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CONTENIDO
Capítulo I Capítulo VIII
Capítulo II Capítulo XIV
Capítulo III Capítulo XV
Capítulo IV Capítulo XVI
Capítulo V Capítulo XVII
Capítulo VI Capítulo XVIII
Capítulo VII Capítulo XIX
Capítulo VIII Capítulo XX
Capítulo IX Capítulo XXI
Capítulo X Capítulo XXII
Capítulo XI Epílogo
Capítulo XII
Sinopsis
Beatrice Clayborn es una hechicera que practica magia en secreto,
aterrorizada por el día en que la encerrarán en un collar matrimonial que le
cortará sus poderes para proteger a sus hijos por nacer. Sueña con
convertirse en una maga de pleno derecho y perseguir la magia como su
vocación, como lo hacen los hombres, pero su familia ha apostado todo para
prepararla para la temporada de negociaciones, cuando hombres y mujeres
jóvenes con recursos económicos desciende a la ciudad para negociar los
mejores matrimonios. Los Clayborn están endeudados y solo ella puede
salvarlos, asegurándose un partido ventajoso antes de que sus acreedores
llamen.

En un golpe de suerte, Beatrice encuentra un grimorio que contiene la


clave para convertirse en una maga, pero antes de que pueda comprarlo,
una hechicera rival le estafa el libro de las manos. Beatrice invoca un
espíritu para ayudarla a recuperarlo, pero su nuevo aliado exige un precio:
el primer beso de Beatrice… con el hermano de su adversario, el guapo,
compasivo y fabulosamente rico Ianthe Lavan.

Cuando más se enreda Beatrice con los hermanos Lavan, más difícil se
vuelve su decisión: si lanza el hechizo para convertirse en un Magus,
devastará a su familia y perderá al único hombre que la haya visto tal como
es; pero si se casa, incluso por amor, sacrificará su magia, su identidad y sus
sueños. Pero, ¿cómo puede elegir solo uno, sabiendo que siempre se
arrepentirá del camino no tomado?
I
El carruaje se acercó a la fila de los libreros, y Beatrice Clayborn
respiró con esperanza antes de lanzar su hechizo. Con la cabeza alta y la
columna recta, escondió las manos en los bolsillos y enroscó los dedos en
signos místicos mientras la hoguera se movía sobre adoquines verdes.
Llevaba tres días en Bendleton, y aunque sus elegantes edificios y calles
limpias eran la trampa más bonita en la que alguien podía entrar, Beatrice
habría dado cualquier cosa por estar en otro lugar, en cualquier sitio menos
aquí, al principio de la temporada de negociaciones.
Ella exhaló a los zarcillos de búsqueda de su hechizo, tocando cada uno
de los lados de la tienda. Si un milagro se precipitaba sobre su piel y le
pinchaba las orejas...
Pero no había nada. Ni un destello; ni siquiera picor. Pasaron por The
Rook's Tower Books, P.T. Williams e hijos, y la célebre Casa de Verdeu, que
llenaba un tercio de bloque con todos sus volúmenes.
Beatrice dejó escapar un suspiro. Ni un milagro. Sin libertad. Ni
esperanza. Pero cuando doblaron la esquina de Booksellers' Row a una
estrecha calle gris sin nombre, el hechizo de Beatrice floreció en respuesta.
Allí. ¡Un grimorio! No había forma de saber lo que contenía, pero sonrió al
cielo mientras tiraba de la campana junto a su asiento.
—Conductor, deténgase. —Se deslizó hacia adelante en el asiento
acolchado del fiacre1, lista para saltar a la calle por sí misma—. Clara,
¿puede terminar las pruebas por mí?
—¿Por usted? Srta. Beatrice, no debe. —Clara se agarró de la muñeca
de Beatrice—. Usted es quien debería hacerlo.
—Es exactamente de mi tamaño. No importará —dijo Beatrice—.
Además, tú eres mejor con los colores, los adornos y todo eso. Solo tardaré
unos minutos, lo prometo.
Su dama de compañía sacudió la cabeza.
—No debe perder su cita en la sala capitular. No puedo sustituirla
cuando se reunirá con Danton Maisonette como con las modistas.

1 Carruaje de cuatro ruedas para alquilar.


Beatrice no iba a dejar que ese libro se le escapara de las manos. Le dio
una palmadita a la mano de Clara y se soltó.
—Llegaré a tiempo, Clara. Prometo que no me lo perderé. Solo necesito
comprar un libro.
Clara inclinó la cabeza.
—¿Por qué este lugar?
—Les escribí —mintió Beatrice—. Encontrarlo es un golpe de suerte.
No tardaré ni diez minutos.
Clara suspiró y perdió el agarre en la muñeca de Beatrice.
—Muy bien.
El conductor se movió para ayudar, pero Beatrice saltó a la calle, con
los brazos apretados y todo, los despidió.
—Gracias. ¡Adelante!
Ella giró sobre un delicado zapato de tacón alto y miró el escaparate.
Harriman's era precisamente el tipo de librería que Beatrice buscaba cada
vez que estaba en una nueva ciudad: la que regentaba gente que no
soportaba tirar los libros sin importar lo que hubiera dentro de las
cubiertas, siempre que se pudieran apilar y guardar. Beatrice se asomó por
las ventanas, deleitándose con el sonido de sus sentidos que le alertaban y le
hacían cosquillas, su hechizo señalaba que un grimorio esperaba en medio
del desorden. No había encontrado uno nuevo en meses.
El timbre sonó cuando Beatrice cruzó al dominio del establecimiento.
¡Harriman's! ¡Oh, polvo, tinta y encuadernación de cuero, mapa-pergaminos
y estrellas, libros de poesía y el grimorio, en algún lugar dentro! Dirigió su
sonrisa al empleado con camisa de mangas largas y el equipo de trabajo que
esperaba en el mostrador.
—Solo estoy echando un vistazo —dijo ella, y pasó de largo sin invitar a
más conversación. Beatrice siguió sus hormigueantes pulgares entre las
pilas de libros y los estantes cargados. Respiró el papel viejo y el fino aroma
a lluvia sobre piedras verdes de la magia, buscando no novelas respetables o
poesía aparente, sino que, para los autores, ciertas mujeres jóvenes ni
siquiera se atrevieron a susurrarse unas a otras en los tocadores y salones
de la sociedad… los escritores de los grimorios secretos.
¡Estaba aquí! Pero no sería bueno apresurarse, para seguir el tirón de
sus sentidos hacia la pila donde el volumen descansaba, su lomo llevaba un
nombre de autor como John Estlin Churchman, o J. C. Everworth, o tal vez
E. James Curtfield. Los autores siempre llevaban esas iniciales en todos los
libros de su modesta colección, guardados lejos de los ojos curiosos. La
empleada podría preguntarse cómo sabía exactamente dónde encontrar el
libro que quería en todo este revoltijo. Miraba a través de la literatura, en la
historia, e incluso en las secciones de ocultismo donde otros mecenas la
miraban con desaprobación, porque el reino de la magia no era un territorio
adecuado para una mujer de cierta juventud.
Solo pensar en su exclusión hizo que el cuero cabelludo de Beatrice se
calentara.
Para las mujeres, la magia era la persecución solitaria de viudas y
doncellas, no para la mujer cuya utilidad más noble seguía intacta. Las
puertas interiores de la sala capitular estaban cerradas para ella, mientras
que un hombre con las conexiones adecuadas podía elevarse a través de la
admisión y la educación entre sus compañeros magos. Cualquiera con
talento podía ver el aura de la brujería brillando en la cabeza de Beatriz,
tanto mejor para producir más magos para una próxima generación.
¡Oh, cómo lo odiaba! ¿Ser reducida a una capacidad tan común, su
magia no entrenada hasta algún año en su crepúsculo, finalmente le
permitía seguir el único camino que le importaba? ¡No lo haría! Y así, buscó
las obras de J. E. C., que no era un hombre en absoluto, sino una hechicera
como ella, que había publicado una multitud de volúmenes que los críticos
consideraban incomprensibles.
Y lo eran, para cualquiera que no supiera la llave. Pero Beatrice se la
sabía de memoria. Cuando levantó una polvorienta edición de Remembranza
de la Costa Jyish de Llanandras de la estantería, abrió la tapa y susurró el
hechizo que filtraba todo lo que no era la verdad escondida en medio de la
composición, y leyó:
“Para convocar a un espíritu mayor y proponer el pacto del gran
acuerdo”. Cerró el libro y luchó contra el alegre chillido que amenazaba con
escapar de ella.
Se quedó muy quieta y dejó que su corazón se elevara en silencio con el
libro apretado contra su pecho, respirando su tinta y su magia.
Este era el grimorio que había necesitado, después de años de
búsqueda y estudio secreto. Si ella convocaba al espíritu y hacía una
alianza, habría hecho lo que todo iniciado masculino de las salas capitulares
de la brujería aspiraba a hacer. Sería una maga completamente iniciada.
Esto era todo lo que necesitaba. Ningún hombre tendría una mujer con
semejante alianza. Su padre vería el beneficio de mantener su secreto, para
usar su gran espíritu para ayudarle en sus especulaciones de negocios. Ella
sería libre. Una Maga. Este era su milagro.
Nunca dejaría la casa de su familia, pero eso no importaba. Podría ser
el hijo que Padre nunca tuvo, mientras que su hermana menor Harriet
podría tener la temporada de negociación que Beatrice no quería. Harriet
tendría el marido con el que soñaba despierta, mientras que Beatrice
continuaría sus estudios sin interrupción por el matrimonio.
Ella dio un paso atrás y se alejó de la estantería, y casi chocó con otro
cliente de Harriman's. Saltaron hacia atrás, exclamando sorprendidas, y
luego se miraron fijamente con consternación.
Beatrice contempló a una mujer Llanandari que se erguía alta y
delgada en una manta de algodón tejido con satén de azafrán, con el vestido
esparcido por todas partes con vibrantes flores tropicales, con las mangas
hasta el codo que brotaban en delicados encajes enganchados a mano.
¡Encaje enganchado, en un vestido de día! Era hermosa, superando incluso
la famosa reputación de las mujeres de Llanandras. Estaba bendecida con
amplios ojos marrones y piel marrón profunda, una nube de rizos negros
apretados tachonados con cuentas doradas, que hacían juego con una
fortuna en oro que atravesaba las orejas de la joven e incluso el lado de su
nariz. ¿Pero qué estaba haciendo aquí? No podía estar en este próspero
retiro junto al mar, lejos de la capital, para cazar a un marido como se
suponía que Beatrice debía hacer. ¿Verdad?
Miró a Beatrice con una perplejidad cada vez mayor. Beatrice sabía lo
que la joven encontraba tan fascinante: la corona de brujería alrededor de la
cabeza de Beatrice, incluso más brillante que el velo de luz brillante
alrededor de la mujer. Otra hechicera atraída por la llamada del grimorio
que Beatrice aferraba a su pecho.
—Ysbeta, ¿Por qué te detienes?
Hablaba Llanandari, por supuesto, y la lengua de Beatrice se le pegó al
paladar. Ella conocía el idioma, pero nunca lo había hablado con un
verdadero Llanandari. Su acento sería atroz; su gramática, torpe. Pero
sonrió y se volvió hacia el recién llegado.
Beatrice tenía los mismos rasgos que la dama, pero el rostro del
hombre, y... oh, sus ojos eran tan oscuros, su pelo una corona fuertemente
rizada bajo el aura radiante de hechicero, su piel impecable más oscura que
la de la chica... Ysbeta, su nombre era Ysbeta. Estaba vestido con el mismo
algodón brillante de azafrán de Llanandari, el bordado de su traje de noche
un tributo a la primavera, una espuma de encaje a juego en su garganta.
Ahora estos dos ricos y glamorosos Llanandari la miraban con la misma
perplejidad, hasta que la frente del joven se aclaró y le dio una palmada en
la espalda de la mujer con una risa como un chorro de agua.
—Relájate, Ysy —dijo—. Está en la galería del ingenio en la sala
capitular. Señorita...
—Beatrice Clayborn. Me complace conocerle —dijo Beatrice, y casi no
tropezó. Este joven, dolorosamente bello como era, había visto su retrato
colgado en la galería del ingenio en la sala capitular de Bendleton. Lo había
estudiado lo suficiente como para reconocerlo. Lo había mirado lo suficiente
para saber el ángulo de su nariz, la forma y el color de sus ojos, el peculiar y
perpetuo color rojo otoñal de su pelo ceñido y rebelde.
Ysbeta miró el libro en las manos de Beatrice, su mirada era tan
intensa como un grito.
—Soy Ysbeta Lavan. Este es mi hermano, Ianthe. Veo que admira los
relatos de viajes de J. E. Churchman. —Habló con cuidado, un poco despacio
por el bien del Llanandari de Beatrice.
—Su relato de lugares lejanos me encanta —dijo Beatrice—. Me
disculpo por mi Llanandari.
—Lo está haciendo bien. Siento nostalgia de Llanandras —dijo
Ysbeta—. Es un raro relato de Churchman, hablando de la mágica costa
donde Ianthe y yo pasamos una infancia feliz. Me vendría bien para mi
comprensión de su idioma leer libros en su lengua.
—Habla Chasand.
Inclinó la cabeza.
—Un poco. Es usted mejor en mi lenguaje que yo en el suyo. —
Adulación, de una mujer que sabía exactamente lo que era el libro de
Churchman.
A Beatrice le temblaba el corazón. Ysbeta y su hermano caminaban en
los círculos más altos del mundo, acostumbrados a la riqueza y el poder. Y la
simple declaración de Ysbeta traicionando un sentimiento de soledad o
nostalgia confesado a una supuesta colega, eran los pasos iniciales de una
danza cortés. El siguiente paso, el apropiado y elegante, sería que Beatrice
ofreciera el libro para calmar ese anhelo.
Ysbeta esperaba que Beatrice entregara su salvación. El libro le dio la
oportunidad de liberarse de la negociación de los padres para atarla al
matrimonio y la protección. Entregarlo sería darle una oportunidad. Para
conservarlo...
Mantenerlo sería cruzarse con una de las familias más poderosas del
mundo del comercio. Si el padre de Beatrice no conocía a los Lavans,
seguramente querría. Si se enemistaba con una poderosa hija Llanandras,
se reflejaría en todas las asociaciones y sociedades en las que confiaban las
fortunas de los Clayborn. Pesando sobre ellos. Cortándolas. Y sin la buena
opinión de las familias que importaban, el nombre de los Clayborn caería a
la tierra.
Beatrice no podría hacerle eso a su familia. ¡Pero el libro! Sus dedos se
apretaron en la cubierta. Respiró su olor a buen papel y a pegamento viejo y
a la piedra musgosa de la magia escondida en su interior. ¿Cómo podía
regalarlo?
—Me duele oír hablar de su anhelo por su hogar. Nunca he visto la
costa de Jy, pero he oído que es un lugar maravilloso. Tiene usted suerte de
vivir en un lugar como el mundo de su infancia. Desearía saber más sobre
ello.
Sus propios deseos se presentaban como un simple sentimiento. Un
paso atrás en el baile: apropiado, educado, resistiendo pasivamente. Ella
había encontrado el libro primero.
—¡Dejemos que Ysbeta intente superar eso con encanto! —La
frustración brillaba en los ojos oscuros de su rival, pero todo lo que diría
como respuesta fue cortado por la intrusión de un empleado de la tienda.
Se inclinó ante Ysbeta e Ianthe, tocándose la frente mientras bajaba la
mirada.
—Bienvenidos a Harriman's. ¿En qué puedo servirles?
Su Llanandari era muy bueno, probablemente apoyado por la lectura
de novelas no traducidas. Sonrió a la importante pareja que adornaba su
tienda, luego echó un vistazo a Beatrice, sus labios se hicieron finos y sus
fosas nasales se abrieron.
—Sí —dijo Ysbeta—. Me gustaría...
—Gracias por su oferta —interrumpió Ianthe, sonriendo al empleado—
. Todo el mundo aquí es muy servicial. Estamos solo viendo, por el momento.
El empleado se agarró las manos delante de él.
—Harriman's está comprometido con un servicio de calidad, señor. No
queremos que se preocupe por esta persona, si le está causando alguna
molestia.
—Gracias por su oferta —dijo Ianthe, un poco más firmemente—.
Estamos bastante bien, y la señorita no nos está molestando.
Ysbeta frunció el ceño a Ianthe, pero guardó silencio. El dependiente le
echó a Beatrice una mirada más de desaprobación antes de alejarse.
—Mis disculpas —dijo Ianthe, y su sonrisa no debería hacer que su
corazón tartamudeara—. Está claro que ambas quieren este libro. Propongo
una solución.
—Solo hay una copia. —Ysbeta levantó su barbilla delicadamente
puntiaguda—. ¿Qué solución podría haber?
—Podrían leerlo juntas —dijo Ianthe, aplaudiendo con las manos
juntas—. Ysbeta puede contarte todo sobre los jardines de té en las
montañas y la bahía de las perlas.
Beatrice luchó contra la caída aliviada de sus hombros. La gente se
daría cuenta de la amistad de Beatrice con una familia tan poderosa. ¿Y
hacer amistad con otra hechicera, otra mujer como ella? Beatrice sonrió,
agradecida por la sugerencia de Ianthe.
—Me encantaría escuchar eso. ¿Es cierto que Jy es el hogar de algunos
de los animales más hermosos del mundo?
—Es verdad. ¿Ha estado lejos de Chasland, Srta. Clayborn? —preguntó
Ysbeta—. ¿O simplemente sueña con viajar?
—Sueño con... sueño con viajar, pero no he dejado mi país —dijo
Beatrice—. Hay tantas maravillas, ¿quién no desearía flotar por la ciudad
acuática de Orbos por sí mismo, pasear por la ciudad de marfil de Masillia, o
contemplar la ciudad jardín de An?
—An es hermosa —dijo Ianthe—. Sanchi está muy lejos de aquí. Debe
conocer a mi hermana. Ella nació en medio del mar. El horizonte ha
capturado su alma. Deberían ser amigas. No hay nada más que hacer.
En un barco, quiso decir, y esa última parte la hizo parpadear antes de
que se diera cuenta de que era poético. Beatrice miró a Ysbeta, que no
parecía querer ser amiga de Beatrice.
—Me gustaría eso.
Los labios de Ysbeta se fruncieron, pero su asentimiento hizo que sus
rizos rebotaran.
—Yo también.
—¡Mañana! —exclamó Ianthe—. La comida del mediodía, y luego por
la tarde... será momento ideal para la correspondencia. Traiga su libro de
copias, Srta. Clayborn, y tendremos el placer de su compañía.
Acceso al libro. Amistad con los Lavans. Todo lo que tenía que hacer
era extender sus manos para dejar que Ysbeta tomara el volumen de su
mano y viera su grimorio alejarse, metido en el hueco del codo de un
extraño, sacado de este montón desordenado de novelas insignificantes,
versos de sacarina y textos anticuados.
Miró desde la mirada oscura de Ysbeta hasta el humor de ojos alegres
de Ianthe, para que su compromiso se cumpliera. Beatrice hizo una selección
mental de sus vestidos de día. ¿Serían suficientes para esa compañía?
No era el momento de preocuparse por los vestidos. Tenía que manejar
esta situación con cuidado. Le ofreció el volumen a Ysbeta. Una vez en sus
manos, Ysbeta ofreció su única sonrisa, revelando los dientes frontales
inferiores ligeramente torcidos.
—Gracias —dijo—. Discúlpeme un momento.
La dejaron de pie en las pilas. Ianthe se fue al carruaje mientras
Ysbeta firmaba un recibo que garantizaba el pago de la factura, y luego
marchó directamente a la salida. La campana sonó detrás de ella.
Ysbeta no tenía intención de darle a Beatrice una tarjeta de invitación.
Beatrice había sido robada.
***
A lo lejos un landau2 esmaltado en turquesa dobló una esquina, y al
desaparecer de la vista, la sensación de ondulación del grimorio se
desvaneció.
Perdido. ¡Robado! ¡Oh, nunca más confiaría en la palabra de un
caballero! ¡Había encontrado su oportunidad de ser educada como una niña
libre! Debería haberse negado.
¡Debería haber dicho que no!

2Landau, carruaje de cuatro ruedas, con capacidad para cuatro personas, con un asiento
delantero para el cochero, que a menudo es tirado por un equipo de cuatro caballos.
Un par de mujeres la rodearon con sus lenguas chasqueando. Beatrice
se movió rápidamente al borde del paseo marítimo. No pudo haber dicho que
no. Eso habría ido mal para su familia. Ya estaba planeando empañar el
respetable nombre de los Clayborns con sus planes de permanecer soltera.
Eso ya era suficiente problema. No podía traer más... había que pensar en
Harriet, después de todo.
La hermana menor de Beatrice hacía dibujos de sí misma en los
vestidos verdes de las ceremonias de boda. Leía todas las novelas de mujeres
que navegaban en la temporada de negociación, en un mundo que estaba
positivamente invadido por ministros y condes que se enamoraban de las
hijas de los comerciantes... Harriet quería su destino. Beatrice no podía
destruir las posibilidades de su hermana.
¡Pero el libro! ¿Cómo podría encontrar otro?
Esperó en una esquina a que el chico de las señales detuviera el tráfico
de carros y se unió a la multitud de peatones que cruzaban hacia Silk Row.
Grandes escaparates mostraban vestidos montados en maniquíes, pelucas
sobre cabezas de madera pintadas. Las zapatillas de tacón suspendidas en
cables imitaban el baile. Pasó por delante de los escaparates y se detuvo en
Tarden y Wallace Modiste.
Tarden & Wallace era el modista más de moda en Bendleton, dirigido
por su propietaria Llanandari. Sus revistas de diseño se imprimían,
encuadernaban y vendían a mujeres jóvenes que suspiraban por las
ilustraciones de vestidos que maximizaban la belleza de quien los llevaba,
con cinturas entalladas, escotes bajos y curvados y lujosas telas importadas.
Esta tienda era la más cara, y Padre había pagado por su vestuario sin un
murmullo.
Beatrice se encontró masticando su labio. Padre habría elegido otro
modista si no pudiera pagar por este. Lo habría hecho.
Abrió la puerta a empujones y entró.
Todos dirigieron su atención a su entrada, tomaron su pelo soplado por
el viento, sus polvorientos dobladillos y sus manos sin guantes. Dos mujeres,
hermanas por sus idénticos vestidos de algodón estampados con flores, se
miraron y se taparon la boca, riéndose.
La cara de Beatrice se calentó. No se había quedado en el carruaje, y
ahora mostraba los signos de caminar por los paseos comunes. El peso del
libro de modales y estilo de una dama se balanceaba invisiblemente en su
cabeza, corrigiendo su postura. Luchó contra el impulso de quitar el polvo de
sus faldas teñidas de té.
Clara salió de un camerino y sonrió.
—Le encantará todo, Srta. Beatrice. El vestido de esta noche está listo,
y he pedido cuatro más...
Un asistente siguió a Clara fuera del camerino, llevando un vestido
verde a medio terminar en sus brazos, y Beatrice tragó. Se suponía que ese
era su vestido de novia. Se suponía que lo llevaría a un templo y estaría
casada con un joven brujo adinerado, perdiendo su magia por décadas.
Apartó la mirada y vio a la Srta. Tarden mirando la misma prenda con un
pellizco agrio en su boca.
—¿Srta. Beatrice? ¿Quería probarse el vestido? —preguntó la Srta.
Tarden, su acento rico en Llanandari culto.
Beatrice miró el vestido de novia con el corazón en la garganta.
—Me temo que tengo otro compromiso.
Clara señaló hacia el probador.
—Estamos cortas de tiempo, pero podemos tomarnos unos minutos
para...
—No, está bien —dijo Beatrice—. Me contarás todo sobre los nuevos
vestidos de camino a la sala de conferencias. Más tarde.
Las hermanas se miraron unas a otras con sorpresa. Beatrice las
ignoró.
Clara se arrodilló, levantando el maletín con una mano.
—No sería correcto llegar tarde.
Beatrice guio la salida de la tienda. Clara cambió el maletín mientras
abordaba el Fiacre que Padre había contratado para Beatrice.
—No compró ningún libro.
Beatrice vio pasar a una manada de caballeros en caballos de piernas
largas, riendo y gritándose unos a otros. Llevaban bordados y botas de
montar de cuero fino, pero no les brillaba el aura de sus cabezas. Solo
jóvenes, entonces, y no magos.
—El volumen que deseaba comprar fue tomado por otra persona.
—Oh, Srta. Beatrice. Lo siento. Sé cuánto le gustan los libros antiguos.
—Clara tocó el brazo de Beatrice, un delicado gesto de consuelo—. Volverá a
aparecer. Podemos escribir a todas las librerías preguntando por él, si lo
desea.
Clara no lo entendía, por supuesto. Beatrice no podía decirle la verdad
a su criada, por mucho que le gustara la mujer un poco mayor. No podía
decirle a nadie la verdad. ¡Sra. Ysbeta Lavan! ¿No podría haber aparecido
solo cinco minutos después?
Tenía que volver a tener ese libro en sus manos. ¡Tenía que hacerlo!
—Pero ahora debe tomar el té con su Padre para esperar —ofreció
Clara—, y conocer a su primer pretendiente. ¿Cree que Danton Maisonette
es guapo?
Beatrice se encogió de hombros.
—Con un título y la participación mayoritaria en la mayor empresa de
inversión de capital de Valserre, no tiene por qué serlo.
—Oh, Srta. Beatrice. ¡Sé que no le preocupa el peso de sus bolsillos!
Deje eso al Sr. Clayborn. Esa es su preocupación, después de todo. Ahora,
¿qué espera? ¿Que sea guapo? ¿Que sea inteligente?
—Que sea honesto.
Clara lo consideró con el ceño fruncido.
—A veces la honestidad es como un cuchillo afilado. Srta. Beatrice.
¡Pero aquí estamos!
Beatrice había estado tratando de ignorar su acercamiento a la sala
capitular. El carruaje se detuvo frente al edificio que dominaba el extremo
sur de la plaza que presidía, su sombra se proyectaba sobre la calle.
La sala capitular de Bendleton era la más nueva construida en
Chasland, con un campanario en alza y agujas a juego. Su fachada era de
piedra gris pulida. Las ventanas brillaban con cristales de colores. Beatrice
estaba de pie en el paseo, mirando el edificio como si fuera su némesis.
Miró al corazón de la vida social y la educación de los magos de todo el
mundo, el centro exclusivo del poder de los hombres y la influencia de los
hombres negada a las mujeres como ella. Incluso cuando finalmente se le
permitió practicar magia en sus años avanzados, la sala capitular no tenía
lugar para ella. Se le permitía, cuando era escoltada por un hombre que era
miembro, entrar en la galería y en la casa de té, y no más lejos.
Niños de diez a dieciocho años se refugiaban en el interior, aprendían
matemáticas e historia junto con el procedimiento ritual y la técnica
brujesca. Los miembros de pleno derecho compartían secretos comerciales
con sus hermanos, decidían las leyes incluso antes de llegar al Ministerio, y
mejoraban su suerte a través de su habilidad mágica y sus votos fraternales.
La sala capitular tenía instalaciones para la artesanía y la elaboración,
salas de rituales convenientemente designadas, incluso apartamentos donde
los hermanos del capítulo podían reclamar hospitalidad. Miles de libros de
magia descansaban en el scriptorium, escritos en Mizunh, el lenguaje
secreto de los espíritus. Siglos de tradición, de restricción, de exclusión
fueron construidos en las mismas piedras de este edificio, Beatrice miró a su
némesis, de hecho.
—No frunza el ceño así, Srta. Beatrice. No puede arruinar esto con
cada sentimiento que revolotee por su rostro —instó Clara—. Sonría.
Beatrice estiró sus labios e hizo que sus mejillas se volvieran
regordetas.
—Con sentimiento. Piense en algo agradable. Imagine hacer algo
maravilloso.
Beatrice imaginó que tenía derecho a cada centímetro de la sala
capitular, que ella y su gran espíritu serían conocidos estudiosos de los
misterios. Ese caballero le sonreía no porque fuera hermosa, sino porque era
respetada, y las chicas se apresuraban de una sala de conferencias a otra,
estudiando abiertamente el arte y la ciencia de la alta magia. Ella pensaba
en el mundo que quería y recordaba su postura.
Sonrió como si la sala capitular fuera su amiga.
—¡Eso está mucho mejor! —elogió Clara—. Me llevaré estos vestidos a
casa, ya que volverá con su Padre. ¡Buena suerte!
—Gracias —dijo Beatrice, y se encaminó hacia las altas puertas dobles.
Fresco y tenue, el techo arqueado del gran vestíbulo recogió sus pasos y
lanzó el sonido a través de la habitación con el propósito de exhibir la
galería del ingenio. Los jarrones de flores costosas estaban junto a catorce
lienzos pintados, sus olores se mezclaban con la limpia y fresca piedra del
salón. Beatrice caminó hacia el retrato de Ysbeta Lavan, deslumbrante y
vibrante en un vestido de turquesa profundo, su mano extendida para
atrapar una mariposa azul topacio atraída por las flores exuberantes y
caídas del árbol de perfume del fondo. Una diadema enjoyada sostenía su
ligera corona de pelo rizado. Ella dominaba la habitación con su esplendor y
belleza; su retrato colgaba en la posición principal en el centro de la
habitación. Espacios vacíos flanqueaban su imagen como si nada ni nadie
pudieran compararse.
El cuadro de Beatrice estaba en una esquina oscura junto a un par de
chicas de cara sencilla, pero aun así obviamente ricas. Ella se había sentado
en terciopelo, y el pintor había capturado tanto el suave brillo de la tela
como las mangas abullonadas sin moda de su vestido. Sostenía su violín
sobre su regazo.
Apenas recordaba el olor del aceite de linaza y el polvo maldito en el
aire que le hacía querer estornudar. O el increíble aburrimiento de tener
que sentarse muy quieta sin nada que ocupara su mente, salvo el deseo
desesperado de rascarse una picazón. Pero sobre todo Beatrice recordaba la
peculiar sensación de ser examinada tan minuciosamente mientras la
verdad de ella permanecía invisible mientras la pintaba el artista de
Gravesford.
Podría haber sido interesante. Se había quemado para pintar a
Beatrice con un rifle después de encontrarla con uno metido en el codo
después de un paseo matutino por el bosque. Beatrice trató de explicar que
solo tenía el rifle debido a los peligros de encontrarse con jabalíes, a lo largo
del bosque e incluso algún que otro oso, pero el pintor estaba demasiado
enamorado de su visión. El padre terminó la inspiración del pintor
amenazando con enviarlo a casa sin pagar.
Si tan solo se hubiera salido con la suya. El lienzo de Beatrice era
exactamente lo que un espectador esperaría. Debería haber llevado un rifle
bajo el brazo, o una pistola, colgada de una mano mientras se encorvaba en
su asiento como un caballero a gusto. Algo para mostrar que era una
persona, algo para mostrar que era algo más de lo que la gente esperaba de
una mujer: ornamento, y silencio entrenado.
—Dioses nacidos en las estrellas, qué aura. Usted debe ser Beatrice —
dijo una voz con acento de Llanandari.
Se giró y miró a un joven que debía ser...
—Danton Maisonette. Buenas tardes. ¿Ha visto la nueva sala de
reuniones?
—Son todas nuevas, en Chasland —dijo Danton con una pequeña
olfateada desdeñosa—. Valserre ha sido parte de la hermandad durante
setecientos años. Chasland se está haciendo pedazos, tratando de
mantenerse al día con las mejores naciones.
Beatrice apretó sus labios contra la cadena de desprecios e insultos.
—¿No es para su estándar, entonces?
Miró hacia la piedra, colocada con toda la habilidad de los albañiles de
Chasland, y la despidió encogiéndose de hombros.
—Es el último estilo. Los de Chasland son todos sobre oro y sin gusto.
Beatrice tuvo que buscar el control de su temperamento y las palabras
adecuadas.
—Entonces, ¿qué hubiera hecho? Los valserranos son conocidos por su
conocimiento de la belleza.
—Estética —corrigió Danton—. Construir en un estilo anterior habría
sido fingir un legado que no existe aquí, ahora que lo pienso. Pero las salas
capitulares deberían tener peso. Deberían ser atemporales, en lugar de estar
a la moda.
Beatrice buscó las palabras correctas, pero Danton llenó el silencio por
ella.
—Aunque la calidad del sonido en las salas de trabajo es
sorprendentemente buena.
—Eso sería gracias a los constructores —dijo Beatrice—. El diseñador
era un Hadfield, la familia que construye santuarios sagrados por
generaciones.
—Construido —corrigió Danton su Llanandari una vez más—. Todos
ustedes cantan a los dioses para que los adoren. Debe sonar impresionante
en la Larga Noche. ¿Puede cantar, entonces?
—He practicado —comenzó Beatrice—, como cualquier dama de
Chaslander.
La boca de Danton se volvió impaciente.
—¿Pero es buena?
Este grosero... ¡Zopenco! ¡La arrogancia! Beatrice levantó su barbilla.
—Sí.
—Es bastante segura de sí misma. —La contempló por un momento—.
Pero le creo. —Volvió la cabeza, mirando el retrato de Ysbeta Lavan, y luego
volvió a ella.
Danton Maisonette era apenas más alto que ella, pero su abrigo
marrón y su traje de color beige eran de algodón satinado Llanandras, bien
hecho y bordado en patrones geométricos de buen gusto. Era bastante
guapo, pero su pequeña y delgada boca estaba tan apretada que Beatrice no
podía imaginar que una palabra amable se le escapara. Se puso de pie con
una postura erguida, con el pecho hacia adelante, su porte recordaba a
Beatrice a un soldado, lo que tenía sentido. Como heredero de un
marquesado de Valserran, se esperaba que tomara una posición alta en el
ejército de esa nación. Sus ojos encapuchados eran de color azul aguado, y
tenía una mirada directa y aguda.
O tal vez era solo que él la miraba fijamente. La examinó tan
completamente que hizo temblar el estómago de Beatrice. Cuando giró su
barbilla para comparar lo que había visto con el retrato de Beatrice en la
pared, Beatrice sonrió como la curva recatada del lienzo.
—Es usted realmente bonita —dijo—. Demasiadas pelirrojas parecen
estar hechas de tiza con manchas.
—Gracias. —No era eso lo que quería decir, pero le prometió a Padre
que sería amable.
Si alguien hubiera hecho que Danton prometiera lo mismo. Su deseo de
honestidad era respondido. No esperaba que la trataran como a una figura
de reloj, incapaz de ser insultada por cualquier pensamiento que saliera de
la mente de Danton Maisonette a sus labios.
—Esta reunión va a ser una charla aburrida. Comercio e inversión.
¿Trajo trabajo manual para divertirse?
Si tan solo pudiera abrir los ojos. Si tan solo pudiera bajar la
mandíbula. Pero ella sonrió, sonrió, sonrió a este hombre rudo y exigente.
—Me temo que no tengo nada conmigo.
Un lado de su boca se hundió mientras decía:
—Tenía interés en unirme a la conversación.
En lugar de la labor de mantenerla entretenida, ya que no había traído
un gancho de encaje. Beatrice mantuvo su sonrisa y preguntó:
—¿Ha visto la galería de la sala capitular?
—Lo único nuevo son los ingenios —dijo, dejando la pista para
acompañarla a través de la galería arrastrándose por el suelo—. Solo catorce
de ustedes este año. Las negociaciones privadas se están volviendo
demasiado populares.
Beatrice parpadeó y ladeó la cabeza, y Danton supo explicarlo cuando
lo vio.
—La gente está arreglando matrimonios fuera de la temporada de
negociación. ¡Ja! La exportación número uno de Chasland, ya que todos
ustedes tienen hijos por montones. La mayoría de las damas mejor criadas
ya están atadas. ¿De dónde es usted, que no sabe esto?
Las damas no golpean a la gente. Ni siquiera a los groseros e
insufribles groseros.
—Mayhurst.
Sus cejas subieron.
—El país del norte —dijo con horror excitado—. Eso es prácticamente
el interior. ¿Ha estado alguna vez en Gravesford?
No. No este hombre. No importaba que fuera el heredero de un
marqués. No se casaría con él y viajaría a la lejana Valserre, lejos de su
familia, para convertirse en su esposa, de hecho, no pasaría un minuto
innecesario en su presencia.
—Viajamos allí antes de venir a Bendleton.
—Para su vestuario, me imagino. —Tomó su traje de paseo y se encogió
de hombros—. No creo que tenga mucha necesidad de algodón Llanandras
de tejido fino cuando está superando a los jabalíes.
—Oh, tenemos rifles. —Beatrice se dio cuenta de lo que había dicho,
pero demasiado tarde.
La miró fijamente, horrorizado.
—¿Dispara?
—Soy buena en ello —dijo Beatrice, y al final su sonrisa tuvo un
verdadero sentimiento.
—Ya veo —dijo Danton—. Qué perfectamente feroz de su parte.
Deberíamos tomar el té. ¿Tiene té, en el campo?
Beatrice cubrió su sonrisa con azúcar y arsénico.
—Cuando se trata de nosotros. En trineo de perros, cien millas en la
nieve.
—¿En serio?
La sonrisa de Beatrice se amplió.
—No. Hay al menos seis puertos en el norte.
Ahora no le agradaba nada. Perfecto.
Beatrice se deslizó a su lado mientras él la llevaba al salón de té. Le
sonrió al marqués y se sentó, ignorando al músico contratado que trabajaba
en una sonata de piano para prestar atención a la charla sobre comercio e
inversiones que Danton había prometido que la aburriría. Hizo preguntas y
arruinó su gentil muestra de curiosidad con sus propios comentarios. Padre
lo soportó bien, pero frunció el ceño cuando se despidieron del Marqués y su
hijo y abordaron el landau contratado para llevarlos de vuelta a la calle
Triumph.
Padre se sentó en el banco frente a ella y suspiró. El corazón de
Beatrice se hundió cuando Padre, se miraba guapo en algodón marrón,
aunque la chaqueta y el chaleco llevaban un mínimo de adornos de aguja, le
dio una mirada que profundizó las líneas de preocupación a través de su
frente, su boca abierta como si estuviera a punto de decir algo. Pero miró
hacia otro lado, sacudiendo la cabeza con tristeza.
—Padre, lo siento.
Beatrice tenía una idea decente de lo que se suponía que tenía que
lamentar, pero Padre le informaría completamente pronto. Esperó la
inevitable respuesta, y Padre la dio con una expresión de dolor.
—Beatrice, ¿te das cuenta de lo importante que es para ti ser agradable
con los jóvenes que conoces mientras estamos aquí?
—Padre, era horrible. Esnob y arrogante. Si tuviera que casarme con
ese hombre, nos enfrentaríamos desde la mañana hasta la noche.
Padre pasó una mano sobre sus rizos arenosos y plateados, y volvieron
a su lugar, enmarcando sus finos rasgos, forrados por la experiencia y
demasiadas cargas, incluyendo su voluntad.
—Ese joven perfectamente horrible será un marqués.
—Marqués de Terrible entonces. No podría ser feliz con él, ni por un
minuto.
—Esperaba que fuera menos difícil —dijo Padre—. Esta reunión fue un
arreglo especial. ¿Y le dijiste que sabías disparar? ¿Qué te poseyó?
—Se me escapó. Y me disculpo. Pero se rio de mí por ser del campo, y
me asumió como una tonta ignorante, como si Chaslanders no tuviera
educación de ningún tipo.
—Probablemente debería haberte enviado a una academia de señoritas
en el extranjero —suspiró Padre—. Demasiado tarde ahora, aunque quizás
Harriet podría entrar en una escuela de buenas maneras.
Pagado con el apoyo financiero del marido de Beatrice.
—Harriet adoraría eso.
—Si podemos manejarlo, ella irá. Pero solo hay catorce de ustedes. —
Se iluminó ante la idea de un mercado de novias, y el número de jóvenes que
se agolpaban alrededor de Beatrice simplemente porque era una de las
pocas ingeniosas que quedaban para cortejar—. Pero si lo hubieras
mantenido en tu lugar...
—Hay más jóvenes de donde él vino —dijo Beatrice. Con suerte, ella los
alejaría a todos. Y luego necesitaría más suerte, para tener el grimorio en
sus manos una vez más…
El pensamiento se estrelló en su mente como una campana. Podría
recuperar el libro. Sabía exactamente cómo. La emoción surgió en ella,
llenándola con el impulso de saltar del landau y correr más rápido de lo que
los vistosos caballos negros podían trotar. Se agarró las manos y luchó por
parecer atenta mientras Padre la regañaba.
—No es que quiera que te cases con un hombre que no puedas soportar,
Beatrice. Solo inténtalo, ¿quieres? Trata de no juzgarlos apresuradamente.
Beatrice asintió, pero su mente ya estaba consumida por su plan.
—Sí, Padre. Me esforzaré más la próxima vez.
Miraba las calles arboladas de Bendleton, verdes con nuevos brotes
primaverales y llenas de dulces flores, no podía esperar a llegar a casa.
II
El aire se volvió más dulce cuanto más se acercaban los landau a su
vivienda alquilada en la Calle Triumph, una dirección de moda en una
carretera con curvas leves que bordea el parque Lord Harsgrove. Los pétalos
de los cerezos caían al aire, su perfume ahogaba suavemente a Beatrice
mientras su padre le explicaba la oportunidad que había perdido.
—La última iniciativa del marqués pretende revitalizar las partes más
miserables y desdichadas de Masillia para convertirlas en vecindarios
respetables. Quieren construir en el Distrito del Canal. Las ganancias de tal
iniciativa habrían mantenido a tu madre en la comodidad.
Beatrice se puso serena. Padre debía preocuparse por la familia, y sus
planes dependían del apoyo de la nueva familia de Beatrice para apuntalar
la suya.
—Lamento que la iniciativa haya quedado en nada, pero tal vez no sea
un desastre.
—Tienes razón, querida. Después de todo, todavía están las
cotizaciones públicas.
—En realidad, me refería a algo diferente —dijo Beatrice, y sonrió
mientras Padre parecía curioso—. El problema con el desarrollo inmobiliario
es que pasarán años antes de que el proyecto esté terminado y sus
inversiones den frutos.
La expresión de Padre se transformó en una boca abatida.
—Beatrice…
Ella se apresuró.
—Si el marqués está buscando inversores aquí, probablemente también
esté buscando alianzas de suministros. Necesitará madera y hierro, y una
pequeña investigación le dirá quién en Bendleton dirige una empresa
forestal o una mina. Si invierte con ellos...
—Es una buena idea, querida, pero por favor no te molestes en intentar
descifrar el mundo de las finanzas. Tengo planeadas más reuniones además
de la del marqués.
¿Por qué no la escucharía? Valserre no era el único país con ganas de
construir grandes proyectos. ¡Invertir en madera y hierro tenía sentido!
Beatrice se obligó a sonreír.
—Es un alivio. ¿Asistirá al baile de esta noche?
Las mejillas de padre temblaron cuando sacudió la cabeza.
—Lamento decir que no lo haré, pero me alegra informar que tengo
una invitación a la finca Compton. He recibido una carta de Sir Gregory
Robicheaux pidiéndome que asista a una reunión sobre una expedición
comercial a Mion. Algodón, espero, ya que los Lavans tienen los derechos
exclusivos de su cacao.
Beatrice trató de no hacer una mueca ante la mención del engaño, el
fraude de Lavans.
—Espero que tenga éxito.
—Estoy seguro de que lo tendré —dijo Padre—. Sir Gregory es un
hombre inteligente. Esta es una oportunidad única. Si tan solo pudiera
llevar las novedades de esta expedición a casa. Será un indudable éxito.
No como la última vez. Beatrice luchó por seguir sonriendo.
—Estoy tan feliz de escucharlo.
La expedición de orquídeas de la Westborne Trading Company también
había sido una oportunidad excepcional. Padre había contribuido mucho al
viaje, confiando en la locura internacional por las especies exóticas de
orquídeas, una locura que había sido abandonada por los perros en
miniatura mientras la expedición regresaba a casa con especímenes antes
fabulosamente caros. Mucha gente perdió sumas considerables, y muy pocos
de los inversores habían comprado un seguro para sus acciones, incluyendo
a Padre, y a todos los vecinos de Mayhurst que habían escuchado sus
predicciones de la fortuna que los inversores harían. Le habían arrojado
coles durante una semana. Nadie estaba en casa para las llamadas de
Madre. Se habían escabullido de Mayhurst en plena noche y no pararon el
carruaje hasta que estuvieron a millas de distancia, y alguien en la posada
de la carretera todavía había oído la historia de cómo Padre había arruinado
la fortuna de sus vecinos.
La mala suerte asoló las inversiones de Padre. Había tomado una
generosa dote y aprendió que la manera de tener una pequeña fortuna de la
especulación y la inversión era empezar con una grande. Si Padre no
hubiera arriesgado tanto, podrían haber pospuesto el viaje a Bendleton
hasta el año siguiente. Beatrice podría haber tenido más tiempo para
aprender lo que tenía que aprender antes de que fuera demasiado tarde.
Pero Padre no le dijo a su familia lo mal que estaban, y no escatimó en
gastos para enviar a Beatrice a la vida social de Bendleton.
¿Cuánto dinero le quedaba a Padre? ¿Era suficiente para pagar todos
los sombreros y vestidos y una dirección en la calle Triumph? ¿O había
puesto todo su dinero en una cosa segura, el atractivo de Beatrice como
novia?
No era prudente. La madre de Beatrice era una de las respetadas
Woodcrofts, pero tendían a tener niñas en vez de niños, a menudo solo
producían un heredero para continuar con el legado. Madre se había casado
por amor en vez de por estatus, y por eso los Clayborns eran miembros poco
comunes de la clase media. Había ingenios más elevados que ella,
ciertamente más ricos. No podía pretender razonablemente atrapar al hijo
de un duque o de un ministro del gabinete, ¿verdad? Y no tenía la riqueza o
las conexiones que un mago extranjero buscaba.
Pero ella no quería un hijo de un duque o de un ministro. No quería
casarse con un hombre de otra tierra. Quería ser maga, y el matrimonio se
interponía en su camino. Tenía que recuperar el grimorio que Ysbeta le
había robado. ¡Era su única oportunidad!
—Y a partir de esta noche, tú también perseguirás la oportunidad —
dijo Padre—. Sé que no necesito explicarte lo importante que es tu
presentación a la sociedad para nosotros. Confío en tu capacidad para
evaluar a la gente que conocerás esta noche. Pero diviértete y haz amigos.
No te olvides de disfrutar de ello.
Esta noche marcaba el comienzo oficial del calendario de fiestas,
salidas, actuaciones y eventos que permitirían a Beatrice ascender hasta
donde su encanto y habilidad permitieran o hundirse, si se avergonzaba.
¿Cómo iba a manejar tanto el éxito social para su familia como el fracaso
romántico para ella misma?
—Haré lo mejor que pueda, Padre.
No necesitaba decir más. Padre la ayudó desde el carruaje.
—La buena suerte te sonreirá, estoy seguro de ello.
Era más correcto de lo que pensaba.
—Tengo que conseguir una bandeja de la cocinera y luego descansar
antes del baile. Probablemente me perderé la cena al prepararme.
Padre la dejó salir con una sonrisa indulgente.
—Harás que me sienta orgulloso, querida.
Una vez dentro, Beatrice subió para que Clara la desnudara y la
metiera en la cama. Cuando la bandeja llegó, Beatrice la conservó, diciendo
que la mordisquearía mientras leía.
Después de que Clara la liberó del ajustado corsé de moda y dejó a
Beatrice descansar en rizos de trapo preparados para el Baile de la
Asamblea de esta noche, contó en silencio hasta cien, y luego se levantó de la
cama. El vestido de esta noche estaba colocado donde pudiera mirarlo hasta
que se durmiera, pero se escabulló a través de él sin mirarlo de nuevo,
saltando por el cordel que colgaba del techo.
Mover la bandeja del almuerzo al ático fue un trabajo torpe. Tuvo que
equilibrar la bandeja en un escalón apenas lo suficientemente ancho como
para sostenerla, subir una escalera y apoyar la bandeja en un peldaño más
alto. Casi la dejó caer dos veces mientras subía la estrecha escalera hasta el
ático de su habitación con una sola mano. La oscuridad del mismo olía a
polvo y papel viejo. Beatrice se incorporó en el espacio revestido
exclusivamente para su trabajo. Después de cerrar la escotilla para no
tropezar y romperse el cuello, buscó a tientas su caja de herramientas.
Susurró un encantamiento para hacer que una chispa encendiera un trozo
de vela, y luego, al tocar la llama con todas los demás, susurró:
—Da luz, y no hagas daño a nadie.
Las mechas se prendieron y resplandecieron, arrojando sombras
parpadeantes sobre el inclinado techo del ático. Beatrice sacó un libro de su
pequeño tesoro, Historias de Ijanel y otros héroes, de E. James Curtfield, y
encontró el hechizo codificado entre los versos:
Para llamar a un espíritu menor de la oportunidad
Lo puso en una mesa de descanso con una pata desnivelada.
Beatrice releyó las instrucciones. Se preguntó, una vez más, si las
palabras de la invocación funcionarían realmente sin estar escritas en
Mizunh, pero Chasland tenía maestros magos antes de adoptar la tradición
de la sala capitular. Tenía que funcionar. Practicó los signos que necesitaba
para la invocación. Comprobó y volvió a comprobar la secuencia de los
signos, y luego anotó con tiza las marcas en el orden descrito sin pronunciar
una palabra.
Ahora vaciló, solo por un momento. Era una magia más compleja de lo
que se había atrevido, pero tenía que dominarla si quería tener la habilidad
para invocar un espíritu más grande. Debía realizar el ritual, y no podía
fallar.
Sostuvo su palma sobre cada símbolo de tiza, respirando el patrón
aceptado para infundir cada marca con su voluntad. Respiró correctamente,
sostuvo y vibró exactamente de la manera correcta para activar su círculo y
ponerla entre los reinos de la carne y el espíritu. Cada marca tenía que ser
cargada con el aliento correcto, la vibración exacta, formada por la posición
de sus dedos sostenidos justo así, y mientras trabajaba el aire cambiaba,
presionando su piel mientras la invocación se construía a sí misma, marca
por marca, aliento por aliento, signo por signo.
La energía parpadeó y se construyó justo en el rabillo del ojo, más azul
que la luz de una vela, disparada con destellos iridiscentes de oro, rosa,
verde. Hizo que el aire se volviera borroso y vivo mientras sus acciones la
desataban del mundo de la carne, rozando el reino del espíritu.
Mantuvo el impulso de mirarlo, de jadear con asombro como una niña.
Pero la magia cosquilleaba a través de ella. Tocaba el éter y tenía el poder
en sus manos, su aliento, su cuerpo... era mejor que la más dulce música, la
mejor comida. Conociendo el poder, acercándose a los misterios, nada era
igual. Nada era igual.
Respiró magia, le dio forma con su necesidad y cargó el círculo cerrado.
Ella estaba en medio. Su cuerpo se sentía más grande de lo que era. Su
conciencia se había expandido a la piel de su forma etérea, el cuerpo que los
espíritus y los magos podían ver, brillando suavemente dentro del círculo
girado de su vida mortal. Pero temblaba, sus manos temblaban mientras
reunía más poder dentro de sí misma, más y más hasta que se llenó como
una piel de agua, preparándose para el ritual.
—Nadi, espíritu de la oportunidad, te nombro —susurró—. He traído
dulce néctar y carne para ti. Son tuyos si me ayudas. Nadi, espíritu de la
oportunidad, sé que estás cerca.
Sacó un puñado de fresas, brillantes y rojas, y se puso una en la boca.
La mordió y se deleitó con la dulzura de su lengua.
—Nadi, espíritu de la oportunidad —murmuró, el sabor a fresa en sus
labios—. Tú tienes hambre y yo tengo dulces.
Una luz parpadeó fuera de su círculo.
—Nadi quiere eso. Dámelo.
Habló en su lengua, y Beatrice se derritió con alivio. Había funcionado,
incluso sin saber Mizunh.
—Necesito tu suerte, Nadi. Te lo daré a cambio.
Nadi creció y se encogió, probando la pequeña cúpula que lo mantenía
alejado, atraído por lo único que los espíritus deleitaban en el encanto de lo
corpóreo.
Los espíritus querían el mundo de la carne. Querían comer. Querían
beber vino. Querían correr, bailar y tocar todo lo que pudieran. Querían las
paredes de un cuerpo, el sabor de una baya. Pero antes que nada, sobre todo,
querían esas cosas para siempre, y así el arte y la ciencia de los misterios
superiores estaban cerrados a las mujeres, para evitar el peligro de que un
espíritu consiguiera exactamente lo que más anhelaba: un hogar, que
viviera dentro de un niño no nacido.
—Hay un libro —comenzó Beatrice—. Un libro concreto. Lo tuve en mis
manos. Las circunstancias y una lengua inteligente me lo robaron. Quiero
que me ayudes a recuperarlo.
—Sí —dijo Nadi—. Lo veo en tus recuerdos. Siento el latido de tu
corazón mientras lo lees. Sé lo que quieres de él. ¿Qué me darás si pisoteo el
Destino para devolvértelo?
Beatrice le ofreció las bayas.
—Todas estas son tuyas, y carne además, tengo las carrilladas
ahumadas de un cerdo, glaseadas en miel. Tengo queso blanco de las cuevas
de Stillan. Y tengo vino de Kandish.
—Pero cuando tengas el libro, sé lo que harás con él —dijo Nadi—.
Llamarás a un espíritu aliado. Harás un gran pacto. Y entonces Nadi no
tendrá a nadie con quien negociar, ni néctar, ni carne. Nadi quiere más.
—Otro mago te llamará, Nadi. Otro hechicero te necesitará —dijo
Beatrice—. Nadi siempre será necesario.
—Nadi quiere más ahora.
—No puedo romper el círculo para traerte más comida —dijo
Beatrice—. Todo lo que tengo para ofrecerte ya está en sus límites.
Escuchó lo que dijo un instante después de haberlo dicho, y cerró la
mandíbula. El espíritu de la fortuna se iluminó, expandiéndose.
—Tienes más que ofrecerme —dijo—. Puedes darme un regalo más
grande.
Oh no, no, no podría. ¡Esta era su primera invocación menor! Quería
que el espíritu la instruyera, que no la dejara entrar en su cuerpo mientras
recuperaba el grimorio. Había pedido la mejor ofrenda que la cocina podía
proporcionarle, apenas la había probado, y no había permitido que Clara se
llevara la bandeja. Este espíritu de la oportunidad no era un espíritu muy
fuerte, pero toda su rica comida y el vino kandish no eran suficientes.
Nadi quería que ella fuera la anfitriona.
Nunca había hospedado a un espíritu, ni siquiera a los espíritus
menores que podía llamar sin la protección de un círculo de invocación.
Siempre había pedido pequeños conocimientos, pagados con ofrendas de
comida. ¿Y si no podía controlarlo? ¿Y si Nadi tomaba el control de sus
extremidades, la hacía decir algo escandaloso o la avergonzaba? ¿Y si perdía
el control completamente, y el espíritu, vestido con su carne, hería a la gente
que se le cruzaba? Ella podría fallar completamente. Podría ser condenada a
muerte. Podría herir a alguien que amara.
No. Ella sabía quién era. Podría hacer esto.
—Una hora —dijo Beatrice.
—Un día —dijo Nadi.
—Imposible. Al anochecer.
—Al amanecer.
—No. A medianoche —dijo Beatrice—. Voy a un baile de la Asamblea.
Habrá música...
—¿Música? —El espíritu se iluminó, se balanceó. Dejó salir un gemido
feliz—. ¿Baile?
—Sí.
—¿Pastel?
—Sí.
—¿Luz de las estrellas?
—Si la noche está despejada.
—Estará despejado —aseguró Nadi—. Y un beso.
Beatrice se burló.
—No.
—Puedo hacer que suceda —dijo Nadi—. Puedes elegir quién. El libro
será tuyo. Pero quiero un beso. Elige al hombre más guapo que desees.
—Ese es otro trato —objetó Beatrice.
—Esta vez no. Solo un beso, Beatrice Amara Clayborn. Tu primer beso,
a medianoche. Lo quiero.
Beatrice se mordió el labio. Si bailaba dos veces con el mismo joven en
una asamblea, era un permiso para cortejar su interés. Besar a un caballero
significaba algo más que el permiso para cortejarla. Ella no podía hacerlo.
Pero entonces tendría el libro. Tendría el libro y ganaría su gran espíritu, y
entonces tendría lo que quería. ¿No valía la pena por un simple beso?
—Nadi, llevarás un vestido elegante. Bailarás. Comerás pastel. Verás
la luz de las estrellas. Tendrás un beso a medianoche, y entonces nuestro
trato estará hecho.
—Está grabado —dijo Nadi—. El destino te favorecerá. Déjame entrar.
Beatrice extendió su mano, tocando la barrera que la protegía del
mundo del Espíritu. Se resistió a su toque como si intentara presionar dos
piedras de la logia juntas.
Beatrice se armó de valor por el bien del libro. Empujó a través de la
barrera de su protección. El espíritu se apoderó de sus dedos. Su tacto se
enfrió mientras se colaba en su carne. Se deslizó dentro de su cuerpo,
llenando los espacios bajo su piel.
—Sí —dijo Nadi—. Llévame a la medianoche, maga.
Sus manos se levantaron sin su voluntad. Se tocó su propia cara, su
garganta. Sus pulmones se llenaron con una respiración profunda, y se
lanzó a por las fresas, metiendo una fruta roja tras otra en su boca. Nadi
engulló hasta el último trozo de la bandeja, inclinó la copa hacia arriba para
recoger las últimas gotas de vino, y chasqueó sus labios, hambriento de más.
—¡Nadi! —dijo—. No puedes satisfacerte así. Es indecoroso.
—Es tan bueno —respondió Nadi en su mente—. Delicioso. Delicioso.
Quiero más.
—Nos atraparán —dijo Beatrice—, y si nos atrapan, no habrá música.
Y no habrá pastel. O luz de las estrellas. Y no sentirás tu beso. Debes
comportarte.
—Vamos afuera —dijo Nadi—. Quiero sentir la luz del sol. Quiero
sentir el viento. Quiero salir.
—Hay una terraza fuera de mi habitación —dijo Beatrice—. Podemos
salir, pero debes ser bueno.
—Bien —dijo Nadi—. Puedo ser bueno. Vamos, vamos.
El espíritu dentro de ella se agitó mientras derribó el círculo, haciendo
retroceder el poder de nuevo en ella misma. Limpió las marcas de tiza del
suelo, apagó todas las velas y bajó con cuidado la escalera hasta su
habitación, donde según el reloj solo le quedaba un cuarto de hora antes de
que Clara viniera a prepararla para el baile.
***
El baile de apertura del salón de actos de Bendleton estaba tan
concurrido como Clara había predicho. La música apenas se escuchaba por
encima de las risas y conversaciones de los asistentes al baile, tantos
jóvenes, todos apretados en los vestidos y trajes de baile que mostraban sus
mejores cualidades. Se apoyaban en las paredes doradas y pintadas con
espuma de mar, estaban de pie en grupos de amigos elegantemente vestidos,
la miraron y dejaron que sus ojos se deslizaran por su rostro, su pelo y su
conjunto observando, juzgando y descartando.
Clara había elegido cada detalle del conjunto que llevaba Beatrice,
había vestido y atado y fijado a Beatrice en un vestido de seda teñido en el
tono exacto de un cielo primaveral bordado con pensamientos, había fijado
cada mechón de su pelo en el estilo alto y rizado que estaba de moda, había
atado sus tirantes lo suficientemente apretados como para cortarle la
cintura, y se negó a sujetar una pañoleta al alarmante escote debajo del
vestido. Beatrice había renunciado a intentar subir un poco más el
estómago. Ahora respiraba contra la restricción de sus posaderas, tratando
de no dejar que su pecho se hinchara.
Un joven de seda marfil la miraba, con una media sonrisa en su cara.
Beatrice abrió su abanico, protegiéndose de su vista.
—Bésalo —dijo Nadi—. Le gustas.
—No le gusto —pensó Beatrice—. Él es inadecuado.
—Hmph. —Nadi levantó su cabeza y dirigió su mirada a la multitud.
Danton Maisonette se encontraba con otros jóvenes de moda. La miró
mientras inclinaba su cabeza hacia otro caballero, este sin adornos por la
corona de la brujería. Miró a Danton, sorprendido, y se volvió para mirarla,
sus labios se movieron en un comentario que hizo reír a Danton y su
compañía.
El estómago de Beatrice se apretó. Se estaban riendo de ella. Danton
probablemente había tergiversado toda la historia y la había hecho parecer
una arpía y una escaladora de estatus, y el cuento se extendería por todo el
baile.
—¿Por qué crees que están hablando de ti? —preguntó Nadi, y los
recuerdos florecieron en su mente—. Él es malo.
Había descubierto el truco de hablarle a Nadi en su mente, y pensó sus
palabras tan claramente que podía oír su propia voz dentro de su cabeza.
—No pienses en eso, Nadi. Dijiste que querías pastel.
—Pastel, sí. Quiero pastel. Dame un poco.
—Tenemos que esperar en la fila —regañó Beatrice. Se dirigió a la cola
de los refrescos y se lamentó de su error. Los jóvenes esperaban la
oportunidad de tomar un refresco, para llevarle un poco a la dama que les
gustaba.
—Hombres —dijo Nadi—. Besa a ese, en el durazno.
—No lo haré.
Beatrice tomó su lugar al final de la fila. Pastel. Luz de las estrellas.
Un baile, y luego un imposible y descarado beso. Podía hacer todo menos
eso, no si quería seguir siendo una dama...
—Disculpe, señorita. Por favor, adelante. —El joven que esperaba al
final de la fila se inclinó y la invitó a ponerse delante de él.
Beatrice cambió de opinión, buscando la forma correcta de hablar
educadamente con un extraño en Llanandari, aunque el caballero era casi
seguro local.
—Gracias, pero estoy conforme.
—Debo insistir, señorita. Por favor, tome mi lugar.
—¿Qué es eso? —preguntó el hombre que iba delante de él—. Oh,
señorita. Por favor, permítame cederle el paso.
—Gracias, pero no es necesario —protestó Beatrice—. La fila ya se está
moviendo tan rápido...
Porque se agitaba cuando cada caballero investigaba la conmoción
detrás de él, se hicieron cortésmente a un lado para permitir que Beatrice se
moviera hasta el frente, para la diversión de los demás que estaban cerca.
Beatrice aceptó una servilleta con un pedazo de pastel amarillo crema y
trató de escapar, con las mejillas ardiendo.
—Quiero comerlo —dijo Nadi—. Huele tan bien. Tan bien.
—En un minuto —respondió Beatrice—. Vamos afuera a mirar las
estrellas. ¿Recuerdas? La luz de las estrellas.
—Luz de las estrellas —dijo Nadi—. Sí. Apúrate.
Pero no podía. Mantuvo el paso elegante de una dama sin ningún lugar
en particular, apuntando a las puertas abiertas que conducen a los jardines.
Podía encontrar un lugar un poco separado del resto, donde podía mirar las
estrellas y dejar que Nadi engullera el pastel como un niño. Luego
encontraría un fragmento de pared y esperaría la velada. Buscaría un chico
que pareciera amable y comprensiva, entablaría una conversación, y cuando
la noche pasara, le besaría en la mejilla.
—No —dijo Nadi—. Un beso de verdad. Un beso de verdad. No tendrás
tu libro sin un beso de verdad.
¡Maldito sea el espíritu que se retuerce dentro de ella! Nadi esperaba
que entregara exactamente lo que quería. No habría escapatoria.
Nadi se estremeció, y el espíritu intentó esconderse detrás de su
palpitante corazón.
—No, no el ruido de nuevo. —Nadi se estremeció justo debajo de su
piel—. Es horrible. Horrible. Haz que pare.
—Espera, Nadi. —Se dio la vuelta en un círculo, esforzándose por
escuchar lo que sea que hizo que Nadi temblara como si el sonido fuera
horrible. Como si le doliera solo de escucharlo.
Una mujer y una joven doblaron la esquina del salón de actos, la luz de
una lámpara de antorcha convirtió su cabello cuidadosamente peinado en
cobre brillante. Beatrice suprimió un gemido mientras la mano de la chica
se elevaba para saludar con entusiasmo.
—¡Beatrice! —exclamó Harriet.
Beatrice cerró los ojos y rezó para que le dieran fuerzas.
—Hola, Harriet.
Harriet Clayborn era la belleza de la familia. Ella había tomado la
apariencia de Padre, y a los quince años fue bendecida con un rostro perfecto
en forma de corazón, la nariz delicada y precisa de Padre, y una expresión
que siempre parecía como si estuviera a punto de compartir una broma. Su
cabello, brillante como el pelaje de un zorro, se posaba magníficamente sobre
su cabeza, brillando tan intensamente como las cuentas de cristal azul
prendidas entre sus rizos. Harriet no tenía edad para estar en el salón de
baile, pero había convencido a Madre de echar un vistazo para poder
suspirar por todas las jóvenes y los jóvenes vestidos con sus mejores galas.
Arrastró a Madre, con la barbilla hacia afuera mientras miraba fijamente a
Beatrice.
—¿Por qué no estás bailando? —dijo.
A Beatrice le llevó un momento ponerse al día con las palabras.
—¡Tú también no!
—Necesitas practicar Llanandari —dijo Harriet—. Deberías estar
bailando. Madre, parece que Beatrice está a punto de llorar. No puedes
llorar, Beatrice. Arruinarás tu maquillaje.
—No estoy llorando —dijo Beatrice, rindiéndose a la insistencia de su
hermana—. Quería un poco de pastel.
—¿Quién te lo trajo? —preguntó Harriet.
—Nadie —dijo Beatrice—. Lo traje yo misma.
Harriet jadeó horrorizada.
—¡No lo hiciste! ¡Madre! ¡Tiene su propio pastel!
Madre acarició el hombro de Harriet, sus rasgos un espejo de su hija
mayor, moviéndose hacia adelante en el tiempo, la misma frente redonda y
alta, los mismos ojos saltones, el mismo hoyuelo suave en medio de su
barbilla.
—Harriet, querida —dijo Madre—. Deja de chillar así. Ahora eres una
mujer joven.
—¡Pero Madre, lo está haciendo todo mal!
—Solo quería un poco de pastel.
Harriet levantó las manos con un suspiro de incredulidad.
Beatrice no pudo evitar sonreír.
—¿Qué debo hacer, entonces? No conozco a nadie, y todos parecen
conocerse ya. ¿Cómo puedo conocer a la gente?
—Díselo a las matronas —respondió Harriet—. Te harán un pequeño
examen, y luego organizarán un baile para ti, o te presentarán a una hija o
una sobrina. A partir de ahí, debes hacer más preguntas de las que
respondes, para que tu pareja siga hablando.
Las matronas eran las mujeres que organizaban el baile de sociedad de
la asamblea, que emitían suscripciones y presidían cada evento. Habían
aprobado la afiliación de su familia, por supuesto que podían hacer las
presentaciones apropiadas. Harriet podría estar muy emocionada por estar
en el baile del que había leído docenas de novelas, pero había aprendido
mucho al estudiarlas.
—Hablaré con las matronas, entonces. Gracias, Harriet.
Madre levantó la cabeza y le sonrió a Beatrice. La banda de plata con
el símbolo de la inscripción alrededor de su garganta brillaba con la luz del
salón de baile. Beatrice respiró a través del aterrorizado aleteo que la
inquietaba por dentro cada vez que lo veía.
—No frunzas el ceño así, querida. Tendrás éxito; estoy segura de ello.
Madre había sido encerrada con ese collar en su boda y no se libraría
de él hasta que sus estudios se detuvieran durante un año entero. ¿Podría
ser...?
—Nadi, ¿es mi madre? ¿Está haciendo el ruido?
—Ella, es ella. ¿Qué es eso? —Nadi siseó en su mente—. No me gusta.
No me gusta.
—Es un collar de protección.
—Arde —dijo Nadi—. Lo odio. Es muy ruidoso. Lo odio.
—Yo también lo odio, Nadi.
Ese era el éxito que su familia quería para Beatrice. ¿Cómo se sentía,
que te quitaran la magia? ¿Cómo lo soportaba Madre? No podía preguntar.
No se atrevió a preguntar. Si su familia sospechaba su rebelión, les
rompería el corazón. Y entonces la harían casarse de todos modos. No
podían saberlo hasta que triunfara.
Así que Beatrice le devolvió la sonrisa.
—Gracias, Madre. Estoy muy nerviosa.
—No lo estés —dijo Madre—. Te ves hermosa. Hay todo tipo de jóvenes
que buscan a alguien como tú.
¿Qué podía decir a eso?
—Debería comerme mi pastel.
—Deberíamos volver al salón de damas —dijo Madre.
—Pero quiero ver a las bailarinas —objetó Harriet—. Acabamos de
llegar.
—Ven, Harriet. —Madre tomó la mano de Harriet y la alejó. Beatrice
esperó hasta que estuvieron fuera de la vista.
—Nadi quiere pastel ahora.
—Muy bien. —Beatrice se metió en una sombra, donde sería difícil de
ver—. Pequeños mordiscos. Tómate tu tiempo.
Pero su mano se levantó de nuevo, y su mandíbula se abrió, y Nadi
metió la mitad del pedazo en la boca de Beatrice, suspirando de felicidad por
el sabor.
—Delicioso. Delicioso.
—¡Nadi! Mira lo que has hecho. ¡Dije pequeños mordiscos!
—Es tan bueno —dijo Nadi—. Consigue otro pedazo.
—No. —Beatrice masticó. ¿Tenía glaseado en su nariz? Trató de tragar
y mirar alrededor. Gimió al ver a Danton Maisonette y a una joven
deslizarse sin esfuerzo fuera del salón de baile, vestida con el mismo color
que estaba de moda para los hermanos. Eran elegantes, vestidos con un
estilo que Chaslanders se apresuraba a imitar en el momento en que las
últimas revistas de moda extranjeras llegaban a sus sastres y modistos.
Beatrice dio un paso atrás y dejó que las sombras se doblaran a su
alrededor.
—Era particularmente solícito, ¿no es así? —La joven abrió un abanico
y lo hizo oscilar, soplando aire con tintes de océano en su cara. Beatrice
escuchó, esforzándose por entender el rápido Valserran de la mujer—. Bailó
tan bellamente y cuando terminó, se inclinó tan profundamente. Creo que
tengo su interés.
—Confío en tu juicio en estos asuntos —dijo Danton. Sacó una caja
esmaltada y abrió la tapa. Puso a arder un puro perfumado en un
movimiento borroso, y exhaló una nube de ilusión, formando un arquero
intrincado y detallado con su arco dibujado en la luna.
Beatrice observó al arquero de humo hasta que la brisa lo destrozó. Era
un hermoso pedazo de magia, y los magos de la ilusión eran más que
simples animadores. Podían ser peligrosos. Todos sabían lo hábiles que eran
en la batalla, conjurando la ilusión de soldados tan precisos que ningún
comandante podía apostar que una fuerza que los atacaba era un mero
fantasma, o que el camino vacío del campo de batalla no estaba lleno de
cañoneros invisibles, listos para emboscar.
Danton hizo otra ilusión de humo de un hombre vestido de corte, pero
en lugar de los habituales rizos y colas de pelo, este hombre llevaba una
gloriosa coleta como el de Ianthe Lavan.
—Le pidió su tarjeta, a menos que mis ojos me engañaran.
—¡Lo hizo! —Juntó sus manos, sus mangas arrugadas bloqueando la
vista de su vientre. Todo en el vestido de prímula de la chica era demasiado
rugoso, lazos, rosetas, encajes y bordados... Clara tendría mucho tacto si
Beatrice intentaba atiborrar tanto ornamento en un solo vestido—. ¡Danton,
no puedo contenerme! ¡Ianthe Lavan podría visitarme mañana!
¡Los Lavans estaban aquí! La cabeza de Beatrice se levantó, y tosió
delicadamente antes de salir de las sombras. Danton se iluminó, y la joven
la miró con una mirada insípida de superioridad que Beatrice conocía de los
que vivían en el extranjero y solo venían a Chasland a buscar novia.
—Es una bonita noche, ¿no? —preguntó ella—. Hace tanto calor en el
salón de baile, pero el aire de la primavera es tan limpio. Soy Beatrice
Clayborn.
—Ese acento. Llanandari, hablado a través del barro. —La joven miró
la mano extendida de Beatrice, y luego su rostro—. ¿Es esta la chica de
campo que conociste hoy en el té?
—Sí —respondió Danton.
La joven levantó su mano, rozando el aire justo encima de su boca.
—Tiene glaseado de pastel en el labio.
El rubor subió por el cuello y las mejillas de Beatrice. Con glaseado en
su boca, como si fuera una niña pequeña. Deseaba desaparecer, con la
lengua quieta por la vergüenza.
La chica se rio.
—Pensé que habías estado exagerando, Danton. Mis disculpas.
El calor que corría por Beatrice la hizo apretar los puños. Las damas no
golpeaban a la gente con ira, pero hizo una piedra apretada con su mano
derecha, como si fuera a dar un puñetazo y exigir una satisfacción.
Nadi se enroscó en su interior.
—Te enseñare.
Una ráfaga de viento sacó una urna de aspecto majestuoso de su lugar
en la terraza, derramando flores cortadas y agua por todo el vestido de la
mujer antes de caer sobre el dedo del pie del caballero. Chillaron y chocaron
entre sí, sus trajes se arruinaron.
—¡Oh! ¿Estás bien? —Beatrice se cubrió la boca con un fingido shock.
Dime que no lo hiciste. ¡Oh, lo hiciste! No debía sonreír. No debía reírse.
Pero Nadi lo hizo.
—Se lo merece. Quiero más pastel.
Beatrice se alejó de los restos de flores cortadas y del agua que se
esparcía por el suelo. Su ira había huido, y ahora un revoloteo ansioso
llenaba su estómago. Había reprimido su propia mano y dejó que Nadi
atacara.
—¿Debiste haber hecho eso? Arruinaste su vestido.
—Se rio de nosotros. No me importa.
Tenía que evitar que Nadi tuviera esos arrebatos. Los espíritus eran
como niños pequeños, y Nadi se calmaba si le gustaba. Necesitaba tiempo a
solas, para calmarle y explicarle que no podían andar por ahí como salvajes,
engullendo pastel y besando a extraños. Beatrice metió la servilleta en su
bolsillo y pasó junto a la pareja empapada sin mirar atrás.
***
La terraza sur tenía el beneficio de estar desierta, gracias a una brisa
fría que levantaba piel de gallina sobre su piel. Beatrice paseó por la
terraza, mirando al cielo.
—Tantas —dijo Nadi—, tan lejos. ¿A qué distancia están las estrellas,
Beatrice?
—Muchos millones de millas, dicen los estelistas. —Beatrice se agachó,
buscando la estrella que nunca se movió, la casa-corazón—. Ahí tienes. Has
tenido luz de las estrellas, y música, y pastel.
—Ahora un beso —dijo Nadi—. Tu primer beso a medianoche.
¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Cómo iba a complacer a Nadi, cumplir el
trato y conseguir su libro?
—¿Y si no puedo hacerlo, Nadi? ¿Qué pasa si no puedo?
—Tienes que hacerlo —dijo Nadi—. Solo besa a uno. Besa a ese.
—¿A quién?
Beatrice se alejó de las estrellas y vio una figura cruzando del salón de
baile a la terraza, en seda gris nublada brillante y cascadas de encaje. El
polvo de perlas trituradas resaltaba sus elegantes mejillas. Ianthe Lavan, de
la librería, se quedó mirando la noche.
—Ohh. Sí. Él. Bésalo —dijo Nadi—. Cómo late tu corazón al verlo,
Beatrice. Bésalo.
—No. —Sacudió la cabeza cuando Ianthe se volvió para ver la sombra
en la que estaba.
—¿Srta. Clayborn? —Dio un paso más.
—Sr. Lavan —dijo Beatrice—. Qué sorpresa.
Ianthe sonrió, y no era justo que un hombre pudiera tener una sonrisa
así. No era justo que la hiciera temblar. ¡Le robó el libro! Ayudó a robarlo...
Esta fue Nadi cumpliendo su parte del trato. Beatrice se inclinó.
—No esperaba verle de nuevo.
—La he estado buscando. Ysbeta se olvidó de darle su tarjeta, y
lamenta el descuido. Ella también la está buscando. —Ianthe dijo en su
lengua, su acento claramente enseñado por un hablante nativo. Se acercó
más—. ¿Está disfrutando del baile?
—Habla Chasand.
—En cierto modo. —Ianthe se detuvo en la barandilla de la terraza—.
Me temo que estoy oxidado.
—No, no. Se le da bien. Para responder a su pregunta, he traído mi
propio pastel.
Sonrió.
—Ya lo he visto.
Oh, ahora quería morir.
—Y todavía no he bailado.
—Bésalo. Bésalo. ¡Bésalo!
—¡No!
—Quieres —dijo Nadi—. Es hermoso. Es apuesto. Oh, y huele tan bien.
El peso de Beatrice se desplazó y se inclinó más. Nadi suspiró sobre el
intrigante aroma del cacao y rosas, una capa de pimienta y algo más cálido
debajo, cálido y dulce y...
Dio un paso hacia atrás y Nadi hizo pucheros.
—¿Le gustaría? Después de que tome un poco de aire. Acabo de salir,
para saludar a las estrellas.
—No debería molestarle, entonces.
—Oh no, por favor, molésteme. Se supone que debes compartir la visión
de las estrellas cuando las saludas.
Nadi se agitó.
—Mira las estrellas con él.
—¿Cree que son todos mundos como el nuestro, como dicen los
estelistas?
—Esa es la creencia —dijo Ianthe—. ¿Las verá conmigo?
Beatrice se detuvo a su lado y miró demasiadas estrellas para
contarlas. Un rayo de luz atravesó el cielo, y Beatrice se quedó sin aliento.
—Hermosa —dijo Nadi.
—Una estrella mensajera —dijo Ianthe—. Es de buena suerte verlas,
en Llanandras.
—Aquí también —dijo Beatrice—. Se dice que traen buenas noticias.
Me vendría bien un poco.
—¿Ha venido a la desgracia? —preguntó Ianthe.
—No es nada —dijo Beatrice—. Palabras ociosas, habladas cruelmente.
