso de los florales, ¿es verdad?
LUISA.— ¿Los florales?
CHELO.— Sí, jóvenes desnudos, cubiertos de flores y mucha hierba inglesa a sus pies pa
jugar a...
LUISA.— ¿Para jugar a qué?
CHELO.— (En un arranque.) ¡Al golf!
LUISA.— ¡Pero qué pinta! ¿Sabes que se drogan?
CHELO.— ¿Tú nunca te has drogao?
LUISA.— ¡Cómo eres!
CHELO.— (Con entusiasmo.) Dicen que es maravilloso, que te sientes en otro mundo.
LUISA.— Un modo de engañarse. Queramos o no, estamos en éste.
CHELO.— Otro engaño.
LUISA.— Sí, pero real.
CHELO.— (Cogiendo una aceituna deshace la situación con un desalorado:) ¡Meeee!
LUISA.— (Dándole un cachete.) ¡Qué pedazo de bruta!
CHELO.— ¿Sabes qué te digo? Si una de mis orejas fuera un cido me largaba a Inglaterra, a
aprender a decir aunque solo fuera «güis pitmguis» con francés sólo, hoy no vas a ningún
lado. (Como anunciando.) ¡Se ofrece secretaria sabiendo francés y algo de inglés! ¿Suena
bien, eh? O inglés sólo, que tiene más salida. (En tono confidencial.) Oye: ¿estuviste en
alguna floral de ésas?
LUISA.— (Como ofendida.) ¡No!
CHELO.— Bueno, bueno, ¡aclarao! Debe ser bonito. Claro que a lo mejor a mí... No, no digo
que no me dejasen entrar por los pocos años, sino por (Señalándose.) lo poco que una es. Sin
embargo, mira tú: lo que se dice picantilla sí lo soy. ¡Me imagino una de cosas...!
LUISA.— (Refiriéndose al libro que Chelo lleva en la carpeta.) Dicen que es uno de los
mejores métodos de francés.
CHELO.— Sí, eso dicen. Bertucho me lo ha dejado. (Pausa.) ¿Sabes quién se presenta a la
misma plaza que tú? Heidi, la alemana.
LUISA.— Ya lo sabía.
CHELO.— Ella me ha confio lo de los florales. ¡Qué diferente es esa chica a nosotras. Parece
que lleva la vida aquí, en las manos. (Con rabia hacia si.) No como yo, ¡que parece que lo
llevo en las uñas ¿No te gustaría ser alemana, inglesa o francesa?

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LUISA.— ¿Y por qué no española?
CHELO.— (Burlona) ¡Y ole! (Pausa.)
LUISA.— Yo tengo fe en que he de conseguir...
CHELO.— ¿Conseguir el qué?
LUISA.— El ser feliz aquí y a nuestro estilo.
CHELO.— Con sólo unas flores: ¡las de azahar! (Entona la marcha nupcial. )
LUISA.— No, no me refiero a eso. El azahar debe darse por añadidura.
CHELO.— ¿Sabes a qué me suena to esto? ¡A amor libre!
LUISA.— Sobra el adjetivo.
CHELO.— ¿Libre? (Tragicómica parodiando.) ¡No tengo escapatoria! Por favor: ¡un
cirujano de estética! Y alguna hormonilla, ¡alguna hormonilla para crecer!
LUISA.— Asi no irás a ninguna parte
CHELO.— ¡Iré! Aunque llegue mucho después que tú
LUISA.— ¿Y por qué después que yo?
CHELO.— (Melodramática.) L'amour prefiere las piernas largas! (Alzándole un poquito la
falda) Asi, como las tuyas. ¿Le piensas dar las dos a Carlos?
LUISA.— ¡Anda ya!
CHELO.— ¡Si yo tuviera dos piernas como éstas...! ¡Que dos! ¡Una!
LUISA.— La otra seria de madera.
CHELO.— (Cómico-seria) Dos piernas como ésas pa un hombre solo, es un abuso. ¿Por qué
te preocupas tanto de los idiomas? Hablar francés o inglés »obre un par de piemos como ias
tuyas, es fácil. Lo difícil es hablarlos sobre éstas. (Se ensena las suyas.) Entonces te exijen
que la pronunciación, el dominio del idioma, sean perfectos.
LUISA.— ¿De que extraña mezcla estás hecha?
CHELO.— De mi misma. ¡Alegrilla la chica! Y de los demás: ¡Meeee! (Risas.) Oye, ¿Carlos
tiene máquina de escribir?
LUISA.— Una portátil, ¿por qué?
CHELO.— Yo tengo alquilada una Olivetti de carro grande, pero me he cargao la erre. Y ya
sabes lo que es el compañerismo del teclao: te cargas una letra y se declaran en huelga todas
las demás. (Risa.) Total: que he llevao la máquina a reparar y hasta dentro de cinco dias no
hay na que hacer. Y me urge acabar cierto traba¡ito. Pero no, portátil no me vale.
LUISA.— Y llevándote un bocadillo, ¿no puedes quedarte en la oficina?
CHELO.— ¡Esos tíos son unos huesos! (Parodiando.) ¡De trabajos particulares, nada!
Aunque no sería la primera vez que alguna se quedara pa realizar...
LUISA.— ¿Pa realizar qué?
CHELO.— Eso: (Maliciosa.) trabajitos particulares.
LUISA.— (Molesta.) Siempre pensando mal.
CHELO.— ¿Mal? ¿Sabes cuántos habitantes tiene ahora esta ciudad? Tres millones. Bueno,
¡pues más de uno es oficina-nato! Te pareceré mal pensada, pero cada vez que hay una a la
que la suben el sueldo sin saber por qué, yo investigo. Mira, hay varios casbs: casos de
seducción, de amor caliente.
LUISA.— (Molesta.) ¡Chelo!
CHELO.— Casos de sueldo bajo.
LUISA.— Vamos, Chelo, ya está bien.
CHELO.— ¡Y pelanduscas!
LUISA.— ¡Eres obsesiva!
CHELO.— (Perdiendo el aire cómico-trágico-trepidante y dándole a la expresión una fuerte

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intensidad dramática.) ¿Obsesiva? ¡A muchos de los tipos que nos rodean los ahorcaba uno
a uno! ¡Y a los pequeñitos, con cuerda doble, pa que no se escurriesen!

Con la última palabra de Chelo, entra Carlos en escena.

CARLOS.— ¿Qué ocurre?


CHELO.— (Disimulando alegría.) ¿Verdá que a unos ojos corno los míos les va bien una ma-
nila de verde?
CARLOS.— Si te cambias las microlentillas, te va el color que prefieras.
CHELO.— Oye, tú: de miope, nada. Donde pongo el ojo, allí hay un chico. Y ese sí, por lo
regular miope, pues él a mí no me ve.
CARLOS.— Un día te rapto.
CHELO.— (Ofreciéndose.) ¡Vamonos ya! (A Luisa.) ¡Escríbenos, Luisa! (A Carlos.) Oye,
¿has oído hablar de los florales?
CARLOS.— (Apasionadamente guasón.) ¡Soy uno de ellos!
CHELO.— ¿Ah, sí? ¿Dónde nos desnudamos? (A Luisa.) ¿Quieres traernos flores?
CARLOS.— Como algún día Luisa deje de pronunciar bien el inglés, ¡me fugaré contigo, my
love!
CHELO.— ¡Pero si no tiene idea de inglés! Es norteamericana: de Torrejón.

Arriba, saliendo por la puerta derecha del corredor, sale a éste Berlucho hecho una furia.

BERTUCHO.— (Todavía dentro.) ¡Déjame tranquilo de una vez! ¡Pues vaya una mañana!
(Aparece.) ¡Olvídame!, ¿quieres? (En el mismo estado de ánimo, sale al corredor Maruja.)
MARUJA.— Por mí, ¡anda y muérete ya! ¿Dónde crees tú que has nacido?
BERTUCHO.— (Sarcástico.) ¿Nacido? ¡Echao será!
MARUJA.— ¡Y al parir le llaman dar a luz! ¿A luz qué?
BERTUCHO.— ¡Como se embale, está uno dao!
MARUJA.— Anda, déjate el pelo, cómprate una guitarra y puerta. (Yendo hacia la puerta de
la izquierda, que da a la escalera.) Lo que es yo, ¡idiomas le iba a dar a éste! (Mutis.)
CARLOS.— (Dirigiéndose a Bertucho, que sigue en el corredor.) Pero chico, ¿qué ocurre?
BERTUCHO.— Ya lo oyes: ¡que se ha levantao con el altavoz puesto!
CARLOS. — ¿Y sólo tenéis ese disco?
BERTUCHO.— (Con sorna.) ¡Yes verigüel, Manuel! (Con la frase de Bertucho reaparece
abajo, por la puerta de la izquierda de la taberna, Maruja, en igual estado de furia.)
MARUJA.— Eso es lo que quiere: ¡hablar en inglés pa que ni yo, que lo he parido, sepa lo
que trama!
BERTUCHO.— (Desde arriba, a su madre.) ¡Venga, corta ya!
MARUJA.— (A Bertucho.) ¡Hijos, hijos! ¡Menuda engañifa! (A todos.) ¡Y luego le vienen a
una que si la sociedad! Una sociedad hecha pa toreros y futbolistas y todo lo que me callo.
(Gritando) ¿Y las madres, qué?
BERTUCHO.— (Haciendo mutis por la puerta de la escalera.) ¡Vaya un cuento que le echa!
MARUJA.— (Haciendo mutis por el lateral izquierda.) ¡La próxima vez alumbro un
gato!
LUISA.— ¿Cómo que alumbra un gato? ¿Pero no es viuda?
CARLOS.— Por eso
LUISA.— Por eso, ¿qué?

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CHELO.— Por eso, ¡miau!

Aparecn Bertucho por la puerta de la izquierda, la de la escalera.)

CARLOS.— (A Bertucho.) ¡Buena la has armao, chacho!


BERTUCHO.— (Serio ) Cría madres, ¿pa qué?
LUISA.— ¿Pero qué le has hecho?
BERTUCHO.— (Con enfado.) ¿Qué me ha hecho ella a mí, dirás? (Señalando a Chelo.)
¡Que os diga ésta! Estoy entre los primeros en la academia. Vamos: ¡que os suelto una parrafá
en inglés y me pegáis una bofetá por lo de Gibraltar! (A Carlos.) ¿Sabes lo que les pasa?
CARLOS.— ¿A quiénes?
BERTUCHO.— ¿A quiénes va a ser? A las mujeres de este país. ¡Todas son unas gritonas!
Y no creas que te agradecen el que les des motivos pa que desfoguen!
CARLOS.— Oye, ¿de dónde has sacado eso? Tiene fósforo.
BERTUCHO.— Eso no se saca de ningún sitio, lo aprendes. (Marcando mucho la palabra.)
«Viviendo», y aquí es de cajón. Creo que cuando nací, mi madre pegó unos gritos de
concurso. «Grita usted como nadie», debieron decirle. Y una de dos: o la vida no es un
gentlemen pa ella, o ella es una puñetera vanidosa: ¡porque sigue concursando!
CARLOS.— Será lo que tú has dicho.
BERTUCHO.— ¿Qué?
CARLOS.— Que a la vida, aquí, no se le da bien el ir besando manos.
CHELO.— ¡Sólo te faltaba eso: que te quitasen el derecho al pataleo! (Cómico-trágica.) ¿Qué
sería de mí sin mis grititos? (A Carlos.) ¡Déjame, mi vida, que te grito! ¡Soy rica heredera en
gritos! ¡Todos mis antepasados han gritado! ¿Quieres que te nombre en qué batallas?
¡Grítame tú también, mon cheri! Lo necesito! ¡Oh, mis nervios! ¡Mis pobres nervios!
¡Aaahhh! (Da un grito prolongado y cómicamente hisléiico.)
LUISA.— ¡Qué gamberra!
CARLOS.— Te veo produciendo aceitunas de Credos.
CHELO.— ¿Qué quieres decir?
CARLOS.— ¡Que estás corno una cabra, Chelito!

Saliendo de la taberna, entra en escena Basilio. Al ver a su sobrino, exclama.

BASILIO.— ¿Pero todavía aquí? ¡Maldita sea...! ¿Es que te imaginas que robo el dinero?
CARLOS.— (Guasón.) ¡Un poco aguao el vino si está!
BASILIO.— (A Carlos.) ¿Y éstas son las nuevas generaciones? (Señalando a Chelo.) La
una fumándose la oficina, y el otro...
CHELO.— (Pícara.) ¡El otro es mi méchenlo, garcon! ¡No te digo! ¿Qué cree usted, que me
regalan el tiempo que me dedico a chamullar «le langue de la France?»
BASILIO.— Encima, desagradecida.
CHELO.— ¿Encima? Lo que yo me echo encima no es apto pa retorcidos como usted.
CARLOS.— ¿Pero otra vez?
BASILIO.— ¡Y con qué plante lo espeta la divieso ésta! ¡Te has mirao al espejo, adefesio?
CHELO.— ¡Sí!
CARLOS.— ¡Vamos, ya esta bien!
LUISA.— Se está pasando, Basi.
CHELO.— (A Carlos.) ¡Tranquilo, mon cheri! (A Basilio.) Sí, me he mirao al espejo. Y no

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me gusta (Incisiva.) porque le veo a usted!
BASILIO.— ¡Oye, aclara eso!
CHELO.— (A Basilio en pleno rostro.) ¡Meeee! (Sale corriendo con Bertucho.)
BASILIO.— ¡Tu padre! (Refiriéndose a su sobrino.) ¿Pero qué habrá visto el mameluco éste
en esos cien gramos de chicha mal pesa? ¡Un día le echo insecticida en el doble a ver si la
diña!
CARLOS.— (Guasón.) Oh, l'amour!
BASILIO.— ¿«Lamur»? ¡Sobeo gratis!
LUISA.— ¿Sabe qué pienso, Basi? Que es usted demasiao castizo pa poner ahí (Le señala la
fachada de la taberna.) english spoken.
BASILIO.— ¿También tú?
LUISA.— ¿También yo qué?
BASILIO.— (Irónico.) ¡Que te entiendan los ingleses!
CARLOS.— (Duro.) Yo la entiendo y he nacido aquí.
BASILIO.— Muchacho, contigo no va nada. El pelo largo es el que me subleva. ¿Quién dijo
eso de «a pelo largo, ideas cortas»?
CARLOS.— (Durísimo.) ¡Un hijo de la gran...!
BASILIO.— Bueno, bueno; dejémoslo. Lo mío es...
LUISA.— (Cortando incisiva.) Servir.
BASILIO.— Naturalmente. Y no te extrañe que eche de menos el s'il vous plait. ¿Os sirvo
algo más?
LUISA.— De lo que necesitamos ahora, usted no tiene.
BASILIO.— ¡Si es que estoy desquiciao! La madre pegando gritos y el niño...
LUISA.— El niño viviendo aquí, al lado de la madre y del tío.
BASILIO.— ¿Insinúas algo?
LUISA.— Sí. Y esta vez no para ingleses.
BASILIO.— Tú eres muy joven todavía. Ya irás aprendiendo que el vino hay que aguarlo.
CARLOS.— (Guasón.) Aquí eso no se aprende ¡es ciencia infusa!
BASILIO.— (A Luisa.) Hay que aguarlo, Luisilla. Y disculpa si te he irritao. No era eso lo
que buscaba. (A Carlos.) ¡Vaya unas generaciones! (Iniciando el mutis hacia la taberna.) Te
escurres un tanto así y...