—Eso puede herir con certeza como una flecha. ¿Cómo puedo ayudar?
Beatrice le sonrió.
—Su bondad es suficiente ayuda. No debí haberlo mencionado.
—Entonces debemos cambiar de tema. Supongo que le gustan los
libros, por el lugar de nuestro primer encuentro —dijo Ianthe—. ¿Tiene
opiniones sobre las últimas novelas?
—Estoy bastante atrasada.
—¿Tan atrasada que no ha leído Rodale Park?
Beatrice sonrió.
—No tan atrás. Uno hace tiempo para las novelas publicadas por la
Casa de Verdeu, incluso si chocan con la sociedad.
—Todavía estoy molesto por la traición de Odele —dijo Ianthe—.
William la amaba.
—Pero Odele amaba más la música. Ella honró ese amor, creo —dijo
Beatrice—. Su don era demasiado precioso para ser desperdiciado,
simplemente porque nació mujer.
—Es una opinión atrevida —dijo Ianthe, pero le sonrió como si las
opiniones atrevidas estuvieran entre sus favoritas—. ¿Cree que a las
mujeres se les debe permitir sacar provecho de sus intereses?
—Las pobres mujeres trabajan todo el tiempo —dijo Beatrice.
—Pero las damas no —dijo Ianthe.
Ella debería objetar. Pero la mirada de Ianthe no tenía superioridad ni
se divertía con sus ideas, y eso la hacía audaz.
—Creo que es nuestro derecho.
Ianthe le devolvió la sonrisa, y no era justo que fuera tan guapo. No era
justo en absoluto.
—No llevo mucho tiempo aquí, pero nunca he conocido a una mujer en
Chasland que crea en sus derechos.
—Probablemente sí —dijo Beatrice—. Solo lo mantenemos en secreto.
—No había pensado en eso —dijo Ianthe, y esa simple admisión dejó
atónita a Beatrice—. ¿Puedo contarle un secreto?
—Uno le cuenta secretos a los amigos.
—Y me gustaría tener el privilegio de su amistad.
Lo decía en serio. Estaba claro en lo seria de su expresión, en el manto
de privacidad que los rodeaba. Estaban a la vista de cualquiera en el salón
de baile que mirara a la terraza, pero estaban solos, con solo las estrellas
para mirarlos.
—Protegeré el honor de su revelación con mi silencio —dijo Beatrice—.
¿Qué es?
Ianthe se acercó, y el intrigante aroma de su caro perfume le hizo
cosquillas en la nariz otra vez.
—Temo por la felicidad de mi hermana.
—¿A qué le teme?
—No estoy aquí para buscar una esposa —dijo Ianthe—. Nuestra
madre nos trajo a Chasland porque quiere una conexión con la familia de un
amigo mío aquí.
—Ah —dijo Beatrice—. ¿Qué clase de amigo?
—Su padre vino a Llanandras hace años para ampliar nuestros
acuerdos comerciales y trajo a su hijo. Bard y yo fuimos juntos a la sala
capitular —confirmó Ianthe—. Madre percibe una oportunidad de invertir
en los nuevos esfuerzos industriales de Chasland. Pero desearía que a
Ysbeta se le permitiera elegir a otra persona.
—¿Alguien a quien ella ya ame?
—Por lo que sé, mi hermana no tiene tanto afecto por nadie. Quiero
decir que se le debería permitir elegir a alguien que no sea de aquí. —Se
encogió de hombros y se disculpó con una sonrisa—. Lo siento, pero hay
costumbres entre los Chaslanders que me resultan desagradables.
No se rio de ella como lo harían los Chaslanders por creer que a las
mujeres se les debería permitir obtener beneficios. Su propia madre era una
fuerza en el negocio de su familia, de hecho. Él estaba de acuerdo con sus
nociones radicales. ¿Qué otras creencias tenían?
—Tampoco me interesan todas —dijo Beatrice—. ¿Qué hará con su
hermana?
Ianthe se encogió de hombros.
—¿Qué puedo hacer? Es el deber de una hija obedecer los deseos de su
madre. No puedo interferir, aunque odio verla entregada como una baratija
a cambio de un acuerdo comercial.
Beatrice sopesó la declaración de Ianthe durante medio momento antes
de responder.
—¿De verdad no tiene recursos, Sr. Lavan?
—¿Qué quiere decir?
—Considere esto —dijo Beatrice—. Si su hermana tuviera que
traicionar las expectativas de su familia, o si se enfrentara a la disminución
de su espíritu de la manera en que Odele tuvo que hacerlo, ¿la apoyaría en
la traición?
Sus cejas se levantaron, y luego se asentaron mientras Ianthe
reflexionaba sobre la pregunta.
—Hace una pregunta precisa. Una que no puedo responder hasta
después de pensarlo un poco.
—Los problemas de los demás son más fáciles de ver que los tuyos
propios. —Beatrice rio suavemente—. Nunca he disfrutado de esa particular
ironía.
La mirada de Ianthe se volvió aguda y grave.
—¿Hay algo que le preocupa?
Lo hay, pero Beatrice sacudió la cabeza.
—Es mi problema para soportar.
—Quiero ser útil. Si está dentro de mis posibilidades...
—No es algo que pueda pedirle.
—Pregúntale. ¡Pregúntale!
—¡No!
—Entonces pídale un deseo a una estrella —dijo Ianthe—. Desea a
Jiret, el hogar del corazón. No me diga lo que es, pero pida un deseo.
Tomó su mano y la sostuvo, y una sensación como el pinchazo de las
ortigas sin el escozor se deslizó por su brazo y sobre su piel: caliente, luego
frío, luego suave como el pelaje…
Magia. Lanzó magia para elevar su deseo al cielo.
Le apretó la mano.
—Deseo.
Su mente se quedó en blanco.
—No sé qué desear.
—¿Tiene más de un deseo?
—Y elegir uno cierra la puerta del otro.
—Entonces desee un camino despejado —dijo Ianthe.
Beatrice miró al cielo, encontrando la estrella más brillante de todas.
Reunió su poder y lo tejió alrededor del de Ianthe, enviando su deseo al
Cielo: Dioses del cielo, decidme ¿cómo puedo ser feliz cuando me habéis
enviado esta terrible elección? ¿A quién salvo: a mi familia o a mí misma?
Hace una hora, lo único que quería era magia. Hace una hora, no sabía
lo que se sentía al mirar a un hombre y que su corazón saltara. Nunca había
soñado que capturaría la atención de un caballero de tan alto rango, o que se
emocionaría con su atención, su cortesía, su respeto.
—¿Qué es lo que deseó? —preguntó Ianthe.
—Eso es secreto.
Sonrió.
—Así es. Entonces, ¿qué puedo darle que ayude a conseguirlo?
—Lo hará.
—Lo sé.
—No puedo pedirlo —dijo Beatrice—. Es indiscreto.
Se acercó más.
—Entonces deme el honor de guardar su secreto. Debo ayudarla. Es mi
único deseo. Sea indiscreta, Srta. Clayborn. No diré ni una palabra.
—Bésalo.
Las jóvenes no besan a los caballeros. Nunca. Las jóvenes no les pedían
a los caballeros que las besaran. No invitaban a tales intimidades. Pero todo
dependía de ello.
—Es un beso —dijo.
—¿Un beso? —preguntó Ianthe—. ¿Esa es la respuesta a sus
problemas?
—Es una larga historia.
—Entonces deberíamos hacerla mejor. ¿Puedo?
Se refería a besarla. El aliento de Beatrice se detuvo en su garganta.
Nadi la empujó, y ella asintió con la cabeza, entrando en el círculo de sus
brazos.
Ianthe le rodeó la cintura con un brazo y la empujó, besándola para que
sus sentidos se desdibujaran. Tenía anís en la lengua, y se mezcló con la
vainilla de crema de azúcar en la de ella, y el beso fluyó por su cuerpo como
un lento y brillante rayo.
Nadi se deleitó con él, cantando con alegría. El mundo giró a su
alrededor, cayendo hasta que no hubo nada más que Ianthe sosteniéndola,
besándola, fundiéndose con sus sentidos mientras ella se fundía con los
suyos, y el beso de Ianthe le robó todo.
No podía pensar en nada que no fuera él. No podía respirar sin
consumirlo a él. Se acercó más, olvidando la luz de las estrellas y el baile y
el sabor de la tarta en sus labios. Jadeó cuando él apartó la boca, medio
borracha, su cuerpo se llenó de sentimientos.
—La fortuna es tuya —dijo Nadi—. Aquí viene.
¿Quién? Beatrice se alejó justo cuando los pasos sonaron en los
adoquines e Ysbeta Lavan doblaba la esquina, con la cabeza en alto y la
mirada fija en su nariz.
—Veo que ha encontrado a mi hermano.
—Er. Sí. —Beatrice se liberó del control de Ianthe y luchó contra las
ganas de acariciarse el pelo.
Ysbeta sonrió por un instante.
—Me alegro de que la haya encontrado. Teníamos tanta prisa por irnos
que ninguno de los dos recordó nuestras tarjetas.
Eso era una mentira, pero Beatrice sonrió ante su disculpa.
—Es una suerte que nos hayamos encontrado.
—En efecto. Me gustaría hablar con usted mañana, ¿si puedo visitarla?
¿Ysbeta quería hablar con ella?
—Sí. Por favor, hágalo.
Beatrice metió la mano en su bolsillo y sacó un tarjetero, mostrando
una de las tarjetas impresas con su nombre y una invitación para llamar a
su dirección.
—Yo también quiero una tarjeta —dijo Ianthe—. Si quiere recibir una
visita.
Beatrice le miró fijamente a la cara.
—Yo…
—Mañana no —dijo Ysbeta—. He reservado la primera visita.
—Podría ir contigo.
Ysbeta frunció el ceño.
—No quiero que lo hagas.
Ianthe se encogió de hombros, con la sonrisa aún en los labios.
—Entonces asistiré a la sala capitular y tendré una agradable
conversación hasta que estés lista para volver a casa. ¿Puedo ir a la ciudad
contigo?
—Lo permitiré —dijo Ysbeta—. Ahora salgamos de aquí antes de que
otro caballero me pida que baile.
Ianthe aceptó la tarjeta de Beatrice con una reverencia, y luego se
alejaron, las palabras de Ysbeta flotando en el aire detrás de ellos.
—No deberías besar a las chicas de Chaslander, Ianthe. Se lo toman
demasiado en serio.
La respuesta de Ianthe se alejó de sus oídos. Beatrice esperó otro
conteo de cien y fue en busca de su madre. Si Ysbeta le devolvía el libro,
entonces quería estar en su mejor momento.
***
—¿Por qué nos vamos tan temprano? —Harriet golpeó con sus tacones
de mal humor contra el banco del carruaje—. No podrías haber bailado más
de una vez. No habíamos terminado de visitar a los viejos amigos de mamá.
¡Deberíamos seguir allí!
Nadi gimoteó y se encogió en una pequeña y densa bola en el estómago
de Beatrice. Beatrice puso una mano sobre su estómago e intentó calmar a
Nadi, pero no pudo ser consolada.
—No más Llanandari, por favor. No me siento bien —dijo Beatrice—. Y
no es tan temprano. Me tomó un tiempo encontrarlas.
—¡Pero ni siquiera es medianoche!
—Lo será en unos minutos —dijo mamá—. Si Beatrice se hubiera
puesto enferma en el baile, habría causado una desagradable impresión.
—Exactamente —dijo Beatrice—. ¿Quieres que eche mi última comida
en los zapatos de un caballero?
Harriet la miró con desdén.
—Esta es la noche más importante de la temporada de ofertas. ¡La más
importante! ¿Hablaste con las matronas?
—Podrías haberte quedado a bailar —dijo Nadi.
—No hubo tiempo. Empecé a sentirme tan extraña, que necesitaba aire
fresco. —Beatrice se frotó los brazos, desterrando el escalofrío que recorría
sus miembros—. No podía quedarme ni un minuto más.
Todavía podía sentir el sabor del anís en su lengua. Todavía podía oler
el maravilloso y rico cacao y las rosas. Se tocó los labios, aún regordetes por
el beso de Ianthe, y dejó caer la mano en su regazo antes de que Madre se
diera cuenta. O peor, antes de que Harriet se diera cuenta.
—Harriet, querida. —Madre le dio un golpecito en la rodilla a Harriet
con su abanico—. Beatrice no se siente bien. Ella dijo eso. Habrá otro Baile
de la Asamblea en dos semanas.
—¡Es demasiado tarde! —se lamentó Harriet—. Tus perspectivas
dependen de a quién conozcas en el primer Baile de la Asamblea de
Primavera. Es el estreno de la temporada, tu oportunidad de conocer a todos
en la ciudad, y te vas a casa temprano, sin haber conocido a nadie.
—Podríamos haber bailado —suspiró Nadi—. Un baile. Un beso más
del hermoso Ianthe.
—Fue demasiado —dijo Beatrice—. Hace mucho calor en el salón de
baile. Olía como una perfumería y seda sudada, y el ponche de flor de saúco
me mareó.
—¡Por eso estás enferma! Hay ginebra en él —dijo Harriet, como si
fuera la de dieciocho años y Beatrice la de quince—. Se supone que solo
debes tomar una, para mejorar tu humor. ¿Tomaste más de una?
—Sí.
Harriet suspiró dramáticamente.
—No sabía que no sabías nada sobre la temporada de negociación. Esto
es importante. No dejaré que te equivoques. No podemos permitirnos una
segunda temporada si fracasas.
—Harriet —dijo Madre—, hablar de dinero es indecoroso.
Harriet no dijo nada, pero le echó una mirada significativa a Beatrice.
Beatrice miró las cortinas del carruaje y se quedó en silencio. Harriet tenía
razón en preocuparse. Pero había cumplido los deseos de Nadi. Ella
recuperaría el grimorio a tiempo.
El carruaje se inclinó en sus resortes mientras el conductor llevaba el
carruaje a la vuelta de la esquina. A lo lejos, el reloj de la sala capitular sonó
a medianoche.
Nadi se desvaneció de su conciencia, se escabulló de debajo de su piel
para volver al reino etéreo. Beatrice se sintió extrañamente vacía, sintiendo
la presencia de Nadi como si fuera un diente perdido.
A su lado, Harriet temblaba.
—A pesar de todo. Era hora de volver a casa —dijo Beatrice.
—¿Cuántas tarjetas repartiste? —Harriet se retorció en su asiento y
metió la mano en el bolsillo del vestido de Beatrice—. ¿Robaste servilletas
de pastel?
—No pude encontrar ningún lugar donde ponerlas.
Harriet sacó su mano del bolsillo de Beatrice y sacó un estuche de
tarjetas, inspeccionando la pequeña pila de tarjetas de direcciones que
estaba dentro.
—¡Beatrice! ¿Diste una sola tarjeta?
—Sí —dijo Beatrice—. Di dos.
—¿Solo dos?
—Harriet, por favor no grites así —dijo Madre—. ¿A quién le diste tus
tarjetas, Beatrice?
—A Ianthe Lavan y a su hermana.
Madre y hermana se quedaron en silencio. Las ruedas del carruaje
crujieron y se sacudieron, sus vibraciones sacudieron el carruaje fuera de
ritmo con el paso de dos tiempos de los caballos. Harriet hizo un chillido
estrangulado y se llevó las manos a las mejillas.
—¿Ianthe Lavan? —preguntó Madre—. Sus perspectivas son
excelentes.
—¿Ianthe Lavan? Es perfecto. ¡Beatrice! ¿Cómo pudiste? —Harriet
golpeó su muñeca y la rodilla de Beatrice con las aspas cerradas de su
abanico—. ¡No puedes dejar el Baile de la Asamblea de Primavera habiendo
dado solo una tarjeta a un hombre como Ianthe Lavan! ¡Esto hace que tus
intenciones sean demasiado claras! Lo necesitas para competir contra varios
pretendientes por tu atención. No puedes poner tu corazón a sus pies y
esperar que te elija.
Beatrice arrebató el abanico de la mano de Harriet.
—Ya es suficiente. Estoy cansada de que repitas como un loro las
tramas de tus novelas de encaje como si pintaran un cuadro real de la
temporada de ofertas. No soy un premio para un grupo de caballeros que
compiten entre ellos para ganarme, y no manipularé a nadie para que
compita por mi mano.
—Eso es exactamente lo que necesitas hacer, sin embargo —dijo
Harriet—. Si crees que la tuya es la única tarjeta que reclamó, te espera una
larga caída.
Beatrice se estremeció ante la picadura.
—Nunca hice esa suposición. De hecho, sé que no lo fue.
—Ianthe Lavan es el heredero de una fortuna tan grande que no
podemos concebirla. Lleva la espada rosa del primer misterio de la sala
capitular. Es un experto jinete, un magnífico bailarín, un hábil luchador con
la espada, la figura de la moda, está muy por encima de la familia de un
banquero. —Las cejas de Harriet empujaron las líneas de preocupación a
través de su frente. Sostuvo el brazo de Beatrice, agitándolo como si sus
palabras tuvieran más peso—. Su familia tiene más conexiones que una
telaraña. Sus deseos se convierten en leyes. Reclama duques y príncipes
como sus amigos, habla cuatro idiomas, Madre. Nunca lo conseguirá si no lo
hace bien, ¿no lo ves?
—Deja en paz a Beatrice —dijo Madre—. Estoy segura de que lo hará
muy bien, incluso sin la sabiduría de tu conocimiento de la temporada de
ofertas. Es tan fuerte en el poder, que los caballeros la querrán incluso sin
jugar a la caza y la persecución con múltiples pretendientes.
—Pero es la mejor manera —insistió Harriet—. Los múltiples
pretendientes aumentan el atractivo de Beatrice. Pero ahora parecerá que
ha puesto sus miras demasiado altas, y a todos les gusta un castigo
merecido.
—Harriet —dijo Madre, y su tono uniforme había perdido la
paciencia—. No te crie para que fueras la clase de chica que se deja llevar
por la desesperación teatral ante la más mínima perturbación. ¿Lo hice?
—No, Madre. Pero nunca tuve la oportunidad de conocer a ninguno de
los jóvenes. No son solo las posibilidades de Beatrice las que se vieron
disminuidas por irse temprano. Yo también necesito hacer amigos, así que
deberíamos volver.
—No podemos volver —dijo Beatrice—. Te lo dije, me siento mal.
Pero ella quería volver a esa terraza. Quería besarlo de nuevo, lo
deseaba tan profundamente que la asustaba. No, no. Que visite a la horrible
hermana de Danton, la del vestido demasiado recargado. Necesitaba
mantener su distancia.
—Ya estamos en casa —dijo Madre, y justo en ese momento, el carruaje
se detuvo ante su puerta.
Harriet miró a Beatrice, la preocupación se grabó tan profundamente
en su frente que Beatrice quiso calmarla. Una chica de la edad de Harriet no
debería tener tales preocupaciones. Y tenía que asegurarse de que sus
acciones no impidieran a Harriet hacer el debut que quería cuando fuera
mayor de edad. Cuando Padre vio el beneficio de ordenar las habilidades y
conocimientos de un espíritu mayor para mejorar sus negocios, aceptó
dejarla ir tranquilamente a la soltería mientras trabajaban juntos. Las
hechiceras Thornback eran raras y consideradas un poco trágicas, pero si
ella era demasiado valiosa para Padre, nunca la obligaría a casarse.
Pero por ahora, tenía que continuar con el plan: éxito social, fracaso
romántico.
Beatrice se retorció para tocar el brazo de Harriet.
—El próximo gran evento es el paseo de los cerezos en flor. Tal vez
alguien compre mi cesta de almuerzo. Incluso te dejaré elegir mi túnica de
montar, y seguiré todos tus consejos. No es demasiado tarde, lo juro.
—La violeta —dijo Harriet—. Es la mejor. Pero si no salimos y
conocemos gente, nadie pujará por tu cesta en el picnic de caridad.
—Hecho —dijo Beatrice—. Saldremos y conoceremos gente, lo prometo.
Beatrice se bajó del carruaje. Respiró profundamente el aire salado y se
detuvo para ver las manchas oscuras en las anchas escaleras de piedra.
Dispersas en los escalones estaban las pequeñas cabezas azules y violetas
del beso de primavera, oscuras y fragantes a la luz de la lámpara de su
carruaje. El corazón de Beatriz se quedó quieto y luego jadeó cuando Harriet
se posó en la acera a su lado y chilló, agarrando a Beatriz por la cintura y
saltando de alegría.
—¡Él vino! ¡Él vino! ¡Debe haber volado para llegar aquí a tiempo, pero
tienes un pretendiente!
—Deja de empujarme —dijo Beatrice, pero Harriet ya estaba
recogiendo cada flor, juntándolas en una mano—. Quizás no era Ianthe.
—Solo le diste una tarjeta a un caballero. ¿A quién más podrías haber
conocido que dejara el beso de primavera en tu camino?
A Beatrice le cosquilleaba la cara.
—Nadie, supongo.
—No sé cómo lo hiciste, pero eres un éxito. Tienes que poner esto en un
libro. ¡Oh, esto es tan emocionante! Tienes que ponerte tu mejor vestido de
día mañana, y practicar tu música de cámara, y...
Ianthe. Tenía que ser él. Había corrido desde el salón de actos para
esparcir flores recogidas apresuradamente por su escalón, un gesto que
señalaba su interés en particular. ¿Qué le habría dicho Ysbeta a ese desvío?
Se tocó los labios y el recuerdo de ese beso se estremeció a través de ella, la
sensación era tan poderosa como la magia que lanzó en secreto.
Beatrice se volvió hacia su madre, que la miraba con una sonrisa
orgullosa, el collar de protección brillando en la luz de la lámpara. Beatrice
trató de devolverle la sonrisa, pero no pudo apartar la vista.
III
Beatrice se despertó con la presión de un dolor de cabeza haciendo eco
y Clara preparando una elección de vestido para un día encerrada en el
interior esperando a las llamadas, el vestido es uno con una raya de algodón
estampada adornada con encaje de treinta puntos, la falda con un aumento
cónico suave para usar sin polizón.
Clara se detuvo con el vestido en brazos y sonrió.
—Buenos días, Beatrice. ¿Está lista para recibir su llamada?
Era hora de despertar. Había llegado el momento de sonreír, ser
infaliblemente cortés y descubrir por qué Ysbeta Lavan ahora quería
conocerme cuando claramente no lo había querido en la librería.
—Buenos días, Clara. El de raya servirá.
—¿No el melocotón con el bordado de zapatilla de dama?
—Mi llamada será Ysbeta Lavan, no Ianthe. Ella insistió en verme
primero.
—Hm. Podría haber una docena de razones para eso. —Clara dejó el
vestido a los pies de la cama y se acercó a la cama de Beatrice, mojando un
paño en un recipiente con agua. Limpió la cara de Beatrice—. Está
frunciendo el ceño.
—Dolor de cabeza.
—Bebió demasiado ponche de flor de saúco. —Clara se pasó la mano
por el cuello—. Haré que Cook le prepare una poción. Se la llevaré al baño.
Levántese, fuera de la cama.
Clara guio a Beatrice a la alcoba del baño y le desabotonó el camisón,
dejando que Beatrice descendiera al agua y se cubriera los ojos con un paño
frío.
Ella tenía estos breves momentos para sí misma, antes de que la
esperaran para el desayuno, y luego sería sujetada y enlazada a un vestido
que la mostraría como una joya y enviaría un mensaje ingenioso: que ella,
esperando una tarde tranquila en casa, se había vestido, ella misma
simplemente, pero el corte del vestido desde el escote hasta el dobladillo
estaba destinado a halagar su juventud. Estaba destinado a ser
interrumpido en una búsqueda creativa, diseñado para revelar su educación
y habilidad.
Se esperaba que mostrara un sentido de la belleza y la habilidad para
producirla. Tocaba el violín, aunque pocas mujeres actuaban para
entretenimiento público. Podía dibujar al pastel y pintar al óleo, aunque
pocas obras de mujeres colgaban en exhibición en las galerías de Chasland.
Dominaba el tejido, el encaje de gancho y el bordado simple, todas
habilidades que se mostrarían en la ropa de sus hijos. La cabeza de Beatrice
latía con fuerza y dio la vuelta a la toalla, tratando de hundirse en su abrazo
reconfortante y frío.
Afortunadamente, la puerta se abrió y Clara se apresuró a entrar.
Beatrice se quitó el paño de los ojos, aceptó el frasco de dosis y se lo llevó a
los labios. Cook había intentado endulzarlo, lo que solamente lo empeoró.
—Dioses nacidos en el cielo, esto es horrible —jadeó Beatrice—.
Gracias, Clara. ¿Hay agua?
—La conseguiré.
Harriet, que acababa de entrar, se acercó a la jarra y se sirvió una
taza.
—Oh, voy a morir, solo moriré —susurró Harriet—. Ianthe Lavan
vendrá a visitarte. Va más allá de un marqués de Valserran. ¡Está más allá
incluso de un ministro! Beatriz. Es como Crossing Quill Street, donde la
joven Laura Cooper llama la atención del margrave de Went y...
Oh no. Harriet no sabía la verdad.
—Harriet. No es lo que imaginas.
—¡Pero él ayudó a su padre a atrapar una gallina! —insistió Harriet.
¿Una qué?
—No tenemos gallinas.
—Ellos tampoco —respondió Harriet—. Era del mercado.
Beatrice no quería empezar a desenredar la lógica de su hermana
pequeña.
—Como tú digas.
—Harriet —llamó Madre—. Ven aquí por favor.
Harriet resopló, pero dejó a Beatrice sola.
Una vez limpia, Beatrice se puso un vestido y bajó a desayunar. Junto
al lugar vacío de Padre había una copia del periódico de la mañana, y
Beatrice tomó una y pasó las páginas a la sección de gastos de envío y
finanzas. Harriet se inclinó para golpearle las manos.
—Te mancharás los dedos con tinta.
—La tinta se quita. —Beatrice se apartó de su hermana y leyó—.
Robicheaux Automations está exhibiendo los últimos inventos de Vicny.
Estas maravillas automáticas deleitarán a los espectadores a medida que
marcan el comienzo de una nueva era de productividad y conveniencia.
—¿Aquí en Bendleton? —preguntó Madre.
—En Meryton. Me gustaría verlos. Entiendo que pueden hilar hilos
finos a velocidades asombrosas. Valdría la pena invertir en fábricas de
algodón, si se actuara rápidamente...
—Beatrice —dijo Padre. Él entró en la sala del desayuno y le quitó el
periódico de las manos—. ¿Qué dije sobre las mujeres que leen el periódico
en el desayuno?
—Que provoca entrecerrar los ojos y arrugas. Pero Padre, ¿ha
considerado lo que dije ayer sobre la madera y el hierro?
Padre le dirigió a Beatrice una mirada de paciente decepción.
—No deberías preocuparte por esos pensamientos. Deberías estar llena
de noticias del Baile de la Asamblea de anoche, de todos los caballeros que
conociste. ¿A cuántos conociste?
Padre se movió a la cabecera de la mesa y los sirvientes entraron en
acción, trayendo platos calientes de platos de desayuno a la familia.
—Salimos antes de la medianoche, Padre —dijo Harriet—. Beatrice
apenas tuvo la oportunidad de conocer a nadie.
Padre dobló el periódico para poder mirarlo.
—Pensé que el Baile de la Asamblea era importante.
—¡Lo es! —exclamó Harriet—. Pero Beatrice consiguió su propio pastel.
Ella no bailó ni una vez.
—Beatrice —dijo Padre—. Me gustaría que tomaras tus deberes en
serio. Mira a Harriet. Necesitaba estar en ese baile para hacer amigos de su
edad. Irse temprano le costó oportunidades.
—Lo siento, Padre.
—Ella no se sentía bien —dijo Harriet, defendiendo por fin a su
hermana—. Pero a pesar de todo, tiene un pretendiente, y él la va a visitar
hoy.
—Él no lo hará.
—¿Qué pretendiente? —preguntó Padre.
—Ianthe Lavan.
La mirada sonriente e indulgente de Padre pasó de Harriet a Beatrice.
La sonrisa se transformó en asombro.
—¿Hablaste con Ianthe Lavan? ¿De qué hablaron?
—Fidelidad —dijo Beatrice—. Honrar a la familia. Las estrellas.
—Romántico —dijo Madre.
—Intelectual —dijo Harriet, y arrugó la nariz.
Beatrice bajó la mirada a su plato.
—Solo hablamos —mintió.
Nadie necesitaba saber el resto. Además, las chicas Chaslander se
tomaban los besos demasiado en serio. No había significado nada. No de él.
—Espero que no hayas sido demasiado libre con tus conocimientos —
dijo Padre—. Un hombre espera guiar a su esposa en todas las cosas.
Mostrar demasiada inteligencia puede hacer que una mujer parezca menos
atractiva.
—Madre es inteligente.
Madre sonrió y volvió a tomar su taza de té.
—Tu padre tiene razón, querida.
—Entendemos la astucia de las mujeres —dijo Padre—. Tu educación
es inusual, en comparación con una mujer de nacimiento superior. Respaldo
mi decisión de enseñarte cómo llevar cuentas y registros, aunque es
probable que tu esposo tenga una secretaria. Es más de lo que se necesita
para administrar una casa, pero sabrás si los proveedores te están
engañando. Ahí es donde brilla la inteligencia de una esposa.
Ella podría hacer algo más que eso. Odiaba la idea de fingir ser menos
de lo que era por el bien de la comodidad de su esposo, y los cientos de
pequeñas formas en que se esperaba que se doblara y cediera. Ianthe había
escuchado su opinión. Él se lo había agradecido. Era el hombre más amable
que había conocido.
¿Pero era suficiente?
—Y él viene aquí —exclamó Harriet—. ¡Hoy!
—No lo hace —dijo Beatrice, pero Padre dejó el periódico y la taza.
—¿Qué estás haciendo holgazaneando aquí? ¡Debes prepararte!
—Pero él no vendrá hoy aquí.
Padre rio.
—Es noble que no te estés haciendo ilusiones, pero debes prepararte
para su llamada. Arriba contigo. Asegúrate de que Clara cubra todos los
detalles.
—Pero sé que él no lo vendrá.
—Vamos.
Despedida, Beatrice se levantó de la mesa.
Clara esperaba en la habitación de Beatrice lista para vestirla para el
día. Beatrice se preparó mientras Clara ataba su corsé apretado como el de
una noble. Inclinó la cabeza hacia atrás, sentándose pacientemente a través
de la meticulosa aplicación de su maquillaje. Se quedó muy quieta, tratando
de no hacer una mueca de dolor ante el calor que irradiaban las tenazas
rizadoras de Clara. Después de un apresurado desayuno en la terraza,
Beatrice se retiró al salón de dibujo, donde Harriet se unió a ella con una
pizarra de dibujo e intentó reproducir las flores primaverales recogidas en la
puerta.
Las ventanas estaban abiertas, y entre las cortinas transparentes que
se ondulaban suavemente, el aroma de las flores de cerezo flotaba en la
habitación. Harriet reprimió un ruido de alegría cuando Beatrice tomó su
estuche de violín. Tocó las cuerdas para afinarlas, inspeccionó su arco, pasó
un puñado de arpegios a lo largo de las seis cuerdas, afinando en el camino.
Debajo de ellas, la puerta principal tintineó.
—¡Él está aquí! —dijo Harriet—. Toca algo, toca algo.
Beatrice tocó una melodía elegante y de dedos ágiles, dando la
bienvenida a Ysbeta escaleras arriba. Harriet juntó las manos con deleite,
mirando la entrada. Se inclinó hacia adelante, como si la acción hiciera que
la vista de la persona que llamaba de Beatrice llegara antes, pero fue el ala
curva de un sombrero de dama lo que apareció a la vista.
Ysbeta Lavan estaba en la entrada del invernadero, cada pliegue y
caída perfecta. Su vestido de algodón color azafrán brillaba, sus guantes de
cuero color crema sostenían en una mano, su sombrero amplio colocado en el
ángulo perfecto para sombrear un ojo. El otro se fijó en Beatrice, arqueó la
ceja con curiosidad. Ysbeta llevaba consigo un libro encuadernado en tela.
El corazón de Beatrice se aceleró un poco. A su lado, Harriet se
desinfló.
—Buenas tardes —dijo Ysbeta Lavan.
Ysbeta habló en Llanandari. Beatrice sostuvo su arco con dos dedos
cuidadosos mientras inclinaba la cabeza a modo de saludo.
—Señorita Lavan. Mi hermana pequeña, Harriet.
—Harriet. Qué vestido más atractivo.
—Gracias —dijo Harriet, Llanandari soltándose fácilmente de su
lengua—. Me gusta el suyo también. ¿Su hermano todavía está con los
caballos?
—Ianthe tiene otros compromisos hoy —dijo Ysbeta—. Está en la sala
capitular.
Harriet le lanzó a Beatrice una mirada reveladora.
—Entonces, tal vez en otro momento.
—Me lo imagino —dijo Ysbeta—. Me gustaría hablar con usted,
señorita Clayborn. ¿Me aceptaría?
Ahora sabría lo que quería Ysbeta, por fin. Ella contuvo un suspiro de
alivio.
—Me encantaría, señorita Lavan.
Ysbeta volvió la mirada hacia Harriet, sentada en el borde de su silla.
—A solas.
—Harriet. Retírate.
Harriet reprimió una protesta, mantuvo su expresión recatada e
incluso dobló la rodilla en cortesía antes de levantarse y salir del
invernadero, cerrando la puerta detrás de ella.
Ysbeta miró hacia la puerta cerrada.
—Su casa es preciosa.
—La alquilamos para la temporada de negociaciones —dijo Beatrice—.
¿Tengo entendido que usted vive fuera de la ciudad? ¿Hacia Gravesford o
por la carretera de Meryton?
—Meryton —dijo Ysbeta—. La casa se terminó el otoño pasado.
Una casa nueva y moderna a lo largo de la Meryton Highway; los
lugareños la llamaban La Calle del Dinero, por todas las lujosas casas que
se encuentran entre la playa de Bendleton y la ciudad portuaria que
manejaba un tercio de todos los envíos para Chasland. Probablemente tenía
el tamaño de cuatro casas en la calle Triumph, con un terreno extenso y
lleno de lujo. Sin duda, era más impresionante que Riverstone Cottage, la
casa de los Clayborns en el norte del país.
Ysbeta asintió con la cabeza hacia el humilde ramo de flores
primaverales en un delgado jarrón de marfil.
—Veo que se quedó con las flores.
—Sí. Me conmovió haberlas encontrado.
—Mi hermano está encantado con usted. Trató de incluirse a sí mismo
en mi visita de hoy, pero insistí en venir sola.
—Estoy feliz de recibir su visita. —Beatrice puso su violín en su
estuche—. ¿Podría tomar aire fresco en la terraza conmigo, señorita Lavan?
—Me encantaría eso. Me imagino que su vista del mar es bastante
agradable.
—Gracias.
La terraza era lo suficientemente pequeña como para juntar los
dobladillos de sus faldas, pero la vista desde más allá de la barandilla de
hierro forjado era tranquila. La arena gris suave se encontraba con el agua
azul joya del mar, sus olas alcanzaban una cresta blanca mientras el aliento
del mar continuaba, incesante. Puntos brillantes de color salpicaban el cielo
mientras los bañistas volaban cometas con la brisa del océano. A lo largo de
la playa había cubículos de tela destinados a preservar la modestia de una
dama mientras yacía con tanta piel expuesta como se atrevía, bañándose en
los rayos del sol para obtener un brillo saludable y moderno. Beatrice miró
esos recintos con un poco de envidia. No podía permanecer mucho tiempo al
sol, o su piel se enrojecía y luego se pelaría, y luego, cuando terminara la
terrible experiencia, estaría tan pálida como cuando empezó.
Beatrice cerró la puerta de la terraza firmemente y se quedó de pie
junto a Ysbeta, con las manos enroscadas en la barandilla como lo hacían las
de Ysbeta. La luz del sol brillaba en un reloj de pulsera con joyas que
rodeaba la muñeca de Ysbeta, una chuchería que valía cientos en oro.
—Mi hermana escucha detrás de las puertas —dijo Beatrice—, pero
esto será privado.
—Gracias. —Ysbeta respiró el aire del mar, la brisa jugaba
suavemente en la pluma de su sombrero—. Vengo por negocios, como verá.
El corazón de Beatrice latió con fuerza.
—Tengo curiosidad por escucharlo.
Ysbeta tragó.
—Ayer adquirí un grimorio justo de sus manos —dijo—. Conozco el
hechizo que me alerta de su existencia, pero el problema que tenía antes de
entrar en Harriman’s persiste.
Beatrice esperó con una expresión de cortés curiosidad.
—¿Y yo podría ser de ayuda?
—Esa es mi esperanza. ¿Puede leer los grimorios, señorita Clayborn?
En la orilla lejana, un niño chilló de alegría.
—Sí, puedo —dijo Beatrice—. El libro que me quitó es muy precioso.
Es…
—Me gustaría que lo probara, por favor. —Ysbeta metió la mano en la
cartera y sacó un libro. La lengua de Beatrice se secó. Mamíferos del bosque
de Oxan Flatlands, por Edward C. Johnson. No su grimorio. Ninguno que
hubiera visto antes. Abrió la tapa e invocó magia, aspirando el suave olor
verde del código del grimorio. Murmuró las frases correctas mientras pasaba
el dedo meñique por el texto, con la mano doblada en señal de revelación.
Las palabras vacilaron y volvieron a formarse en el hechizo transcrito.
Traducir en voz alta era complicado, pero Ysbeta esperó a que ella
hablara.
—Un Directorio de Mayores Espíritus y Su Arena de Poder —leyó
Beatrice en voz alta—. Wandinatilus, Mayor Espíritu de Fortuna.
Quentinel, Mayor Espíritu de Reparación. Hilviathras, Mayor Espíritu de
Conocimiento…
Los ojos de Ysbeta se agrandaron.
—Eso es un tesoro. No tenía idea de que esta información estuviera
disponible fuera de una sala capitular. ¿Son todos espíritus más grandes?
Beatrice examinó el código mágico.
—Sí. Solo hay veinte en la lista.
—Eso es más que suficiente —dijo Ysbeta—. Y no están escritos en
Mizunh. ¿Así que ustedes, los Chaslanders, sabían cómo convocar a mayores
espíritus antes de solicitar la apertura de una sala capitular?
—Sí —dijo Beatrice. Sostuvo el libro contra su pecho y dejó que el alivio
y la alegría la inundaran. Nadi había hecho más que simplemente cruzar el
camino de Ysbeta con el de Beatrice. Le temblaron las manos cuando volvió
a dejar el libro sobre las rodillas—. Este libro es la otra pieza del
rompecabezas. La última pieza.
—¿Qué quiere decir?
—El libro que encontré ayer decía cómo convocar a un espíritu más
grande para hacer el gran trato.
Ysbeta tomó el grimorio de manos de Beatrice.
—Eso es exactamente lo que necesito. No podría haber encontrado esto
en ningún otro lugar del mundo. —Beatrice supuso que respiró hondo del
olor a piedras cubiertas de musgo del código mágico—. Estoy salvada.
Salvada. Ysbeta no quería casarse. Quería ser una maestra maga,
como Beatrice.
—¿Cómo llegó a conocer el hechizo de búsqueda, pero no sabe el
hechizo para leerlos?
—Solo tenía una fuente que me dirigía a los grimorios secretos de
Chasland. Una mujer que se casó con un amigo de la familia que es director
de comercio internacional.
—¡Susan de Burgh! Leí sobre ella en los periódicos —dijo Beatrice—.
Chasland estaba asombrado por el encuentro. Ella era una pariente pobre
de Lady Wilton.
—Y aquí estaba tratando de mantenerla confidencial.
—Su matrimonio estaba en todas partes. Fue una historia bastante
irresistible. —Beatrice se encogió de hombros y sonrió—. Mi hermana menor
estaba loca por eso. Recortó todos los artículos que pudo encontrar sobre el
encuentro. Entonces, ¿ella está bien en Llanandras?
—Lo siento —dijo Ysbeta—. No sobrevivió a su primer hijo.
—¿No lo hizo? Nunca lo informaron. Oh, eso es tan triste. —Beatrice
apretó la barandilla con más fuerza—. ¿La habló de los libros, pero nada
más?
—Me habló de los libros, pero dijo que descodificarlos requiere años de
estudio —dijo Ysbeta—. Necesito que me enseñe el hechizo de lectura. A
cambio, alentaré a Ianthe a que la persiga.
—Oh —dijo Beatrice—. Ya veo.
Ysbeta sonrió y centró su atención en la orilla.
—Él es, como estoy segura de que sabe, un excelente partido. No puede
esperar atraer la atención de otro que esté tan alto. Asegurará la
prosperidad y el estatus de su familia con su mano en matrimonio, y su
hermana no querrá nada cuando llegue su propia temporada de
negociaciones. ¿Me enseñará el hechizo?
Cualquier chica se enamoraría de Ianthe Lavan. Lo harían. El orgullo
de Ysbeta por su hermano no era arrogante, sino ganado, y tenía sentido que
la hija de un actuario aprovechara la oportunidad.
Estaba más allá de los sueños de papá de tener un yerno. Ianthe era
más de lo que esperaba. Era sofisticado, guapo, hábil en las artes de los
caballeros y nadie había escuchado a Beatrice como él. Si su retrato la
mostrara con un rifle en lugar de un violín, se habría sentido intrigado.
Un eco de tembloroso deleite recorrió su piel. Ella nunca supo que un
beso pudiera sentirse así. No sabía que había estado dormida a esos
sentimientos, o cómo una vez que despertaba, la hacían desear más. Ianthe
era un marido ideal.
Y si lo elegía a él, nunca podría convertirse en maga. Nunca esperaría
ganar la alianza de un espíritu tan poderoso que ni siquiera podía imaginar
lo que podría hacer, ¿qué podrían lograr ella y un espíritu mayor de
Fortuna?
¿Podría renunciar a todo eso, incluso por él? ¿Podría renunciar a él,
incluso por poder?
—¿Bien? —preguntó Ysbeta—. La elección debería ser sencilla.
—Quizás —dijo Beatrice, sonriendo a modo de disculpa—. Pero debo
preguntar, ¿qué espera hacer, una vez tenga una traducción descodificada
de ese grimorio?
Ysbeta giró la cabeza para posar una mirada penetrante en Beatrice.
—Lanzar el hechizo —dijo—. Atar un gran espíritu, para que pueda
seguir buscando el conocimiento.
Beatrice mantuvo su rostro neutral y atento a través de esta
explicación.
—Me temo que no será tan simple. Los hechizos de invocación son
peligrosos. Necesita ser lo suficientemente hábil para manejar magia
compleja solo para manejar un espíritu menor, y los espíritus mayores
tienen un orden de dificultad diferente.
—No estoy asustada.
Los niños corrieron hacia la orilla y chillaron cuando las olas chocaron
contra ellos. Beatrice frunció las cejas en una severa mirada.
—Debería estarlo. Si va a sobrevivir al ritual, necesita practicar la
invocación.
La barbilla puntiaguda de Ysbeta se elevó.
—¿Entonces es una invocadora experimentada?
El orgullo de Beatrice le robó la lengua.
—Sí, lo soy.
—Entonces me enseñará cómo hacer esto. Allanaré el camino hacia
Ianthe. Debemos comenzar de inmediato.
—Es una oferta generosa —comenzó Beatrice—. Sin embargo, no creo
que sea tan simple.
—¿Qué más podría querer?
Beatrice ahora comprendió que podía desear mucho. ¿Ysbeta no tenía
sus dudas?
—¿Cuántos grimorios ha encontrado, señorita Lavan?
Le dio a Beatrice una mirada de suficiencia.
—He encontrado doce.
Beatrice parpadeó.
—¿Tantos? Yo solo tengo cuatro. ¿Ha estado aquí cuánto tiempo?
—Dos semanas. He registrado librerías aquí y en Meryton —dijo
Ysbeta—. La Casa Lavan es casi equidistante de ambos. Encontré más
volúmenes en Meryton, sin embargo, me pregunto por qué.
—No lo sé —murmuró Beatrice—. Pero deseo negociar con usted. La
enseñaré conjuración, incluido el hechizo para vincular un espíritu más
grande, después de haber copiado los libros de su colección.
Ysbeta se inclinó, luchando por una respuesta.
—Eso requerirá varias visitas.
—Así será.
—Tendremos que parecer amigas.
—Me temo que sí.
Ysbeta sonrió ante la broma.
—No tendrá ningún uso para ese conocimiento una vez que se case.
—Usted tampoco.
Ysbeta volvió la cara para mirar el mar.
—No tengo ningún deseo de casarme.
—Señorita Lavan. Hablé con su hermano y me dijo que su familia vino
aquí para encontrarse con un amigo suyo.
Ysbeta suspiró.
—Lo que mi madre quiere y lo que yo quiero se oponen.
—Entonces, si puedo preguntar, ¿cuál es su objetivo en Bendleton?
Ysbeta tocó las páginas del grimorio.
—Chasland es único. Solo las mujeres de Sanchi tienen acceso a las
magias superiores, y mantienen su tradición tan secreta que todo lo que sé
son historias de lo que pueden hacer. Conocí a Susan y me habló de los
grimorios. Se pierde tanto conocimiento. Chasland ha adoptado las técnicas
de la sala capitular. Pero sospecho que las mujeres de Chasland han
conservado u ocultado la tradición de Chasland en estos volúmenes. ¿Cómo
se hacen?
—No sé cómo hacer uno. Lo siento. Solo puedo encontrarlos y leerlos.
Ysbeta se inclinó más cerca.
—Debo apelar a usted. Ayúdeme a preservar el conocimiento de la
magia no reclamado por la sala capitular. Enséñeme lo que sabe de la magia
dentro de estos grimorios.
Tenía que entender lo que quería Beatrice. Ysbeta quería el toque de
magia. Ella quería el conocimiento. Quería lo mismo que Beatrice.
—Estoy feliz de apoyarla en su persecución, señorita Lavan.
Caminemos juntas por el camino de los Misterios. Estas alianzas son raras y
preciosas.
—Así son —dijo Ysbeta. Deslizó la mano dentro de los pliegues de su
vestido y sacó su tarjeta—. Por favor dé su consentimiento para visitarme
mañana, donde discutiremos esto más a fondo. ¿Juegas a juegos de
obstáculos?
—He jugado lo suficiente como para conocer las reglas.
Ysbeta sonrió.
—Yo creería eso de un Chaslander de siete años, pero no de una mujer
completamente adulta. Jugaremos a juegos de obstáculos. Usaremos el
tiempo para negociar.
—¿No estará de acuerdo con mi trato?
—Si estamos negociando, entonces estoy interesada en mucho más que
el simple conocimiento de un hechizo. Deseo aprender toda la magia que
conoce. Quiero el contenido de los grimorios que tenga. Seremos amigas
inseparables para la temporada de tratos. Y Ianthe debería aparecer antes
de que sea hora de que se vaya mañana, para que pueda verlo.
Toda la magia que conocía. Todos los grimorios que tenía por todos los
de Ysbeta. Era justo.
—Toda la magia que conozco. Le doy mi palabra —dijo Beatrice y le
ofreció la mano a Ysbeta. Ysbeta la tomó y la agarró por la muñeca como
hacían los magos cuando se encontraban con un hermano en la calle.
—Debe estar preparada para muchas preguntas —dijo Ysbeta—. Estoy
muy impaciente por continuar mis estudios.
—Haré todo lo posible para traer luz.
—Iluminación —dijo Ysbeta.
—Iluminación. Gracias.
—¿Aprendó el Llanandari conversacional?
—Leí un poco. Debería leer más.
—Tengo novelas para prestarla. Espero su visita —dijo Ysbeta—.
Buenas tardes, señorita Clayborn.
Hicieron una reverencia la una a la otra en cortesía, e Ysbeta Lavan
salió del invernadero, sin apenas mirar a Harriet, que acechaba más allá de
la habitación.
Beatrice se detuvo en la puerta. ¿Harriet había escuchado? Quizás no
lo había escuchado.
Beatrice sonrió y extendió su mano.
—¿Practicamos nuestros duetos?
Harriet miró la mano de Beatrice con el ceño fruncido.
—No. ¿Por qué vino ella en lugar de Ianthe?
Cuidadosamente. Reunió sus palabras en la explicación más plausible
de la visita de Ysbeta.
—Ysbeta deseaba discernir mis intenciones. Me ha invitado a visitarla
en los próximos días.
Los labios de Harriet se tensaron.
—Eso no es lo que dijiste. Solo quería ver si mentirías.
Y había mentido. Pero Harriet no debería saber eso, a menos que
tuviera...
Beatrice transformó su voz en un susurro. ¡Esa Harriet, de todas las
personas, haría tal cosa!
—Harriet, ¿usaste un hechizo para escucharnos a escondidas? ¡Pensé
que evitabas la magia! Cómo pudiste…
Harriet señaló a Beatrice con un dedo acusador.
—No lo hagas. Mentiste. Vas a jugar con la invocación. Si le diré a
Padre...
—Entonces perderé mi conexión con los Lavans —dijo Beatrice—. Ya
que escuchaste todo con tu encanto de rima, lo sabes.
Harriet asomó la barbilla, pero no tenía una respuesta preparada.
Beatrice se inclinó más cerca, aprovechando su ventaja.
—El retrato de Ysbeta se encuentra en la cúspide de la galería de la
ingenua en la sala capitular. Ella es la chica más elegible e influyente de
Bendleton. Las chicas Llanandari no asisten a la temporada de
negociaciones en Chasland, ¿alguna vez has oído hablar de algo así, fuera de
las novelas?
Harriet refunfuñó.
—No.
—Además —dijo Beatrice, buscando lo obvio—. Si estoy más cerca de
ella, estoy más cerca de Ianthe. Mi conexión con ella vale todo lo que pide.
—¿Pero esto? No servirá de nada. Ni siquiera deberías saber magia. No
deberías tener esos libros. Esto es demasiado peligroso.
—Sé lo que estoy haciendo.
—No es así —dijo Harriet—. Pero guardaré tu secreto.
—Gracias.
—Por ahora —dijo Harriet.
—¡Son secretos! Harriet, si le cuentas a Padre sobre los grimorios...
—No. —Harriet levantó la mano, deteniendo las palabras de Beatrice
con la palma abierta—. Si profundizas demasiado, le diré a Padre que estás
incursionando en la magia.
—Pero si él se entera de los grimorios... Harriet, por favor. Son
secretos.
—Todo depende de ti, Beatrice. No sabes cómo manejarte en
Bendleton. Si hubiera sido yo...
—Ya tendrías una serie de pretendientes —dijo Beatrice—. Muy bien.
Me enseñarás lo que necesito saber con todas las conexiones que obtendré de
la amistad de Ysbeta Lavan. Tú decidirás qué me pongo y me aconsejarás.
¿Muy bien?
—Yo me ocuparé de todo —dijo Harriet—. Haz lo que te digo y tendrás
éxito. Necesitas una siesta, Beatrice. Pídele a Clara que haga una
cataplasma de polvo de agua de rosas y algas marinas para tu cutis y que
haga una mascarilla en crema para tus manos. Tienes que lucir fresca en todo
momento.
IV
—Ysbeta Lavan, en esta casa —dijo Padre—. Oh, cielo. Has hecho que
esta familia se sienta orgullosa. Una amistad como tal debe ser atesorada.
Harriet la fulminó con la mirada por encima de un filete de lubina.
Beatrice terminó de masticar la punta de un espárrago y asintió.
—Me siento muy afortunada. Ysbeta Lavan es una joven influyente.
—La mujer más rica y hermosa de la temporada de negociación. Cada
caballero competirá por su atención, y contigo de pie a su lado, parte de esa
consideración caerá en tu camino naturalmente.
Beatrice fulminó su plato.
—Sí, Padre.
Padre tomó su vaso de cerveza.
—No la alabo por menospreciarte, querida. Simplemente que su
apariencia y su riqueza significan que puede elegir entre cualquier caballero
que quiera, pero tú solo puedes elegir a uno. Y la amistad con ella te acerca
a conocer su hermano, la mejor opción de todas.
Lo había conocido. Él había hablado con ella, compartido sus secretos y
detuvo el mundo cuando la besó. Pero no podía decir esa última parte, así
que comió algunas de sus verduras y asintió.
Harriet se movió nerviosamente en su asiento y retomó el bajo.
—Habría sido mejor si su interlocutor hubiera sido el señor Lavan.
Podría haber estado visitando a otra persona.
—Beatrice eclipsará cualquier otra opción —dijo Padre, y cortó su
escaravía asada en trozos del tamaño de un bocado—. Es una chica
encantadora, y he escuchado más de un comentario sobre la fuerza de su
talento.
Quizás sus pretendientes le inspeccionarían los dientes y lomo.
—Solo hablamos.
Una mentira, pero no revelaría el beso que la asombró ni siquiera al
recordarlo. Padre armaría un escándalo espantoso, donde Llanandari,
aunque mucho más liberal, ni siquiera pestañearía. Intercambió miradas
con Madre, quien se guardaba sus opiniones para sí.
Padre se metió un bocado de lubina en la boca y habló a su alrededor.
—¿La señorita Lavan y tú tuvieron una visita agradable? ¿Ahora son
amigas?
Beatrice tragó un bocado de lubina, asintiendo.
—Mañana voy a su casa.
Harriet dirigió a Beatrice una mirada hastiada.
—¿Qué te ha invitado a hacer Ysbeta Lavan en su casa?
Oh. Harriet no se contentaba con elegir sus vestidos. Tenía la intención
de mantener el secreto de Beatrice sobre su cabeza. Podía dejar escapar el
secreto en cualquier momento. Todo saldría a la luz. Registrarían su
habitación, encontrarían el ático, descubrirían sus grimorios. Padre no
escucharía sus explicaciones, nunca las entendería, ni a ella, ni a lo que más
deseaba. Nunca más volvería a oír su voz, sin importar lo fuerte que gritara
o lo amargamente que llorara.
Padre nunca había castigado a Beatrice con una aplicación de dolor
físico. En cambio, cuando hubiera transgredido, él la olvidaría ante sus ojos.
Dejaría de existir, expulsada de la calidez de su amor y consideración
mientras el dolor se extendería por sus rasgos, un dolor que ella habría
causado al ser una decepción tan grave. Si supiera que había practicado
magia más fuerte que un encantamiento rimado, si supiera que le enseñaría
a otra chica el conocimiento dentro de los grimorios… pero peor aún, si un
hombre aprendiera el secreto en ellos…
Harriet no debía contar el secreto de Beatrice. Si chismorreaba, Padre
nunca volvería a mirar a Beatrice. Tenía que ser ella quien le hiciera pensar
a Padre en la idea de dejar que lo ayudara con el negocio. Casi tenía los
medios a su alcance. Y ya tenía el nombre que necesitaba: Wandinatilus, el
gran espíritu de Fortuna. Tendría los medios para alterar la oportunidad de
encontrar las brechas que traían ganancias sorprendentes a quienes
invertían sin intentar perseguir las tendencias. Sería bendecida con el
momento oportuno, las corazonadas sólidas y los medios para escapar de las
inversiones imprudentes. Con Wandinatilus atado a ella, podría llevar a los
Clayborn a la prosperidad mientras Harriet hacía el matrimonio que la
convertiría en una novia feliz.
Pero aún no. No hasta que hubiera atado al espíritu y demostrado a
Padre que valía más como un thornback que como esposa.
—¿Beatrice?
Beatrice levantó su mano, pidiendo un momento para terminar de
masticar.
—Me invitó a unos juegos de obstáculos con ella. No sabía que había un
campo de obstáculos entre aquí y Meryton.
Padre masticó pensativo.
—Anota bien al principio del juego. Observa cómo reacciona. Si no es
buena deportista, déjala ganar.
Beatrice alcanzó su propia copa de vino, pero no detuvo su lengua.
—En otras palabras, no debemos amenazar a los poderosos más de lo
que las mujeres pueden interrumpir la necesidad de un hombre de ser
mejor.
—Beatrice —dijo Padre con brusquedad—. Hay un orden en el mundo.
Las personas pueden elevarse por encima de su lugar, dado el trabajo duro y
las bendiciones de los Skyborn, pero asciendes una gran distancia al unirte
junto a Ysbeta. La incordias, y caerás dando tumbos. ¿Entendido?
—No puedes arruinar esto —dijo Harriet—. Una amistad con Ysbeta
Lavan es un puñado de perlas. No pierdas esta oportunidad.
Harriet tenía razón. A Beatrice no le importaba.
—Me gustaría tener una amistad verdadera, en lugar de un aburrido
baile de modales y obsequios.
Padre y Harriet la observaron con expresiones severas idénticas.
Madre dejó su copa de vino vacía y tomó el brazo de Beatrice.
—Y tienes la oportunidad de ganar esto. Solo te están pidiendo que
tengas cuidado. Piensa en cómo tus palabras y acciones pueden extenderse
más allá de lo que pretendes. Deja que tu asociación florezca lentamente;
desarrollarás una amistad como lo harías con un rosal preciado.
—Tienes razón, Madre.
—Y ese es el camino correcto de una esposa inteligente —dijo Padre—.
Lo harás bien, Beatrice. Sé que comprendes tu deber, y serás tan inteligente
como tu madre.
Y necesitaba toda la inteligencia que pudiera utilizar para allanar su
camino. Beatrice se reclinó en su silla, y un criado le quitó el plato.
—Quizás Harriet y yo podríamos salir mañana a la pista. Han pasado
días desde que sacamos a Cloudburst y Marian, y el parque terminará
aplastado durante el paseo Cherry Blossom.
Harriet se sentó un poco más erguida.
—¿Toda la pista?
—Las doce millas —dijo Beatrice—. Cabalgaremos y luego me
prepararé para visitar a Ysbeta Lavan.
—Eso es excelente. Deberíamos encontrarnos con muchos caballeros si
recorremos toda la pista.
Harriet no podía simplemente saltar a los establos y ensillar su caballo
cuando quisiera, como podía hacerlo en Riverstone; sus caballos de montar
estaban a una milla de distancia en los establos que Padre había alquilado
junto con la casa. Era demasiado joven para ir a montar a caballo sin
compañía por la ciudad, de modo que dependía de Madre o Beatrice para
sacarla.
—Haré que el lacayo tome nota para tenerlos listos a las nueve en
punto —dijo Beatrice—. Y luego cabalgaremos toda la pista.
—Sí —dijo Harriet—. ¿Y usarás tu capa azul?
Eso en realidad no era una solicitud.
—Usaré mi capa azul, y tú también, a juego. ¿Podemos, Padre?
Padre masticó un bocado de lubina y las desestimó con la mano.
—Pueden. Será una buena mañana para cabalgar. Y allí e,
inevitablemente, habrá caballeros.
Le devolvió a Padre una sonrisa de mejillas sonrosadas y logró
terminar su cena.
***
Harriet no pronunció ni una palabra de los asuntos de Beatrice con
Ysbeta Lavan durante el resto de la comida, e incluso se acostó temprano
para estar fresca durante el día. Por la mañana hizo un gran escándalo por
Cloudburst, su rucio, y en un abrir y cerrar de ojos estaba en la silla de
montar, arreglando sus faldas una vez que hubo plantado su pie izquierdo
en el estribo.
—Date prisa, Beatrice.
Beatrice se sentó en la silla de Marian, encajó la pierna derecha en la
curva del pomo superior y dejó que Harriet abriera el camino hacia Lord
Harsgrove Park. Harriet era mejor jinete que ella, más cómoda, más
atrevida, pero mantuvo un paso tranquilo mientras cabalgaban por las
calles matutinas de Bendleton hasta una amplia franja verde, agachándose
bajo las ramas floreciendo que se extendían a través de la puerta del parque.
La pista con aroma a flores de cerezo estaba vacía, y Harriet guardó
silencio durante tres minutos antes de que finalmente se volviera hacia
Beatrice.
—En serio creo que Ysbeta Lavan y tú no deberían incursionar en la
magia.
—Sé que piensas que no deberíamos, pero no tengo poder para evitar
que Ysbeta haga lo que quiere —dijo Beatrice—. Y sé que de todos modos
podrías habérselo dicho a Padre, pero no lo hiciste. ¿Por qué?
Harriet suspiró a medida que unos pétalos rosa pálido caían
suavemente sobre su cabeza.
—¿Honestamente, no sabes por qué no se lo dije a Padre?
—¿Porque eres mi hermana y me amas?
—Porque lo habría destruido todo —respondió Harriet—. Si Padre
supiera lo que estás haciendo, esta temporada de negociaciones acabaría y
estaríamos arruinados.
—Si la historia se hace pública —dijo Beatrice—. Lo entiendo.
—No lo entiendes —dijo Harriet—. No lo entiendes, en absoluto.
¿Tienes alguna idea de cuánto cuesta todo esto?
—Sí —contestó Beatrice, bajando la voz para que solo las flores
oyeran—. Sé que esta capa cuesta al menos veinte coronas, y las botas de
montar seis…
—Tienes cuatro capas para cabalgar —dijo Harriet—. Tienes vestidos
para veinte días y tantos vestidos de fiestas y cenas. Tienes dos docenas de
sombreros, dieciséis pares de guantes, los mejores cosméticos de todo el
mundo, siete sombrillas, treinta y dos pares de zapatos, y todos cuestan
dinero.
Beatrice se removió en su silla.
—Bueno, naturalmente, pero…
—Tenemos una dirección de moda en Bendleton. Una dirección ideal —
dijo Harriet—. Tiene vista al mar por un lado y el extremo sur del parque
por el otro. Está en la calle correcta. Tenemos lacayos, criadas y ama de
llaves. Tenemos membresías para el salón de actos, privilegios del parque,
una suscripción al teatro, ¿en serio no lo has pensado? ¿Ni una sola vez?
—Lo he hecho —respondió Beatrice—. Me he dado cuenta que Padre se
fue a cazar por su cuenta durante el invierno y acortó su viaje anual a
Gravesford en dos semanas. Pero simplemente está haciendo algunos
recortes económicos, ¿cierto? Padre no pagaría todos estos gastos si no
pudiera pagarlos. Sé que la expedición de las orquídeas dañó nuestras
finanzas, pero no podría ser tan grave como pensaba, ya que estamos aquí…
—Padre hipotecó Riverstone para pagarlo —dijo Harriet.
El corazón de Beatrice dio un vuelco. Padre no podría haber perdido
tanto a su director con el fracaso de la expedición de las orquídeas.
Riverstone era más que una acogedora casa de campo y sus pastos, más que
un arroyo de truchas y un bosque laberíntico. Era la base de la fortuna
Clayborn. ¡Era su hogar! Beatrice había nacido allí. También Harriet.
¿Cómo Padre pudo haber hecho tal cosa?
—No pudo haberlo hecho… ¿cómo lo sabes?
—Vi los papeles. Lo estaba buscando a él, y no estaba en su oficina,
pero los libros estaban afuera. Los miré.
Harriet era un manojo de rizos y curiosidad. No habría podido
resistirse. ¿Las cuentas de Padre, en su escritorio en lugar de guardadas
bajo llave? Beatrice también habría mirado, si fuera ella. Tenía que
recuperar ese grimorio de Ysbeta. ¡No había tiempo que perder!
—Entonces, no deberíamos haber venido. No deberíamos estar aquí, en
absoluto.
—¿Aún no entiendes esto? Eres nuestra única oportunidad, Beatrice.
—Harriet miró hacia el sendero, esperando que se acercara alguien—. Si
tiene que enviarte en desgracia, toda esta temporada de negociaciones será
en vano, y luego los banqueros vendrán llamando.
—Si no me caso esta temporada, se acabó. Puede que, de otra manera,
no tenga tiempo de salvarnos.
Harriet resopló.
—Finalmente, comprendes lo grave que es esto. Tienes que dejar de
lado estas nociones de que Padre te permitirá complacer tus fantasías.
Tienes que casarte. Si se corre la voz de que incursionas en la magia, serás
vista como alguien difícil. ¿Te imaginas que Ianthe Lavan quiere una esposa
difícil?
—Tiene una hermana difícil —dijo Beatrice—. ¿Te imaginas que ella
aprecie que me retracte de nuestro trato?
Harriet suspiró.
—No puedes. Pero ¿por qué? ¿Por qué no puedes dejarlo en paz?
—No me juzgues. Todo lo que sabes son encantamientos rimados —dijo
Beatrice—. Nunca has lanzado un círculo de poder. Nunca has
experimentado cómo se siente la magia de verdad…
—Y no lo haré —dijo Harriet—. Cometiste un error terrible la primera
vez que lanzaste un hechizo. La magia no nos pertenece. No puede.
—¿Por qué no debería? —preguntó Beatrice—. Podemos manipular el
poder, y los espíritus se agolpan a nuestro alrededor…
—Y sabes por qué es así. Suceden cosas terribles cuando las mujeres se
mezclan con la magia. Tú lo sabes. Si te atrapan jugando con magia
superior, nos deshonrarás a todos. ¡Te evitarían antes de casarte! Todo el
mundo pensaría que eres una jovencita o peor aún, una rebelde, y muchos
caballeros nunca considerarían llevar a una novia difícil a sus hogares. Y si
tuvieras un hijo espiritual, ¡te harían ver la ejecución, Beatrice! Tu propio
bebé. Y luego tú serías la siguiente.
Serían quemados, las cenizas desterradas al mar; el Cielo les negaría
la entrada. Sus familias quedarían marcadas para siempre por la desgracia.
—No quiero hablar de esto.
—Sé que no. —Harriet soltó las riendas e instó a Cloudburst a acelerar
su paso a un trote, adelantándose a Beatrice—. Se interpone en el camino de
lo que quieres, entonces, ¿por qué deberías hacerlo?
—¿Estás diciendo que soy egoísta? —Beatrice se sentó erguida en la
silla y Marian aceleró el ritmo unos pasos. Apretó los muslos alrededor de
los pomos pero no interfirió. Adónde iba Cloudburst, Marian lo seguía.
—Eres egoísta —respondió Harriet, sin mirar atrás—. Solo una chica
egoísta pondría a su familia en tal peligro sin pensarlo un momento. ¡Solo
una chica egoísta tomaría lo que no puede tener!
—¡Pero deberíamos tenerlo! —replicó Beatrice—. Deberíamos tener los
misterios. ¡Deberían pertenecernos! Deberíamos…
—Silencio —dijo Harriet—. Alguien viene.
Los cascos y las risas repicaron a lo largo del camino. Harriet se sentó
con la espalda recta. Beatrice levantó su barbilla cuando tres jinetes en
caballos negros rodearon la curva, causando un alboroto al ver a las
hermanas. El líder que iba en cabeza levantó una mano para detenerse.
Beatrice jadeó al reconocer a Ianthe Lavan cabalgando con dos caballeros de
Chasland.
—Buenos días —dijo Harriet, el ala ancha de su sombrero inclinándose
mientras asentía.
—Buenos días —respondió el líder—. Las señoritas Clayborn, supongo.
—Soy Harriet. Mi hermana, Beatrice —dijo Harriet, señalando a su
lado—. Esta mañana estamos decididas a recorrer la pista entera. ¿Piensan
ir al campo de saltos?
—Señorita Clayborn. —Beatrice contempló a Ianthe Lavan, severo y
elegante vestido de gris adornado con rosas. Él le sonrió y Beatrice respiró
hondo antes de devolverle la sonrisa. Si abría la boca, todas las mariposas
en su estómago volarían.
Ianthe se inclinó hasta la cintura en su silla.
—Es un placer verla, señorita Clayborn. ¿Disfrutó de la visita de mi
hermana?
—Estuve feliz de tener la compañía de la señorita Lavan —respondió
Beatrice—. La veré más tarde para unos juegos de obstáculos.
—Espero que disfrute de nuestro campo —dijo Ianthe, y Beatrice no se
permitió quedarse boquiabierta. ¿Tenían su propio campo de obstáculos?
¿En casa?
—Lo espero con ansias —dijo Beatrice—. Me encantan los juegos de
obstáculos.
—Preséntenos, Lavan —dijo un joven caballero con un traje de montar
color rubí—. Oh, no importa. Lo haré yo. Ellis Robicheaux. Estoy
humildemente a su servicio, señorita Clayborn.
Hizo algo con sus rodillas y su caballo, un castrado negro reluciente con
una estrella blanca entre los ojos, agachó la cabeza y se inclinó, grácil como
un caballero del rey. Ellis se quitó el sombrero y sonrió cuando él y su
montura volvieron a la postura adecuada.
—¿Cómo lo hace? —preguntó Beatrice. Sir Ellis Robicheaux, hijo del
distribuidor exclusivo de autómatas del Protectorado Oriental. La familia
Robicheaux no tenía hechicería en su línea, pero ciertamente podrían
cambiar eso, con la novia adecuada. Padre bailaría en su silla si supiera de
esta reunión.
—Retroceda, Ellis —dijo el otro jinete, este vestido de verde.
Abriéndose paso adelante, se tocó el sombrero a modo de saludo—. Bard
Sheldon, Lord Powles. Estoy encantado con el honor de su presencia.
No solo heredero de un ducado. El padre de Lord Powles era ministro
de Comercio, uno de los veinticinco hombres que gobernaban Chasland.
—Usted es el amigo de la escuela del señor Lavan —dijo Beatrice.
El señor Sheldon sonrió y su hermosura se magnificó.
—Es la dama del Baile de la Asamblea. Ya he escuchado mucho sobre
usted.
Ianthe había hablado de ella con un duque. Los Sheldon eran dueños
del muelle de un constructor de barcos en el norte y navegaban una flota de
una docena de barcos por todo el mundo recolectando riquezas. No había
mejor partido que el hijo de un ministro en el país…
Este debía ser la pareja prevista de Ysbeta. Cualquier chica saltaría a
tal unión, pero Ysbeta no lo quería.
—Espero que la charla haya sido placentera, mi señor.
—Él cantó sus alabanzas. Él la llamó singular. —Bard extendió una
tarjeta rígida grabada con una invitación. Harriet, estando más cerca, la
aceptó.
—Por favor, asistan a nuestra pequeña reunión, señoritas Clayborn —
dijo Lord Powles—. Me sentiría desolado si no estuvieran allí.
Harriet comenzó con:
—Nosotras…
—Me encantaría —interrumpió Beatrice, pero a su lado, la espalda de
Harriet se puso rígida. La ignoró y continuó—: Pueden contar con mi
presencia.
—Todos estaremos allí —declaró Ellis—, y que el ganador de nuestro
concurso tenga el honor de acompañarla en las mesas.
—¿Un concurso? —preguntó Ianthe riendo—. ¿Qué propone? Ganaré,
por supuesto.
—El más rápido a través del oblongo —dijo Ellis.
—No será usted, con esas cabriolas elegantes. Venga y termine
derrotado —dijo Bard—. Buenos días, señorita Clayborn, señorita Harriet.
—Buenos días —corearon Beatrice y Harriet.
Los caballeros cabalgaron hacia el oblongo de carreras, y Harriet no
perdió el tiempo poniéndose furiosa en su silla, con el ceño fruncido
enrojeciendo su rostro.
—¿Aceptaste?
—Harriet, ¿ahora por qué estás enojada? Ese era el hijo de un ministro
dándome una invitación. ¿Nunca estarás complacida?
—¡Beatrice! ¡No puedes ir! ¡Es una fiesta de cartas! ¿Por qué aceptaste?
—Dijiste que había cometido un error en el Baile de la Asamblea de
Primavera. Querías un grupo de caballeros ricos pisándome los talones, ¡y se
cumplió tu deseo! ¿Cómo iba a saber que era una fiesta de cartas? ¡Tenías la
invitación!
—¡Nunca me diste la oportunidad de decirlo! ¡Tenía la excusa perfecta
y tú la pisoteaste con tu aceptación irreflexiva! —Harriet miró al cielo, como
para rogarle a uno de los Skyborn que descendiera y las salvara—. ¿Qué vas
a hacer? Padre te dará el dinero, por supuesto, no tiene otra opción, ¡pero no
puedes perder, Beatrice! Oh, ¿qué vamos a hacer?
Beatrice reprimió las ganas de gritar. ¡Harriet tenía la tarjeta, no ella!
¿Cómo iba a saberlo? Oh, había caminado directamente hacia el desastre.
Sabía jugar a las cartas y estaba familiarizada con las reglas, pero perdía
contra Harriet tantas veces como ganaba. No podía depender de sus
habilidades intermedias para superar el día.
Padre le daría un bolso sin murmurar, sin importar lo que le costara.
Nunca molestaría a su familia con su situación incierta; para él, la búsqueda
de un marido bien situado para Beatrice era lo que importaba, y aunque la
fortuna de Lavan era demasiado vasta para comprenderla en realidad, Ellis
Robicheaux, aunque no era un mago, obtenía sumas saludables. Padre
estaría encantado con la posible unión.
No podía asistir a una fiesta de cartas, pero ¿no asistir después de
prometer que lo haría? No necesitaba que Harriet le dijera que sería
terriblemente grosero. Tenía que decírselo a Padre. Tenía que asistir. ¡Tenía
que haber una salida! Tenía que haber una solución…
De repente, la calma y el alivio se apoderaron de ella, aliviándole la
respiración y desatando sus manos. Había una manera de salir a salvo de
todo esto.
—Silencio —dijo Beatrice—. Todo saldrá bien. No perderé el dinero de
Padre, Harriet. Lo prometo.
—No puedes prometer eso —dijo Harriet.
—Sí, puedo —dijo Beatrice—. Ya tengo un plan. Démonos prisa en
volver, tengo que prepararme para visitar a Ysbeta.
V
Ysbeta había enviado el lujoso landó turquesa de su familia para llevar
a Beatrice hasta la Casa Lavan, y nunca había experimentado un viaje tan
suave en su vida. Los bancos de cuero blanco acolchados con resortes de
acero tenían una forma perfecta que acunaba el cuerpo. Los caballos grises
moteados tirando del landó exquisitamente parecían andar velozmente, y la
gente cedía ante el abrigo turquesa del conductor que los llevaba hasta
Meryton Highway y fuera de la ciudad.
Se sentaba perfectamente erguida, su sombrero ladeado cubriéndole la
cara. Esperaba no verse demasiado absurda, vestida en algodón color crema
pálido estampado con extravagantes enredaderas floreciendo
arremolinándose y pájaros de cola larga. La tela había venido desde Kerada,
su enagua era una hermana más serena de la extravagancia de su mantua3.
Era su mejor vestido de día. Tendría que renunciar a la calidad después de
esto.
Un cuenco superficial lleno de fruta con infusión de ginebra destinada
a refrescar tentó a Beatrice mientras cabalgaba bajo un cielo azul
despiadado y sin nubes. La fruta descansaba sobre un montículo de hielo, un
gasto tan astronómico que a Beatrice le costó creer que Ysbeta se lo ofreciera
si Beatrice no hubiera poseído algo que deseaba desesperadamente.
Mordió una baya regordeta cuando el carruaje viró hacia el lado norte
de la carretera, continuando por un camino que conducía a una puerta
custodiada por hombres con abrigos turquesas. Se apresuraron a abrir el
camino y el carruaje navegó sin detenerse.
Nadie podía verla sentada en el banco del landó, mirando el
espectáculo de la Casa Lavan. Incluso desde esta distancia bordeada de
hayas, el tamaño y la simetría de esta moderna casa de campo la
sorprendieron. Con ladrillos rojos, techo negro, perfectamente equilibrada
(puertas y ventanas pensadas para la comodidad y la luz, sin tener en
cuenta el gasto fiscal adicional calculado cada año), era la casa más refinada
que Beatrice hubiera visto alguna vez fuera de una ilustración.

3Vestido de la época que combinaba distancia social y estilo. Llevado en la corte, el Mantua
estaba considerado como un estiloso look de día.
En el centro del camino circular de la casa, una fuente brotaba agua
cristalina de las jarras de las estatuas de bronce bruñido que representaban
a tres mujeres altas, esbeltas y claramente Llanandari con drapeadas
túnicas texturizadas y peinados que nunca podría imitar.
Se quedó mirando a las mujeres portadoras de las jarras hasta que un
lacayo la ayudó a bajar del carruaje y la condujo a un vestíbulo de mármol
frío dominado por otra mujer de bronce, vertiendo agua en una palangana.
Sabía para qué era esta. Dejó que la criada le quitara los guantes de
modo que pudiera lavarse las manos ritualmente. ¿Qué estaba haciendo
aquí? Pensó que había entendido la riqueza. Ahora, siguiendo a la criada por
los pasillos revestidos de damasco hasta un invernadero enorme, sabía que
no tenía ni idea de cómo vivían las mejores familias del mundo.
La criada la llevó a una terraza soleada, donde Ysbeta se sentaba con
vistas a un jardín con un sinuoso camino laberíntico en el centro. Bebía una
limonada dulce y probaba unos bocadillos de un pequeño montículo de la
misma fruta con ginebra que le habían servido a Beatrice en el landó. Bolas
de madera de colores y mazos de mango largo descansaban sobre la mesa,
esperando a sus jugadores. Un abanico flotaba de forma imposible sobre
hilos de magia, haciendo volar aire sobre la mesa.
—La criada vio eso —dijo Beatrice—. La vio usando magia.
—Es solo un encantamiento. —Ysbeta se encogió de hombros—. No
desaprobamos a las mujeres que usan sus dones en Llanandras. Aunque, es
un hermoso día. Me alegra que nunca haga mucho calor en Chasland.
Beatrice sonrió a través del sol intentando hornearla en las piedras.
—Gracias por enviar su carruaje. El viaje fue muy agradable.
—Excelente. Lo enviaré de nuevo la próxima vez que la traiga de visita.
Acabo de terminar de recorrer el camino de la flexión, pidiendo claridad de
acción.
Señaló el laberinto en el jardín de abajo.
—Ese es el camino de la acción correcta, ¿cierto?
—Lo es —respondió Ysbeta—. Despeja la mente maravillosamente
caminar por el camino de la flexión. Si tiene un dilema, debería intentarlo.
Quizás debería hacerlo, pero parecía una falta de respeto utilizar parte
de la fe Llanandari simplemente porque quería los beneficios para ella.
—Creo que debería limitarme a pedir orientación a través de la quietud
y la meditación.
—Como quiera —dijo Ysbeta. Arqueó las cejas, observando a
Beatrice—. Es la hechicera más fuerte que he conocido. Nunca había visto
un aura tan deslumbrante.
—Gracias —dijo Beatrice, a falta de otra respuesta—. Usted también
brilla.
—Pero no tanto. Siéntese un momento. No he terminado con esta fruta.
Beatrice echó un vistazo al abanico ondeando.
—¿Cómo está haciendo eso?
Ysbeta levantó su mano, todos sus dedos abiertos.
—Abanícame —dijo, y el abanico se agitó un poco más rápido—.
Imagina lo que quiere, envuelve su abanico en ello, y luego le dice qué hacer.
—¿En Llanandari?
Ysbeta negó con la cabeza.
—Su primera lengua. Es solo un encantamiento. Funciona porque
comprende lo que quiere que haga su poder.
Beatrice se imaginó el abanico flotando ante ella, llenando su rostro de
aire. Empujó la visión a través de sus dedos abiertos, envolviéndolo
alrededor de las horquillas.
—Abierto.
El abanico se abrió de golpe, mostrándole las golondrinas pintadas en
su tela de seda.
Beatrice se humedeció los labios. Levantó la mano, y el abanico se elevó
en el aire.
—Abanícame.
Aleteó, y la brisa suave refrescó su rostro.
—Pero no rima.
—La rima hace que parezca especial —dijo Ysbeta—. Las rimas tienen
más poder porque creemos que lo tienen.
—Eso tiene sentido —comentó Beatrice—. Creí que las rimas eran
importantes. Creo que todos lo hacemos.
—La creencia importa —dijo Ysbeta—. Sospecho que lo mismo ocurre
con Mizunh. La sala capitular usa la lengua para ocultar sus secretos, y toda
la ceremonia y pompa que rodea a Mizunh hace que el lenguaje en sí sea
mágico, no algo inherente a él.
—Qué maravillosa conveniencia es este encantamiento. —Beatrice se
dio la vuelta para dejar que el abanico encantado flotara aire sobre la parte
posterior de su cuello—. ¿Todos los Llanandari usan la magia menor como
esta?
—¿Por qué no lo harían?
—Bueno, solo los niños juegan con magia menor. Juegan con hechizos
pequeños en los juegos. Después, los niños van a la sala capitular o toman
una formación si no son caballeros. Las niñas dejan de hacer
encantamientos cuando comienzan sus cursos.
Ysbeta resopló.
—¿Con todas las formas en que los encantamientos son útiles? Eso
parece un desperdicio. ¿Jugamos a los obstáculos?
Beatrice tomó un mazo, y luego consideró que el abanico aún flotaba
frente a su asiento. Le hizo señas.
—Sígueme.
El abanico se lanzó hacia adelante, y la brisa de su aleteo refrescó su
cuello.
Ysbeta sonrió.
—Aprende rápido. Vamos.
Más allá del formal jardín sobrio, se extendía un césped ondulado y
perfectamente cuidado donde un campo de portillos planificado y diseñado
serpenteaba hasta llegar a una zona salvaje controlada, que sinceramente
no era tal cosa. A salvo de los felinos del bosque, los lobos y los jabalíes tan
al sur, era un refugio agradable y sombreado.
Ysbeta era una jugadora feroz. Resopló la primera vez que Beatrice
ignoró la oportunidad de golpear su bola de plomo a una trampa de
obstáculos.
—Si puede vencerme en este juego, entonces hágalo. Necesito una
compañera para los obstáculos mixtos y necesito a alguien despiadado.
Podía ser despiadada. Igual Ysbeta. Batallaron todo el camino a lo
largo del campo, jugando al borde de las faltas.
—Mucho mejor —dijo Ysbeta—. Dígame qué sabe hacer.
—¿Lo más difícil?
—Sí.
—He negociado con un espíritu menor de fortuna.
—Nunca, en todos mis viajes y aprendizaje, he visto nada acercarse
siquiera a conjurar un espíritu menor fuera de los métodos de la sala
capitular. ¿Lo retuvo?
—Una vez —respondió Beatrice—. Es como cuidar a un niño que sabe
correr hacia el peligro y lanzar rabietas cuando no consigue lo que quiere.
—Como un niño —reflexionó Ysbeta—. Un niño peligroso y exigente.
¿Qué quería de él?
—La oportunidad de volver a verte, para así poder recuperar mi libro.
—Mi libro —corrigió Ysbeta.
—Estaré feliz de copiar lo que necesito de él.
—Aún no. Primero, dígame cómo funcionan los grimorios.
—¿Alguna vez ha descodificado un código de idioma? ¿El Rompecabezas
de Palabras para Deleitar y Distraer, de Eliza Charlotte Jenkins?
—Sí. —Ysbeta se encogió de hombros—. Toda distracción de los niños
en los días lluviosos. Prefería dibujar. Espere. ¿Dijo Eliza Charlotte
Jenkins?
—Correcto —dijo Beatrice—. Aprendí a descodificar de los libros de
actividades. Mi madre me los compraba. Me hacía aprenderlos.
—¿La obligaba?
Beatrice observó cómo la brisa jugó entre los árboles antes de golpear
su pelota al campo.
—Cuando resolvía un libro entero, me daba algo especial.
—Entonces, quería que los aprendiera.
—Sí. —A Beatrice nunca se le había ocurrido preguntarse por qué
Madre había querido que aprendiera a descodificar códigos más allá de la
diversión habitual de una niña. Madre la había puesto en el camino para
aprender sobre los grimorios… ¿lo habría hecho a propósito?
Ysbeta hizo un swing de práctica. Apuntó a lo largo del campo y golpeó
su pelota hacia el portillo. O… no. Los hombros de Beatrice se desplomaron
cuando la pelota de Ysbeta chocó con la de ella.
—¿Cómo pasó de un rompecabezas de palabras a un hechizo?
—Estoy llegando a eso. Los libros se volvieron más difíciles. Pero los
libros más avanzados tenían errores de composición.
Ysbeta puso su pie sobre su pelota de madera, y golpeó la pelota de
Beatrice en una trampa de hierba.
—Eso debe haber sido irritante.
—Lo fue, hasta que supuse que los errores de composición eran en
realidad un código dentro del libro.
—¿Un segundo código?
—Sí. Y esos enseñaban magia más allá de los encantamientos rimados
que aprenden los niños. Como el hechizo para buscar los grimorios secretos,
y el hechizo para leerlos sin descodificar a mano.
Beatrice hizo una mueca cuando un trozo de césped voló tras la pelota
que envió formando un arco en el aire.
Ysbeta asintió.
—Susan me enseñó uno, pero no lo otro. Creo que sé por qué.
—¿Así le llevaría los grimorios y necesitaría que ella los descodificara?
—Precisamente. Pero ahora la tengo a usted. Puede enseñarme magia
superior para los encantamientos y hechizos pequeños. Llamaré a un
espíritu mayor y atravesaré la prueba. Una vez esté a salvo, puede tener el
grimorio que quería como pago.
—Llevará demasiado tiempo enseñarla a invocar —dijo Beatrice—.
Tiene que empezar por el principio y trabajar en cada dificultad. Tiene que
aprender a contener la visión, la respiración, la intención y los gestos al
mismo tiempo, y es una hazaña de tal concentración hacer las cuatro a la
vez. Comencé a aprender las magias superiores cuando aún era una niña.
Ahora tengo dieciocho años.
—Ese es el principio de la evocación armónica —dijo Ysbeta—. ¿Cómo
sintetiza los patrones de ondas de cada línea discreta del hechizo? ¿Cómo
interactúa con el principio menor de combinación?
Beatrice miró a Ysbeta fijamente.
—No tengo la menor idea de lo que eso significa.
—¿Cómo invoca sin saberlo? —preguntó Ysbeta, intrigada—. He
escuchado a Ianthe cantar los mnemónicos para sí mismo durante años.
Tuvo que ser capaz de recitarlos palabra por palabra antes de que le
permitieran tomar la Prueba de la Rosa.
—Solo… practique —dijo Beatrice—. Domine todas las formas una a la
vez. Luego practique cada par en combinación. Después en tríadas.
Entonces, cuatro a la vez. No es necesario que memorice el principio de la
evocación… lo que sea que dijo.
—Evocación armónica —repitió Ysbeta—. Conozco cien encantamientos
diferentes. Más. Entiendo la magia mejor de lo que piensa. Ciertamente sé
más sobre la teoría.
Tal vez lo hacía, pero aun así Beatrice levantó la barbilla.
—La teoría no es igual a la práctica.
—Eso veo, por su propio ejemplo. Pasó esos años cazando grimorios.
Puede ver cualquiera de los libros de mi colección, siempre que me enseñe lo
que hay en ellos. Y luego puede tener el libro sobre Jy. No antes. Ahora,
dígame cómo funciona un conjuro.
Estaban lejos de la casa, pero Beatrice miró a su alrededor en busca de
jardineros.
—Estamos solas —dijo Ysbeta—. Es seguro.
—De acuerdo. Empezaré por el principio. No me arriesgaré a una
brecha en su comprensión.
—Entiendo. ¿Cómo empezamos?
Los ojos de Ysbeta resplandecían de emoción y Beatrice se sorprendió a
sí misma sonriendo.
—Empiece por hacer un círculo —dijo Beatrice—. El círculo marca la
parte del mundo que está moviendo del mundo mortal al mundo etéreo,
donde moran los espíritus…
***
—… eso es casi correcto —dijo Beatrice, y acertó su primer tiro en el
último campo del terreno—. El círculo es una protección, pero debe romper
esa protección si decide aceptar el trato que hizo con un espíritu. Y si invoca
a un espíritu demasiado poderoso, puede romper su círculo como si estuviera
hecho de telarañas.
Ysbeta se agachó, considerando su mejor estrategia para un tiro
ganador.
—Entonces, no puedo empezar con un espíritu mayor inmediatamente.
—Me temo que no. Primero los menores, medianos, luego los mayores.
Por eso conjurar es tan peligroso.
Ysbeta se acercó a la marca, dejó la pelota en el lugar adecuado y lanzó
el swing. La pelota se lanzó al aire, aterrizando muy por delante de la de
Beatrice, pero profundamente en una trampa de obstáculo.
—Rayos.
—Siga adelante.
—Estamos cerca del antiguo santuario —dijo Ysbeta—. Podría
mostrarme cómo invocar a un espíritu.
—No tenemos el nombre de ningún espíritu.
—Seguramente conoce el nombre de uno —dijo Ysbeta—. Ha hecho
esto antes.
—Solo una vez.
—¿Olvidó su nombre?
Beatrice examinó los setos cuidadosamente recortados en busca de una
razón para objetar.
—No, pero…
Ysbeta miró algo por encima del hombro de Beatrice.
—Maldición. Viene un visitante.
Dejaron de jugar para ver cómo Ianthe se acercaba a ellas, sonriendo.
Vestía algodón Keradi, la tela ventilada por los ojales bordados cosidos por
toda la chaqueta, weskit, y pantalones cortos. Desafiando los colores tenues
favorecidos por los Chaslanders, lucía brillante en azul, con un weskit verde
suave y un encaje blanco brillante.
—Me alegro haberlas alcanzado.
—Yo no. Beatrice está a punto de derrotarme en obstáculos. ¿Qué tal el
Pelican?
—Espera tu asesoría con el cargomaster antes de volver a navegar —
dijo Ianthe—. Al menos me encargué de esa parte de mi negocio.
Ysbeta lo miró y apoyó sus puños en sus caderas.
—Algo pasó. ¿Tiene que ver con mi barco?
—Ni un poco. Hay una conmoción en Meryton. Es un asunto
desagradable. Tengo que llevar la noticia a la catedral de Bendleton.
Necesitamos un par de abogados —dijo Ianthe—. No me gustaría hablar de
eso. Le pido disculpas, señorita Clayborn, pero esperaba tener el placer de
llevarla a casa.
—De todos modos, llévala —dijo Ysbeta—. Necesitas un oído
comprensivo.
—Entonces estaría agobiando a la señorita Clayborn, y la noticia que
llevo a la sala capitular es terrible.
No iba a contárselo. Eso significaba algo personal, algo que podía
asustarla.
—Creo que preferiríamos saberlo. ¿Qué pasó en Meryton?
Ianthe suspiró.
—Muy bien. Una niña de tres años prendió fuego a su cuidador.
—¡Eso es terrible! ¿Fue un accidente?
—Oh, Skyborn. Te refieres a que la niña lo hizo con magia —dijo
Ysbeta—. Nació del espíritu.
Beatrice se tocó su garganta desnuda, incapaz de respirar.
—No. Oh no, eso es demasiado horrible.
Los niños nacidos del espíritu eran la razón para los collares
protectores. Desprotegida, una hechicera embarazada era una tentación
demasiado grande para un espíritu, cuya eternidad como un ser incorpóreo,
pero pensante, era aburrida y sin vida en comparación con las ataduras a un
cuerpo mortal en el mundo material. Y el cuerpo del niño creciendo en el
útero, con todos sus dedos de manos y pies, pero sin un alma aún en su
interior, era el hogar perfecto para semejante espíritu. Se deslizarían dentro
de ese cuerpo en crecimiento, listos para nacer y tener el mundo entero en
sus manos.
Los bebés nacidos del espíritu provenían de embarazos difíciles.
Pateaban y peleaban, agotando a la madre. Sus partos eran peligrosos, a
menudo siendo partos podálicos. Eran bebés con cólicos constantes, pero
rápidos para gatear, caminar y hablar…
Y cuando se veían frustrados, los objetos salían volando de las paredes.
Los troncos en llamas se dispararían de las chimeneas. Las puertas se
cerrarían, abrirían y volverían a cerrarse bruscamente. Los accidentes
ocurrían, lastimando, a veces matando a las personas que los enojaban. Un
niño nacido del espíritu tenía todo el poder mágico del espíritu, y nada de la
moralidad necesaria para disuadirlos de sus furias destructivas. Y una
pobre mujer de Meryton había quedado embarazada sin un collar protector
para resguardarla.
Las lágrimas ardieron en los párpados de Beatrice. Nunca llegaría a
tener un hijo si tenía éxito en su búsqueda. Ese era el precio de la magia que
quería: nunca tener un bebé propio, por temor a dar a luz un monstruo.
—¿Pudo haber sido un accidente? ¿Con una lámpara o una vela?
—Hubo un testigo. La madre está aterrorizada. Y Meryton no tiene
una sala capitular.
—Así que, han pedido ayuda a la sala capitular de Bendleton. ¿La niña
está bajo custodia?
—La vi en persona —confirmó Ianthe—. Nunca he visto una criatura
así, y espero no volver a verla nunca más. ¿Cómo su madre pudo haber sido
tan descuidada?
—Espere —dijo Beatrice—. ¿Qué edad tiene? Me refiero, a la madre.
—No lo sé —respondió Ianthe—. ¿Diecinueve? ¿Veinte?
—¡Oh! Era una niña —dijo Ysbeta.
—Con dieciséis años se es lo suficientemente mayor para casarse en
Chasland, si tus padres dan su consentimiento.
Ysbeta se volvió para mirar a Beatrice.
—¿Lo está defendiendo?
—Estoy diciendo que es posible que no supieran el peligro, si su don
era débil —dijo Beatrice—. ¿Y el padre?
—Niega que haya sido él. No estaban casados… —Ianthe apartó la
mirada—. No debería estar contando todo esto. No es un tema apropiado
para las mujeres.
—Entonces, ¿podría pasarnos a nosotras, pero no deberíamos saberlo?
—preguntó Beatrice, Ysbeta asintió.
—Nunca les pasaría a ustedes. Son unas damas.
—Puede que no sea tanta protección cómo crees —dijo Ysbeta—. Y no
debería haberle pasado a esa chica. ¿Era de familia pobre?
Ianthe asintió.
—Nombró padre a un empresario prominente. No es un mago de la
sala capitular, y no tiene el talento. Pero tiene abogados, y ella no.
—Entonces, él escapará de la pira —dijo Beatrice—. Es terrible.
—No debería haberlas perturbado —dijo Ianthe—. Lo siento.
Deberíamos cambiar de tema.
Ysbeta alzó su mazo de obstáculos.
—Tenías la intención de contarme sobre mi barco.
Beatrice retomó el hilo que dejó caer la horrible noticia.
—Sí. Iba a preguntar antes. ¿Es dueña de un barco?
Ysbeta frunció el ceño a Ianthe.
—Solo uno. Pero es mío por derecho, y soy la capitana oficial.
—Ysbeta recibió el Pelican para su decimoquinto cumpleaños, para su
patrimonio de soltera. Es dueña de Lavan House, así como un jardín de té y
una casa junto al mar en Jy.
—Como una… —Beatrice buscó la palabra a tientas—. ¿Cómo se dice
dote en Llanandari?
Ysbeta frunció el ceño ante la palabra.
—Regalo nupcial —dijo Ianthe—. No tenemos dotes.
Ysbeta parecía estar a punto de estallar en un trueno.
—La propiedad es mía.
—Hasta que se case con un Chaslander —dijo Beatrice.
—Soy ciudadana de Llanandari. Tengo derechos que el matrimonio no
puede eliminar.
—Pero no puede decidir legalmente qué hacer con su propiedad si se
casa en Chasland —dijo Beatrice—. No hasta que su esposo muera, y luego
lo guarde en un fideicomiso para su hijo, quien entonces podrá decidir hacer
lo que quiera con él cuando cumpla dieciocho.
—¿Y si no tengo un hijo?
—Entonces, la administración de la propiedad pasa al pariente
masculino más cercano, quien mantendrá sus posesiones en un fideicomiso.
Ysbeta tenía una expresión enojada.
—Eso es vil.
—Lo siento, Ysy —dijo Ianthe—. La señorita Clayborn está diciendo la
verdad.
—No permitiré que me despojen de mi propiedad. No lo haré. Beatrice,
¿cómo puede aceptar algo así?
—Solo soy una mujer —respondió Beatrice—. Lo odio, pero no puedo
luchar sola.
Ysbeta se puso las manos en las caderas con expresión amarga.
—¿En serio cree que es la única mujer en objetar?
—No —contestó Beatrice—. Pero si tuviéramos el poder de cambiarlo,
¿no estaría ya hecho?
Ysbeta negó con la cabeza.
—No puedo hacerlo. No seré abandonada en este país atrasado sin
nada a mi nombre. Tengo que decírselo a Madre.
Ianthe se movió inquieto, mirando pensativo hacia la casa.
—Probablemente Madre ya tiene algún acuerdo legal por el que va a
presionar, pero no sé cómo se mantendría en Chasland. He estado en contra
de la unión desde el principio. Quizás si ambos hablamos con ella, decidirá
que no vale la pena.
Ysbeta le dio a Ianthe una mirada escéptica.
—¿Crees que puedes darle a Madre tu mirada de grandes ojos
inocentes y ella abandonará sus planes para casarme con un patán inculto
con corbata?
—Bard no es tan malo.
—Todos son iguales. No quiero casarme con él. No quiero vivir aquí.
—Discutiremos por la felicidad de su hija —dijo Ianthe—. Eso importa
para algo.
—Debería —refunfuñó Ysbeta.
—Siento tener que dejarlas —dijo Ianthe—, pero tengo que ir a la sala
capitular.
—¿Y te llevarás a Beatrice contigo? —preguntó Ysbeta—. Sería más
sencillo. Pueden hablar de otra cosa.
Un pequeño escalofrío dichoso recorrió la piel de Beatrice.
—Aún no hemos terminado nuestro juego. ¿No deberíamos terminarlo?
—Ya he visto suficiente —respondió Ysbeta—. Nos asociaremos para el
torneo de caridad de obstáculos. Nadie nos ganará. Vuelva mañana y
practicaremos.
—Te veré pronto en casa —dijo Ianthe—. Estoy seguro que el carruaje
está listo.
***
El carruaje de Ianthe estaba esmaltado en turquesa, la parte trasera
del carruaje estaba cubierta por una pintura de barcos de vela haciendo sus
actividades. Unos castaños de patas largas y relucientes se encontraban
enganchados al alto vehículo de dos ruedas, parados inmóviles para los
mozos de cuadra que los cepillaban hasta que sus pelajes relucieran.
Estaban recién salidos del establo, de modo que los caballos que llevaron a
Ianthe de regreso a Lavan House estaban descansando en alguna parte.
¿Cuántos caballos tenían?
—¿Le gusta? —preguntó Ianthe en su lengua.
Beatrice respondió en Chasand con gratitud.
—Es un buen carruaje. Lo mejor que he visto en mi vida. Y son unos
caballos preciosos.
—Y rápidos. —Ianthe la ayudó a subir al asiento alto—. ¿Lista?
Ella se alisó las faldas y asintió.
—Sí.
Ianthe saltó al asiento del conductor y puso a los caballos a galope. El
carruaje bien equipado solo se sacudió un poco mientras recorrían el largo
camino hacia Meryton Highway.
—Lamento tener que apurarme —dijo Ianthe—. La situación en
Meryton es profundamente desagradable.
Beatrice no quería pensar en eso, pero se estremeció. Era horrible. Esa
pobre chica, que nunca tuvo la oportunidad…
—¿Cómo han llegado a esto?
—Tenía razón. No sabían que era una hechicera —dijo Ianthe—. No
hasta que los incendios tendieron a comenzar alrededor de su hija.
Explicaron que su propia casa se incendió por una chimenea sucia y
esperaban que se le pudiera enseñar a la niña.
—Es tan triste —dijo Beatrice—. Pero entiendo por qué intentaron
ocultarlo.
Ianthe negó con la cabeza y dejó que los caballos frenasen a un trote.
—Si es así, explíquemelo.
—¿Ha pasado mucho tiempo con bebés?
—En realidad, no.
A decir verdad, no había esperado que lo hubiera hecho, incluso si los
hombres Llanandari tenían fama de ser maridos y padres indulgentes.
—Incluso cuando no son suyos, sabe que hay que protegerlos. Es un
bebé. Dependen de usted para todo: comida, limpieza, comodidad, y usted los
ama. No puede evitarlo. ¿Qué edad tiene la niña? ¿Tres?
—Casi cuatro —respondió Ianthe—. Mantuvieron a esa nacida del
espíritu oculta más tiempo que la mayoría…
—Pero para cuando el niño tiene dos años, la familia está
perdidamente enamorada.
—¿Amor? Pero los nacidos del espíritu son monstruos.
—Pero comienzan como bebés —dijo Beatrice—. Bebés indefensos,
adorables e inocentes. La familia ha tenido tiempo de vincularse con ese
bebé, y si parece extraño, es solo que su hijo es precoz.
Ianthe pasó a toda velocidad junto a un vagón que avanzaba
pesadamente por la carretera.
—Porque no se puede saber hasta que tienen la edad suficiente para
caminar y empezar a hablar.
—Exactamente. Y la familia no es estúpida. Sabe lo que está pasando.
Sabe lo que se debe hacer, pero no enfrentan la verdad deliberadamente
porque ese nacido del espíritu es su bebé. Y si son lo suficientemente
cuidadosos, lo suficientemente amorosos, pueden detener lo inevitable.
—Eso es terrible.
—Es horrible.
Ianthe soltó las riendas y dio un galope. Bendleton se acercaba más, las
torres de la sala capitular visibles desde un terreno más alto. El tráfico se
hizo más denso y condujo alrededor de carros y vagones moviéndose más
lentamente, con expresión pensativa.
—Esto no sucede en Llanandras —dijo Ianthe—. A todos los niños no
nacidos de magos se les hace una prueba de potencial mientras están en la
escuela…
—Chasland no tiene educación infantil obligatoria.
—Podría despotricar sobre esa práctica retrógrada durante una hora, y
aún tener aliento para empezar con otra —murmuró Ianthe—. Y por eso las
brujas débiles terminan en esta terrible situación.
—Es raro. Las brujas son tremendamente valiosas.
Ianthe no reaccionó al amargo giro de su voz.
—Pero como nadie examinó a esta pobre chica, voy a la catedral a
buscar un abogado. Y luego voy a galopar de regreso a Meryton, de modo
que podamos examinar a la niña y a la madre, y después…
Beatrice se miró las manos dobladas sobre su estómago.
—Y después tienen que morir.
—La ley Chaslander culpa a la madre por asociarse con fuerzas que es
incapaz de controlar. Las quemarán vivas para mañana. Es monstruoso. Es
un destino terrible para una hechicera.
—Todos son destinos terribles —murmuró Beatrice.
—¿Disculpe? —preguntó Ianthe—. ¿Qué quiere decir?
Se giró para mirarlo.
—El talento para la hechicería en las mujeres es una maldición,
cuando debería ser una bendición.
Debería haber respondido evasivamente con un comentario inocuo,
haber dicho que no era nada. Debería haberle mentido de la forma en que le
mentía a todo el mundo. Era demasiado tarde. Había dicho la verdad, y él
retiraría su interés. Eso es lo que debería querer. No podía casarse. Pero
tembló, anticipándose a su desaprobación, y deseó poder retractarse de todo.
—Pero la hechicería es maravillosa —dijo Ianthe—. ¿Cómo puede ser
una maldición?
—Me equivoqué. Mis disculpas.
—No creo que lo hiciera. —Ianthe redujo la velocidad de los caballos y
se volvió para estudiarla—. Ya ha sido reveladora sobre el asunto de los
nacidos del espíritu. Por favor, dígame por qué considera que la hechicería
es una maldición.
Beatrice buscó palabras. Necesitaba exactamente las correctas, para
poder hacer su punto sin ofender.
—La hechicería en sí no es el problema.
—Entonces, ¿cuál es?
—Es ser una mujer con hechicería —respondió Beatrice—. Imagine que
es considerado demasiado débil e incapaz de aprender las magias
superiores, pero eso ni siquiera importa, porque su valor como hechicera
está en su útero.
—Pero no es así como lo hacemos en Llanandras —dijo Ianthe—. Los
Chaslanders y el resto de los norteños, simplemente encierran a las mujeres
dentro de un collar durante todo el tiempo e ignoran las formas en que uno
puede planificar un embarazo. Las mujeres Llanandari solo usan el collar
protector cuando están de hecho embarazadas.
¿No los usaban constantemente? El uso casual de Ysbeta del
encantamiento sobre el abanico tenía más sentido ahora.
—Eso es mucho más sofisticado —dijo Beatrice.
—He intentado explicárselo a los Chaslanders, pero no escuchan.
Honestamente, creo que es una barbarie.
Ianthe tenía razón: Chasland, con sus altos maderos robustos y sus
vetas profundas de metales preciosos y gemas, tenía mucha riqueza y poco
progreso social, pero las palabras de Ianthe se sintieron un poco presumidas.
—¿Las mujeres Llanandari se unen a la sala capitular?
—Las mujeres no hacen la magia superior que enseña la sala capitular
—respondió Ianthe, y se encogió de hombros—. Se necesitan años de
estudio, y hay que empezar joven. ¿Qué mujer sabe que no desea los
impulsos más naturales del mundo a los diez años?
Beatrice contuvo el impulso de espetar.
—No puedo contestar eso, ya que nadie tiene la costumbre de
preguntar a las niñas de diez años lo que quieren. E incluso si alguien lo
hiciera, en realidad solo hay una respuesta aceptable.
—De acuerdo —dijo Ianthe, y dio paso a un carruaje más rápido
galopando hacia Bendleton—. ¿Qué quería cuando tenía diez años?
—Magia —respondió Beatrice—. Quería responder a la llamada de la
Magia Superior. Quería ser una iniciada en la sala capitular, copiando
minuciosamente pasajes de libros en mi propio libro común. Quería un
patrocinador. Quería aprender Mizunh y todos los signos y sellos para
llamar a los espíritus y… quería magia, y todos me dijeron que no podía
tenerla.
Ianthe se humedeció los labios y desvió la mirada.
—No es tan simple como eso.
—Entonces ¿por qué?
Los hombros de Ianthe se levantaron.
—En realidad, no se supone que deba decirlo.
—Más secretos de su hermandad. ¿Pero hay una razón real por la que
las mujeres no pueden aprender las magias superiores?
—Muy bien —dijo Ianthe—. Le diré todo lo que pueda, ya que tengo el
privilegio de su amistad. Pero todo esto se acerca mucho a cosas que no
puedo decirle, por mis juramentos de iniciación.
—No le pediré que rompa su juramento —dijo Beatrice—. Sé que no
puede. Pero, ¿cuál es la razón por la que las mujeres no pueden hacer la
prueba?
—Porque en el momento en que tuviera que ponerse un collar
protector, su conexión con su espíritu superior se perdería. Y solo podría
unirse a otro si aún tuviera menos de veinticinco años.
—¿Por qué?
—Honestamente, no creo que nadie lo sepa —dijo Ianthe—. Existe la
hipótesis de que se cruza entonces el umbral del crecimiento al
envejecimiento, pero esa es la mejor suposición que prevalece.
—Pero si tiene los medios para permitir que una mujer controle su
propia fertilidad y planifique su familia, ¿por qué no podría entrenar,
casarse, tener un hijo o dos y luego unir un espíritu mayor antes de que sea
demasiado adulta para la terrible experiencia?
—Porque tiene que ir a la prueba final con un espíritu menor atado —
dijo Ianthe—. Y debe tener el pacto con un espíritu menor para portar las
armas de la rosa. Si pierde el vínculo, se le quita el rango.
—¿Eso pasa?
—Es un castigo severo —dijo Ianthe—. Personalmente, nunca he
presenciado su realización. Pero el castigado debe ponerse el collar durante
un mes o un año, y cuando se lo quita, tiene que empezar de nuevo la
carrera. Es una gran vergüenza que le quiten el título.
El corazón de Beatrice se hundió cuando la posibilidad, brillante con
promesa, se atenuó y se apagó.
—Entonces, el dispositivo que las mujeres deben usar para la
seguridad de sus hijos es un instrumento de castigo para los hombres en la
sala capitular. Podría pasar mucho tiempo enojándome pensando en eso.
—No la culpo en absoluto, y no voy a objetar la intención de cada uno.
También me ha molestado antes.
—Así que, una mujer perdería su derecho a reclamar la rosa si tuviera
hijos. ¿Y si atar el espíritu fuera suficiente? ¿Si todo lo que tuviera que hacer
fuera demostrar que puede hacerlo?
Ianthe negó con la cabeza.
—Necesita el espíritu atado para el ritual.
—¿Por qué?
—Eso es un secreto. Quiero decir que no sé la respuesta, porque aún no
he hecho ese ritual —explicó Ianthe.
Beatrice se desplomó.
—No hay forma de que una mujer pueda responder a las demandas de
la familia y la magia.
—Pocos magos tomarían a una mujer como estudiante,
independientemente —dijo Ianthe—. El estudio de la Magia Superior es un
legado. Una vez que me convierta en mago, me enfrentaré a novicios cuyo
progreso y éxito en los misterios se reflejen en mi posición y reputación en la
sala capitular. Enfrentar a un novato que no complete la Prueba de la Rosa
lo suficientemente pronto, o ni siquiera en absoluto…
—Haría que el mentor pierda el respeto.
—Exacto. —Ianthe incitó a sus caballos, empujándolos al trote—.
Entonces, si una mujer que estudia la Magia Superior cambia de opinión
sobre lo que quiere una vez que tenga la edad suficiente para dejar de lado
los deseos infantiles y aceptar el camino de la feminidad…
—Deseos infantiles —repitió Beatrice.
Ianthe continuó, asintiendo a un conductor que le abrió el paso.
—Ningún mentor quiere ver a su iniciado fallar a la altura de su
verdadero potencial. No quieren preguntarse qué calibre de maga podría
haber sido su novata, si no hubiera renunciado a ello por una familia… y
sería una niña rara que nunca maduró lo suficiente como para convertirse
en mujer.
—Está equiparando el tener hijos con la madurez —dijo Beatrice—.
Que una mujer que no quiera tener hijos no es de hecho una adulta.
—Los adultos, hombres y mujeres por igual, continúan el legado de sus
familias. Un hombre que nunca se casa y tiene hijos tampoco ha madurado.
La brisa cambió, llevando el aroma de las flores de cerezo a sus
espaldas.
—Pero no llamamos thornbacks a los hombres solteros. No
murmuramos sobre lo infeliz que debe ser para nunca haber atrapado a un
cónyuge…
—Pero un hombre soltero no puede asumir la dura prueba de la orden
—dijo Ianthe.
—¿Por qué no?
—El juramento —dijo Ianthe—. Me estoy acercando demasiado a
decirle lo que no debo.
—¿El juramento dice que tiene que estar casado? ¿Hay una razón
mágica para eso?
—Si lo hay, no lo sé. —Ianthe empujó el carruaje alrededor de un
vagón moviéndose lentamente—. Pero está en el juramento. Sin importar
qué tan rápido haya aprendido o qué tan fuerte sea su potencial. Los magos
son hombres casados. Así que, hay una sanción social.
—No mucha.
—Quizás no —dijo Ianthe—. Y como dije, ningún esposo Llanandari
encerraría a su esposa con un collar protector día tras día. Tampoco tendría
tantos hijos con su esposa que estuviera enterrada bajo bebés durante la
mayor parte de su vida. Las esposas Llanandari tienen libertad. Si hubiera
conocido a mi madre, vería cuánto.
—No deseo hablar en contra de su madre, pero considere esto —dijo
Beatrice—. Los maridos Llanandari permiten que sus esposas usen su
magia, pero esas esposas solo están lanzando trucos y encantamientos
rimados. No se les permite explorar su potencial como magas.
—Sí, lo hacen —dijo Ianthe—. Se lo acabo de decir. Las mujeres
Llanandari no usan collares vinculantes a menos que estén embarazadas, y
planificamos a nuestros hijos. Las mujeres pasan años sin ser protegidas
mucho antes de que terminen sus cursos. Mi madre se quitó el collar para
siempre cuando yo tenía diez años.
—Pero ella tenía más de veinticinco. ¿Su madre tiene el vínculo de un
espíritu incluso menor? ¿Podría entrenar en la sala capitular, ahora que ha
terminado de tener hijos?
Ianthe se quedó inmóvil.
—Ese no es el punto.
—Le aseguro que lo es —dijo Beatrice—. Y el matrimonio y la
paternidad como una restricción a la entrada a las órdenes superiores de la
sala capitular no es una gran restricción para los hombres.
—Pero no puede convertirse en un mago sin él.
—¿Cuántos iniciados intencionalmente solteros con suficiente
entrenamiento para tomar la prueba conoce? ¿Diez?
—No tantos como eso.
—¿Cinco?
Ianthe suspiró.
—Dos.
—¿Cree que no van a casarse?
—No. Se casarán, obtendrán su iniciación e ignorarán a sus esposas
tanto como sea posible.
—Nunca he conocido a una mujer casada que se haya dado el lujo de
ignorar a su marido.
—De acuerdo. Es injusto —dijo Ianthe—. Pero, ¿cómo podemos
cambiarlo? No hay forma de proteger a una hechicera de tener un espíritu
nacido sin el collar protector. Eso es algo que no puede negar.
—Pero nadie está buscando otra forma —dijo Beatrice—. El sistema
actual pone todas las restricciones, toda la responsabilidad y toda la carga
sobre las brujas. Los hombres no sufren ningún inconveniente. Pueden
hacer lo que quieran. Para ellos, el sistema no está roto, así que ¿por qué
buscar una solución?
Beatrice se quedó en silencio, demasiado tarde. Había ido demasiado
lejos; había dicho demasiado. Los cerezos asintieron con la brisa del océano,
cargados de cogollos aún rosados e ignorantes de lo que significaba florecer
en el costado de la calle. El aroma del mar justo detrás de las fachadas de
piedra pálida y curva de las casas se entrelazaba con la fragancia
somnolienta y dulce del néctar de las ramas de cerezo. No había forma de
retractarse. El silencio en el carruaje se asentó entre ellos, apiñándolos a los
bordes del banco. Ianthe se dedicó a conducir los caballos por Triumph
Street. Cuando hizo girar el carruaje para detenerse frente al número
diecisiete, los dedos de Beatrice estaban entrelazados con tanta fuerza que
le dolían los nudillos. Lo había arruinado. Una de las puertas que la
invitaban a acercarse ahora se cerraba lentamente. Tocó la muesca hueca en
la base de su cuello y sintió que se le oprimía la garganta.
—Señorita Clayborn —dijo Ianthe, cuando se levantó del banco del
carruaje—. Me ha dado mucho en qué pensar.
Beatrice intentó sonreír. Había dicho demasiado. Ianthe nunca volvería
a desear su compañía. Había empujado los límites y rasgado los hilos que se
habían enredado entre ellos. Un movimiento en una ventana del tercer piso
le llamó la atención, y Madre miró hacia ella y a Ianthe, con los dedos
apoyados en el collar de su garganta.
Beatrice apartó la vista. Una hija mejor intentaría enmendar lo que
había roto. Una hija mejor no habría alquilado su amistad en primer lugar.
—Me disculpo por eso. Estuvo fuera de lugar.
—Por favor, no lo haga. Planeo pensar en ello. Tiene un punto real y
válido sobre la planificación de los niños antes de aceptar la prueba. Tal vez
haya una manera de hacerlo.
Ianthe había vuelto a animarse, optimista y confiado. Beatrice intentó
sonreírle. El mundo daría paso a Ianthe Lavan, pero él querría un hijo. Y si
Beatrice tenía la suerte de los Clayborn, tendría una hija tras otra. Si su
vigésimo quinto cumpleaños se acercara sin tener un hijo varón, ¿se
contentaría sin uno? ¿Lo haría su familia?
Seguía siendo el mismo problema. Dependía del permiso de su marido,
no de su propia libertad. Pero ya había discutido lo suficiente por un día.
—Quizás la próxima generación se beneficie de ello.
—Quizás. La veré en la Mansión Foxbridge. Espero que sea tan buena
con las cartas como explicando la injusticia. —Tocó la punta de su sombrero
tricornio y sonrió—. Hasta entonces.
Beatrice permaneció de pie en el paseo, con una nueva oleada de
náuseas inundándola. La fiesta de las cartas. Lo había olvidado por
completo. Se apresuró a entrar, recogiendo sus faldas para correr escaleras
arriba. Tenía un plan que poner en práctica y no había mucho tiempo.
VI
—Bonito —gritó Nadi.
Nadi tenía razón. El frente de la mansión de Lord Powles se jactaba de
la simetría que era tan importante en las casas hermosas, y una vez dentro,
el vestíbulo de entrada de forma ovalada se elevaba al segundo piso, donde
un enorme y deslumbrante candelabro daba una cálida luz a la estatua de
pie en el centro de la habitación. Beatrice y Nadi miraron a una doncella
tallada en mármol con un brazo levantado y los dedos cruzados
elegantemente en el signo que los iniciados reconocían como una bienvenida
y una promesa de hospitalidad.
—Es hermosa —suspiro Nadi—. ¿Quién la convirtió en piedra?
—Nadie lo hizo —reflexionó Beatrice—. Es una escultura
—Tócala
—No puedo. Eso es grosero
—Reglas estúpidas. —Nadi hizo un puchero—. Tócala.
—Ese no era nuestro acuerdo. —Beatrice sonrió al lacayo que la
condujo a un salón, dejando atrás a la doncella de mármol. Se balanceó en
un cortés saludo a la compañía reunida allí, ancianos, en su mayoría.
Ysbeta Lavan descansaba vestida de azul oscuro y encaje, con los
brazos desnudos hasta el codo, de acuerdo con la etiqueta del juego de
cartas. Acunaba una copa de ponche rosa suave en una mano, y su atención
se desvió de Lord Powles para enfocarse en Beatrice.
—Aquí esta ella.
—¡Señorita Clayborn! Qué excelente momento. Una mesa está a punto
de abrirse —dijo Lord Powles—. Como estoy seguro de que ya se habrá dado
cuenta, Ianthe ganó la persecución alrededor del oblongo y, por lo tanto, es
su compañero esta noche.
Ianthe hizo una reverencia. Beatrice calmó su aliento. Iba a jugar con
él a las cartas y se esperaba que conversara, y cada vez que lo mirara,
recordaría cómo se había burlado de su orgullo por la permisividad de su
cultura hacia las brujas y la declaró insuficiente.
Esta iba a ser una noche terriblemente incómoda. Ella le sonrió y
murió por dentro con el rubor que recorrió sus mejillas.
—Felicitaciones, Sr. Lavan.
—El honor es mío. —Ianthe estaba a su lado en un suspiro, oliendo
deliciosamente a madera dulce y flores primaverales—. ¿Juega a las cartas a
menudo?
—En familia, en días de lluvia. Por botones.
Ianthe asintió como si no esperara menos.
—¿Un botón por punto?
—Sí.
—¡Excelente! Es lo mismo aquí. Aunque no estamos jugando por
botones. —Se rio Ianthe—. La apuesta es diez coronas por punto.
Beatrice trató de no ahogarse. Padre le había dado cincuenta coronas.
Podría perder eso en una sola pizarra, podría perder eso en una sola mano.
—Oh. Solo traje...
—No se preocupe —dijo Ianthe—. En realidad, no ponemos dinero en
efectivo sobre la mesa. Eso es para los infiernos de cartas. Usamos vales y
pagamos el costo al día siguiente. ¿Quiere un ponche?
—¡Sí! —gritó Nadi—. Y dos más.
—Gracias. Ponche estaría bien —dijo Beatrice.
Bebió un sorbo, como debería hacer una dama, y el néctar se mezcló
con el aroma de la flor de saúco y la ginebra de hierbas destilada limpia con
un tinte de quinina. Era frío y refrescante, y Beatrice atrapó un pequeño
guijarro de hielo entre sus dientes.
—Necesitas beber tres —dijo Nadi—. Ese es el trato. No dijiste que el
guapo Ianthe estaría aquí. Bésalo de nuevo.
Nadi también habría forzado el asunto, si Beatrice lo hubiera dejado.
—Tres tazas de ponche. —Le recordó a Nadi—. La vista del amanecer.
La playa descalza. Ese es nuestro trato.
Lord Powles le ofreció el brazo a Ysbeta y le abrió el camino hacia un
espacioso salón de baile, casi tan grande como el salón de actos. Los
ancianos se reunieron en un lado del salón y los jóvenes en el otro. Los
jóvenes se habían quitado las chaquetas y llevaban las mangas remangadas
hasta los codos, las manos escrupulosamente por encima de la mesa,
depositando cartas para ser recogidas como bazas. La conversación zumbaba
mientras los jugadores seguían charlando mientras cuidadosamente
esquivaban los temas prohibidos en las cartas. Una mesa estaba vacía, y
Beatrice pasó junto a jugadores con pilas de fichas de papel junto a sus
poncheras. Cada una de esas fichas representaba al menos diez coronas.
Oh, cielo. ¿Cómo iba a escapar ilesa de las mesas?
Ianthe la ayudó a sentarse. Ysbeta, en su lado izquierdo, se inclinó
para murmurar:
—Siento mucho esto. —Mientras Ianthe y Lord Powles tomaban
asiento—. Te espera una paliza.
Beatrice la miró, pero Ysbeta ya estaba barajando las cartas, el cartón
encerado moviéndose musicalmente. Le tendió el paquete a su hermano.
—Corta.
Adentro, Nadi se estremeció. La piel de Beatrice se enfrió y se
estremeció cuando la magia del espíritu la inundó.
—¿Ansiosos, verdad? —Ianthe cortó las cartas y pronto Beatrice tomó
su mano, asombrada por las caras pintadas de los palos que llenaban su
mano. Contó una sola rosa. ¿Qué eran los honores?
—El palo de Sheldon —anunció Ianthe mientras Bard encendía un
cigarro perfumado. Beatrice calculó. El palo de honores era el de los
bastones y Beatrice tenía el as, la reina y cuatro puntos, con cartas de otro
palo. Podría matar la mesa con esta mano.
Acomodó su mano y le sonrió a Ysbeta.
—Adoro ese color. Estás hermosa en él.
Powles lideró con el rey rosa. Oh, pobre Sheldon. Descartó su siete y
miró a Ianthe, quien ignoró la carta para sonreír a Beatrice.
—Es una fórmula secreta —dijo—. La gente ha intentado infiltrarse en
nuestros tintoreros para conocer el secreto de su viveza.
—Es mágico —dijo Nadi—. Lo puedo oler.
—¿Alquimia?
—Sí.
Ianthe vestía el mismo azul profundo y claro, salpicado a mano con hilo
dorado y prodigado en los botones con volutas doradas.
—Creo que el color te quedaría genial, Beatrice —dijo Ysbeta.
—Efectivamente —estuvo de acuerdo Ianthe, mientras lograba la baza
y colocaba las cartas capturadas boca abajo junto a su codo—. Me gustaría
verla en él.
Con esa notable declaración, Ianthe lideró con el rey de palos.
—Le gustas.
Lo hacía. Todavía lo hacía, incluso después de que ella desatara su
polémica. Debería haber sido fríamente educado en el mejor de los casos,
pero la miraba con una sonrisa medio oculta que se ensanchaba cada vez
que sus ojos se encontraban. Se encontraron ahora, y los ojos de Ianthe
brillaron como la luz de las estrellas en el agua oscura de la noche. Hizo que
su piel brillara con calidez.
Beatrice sonrió y dejó caer su honor más bajo en la baza.
—Creo que podría ser un tono difícil. ¿Es la técnica alquímica?
Ysbeta sonrió y se llevó un dedo a los labios.
—Secreto.
—Disfruté de la alquimia —dijo Bard—. Fue el mejor curso de la
escuela. Contiene maravillas que coinciden con cualquier invocación. No
debería dejar que Gadaran me oiga decir eso.
Ysbeta miró las cartas y se mordió el labio con cuidado. Beatrice e
Ianthe acumulaban cuatro puntos en su victoria. Dividida entre ellos,
Beatrice había ganado veinte coronas la primera mano.
—¿Quién es Gadaran? —preguntó Ysbeta.
—Un espíritu menor del conocimiento, digno del hijo de un ministro —
dijo Bard a través de una nube de humo—. Yo era el estudioso. A diferencia
de tu hermano, cuyas mejores notas están en el campo de los peligros. Pero
si dieran evaluaciones por diversión, Ianthe sería una leyenda.
Un ramo de cartas de palo rosa recibió a Beatrice en su siguiente
mano. Ella las organizó y preguntó:
—¿Era un bromista?
—Puso a toda la clase a la defensiva —dijo Bard—. Una vez, Ianthe
hizo que los bolígrafos de todos bailaran en el aire en los exámenes finales, y
luego los mezcló para que ningún propietario original tuviera su bolígrafo.
—Eso suena como una broma benigna —dijo Ysbeta, frunciendo el ceño
mientras Beatrice lideraba con el as de espadas.
—No fue tan benigno para las personas que habían grabado
mágicamente en sus bolígrafos las respuestas a la prueba. —Ianthe captó su
intención y lanzó espadas de nuevo, quitando cartas de honor fuera de
juego—. Alguien que no me gustaba estaba haciendo trampa, y disfruto de la
justicia.
Beatrice tomó su ponche.
—¿Que le sucedió?
—No pasó la prueba —dijo Ianthe—. Un destino legítimo por hacer
trampa. Y solo malestar general.
Beatrice asintió, sonrió y siguió jugando, con la mandíbula y la
garganta apretadas.
Ganaron otras veinte coronas. Y otras quince, luego diez, y finalmente
un camarero trajo una segunda taza de ponche, que Nadi bebió demasiado
rápido. Hablaron de música, de la próxima presentación de The Count of
Always and Never, del Blossom Ride y la subasta de canastas…
—Se unirá a Ianthe y a mí para el almuerzo, ¿no es así, señorita
Clayborn? Estamos reclamando lugares uno al lado del otro —preguntó Lord
Powles, y así de simple, había ganado la admisión a la más alta recaudación
de la sociedad Bendleton.
—Me sentiría honrada —respondió Beatrice, e hizo un impasse en la
baza con un nueve—. Pero mi canasta tendría que ser ganada de manera
justa.
—Ciertamente lo sería —dijo Ianthe—, y la ganaré, si le place.
Ella no debería animarlo. Pero asintió y dejó caer su última carta sobre
la mesa.
—Sería un placer compartir el almuerzo con ustedes.
Ianthe y ella habían vuelto a ganar el juego y trató de no sonreír
demasiado mientras Lord Powles anotaba otra ficha.
Ysbeta la miró durante un instante demasiado largo en la siguiente
mano, mirando la segunda copa de ponche de Beatrice y la pequeña pila de
fichas que había reunido. Ella y Ianthe solo habían perdido dos veces, y
Beatrice había perdido la cuenta de cuántas coronas había ganado en este
juego a las doscientas noventa.
—Nadi, eso es suficiente por ahora. Ysbeta sospecha.
—Pero es divertido —dijo Nadi, brillando dentro de su cabeza—. ¿No es
divertido?
Oh, el juego era maravilloso. Nunca había ganado así, ni siquiera
cuando el premio era una caja llena de botones. Espera hasta que se lo
enseñara a Padre. Estaría tan sorprendido de saber que ella había ganado
tanto. ¡Podría recuperar cada moneda que Padre había gastado en su
temporada de tratos! Ella y Nadi podrían sacarlo de sus bolsillos.
—Sí —dijo Nadi, moviéndose de felicidad—. Necesitas a Nadi. Podemos
ganar y ganar y ganar.
Su mano salió disparada y tomó la copa de ponche:
—¡Nadi!
—Dijiste tres.
Su cabeza se inclinó hacia atrás, drenando los restos. Era encantador.
Dulce y complejo, y eso la hizo suave y risueña por dentro. El ponche de flor
de saúco era maravilloso. Recogió sus cartas y dejó la copa en su platillo,
boca arriba, indicando que se volviera a llenar.
—No tan rápido —dijo Beatrice—. Solo queda una para toda la noche.
—Señorita Clayborn —dijo Ysbeta—. ¿Saldría a los jardines conmigo?
De repente me siento mal y el aire sería reparador.
—Pero acabamos de repartir… —Beatrice dejó su par de reyes—.
Quiero decir, por supuesto que lo haré, señorita Lavan. El aire,
absolutamente. Necesita aire. Yo también. ¡Sí! —Rio—. ¡Aire, de acuerdo!
Muy necesario, ¿no es así?
—Muy necesario —repitió Ysbeta.
Beatrice recogió sus fichas y se las metió en el bolsillo. Ysbeta le ofreció
el brazo y abrió el camino hacia el exterior. Pero Ysbeta dijo que no se sentía
bien, ¿no debería ser Beatrice quien la guiara? ¡Era absurdo!
Se rio, una risa vertiginosa y burbujeante que llamó la atención de
otros jugadores de cartas. El paso de Ysbeta se aceleró y pronto estuvieron
en la fresca caricia del aire del océano, perfumado por el nabo marino y la
prímula. Beatrice respiró hondo y Nadi se rio de alegría.
Ysbeta siguió avanzando, bajó las anchas escaleras de piedra de la
terraza hasta el sendero del jardín pavimentado con conchas, brillando de
blanco bajo la luz de la luna, los fragmentos fracturados crujiendo bajo sus
zapatos de satén. Arrastró a Beatrice exactamente como lo haría Harriet,
para apresurarla a ver esto o aquello, y Beatrice se detuvo, deteniendo el
avance de Ysbeta de un salto.
—No tire de mí —dijo Beatrice—. No me gusta.
—No me hable de lo que hace y no le gusta. —El susurro áspero de
Ysbeta se elevó por encima del susurro de las ramas en lo alto—. ¿Tiene idea
de lo que la podría pasar si la descubren haciendo trampa?
Beatrice jadeó.
—¡Señorita Lavan! ¿Cómo pudo…?
—Está acogiendo en este momento —dijo Ysbeta, sacudiendo el brazo
de Beatrice—. No finja que no lo hace. Soy buena en Honors Taken. Nadie es
tan bueno como usted en la mesa a menos que estén haciendo trampa
mediante juegos de manos o magia. Lo hizo, ¿no es así? ¿Qué trato hizo para
tener suerte en las cartas?
—Yo… —empezó a decir Beatrice, pero Ysbeta volvió a sacudirla y le
dio vueltas la cabeza—. ¡No lo haga!
—¿Por qué lo hizo? —Ysbeta soltó la muñeca de Beatrice, eligiendo en
su lugar acariciar su brazo—. Sabe lo que podría pasar, ¿por qué
arriesgarse?
Esta repentina ternura era demasiado. Beatrice se estremeció. Una
bola de espinas atrapada en su garganta. Se le llenaron los ojos de lágrimas
e Ysbeta hizo ruidos tranquilizadores y silenciosos, acariciando su brazo
desde el codo al hombro.
Beatrice se estremeció, tratando de contener todo, porque si no lo
hacía, le gritaría al cielo. Patearía las prímulas hasta que estuvieran
muertas. Querría que algo se rompiera, se rasgara, golpeara.
—Puede decírmelo —susurró Ysbeta—. Tiene mi secreto. Déjeme tener
el tuyo.
Estalló, una gran presa rota por un sollozo.
—Padre ha gastado todo en esta temporada de negociaciones —confesó
Beatrice—. ¡Todo! Hipotecó nuestra casa. ¡Hundió su capital principal! Si
volviera a casa con más deudas...
—¿Deudas? —preguntó Ysbeta—. ¿Cuánta deuda?
Ella no debería decirlo. Pero Ysbeta no lo diría, ¿verdad?
—No sé exactamente cuánto. Pero ha empeorado estos últimos meses.
Los ojos de Ysbeta se volvieron agudos.
—¿Invirtió en la expedición de las orquídeas hace unos meses?
Los ojos de Beatrice se llenaron de lágrimas. Apretó los puños.
—Nos dijo que no nos preocupáramos. Dijo que no había necesidad de
preocuparse. Él dijo…
—Perdió todo tratando de sacar provecho de la moda. —Ysbeta la tomó
en sus brazos, colocando la cabeza de Beatrice en su hombro—. Y ahora
depende de usted, ¿no es así? Necesita un marido que compense el golpe a
las fortunas Clayborn.
No lo haría. ¡No lo haría! Necesitaba aliarse con un espíritu más
grande. Necesitaba pasar la prueba, convertirse en maga, y luego todo
estaría bien, al final...
Pero Beatrice no podía dejar de llorar, y Ysbeta no dejaba de acariciar
su cabello.
Pasos crujieron en el camino pavimentado.
—¿Ysbeta? Ysbeta, está bien. Sé lo que pasó —dijo Ianthe—. Señorita
Clayborn, lo siento muchísimo. Quédese quieta.
Beatrice se tragó un sollozo y miró a Ianthe, quien tenía una expresión
de profunda preocupación en su rostro. Oh, ella debía verse horrible. Roja y
con manchas y...
Jadeó cuando él posó su mano directamente sobre la hinchazón de sus
pechos, empujó la mitad de su corpiño gracias a la mano de Clara apretando
sus correas. Pero su toque se sintió dentro de ella de alguna manera,
hundiéndose debajo de la piel y la carne para envolver a Nadi.
—¡No! ¡No! ¡Beatrice, ayuda! ¡Ayuda a Nadi! ¡Ayuda!
Todo su cuerpo se estremeció cuando Nadi intentó huir del toque de
Ianthe, todavía gritando.
—¿Que está…?
—Silencio —dijo Ianthe, y apretó la mano en un puño, arrojándola
hacia atrás.
El grito de Nadi resonó en su interior cuando Ianthe se lo arrancó.
—Ahí —dijo—. ¿Está bien?
***
¿Estaba bien? Él acababa de atraparla haciendo trampa. Tenía pruebas
de que ella había estado practicando invocación avanzada, pero Ianthe la
agarró por los hombros y la miró con profunda preocupación e inquietud.
Debería estar arrastrándola ante el anfitrión, y luego hacia su padre, ¿por
qué no se acababa su mundo?
Ianthe la miró a los ojos.
—Señorita Clayborn, escúcheme. Ese extraño sentimiento que se
apoderó de usted, como si su piel estuviera demasiado llena y no tuviera el
control de lo que hacía, era un espíritu. Estaba poseída. Lo siento mucho,
pero está bien. Nadie más se dio cuenta; está a salvo.
¿Ella estaba qué?
—¿Qué hizo?
—Lo desterré. Lo siento mucho, señorita Clayborn. Eso nunca debería
haberla pasado.
Cielo, su ingenio la había abandonado por completo. Volvió la mirada
hacia Ysbeta, quien le dio una mirada que mostraba el blanco alrededor de
sus ojos de medianoche.
—Así que eso es lo que era —dijo Ysbeta, componiendo sus rasgos—.
Pensé que se había estado comportando de manera extraña, bebiendo todo
ese ponche… pero ¿es cierto, Ianthe? ¿Alguien le echó un espíritu?
Eso no era cierto en absoluto, pero Ysbeta saltó a la explicación de
Ianthe sin un murmullo.
—Eso es exactamente lo que pasó. —La boca de Ianthe era una línea
sombría—. Alguien quería deshonrar a la señorita Clayborn para sacar a la
competencia del camino.
—¿Qué?
Beatrice e Ysbeta dijeron la palabra en el mismo instante e Ianthe hizo
una mueca.
—No debería chismorrear —dijo Ianthe—. Pero soy objeto de una
competencia bastante agresiva.
—Oh no —dijo Ysbeta, perfectamente inocente.
—De hecho —respondió Ianthe—. Eliza Robicheaux y Danielle
Maisonette han declarado que serían ellas las que atraerían mi interés.
—Qué irritante debe ser —murmuró Ysbeta—, que la gente decida que
eres un premio para tomar, sin siquiera molestarse en pedir tu opinión.
—¿Qué es eso…? Oh —dijo Ianthe—. Le debo una disculpa, señorita
Clayborn. No le preguntamos si le interesaba que apostaran por su
compañía. No tenía ni idea de lo irritante que era. Lo siento.
Beatrice parpadeó.
—Yo... gracias por su disculpa. La acepto. Pero, ¿qué tiene esto que ver
con mi posesión?
—La prometo que se lo explicaré, si mi hermana decide no interrumpir
con sus comentarios —dijo Ianthe.
—Oh, por favor no dejes que te distraiga, querido hermano. —Ysbeta
estaba sonriendo ahora y Beatrice miró hacia otro lado. ¿Era gracioso esto?
¿Era una broma?
—Intentaré que sea breve —dijo Ianthe—. Me he encontrado con cada
una de las mujeres varias veces esta semana, por casualidad, afirmaron.
—Espera —dijo Ysbeta—. ¿Esa mujer del sombrero exagerado? ¿La del
café? ¿Esa es Danielle Maisonette?
Ianthe suspiró.
—Ysy.
—Lo siento. Sigue.
Desvió la mirada hacia un lado y levantó los hombros a medida que se
desarrollaba la historia.
—El hermano de la señorita Maisonette está aquí. Creo que esperó
hasta que hubiera bajado su protección de los espíritus bebiendo. La
sensación del espíritu tomando residencia se habría sentido como un
síntoma de la bebida. Entonces podría simplemente mirar mientras el
espíritu ganaba el control y se deshonraba ante todo el grupo. Habría sido la
comidilla de Bendleton.
Era un plan cobarde, si hubiera sido verdad. Beatrice se habría sentido
completamente avergonzada, sus perspectivas se desvanecerían por
completo. Su familia habría regresado derrotada a Riverstone, hipotecada, y
Padre descubriría que sus contactos y oportunidades se habían desvanecido
ante el escándalo. Ianthe estaba enojado por ella, y el cuello de Beatrice se
sonrojó cuando Ianthe le explicó todo como si fuera una víctima inocente.
Quizás pensó que era demasiado honorable para convocar a un espíritu
de suerte y hacer trampa en las cartas. Quizás pensó que era demasiado
ignorante. Beatrice tembló. ¿Por qué no podía ser astuta? ¿Por qué no podía
ser deshonesta?
Era astuta. Era deshonesta. Y ella iba a salvar su propio pellejo, y
dejaría que Ianthe creyera lo que quería.
Beatrice abrió mucho los ojos.
—¿Alguien haría eso? Que horrible.
—Pero no pudo haber sido Robicheaux, por supuesto —intervino
Ysbeta—. Es mundano.
—No puedo acusar a ninguno de los dos, por el bien de Beatrice —dijo
Ianthe—, pero no tengo ninguna razón para darle la bienvenida a la
compañía de Maisonette, y no lo haré.
—Yo tampoco —dijo Ysbeta—. Ese sombrero era espantoso.
—Me temo que nuestra velada ha terminado —dijo Ianthe—. ¿Pero
sería un honor acompañarla a casa, si no le importa la distancia?
—La distancia no es tan grande —dijo Beatrice—. Ysbeta, ¿no la
importa caminar?
—No es ni una milla —dijo Ysbeta—. Y me encantaría escapar de este
lugar. Retirémonos.
Rodearon la casa e Ysbeta pasó junto a ellos a paso rápido. Beatrice
apresuró sus pasos para mantener el ritmo, pero Ianthe la agarró del brazo
y la detuvo suavemente al tranquilo paseo que invitaba a la conversación.
—Pero…
—Ella nos está dando un poco de privacidad —dijo Ianthe—. A veces
mi hermana es considerada. Pero ahora pondremos nuestras cartas sobre la
mesa.
El corazón de Beatrice dio un vuelco en el pecho.
—¿Qué quiere decir?
—Esa historia de que Danton le puso un espíritu es una tontería. Él no
hizo semejante cosa. Está jugando con la alta magia.
Un escalofrío recorrió la piel de Beatrice.
—Y lo va a informar.
—Hablando con propiedad, debería —dijo Ianthe—. Si no fuera por
usted explicando su posición esta tarde, probablemente lo hubiera hecho sin
hablar con usted. Pero ahora…
—No sabe lo que va a hacer.
—No sé si preguntarle cómo lo logró o decírselo a su padre, por su
propio bien. Lo que está haciendo es peligroso —dijo Ianthe—. Incluso en la
seguridad y supervisión de la sala capitular, el acto de conjuración es
terriblemente arriesgado. Y lo está haciendo sola. No debe perseguir los
misterios sin un guía.
—Muy bien —dijo Beatrice—. ¿A qué sala capitular me llamará
hermano, Señor Lavan? ¿Cuál? Me presentaré de inmediato.
—Sabe muy bien que ninguno de ellos lo hará —dijo Ianthe—. Pero si
Bard la hubiera atrapado en mi lugar, estaría en serios problemas.
—Me volvería a casa en desgracia —dijo Beatrice—. Padre tendría que
ponerme un collar de protección antes de casarme. El escándalo disminuiría
seriamente mis perspectivas. Lo sé.
—¿Entonces por qué lo hizo?
—¿Qué más podría haber hecho? ¡Las apuestas eran diez coronas el
punto! Tenía cincuenta en el bolsillo. Mi familia no puede asumir los gastos
de tales diversiones.
—Podría habérmelo dicho —dijo Ianthe—. Habría asumido su deuda.
—¿Cómo iba a saber que podía divulgarle el secreto de las dificultades
financieras de mi familia?
Ianthe meneó la cabeza, reconociendo el punto.
—Después de nuestra conversación de esta tarde, quiero que pueda
contarme cualquier secreto que quiera. Si necesita ayuda, le ayudaré. Somos
amigos, después de todo. ¿No es así?
—¿Me ayudará a aprender más Magia Superior? —preguntó Beatrice.
Ianthe hizo una mueca.
—Incluso si no fuera completamente imprudente y desacertado, no
podría. No tengo suficiente experiencia para protegerla. Y no creo que tenga
el descaro de hacer lo que debe hacerse, si se enfrenta a un fracaso
catastrófico.
Beatrice se estremeció.
—¿Qué se consideraría catastrófico?
—Cuando se hace un trato, tiene que establecer términos claros. ¿Qué
trato hizo para tener suerte en las cartas?
—Tres tazas de ponche. La vista del amanecer. La playa descalza.
Ianthe pareció sorprendido.
—Es un buen trato. Un muy buen trato.
—Y como me exorcizó, ni siquiera tengo que pagarlo.
—Tenía que hacerlo —dijo Ianthe—. Cada segundo le acercaba a ser
atrapada.
—Sé que estaba concentrado en mi seguridad —dijo Beatrice.
—Y sé que no va a dejar de usar magia solo porque dije que era
peligroso —dijo Ianthe—. ¿Conjuró un espíritu secundario de la suerte?
—Menor.
—Y negoció con éxito algo tan simple —dijo Ianthe—. Ojalá hubiera
alguna forma de mantenerla a salvo. Sé que va a hacer esto, no importa lo
que diga.
—Podría denunciarme —dijo Beatrice—. No tenía que discutir esto
conmigo en absoluto.
—No deseo deshonrar a su familia. No quiero que le pongan el collar
hasta que muera. Sería un hipócrita si la condenara a esas cosas mientras
reclamo el deseo de protegerla.
—Va a dejarme ir.
—Debo —dijo Ianthe—. Pero por favor. No avance más en el camino de
los misterios. Cuando un iniciado de la rosa se entrena más, su patrocinador
no solo está ahí para instruir y asesorar.
—¿Para qué más está ahí?
—Si sucede lo peor —dice Ianthe—, su mentor tiene que contener el
daño sea cual sea el costo, incluso si ese costo es su propia vida.
Beatrice se estremeció.
—¿Eso pasa a menudo?
—El entrenamiento está para protegerlo —dice Ianthe—. Los novicios
e iniciados están protegidos y supervisados. Usted no.
Beatrice podía perderse en Nadi, quería decir. Un espíritu estaría feliz
de ponerse el cuerpo de un mago, si eso significaba que podía soltarse y
hacer lo que quisiera.
—¿Me dirá cómo protegerme?
La frente de Ianthe se arrugó.
—No debería. Pero si no lo hago, ¿no seré responsable de su desgracia?
—Un problemático dilema. Preferiría que me ayudara, por supuesto.
—Déjeme ir a la sala capitular e investigar un poco. Entonces podré
explicar más si consiente en una salida conmigo. Iba a llevar a Ysbeta a
Pigment Street, para que pudiera invertir en arte. Seguro que nos dará un
momento privado y entonces podremos hablar.
—Nunca he visto Pigment Street.
—Entonces venga con nosotros. Estaba planeando llevarla pasado
mañana. ¿Tengo entendido que ustedes dos practicarán los obstáculos
mañana?
—Sí. Vamos a ser socias en el torneo.
—Si regreso de Meryton a tiempo, sería un honor llevarla a casa —dijo
Ianthe—. Creo que necesitaré el beneficio de su conocimiento.
—¿Qué va a hacer en Meryton que le lleve a querer mi conocimiento?
No es esa pobre chica con el niño nacido del espíritu, ¿verdad?
—Es Ysbeta. —Ianthe asintió con la cabeza hacia la figura de su
hermana, caminando justo fuera del alcance del oído—. Necesito un
abogado. Debo ver si hay una manera de proteger la riqueza de Ysbeta de su
futuro esposo, y para esto necesitamos un abogado capacitado en la Iglesia,
no solo un abogado comercial. Bard es mi amigo, pero es un Chaslander de
pies a cabeza. Si protegemos la fortuna de Ysbeta, no pensará en tomarla
para sí mismo.
—¿Ysbeta se va a casar con Lord Powles, entonces?
—Eso es lo que Madre quiere —dijo Ianthe—. Traté de apelar a ella.
Pero no cedió.
Beatrice asintió y se mordió la lengua. Ianthe había sido muy
comprensivo con su búsqueda de la magia, pero no confiaba en que él se
tomara la noticia de los objetivos de su hermana con tanta facilidad.
—Estaría feliz de ofrecer toda la información que pueda.
—Entonces, ¿me permitirá llevarla a casa mañana?
—Lo espero con ansias.
—¿Y vendrá con nosotros a Pigment Street al día siguiente?
El corazón de Beatrice latía con tanta fuerza que golpeó contra su
corsé. Él lo sabía. Sabía que estaba practicando magia y la estaba cortejando
de todos modos. Había vadeado en las aguas de la marea baja, solo para
descubrir que las olas se habían cerrado a su alrededor y que la orilla estaba
muy lejos.
¿Sería tan malo si se casara con Ianthe Lavan? Tenía una forma de
dejarla sin aliento cuando no se esforzaba tanto por comprenderla. La
dejaría explorar la magia, ¿no era eso mejor que nada?
La expresión de Ianthe se desvaneció en consternación, y la respiración
de Beatrice se apretó en su pecho. Dolía. Dolía lastimarlo. Miró hacia el
paseo marítimo bajo sus pies.
—Si ya tiene un compromiso, yo...
—No, no lo tengo —dijo Beatrice, las palabras salieron apresuradas de
ella—. También disfruto del arte.
El sol salió sobre su renovada sonrisa.
—Gracias —dijo Ianthe—. Me siento honrado por su aceptación.
Caminaron hacia los escalones de piedra que conducían a la puerta
principal de Beatrice, e Ianthe se inclinó sobre su mano, presionando su
palma contra sus labios.
—Que duerma bien, señorita Clayborn —dijo Ianthe—. La veré
mañana.
—Gracias. Buenas noches, Sr. Lavan. Buenas noches, Ysbeta. Que
tengan un viaje seguro.
Esperaron hasta que el lacayo la dejó entrar y cerró la puerta.
VII
Clara se puso de pie de un salto cuando Beatrice se deslizó en su
dormitorio, agarrando la cintura de su delantal con sus manos.
—Están en casa antes de lo que esperaba.
—Había jugado suficientes cartas por una noche. —Beatrice se metió la
mano en el bolsillo y las fichas se deslizaron entre sus dedos, revolotearon
hasta el suelo de madera de duramen y aterrizaron a sus pies.
—Oh —dijo Beatrice—. Gané bastante, creo.
—¡Señorita Beatrice! Su maquillaje está arruinado, ¿estaba llorando?
—Yo… ¿Qué tan mal está?
—Tiene kohl alrededor de los ojos, tiene rayas en la cara.
—Ianthe Lavan me acompañó a casa. —Beatrice se llevó las manos a
las mejillas y las fichas se le escaparon de las manos.
—No dijo una palabra al respecto. Soy un espanto.
—Aquí, dámelas. —Clara dejó las fichas sobre el escritorio de Beatrice.
Beatrice buscó en sus bolsillos y sacó otra docena más o menos, y Clara se
las quitó de las manos antes de inclinarse para recoger el resto.
—Gané cientos de coronas, Clara. Padre solo me dio cincuenta.
¡Cincuenta! ¿Qué porcentaje de rendimiento crees que ha obtenido de su
inversión?
—Muy saludable, señorita Beatrice.
Beatrice rio.
—La isla Valdanas tiene casas de juego. Podría ir allí y hacerme rica.
Resolver todos nuestros problemas.
—Creo que puede tener dificultades con eso, señorita Beatrice.
—Quizás. ¡Ah! —Beatrice exhaló un gran suspiro cuando el corsé se
soltó y Clara le quitó la mantua de los hombros—. ¡La libertad está al
alcance!
Clara desató los tirantes de Beatrice y frotó crema de árnica sobre las
furiosas líneas rojas grabadas en su piel, calmando el dolor del rígido acero
plano que la obligaban a adoptar una forma moderna—. Sin moretones esta
vez. Y se fue temprano después de ganar una fortuna jugando a las cartas —
dijo Clara—. ¿Caminó a casa con Ianthe?
—Sí —dijo Beatrice—. Ianthe e Ysbeta Lavan fueron mi escolta.
—Harriet está muy entusiasmada con su relación con los Lavans.
—Estará fuera de sí por la mañana —dijo Beatrice.
Clara le soltó el cabello, masajeó con aceite de rosa mosqueta el rostro
de Beatrice para lavarle el maquillaje y luego la vistió con un camisón.
—La despertaré a las diez —dijo Clara—. ¿Tiene planes para el día?
—Práctica de obstáculos con Ysbeta. Pero Ianthe e Ysbeta me invitaron
a Pigment Street para el día siguiente —dijo Beatrice.
—Excelentes noticias, señorita Beatrice. La dejo con su descanso.
Buenas noches.
Clara se fue y Beatrice escuchó sus pasos cruzar la corta distancia
desde el dormitorio de Beatrice hasta el espacio estrecho y sin ventanas
donde Clara dormía. Dormiría una noche decente. Nadie había esperado que
Beatrice entrara hasta que el cielo se volviera azul con el amanecer, o
incluso con el amanecer.
Ella debería haber estado ahí fuera.
Beatrice esperó, escuchando con toda su atención hasta que escuchó los
ronquidos de Clara, y luego salió de puntillas de su habitación descalza y en
silencio. Bajó las escaleras, hasta el primer piso, donde contuvo la
respiración mientras empujaba la puerta de la terraza y caminaba sobre las
frescas baldosas de pizarra del jardín trasero de la casa adosada.
Ella corrió por el camino, haciendo una mueca de dolor por el golpe de
los guijarros en sus plantas desnudas. Corrió hacia el hueco en el seto y más
escaleras. Los pies de Beatrice se hundieron en la arena fresca y seca. Un
palo plateado yacía en el camino. Beatrice lo recogió y corrió hacia la orilla,
deteniéndose en el lugar donde la arena húmeda estaba uniforme y plana.
La columna vertebral de Beatrice hormigueó, como si la estuvieran
observando. Giró lentamente en círculo, buscando miradas indiscretas, pero
no había nadie en la orilla. Las ventanas estaban cerradas para verla a la
luz de la luna. Nadie estaba mirando.
Plantó el palo en la arena y lo arrastró mientras giraba en círculo.
Marcó cada sello con el palo, vibrando el tono correcto exactamente. La
marea se acercó más. Tenía que darse prisa. No debía cometer un error. El
aire del mar se espesó y la sugerencia de plata y azul fuego del fósforo brilló
en las marcas que había dibujado.
—Nadi, espíritu de fortuna, te conozco —susurró Beatrice—. Hicimos
un trato juntos. Te debo la arena bajo tus pies, el juego de las olas alrededor
de tus tobillos, el amanecer. Ven y toma lo que se te debe, Nadi. Ven y
recoge el trato que hiciste.
El espíritu flotaba fuera del círculo, vibrando y tenso.
—¿Por qué debería Nadi confiar en ti?
—Porque lo siento. Ianthe pensó que me estaba ayudando.
—¿Y ahora te atreves a hacer un trato con Nadi de nuevo?
—No —dijo Beatrice—. Estoy cumpliendo mi promesa. Te debo la vista
del amanecer. No quiero nada más que tratar contigo de manera justa.
El espíritu saltó hacia arriba, rígido como un rayo.
—¿Preguntas por Nadi y no quieres nada?
—Nada —dijo Beatrice—. Quiero darte esto.
El espíritu vaciló, balanceándose con indecisión.
Beatrice extendió la mano.
—Te debo esto.
—No —dijo Nadi—. Lo estás dando.
Nadi se acercó y tocó las yemas de los dedos de Beatrice. El espíritu se
deslizó bajo su piel, llenó sus sentidos y suspiró.
—Quiero correr —dijo Nadi—. Vamos, Beatrice.
Beatrice se recogió el dobladillo y pateó arena sobre el círculo de
invocación. La marea se arrastró por la orilla mientras ella corría por la
playa plana y húmeda y lavó su círculo.
***
Era demasiado brillante. La luz del día entraba a raudales por las
ventanas, y Beatrice gimió, se dio la vuelta y hundió la cabeza bajo una
almohada. Sus piernas estaban rígidas como cuero secado al sol. A Nadi le
encantaba correr, bailar y meterse en el agua fría. Vieron el cielo cambiar de
color de azul a rosa y picos de oro, enviando chispas del amanecer a través
de las olas.
—Tan hermoso —suspiró Nadi y luego se deslizó fuera de su cuerpo
cuando salió el sol. Beatrice había vuelto a entrar sin que nadie se diera
cuenta, pero ahora estaba pagando el precio de la magia y la bebida y se
había quedado despierta hasta muy tarde.
—Beatrice, la dejé dormir hasta media mañana. El desayuno ya está
servido —dijo Clara—. Vamos, siéntese.
Beatrice gimió.
—Me duele la cabeza.
—¿Otra vez? —preguntó Clara—. ¿Bebió demasiado?
—Sí. ¿No puedo tener unos minutos más?
—Me temo que no. Levántese.
—¡Beatrice! —Harriet irrumpió en la habitación con la fuerza de un
tornado—. ¿No te has levantado todavía? ¡Ya desayuné, floja!
—Está teniendo problemas para moverse esta mañana. —Clara quitó
la ropa de cama—. Siéntese en el borde de la cama.
Beatrice deslizó las piernas por el borde y se sentó.
—Mejor.
Harriet le señaló los dedos de los pies.
—¡Beatrice! ¡Tus pies están sucios!
Manchas de arena salpicaban sus empeines y ensuciaban el espacio
entre los dedos de sus pies. Volvió a mirar las rayas de arena que
manchaban sus sábanas. Pero había raspado la arena cuando regresó a la
casa, ¿no es así?
Clara se puso de pie.
—Esos pies no se acercarán a su baño. No se mueva.
Se apresuró a ir a buscar una palangana, dejando a Beatrice ante la
mirada vidriosa de su hermana.
—No podía dormir —dijo Beatrice—. Bajé a la playa.
—¿En medio de la noche? —El rostro de Harriet estaba pálido por la
conmoción—. ¿En camisón? ¿Y si alguien te ve?
—Necesitaba aire fresco. —Era la peor excusa. Las damas no corrían
por la playa a la luz de la luna. Pero se lo debía a Nadi. Ella habría tenido
que hacerlo de todos modos—. Estaba permitido fumar en la fiesta de cartas,
y mis pulmones se sentían horribles.
—¿Tu compañero de cartas fumaba?
—No, gracias al cielo. Pero Lord Powles lo hace.
—Uf. —Harriet se frotó la nariz, como si sus propios sentidos se
hubieran ofendido—. Sin embargo, deberías haberte quedado en la terraza.
Espera. ¿Jugaste a las cartas con Lord Powles?
—Mi mesa eran los Lavans y el mismísimo Lord Powles.
El rostro de Harriet brilló.
—¿Ianthe ganó el derecho a asociarse contigo? ¿Estuvo bien? ¿Perdiste
terriblemente?
—No perdí —dijo Beatrice.
—¿Cuánto ganaste? —Harriet se hizo a un lado por Clara, quien dejó
una palangana a los pies de Beatrice. El agua estaba apenas tibia, pero olía
a rosas.
Beatrice suspiró y dejó que sus pies se remojaran.
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?
—No lo conté. Es de mala educación contar tus ganancias en la mesa.
—¿No llevaste la cuenta? ¿Dónde están tus fichas?
—Sobre el escritorio —dijo Clara.
Los ojos de Harriet se abrieron cuando vio el montón. Tonó un puñado,
clasificándolos por la marca de Lord Powles y la de Ysbeta Lavan, con
expresión completamente horrorizada.
—¡Beatrice! ¿Cómo hiciste…?