Se corta y mira hacia el lateral izquierdo, por donde se acerca Maruja en plena bronca. Con
Maruja viene un desconocido, qua viste con alarde y trae en sus manos la llave de un coche.
Tiene un algo de chulo que traiciona su empeño en hacerse pasar por un «gentleman». Le
llaman «el Mister».

MARUJA.— ¡Vamos, largúese y déjeme en paz!


MISTER.— Qué se equivoca, señora...
MARUJA.— ¡Usté como todos! ¿Qué se ha creído?
MISTER.— Oiga, escúcheme.
MARUJA.— ¡Usté a mí, a mí! ¡Ni usté ni nadie!
BASILIO.— ¿Pero qué pasa?
MISTER.— Señora, si yo no...
MARUJA.— ¿Señora? ¿Me trataría así en plena calle si creyese que yo soy una señora?
BASILIO.— Bueno, ¿pero qué ocurre?
MARUJA.— ¡Este tipo! ¿Qué se habrá creído?

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MISTER.— ¿Pero qué es lo que me he creído?
MARUJA.— (Yendo a enfrentarse con el Mister.) ¡Míreme!
BASILIO.— (Tratando de detenerla.) ¡Aparta!
MARUJA.— (Enfrentada con el Míster.) ¡Míreme la cara! ¡Y cuente las arrugas, las patas de
gallo y las canas!
BASILIO.— ¿Pero qué pasa aquí? (Apartando a Maruja.)
MARUJA.— (Lanzándose hacia el Míster.) Y la mirada, ¿no le dice na? Si no fuera porque
usté me repele...
MISTER.— Pero bueno...
MARUJA.— ...le dejaría que me tentase un poco: iba a notar lo joven que aún soy...
MISTER.— ¿Qué le ocurre a esta mujer?
BASILIO.— (Al Mister.) Eso es lo que estamos esperando: que nos lo aclare
CARLOS.— ¿Qué le pasa, Maruja?
MARUJA.— ¡Este tipo!
MISTER.— ¿Vive con ustedes?
MARUJA.— (Gritando.) ¡Alto! ¿Quién vive? (Ríe de modo mordido.)
BASILIO.— (Grosero, a Maruja.) ¡Deja ya el numerito y pasa pa dentro!
MARUJA.— (A Carlos.) No te cases, muchacho. (Señalando a Luisa.) Y menos con ésa: es
decente ¡Un corte de manga a la decencia! (Al Míster.) ¡Me asquea usté!
BASILIO.— (Llevándosela.) ¡Venga pa dentro!
MARUJA.— (Revolviéndose, se enfrenta de nuevo con el Mister.) Y es una lástima, porque,
¿a que yo le gusto?
BASILIO.— (Empujándola hacia la taberna.) ¡Pa dentro he dicho!
MARUJA.— (Forcejeando con Basilio:) ¡Quita tus manazas de mi cuerpo!
BASILIO.—(Metiéndola en la taberna:) ¡Entra de una vez!
MARUJA.— ¡Que las quites! ¡Ese tipo!
BASILIO.— (Perdiéndose los dos dentro de la taberna.) ¿Te vas a callar ya?
MARUJA.— ¡No me da la gana!
BASILIO.— ¡Cállate, o te parto la boca! (Mutis.)
CARLOS.— (Al Mister.) ¿Pero qué ha pasao?
MISTER.— Eso quisiera yo saber. Ha sido todo tan repentino, tan extraño. Confieso que al
verla pensé... ¿Pero qué le pasa a esta mujer? Se me acercó sonriendo. Yo acababa de bajar
del (Muestra la llave.) «Jaguar» y, a dos pasos, se me quedó parada, como abstraída De
repente se dio media vuelta y... Bueno, yo la seguí. No puede negarse que como mujer no está
mal
CARLOS.— Tiene un hijo de dieciocho años.
MISTER.— No sabía que fuera casada. Además, su modo de mirar...
CARLOS.— Su marido murió hace tiempo
MISTER.— Puede que eso lo explique todo.
CARLOS.— No, no es por ahí. Eso nos iba a dejar demasiad tranquilos. Hay que mirar a
nuestro alrededor. Donde estamos todos, amigo.
MISTER.— De cualquier forma, comprenderá usted que si a uno se le acerca una hembra y
ella le...
CARLOS.— Diga mujer, es mucho más preciso.
MISTER.— (Exigente.) Un momento, ¿a qué viene ese tono?
CARLOS.— A dejar las cosas en su sitio. Usted qué es: ¿un hombre o un macho?
MISTER.— Oiga, no le consiento.

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CARLOS.— ¿Qué?
MISTER.— (Mordiente.) ¡Si una histérica se le acerca y...!
CARLOS.— (Agarrándolo por las solapas.) ¡Ni una palabra más!
LUISA.— (Un poco asustada.) ¡Carlos!
MISTER.— ¡Suelte!
CARLOS.— (Soltándolo.) Suelto. (Con serena firmeza.) Pero, ¡ni una sola palabra más!
(Pausa.)
MISTER.— ¿Es pariente suya?
CARLOS.— ¿No le parece una pregunta demasiado superficial?
MISTER.— ¿Es de aquí?
CARLOS.— Si, ¿qué pasa?
MISTER.— Tiene gracia.
CARLOS.— ¿El qué?
MISTER.— Lo fino que resulta usted.
LUISA.— (Sujetando a Carlos.) ¡Carlos!
MISTER.— (A Luisa.) Tranquilícese, señorita. Por cierto, ¿no me recuerda? Haga memoria.
Tenemos amigas comunes. (A Carlos.) No, no se inquiete. (Por Luisa.) ¿Es su novia? Se trata
de un recuerdo «honorable». (A Luisa.) Soy muy buen fisonomista. Nos presentó una amiga
suya a quien yo acompañaba. (En inglés.) Picadilly Circus, in a loggy december, 1966. Su
amiga se llama Carmina. Carmina Martínez.
LUISA.— (Como recordando.) Sí, que servía en...
MISTER.— Whitechapel's Italian Buffet.
LUISA.— Claro. Al poco tiempo de estar allí, dejé de verla. ¿Qué fue de ella?
MISTER.— Eso mismo iba yo a preguntarle. Un día no acudió a nuestra cita. La busqué por
todo Londres durante algún tiempo. ¿Vivía por este barrio, no?
LUISA.— No, es norteña. De un pueblo de Lugo.
MISTER.— Más de una vez hablamos de usted. Yo sí he nacido aquí, en esta ciudad. (En
inglés, refiriéndose a Carlos.) Is he your boy-friend?
CARLOS.— Si soy o no soy su novio, ¿le importa mucho?
MISTER.— (Con cierta sorpresa.) ¿Pero sabe inglés?
CARLOS.— Y conozco Londres. Y no me sorprende nada que no sepa dónde se encuentra
esa chica de Lugo.
MISTER.— (Serio, hondo; como dolido.) Sé lo que insinúa y también temo lo mismo, pero...
Si tuviera la certeza, recorrería medio mundo en su busca. ¡Pobre muchacha! Pronto hará un
año que desapareció.
LUISA.— Ella hablaba de irse a Bruselas o a París. No se entendía bien en Londres.
MISTER.— Sí, discutimos mucho por eso.
LUISA.— Estará en Francia, seguro.
MISTER.— Es posible. Hizo mal. Me quería. Y yo me hubiese casado con ella. (A Carlos.)
Por favor, por aquí hay una academia de idiomas, ¿pueden decirme dónde?
LUISA.— (Señalando.) Doble esa esquina y camine unos pasos.
MISTER.— (Risueño.) ¿No será lo que los gallegos llaman «a carreriña un can»?
LUISA.— (Riendo.) No, no le dará tiempo ni a contar los pasos.
MISTER.— Muy amable. (Caminando hacia la esquina.) Pienso quedarme algún tiempo por
aquí. Con mucho gusto volvería a saludarles y sería para mí un placer que me aceptaran una
invitación, (A Carlos.) Y, por favor, olvide lo de la señora. (Señal hacia la taberna.) Me he
visto envuelto de un modo que creo disculpable. (Haciendo mutis.) Good morning.

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CARLOS.— ¿Has oído que inflexiones de voz? A éste le pegas una patada en la boca del
estómago y arroja por ella todos los tacos del diccionario.
LUISA.— (Como recordando.) Picadilly Circus, 1966... La verdad es que no le recuerdo.
¿Por dónde andará Carmina? Era una paletilla romántica, alta y muy guapa. «¡Ay, Luisiña,
cómo echo de menos a nosa terra...!» (Carlos se queda mirando a Luisa, que se ha quedado
como abstraída. Luego se acerca a ella y, en silencio, le besa la cabeza. Al fin, ella exclama.)
¡Qué sola debió de encontrarse! Y no por falta de aspirantes a...
CARLOS.— ¿Prejuicios?
LUISA.— Puede... No es fácil tirar unos cuantos siglos por la borda; pero... No, no es eso.
Juzgando por mí misma... (Repentina.) Oye: tú, ¿cómo me ves? ¿Como mujer de cama o...?
CARLOS.— No «de», sino «con».
LUISA.— ¿Con? No te entiendo.
CARLOS.— (Divertido.) No mujer «de» cama, sino «con» cama. ¡Mujer con todas las
consecuencias! Asi te veo.
LUISA.— El hecho físico, a secas, es una monstruosidad.
CARLOS.— Bueno, si, pero una monstruosidad muy apañadita, ¿no crees?
LUISA.— Me estás tomando el pelo.
CARLOS.— ¡Y qué pelo, española! Cuando se te vuelva blanco, lo coceré y (Hace que
come.) pa dentro, ¡a la italiana! Como si fueran tallarines.
LUISA.— Yo... ya haría lo que tú quisieras.
CARLOS.— ¡Chisss! ¿No temes que te oigan?
LUISA.— A tu lado me siento viva, ¿y tú?
CARLOS.— ¡Sin guasa, chatilla! ¡Estamos viviendo! (Se besan.)
LUISA.— (Aspirando honda.) ¡Este sí que es aire nuestro, darling!
CARLOS.— (Levemente guasón.) ¡Que te pasas al inglés!
LUISA.— En este momento no hay más que un idioma. (Se besan.)
CARLOS.— ¿Te has fijao cómo enseñaba la llave?
LUISA.— ¿Qué llave?
CARLOS.— La del «Jaguar».
LUISA.— No sería el primer emigrante que regresa con coche.
CARLOS.— Una pregunta me está bailoteando aquí. (Se señala la frente.) ¿Cómo ha
conseguido ese tipo el «Jaguar»? ¿Cómo lo mantiene?
LUISA.— Echándole gasolina, ¿no?
CARLOS.— No seas tonta. (Llamando.) ¡Basilio!
LUISA.— Yo no bebo más, ¿eh?
CARLOS.— Claro que no. Mis «chapuzas» no dan pa tanto. (Llama de nuevo.) ¡Basi!, ¿qué
se debe?
LUISA.— ¿Ya nos vamos?
CARLOS.— Si no mandas otra cosa.
LUISA.— Estoy aquí muy a gusto; ¿tú, no? (El hace ademán de ir a protestar. Ella,
tapándole la boca, insiste.) ¿Tú no?
CARLOS.— Bueno, está bien; pero... Venga, coloca los labios y vuelve a pronunciar. Esa
plaza tiene que ser para ti. Coloca los labios, anda. En forma de o, de cerito.
LUISA.— (Colocándolos en plan de beso.) ¿Así, darling?
CARLOS.— (Con enfado.) ¿Ya empezamos?
LUISA.— (En la misma postura, pronuncia en inglés, como tratando de darle un «bocao».)
«¡Uan!»

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CARLOS.— (Se levanta y llama, dispuesto a irse.) ¡Basi!
LUISA.— (Levantándose también.) Me gusta verte enfadao.
CARLOS.— ¿Ah, sí? Vamos a verlo. (Le da un azote y luego, fingiendo que se ha hecho
daño en la mano, exclama.) Oye, ¿haces gimnasia? (Dándole otro azote.) ¡Está durito eso!
LUISA.— (Riendo.) ¡Qué tonto!

Ha entrado en escena Basilio a punto de ver el azote. Ahora avanza hacia ellos exclamando
«muy en serio».

BASILIO: (A Carlos.) ¡Eh, tú! ¿No te da vergüenza alzarle la mano al sexo débil? (Haciendo
que se saca el cinto.) ¡Toma el cinto! (Ríen ellos.)
LUISA.— ¡Pero Basi!
BASILIO.— (A Carlos.) Nunca le pongas las manos encima a una mujer. Lo que las manos
hagan...
LUISA.— ¿Qué?
BASILIO.— (A Luisa.) Lo dividís en caricias suaves o fuertes. (A Carlos.) Total: que te
esclavizan.
LUISA.— ¡Usté es un chivato!
BASILIO.— (A Carlos.) Saca, sácate el cinto. Y si no, dale con esa banqueta.
LUISA.— ¿Y si se rompe?
BASILIO.— (A Carlos.) Tú, ni preocuparte. No te la pondré en cuenta.
LUISA.— (Con guasa.) Con esas dotes pa el matrimonio, ¿cómo es que no se ha casao?
BASILIO.— (Confidencial, a Carlos.) Cuando le pegues a una mujer, nunca lo hagas
delante de otra.
CARLOS.— (Como intrigado.) ¿Por qué?
BASILIO.— ¡Las entusiasma!
LUISA.— ¡Usté sabe mucho!
CARLOS.— Sigue, maestro.
BASILIO.— Una buena estaca y buena molla pa manejarla. ¡Todas se te rinden! Por eso, pa
que no te persigan, pégalas a solas, una a una.
LUISA.— ¿Cuántas muescas tiene su estaca?
BASILIO.— (Extrañado.) ¿Muescas?
CARLOS.— ¿No has visto ningún western?
LUISA.— ¡Pum!, ¡pum!, ¡y señalita en el revólver!
BASILIO.— Hazme caso, muchacho; agarra la banqueta y (Señalando a Luisa.) ¡duro con
esa!
LUISA.— ¡Seré bruto!
CARLOS.— ¿A solas?
BASILIO.— Siempre a solas y sin olvidar la consigna.
LUISA.— ¿La consigna? ¿Qué consigna?
CARLOS.— Duro y a la cabeza.
BASILIO.— A la cabeza no, muchacho.
CARLOS.— Puede romperse, claro.
BASILIO.— Puede romperse la estaca. Y entonces (Himno nupcial.) ¡Cha, chan, chachan!
(Riendo.) ¿Conocéis al tipo de antes?
CARLOS.— ¿A qué tipo?
BASILIO.— Al que quería ligar con la Maruja.