Se apartó de las ordenadas y pulcras pilas de fichas, completamente en
silencio. Giró sobre un pie y salió furiosa de la habitación, cerrando la
puerta detrás de ella.
—¿Harriet? —Beatrice levantó los pies del agua, pero Clara los agarró
por los tobillos y los obligó a regresar a la palangana.
—Esparcirá el lodo por todas partes.
—Pero Harriet…
—No era tan excitable como su hermana menor, pero tenía sus estados
de ánimo. El plazo de Harriet llegará en los próximos días. Está destinada a
ser susceptible. Déjela hacer pucheros.
—Pero... —Clara no lo entendía. Harriet había adivinado cómo
Beatrice había obtenido sus ganancias, ¡y podría estar corriendo al lado de
Padre ahora mismo, contándole todo! Tenía que interceptar a Harriet. Tenía
que convencer a su hermana de que guardara silencio, ¿y Clara estaba
preocupada por sus pies?
—Está celosa, señorita Beatrice —dijo Clara, masajeando la arena
entre los dedos de Beatrice—. Tiene todo lo que ella quiere ahora mismo.
Tendrá su turno, pero esto no es fácil para ella. Tiene sueños y fantasías de
cómo es la temporada de negociaciones, y aquí está usted, siendo invitada a
fiestas privadas, como en los libros. Pero escabullirse a la playa y mancharse
los pies de arena no encaja con su imagen. Está preocupada porque cometa
un error, eso es todo.
Eso no era todo. Pero Clara tenía razón.
—Aún debería hablar con ella.
—Naturalmente —dijo Clara—. Después de su baño.
Clara secó los pies de Beatrice y la condujo al baño, donde Beatrice
flotó en la bañera cuadrada con azulejos y trató de relajarse. Cuando el aire
fresco del pasillo le cubrió la cara, se empujó hasta el borde y enfrentó la
expresión feroz y tormentosa de Harriet.
—¿Cómo pudiste? —El susurro de Harriet resonó en la baldosa—. ¿Y si
te atrapan?
—¿Que se suponía que debía hacer? —Beatrice respondió con un
siseo—. Padre me dio cincuenta coronas para la noche. Todo lo que podía
gastar, y lo que estaba en juego eran diez coronas el punto. Si no lo hubiera
hecho, ¿a saber cuánta deuda habría traído a casa?
—¡Has ganado cuatrocientas coronas, Beatrice! ¡Cuatrocientas!
—No fue una suma tan impresionante. Son ricos, Harriet. Tan ricos
que realmente no puedo entender el alcance.
—¿Y nadie se dio cuenta?
Beatrice estudió el borde embaldosado de la bañera.
—No exactamente.
La voz de Harriet se elevó.
—¿Qué?
—Baja la voz —dijo Beatrice—. Ianthe pensó que alguien me había
impuesto un espíritu para destruir mi reputación. No lo corregí.
—Él te atrapó —suspiró Harriet—. Solo la gracia del cielo te salvó, ¿no
lo ves? No puedes volver a hacer esto. Si alguien se entera...
—No puedo prometer eso —dijo Beatrice—. La temporada de
negociaciones no ha terminado. Yo podría…
—Debes —dijo Harriet—. Siempre parecerá una necesidad. Siempre
parecerá la idea correcta, pero si pensara que Padre no reaccionaría de
forma exagerada, yo...
Beatrice se levantó del agua con un gran chapoteo.
—No se lo digas.
—No lo haré —dijo Harriet—. Pero esto es peligroso. ¿Sabes por qué
nunca aprendí?
No lo sabía. Harriet nunca había querido hablar de magia superior, y
Beatrice nunca pensó que Harriet guardaría silencio sobre cualquier
ambición que pudiera tener.
—¿Nadie se ofreció a enseñarte el secreto?
—¿Te acuerdas de los Charles?
Beatrice asintió. Eran primos de Padre y habían venido a Riverstone
para tomar el aire del campo el verano pasado. Había dos niños, que
monopolizaban sus caballos de montar, y una niña, demasiado joven para la
compañía de Beatrice pero solo un poco más joven que Harriet. Habían
corrido juntas durante toda la visita, susurrándose entre sí dónde Beatrice
tenía que fingir no ver.
—Dorothy Charles me enseñó a conjurar un espíritu menor —dijo
Harriet—. Solo uno pequeño, para preguntar si llovería el día de la carrera.
Hicimos el trato con fruta para una ofrenda, y ella me dejó decir las
palabras para hacer que el espíritu viniera.
Beatrice se quedó quieta y en silencio. Harriet se estremeció.
—Nunca lo volveré a hacer.
—¿Salió mal?
—No. Funcionó perfectamente. Y la sensación de esa magia, de la
forma en que puedes escuchar el sonido más mínimo y cada olor es un
perfume fascinante y tu visión se agudiza y tu piel hormiguea con el más
leve soplo de viento, fue maravilloso —susurró Harriet—. Quise hacerlo otra
vez. Y otra vez. Hasta que estuviera exactamente donde estás ahora,
Beatrice. Tratando de tomar un bocado de lo que no puedes comer.
Harriet tenía razón. Era maravilloso. Correr por la playa con Nadi,
había corrido más rápido que nunca en su vida. Había saltado alto en el
aire, había girado y bailado con puro abandono. Liberada de tener que
refrenar los impulsos de Nadi para poder mantener la apariencia de una
dama, había sentido la gracia y la voluntad invencible del espíritu, y
durante esa hora antes de que saliera el sol y completara su trato, todo
había sido suyo. Debería ser de ella de todos modos. Pero nadie más lo
entendía. Nadie más creía que la magia pertenecía a las mujeres.
Ysbeta lo hacía. Ysbeta lo entendía. Hicieron un trato, y Beatrice
necesitaba cumplir con su parte. Le enseñaría a Ysbeta toda la magia que
conocía. Ella obtendría el uso de los grimorios de Ysbeta. Juntas,
encontrarían su libertad del collar de protección y el futuro gris que se
esperaba que aceptaran como su única opción.
—No usaré magia a menos que sea necesario —dijo Beatrice—. Lo
prometo.
Harriet la miró, moviendo la cabeza lentamente.
—Sé que crees lo que estás diciendo.
La puerta se abrió y entró Clara.
—Señorita Harriet.
—Me voy —dijo Harriet. Se bajó del taburete y se dirigió hacia la
puerta del baño—. Tienes que hacer algo con esas fichas, Beatrice.
Beatrice abrió la boca para responder, pero Harriet ya se había ido.
Beatrice no pudo apartar la mirada de ese montón de fichas mientras
Clara la vestía. La elección de hoy para la práctica de obstáculos era un
traje de andar de algodón color melocotón estampado en bloques, y Clara
sujetó el sombrero de rueda de carro a juego sobre el cabello cuidadosamente
peinado de Beatrice para que le hiciera sombra a los ojos. Tenía que darle
esas fichas a Padre. Padre las usaría para cobrar las deudas de Lord Powles
e Ysbeta Lavan, y Padre encontraría la manera de convertir la reunión en
una conexión. ¿Verdad? Oh, ¿por qué permitió que Nadi ganara tanto? ¿Por
qué no pensó?
—No se muerda el labio así, Beatrice. Va a estropear su colorete —dijo
Clara.
Beatrice liberó su labio inferior de los dientes preocupados.
—Lo siento. ¿Estoy lista?
—Es una imagen —dijo Clara.
—¡Beatrice! —El grito de Harriet subió por las escaleras—. ¡Hay un
mensaje para ti! ¡Creo que es una invitación!
—Ya voy —dijo Beatrice—. Un momento.
Beatrice tomó las fichas y se apresuró a salir antes de que pudiera
cambiar de opinión, descendiendo un tramo de escaleras hasta el vestíbulo,
donde Harriet sostenía un sobre cuadrado doblado a mano en una mano,
mostrando los dientes en una sonrisa que le partía el rostro.
—¡Es de Ellis Robicheaux! ¡Ábrelo, oh, ábrelo! ¡Tiene que ser para la
fiesta de esta noche, tiene que serlo!
—¿Cómo sabes que hay una fiesta esta noche? —preguntó Beatrice.
Deslizó el pulgar debajo del sello con el monograma y lo rompió, atrapando
los trozos de cera desmenuzados en su mano.
—Madre y yo nos enteramos cuando almorzamos en el Swan. Date
prisa —insistió Harriet.
Beatrice miró hacia el cielo antes de que pudiera detenerse, pero
desdobló el papel y encontró una invitación en relieve dirigida a su familia,
invitándolos a un baile en honor al decimoquinto cumpleaños de la señorita
Julia Robicheaux a las diez de la noche.
—¡Debemos ir! —dijo Harriet—. Se avisa tarde, pero tienes que asistir
a este baile.
—Y tenemos que combinar —dijo Beatrice—. ¿Qué piensas, los lilas?
—Ese es nuestro mejor conjunto de combinaciones. ¿Deberíamos usarlo
tan temprano? ¡Madre! —gritó Harriet—. ¡Madre, sal por favor!
Se abrió una puerta en el piso de arriba y Madre se detuvo en lo alto de
las escaleras.
—¿Qué es?
Harriet miró hacia las escaleras, su rostro brillaba de alegría.
—¡Estamos invitados al baile Robicheaux esta noche! Beatrice y yo
llevamos el lila. ¿Qué vestido te pondrás, Madre?
—¿Vestido? Pero tu padre...
—¿De qué diablos están hablando tan fuerte, señoras? —Padre estaba
de pie en la puerta de su biblioteca, donde pasaba los días estudiando la
correspondencia, media docena de periódicos y su pipa favorita. Un humo de
sabor dulce entró en el vestíbulo y Beatrice contuvo una tos que le hizo
cosquillas en la garganta.
—¡Padre, la cosa más maravillosa! Beatrice impresionó tanto en la
fiesta de cartas que tiene una invitación para el baile de cumpleaños de
Julia Robicheaux esta noche, ¡y toda la familia está invitada! Julia tiene mi
edad y entablar amistad con ella sería una excelente conexión...
—¡Esta noche! —dijo Padre—. Imposible. Tenemos un invitado.
—¿Un invitado? —respondió Beatrice.
—El inventor Udo Maasten ha dado su consentimiento para cenar con
nosotros esta noche.
¡Esta noche! ¡Qué espantoso momento! Beatrice miró a su hermana
menor, quien la miró antes de darle una bonita sonrisa a Padre.
—¡Pero rechazar una invitación de sir Gregory Robicheaux sería visto
como un desaire! Beatrice debe asistir a esta fiesta.
—Ya invité a Sir Maasten —dijo Padre—. Beatrice debe asistir a esta
cena. Es un poco mayor que los jóvenes volubles de tu círculo, querida.
Podría ser una influencia fundamental.
Un poco mayor, dijo Padre. ¿Qué significaba eso? ¿Tenía treinta años?
¿Cuarenta? Ciertamente, uno de los señores adinerados mayores trajeron
sus carteras a Chasland para la temporada de tratos. Beatrice trató de
imaginarse el matrimonio con un hombre de la edad de Padre y tragó saliva
antes de buscar palabras cuidadosas.
—La fiesta no comienza hasta las diez, así que puedo hacer tiempo
para ambos.
—Beatrice habría sido invitada antes si hubiera hecho una
presentación adecuada en el baile de la asamblea —argumentó Harriet—.
¡Pero ella no puede rechazar su primera invitación a un baile privado! Se la
considerará demasiado triste y tímida para ser la anfitriona adecuada de su
marido si no va.
—Ella tampoco pudo rechazar la invitación a la fiesta de cartas —dijo
Padre.
—Hablando de eso —dijo Beatrice—, aquí están mis ganancias de
anoche.
Padre ladeó la cabeza, con el ceño fruncido profundamente entre los
ojos.
—¿Ganancias?
Sacó la bolsa con su participación original de cincuenta coronas y una
bolsa de red que contenía las fichas que contaban sus ganancias.
—¿Qué es esto? —preguntó él, y afuera de la puerta, sonaron las
campanas del carruaje—. ¿Quién es ese?
—Ese es mi carruaje. Estoy de camino a visitar a Ysbeta Lavan, Padre
—dijo Beatrice—. E Ianthe se unirá a nosotras para jugar a los obstáculos
cuando regrese de su negocio en Meryton.
—Aún no he conocido a Ianthe Lavan —dijo Padre, mirando la bolsa de
fichas—. Y hasta ahora, no te ha visitado ni te ha extendido ningún tipo de
invitación que indique su interés.
—Me pidió que me uniera a él y a Ysbeta en un viaje a Pigment Street
mañana —dijo Beatrice. Dio un paso atrás, una, dos veces—. Tengo que
apurarme. Me están esperando, debería...
La mirada de Padre la congeló en su lugar.
—¿Cuánto ganaste?
Ella suspiró y terminó de una vez.
—Trescientas ochenta coronas.
Las lentes de lectura de Padre se le cayeron de la nariz.
—¿Cómo?
—Lo que estaba en juego eran diez coronas por punto.
—Pero debes haber ganado casi todas las manos que jugaste —dijo
Padre—. ¿Cómo pasó eso?
—Suerte. —Una pequeña risita irregular se derramó de su boca.
Después de todo, era cierto.
—¿Los Lavans y los Sheldon me deben la mitad del dinero para
financiar el alquiler de la casa, por suerte? Beatrice.
—El azar puso esas cartas en mis manos, Padre, nada más —dijo
Beatrice—. Realmente tengo que irme, están esperando.
Padre se frotó la cara y se untó la mejilla con tinta.
—Y estás de visita con la hermana de Ianthe Lavan.
—Sí. Y tengo que irme...
—¿Pero qué hay de la fiesta? —preguntó Harriet—. No ha dicho si
podemos asistir, y habrá varias chicas de mi edad. Debería aprovechar la
oportunidad para ampliar mis conexiones.
Padre permaneció impasible ante este razonamiento.
—No puedo dejar de invitar a Sir Maasten.
—Iré con las chicas —dijo Madre—. Y entonces puedes quedarte con
Sir Maasten. Su popularidad debería ser comprensible, en una temporada
con solo catorce inocentes.
—Así es —coincidió Harriet—. Por qué, si le dices que no puede
rechazar este otro compromiso, solo ayudará a aumentar su atractivo.
—Y ella está aquí de pie —dijo Beatrice.
—Puedes ir al baile esta noche, después de cenar con Sir Maasten —
dijo Padre con un suspiro. Agitó la bolsa de fichas, todavía frunciendo el
ceño—. Hablaremos de esto más tarde.
Lo que podría significar que él la llamaría a la alfombra, o que se las
arreglarían para no volver a hablar de eso nunca más. Beatrice inclinó las
rodillas y cruzó corriendo el vestíbulo, sin apenas detenerse para permitir
que el lacayo le abriera la puerta.
***
Ysbeta esperaba en un rincón lleno de sombras con su abanico que se
agitaba y otro tazón ancho y poco profundo colmado de coloridas frutas
heladas. Estaba vestida con un vestido rosa brillante, su cabello capturado
en una red de cuentas de cristal que brillaba bajo el sol. El libro estaba sobre
la mesa para que cualquiera lo viera, pero no era el volumen que Beatrice
más deseaba. La doncella que trajo a Beatrice para que se uniera a ella las
dejó solas antes de que pudiera servirle un poco de ponche.
Beatrice podría servir su propio ponche. Pero Ysbeta habló tan pronto
como tocó el pomo.
—¿Por qué es tan importante para usted convocar a un espíritu más
grande?
Beatrice se sirvió antes de responder.
—Porque es un desperdicio. Usted misma lo dijo. Mi fuerza en el poder
es notable. ¿Por qué debería tener ese poder encerrado? ¿Por qué no puedo
usarlo?
—Se puede argumentar que está actuando por una búsqueda egoísta
del placer —comentó Ysbera—. Yo busco llevar el conocimiento de la magia
fuera de los métodos de la sala capitular al mundo, de modo que no se
pierdan técnicas valiosas, una causa fuera de mí. Pero no ha mencionado
objetivos similares.
—Disfruto usando el poder. No lo voy a negar. Pero es una herramienta
que puedo usar para reparar la fortuna de mi familia. Puedo darle a Harriet
las oportunidades que no tuve. Padre puede disfrutar del consuelo y la
prominencia que anhela.
—Y será la trágica hija de espada espinada —dijo Ysbeta—. Nunca
será reconocida por sus esfuerzos.
Beatrice dejó su copa de ponche.
—Pero seré compensada por la libertad de hacer esos esfuerzos.
—El uso del poder es una recompensa suficiente para usted. ¿Son las
magias superiores realmente tan estimulantes?
—Eso y más —dijo Beatrice—. Ya verá, cuando sea capaz de mantener
los cuatro estados de fundición simultáneamente.
—Quiero hacerlo ahora —declaró Ysbeta—. Enséñeme algo real. No
rimas para bebés. Un conjuro.
—Círculo mágico primero. Y necesitamos un lugar donde escondernos
—dijo Beatrice.
—Sé exactamente dónde —dijo Ysbeta—. ¿Qué necesito, además del
libro?
—Luz —dijo Beatrice—. Tiza. Alimentos de las cocinas. A los espíritus
les gustan las cosas dulces, pero cualquier cosa sirve.
—Para la ofrenda —dijo Ysbeta. Tocó una pequeña caja con la punta
del pie—. Supuse que necesitaríamos algunas cosas. Esto servirá para la
ofrenda. —Envolvió un montón de frutas en una fina servilleta de algodón y
se puso de pie—. Supuestamente estamos jugando en la casa. Eso nos dará
una hora. ¡Quintanis!
Su voz atravesó el césped. Un hombre levantó la vista de instruir a un
joven sobre cómo podar un seto perfectamente esférico.
—¿Sí, señorita?
—La señorita Clayborn y yo jugaremos a los obstáculos esta tarde y no
queremos que nos molesten. Por favor, mantenga al personal alejado de la
mitad trasera del terreno.
El hombre, que llevaba el pañuelo verde de un jardinero jefe, asintió.
—Como desee, señorita.
—Esa es nuestra privacidad asegurada. —Ysbeta empujó su silla hacia
atrás con un fuerte ruido metálico—. Vamos.
Beatrice siguió a Ysbeta mientras pasaba junto a los setos
perfectamente recortados y los tulipanes de primavera en flor. Pasó junto a
una cancha de pelota recién cortada, la red entre los lados balanceándose en
su línea y el excelente campo de peligro donde habían jugado ayer.
Beatrice aceleró el paso y finalmente se puso a la altura de Ysbeta.
—¿A dónde vamos?
—Aquí había una casa más antigua —dijo Ysbeta—. Padre hizo que
Trenton Waterstone diseñara la nueva casa, pero dejó las dependencias en
paz. Este es el antiguo camino al santuario.
El camino descendía suavemente, pero Beatrice podía ver parte de un
techo abovedado ubicado entre los árboles. Ysbeta acomodó sus pies y corrió
la última parte del camino, y Beatrice jadeó, tratando de respirar bien en su
corsé.
Miraron el santuario. La pequeña torre privada, probablemente de
quinientos años, estaba formada por piedra tallada a mano colocada por
maestros canteros. El musgo y los líquenes florecían en las costuras; una
progresiva enredadera trompeta serpenteaba por las paredes redondas.
Ysbeta las condujo al interior del espacio, con musgo creciendo entre las
baldosas de piedra en el suelo, iluminada por rayos de luz de los espacios
vacíos que alguna vez tuvieron cristales de ventana. Beatrice contuvo el
aliento cuando Ysbeta dejó su caja de embalaje sobre las losas.
—No tenemos sacerdote, y caminamos por el camino tortuoso cuando
buscamos guía espiritual en lugar de meditación silenciosa en la oscuridad
—dijo Ysbeta—. Nuestra reverencia por los Skyborn es diferente en
Llanandras que aquí.
—Pero mantuvieron el santuario en su lugar.
Ysbeta se encogió de hombros.
—Todos los elogios al Skyborn son válidos. Todos lo hacen de manera
diferente. Las mujeres son sacerdotes en Sanchi. ¿Lo sabía?
—No.
Ysbeta levantó la caja con un gruñido.
—Se retiran a las montañas para vivir una vida de contemplación
espiritual desde los doce años. Cuando descienden de la montaña algunas
décadas después, son magas completamente entrenadas, líderes espirituales
respetadas y sin hijos.
—Suena irreal. ¿Por qué no he oído hablar de ellas?
Ysbeta se encogió de hombros.
—¿Y si las mujeres de Chaslander decidieran que también querrían
hacer eso? Irse a las montañas para enclaustrarse. ¿Cree que la sociedad lo
permitiría?
—Tiene un punto.
—Ojalá pudiera volver y hablar con ellas. Es un año de navegación,
incluidas las paradas habituales. Si pudiera tomar mi barco...
—No había pensado en eso —dijo Beatrice—. Tiene un barco. Es suyo.
Tiene el registro de capitán. ¿No significa eso que lo manda?
—Sí. Pero es solo mío en papel —dijo Ysbeta—. Nunca he puesto un pie
en el Pelican.
—¿Por qué?
Ysbeta inclinó la cabeza, sus labios se estiraron en una sonrisa amarga.
—Porque soy la dueña. Porque tengo el registro del capitán. Según la
ley marítima, si estoy en la cubierta de un barco de mi propiedad y capitán,
mi dominio del Pelican es absoluto, pero en realidad no se supone que me dé
ningún poder.
—Pero podría —dijo Beatrice—. Su barco está en el puerto de Meryton
en este momento. ¿Por qué no recoger a su tripulación y marcharse?
—Nunca volvería a ver a mi familia —dijo Ysbeta—. Madre nunca me
perdonaría. Padre obedecería a Madre.
—¿Él lo aceptaría?
—Es la hija mayor de tres —dijo Ysbeta—. Ella gobierna a sus
hermanos absolutamente. Nadie intentó impedir que se hiciera cargo. Ya
había obtenido grandes beneficios de la riqueza que se le permitió controlar
a los dieciséis años. Usó su dinero para comprar su propio barco del tesoro
para la empresa. Madre es el corazón de Lavan International Ventures y
todos en Llanandras lo saben.
Beatrice miró a Ysbeta.
—No puedo imaginar eso.
—¿Dirigiendo un negocio?
—Obtener el reconocimiento por ello —dijo Beatrice—. Probablemente
podría ayudar a Padre, si me dejara. Me ha enseñado lo suficiente para que
pueda dar cuenta de un negocio. Sin embargo, ese no es el problema de
Padre.
—¿Cuál es?
—Padre ve el éxito de otras personas y le pone celoso —dijo Beatrice—.
Él sabe que es porque ya tenían más en qué apoyarse, pero Riverstone, la
granja donde vivimos, es el regalo de boda de Madre. Padre era empleado de
cuentas, hijo del granjero que vivía en la casa de al lado. Estaban
enamorados y Madre podría haberse casado con un mago rico, pero tenía el
corazón puesto en él.
—¿Su familia se opuso?
—Un poco —confesó Beatrice—. Probablemente nos ayudarían ahora,
pero Padre moriría antes de admitir que no pudo hacer crecer una fortuna.
Madre no se lo dirá a su familia, es demasiado leal.
Ysbeta apretó los labios, pero asintió con la cabeza, sus ojos suaves con
simpatía.
—Padre le daría a Madre la luna, si pudiera construir una escalera lo
suficientemente alta como para sacarla del cielo. Madre está acostumbrada
a gobernar y ha cosechado fortunas increíbles con la riqueza de Padre. Ha
estado en todas las casas de moda en Bendleton con Padre, hablando con las
esposas y luego hablando con Padre sobre lo que debería hacer o a quién
deberían visitar a continuación. Está construyendo un tapiz de conexiones,
de oportunidades, de mercados futuros, todo ello destinado a Ianthe… y todo
depende de mí.
—Sobre casándose con Bard Sheldon.
Ysbeta asintió con los brazos alrededor de su cintura.
—Sí. Y con ese hilo colocado en su lugar, el resto se coserá solo.
—Pero si su familia la obliga a casarse con alguien que no quiere, y
peor aún, un hombre de un país que la encerrará con un collar de protección
hasta que se haya agotado después de nacimiento tras nacimiento.
Ysbeta levantó una mano, reprimiendo las palabras de Beatrice.
—Deténgase. Ni siquiera puedo pensar en eso. La idea me enferma.
—Pero si le hacen eso —insistió Beatrice—, ¿cómo podría perdonarlos?
¿Cómo puede perdonar a Ianthe, quien cosechará todos los beneficios de su
sacrificio?
—Sé que Ianthe no quiere que me case con su amigo. Pero solo está
tratando de suavizarlo. Realmente no entiende por qué es tan horrible. —
Ysbeta miró por la puerta con la mandíbula apretada—. Esta es la única
manera. Debo comandar un espíritu más grande. Debe enseñarme cómo
ganarme su servicio.
¿Y entonces qué? No necesitaba la ayuda de un espíritu para ayudar a
la fortuna de su familia como Beatrice. ¿Su madre la perdonaría por desafiar
sus planes? Eso se acercaba demasiado a la propia preocupación de Beatrice.
Pero Padre no podría resistir la ayuda de un espíritu en sus empresas.
Permitiría que Beatrice se retirara silenciosamente de la vida social y
buscara la magia que ayudaría a los Clayborns a hacerse ricos.
Wandinatilus, el espíritu superior de la fortuna. Recordó el nombre. Todo lo
que necesitaba era ayudar a Ysbeta a obtener su propia independencia.
—¿Qué hará con el servicio de un espíritu? ¿Qué desea?
—Quiero escribir libros —dijo Ysbeta—. Libros que detallen toda la
magia común que las mujeres y los trabajadores usan fuera de la sala
capitular. Cada país tiene sus propias tradiciones y técnicas. Se podrían
compartir, creo que deben compartirse. Ya se ha perdido mucho porque no
les sirve a los hombres de la sala capitular.
—Así que quiere viajar por el mundo y recopilar conocimientos para el
mago común.
—Y compartirlos con ellos. Los magos vocacionales hacen el trabajo
real. Ellos hacen los descubrimientos. Ellos impulsan las innovaciones. Si
tienen más conocimiento, haremos un mundo mejor para ellos, y esa
prosperidad nos elevará a todos —agregó Ysbeta.
—¿Quién sabía que era una radical?
Ysbeta se encogió de hombros.
—He pasado mucho tiempo en fábricas y laboratorios. Sé de dónde
provienen nuestros últimos inventos. Pagamos bonificaciones a nuestros
inventores para mantenerlos contentos y los alentamos a conformarse con la
seguridad de trabajar para nosotros en lugar del riesgo de iniciar un negocio
por sí mismos.
—Eso me suena a un trato justo.
Ysbeta se encogió de hombros.
—Cambiarías tu melodía si vieras los libros.
—Pero piense en cuántos inventos más podría haber si liberáramos a
las mujeres del collar del matrimonio —dijo Beatrice—. Imagínese cuántas
mentes geniales, cuántos espíritus creativos perdemos porque encontramos
una solución cruel al problema de la posesión y nos conformamos con ella.
—No tiene que decírmelo —dijo Ysbeta—. Tengo la intención de ser
libre. Y cuando tenga un espíritu mayor para ayudarme, encontraré
bibliotecas perdidas de leyendas. Imagínese cazando la sabiduría más
antigua, los secretos perdidos… ¿No podría pasarse la vida haciendo eso?
Era algo salido de una novela. Peligroso y emocionante, con Ysbeta
como una verdadera cazadora de tesoros y erudita del pasado. Beatrice casi
quería dejar de lado sus propias ambiciones y unirse a ella.
—Puedo verlo. Qué aventura sería.
—Si yo no hago esto, ¿quién lo hará? —preguntó Ysbeta—. Todos los
días, alguien que conoce un hechizo o un hechizo que nadie más conoce pasa
al cielo y su conocimiento se pierde. No puedo guardar todo, pero alguien
tiene que intentarlo. Si tuviera un espíritu mayor, debo hacer un gran trato,
Beatrice. Tiene que ayudarme.
Beatrice escuchó las advertencias de Ianthe de anoche: si ocurre una
catástrofe, un mentor debe contener el daño, cueste lo que cueste. Si esto
salía mal… si Ysbeta perdía el control de su cuerpo, mataría a Beatrice. Ella
haría un alboroto que solo terminaría en su muerte. Y cuando los Lavans
reconstruyeran lo que ella e Ysbeta habían estado haciendo, nada les
impediría demandar a Padre hasta el olvido.
—No tenemos tiempo para quedarnos pensando —se quejó Ysbeta—.
Enséñeme a trazar el círculo.
—Vamos a trazar un círculo y luego lo borraremos. Debe dominar esta
fusión antes de que podamos pasar al siguiente paso. Puede practicar
lanzando y borrando círculos por su cuenta, pero no le enseñaré conjuración
hasta que lo haya dominado.
—Beatrice —dijo Ysbeta, con voz cuidadosa y uniforme—. No soy una
niña. Esto es peligroso. Entiendo los riesgos. Por favor comience.
—Correcto. —Beatrice hizo una cuna con las manos, reunidas justo en
su abdomen. —Esta es la señal de reunión.
Ysbeta copió su gesto exactamente.
—Empieza así. Use su respiración para llenar su vientre y sus manos
de luz.
Ella respiró, pero los lazos del corsé firmemente atados alrededor de su
cintura detuvieron el aliento de aspirar en plenitud. Ysbeta lo intentó e hizo
una mueca cuando la moda resistió su esfuerzo.
—Tendremos que desatarlo —murmuró Ysbeta.
Más minutos perdidos mientras desataban mantuas y corsés: los de
Ysbeta eran exquisitos, los tirantes estaban bordados a mano en su lugar, y
ella refunfuñó todo el tiempo.
—Incluso nuestra moda se interpone en el camino de nuestro potencial.
—Siempre he hecho magia en camisón —confesó Beatrice—. Nunca
pensé en esto.
Una vez liberada, Ysbeta se deleitó en respirar profundamente.
—Puedo sentir el poder.
—Perfecto. Esa es la energía que moldea con la intención y la señal de
la mano es para emitir.
—Enséñeme cómo.
—Primero hay algo más importante. —Beatrice cruzó los dedos de su
mano derecha, por lo que el índice y el meñique apuntaban hacia afuera, el
dedo medio y el anular capturado contra su palma por su pulgar.
—Este es el signo del destierro —dijo Beatrice. Levantó la mano
izquierda, los dedos juntos y la palma hacia afuera—. Esta es la señal del
muro de luz. Hágalo.
Ysbeta cruzó los dedos con destreza experta.
—Bien —dijo Beatrice—. Ahora tome todo ese poder que reunió y
emítalo a través de sus manos. Haga este reflejado. Así es como desterrase
un espíritu al éter. Nunca lo olvide. Podría significar su vida.
—¿Qué hace?
—Les duele —dijo Beatrice—. Ahora está lista para empezar.
Beatrice le enseñó la señal de bienvenida, la señal de protección y la
señal de invocación antes de que Ysbeta acunara sus manos y respirara, con
la caja torácica hinchada.
—En el vientre —dijo Beatrice—. Imagine el aire como una luz
llenando su cuerpo cuando inhala, y luego expulsándolo como un cordón a
través de su ombligo cuando exhala. Respire lentamente. Tranquilamente.
No puede apresurar esta parte.
Bien, no se podía apurar nada de eso, e Ysbeta siguió intentándolo.
Ella no había levantado ni una pizca de poder. Simplemente estaba
demasiado abrumada para equilibrar su mente al estado necesario. Ahora
medio desnuda, con el cuello de su delicado vestido desatado de modo que la
prenda se caía de un hombro, parecía los viejos grabados en madera de
brujas de sangre, las que negociaban con los espíritus para hacer el mal.
Ysbeta tenía que calmarse.
—Aquí.
Beatrice estaba detrás de Ysbeta, estirándose a su alrededor para
poner su mano sobre el vientre de Ysbeta.
—Cuando respire, haga que mi mano se mueva. —Levantó la mano
derecha de Ysbeta por la muñeca—. ¿La mano izquierda es el signo de qué?
Ysbeta curvó su dedo meñique hacia abajo para encontrar la punta del
pulgar, los otros tres dedos levantados.
—Protección.
—Bien. —Beatrice mantuvo la voz baja, murmurando en el oído de
Ysbeta—. ¿Y la derecha?
Ysbeta giró la mano para que la palma mirara hacia arriba. Torció su
dedo meñique y su vecino, apuntando con su dedo medio e índice.
—Invitación.
—No mantenga presionado el dedo anular con el pulgar —dijo
Beatrice—. Esa es una señal diferente.
Ysbeta se ajustó.
—Me daña el brazo.
—Se acostumbrará —dijo Beatrice—. Ahora, el sello es un movimiento
ininterrumpido. Dibuja el hexagrama, así... —Movió la mano de Ysbeta con
los gestos que trazaban la estrella del hechicero de seis puntas y luego relajó
su agarre.
—¿Así? —Ysbeta lo trazó perfectamente, para alivio de Beatrice.
—Precisamente. Ahora vibramos. Debe dirigir el sonido al plano etéreo,
no a través de la boca, sino a través del ombligo. La primera vibración es
siempre Anam, señor de la magia.
—¿Los magos realmente convocan a un nacido estelar para supervisar
sus trabajos?
—Sí. Donde se hace magia, Anam está ahí. Utilice toda su respiración.
Empuje la vibración fuera de su ombligo, a través de mi mano.
La respiración de Ysbeta apartó la mano de Beatrice mientras su
abdomen se hinchaba adecuadamente. Captó la habilidad de pronunciar las
sílabas en su garganta, bañando la palma de Beatrice con un hormigueo
cálido.
—Perfecto —elogió Beatrice. Ysbeta se estaba concentrando, olvidando
el miedo que la impulsaba a aprender magia, aprenderla ahora mismo—. La
vibración es Anam, Kefaa, Welan, Hado. Vibra uno en cada cuarto mientras
dibuja el hexagrama.
Dejó ir a Ysbeta y observó cómo su estudiante trataba de respirar,
hacer señas, escribir y vibrar, y lo primero que hizo Ysbeta fue respirar
profundamente y expandir las costillas.
Beatrice volvió a poner la mano en el vientre de Ysbeta.
—Otra vez. Conmigo.
Juntas, respiraron. Se levantaron dos manos derechas en señal de
invitación para trazar el hexagrama. Dos voces vibraron el nombre del señor
de la magia, sacando el sonido a través de sus ombligos. Dos cuerpos etéreos
se expandieron, inflados con aliento, señal, sello y vibración. Tejieron el
círculo, lo llenaron con su voluntad, y el aire adquirió la presión espesa, con
olor a piedra, que insinuaba un rayo en un cielo sin nubes. A Beatrice se le
puso el pelo de punta mientras inhalaba el olor de la magia, vio los
relucientes y gemelos sellos flotando en el aire. Ella había hecho la mayor
parte del trabajo, pero los esfuerzos de Ysbeta eran inconfundibles.
—Eso es todo —dijo Beatrice—. Ha lanzado un círculo.
—Ahora conjura un espíritu —dijo Ysbeta—. Sé que no me dejará
hacerlo, así que cree uno para usted. Quiero verlo.
—No nos queda mucho tiempo...
—Así que debería empezar. Diga su nombre.
Podía llamar al espíritu sin hacer ningún trato.
—Nadi, espíritu de fortuna, te conozco... —comenzó Beatrice, y el
espíritu se cernió ante ellos.
—Beatrice dijo Nadi. Me necesitas y estoy aquí.
—Gracias —dijo Beatrice—. No necesito tu esfuerzo hoy, pero tengo
fruta fría. ¿Deseas vivir conmigo hasta la puesta del sol?
—No puedo escuchar el espíritu —dijo Ysbeta—. ¿Qué está diciendo?
—Shh —dijo Beatrice.
Frente a ella, Nadi vibraba de emoción.
—¿Podemos comer?
—Sí. Podemos comer.
—Quiero ver cosas.
—Verás todo el viaje desde Lavan House hasta Triumph Street —dijo
Beatrice—. ¿Tenemos un trato?
—¿Quién es la chica que está contigo?
—Mi compañera es Ysbeta Lavan.
—¿Está hablando de mí? —preguntó Ysbeta.
—Ella tiene mala suerte —dijo Nadi—. Tenemos un trato. Déjame
entrar.
Beatrice pasó los límites del círculo y Nadi la tomó de la mano. Se
sentía natural tener un espíritu dentro de ella ahora, y Beatrice se volvió
hacia Ysbeta.
—No hay más tiempo si nos vamos a vestir. Míreme encargarme del
círculo. Se lo enseñaré en nuestra próxima lección.
VIII
—Malditos sean Nadi y usted —murmuró Ysbeta mientras caminaba
hacia la hierba del prado en busca de su pelota—. No puede hacer trampa en
el torneo. Prométamelo. Es una muy buena jugadora, pero esto es descarado.
El canto de los pájaros se derramó por el aire y Beatrice sonrió al cielo.
Hizo girar su mazo, lo arrojó al aire y lo atrapó, ágil como una malabarista.
—Esto es divertido —dijo Nadi—. Me encanta ganar.
—Es divertido… —Beatrice estuvo de acuerdo—… pero la gente se
dará cuenta de que me ayudas cuando mi suerte sea así de fuerte.
—¿Entonces?
—Entonces hacer trampa con magia está mal, y sería castigada por
ello.
—¿Qué harían?
—Me pondrían un collar de protección. Lo harían para que no pudiera
volver a llamarte nunca más. Tienes que ser un secreto.
—Muévete. —Nadi tomó el control de sus extremidades y saltó a un
lado justo a tiempo para que la pelota llegara volando por el espacio donde
ella estaba.
—¡Oh lo siento! —gritó Ysbeta—. Espere. ¿Cómo lo supo? No me estaba
mirando.
—Nadi lo vio —dijo Beatrice—. Nadi saltó. Yo no.
El rostro de Ysbeta se abrió de par en par por la sorpresa.
—¿Puede controlar su cuerpo?
—Te acostumbras. Al principio es incómodo y luego se aprende a
trabajar juntos.
—Oh, no sé...
Beatrice no discutió. Saltó alto en el aire, aterrizó sobre un pie, y luego
lo hizo de nuevo, girando en el aire antes de aterrizar con seguridad.
—Podría mostrarle mi caída, si no estuviera en estancias.
—¿Es divertido?
—Es maravilloso.
—No hay muchas razones para correr y saltar —reflexionó Ysbeta.
—Es liberador —dijo Beatrice—. Ahora que estoy acostumbrada,
disfruto bastante de la mejora.
Ysbeta estiró los brazos y practicó el movimiento con el mazo.
—Debería llamar al espíritu la próxima vez.
Beatrice lo consideró.
—Quizá uno menor. Piensa en lo que quiere negociar. ¿Puede practicar
lanzando y borrando el círculo por su cuenta?
—Fue un tiro excelente —dijo Ysbeta, lanzando su voz para
transportar—. Seremos el terror del curso de los obstáculos.
Beatrice la miró fijamente hasta que finalmente tuvo sentido. Se volvió
e Ianthe se acercaba a ellas, espléndido con un abrigo dorado azafrán
decorado con botones de marfil a la gasa.
—Vaya día —dijo Ianthe—. Buenas tardes, señorita Clayborn.
Beatrice se inclinó y asintió.
—¿Su día no ha sido tan hermoso como este clima?
Ianthe miró hacia el azul vivo y sin nubes que pertenecía a un cielo de
verano y su expresión se volvió sobria.
—Acabo de regresar de Meryton.
—¿Encontraste un abogado? —preguntó Ysbeta.
—Ojalá hubiera podido —dijo Ianthe—. En cambio, me presento ante ti
helado hasta los huesos por el horror cometido en una mujer joven y el niño
que dio a luz.
Beatrice se estremeció como si una nube hubiera pasado sobre el sol.
—Lo siento. Debe haber sido horrible.
—Se llevaron a todos los iniciados a Meryton —dijo Ianthe—. Querían
que viéramos qué sucedía con las indiscreciones.
—Qué horrible —dijo Ysbeta—. Fue horrible, ¿no?
—No quiero darles pesadillas a las mujeres, así que no entraré en
detalles. Salimos de la escena bastante serios. Bueno, algunos de nosotros lo
hicimos.
Ysbeta le dio a Ianthe una mirada penetrante.
—¿Algunos de tu grupo no se vieron afectados?
—Algunos miembros de mi partida opinaron que nunca se acostarían
en el barro con ganado campesino, así que no importaba. No Bard —dijo
Ianthe, asintiendo hacia Ysbeta—. Pero no siento que pueda jugar a los
obstáculos en este momento.
—Beatrice me está derrotando de todos modos —dijo Ysbeta—.
¿Todavía estás preparado para llevarla de regreso?
—Puedo viajar con el cochero, si prefieres no ir —ofreció Beatrice.
—Preferiría llevarte conmigo. Tengo que volver a la sala capitular
antes de que la familia asista a la cena con Lord Gordon y su familia, y
luego asistiremos a una fiesta en la casa Robicheaux.
Ysbeta gimió.
—Eso es demasiada juerga. Estaré exhausta cuando lleguemos a casa.
Y Lord Gordon es tan pomposo.
Beatrice hojeó su memoria de nombres.
—¿Se refiere al padre de Bard Sheldon?
—Sí. —Ianthe lanzó una mirada a Ysbeta—. Bard me preguntó si sabía
cómo identificar tu canasta para la subasta de Blossom Ride.
La expresión de Ysbeta quedó cordialmente en blanco.
—¿Se lo dijiste?
—Le dije que no estaba seguro de que te hubieras decidido por un
conjunto —dijo Ianthe.
La tensión de Ysbeta se desenrolló solo una fracción.
—Parecerá extraño si no se lo dices.
Ianthe hizo una mueca.
—Ysbeta. Si hubiera una manera de detener esto...
—Lo sé —dijo Ysbeta—. Sé que podrás.
—Deténgalo —dijo Beatrice.
Ianthe e Ysbeta se volvieron hacia ella.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cuántos pretendientes tiene en tu cadena? —preguntó Beatrice,
raspando su memoria. ¿Qué diría Harriet si ella y todo su conocimiento
sobre la temporada de negociaciones estuvieran aquí? — Si no tiene al
menos cinco...
—No he animado a nadie —dijo Ysbeta—. Las tarjetas llegan todos los
días y las sirvientas se llevan las flores a sus habitaciones, pero yo no hice
nada para que ninguno de ellos pensara que tenía un interés.
—Lo sé —dijo Beatrice—. Pero si no tiene un desfile de jóvenes
tratando de ganar su mano, el padre de Bard le dirá a su padre que la
temporada de negociaciones es una pérdida de tiempo y negociará el partido
ahora. Reciba un poco de atención. Rompa algunos corazones, Ysbeta. Ponga
a esos hombres entre usted y Bard Sheldon, rápido.
Ianthe se inclinó hacia Ysbeta.
—¿Todavía te vas a quedar en casa en lugar de venir a la fiesta de
Robicheaux esta noche?
—Creo que tengo la energía para salir después de todo —dijo Ysbeta—.
¿Está invitada, Beatrice?
—¡Una fiesta! —exclamó Nadi—. ¿Bailando? ¿Ponche? ¿Pastel? Quiero
quedarme. Déjame quedarme para la fiesta, Beatrice.
—Muy bien.
Dentro de ella, Nadi se retorció de alegría.
—Lo hago, pero no es mi único compromiso esta noche —dijo
Beatrice—. Padre está entreteniendo a Udo Maasten del Protectorado
Oriental de Vicny. Es un inventor.
—Udo Maasten no es un nombre que reconozca —dijo Ianthe—. ¿Es un
hermano de la sala capitular?
—No lo es —dijo Beatrice—. Tampoco tiene título.
Ianthe se encogió de hombros.
—Los títulos no lo son todo.
—Pero él también es soltero.
Ianthe se puso de pie.
—¿No está casado y está lidiando con su padre? ¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. Más viejo, dijo mi padre.
El rostro de Ianthe era cuidadosamente neutral.
—Su padre la quiere en la cena.
Beatrice dejó que su mirada se posara en la hierba espesa y bien
podada a sus pies.
—Sí.
—Para conocer a un hombre rico y soltero.
—Sí.
Ianthe sonrió, como si estuviera a punto de disfrutar de su juego
favorito.
—Es posible que haya oído hablar de la fiesta que damos en la Mano
Brillante. Un banquete y un baile en cubierta, invitando a nuestros
asistentes durante la noche en la joya de la flota de la familia Lavan. Es una
ocasión especial.
Ysbeta sonrió.
—¿No puedes aceptar la competencia, querido hermano?
—Me gusta competir —dijo Ianthe—. Lo único mejor que competir es
ganar.
—Ahora lo ha hecho, Beatrice. Si antes pensaba que él era solícito,
debería prepararse.
Ianthe ignoró a su hermana.
—Me gustaría invitar a su familia a asistir a nuestra reunión, señorita
Clayborn. Y me gustaría conocer a su padre. Espero que nos presenten esta
tarde.
Oh. Él disfrutaba de la competencia, y eso hizo que su corazón resonara
como una campana, y la mirada decidida y serena que le dio ardía como un
fuego apenas contenido.
—Estoy segura de que estará encantado de disfrutar de su amistad. —
Su voz tenía demasiado aire, demasiado pequeña para ser la de ella.
—Haré todo lo posible para ser encantador —dijo Ianthe.
Ysbeta pasó la mano entre las dos de él, y Beatrice de repente volvió su
atención a la sonrisa apenas reprimida de su amiga.
—Quizás ustedes dos deberían pasarlo bien en el viaje a casa —dijo
Ysbeta—. Le diré a mi doncella que saque un vestido para esta noche. Tengo
que conseguir algunos caballeros.
Abrió el camino a través de la casa, con las faldas balanceándose
alrededor de sus tobillos.
—Veamos cuántos caballeros han enviado invitaciones hoy, ¿eh? ¿Qué
apuestas? ¿Nueve?
¿Tantos? Pero Ysbeta era fácilmente la hechicera más elegible que
Bendleton había visto en años. Llanandari no se molestaba en visitar
Chasland en busca de un marido. Ella era el colmo de la belleza, rica sin
medida, y su aura brillaba con los destellos prismáticos brillantes de una
poderosa hechicera. Quizás nueve no serían tantos.
—Yo digo diez —dijo Beatrice—. Y perderé, porque en realidad hay
más que eso.
—Ya veremos —dijo Ysbeta—. ¿Vendrán ustedes dos conmigo? No
contestaré invitaciones que no sean reuniones públicas, así puede venir,
Beatrice. Elaboraremos señales con las manos. Toque su cara si no le
agrada. Juegue con su ribete de encaje si lo hace. ¡Pero tengan cuidado,
señores, que ya voy!
La risa resonó por el pasillo cuando Ysbeta apresuró sus pasos,
acercándose al gran vestíbulo donde el canto burbujeante de una fuente
resonó contra el techo alto abovedado, y se detuvo tan repentinamente que
Beatrice tuvo que virar para evitar chocar con ella.
La columna vertebral de Ysbeta se alargó, con la cabeza en alto. Sus
hombros se movieron hacia abajo, alargando su cuello. Beatrice copió el
cambio de postura de inmediato, luego reprimió un grito ahogado cuando vio
a una mujer en la mesa de bienvenida, contemplando los tallos cortados de
flores pálidas y fragantes.
No era una sirvienta, aunque llevaba un delantal de lona alrededor de
la cintura. Su brillante vestido de algodón verde estaba ventilado por todas
partes con ojales bordados y capas de volantes escalonados. Encaje
enganchado a mano goteaba de sus codos. Llevaba un pañuelo de algodón
verde a juego que le añadía centímetros a su altura, doblado y plisado para
darle una elegancia majestuosa.
Se parecía tanto a Ysbeta e Ianthe que era asombroso, o,
correctamente, Ysbeta e Ianthe se parecían a ella, compartiendo los mismos
rasgos equilibrados y elegantes que la mujer que tenía que ser su madre.
Miró agudamente la indecorosa prisa de Ysbeta, pero se convirtió en
una sonrisa indulgente que profundizó las líneas alegres junto a sus ojos.
—Ysbeta, querida. ¿Terminaste con tu juego?
—Madre —dijo Ysbeta—. Beatrice me ha derrotado de nuevo, pero esta
vez obtuve el beneficio de su instrucción. Seremos el terror del torneo de
obstáculos.
—Así que esta es tu amiga —dijo la Sra. Lavan, inclinando la cabeza.
Dejó un hermoso tallo de peonía rosa aliento en una floración demasiado
temprana e hizo una seña—. Déjame verte, niña.
Ysbeta se hizo a un lado. La mano de Ianthe aterrizó suavemente en su
hombro, le dio dos palmaditas y se deslizó. La brillante mirada de la Sra.
Lavan se dirigió a Ianthe durante un momento, pero luego esa sonrisa volvió
a aparecer en su rostro cuando Beatrice se acercó a tres pasos y luego se
hundió en una reverencia que dobló las rodillas y dejó los dobladillos de la
falda en el suelo.
—Señora Lavan —dijo Beatrice—. Me siento honrada de conocerle al
fin.
Nadi se encogió dentro de los confines de su cuerpo.
—Ella está desatada.
Efectivamente, ningún collar le agarraba la garganta. La Sra. Lavan
usaba su magia ahora que estaba usando los métodos de Llanandari para
evitar tener hijos, años antes de su cambio de vida. Tenía poder propio, el
respeto de su familia, una voz que tocaba los oídos de un vasto imperio
empresarial. ¿No podía Beatrice ceder un poco? ¿No podría ser feliz si sus
últimos años fueran así?
La Sra. Lavan se dio cuenta de todo sobre ella, desde los rizos sueltos
que escapaban del peinado de Beatrice hasta las arrugas de su vestido.
—Y estoy feliz de conocerla, niña. Observo que se ha ganado la amistad
de mis dos hijos.
—Madre —dijo Ianthe—. Esta es Beatrice Clayborn. La conocimos en
una librería y desde entonces nos ha encantado con su compañía.
—Noto que tu carruaje está esperando afuera de la puerta solo,
muchacho. ¿Ibas a compartir el viaje a casa?
—Sí, señora Lavan —dijo Beatrice—. Señor Lavan está regresando a
Bendleton ahora, y ahorra el enganche de otro carruaje.
—No te preocupes por eso, niña. Tenemos un personal disponible
completo en los establos.
—Prefiero ver a la señorita Clayborn a salvo en casa yo mismo —dijo
Ianthe—. Es un viaje agradable, lleno de conversación.
—Así debe ser. —Esa mirada pasó entre Beatrice e Ianthe—. Me
pregunto de qué hablan.
—Nuestras conversaciones son cosas maravillosas —dijo Ianthe—.
Muy divertido.
—En efecto. ¡Bien! Debería conocer a la señorita Clayborn, entonces, ya
que ustedes dos se han hecho amigos de ella. —La Sra. Lavan tomó un par
de resistentes tijeras y se volvió hacia Beatrice, sonriendo—. ¿Tiene mucha
prisa? He revisado las flores que mi jardinero recogió para el arreglo de hoy,
pero creo que necesito más color que este para un día tan bonito. Si viene
conmigo y selecciona algo brillante, se lo agradecería.
—Madre —dijo Ysbeta—. Ianthe necesita volver a Bendleton
rápidamente…
—Ianthe puede esperarnos.
Algo final sonó en su voz e Ysbeta miró a Beatrice antes de inclinar la
cabeza.
—Sí, Madre.
—Tengo tiempo para la selección de Beatrice —dijo Ianthe—. Quizás se
reúnan más tarde para hacer arreglos juntas.
—Qué idea tan hermosa —dijo la Sra. Lavan—. Es una lástima que no
tenga tiempo para componer un arreglo ahora, señorita Clayborn, pero
tengo mucha curiosidad por ver qué decisiones toma.
Los arreglos florales eran un arte en Llanandras y, por tanto, toda la
moda aquí en Chasland. Formaba parte de las habilidades femeninas que
hacía una buena esposa, basada en principios como el desequilibrio, la
profusión, el contraste, la armonía y la belleza. Para que la Sra. Lavan la
invitara a dar su opinión, Beatrice debía causar una buena impresión. Su
elección de flores tenía que ser elegante, artística y armoniosa. Era una
invitación, pero también una prueba.
La Sra. Lavan sabía que Ianthe estaba interesado en ella. Tenía
curiosidad por ver qué tipo de esposa sería Beatrice. Sus elecciones
revelarían qué tipo de hogar guardaba para su esposo, y la Sra. Lavan lo
consideraría cuidadosamente.
Beatrice se pasó las manos suavemente por la falda. Contempló las
peonías, los lirios blancos, las rosas color crema y las ramitas de vegetación.
Un arreglo de profusión, entonces. Una celebración de todo lo más bello,
indulgente y excesivo. Si había algo de rosa, algo de lila, un destello
brillante de amarillo… Oh, podría pasar esta prueba fácilmente.
Beatrice volvió a hundir las rodillas.
—Me encantaría elegir flores con usted, señora Lavan.
—Excelente —dijo la Sra. Lavan—. Entonces, venga conmigo.
***
El invernadero del joyero en el lado este de Lavan House estaba lleno
de flores perfumadas, y el vestido de Beatrice se volvía pesado bajo el aire
húmedo y apretado. El dulce parloteo de los pájaros llenaba el espacio, y las
coloridas flores que Beatrice solo había visto en pinturas florecían en lechos
elevados a ambos lados de un camino de pizarra púrpura.
¿Era así como era Jy? ¿Vivía la gente en una belleza tan abundante y
exuberante, respirando la embriagadora fragancia del jazmín rosado y el
árbol del perfume? ¿Cómo podía la gente evitar detenerse en seco para
maravillarse con todo esto?
—Oh, señora Lavan, esto es tan hermoso.
—Mi jardinero diseñó el jardín —dijo la Sra. Lavan—. Es una pequeña
porción de Llanandras, aquí en Chasland.
—Lo adoro. —Beatrice juntó las manos y se volvió en un círculo lento,
contando las perchas que se balanceaban suavemente donde los pájaros
brillantes como joyas se reunían y se acicalaban, cantando con clics y
trinos—. Gracias por mostrármelo. Me encantaría volver a visitarlo cuando
haya más tiempo para ver todos sus asombrosos especímenes...
—Estas son las flores que puede elegir —dijo la Sra. Lavan.
¿Estás? ¿Tenía que elegir entre estas flores, cada una de ellas tan
preciosa como joyas? ¿Se suponía que debía cortar la vida de esta flor con
pétalos de color amarillo sol enmarcando una corona de frondas rosadas
rizadas? ¿O esta flor de té con pétalos de volantes, su color lavanda
exuberante y ceroso que olía suavemente a cítricos? ¿Cómo podría elegir?
—¿Qué está pensando? —preguntó la Sra. Lavan.
—Que son todas tan raras. Nunca he visto estas flores en ningún otro
lugar que no sea en pinturas.
—¿Esas naturalezas muertas que son tan populares aquí?
—Las mismas. Algunas son mejores que otras. Son un tema accesible
para pintar.
—Su dominio de Llanandari es muy bueno —dijo la Sra. Lavan—. ¿Se
lo enseñó su madre?
—Lo hizo. Fue a Coxton y ellos instruían en Llanandari.
—Pero usted no asistió a Coxton —dijo la Sra. Lavan. Se movió por el
camino de losas, sus anchas faldas rozaron los muros de contención a ambos
lados del camino. Extendió la mano para acariciar un sol de rayos rosas,
haciendo cosquillas en su corona con uñas largas y lacadas—. La fortuna de
su familia no lo permitió.
¿Cómo lo supo? ¿Era el acento de Beatrice?
—Mis padres y el sacerdote local supervisaron mi educación. Mi padre
me enseñó matemáticas comerciales, incluida la teoría de la probabilidad.
La Sra. Lavan pasó por un amplio y poco profundo baño para pájaros
ante una cama elevada en la esquina sureste. Beatrice se detuvo en seco en
el camino, su estómago se hundió en las losas.
Orquídeas. Había cientos de orquídeas y trepaban en esa esquina, en
todos los colores y variedades que Beatrice había visto en los catálogos de
compra. Había estudiado detenidamente esas páginas, memorizando los
nombres, aprendiendo los precios que pedían los comerciantes y lo que las
familias más de moda habían estado dispuestas a pagar por un solo
espécimen.
—El orgullo de mi colección —dijo la Sra. Lavan, y se hizo a un lado
para que Beatrice pudiera verlos a todos—. Es una lástima que hayan
pasado de moda, ¿no? Son mis favoritos. ¡Qué variedad! ¿Cuál le gusta más?
—Son todos tan maravillosos. —Beatrice tosió para aclararse la
garganta—. No podría elegir.
—Entonces, permítame hacer algunas sugerencias. —La señora Lavan
pellizcó el tallo leñoso de una orquídea estrella de raya diplomática de
pétalos largos y sacó sus tijeras del bolsillo de su delantal de lona.
—Esta, creo.
La Sra. Lavan cerró las manijas con fuerza. Las tijeras se juntaron y
cortaron la flor, uniéndose con un clic.
Beatrice se estremeció.
—¿Beatriz?
—Está bien —le tranquilizó Beatrice.
La señora Lavan le entregó a Beatrice la flor marrón con rayas
blancas.
—Hace unos días escuché su nombre de mi hija, señorita Clayborn.
Entiendo que esta es su primera temporada de negociaciones y que tiene
una hermana menor que seguirá su éxito aquí.
—Sí, señora —respondió Beatrice. Flotaba en el aire el suave y sutil
aroma de la orquídea. Beatrice la acunó en una mano. Su estómago tembló
cuando vio a la Sra. Lavan seleccionar otra.
—Es un momento importante, la temporada de negociaciones. Una
ocasión diferente a cualquier otra fiesta o festival del mundo. La costumbre
de Chasland está llena de esplendor, celebración, alegría, todo ello envuelto
en la sobria verdad del matrimonio, vistiéndolo con galas e ignorando todo lo
importante.
La Sra. Lavan eligió una orquídea de botón esta vez, de un encantador
y rosa vivo. Un chirrido de las tijeras, un corte y la flor salió libre.
—Mucho depende de estas seis semanas mientras ustedes, los jóvenes,
se mezclan y se conocen. Y como ingenua, la buscan, ¿no es así?
La lengua de Beatrice se sintió espesa.
—Sí, señora.
—La visten con elegantes vestidos y la envían para divertirte, para
conocer a los amigos que estarán con usted durante años. ¿Qué amigas ha
hecho, además de mi hija?
Harriet sabría exactamente qué decir. Harriet ya habría hecho algunas
amigas si hubiera sido ella. Beatrice pensó en Danielle Maisonette riéndose
de ella, y el temblor en su centro se duplicó.
—No he tenido la oportunidad de conocer a ninguna de las otras
mujeres todavía.
—Y no tiene invitaciones de los amigos que hizo en Coxton, ya que no
asistió. ¿Cuál cree que es la base de un buen matrimonio, señorita
Clayborn?
Hacía tanto calor aquí dentro, y la humedad se extendió por toda su
piel. Beatrice puso el botón de la orquídea en su mano.
—Respeto —dijo—. El amor es un fuego encendido con papel. El
respeto es el tronco que contiene el calor y la luz.
La madre de Ianthe miró por encima del hombro.
—Prefiero pensar en el amor como una flor. A pesar de lo hermosas y
embriagadoras que son las flores, inevitablemente se marchitan. ¿Qué
piensa de esta?
Sostenía una orquídea pata de araña con pétalos de color verde pálido,
el lóbulo superior manchado de amarillo.
—La hechizaré —dijo Nadi.
—No te atrevas.
—Ella te está lastimando. Nadi puede sentirlo justo debajo de tu piel.
—Ella no lo sabe —respondió Beatrice—. Ella no sabe lo que está
haciendo.
Su atención se centró en la orquídea pellizcada entre los dedos de la
señora Lavan. Se aclaró la garganta.
—¿No es esa flor terriblemente rara?
—Oh, supongo que lo es. —La Sra. Lavan consideró la orquídea pata de
araña—. Había oído que obtuvieron un buen precio en Chasland el año
pasado, ¿no es así?
La pregunta derramó agua fría por la columna vertebral de Beatrice.
Sentía como si le hubieran arrancado el vestido de su tercer mejor día,
dejando la verdad expuesta y desnuda. La habían traído aquí, lejos de la
protección de Ysbeta y Ianthe, para ser expulsada como una plaga de jardín.
—Lo hicieron. —La voz de Beatrice era pequeña, tan pequeña entre el
canto de los pájaros.
—Las locuras también son como flores. Florecen, prometen mucho…
pero inevitablemente mueren.
Cortó la orquídea araña y lo que antes había sido una flor que valía
cientos de coronas salió libre.
—El matrimonio necesita respeto, es verdad. Necesita eso más de lo
que necesita la llama del enamoramiento que se agota rápidamente. Pero lo
que más necesita un matrimonio es comprender que no se trata de amor, ni
siquiera de respeto.
La Sra. Lavan cortó otro botón de orquídea y otro, dejando las flores
rosadas ruborizadas en las manos de Beatrice.
—¿Umm? ¿Qué le dice a eso, señorita Clayborn?
Eran pesados. Sus brazos eran de plomo. Pero ella no se doblegaría.
Levantó la cabeza, reuniendo fuerzas para responder.
—Solo una pregunta, señora, ¿qué cualidad es más importante que el
respeto?
—Responsabilidad. Cuando se está casado, se es responsable de tu
matrimonio —dijo la Sra. Lavan—. Dejas de lado las alegrías egoístas para
formar parte de una sociedad. Se trata de buscar lo mejor para su familia,
no para usted misma; cada uno contribuye a hacer un todo más grande, a
ser mejores juntos de lo que eran separados.
—El señor Lavan y yo no hemos hablado de matrimonio. Nosotros solo
somos amigos…
—Sé cómo la mira mi hijo, señorita Clayborn. Puede que no haya
hablado de matrimonio, pero él no puede evitar sonreír cuando la ve. Es
mejor hablar de esto ahora, antes de que vaya más lejos.
La Sra. Lavan se movió un poco hacia su derecha, seleccionando otra
orquídea de color rosa vivo.
—Mi hijo no solo necesita una esposa. Necesita la esposa adecuada.
Necesita a alguien que sea un activo para su familia, a través de la fuerza
del poder, y un activo para su negocio, a través de conexiones y habilidades.
Ella debe traer ventaja a Lavan International.
—Ventaja —dijo Beatrice, y aceptó la flor—. Se refiere a la riqueza.
—No me confunda. Si viene de una familia recién levantada a la
riqueza a través de inversiones oportunas...
Un pájaro verde y amarillo se posó sobre el hombro de la señora Lavan.
Le acarició la cabeza con un dedo.
—Si hubiera ido a la universidad para mujeres y hubiera hecho
amistades allí, si hubiera conocido a los propietarios de los recursos en el
norte, si hubiera organizado una sola fiesta en su aldea del norte...
¿Cómo sabía todo eso? ¿Cómo se imaginaba su existencia como nobleza
menor en Meryton, invitada solo ocasionalmente a las fiestas más grandes,
rara vez invitada a cenar? ¿Cómo sabía de la desgracia de su familia?
—Podría aprender esas cosas. —Las palabras brotaron antes de que
tuviera la oportunidad de borrar la desesperación.
—No lo suficientemente rápido, para todo su potencial. —La señora
Lavan negó lentamente con la cabeza, su sonrisa comprensiva era tan
empalagosa como la fragancia del árbol del perfume—. Amo a mi hijo. Sé
que actualmente se está imaginando lo feliz que será con usted. Pero está
cometiendo un error que los hará a los dos miserables. El amor se marchita,
señorita Clayborn. Lo que queda es su compromiso con su familia y con su
negocio.
—Y no soy lo suficientemente buena.
—Nunca diga eso —dijo la Sra. Lavan—. Es todo lo bueno que necesita.
Es amable. Inteligente. Bonita y su poder es impresionante. Pero no tiene la
habilidad suficiente para ponerse en mi lugar y sucederme.
Un pájaro de color naranja vivo revoloteó desde su percha y aterrizó en
el borde de una bañera de hierro, gorjeando mientras jugaba en el agua. Un
compañero se le unió, acicalando las plumas de su cuello. Beatrice apartó la
mirada para mirar a la señora Lavan, tragando el nudo en su garganta.
—Ah. Ahora esta… esta es mi favorita entre mis favoritas.
La Sra. Lavan hizo un gesto con sus tijeras hacia una Dama Imperial,
un espécimen de color violeta oscuro con volantes que hizo que Beatrice
dejara de respirar. Padre le había prometido a Madre una Dama Imperial
cuando regresara el barco. Una rama sostenía solo una flor espectacular.
Eran las más codiciadas, las más preciadas.
La Sra. Lavan dividió las hojas en la base de la planta y las cortó.
Levantó la flor y aspiró su aroma, cerrando los ojos.
—Estas huelen mejor. Redondo, con la dulzura de la orquídea, pero con
un toque de especias ahumadas que la convierte en la flor de perfume más
valiosa del mundo.
Le entregó el tallo cortado a Beatrice.
—Ianthe necesita un tipo particular de mujer, señorita Clayborn. Debo
hacer una elección cuidadosa y reflexiva de una esposa adecuada para mi
hijo, que aún no comprende que el amor no es suficiente.
Las orquídeas temblaron en las manos de Beatrice.
—¿Y aceptará su elección? ¿Le dejará decidir quién será su esposa?
—No si se lo digo directamente —dijo la Sra. Lavan—. Se rebelaría,
como cualquier chico de su edad. Puede comprender la gravedad de la
elección que tiene ante usted. Entiende la responsabilidad. Fije su objetivo
más bajo que el sol mismo. Vaya a casa, señorita Clayborn, y espere las
invitaciones de los caballeros. Confíe en sus encantos para atraer a un
marido adecuado. ¿Quizás un hombre que no sea un hechicero? Es tan fuerte
en el poder que, sinceramente, eso es todo lo que necesita.
Las manos de Beatrice se cerraron alrededor de los tallos.
—La hechizaré. Yo…
—No. —Pero solo un maleficio. Un día de mala suerte. La Sra. Lavan
tropezando, cayendo, aterrizando, no, no. Beatrice atrapó a Nadi en redes de
poder, comprimiendo el espíritu dentro de ella—. No debes. Quédate quieto,
Nadi
—¿Por qué?
—Porque tú también me darás mala suerte a mí.
Ella levantó la cabeza y miró a la señora Lavan a los ojos.
—Gracias por su consejo.
La señora Lavan asintió con la cabeza a la fortuna agonizante en sus
brazos.
—He ordenado un carruaje para que la lleve a casa. Puede llevarse
esas orquídeas. Póngalas en agua azucarada con un poco de vinagre, y deben
durar días.
Beatrice acunó las flores moribundas. La señora Lavan tuvo que haber
encargado el carruaje antes de conocer a Beatrice. Se tragó el nudo en la
garganta. No había ningún arreglo floral que pudiera haber hecho para
impresionar a la Sra. Lavan. No había tenido la menor oportunidad y ahora
ni siquiera podría decir adiós.
—Reflexionaré sobre lo que dice, Sra. Lavan.
—Chica sabia. Buenas tardes.
Despedida, Beatrice se volvió y salió del invernadero, sofocando la ira
de Nadi.
***
El olor de las orquídeas no se desvanecía. Beatrice casi se había
arrancado las axilas de su vestido al esforzarse por abrir las ventanillas del
coche, pero no sirvió de nada. Yacían en un montón suelto en el banco
acolchado junto al de ella, su delicado y caro perfume era imposible de
ignorar. Le picaba los ojos. Se le subió a la garganta. Pero tragó, parpadeó y
respiró por la boca.
Mantuvo la mirada en los campos y el césped justo afuera de la
ventana, contando ganado a través del nudo en su garganta. Ella no debía
llorar. No serviría de nada salir del carruaje dorado, cuyo color turquesa
gritaba que era propiedad de los Lavans, con kohl recorriendo sus mejillas
cuidadosamente pintadas y empolvadas. Las lenguas se agitarían si alguien
la viera huir de la casa con su maquillaje hecho un desastre. Una cosa era
ser un fracaso, pero parecerlo era impensable.
Pero quería llorar. Quería acurrucarse en una pequeña bola apretada,
escondida en algún rincón donde nadie pudiera verla, y llorar hasta que le
dolieran los ojos. La Sra. Lavan le había despojado de cada fantasía, cada
ilusión, cada sueño de azúcar de nube y la había dejado desnuda, y luego la
sostuvo frente a un espejo y la obligó a mirar lo que era nada de
importancia. No tenía habilidades. No tenía conexiones. Ni siquiera tenía la
solidez de una reputación empresarial familiar.
Todo lo que tenía para dar era su fuerza en el poder. Todo lo que valía
eran los hijos que podía darle a un hombre. Un hombre con riquezas pero sin
poder propio estaría ansioso por una novia así. Udo Maasten estaba ansioso
por tener una novia así. No podía esperar apuntar más alto.
Pero la idea de ceder a las demandas de la sociedad, de someterse a sus
expectativas y casarse con alguien que no tuviera ni una pizca de la
indulgencia que Ianthe le habría dado... No podía. No cuando la solución
estaba tan cerca de ella. No cuando podía ayudar a Ysbeta... ¿Cómo podía
ayudar a Ysbeta? La señora Lavan no había retirado la bienvenida de
Beatrice a la casa de Lavan, pero no estaría contenta de encontrarla allí,
después de haber enviado su equipaje. ¿Cómo podría enseñar a Ysbeta y
cumplir con su parte del trato?
Ella e Ysbeta tenían que hacer un plan. Ambas necesitaban este
conocimiento, e Ysbeta no podría obtenerlo sin su ayuda. Beatrice tenía que
asistir al baile de Robicheaux y hablar con ella. Ysbeta estaría allí, tratando
de atraer pretendientes…
Y Beatrice necesitaba su propia cadena de caballeros compitiendo por
su atención, para que su familia siguiera asumiendo que estaba cumpliendo
con su deber hasta que llegara el momento de revelar la verdad. Tenía que ir
al baile y tenía que brillar.
Se enderezó de su postura enroscada y desesperada y se apoyó contra
el respaldo del asiento mientras una brisa que llevaba el aroma de las flores
de cerezo dominaba el perfume burlón de las orquídeas. Observó las
fachadas de piedra gris de las casas en Triumph Street, los números de las
casas contando hacia atrás hasta el número diecisiete. Metió las orquídeas
en el hueco de su brazo y dejó que el lacayo la sacara del carruaje con la
cabeza en alto mientras entraba.
—Pon esto en agua azucarada con un poco de vinagre —le dijo a una
sirvienta, quien tomó el manojo de flores con una mano asombrada—. Me
gustaría que las llevaran a mi habitación y las dejaran donde pueda verlas
desde la cama.
Las miraría y recordaría que lo único que tenía era fuerza en el poder.
Pero también era lo único que necesitaba, si tenía la voluntad de usarlo.
—¡Clara! —Beatrice tomó un puñado de sus faldas y subió las escaleras
hasta su habitación—. Siento haberme retrasado tanto. ¿Está listo el baño?
No tenemos mucho tiempo.
IX
Udo Maasten era tan alto que destacaba por encima de todos incluso
cuando estaba sentado. Era como si alguien hubiera tomado a un hombre
hecho de savia de goma y lo hubiera estirado. Giró su larga cabeza de un
lado a otro para mirar a cualquiera que hablara en la mesa, y cuando tragó
un bocado de cordero estofado, su garganta subió y bajó por encima de la
servilleta metida en el cuello de su camisa.
—Es viejo.
—Tal vez no tan viejo como crees. —Pero Udo era un hijo del
Protectorado de Vicny de cabello claro con rostro sonrosado, y en lugar de
ponerse una peluca, como la mayoría de los hombres, dejó que se mostrara
su calvicie, su cabello fino estaba en una cola en la parte posterior de su
cuello.
—Soy muy afortunado de estar en presencia de tantas encantadoras
señoritas, el más afortunado en verdad —declaró con su voz
sorprendentemente profunda, sonriendo a Madre—. Debe estar muy
orgullosa de sus hijas. Se parecen mucho a usted.
Lanzó otra mirada a Beatrice.
—No me gusta cómo te mira cuando no puedes ver —dijo Nadi—. No
puedes casarte con él.
—No tendré que hacerlo —tranquilizó Beatrice—. Iremos al baile esta
noche. Ysbeta me dejará copiar el libro pronto, estoy segura. No tendré que
casarme con Udo Maasten.
Padre dejó su tenedor de carne y bebió cerveza.
—Beatrice es una joven encantadora —concordó—. Cualquier hombre
tendría suerte de tenerla como esposa.
—¿Sobreeducada, dijo? —Udo se lamió la grasa de los labios y volvió a
mirarla. Beatrice hizo todo lo posible por sonreír.
—Le enseñé a analizar las finanzas —dijo Padre—. Ella sabe cómo
detectar los engaños habituales que la gente intenta hacer cuando estafan el
dinero de la casa. Entiende los libros de contabilidad de inventario y puede
detectar robos y malversaciones al revisar los libros. Ella probablemente
podría administrar las finanzas de una granja o una pequeña empresa sin
ayuda.
El señor Maasten arqueó las cejas.
—Vaya.
—Ha aprendido mucho sobre geografía y política comercial. Podría
hablar con ella sobre sus dificultades para conseguir un trato justo por sus
inventos.
Ahora la miraba con curiosidad, como si fuera un mono de cola larga a
quien alguien le había enseñado a contar hasta diez. Ianthe nunca la había
mirado así. Ianthe abofetearía a cualquier hombre que lo hiciera.
—Señorita Clayborn. He hecho una modesta fortuna con mis inventos,
mientras que mis inversores han hecho grandes. ¿Cómo sugeriría que
maximice la venta de mi próxima innovación?
—No me agrada —dijo Nadi—. No te cases con él.
—No quiero, créeme. Pero no es tan fácil.
—Me temo que no sé cuál será su próxima innovación —dijo Beatrice.
Él le sonrió como si estuviera fingiendo.
—¿Importa?
—Sí. ¿Qué inventó?
Se echó hacia atrás, sopesando sus palabras.
—No se lo he dicho a nadie.
Sir Maasten vendía sus inventos, y quienes los compraban ganaban
dinero, al igual que Lavan International se beneficiaba al máximo de las
innovaciones de sus empleados. Beatrice lo entendía, él estaba soltando el
control de sus inventos demasiado pronto. No importa lo que él había
construido, no en realidad. Beatrice dejó el tenedor y se secó la boca antes de
hablar.
—Entonces no puedo pedirle que confíe en mí —dijo Beatrice—. Pero
en general, quiere mejorar sus relaciones con los legisladores y jueces
cuando inventa algo nuevo, en lugar de venderlo a alguien con dinero para
maximizarlo.
Maasten parpadeó.
—No puedo vender mis inventos a un legislador.
—Es cierto —dijo Beatrice—. Pero un legislador puede introducir
protecciones específicas que le permitan… o debería decir, a su empresa,
tener el derecho de duplicar y distribuir sus invenciones.
—¿Por cuáles medios?
Ella frunció el ceño tratando de encontrar la manera correcta de
explicar lo que quería decir.
—No venda sus inventos, señor Maasten. Venda una licencia que
otorgue permisos para producir réplicas de su invención. Alguien
inevitablemente mejorará su diseño original, reduciendo las ventas de sus
licencias, pero usted inventará algo más y luego venderá licencias para eso.
Él la miró asombrado.
—Si hubiera hecho eso antes, hoy sería un hombre muy rico.
Él no podía tener una fortuna tan modesta si Padre lo había invitado a
cenar. Pero ella acababa de estropearlo con su alarde. Lo había
impresionado con sus conocimientos, en lugar de repelerlo con su
comportamiento poco femenino. Ella cogió su clarete y Nadi la obligó a
avanzar demasiado rápido. El vaso cayó, derramándose rojo por todo el
mantel de lino y salpicando la camisa del señor Maasten.
—¡Oh, lo siento mucho! —gritó Beatrice—. ¡Nadi! ¿Qué…?
—Confía en Nadi —dijo Nadi, y su mano buscó otra servilleta y se
cerró en un tenedor, que cayó al suelo.
—No sé qué... —Beatrice se puso de pie demasiado rápido y golpeó su
silla contra un servidor, que agarró torpemente la bandeja de tartas en sus
manos. Delicados pasteles se deslizaron de la bandeja y cayeron en cascada
sobre Harriet, quien gritó y se puso de pie de un salto.
—¡Harriet! —Beatrice se movió para ayudarla, pero su silla caída
estaba en el camino. La apartó a un lado, solo para descubrir que el mantel
se había enredado en las patas. Toda la cena se deslizó precipitadamente
hacia los lados. Su plato aterrizó en el suelo con un estrépito de los
cubiertos, y la copa de vino de su madre se tambaleó y cayó en sentido
contrario, el contenido salpicando la chaqueta del señor Maasten.
—¡Estese quieta! —gritó el señor Maasten—. No se mueva. Cada vez
que se mueve… quédese ahí.
Con cuidado y cautela, el señor Maasten se levantó de la mesa,
manchado de vino y aterrorizado.
—Tengo que irme.
Padre se limpió la boca con la servilleta, con aire alarmado.
—Pero señor Maasten, aún debemos hablar de la corporación que
mencionamos antes…
—Realmente debo irme —dijo Maasten. Su última mirada a Beatrice
estaba profundamente marcada por la ansiedad. Beatrice podía verlo
imaginando los estragos que una esposa torpe podía causar en delicados
inventos, valiosos cuadernos y objetos de valor en general—. Buenas noches,
señorita Clayborn.
—Buena noches…
Ella intentó doblar la rodilla, pero pisó una tarta. Su pie salió
disparado de debajo de ella y se agarró a la mesa para detener su caída,
arrastrando el plato de Harriet al suelo.
Udo Maasten casi salió corriendo de la habitación.
Beatrice se llevó las manos a las mejillas, contemplando las ruinas de
la cena, su vestido manchado de comida, su hermana sorprendida y jadeante
y la horrorizada incredulidad de su padre. Madre estudió el lugar donde se
había sentado el señor Maasten, sus labios apretados y sus mejillas
pellizcadas. Miró a Beatrice y rápidamente desvió la mirada, tapándose la
boca mientras sus hombros temblaban. Cerró los ojos y grandes jadeos
silbaron entre sus manos.
—Oh, querida —dijo Padre—. No llores.
Beatrice apartó la mirada apresuradamente. Si seguía mirando a
Madre, Beatrice se reiría hasta que le dolieran los costados. Había
arruinado dos vestidos, una camisa, un mantel y tal vez incluso la alfombra
del suelo. Era la peor suerte que había tenido.
—Gracias, Nadi.
Nadi se rio.
—Eso fue divertido.
Tenía que salir de aquí. Se giró y asintió hacia su pálido y horrorizado
padre.
—Creo que debería descansar antes de la fiesta —dijo Beatrice—.
¿Puedo por favor excusarme?
X
La mansión Merwood desplegó unas intimidatorias alas ante las
mujeres Clayborn, que se encontraban en el patio al pie de dos rampas
curvas que flanqueaban las escaleras que conducían a la puerta principal.
Su carruaje tuvo que esperar en la calle con decenas más, cuyo número
prometía una fiesta multitudinaria en el interior. Beatrice contempló las
estatuas que sostenían un rostro tallado frente a un techo en forma de pico,
las luces que brillaban en la cúpula de cristal del centro, la imagen de la
riqueza en plena exhibición, y tragó.
Sus pies no se movían todavía. Así que se puso de pie y contó las
ventanas y las puertas, calculó las tasas del impuesto sobre la propiedad de
cada una de ellas, y se abrochó cada lazo que subía por la parte delantera de
su vientre. Las cascadas de encaje cosido a mano temblaban desde sus
codos. Le dolía la cabeza por el peso de todos los alfileres que sostenían su
peinado. Estaba tan ricamente vestida como cualquiera podría pedir fuera
de una corte real.
—Beatrice —dijo Harriet—. ¿Te has asustado?
—No —dijo Beatrice—. Pero mira qué bonita es la casa.
—Será hermosa por dentro —dijo Harriet—. ¿Qué te preocupa?
—Nada —dijo Beatrice, y aun así sus pies no se movían.
La casa estaba ante ella y volvió a sentir, la sensación de que sabía que
era la hija de un banquero endeudado. Que esas puertas no se abrirían para
admitirla. Que se había atrevido demasiado al venir aquí.
—Beatrice —dijo Harriet.
—Lo sé.
—Adelante, Beatrice —dijo Nadi—. Yo ayudaré.
—¿Qué vas a hacer?
—Ya veré cuando lleguemos. Acércate a la puerta, ahora. Fuiste
invitada.
El pie izquierdo de Beatrice se levantó cuando Nadi tomó las riendas.
Juntos subieron las escaleras, con la cabeza alta y la invitación en la mano.
Nadi asintió al hombre que le abrió la puerta. Se le apreatron los dedos de
los guantes de seda bordados en el momento en que la invitación salió de su
mano.
Un criado llevaba bandejas con el suave ponche rosa que ella conocía
del Baile de la Asamblea y de la fiesta de tarjetas de Bard Sheldon, y Nadi
cogió una copa.
—¡Un sorbo!
—Lo sé —dijo Nadi, divertido—. Mira, más esculturas.
—No —respondió Beatrice—. Pueden moverse.
Y así lo hicieron, girando la cabeza para seguir a alguien que pasaba.
Un joven saludó a una de las figuras, y ésta le devolvió el saludo.
—¿Están vivas?
—No —respondió Beatrice—. Son autómatas del Protectorado del Este.
Pueden moverse, y hacer cosas complejas, como escribir lo que se les diga.
—¿Son mágicos?
—Son máquinas.
Ella y Nadi observaron sus extraños movimientos un poco más,
inspeccionando la sala octogonal donde la gente se detenía en una
conversación y pasaba por todas las habitaciones. La música luchaba por
hacerse oír por encima de la conversación que resonaba en la cúpula de
cristal. Beatrice miró hacia arriba, pero toda la luz hacía de la cúpula un
reflejo facetado de la escena de abajo, y no podía ver las estrellas.
—Oh —dijo Harriet—. Esa es Julia Robicheaux.
Beatrice la encontró rodeada por una falange de muchachas con
vestidos ricamente decorados, el pelo recogido y maquillajes en el rostro.
Observaban a Harriet como una manada de elegantes gatos de caza, y la que
estaba en el centro, la que tenía las mismas cejas angulosas de ala de
gaviota que su hermano, le hizo una seña a Harriet.
Harriet se adelantó sin dudar un ápice. Beatrice observó cómo se
saludaban formalmente con reverencias, y Harriet se rió de algo que dijo
Julia. Entonces, todas las chicas se reunieron en torno a Harriet para
interrogarla. Sus respuestas las hicieron reír y, en grupo, se alejaron hacia
una de las habitaciones laterales, fuera de la vista de Beatrice.
Harriet ni siquiera había mirado hacia atrás. Beatrice buscó a su
madre, pero ya estaba metida en una conversación con una mujer y su
marido. Beatrice estaba sola.
Podría encontrar a Ysbeta. Tenía que estar en una de estas
habitaciones. ¿Quizás estaba bailando? Beatrice se acercó a la música y
cruzó el octógono hasta llegar a un salón de baile. Una larga hilera de
bailarinas se exhibían en pequeños cuadrados de seda mientras trazaban
complicados movimientos de pies. Aquella era la escollera, llamada así
porque el movimiento de las parejas que bailaban era como el soplo del mar.
—¿Srta. Clayborn?
Beatrice sonrió a un hombre de mejillas rosadas sin la vacilante corona
de hechicería en su aura.
—Sí.
—Sir Charles Cross —dijo el joven, y su sonrisa era de satisfacción—.
¿Acaba de llegar?
—Llegamos tarde —dijo Beatrice, y Charles negó con la cabeza.
—Solo tres bailes. Nada imperdonable. ¿Baila la persecución de la
cestería? Es el siguiente en la lista.
—Conozco los pasos —dijo Beatrice—. Estoy buscando a mi amiga.
¿Ysbeta Lavan?
—Probablemente esté con Bard —dijo Charles, y ofreció su mano—. Le
ayudaré a encontrarla después de bailar.
—¡Srta. Clayborn!
Beatrice sonrió a otro hombre, acompañado por Danton Maisonette.
Danton curvó sus labios en un esfuerzo aceptable, pero su acompañante
dirigió a Beatrice una sonrisa deslumbrante, brillante y con hoyuelos.
—He estado esperando para conocerla. Desapareció en el Baile de la
Asamblea, donde pretendía pedirla que fuera mi pareja. Por favor, acepte mi
invitación a bailar.
¿Qué estaba pasando?
—Ya he aceptado la invitación del Sr. Cross, Sr...
—Poli —dijo el caballero, y Beatrice hizo lo posible por no quedársele
mirando—. Elon Poli.
—¿El actor?
—Efectivamente —dijo el Sr. Poli—. Vi su cuadro en la galería de las
ingenuas y supe que debía conocerla. Se cansará usted después de tanto
bailar. ¿Puedo pasear con usted por el jardín?
—Es usted demasiado audaz —dijo Danton—, para pedirle algo así a
una mujer sola. Me gustaría hablar con usted, Señorita Clayborn, en
compañía de mi hermana...
—Señorita Clayborn.
Otro caballero se abrió paso en el arco de hombres que intentaban
captar su atención. Beatrice quiso fingir que se desmayaba y permanecer en
el salón de señoras durante el resto de la velada. Sonrió al recién llegado,
que llevaba un rubí prendido en el corbatín que pagaría la hipoteca de
Padre.
—Soy Peter Fowles, Lord Tiercy. ¿Está su padre presente?
El padre de Lord Tiercy era el ministro de finanzas. Era un iniciado de
la rosa, por el anillo en su mano y la daga en su cadera. ¿Deseaba hablar con
su padre?
—Se quedó en casa —dijo Beatrice.
—Me gustaría invitarlos a ambos a almorzar en el salón de té de la
sala capitular de Bendleton...
—El baile está a punto de comenzar, caballeros —dijo Charles—. No
agobien tanto a la dama.
Todos retrocedieron, y Charles la condujo fuera de la escaramuza y
hacia la pista de baile, uniéndose al final de una fila muy larga.
—Lo siento. Debe sentirte positivamente perseguida, después de todo
eso.
¿Qué diablos estaba pasando? Se separaron, y Beatrice giró para
saludar a la mujer de su derecha con una rodilla cortésmente doblada, luego
se levantó en puntillas y pateó un pie hacia adelante, dando un paso hacia el
centro para rodear a su compañero.
—Admito que nunca he sido el centro de tanta atención.
—Se dice que la época de negociaciones es la más grandiosa de la vida
de una mujer —dijo Charles mientras enlazaban sus brazos y se sonreían—.
Que nada iguala estas semanas de alegría y amistad.
—Yo también lo he oído —dijo Beatrice, y cruzó de un salto la línea
para saludar a la señora que estaba al otro lado. Sonrió, pero era Danielle
Maisonette, guapa, rubia y con un vestido exagerado. Vaya. Hasta aquí llegó
la amistad desde ese rincón. Beatrice dejó que sus brazos flotaran de sus
hombros al encontrarse de nuevo con Charles Cross.
—Me pregunto cómo será después —continuó su compañero—, para la
pobre mujer que se case con un señor de campo, o un hombre que prefiere a
su esposa apartada de la sociedad. Yo necesito una esposa que pueda
gestionar mis numerosos asuntos sociales.
Como si una esposa fuera una posición como la de un hombre de
negocios.
—¿Es anfitrión de muchas reuniones sociales, Sr. Cross?
La miró con un brillo divertido.
—No sabe quién soy.
—Confieso que reconozco su nombre, pero no sé si es un Cross musical
o político.
—Mi tío es Philip Cross, el ministro de Asuntos Exteriores —dijo, y
Beatrice se alejó para bailar un ocho con la mujer más simpática de su
derecha. El sobrino del ministro, que pretendía convertirse en ministro él
mismo. Un hombre establecido, conectado e influyente, que necesitaba una
esposa astuta e inteligente como socia para impulsar esta o aquella agenda.
—Estoy avergonzada —dijo Beatrice, cuando se reunieron en el centro
una vez más—. Estoy encantada de conocerle, Sr. Cross. ¿Está disfrutando
de la fiesta?
Padre estaría encantado con la posibilidad de tener conexiones
internacionales. El Sr. Cross sería un partido maravilloso.
—He conocido a algunas damas muy prometedoras —dijo el Sr. Cross—
. ¿Ha organizado alguna vez una fiesta?
Los Clayborn no eran lo suficientemente populares para eso. Padre
prefería escalar posiciones en Gravesford cuando viajaba allí dos veces al
año, desdeñando la compañía en el campo. ¿Sabía acaso lo importante que
era que una joven demostrara su habilidad para organizar eventos sociales?
Harriet tenía que convertirse en anfitriona, y rápidamente.
Pero para el Sr. Cross, todo lo que tenía era una sonrisa.
—No fuera de los cumpleaños de mi hermana.
Con firmeza, lo intentó de nuevo.
—¿Habla muchos idiomas?
—Solo Llanandari, me temo. Suficiente Valserran para leer.
Recogió su sonrisa del suelo.
—¿Sabe lo que hace a Eliza Robicheaux tan divertida?
—Me temo que no he conocido a la señorita Robicheaux, y no he tenido
mucha oportunidad de escuchar los chismes.
La calidad de su sonrisa disminuyó.
—Bueno, ¿le interesan estas cosas?
La Sra. Lavan había tenido razón. No tenía lo que un marido poderoso
necesitaba en una esposa. Su falta de educación, de contactos y de habilidad
para la organización social sería una decepción para todos los hombres con
contactos que conociera. El Sr. Cross terminaría este baile y no volvería a
hablar con ella. Tenía que esforzarse más.
—Creo que sería una aventura muy grande manejar una vida social
ajetreada —dijo Beatrice—, pero interesante.
—Con la ayuda adecuada, creo que lo haría de maravilla. ¿Es cierto
que solo tiene una hermana?
Beatrice saltó a su izquierda, pero la mujer rubia que estaba a su lado
se negó a sonreír, con su fina boca fruncida. Se separaron bailando y
Beatrice tomó las manos del Sr. Cross mientras se movían de un lado a otro.
—Es cierto. Tengo una hermana. Es tres años menor que yo. —Y
ningún hermano, que era lo que realmente quería saber.
—Es una familia muy pequeña. ¿Tiene muchos primos para
compensarlo?
—Tengo seis tías y tres tíos —dijo Beatrice—. Uno de mis tíos no es
mucho mayor que yo.
—¿Y son en su mayoría del lado de su madre?
Beatrice inclinó la cabeza.
—Tres de las tías y uno de los tíos —dijo—. ¿También tiene abundancia
de primos?
—Demasiados —respondió el señor Cross—. ¿Qué cualidad es la que
más desea que tengan sus hijos?
Beatrice aspiró un suspiro. No importaba que no tuviera ninguna de
las habilidades que él deseaba en la esposa de un político. A Udo Maasten,
al menos, le interesaba su habilidad para los negocios. Para el Sr. Cross,
solo importaba su capacidad de darle una descendencia mágica. Si le
hablaba de las deudas de su padre, probablemente las pagaría sin rechistar.
Pero no podía soportar su compañía, ni un minuto más. Arrugó la nariz
ante la pregunta y dejó escapar una pequeña risa.
—No he dedicado ningún tiempo a pensar en ello —dijo Beatrice—.
Qué pregunta tan interesante.
Se apartaron cuando la música llegó a su fin y aplaudieron a los
músicos.
—Ha sido un placer conocerla, señorita Clayborn. Espero conocer
pronto a su padre. ¿Me da su tarjeta?
La acompañó fuera de la pista de baile, haciendo una reverencia sobre
su mano antes de coger una tarjeta de invitación y marcharse. No había
cumplido con los criterios de Charles Cross para una esposa política, pero
seguía siendo valiosa. ¿La veía alguno de los caballeros que se habían
agolpado a su alrededor? ¿Les importaba quién era? ¿Importaba algo de
ella?
El mejor momento de la vida de una mujer. Probablemente el Sr. Cross
no se daba cuenta de lo cierto o lo horrible que era eso. Buscó a Ysbeta entre
la multitud, pero se sobresaltó cuando Elon Poli apareció ante ella, haciendo
una reverencia.
—¿Me permite este baile, Srta. Clayborn?
Detrás de él, otros caballeros se dirigían hacia ella. Si ella decía que no,
eso no detendría a ninguno de ellos. Danton Maisonette se abrió paso a
hombros entre los demás, ganando la delantera.
Beatrice sonrió al actor más famoso de Chasland y le tomó del brazo.
—Será un placer.
***
El salón de baile olía más a sudor que a perfume, y Beatrice no
encontraba a Ysbeta por ninguna parte. Había bailado con una pareja tras
otra durante más de una hora. Al menos, Danton nunca consiguió ser uno de
sus compañeros, aunque tuvo que fingir que lo escuchaba mal para aceptar
a otro. Pero no más. Le dolían los pies. Tenía la garganta seca. Era hora de
escapar de estos cazadores de brujas y encontrar a Ysbeta.
Había visto a su amiga una vez en toda la noche. Ysbeta había bailado
un pivote con Bard Sheldon, pero cuando Beatrice trató de unirse a ella,
había sido superada por la manada. Ni siquiera podía recordar la mitad de
sus nombres. Y todos ellos anunciaron su intención de reunirse con su
padre, en lugar de pedirle que se uniera a ellos para cualquier juego o
salida, como tenía derecho a esperar. ¿Por qué tanta prisa por cerrar un
acuerdo? Solo estaban en la segunda semana de la temporada, ¿qué estaba
pasando?
Agitó su abanico, moviendo un poco del aire demasiado caliente por su
cara, manteniéndolo ante su boca como un escudo que indicaba que no
estaba dispuesta a socializar. Recorrió los alrededores del salón de baile y se
metió en el invernadero, donde Harriet tocaba un poco el centellante piano
para acompañar el dominio del violón de Julia Robicheaux, cuyo arco
bailaba sobre la media docena de cuerdas con movimientos agudos y
precisos.
Su manada de jovencitas se reunió alrededor para escuchar y aplaudir.
También lo hizo un asombroso autómata, que se puso en pie con elegancia
para dirigir las alabanzas. Beatrice observó cómo la maestra levantaba las
manos, asentía con la cabeza y luego se sentaba en una silla acolchada,
levantando una mano para ahuecar su oreja. Harriet se rió y cedió su
asiento del piano a otra joven, que comenzó un brillante solo. Julia tomó el
brazo de Harriet y la condujo más allá de esta diversión para encontrar otra
en el jardín iluminado por antorchas.
Harriet estaba en su elemento. Experimentando ahora las páginas de
una de sus novelas de volantes de seda, había encontrado su lugar y se
deleitaba en él. Harriet se merecía una temporada de negociación propia,
una en la que probablemente bailaría con sus pretendientes en el suelo y se
pasaría el día de un lado a otro, asistiendo a esta o aquella visita a un salón
de té, y manteniéndose al día con docenas de amigos. Harriet sería una
excelente compañera para un hombre como Charles Cross o un barón del
comercio que necesitara un cónyuge viva y conectada para llevar un
calendario social agitado.
Beatrice no podía robarle eso a su hermana. No lo haría. De alguna
manera, tenía que atravesar esta temporada de negociación sin un solo
error, y luego encontrar una manera de salvar Riverstone. Necesitaba una
oportunidad. Necesitaba una sincronización impecable.
Necesitaba suerte.
—Nadi. —Beatrice buscó al espíritu dentro de ella—. ¿Cómo triunfo?
—Lo hacemos juntos —dijo Nadi—. ¿Terminamos de bailar?
—Sí. Tenemos que encontrar a Ysbeta.
—Veo a Ianthe —dijo Nadi—. También está siendo cazado.
—¿Qué?
Pero entonces vio a Ianthe, espléndido y vibrante con un traje de baile
rosa prímula que hacía juego con el de su hermana, haciendo todo lo posible
por sonreír a media docena de jovencitas agolpadas a su alrededor. Se reían.
Movían los pechos. Le tocaban el brazo y trataban de sostener su mirada, y
quien la sostenía sonreía mientras ignoraba a las demás que la miraban con
ojos asesinos.
Beatrice observó un poco más. No debería importarle ni un poco. No
debería dolerle el corazón. No debería sentir que la respiración se le
escapaba del pecho mientras espera que él levantara la mirada, que la viera,
y...
A Beatrice le temblaban las manos. Ese sueño había terminado. Ahora
tenía un solo camino.
—¿Te molestan? Puedo hechizarlos.
—No. Solo están hablando —aseguró Beatrice—. Y ya no importa.
—Todavía te gusta. Todavía te emociona verle.
—Eso no es importante.
—¿No es así?
No lo era. Ahora solo había una cosa para ella. Ianthe era un hermoso
sueño, pero tenía que despertar.
—Ya no. ¿Dónde está Ysbeta?
—Allí.
La única mujer en un grupo de hombres. Beatrice debería haberlo
imaginado. Pero a su lado estaba Bard Sheldon, sonriendo y dirigiendo la
conversación de los caballeros en Chasand, mientras Ysbeta, hermosa
incluso cuando estaba enfurruñada, permanecía en silencio.
Beatrice se había acostumbrado tanto a hablar Llanandari que olvidó
que Ysbeta no tenía tanta facilidad para hablar Chasand. ¡Imagínate,
dejándola así fuera de la conversación!
—¿Cuándo cree que el plan de automatización y fabricación será
aprobado por los ministros? —preguntó a Bard un caballero que fumaba un
puro.
—Una vez que todos esos ministros tengan sus propias actividades
listas para zarpar —dijo otro—. Se formará una docena de nuevas
corporaciones antes de que la tinta se haya secado en la escritura.
Bard se rió y conjuró una llama para volver a encender su pipa.
—No puedo decirlo, amigos. Saben que no podemos hablar de lo que va
a hacer el Ministerio. Pero hay múltiples oportunidades en marcha. Mi
padre me regaló un interesante libro sobre seguridad y gestión de minas.
Está todo en Makilan, pero merece la pena.
Todos los caballeros asintieron, ávidos de más pistas por parte de Bard.
—Perdónenme, señores. —Beatrice tomó la mano de Ysbeta y la sacó
del círculo de la conversación—. Vamos. Si va a conocer caballeros, no puede
hacerlo pegada al lado de Bard.
—Lo intenté. Él... ¡Buenas noches! Sr. Beecham, ¿no es así? —Ysbeta
sonrió brillantemente al caballero que se acercó a las dos.
—Srta. Lavan, Srta. Clayborne. —El Sr. Beecham se inclinó—. Espero
que ambas estén disfrutando del baile.
—A Beatrice le han hecho bailar hasta el cansancio —dijo Ysbeta—,
pero yo no he tenido mucha oportunidad de dar una vuelta por la pista. Sr.
Harlow, ¿cómo está usted? Muchas gracias por las prímulas de la semana
pasada. Las disfruté mucho.
La sonrisa del Sr. Harlow vaciló antes de extenderla sobre su boca.
—Me alegra saber que le han alegrado el día, señorita Lavan. —Esbozó
otra sonrisa y se volvió hacia Beatrice—. Señorita Clayborn. Me encantaría
que accediera a bailar conmigo.
Fue todo lo que Beatrice pudo hacer para evitar que su expresión
cayera en shock. Casi había desairado a Ysbeta, pisoteando su invitación a
conversar para acercarse a Beatrice.
—No podría bailar mientras Ysbeta está sin pareja.
Ysbeta cerró su abanico y lo dejó colgar de su muñeca.
—Me encantaría un baile.
El Sr. Beecham asintió.
—Por favor, permítame acompañarla al lado de Lord Powles.
Ysbeta se rió.
—No es necesario, señor Beecham. Sé que Sheldon cree que su trabajo
está hecho, pero a mí no se me gana tan fácilmente, y me gustaría bailar.
Una luz competitiva brilló en los ojos del Sr. Beecham.
—Entonces, ¿puedo tener el honor?
Ysbeta levantó la mano y el Sr. Beecham la tomó, conduciéndola al
parquet. El Sr. Harlow hizo una profunda inclinación de cabeza a Beatrice y
se alejó para que bailara junto a su amiga.
XI
Bailaron otra persecución en cestería, una corrida en escuadra y un
triple paso. El dobladillo del vestido rosa de Ysbeta gritaba con cada giro, su
risa como el repique de campanas mientras bailaba con el señor Beecham,
luego con Lord Overston y el propio Ellis Robicheaux, y lo que sea que Ellis
le dijera mientras entrelazaban sus burlones pasos alrededor de cada uno
tenía a Ysbeta radiante de buen humor.
Beatrice hizo todo lo posible por mantener el ritmo, aceptando otra taza
de ponche y la asociación de Fitch Amesbury, el hijo de Amesbury Steel and
Smithworks, Gilbert Arquelon, un ciudadano mucho más amable de
Valserre que Danton Maisonette, y Neville Ordin, un rico terrateniente con
el mejores caballos Arshkatan en Chasland. Encantadores. Halagadores.
Insinuaron que querían una tarjeta del bolsillo de Beatrice, y luego, con la
invitación en la mano, se inclinaron y la llevaron de vuelta a la esquina que
gobernaban ella e Ysbeta, de regreso a los caballeros que aguardaban y que
luchaban por tener la oportunidad de acompañarlos.
Pero cuando regresaron del paso triple, Bard Sheldon estaba en medio
de ellos, con una sonrisa indulgente en su rostro.
—Señorita Lavan —dijo—. Si quería bailar, solo tenía que decirlo.
—Estuvo bastante ocupado, Sr. Sheldon —dijo Ysbeta, mostrando los
dientes mientras sus mejillas se hinchaban en una sonrisa—. Pero ahora
debo retirarme por el momento al salón de damas.
Su abanico se desplegó con un chasquido de su muñeca, bloqueando la
vista de su boca para que pudieran retirarse al salón de damas en paz.
Una vez dentro del salón, los hombros de Ysbeta se hundieron.
—Bien fue divertido mientras duró.
—¿Ha estado encadenada con él toda la noche?
—No se apartará de mi lado, aunque entiendo la mitad de lo que dicen
sus amigos —gimió Ysbeta—. Traté de decir que debería ver el baile. Él vino
conmigo. Esperé hasta que estuvo enfrascado en una charla sobre
autómatas giratorios con Ellis y murmuré sobre querer algo de aire. Se
detuvo a mitad de la frase y vino conmigo. No he tenido un momento para
respirar hasta que llegó usted. Es mi caballero de aspecto brillante. Mi
salvadora y heroína, la mismísima Santa Ijanel vino a salvarme.
Beatrice se rió.
—No sé dónde ha oído hablar de St. Ijanel.
—¿Bromea conmigo? Ella es famosa aquí. ¿La doncella que repelió a los
invasores con la bendición del señor del viento, que envió una feroz
tormenta para hundir a la flota de conquistadores antes de que pudieran
llegar a la orilla?
Beatrice sonrió y se inclinó más cerca, como si confesara un chisme
secreto.
—¿Sabe lo que pienso? St. Ijanel fue una hechicera. Pero nadie quiere
admitir eso, así que la hicieron bendecida por un dios y le dieron el crédito
por su magia.
—Es una historia tan buena como cualquier otra, y con toda
honestidad, no me sorprendería —dijo Ysbeta, charlando hasta que la
última joven salió de la sala de confort. Una vez sola, se acercó tanto a
Beatrice que sus faldas estaban juntas, casi susurrando—. Escuche. Ianthe
quiere hablar con usted, pero está enterrado en señoritas y es demasiado
educado para alejarse de ellas. Trató de alcanzar su carruaje, pero usted
estaba en el baño cuando llegó a su casa.
¿Lo hizo? ¿Y Padre no había dicho nada de eso?
—Siento no haber viajado con él. La Sra. Lavan me proporcionó un
carruaje después de que me diera algunas flores de su invernadero.
—Ya han peleado por eso. —Ysbeta la llevó a los puestos de tocador,
donde pudieron retocar su maquillaje—. Ella la trató como a una común
cazadora de fortunas.
Ysbeta se quedó de pie frente a un espejo de bordes dorados y examinó
su rostro. No usaba una máscara de pintura y polvo sobre su rostro, como
hacían las damas Chaslander, prefiriendo un susurro de perla en polvo que
brillaba en sus mejillas, lo que solo enfatizaba la piel impecable y brillante
con la que fue bendecida.
—Hasta donde ella sabe, soy una cazadora de fortunas común —dijo
Beatrice—. Pero no sé cómo continuaremos con nuestros estudios si ya no
soy bienvenida en su casa.
—Mi casa —dijo Ysbeta—. ¿Recuerda? Soy la dueña. Yo dirijo al
personal. Yo digo quién es bienvenido y quién no.
Cuánto le gustaba Ysbeta, plantando sus pies y exigiendo que su
madre le cediera el paso. Beatrice habría intentado algo más suave, más
atractivo y persuasivo, pero Ysbeta cargó, lista para pelear.
—Ella será infeliz.
—Me llevaré la peor parte de su disgusto —dijo Ysbeta—. No hay nada
que pueda hacer para evitar que entretenga a mis amigos. Pero necesita
hablar con Ianthe. Esta noche.
—¿De verdad debería hablar con él?
—Escuche. Debe hacerle saber que está dispuesta a pelear. Cenamos
con Bard Sheldon esta noche. Lord Gordon pasó la mayor parte de la comida
hablando con Madre.
¿Qué tenía eso que ver con Beatrice luchando por permanecer al lado
de Ianthe? Beatrice inclinó la cabeza y observó el reflejo de Ysbeta.
—¿Tuvieron una conversación agradable?
Ysbeta la miró por un momento, una esquina de su labio inferior
atrapada entre sus dientes.
—Lord Gordon brindó por nosotros con copas Makilan sopladas con la
boca, el vaso más fino del mundo, y quiere una asociación que lleve al genio
del vidrio Makilan a Chasland.
—¿En lugar de goma?
—Además de eso —dijo Ysbeta—. También mencionó que no había
visitado Makila en años, pero que recordaba que el gobernador de comercio
tenía la hija más adorable, que probablemente ahora estaría cerca de
cumplir dieciocho años.
Los hombros de Beatrice se soltaron y bajaron.
—¿Está interesado en una novia diferente para Bard?
La mirada que Ysbeta le lanzó en el espejo estaba cargada de tristeza.
—Está interesado en una novia para Ianthe. Si yo estuviera casada con
su hijo, e Ianthe casado con una princesa comerciante, él tendría
exactamente el punto de apoyo que necesitaría para depositar la riqueza de
Makila en las arcas de Chasland. Madre casi comenzó a planificar su
cargamento para el viaje.
Un peso alojado en su pecho.
—Así que cambiará la felicidad de otro hijo por más riqueza y poder.
—A menos que actúe ahora. Padre señaló que tenemos que quedarnos
en Chasland para terminar mi temporada de negociaciones. Madre dijo que
él y Ianthe podrían irse a Makila inmediatamente. Padre señaló que no
podía irse antes de que organizaran la fiesta en Shining Hand, pero en el
momento en que terminemos en Chasland, ella se llevará a Ianthe al sur
para conocer a esta familia.
Y luego Ianthe se iría. Para siempre. Ysbeta estaría fuera con un
vestido verde y se casaría tan pronto como pudieran hacer los arreglos. Todo
estaba sucediendo demasiado rápido; todo se les estaba cayendo de las
manos.
Estaban solas ante los espejos, las jóvenes bordadas y con volantes de
encaje al otro lado de la habitación fuera del alcance de cualquiera que no
fuera el oído más agudo, pero Ysbeta susurró en sus reflejos.
—Dígame cómo leer los libros —dijo Ysbeta—. Ianthe es suyo. Sé que
ya lo sabe y no tengo nada que negociar con usted. Pero…
Pero no era tan simple.
—Yo también necesito ese libro —dijo Beatrice—, así que tiene mucho.
—Aún quiere...
—No importa lo que quiera. Aún no está lista para afrontar la prueba
de la mayor invocación. Debemos encontrar más tiempo.
—No hay más.
—Entonces debemos hacer algo —dijo Beatrice—. Si vamos a escapar
de esto...
Las cejas de Ysbeta se juntaron.
—¿Nosotras? Pero Ianthe...
—Sería el mejor esposo del mundo —dijo Beatrice—. Me daría todo lo
que estuviera en su poder. Pero tendría que renunciar a mi lucha.
—¿Su lucha? ¿Qué quiere decir?
Beatrice se inclinó hacia Ysbeta, su voz tan baja que solo llegaba a sus
oídos.
—Quiero magia, Ysbeta. No solo para escapar del collar matrimonial.
Quiero la vida de una hija espinosa, ayudando en secreto a su padre en sus
negocios, pero salvaré a mi familia y haré que Harriet ingrese a la
universidad para mujeres. Yo financiaré su temporada de negociaciones.
—Ianthe pagará con mucho gusto por todo eso.
—Sé que lo haría. Pero quiero magia aparte de todo eso. Lo quiero
porque debería ser mío.
Ysbeta se quedó quieta, con los ojos muy abiertos.
—No lo quiere.
—Sí —dijo Beatrice—. Pero también quiero magia. No puedo tenerlos a
los dos, Ysbeta, ¿qué elegiría si fuera usted?
El reflejo de Ysbeta apretó los labios.
—No estoy en su posición. No puedo imaginar la elección que enfrenta.
Si un hombre volviera mi cabeza como Ianthe hace con la suya, estaría en
agonía.
Necesitaba hablar con Ianthe. Era lo mínimo que podía hacer. Ella le
debía una explicación.
—Hablaré con él. ¿Está lista para desafiar la fiesta?
—¿Qué puede apostar que Bard está rondando afuera? —preguntó
Ysbeta.
—No estoy dispuesta a perder ninguna moneda por una apuesta tonta.
—Beatrice buscó en su bolsillo su pañuelo y se limpió los dientes con
colorete—. Ianthe está completamente rodeado. ¿Cuál es nuestro plan de
ataque?
—Lo que hizo por mí. Irrumpir directamente y llevárselo —dijo
Ysbeta—. Es más simple.
—¿Beatrice?
Una pequeña figura vestida con brocado de seda lila irrumpió en el
tocador y corrió hacia ellas en una ráfaga de faldas.
—Beatrice —dijo Harriet—. Oh, Beatrice. No fuiste tú. Estaba muy
preocupada…
—¿Qué es?
—Ha habido un incidente —susurró Harriet—. Uno de los ingenuos
está en desgracia. La están enviando a casa ahora mismo.
—¿Por qué? —corearon Beatrice e Ysbeta.
—No tan fuerte —regañó Harriet—. Ella usó magia en un caballero. La
estaba molestando, pero no importa. Ella gritó el nombre de un espíritu y lo
empapó con agua que vino de la nada, así que ella está en problemas, y no
él.
—Eso no es justo —dijo Beatrice. Y la sociedad le haría la misma
justicia si la atrapaban con Nadi. Estaría sellada, marcada como una
desgracia. Si alguien supiera que hospedaba regularmente a un espíritu,
estaría arruinada.
—Nadi tiene suerte —aseguró Nadi—. Eso no sucederá.
—¿Qué se suponía que iba a hacer ella? —preguntó Ysbeta.
—Lo sé, pero está hecho —dijo Harriet—. Wendera Heath ha bailado
dos veces con Charles Cross. Genevra Martin le presentó a Stephen Hadfield
a su padre. Has bailado como loca, Beatrice. Los caballeros se están
moviendo rápidamente para asegurar novias. Ahora solo quedan doce
ingenuas libres, y eso no será por mucho más tiempo.
—¿Doce? ¿Qué pasó con la otra? —preguntó Ysbeta.
Harriet se humedeció los labios.
—Nadie quiere cruzarse con Lord Powles. Todo el mundo sabe que sus
padres están hablando entre ellos.
La mitad de Beatrice se dio la vuelta. Ysbeta no sufría el mismo dilema
que ella. Ysbeta no quería casarse, ni con Bard ni con nadie. Si terminaba
casándose… no. No podía. Tenía que ayudar a Ysbeta, sin importar lo que
eligiera para ella.
—No estoy fuera del mercado. —Ysbeta se puso gris—. No tan
temprano. No lo estaré.
Harriet pareció compasiva.
—¿Había alguien más que quisiera?
—Creo que la señorita Lavan tiene derecho a su privacidad —dijo
Beatrice—. No tiene que decirnos por quién se siente atraída.
—Le pido disculpas, señorita Lavan. No quise entrometerme.
—Sin ofender —dijo Ysbeta—. Pero me deslicé aquí para descansar y,
con suerte, recuperarme de este terrible dolor de cabeza. Me temo que no ha
disminuido. Creo que debería irme a casa, debería ir a buscar a mi hermano
de inmediato.
—Hay caballeros rondando cerca del salón de damas —dijo Harriet—.
Vi a algunos de ellos bailando con Beatrice.
—Oh, no —gimió Beatrice—. Tal vez debería irme con usted, Ysbeta.
—No puedes —dijo Harriet—. Si te vas con Ianthe, será un escándalo
perfecto. Pero aún no has bailado con él. Tienes que bailar con él. Todos se
darán cuenta si no lo haces.
Ysbeta miró a Harriet con un gesto de respeto.
—Sabe más sobre esto que yo y Beatrice juntas.
—Debe decirle a Bard que no se encuentra bien. Aquí. —Metió una
mano en el pliegue de su falda y sacó una lata de pastillas de hinojo—.
Coma algunas de estas, así parecerá que su estómago se rebeló. Perdonará
por qué ha estado aquí tanto tiempo. Iré a buscar a Madre y la
defenderemos de las presuntuosas atenciones de Bard.
—Harriet. —Beatrice miró a su hermana, su hermana conocedora,
inteligente y socialmente experta—. Eres un regalo.
Ysbeta tomó otra pastilla.
—Espero que su temporada de negociaciones le traiga un éxito sin
precedentes, señorita Harriet. Casi quiero estar ahí para verla hacerlo, para
poder ver cómo se hace correctamente.
—Gracias —dijo Harriet. Su sonrisa profundizó los hoyuelos de sus
mejillas—. Quédese aquí. Traeré a Madre.
***
Harriet había hecho más que llevar a Madre al tocador donde Beatrice
e Ysbeta aguardaban acurrucadas. Ianthe esperó junto a la puerta y
estrechó las manos de Ysbeta.
—No estás bien.
—Lo estoy, pero no creo que pueda manejar el carruaje todavía. —El
aliento con olor a hinojo de Ysbeta emanaba de su sonrisa—. La señora
Clayborn se ha ofrecido a sentarse conmigo hasta que me sienta lo
suficientemente estable para viajar. ¿Quizás podrías disfrutar de un baile
más?
Ianthe cuadró los hombros y se volvió hacia Beatrice.
—¿Si pudiera tener el placer?
—Acepto.
Ianthe llevó su mano como si fuera un cristal delicado, y eso fue
suficiente para sentir que tocaba magia. Rebosaba en el valle de su palma
mientras ocupaban su lugar en el parquet, posando, esperando que
comenzaran los músicos.
El primer acorde hizo que su corazón saltara, ya que era el quanadar
de Llanandari, uno de sus bailes atrevidamente íntimos donde las parejas
bailaban solo en parejas. Beatrice se volvió para mirar a Ianthe y levantó las
manos en alto, sus manos y brazos tocando el codo, sus caras lo
suficientemente juntas como para besarse. Quizás sí se besaron en
Llanandras, pero Beatrice flotaba a unos centímetros de la boca de Ianthe,
atraída impotente hasta las profundidades de sus ojos.
—He querido bailar con usted toda la noche —dijo Ianthe en Chasand,
y Beatrice se alejó de él, con los brazos flotando a la altura de la cintura,
estirándose hacia las paredes del salón de baile antes de que Ianthe la
agarrara del brazo y la hiciera tambalear en su agarre.
—Harriet dijo que debíamos hacerlo, o parecería que nos habíamos
enfriado el uno con el otro. —Su cuerpo chocó contra el de él. Ella puso sus
manos sobre sus hombros, lista para que él la levantara en el aire y girara.
Las manos de Ianthe se aferraron alrededor de su cintura apretada, y
sus faldas se ensancharon mientras giraban.
—No tengo frío. ¿Usted sí? —La dejó en el suelo y se rodearon, con las
palmas de las manos tocándose—. Tengo que saberlo. ¿Ysbeta le contó
nuestra cena con Lord Gordon?
—Sí.
—¿Y que mi madre planea navegar hacia Makila una vez que termine
esta temporada de negociaciones?
—Ella me lo dijo.
Ianthe frunció el ceño y le dolieron los ojos.
—¿Tiene el corazón frío ante la idea del matrimonio? ¿Tiene... tenemos
una oportunidad?
Beatrice se dio la vuelta, pero sus pasos volvieron inexorablemente en
espiral hacia Ianthe.
—A su madre no le agrada la idea de que nos casemos.
—No me importa lo que le agrade —dijo Ianthe—. Me importa lo que le
agrade a usted.
Tenía que elegir. ¿Cómo podía? ¿Ahora? ¿En el espacio de un baile?
—Pensé que la magia era la elección clara. Pensé que no tenía nada
que perder.
Ianthe presionó sus palmas contra las de ella.
—¿Pero ahora?
Sus rostros estaban tan cerca que Beatrice podía susurrar.
—No importa lo que haga, dolerá. Estoy partida en dos ¿Pero soy
egoísta? ¿No debería ser una buena hija y...?
—Conoce el misterio de la rosa. —Ianthe le agarró las manos,
retrocedió y luego, tan cerca, su calor personal irradió sobre su piel—. Si
fuera un hombre, a nadie se le ocurriría pedirle que se apartera del camino
iluminado por las estrellas. Y sin embargo yo...
La tomó en sus brazos.
—Soy egoísta. Conozco su angustia. Pero nadie me cautiva excepto
usted. Y me digo que nadie entenderá lo que sacrificó, que solo yo puedo
aliviar el golpe de estar tan cerca. Yo soy el egoísta, Beatrice.
Oh, no podía llamarla así. No podía simplemente decir su nombre como
si le perteneciera. Quería escucharlo de nuevo.
Extendió la mano para tocarle la cara y deslizó las yemas de los dedos
por su mejilla.
—Yo soy la egoísta. Porque si no encuentra lo que busca, debo estar allí
para ser a quien recurra. Y eso es como esperar que falle, y eso lo odio.
Él la deseaba. Entendía su necesidad y eso lo destrozaba al igual que
ella. Las mariposas estallaron en un vuelo delirante. Su corazón se partió en
dos.
—Ianthe.
Se separaron. Beatrice no podía sonreír, no podía llorar. Su corazón
tembló con el conocimiento del sonido de su nombre en sus labios.
Se encontraron con las palmas primero, y la mirada de Ianthe se cruzó
con la de ella.
—Dígalo otra vez.
—Ianthe. Lo entiendo.
Ianthe cerró los ojos. Él asintió con la cabeza, su rostro rebosante de
alivio y culpa, y cuando abrió los ojos, el anhelo lo cubrió todo.
—Beatrice —dijo Ianthe, y él se acercó, trayendo consigo la dulce
fragancia de flores blancas y madera dulce. Se pararon en el acorde final en
la misma posición en la que comenzaron, presionados juntos, con los labios
separados por una pulgada. La sensación la invadió, brillando como luces
diminutas.
La parte superior de su cabeza se sentía liviana como el vino
burbujeante más raro. Se sentía como si se balanceara alto en el aire,
riéndose de la sensación de caída en su cintura justo cuando caía de regreso
al mundo, cayendo y nunca chocando.
—Ianthe.
El acorde final murió en el aire, y se apartaron el uno del otro,
mirándose. Beatrice todavía sentía su toque. Sus manos recordaban el cálido
satén de su abrigo. Su corazón latía como si hubiera corrido cinco millas, su
respiración se hinchaba contra su corsé.
Ianthe inclinó la cabeza. Extendió la mano y Beatrice le puso los dedos
en la palma. Se volvió y la condujo de vuelta a las sillas que se alineaban en
la pared, donde Harriet, Ysbeta y Madre estaban sentadas, mirando.
—Gracias por ayudar a mi hermana, señora Clayborn, señorita
Harriet. —Ianthe les hizo una reverencia y luego miró a su hermana—.
¿Estás lo suficientemente bien para viajar?
—Creo que puedo soportarlo —dijo Ysbeta—. Baila el quanadar con
gracia, Beatrice. Fue una vista de lo más absorbente.
La cara de Beatrice se calentó y apartó la mirada, pero dondequiera
que mirara, los jóvenes la miraban. En la esquina, Danielle Maisonette
agarró un pañuelo y le dio la espalda a los intentos de su hermano por
animarla.
Beatrice miró a Ysbeta con consternación.
—Así parece.
—Iremos a buscarla mañana después del desayuno. —Ysbeta se puso
de pie—. Hasta entonces.
Ianthe se la llevó lejos, atreviéndose a mirar hacia atrás antes de que
salieran del salón de baile.
XII
Padre observó a Beatrice con los ojos entrecerrados mientras ella
manejaba con destreza cada plato del desayuno sin incidentes. Cuando
terminó de comer y pidió que la excusaran, él no respondió de inmediato.
—¿Confío en que se haya recuperado de lo que sea que le afligió
anoche?
—Eso creo, Padre.
—Escuché que eras popular en el baile —dijo Padre, asintiendo con la
cabeza hacia Madre—. ¿Y qué bailaste con Sir Charles Cross?
—Lo hice —respondió Beatrice—. Está buscando una esposa que pueda
manejar un calendario social exigente. No creo que esté a la altura del
trabajo.
—No creas que no lograste impresionarlo, querida —dijo Padre—.
Viene a almorzar.
—Lamento no estar aquí —dijo Beatrice.
—Él lamenta que ya tengas un compromiso. Otra salida con Ysbeta e
Ianthe Lavan —dijo—. ¿Tienes confianza en su consideración por ti?
—Ianthe tiene a Beatrice en tierna consideración —dijo Harriet—. Vi
cómo estaba con ella anoche, y su interés es evidente. Todos lo ven menos tú,
Beatrice.
Padre se echó hacia atrás.
—Señor Kalman Lavan nos ha invitado a la fiesta a bordo del Shining
Hand. Es una fiesta muy exclusiva.
Beatrice tomó su taza de té y bebió un trago.
—¿Lo hizo? —¿Después de que la señora Lavan casi la echara de la
propiedad?
Padre asintió, pero su expresión tenía dudas.
—Pero el Sr. Lavan mencionó tu amistad con Ysbeta antes de extender
la invitación. Podría haber querido simplemente incluirte por el bien de su
hija.
—No Padre. —Harriet negó con la cabeza—. Ianthe la está cortejando,
créeme.
—La amistad con la señorita Lavan no es un noviazgo con el señor
Lavan. Entiendo que es emocionante tener su atención, pero sin conocer sus
intenciones, no puedes permitirte alejar a los pretendientes. Debes salir de
esta temporada de negociaciones como novia. Es lo único que importa.
Padre se había quedado con su hábito habitual. Lo había invertido todo
en una sola empresa: casar a Beatrice. Si fracasaba, no quedaría nada para
invertir. Los Clayborns se arruinarían. No podía permitir que eso sucediera,
no lo haría.
—Como usted diga, Padre.
—Ella tuvo la atención de muchos caballeros —dijo Madre, y tomó un
sorbo de su té—. Pero deberías atenderme, Beatrice, antes de salir de
excursión.
—Sí, Madre —dijo Beatrice—. Padre, Madre me necesita para algo.
—Continúa. —Padre agitó la mano en señal de permiso—. Entonces
Harriet. Escuché que también fuiste un éxito. Háblame de tus nuevos
amigos.
—Me han pedido que vaya a visitar a Georgiana Sheldon esta tarde
para tomar el té —comenzó Harriet.
—¡Sheldon! Una buena conexión. Sin embargo, el único hermano de
Bard Sheldon es todavía un niño. ¿Quién más estará allí, querida?
La puerta de la sala de desayunos se cerró y Beatrice no pudo oír más.
Madre subió rápidamente las escaleras, conduciendo a Beatrice a la
habitación que era para uso personal de Madre, con una puerta que se unía
al dormitorio privado que compartía con su padre. Beatrice adoraba el papel
tapiz de rosas y cintas de la habitación y los delicados muebles de patas bien
formadas tapizados en la misma rosa, un compañero perfecto para las tallas
doradas que sostenían cada asiento.
—Siéntate aquí —dijo Madre, y dio unas palmaditas en el sofá junto a
ella—. Esto vino para ti hace unos días. Quería que lo vieras.
Beatrice observó mientras Madre tomaba una caja de madera baja y
abría la tapa con cuidado. La plata brillaba en una cama de satén, y el
estómago de Beatrice se retorció cuando Madre lo recogió y lo sostuvo con
las manos abiertas.
Era un collar plateado redondo, grabado por todas partes con rosas de
brezo. Madre le dio la vuelta, mostrando los sellos trabajados en la parte
inferior, los símbolos de protección que encerraban la magia almacenada en
el interior.
Padre le daría este collar al novio de Beatrice una vez que hubieran
redactado los acuerdos nupciales. Su esposo se lo cerraría alrededor del
cuello en el momento de la ceremonia cuando ella se convertiría en suya en
lugar de su padre. La ponía enferma solo de verlo.
—Tu padre pagó más por tener los sellos en el interior. —Madre giró el
collar hacia adelante y hacia atrás, y brilló a la luz del sol—. Él quería que
fuera algo bonito, creo.
Era espantoso. ¡Horrible! No podía soportar verlo.
—Guárdalo, Madre. No necesito verlo hasta que me case.
—No crie a mis hijas para esconderme de verdades difíciles —dijo
Madre—. No vi mi propio collar de protección hasta la ceremonia. Juré que
no dejaría a mis hijas en la oscuridad sobre lo que daría forma a su futuro.
—Madre…
Pero continuó, usando el mismo tono tranquilo que Beatrice conocía por
todas las horas que pasaban en la escuela.
—Este es un objeto de magia. Está hecho de una aleación de plata y
antinarum. Los secretos para hacerlo están prohibidos para las mujeres,
pero debes ser un mago para elaborar el metal. Han mantenido nuestros
cuerpos seguros para los niños durante miles de años.
Ella solo lo usaba a veces. Cuando estaba embarazada. Solo entonces.
—Entiendo —dijo Beatrice.
—No lo entiendes —dijo Madre, y levantó el collar—. Póntelo.
Beatrice miró fijamente el collar como si fuera a cerrarse y
estrangularla.
—Se supone que no debo hacerlo —dijo—. No hasta la ceremonia.
—Lo sé —dijo Madre—. Así es como yo lo hice. Así es como todas las
mujeres lo hacen, no saben cómo es el collar hasta que se casan.
—Es de mala suerte.
—Eso es lo que dicen —dijo Madre—. Levanta la barbilla, Beatrice.
—Pero…
El toque de la plata fría y algo espeluznante en su garganta la hizo
sentir arcadas. Trató de apartarse, pero Madre fue demasiado rápida para
ella. El broche del cuello se cerró con un clic.
Todo embotado. Colores descoloridos. Los sonidos se amortiguaron y
oyó un siseo, pero estaba dentro de su cabeza, no en sus oídos. El mundo era
monótono, como si un velo le nublara la vista. Debería haber estado
enferma. Debería haber arrojado el desayuno por todo su vestido de día y la
alfombra anudada a mano a sus pies. Pero su estómago estaba tal como
estaba, un poco aburrido, algo vital simplemente se fue.
—Quítamelo —dijo Beatrice—. Madre, por favor.
—Henry Clayborn era el hombre más guapo de la provincia. Memorizó
poemas y me los recitó. Estaba completamente deslumbrada por su
apariencia, sus gestos románticos… Nunca me detuve a preguntarme si me
respetaría. Nunca consideré que el aspecto se desvaneciera, y ser
encantador requiere un esfuerzo.
Beatrice miró a su madre.
—¿Dejaste de amarlo?
—No es que dejara de amarlo —dijo Madre—. Es que comencé a
resentirme con él.
Madre tomó la llave que estaba en la caja forrada de satén. Deslizó sus
brazos alrededor del cuello de Beatrice y el pestillo se abrió, los brazos del
collar se soltaron y cayeron en su regazo.
El color, la luz, el sonido regresaron rápidamente, y Beatrice se tapó la
boca con una mano. Madre sacó el collar y la llave y los volvió a meter
dentro de la caja, cerrando la tapa.
—Ahora sabes lo que yo no sabía —dijo Madre.
—Es horrible —dijo Beatrice—. Es horrible. Oh, Madre, ¿cómo lo
soportas? ¿Cómo…?
—Recuerdo cómo es el mundo sin él —dijo Madre—. Pensé que Henry
era la luz de mi vida. Que simplemente iba a ser un refugio seguro para ti y
Harriet. No supe el precio hasta que fue demasiado tarde.
Beatrice envolvió su mano alrededor de su garganta. No podía respirar
de forma decente.
—Te acostumbras —dijo Madre—. Y no te cambiaría ni a ti ni a
Harriet por nada en el mundo. Ni siquiera magia. Cuando naciste, fue
entonces cuando pude calcular el costo y alegrarme por ello. Pero no podría
dejar que te casaras sin la verdad.
—No puedo hacerlo. —Ella no podía soportarlo. Si lo intentaba,
perdería la razón para desesperarse.
—Eres fuerte, Beatrice. Lo suficientemente fuerte como para saber la
verdad. Lo suficientemente fuerte como para aguantar esto. Te vi bailar
toda la noche y nadie brilló en tus ojos como Ianthe Lavan. Nadie te
conmueve como él. Y la forma en que te mira... si te casas con algún hombre,
querida, será mejor que sea él, porque te perseguirá por el resto de tu vida.
—Entonces, ¿por qué mostrarme esto? ¿Por qué, Madre?
—Entonces podrás juzgar el precio con justicia —dijo Madre—. Así
entrarás en ese templo con los ojos claros. Para que el primer broche del
collar de protección no te traicione como a mí.
Para que pudiera saber el costo antes de pagarlo. Pero Madre había
dicho que, si te casas con algún hombre, ¿Madre lo sabía? ¿Sabía lo que
planeaba Beatrice?
—Madre. —Beatrice se acercó y tomó la mano de su madre—. ¿Quieres
que me case?
—Quiero que seas feliz —dijo Madre—. Quiero que elijas tu felicidad.
—No sé qué es eso —susurró Beatrice—. Madre, aprendí el código
grimorio de los libros que me diste. La magia es tan maravillosa. ¿Cómo
puedo dejarlo?
—No sabía a lo que estaba renunciando —dijo Madre.
—El collar es horrible. Horrible. ¿Cómo lo soportas? ¿Cómo no coges la
llave de Padre, te liberas y huyes lejos de aquí?
—Entonces te perdería a ti y a Harriet. No podría soportar eso.
—Pero cómo… ¿cómo no lo odias?
Madre tocó el collar plateado de su garganta.
—Lo odio. Detesto la necesidad de ello. Pero me dio a mis hijas.
Escucho el carruaje —dijo Madre—. Mejor date prisa.
Madre recogió la caja de madera con acabado satinado y entró en la
siguiente cámara, dejando que Beatrice bajara corriendo las escaleras,
desesperada por escapar.
***
Ianthe Lavan la esperaba en el escalón con un abrigo y pantalones de
color naranja brillante, el chaleco y el abrigo bordados en seda amarillo
azafrán. Su sonrisa iluminó todo su rostro mientras la guiaba hacia un
elegante landau lacado en marfil y oro.
—Mis más profundas disculpas por nuestro retraso.
—¿Se retrasó? —preguntó Beatrice.
Ianthe la condujo al landau, donde Ysbeta descansaba en el asiento que
miraba hacia adelante, con un codo apoyado en el borde del carruaje, los pies
estirados hacia afuera y los tobillos cruzados bajo una espuma de enaguas
en la imagen de un total ocio. Su vestido naranja, adornado con volantes,
centraba la atención en una hilera de lazos de felpa color azafrán que se
elevaban desde el estómago hasta el pecho, apenas ocultos bajo un vaporoso
pañuelo.
Y junto a ella había un libro encuadernado en cuero, con la cubierta en
relieve con el monograma CJE.
Beatrice desvió la mirada del volumen y jadeó.
—¡Sus guantes y su gorro! Tan inteligente.
Sus guantes y el sombrero de marfil llevaban fantásticos bordados de
enredaderas y flores.
—Es la moda en Llanandras —dijo Ysbeta—. También los zapatos.
¿Ve?
Levantó un pie para mostrar un zapato de salón de cuero marfil
bordado con el mismo motivo. Beatrice tomó la otra mitad del asiento,
dejando que Ianthe tomara el asiento orientado hacia atrás para él.
—Ysbeta nos hizo parar en una librería —dijo Ianthe—. Ella fue muy
insistente. Todo por un tomo. ¿Qué es, Ysy?
—Un jardín científico, de Conrad Jacob Edwards —dijo Ysbeta—. Se
trata de planificar la siembra para obtener mayores beneficios al combinar
algunos cultivos, en lugar de sembrar en hileras.
—Estoy simplemente desconcertado —dijo Ianthe—. Podría entender si
hubiera sido el último Romance de la Liga de la Rosa, ya que estoy muy
impaciente por el último volumen.
—La jardinería científica suena interesante —dijo Beatrice—. ¿Podría
verlo?
Ysbeta le entregó el libro.
—Tenía curiosidad por ver qué haría con él.
Abrió el libro por la primera página y aspiró su olor, como siempre
hacía.
Ysbeta pateó suavemente el tobillo de Ianthe.
—¿Por qué estás sonriendo?
—Un día excelente para navegar —dijo Ianthe. El sol brillaba sobre los
rizos que sobresalían por toda su cabeza en un globo exuberante—. Si tan
solo hubiera podido convencer a Ysy de cambiar nuestros planes. Los dos
podríamos llevar una plataforma de un solo mástil a cualquier lugar.
Beatrice captó el primer error tipográfico en el segundo párrafo y
encontró otro en la siguiente línea. No podía decodificar el libro frente a
Ianthe, pero cuando miró, Ysbeta estaba observando su reacción. Beatrice
asintió con la cabeza e Ysbeta sonrió más ampliamente mientras abría su
ventilador y lanzaba aire más fresco a su cara.
—Podría navegar solo con un solo mástil. —Se tambaleó hacia el
costado de Beatrice como si la moviera el balanceo progreso del movimiento
del landau—. ¿Qué color usará para la fiesta de Shining Hand? Algo pálido,
supongo.
—Malva —dijo Beatrice—. Pero Padre en realidad no me dijo si aceptó.
—Lo hizo —dijo Ianthe—. Padre me lo dijo.
—Estoy encantada de que pensara en nuestra presencia.
—Le pedí que me extendiera la invitación —dijo Ianthe—, después de
que Madre pensara que tal vez no querrías venir.
—¿Se sorprenderá de nuestra llegada? —Beatrice se imaginó de pie en
la cubierta del barco, con la cabeza erguida, la espalda orgullosa,
indefectiblemente educada mientras miraba a la señora Lavan directamente
a los ojos.
—Serán nuestros invitados esta noche. No sé si sois propensa a los
mareos. Realmente no lo siente en el barco principal, pero llegar allí es el
truco.
¡Mareo! Ella nunca lo consideró.
—En verdad, no sé si me mareo —dijo Beatrice.
—Tenemos nuestros propios médicos —dijo Ysbeta—. Todo saldrá bien.
Venga. Quiero ver si esa pintora sigue aquí. ¿Te acuerdas de ella?
—El tizón —dijo Ianthe—. Muy bien. Veremos si la señorita Storkley
sigue en residencia.
Llamó al conductor para que se detuviera e Ysbeta saltó del carruaje
sin ayuda. Ianthe le ofreció la mano a Beatrice mientras salía del landau,
colocando sus faldas en su lugar una vez que estuvo en terreno firme.
Los talleres de Pigment Street se alzaban sobre las tiendas y cafés a
nivel de la calle que vendían las obras de los artistas y les daban de comer.
Ysbeta avanzó a zancadas, segura de su destino, mientras Beatrice
caminaba al lado de Ianthe y trataba de desatar el nudo en su lengua. Su
landau los siguió detrás, guiados por el conductor de los Lavans, espléndido
con su llamativa librea azul verdosa.
—¿Por qué la llama la tizón? —preguntó Beatrice.
—¿Señorita Storkley? Porque es política. —Su perfil reveló la elegante
inclinación de su nariz y la fuerza de su barbilla, y Beatrice miró hacia otro
lado antes de que pudiera olvidarse de sí misma y mirar fijamente—. La
descubrimos mientras estaba en Masillia y hacía las maletas para mudarse
aquí. Ella es una retratista magnífica. Su trabajo ordena sumas contadas en
miles de coronas. Pero ella toma ese dinero y lo usa para hacer pinturas que
arrojan una luz implacable sobre lo que considera los males de la sociedad.
—¿Pero sigue siendo popular?
—Inmensamente —dijo Ianthe—. Tendrá que ver su trabajo para
entenderlo. No muchas mujeres toman la paleta y el caballete, pero si este
mundo es justo, ella pasará a la historia.
Los peatones se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Se tocaron la
frente con respeto y les desearon buenos deseos. Era Ianthe por quién
estaban asombrados: era una figura de moda, caminando por las calles con
ricos bordados y encajes hechos a mano. Su perfume caro gritaba riqueza y
poder. Y Beatrice, con su traje de caminar verde plateado de buena calidad,
pero poca ostentación, tenía a los transeúntes al notar la diferencia en sus
posiciones. Todos los que los veían sabían exactamente lo que eran.
—Suena como si la admirara.
—Es muy valiente —dijo Ianthe—. Muy pocas mujeres pintoras
alcanzan tanta prominencia. Sería algo triste si no tuviera la oportunidad de
usar los talentos que le ha dado Skyborn de una manera que los honre.
—Pero si no lo hubiera hecho —señaló Beatrice—, no sabría si el
mundo ha disminuido o no.
—Usted señala que no sabemos cuán oscuro es realmente el mundo —
dijo Ianthe.
—Precisamente —dijo Beatrice—. Por cada señorita Storkley que se
eleve por encima de las restricciones de su sexo, podría haber cien más, sus
talentos y genio sofocados por aquellos que se niegan a permitir que las
mujeres levanten su mirada más allá de las expectativas de la sociedad.
Ianthe volvió la cabeza para examinarla.
—Usted también es un tizón, señorita Clayborn.
—Supongo que yo también soy política —dijo Beatrice—. Me olvidé de
mí misma.
Pero Ianthe la miró, lleno de admiración.
—Espero que vuelva a olvidarse de sí misma.
Oh, no podía hacer eso. No podía mirarla así, como si la gente que
pasaba a su lado ya no existiera y ella fuera lo único que quería contemplar.
¿Cómo se atrevía a estar tan abiertamente enamorado? Hizo que el calor se
extendiera por su pecho. Le hizo temblar las rodillas. No podía mirar a
ningún lado más que a él. Pero su garganta se apretó y luchó contra el
impulso de alcanzar un collar que no estaba allí, porque él era todo lo que se
interponía en su camino: un hombre, un mago que buscaba convertirse en
esposo y padre.
—Se ve tan triste —dijo Ianthe—. ¿Qué puedo hacer?
—Estoy bien —dijo Beatrice—. De verdad. Gracias por preguntar.
Ysbeta está probablemente a una milla por delante de nosotros;
deberíamos…
—Ysbeta está arriba —dijo Ianthe. Señaló con la cabeza una puerta de
hierro negro que estaba abierta para conducir a un conjunto de escaleras a
juego que subían por el costado del edificio—. ¿Subimos?
Las escaleras sonaron bajo sus pies, anunciando su llegada a una
habitación que brillaba con la luz del día. Grandes ventanales llenaban la
pared, inclinándose para formar parte del techo. La habitación olía a linaza
y madera recién cortada, e Ysbeta, sentada en un alto taburete de madera,
contemplaba absorta a la artista que había llegado a ver un lienzo elástico
sobre un gran marco de madera.
La señorita Storkley era una mujer de hombros anchos con la piel
dorada de un niño nacido de padres de diferentes culturas. Llevaba el pelo
recogido en una alta diadema, tan expertamente sujeta como el de una
artesana de Makilan, y podría haber sido parte de Makilan, por la estrecha
precisión de sus rasgos. Miró hacia Beatrice e Ianthe, pero centró su
atención en su trabajo con un gruñido brusco.
La barbilla de Beatrice se elevó ante el grosero saludo, pero Ianthe no
le prestó atención. Ysbeta apenas miró por encima del hombro antes de
volverse para ver a la señorita Storkley sujetar la lona por las esquinas.
—¿Está segura de que no puedo ayudar? —preguntó Ysbeta.
—Se sienta allí donde no puede manchar su vestido con pintura —dijo
la artista, y Beatrice se sorprendió por el tono que adoptó la mujer con un
posible mecenas adinerado. Miró a Ianthe, quien compartió su mirada con
una sonrisa.
Ysbeta se giró en su percha.
—La señorita Storkley ha terminado su último. Está justo ahí. Ella no
me dejó acercarme y me hizo sentarme en este taburete hasta que llegaran
ustedes...
—Está muy húmedo —dijo la señorita Storkley. Renunció a su tarea
para acercarse, su bata de lino abotonada y salpicada de pintura. Sus
pesados zapatos negros con hebilla, zapatos de hombre, con medias de
caballero, eran un derroche de pigmento salpicado—. Bien, nadie debería
acercarse hasta dentro de una semana.
—Oh, por favor, señorita Storkley —dijo Ysbeta, inclinándose hacia la
mujer—. Lo juro, tendré cuidado. ¿Quién lo compró?
—Nadie —dijo la señorita Storkley—. Es arte verdadero descansando
sobre ese caballete. La moneda de nadie lo encargó.
Ysbeta rebotó en su asiento.
—¡Oh, cruel! ¡Quiero verlo!
La señorita Storkley frunció el ceño, pero se convirtió en un guiño.
—Una mano en la pared. No se acerque más.
—¡Gracias! —gritó Ysbeta. Ella saltó del taburete—. ¡Venid, los dos!
¡Una mano en la pared, como dijo la señorita Storkley!
Ianthe se rio en silencio y se acercó a la pared. Plantó la palma de su
mano en los paneles y siguió a Ysbeta, que estaba mirando la pintura con...
Angustia. Sus ojos se fijaron en la vista de ese lienzo como si
contemplara el horror. Beatrice tocó la pared y se acercó por detrás de
Ianthe, que ahora podía ver la pintura, pero su expresión era pensativa, su
boca en una línea recta. Beatrice se alineó junto a Ianthe y jadeó, su
consternación era el ruido más fuerte de la habitación.
La pintura era de una pareja que emergía de la oscuridad de un
templo, vestida con ropas de boda. El vestido verde de la mujer brillaba
como la seda; el abrigo del hombre, del mismo tono, estaba bordado en oro;
Beatrice pudo distinguir los símbolos fálicos hábilmente disfrazados en el
hilo, destinados a bendecirlo con virilidad. Su atención estaba en la gente
que lo felicitaba por ser un hombre recién casado; sus sonrisas eran para sus
admiradores y amigos.
A su lado, su novia levantaba una mano para tocar un collar de plata
ricamente grabado que se abrochaba alrededor de su cuello mientras
tropezaba con la luz del sol. Su expresión era un espejo de la de Ysbeta, sus
ojos no se enfocaban en los testigos sino en la terrible visión de su propio
futuro. Una lágrima brilló en su mejilla, pero nadie en el cuadro le prestaba
atención.
Beatrice trató de tomar un respiro decente, pero el hueco en el medio,
la banda apretada alrededor de su pecho, ¡oh, esta pintura era horrible,
horrible! No podía soportar mirarlo, pintado en colores demasiado intensos
para que una mujer protegida pudiera verlo. La arrastró de vuelta a la
habitación de su madre, a esos terribles cinco segundos en los que supo
exactamente lo que le quitaba un collar.
Junto a ella, Ianthe se removió, liberado de su estudio de la escena.
—Qué horrible.
Beatrice volvió su atención hacia él.
—¿Eso crees?
—Absolutamente. Es absolutamente trágico —dijo Ianthe—. Tuvo que
casarse por una ventaja, no por amor. Mira lo infeliz que está. Mira al novio,
a quien no le importa nada su angustia, estoy furioso con solo mirarlo.
Ysbeta ahogó un sollozo. Se apartó de la pintura. Ella huyó de él, salió
del estudio y salió por la puerta, llorando.
—¡Ysbeta! —gritó Beatrice—. Iré por ella.
Corrió a lo largo de la pared, alejándose del cuadro, agarrando un
puñado de sus faldas mientras bajaba corriendo las escaleras. Ysbeta estaba
de pie junto a la puerta de hierro, inclinada mientras arrojaba su última
comida sobre los adoquines.
Beatrice buscó en su bolsillo su frasco de semillas de hinojo confitadas.
Ysbeta se puso de pie y se atragantó.
—Aquí —dijo Beatrice—. También calmarán su estómago.
—Eso no me pasará —dijo Ysbeta, la bilis manchando su aliento—. Por
los Skyborn, no lo hará.
—No lo hará —dijo Beatrice—. Debemos seguir adelante con sus
lecciones. Cuanto antes aprenda un conjuro superior, mejor.
Ysbeta buscó a tientas el brazo de Beatrice con los ojos muy abiertos.
—Sí. Enséñeme todo. Antes de que sea demasiado tarde.
—Lo haré —prometió Beatrice—. Lo juro por los Skyborn. Todo lo que
necesita saber.
XIII
Ysbeta puso el libro en sus manos en el momento en que abordaron el
landau.
—Lavan House, Cornelius —ordenó ella—. Ianthe buscará sus propios
medios más tarde.
—Pero señorita...
—Vamos.
El conductor se encogió de hombros y guio a los caballos hacia la calle,
maniobrando a través del tráfico para girar en Silk Row, apuntando a la
autopista Meryton.
Beatrice miró hacia atrás una vez más, pero el landau estaba mucho
más allá de Pigment Street.
—Lo dejó.
—Puede alquilar un taxi. —Ysbeta se reclinó en su asiento en un
encorvado poco femenino—. Si tuviera que escucharlo preguntarme qué
estaba mal durante todo el viaje, lo habría echado del carruaje de todos
modos. A toda velocidad. —Su mano subió para trazar una línea a través de
su cuello—. ¿De qué trata el libro?
Beatrice miró al conductor, que se dedicaba a conducir los caballos al
trote por las calles de Bendleton. Hizo la señal y lanzó el hechizo,
parpadeando ante el título: Avellana y Castaña: El camino oculto de las
mujeres.
—¿Qué es esto? —murmuró Beatrice y siguió leyendo.
—¿Qué es? —preguntó Ysbeta.
—Un momento —dijo Beatrice, y siguió leyendo con creciente
entusiasmo—. Yo tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Pero aquí hay
una prueba.
—¿En qué tenía razón?
—Existe una red oculta de mujeres practicantes. Probablemente sean
ellas las que hacen los grimorios —dijo Beatrice—. Se señalan entre sí como
avellana y castaña, sabiduría y advertencia.
—Lo sé —dijo Ysbeta—. ¿Pero son el signo de mujeres que practican en
secreto?
—Exactamente —dijo Beatrice—. Podemos encontrar otras hechiceras.
Quizás incluso una hechicera que conozca el gran trato. Alguien que pueda
ayudarnos.
—Y ni un momento demasiado pronto —dijo Ysbeta—. ¿Cómo las
encontramos?
—Se marcan con la señal. La encuentra bordada en un pañuelo, o en el
borde de una pañoleta, solo tenemos que mantener los ojos abiertos.
Beatrice volvió a mirar hacia atrás e Ysbeta resopló.
—Está buscando a Ianthe. Hace mucho que nos fuimos.
—Lo sé, pero... —suspiró Beatrice—. ¿Llegará en un taxi hasta Lavan
House?
—Él estará bien —dijo Ysbeta—. Yo no.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Beatrice.
—Bard Sheldon visitó a mi padre esta mañana —dijo Ysbeta—. Se
quedó veinticinco minutos. Madre era todo sonrisas. Las mandíbulas de esta
trampa se están cerrando. —Ysbeta tragó—. He cometido un terrible error
al no reunir a otros pretendientes antes, Beatrice. Tiene que ayudarme.
—Tengo entendido que no quiere casarse con Bard...
—O cualquiera —dijo Ysbeta—. No quiero casarme nunca, jamás.
—No la culpo. Pero, ¿y si conoce a alguien que le conmueva el corazón?
—No sucederá —declaró Ysbeta—. Ningún hombre o mujer me ha
puesto jamás de cabeza. Reconozco la belleza cuando la veo, pero mi corazón
nunca ha dolido por nadie.
—¿Por nadie?
—Es la magia que despierta mis sentidos —dijo Ysbeta—. Escribir mis
libros, navegar de puerto tras puerto, aprender incluso los encantos más
simples me da alegría. Eso es lo que debo hacer para vivir una vida útil.
Debo perseguir el conocimiento de la magia, preservarlo, transmitirlo a
quienes tengan sed. Mi vida terminará en el momento en que un collar de
protección se envuelva alrededor de mi cuello.
Beatrice se estremeció.
—Nunca debe saber cómo es.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi madre me llevó a un lado y me puso el mío alrededor del cuello
esta misma mañana.
Ysbeta levantó una mano para cubrir un suave jadeo.
—Se supone que eso es mala suerte para ustedes, los Chaslanders, ¿no
es así?
—Mala suerte —refunfuñó Beatrice—. Me pregunto cuántas novias
huyeron antes de que esa superstición en particular se apoderara.
—¿Por qué hizo eso?
—Porque quería que yo supiera exactamente qué sacrifican las brujas.
Ella no lo supo hasta que fue demasiado tarde.
—¿Ella no quiere que se case? —preguntó Ysbeta—. ¿No le gusta
Ianthe?
—No es por eso que lo hizo. —Beatrice volvió la cabeza y vio pastar al
ganado—. Ella no quería que yo tomara una decisión de la que me
arrepentiré.
—¿Se arrepentirá de casarte con mi hermano?
Beatrice apretó los labios y respiró lentamente. Olió el camino
polvoriento, el prado verde y una franja del mar del sur. Estudió el aura
brillante de hechicería alrededor de la cabeza de Ysbeta. La misma elección
se cernió ante ella y movió la cabeza de lado a lado.
—Me arrepentiré de algo, independientemente de lo que elija. Pero si
vale la pena proteger a algún hombre, es a su hermano.
—Pero no sabe qué elegir —dijo Ysbeta—. Lo sé, Beatrice. Elijo la
magia. Muéstreme cómo salvarme.
El viaje a Lavan House tomó una eternidad. Beatrice siguió a Ysbeta al
interior y atravesó rápidamente el salón de mármol como si ya no pudiera
ver la belleza en él. Beatrice se apresuró detrás de Ysbeta, quien la depositó
en una habitación verde claro con puertas de vidrio que daban al jardín.
—Vuelvo enseguida —prometió—. Espere aquí.
La habitación estaba llena de cosas hermosas. Beatrice recorrió la
habitación con el paso lento de un visitante de museo y contempló las formas
y las telas de los muebles, las intrincadas enredaderas, las hojas y los frutos
de la enorme alfombra anudada a mano y la simetría perfecta y formal de
los jardines exteriores. Pasó junto a un acorde de piano de palisandro y se
detuvo ante una estatua serpentina tallada en el estilo fluido y realista de
Sanchi.
Representaba a una mujer Sanchan, alta y delgada, vestida con
elegantes túnicas drapeadas y joyas. Largos pendientes colgaban de sus
lóbulos y su velo de cabello estaba anclado por una diadema de joyas sobre
su frente. Un anillo atravesaba el tabique interno de su nariz. Pero Beatrice
se quedó mirando fijamente su garganta elegante y completamente desnuda.
Beatrice estudió los rasgos de la mujer. La gordura juvenil había
desaparecido del rostro de esta mujer. Sus pómulos eran altos, sus labios
carnosos curvados en una media sonrisa. Su cuerpo era el territorio de una
mujer, con pechos grandes, caderas redondas y robustas. Sus manos estaban
medio levantadas, curvadas para indicar protección e invitación.
Eran señales de invocación de magos. Beatrice las usaba mientras
lanzaba conjuros. Esta mujer tallada en serpentina era una maga,
probablemente una de las que vivían en lo alto de las montañas alrededor de
Sanchi y dominaban el arte y la ciencia de la magia.
Si tan solo ella e Ysbeta pudieran escapar. Pero Beatrice no podía
abandonar a su familia a los deudores. Tenía que permanecer en Chasland y
salvarlos. Pensó en no volver a ver a Padre, ni a Harriet, ni a Madre, ni
siquiera para una visita, y se le humedecieron los ojos. Tenían que hacer la
prueba. Beatrice necesitaba su grimorio de vuelta, y eso significaba llevar a
Ysbeta al punto en el que pudiera intentarlo primero. No era solo ella quien
necesitaba esta libertad. Ysbeta también lo hacía, y tal vez más que
Beatrice.
Ysbeta llevaba una caja de embalaje lo suficientemente pesada como
para inclinarse en sentido contrario para compensar. Bajo su otro brazo
había un libro encuadernado en tela.
Ysbeta asintió hacia una de las puertas con paneles de vidrio que
conducían a la mansión.
—Vamos a almorzar al aire libre en el bosque —dijo—. Démonos prisa.
***
—Solo córtelos con un cuchillo —dijo Ysbeta.
—Incluso si tuviera algo así, tendría que explicar por qué se cortaron
los cordones.
Beatrice había logrado tirar del nudo un poco más, y luego todo se
deshizo de una vez. Ysbeta estaba casi bailando de impaciencia, pero
Beatrice se ocupó de esto, como lo había hecho con la vestimenta y el
homogenizador de Ysbeta.
—El sol se pondrá antes de que termine —dijo Ysbeta—, y dijo que los
conjuros nocturnos eran más peligrosos.
Faltaban horas para la puesta del sol, pero no tenían motivos para
perder el tiempo.
—Levante sus brazos.
Beatrice levantó los tirantes sobre la cabeza de Ysbeta, con cuidado con
su cabello, y colocó la prenda desatada encima del estuche, ahora rebosante
de seda naranja con volantes.
—Haga el círculo —dijo Beatrice—. Quiero asegurarme de que su
lanzamiento sea lo suficientemente fuerte.
—Practiqué —dijo Ysbeta, con una nota de queja en su voz.
—Pero tiene que hacer esto sola —dijo Beatrice—. Esto es lo que hizo
su hermano para obtener la iniciación de la rosa.
—¿Cómo sabe eso?
—Me lo dijo. No con tantas palabras, pero me dijo lo suficiente para
que pudiera averiguar el resto.
Ysbeta se mordió el labio.
—Ianthe había sido un novato durante años antes de ganarse la rosa.
—Lo sé —dijo Beatrice—. Pero no hay tiempo para estudiar todo lo que
hizo, incluso si tuviéramos los medios para aprenderlo. Lo que estamos
haciendo es increíblemente peligroso.
—Usted lo hizo.
—Y no tenía ni idea de lo que podría haber pasado cuando lo hice.
Ysbeta. Tiene que saber quién es cuando alberga un espíritu. Tiene que
estar segura de sí misma, no solo de sus pensamientos y reflejos, sino de su
cuerpo.
—Sé quién soy —dijo Ysbeta—. Prometo que tendré cuidado. Por favor
déjeme hacer esto.
Beatrice se hizo a un lado.
Ysbeta había practicado, tal como dijo. Su lanzamiento fue más fuerte.
Recordó el sigilo, el signo e hizo vibrar los nombres de los señores de la
magia perfectamente. Pronto, una cúpula de luz perseguida de color violeta
plateada la protegió, y llamó al éter a un espíritu en particular.
Beatrice contuvo la respiración. Una sombra reluciente que se filtraba
con una luz negra parpadeó frente a Ysbeta.
—Elamin, espíritu de alegría. Tengo un pretendiente que no quiero,
pero no le guardo rencor. Quiero que despiertes sus sentimientos por una
mujer diferente.
El espíritu brilló. Beatrice se tensó. ¿Podría hacer eso? ¿Era una
pregunta razonable?
—Déjala ser lo suficientemente bonita. Que tenga talento de hechicera.
Pero aparta su atención de mí. Haz que se enamore de alguien que lo hará
feliz.
No. Era demasiado. Ysbeta no podía pedir esto. Estaba mal.
—Destiérrelo —dijo Beatrice—. No creo que un espíritu menor pueda
hacer eso.
Ysbeta no reaccionó. ¿Podía oír a Beatrice en absoluto?
—Te daré frutos. Whisky. Un baño caliente y perfumado —dijo
Ysbeta—. Una hora de música. La vista de la luna. Te llevaré hasta la
medianoche.
Beatrice movió la cabeza de lado a lado.
—No funcionará.
Ysbeta la ignoró, todavía hablando con el espíritu.