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CARLOS.— ¿Lo conoces tú?
BASILIO.— ¡Pues no sé qué decirte!... Pero no, no puede ser. Este es un tipo de buenas
maneras y farda como un míster.
CARLOS.— ¿Te recuerda a alguien?
BASILIO.— Siempre alguien nos recuerda a alguien, ¿no crees?
CARLOS.— ¿Sabes cómo le llamaria yo a éste?
BASILIO.— ¿Cómo?
CARLOS.— El chulo del «Jaguar»
BASILIO.— (Con admiración.) ¿Tiene un «Jaguar»? ¡Bueno, yo por un coche de esos...!
CARLOS.— ¿Qué?
BASILIO.— ¡Sería capaz de...!
CARLOS.— Anda, dime qué te debo.
BASILIO.— (Con extraña entonación.) Dos francos, un cuarto de dólar, dos chelines, marco
y medio... ¡Un «Jaguar», que tío! (En tono .normal.) Cinco duros, muchacho.
CARLOS.— ¿Con o sin las « meee »?
BASILIO.— Las «meee» son obsequio de la casa.
CARLOS.— (Entregándole el dinero.) ¡Buen souvenir!

Por el lateral contrario al que ha dado salida al Míster, se acercan risas juveniles. A éstas se
suma la música de una armónica que, con vivo ritmo, interpreta un bailable de moda. Al fin
entran en escena semi-bailando dos chicas jóvenes (Marisa y Cecilia) y el muchacho de la
armónica (Marcial). Maristi trae debajo del brazo una carpeta y un libro.

VOZ DE CECILIA.— ¡Venga, acelera!


MARISA.— (Entra empujando a Marcial) ¡Más ritmo a esa armónica!
CECILIA.— Fíjate, Marisa, un paso nuevo. (Baila con Basilio.)
LUISA.— (A Carlos.) Tu prima. ¡Ahí la tienes!
CARLOS.— ¡Majara por los cuatro costaos!
MARISA.— ¡Ritmo, Marcial! ¿Estás sonao? ¡Apunta, Ceci! (Acentúa su baile.)
BASILIO.— ¡Ritmo de pechamen, sí señor!
LUISA.— ¿A qué viene esto? ¿Qué es hoy?
MARISA.— Hoy es lo que tú quieras, Luisa. El calendario es un dictador.
CECILIA.— No hay que hacerle caso.
MARISA.— (A todos.) ¿Qué os parece? ¿Declaramos hoy día de novillos?
CARLOS.— ¡Qué novillos ni qué puñetas! ¡Se acabó el baile!
BASILIO.— (Siguiendo el ritmo con Ceci.) ¡Y yo que creí que no se me daban estos
vaivenes!
MARISA.— ¡Mucho, Basil
BASILIO.— (A Ceci.) ¡Mueve el esqueleto, chavalilla!
CECILIA.— (A Marcial, que ha dejado de tocar en la anterior exclamación de Carlos.)
¡Dale, Marcial!
MARISA.— ¡A ver lo que dura el viejo!
BASILIO.— ¿Viejo? (Aumenta las contorsiones.)
CECILIA.— Y con el «pasen peatones» funcionando.

Marisa aparta a Cecilia y es ella la que baila ahora con Basi.

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MARISA.— ¡Venga ya! ¡Tripita p'alante!
CECILIA.— (Bailando separada.) ¡Y el pompis p'atrás!
MARISA.— ¡Hale ya!
CARLOS.— (A Marcial.) ¡Ya está bien, tú! ¡Corta! No sé cómo os dejais liar por ésta.
MARISA.— (Dando ella sola algún paso más de baile.) No seas ogro, primo; o se lo diré a tu
tía.
CARLOS.— Tu madre es más tonta que tú.
MARISA.— (Con cierta dureza.) ¿Más tonta?
CECILIA.— Es la pega de casi todas las madres.
MARCIAL.— Si no fuera así, todavía estaríamos en el tango.
MARISA.— (Romántico-burlona.) ¡Oh, el tango!

Enlaza a Basilio y, secundados por la armónica de Marcial, se marcan un tango cómico-


apasionado. Con arreglo a los cañones, Basilio. Torpe y caricaturesco, Marisa: como si
marcaran la diferencia, el contraste entre dos mundos.

CARLOS.— (Haciendo ademán de ir a separarlos.) ¡Me saca de quicio!


LUISA.— (Reteniendo a Carlos.) ¡Déjala!
CECILIA.— (Por Basi.) ¡Vaya un bailón!
MARISA.— (Cursi.) ¡Un bailón de la «belle epoque»!
LUISA.— ¡Muy callao te lo tenías, Basi!
BASILIO.— ¿Qué te habías figurao?
MARISA.— (Por Basi.) ¡Este tío es una lapa!
CECILIA.— No eran tan tontas nuestras madres.
CARLOS.— ¡Se acabó!

Marisa se separa de Basilio e intenta sacar a bailar a Carlos.

MARISA.— ¡Alegra esa cara, primito! Enlázame: ¡soy tuya!


CARLOS.— (Seco.) ¡He dicho que se acabó el baile! (Empujando a Marisa hacia el mutis.)
¡Hala, a clase!
CECILIA.— ¡Violentos, como a mí me chiflan!
MARISA.— (A Carlos.) No creas que todos los días llego tarde. (A Ceci y Marcial.) ¿Verdad
que no?
CECILIA y MARCIAL.— (Alzando la mano en plan de juramento.) ¡No, jurao!
MARISA.— Hoy tengo disculpa: Hace un sol espléndido, el termómetro marca veintidós gra-
dos y escucha: el canario de la Felisa canta.
CARLOS.— ¡Camina! (Empujándola.)
MARISA.— (Suplicante.) Tengo dieciocho años, primito. Luisa, ¡échame una mano y
explícaselo tú!
CARLOS.— Desde hace un año podías estar ayudando en serio a tu madre.
MARISA.— Desde antes, primo. ¡Y muy bien...! (Hace señal de dinero.)
CARLOS.— ¿Qué quieres decir?
MARISA.— Que no todo consiste en hablar bien o mal el inglés. (Da unos pasos hacia el
mutis.)
CARLOS.— (Volviéndola hacia él.) ¡Aclara eso!
MARISA.— Que te lo aclare el canario de la Felisa.

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Marisa, Ceci y Marcial, caminan hacia el mutis imitando, burlones, el gorjeo de un canario.
Entra en escena el Mister que, al verlos venir, se hace a un lado. Alejándose, vuelve a oírse la
armónica. El Mister ha dado la espalda a la escena y. sin moverse de esta postura,
permanece asi unos instantes, como viéndoles alejarse. Carlos, durante un breve instante,
mira al Mister. Al fin, Luisa coge a Carlos del brazo y lo lleva hacia el mutis, o sea, hacia el
lateral opuesto al que en este momento se encuentra el Mister.

LUISA.— Anda, vamonos. (A Basi, que está limpiando la mesa.) Hasta luego, Basi.
BASILIO.— (Guasón, señalando a Carlos.) ¡Ojo con el cinto de ese!
LUISA.— (Haciendo mutis con Carlos.) No hay cuidao.

Basilio sigue recogiendo la mesa. El Mister avanza hacia él exclamando en inglés.

MISTER.— ¡Nice girls!


BASILIO.— ¿Cómo dice?
MISTER.— ¡Jóvenes y bellas muchachas!
BASILIO.— ¡Bombones, como suele decirse!
MISTER.— ¿Estudiantes?
BASILIO.— De idiomas. Aspirantes a europeas. ¿Usted es español, claro?
MISTER.— Me va a servir un whisky escocés.
BASILIO.— ¿Con o sin hielo?
MISTER.— Con, naturalmente. Si, soy español. ¿Se me nota mucho?
BASILIO.— Lo suficiente. Pero el barniz inglés es bueno, ¿eh?
MISTER.— ¿Barniz? ¡Oh, yes! (El Míster se echa a reír y, dándole una palmada en la
espalda a Basilio, exclama con tono castizo, perú no exagerado.) ¡Buen golpe, macho! (A
continuación, anie la extraneza que le ha causado a Basilio la exclamación, vuelve a su tono
habitual.) ¿Se dice así todavia?
BASILIO.— Sí, todavía.
MISTER.— ¡Hermosa mañana!
BASILIO.— Usted estará harto de niebla.
MISTER.— A cada ciudad lo suyo, amigo. En las ciudades grandes la niebla tiene su interés.
BASILIO.— ¿Por lo que oculta?
MISTER.— Esa es una pregunta de tío listo. Cosa que no me extraña. ¿Sabe por qué aqui
somos más listos que los ingleses, por ejemplo? Porque en este país hay que actuar sin niebla,
a pleno sol. Y hay que ingeniárselas para sacarle el ¡ugo a esa frase tan nuestra de: «hacer la
vista gorda». ¡Buena divisa para la fiesta! ¿Eh, amigo?
BASILIO.— Usted me recuerda a alguien. Hace unos cinco años...
MISTER.— Seis llevo fuera de aquí. Y aunque me he dado una vueltecita más de una vez, ha
sido por Orense, Lugo, Jaén...
BASILIO.— ¿Del norte al sur?
MISTER.— También Portugal. A Madrid, en esos seis años, es la primera vez que vengo.
Bueno, dos veces de paso, pero sin parada.
BASILIO.— ¿Viajante de comercio?
MISTER.— Casi se quema, amigo. Viajante de comercio... internacional.
BASILIO.— Eso se ve
MISTER.— Por favor, aclare.

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BASILIO.— Si fuera sólo nacional, serla usted catalán.
MISTER.— (Dándole nueva palmada en la espalda.) ¡Buen golpe, macho!
BASILIO.— ¿Me dijo usted con hielo, verdad?
MISTER.— Y escocés. Dos cosas hay que servir siempre frías: el whisky y los pensamientos.
Sobre todo en países calientes como óste. (Alzando la voz, pues Basi está a punto de entrar en
la taberna para servir lo que le han pedido.) ¡Ah! Y en vaso alto, amigo. Los del tintorro no
le van al whisky.
BASILIO.—Descuide.

Mientras el Mister saca un pitillo rubio y comienza a fumárselo, se oye, un puco alejado, pero
nítidamente, un disco de, lecciones en inglés, que puede alternar con oíros en francés y en
alemán. Poco a poco las voces vienen acercándose hasta casi invadir la escena. Con el
regreso de Basilio desaparecen las voces.

BASILIO (Que en una bandeja trae lo pedido.) Un sobrino mío, Bertucho, va a esa academia.
Francés, inglés: (Sirviendo.) cosa de porvenir, ¿eh?
MISTER.— No lo dude, amigo.
BASILIO.— ¿Tendrá usted buenas amistades por ahí?
MISTER.— Sin amistades no se llega muy lejos.
BASILIO.— Yo hubiera sido un buen «metre» de hotel, ¿se dice así? Pero... en fin, no me
quejo. Al fin y al cabo, esto será modesto, pero es mío. Pienso ampliarlo. Cuando vuelva
usted por aquí, ahí verá el cartelito. «On parle francais», «english spoken». Entonces le
atenderá mi sobrino, ya verá.
MISTER.— Yo podría echarle una mano.
BASILIO.— ¿Ah, sí? ¿Cómo?
MISTER.— Una temporada en Londres y otra en París, y dentro de un año lo tiene usted de
regreso con nuestro idioma en tercer lugar. Créame, amigo, en las academias se pierde mucho
tiempo. Además, a usted la operación: ni un céntimo. Con lo que él ganara podría...
BASILIO.— Es usted generoso.
MISTER.— ¡Qué no hacer por un compatriota! Solidaridad, amigo; si no nos ayudamos nos-
otros mismos, mal asunto. ¿Van muchas chávalas a esa academia?
BASILIO.— Sí, algunas van.
MISTER.— Ande, tómese un whisky conmigo, le invito.
BASILIO.— Habrá que empezar a acostumbrarse.
MISTER.— (Bebe, y nada más probar el whisky deja el vaso, exclamando.) Este whisky no
ha oído la gaita en su vida.
BASILIO.— Yo le juro que...
MISTER.— Por favor, engaños entre nosotros, no.
BASILIO.— De verdá, le aseguro que...
MISTER.— Bueno. No tiene importancia. (Bebe un poco.) La que salía antes con la carpetilla
y el libro, ¿cómo se llama?
BASILIO.— ¿Quién? Ah, sí; Marisa. De todas formas, no es mal whisky. ¿Le he puesto
bastante hielo?
MISTER.— ¿Marisa?
BASILIO.— Vive con su madre, viuda.
MISTER.— ¿Trabaja?
BASILIO.— Tienen una portería. A su primo le conoce usted. Es el novio de Luisa, la chica

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de antes. ¿Sabe quién le digo?
MISTER.— Yes. I've been tempted to blast his nose.
BASILIO.— No he entendido nada.
MISTER.— No son sus narices las que he nombrao. Tiene usted que presentarme a su
sabrino.
BASILIO.— Eso está hecho.
MISTER.— ¿Será amigo de las...?
BASILIO.— En este barrio nos conocemos todos.
MISTER.— Todos no.
BASILIO.— Bueno, casi todos. Recuerde, Míster: aquí sol, niebla no.
MISTER.— (Riéndose.) Turn a blind eye! ¿Eh, amigo?
BASILIO.— Eso sí lo he entendido.
MISTER.— ¡Otro whisky a que no!
BASILIO.— Ha dicho: vista gorda, ¿eh, Míster?
MISTER.— ¡Oh, yes! La famosa intuición ibérica. (Dándole una palmada definitiva.)
¡Mucho, macho! Anda, ¡cóbrate los dos whiskies y el que no te has tomao! (Echa un billete de
mil sobre la mesa.)
BASILIO.— ¿No tiene otro billete menor?
MISTER.— ¿Tan mal va el negocio?
BASILIO.— Aún es temprano. De todas formas...
MISTER.— El barrio es pobre, ¿eh?
BASILIO.— Sólo da para ir tirando.
MISTER.— (Tuteándole.) Podrías animar el local.
BASILIO.— ¿Animar? No entiendo.
MISTER.— ¿De qué estarnos hechos? ¿Tú, yo y todos tos que nos rodean? De deseos,
amigo. Si ignoras esto, echa el cierre. Pues, bien; darle satisfacción a algunos de esos deseos,
no es más que una cuestión de precio. ¿Tú has nacido aquí?
BASILIO.— Sí, aquí he nacido.
MISTER.— Y los cincuenta ya no los cumples. Repasa lo vivido. ¿Cuántos deseos se te han
quedao en el cajón? Apunta: Primer dogma para el comercio: Las gentes que nos rodean son
seres insatisfechos. Pero de las mil insatisfacciones hay una, amigo... ¿Cómo te llamas?
BASILIO.— Basilio.
MISTER.— Pues hay una, amigo Basilio, que podemos considerar la madre de las demás.
¿Te la imaginas? ¡Medita, comerciante! ¡La gran madre! Y alrededor de ella unos miles de
pudientes y unos millones de necesitaos. Y entre ellos, ¿quiénes? ¡Tú y yo! ¡Los
intermediarios! ¿Qué piensas?
BASILIO.— En lo de animar el local. ¿Qué ha querido decirme?
MISTER.— Ahora te falla la intuición. Si tu sobrino Bertucho no espabila te veo como hasta
ahora: sirviendo whisky «escocés» a malos catadores. ¿Sigo hablando en chino?
BASILIO.— Algo he cazao.
MISTER.— Un gato. La liebre corre demasiado pa ti. Anda, sírveme otro whisky. Y con
etiqueta indígena. Así nos entenderemos mejor. (Basilio recoge el vaso dejando el plato de
aceitunas y va por el nuevo pedido. Antes de entrar en la taberna, el Míster le dice): Y tú
sírvete otro.