—Entonces te llevaré hasta el próximo mediodía. Usarás mi traje más
hermoso. Montarás un buen caballo. Soñarás mis sueños mientras duermo.
Tendrá carne esta noche y pasteles por la mañana. Todo lo que hago desde
ahora hasta el mediodía lo disfrutarás. ¿Tenemos un acuerdo?
Era demasiado.
—No —dijo Beatrice—. No aceptes eso. Eso es demasiado tiempo,
podrían atraparte...
Pero Ysbeta metió la mano a través de la barrera, sellando el trato. El
espíritu envolvió su mano y se deslizó dentro del círculo. Unas chispas de luz
negra atravesaron la piel de Ysbeta antes de hundirse en su interior,
desapareciendo de la visión y la vista mágica.
El estómago de Beatrice dio un vuelco repugnante. Estaba hecho.
Ysbeta había regateado demasiado. Y la expresión de su rostro era
incorrecta, era demasiado codiciosa. Demasiado hambrienta.
Ysbeta agarró la botella de whisky y bebió hasta que tosió. El dulce y
dorado néctar le bajó por el brazo hasta el codo mientras mordía la tierna
fruta cónica, masticando ruidosamente.
—Delicioso —dijo Ysbeta—. ¿Dónde hay más?
Beatrice se preparó. Esa no era Ysbeta. El desastre estaba en el
santuario con ella, exigiendo más fruta cónica y whisky.
—Tiene que controlarlo —dijo Beatrice—. Los espíritus no tienen
conciencia. No entienden la moderación. Debe controlarlo.
La barbilla de Ysbeta se levantó, su expresión era malhumorada. Dio
un paso hacia Beatrice, y el corazón de Beatrice trató de salir de sus
costillas.
—Quiero más.
—Por favor, Elamin. Retírate —dijo Beatrice—. Déjame recuperar a mi
amiga.
—Pero es divertido.
La voz tampoco era la de Ysbeta. En lugar de su voz melosa y gutural,
acentuada de una manera que convertía las palabras en piedras pulidas y
brillantes, el espíritu hablaba en tonos agudos, como un niño.
—Debes dejar que Ysbeta te proteja. —Beatrice levantó las manos y
puso una pared entre ellas—. Si te atrapan, te enjaularán. Serás herida. Mi
amiga morirá.
Ysbeta tenía que luchar. Tenía que controlar al espíritu. Cuanto más
tiempo mantuviera hablando el espíritu, más posibilidades tenía.
Pero el espíritu la miró fijamente, la boca de Ysbeta se extendió en una
línea petulante.
—Estás arruinando mi diversión —dijo el espíritu dentro de Ysbeta—.
Fuera de mi camino.
—¡Ysbeta! —gritó Beatrice, pero ya le dio forma al muro de luz y al
signo del destierro. El aliento le bajó por la garganta y Beatrice entonó el
nombre de Anam, dispuesta a soltarlo.
Su respiración se detuvo cuando las manos de Ysbeta se deslizaron
alrededor de su cuello, apretando. ¡Sin aire! Agarró las muñecas de Ysbeta,
tratando de liberarse, pero su agarre era demasiado fuerte. Beatrice iba a
morir aquí. ¡No podía!
Soltó las muñecas de Ysbeta e hizo los signos, empujando su voluntad
fuera de sus palmas. Ysbeta lo soltó y Beatrice tomó aliento. Tenía una
oportunidad.
—Anam —graznó—. Welaa, Har...
Ysbeta chilló y tapó la boca de Beatrice con su mano.
—¡No lo haga! Beatrice, soy yo, soy Ysbeta, lo tengo. No lo destierre.
Beatrice trató de tragar con la garganta cubierta de polvo. Ella tosió.
—Libérelo.
—No puedo. Necesito esto. Elamin, detente. Tienes que comportarte. —
Ysbeta frunció el ceño—. No me respondas.
Se veía tan enfadada que Beatrice se habría reído si no estuviera
tratando de recuperar el aliento. Se tocó la garganta, ¿estaba magullada?
—¡No puedes! —Ysbeta, con los puños cerrados, regañó al espíritu que
llevaba dentro—. Si nos atrapan, no podrás escuchar música. ¿Quieres eso?
Oh, Skyborn, Beatrice. Lo siento mucho.
—Puede proyectar sus pensamientos —dijo Beatrice. Su voz era
ronca—. Así no atraerá la atención. Elamin no conoce nada mejor. ¿Pero ve
lo peligroso que es esto? Déjeme desterrarlo.
—No. Necesito esto —dijo Ysbeta—. Necesito que Bard cambie de
opinión. Necesito que se case con otra persona. Alguien. No me importa
quién —dijo Ysbeta—. Necesito que deje de cortejarme. No voy a hacerle
daño. Esto le ayudará. Encontrará una buena esposa y se olvidará de mí.
—Pero su madre y Lord Gordon quieren esto —dijo Beatrice—. Podría
terminar doblemente miserable, con un esposo que no la quiere.
Ysbeta rechazó la discusión.
—Compraré más tiempo una vez que Elamin vuelva la cabeza hacia
otra persona. Madre quiere obligarme a casarme con Bard, pero la opinión
de Bard importa donde la mía no.
—¿Entonces Elamin hará que Bard se enamore de otra persona?
¿Quién?
—Cualquiera —dijo Ysbeta—. No soy la única novia que podría hacer
más ricos a los Sheldon. Los Maisonettes tienen dinero. Genevra Martin, esa
chica elegante de cabello negro ondulado, es hija de un diplomático. Deje que
ame a esa chica, con todo el corazón y sea feliz.
—¿Elamin realmente puede hacer que Bard se enamore de alguien?
—Dice que puede llenar el corazón de Bard de alegría al ver a otra
persona.
Beatrice suspiró.
—Tiene que mantener el control de este espíritu. Si hubiera estado
haciendo esto en la sala capitular, no creo que estuviera viva ahora.
Ysbeta negó con la cabeza.
—Fue solo por un minuto.
—Intentó matarme. Y luego se habría perdido y usted habría pagado el
precio por sus acciones. Matan al mago que está poseído, Ysbeta. Los
queman vivos.
Ysbeta palideció.
—¿Ellos qué?
—Los hechiceros son incinerados al morir aquí —dijo Beatrice—. No
pueden dejar el cuerpo donde un espíritu pueda alcanzarlo.
—También quemamos nuestros cuerpos. ¿Pero vivos?
—Es cruel —dijo Beatrice—. Nunca lo he presenciado. Pero eso es lo
que Ianthe presenció en Meryton.
Ysbeta parecía inquieta ahora.
—Elamin. ¿Te enteraste de eso? Nos quemarán si no te portas bien.
—Puedes...
—Proyectar mis pensamientos —finalizó Ysbeta. Ella frunció el ceño,
pensando en voz alta en el espíritu dentro de ella—. Creo que lo entiende. Lo
siento mucho, Beatrice. Solo perdí el control por un minuto. No sabía que se
movía tan rápido.
Ysbeta se había tambaleado al borde del desastre. Pero recuperó el
control y ahora estaría aún más alerta. El trato se cumpliría. Ella podría
escapar de este destino y ellos podrían aprender la magia en el próximo
grimorio. Y el siguiente, hasta que Beatrice tuviera en sus manos el hechizo
del gran trato.
—Necesita volver a sus estancias —dijo Beatrice.
Los hombros de Ysbeta se hundieron con alivio.
—Y necesita llegar a casa. ¿Tocará un poco de música mientras
esperamos el carruaje?
—Me encantaría —dijo Beatrice—. Tenemos que desterrar el círculo
primero. Me gustaría verla hacer eso...
—Señorita Clayborn.
Ysbeta miró horrorizada las puertas del santuario, una sombra sobre
su rostro. Beatrice se dio la vuelta, con el corazón en la garganta dolorida.
Ianthe estaba en el umbral del santuario, su forma se veía perfilada
por los largos rayos del sol poniente.
—¿Qué está haciendo? —preguntó, y el mundo se estremeció bajo los
pies de Beatrice.
XIV
Todas las palabras murieron en la lengua de Beatrice. Atrapada.
Fueron capturadas, y no se podía ocultar lo que estaban haciendo cuando el
círculo en el que estaban brillaba como la luz de las estrellas ante la vista
mágica de un iniciado. Ella se quedó paralizada mientras Ianthe se
acercaba, con las manos entrelazadas a la espalda mientras caminaba
alrededor del círculo iluminado por velas. Cada paso hacía que el polvo se
levantara alrededor de sus tobillos mientras desmantelaba su círculo,
reuniéndolo con una eficiencia que hablaba de su entrenamiento. Ysbeta se
movió, finalmente, con un violento movimiento de brazos.
—¡Fuera, Anthy! No estoy decente.
Beatrice se acercó a la canasta y recogió los soportes de Ysbeta.
—Estaremos en un momento.
Pero Ianthe la ignoró, se centró únicamente en la cúpula de la magia
que él desenredó. Frunció el ceño y se detuvo.
—Un conjuro —dijo—. Ustedes dos convocaron a un espíritu. ¿Es eso
correcto?
Ysbeta cruzó los brazos sobre el pecho.
—Si dices algo, te juro que...
—¿Es eso correcto? —dijo Ianthe, su voz plana.
—Sí —dijo Beatrice. Ysbeta se giró para darle a Beatrice una mirada
exasperada, pero Beatrice la ignoró—. Está desterrado ahora; se acabó.
Una mentira resonó en el techo abovedado del santuario al igual que
cualquier otra, pero Beatrice se concentró en hacer malabarismos con los
tirantes y los cordones de Ysbeta. Si Ianthe se enteraba de que Ysbeta
albergaba a un espíritu menor incluso mientras hablaban, se pondría
furioso. Sacaría el espíritu del pecho de Ysbeta, y luego el trato de Ysbeta no
se mantendría. Bard no estaría enamorado de otra persona. Pero Ysbeta
tenía que mantener la calma. Tenía que mantener el control sobre un
espíritu que ya había obtenido el trato, que ya había hecho valer el control
sobre su cuerpo.
Ianthe nunca debía saber lo que habían hecho aquí.
—Te lo advertí —dijo Ianthe—. Esto es peligroso. Tiene que terminar.
—No puedes decirnos qué hacer. —Ysbeta levantó los brazos y dejó que
Beatrice le envolviera el cuerpo con los tirantes—. Puedes decírselo a Padre,
puedes denunciarnos, pero no puedes…
—No seas tonta, Ysy —dijo Ianthe—. Has tenido suerte hasta ahora.
Pero debes mantener un estricto control sobre los espíritus. Cuando
aceptamos la Prueba de la Rosa y hacemos nuestro primer trato, corremos
peligro. Si cometemos un error, si no lo hacemos exactamente bien, estamos
casi muertos.
Beatrice tragó. Habían estado tan cerca del desastre. Todavía le dolía
la garganta, ¿estaba magullada?
—Pero puedes recuperar el control —dijo Ysbeta—. Podrías flaquear,
pero puedes recuperarte.
Si decía algo, lo soltaría todo. Beatrice se concentró en enhebrar los
tirantes de Ysbeta, estudiando la costura experta alrededor de los agujeros
de los cordones.
—Si tienes suerte —dijo Ianthe—. ¿De quién fue la idea de venir aquí y
jugar con espíritus?
—Mío —dijo Ysbeta—. Quería consultar a un espíritu sobre el viaje de
mañana.
—¿Hiciste un círculo y conjuraste un espíritu para que te adivinara?
Frente a todos los peligros.
—Sí —mintió Ysbeta—. Habrá una conmoción mañana. Todo el mundo
hablará de ello antes de la puesta del sol.
Esa no era una gran predicción. Cualquier gran reunión de jóvenes
estallaba con potencial para causar un gran revuelo, e Ianthe parecía
apropiadamente escéptico.
—No necesitas un espíritu para predecir eso.
Ysbeta resopló.
—No dije que estuviéramos satisfechas con el conjuro.
—Ysbeta… —Ianthe se volvió para mirar a Beatrice—. Mi hermana la
convenció de esto.
—Eso no es justo. —Beatrice tiró del cordón—. Tengo mi propia
voluntad.
—Pero no la dejaría hacer algo peligroso sola. Ese no es el tipo de
amiga que es. Sé mucho, pero dígame algo. ¿Por qué me dejaste varado en
Pigment Street?
—Esa pintura era horrible —dijo Ysbeta—. No puedo tener una boda
así. No puedo.
Beatrice agachó la cabeza. No tenía sentido que Ysbeta se fuera
corriendo muy alterada y luego pasara la tarde pidiendo chismes a un
espíritu. Si Ianthe lo veía en su rostro, se hundirían.
—Lo sé —dijo Ianthe—. Estoy intentando ayudar. Por favor, cree que
haré todo lo posible para facilitarte esto. Pero prométeme que no volverás a
jugar con conjuros. Estás en mucho más peligro de lo que crees.
—No lo prometeré —dijo Ysbeta—. No puedo prometerlo. ¿Qué harás?
Se miraron fijamente y Beatrice apenas se atrevió a respirar.
Ianthe cerró la boca con fuerza y luego levantó las manos.
—Si fracasas, no habrá nadie aquí que pueda ayudarte. Si fallas, te
quemarás, y el espíritu te abandonará a las primeras llamas, dejándote
morir sola. ¿No entiendes eso?
—Puedo hacer esto. —Ysbeta dio medio paso hacia su hermano y casi
tiró de los cordones de las manos de Beatrice—. Ayúdame. No te quedes ahí
parado y parloteando sobre el peligro para mí. Ya estoy en peligro.
—Suficiente. Me llevaré a la señorita Clayborn a casa y esta es la
última vez que la verás en privado.
—¿Eso significa que nos ayudarás? —preguntó Ysbeta.
—Ysy...
—Quizás debería ir con un conductor. —Beatrice tensó los cordones e
Ysbeta exhaló, permitiendo que los tirantes restringieran su respiración—.
Si desean discutir esto más a fondo, quiero decir.
—Te llevaré a casa —dijo Ianthe—. Y hablo en serio. No más
encontrarse a solas. Esto termina ahora.
—No puedo casarme con Bard Sheldon. No lo haré. Haré todo lo que
esté a mi alcance para escapar. Todo.
—No tienes la habilidad para hacer un gran trato —dijo Ianthe—. No
conoces el ritual, no tienes tiempo para aprenderlo y no tendrás ninguna
oportunidad. Le diré al ama de llaves que tenga una doncella contigo cuando
la señorita Clayborn esté aquí, y yo no.
—Ianthe. —La voz de Ysbeta se quebró—. No me hagas esto.
—No te veré morir —la voz de Ianthe cortó el aire—. No lo haré.
Beatrice levantó la mantua de Ysbeta, y Ysbeta sostuvo la faja contra
su cuerpo mientras Beatrice lo inmovilizaba en su lugar.
—¡Entonces no me mires casarme con un hombre que me mantendrá
protegida día tras día, forzada a tener un hijo tras otro! No me abandones en
un país que me despoja de mi riqueza y propiedad, de mis propios derechos,
¡simplemente porque soy mujer! ¿Y para qué? ¿No tenemos suficiente
dinero? ¿No tenemos suficiente poder? ¿Tengo que morir de parto por el
imperio del caucho de Madre?
Ianthe se quedó quieto. La comprensión apareció en su rostro.
—Tendrás los mejores médicos, lo mejor que tiene Llanandras, te lo
prometo. Si tu duda es sobre eso...
—Se trata de lo que quiero y lo que no —dijo Ysbeta—. Quiero mi
libertad. No quiero casarme, ni con Bard Sheldon, ni con nadie. Quiero
continuar mis estudios de magia. Yo nunca, nunca quiero estar embarazada.
Y a nadie le importa lo que quiero excepto a Beatrice.
La cintura de Beatrice dio un giro incómodo cuando Ianthe la miró.
—Me importa.
—¡Entonces haz algo! Ayúdame.
—Te ayudaré. Estoy haciendo todo lo que puedo.
—Pero no estás haciendo nada para ayudarme a conseguir lo que
quiero.
—No puedo permitir que vuelvas a incursionar en Alta Magia. Es
demasiado peligroso y no es la respuesta. —Ianthe negó con la cabeza
cuando Ysbeta expresó una protesta sin palabras—. Me llevaré a la señorita
Clayborn a casa. El tema está cerrado.
Le tendió la mano a Beatrice. Con una última mirada silenciosa a
Ysbeta, permitió que Ianthe se la llevara.
***
Ante la falta de buenas opciones para conversar, Beatrice permaneció
en silencio. Un par de brillosos caballos cabrioleros negros a juego con la
marcha se instalaron en un trote rápido bajo la guía de Ianthe. Se sentó con
las manos cruzadas sobre el regazo y miró el camino, manteniendo su
expresión cuidadosamente neutral. El sol poniente calentaba sus espaldas y
proyectaba largas sombras en el camino ante ellos. Beatrice los vio estirarse
por la carretera, repetidos por sus propios pensamientos.
Las habían atrapado. Habían mentido. Ianthe le había prohibido a su
hermana seguir con la magia, pero tenían que encontrar una manera. Si
Ysbeta no le daba a Beatrice el grimorio con el ritual para convocar a un
espíritu mayor, su camino no iría más allá de la invocación de espíritus
inferiores y sus pequeños favores, lo suficiente como para encerrarlas en
collares por el resto de sus vidas si eran atrapadas, pero no lo suficiente
para liberarlas, sin importar cuán inteligentes fueran. Tenían que encontrar
una forma de sortear la restricción de Ianthe. No quedaba tiempo para
ninguna de las dos.
Beatrice le echó un vistazo a Ianthe. Sabía que ella había conjurado
con éxito un espíritu menor. Él era permisivo. Quería permitirle la libertad
de su magia. Creía en la planificación de su familia. Él era su mejor opción,
incluso si eso significaba perder la oportunidad de unir un espíritu más
grande. Salvaría a los Clayborns. ¿No debería dejar esto? ¿No sería mejor si
fuera él, sofisticado, generoso y amable, donde cualquier otro hombre la
dejaría atrapada en el oscuro mundo de la nada del collar de protección? Era
el mejor hombre que alguien podía pedir, y todo este secreto, todo este
riesgo, terminaría.
Pero Ysbeta no tenía un hombre como Ianthe. Ysbeta se enfrentaba
nada menos que a la destrucción de todo lo que quería. Beatrice no podía
darse por vencida. No podía dejar a Ysbeta a su suerte. Tenían que
encontrar una forma.
Ianthe volvió la cabeza, mostrándole la devastadora vista de su rostro
en tres cuartos de perfil.
—Necesito preguntarle algo.
—Por favor pregunte.
—Es poco delicado.
—No se lo diré a nadie —prometió Beatrice.
Él miró hacia otro lado, la vergüenza recorrió su rostro.
—¿Mi hermana teme al lecho matrimonial?
Beatrice parpadeó.
—Tenía razón, es poco delicado. Pero, en verdad, no lo sé.
Los hombros de Ianthe bajaron.
—Porque si eso es todo…
Beatrice resopló.
—Eso no es todo. Ella no debería ser llevada al matrimonio de esta
manera.
Ianthe agitó un brazo en un círculo que abarcaba el mundo.
—Pero las mujeres lo hacen todo el tiempo. Se casan. Tienen hijos. Ese
es el punto del matrimonio.
—Y morimos durante el parto todo el tiempo —dijo Beatrice—. ¿Y si
simplemente no quisiera tener hijos?
Ianthe se burló.
—Pero es…
Beatrice saltó.
—¿Natural?
Se quedó en silencio, frunciendo el ceño ante algo por encima del
hombro de Beatrice.
—¿Está diciendo que no quiere tener hijos? ¿Es por eso que arriesgará
su vida para perseguir la magia?
—No estoy diciendo eso —dijo Beatrice—. Pero si voy a hacer lo que
quiero hacer con mi vida, nunca podré tener hijos. ¿Y qué marido aceptaría
eso? ¿Usted lo haría?
Ianthe desvió la mirada.
Beatrice se cruzó de brazos.
—Ve, entonces.
—¡Pero no puede tener lo que quiere! Necesita el apoyo de la sala
capitular para intentarlo. Necesita un mentor. Necesita formación...
—No tengo forma de ganarme ese apoyo. No hay forma de recibir ese
entrenamiento —dijo Beatrice—. La única forma en que puedo hacer esto es
sola.
—¡No puedo quedarme quieto y verla destruirse, Beatrice! —Ianthe
negó con la cabeza y miró hacia otro lado—. No puedo hacerlo, ni por usted,
ni por Ysbeta. Enfrente los hechos. No puede tener lo que quiere.
—¿Y si pudiera? —dijo Beatrice—. ¿Y si supiera el misterio? ¿Qué
pasaría si supiera cómo conjurar el espíritu más grande de mi elección, y si
pudiera tener éxito?
—No es momento para la imaginación y los juegos. Tiene que detener
esto antes de que sea demasiado tarde —dijo Ianthe—. No estoy listo para
conocer el misterio, y me he entrenado durante años con todos los recursos,
con los mejores mentores, con el favor de la sala capitular y la compañía del
espíritu menor Fandari. Si intenta esto, morirá, pero no antes de que el
espíritu la posea y destruya a su familia.
—¿Cree que no tengo miedo? —preguntó Beatrice—. ¿Cree que me creo
invencible? No sé si podré hacerlo. No sé si debería intentar...
—¡No debería intentarlo! —gritó Ianthe.
Los caballos aceleraron y él los tranquilizó para que volvieran a trotar.
—Beatrice. Por favor. Sé que ha tenido un éxito impresionante con los
conjuros. Si fuera un hombre, sería un iniciado de la rosa...
Beatrice no quería saber qué habría hecho si fuera un hombre. No
quería ser un hombre. ¡Quería ser maga!
—Pero no soy un hombre.
—No es que crea que es incapaz por su sexo. Y en un mundo diferente...
—Vivo en este —dijo Beatrice—. No tiene sentido desear ser el hijo de
otra estrella. Tengo que elegir qué hacer aquí.
—¿Cómo elegirá, Beatrice? ¿Y pensará en las personas que la aman
cuando lo haga?
—Pienso en mi familia todos los días. —Beatrice apretó los puños,
sudorosos dentro de sus guantes—. ¿Se imagina que no lo hago? Mi familia
se tambalea en un precipicio. Si les fallo...
—Entonces no les falle —dijo Ianthe—. Haga lo correcto.
—Ianthe. —Beatrice se volvió en su asiento y tuvo que inclinar la
cabeza para protegerse los ojos del sol poniente—. Por favor, comprenda que,
aunque he discutido con usted todo el camino por la carretera, estoy partida
en dos.
—Entonces elija —dijo Ianthe—. Use su sabiduría y elija. Por favor.
—Podría hacer lo que dice —dijo Beatrice en voz baja—. Podría
simplemente rendirme. Podría aceptar mi destino, y tal vez no sería tan
malo, al final, ¿no es feliz mi madre? ¿No es su madre? Pero Ysbeta no puede
hacer el compromiso que enfrento. Ella está resuelta. Convierta sus
pensamientos en ayudarla.
—Es la cuestión de qué va a hacer lo que me congela en mi lugar.
Tengo los medios para evitar que Ysbeta persiga magia superior. No puedo
detenerla usted, y pensar en lo que podría pasarle me enfría la sangre.
—Entiendo.
—No creo que lo haga, Beatrice. Si pudiera resolver esto por usted...
—No puede —dijo Beatrice—. Solo hay tres cosas que puede hacer:
decirle a mi padre lo que estoy haciendo, ayudarme, o dar un paso atrás y
dejarme decidir. ¿Cuál es?
Ianthe conducía el carruaje en silencio, navegando por el tráfico de la
calle mientras trotaban por Triumph Street.
—No se lo diré a su padre —dijo Ianthe—. Pero está en peligro y no sé
cómo hacerla ver eso.
Beatrice se llevó una mano a la garganta.
—Entiendo el peligro.
Ianthe negó con la cabeza.
—Si lo hiciera, terminaría con esto.
Ella entendía el peligro. Pero ahora sabían cómo encontrar a las
mujeres del camino oculto. Solo les habían prohibido estar solas en la
intimidad. No se decía nada sobre ellas cabalgando por la ciudad, viendo las
vistas en Thornback Street.
Recibirían ayuda y justo a tiempo.
Detuvo los caballos frente a la casa de Beatrice.
—No me gusta discutir con usted. Pero piense en lo que está haciendo.
La veré en el Blossom Ride.
Beatrice lo saludó con la cabeza y dejó que el lacayo la ayudara a bajar
del carruaje. La puerta principal se abrió y Harriet se quedó allí, su rostro
era una imagen de angustia, sus ojos derramando lágrimas.
—¿Por qué no volviste a casa? —preguntó Harriet—. ¿Cómo pudiste?
¡La mitad de los sirvientes están buscándote!
—¿Qué? Pero estaba con Ysbeta e Ianthe, como dije.
—Se suponía que solo te ibas hasta después del almuerzo —dijo
Harriet—. Se suponía que tenías que volver y ayudarme a elegir un vestido
para el té.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Beatrice, pero su hermana menor la
agarró del brazo y tiró de ella dentro, sollozando y sollozando.
Harriet la sacudió del brazo.
—Te perdiste el té, te perdiste la cena, ¿a dónde fuiste?
—Lavan House —dijo Beatrice—. Ysbeta tuvo que irse a casa
temprano, y yo…
—¿Y no pudiste dejar una nota? ¿No pensaste que haríamos...? Esto es
culpa tuya —dijo Harriet con voz baja y furiosa—. Todo está arruinado.
Beatrice miró a su hermana.
—¿Qué está arruinado? Fueron solo unas pocas horas. No me di cuenta
de que estaría fuera tanto tiempo...
—¡Pero debiste haber dejado una nota! ¡Deberías hacérnoslo saber! Y
entonces no habría...
La habitación se enfrió.
—¿No habría qué?
Los hombros de Harriet se levantaron.
—No sabía lo que te había pasado. Temí lo peor.
Beatrice agarró la barbilla de Harriet y la obligó a enfrentarse a la
mirada de Beatrice.
—¿Qué hiciste?
—Tenía que hacerlo —dijo Harriet—. Escabullirte a la playa en tu
turno, hacer trampas en las cartas, ¿y si hubieras perdido todo el control
y...?
Ella no lo hizo. Ella no podría haberlo hecho. Pero ya lo sabía. Lo sabía
por la boca baja de su hermana, por su negativa a mirar a Beatrice a la
cara.
—¡Oh! No podías esperar a colgarme para secarme. —Beatrice soltó a
Harriet y plantó los puños en las caderas—. ¡Se lo dijiste! ¡No puedo creer
que me hicieras esto!
—¡Eres tan egoísta! Nunca piensas en cómo nos sentiríamos si
estuvieras en peligro. ¡Nunca piensas en lo que le estás haciendo a la
familia!
—¡Lo hago! ¡No estaba en peligro! Querías contárselo. ¡Aprovechaste la
primera oportunidad que tuviste!
—¡Podría haberte poseído! —siseó Harriet—. Podrías haber... ¡oh, ni
siquiera puedo hablar de eso!
—Bueno. He escuchado suficiente de ti. ¿Cómo pudiste hacerme esto?
¿Cómo? —Beatrice pasó al lado de su hermana, la rata, la rata parloteadora
y traidora, y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca. ¿Cómo iba a arreglar
esto con Padre? ¿Le hablaría siquiera? ¿Vería siquiera su rostro?
—¡Por favor!
Esa era Madre, gritando lo suficientemente fuerte como para ser
escuchada a través de puertas cerradas. Beatrice se recogió las faldas y
corrió por el suelo de baldosas del vestíbulo. Pegó la oreja a la madera y
escuchó los sollozos de Madre.
—¡Ella es nuestra hija! Debes dejarme encontrarla; ¡debemos saber lo
que pasó! Quítamelo, Henry, te lo ruego. Te lo suplico.
Los dedos de Beatrice volaron a su garganta. Madre tenía la intención
de encontrarla con magia. Madre sabía suficiente magia para... ¿qué? ¿Sabía
cómo conjurar?
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Harriet.
—Shh. —Beatrice levantó una mano sofocante y apretó más fuerte.
—No podemos correr ese riesgo —dijo Padre—. ¿Y si mi hijo duerme
dentro de ti?
Beatrice se estremeció. Todavía estaban intentando tener un hijo. Un
chico que podría tomar el timón de los Clayborns, asistir a la sala capitular
y hacer fortuna con conexiones mágicas y políticas, mejor que simplemente
intercambiar hijas. Si Madre tenía un hijo, Padre se convencería a sí mismo
de que no necesitaba a Beatrice.
Pero escuchar a Madre suplicar se retorció en su corazón. Padre no era
un mago; Madre había elegido al hombre que amaba por encima de la
oportunidad de aumentar sus perspectivas. Y ahora, debido a que eligió ese
amor, tenía que rogar para usar lo que los Skyborn le habían dado por
derecho.
—Será como la última vez, cuando no consultaste a los espíritus sobre
la expedición de las orquídeas. ¿Y si hubiera un hijo, dijiste, y hundieras a
miles en plantas sin valor?
Harriet se acercó.
—Beatrice...
Beatrice agitó la mano, como si un gesto pudiera hacer que los
chismosas hermanas menores desaparecieran. ¿Padre había liberado a
Madre del collar de protección antes? Madre conocía el conjuro menor. Las
manos de Beatrice se congelaron. Padre podría amar a Madre. Podría
sonreír cada vez que la miraba. Pero Madre debería estar de pie. Debería
lanzar por sigilo y firmar para buscar a su hija. Era una hechicera y
suplicaba de rodillas ante un hombre impotente.
—Han pasado seis semanas desde sus cursos —dijo Padre—. No puedo
arriesgarme.
—No aguantará. ¡Ninguna de ellas lo ha hecho! Beatrice y Harriet son
nuestras únicas hijas. No podemos arriesgar a una hija real por un posible
hijo.
Harriet corrió hacia la puerta, presionando la oreja contra la madera,
pero calculó mal la distancia y se golpeó la cabeza contra ella. Beatrice hizo
una mueca al oír el sonido y el silencio al otro lado de la puerta.
—Harriet —llamó Padre—. Abre la puerta, por favor.
Atrapada. Beatrice lanzó una mirada furiosa a su hermana, giró el
pomo de la puerta y entró.
Madre estaba de rodillas, con las manos en puños en el chaleco de
Padre y las lágrimas empapaban su rostro. La expresión de Padre pasó del
alivio a la ira enrojecida y fruncida.
—¡Beatrice! ¿Dónde has estado?
Beatrice hizo una rápida reverencia.
—Lavan House. Ysbeta se puso de mal humor y fui con ella para
animarla. Debería haberle enviado una nota, pero estaba muy molesta...
—Estás a salvo —dijo Madre. Se incorporó y abrazó a Beatrice,
apretándola con más fuerza que sus corsés—. No sabíamos qué había sido de
ti. No sabíamos si estabas herida o perdida o...
¿Si se escaparía después de enterarse de la verdad sobre el collar de
protección?
—Estoy aquí, Madre. No era mi intención estar fuera durante tanto
tiempo, simplemente sucedió...
Harriet entró en la habitación.
—Todo está bien. Beatrice está a salvo. Por favor, no la castigues.
—Harriet —dijo Padre—. Sal y cierra la puerta.
—Pero Padre, está bien, me equivoqué, por favor no...
—Cierra la puerta —repitió Padre.
Harriet se retiró. La puerta se cerró de golpe. Padre se paró al otro lado
de su escritorio y miró a Beatrice sin hablar.
Beatrice trató de encontrar las palabras adecuadas, pero ¿qué
explicación podía dar por sus acciones?
—Padre, yo...
—Lord Gordon me visitó hoy para pagar su deuda y la de Ysbeta
Lavan. Y cuando no volviste a casa, Harriet me dijo algo que apenas puedo
creer de mi propia hija.
La espalda de Beatrice se puso rígida.
—He tenido cuidado.
—Dime exactamente cómo ganaste tanto dinero jugando a las cartas.
La verdad.
Beatrice se humedeció los labios.
—Tuve suerte.
—¡La verdad! —rugió Padre, y su puño golpeando el escritorio hizo que
Beatrice saltara—. Has conjurado a un espíritu. Hiciste un trato con él.
¡Dilo!
—Padre, solo me diste cincuenta coronas —dijo Beatrice—. Solo
cincuenta, y lo que estaba en juego eran diez coronas el punto. Podría haber
vuelto a casa con cientos de coronas endeudadas. Habría arruinado a la
familia.
—Las finanzas de esta familia son mi preocupación. Si te hubieras
hecho daño jugando a conjurar… ¡Si te hubieran pillado haciendo trampa!
Yo soy quien decide los riesgos que corremos, Beatrice. —Padre enterró el
rostro entre las manos, temblando—. Pero estás a salvo, incluso si has
estado a punto de arruinar a esta familia. Con egoísmo, con comportamiento
escandaloso, se acaba ahora. Dejarás de jugar con fuerzas que no entiendes
de inmediato. ¿Está claro?
A Beatrice le dolía la garganta. La habían atrapado.
—No quería endeudarnos más. ¡Eso era todo!
Padre se puso más rojo, su rostro contraído por la ira.
—Eso no es todo. Has abandonado intencionadamente el
comportamiento femenino adecuado. Si resulta que estás incursionando en
magia superior…
Resopló y comenzó de nuevo.
—Pero no será así. Te casarás lo antes posible.
Aún quedaba una oportunidad. Iba a esperar hasta que el daño
estuviera hecho, pero ahora no había tiempo para eso. Quizás podría
negociar.
—Padre, podría ayudarte —dijo Beatrice—. Como lo hace Madre.
Podría seguir aprendiendo. Si permanezco soltera y me convierto en maga,
siempre podrías contar con la ayuda de un espíritu superior. Juntos
podríamos...
—Deja de tonterías de inmediato. —Padre interrumpió sus palabras
con un gesto brusco de corte lateral—. Nunca me vuelvas a hablar de algo
así. Es antinatural. Es inaudito. ¡Pensar que mi hija toleraría algo tan
extravagante! Termina ahora.
No podía. ¡No podría! Pero si Padre no se dejaba tentar por el servicio
de un espíritu más grande, si estaba decidido a que ella se casara… los
fragmentos de su sueño yacían esparcidos ante ella. No tenía elección.
Beatrice bajó la cabeza.
—Sí, Padre.
—Debería confinarte inmediatamente. Pero hay otra manera. Tienes
una oportunidad de arreglar esto. —Padre levantó un cuadrado de papel
azul suave—. Nos han invitado a asistir a una fiesta en el Shining Hand. Si
tienes la oportunidad de conseguir gente como Ianthe Lavan, debo
permitirte que asistas a tu vida diaria como si esto no hubiera sucedido.
¿En serio? ¿Tenía alguna oportunidad con Ianthe, después de cómo se
hablaron en el viaje de Lavan House a Bendleton? No importaba. Ella e
Ysbeta todavía tenían una forma de continuar con sus búsquedas.
—Sí, Padre.
—Sin embargo, después de que termine el Blossom Ride, esta fiesta
será la última invitación que aceptarás como mujer soltera. Si no estás
comprometida cuando desembarquemos, elegiré a alguien por ti. ¿Lo
entiendes?
Todos sus planes se arruinaron. La fiesta en el Shining Hand era en
dos días. ¿Cómo podrían estar preparadas para convertirse en magas en dos
días?
Se terminó. Harriet lo había arruinado todo. Beatrice se casaría; le
quitarían la magia. La única bondad que Padre había permitido era la
oportunidad de asegurar la mano de Ianthe.
¿Pero tal vez no sería tan malo? Ianthe la dejaría quitarse el collar de
protección a veces. Quizás ella… no. Eso no era libertad. Eso era un
permiso.
¿Cómo podía abrir la mano y dejar que la magia se le escapara?
—Respóndeme.
—Padre. Por favor. Puedo ayudar…
—Eso es suficiente.
Beatrice bajó la cabeza.
—Sí, Padre.
—Clara dormirá en tu habitación por la noche.
Así que no tendría privacidad, ninguna posibilidad de ocultar nada.
—Sí, Padre.
—Te irás directamente a la cama después de que se complete el
registro de tu habitación. O puedes decirme dónde has escondido tus
herramientas rituales, y puedes cenar primero.
Beatrice apretó los puños. Estaba atrapada. Pero no había subido la
escalera al ático en días. Se sabía el lanzamiento de memoria; la tiza y las
velas ya no importaban.
—Están en el ático —dijo.
Padre asintió.
—Esa es una honestidad digna de mi hija. Siéntate aquí. Volveré.
Beatrice se hundió en una silla, temblando. El juego se acabó. Las
pisadas de Padre resonaron en las escaleras. Beatrice se inclinó hacia el
abrazo de su madre mientras enterraba el rostro entre las manos.
Se terminó. Su elección había sido tomada. Pero ella hizo los signos de
convocar, exhaló su lanzamiento y esperó.
—Nadi. Lo siento.
—¿Beatrice?
Beatrice levantó la cabeza y miró alrededor de la habitación.
—¿Nadi?
—Estás triste.
Beatrice se sentó, sollozando.
—¿Podrías venir sin una convocatoria completa?
—Te veo —dijo Nadi—. Desde que me llamaste, puedo verte. Nuestra
tarea no ha terminado. Estoy cerca de ti hasta que tengas el libro en tus
manos.
Beatrice buscó una distorsión en el aire, algo que le mostrara dónde
estaba el espíritu. No vio nada.
—No tengo nada que preguntarte.
—Nadi solo quiere estar aquí.
—¿Puedes quedarte? No necesito nada ¿Puedes quedarte? Mañana voy a
montar a caballo. Y en un almuerzo de canasta se puede comer. ¿Quieres
hacer eso?
—Sí —dijo Nadi—. Déjame entrar.
No había ningún círculo de invocación para moverla al éter. Solo
quedaba el aire, y Beatrice extendió la mano ante ella, con los dedos
curvados en señal de bienvenida.
Madre miró, con las cejas en alto. Miró a Beatrice y abrió la boca… y
luego vuelva a cerrarla. Permaneció en silencio mientras su hija daba la
bienvenida a un espíritu y se ofrecía a acoger. Beatrice podría haber
llorado.
—Gracias —susurró. Le picaban los dedos. Nadi se deslizó bajo su piel,
instalándose junto a sus huesos.
—Mejor —suspiró Nadi—. Ya no estás tan triste.
Beatrice cruzó los brazos alrededor de su cintura.
—Gracias. Esto es… esto es lo que haría un amigo.
Nadi tarareó, contento.
Padre regresó con cuatro libros bajo el brazo.
—Encontramos las velas, las piedras de tiza y estos libros. ¿Qué hacían
esos libros allá arriba?
Beatrice parpadeó para quitarse las lágrimas.
—¿Libros?
Oh. Cuentos de Ijanel y otros héroes. La filosofía de la persistencia. Un
estudio de pigmentos y tintes naturales. Piedras preciosas y sus cualidades.
Para Padre, no eran más que libros, y si los leía, los errores tipográficos del
texto le irritarían. No tenía forma de saber qué eran realmente. Ella se
encogió de hombros y se preparó para mentir.
—Estaban allí cuando encontré el ático —dijo Beatrice.
Padre les miró con el ceño fruncido y deslizó cada volumen en las
estanterías de la habitación.
—Libros perfectamente buenos —refunfuñó—. Ve a pedirle la cena a
Cook. Ella está trabajando duro en tu canasta de almuerzo para mañana.
No era una disculpa, pero los libros no se habían quemado. Y Padre no
sabía qué eran; le había creído cuando ella afirmó que solo estaban en el
ático con el resto de la basura.
Ella conocía la magia dentro de ellos. Entonces podría esconder otro
grimorio a plena vista. Encontraría una manera de encontrar privacidad.
Todavía tenía una oportunidad.
Beatrice subió las escaleras, pensando mucho en cómo escapar.
XV
Debería estar lloviendo ahora mismo, una lluvia fría y fuerte que
enyesaba todos los frágiles pétalos de los cerezos en los caminos embarrados
de Lord Harsgrove Park. Pero nubes de pelusa de algodón navegaban en un
cielo azul perfecto sin una gota de lluvia a la vista. Marian cacheaba y
deslumbraba con nuevas herraduras. Beatrice mantuvo la espalda recta, la
cabeza en alto y aspiró el aroma de las flores de cerezo.
—Más —dijo Nadi—. Ahora da un salto.
—El salto viene después. Después del almuerzo. —Beatrice enganchó su
canasta de juncos que contenía la comida que Cook había preparado para la
subasta de huérfanos, maldiciendo lo incómodo de la carga. Una gruesa
cinta de seda violeta que hacía juego con su traje de montar ondeaba desde
el asa, y estaba llena de golosinas y comidas abundantes.
Beatrice volvió a sopesarlo y miró la canasta. ¿Qué pasaría si
simplemente lo dejara caer y se estrellara contra los adoquines? Entonces
nadie podría comprarlo.
—No —dijo Nadi—. Prometiste dejarme comerlo. Lo prometiste.
—Recibirás tu parte. —Beatrice apoyó la canasta en su muslo, pero
interfería con las riendas de Marian. ¡Maldita la cosa! Tenía que deshacerse
de ella.
—Por favor, permítame —dijo una voz desde su derecha, y ella se
retorció en la silla. Danton Maisonette cabalgaba a su lado, con una mano
ofreciéndose a llevarle la cesta—. Noté su lucha.
—Oh, él. —Nadi habría puesto los ojos en blanco de Beatrice si no
hubiera tenido un férreo control sobre el espíritu.
—No puedes hechizarlo de nuevo —pensó Beatrice, y puso una sonrisa
apresurada—. Estoy sorprendida de sus esfuerzos por hablarme.
—Fui terrible con usted en la sala capitular. Le pido disculpas, señorita
Clayborn. Fue bastante grosero de mi parte. Permítame aligerar su carga.
Aún tenía la mano extendida. Beatrice deseó no haber desayunado en
su habitación. Si se hubiera reprimido de su ira y la hubiera dejado entrar,
Harriet le habría contado todos los detalles de la etiqueta de la cesta del
almuerzo, y entonces tendría la oportunidad de saber qué mensaje le
comunicaba al aceptar su ayuda. La obstinada ira no le había hecho ningún
favor.
La sonrisa de Danton se desvaneció cuando Beatrice siguió cabalgando
sin entregarle la canasta, pero ¿qué significaba? ¡Maldiciones! Ella amplió
su sonrisa y le ofreció la pesada carga, y él la vitoreó considerablemente.
—Gracias —dijo Beatrice—. Es una cosa incómoda de llevar mientras
se monta de lado.
—Exactamente mi pensamiento —dijo Danton—. Y si puedo confesar,
deseaba hablar con usted antes de que comenzara la subasta.
¡Qué! ¿Por qué? Él se había burlado de ella y ella de él. Ella había sido
testigo del humillante accidente que seguramente había arruinado un buen
conjunto de ropa. Lo había evitado activamente en la fiesta de Robicheaux,
¿y ahora estaba a su lado, jugando al galán?
—Esta es una buena canasta —dijo Danton, levantándola—. Tengo
curiosidad por conocer su contenido.
—No me agrada —dijo Nadi—. Su sonrisa es demasiado suave. Quiere
algo.
—Por supuesto que sí. —Beatrice bajó la barbilla, como si fuera un
cumplido ser objeto de tanta atención—. Espero que Cook haya preparado
sus tartas de grosellas e higos. —No podía observar a la charlatanería que
se había reunido mientras estaba en compañía de un caballero. Sería de
mala educación—. ¿Estará compitiendo en las competiciones esta tarde?
Danton sonrió con pesar.
—Mis mejores caballos holgazanean en casa en Valserre —dijo—.
¿Alguna vez ha estado allí?
—¿Dónde está Valserre?
—Es otro país, lejos de aquí. Al otro lado del mar, al oeste.
—¿Podemos ir?
—Ni en una sola mañana.
—Hmph.
—Nunca, pero Masillia es una ciudad de música legendaria —
respondió Beatrice, y se volvió hacia la fuente de los cascos a su izquierda—.
Ysbeta, buenos días. Qué hermoso vestido.
Ysbeta hizo una mueca, pero era una imagen: su chaleco de seda
dorada y su chaqueta color crema eran la punta de la moda, y su tez marrón
cálida brillaba en presencia de un color que haría que Beatrice pareciera
decolorada.
—Buenos días. Venga conmigo.
Ysbeta se marchó sin esperar la respuesta de Beatrice. Dirigió una
mirada impotente a su compañero.
—Me temo que me necesitan, señor Maisonette. Mis disculpas.
Alargó la mano para coger la cesta y Danton la entregó con cierta
consternación. Beatrice lo alzó para que descansara sobre su rodilla
mientras se abría paso entre los jinetes hacia el lado de Ysbeta.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Beatrice.
—¿Por qué tiene miedo? —preguntó Nadi.
—Buscando un lugar para esconderme —dijo Ysbeta—. Aún no es
mediodía. No quiero que se distraiga conmigo. Tratar de mantener a Elamin
bajo control en el camino hacia aquí fue agotador.
Quizás los vestidos de montar de marfil y oro no eran la elección de
vestuario más discreta para quien deseaba desvanecerse entre la multitud,
pero Beatrice guardó silencio. Siguió a Ysbeta mientras encontraba un lugar
donde la carretera presentaba un lugar para alejarse del tráfico de tantos
caballos y jóvenes que hacían todo lo posible por llamar la atención.
—Me sentiría mejor bajo una cubierta, pero… —Señaló el impecable
drapeado de sus faldas, la punta de una bota de color amarillo dorado
asomando desde abajo—. No podía retrasar más la asistencia de Ianthe. Él
está buscando por todos lados, queriendo saber cómo elegir su canasta de
almuerzo. Lo ha encantado completamente. ¿Quién iba con usted?
—Danton Maisonette —dijo Beatrice—. No tiene una canasta.
Ysbeta observó a un grupo de mujeres jóvenes que se reían juntas.
—Ianthe la llevó al comité. Debería hacer lo mismo.
—En un momento —dijo Beatrice—. No podemos encontrarnos en su
casa, pero sé exactamente dónde comenzar nuestra búsqueda de damas
avellana.
—¿Dónde?
—Thornback Street.
Ysbeta hizo una mueca.
—Eso es tan obvio que debería haberlo pensado. La llamaré mañana
para ir a un café y comenzaremos nuestra búsqueda.
Beatrice hizo una mueca y levantó los hombros.
—No puedo.
—¿Qué quiere decir?
—Padre sabe de mi trabajo con la magia. Ha puesto su pie en el suelo.
Si bien no estoy confinada en casa, Padre solo me ha dado permiso para
asistir a la fiesta del Shining Hand, y solo si…
—¿Solo si qué?
Beatrice suspiró.
—Él espera una oferta de matrimonio de Ianthe.
Ysbeta inclinó la cabeza, divertida.
—¿Y cree que eso no sucederá? Hablaré con su padre después del viaje
y le haré saber que deseo seguir familiarizándome con mi futura cuñada. La
dejará ir a un café conmigo.
—Parece terriblemente segura.
—No hay ninguna razón para rechazarme, y todas las razones para que
su padre mantenga buenas relaciones entre su familia y la mía. No hará
nada que ponga en peligro el compromiso que espera. Todo saldrá bien.
Ahora llevemos su canasta al comité.
Si no cumplían con la fecha límite, es posible que no subastaran su
canasta en absoluto, pero no podía decirle eso a Ysbeta. Claramente no
había pensado en entregar la suya tarde.
—Pero nos estamos escondiendo.
Ysbeta inclinó la barbilla hacia abajo, tratando de ocultar su rostro
bajo el ala ancha de su sombrero desenfadado.
—Entreguemos su canasta. Venga.
Beatrice suspiró.
—Está bien.
Ysbeta tocó con los tacones a la elegante yegua de cuello delgado y
atrapó el flujo del tráfico en el camino.
—¿Está participando en la carrera de mujeres?
—Ve rápido.
—No. —Beatrice atrapó su bota izquierda yendo a casa en el estribo, y
deslizó su pie hacia la posición correcta—. Pensé que quizás el concurso de
los obstáculos. Marian es más una saltadora.
—Ella es una hermosa carne de caballo. ¿Comprada o criada?
—¿Está loca por los caballos? —preguntó Beatrice—. Criada, pero fue
un regalo para mi duodécimo cumpleaños.
Ysbeta se encogió de hombros.
—Puedo tener un caballo yo sola. No tengo que hacerlo, pero una mujer
que no puede cuidar su propia montura es una mujer en una jaula.
—Estoy completamente de acuerdo con ese sentimiento —dijo
Beatrice—. Hay algo que debo preguntarle. Necesito el diario de viaje.
Ysbeta lanzó una mirada penetrante a Beatrice.
—Tenemos un trato.
—Lo sé, pero es posible que no pueda conservarlo a menos que haga
uso del trabajo de Churchman —dijo Beatrice—. Las circunstancias han
cambiado.
No podía seguir con su plan. Padre la repudiaría y los Clayborns se
hundirían. Ella solo tenía una opción. Pero ahora que le habían quitado la
magia, la agarró con dedos desesperados.
—No han cambiado tanto —dijo Ysbeta—. A menos que esté diciendo
que no me ayudará.
—Debo ayudarla —dijo Beatrice—. No puedo abandonarla con Bard.
—Entonces, ¿por qué necesita el libro de Churchman?
—Para mí.
—La hechizaré.
—No puedes hechizar a mi amiga.
—Pero ella no te dará el libro. Prometí traerte el libro.
—Nadi. Te lo prometo, cuando conozcamos a alguien a quien puedas
hechizar, te dejaré hacerlo.
Nadi, satisfecho, se instaló dentro de la piel de Beatrice.
El césped estaba salpicado de brillantes cuadros de lino a cuadros
esperando a que los ganadores desempacaran el almuerzo que compraron,
acompañados de la señora que lo trajo. Beatrice e Ysbeta, que ya iban
caminando, se detuvieron mientras los jinetes se arremolinaban esperando a
sus mozos. Demasiados oídos estaban al alcance de esta conversación, pero
Ysbeta se encogió de hombros como si estuvieran hablando de trivialidades.
—Se preocupa demasiado. Ianthe le tiene en gran estima. La han
acorralado, pero no estará mal. Unos años del collar hasta tener dos o tres
hijos, y luego la libertad de perseguir la magia con un espíritu menor.
Acepte el compromiso.
Un mozo de Lavan con un abrigo turquesa las vio, y volvieron sus
caballos hacia el hombre que intentaba navegar entre la multitud. Beatrice
bajó la voz y se acercó a Ysbeta.
—Pero no deseo comprometerme.
Ysbeta soltó una risa cortante.
—Veo cómo se miran el uno al otro. Dígame que no se arrepentirá si se
aleja de él.
El calor enrojeció las mejillas de Beatrice.
—Mis sentimientos no tienen peso en este caso.
Los labios de Ysbeta se tensaron.
—Lo siento, Beatrice. Sé que es duro. Pero tendrá a Ianthe.
—¿Por qué no te lo da, si es tu amiga?
—Porque ella también lo necesita. Tan desesperadamente como yo.
—Pero el libro te enseñará cómo convocar a otro espíritu. No necesitas el
libro —dijo Nadi—. Tienes a Nadi.
—Tengo suerte de tenerte, Nadi. —Los ojos de Beatrice se llenaron de
lágrimas—. Y te extrañaría terriblemente.
El espíritu retumbó de placer.
—Nadi es tu amigo. Podemos permanecer juntos.
—Pero si me caso con Ianthe, estaremos separados. Tendrá que ponerme
el collar durante años.
—Nadi no quiere dejarte.
—Lo sé.
El mozo tomó las riendas de Ysbeta y ella desmontó con un revoloteo de
faldas. Beatrice asintió agradeciendo al mozo mientras tomaba a Marian. Su
salto de la silla de montar, agobiado por la canasta del almuerzo, resultó en
un aterrizaje que sacudió sus rodillas.
—Quiero libertad. Como usted.
—No la necesita como yo. —Ysbeta se detuvo y se volvió para mirar a
Beatrice—. Debo tener esto, por el bien del mundo y su conocimiento.
Entonces le dio la espalda, saludando a una de las mujeres que llevaba
lazos verdes identificándola como el comité a cargo de la subasta de
canastas. Beatrice soltó un cortés murmullo cuando un número fue colocado
en su canasta, aceptando la tarjeta con el mismo número. Se volvió hacia
Ysbeta de nuevo, cuya encantadora sonrisa se desvaneció cuando posó sus
ojos en Beatrice.
Beatrice no quería rogar. Pero lo haría, si tenía que hacerlo.
—Necesito esto tanto como usted.
—Pero no puede tenerlo —dijo Ysbeta—. Su familia se ha encerrado.
Lo único que le salvará es aceptar el traje de mi hermano. ¿Y por qué no? Él
la adora.
—Pero mi magia...
—¿Quiere saber lo que pienso? Si realmente quisiera magia, no la
importaría. Pero le importa. Lo quiere, y si no hubiera sido por haber sido
atrapado, lo habría guiado hasta que fuera demasiado tarde para tenerlo —
dijo Ysbeta—. ¿Cómo puedo dejar que le haga eso a mi hermano?
—¿Cómo puede hacerme esto? —preguntó Beatrice—. ¿Mis deseos no
significan nada para usted?
—Sería diferente si no lo quisiera, pero lo quiere. Él salvará la fortuna
de su familia. Él la apreciará como a una joya. Será bueno con usted.
Ciertamente permitirá sus exploraciones.
—Estoy segura de que me lo permitirá —dijo Beatrice, con los dientes
apretados—. Esa es la suma de mi objeción. Mi habilidad y talentos son
míos. Tenerlos controlados por otra persona... Es abominable. No puedo
permitirlo. Incluso si es él.
Nadi se enroscó dentro de ella y un pulso de poder recorrió su cuerpo.
—Maleficio.
—Nadi, ¿qué hiciste?
—Ella te está lastimando.
¿Qué había hecho el espíritu? ¿Qué? ¿Había maldecido a Ysbeta con
torpeza, como lo había hecho para salvarla de las atenciones de Udo
Maasten?
—¿Qué hiciste?
—Ella tiene mala suerte —dijo Nadi—. Casi nada.
—Es el mejor arreglo que obtendrá —dijo Ysbeta—. ¡Piense, Beatrice!
¿Qué otro hombre será tan generoso, tan indulgente?
¿Casi nada? ¿Qué significaba eso?
—Retíralo, Nadi. Deshechízala.
—Es demasiado tarde —dijo Nadi—. Elamin es débil. Mi suerte es
fuerte. Ahí viene.
Beatrice miró por encima del hombro de Ysbeta.
—Ysbeta.
Pero se cruzó de brazos y continuó.
—Deje de clavarse los talones y piense.
—Ysbeta…
—Si debe casarse, y créame, Beatrice, debe casarse. No puede salvar a
su familia de otra manera. —Ysbeta se inclinó más hacia Beatrice, su
expresión fija en piedra—. No puede hacerlo mejor que mi hermano, y lo
sabe. No hablo de dinero cuando digo eso.
—Ysbeta, tenemos que irnos —dijo Beatrice—. Lord Powles está allí de
pie.
—¿Qué?
Ysbeta se dio la vuelta y, en ese mismo momento, una de esas nubes
onduladas y acolchadas se alejó del sol y bañó la belleza cubierta de crema y
oro con la luz del sol. Lord Powles se apartó de su compañero y vio a Ysbeta
de pie al sol.
Su expresión se transformó cuando la reconoció. Su boca se abrió
mientras miraba a Ysbeta, y luego su rostro se transformó en una expresión
de alegría y adoración cuando la vio.
Ysbeta se tapó la boca con la mano. Los blancos aparecieron alrededor
de sus ojos. Retrocedió un paso, otro, y luego su mano sujetó la muñeca de
Beatrice como un tornillo de banco.
—Corra —suspiró Ysbeta—. Corra.
Pero era demasiado tarde. Lord Powles, una hermosa figura con abrigo
y pantalones de color azul oscuro, se había inclinado sobre la mano de
Ysbeta, sus labios se cernían sobre sus nudillos. Cuando se puso de pie, no
vio a nadie en el mundo excepto a ella.
—Señorita Lavan. Está asombrosa. Pagaré cualquier precio por su
canasta de almuerzo. Lo juro.
Cualquier otra chica se sentiría abrumada por un hombre así que
hiciera semejante voto. Ysbeta lo miró con los ojos muy abiertos, paralizada
por el horror.
Justo en ese momento, las campanas de la sala capitular sonaron a la
hora del mediodía.
***
Cuando las campanas tocaron su último toque, la primera canasta de
almuerzo subió al podio del subastador. Los caballeros se reunieron cerca
del escenario, remos en mano. Lord Powles levantó su propio remo en saludo
a Ysbeta y se unió a la multitud.
—Se suponía que quería a otra persona —dijo Ysbeta—. Se suponía
que esto no iba a pasar. Elamin se ha ido.
—¡Nadi! ¿Cómo pudiste?
—Ella te estaba lastimando. Nadie te lastima cuando estoy aquí.
—No puedes hechizar a la gente solo porque no te gusta lo que hacen —
regañó Beatrice—. Solo cuando lo digo.
—Deberías haberlo dicho —murmuró Nadi—. Dejas que la gente te
lastime demasiado.
La angustia hizo que la voz de Ysbeta fuera pequeña. Buscó a tientas
la mano de Beatrice y la miró con sus grandes ojos oscuros.
—¿Qué debo hacer?
—Podemos escapar de esto. —Beatrice agarró a Ysbeta por los
hombros—. Manténgalo a raya todo el tiempo que pueda. Seguiremos
trabajando para capacitarla, y luego usted también podrá hacer un gran
trato.
Ysbeta dejó de asentir.
—¿También?
—¿No lo ve? Debo hacer el hechizo ahora. Padre espera una respuesta
pasado mañana.
—No lo veo. —Ysbeta se liberó de las manos de Beatrice—. Si hace esto
mañana, será el escándalo perfecto. Su padre no la dejará simplemente salir
a la calle para llamar a quien quiera. E incluso si lo hiciera, no podría ser
vista con usted si hace esto. Si le doy el libro ahora, destruirá mis
posibilidades.
Ysbeta tenía razón. Si hacía esto, Ysbeta no podría ser vista con ella.
Beatrice probablemente tendría que dejar Bendleton inmediatamente.
Era muy tarde.
La expresión de Ysbeta se volvió comprensiva.
—Lo siento, Beatrice. Pero Ianthe la necesitará, cuando termine. ¿Por
qué no puede…? Oh no, esa es la mía.
Ysbeta miró fijamente el podio, donde descansaba una canasta dorada
adornada con una cinta turquesa. El subastador apenas había enumerado el
contenido cuando Lord Powles levantó su remo.
—Mil coronas —, dijo Bard Sheldon.
La multitud murmuró, pero se disparó otra paleta.
—Mil quinientos—, dijo Ellis Robicheaux. —Adoro el pájaro cantor
asado con bayas, lo sabes.
—Dos mil coronas —declaró otro postor.
La multitud murmuró cuando otro caballero levantó su remo y declaró
dos mil quinientos. Bard parecía como si una tormenta eléctrica se cerniera
sobre su frente.
—Cinco mil coronas —dijo Bard Sheldon, y la multitud se quedó sin
aliento. Ysbeta hizo un pequeño ruido de angustia.
—Bien, si va a ser así —dijo Ellis, y se inclinó. Uno a uno, cada
caballero dio paso a la oferta de Bard. La multitud aplaudió cuando Lord
Powles se acercó y aceptó su canasta. Regresó para ofrecer su brazo a
Ysbeta, y juntos se alejaron para reclamar un pedazo de césped.
—¿Qué están haciendo?
—Comprando el derecho a comer con la señora que trajo la canasta.
—Pero ese es mi almuerzo —dijo Nadi.
—Recibiremos nuestra parte —le tranquilizó Beatrice—. Lo
compartimos.
Puso una cara interesada para ver el resto de las subastas, pero una
figura se detuvo ante ella, por lo que Beatrice le ofreció una sonrisa a
Danton Maisonette.
—Hola de nuevo.
Danton hizo una reverencia y describió con los brazos la elegante
floritura en espiral de la aristocracia de Valserran.
—¿Me hará el placer de compartir su almuerzo, señorita Clayborn?
—No quiero compartir con él. Haz que se vaya.
Beatrice se puso su máscara sonriente y educada.
—Me encantaría almorzar con usted, señor Maisonette, si resulta
victorioso en la subasta de hoy.
—Es todo lo que puedo pedir. —Él sonrió—. Excelente. ¡Ah! Veo que el
momento ha llegado.
La cesta de juncos de Beatrice era la siguiente en el podio, y Danton
levantó su remo en la oferta inicial de cien coronas. Ianthe ofreció ciento
cincuenta, pero otros remos se dispararon al aire, elevando rápidamente la
oferta inicial.
—Ha capturado la imaginación de muchos caballeros, señorita
Clayborn. —Danton levantó su remo para aceptar una oferta de
cuatrocientas coronas. Ianthe mantuvo el brazo levantado durante
quinientos.
—Algunos de ellos ya se han retirado.
—Conveniente —dijo Danton—. Pero será una batalla enérgica. Lord
Powles ha dejado clara su elección. Otros noviazgos se están moviendo
rápido. La suya es una cesta deseable entre los caballeros ricos sin talento,
señorita Clayborn. Espero estar extremadamente ocupado en las próximas
semanas. Usted elige.
Incluido el propio Danton, y lo dijo con su sonrisa. Beatrice deslizó las
aspas de su abanico para abrirlas y sopló una brisa sobre sus calientes
mejillas.
—Nunca consideré las circunstancia.
—¿Que quieren ellos?
—Una esposa —dijo Beatrice—. Y si me hacen una, es posible que
nunca volvamos a hablar.
—No. ¡No! —Nadi apretó los puños—. No seas esposa.
—Si no consigo el grimorio del gran trato, no tengo elección.
—Pero si haces el gran trato, ya no necesitarás a Nadi.
Y echaría de menos al espíritu, por difícil que fuera, por codicioso e
impulsivo. Todo estaría trastornado; nada sería igual.
—¿Mil doscientas cincuenta coronas?
Danton levantó su remo. Solo otros dos postores además de Ianthe
todavía estaban en el centro de la misma. Danton la miró, su rostro de
alguna manera inquisitivo y seguro en la dicha de saberlo todo.
—Esta es su primera temporada de negociaciones, ¿no es así?
—Tiene razón —dijo Beatrice.
—Es la tercera de mi hermana —dijo Danton.
—Pensé que era una hechicera. —Beatrice examinó la multitud en
busca de una mujer del mismo tono de verde pálido que su hermano y
contempló a la mujer del baile de la asamblea y del baile de Robicheaux. Era
bonita, con la nariz inclinada y el pelo rubio que brillaba a la luz del sol,
pero su sombrero de tres picos tenía demasiadas plumas y los volantes de
cinta negra que recortaban cada costura de su chaqueta eran demasiado.
Pero la ropa demasiado recortada no era motivo para pasar por alto a una
hechicera. ¿Tres temporadas de negociación? ¿Cómo?
—Lo es. —Danton levantó su remo, un ligero brillo de sudor brillando
en su frente—. Ha pasado dos temporadas sin aceptar propuesta y nuestros
padres han determinado que esta será la última. No la complacerán más.
Beatrice volvió a mirar a Danielle. ¿Podría estar resistiendo el yugo
del collar de protección, como lo hacían ella e Ysbeta?
—¿Es eso inusual?
—La mayoría —dijo Danton—. Pero comprensible.
Beatrice luchó por mantener una expresión serena.
—No voy a entrometerme, pero admito curiosidad.
—Es simple —dijo Danton—. Hace tres años asistimos al estreno de la
ópera más de moda en Masillia.
La atención de Beatrice floreció.
—La ópera de Masillian es la mejor del mundo. Pero, ¿cómo hace que la
señorita Danielle rechace el matrimonio?
—Amor verdadero. —Tragó y levantó su remo para declarar tres mil
coronas—. Asistieron los mejores de Masillia. Al igual que los Lavans y sus
hijos: la hermosa señorita Ysbeta y su guapo hermano, Ianthe.
Beatrice ladeó la cabeza. Ianthe levantó su remo para aceptar cuatro
mil quinientos. La multitud observaba, entretenida por la batalla entre dos
postores.
—Recuerda esto.
—Nunca lo olvidaré —dijo Danton—. Fue la noche en que mi hermana
se enamoró perdidamente. Ella lo miró durante toda la actuación. Bailó con
ella en un baile real al día siguiente. Y luego zarpó de Valserre y regresó a
Llanandras, llevándose el corazón de Danielle con él.
—Oh —dijo Beatrice.
—¿Cinco mil coronas? —preguntó el subastador.
Danton se mordió el labio, luego suspiró y levantó la pala.
Ianthe nunca había bajado el suyo. Se paró en medio de la multitud
que hacía una oferta, la mano levantada como las estatuas de la iluminación
ganada, su paleta de oferta era la antorcha del conocimiento.
—Cinco mil quinientas coronas —dijo el subastador—. ¿Seis mil?
Todos los ojos se volvieron hacia Danton. Apretó la mandíbula y bajó la
mano en señal de derrota.
La multitud vitoreó. Danton se humedeció los labios y se volvió hacia
Beatrice, con su aliento ligeramente amargo flotando sobre su mejilla.
—Es lo suficientemente bonita. Y el poder de su hechicería compensa
su humilde nacimiento. Puede tener docenas de hombres en la palma de su
mano si se acerca para tomarlos, y su padre bailará de alegría para subir el
precio. Mi hermana ha amado desesperadamente a Ianthe Lavan desde que
lo vio por primera vez. Se lo ruego, elija a otra persona. Por amor.
La boca de Beatrice se abrió.
—¿Me pregunta esto?
—Haré cualquier cosa para asegurar la felicidad de mi hermana —dijo
Danton—. Suplicaré. Engañaré. Robaré. Y revelaré que la vi hacer un
círculo en la orilla del mar vestida con nada más que su camisón y brincando
por la orilla hasta que llegó el amanecer, hasta que el espíritu que
hospedaba abandonó su cuerpo.
El corazón de Beatrice cayó como una piedra. ¿Alquilar una casa en
Triumph Street? Pero su padre tenía una casa en Gravesford Road.
—Mi padre vive en Gravesford Road. Dejé el número veinte por el bien
de mi privacidad.
¡Oh, Beatrice sabía que alguien estaba mirando! Lo había sentido y lo
había descartado, mientras Danton se escondía y la miraba. ¡Esto era un
chantaje! ¡Danton era un bribón!
—Déjame hechizarlo —dijo Nadi.
—No.
—Pero te está lastimando.
—Nadie más la ha visto más que yo —dijo—. Cualquier otra persona
habría soltado la lengua en el momento en que entraron en el salón de té.
Solo yo poseo su secreto y lo guardaré. Debo actuar en nombre de mi
hermana.
—Lo odio.
—Señor Maisonette —dijo Beatrice, pero ¿qué podía decirle? ¿Qué
podía decir ella?—. Entiendo la sinceridad de sus sentimientos, pero incluso
si estuviera de acuerdo, eso no es garantía de que pueda conseguir lo que
quiere su hermana.
—Pero no está de acuerdo —dijo Danton—. Usted lo quiere.
¡No lo hacía! Lo hizo. Pero la verdad era más cruel que eso.
—Me temo que no tengo el lujo de elegir lo que imagina, señor
Maisonette. Me duele el corazón por su hermana, pero no puede comprar la
consideración de otro hombre por ella. No puede robarlo. Y puede informarle
a mi padre lo que vio, si lo desea. Pero debo hacer lo que debo hacer. Lo
siento.
Danton la agarró de la mano.
—Por favor.
—Disculpe.
Ianthe miró a Danton con los ojos entrecerrados, su canasta de
almuerzo recién ganada colgando en el hueco de su brazo. Danton
Maisonette soltó la mano de Beatrice, giró un pie y se fue, se dirigió hacia
los piquetes de caballos sin decir una palabra de despedida.
—¿La estaba molestando? —preguntó Ianthe.
—Él... me estaba hablando de su hermana. Danielle...
—La conozco. —Ianthe le ofreció el brazo—. Ligeramente. ¿Veamos si
Bard nos guardó el puesto junto al suyo?
***
De hecho, Bard había guardado un lugar para Ianthe, y descansaron
bajo el dosel fragante y extendido de un cerezo en flor, lejos del césped
abierto que resonaba con risas y el olor de unos cientos de caballos piquetes
en el extremo inferior del parque. Compartieron los platos metidos dentro de
la canasta de cada dama, y Beatrice hizo todo lo posible por ocultar su
confusión.
Ysbeta no se movió. Ianthe había anunciado a toda la sociedad que
gastaría el salario anual de un profesional calificado para reclamarla como
compañera de almuerzo. Danton Maisonette había intentado chantajearla
y... ¿qué la había poseído para invitarlo a intentarlo? No tenía forma de
defenderse de su calumnia. Si él difundía la historia de ella haciendo
cabriolas en la playa en su turno, toda su familia pagaría.
Lord Powles dirigió una sonrisa de satisfacción a Ysbeta.
—Ellis escuchó el rumor de que había asado pájaros cantores en su
canasta, señorita Lavan.
—Sí —dijo Ysbeta, y solo alguien que mirara de cerca se daría cuenta
de que le temblaban las manos y que los cordones de su cuello estaban
angustiados. Su rostro, una envidiable máscara impecable en forma de
corazón, sonreía tan hermosamente que casi cualquiera se dejaría engañar.
Beatrice apartó la mirada, reacia a exponer la fachada de Ysbeta, y vio
a Danton y Danielle Maisonette, detrás de un joven que ambos hermanos
ignoraban. Vagaron por todo el césped, descartando trapos vacíos de picnic
mientras el sombrero de plumas excesivamente emplumado de Danielle
giraba de un lado a otro. A Beatrice se le hundió el estómago al ver a
Danielle peinar cada palmo de césped, sacudiendo la mano de su hermano
en su brazo mientras buscaba, pero por fin llegó a la esquina donde parejas
jóvenes elegantemente vestidas compartían un almuerzo subastado bajo los
cerezos en flor.
Danielle se derrumbó en un montón de faldas ante una manta vacía,
mirando a Ianthe.
Ianthe no se dio cuenta en absoluto.
—Bard y yo estuvimos en la misma sala capitular durante dos años.
—Anthy casi me arrastró por los dormitorios de la oreja —se rio Bard—
. Me alegro de que haya llegado aquí a tiempo para representarme en mi
Ordalía de la Rosa.
—Me alegro de no habérmelo perdido. —Ianthe le ofreció a Bard un
pájaro cantor asado con bayas de los platos de Ysbeta.
—Gracias. —Bard se comió a la pequeña criatura entera, sus dientes
trituraron la delicada carne y los frágiles huesos hasta convertirlos en
bocados.
Ianthe desvió la mirada.
—El chef se superó a sí mismo con tu canasta, Ysy.
—De hecho, es una fiesta —asintió Lord Powles—. Pero es la
combinación de bocados raros y comida sólida y bien hecha lo que es el
verdadero éxito.
—Toma una de esas cosas de pájaros —dijo Nadi.
—No puedo soportarlos —respondió Beatrice—. Están hechos con
crueldad. Hieren terriblemente al pobre pajarito, y luego los ahogan en
aguardientes de vino.
—Te sientes triste —dijo Nadi—. Come una fresa. Te gustan.
Lord Powles abrió la botella de Beatrice y sirvió un blanco para
acompañar las pequeñas golosinas que daban inicio a una canasta de
almuerzo.
—Este es un vino raro, señorita Clayborn.
—Gracias —dijo Beatrice—. Puede tener el otro pájaro cantor, si lo
desea.
—¿De verdad? Tienen un sabor delicioso —dijo Powles. Beatrice se
estremeció cuando sus dientes crujieron. Bebió un sorbo de vino y le sonrió a
Ysbeta—. Nunca le felicité por su vestido, señorita Lavan.
—Gracias —dijo Ysbeta—. Es un viejo favorito.
—Y está encantadora con él —dijo Lord Powles—. Me refiero a pasar
una nueva hoja con usted. Sé que nuestros padres desean este partido, pero
Ianthe me dijo algo importante ayer, y tengo la intención de prestarle
atención.
—¿Oh? —Ysbeta ofreció pan blanco grueso, untado con mantequilla de
hierbas verde pálido—. Tengo ternera asada con café. Beatrice, ¿qué tiene?
—Pechuga de pato en mostaza dulce.
—Uno de cada uno, por favor —dijo Lord Powles, y se sirvió—. En
cualquier caso, salió a Breakwater House, parecía como si un trueno fuera a
estallar en cualquier momento, y me dijo: “Si no sientes amor en tu corazón
cuando la miras, Sheldon, entonces encuentra a alguien más.”
Ysbeta lanzó una mirada a su hermano.
—Él lo hizo.
Ianthe miró hacia atrás, su expresión de disculpa.
—Oh, de hecho. Apenas podía dormir —se rio Lord Powles—. Sabía que
me había prometido un final mortal si la hubiera hecho mal, señorita Lavan.
Me quedé despierto la mitad de la noche preguntándome cómo me sentía.
Pero luego la vi de pie bajo un rayo de sol, y mi corazón conoció semejante
alegría, que no está de moda, lo sé.
Ysbeta miró a Beatrice y la expresión hueca y teñida de horror de su
boca fue demasiado. Beatrice miró hacia otro lado, con un peso sobre los
hombros.
Nadi se encogió de hombros.
—Ella tiene mala suerte.
—Pero es culpa mía.
Nadi hizo un ruido escéptico.
—No es así.
En la parte de los Maisonette, Danielle miró a Ianthe, que bebía vino
de color pajizo en un vaso de fondo redondo. Sus labios se movieron, y
Beatrice supuso que eran súplicas para que Ianthe, por favor, se volviera,
fijándose que estaba allí.
Oh, dolía ver, tanto la angustia de Danielle como la alegre ignorancia
de Ianthe. Inclinó la cabeza y estudió a Beatrice, y luego siguió la dirección
de su mirada.
Danielle jadeó y saludó. Danton frunció el ceño. Ianthe se volvió hacia
Beatrice, su expresión entrelazada de preocupación.
—Danton te odia. Todas esas amables palabras de antes eran mentiras.
—Lo sé.
Nadi se hinchó de agresión.
—No dejaré que te haga daño.
—Nadi, ¿recuerdas lo que dijimos sobre hechizar a la gente?
—Solo cuando lo indiques —dijo Nadi—. Pero deberías decírmelo,
Beatrice. Nadi puede sentir su odio desde aquí.
Ianthe se aclaró la garganta y Beatrice se apresuró a prestarle
atención.
—¿Dijo algo?
—Sé que no es asunto mío, pero vuelvo a preguntar. ¿Danton
Maisonette le molestó, señorita Clayborn?
Beatrice miró su vino.
—Quería algo de mí y yo no estaba dispuesta a cumplir su solicitud.
—… Invernar en Llanandras, y luego regresar a Chasland para el
verano. Al menos hasta que sea el ministro —decía Bard Sheldon.
Ysbeta lo ignoró para inclinarse más cerca de Beatrice e Ianthe.
—¿Que solicitud? ¿Le pidió que rechazara la victoria de Ianthe? Como
si alguien como Danton Maisonette tuviera algo que igualar a mi hermano.
Beatrice suspiró.
—Lo hizo, pero no necesariamente para que yo compartiera mi
empresa con él.
Sheldon se dio cuenta de que Ysbeta ya no lo escuchaba.
—Entonces, ¿qué razón tenía?
Beatrice se mordió el labio.
—Es un chisme.
—Mi favorito —dijo Bard Sheldon—. Soy un chismoso muy ávido.
Ahora tiene que decírnoslo.
Beatrice echó un vistazo a los Maisonette.
—Es su hermana, Danielle.
Ianthe gimió y dejó caer su frente en su palma.
—Esa maldita apuesta.
—¿Apuesta? —Lord Powles miró de Ianthe a Danielle—. ¿Qué apuesta?
—Eliza Robicheaux le apostó a Danielle que ganaría la atención de
Ianthe antes de que Danielle pudiera hacerlo —explicó Ysbeta—.
Embarazoso.
Lord Powles echó un vistazo a los Maisonette.
—Hm. Ella no es fea. Un poco débil en potencia mágica. Pero se viste
en la oscuridad.
—Eso es cruel —dijo Beatrice—. Danielle está enamorada de Ianthe.
Lo ha estado desde que se conocieron en Masillia hace tres años. Ella ha
rechazado resueltamente a todos los pretendientes, esperando que Ianthe
llegue a Bendleton para poder ganarse su respeto.
—Oh. —Ianthe miró a Danielle. El corazón de Beatrice dio un vuelco
cuando Danielle palideció bajo toda la atención de la fiesta de Ianthe. Tenía
que saber que estaban hablando de ella. Ianthe deslizó la servilleta del
cuello de su camisa—. Esa pobre chica. Tengo que explicárselo.
—Te sentarás ahí mismo, Ianthe Antonidas Lavan, y no harás tal cosa
—dijo Ysbeta—. Deje de mirarla fijamente, Lord Powles. Todos se detienen y
se ocupan de nuestros propios asuntos.
—Pero Ysy, tengo que...
—Si caminas hacia allí ahora mismo, ella tendrá esperanzas —dijo
Ysbeta—. Y luego, cuando se lo digas, no importa cuán gentilmente le digas
que sus afectos no son correspondidos, le romperás el corazón.
—Pero…
Ysbeta señaló con un dedo amonestador.
—Y la humillarás incluso más de lo que lo está ahora. Le harás una
llamada adecuada en la privacidad de su hogar y le darás toda la dignidad
que puedas. ¿Me escuchas?
Ianthe suspiró.
—Sí. Pero es tan incómodo. Ella se ha estado encontrando
‘accidentalmente’ conmigo por toda la ciudad. No tenía ni idea de que tenía
sentimientos tiernos por mí.
Beatrice parpadeó.
—¿Por qué más le perseguiría así?
Lord Powles tosió.
—Porque su familia es incluso más rica que la mía.
—Eso no puede ser. ¿Por tres años? —preguntó Beatrice.
—Oh, es adorable, Lavan —dijo Lord Powles—. Quédatela.
Ianthe sonrió en su taza.
Beatrice estudió la superficie a cuadros de su mantel.
—¿Tartas de queso?
—Me encantan —dijo Powles—. ¿Y señorita Lavan? No crea que no me
di cuenta de su preocupación por la chica. Me conmueve su amabilidad. Las
mujeres más crueles hubieran guardado silencio a favor de un buen
espectáculo.
Ysbeta se encogió de hombros.
—Me imaginé cómo me sentiría.
—Alguien tan hermosa como usted fácilmente podría ser indiferente.
—Powles cubrió la mano de Ysbeta con la suya—. Cuanto más aprendo
sobre usted, más impresionado me siento.
—¿Me podría dar una de esas tartas de queso, Beatrice? —Ysbeta sacó
la mano de debajo de la de Lord Powles—. Y también. Podría haber sido un
poco desconsiderada cuando estábamos hablando, antes. Lo lamento ahora.
Beatrice bebió un trago de vino. ¿Lo hacía? Ysbeta tenía... ah. El amor
hechizado de Lord Powles había llevado a Ysbeta a esa generosidad, no a la
pasión de los argumentos de Beatrice a favor del grimorio.
—Podemos hablar de ello más tarde, si lo desea.
Ianthe miró a su hermana.
—¿Qué quieres decir?
—Fui precipitada e injusta con Beatrice esta mañana —dijo Ysbeta—.
Quería disculparme por ello.
Ianthe la estudió un momento más.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —dijo Ysbeta.
Una brisa hizo temblar las ramas en lo alto. Pétalos suaves y pálidos
flotaban en el aire, dando vueltas y arremolinados mientras el viento los
hacía bailar. El corazón de Beatrice se aceleró. Ysbeta le iba a dejar el libro.
Su propia libertad dependía de la cooperación de Beatrice, e Ysbeta lo vio.
Escaparían de las costumbres destinadas a atraparlas a ambas.
***
Si todos los que esperaban sus monturas no se amontonaran, todo el
proceso habría sido mucho más rápido. Beatrice se abrió paso entre la
multitud para aceptar a Marian de los mozos de Lavan, que tenían la
delicada yegua de Ysbeta y el inevitable caballo negro brillante de Ianthe, el
paseo preferido de un caballero. Marian se apartó de la mano de Beatrice,
pero pronto regresó para morder delicadamente un trozo de zanahoria de su
palma.
—Tengo que sacarla de esta multitud —dijo Beatrice—. Es susceptible.
Se dirigió al área menos concurrida, murmurando elogios sin sentido
para mantener a Marian escuchándola. Cuando estaba fuera, acariciaba a
Marian, todavía tranquilizadora con su voz.
Ianthe e Ysbeta se detuvieron a poca distancia mientras Beatrice
acariciaba cada pedazo de piel de Marian, inspeccionando su tachuela.
—James hizo todo eso —dijo Ianthe—. Es un excelente mozo.
Beatrice soltó el casco de calcetines blancos de Marian.
—Lo sé. Casi siempre la estoy tranquilizando.
—Algo anda mal —dijo Nadi.
—¿Le pasa algo a Marian?
—No la saltes. Sé que lo prometiste, pero no lo hagas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Beatrice, pero no dejó que Marian
lo sintiera.
—No saltes hoy, no por ti. Nos iremos a casa temprano, tú y yo. ¿Qué te
parece?
—¿No va a saltar? —preguntó Ysbeta—. Tenía muchas ganas de verla.
—¿Es una saltadora? —Powles finalmente se había puesto al día—.
Ella tiene las líneas para ello. Podría enseñarle a bailar, como las elegantes
potras de Robicheaux.
Powles también montaba el negro de un caballero, y las marcas blancas
que tenía su montura estaban disfrazadas con tinte.
—Y señorita Lavan, qué magnífico ejemplar. Pura elegancia. ¿La trajo
de Llanandras? Es el modelo de su raza Arshkatan.
—Es una campeona. —La montura de Ysbeta se alejó de Powles—.
Cinco años de edad. La entrené desde que nació. Beatrice, ¿ha encontrado
algo?
—Nada —gritó Beatrice—, pero creo que debería llevarla a casa. No
está acostumbrada a las multitudes.
—La acompañaremos —dijo Ianthe.
—Oh no, disfruten el día, por favor. —Beatrice agarró la rienda y el
peralte, y Nadi aceleró su salto. Se giró en su asiento, enganchó la pierna
derecha sobre el pomo superior y plantó el metatarso del pie izquierdo en el
estribo—. ¡Buena chica, Marian! Caminando.
La piel de Marian se estremeció, pero caminó. Beatrice la rodeó de
izquierda a derecha, llamó al trote y consiguió que Marian se acostumbrara
a confiar en su control.
—Parece mejor —dijo Ysbeta—. Quizás podríamos dar un paseo
tranquilo por la pista.
—Yo no…
Los ojos de Ysbeta suplicaron a Beatrice que se quedara. Beatrice miró
el tráfico por encima y asintió.
—Podría ayudarla a superar su malestar.
Guio a Marian a la pista, a los demás cercanos, y Marian se detuvo.
Beatrice deslizó su peso hacia atrás en la silla cuando la cabeza de su
caballo se levantó, las orejas giraron sobre un eje.
—Marian —dijo Beatrice—. Está bien, estás bien. Caminando.
No bajó la cabeza, pero puso los cuatro cascos en la pista.
—¡Buena chica! —elogió Beatrice, acariciando su cuello. Se volvió para
mirar al resto de su compañía, girando para mirarlos—. Está demasiado
nerviosa. Me la llevo a casa.
Guio a Marian hacia la puerta sur, pero algo se precipitó entre la
multitud a gran velocidad. Beatrice volvió la cabeza y captó una distorsión
en el aire, luego se transformó en la forma de un mastín. Se precipitó hacia
ellos, ladrando con saña.
A Beatrice se le subió el corazón a la garganta. Marian relinchón. Sus
cascos delanteros se dispararon mientras se encabritaba aterrorizada.
Beatrice se inclinó hacia adelante, con las rodillas apretadas alrededor del
pomo. Tenía que controlar a Marian. Tenía una oportunidad.
Pero Marian se retorció en el aire, aterrizando sobre sus cascos
delanteros mientras pateaba a la bestia translúcida. El asiento de Beatrice
se movió hacia la izquierda y, cuando trató de volver a la silla, su pie se
deslizó demasiado en el estribo. Se desequilibró por completo.
Vio en los siguientes segundos que su vida terminaba: una caída de
cabeza al suelo, arrastrada por el tobillo mientras su caballo aterrorizado la
pisoteaba.
—¡No!
Todavía tenía un agarre fuerte en el pomo, pero colgaba de él, la pista y
la hierba verde se volvieron borrosas mientras Marian se alejaba corriendo
de la cosa terrible que intentaba devorarla. Si pudiera agarrar el cuerno...
Pero sus tirantes, sus tirantes rígidos, ajustados a la moda, mantenían
su cintura inmóvil. No podía inclinarse contra ellos. Solo la presión de sus
rodillas evitó que cayera hacia la muerte. Beatrice intentó usar sus caderas
como bisagra. Para levantar su cuerpo y agarrar el cuerno.
Marian corrió como si los espíritus hambrientos le mordieran las
caderas. Debajo de ella, la silla se deslizó una pulgada. Beatrice no pudo
detener el chillido que le partió la garganta. Caería. Arrastrada. Pisoteada.
Muerta.
—Extiende tu mano, Beatrice. ¡Hazlo, hazlo ahora!
¿Qué?
Beatrice giró la cabeza, y medio cuerpo detrás de ella estaba Ianthe,
con el cuello de su montura estirado mientras se esforzaban por alcanzarla.
Ianthe extendió su mano, pero el aura brillante de su espíritu compañero se
extendía más allá del límite de sus dedos, y ese brillo estaba al alcance de la
mano.
Beatrice lo agarró. El espíritu se deslizó a su alrededor, la levantó en el
aire, quitando su peso desequilibrado del lomo de Marian. Ianthe cabalgó
con más fuerza, yendo cabeza a cabeza con el caballo asustado, y él la agarró
de las riendas. Él tiró su cabeza hacia un lado, y Nadi, fluyendo a través de
la protección de Beatrice, flexionó su control del azar.
El paso de Marian vaciló. Ianthe gritó palabras tranquilizadoras. El
espíritu de Ianthe mantuvo a Beatrice acunada en el aire, y todos se
detuvieron.
Los costados de Marian se agitaban por el esfuerzo. Ianthe saltó de la
silla y liberó el pie de Beatrice del estribo. Un rayo caliente y afilado
atravesó su rodilla y ella siseó de dolor. Su espíritu la acunó, gentil y
tranquilamente, hasta que ella estuvo de pie en tierra firme.
—¿Dónde duele? —preguntó Ianthe.
—Mi rodilla —dijo Beatrice. Ella probó su peso, y rayos de dolor rojo
brillante se dispararon a lo largo de su pierna—. ¡Oh!
—Fandari, ayúdela. Pruebe ahora.
Con Fandari tomando el peso, pudo caminar un pequeño círculo
cojeando mientras sus tripas temblaban y se agitaban. Cojeó hasta los
arbustos y vomitó su almuerzo, con las extremidades frías y temblorosas.
Escupió bilis agria y se atragantó con el aroma almibarado de las flores
de cerezo. Casi había muerto. Casi murió de una muerte espantosa y
aterradora. Y puso un mastín fantasma junto a Danton Maisonette
evocando la ilusión de un arquero apuntando a la luna en el baile de la
asamblea.
El calor la abrasó. Cada hueso, cada músculo, cada cabello de su cuerpo
estaba en llamas. Volvió la cabeza para mirar a la multitud que la había
perseguido a ella y a Ianthe, retrocediendo lo suficiente para ver el
espectáculo, y vio una cara pálida por el miedo que la miraba fijamente.
Ianthe se movió a su lado, pero ella le indicó que se fuera.
—Usted.
La palabra goteó de su boca con una amenaza lenta y acuciante.
Caminó directamente hacia Danton Maisonette. Su rodilla se llameaba con
cada paso. A ella no le importaba.
Nadi se estiró para llenar los límites de su cuerpo, tomando el control.
Nadi puso sus manos justo debajo de su barbilla, sus puños apretados como
rocas, los pulgares hacia afuera. Acecharon directamente a Danton, que
estaba tratando de balbucear alguna excusa para Ianthe. Ni siquiera la
estaba mirando.
—Danton Maisonette —dijo—. Demando satisfacción.
Entonces la miró.
—¿Qué?
—Hechízalo —corearon Beatrice y Nadi.
El poder la recorrió. Ella nunca perdió el ritmo. Ella y Nadi entraron
en el balanceo, prestando toda la fuerza de su peso y la potencia del espíritu
detrás del golpe directo y rápido que ella apuntó quince centímetros más
allá de su mandíbula. Nadi combinó su poder con el de ella.
El puño se encontró con la cara. Su mandíbula se movió hacia los lados.
Algo se hundió bajo el ariete de sus nudillos. La sangre brotó de la boca de
Danton. Su cabeza se balanceó con la fuerza de la derecha cruzada de
Beatrice. Se tambaleó y cayó al suelo, con los ojos muy abiertos por la
conmoción y el dolor.
Beatrice estaba de pie sobre él, levantó las manos para golpearlo de
nuevo. Le dolían los nudillos. Su pecho respiraba profundamente, la rabia y
el triunfo corrían por su cuerpo. Danton escupió un diente y se acunó la
mandíbula con una mano. La multitud, incendiada por el asombro, observó
con avidez cómo ella retrocedía para darle espacio, con los puños todavía en
alto.
—Levántese —dijo—. Levántese y enfréntese a mí, Danton Maisonette.
Intentó matarme. Demando satisfacción. ¿Traerán sus pistolas?
XVI
Danton Maisonette se disculpó en el acto. Se apresuró a ponerse de
rodillas para pedirle perdón, con el diente roto en una mano. Suplicó con
una pasión abrumadora. Le pidió perdón a ella.
Beatrice deseó que el pequeño insignificante tuviera el coraje de
ponerse de pie y aceptar la paliza que se merecía. Sus puños cerrados
ansiaban volver a balancearse. Se encontraría con él en el césped al
amanecer y le dispararía entre los ojos. Ella…
Se apartó por su rabia. Tenía que controlarse.
—Nadi. Detente.
—Lo mataré —gruñó Nadi, y su furia avivó un fuego en su estómago—.
Trató de matarte. Él te lastimó. Él merece…
—Lo sé. Pero no matamos, Nadi. Matar está mal. Usaremos la ley.
Ella bajó los puños.
—Hablará con mi padre —dijo—. Irá a él, le confesará lo que hizo y
aceptará su justicia. En la corte, espero.
—Lo vi todo —declaró Ysbeta—. Seré su testigo, señorita Clayborn.
—Y yo —dijo Ianthe.
—Y yo —dijo Lord Powles—. Ha terminado, Maisonette. Se ha ganado
mi mala estima para siempre. Salga de aquí.
Ianthe tomó a Beatrice por los hombros y la miró a los ojos.
—¿Está bien?
—Me duele la mano —dijo Beatrice. Miró a Maisonette, que se
alejaba—. Pagaría cien coronas por la oportunidad de golpearlo de nuevo.
—Ese golpe fue uno para nunca olvidar —dijo Ianthe—. Estuvo
magnífica. Usted…
La tomó en sus brazos, abrazándola con fuerza.
—Podría haber muerto. Casi la pierdo. No sé qué habría hecho si
hubiera...
Presionó sus labios contra su frente.
—Beatrice.
Todos lo escucharon usar su nombre. Todos vieron el abrazo familiar, el
beso ardiente. Cada alma en Bendleton se enteraría de las acciones de
Ianthe a la hora del té.
—Vamos a llevarla a casa. —La levantó de sus pies, cargándola en sus
brazos.
Beatrice trató de soltarse de su agarre.
—Puedo caminar, si me ayuda.
—Ni lo sueñe —dijo Ianthe—. El landau no está lejos. Hablaré con su
padre. Necesita un médico.
***
Los espectadores los siguieron hasta el landau y recorrieron el corto
trayecto hasta la calle Triumph.
—Envíe por la Dra. Kirford —le dijo Ianthe a su conductor—. Ninguna
otra. Ella repara huesos. No aceptaré a nadie más en su lugar. Tráela de
vuelta aquí tan pronto como puedas.
El conductor partió tan pronto como sacaron a Beatrice del carruaje e
Ianthe la llevó a la casa, para su gran castigo. Miró las escaleras, incluso se
acercó a ellas, pero el lacayo se interpuso en su camino y se recordó a sí
mismo. Beatrice miró por encima del hombro del lacayo cuando Ianthe llamó
a la puerta de la oficina de su padre, pero lo perdió de vista cuando el lacayo
la llevó arriba.
La doctora llegó en menos de una hora después, vestida con capas de
resistente lino gris que combinaba con la blancura arenosa de su cabello. Su
rostro estaba completamente arrugado, pero sus manos nudosas eran suaves
cuando tocó la rodilla hinchada de Beatrice.
Beatrice hizo una mueca de dolor mientras se movía para dar espacio a
la doctora.
—¿Es una reparadora de huesos? Nunca he conocido a una mujer
reparadora de huesos.
Abrió una cartera y sacó una muñeca de tela en blanco y un paquete de
agujas.
—Fui herbolaria durante todo mi matrimonio —dijo la Dra. Kirford—.
Una vez que terminé mis años de servicio, tenía sentido seguir la medicina.
Cosió los ojos marrones claros e hilo de seda roja para el cabello,
haciendo una pausa para arrancar un solo mechón de la cabeza de Beatrice,
enhebrando una fina aguja plateada y cosiéndola en la muñeca.
—¿Eso es para vincularlo a mí?
—Esa es la magia. Te quitará el dolor mientras Geret y yo te curamos.
—Levantó las mantas sobre la rodilla apoyada de Beatrice, e incluso su
toque se sintió como curativo, cálido y lleno de comodidad, incluso a pesar
del dolor.
—¿Cómo aprendió magia?
—Como cualquier otro hombre trabajador, aunque más tarde que ellos.
Me convertí en aprendiz de un maestro de la corrección de huesos. Me alegro
de que me hayan mandado a llamar —dijo la Dra. Kirford—. Habría
necesitado usar un bastón el resto de su vida.
—Duele como una quemadura.
—Y dolerá cuando cambie el tiempo, pero todo estará bien —dijo la
Dra. Kirford—. Necesitará la muñeca. Apriétela fuerte, querida. Eso es todo.
Beatrice agarró la suave muñeca de trapo y se sobresaltó cuando el
dolor caliente y punzante en su rodilla se convirtió en un dolor más frío. La
doctora sonrió, mostrando un par de dentaduras postizas bien hechas.
—Le duele, así que no lo deje pasar. Ponga todo su dolor en la muñeca.
Así es.
Harriet entró corriendo en la habitación de Beatrice, sin aliento.
—¿Puedes oír eso?
—¿Escuchar qué? ¿El mar?
—Te están llamando la Doncella Guerrera. —Harriet caminaba por el
dormitorio de Beatrice, su conmoción hacía que sus pies fueran cada vez
más rápidos—. Hay un grupo de hombres afuera, gritando...
Beatrice apretó con más fuerza la muñeca curativa.
—Puedo oírlos. ¡Ay!
—Duele —dijo Nadi.
—¿Quieres irte?
—No. —Nadi se acurrucó dentro de ella, siseando ante la atención del
médico. La Dra. Kirford miró a Beatrice, sus cejas blancas y delgadas se
arquearon con sorpresa. Beatrice se tensó y la mirada de la curadora de
huesos se agudizó.
Oh, oh no. Sabía de Nadi. Podía decirlo. Beatrice apretó la muñeca,
suplicando en silencio que se callara.
En la parte delantera de la casa, los hombres de fuera cantaban
himnos de batalla de la heroina Ijanel, una granjera que se convirtió en un
barco del señor del viento Gelder y con éxito ahuyentó a las fuerzas
conquistadoras de Etruni de las costas de Chasland con un vendaval que
volcó barcos.
—Quédese quieta —dijo la médico—. Me han pagado para curar su
articulación. Duele. Le dije que dolería.
—¿Qué vamos a hacer? —La frente de Harriet se arrugó mientras se
giraba para mirar a Beatrice—. ¿Qué estabas pensando? ¿Golpear a un
caballero, arrancarle los dientes y luego pedirle que buscara sus pistolas?
¡No puedes pelear!
Beatrice se encogió de hombros.
—Puedo disparar.
—No deberías saber cómo disparar —espetó Harriet.
—¿Entonces Padre debería dejar que nos comieran los osos?
Harriet ignoró esto.
—Podría haber exigido espadas. ¿Y si hubiera elegido?
—Entonces me habría peleado con él —dijo Beatrice. Nadi la habría
ayudado. Y la habría hecho afortunada—. Trató de matarme, Harriet. ¿Qué
parte de eso te resulta trivial? ¿Habrías preferido honestamente que los
funerarios tuvieran que venir a buscarme?
Eso le cerró la boca, pero solo por un momento.
—Podrías haberlo acusado.
—No te deseo la experiencia. Pero realmente tenías que estar en mi
lugar para entenderlo. Eligió una forma aterradora y dolorosa de morir, ¿y si
yo no lo hubiera hecho? Me hubiera herido tan gravemente que de todos
modos me hubiera apartado del camino.
—Su padre debería llevarlo a la corte, señorita —dijo la Dra. Kirford—.
Ahora quédese quieta.
La doctora extendió sus manos arrugadas y manchadas por la edad
sobre la rodilla de Beatrice. La articulación absorbió el calor que irradiaba el
toque de la médico, y su espíritu cobró vida, filtrándose en la articulación de
Beatrice. El calor se convirtió en un dolor punzante y terrible. Beatrice
siseó.
—Eso duele —dijo Nadi—. Duele
—Es curativo.
La doctora volvió a mirarla. Beatrice se quedó helada. ¿Su espíritu le
había hablado de la presencia de Nadi?
Palmeó la mano de Beatrice y sonrió amablemente.
—Ésa es la forma de corregir los huesos, querida. No podemos
simplemente tocarle y como nueva. Tiene que soportar el dolor de la
curación, sujete el muñeco, querida, agradable y fuerte, sí. Lo siente todo a
la vez, en lugar de padecerlo durante largos, largos meses.
—Gracias —dijo Beatrice, pero salió entonado por un gemido.
—Estará en forma para bailar por la mañana —prometió la doctora.
Retiró las manos y extendió la mano para agarrar el muñeco—. Iré a
informar al Sr. Lavan, si todavía está aquí.
—Le está contando a Padre sobre el accidente —dijo Beatrice.
La doctora abrió su estuche y sacó una botella.
—Debe mantener relajada la pierna. Quédese en reposo en cama hasta
el amanecer. Para ayudarle, tengo una mezcla aquí que le ayudará a dormir,
para que no se sienta tentada. Hará que permanecer quieta sea más fácil.
—Gracias doctora.
La médica sonrió, sus ojos brillantes y complacidos en su rostro
arrugado.
—Es una buena chica. Bebase todo.
La mezcla estaba endulzada, pero tenía un sabor oscuro y terroso junto
con un insistente sabor a hierbas. Lo tragó y tomó un poco de agua y se frotó
los nudillos doloridos.
—¿Qué es eso?
—Medicamento. Dormiré pronto.
—Me siento raro —dijo Nadi—. ¿Podemos soñar?
—A menos que la droga me detenga.
—Quiero soñar.
Beatrice sonrió cuando la sensación suave y envasada de algodón de la
droga se apoderó de sus sentidos.
—Veo a Ianthe. Va a salir —dijo Harriet, y salió corriendo de la
habitación, regresando con la cara llena de preocupación—. Él es... ¡oh no!
¡Se une a los caballeros! ¡Está cantando con ellos!
—Harriet —dijo Beatrice, su lengua demasiado gruesa para que sus
palabras fueran crujientes—. Tengo mucho sueño. ¿Podrías salir, por favor?
—Esto es un desastre —dijo Harriet—. No te llamarán nada más. Eres
una figura divertida. Nadie querrá casarse contigo ahora.
—Es un alivio —dijo Beatrice—. Ahora, por favor, vete. Quiero dormir.
—Venga —dijo la doctora—. Deje que su hermana se recupere. Estará
hambrienta por la mañana, ¿por qué no va a planificar su desayuno con la
cocinera?
Harriet permitió que la llevaran afuera, y Beatrice escuchó el canto del
coro de Ijanel, concentrándose en los fragmentos de la historia en la que ella
era el señor general de Chasland, y no en la parte en la que fue ejecutada
dolorosamente para romper su poder sobre el país y silenciar su alarmante
charla de destituir al rey.
Pero eso también significaba dejar de lado la parte donde su espíritu,
vestido de gloria, se elevaba de su cuerpo para ser abrazado por el propio
señor del viento, lo que le valió un lugar permanente entre los emisarios de
los Skyborn. Y los ministros de Chasland destituyeron al rey, inspirados por
el santo más conocido de esa nación.
Ijanel era una heroína, pero había pagado amargamente por estar
fuera de su lugar. Al final había resultado gratificante, pero Beatrice no
quería el sufrimiento de Ijanel. Solo quería ser ella misma. Solo quería vivir
a su máximo potencial, hacer uso del don del Skyborn, vivo en su cuerpo.
Quizás pedía demasiado. Quizás no podría tener lo que quería. Ianthe
sería amable. Le permitiría tanta libertad como pudiera. Quizás debería
estar agradecida por eso.
Ijanel no subió al poder para satisfacerse. Ella le dio todo
desinteresadamente a Chasland. Beatrice también debería ser
desinteresada. Por su familia. Por Ianthe.
—Estás triste —dijo Nadi.
—Lo estoy. Está bien, Nadi. Soñemos.
Cerró los ojos y en su sueño voló.
***
La corrección de huesos había sido exitosa. Beatrice se deslizó
cautelosamente fuera de la cama, pero rápidamente demostró con un chassé
a los vestidos que Clara había elegido y un jeté de pie que su rodilla se había
curado por completo.
—El traje azul —dijo Beatrice, y después de un baño y una hora de
preparación, se aventuró a la terraza del primer piso para desayunar, pero
vaciló cuando Padre se sentó a la mesa con un plato vacío y una taza llena
de café, leyendo los periódicos.
Beatrice hizo una mueca de dolor ante un titular al revés en el
Bendleton Tribune: Doncella Guerrera vence a Knave con un solo golpe. No
estaba en la parte superior de la página, estaba abarrotado en la segunda
mitad y la letra diminuta ocupaba cinco centímetros. Pero estaba en los
periódicos, y Padre actuaría como si ni siquiera estuviera allí.
Inclinó una esquina del Gravesford Times para mirarla, y Beatrice
sonrió, esperanzada.
—Buenos días.
—Te ves atractiva —dijo, y Beatrice vibró conmocionada. ¿Estaba
hablando con ella?— ¿Estás buscando algo que necesites para la fiesta de los
Lavans?
—Ysbeta Lavan desea mi compañía en un café hoy —dijo Beatrice—.
Podemos explorar las tiendas después.
—Un día excelente. Has hecho bien en cultivar una amistad tan
poderosa. Todo este alboroto se acabará. Nada de eso importará en un año.
Diviértete hoy —dijo Padre, y Beatrice tuvo que sentarse después de que él
se levantó de la mesa y le dio un apretón en el hombro.
No la había ignorado. La había elogiado. ¿Después de lo que había
hecho? No tenía sentido. Pero se apresuró a desayunar y su rodilla no le
molestó en absoluto mientras subía al landau. Ysbeta, espléndida con un
azul pálido que casi combinaba con el traje de paseo de Beatrice en color,
incluso cuando lo superaba en calidad y adorno, se levantó para ofrecerle a
Beatrice su asiento.
—Una excelente elección de color —dijo Ysbeta—. Cornelius, llévanos
por la calle Thornback. Deseamos ver los jardines.
Era anticipado en la temporada para admirar los jardines, pero el
primer brote de flores ya estaba floreciendo. Cornelius redujo la velocidad
del carruaje al girar por la calle Thornback, y pronto vieron lo que querían:
ante una modesta casita con barricadas pintadas de blanco y ladrillos de
color rojo oscuro se alzaba un avellano, tan denso en amentos como su vecino
castaño en flor.
Beatrice e Ysbeta se sonrieron. Habían encontrado uno, exactamente
donde Beatrice había predicho.
—Debo felicitar a la dueña por su diseño —dijo Ysbeta—. Espera aquí,
Cornelius. Vamos a llamar a la dueña de la casa.
Cornelius se tocó el sombrero y sacó un libro para unirse a él en la
espera.
Ysbeta subió por el camino y llamó a la puerta principal, asintiendo con
la cabeza a la criada que abrió.
—Soy Ysbeta Lavan —dijo, y los ojos de la criada se abrieron una
fracción y volvió a inclinar las rodillas—. Deseo felicitar a la señora de la
casa por su hermoso jardín. ¿Podemos pedir su compañía?
—Le preguntaré, señorita —dijo la criada—. ¿Quería ver a la señorita
Tarden o la señorita Wallace?
Beatrice habló.
—Disfrutaríamos de la compañía de cualquiera. Este vestido es uno de
los suyos.
Las llevaron a un salón, una pequeña habitación que se hizo más
pequeña con la presencia de un acorde de piano enmarcado contra una
pared. Se sentaron en asientos de patas largas y se quitaron los guantes, e
Ysbeta asintió con la cabeza cuando la criada les preguntó si querían té.
Beatrice abrió sus sentidos, pero no pudo detectar la presencia de grimorios
cerca.
—Nunca me dijo que sus modistas eran magas.
—No tenía ninguna razón para sospechar que lo fueran.
—¿Cree que los árboles fueron un engaño?
—Son árboles jóvenes —dijo Beatrice—. No creo que haya nada de
malo en hacer algunas preguntas.
—Nadi —preguntó ella—. ¿Puedes hablar a un grimorio?
—Sí.
—¿Puedes decirme si hay alguno dentro de esta casa?
—Sí. Volveré —dijo Nadi, y el espíritu dejó su presencia y parpadeó
fuera de la vista.
Ysbeta miró fijamente el espacio donde había estado el espíritu y
frunció el ceño a Beatrice.
—¿Acaba de perder su espíritu?
—Temporalmente —dijo Beatrice—. Lo envié a buscar grimorios. ¿Y si
pudiéramos comparar libros y compartir conocimientos? Creo que eso es algo
que las mujeres están haciendo de todos modos. Podría ser nuestra entrada
a su sociedad.
—Somos hechiceras —dijo Ysbeta—. Eso debería ser suficiente.
La criada regresó con té, que le agradecieron, pero la dueña de la casa
no apareció. Los últimos granos de arena del temporizador de té cayeron a la
cámara inferior. Bien, debería haber estado allí para servir a sus invitados.
¿Cuál era el retraso?
—Nos está haciendo esperar —se quejó Ysbeta—. ¿Su criada le dijo que
estaba de visita?
—Puede que no estuviera vestida para las visitas —dijo Beatrice—.
Podría haberse manchado con tinta de toda la contabilidad y la
correspondencia, y la tinta es obstinada.
—Puede ser como dice...
La puerta se abrió y Beatrice representó a la mujer propietaria de la
misma tienda de donde había salido su traje de andar, sus vestidos de fiesta
más nuevos y el vestido de novia verde que temía.
—Señorita Tarden —dijo Beatrice—. Gracias por aceptar nuestra
visita. —Ninguna corona de hechicería rodeaba la cabeza de esta mujer.
Entonces, ¿por qué los árboles de enfrente? No podían ser un engaño.
Ysbeta ladeó la cabeza.
—Parece que somos una imposición, señorita Tarden. Tenía la
esperanza de felicitarle por sus hermosos árboles de sombra, pero
claramente es una mujer ocupada.
—Gracias por el cumplido —dijo la señorita Tarden—. No deseo ser
grosera...
—Pero va a hacerlo —interrumpió Ysbeta—. Tengo curiosidad. ¿Por
qué plantó esos dos árboles en particular?
La señorita Tarden se puso pálida y el rostro contraído.
—Parecían compatibles —dijo—. Pido disculpas, pero debo regresar a
mi tienda. Tengo una agenda muy ocupada.
Nadi regresó entonces, instalándose de nuevo en el cuerpo de Beatrice.
—Ocho. Ella tiene ocho.
Beatrice miró a la señorita Tarden, que había vuelto la cabeza y había
seguido la presencia de Nadi, y su expresión se contrajo por el miedo.
—Por favor —dijo Beatrice—. Sé que es una hechicera, aunque sabe
una manera de esconderlo de un ojo conocedor. Sintió que mi espíritu
entraba en la habitación y me dijo que tiene ocho grimorios en su poder...
—No puede tenerlos —dijo la señorita Tarden—. Defenderé mi casa y
mi propiedad.
—No queremos quitárselos. Estamos aquí porque queremos aprender
más magia.
—Deseamos hacer un gran trato —dijo Ysbeta—. Como creo que
también lo deseaba, señorita Tarden. Pero cualquier cosa que tenga que
enseñarnos sería útil.
—No, me gustaría que se fueran.
La mandíbula de Beatrice se abrió.
—¿Qué hemos hecho para ofenderla?
—Vi ese landau desde la ventana de arriba. Toda la calle lo vio. Son
unas ingenuas. Están aquí para la temporada de negociaciones. He cosido
costuras en sus vestidos, señorita, y su atuendo nupcial espera el ajuste
final en mi tienda. Lo siento. Está demasiado alta para nosotras. Si le
ayudamos...
Beatrice lo entendió.
—Tiene miedo de que le atrapen.
—Si alguien la vio aquí, estoy acabada. El círculo me condenará al
ostracismo. Hemos trabajado demasiado para permanecer ocultas para
arriesgarnos a tener ingenios cerca de nosotras.
—Fueron los árboles —dijo Ysbeta—. Ellos señalaron el camino.
—Haré que los corten —juró la señorita Tarden—. No los puse allí para
usted.
—Pero conocemos el código. Tenemos grimorios. —Ysbeta se puso de
pie, su voz suplicante—. Queremos lo que usted quiere, y no nos lo dará
porque estamos...
—Nunca podrá ser una de nosotras, señorita Lavan. Lo siento, pero no
deseo dejarle con mentiras floridas. Si no se casa, todos querrán saber por
qué. Atraerá demasiada atención, y su padre está gastando dinero como
agua, señorita Clayborn, tratando de comprarle un compromiso. Si llora, la
gente hará preguntas.
—Pero…
—Debo proteger a mis colegas —dijo la señorita Tarden—. Lo siento.
Pero no debemos ser descubiertos.
—Tengo cinco grimorios —dijo Ysbeta—. Incluyen los nombres de
espíritus más grandes y el ritual para hacer el gran trato en sí.
—Y yo tengo cuatro —dijo Beatrice—. Seguramente hay algo de valor
en eso. ¿Nos admitirá a cambio de eso?
La señorita Tarden la miró fijamente. Ella se humedeció los labios.
—Le daré cinco mil coronas por cada una.
—Señorita Tarden. Soy Ysbeta Lavan. No quiero sus coronas. Quiero la
alianza de un espíritu mayor. Pónganos en contacto con alguien que pueda
guiarnos y le daré...
—No. —El rostro de la señorita Tarden se cerró con contraventanas,
sin nada en él más que reproche frío—. No pondré en peligro a mis colegas.
No desafiaré el código. No hay nada más que decir. Buenas tardes chicas.
Ojalá las cosas pudieran ser diferentes, pero no es así.
Tocó un timbre y la doncella llegó de inmediato.
—La señorita Lavan y la señorita Clayborn se van. Deséales suerte y
despídelas. Adiós, señoras. Tengo trabajo que atender.
La señorita Tarden se puso de pie y salió de la habitación, dejando a
Beatrice e Ysbeta mirándose la una a la otra.
—Bueno —dijo Ysbeta—. Supongo que deberíamos irnos.
Regresaron al landau y finalmente Beatrice habló.
—Ella no nos ayudaría. Creo que ninguna lo hará. Estamos solas,
Ysbeta.
—Podemos hacer esto —dijo Ysbeta—. Pensaré en algo. Deberíamos
irnos a casa. Voy a necesitar tiempo para prepararme para la fiesta.
Entonces le diré lo que se me ocurrió.
La fiesta. Beatrice asistiría e Ianthe le propondría matrimonio. Pero
había una sociedad de mujeres magas, mujeres que habían ocultado sus
talentos, habían escapado del collar de protección y se conocían entre sí.
Mujeres trabajadoras, propietarias de negocios que conocían magia superior,
pero que no salían de su escondite para ayudar a una hermana hechicera.
Eran egoístas, y no se preocupaban más que por su propio poder.
Como Beatrice. Ella también había tenido la intención de trabajar en
secreto, asegurando la fortuna de su familia, viviendo una vida tranquila
como una maestra maga que nadie recordaría ni comentaría. Se había creído
sola en su deseo de perseguir la magia. Conocer a Ysbeta había arruinado
esa idea. Pero toda una red de mujeres magas debería estar en la luz.
Debían ser conocidas, para que otras chicas supieran que no tenían que
encerrarse dentro de un collar de protección sin otras opciones. Si las damas
avellana y castaña debían luchar por la libertad de otras mujeres, ¿no debía
Beatrice hacer ese esfuerzo ella misma? ¿No deberían ella e Ysbeta difundir
toda la magia que habían aprendido a todos, para que el conocimiento nunca
muriera?
¿Pero cómo? Ella era solo una mujer, todavía. Las damas de avellana y
castaña eligieron las sombras. Alguien tenía que dar un paso adelante, pero
Beatrice no podía ser quien lo hiciera. Tenía una familia que necesitaba su
ayuda; por magia o matrimonio, la necesitaban.
Estuvo meditando todo el camino de regreso a la calle Triumph. La
hermandad oculta no podía ayudarla. No podían encontrarse en la casa de
Ysbeta. Pero tal vez Ysbeta tendría una idea mañana, algo a lo que pudieran
aferrarse, anudándola en la hebra de la esperanza.
XVII
Llegó el día de mañana, y Beatrice estaba ocupada siendo untada con
cremas de belleza, su piel envuelta despojada de todo y depilada. Había
llegado el día final; su destino había sido elegido para ella. Hoy era su
último día como ingenua, y permaneció perfectamente quieta mientras
Clara le pintaba laca en las uñas, mientras se secaba una cataplasma de
arcilla en la cara. Se vistió y cabalgó con su familia hasta el modesto muelle
situado al oeste de Bendleton para embarcarse hacia la fiesta nocturna
organizada por los Lavans.
Beatrice llevaba su mejor vestido, una seda brillante de color malva
pálido, con el estómago hecho por una maestra de la costura, que brillaba
con cuentas de cristal y con hilo de plata. Pájaros cantores de Chasland,
vívidamente bordados, volaban en una gran murmuración a lo largo de la
falda, con las alas desplegadas y el pico abierto para cantar.
Beatrice trazó el contorno de un rollizo y diminuto gato gris azulado
que se posaba sobre su rodilla, antes herida, y contempló el Shining Hand,
anclado en las profundas aguas casi en el horizonte.
Navegaban en la cubierta de un velero ligero y rápido, una
embarcación de recreo ricamente equipada llamada Redjay. El balanceo del
mar no le molestaba en absoluto, pero Madre gemía de náuseas.
—Ya casi llegamos —le aseguró Beatrice—. Mira qué grande es el
barco ahora.
Padre se aclaró la garganta.
—Puede que estemos navegando más tiempo del que crees. Ese es un
barco del tesoro Llanandari. Son de un tamaño colosal.
—Pero ya es enorme —dijo Beatrice—. Tiene 30 metros de largo,
fácilmente.
Su padre sonrió.
—Tiene trescientos sesenta y siete pies de largo, querida.
Beatrice observó cómo crecía el Shining Hand hasta bloquear el
horizonte, tan grande que apenas podía abarcarla. Su barco era un bote
comparado con él, y Beatrice contempló las hileras de ojos de buey, algunos
de los cuales eran ventanas de los dormitorios, pero el resto estaban llenos
de armas. Giró el cuello y contempló el mástil más alto del barco e intentó
imaginar el tamaño de sus velas.
La tripulación llamó al Shining Hand y obtuvo permiso para subir a
bordo. ¿Cómo iban a subir a un barco tan enorme? Pero la tripulación del
Hand bajó las hamacas en largos cabos.
Debía sentarse en ese cabestrillo y ser elevada a cubierta. Beatrice
tragó saliva.
—¿Podemos hacer que se balancee? —preguntó Nadi.
—Creo que no deberíamos.
—¿Un poco?
—Un poco.
Nadi se retorció de placer.
Beatrice mantuvo un firme agarre de las asas mientras se elevaba en el
aire. Pateó las piernas para balancearse un poco, para placer de Nadi. Los
marineros la elevaron por encima de las barandillas y balancearon el brazo
sobre la cubierta, bajándola con la misma suavidad con que el espíritu de
Ianthe la había puesto en el suelo tras su huida de la muerte. Ianthe estaba
de pie con Ysbeta, la señora Lavan y un hombre majestuoso y apuesto que
debía ser su padre. Beatrice se puso de pie e hizo una reverencia, levantando
la cabeza para ver al padre sonriendo.
La Sra. Lavan no lo hizo.
—¡Así que esta es la Doncella Guerrera! —dijo el Sr. Lavan. Rodeó con
sus dos cálidas manos las de Beatrice y las estrechó—. Admiro a una mujer
de espíritu. Es muy bonita, Ianthe. ¿De dónde es usted, señorita Clayborn?
—Riverstone House, en Mayhurst —dijo Beatrice.
—El campo, qué espléndido. ¿Y se dedica a la agricultura? —preguntó
el Sr. Lavan.
La Sra. Lavan golpeó a su marido con un codo.
—Todavía hay invitados a los que saludar, Sr. Lavan.
—Ciertamente los hay, mi luz de las estrellas, pero ninguna tan
interesante para mi hijo como ésta. —El señor Lavan le sonrió, y Beatrice le
devolvió la sonrisa.
—Es un placer conocerle, Sr. Lavan.
—He sentido mucha curiosidad por usted, querida. Prométame que se
unirá a mi mesa cuando cenemos.
—Lo haré —dijo Beatrice—. Gracias por su amable invitación, Sr.
Lavan, Sra. Lavan.
El Sr. Lavan se rio y la dejó ir.
Lanzó una mirada fugaz a Ianthe y luego permitió que el mozo la
guiara a ella y al resto de su familia a las habitaciones que serían suyas por
la noche. Tenía un camarote para ella sola. Incluso recibió su propia llave, y
Beatrice tocó cada mueble empotrado, pulido y expertamente unido. Era
pequeño, pero tan encantadoramente decorado que parecía más íntimo que
estrecho.
Sobre la cama había una nota doblada. Beatrice la abrió y leyó...
Nos encontraremos aquí antes del amanecer.
—Ys
Ysbeta quería reunirse con ella. ¿Para decir qué? ¿No podía haber dado
al menos una pista?
Harriet se detuvo en la puerta.
—Es tan espléndido.
Beatrice se metió el papel en el bolsillo.
—Apenas puedo creerlo.
—Es real —dijo Harriet—. Van a servir la cena pronto.
Beatrice y su familia volvieron a seguir al botones, subiendo pulidos
tramos de escaleras… y más escaleras, eran llamadas apropiadamente,
aunque no lo eran, ni remotamente… y emergieron en el aire fresco del mar
de una cubierta muy por encima de la principal, donde los invitados se
reunían en las barandillas para ver a una manada de delfines de vientre
pálido saltar fuera del agua y exhibirse ante su público. Ianthe se separó de
la multitud para saludarla, y ella revoloteó dentro mientras él se inclinaba,
con una mano en el corazón.
—Me alegro de que esté aquí.
—Le agradezco su invitación.
—La noche ya es sublime, ahora que está aquí.
Ianthe la llevó a conocer a los otros jóvenes que habían sido invitados.
—Vamos a celebrar el baile aquí arriba, y puede ver que estamos
colocando las mesas. El asiento de cada uno es por azar, excepto la mesa de
la familia, donde usted y Bard están invitados. Ya están casi listos.
Y así, Ianthe condujo a Beatrice a un festín marítimo: un plato tras
otro de pescado y marisco tan fresco que asombraba al paladar, todo ello
preparado con la elaborada y delicadamente equilibrada salsa y especias
preferidas por los Llanandari. El vino fluía. La conversación brillaba como
las luces danzantes de las luciérnagas, brillantes contra el azul tinta del
cielo que se oscurecía. El padre de Ianthe contaba historias que hacían
callar a sus invitados y reírse a carcajadas al final. Y cada vez que Beatrice
miraba a Ianthe, él sonreía.
Esta sería su vida, esta vida llena de facilidad y lujo, llena de las
mejores comidas y lo mejor de todo. Ianthe le cubriría la mano con la suya
en la mesa mientras escuchaba a un invitado, tal y como el señor Lavan
estaba haciendo con su esposa, ahora mismo.
Encontraría un nombre para ella como ‘mi luz de las estrellas’ y se
referiría a ella de ese modo ante los demás. A Harriet no le faltaría nada
cuando le llegara el turno de asistir a la estación de las negociaciones. Su
padre devolvería cada céntimo que debía y reconstruiría la fortuna de los
Clayborn.
A la señora Lavan no le gustaba. Beatrice tendría que esforzarse
mucho para cumplir las expectativas que la madre de Ianthe tenía puestas
en ella, pero aprendía rápido y acabaría por conquistarla.
Todo iría bien. Y así, cuando empezó la música, la melodía florida y
atrayente que indicaba que la comida había terminado y que el baile había
comenzado, Ianthe guio a Beatrice por las escaleras, envolviéndola en el
baile íntimo para dos personas llamado damalsa en Llanandras, y le enseñó
cada paso.
—Acompáñeme —dijo él, después de que hubiesen bailado todos los
conjuntos hasta que los músicos hicieron una pausa, y la guio hasta la
cubierta más alta de todas, llevándola a la barandilla que daba a la orilla.
Debajo de ellos, la gente se escabullía por todo un barco más pequeño,
preparando cohetes de fuego.
—No para eso —dijo él—. Mire hacia arriba.
Beatrice contempló diez mil puntos de luz. Las estrellas se extendían
por el cielo teñido por el crepúsculo, titilando y brillando, cada luz era un
deseo, o un mundo, si los estelaristas estaban en lo cierto. Entonces, una flor
de fuego dorada floreció en el cielo, despertando el júbilo de los invitados.
Los músicos comenzaron un movimiento orquestal, interpretado en
clave de deleite. El brazo de Ianthe se acomodó alrededor de sus hombros
mientras observaban las flores doradas, verdes, naranjas, rojas e incluso las
más raras y costosas de color blanco violáceo que iluminaban el cielo
nocturno en un alboroto de explosiones y estallidos. El humo teñía el aire del
mar y Beatrice lo observaba, a veces mirando a través del deslumbramiento
y el humo hacia el cielo.
Diez mil deseos. Diez mil mundos más, mientras el cielo se oscurecía y
aparecían más luces. Mundos como éste. Mundos diferentes a todo lo que
ella había soñado.
—Debería tener algo inteligente que decirla —dijo Ianthe—. Pero a
pesar de todo mi amor por la belleza, no tengo ningún don que transmute la
profundidad de mi corazón en palabras perfectas.
—Esa protesta tenía belleza —dijo Beatrice.
—Pero no lo suficiente —dijo Ianthe—. No es suficiente para explicar lo
que siento al estar con usted, o lo profundamente que anhelo una vida con
usted en ella. Quería tener tiempo para saber, para entender, para estar
absolutamente seguro de que este sentimiento era real. Y entonces estuve a
punto de perderla: estuvo a un pelo de la muerte, y supe que podía confiar
en ello.
Se movió y Beatrice se giró a tiempo para ver cómo metía una mano en
el bolsillo.
—La quiero. La quiero. No puedo evitarlo.
Él levantó un anillo —esmeralda, ella lo sabía, por la chispa verde
brillante en el fondo de sus facetas, la piedra tan oscura como el mar. Una
esmeralda tan perfecta que debía tener un nombre, como la mejor de las
joyas. La sostuvo donde Beatrice pudiera verla, y las flores de fuego se
desvanecieron, la luz de las estrellas se atenuó, su mirada se mantuvo solo
en esta joya imposible, irreal.
—No puedo razonar cuando estoy cerca de usted. El tiempo vuela como
un ladrón cuando está a mi lado, tanto que deseo un hechizo que ralentice el
giro del globo solo para pasar más tiempo con usted. Cada vez que la veo, me
asombra, me deleita, me reconforta y me conmueve. Soy un hombre
codicioso, y quiero cada momento que pueda tener con usted. Quiero
casarme con usted, Beatrice Amara Clayborn. Por favor, acepte.
Beatrice Amara Clayborn. Ella no le había dicho su segundo nombre.
Tuvo que aprenderlo de Padre. Cuando habló con Padre después de la
Blossom Ride, no fue para informar de lo que le había sucedido.
Fue para pedirle permiso para casarse con su hija.
Estaba hecho. Había conseguido al hombre más codiciado de Bendleton
para la temporada de negociación, y más que eso. Él la adoraba. La amaba.
Quería que fuera su esposa, para vivir sus vidas juntos para siempre.
La visión de ese anillo se difuminó con sus lágrimas. Su corazón se
hinchó. Jadeó ante la sensación que se produjo en su interior, como si se
tratara de un revoloteo de mil alas, ante la euforia que le subió por la
columna vertebral y brotó de la coronilla como una flor de fuego. Ella lo
amaba. Lo amaba tanto que le dolía, pero apreciaba el dolor. Siempre lo
amaría. Se aseguraría de ello.
Lentamente, ella levantó la mano. Suavemente, enroscó sus dedos
alrededor del anillo, ocultándolo de su vista. Levantó la vista hacia unos ojos
marrones como los de su madre y sonrió mientras su corazón se rompía en
mil pedazos.
—Le amo, Ianthe Antonidas Lavan. Pero no puedo casarme con usted.
Lo siento.
El cielo estalló de luz. Una docena de flores de fuego estallaron en el
aire y florecieron contra la noche, las chispas murieron en los ojos de Ianthe.
XVIII
—Pero usted me ama —dijo Ianthe—. ¿Por qué me rechazaría?
A Beatrice se le hizo un nudo en la garganta. Luchó por respirar
tranquilamente; parpadeó ante las estrellas y pidió un deseo.
—Porque le amo. Es muy amable. Se esfuerza tanto por entender. Ama
la magia tanto como yo, y ese es el problema.
Ianthe se humedeció los labios.
—Siga.
El barco subía y bajaba con el aliento del océano, y Beatrice lo usó para
respirar tranquila, para concentrarse en pronunciar las palabras sin
romperse más.
—No puedo dejar ir la magia y seguir siendo feliz. Ni siquiera por
usted.
—Todavía puede hacer magia —dijo Ianthe—. Si sabemos que no está
embarazada, entonces podemos...
—Puede quitarme el collar —dijo Beatrice—. Si solo puedo usar mi
magia cuando lo considere seguro, ¿esa magia me pertenece a mí o a usted?
—Solo sería por seguridad —dijo Ianthe—. No pretendo ser dueño de
su magia.
—Pero solo me liberarían porque usted me liberaría —dijo Beatrice—.
Este no es un par de tirantes con cordones apretados o zapatos que me
presionan los dedos de los pies por el simple hecho de estar a la moda. ¡Es
mi libertad! E incluso si esa cosa no estuviera alrededor de mi cuello algún
día, lo estaría, tan pronto como decida que quiere otro hijo, o piense que
podría haber uno, o mis cursos se retrasaran un día. Si se casa conmigo,
será dueño de mi magia, sin importar lo mucho que pretendamos. Y le
odiaré si me hace eso. Le odiaré y eso me destrozará.
—Yo... —El rostro de Ianthe se arrugó. Cerró los ojos con fuerza, su
rostro se tensó en las líneas de un hombre que llora sin lágrimas, sin
sollozos—. No puedo hacerlo.
No podía. Beatrice sabía que una vez que lo entendiera, no sería capaz
de soportarlo.
—Tiene que dejarme ir. Tiene que dejar que otro hombre se convierta
en mi enemigo. Si es usted, yo... yo querré morir.
—Duele —dijo Nadi.
—Duele —respondió Beatrice.
Nadi gimió, pero permaneció en su piel.
Ianthe dejó caer la cabeza hacia atrás. Miró las estrellas mientras
hablaba.
—Quiero que sea feliz. Mi mayor deseo es llenar sus días de alegría. Mi
pesadilla es que aparte su cara de mí.
Ella no le haría vivir esa pesadilla más de lo que él la haría vivir la
suya. El conocimiento se deslizó entre sus costillas y se empujó
profundamente.
—Padre me dio la oportunidad de elegir a mi esposo, o de lo contrario
negociaría uno por mí. Solo puedo tomar una decisión. Lo siento mucho,
Ianthe. Pero…
—No —dijo Ianthe—. Lo entiendo.
—Tengo que casarme con otra persona.
—Tiene que casarse con otra persona —dijo Ianthe—. Alguien a quien
pueda despreciar.
—Y lo odiaré.
—Ambos lo odiaremos.
—Yo lo odiaré más.
Beatrice dejó caer la barbilla y parpadeó, pero las lágrimas aún se
derramaban.
—Le enseñaré a Ysbeta a leer los grimorios. Ella todavía tiene una
oportunidad.
—¿Alguna mujer con el don quiere casarse?
Beatrice había creído que todas querían, una vez. Que ella era la
antinatural, la egoísta. Pero luego conoció a Ysbeta y las otras mujeres en el
camino oculto. Incluso Harriet le había susurrado lo maravillosa que era la
magia, y en cómo se negaba a poner la mirada en el matrimonio y en la
familia.
—Ysbeta necesita escapar. ¿La ayudará?
—A ambas. —Ianthe tomó su rostro entre sus manos—. Las ayudaré a
ambas.
Beatrice meneó la cabeza.
—Yo no puedo ir. Le enseñaré a leer los grimorios. Una de nosotras
tiene que ser libre.
—La llevaré con ella. Ayudaré tanto como pueda —dijo Ianthe—. Y
puedo llevarla...
Beatrice cerró los ojos. Tenía los párpados en carne viva por las
lágrimas.
—Mi familia necesita esto. Si me escapo, lo perderán todo. Harriet
nunca tendrá su propia temporada de negociaciones. No puedo hacerles eso
—dijo Beatrice—. Debe dejarme ir. Debo casarme por ellos. Debo…
Ianthe asintió. La miseria le empujó los hombros hacia abajo. Levantó
la mano de Beatrice.
—La amo.
—La amo —dijo Beatrice—. Si este fuera un mundo diferente...
—Sí. Pero solo tenemos este —dijo Ianthe.
—Debería ir a mi camarote.
—La llevaré.
—Necesito estar sola —dijo Beatrice—. Necesito... a...
—Espere —dijo Ianthe—. Un momento por favor. Solo... es un adiós y...
—¿Qué?
Ianthe le acarició la mejilla con un nudillo. Él apartó un rizo perdido de
sus ojos, y ella no pudo mirar a ningún lado que no fuera él, a la mirada
suave en sus ojos que estaba recordando cada momento, envolviéndolo en
una cinta para apreciarlo para siempre. Beatrice levantó los dedos hacia la
mejilla de Ianthe, rozando su piel suave como el vidrio. Sus párpados se
cerraron revoloteando mientras ella trazaba sus labios, girando su cabeza
para perseguir las puntas con un beso.
Era un adiós. Beatrice le deslizó la mano por la mandíbula y le puso los
dedos en la nuca. Se puso de puntillas y encontró su boca con la suya,
acercándose más.
Se mecían con las olas bajo el Shining Hand, se besaban con la melodía
lejana de los músicos, se abrazaban bajo la mirada de diez mil estrellas. Los
cien pedazos del corazón de Beatrice se hincharon uno contra el otro,
temblando cuando las últimas telarañas de esperanza se rompieron y se
deslizaron lentamente hacia abajo, cayendo al polvo...
Esto era un adiós, y cuando se detuvieron para respirar, cuando
rompieron su agarre, cuando se alejaron y atrajeron las partes de sus almas
que se habían tocado, entrelazado y enredado, se acabó.
Se miraron el uno al otro. Una última mirada; un recuerdo final. Su
Ianthe. Ella lo amaría por siempre. Cerró los ojos con fuerza. Apretó los
puños y se tragó las lágrimas.
—Le amo —dijo—. Adiós.
Se dio la vuelta y se apresuró a bajar las escaleras. No miró a ninguno
de los bailarines. Aterrizó en la cubierta principal, donde el señor y la
señora Lavan, y Harriet, y Madre y Padre estaban todos expectantes.
La miraron, sola, con los dedos desnudos y sin una esmeralda a la
vista. Harriet parecía que iba a arrastrar a Beatrice al piso de arriba y la
haría cambiar de opinión. La madre se tocó el collar de protección con los
ojos llenos de simpatía y Beatrice no pudo soportarlo.
Padre, por fin, fue quien habló.
—¿Qué has hecho?
Miró la cubierta debajo de sus pies y luego levantó la cabeza para
mirar a Padre a la cara.
—Tras la conversación, Ianthe y yo acordamos que era mejor que no
nos casáramos.
La cara de la señora Lavan cambió, las líneas a lo largo de su frente se
suavizaron.
—Debe estar decepcionado —dijo el señor Lavan.
—Ese chico nunca tuvo suficiente sentido común —dijo la señora
Lavan.
—Estuviste de acuerdo en que era mejor que no se casaran —repitió
Padre. Cerró los labios y miró a Beatrice como si no la reconociera del todo.
Luego, sus rasgos tomaron una decisión—. Muy bien. Necesito un barco de
regreso al continente. Inmediatamente.
—Niña —dijo el señor Lavan—. ¿Algo va mal?
—Lo siento, señor Lavan —dijo Beatrice—. Fue una fiesta tan
agradable, y yo... lo siento.
—Hay un barco esperándoles —dijo la señora Lavan—. Puede
abordarlo cuando lo desee.
Madre no pronunció una palabra.
—Agradecemos su hospitalidad —dijo Padre. Dio un paso adelante y
agarró el brazo de Beatrice en un apretón doloroso—. Es hora de irnos a
casa. Ahora.
¡Pero tenía que decírselo a Ysbeta! Esta era su única oportunidad de...
—Padre, no me siento bien. Creo que debería descansar antes de
regresar por la mañana.
—No pasaremos ni un minuto más imponiéndonos a los Lavans —dijo
Padre—. Nos vamos. Ahora.
La enviaron al bote con el primer movimiento de las olas.
***
A la mañana siguiente, le escribió una nota a Ysbeta. Sopesó cada
palabra con cuidado, esperó a que se secara la tinta y la dobló con cuidado
en un pequeño cuadrado, goteando cera en la esquina para sellarlo con un
simple monograma: BAC.
Lo dejó en la bandeja donde se reunía el correo, listo para ser enviado.
Estaba a la mitad de las escaleras cuando el lacayo lo sacó del montón y lo
llevó al despacho de Padre.
—Espera…
—Son sus órdenes, señorita Beatrice —dijo el lacayo, y Beatrice se
agarró a la barandilla mientras se inclinaba sobre ella. Padre no ordenó que
se cerrara la puerta. Rompió el sello, leyó el contenido y tiró la carta al fuego
de la chimenea, viendo cómo el mensaje se doblaba y se quemaba.
No la miró cuando volvió a su asiento. Ya no se encontraba presente en
la percepción de su padre; él no la miraba, no le hablaba ni reaccionaba
directamente con ella de ninguna manera.
***
Ella era la última persona que llamaba al detenerse en su puerta.
Beatrice se despertaba todas las mañanas, dejaba que Clara la guiara al
baño y eligiera un vestido de día y le arreglara el cabello, pero la mayoría de
los días, Beatrice ni siquiera bajaba las escaleras para cenar. Pasaba de su
dormitorio a la sala de retiro, donde ella y su violín tocaban las teclas con
dolor, con ira, de un futuro sombrío y vacío. Los días se convirtieron en
otros; días en los que Beatrice se acurrucaba en su cama y no miraba nada.
Ningún caballero quería a la Doncella Guerrera. Nadie quería una
novia rebelde, una mujer difícil, una chica obstinada y voluble de una línea
que engendraba hijas. Sería una solterona para siempre, unida a su familia,
pero no como una ayuda para su fortuna. No como maga; solo como una
carga.
Padre no la miraba.
El aroma de las flores de cerezo se desvaneció del aire, los árboles ya no
estaban llenos con pétalos pálidos, sino con una neblina de tierno verde
primaveral. La temporada de negociaciones casi había terminado, se
encontraba por más de la mitad. Las campanas del santuario habían
comenzado a sonar, anunciando matrimonio tras matrimonio a medida que
se hacían y sellaban alianzas.
Nadie llamó a Beatrice Clayborn.
Pasaron siete días más antes de que la esperanza se encendiera en una
columna del ejemplar del Bendleton Tribune que Padre había dejado
después de desayunar. Ella entró sigilosamente unos minutos después de
que él se fuera, a comer una rebanada fría de pastel de huevo y un té
amargo con taninos, recogiendo el periódico para pasar el tiempo. La punta
de su dedo se volvió negra mientras lo pasaba por las columnas de anuncios
que ofrecían de todo, desde una vela de alquiler hasta una suscripción a un
huerto, cuando la punta de su dedo chispeó al tocar un anuncio.
Casi se mete el dedo en la boca.
—¿Nadi?
—Es una suerte. Es una suerte —dijo Nadi.
Levantó el dedo y leyó el anuncio de un inversor que vendía una parte
de una expedición de carga en un carguero Chasand de tres mástiles
llamado Cuttlefish. Cacao, té, especias. El precio de venta era de doscientas
coronas por una cuarta parte del barco.
Este era un precio de venta bajo por un cuarto de acción. Beatrice hojeó
las páginas con olor a tinta hasta las noticias de envío. El Cuttlefish
aparecía en una lista de barcos y su fecha de vencimiento estimada. Llevaba
tres semanas de retraso, tiempo suficiente para que un inversor nervioso
supusiera que el barco se había perdido y quisiera recuperar cualquier
cantidad de su inversión, incluso con una gran pérdida.
Si Padre compraba esas acciones… si el Cuttlefish llegaba…
—Lo hará —dijo Nadi—. Tiene mucha suerte.
Beatrice leyó cada palabra de las noticias de envío y examinó los
anuncios, pero el papel temblaba en sus manos. Tenía que decírselo a Padre.
Esta era la clave. Ahora nadie se casaría con Beatrice; su plan original, ser
la socia secreta de Padre en los negocios, ahora era la única opción. Tenía
que ver eso. Tenía que mostrárselo.
Se llevó el periódico con ella mientras corría hacia la puerta de su
oficina. Llamó, imitando el doble golpeteo de su madre, y padre dijo:
—¿Qué pasa?
Su mirada se deslizó más allá de ella una vez que entró. Fue peor que
una bofetada. Beatrice dejó el periódico sobre el escritorio y cruzó las manos.
—Padre. Hay un barco con tres semanas de retraso. Un inversor está
vendiendo una cuarta parte de la carga por doscientas coronas.
Padre no dijo nada. Abrió un cajón y Beatrice vislumbró unas bolsas de
cuero con cicatrices que eran exactamente del tamaño adecuado para
contener cien coronas. Padre no había depositado las ganancias de la
escapada de Beatrice con la fiesta de la tarjeta. Hizo que se le secara la boca.
Se humedeció los labios.
—Es una suerte, Padre. Sé que lo es. Es una apuesta arriesgada
invertir en un barco que tiene casi un mes de retraso en una expedición,
pero sé que llegará.
Padre encontró una caja de bolígrafos y la colocó sobre el periódico,
abriendo la tapa.
Beatrice reunió hasta el último fragmento de su valor.
—Sé que llegará, porque mi espíritu de suerte, el mismo espíritu que
me ayudó a ganar en las cartas, sabe que el barco entrará. Y será pronto. Si
comprara esa cuarta parte, Padre, ganaría miles de coronas. El cargamento
tiene té, cacao y especias, todos considerados esenciales para la dieta
Chasland. Tendrías una venta incluso antes de tener que almacenar la
carga.
—¿Que tan pronto?:
—Date prisa —dijo Nadi.
—Creo que tendrías que comprar la acción rápidamente —dijo
Beatrice—. Hoy. Nadi está seguro.
Padre la miró y el corazón le dio un vuelco. Pero volvió a afinar sus
plumillas, como si ella no estuviera allí.
—Así es como puedo ayudarte, Padre. Por favor confía en mí. Este
barco llegará pronto. Y luego puedo seguir buscando, con Nadi ayudándome.
Puedo encontrar más acciones de barcos para comprar. Tendrás capital para
invertir. Prosperaremos… y comenzará con esta cuarta parte de Cuttlefish.
Él bajó una punta y eligió otra, entrecerrando los ojos en la punta.
—Padre —dijo Beatrice, con la voz quebrada—. Por favor. Sé que
ningún hombre vendrá a pedir mi mano. Pero puedo hacer esto por ti.
Harriet irá a casa de Coxton. Tendrá su temporada de negociaciones a lo
grande. Nunca querremos nada, siempre y cuando Nadi nos ayude.
Le rogó a Padre que le permitiera usar su poder, tal como lo había
hecho Madre. Juntó las manos, ahogándose en un sollozo, y susurró:
—Padre, por favor, escúchame.
El lacayo llamó a la puerta, tres golpes suaves y Padre levantó la
cabeza.
—¿Sí?
La puerta se abrió y James estaba de pie frente a Ianthe Lavan.
—El señor Ianthe Lavan quiere verlo, señor Clayborn.
—Ah, sí. Adelante. La señorita Clayborn se estaba yendo.
¿Ianthe estaba aquí? Beatrice se pasó la mano por las mejillas,
desnudas de maquillaje. Ianthe nunca la había visto sin él, y aquí estaba,
con los ojos enrojecidos y con manchas por llorar, y Ianthe estaba aquí. ¿Por
qué?
Él la miró durante un largo momento, y Beatrice se contuvo de tocarse
el cabello, sus rizos cobrizos hacían lo que la naturaleza quería, luchó por no
revisar su delantal en busca de manchas y respiró alrededor de la rasgadura
en su corazón. Ianthe. Ella pensó que nunca lo volvería a ver...
—Beatrice, vete.
—No me importa si la señorita Clayborn se queda —dijo Ianthe—. He
venido con una oferta.
Padre se reclinó en su silla, sus manos rodearon el borde de su
escritorio.
—¿Una oferta?
—Vengo a ofrecerles cincuenta mil coronas, más diez mil adicionales al
final del año.
—Una suma interesante —dijo Padre—. ¿Para qué?
—Para asegurar que la señorita Clayborn pueda permanecer soltera
hasta la temporada de negociaciones del próximo año, a la que podrá asistir
nuevamente si lo desea. Los diez mil son para financiar su regreso a
Bendleton.
Cincuenta mil coronas. Eso tenía que ser suficiente para financiar las
pérdidas de Padre. Tenía que ser suficiente para salvar a Riverstone. Y
luego otra temporada de negociaciones, si quería asistir a una después de un
año de libertad. E Ianthe estaría allí. Ella sabía eso en sus huesos.
—Déjeme ser claro —dijo Padre—. Usted me está ofreciendo esta
suma. Ni su familia, ni Lavan International. Usted lo hace.
—Así es.
—No tenía ni idea de que su fortuna personal ya fuera tan vasta.
—En verdad, la suma es considerable —dijo Ianthe—. Ese es mi
ingreso del año, más una parte de mi capital personal.
—Y quiere que lo tome para que Beatrice pueda regresar para una
segunda temporada de negociaciones —dijo Padre—. Entonces, ¿regresará a
Chasland?
—Tengo muchas ganas de asistir a otra temporada de negociaciones.
—¿Su familia sabe que está haciendo esto? —preguntó Padre.
—No lo saben —dijo Ianthe—. Hago esto por mi cuenta.
—Eso lo decide —dijo Padre—. No.
Las rodillas de Beatrice temblaron. Ella jadeó.
—Padre…
Levantó una mano para silenciarla.
—Si esta oferta hubiera sido un precio de novia…
—La señorita Clayborn no desea casarse, por lo que no puedo hacer la
oferta, aunque es mi mayor deseo.
Ese entendimiento la aplastó.
—Señor Lavan...
—Silencio, Beatrice. No se trata de los deseos de mi hija —dijo Padre—
. Esta es una oferta generosa y noble. No puedo aceptarla, sin importar lo
que haya hecho para tener que comprarla.
—¡Padre!
Él la ignoró.
—Si tomo sus ingresos, su familia me convertirá en su enemigo. No
puedo operar en el mundo empresarial con una relación rota con Lavan
International. Y usted no tiene el poder para garantizar que no lo haré —
dijo Padre—. Júreme que guardará silencio sobre este asunto.
—No es lo que imagina —dijo Ianthe—. No estoy aquí para enterrar un
escándalo con dinero.
—Pero no vino hasta aquí para negociar un contrato matrimonial —
dijo Padre—. No es que ahora pudiera hacer un trato así con usted.
¿Qué significaba eso? Pero Ianthe apretó los labios y miró a Padre
durante un largo rato.
—Lo entiendo. Pero la señorita Clayborn es una mujer de considerable
valor. Haría bien en tenerla a su lado.
—Yo decidiré el futuro de Beatrice, gracias. No necesito su oferta,
aunque aprecio el deseo que la estimuló.
¿No necesitaba cincuenta mil coronas? Eso no tenía sentido, incluso
para un hombre tan orgulloso y obstinado como Padre. ¿Por qué no las
necesitaba?
—Ya tiene una oferta —dijo Ianthe—. Alguien se ha ofrecido por la
señorita Clayborn.
No. Nadie lo haría. La mirada de Padre se posó en el papel del
escritorio que tenía ante él, abierto a las noticias sobre envíos. La llama de
la esperanza saltó alto, pero no pudo quemar el miedo que goteaba por la
piel de Beatrice.
—Agradezco la oferta, señor Lavan. Está hecho con generosidad. Pero
no puedo aceptarlo. Espero que tenga un buen día.
Ianthe se quedó temblando por un largo momento, antes de que
agachara la cabeza en cortesía.
—Que tenga un buen día, señor Clayborn.
Miró a Beatrice antes de volverse y salir.
—Padre —dijo Beatrice.
—Ya no más —interrumpió Padre—. Toma el resto de tus comidas en
tu habitación. No quiero verte. Prepárate para una llamada mañana por la
mañana. Ahora vete.
Beatrice se fue. Subió las escaleras hasta su dormitorio, donde se
tumbó sobre la cama deshecha y lloró sobre una almohada.
***
Esta mañana, como todas las mañanas, Clara había llenado el baño,
había elegido su vestido, este era de un gris suave y descolorido, la faja
adornada con lazos de satén color melocotón, y Beatrice sacó las piernas de
la cama y se miró los pies desnudos.
Cuando sonó el timbre, anunciando una visita, Beatrice y Clara se
miraron a los ojos.
—Dase prisa con su baño —dijo Clara.
Beatrice descansó en el agua tibia, levantando una pierna de la piscina
para restregar la piel suave, su cabello resbaladizo por el enjuague de crema
que Clara juró que suavizaba sus rizos. ¿Quién había llamado? Padre le
había dicho que esperara una llamada. ¿De quién era?
La puerta se abrió con un clic; Beatrice miró a Harriet.
—Vete. Sé que alguien llamó.
—Beatrice.
—Dije, vete.
—Beatrice —dijo Harriet, y aspiró una bocanada de aire—. Oh,
Beatrice, es...
—Un caballero. Lo sé.
Harriet meneó la cabeza.
—No lo sabes. No podrías quedarte ahí sentada si supieras...
—¿De qué estás hablando? —preguntó Beatrice—. ¿Quién es? ¿Es...?
¡Harriet! ¿Quién me llamó?
Harriet rompió a llorar y se escapó. Sus pies golpeaban el pasillo; la
puerta de su dormitorio se cerró de golpe lo suficientemente fuerte como
para hacer saltar la casa.
¿Qué...? Beatrice se puso de pie en una gran cascada de agua. Salió del
baño y tenía una toalla en las manos antes de que llegara Clara, sus labios
eran una línea delgada.
—¿Clara? ¿Quién es mi interlocutor?
—No lo conozco, señorita Beatrice. Pero Harriet no deja de llorar.
Cuando estuvo vestida, con el cabello bien recogido, el corsé lo
suficientemente atado como para contener el aliento, bajó las escaleras, pasó
por la sala de descanso y bajó al suelo de baldosas de mármol blanco y negro
del vestíbulo. Un lacayo la condujo por el piso hasta la oficina de Padre, y
cuando abrió la puerta, Beatrice quiso correr.
Danton Maisonette dejó su delicada taza de té de cristal y se puso de
pie.
—Señorita Clayborn.
—Señor Maisonette. ¿Está aquí para arreglar daños y perjuicios con mi
Padre?
—El señor Maisonette ha venido con una oferta de matrimonio —dijo
Padre.
Beatrice dio un paso atrás.
—No. Padre, no puedes.
—La palabra de Powles ha cerrado todas las puertas en Bendleton —
dijo Danton—. No soy bienvenido en todas las fiestas y eventos. La única
opción que queda para ir a casa con una novia es usted.
Las rodillas de Beatrice se debilitaron. Todo se inclinó hacia la derecha.
Ella se balanceó, luchó por mantener el equilibrio, aguantó.
—No.
—Hemos acordado los términos —dijo Danton Maisonette—. La
ceremonia será en tres días.
Nada se sentía real.
—Tres días —repitió Beatrice—. Padre, no puedo casarme con este
hombre.
—No tienes opción en este acuerdo —dijo Padre—. Ya lo he decidido.
Te casarás con Danton Maisonette. Te ha pagado una generosa suma y su
barco rumbo a Valserre zarpa al final de la semana. Abordarás ese barco
como su esposa.
¡Su esposa! ¡Había intentado matarla!
—Pero Padre...
—Te traje aquí para darte instrucciones, no para discutir —dijo
Padre—. Clara se ha ido a Silk Row ahora mismo, a arreglar una prueba
para tu vestido de novia. Se te permitirá asistir a la cita mañana. Vamos a
cenar con los Maisonette en la víspera de tu boda para celebrar.
Celebrar. El estómago de Beatrice se estremeció.
—¿Pero me voy a mudar a Valserre? ¿Nunca...?
—Si me has dado un hijo, regresaremos a Bendleton con motivo de la
temporada de negociaciones de tu hermana. —La sonrisa de Danton tenía
un agujero. Beatrice sintió que Nadi revoloteaba en respuesta.
Esto no podía estar sucediendo.
—Padre, ¿no podemos simplemente hacer lo que sugerí antes?
Padre suspiró.
—No. Nunca tuve la intención de consentirte, Beatrice, pero sugerir tal
cosa, y delante de tu futuro esposo...
—Hay otra forma —dijo Beatrice—. Si hago un trato con un espíritu
mayor...
Danton ladeó la cabeza.
—Me preocupaba esto. Me temo que tengo que insistir, señor Clayborn.
Los hombros de Padre se levantaron.
—Son solo tres días más...
—Ella debe entender la autoridad. Inmediatamente.
Padre suspiró y abrió un cajón. La caja de madera plana salió y
Beatrice iba a vomitar.
Danton abrió la caja y asintió. Levantó el collar de su cama de satén.
—Esto debería resultar un recordatorio útil de la realidad.
Beatrice se tambaleó, mareada.
—No.
Padre suspiró.
—No tenía ni idea de que ella tenía esta profundidad de desafío.
Beatrice, ven aquí.
—No.
Padre le tendió la mano.
—Danton Maisonette será tu marido. Le obedecerás. Me obedecerás.
Ven aquí.
—Te odio, te odio, te odio, te odio…
Nadi le gritó a Danton, burbujeando tan alto que Beatrice fue agarrada
por él.
—Te odio.
—No me importa —dijo Danton—. Arruinó el nombre de mi familia. No
necesito su amor. Necesito sus hijos.
—Maldito —dijo Nadi, y el poder atravesó su cuerpo. Danton se
estremeció.
—¿Qué hiciste?
—Padre, por favor. Verás. Tenía razón sobre Cuttlefish. Espera hasta
que llegue la prueba si es necesario, pero puedo hacerlo de nuevo. Y lo
seguiré haciendo. Pero, por favor, no me entregues a este hombre, Padre, por
favor...
—¿Qué me hizo? —preguntó Danton, alzando la voz—. Ella hizo algo.
—Puse mi maldición sobre ti —dijo Beatrice—. Nunca te daré un hijo,
Danton Maisonette. Nunca dejaré de odiarte. Haré de tu vida un tormento
hasta que la muerte nos separe. Esto lo juro. Si me obligas a casarme, lo
haré...
—Ya he tenido suficiente de tu impertinencia —dijo Padre—. Para esta
beligerancia y ven aquí.
—Padre…
Beatrice sollozó. Ella meneó la cabeza. Pero Padre rodeó el escritorio,
atrapándola. Danton mantuvo abierto el collar de protección y apuntó a su
cuello.
—Por favor —dijo Beatrice.
Se volvió y corrió hacia la puerta, pero Danton estaba allí antes que
ella. Ella levantó un puño para golpearlo de nuevo. Él se agachó, y sus
nudillos chocaron contra la dura puerta de madera con un crujido al rojo
vivo.
Ella retiró la mano y Danton se abalanzó sobre ella y la tomó en sus
brazos.
—Suficiente —dijo Danton—. Evidentemente, su padre le ha mimado.
Ninguna hija nuestra se atreverá a una décima parte de sus arrebatos.
Beatrice levantó un pie y le dio un pisotón con el tacón de la zapatilla
en el empeine. Danton aulló, pero no la soltó.
—Beatrice, por favor —dijo Padre—. Detén esta violencia de una vez.
Es para tu beneficio, niña.
—¡No lo es! —gritó Beatrice—. ¡Padre! ¡Detente!
—¡No! ¡No! —gritó Nadi—. ¡Beatrice! ¡Beatrice!
—Ve, Nadi. ¡Huye!
—¡Beatrice!
El collar serpenteó alrededor de su garganta. El grito de terror de Nadi
se detuvo. El espíritu huyó de su cuerpo, dejándola sola. Su piel se
estremeció. Un gemido agudo y ululante, tan fuerte y terrible que asaltó sus
oídos. Su estómago dio un vuelco, como si estuviera cayendo desde una gran
altura.
Y luego el collar se cerró con un clic. Ella aterrizó con un golpe. El
collar fue colocado alrededor de su cuello y todo el color desapareció de la
habitación. Un suave gemido sonó en sus oídos, amortiguando el sonido de
sus propios sollozos. El mundo era monótono, como si la luz se hubiera
atenuado, y dentro, donde solía estar Nadi, no había nada.
XIX
Llena con nada, Beatrice dejó la biblioteca de Padre. El collar debería
haberla estrangulado, pero yacía sobre la curva de sus clavículas, el metal
ya calentaba su piel. Pasos, una tos, ambos ahogados por el suave y agudo
gemido que le molestaba en los oídos, la mesa de mármol en el centro del
vestíbulo gris y opaca, todo había disminuido después del robo de sus
sentidos; todo disminuido.
La puerta del salón se abrió con un clic. El suave golpe de las zapatillas
con tacones de columna hizo que Beatrice levantara los ojos.
—Madre —susurró Beatrice.
Qué parecidas eran ahora: las mismas orejas redondeadas, simples
gotas de perlas adheridas a sus lóbulos. Los mismos rizos rojos otoñales
peinados para un día en el interior. Los mismos collares de plata,
negándoles el talento con el que nacieron.
Madre levantó los brazos y Beatrice se abalanzó sobre ellos, juntando
sus mejillas llenas de lágrimas.
—Querida —susurró Madre—. Lo siento mucho.
—No puedo hacerlo —susurró Beatrice—. No puedo.
Madre la abrazó. Beatrice se aferró a ella.
—Ojalá pudiera hacerlo más fácil —dijo Madre, y dio un paso atrás
para mirar a Beatrice—. Te pesa mucho.
—Ayúdame. Por favor —susurró Beatrice—. Envíale un mensaje a
Ysbeta Lavan. Dile que le enseñaré, pero necesito el grimorio.
Un cajón de la oficina de Padre se cerró con un ruido sordo. Madre se
puso tensa. Pasó la mirada por encima del hombro de Beatrice y acarició los
brazos de su hija.
—Te acostumbrarás —dijo.
Beatrice sintió una pálida y sorda incredulidad.
—¿Madre?
Se abrió la puerta de la oficina de Padre. Madre prosiguió en un tono
que tranquilizó sin escuchar.
—Después de un tiempo, olvidas que está ahí.
—¿Cómo puedes olvidar esto? Todo es diferente. Está disminuido.