A lo lejos vuelven a oírse los discos de idiomas. El Mister se levanta y se acerca al lateral por
el que llegan las voces. Y durante un instante mira en dirección de éstas. Luego se mira el

20
reloj y, silbando un aire de moda, regresa a su sitio, coincidiendo con la reAparición de
Basilio, que, en la bandeja, trae dos whiskys. El Míster los coge y ofrece uno a Basilio.

MISTER.— ¡Brindemos, amigo! (Basilio deja la bandeja sobre la mesa y coge el vaso que le
ofrecen. El Míster alza el suyo y exclama): ¡Por los intermediarios!

Beben un trago. Luego se sientan, al mismo tiempo que Basilio dice:

BASILIO.— Es la primera vez que brindo con whisky.


MISTER.— Tu primer paso importante.
BASILIO.— ¿Usted cree?
MISTER.— «On parle francáis», «english spoken». ¿Dónde decías que vas a colocar el
cartelito?
BASILIO.— (Señalando.) Ahí.
MISTER.— Buen sitio. Te enviaré clientes.
BASILIO.— Usted es un amigo.
MISTER.— Solidaridad, ya te lo he dicho. Pero no olvides mi consejo: tienes que animar el
local.
BASILIO.— Sí, voy a pensarlo bien estos días.
MISTER.— Serán fructíferos, ya lo verás. Oye, ¿a qué hora acaban ahí (Señala hacia el lugar
en que, imaginariamente, está situada la academia de idiomas.) las clases?
BASILIO.—Las de la mañana están coleando.
MISTER.— Ese Carlos, ¿qué hace?
BASILIO.— Traduce cosas. Por lo que aquí gasta: ni fu ni fá.
MISTER.— ¿También vive por aquí?
BASILIO.— Ahí, a la vuelta. Ha regresao hace poco.
MISTER.— No me gusta.
BASILIO.— Sí, suele pasarse de rosca.
MISTER.— Tipos como ese, suelen vivir poco y mal. La conciencia, amigo, como el vino...
BASILIO.— (Cortando rápido.) ¡Aguarla!
MISTER.— (Dándole una nueva palmada.) ¡Diana, macho! Eso es saber apuntar. ¿Sabes lo
que a ti te falta? ¡Aire! Tú serlas un buen intermediario, pero te falta aire. ¿Con quién vive el
prime de... ¿Marisa, me has dicho que se llama?
BASILIO.— Si. Carlos vive solo. Su madre y la de Marisa eran hermanas. Se quedó
huérfano. Puede que se pregunte usted, ¿y por qué no vive con su tía? La verdad es que las
hermanas nunca se llevaron bien.
MISTER.— ¿Las consabidas broncas familiares, no?
BASILIO.— O los modos de pensar.
MISTER.— A mí, de los modos de pensar, sólo me interesa un dato: Los que están arriba son
los que se acuestan con las mejores chávalas.
BASILIO.— ¿Las mejor hechas, quiere usted decir?
MISTER.— No hay otras. Las demás son cáscara.
BASILIO.— Es usted el diablo.
MISTER.— ¡Qué más quisiera yo! Basilio: segundo dogma para el comercio. Los que están
arriba —sean azules, blancos o verdes— son los que...
BASILIO.— (Continuando.) ...se llevan a la cama las mejores hembras.
MISTER.— (Dándole la consabida palmada en la espalda.) ¡Otra diana! (Refiriéndose al

21
local.) Ésto tendrás que ambientarlo con mucha intuición de la jugada. Hay un detalle que no
falla: un farolillo con luz roja, difusa..
BASILIO.— ¿Ambiente infierno?
MISTER.— Eso sería lo perfecto. Con que consigas un infiernillo.
BASILIO.— Ese lo tengo.
MISTER.— (Dándole un cachelilo en la cara) Eso está bueno, amigo. Y demuestra
confianza, que es algo que entre tú y yo debe existir. ¿De acuerdo?
BASILIO.— De acuerdo.
MISTER.— (Cogiendo los dos vasos y dándole uno a Basilio.) Toma y alza. (Alzan los
vasos.) Por Basilio y... Bueno: —y yo. ¡Basilio y yo: ¡Ese, Ele! (Beben.) Pero, delante de la
gente, a mantenernos con cierto sentido de las distancias, ¿entendido?
BASILIO.— Como usted diga.
MISTER.— (Alargándole la mano.) ¡Chócala, macho! (Se chocan las manos.)

A lo lejos empiezan a oírse voces y risas juveniles. El Míster, acercándose al lateral por
donde se supone que esta la academia de idiomas, mira a lo lejos. Al instante regresa a su
sitio, exclamando:

MISTER.— Ya salen las chávalas. ¿Quién son los que vienen con ellas?
BASILIO.— Uno de ellos es mi sobrino.
MISTER.— Pues vas a presentármelo.
BASILIO.— ¿A él? ¿O a Marisa?
MISTER.— A él.

Vuelve a oírse la armónica. Y a ella, entonando un cantable moderno, se unen las juveniles
voces Que, entremezcladas con alguna risa, irrumpen al fin en escena. Pertenecen a Chelo,
Bertucho, Marisa, Cecilia y Marcial. Berlucho entra preguntando:

BERTUCHO.— Baby se dice bei-bi, ¿a que sí?


MARISA.— ¡Aló, beibi! ¿Spoken inglis?
MARCIAL.— Inglis, eso es. Y no: «ingles» (Se refiere a la entrepierna.) como dice ésta.
(Señala a Chelo.)
BERTUCHO.— ¡Como que un día se hernia!
CHELO.— (Mirando al Mister.) ¿A qué hora nos vemos, Bertucho?
BERTUCHO.— (Mueca, por la mirada de Chelo al Misler.) A las siete, ¿si te parece bien?
BASILIO.— (A Bertucho.) ¡Ven p'acá, tú!
CECILIA.— (Romántica-guasona, mirando al Míster.) ¡Qué tío, muy love!
CHELO.— ¡Y qué largo!
BASILIO.— (Al Míster.) Este es mi sobrino.
CHELO.— (Por el Míster.) ¡Si me caigo desde un beso suyo me esnuco!
MISTER.— (Estrechando la mano de Bertucho.) Encantao de conocerte, muchacho.
CECILIA.— (Por el Mister.) ¿Cantará?
MARCIAL.— Si canta estará forrao.
MISTER.— (A Bertucho.) Tu tío y yo hemos hablao un poco de ti.
CECILIA.— ¡Qué tono de voz, mami!
MISTER.— (A Bertucho.) Siéntate y toma lo que quieras.
BERTUCHO.— Vuelvo rápido. Voy a...

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MISTER.— Un momento. Ya tendrás mucho gusto en in... (Dirigiéndose a ellas.) Señoritas,
están ustedes invitadas por Bertucho. Acepten una copa.
CECILIA.— (Yendo a sentarse.) Por Bertucho no, por usted.
CHELO.— Si tuviera que pagar éste (Señala a Bertucho.) no pasábannos del palillo.
MISTER.— (A Marisa.) Por favor, tome asiento, señorita.
CHELO.— (A Marisa.) ¿Te lo han pedida alguna vez de un modo tan fino? (Al Mister.)
¿Usted es español o inglés?
MISTER.— Anfibio
CHELO.— ¿De Gibraltar?
MISTER.— ( Riendo.) Tiene mucho ingenio. Pero, vamos, siéntense. Y pidan, por favor...
¿Qué van a tomar?
CECILIA.— ¿Podemos pedir...?
MISTER.— (Cortando.) Lo que quieran. La invitación es a caño libre. ¿Se dice así, «yi nou»?
CHELO.— Asi se dice, Mister. Pero, por abundante, puede ser una invitación peligrosa.
¿Conoce eso del caño al coro, del coro al...?
MISTER.— Caño. Si, lo conozco. ¿Cómo se llama usted?
CHELO.— Chelo.
MISTER.— ¿Nada más?
CHELO.— ¡Como soy tan pequeñita!
MISTER.— (Riendo.) Eso tiene gracia, Chelo. ¿Me permite llamarla por su nombre?
CHELO.— Sí, puede seguir haciéndolo.
MISTER.— (A todos.) Vamos, pidan lo que quieran.
MARCIAL.— A mí un «yin toni».
CHELO.— Yo un pippermint. (Al Mister.) Es por satisfacer una curiosidad, ¿sabe?
MISTER.— Chelo, pippermint. (A Marisa.) ¿Usted también?
MARISA.— ¿Cree que es momento para el pippermint?
MISTER.— Podía sentir la misma curiosidad que su amiga.
MARISA.— (Algo tajante.) Cerveza, Basi.
MISTER.— (Cauto.) La señorita, cerveza, (A los demás.) ¿Y vosotros?
CECILIA.— (Al Mtster, como insinuándose.) ¡Aconséjeme usted!
CHELO.— Déle un tinto y un autógrafo. ¡No te digo! (Imitándola con burla.) ¡Aconséjeme
usted!
BASILIO.— (Tajante.) Bueno, ¿qué va a ser?
BERTUCHO.— Diga usté que sí: ¡rapidez y eficacia! (Sentándose.) A mí me va a poner...
BASILIO.— (Furioso.) ¡Las manos en el cuello! (Levantándolo.) ¡Levántate y échame una
mano!
MISTER.— Por favor. Basilio; son mis invitados. Sea amable y sírvanos usted. (A Bertucho.)
¿Puedo aconsejarte un whisky?
BERTUCHO.— (Con sorna, sentándose.) Ya lo ha oído. ¡Y con mucho hielo!
BASILIO.— (Mordiente) ¡Una barra, a ver si te congelo!
CHELO.— (Cómico-suplicante.) ¡Congeladito no, que me lo abarata!
BASILIO.— ¡Tú métete en un tiesto y riégate, a ver si creces!
MISTER.— (A Basilio, en tono de ruego.) ¡Pero hombre, por favor!

Basilio ha cogido la bandeja y se dirige hacia el mutis. Va diciendo:

BASILIO.— ¡Vaya una clientela!

23
A punto de entrar en la taberna, lo para la voz de Chelo que, subida en la banqueta y
mostrándole el pía-tito de tas aceitunas, exclama:

CHELO.— Y no se olvide, Basi: ¡Tráiganos la cabra!


TODOS.— ¡Meeeeeeeee!

Basilio le pega un empujón a Chelo, que, entre risas, cae encima de sus compañeros,

TELÓN

24
ACTO SEGUNDO

Al alzarse el telón vemos la misma decoración del primer acto.

Sentado en uno de los bancos y ante un doble de tinto, está Carlos. Sobre una mesa esta
sentado Bertucho. Los pies los apoya sobre una banqueta, colocado todo él en postura de ir a
empezar a rasguear la guitarra que sostiene en sus manos. El pelo largo y la indumentaria,
tratan de encuadrarlo entre los jóvenes mconformistas de hoy.

BERTUCHO.— (Después de rasguear la guitarra.) Yo quisiera hacer lo que hiciste tú. Unos
días en París: ¡Orillas del Sena! ¡Pigalle! ¡Saint Germain! y luego, ya hecha la toma de
contacto, ¡Londres! Vamos: que si te preguntan, ¿de dónde vienes?, uno quede bien
contestado: ¡De París, mister! (Rasguea la guitarra. Al fin. concluye.) Pero chico, ¡esto de ir
de prestao...! A lo mejor no vuelvo, ¿sabes? Oye, ¿tú por qué has vuelto? ¡Eh, Carlitos, te
está hablando un nombre! (Al no recibir contestación, se encoge de hombros y rasguea la
guitarra de nuevo. De pronto, como de sopetón le pregunta a Carlos.) ¿Quieres un whisky?
Hasta que no vuelva mi tío, soy el amo. ¡Aprovecha! Yo ya me he atizao uno ¿Pero qué te
pasa? No te preocupes. ¡La plaza es para Luisa, ya lo verás! Su inglés no íiene nada que
envidiar al de Heidi. Y en cuanto al español, una es de Hamburgo y la otra: (Rasguea un
pasodoble lo tararea un instante, concluyendo rotundo.) ¡Y ole! ¡Tirao, ya lo verás! Oye, ¿no
crees que esto de !a guitarra para darse un garbeo por el mundo es un acierto? ¡Verás la que
voy a armar! Mi tío es un vaina. Se cree que voy a regresar aquí de «camarero ilustraos. ¡Va
listo! Ya estoy oyendo a las trancesitas: (Imitando llamadas.) «Odile, Janet, atiende! Aliez
vite, Monique! Un petit espagnol avec une guitarre! C'est a moi, c'est a moi! Je Tai vu la
premiére!» (Cambiando el tono) ¡Gran invento las francesas!, ¿eh, tú? (Confidencial.) Oye:
¿qué reconstituyente me aconsejas? No sería cortés por mi parte llegar a Londres hecho un
guiñapo Aquellas chávalas también tienen derecho a la parte que de mí les corresponda. ¡Ah!
¡Vivir ! ¡Qué palabra, Carlitos! ¿Sabes cuántos años tiene mi tío? El cero de los cincuenta ya
ha debido atropellarle. Pues hay una puerta ahí dentro. (Señala hacia el interior de la
taberna.) Que tiene un agújenlo disimulao entre las junturas. Una puerta tallada a mano, ¡fíja-
te si será vieja! Seguramente la encargó con el agujerito hecho ya. Pues más de una vez le he
pillao en cuclillas: iguipando! ¡Como que sabe quien tiene las mejores piernas del barrio! Es
un retorcido, ¿a que tí? Un retorcido en cuclillas, claro. Yo, de verdad: ¡al lao de este tío no
vivo! (Rasguea la guitarra y tararea dos ü tres compases de alguna canción francesa de
moda.) ¿Te has enterao de lo de la madre de Chelo? Ha vuelto a hacer una de las suyas. No
comprendo a Chelo. ¿Por qué no se larga? (Se levanta, deja la guitarra sobre la mesa y se
mete en la taberna, exclamando.) Vuelvo a estar seco. Si te apetece el whisky, el momento es
de artesanía.

Carlos coge la guitarra y la pulsa. Surgen de ella unos compases de acompañamiento de


romance. Al fin, canta:

CARLOS.— (Cantado.) Traer la vida jugada,


andar a mucho peligro;
o ser hombre, o no ser nada,
este es el dilema, amigo.
Por eso lo canto yo

25
a la humana concurrencia
y aseguro al que nació;
nadie nace por su cuenta.
El uno se debe al otro,
esto, ¡oídlo! es la verdad;
y aquél que aquí se haga el sordo
morirá de soledad.
Pensad, amigos, pensad:
la vida es un sorbo breve
y no gana eternidad
el que por sí solo bebe.
Una uva no hace vino,
ni una gota agua corriente,
el vino está en el racimo
como el agua está en la fuente.

Con un whisky en la mano, hace su aparición Bertucho y se queda quieto, escuchando a


Carlos.
Quemad hoy mismo el sombrero,
como lo he quemado yo,
que siempre pudre el cabello
todo lo que quita el sol.
Y hace falta claridad
para encontrar el camino
que al agua os ha de llevar
o, si preferís, al vino.
Aquí acaba la tonada
que yo he venido a cantar,
puede decir mucho o nada,
sólo es saberla escuchar.
Hombre has de ser si la aclaras,
hombre si acuerdas conmigo;
traer la vida jugada
y andar a mucho peligro.

BERTUCHO.— (Después de una breve pausa, como reaccionando, va hacia Carlos


exclamando.) Oye, eso hace pensar.
CARLOS.— /Dejando la guitarra.) Pensar y sentir.
BERTUCHO.— ¿De quién es?
CARLOS.— Tuyo, mío, de todos.
BERTUCHO.— (Alargándole el whisky.) Bebe. Te lo has ganao. (Carlos bebe de su vaso de
tinto.) ¿Prefieres el tintorro? ¡Allá tú! (Bebiendo el whisky.) ¡Y vamos por el tercero!
CARLOS.— ¿No está tu madre?
BERTUCHO.— Sí, anda por ahí arriba.
CARLOS.— ¿Y no temes que...?
BERTUCHO.— No. Como madre murió hace tiempo. Desde que empezó a darse al anís o a
lo que se tercie. El caso es quemarse las entrañas. (Pausa.)

26
CARLOS.— Pensándolo bien, que tú no me iba.
BERTUCHO.— Pues, pensándolo bien, yo sí me voy. Y me extraña que tú aconsejes lo
contrario.
CARLOS.— Bertucho, lo que tú vas a hacer es lo que yo hice: huir.
BERTUCHO.— ¿Huir quién? ¿Huir de mi tío? ¿De mi madre?
CARLOS.— Sigue.
BERTUCHO.— ¡Ah! ¿Te refieres a Chelo? ¿O te refieres a...?
CARLOS.— Sigue. ¿A quiénes crees que me refiero? ¿A quiénes...?

Fuera se oye la voz de Basilio, que se acerca, exclamando.

VOZ BASILIO.— Pásate por aquí el sábado y te lo abono. (Bertucho coge rápidamente el
vaso de tinto de Carlos, y le pone a éste el de whisky. Entra Basilio, todavía exclamando): ¡Y
suma bien, que de espabilao te pasas! (A Bertucho, por el vaso.) ¿Ya empinando?
BERTUCHO.— ¡A ver qué vida!
BASILIO.— (A Carlos.) Pero, ¿cómo? ¿Te has pasao al whisky?
BERTUCHO.— (Bebiendo del vaso de Carlos.) Está que lo tira. A mí me invitaba a otro,
pero yo: ¡manchego puro! (Bebe otro sorbo.) ¡Valdepeñas de los Archidona!
BASILIO.— (A Carlos.) ¿Me invitas a mí también?
BERTUCHO.— No hay que abusar, tío. El inglés traducido no da pa tanto.
BASILIO.— ¿Ha venido el Mister por aquí?
BERTUCHO.— No, pero ése no falla. ¡Vaya un cariño que nos ha cogido!
BASILIO.— (A Carlos.) Te veo muy callao. ¿Le has ido a éste tocar la guitarra? Dentro de
poco ya verás: ¡Basi-Club! ¡Atracciones! (Dándole la guitarra a su sobrino.) Venga, ¡a
ensayar! (A Carlos, por Bertucho.) Mucha voz no tiene, ¡pero sentimiento...!
BERTUCHO.— No das una, tío. El sentimiento hoy no se lleva. ¡Apunta! (Hace trepidar la
guitarra, y al mismo tiempo que emite extrañas notas y vociferaníe inflexiones de garganta,
se retuerce en rítmicas contorsiones. A los pocos instantes se retira, estirado como un torero
después de una gran faena, exclamando.) ¡Ahí queda eso, Basilio!
BASILIO.— ¡Pues aquí te va la rúbrica! (Basilio intenta darle una patada en el trasero, pero
Bertucho realiza el mutis a tiempo, desapareciendo dentro de la taberna.) (A Carlos, por
Bertucho.) ¡Demasiao aprisa está espabilando éste!
CARLOS.— ¿Y eso es malo?
BASILIO.— Perder el respeto, sí.
CARLOS.— ¿El respeto a quién?
BASILIO.— Muchacho, ¿me permites un consejo? (Pausa.) Reforma los indicadores. El
camino que te señalan no te conviene.
CARLOS.— No te entiendo.
BASILIO.— Hazme caso, tú sabes que te aprecio. A este barrio le sobran voces, y ésas son
las que cuentan cosas raras de ti y de tus...
CARLOS.— ¿De mis qué?
BASILIO.— Te doblo en años, Carlitos, y aquí han pasado muchas cosas. Yo también me di
tocino en el bigote. ¿O crees que eso de la juventud es una exclusiva vuestra? De verdad,
muchacho. Reforma los indicadores.
CARLOS.— ¿Es que no sabes hablar claro?
BASILIO.— ¿Más?
CARLOS.— Ni más, ni menos: normal

27
BASILIO.— (Irónico.) Tú eres de los de «al pan, pan».
CARLOS.— Y tú de los de «al vino...»
BASILIO.— (Cortando.) ¡Agua, Carlitos! ¿Sabes cuántos quedamos de aquellos jóvenes de
empuje?
CARLOS.— ¿Cuántos además de tú?
BASILIO.— No quiero entristecerte.
CARLOS.— ¿Tantos sois?
BASILIO.— (Irritado.) Frena muchacho. ¡Conseguirás sacarme de quicio! A tu edad yo...
(Abriéndose violentamente la camisa muestra una cicatriz que le cruza el pecho.) ¡Mira!
¡Me sobraron reaños!, ¿te enteras?
CARLOS.— (Frío, duro.) Pues debiste quedarte con todos.

El Mister que ha entrado hace un instante avanza hacia ellos exclamando melifluo.

MISTER.— ¿Con todos? Por favor, señores; en eso la cantidad es justa, precisa. Es una de las
pocas cosas en que el reparto es equitativo. No hay más alteraciones que las que señalan los
manuales de medicina: orquitis, etc. Por favor, Basilio, abróchese la camisa. ¡No soporto la
visión de esas cicatrices! (A Carlos.) Son una estupidez. Y por lo regular, una estupidez
cometida en la edad más fabulosa para vivir. (A Carlos.) ¿Me permite? (Sentándose, a
Basilio.) Un whisky. ¿Han leído la prensa? Peligrosa situación económica. ¿Qué les parece,
amigos?
CARLOS.— Lo dice usted como si diese un resultado de fútbol.
MISTER.— Por favor, mi ingenio es mucho más modesto. Vivimos en un mundo en que
nunca todos seremos pobres, ni nunca todos seremos ricos. Esto invita a una honda reflexión,
¿no creen? Como siempre, con mucho hielo, Basilio. Y de mi botella escocesa.

Alzando un poco la voz, ya que Basilio está a punto de entrar en la taberna.

MISTER.— Y sírvale otro a Carlos. (A Carlos) ¿Me lo acepta?


CARLOS.— Gracias, no bebo más.
MISTER.— (A Basilio definitivo.) Con mucho hielo ¿eh?
BASILIO.— (Haciendo mutis.) Descuide,
MISTER.— (Le ofrece un cigarrillo rubio a Carlos.) ¿Un rubio? ¿Tampoco? Me juzga mal,
amigo. Ya no se puede decir de mí que sea un recién llegao. Creo que, en el tiempo que llevo
aquí, sólo os he dao muestras de afecto y amistad. ¿Me permites el tuteo? Al fin y al cabo
somos paisanos y tú me caes muy bien. (Pausa.) Te valoras poco, muchacho. Es lástima que
te desgastes en esas traducciones que apenas te dan para vivir. Si tú quisieras... No, no me
mires de ese modo. También yo he nacido aquí; pero me niego a figurar en la lista de las
víctimas. Si eres inteligente, y desde luego lo eres... (Gesto de Carlos.) ¡Escúchame!; hay que
enseñarles a todos éstos a luchar contra la miseria. ¡A luchar como sea! Hay algo en lo que
estamos que ya no se volverá a repetir. Y ese algo es que «vivimos». Y hay que conseguir, a
costa de lo que sea, que nos estampen el epitafio en el preciso momento en que demos el «ale-
jop» final. Esa será nuestra gran hazaña. Echa una mirada a tu alrededor y dime si toda esta
gente no anda ya con el epitafio puesto. En definitiva: ¡Hay que ser cadáver a su debido
tiempo! Y no antes, como es aquí costumbre. (A Basilio, que reaparece con el whisky pedido.)
Tercer dogma para el comercio, Basilio: El que se mueve entre cadáveres no esta obligado a
respetar ningún principio. (A Carlos.) Aunque, aparentemente, los respete todos. (A Basilio,

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cogiendo el vasno de whisky.) ¿Con mucho hielo, verdad?
BASILIO.— Exactamente frío.
MISTER.— (A Carlos.)Esa es la consigna. Calentarse es prestar un flaco servicio a nuestra
gente: pueden tomarlo como ejemplo. Me imagino lo que estás pensando, y te equivocas,
muchacho. ¡Víctimas y verdugos!, no hay más. Y entre tener el hacha en la mano o clavada en
el cuello, la elección no es dudosa.

Carlos cuge el vaso de whisky y arroja su contenido contra la cara del Mis-ter. bstt se lama
contra Carlos, perú Basilio, rápido, las separa exclamando:

BASILIO.— ¡Quietos! (El Mister saca un pañuelo y, al mismo tiempo que se limpia con
aparente serenidad la cara, le dice, suave de voz, a Carlos.) ¡Qué pena! El whisky era
escocés y la tela inglesa. Un derroche, un lamentable derroche para este barrio. (Dejando el
tuteo.) ¿No lo cree usted así?

Carlos, saca unas monedas y se las da a Basilio, diciendo:

CARLOS.— Cóbrate todo.


MISTER.— (Limpiándose el traje.) Usted no tiene idea de los precios, joven (Carlos,
dejando un billete sobre la mesa, hace mutis. Entonces el Mister, ya con Carlos fuera de
escena, exclama dando rienda suelta a su contenida rabia.) ¡Ese hijo de...! ¡Por mis muertos
que le coloco las tres letras a las primeras de cambio!
BASILIO.— ¿Las tres letras?
MISTER.— (Con desprecio.) ¡Desgraciao! Estos tipejos son los que con su (Sarcástico.)
«honestidad» hacen crecer la panda de ilusos. ¡Maldita sea su madre! ¿Pero es que se puede
ser honesto aquí abajo? No hay más que dos formas de serlo: o pegarte un tiro o jugártela de
verdad y que te lo peguen. Pero más importante es mantener el esqueleto en pie, ¡pero
mantenerlo bien relleno! (A Basilio.) Apunta también ésto. (Limpiándose.) ¡Lástima de traje!
¡Imagínate que yo fuera otro «honesto» y no tuviera más que el traje de los domingos...!

Entra en escena Marisa. Se dirige al Mister un poco preocupada.

MARISA.— (Al Mister.) ¿Estás aquí? Creí que... (Se corta al ver el traje empapado.) Pero,
¡qué barbaridad!, ¡cómo te has puesto! Basilio, por favor, traiga un sifón.
BASILIO.— (Yendo a por el sifón.) Al momento, Marisa. (Mutis.)
MARISA.— (Al Mister.) ¿Cómo no me has esperao?
MISTER.— (Brusco.) Oye, yo no le aguanto plantones a nadie. Perder media hora por ti es
demasiao. (Ante un gesto ingenuo de ella.) Hazte la idiota, se te da bien.
MARISA.— Me ha dao miedo. Mi primo sospecha. Casi me lo tropiezo ahora. ¿Ha estao
aquí, verdá?
MISTER.— ¡Me estoy hartando de esta situacióm
MARISA.— ¡Vamos, no te enfades!
MISTER.— (Sigue brusco, autoritariu.) Bueno, de lo dicho, ¿qué pasa? ¿Te decides o no? Te
advierto que las esperas no me van. Tú verás. Si prefieres pudrirte aquí, me lo dices y a otra
cosa.

Aparece Basilio con el sifón. El Mister le hace señas para que se raya. Basilio, con un aire de

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complicidad, hace mutis. Todo esto ha pasado inadvertido para Marisa.

MARISA.— La verdá, no sé qué hacer.


MISTER.— Mañana encargo mi billete. (Firme) Y el tuyo. (A partir de aquí, comienza a
acariciarla, a seducirla, junando con los tonos de voz.) ¡Te gustará Inglaterra, muy love!
Londres es una ciudad maravillosa, y si vas conmigo, ¡imagínate!
MARISA.— Dame un poco más de tiempo. Acabas de planear el viaje, como quien dice.
MISTER.— Si quieres, pasaremos por París.
MARISA.— Me entusiasmaría.
MISTER.— Una o dos noches juntos en París. ¡Las que tú quieras, mon amour! Hay un
pequeño jardín en medio del Sena, ¡el Vert Galant!, que es el único sitio en Francia donde está
prohibido besarse. ¡Lo profanaremos! Luego te vendaré los ojos, y así no te pondrás
coloradilla al entrar conmigo en sitios que nunca has podido imaginar.
MARISA.— ¿Qué me estás proponiendo?
MISTER.— Tómalo como si el cura estuviese delante. (Como dando el «si» matrimonial.)
¡Yes, pater! ( Besándola.) ¿Es que hay posibilidad de darle el «no» a esta griega?
MARISA.— No me vale el «yes», quiero el «sí».
MISTER.— ¿Como tu abuelita, «mon petit mignon»?
MARISA.— ¿Te burlas?
MISTER.— No, pequeña. ¿No has viajado nunca en un tren de lujo?
MARISA.— (Ingenua.) En el Talgo, hasta Avila.
MISTER.— ¡My love! ¡Eso es como viajar en el Metro pintao de blanco. Cruzarás conmigo
Francia en uno de los grandes expresos. Luego te echaré a mi espalda y, ¡zas!, al agua.
Atravesaremos muy juntos el Canal de la Mancha, hasta Dover. Una vez allí, conquistaré
Inglaterra para ti solita. (Se besan.) Del equipaje no te preocupes. Tú, con lo puesto. Y
Londres pondrá todo lo demás. ¿Te has quedado muda, muy love?
MARISA.— Es que así, de repente. La verdá, no sé qué decirte.
MISTER.— (Brusco otra vez.) Una cosa está clara: que yo no aguanto más esta situación. Y
menos a esa Chelo. ¡Me da náuseas tener que seguir fingiendo con ese renacuajo!
MARISA.— ¿Y crees que eso me agrada? ¡Pobrecilla!
MISTER.— ¡No seas cínica! (Llamando.) Basilio, ¿qué pasa con el sifón?
MARISA.— Si me decido, ¿cuándo saldríamos? (Entra Basilio con el sifón. Marisa se lo
coge.) Traiga, déjeme.
BASILIO.— Empapa primero el pañuelo.
MISTER.— (Quitándole el sifón a Marisa y echándose un chorro de selt directamente en el
traje.) La lentitud os pierde. Dame.
MARISA.— (Al Mister.) ¡Vaya un modo! Ya, dúchate.
MISTER.— (Rápido de movimientos, se frota ahora el traje con el pañuelo. Al mismo tiempo,
exclama intencionadamente guasón.) Voy a tener que ir a cambiarme, no vayan a creer que...
¡Y eso a mi edad!
BASILIO.— ¡Qué cosas se le ocurren!
MARISA.— ¿Humor inglés, no?
MISTER.— Humedad española.
BASILIO.— ¡Buen golpe! Siento mucho que se vaya. Si tuviera mando le nombraba espa-
bilador del reino.
MISTER.— Estás cambiando. Basilio. Ya tienes ideas luminosas.
BASILIO.— La buena compañía. Todos le vamos a echar de menos.

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MISTER.— Por favor, estamos en la época supersónica y tú sigues a ritmo de rueda y caballo.
Hoy nadie se va. Londres, París, Berlín, Madrid, son barrios de la misma ciudad. Métete esto
en la sesera o nunca darás con los detalles necesarios para animar esto. (Señala alrededor,
dejando de frotarse con el pañuelo.) Bueno, de momento vale. El resto lo hará la planchadora.
BASILIO.— O Chelo.
MISTER.— A la mujer que quieras, no le fomentes nunca el espíritu de criada. Se ponen
insoportables. (A Marisa.) Si vas en dirección de mi hotel, te acompaño.
MARISA.— Sí, vamos
MISTER.— (A Basilio.) Apunta el whisky y el sifón en mi cuenta. (Camina con Marisa
hacia el mutis.)
BASILIO.— (Al Mister por el sifón.) El quitamanchas es regalo de la casa.
MISTER.— Gracias Basilio. Con el tiempo terminaré haciendo de ti un perfecto...
«gentleman». (A Marisa, siguiéndola en el mutis.) «Aprés vous, mademoiselle!

Basilio se queda un instante mirando hacia el mutis de Marisa y el Mister. Viniendo de la


parte de arriba, se oyen unos compases de guitarra y la voz de Bertucho que canta la estrofa
siguiente de la canción de Carlos.

BERTUCHO.— Traer la vida jugada,


andar a mucho peligro,
o ser hombre o no ser nada...

Maruja aparece en la puerta de la taberna y se queda un instante apoyada en el quicio. Al


fin le dice a Basilio.

MARUJA.— (Un poco bebida.) ¿Dónde has estao? (Pausa.) ¿Dónde has estao, di?

Siguen oyéndose los compases de la guitarra y la voz de Bertucho.

BASILIO.— (A Maruja, que le intercepta el paso a la taberna.) ¡No me eches el aliento!


¡Apestas! y no a tintorro. Empiezas a resultarme cara.
MARUJA.— Ten cuidao. (Agarrándolo.) Lo que estás haciendo conmigo es...
BASILIO.— (Soltándose brusco.) ¡Déjame en paz!
MARUJA.— ¿En paz? (Ríe de un modo mordido.) ¿No te remuerde esa palabra?
BASILIO.— ¡Borracha!
MARUJA.— ¡Borracha, sí! ¿Pero quién es el canalla que deja la espita abierta?
BASILIO.— (Sarcásíico.) ¡Habrá que vigilar a tu hijo!
MARUJA.— ¿Sabes qué edad va a cumplir? Si te atreves, fíjate en sus ojos: ya no se bajan,
¡se enfrentan con uno! Y una pregunta empieza a subírsele a la boca. ¡Ten mucho cuidado!
¡Porque un día le pongo la respuesta en la mano o en el puño!
BASILIO.— (Cínico.) ¿Crees que te conviene, mamá?
MARUJA.— Elige: ¿la madre de Chelo o yo?
BASILIO.— ¿Pero qué dices? ¡Las zorras no me van!
MARUJA.— ¡Qué imbécil! ¡Qué pobre imbécil tu hermano! ¿Por qué él murió en la prisión y
tú estás aquí? (Sarcástica.) ¡«Basi-Club»! ¡«English spoken»! Volviste sin un rasguño. No fue
la tortura la que te obligó al soplo.
BASILIO.— (Violento.) ¿Soplón yo? (Tapándole la boca.) ¡Repite eso y soy capaz de...!

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(Retira la mano, que le acaba de morder Maruja, conteniendo a duras penas el dolor.)
¡Maldita puerca!
MARUJA.— (Como poniéndolo en duda.) ¿Os parió la misma madre? Ella, seguramente,
también te habría elegido a ti. Viéndoos a los dos, quedaba claro: tú vivirías. Vivirás mas
tiempo.
BASILIO.— Eso no lo dudes.
MARUJA.— Estás hecho de esa bazofia que dura más. ¿Es necesario que te diga cuál? Hay
hembras que saben olfatear qué clase de machos garantizan más noches de cama.

Hace mutis pronunciando, entre mordidos sollozos, esta última frase. Basilio, solo en escena,
permanece un instante agarrando y mirándose la mano dolorida. Se halla dando la espalda
al lateral derecho, según el espectador. Se oyen unos acordes musicales adecuados a la
situación que empieza y, al mismo tiempo, se efectúa un cambio de luz. Por el lateral
mencionado hace su «aparición» el Hermano. Se queda a unos pasos de Basilio, que
permanece de espaldas. Todo es como una escena que se reproduce «realmente» en la
imaginación de Basilio.

HERMANO.— No, no fue la tortura la que te obligó al soplo.


BASILIO.— (Sin volverse.) ¿Soplón yo?
HERMANO.— Volviste sin un rasguño.
BASILIO.— (Volviéndose.) ¡Repite eso y...!

Al encontrarse enfrentado con el Hermano hace como que empuña una pistola.

HERMANO.— (Como cobrando vida.) ¿Qué vas a hacer, Basilio? ¡Aparta esa pistola!
(Da un paso hacia Basilio.)
BASILIO.— (Amenazándole con la pistola imaginaria.) ¡Quieto! ¿Es que no te das cuenta?
Aquí ya no hay na que hacer. ¡Nos han copao!
HERMANO.— ¡Basilio, no me obligues a...!
BASILIO.— ¡No te muevas! Hemos hecho lo que hemos podido. Seguir aquí es un suicidio.
¡Esto se acabó, hermano!
HERMANO.— ¡Siempre me has parecido un...!
BASILIO.— ¡No sigas! (Sarcástico.) Puede que desde allá arriba nos esté escuchando nuestra
madre. No la entristezcas. ¡Me largo de tu lao, hermanito! (Retrocediendo.) La vida está ahí, a
la vuelta de la esquina. ¡Salud, héroe! Te llevaré flores: ¡geranios populares!

Con nuevos acordes musicales el Hermano desaparece por el mismo lateral que entró.
Basilio vuelve a quedarse en la postura de mirarse y agarrarse la mordida mano, el dolor del
mordisco es el que le ha traído a la imaginación la anterior escena. Vuelve la luz normal.
Durante unos instantes la guitarra, siempre honda, sigue matizando el ambiente, tiertucho se
asoma acriba. A Basilio, por lo de la mano.

BERTUCHO.— ¿Ocurre algo, tío?


BASILIO.— (Brusco.) ¿Qué va a ocurrir? Nada.
BERTUCHO.— ¿Qué le pasa en la mano? ¿Le ha mordido un perro?

Con la frase de Bertucho ha entrado Luisa, que, dirigiéndose a Basilio, le pregunta:

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LUISA.— ¿Qué le ha pasao? ¡Vaya un mordisco!
BASILIO.— ¿Mordisco? ¿Y por qué un mordisco?
LUISA.— (Señalándole la mano.) Esas señales...
BASILIO.— (Cortándola.) Sí, son de dientes, pero de tenedor. (Sarcástico.) Soñaba que
estábamos en diciembre trinchando el pavo.
LUISA.— (Ingenua.) Debe vacunarse. Seguramente...
BERTUCHO.— ¿Quién? ¿Él o el perro?
BASILIO.— (A Bertucho.) ¡Como suba ahí te voy a estampar la guitarra en la sesera!
BERTUCHO.— (Guasón.) ¿Y las atracciones, qué? (Imitando un ladrido.) ¡Guau! ¡Guau!
(Hace mutis.)
BASILIO.— ¡Te voy a poner un bozal!
LUISA.— (Refiriéndose a la herida.) De verdad, Basi. Debe usté ir a que le vean eso.
BASILIO.— (Por Bertucho.) Salvo los ladridos de ése, hace años que por aquí no ladra un
perro. (Pasando un momento al interior de la taberna.) Cambiemos de copla. ¿Buscas a
Carlos?
LUISA.— Y me extraña no verle aquí.
BASILIO.— (Dentro.) Aquí estaba, pero... (Saliendo.) Oye, ¡vaya una inquina que le ha
cogido al Míster!
LUISA.— ¿Ha pasao algo?
BASILIO.— Ya sabes lo que suele decirse: que aquí nunca pasa nada. ¡Pero en cuanto rascas
un poco...!
LUISA.— ¿Que ha pasao, Basilio?
BASILIO.— Que al Míster le han derramao un vaso de whisky por la cara. Tu novio,
muchacha, no sabe escanciar. Como camarero seria la ruina.
LUISA.— (Muy preocupada.) ¿Se han pegao?
BASILIO.— Tranquila. El Míster lo toma todo con mucho hielo.
LUISA.— No sé. ¡No sé que le pasa a Carlos!
BASILIO.— Amánsalo, muchacha. Para los toros de casta, hoy hay muchos enemigos: la
morfina, el afeitao... Llévalo, ¡llévalo al barbero! ¿No ternes que un día vengan a buscarlo?
LUISA.— (Intensa.) No entiendo.
BASILIO.— ¿Quieres un consejo? Vete al baile y cambia de pareja. Como dice el Míster, la
vida es corta, y a burro muerto... (Insinuándose, suave.) ¡Cambia de pareja, Luisilla, y no seas
burra!
LUISA.— (Dura.) Sigo sin entenderlo.
BASILIO.— Pero tú, ¿qué crees? ¿Que vas a llevarte esa plaza brujuleando una alemanita por
medio?
LUISA.— (Enfrentándose.) ¿Qué quiere decir?
BASILIO.— Contra la alemanita, nada. Pero entre tú y ella vuestro posible jefe, ¿a quién
elegirá? Hoy viste mucho dictar cartas a una secretaria en Marbella, por ejemplo, A pleno sol.
LUISA.— Tiene usted la mente sucia.
BASILIO.— Yo diría pálida. En serio: ¡si yo fuera el jefe ese...! Las compatriotas tenéis la
familia al lao, y eso, aparte de otras cosas, supone mucho incienso metido en el caletre.
Vamos, que el que os hayan parido aquí os resta muchas posibilidades.
LUISA.— Conozco a Heidi, y no encaja en toda esa porquería.
BASILIO.— Puede que ella no; pero, ¿y el jefe? Por estos barrios se han cultivao muchas
hambres.

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LUISA.— (Muy dura, con cierto tinte de desprecio en la voz.) Si usted me gustara, ¡a lo
mejor me acostaba con usted!
BASILIO.— (Con cierta sorna.) ¿Y dónde está el impedimento?
LUISA.— (Definitiva.) ¡En el asco que usté me da!

Durante un instante, se miran enfrentados. Al fin, pasando a un tono levemente irónico,


Basilio dice:

BASILIO.— Si hace años me llegan a escupir eso, yo... Pero hoy, ya ves. A veces me
pregunto qué es lo que ha pasao aquí. (Extrañamente.) Te lo juro: tanto a mi hermano como a
mi, nuestra madre nos parió limpios. (Reaccionando, pasando a un tono jocoso.) ¿Sabes que
me diría el Mister si me pilla en este momento de renuncio? ¡Con mucho hielo, Basilio!
¡Con mucho hielo!
LUISA.— (Cediendo.) He estado un poco dura, Basi. Discul...
BASILIO.— (Tapándole la boca.) Calla. ¡No lo estropees! De vez en cuando uno echa de
menos patadas como esa en los riñones! ¡Puede que asi filtren!
LUISA.— (Jovial.) Cállese usted, o va a tener que darme esa plaza.
BASILIO.— ¿La plaza? ¿Qué pla...? (Soltando la carcajada.) ¡Muy bueno, muchacha! Pero
tendrías que quedarte aquí. Yo, a Marbella, no...

Ríe, saliendo de la taberna, entra en escena Bertucho.

BERTUCHO.— (Señalando a su tío.) ¡Pero si sabe reír! ¿Aviso a un médico?


BASILIO.— ¿Un médico?
BERTUCHO.— (Exclama hacia la taberna:) ¡Madre! ¡Ven rápido! ¡El tío se troncha!
BASILIO.— ¡Mucha guasa estás echando tú!
BERTUCHO.— Pero tío, ¿desde cuándo no ríe usté así?
BASILIO.— ¡A que te lo digo!
BERTUCHO.— Ya sé lo que me va a contar. (Parodiando altosonante.) Saliendo una vez de
Covadonga, don Pelayo dijo...
BASILIO.— ¡Cría cuervos...! (A Luisa.) ¿Sabes lo que es éste? ¿Cómo se llaman esos
cacharros que los lanzas a distancia y vuelven hacia ti? (Maruja se asoma a la ventana del
corredor.)
LUISA.— Ni idea, Basi.
BASILIO.— Pues igual es éste. Pagas, lo lanzas a estudiar, y el muy «agradecido» se te
revuelve con lo que aprende. Y eso que sólo soy su tío.
BERTUCHO.— (Como enfrentándose con él.) ¡Es que si fuera usted mi padre... (Maruja
suelta una carcajada. Bertucho, mordiente, exclama:) ¡Otra que tal ríe!
BASILIO.— (Amenazante, a su sobrino.) ¡Menos mal que te largas, si no...!
BERTUCHO.— (Enfrentándose con su tío.) ¿Y si no me largo, qué?
BASILIO.— (Agarrándole, exclama con violencia:) ¡Pues vas a comer de lo que gane tu
madre!

Lo arroja en brazos de Luisa. Maruja ha aparecido en el corredor a tiempo para oír la última
frase; se dirige a su hijo, exclamando:

MARUJA.— Sí, hijo: ¡cóbrale tú por mí! Ahora eso se paga caro.

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BASILIO.— Pero, ¿qué dice?
MARUJA.— ¡Cóbrale, hijo! (Desgarrada.) ¡Cóbrale!
LUISA.— (A Bertucho, que se lanza sobre su tío.) ¡Bertucho!
BERTUCHO.— (Forcejeando con su tío.) ¡Canalla!
MARUJA.— ¡Cóbrale! ¡Cóbrale!

En esta situación se hace un oscuro. Vuelve la luz al escenario. Alegres, ríen en escena
Marisa, Cecilia, Marcial y el Mister, que, en plan cariñoso, está sentado al lado de Chelo.
Lleva otro de sus buenos trajes de tela inglesa. Todos están sentados en bancos y banquetas y
ante mesas con distintas bebidas. La taberna está un poco más adornada. Arriba, en la
galería, está Maruja ensimismada. Feliz, Chelo está diciendo:

CHELO.— Qué, ¿os cuento otro?


MARCIAL.— ¿Verdusco también?
CECILIA.— ¿Pero es que hay de otros colores? (Risas.)
CHELO.— Una vez vinieron por el barrio una visitadoras; ¿sabéis quiénes son las
visitadoras?
MARISA.— Están muy vistas, cambia.
MARCIAL.— Eso lo saben hasta en Londres, ¿verdad, míster?
MISTER.— (Parodiando.) ¡Oh, yes! (Risas.)
CECILIA.— (Al Míster.) Tú qué eres, ¿ye-yé o «gipi»?
MÍSTER.— ¿Cómo has dicho?
CECILIA.— ¿Lo he pronunciado mal?
MÍSTER.— Te he entendido «gilí». (Risas.)
CHELO.— (Con arrumaco cariñoso.) ¡Oh, no, muy love! ¡Tú nunca serás un «gili»!

Entra Basilio con una botella de ginebra, una Coca-Cola y un vaso de hielo con limón. Al ver
la escena amorosa Chelo-Míster, exclama como siempre:

BASILIO.— ¡Que hay niños! (Risas. Basilio pregunta:) ¿Quién ha pedido el barba-libre?
MARCIAL.— Yo. (Refiriéndose a la botella de ginebra.) Pero a ver si cambia usté el vidrio.
Es la misma botella del año pasao.
BASILIO.— Tú de solera no entiendes. (Marcial le quita la botella.) Trae acá.
MARCIAL.— Fíjate, Mister, en las cagaditas.
BASILIO.— (Recuperando la botella.) Dame.
MARCIAL.— Si las moscas supieran leer, yo ponía ahí uve doble ce.
BASILIO.— (Haciendo mutis.) Pero las pasa lo que a ti: que no saben. (Risas.)
MISTER.— ¡Ah, Londres, qué aburrido eres! ¿Sabéis lo que me he propuesto?
MARCIAL.— Tú dirás.
MISTER.— Que vengáis todos a animarlo.
CHELO.— (Levantándose.) ¡Vamonos ya!
MARCIAL.— ¡Formidable, Míster!
CECILIA.— ¡Estupendo!
MISTER.— Primero, me llevaré a...
CHELO.— (Rápida.) ¡A mí!
MISTER.— A... (Pellizcando una mejilla áe Chelo.) A ti, mi vida.
CHELO.— (Mimosa.) No seas bruto. Me has hecho daño.

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MISTER.— ¡Pobrecita! ¿Dónde duele, pequeña? (Estampándole un beso en la mejilla.)
¡Curao el carrillito!
CHELO.— ¡Pellízcame el otro!
MARCIAL.— ¡Formalidad, o pellizcamos todos! (Risas.)
MISTER.— ¡Sois únicos! ¡Vuestra alegría disipará la niebla londinense! (Se quita la corbata,
la chaqueta y, en mangas de camisa, sale al centro del escenario exclamando:) ¡A ver,
Marcial! ¡Notas al aire! ¡Algo movidito! (A ellas.) Vamos, nenas, ¿quién de vosotras quiere
bailar con el «gipi»?
CECILIA.— (Yendo rápida hacia él.) ¡Pido la vez!
CHELO.— (Echándole la zancadilla.) ¡Para, tú! (El Míster elude a Chelo, que llega a su
lado, y baila con Marisa.)
MARISA.— Los últimos serán los primeros.
MISTER.— (A Maruja, que sigue arriba:) ¡Anímate, Maruja! ¡Y verás lo que es ritmo!
(Mutis de Maruja.)
CECILIA.— ¡Ritmo! ¡Ritmo!
MISTER.— (A Marisa.) ¡Mucho por las girls! ¡Music! ¡Music! ¡Buen show! ¡Very! ¡Very!
CHELO.— (Apartando a Marisa.) Deja algo pa las demás.
MARISA.— ¿Pero qué te pasa? (Cesa la armónica.)
CHELO.— ¡Que las raspas no me van!
MARISA.— ¡No arañes!
CHELO.— ¡A ti te señalo yo!
MISTER.— (Separando a Chelo.) ¡Tadpole indigesti!
BASILIO.— (Guasón.) ¡Déjelas que se arranquen el moño!
MISTER.— (Enlazando a Chelo.) ¡Music, Marcial!

Vuelve a oírse la armónica. El Mister baila con Chelo. De pronto, Maruja rompe a reír
dentro. Basilio exclama:

BASILIO.— ¡Esa histérica!


CHELO.— ¡De barracón de feria, la pobre!
BASILIO.— (Yendo hacia el mutis.) ¡A esa la amordazo pa los restos!
MISTER.— (Sujetando a Basilio.) Quieto, déjeme a mí. Usted no sabe tratar a las... damas.
CHELO.— (Yendo detrás del Mister, que se mete en la taberna.) ¿Se te ha perdido algo ahí
dentro?
BASILIO.— (Sujetando a Chelo.) ¿Dónde vas tú?
CHELO.— (Desasiéndose.) ¡A mí no me toque! (Intenta pasar.)
BASILIO.— Tocarte no. ¡Clavarte en el suelo si das un paso más!
CHELO.— (Por Maruja.) ¡Esa...! (Se oyen unas bofetadas y uno o dos sollozos ahogados.)
¡Esa...!
BASILIO.— ¿Esa qué?
CHELO.— ¡Apártese! ¡Déjeme pasar! ¡Por mi madre que...!

Reaparece el Mister preguntando:

MISTER.— ¿Qué ocurre? A bailar de nuevo. (Enérgico.) ¡Todos!


CHELO.— (Enfrentándose con el Mister.) ¡No me da la gana! ¿Te enteras? ¡Y a esa...!
MISTER.— (Violento.) ¡Cállate! (La enlaza como para bailar.)

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CHELO.— ¡A esa le voy...!
MISTER.— (Autoritario.) ¡Que te calles!
CHELO.— ¡Jurao que la voy a...!
MISTER.— (Cortando, tajante.) ¡Chelo! (Suave de voz.) Marcial, toca algo lento, ¿quieres?
MARCIAL.— Ahí te va, Mister.

Empieza a oírse una pieza lenta que sale de la armónica de Marcial. El Mister baila con
Chelo, totalmente entregada ésta. Bailan también los demás. Se apodera del escenario una
extraña calma. De pronto el Míster exclama hacia Basilio, que está a punto de entrar en la
taberna:

MISTER.— ¡Basilio! ¡Más bebida para mis muchachos! (A todos.) ¡Cambio de pareja! (Deja
a Chelo y se enlaza a Marisa. Cecilia comenta:)
CECILIA.— Na, que no me saca. Debo ser la fea.
CHELO.— Será por los huesos.
MARISA.— (Al Mister.) No has debido hacerlo.
CECILIA.— (A Chelo.) ¿Qué quieres decir?
MISTER.— (A Marisa.) ¡Muda, muy love!
CHELO.— (A Cecilia.) ¡Que pinchas!
MISTER.— (A Marisa.) El silencio te sienta bien. (Apasionadamente falso, en inglés.) ¡Te
quiero, amor mío! ¡No puedo vivir sin ti! ¡Bésame!
MARISA.— ¿Estás loco? Nos están mirando!
MISTER.— Y a ti y a mí, ¿qué?
MARISA.— (Separándose de él.) ¡Cambio de pareja!
CHELO.— (Apartándola.) ¡Ya está bien! ¿No?
MARISA.— (Enfrentándose.) ¡Eso mismo digo! (Le pega una bofetada Chelo a Marisa.)
MISTER.— (Autoritario.) ¡Chelo! (Parando a Marisa, que se lanza contra Chelo.) ¡Marisa!
(Pausa. Saca un cigarrillo y lo enciende. A continuación, cínico, cuenta:) Una vez mi madre
—en paz descanse, si es que ella deja descansar a aguien allí donde esté—, me dijo: Hijo mío,
nosotras tenemos una gran ventaja sobre vosotros, y es que nos casamos con hombres. La
verdad es que no tenía muy buena opinión del sexo débil.
CHELO.— (Rabiosa.) ¿Va por mí eso?
MISTER.— ¿Por ti, Chelito? Estoy hablando del sexo débil. Y tú, a juzgar por las tortas que
pegas... (Risas.)
CHELO.— (Hiriente.) Todos sois lo mismo. En cuanto conseguís...
MISTER.— ¡Pero, Chelo! ¿Qué van a pensar nuestros amigos? Cariño, un achuchoncete en
una esquina antes de encenderse las farolas del gas, ¿qué importancia tiene pa un hombre que
viene de Europa?
CHELO.— ¡A saber de dónde vienes tú!
MISTER.— (Cogiéndole la barbilla.) ¡Mi pequeño renacuajo! ¿Pero quién te mima a ti?
CHELO.— ¡Déjame!
MISTER.— ¡Basilio! ¡Mis muchachos están secos! ¿Viene o no viene esa bebida?

Entra Basilio con nuevas bebidas y exclamando:

BASILIO.— ¡Aquí estoy con la manga!

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MISTER.— (Yendo con Chelo a sentarse y empujando a Marcial y a Marisa hacia los
bancos.) ¡Pues a beber se ha dicho! (A Cecilia, que parece quedarse rezagada.) ¡Hala,
Cecilia! (Tratando de cogerle la bandeja a Basilio.) Traiga, traiga acá.
BASILIO.— (No dejándose quitar la bandeja.) Ni hablar: ¡los señores son los señores! (Deja
la bandeja sobre la mesa.)
MISTER.— (Sentándose.) Mi aprecio por usted, Basilio, va en aumento. Tengo que hacerle
un regalo.
BASILIO.— (Empieza a servirle.) ¿Un regalo?
MISTER.— ¿Ya se ha olvidao de él?
BASILIO.— ¿Se refiere al farolillo rojo?
MISTER.— A ese precisamente. Basilio, último dogma para el comercio: Una adecuada
ambientación supervalora el género.

Carlos, Luisa y Berlucho entran en escena. El primero trae un periódico y el último su


guitarra. Luisa trae un pequeño magnetofón. Han oído el último dogma del Míster.

CARLOS.— (Al Mister.) O dicho de otra forma: de noche todos los gatos son pardos.
MISTER.— Pues, de gato a gato, ¿me aceptas ahora una copa?
CARLOS.— (A Basilio, tratando de sentarse aparte.) Cuando pueda, lo de siempre, Basi.
MISTER.— ¿Sigues enfadado conmigo, muchacho? (A Marcial.) Arrima esa mesa, Marcial.
(A Ceci.) Vamos, Ceci. ¡Muévete! (A Luisa.) Por favor, Luisa... (Al ver que Carlos acepta
sentarse con ellos, le alarga la mano, exclamando:) ¡Bravo, muchacho! ¡Chócala!
LUISA.— (Dándole a Chelo el magnetofón.) Lo prometido. Chelo.
CHELO.— Gracias. Siento lo de la oposición.
LUISA.— (A Chelo.) Olvida eso.

Carlos, como no viendo la tendida mano, se sienta con Luisa en el sitio que les han hecho.
El Mister, sin darle importancia al desplante, les ofrece:

MISTER.— ¿Queréis un whisky de mi botella? (A Bertucho.) Tú también estás invitado,


siéntate.
BERTUCHO.— Se agradece. (Camina hacia la entrada de la taberna.)
BASILIO.— (Interceptándole el paso a su sobrino.) ¿Desde cuándo se ha rechazao aquí una
invitación hecha con tan buena ley? ¡Siéntate y no desaires al señor!
MISTER.— ¡Vamos, Basilio! Deje al chico. (Invitando a sentarse a Marisa.) Marisa... (A
Bertucho.) Si no quieres amenizarnos la velada, ve a dejar la guitarra y vuelve. El whisky
sabe esperar.
BERTUCHO.— (Con cierta sorna.) ¡Siempre tan generoso! (Se mete en la taberna.)
MISTER.— (Llamando a Chelo para que se siente.) ¡Chelito! (A Basi, que ve entrar en la
taberna a Bertucho y se queda como indeciso.) ¡Muévase, Basilio! (A Carlos y Luisa.) Tenéis
sed, ¿verdad, muchachos? ¿Qué vais a tomar?
CARLOS.— (A Basi, que ya entra en la taberna.) A mí, ya te lo he dicho: lo de siempre.
LUISA.— Yo, nada.
MISTER.— (Aceptando el nuevo desplante.) Los demás beberán de mi botella. Siento lo de la
oposición, Luisa. Todos creímos que la plaza era para ti. Si en algo puedo ayudarte...
LUISA.— No tiene importancia, gracias.
MISTER.— ¿Que no tiene importancia?

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CARLOS.— (Firme.) Sí, eso ha dicho.
MISTER.— Bueno, bueno, muchachos. Más sabe el loco en su casa que el... Aunque, la
verdad; aquí, de cuerdos...
MARCIAL.— Sólo uno, Míster: tú.
MISTER— ¿Yo? (Apretujando a Chelo.) ¡Si estoy loco por mi renacuajillo! (Bebiendo.)
¡Bebamos! ¡Olvidemos penas, amigos! (A Chelo.) Va por ti: My dear, little, tadpole...
(Cruzando el brazo con el de ella sin soltar los vasos.) Así, encadenados pa los restos.
(Beben.)
CECILIA.— ¿Y a esta esclava no la encadena nadie?
CHELO.— Hazlo tú, Marcial, y llévatela a pasear.
MISTER.— (A Carlos.) ¿Qué dice la prensa hoy? ¡Aparte de lo del Vietnam, claro! ¡No
comprendo cómo todo un pueblo pede estar empeñado en que lo machaquen! La verdad es
que nunca la miseria ha sido lucida. (Cogiendo el periódico.) ¿Me permites? No sé si a
vosotros os pasa lo que a mt: la prensa me resulta monótona. {Pasando hojas del perió-
dico.) Guerras, incendios, violaciones, subdesarrollo. ¡Qué terquedad en ocultar el lado bueno
de la vida!

De dentro de la taberna viene la voz de Basilio.

VOZ BASILIO.— ¿A qué vas arriba? ¡Tu madre está durmiendo! ¡Déjala en paz! ¿Me has
oído? ¡Baja!

El Mister le pregunta displicentemente a Marcial.

MISTER.— ¿Con quién jugamos mañana?


MARCIAL.— Pon un uno en la quiniela, Míster. ¡Partido chupao!
MISTER.— (Echándole el periódico a Carlos.) Lo dicho, Luisa. Amigos no me faltan. No
aquí, claro. Si te decides a venir a Londres...
CARLOS.— (Leyendo en el periódico.) «Rosalía Gómez, de veintidós años, ha desaparecido
de su domicilio en esta capital, sin que sus familiares tengan noticias sobre su paradero.
Cualquier información sobre la desaparecido...»
MISTER.— (Cortando como apenado:) Te lo ruego, no sigas. Eso trae a mi memoria...
Picadilly Circus, in a foggy decernber 1966. ¿Te acuerdas, Luisa? (A Chelo.) ¡Mi primer
amor! (Abrazando a Chelo y mirando a Marisa.) Gracias, Chelo, por ayudarme con tu cariño
a alejar de mí tan triste recuerdo.

Entra Basilio con lo pedido por Carlos.

CARLOS.— (Con sorna.) ¿No irá usted a llorar?


MISTER.— Suelo hacerlo a solas.
CARLOS.— ¿No le gusta enternecer a los demás?
MISTER.— (Con sorna también.) No, no es por eso. Es que como las lágrimas son saladas,
las chupo, y me sirven de tapa para el whisky. Hacer eso delante de los demás está feo.

Basilio, que acaba de servir a Carlos y a Luisa lo pedido, se echa a reír exclamando:

BASILIO.— Además sería mi ruina. ¿Qué haría yo con las...?

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CECILIA y MARCIAL.— (Cortándole.) ¡Meeeeee!

Ríen todos, menos Carlos. Al fin éste le dice al Mister.

CARLOS.— Tengo una duda.


MISTER.— ¿Cuál?
CARLOS.— Que las lágrimas que chupa a solas sean las suyas.
MISTER.— (Irónico.) ¡Pon sangre y llámame Drácula! (Risas.)
CARLOS.— (A Marisa.) Anoche volviste a casa mucho después de cerrar el portal.
MARISA.— ¿Desde cuándo te ha entrao esa preocupación por mí? ¿Acaso es la primera vez
que llego con el portal cerrao?
CARLOS.— (Muy duro.) ¡Como vuelva a suceder eso te parto la cara!
MARISA.— (Protestando.) ¡Pues a mi madre no...!
CARLOS.— (Cortándola.) Lo que haces con ella debía darte vergüenza.
LUISA.— (Tratando de cortar.) ¡Carlos...!
CARLOS.— (A Luisa.) Tú cállate. (A Marisa.) A esa pobre idiota, que no ha hecho más que
traerte a este mundo, la dominarás; pero a mí...
MARISA.— Fui con Cecilia al cine, ¿no es verdad?
CECILIA.— Sí, Carlos; fuimos a ver...
CARLOS.— (A Cecilia.) Tú naciste tonta y sigues con la papilla.
MARCIAL.— (Poniéndose en pie..) ¡Oye, no te consiento...!
CECILIA.— ¡Marcial!
CARLOS.— ¿Qué es lo que no me consientes?
MARCIAL.— Que la trates así.
CARLOS.— Espera a que te crezca la barba. Aunque dudo que espabiles.
MARCIAL.— ¡No insultes!
MISTER.— (A Carlos.) ¡Vienes tú muy farruco hoy! También yo anoche regresé a casa
mucho después de cerrar el portal. Claro que no fui al cine. (Risas.)
BASILIO.— (Echando un quite.) Ochocientas pesetas me ganó al poker.
MISTER.— ¡Farol, Basilio! Ese dinero todavía no lo has visto tú... perdón: Todavía no lo
visto usted junto. Además, valorar una de mis noches en ochocientas pesetas es de
subdesarrollao.
BASILIO.— (Con ironía) ¿No irá usted a decir que jugamos con garbanzos?
MISTER.— ¿Y con qué otra cosa sejuega aquí? Fíjese en Luisa: acaba de perder una partida
decisiva por estar mal planteada, muy mal planteada. (A Carlos.) No eres buen consejero,
muchacho. La primera pregunta que uno debe hacerse es: ¿en qué mundo vivo? ¿Quiénes son
los que me rodean? ¿Puedo con ellos o pueden ellos conmigo? En definitiva: ¿Me suicido o...
(Pasando a un tono jovial.) ¡Vamos, vamos! ¡Alegrar esas caras! Y a beber: ¡la espita sigue
abierta! Luisa, ¿no prefieres un Frambuich? (A Carlos.) No es por molestarte, muchacho.
Pero ellas siempre aspiran a más. Y tú no atraviesas un buen momento. Basilio, vas a traer...
LUISA.— (Incisiva.) ¿Quiénes son «ellas»?
MISTER.— (Riendo levemente.) ¡Ellas! No hay otras.
LUISA.— Antes ha dicho usted que «la miseria no tiene la mente lúcida».
MISTER.— Sí, eso he dicho, poco más o menos. ¿Tremendo, eh?
LUISA.— (Dura.) ¿Y quiénes son aquí los miserables? ¿Nosotros? ¿El que ha concedido la
plaza de secretaria a mi amiga Heidi? ¿Usted? ¿O todos?
MISTER.— (Irónico.) ¿Todos? ¿Miserables todos? ¡Oh, no, en absoluto! ¿Cuándo has visto a

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la miseria bebiendo whisky escocés? ¿O no dándole importancia a una mancha en un traje de
fina tela inglesa? Tú, Luisa...
CARLOS.— (Duro.) De usted.
MISTER.— No entiendo.
LUISA.— Quiere decir que no nos agrada el tuteo.
MISTER.— The baggars are in rebellion! (Sarcástico.)
CARLOS.— (Duro, poniéndose de pie y en inglés también.) The beggars are fed un of bloody
sons of bifches! (Pausa tensa.)
MISTER.— (A Carlos.) Por favor, muchacho, siéntese.
LUISA.— ¿Puedo ponerle un ejemplo?
MISTER.— ¡Cómo no... señorita!
CARLOS.— ¡Qué extraña suena esa palabra en su boca!
MISTER.— (Cínico.) En realidad, no la empleo mucho. Resulta anticuada. (A Luisa.) Si lo
que va a ponerme es un ejemplo entre dos modos de ser miserable, ahórrese la frase. El valor
del hombre está en su cartera. Salga hoy dta a la calle, o métase donde quiera: sólo una
consigna le saldrá al encuentro golpeándola las sienes: ¡oro, oro! (Displicente.) Y, por favor,
¡no me hable usted del alma! (Sarcástico.) It could move me.

Basilio se dispone a hacer mutis de nuevo, pero tropieza con Beríucho que, saliendo de la
taberna, extrañamente serio y tenso, aparta con dureza a su tío, que se queda espectante.
Chelo se levanta y va hacia Bertucho.

CHELO.— ¡Bertucho!
CARLOS.— (Yendo hacia Bertucho.) ¿Qué te pasa? (Bertucho mira a Carlos.) ¡Habla! ¿Qué
ha ocurrido? (Luisa se levanta.)
BERTUCHO— ¡Su cara! ¡La han pegao!
LUISA.— (Yendo al lado de Bertucho.) ¿A quién han pegao?

Bertucho, de repente y en una ráfaga de furor, se lanza violentamente contra el Míster,


exclamando:

BERTUCHO.— ¡Chulo! ¡Chulo! ¡Chulo! ¡Chulo!

Ruedan por el suelo en una lucha violenta. Bertucho queda debajo del Míster, que le golpea
brutalmente. Carlos se lanza sobre ellos logrando separarlos y enzarzándose él con el Míster.
Luisa acude al lado de Bertucho que, debido a los golpes recibidos, permanece en el suelo.
Marcial y Cecilia, asustados, hacen mutis. Marisa desaparece corriendo por un lateral.
Chelo, ayudando al Míster, golpea a Carlos histéricamente dándole puñetazos por la espalda.
Basilio ha acudido también al lado de Bertucho y, ayudado por Luisa, termina metiendo a su
sobrino, que va como «sonao», en la taberna. De dentro de la taberna viene la desgarrada
voz de Maruja, exclamando:

VOZ MARUJA: ¡Berto! ¡Bertucho!

Aumenta la violencia de la lucha. Al fin, por el lateral que salió, entra de nuevo Marisa en
compañía de un guardia de la circulación que, al ver lo que pasa, se mete entre los
contendientes logrando separarles. Y al mismo tiempo que inquiere:

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GUARDIA.— ¡Quietos! ¡Basta ya!

Entra en escena un Viandante, que pregunta a su vez:

VIANDANTE.— (Autoritario.) ¿Qué ha pasao aquf? ¿Quién agredió a quién?

Marisa, con cierto dolor, señala a Carlos acusándole. El Guardia, obedeciendo una señal del
Viandante, se lleva a Carlos, que mira sorprendido a Marisa. De la taberna sale ahora Luisa
que, al ver que se llevan a Carlos, corre detras de él, preguntando desesperada:

LUISA.— ¿Dónde se lo llevan? ¡Carlos! ¡Carlos!

Detrás hace mutis el Viandante exclamando, como explicación al Míster:

VIANDANTE.— ¡Estos chulos!

Marisa, anonadada, solloza levemente. Chelo ayuda al Míster. Basilio sale de la taberna y,
solícito, le pregunta al Míster:

BASILIO.— ¿Se encuentra usted bien?


MÍSTER.— (Apartando a Chelo y sacudiéndose un poco el traje.) Sí, Basilio. No ha sido
nada. Nada de importancia para estas latitudes. (A Marisa.) Aprés vous, mademoiselle?
MARISA.— (Yendo y abrazándose al Míster.) Sí, vamos.

Haciendo mutis el Míster y Marisa. Chelo, con una total sensación de abandono, se sienta,
lenta, muda, en una de las banquetas. En su cara hay estupor, patetismo. Basilio se acerca a
ella.

BASILIO.— (Señalándole la taberna.) ¿Quieres pasar, muchacha? Una taza de... ¿quieres?

Vuelven a oírse los acordes musicales adecuados y cambia la luz. Con Chelo en absoluto
mutismo, vuelve a «aparecer» el Hermano. Avanza hasta quedar enfrentado con Basilio y, en
medio de los dos, Chelo. Encima de la mesa está el pequeño ma gn e tojón de Luisa. Al
«aparecer» el Hermano, Basilio exclama, reviviendo en su imaginación otra escena del
pasado:

BASILIO.— No; te juro que yo...! ¡Créeme, hermano! ¡Yo no... te lo juro!
HERMANO.— No, no es este el momento de exigirte cuentas. Y nada importaría si el daño
me lo hubieras hecho sólo a mí. Pero hay más víctimas.
BASILIO.— Te juro que yo no...
HERMANO.— Mírame a la cara. Han pasao muchos años. ¿Quieres que describa palmo a
palmo la celda?
BASILIO.— Mátame. ¡Mátame si quieres!
HERMANO— ¿Qué has hecho con Maruja? ¿Qué habéis hecho con ella? Hoy, de madru-
gada, vendrán aquí.
BASILIO.— ¿Aquí? ¡No, aquí no! ¡Aquí no!

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HERMANO.— (Firme.) Aquí sí. A tres de ellos les conoces; pero, tranquilízate, sólo
sospechan. Y quiero que te rehabilites, hermano. ¡Quiero que te rehabilites! ¿Hacia qué futuro
llevas a Maruja? ¿De qué futuro te estás naciendo cómplice? ¿Es que no te das cuenta?
(Señalando hacia la taberna.) ¡Basi-Club!

Con la exclamación del hermano, la taberna, en una visión futura, se ilumina de rojo, como si
un inmenso farolillo rojo la incendiara. Una juerga flamenca viene acercándose hasta ganar
total intensidad. Arriba se oyen las carcajadas de Maruja. También se oyen voces de nativos
mezcladas con voces de extranjeros, todo pareciendo brotar de un tablao flamenco. Al fin
desaparece esta visión del futuro, y, el Hermano, elevando el tono en la segunda
exclamación, repite exigente:

HERMANO.— ¡Quiero que te rehabilites! ¡Quiero que te rehabilites!

Basilio, exasperado, le ordena gritando:

BASILIO.— ¡Calla!

El Hermano enmudece. Entonces Basilio, como en una aceptación del futuro indicado,
señala, extrañamente enérgico, el magnetofón que está al lado de Chelo. Esta oprime una de
las teclas y comienza a oírse una lección de inglés que, en el caso de Chelo, supone una
posible salida. La lección va ganando en intensidad. Al fin, se unen a ella otras voces, otras
lecciones en distintos idiomas. Con Chelo en absoluto mutismo.

TELÓN FINAL

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