Sus…
—Beatrice —dijo Padre—. Dile adiós a tu prometido.
¿Dónde estaba el calor que inflamaba sus sentidos? ¿Dónde estaba la
sensación de su cuerpo actuando en concierto con sus sentimientos? Ella se
dio la vuelta. Danton Maisonette se acercó con la palma hacia arriba.
Beatrice se quedó donde estaba, con las manos a los lados. Debería
estar hirviendo de rabia. Debería cerrar el puño y apuntar a su nariz.
—Beatrice.
La mirada de desaprobación de Padre no hizo que su corazón se
acelerara. La expectativa de Padre no encendió chispas de enojo sobre su
cuero cabelludo. Ya ni siquiera tenía el mismo cuerpo.
Levantó la mano hacia Danton Maisonette. Él la capturó en las suyas y
se inclinó tan profundamente que fue una burla, sus labios en sus nudillos
una sensación amortiguada, medio muerta.
Ella apartó su mano.
La sonrisa de Danton no tenía ni una gota de buen humor.
—Cuento los días, Beatrice.
Su nombre en sus labios era espantoso. No le pertenecía, pero él lo
tomó.
Se volvió hacia Madre.
—Por favor.
—Lo olvidarás —dijo Madre—. Todo se desvanecerá.
—Estás sobrecogida —dijo Padre—. Deberías cenar en tu habitación.
Coge una novela y vete a la cama.
No tenía ningún deseo de quedarse aquí abajo. Se inclinó en obediencia
y subió las escaleras, un tramo y el siguiente, y entró en su dormitorio.
***
Harriet se encontraba sentada en el borde de la cama de Beatrice,
agarrando una almohada con volantes. Cayó al suelo cuando Harriet se puso
de pie de un salto.
—Oh, Beatrice —dijo, su voz tranquila—. Oh, Beatrice, lo siento. Es mi
culpa. Todo es culpa mía, no debería haberlo dicho...
Se tambaleó hacia adelante y cayó de rodillas, con las manos juntas
ante Beatrice y suplicando.
—No debería haberlo dicho —dijo, y los sollozos la sacudieron—.
Arruiné tu vida.
—Levántate —dijo Beatrice—. Ven aquí.
Harriet se puso de pie y abrazó a su hermana mayor, y ¿cuándo había
crecido tanto Harriet? Ya se acercaba a la nariz de Beatrice. Harriet lloró
miserablemente, y Beatrice la llevó hasta la cama, donde Harriet soltó un
gran llanto y Beatrice la abrazó.
—Es culpa mía —dijo Harriet finalmente, sentándose. Su rostro estaba
surcado de lágrimas. Su maquillaje era una ruina. ¿Cuándo había empezado
la criada de Harriet a pintarle la cara durante el día?—. Yo hice esto. Si me
hubiera mantenido en silencio, no estarías con esa cosa.
—Quizás —dijo Beatrice—. Me podrían haber atrapado de otra
manera.
—¿En serio? Nunca quisiste ponértelo —dijo Harriet—. ¿Es malo?
—Es lo peor que me ha pasado —dijo Beatrice—. Todo es aburrido.
Nada se ve bien. Me zumban los oídos. Y Nadi...
—¿Eso es un espíritu? —preguntó Harriet.
—Sí —dijo Beatrice—. Un espíritu de suerte. Así es como gané tanto a
las cartas. Por eso mi caballo no me pisoteó y me mató.
—Porque el espíritu te ayudó —dijo Harriet en voz baja.
—Porque Nadi era mi amigo —dijo Beatrice.
—No lo sabía —dijo Harriet—. Solo sabía lo que se suponía que debía
saber. Que era peligroso. Que estaba mal. Que los espíritus son amorales,
caprichosos y malvados. Que había que tener mucha fuerza para
controlarlos, domarlos para que hicieran el bien. No sabía por qué entrarías
así. Pero yo te lo quité. Tu magia. A tu amigo. Nunca, nunca me perdonaré.
Beatrice vio llorar a Harriet como si flotara por encima de todo, desde
la desapasionada vista de un sueño. Tenía que decirle algo. Calmar a su
hermana. Consolarla.
—¿Qué pasa si te perdono?
Harriet meneó la cabeza.
—No puedes hacerlo.
—Puedo si quiero. Después de la boda navegaré hacia Valserre; no
volveré hasta tu temporada de negociaciones. Y solo si consigo dar a luz un
hijo.
—Él te va a llevar.
—Sí.
—No quiero una temporada de negociaciones —dijo Harriet—. Es
mentira. Todo ello. Mentiras con volantes de seda, mentiras con perfumes, lo
odio.
—Puede que lo odies —dijo Beatrice—. Pero no olvides que te
encantaba. Ibas a ser la estrella del baile de la asamblea. Ibas a tener una
docena de pretendientes...
—No lo haré.
—Está bien —dijo Beatrice—. Vamos a quedarnos aquí, entonces. No
tienes que hacer nada que no quieras hacer en este momento.
Harriet se sentó junto a Beatrice. Cerró los ojos y se durmió, el tipo de
sueño que sigue a un llanto que vacía el alma. Beatrice miró el techo pintado
de nubes y observó cómo la luz se desvanecía lentamente en la oscuridad.
Ella había renunciado al amor por esto. Por esto. Beatrice se tocó el
cuello. Su futuro. Su prisión.
Ella había renunciado al amor por esto.
No. No se rendiría. No podía simplemente flotar a través de este
caparazón aburrido y deslavado de vida. Tenía que haber una forma de
liberarse, y solo tenía una oportunidad: la prueba de vestuario con la
señorita Tarden. Sabía lo que quería la modista; con mucho gusto lo
cambiaría por su libertad.
***
Clara roncaba y, cuando resopló y gruñó para que Beatrice contara
lentamente hasta cien, se alejó un centímetro de su doncella. Nada. Unos
centímetros más. Aun así, jadeó y respiró, y Beatrice se deslizó fuera de la
cama y se quedó de pie durante un minuto aterrador y helado, esperando a
que se despertara.
Nada. Su doncella siguió durmiendo y Beatrice salió sigilosamente de
su dormitorio, silenciosa como un espectro.
—Nadi. Si estás cerca, concédeme suerte.
Ni un solo escalón crujió bajo su peso. El vestíbulo estaba vacío,
iluminado por la tenue llama de una única linterna. Caminó por las frías
baldosas de mármol con los pies descalzos de un gato y se agarró al pomo de
la puerta de la biblioteca de Padre, escuchando el rasguño de la escritura, el
suave crujido de una página al ser pasada, la forma en que él murmuraba y
reflexionaba mientras leía y trabajaba.
Solo silencio, y giró el pomo por completo antes de empujar la puerta
para abrirla una fracción, unos metros, lo suficientemente ancha para pasar
a la habitación oscura y silenciosa, solo un rayo de luz de la lámpara del
vestíbulo dibujaba las formas del escritorio de Padre.
Ella no tenía vela. No podía sentir los grimorios entre tres paredes
llenas de estantes, sus volúmenes descansando dentro. Se atrevió a abrir un
poco más la puerta, yendo de puntillas hacia el hogar, donde reinaba el olor
a ceniza y madera seca. Deslizó los dedos por el manto, palpando... ¡ah! La
base octogonal de un candelabro de plata. Otro metro de tanteo y encontró
una caja oculta. El chirrido del percutor, el destello de su llama, tocó la
mecha de la vela con la luz y arrojó la vara gastada a la chimenea. Suspiró y
se volvió para inspeccionar la estantería.
Había visto dónde se había detenido Padre para archivarlos. Levantó la
llama para examinar cada título. Ninguno era lo que buscaba. No. Ni ese.
¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban sus libros?
Probó con otro estante, leyendo los títulos. Nada. No estaban. Se
habían ido.
Un susurro de sonido del exterior.
Beatrice jadeó y apagó la vela, ocultando su luz y evocando el olor a
humo de cera de abejas que se enroscaba en el aire para traicionarla.
Atrapada. La atraparon, no había nada que pudiera hacer más que ver la
puerta de la biblioteca abrirse más.
Madre cruzó la puerta con el cabello recogido en rulos. Miró a Beatrice
en silencio. El collar descansaba contra su garganta; la camisola de lino
blanco brillaba a la tenue luz del farol del vestíbulo.
Cuentos de Ijanel y Otros Heroes, de E. James Curtfield, descansaba en
su mano.
Madre se llevó un dedo a los labios. Tomó el candelabro de la mano de
Beatrice y presionó el volumen azul descolorido en las manos de su hija.
Puso su mano sobre el hombro de Beatrice y, en la oscuridad, levantó la cara
para plantar un beso en su mejilla. Luego, en silencio, volvió a colocar el
palo en la chimenea y salió de la biblioteca, llevando a su hija de regreso a la
habitación donde Clara todavía roncaba.
***
El olor del desayuno la enfermó. Beatrice le dio la espalda a la bandeja
y escondió la cara bajo las mantas hasta que Clara se la quitó. Dejó que
Clara la vistiera con una chaqueta de algodón gris y una falda de algodón
estampada, un alboroto de flores extrañas y mariposas de temporada.
Deslizó sus pies en unas zapatillas con tacones de pilar; sus manos cubiertas
con guantes grises para niños. Cuando Clara salió de la habitación para
bajar la bandeja, Beatrice deslizó el grimorio en su bolsillo, donde lo
escondió debajo de la crinolina y tiró de la corbata de la cintura sujeta
debajo de su corsé.
—¿Beatrice?
—Ya voy —dijo, y se apresuró a seguirla.
Esperó en un banco del vestíbulo, con la barbilla hundida de modo que
el ala de su sombrero ocultara su rostro. Fingió leer una novela, un volumen
en miniatura que cabía en el bolso de una sirvienta y esperó a que llegara el
coche.
Debían visitar a la modista y abrochar las costuras simbólicas que
terminarían el vestido, habiendo evitado con éxito la mala suerte que venía
con terminar un vestido de novia antes de conseguir una propuesta. Clara
llevaba el estuche de color beige que protegía el vestido de Beatrice, pero
Beatrice mantuvo los ojos en la página.
Dejó el libro en el banco justo cuando el lacayo de la puerta lo abría.
—Su carruaje, señorita Clayborn.
—Gracias.
El carruaje se preparó para llevarla a la modista y regresar. Beatrice
mantuvo la cabeza inclinada a pesar de que la hacía sentir como si el collar
la estrangulara. Tomó a Clara del brazo y miró a su sirvienta-compañera,
interpretando el papel de carcelera.
—No creo que pueda hacer esto —dijo Beatrice.
Clara le ofreció el brazo para apoyarse.
—Estoy aquí a su lado.
Clara y ella bajaron las escaleras hasta el paseo marítimo, donde el
conductor se detuvo para colocar un bloque de embarque junto al hueco en la
pared del carruaje. Beatrice extendió la mano, pero el conductor se había
alejado para inspeccionar un poco las correas. Beatrice olfateó y subió sola.
Clara se acomodó a su lado, la boca pequeña por la molestia.
—Este conductor es tan grosero. No le daré propina.
Beatrice se encogió de hombros.
—Si ve algo mal con los arreos...
—Quizás.
Luego, el conductor saltó a su banco y el carruaje se tambaleó hacia
adelante, con su único caballo ya al trote. Llegarían a la tienda de ropa
demasiado pronto, con el conductor tan apurado.
Beatrice temía estar de pie en el vestidor, usando el vestido de satén
verde teñido con las dieciséis hierbas del amor y la fertilidad. Miraba
fijamente su reflejo del cuello mientras las costureras terminaban los
dobladillos, colocaban los botones y aseguraban el encaje de setenta puntos
en sus mangas. Le dirían que era hermosa. Ellos apartarían la mirada del
collar en su garganta, pero susurrarían sobre eso, y especularían sobre su
indiscreción a los demás cuando saliera de la tienda. Y luego cena con los
Maisonettes, donde, si los Skyborn tenían algo de piedad, Beatrice se
moriría de asfixia con un hueso. Se estaba moviendo demasiado rápido hacia
su futuro. Corría hacia ella, con las espadas desenvainadas.
No. Tenía un grimorio, y la señorita Tarden los quería más que
cualquier cosa que poseyera. Podía conseguir su ayuda, dejarla salir por la
parte de atrás y correr. Ella miró a Clara, el impulso de decírselo se posó en
sus labios.
—¿Qué pasa? —preguntó Clara—. Señorita Beatrice, se ve tan
peculiar.
—No quiero hacer esto —dijo Beatrice—. No puedo hacer esto.
La expresión de Clara se transformó en preocupación y simpatía.
—Pero no hay salida.
—Pero ¿y si la hay? —preguntó Beatrice.
Clara la miró fijamente, la indecisión se retorcía en su rostro.
—¿Qué quiere decir?
—Podría huir —dijo Beatrice—. Quiero huir.
Los ojos de Clara se agrandaron. El coche se detuvo con una sacudida.
Estaban en Tarden y Wallace. El conductor saltó de su asiento. Beatrice se
detuvo para permitirle ayudarla, pero él rodeó a sus caballos,
inspeccionando sus cuellos.
Clara hizo un ruido de incredulidad.
—¡Es en serio!
Beatrice ahora miró detenidamente al conductor. Su amplio sombrero
le tapaba la cara y el pañuelo le cubría la nariz y la boca. Todo lo que podía
ver era la piel marrón oscura de sus manos que podría haber significado
Makilan, South Sanchan, cualquiera de una docena de países. Pero algo
estalló en su corazón al verlo. Algo en sus hombros, la inclinación de su
muñeca mientras sostenía la correa de la mejilla...
—Venga, señorita Beatrice. No piense en eso. Debemos… —Sus
palabras se entrelazaron con un sollozo—. Venga ahora. Están esperando.
Clara la condujo al interior de la tienda, pero Beatrice miró al
conductor. Si tan solo se diera la vuelta. Si pudiera ver su rostro. Pero se
movió detrás de uno de sus caballos, ¿y si ella estaba equivocada?
—Decirle a un conductor grosero no cambiará nada. —Clara mantuvo
la puerta abierta y Beatrice cruzó el umbral. Una docena de cabezas se
giraron para mirarla. Sabían quién era ella, y sus expresiones iban desde el
disgusto fascinado hasta la lástima y la determinación de no sufrir nunca
como Beatrice. ¿Alguna de ellas era hechicera?
Solo la señorita Tarden la miró de manera diferente, y el miedo se
estremeció en las cuerdas de su garganta.
—Por favor, venga conmigo —dijo—. La suite para el montaje está
lista.
Beatrice pasó junto a todos esos rostros que la miraban fijamente,
atravesó todas las puertas de los probadores hasta que llegaron a uno en la
parte trasera de la tienda. La señorita Tarden detuvo a Clara con una mano
levantada.
—Dadas las circunstancias, es mejor si la señorita Clayborn tiene un
tiempo a solas —dijo la señorita Tarden—. Si se sienta en la sala de
recepción...
—Nunca soñaría con dejar a la señorita Beatrice —dijo Clara—. Si ella
llora, ¿quién secará sus lágrimas? Es algo terrible. Ni siquiera me
permitirán quedarme con ella después de que termine, no. No la dejaré en
un momento como este.
—Debo insistir —dijo la señorita Tarden—. Solo serán unos minutos.
—¿Señorita Beatrice?
¿Ni siquiera iba a dejar que ella se quedara con Clara? Oh, ese
horrible, horrible hombre.
—Me gustaría que Clara estuviera conmigo.
Las cejas de la señorita Tarden se fruncieron con preocupación.
—Ella realmente debería…
—Debo insistir —dijo Beatrice—. O podría irme.
Sí. Podría irse. Clara tenía dinero en su bolso para pagar las cosas que
necesitaba Beatrice. Podrían darle todo el bolso a un taxista. Podrían ir a
Lavan House. Una vez que encontrara a Ysbeta y le enseñara a descifrar los
grimorios a mano, y el hechizo para revelar su contenido mediante magia,
encontraría la manera de ayudar a Beatrice y...
Clara reafirmó su postura.
—Sí. Nos vamos. Inmediatamente.
La expresión de la señorita Tarden estaba pálida.
—No pueden.
—Insistimos —dijo Clara—. No toleraremos esto...
Beatrice sacó el grimorio del bolsillo y se lo tendió a la señorita Tarden.
—Por favor.
La señorita Tarden lo miró fijamente. Sus fosas nasales se
ensancharon al inhalar su aroma. Luego suspiró, sus hombros se hundieron.
—No puedo aceptarlo.
—Pero…
La señorita Tarden giró el pomo de la puerta del probador.
—Por favor, entre.
¡No! Beatrice retrocedió un paso.
—No. No entraré allí, no lo haré.
Se volvió y dos mujeres con gorras y delantales estaban al final del
pasillo. Miraron a la señorita Tarden en busca de orientación, y el corazón
de Beatrice se hundió.
—No entraré. Déjame ir. Por favor. Por avellana y castaña, por favor,
debo...
—Beatrice.
Se abrió la puerta del probador e Ysbeta apareció en el umbral.
—Ysbeta —dijo Beatrice—. Usted... ¿cómo supo que debía venir?
¡Había sido Ianthe el que conducía el coche! Su amiga y su amado
habían venido a rescatarla.
—¿Cómo lo supieron?
—Su madre nos envió un mensaje —dijo Ysbeta—. ¿Qué demonios la
poseyó para rechazar a Ianthe?
—Ahora las razones parecen tan estúpidas —dijo Beatrice.
Ysbeta se encogió de hombros y Beatrice quiso abrazar a su amiga. Su
amiga, que había venido a rescatarla de Danton y del collar.
—Bueno, estoy aquí para salvarla de sus errores. ¿Consentirá ser
secuestrada?
—Sí. Sí. Por favor, llévenme —dijo Beatrice—. ¿Cómo saldremos de la
tienda?
—Por aquí —dijo la señorita Tarden. Abrió otra puerta y pasaron por
filas de figuras vestidas, cada una con un vestido en una fase diferente de
creación. La habitación podría haber albergado a veinte mujeres con aguja,
pero pasaron arrastrando los pies por taburetes vacíos y kits de agujas
abandonados y terminaron en el callejón, donde ahora estaba el mismo
coche que las llevó a la tienda de ropa.
—Bienvenidas, señoras. —Ianthe se había quitado el sombrero y el
pañuelo y sonreía—. Beatrice.
Beatrice cayó en sus brazos.
—Vino.
—Nada me hubiera detenido —dijo Ianthe—. Nada.
—Todavía tenemos que escapar —dijo Ysbeta—. Basta de besuqueos.
—Señorita Beatrice —dijo Clara—. ¿Qué hará ahora?
—Lo que quiera —dijo Ysbeta—. Tiene dos opciones, señorita Clara.
Puede dar la alarma y traicionar a Beatrice. O puede despertarse drogada
en el probador junto a la señorita Tarden.
—O puedes subir a este carruaje y seguir siendo mi sirvienta-
acompañante. —Beatrice estrechó la mano de Clara—. Ven conmigo, Clara.
Incluso si es solo para obtener una buena referencia mía, Padre no te dará
una, pero yo sí.
—Iré y me quedaré. —Clara recogió sus faldas y subió al carruaje.
Levantó la barbilla, desafío en sus ojos—. Solo intenten detenerme.
—Apúrense —dijo la señorita Tarden—. Este no es el momento para
retrasarnos.
—Muy bien, Clara. Alabo su lealtad. Todos a bordo, ahora.
Clara recogió sus faldas y subió al carruaje. Beatrice dio un paso en
dirección a la señorita Tarden y le ofreció el libro.
—Tómelo.
—No podría. —La señorita Tarden meneó la cabeza—. No tienen
precio.
—Insisto —dijo Beatrice—. He aprendido todo lo que he podido de este.
Debe tenerlo. Solo prométame esto. Si otra ingenua llega a su puerta en
apuros, ayúdela.
—Lo haré —dijo la señorita Tarden—. Ahora dase prisa.
Beatrice subió por fin al coche y se sentó en el banco. Ysbeta se volvió
hacia ella, regañándola.
—Le dije que me encontrara en su camarote antes del amanecer.
—Quería hacerlo, pero Padre insistió en irse de inmediato.
—Porque fue lo suficientemente estúpida como para...
—Deberíamos ponernos en movimiento —dijo Ianthe—. ¿Tiene su
somnífero?
La señorita Tarden asintió.
—Está en el té.
—Recuerde: tomó el té con Beatrice, debió haber quedado inconsciente
y, cuando despertó, Beatrice se había ido.
—Debería haberla ayudado antes —dijo la señorita Tarden—. Ahora
dase prisa. Las chicas volverán pronto del almuerzo.
Ianthe saltó a la cabina del conductor. El carruaje se puso en
movimiento y Beatrice sonrió por primera vez en varios días.
—Gracias.
Ysbeta resopló.
—Idiota. ¿Por qué dijo que no?
Ianthe miró detrás de él.
—Ella tenía sus razones.
—Razones estúpidas —insistió Ysbeta—. Le dije que me encontrara.
Iba a contarla mi idea esa noche. Todo lo que tenía que hacer era ser
sensata, pero era demasiado pedir.
—¿Qué me iba a decir?
—Que creo que sé cómo solucionar su problema.
—Debería haber dicho eso en la nota.
—Esperaba que mantuviera su cerebro en su cabeza. Esperaba que
tuviera una pizca de sentido común —dijo Ysbeta.
—Hablaremos de eso después —dijo Ianthe—. Debajo de su asiento hay
una pequeña caja. Dentro de esa caja hay una llave que liberará el collar del
cuello de la señorita Clayborn. ¿Puedo pedirles que lo usen?
—¿Cómo consiguió la llave de mi collar?
—Su madre la envió por mensajero anoche —dijo Ianthe.
Beatrice podría haber llorado.
—Ojalá estuviera aquí. Ojalá pudiera decirle lo mucho que ha hecho
por mí.
—Sé que ella lo sabe —dijo Ysbeta—. Venga. Madre y Padre están en
Bendleton, pero se supone que deben llegar a casa para la cena.
Necesitamos irnos para entonces.
—¿A dónde vamos? —preguntó Beatrice.
—Al santuario. Es hora de hacer la prueba —dijo Ysbeta—. Ianthe,
conduce más rápido.
XX
El sol brillaba y se sentía cálido sobre el rostro de Beatrice. Se tocó el
cuello desnudo y un escalofrío de deleite estremeció su piel, refrescada por la
brisa que los rodeaba. El rico olor a ganado y ovejas flotaba hacia el mar, y
Beatrice retorció los dedos y pronunció la rima de pies ligeros al corpulento
caballo del coche. El carruaje aceleró de inmediato.
Beatrice se rio y se abrazó. ¡Libre! Agarró el odioso collar, haciendo una
mueca ante el agudo gemido que podía oír cada vez que lo tocaba, y lo arrojó
por el acantilado.
—Nunca permitiré que nadie vuelva a ponerme algo así —dijo
Beatrice—. Nunca. Lucharé hasta la muerte por mi libertad.
—¡Beatrice! —gritó Nadi—. ¡Beatrice, has vuelto! No podía hablar
contigo. Solo podía mirar.
—Oh, Nadi —dijo Beatrice, y se echó a llorar. Todo volvió a la
normalidad. Era una fugitiva, estaba libre del collar de protección, era una
maga una vez más… y allí estaba Nadi, su espíritu, su amigo, que volvió a
morar dentro de ella.
—Estás triste.
—Estoy confundida —dijo Beatrice—. Me encuentro tan feliz de que
estés a salvo.
—Me alegra que estés libre. Ahora tienes que luchar contra ellos. Tienes
que pelear.
—Lo haré.
—Nadi ayudará. Nadi hechizará a tus enemigos. Nadi te traerá suerte.
—El espíritu tembló dentro de ella y luego extendió sus límites para llenar
su cuerpo—. Un abrazo.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Gracias amigo mío.
Se abrazaron de esa manera —Nadi, presionando la envoltura de su
cuerpo contra los límites de su piel; Beatrice, con sus brazos alrededor de su
cintura.
—Ahora, sobre mi plan —dijo Ysbeta—. Es simple. Primero, invocaré a
un espíritu mayor de conocimiento.
—No estás lista todavía —dijo Ianthe—. Beatrice, díselo.
—Tiene que ganarse la compañía de un espíritu inferior antes de poder
intentar la experiencia dura —dijo Beatrice—. Ianthe ha tenido la compañía
de Fandari durante años. Yo tengo a Nadi, pero solo han pasado unas pocas
semanas. Tiene que esperar hasta que...
—No hay tiempo —dijo Ysbeta—. Ianthe, cuéntale lo que me dijiste.
—El padre de Bard Sheldon, nuestros padres y sus abogados están hoy
reunidos —dijo Ianthe—. Están negociando el acuerdo de matrimonio de
Ysbeta. Ahora mismo. Pero Ysy, no puedes hacer esto. Sé que quieres
ayudarnos. De verdad. Pero tenemos que seguir mi plan.
—Hazlo tú primero —dijo Ysbeta—. Pero yo debería ir primero,
porque...
—Yo tengo la mayor experiencia —dijo Ianthe—. Yo sé más. Pero
Beatrice tiene que hacer esto inmediatamente después, una vez que haya
pasado por los riesgos. Luego evaluaremos la dificultad y determinaremos
cuánta preparación adicional necesitas.
—Pero yo soy la que más lo necesita.
—Tu matrimonio está en negociaciones. El de Beatrice es mañana. Ella
lo necesita más.
Ysbeta dejó escapar un suspiro racheado.
—Si tan solo escucharas, está bien. Muy bien. Cumpliremos con tu
plan.
Entraron en el camino de entrada circular de Lavan House. Un
enjambre de mozos se hizo cargo de la cabina del caballo, llevándose el
maltratado sombrero y la chaqueta de Ianthe que usaba en su disfraz.
—George. Lleva a Clara adentro y haz que el Chef le prepare una
comida. ¿Sigue comiendo el personal?
—Creo que ya han comenzado, señor.
—Bueno. Diles que es la doncella de la señorita Beatrice y que necesita
comida y refresco.
—Oh, señor —dijo Clara—. Gracias.
—Ahora irás a donde va Beatrice. —Entró en la casa y llamó al
mayordomo—. ¡Charles! Necesito un abogado que no esté en deuda con mis
padres. Estoy a punto de destruir un contrato matrimonial. Ve a la catedral
de Meryton y consígueme un hombre que disfrute haciendo justicia.
Charles hizo una reverencia y se movió para obedecer a Ianthe. Ianthe
abrió el camino hacia la parte trasera de la casa.
—¿Ya comió? —preguntó Ianthe—. Es importante comer antes de la
experiencia. En la sala capitular, el iniciado es honrado con un festín antes
de entrar en la cámara ritual.
—¿Qué pasa en el ritual? —Beatrice tomó asiento en una silla de hierro
pintado y se sirvió. Puntas de tostado. Huevos de pato. Salchicha de oca.
Tomates frescos: ese era el trabajo de su horticultor, cuando no cultivaba
orquídeas.
Beatrice se comió la salchicha de oca, que Nadi disfrutó ruidosamente.
Ianthe se sentó entre Ysbeta y Beatrice y tomó un tostado.
—No recibes instrucciones hasta que ingresas a la cámara ritual y no
puedes decirle a nadie lo que sucedió si lo logras.
—Pero si Beatrice no tiene éxito...
Beatrice puso una mano sobre el ansioso estruendo en su cintura.
—¿Qué hará si el espíritu mayor me posee?
—Es muy raro —dijo Ianthe—. Pero morirá.
—Pero el espíritu le matará para sacarle de su camino —dijo
Beatrice—. Quizás no debería estar allí cuando lo haga.
—Debo estar allí —dijo Ianthe.
—Pero no quiero que lo haga, si fallo y el espíritu le lastima, eso es más
de lo que puedo soportar.
Ianthe se mordió el labio.
—Tengo una espada espiritual. Todos hacen un escándalo por la
espada rosa, pero es un palo brillante. El verdadero poder está en la daga.
—¿Cómo?
—Está elaborado con el mismo material y técnica que los collares de
protección. La vaina protege sus efectos.
—Así que los espíritus lo detestan —dijo Beatrice—. Les duele.
—Sí. La hundo en su cuerpo hasta la empuñadura, y trastorna tanto el
cuerpo que el espíritu huye, y luego muere.
Ysbeta y Beatrice se echaron hacia atrás en sus sillas. Beatrice dejó
escapar un suspiro tembloroso.
—Así que si fallo, tendrá que matarme.
—Sí.
—¿Y está dispuesto a hacerlo?
—Debo hacerlo —dijo Ianthe—. Nadie enfrenta esta experiencia sin
alguien que haga lo que sea necesario. Es mi deber con los misterios. Es mi
deber con usted, como mi amada. ¿Se enfrentará a la muerte para ganar
esto?
—Sí.
Él la conocía. Sabía que su destino con un collar de protección era peor
que la muerte. Peor que morir. Él la conocía lo suficiente y la amaba lo
suficiente como para estar a su lado mientras lo enfrentaba.
—Skyborn. Nunca pensé que alguien declarando que hundiría un
cuchillo en el corazón de su amada sería romántico, pero ustedes dos
parecen capaces de cualquier cosa —dijo Ysbeta.
Beatrice sonrió.
—Quizás es hora de que miremos ese grimorio.
—Claro. Una copia de Para convocar a un espíritu superior y proponer
el pacto del gran trato, sale de inmediato.
Ysbeta dejó la mesa y entró en la casa. Beatrice cogió un tomate
diminuto de un rojo vivo y lo mordió. Delicioso, lleno del sabor de madurar
lentamente en una vid al sol.
—¿Beatrice?
—¿Sí, Nadi?
—¿Qué me pasa?
Todos los grimorios habían guardado silencio sobre esto. Instruían a
una hechicera para que ordenara, conjurara, encargara a un espíritu con
una tarea. Pero Ianthe había hablado de un espíritu compañero, de convocar
al mismo espíritu muchas veces. Eso era lo que hacían en la sala capitular.
¿Por qué? ¿No ellos...?
—Ianthe —dijo Beatrice—. Nadi ha vuelto.
—Así que está ahí aunque no lo llame —dijo Ianthe—. Eso es
excelente. Esa es la señal de que está lista.
—¿Eso es lo que es?
—En efecto. Mi propio patrocinador me dijo que estaba listo para
arriesgarme a la experiencia de los magos y convertirme en un iniciado del
gran misterio, después de casarme.
—¿Pero por qué llamar al mismo espíritu una y otra vez? ¿Por qué
conocerlo? ¿Por qué cultivar su lealtad hacia ti solo para...?
—Para demostrar que es capaz de tales cosas antes de intentarlo con el
espíritu superior. Es una demostración de su habilidad... Oh. Nadi ha vuelto
y tiene que despedirse.
—Pero Nadi es tu amigo. ¡Necesitas a Nadi! Nadi te necesita.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Amaba el espíritu, lleno de travesuras
y opiniones. ¿La amaría un espíritu mayor? ¿Querrían tomar su cuerpo solo
para ver, sentir? ¿O tenía que convertirse en la maga al mando, encerrada
en un trato adversario con un espíritu totalmente capaz de destruirla si así
lo deseaba?
La magia negociaba por las cosas que no estabas dispuesto a dar. No
era justo. Nadi regresaría al plano etéreo, la nada sin fin por la que se
desplazaban los espíritus. Hasta que otro mago llamara a Nadi. Otro mago
llamaría a Nadi. Quizás su amigo la recordaría.
—Nadi, ¿quién te llamó antes que yo?
—Fue hace tanto tiempo —dijo Nadi—. Yo no era nada. Conocí a una
hechicera, hace mucho tiempo, hasta que su luz se apagó y yo me convertí en
un recuerdo, solo en la oscuridad. Entonces escuché mi nombre, y ahí estaba.
Me convertí. Y eras tan brillante, tan viva…
—Y cuando estés de vuelta en el plano etéreo, ¿vas a...?
—No quiero volver. Está lleno de nada. Tampoco me hace nada. Pero
puedo verte. Te veré hasta que la nada se lo lleve todo.
Oh, eso era horrible. Horrible. Beatrice apartó su plato y cerró los ojos.
—¿Beatrice?
—Tengo que… odio esto —dijo Beatrice—. Tengo que abandonar a
Nadi, pero… ¿Qué pasa con ellos? Los espíritus, quiero decir —preguntó
Beatrice—. ¿Qué será de ellos?
—No lo sé —dijo Ianthe—. Quizás el ritual en el grimorio lo describe.
—Espero que sí. —Beatrice contempló los jardines formales, el sinuoso
camino tortuoso en el centro: el camino de la acción correcta, el camino
exacto que Llanandari caminaba lentamente al amanecer o al mediodía o al
atardecer o en los brazos de la medianoche cuando tenían una pregunta
espiritual o un dilema en cuanto a las decisiones.
—Lo caminé el día que regresamos —dijo Ianthe—. Le pedí al camino
que me mostrara lo que debería haber hecho y me dijera lo que podía hacer.
—¿Y qué respondió?
—Que la única opción que tenía, la única responsabilidad que tenía,
era honrar su búsqueda de la libertad. Estar a su lado mientras enfrentaba
la muerte. Que es su propia persona y que el amor debe ser libre, de lo
contrario es solo propiedad.
Lo entendía. Comprendía su necesidad, la honraba y...
Beatrice meneó la cabeza.
—Fui una tonta al decirle que no.
—Tenía sus razones —dijo Ianthe—. Pero tal vez no importen tanto.
¿Qué hará después de convertirse en maga?
Beatrice hizo una pausa, pensando.
—No lo sé. Iba a ayudar a Padre y a convertirme en una solterona.
Pero no quiere formar parte de eso. No sé qué podría hacer.
—Podría venir conmigo y con Ysbeta.
—Pero nunca podremos arriesgarnos a tener un niño.
—Lo sé. No importa.
—Pero necesita un hijo —dijo Beatrice—. No puede huir conmigo.
Nunca podré darle una familia. Si huimos juntos, tirará todo. Le expulsarán
de la sala capitular, estará alejado de sus padres…
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué está haciendo esto? Dará toda su vida.
—No es más que lo que se les pide a ustedes y a todas las mujeres con
el poder. He pensado en ello. El matrimonio es un sacrificio. Pero es la
hechicera la que lo deja todo.
Beatrice tembló.
—Dejará todo por mí.
—La amo. Y si tengo que elegir entre usted, plenamente dentro de su
destino, o un hijo para continuar las tradiciones que dependen de
mantenerla disminuida, la elijo a usted.
Ianthe tomó sus manos entre las suyas.
—Quiero estar con usted. Más que eso. Quiero estar a su lado mientras
reclama lo que debería ser su derecho. Esto es lo que no entendí hasta que
fue casi demasiado tarde. ¿Puede casarse conmigo ahora? ¿Podría?
El calor creció dentro de ella, corriendo por todas sus extremidades.
Ella nunca se lo había imaginado. El camino estaba despejado y apretó la
mano de Ianthe mientras entraba en el primer momento de su nueva vida.
—Sí. Sí, puedo. Sí, lo haré.
Permanecieron así, con las manos juntas y sonriéndose el uno al otro,
el momento más grande que cualquier palabra que intentara enjaularlo.
—Rebeldes y radicales, juntos. ¿E Ysbeta también? Ella sigue hablando
de su plan, pero no dice nada sobre lo que es.
—Quiere viajar por el mundo y registrar toda la magia utilizada fuera
de la sala capitular —dijo Beatrice—. Podríamos ir con ella. Podría ser una
buena vida.
—Todavía puedo invertir una suma con su padre y ofrecerle una buena
parte de las ganancias. Su familia no necesita derrumbarse por esto. Y
cuando todos seamos magos...
—¿Ysbeta desea usar el hechizo hoy?
—Todavía no —dijo Ianthe—. Ella no está lista todavía, pero entre los
dos, creo que podemos prepararla para el próximo año. Lo importante es
alejarla de Chasland y alejarla del alcance de Madre. Sé que quiere el poder,
pero la distancia es más importante.
—¿En dónde está Ysbeta? —preguntó Beatrice—. Seguramente Lavan
House no es tan grande como para tener que viajar unos metros entre su
habitación y volver.
—Ya debería estar aquí —dijo Ianthe—. Tal vez no sabía qué libro
usar.
—No, ella lo nombró exactamente. Para convocar a un espíritu
superior, espera —dijo Beatrice, con la sangre helada—. Nunca le dije el
nombre del hechizo. ¿Cómo supo eso? Oh, no.
—¿Qué pasa?
—¿Ha notado si Ysbeta ha tomado libros de rompecabezas?
—Ha estado hasta los ojos en ellos. Cada minuto libre, descifra
códigos... ¿Qué es?
Beatrice se puso de pie de un salto.
—Ha descubierto cómo resolver el código del grimorio.
—¿Qué es eso?
—Así es como las mujeres aprenden magia superior —dijo Beatrice—.
Se lo explicaré más tarde. Tenemos que encontrarla antes de que se meta en
problemas.
Ianthe empujó su silla hacia atrás con un chirrido.
—¿Cree que ella llevó el libro a...?
—¿Hacer el hechizo primero? Sí —dijo Beatrice—. Ella estaba tratando
de decirnos por qué tenía que ir primero, y no la escuchamos.
La boca de Ianthe se volvió consternada.
—Pero le dije que no estaba lista.
—¿Su hermana le agradece por su excelente consejo y hace
exactamente lo que dice cuando le dice cómo debe hacer las cosas?
La boca de Ianthe estaba sombría.
—No. ¡Skyborn! Tenemos que encontrarla.
—Sé a dónde fue —dijo Beatrice.
—Al santuario —estuvo de acuerdo Ianthe—. Vamos.
***
Beatrice se subió las faldas hasta las rodillas, se quitó los delicados
zapatos de tacón y corrió por el camino de guijarros del jardín ornamental
en medias. Las zancadas largas de Ianthe superaba las de ella, sus talones
levantaron guijarros mientras corría hacia el santuario. Beatrice siguió
adelante, sus pies escocían con cada paso. Se le rompieron las medias, se le
deshilacharon hasta los dedos de los pies, y aun así corrió, ignorando el dolor
y los jadeos aturdidos que luchaban contra su corsé.
Nadi se vertió en sus extremidades, haciéndola correr más rápido de lo
que podría hacerlo sola. Se rompió un hilo y el pie de la media se agitó
alrededor de su tobillo. Pasó junto al sombrero de tres picos de Ianthe, caído
en el camino. Él todavía estaba por delante, pero ella iba ganando gracias a
la ayuda de Nadi.
El santuario apareció a la vista, y desde él, el débil sonido vacilante de
un grito surgió de sus profundidades. Beatrice encontró más fuerza, más
velocidad, y subió las escaleras cubiertas de musgo hasta el edificio redondo
con cúpula de dos en dos, y se agarró a la puerta para evitar meterse en la
escena antes de siquiera verla.
Pero la vista era terrible. Ysbeta luchaba de rodillas, tratando de hacer
las señales del muro de luz y la señal del destierro. Ianthe, rodeando la
suave luz brillante del círculo que Ysbeta había lanzado para unir los
mundos etéreo y material, gritando en Mizunh: ¡Ka! Genmas In Ka!
No hizo nada. El espíritu se elevó más alto en el aire, mucho más
grande que Nadi, su luz negra más profunda y poderosa.
Ianthe gritó de nuevo, como si Ysbeta no pudiera oírlo.
—Échalo —gritó—. ¡Haz un escudo de oro de tu voluntad y échalo!
La voz de Ysbeta se quebró en un sollozo aterrorizado. A su alrededor,
la centelleante anti-luz de un espíritu, la manifestación más grande de este
tipo que Beatrice había visto jamás, se enroscó alrededor de Ysbeta e intentó
deslizarse bajo sus defensas debilitadas por el miedo y sin entrenamiento.
—¡Te lo ordeno, Hilviathras, Gran Espíritu de Conocimiento! ¡Te
destierro, Hilviathras, Gran Espíritu de Conocimiento! Yo…
Las palabras de Ysbeta fueron amortiguadas cuando el espíritu
envolvió su boca. Ianthe, con las lágrimas obstruyendo su voz, todavía
llamaba a su hermana.
—¡Mantén los sellos! ¡Lanza el escudo con todas tus fuerzas! ¡Échalo!
Pero Ysbeta se estaba hundiendo, y la boca abierta de Ianthe se abrió
de par en par por el dolor y la desesperación. Sollozando, buscó a tientas en
la vaina de su cadera y sacó su daga. La hoja plateada brilló ante los ojos de
Beatrice, y el sabor del hierro crudo llenó su boca. Colocó el mango en su
mano derecha y dio un paso hacia el círculo.
—¡No! —gritó Nadi—. ¡Beatrice!
Pero Beatrice ya se estaba moviendo. Corrió a toda velocidad, su piel
temblaba mientras cruzaba la línea que separaba el espacio mundano y el
medio, el círculo vacilaba ante su vista cuando su intrusión rompió su
integridad. Nadi se hinchó a su alrededor como un par de alas enormes,
hechas de luz, llenándola de poder.
Extendió las manos y golpeó a Ysbeta en el pecho, justo donde Ianthe le
había plantado la mano la noche de la fiesta de cartas. Su poder flexionó sus
dedos mientras se hundía bajo la piel de Ysbeta y se enroscaba alrededor de
la forma que se retorcía y enfurecía del espíritu que intentaba tomar su
carne.
—Hilviathras, Gran Espíritu de Conocimiento —dijo Beatrice, y su voz
tenía un coro, mientras ella y Nadi hablaban como uno—. Te ordeno.
Abandona este cuerpo y enfréntate a mí.
El espíritu se estremeció. Se deslizó sobre el cuerpo de Ysbeta,
convirtiéndose en un pilar de sí mismo, subiendo y subiendo hasta que
Beatrice casi gimió ante su tamaño. Por su poder, que superaba al suyo.
—Soy Hilviathras —dijo—. Presumes de darme órdenes, tú, ¿que no
eres nada? Eres una mancha.
Se cernía sobre Beatrice, enorme y consumía luz.
—Pero eres una mancha mejor que esta. Más refinada. Mejor
entrenada. Serás menos frustrante de usar.
—No —dijo Nadi—. No tendrás a mi Beatrice. ¡No lo harás!
Nadi se recobró, haciéndose más grande, pero todavía pequeño contra
el espíritu mayor. Enroscó magia en su interior y se la lanzó al espíritu, que
se estremeció, una, dos veces.
Una vez para Nadi, que mordió un trozo de la forma de Hilviathras.
Dos veces para Ianthe, quien plantó su mano contra la espalda de Ysbeta, su
propio espíritu saliendo de su cuerpo para desafiar al espíritu de
conocimiento.
Se giró, su forma de cara a Ianthe, quien lo miró y enseñó los dientes.
—Hilviathras, Gran Espíritu de Conocimiento —dijo Ianthe, y su
propia voz transmitía esa misma armonía inquietante—. No obtendrás a
ninguna de estas mujeres, mientras yo respire.
—Hazlo a tu manera —dijo Hilviathras, y atacó.
XXI
Ianthe jadeó y se apretó el pecho. El espíritu mayor golpeó una vez
más, derribando a Ianthe al suelo. La daga rosa golpeó el suelo de piedra,
enviando chispas mientras aterrizaba en la línea del círculo de invocación,
su poder interrumpió el lanzamiento.
La luz del círculo se apagó, pero no importó. Hilviathras estaba atado
al material y era demasiado poderoso. Demasiado potente. Sostuvo a Ysbeta
en sus manos y extendió un zarcillo de sí mismo hacia Nadi, desviando el
poder del espíritu.
Nadi y el espíritu de Ianthe, Fandari, atacaron al unísono, arrancando
pedazos de la forma del espíritu y absorbiendo el poder. Hilviathras ignoró a
Fandari y respondió con un mordisco rechinante, y Nadi soltó un grito.
Beatrice gritó de dolor y luego la sensación de debilidad y vacío de que le
arrancaran algo.
—Eres más débil. Disminuirás primero, pequeño espíritu de suerte. Y
luego el otro. Y luego tomaré el caparazón del hombre como mío —dijo
Hilviathras, su voz retumbando dentro del cráneo de Beatrice—. O puedes
rendirte a mí, pequeña bruja, y los perdonaré a los dos.
—Te destruirán —dijo Beatrice. Torció sus dedos en signo tras signo,
golpeando su voluntad contra Hilviathras, pero apenas dejó una
abolladura—. Nunca te permitirán andar libre en mi carne. Nunca.
—Beatrice —dijo Nadi—. No tengo suficiente. No puedo hacerlo solo.
El conocimiento la sacudió hasta los huesos. Nadi no era suficiente.
Fandari probablemente tampoco. Iban a perder. Hilviathras tomaría el
cuerpo de Ianthe como un traje y causaría estragos hasta que fuera
capturado. Destruido. ¿Y ella? Ella ya estaría muerta.
Beatrice vio la daga rosa en el suelo. Ella podía hacer lo que fuera
necesario. Podía ser tan fuerte por Ianthe como él por ella. No podía hacer
menos.
—Nadi. Voy por el cuchillo. Cuando diga ahora, corre. Corre,
¿entiendes?
—No me refiero a eso —dijo Nadi—. Todavía podemos luchar.
—¿Cómo? No eres suficiente.
—Somos suficiente —dijo Nadi—. Todos nosotros. Juntos.
Hilviathras se enredó alrededor de Ianthe, quien luchó por lanzar algo,
cualquier cosa para ahuyentarlo. Estaba distraído. Podrían tenderle una
emboscada si actuaban juntos.
—¿Qué hacemos?
—Déjame entrar.
—Pero ya estás dentro de mí.
—Estoy dentro de tu cuerpo. Déjame entrar en tu alma.
¿Cómo se suponía que iba a hacer eso? Buscó algo dentro de sí misma,
algo con forma de alma, pero solo se encontró a ella y a Nadi bajo su piel.
Más cerca de ella de lo que nadie ni nada había estado jamás. ¿Cómo
podrían acercarse aún más?
—¡Ianthe! —gritó—. ¡Confía en Fandari! ¡Déjalo entrar!
—Tienes todo el poder que necesito —dijo Nadi. Ahora era más
pequeño, pero luchaba por distraer a Hilviathras de excavar más
profundamente en el cuerpo de Ianthe. Ianthe había perdido todas sus
palabras por gritos aterrorizados cuando el espíritu se abrió camino dentro
de su carne.
Si no encontraba el camino hacia su alma, Ianthe se habría ido. Ella no
podía permitir eso. Tenía que dejar entrar a Nadi. ¡Tenía que hacerlo!
Desesperadamente, trató de empujar a Nadi dentro de su corazón. Ahí
era donde habitaba el alma, ¿no?
—Así no.
—¿Cómo? —gritó.
—Déjame. Déjame ir. Déjame.
Ysbeta, gimiendo, se acercó al cuchillo. ¿Qué iba a hacer con él?
Extendió una mano, esforzándose en agarrar una hoja a apenas unos
centímetros de la punta de sus dedos. ¿Qué pensaba hacer con eso? ¿Qué
pensaba hacer ella?
—Date prisa —dijo Nadi—. Tú tienes la llave. Conoces el camino.
Déjame entrar.
Beatrice gritó de frustración. ¡No sabía cómo! ¡No sabía qué hacer!
Estiró la mano hacia el pilar de luz oscura que era la forma de Nadi, la
forma en que extendía la mano para que Nadi se deslizara dentro de su
carne. Pero necesitaba profundizar más. Tenía que dejarlo entrar.
Tenía que dejar entrar a Nadi. Todo lo que tenía que hacer era abrir el
camino.
Ella respiró. Profundo. Lento. Llenando sus estancias con luz, con
poder, profundamente en lo más profundo de sí misma. Imaginaba una flor
abriéndose al sol, desplegando cada pétalo. Se centró, no en su centro, sino
en los bordes de sí misma.
Ysbeta golpeó el mango con los dedos y la daga giró, presentándose con
la punta primero.
Ianthe había dejado de gritar. Dejó de pelear. Rendido, no a
Hilviathras.
A Fandari.
Beatrice exhaló, dejó en blanco su mente, se elevó por encima de la
lucha. Se entrelazó con Nadi, tocó su alma, se abrió al espíritu como una
mano extendida.
Nadi se apresuró a entrar.
—Debes dejarlo ir. Déjalo ir. Permíteme. Tengo suficiente. Confía.
Las yemas de los dedos de Beatrice se enfriaron. Sus pies doloridos y
magullados se enfriaron. Su poder, su vida, fluyó de ella hacia Nadi, quien
se hinchó a gran altura, la luz de las estrellas de color blanco violeta del
poder de Beatrice brillando entre el destello negro del poder de Nadi.
—¡Ianthe! —gritó Beatrice—. Tenemos que trabajar juntos.
Ianthe levantó su mano.
—Juntos —gritó—. Ysbeta, vuelve.
—No. —Ysbeta gateó hacia adelante y agarró la hoja. La sangre goteó
mientras lo acercaba. Su palma se tiñó de rojo cuando encontró su agarre en
el mango—. Juntos.
Dentro de ella, Nadi reunió su poder con tanta fuerza que sus brazos y
piernas temblaron, debilitándose. Tenían una oportunidad. Solo una.
—¡A la de tres! —gritó Beatrice—. Uno, dos…
Ysbeta se puso de pie de un salto, empujando la daga rosa por encima
de su cabeza. Una luz dorada salió disparada desde la punta de la espada
espiritual, perforando a Hilviathras. Ianthe se puso de rodillas, Fandari era
una columna oscura y brillante llena de su poder. Juntos, Nadi y Fandari
atacaron.
Saltaron sobre Hilviathras. Desgarraron su forma, mordieron,
succionaron, festejaron, sus formas más grandes, más oscuras y más
poderosas con el vínculo. Beatrice observó con ojos aturdidos cómo Nadi se
atiborraba del espíritu que luchaba y gritaba, que ya no era enorme ni
abrumador.
El espíritu retrocedió. Gritó, el sonido como un arco tirado con fuerza a
través de las cuerdas de un violón, un chillido como una voz humana.
Nadi y Fandari se alimentaron y se hicieron fuertes. Ianthe se lanzó
hacia adelante, aterrizando sobre sus manos. Ysbeta se abalanzó y apuñaló
la forma del espíritu mayor, ahora más pequeño, hecho jirones, debilitado.
La visión de Beatrice se volvió gris. Ella luchó por aguantar, mareada y
con náuseas cuando Nadi dejó de consumir a Hilviathras.
Enorme ahora, si no tan grande como había sido Hilviathras. Potente,
lleno de las energías de su enemigo y de la propia Beatrice, drenada de ella
para prestar su fuerza espiritual.
—¿Nadi? —preguntó Beatrice—. Está oscureciendo.
Oscuro y distante. Beatrice estaba fría, helada y medio fuera de su
cuerpo, observando cómo la luz se desvanecía a su alrededor. Se sentía como
la última oleada gris que llegó justo antes de desmayarse, pero nunca cayó
del todo. Mantuvo los ojos abiertos, luchando contra la oscuridad.
—¿Nadi?
—Estoy aquí. —Nadi tocó su frente y la fuerza volvió a filtrarse en su
carne. Su voz era diferente. Más resonante, menos infantil—. Me has dado
las mejores frutas, el vino más dulce, queso fino añejado en la más oscura de
las cuevas. Me has regalado pastel, baile y luz de las estrellas, y el primer
beso del hombre que amas.
Ysbeta dejó caer el cuchillo y alcanzó los patéticos restos de
Hilviathras. Ianthe levantó la cabeza y alcanzó a Fandari. Beatrice extendió
la mano en eco.
—Nos salvaste.
—Cuando tuve sed, me diste de beber. Cuando anhelaba, alimentaste
mi espíritu. Me diste luz del sol, oleaje y arena entre los dedos de los pies. Me
diste amistad y sueños. Has mantenido la fe en mí y me has hecho crecer
fuerte, y ahora somos uno para siempre.
La forma de Nadi se entrelazó alrededor de la mano de Beatrice. El
poder llenó sus sentidos, la llenó de una euforia que la asombró.
—¿Qué pasó?
—El gran trato está completo. Tú eres mi aliada y yo soy tuyo. Soy
Nadidamarus, Gran Espíritu de la Fortuna, y siempre estaré a tu lado.
—Nadidamarus —dijo Beatrice—. Sigues… ¿Sigues siendo Nadi? ¿Te
acuerdas?
—Lo recuerdo, Beatrice Amara Clayborn. Sigo siendo tu amigo Nadi,
aunque soy más. Y ganaremos y ganaremos y ganaremos.
Beatrice se rio. Ella saltó sobre sus pies. Ianthe resplandecía de júbilo,
alegría y poder sin límites.
—Lo hicimos —dijo Ianthe—. Somos magos.
Ysbeta soltó un grito de angustia y Beatrice estaba a su lado en un
santiamén.
—Ayúdame —dijo Ysbeta—. Se está desvaneciendo, tengo que salvarlo.
—Ese espíritu casi nos mata —dijo Ianthe.
—Me lo está suplicando —gritó Ysbeta—. Duele. Siento que duele.
Ayúdame a salvarlo.
—Tiene que dejarlo entrar —dijo Beatrice.
Ianthe jadeó.
—¡No lo hagas!
—Ella necesita ese espíritu —dijo Beatrice—. Necesita convertirse en
maga. Su vida depende de ello.
—No solo eso —dijo Ysbeta—. Tengo que hacerlo. Tengo que obtener la
respuesta...
—Déjelo entrar en su cuerpo, como dejaste entrar a Elamin.
La cosa harapienta, iluminada de negro se filtró bajo la piel de Ysbeta,
prestando su débil luz oscura de las estrellas a su propia aura.
—Bien —dijo Beatrice—. Ahora tiene que confiar en él.
—No puedes hacerlo —dijo Ianthe—. Intentó destruirte.
—Debo hacerlo —dijo Ysbeta—. Necesitas esto tanto como yo. Ahora
déjame hacerlo.
—Confíe en él —dijo Beatrice—. Ábrase a él. Deje que tenga su centro.
Es una flor. Él es el sol. Confíe en él.
Se quedaron callados. Ysbeta frunció el ceño en concentración.
—No intente forzarlo —dijo Beatrice—. Solo déjelo…
—Extraña a Jonathan —dijo Ysbeta—. Jonathan fue su mago hasta
que murió y lo dejó en paz. Luego fue convocado, ordenado, domado,
obligado a obedecer...
—Usted será su amiga —dijo Beatrice—. Será su maga. Prométaselo.
Ianthe guardó silencio, sus labios finos y luego habló:
—Puedes dejarlo ir.
—No. Hilviathras es la clave. Si no lo tenemos, si perece por lo que
hicimos… Hilviathras. Tengo un misterio —dijo Ysbeta—. Un rompecabezas
que quizás nunca se haya resuelto. Conocimiento que tal vez nunca se haya
encontrado. Puedes ayudarme a encontrarlo. Puedes ayudarme a
encontrarlos todos. Únete a mí y viajaremos por el mundo.
Ysbeta cerró los ojos. Beatrice se quedó callada. No podía atar a
Hilviathras por ella. Ysbeta tenía que hacer esto. Esperó, y juntos, ella y
Nadidamarus aprovecharon la oportunidad de favorecer el trato de Ysbeta.
Ysbeta dejó escapar un profundo suspiro.
—Lo haremos —dijo—. Encontraremos misterios para siempre.
La paz se apoderó de su rostro.
—Ahí está. Ahora es mío.
—¿Esta es la mejor idea? —preguntó Ianthe—. Trató de matarte.
—Cometí un error —dijo Ysbeta—. Nosotros aprenderemos. Juntos. Y
ahora Lord Powles nunca me pedirá que me case con él. Está hecho. Soy
libre.
—Ella lo dejó entrar —dijo Nadidamarus—. Ahora ella es una maga,
incluso si su espíritu de vínculo es débil. Está hecho.
Estaba hecho. Y mientras se levantaban y trataban de desempolvar sus
ropas, Beatrice miró a Ianthe, comprendiendo por fin lo que había
sacrificado.
—Lo dio todo por mí —dijo—. Me trajo aquí para que pudiera ser libre.
Aunque eso significaba que nunca podría casarme con usted.
—La amo —dijo Ianthe—. Y eso significaba que no podía dejarla con
una vida de miseria.
—Oh, Skyborn. Esperen, antes de que terminen sus despedidas —dijo
Ysbeta—. Ciertamente no lo olvidarán. No tienen que mantenerse
separados.
Beatrice parpadeó.
—Pero somos magos. Nunca podremos estar juntos.
—Yo también soy una maga. Pero a diferencia de usted, la jugadora
empedernida, y a diferencia de Ianthe, que eligió la fuerza bruta antes que
la sutileza del ingenio, yo me uní a un espíritu de conocimiento.
Ianthe ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
Ysbeta sonrió, lo suficientemente ancho como para mostrar sus dientes
inferiores torcidos.
—Saqué el nombre del espíritu cuando llamé por primera vez a
Beatrice. Lo leyó en voz alta de un grimorio que tenía en mi poder y me
pareció de lo más valioso. Más tarde, consideré que ese espíritu podría
ayudarlos en su situación, pero yo tenía que ir primero. Por si acaso
importaba.
—Podrías haber dicho eso. —Ianthe se inclinó y recuperó su daga
rosa—. Casi mueres. Eres tan terca…
—Traté de explicarlo, pero no me escuchaste. Hice lo que tenía que
hacer —dijo Ysbeta—. Y cuando Hilviathras estuvo a poco de disolverse,
demasiado drenado para reconstituirse, le di lo que necesitaba para luchar
por la vida.
—¿Y ese fue el vínculo de tu alma? —preguntó Ianthe.
—No. Fue el misterio. Le pedí a Hilviathras que me ayudara a resolver
el misterio.
—¿Qué misterio? —Beatrice se quitó la media arruinada, apretándola
para guardarla en el bolsillo—. ¿Cuál es el misterio?
—Le pregunté cómo una hechicera podría proteger a su hijo por nacer
de la posesión —dijo Ysbeta.
—¿Lo sabía? —preguntó Ianthe—. Ysy. ¿Sabe cómo hacer esto?
—Recuerda una nación de mujeres desnudas, perdidas por la leyenda y
el tiempo. Sabían cómo proteger a sus hijos. Y obtendré esa respuesta. —
Ysbeta sonrió y señaló a Ianthe—. Dijo que tu sacrificio era la clave, pero no
sé más. Tenemos que encontrar los detalles nosotros mismos. ¿Estás
dispuesto a sacrificarte por tu familia?
—Sí —dijo Ianthe—. Sí. Absolutamente. Tantas veces como quieras.
Tengamos hijos, Beatrice. Tengamos diez hijos.
—Empecemos con uno —dijo Beatrice, pero se rio, abriendo los brazos
para Ianthe—. Podemos casarnos.
Él se rio y la levantó por la cintura, haciéndolos girar a ambos con
deleite.
—Nos vamos a casar.
—¿Cómo?
—Nos apresuramos a llegar a Meryton —dijo Ysbeta—. Necesitamos
subirnos al Pelican. Ahora.
***
Meryton pasó a toda velocidad como un borrón. Ianthe condujo el coche,
demostrando su habilidad para gritar a los retrasos en el tráfico en
Chasand, Llanandari, Sanchan, Valserran y Makilan. Ysbeta luchó contra la
risa ante algunas de las bromas particularmente obscenas en Sanchan. Se
tambalearon, se detuvieron y se arrastraron por calles llenas de carros,
coches y personas que llevaban cargas a sus espaldas, moviendo mercancías
entre el vendedor y el comprador. Era ruidoso y apestaba a comida cocinada,
caballos y restos en descomposición. Cuando el viento cambió y se llevó los
olores con el olor a sal y mar del océano, Beatrice respiró con más libertad.
Ianthe detuvo a los caballos.
—Ysy, eres Kalinda Damind. Eres la nueva gerente de asuntos de
Ysbeta Lavan y has venido a inspeccionar el Pelican e informar sobre su
estado a tu empleadora.
Ysbeta vestía demasiado bien para hacerse pasar por una trabajadora:
el corte de su traje de andar llevaba el cuello levantado y los puños
abotonados profundos de alta costura, y el volante de su blusa era de encaje
de cincuenta hilos en lugar de un simple adorno. Pero se quitó los guantes
bordados y se los metió en un bolsillo.
—¿Cómo explicamos a Beatrice?
Beatrice le dio unas palmaditas en el pelo, ahora liberado de las
horquillas y alisado en una simple trenza.
—No tengo medias.
—Nadie estará mirando sus pies.
—Otra mujer lo notará en un instante —dijo Beatrice.
—No es probable que nos encontremos con otra mujer. Es la secretaria
de la señorita Damind. Paulina Fisher. Hay un tablero de escritura debajo
del asiento. Garabatee cualquier cosa, es solo un accesorio.
Atravesaron un pueblo de almacenes y guardias de carga, frunciendo el
ceño y alerta al ver a una dama y su asistente bien vestidas, conducidos por
las calles por un coche contratado y un conductor caballero. Algunos de ellos
salieron a la calle para desafiarlos. Ianthe lo manejó con palabras rápidas y
educadas y el destello de anillos: uno, los círculos entrelazados de un mago
de la sala capitular, el otro, el sello fuertemente tallado que se usaba para
sellar legalmente documentos en nombre de Lavan International Trade &
Exploration. A veces era difícil saber qué marca dejaba más impacto.
Cruzaron una calle que parecía entrar en otro país. Los almacenes,
limpios y blancos, reforzados por vigas resistentes, alineaban calles rectas.
Los trabajadores, empleados y guardias de almacén Llanandari se movían
con determinación, y muchos de ellos echaron un vistazo a Ysbeta y se
inclinaron, quitándose el sombrero.
—Casi llegamos —dijo Ysbeta, mientras el olor del agua de mar y un
almacén del que flotaba el rico aroma del cuero curtido abrumaba los olores
del caballo y la humanidad.
—¿Qué almacén alquila su familia? —preguntó Beatrice, e Ysbeta
sonrió, agitando el brazo para observar los alrededores.
—Estos son los depósitos de mercancías despachadas. Lo mantenemos
perfectamente organizados.
Beatrice miró a su alrededor de nuevo, asimilando la vista.
—¿Quiere decir que estos edificios son todos suyos?
—Beatrice, querida, me voy a divertir mucho viéndola contemplar el
alcance de Lavan International —dijo Ysbeta—. Ahora espere…
Ysbeta levantó una mano, esperando a que Ianthe cruzara otra calle y
se detuviera en una puerta vigilada. Los asistentes corrieron para dejarlos
pasar, y Ysbeta dejó caer la mano.
—Bienvenidos a Llanandras —dijo—. Técnicamente está en suelo
extranjero. Legalmente, su padre no tiene derecho a extraditarla de nuestro
país. Tiene asilo.
Beatrice se arrodilló en el suelo del carruaje para recuperar el tablero
de madera para escribir que contenía un fajo de papel, un bolígrafo de metal
caro y un tintero portátil.
—¿Qué?
—Aquí está a salvo —explicó Ysbeta—. Incluso si la encuentran,
mientras esté en este lado de la puerta, no pueden tocarla. Si tomamos un
barco y navegamos tres millas, está en aguas comunes, viviendo bajo el
dominio del mar. Puede casarse ahí fuera y nadie puede hacer nada.
Libre. Segura. Y después de un viaje muy corto, se casaría. Pero no era
suficiente. Era solo su seguridad.
—Pero… importa más si usted está a salvo aquí —dijo Beatrice—. Sus
padres pueden tocarla aquí, y cuando lo hagan, la llevarán de regreso con
Lord Powles.
Ysbeta frunció los labios y asintió.
—Por eso Ianthe tenía tanta prisa por llegar aquí. Yo tengo que buscar
mi propia seguridad legal.
—¿Cómo lo hará?
—No pueden sacarme de mi propio barco —dijo Ysbeta—. Incluso
puedo negarles el permiso para abordarlo. Cuanto antes esté en el Pelican,
mejor.
Por supuesto. Ysbeta e Ianthe le habían dicho que Ysbeta era dueña de
un barco, y sabía que el capitán de un barco era el rey en el agua y
disfrutaba del dominio absoluto mientras él, ella, permaneciera en sus
cubiertas.
—Todo lo que tenemos que hacer es abordar, y eso es todo. Felices para
siempre. —Olió el aire—. Alguien está humeando los berberechos.
Entraron en un almacén cuyas ventanas encajonaban los largos rayos
del sol. Un joven se movía entre las vigas de apoyo, cambiando linternas
alimentadas con cera de abeja. Un trabajador se hizo cargo del coche e
Ianthe abrió el camino hacia el muelle. Beatrice se estremecía a cada paso
que daba con los pies magullados. Unos gatos saltaron de sus perchas sobre
las cajas y los siguieron, y vieron a alguien que podría creer que se estaban
muriendo de hambre y necesitaban ser alimentados en este instante. Un
gato atigrado plateado entró en la oficina vacía del cargomaestre como si
fuera su dueño.
—¿Por qué no tienes un gato?
—¿Quieres un gato?
—Son espléndidos —dijo Nadidamarus—. Acaricia ese.
Un hombre de pie junto a un escritorio miró hacia arriba, y cuando
sonrió, la sonrisa vaciló en su rostro. Observó a Ysbeta y Beatrice, con la
boca cerrada. Dejó su bolígrafo de madera y lo rodeó, parándose frente a la
puerta.
—Mis saludos para usted, honorable señor. ¿Cómo puedo servir hoy a
los Lavans?
Ianthe hizo una pausa por un momento.
—Nestor Patan. Esta es la directora de asuntos de Ysbeta Lavan, la
señorita Kalinda Damind. Con ella está su secretaria, Paulina Fisher.
Ysbeta desea que se familiaricen con el funcionamiento del almacén en
Meryton. Las verá hacer negocios aquí a menudo a partir de ahora.
Beatrice inclinó la cabeza y luego escribió ‘Nestor Patan’ en la pizarra.
Ysbeta se mantuvo erguida.
—¿Cuál es su puesto aquí, señor?
—Controlo el inventario —respondió, sin dejar de mirar a Ysbeta y a
Beatrice—. ¿Una mujer gerente? ¿Su honorable padre aprobó esto?
Ysbeta parecía tormentosa, pero se mordió la lengua.
—Ella era la única mujer solicitante. A Ysbeta le agradó —dijo Ianthe.
Nestor volvió a examinarla.
—¿Una solterona, con una cara así? Es una pena. La otra también es
bonita. ¿Por qué no están casadas?
Ysbeta apretó los puños. Beatrice escribió ‘personaje desagradable’ en
su tablero de escritura.
Ianthe inclinó la cabeza.
—Ambas prefirieron hacer uso de su educación.
—Ah, ahí está el problema —dijo el controlador, asintiendo con la
cabeza de acuerdo con su propia declaración—. Bueno, el daño está hecho.
¿Qué querían mirar?
—Específicamente, el Pelican —dijo Ianthe, como si no hubiera
parpadeado ante nada de lo que Nestor había dicho—. La señorita Damind
debe recorrer el barco, inspeccionar sus registros y escuchar las
recomendaciones del capitán en funciones… ah…
—Ranad Beleu —dijo Ysbeta—. La señorita me dijo los nombres de los
oficiales.
—¡Qué buena memoria! —la felicitó Nestor, y la sonrisa de Ysbeta se
extendió por su boca cerrada—. El Pelican está en la segunda litera. Lleva
un cargamento: la señora Lavan ordenó que lo enviaran de inmediato...
¡Mierda! —El tintero del escritorio de Nestor se cayó, derramando tinta por
todos sus papeles—. ¡Todo mi día de trabajo!
Se volvió para limpiar el desorden, e Ianthe se volvió para guiñarle un
ojo a Beatrice.
—Qué mala suerte. Nos veremos en el Pelican. Gracias por sus
indicaciones.
Ianthe cruzó la puerta primero y giró a la izquierda. Desde el interior
se oyó un estruendo y una serie de maldiciones salieron por la puerta con el
olor de una pequeña venganza. Beatrice sonrió. Era dulce.
Ysbeta hizo un sonido de frustración con los dientes.
—¿Madre dio órdenes de cargar mi barco? ¿Para enviarlo a un viaje
comercial con una carga que no había planeado? Lo hizo solo para
asegurarse de que yo no pudiera...
—Shh. Eres Kalinda ahora mismo. Y Kalinda tiene derecho a estar
molesta, pero no furiosa. Llegamos aquí justo a tiempo.
—Lo hicimos —dijo Ysbeta—. Eso es lo que importa. Abordaremos el
Pelican y navegaremos hacia Rhaktuun, donde el Pelican adquirirá arte y
piedras preciosas mientras viajamos a Otahaan...
—¿Qué hay en Otahaan? —preguntó Ianthe—. Aparte de una de las
bibliotecas más antiguas del mundo, oh. Está en un libro. Por supuesto.
—¿Qué hay en un libro? —preguntó Beatrice.
—El medio de mantener a salvo a los no nacidos mientras se
desarrollan dentro de ustedes —dijo Ysbeta—. Hilviathras dijo que la
información es muy antigua. Naturalmente, la antigua biblioteca de la reina
Ishana es el lugar al que quiere ir; solo está a una semana de navegación y
dos semanas por tierra para llegar a la capital. Y luego desde allí...
—Mierda —dijo Ianthe—. Mira abajo. Es el cargomaestre.
Ysbeta giró la cabeza, siguiendo la mirada de Ianthe. Beatrice vio a un
Llanandari de cabello color acero con un abrigo marrón oscuro reconocer a
Ysbeta, y su rostro pasó de la impaciencia contenida a la consternación.
Señaló a los tres y todos los estibadores y marineros miraron hacia arriba
mientras gritaba:
—¡Detengan a esa mujer! ¡Esa es Ysbeta Lavan!
XXII
Ellos corrieron. Ianthe corrió hacia el extremo suroeste del largo
muelle, e Ysbeta gritó cuando sus zapatos con tacones altos se elevaron en el
aire. Beatrice agarró el hombro de Ianthe, dejando que Nadi mantuviera los
pies seguros y firmes mientras corría a toda velocidad para llegar a la
segunda litera. Beatrice vio un barco largo de tres mástiles que se
balanceaba en el agua y su corazón dio un vuelco, porque en lugar de estar
bien amarrado al muelle, estaba anclado, fuera de su alcance sin tener
remos a un lado.
Los marineros de un barco amarrado bajaron por la pasarela y los
persiguieron. Beatrice señaló y el primero tropezó, enredando las piernas del
segundo, y todo el grupo tuvo que detenerse y enderezarse. Ianthe movió
una mano y, a unos metros de distancia, un trabajador portuario cayó al
agua con un grito.
—Ese es el Pelican —dijo Ianthe—. Estamos hundidos.
Ysbeta gritó de frustración y se abrió la parte delantera de la chaqueta.
Los botones bordados volaron por todas partes mientras luchaba por liberar
los hombros de las mangas. Ella arrojó la chaqueta lejos y dio una voltereta
en el aire, aterrizando en aguas negras. Buscó a tientas los cordones de su
falda y dejó que el algodón estampado cayera sobre las tablas de madera
alquitranadas, buscando a tientas el cordón que sujetaba su batán.
—¿Va a nadar? —gritó Beatrice.
—Ianthe tiene que protegerla —dijo Ysbeta—. Yo voy a buscar mi
barco.
El batán se estrelló contra las tablas e Ysbeta metió la mano en los
bolsillos todavía atados a la cintura, sacando un pequeño cuchillo.
—No se preocupe por los cordones. Corra.
Ianthe siguió corriendo, llevando a las mujeres detrás de él en un
carruaje aéreo. Beatrice abrió los cordones y miró hacia arriba cuando
Ianthe se detuvo al final de la litera. Un grupo de marineros avanzó hacia
ellos. Beatrice siseó cuando la hoja golpeó la espalda de Ysbeta y una
mancha roja floreció en su camisón.
—Ella nunca llegará a bordo —dijo el hombre que iba a la cabeza.
Otros marineros aparecieron en el agua en botes de remos, remando
hacia el Pelican.
—Ese barco es mío —dijo Ysbeta—. Mío. Y me quedaré de pie en sus
cubiertas o moriré en el intento.
Se arrancó los tirantes de su cuerpo y giró hacia el borde del muelle,
sumergiéndose en el agua limpia como una cuchilla. La tripulación de un
bote de remos dio un grito y se dirigió hacia ella.
Ianthe señaló. La proa del barco se elevó en el aire, haciendo que la
tripulación cayera al agua.
Ysbeta podía nadar como un pez. Atravesó el agua, un brazo tras otro
en círculos interminables, sus pies pateando y chapoteando, su camisón de
algodón blanco ondeando a su alrededor, pero en la cubierta del Pelican, los
marineros se reunieron en medio del barco para observar su progreso. Un
hombre oscuro con un sombrero de plumas rojas estaba al frente y en el
centro, inmóvil como una estatua mientras Ysbeta nadaba hacia el casco del
Pelican.
Un nuevo bote de remos cruzó el agua. Beatrice y Nadidamarus lo
vieron, y los marineros dejaron caer sus remos para frenar frenéticamente
las goteras que brotaban en el fondo.
Ianthe señaló al único hombre en el muelle con abrigo.
—Cargomaestre. Ayúdela.
—Tenemos órdenes.
—Si se queda mirando cómo se ahoga tratando de ganar su libertad,
sus órdenes no significarán nada —dijo Beatrice.
—Todo lo que serán, serán las personas que vieron a la hija de Kalman
Lavan ahogarse tratando de llegar a su propio barco —agregó Ianthe.
—Indique al capitán en funciones que le tire un cabo —dijo Beatrice—.
Morirá ahí fuera antes de permitir que la capturen. Ella se sumergirá hasta
el fondo y se ahogará antes de dejar que la lleven.
—¿Por qué? —preguntó el cargomaestre—. ¿Qué está pasando por su
mente?
—No tenemos tiempo para decirle eso —dijo Ianthe—. Indíquele al
capitán que la lleve a bordo.
—Por favor —dijo Beatrice.
El cargomaestre observó cómo Ysbeta llamaba a la tripulación, flotando
junto al casco. Observó, su mandíbula temblando mientras sopesaba qué
hacer.
—Voy a recordar esto —dijo Ianthe. Se volvió hacia el agua y señaló.
Ysbeta se levantó del agua, su cabello cuidadosamente peinado ahora
goteaba, su camisón de algodón se pegaba a su piel. Alguien detrás de ellos
lanzó un grito de asombro. Alguien más corrió hacia adelante, extendiendo
la mano para agarrar a Ianthe. Beatrice señaló y Nadi desplegó su poder. El
estibador se dobló el tobillo y cayó con un grito.
Beatrice se movió y bloqueó el cuerpo de Ianthe con el suyo. Enseñó los
dientes a la multitud y el cargomaestre se estremeció cuando una gaviota
soltó las entrañas y le salpicó el sombrero y el abrigo.
—Váyanse antes de que los hechice a cada uno de ustedes —dijo
Beatrice.
Media docena de trabajadores huyeron.
Ianthe gruñó por el esfuerzo. Cerca del Pelican, Ysbeta se elevó por
encima de la barandilla del barco, sobre las cabezas de la asombrada
tripulación. Ianthe jadeó por el esfuerzo cuando la hizo flotar suavemente
para aterrizar en la cubierta del barco que ella poseía, el barco que
gobernaba directamente en el momento en que sus dedos tocaron las tablas.
Se inclinó, tratando de recuperar el aliento.
—Está hecho. No, gracias a usted, señor Caldet, y me aseguraré de
informar a mi padre sobre esto. Dé el permiso para que el Pelican atraque.
Vamos a subir a bordo.
***
El Pelican era un lindo barco, un barco robusto destinado a enviar
carga y mantenerse firme en una pelea. Era un excelente ejemplo del
poderío naval de Llanandras, de la astucia de sus constructores de barcos e
ingenieros, e Ysbeta tenía todo el derecho a sentirse orgullosa.
Beatrice se sentó a la mesa atornillada a la cubierta superior,
disfrutando de una comida de la cocina. Saludó con la mano cuando Ysbeta
apareció desde abajo. Había encontrado calzones, una camisa, un chaleco
elegante y el abrigo rojo oscuro y el sombrero de plumas rojas del ex capitán.
Cruzó la cubierta descalza, al igual que muchos miembros de la tripulación
del Pelican.
—Nunca volveré a usar falda —declaró, levantando una botella de vino
de Kandish por el cuello. Un miembro de la tripulación les trajo copas con
forma de globo para su primer brindis.
—Por la libertad, la felicidad y conseguir todo lo que quiera —declaró
Ysbeta, gritaron hurra y bebieron.
Beatrice respiró, sorprendida por un ramo que la hizo pensar en rosas
florecientes de verano entre ciruelas frescas y maduras, y el primer bocado
inundó su lengua con delicados y relucientes sabores. Bayas y un tanino
suave y redondeado se desplegaron lentamente, insinuando especias y
minerales al final.
—Oh, es maravilloso —dijo Ianthe.
—Tres semanas para la solución, y luego comenzaré mis viajes —dijo
Ysbeta—. ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo? Podrías
administrar el Pelican y expandir la flota.
—Voy a donde va Beatrice —dijo Ianthe—. ¿Beatrice?
Beatrice pensó.
—Iremos a Otahaan con usted. Obtendremos el secreto de proteger a
los niños de las brujas. Pero tenemos que compartirlo. Toda hechicera tiene
que saber cómo proteger a sus hijos sin el collar del matrimonio.
—Así que volverá al mundo. No se lo agradecerán. Espero que se de
cuenta de eso.
—Oh, espero poner el mundo patas arriba —dijo Beatrice—. Pero
piense cuántas mujeres han ocultado su resistencia. Creo que ganaré aliados
más rápido de lo que espera.
—¿Vas a estar de acuerdo con esto, entonces? —Ysbeta apuntó con su
copa de vino a Ianthe, quien asintió.
—Yo lucho contra lo que ella pelea. Demasiados caballeros creen que
las brujas están felices de negar todo su potencial. Debe haber otros
hombres que apoyen la libertad.
—Pero sería tan simple —dijo Ysbeta—. Beatrice, la llamaré a Joseph
Ezra Carrier. Escribe grimorios codificados. Los pondremos en librerías.
—No creo que eso funcione —dijo Ianthe—. Hay que decírselo a los
hombres, no solo a las mujeres.
Ysbeta sirvió más vino.
—He hablado con Hilviathras y confirma que tenemos que ir a
Otahaan para conocer los detalles, pero no sabes cómo reaccionarán los
hombres. Tienen el poder y la mayoría de ellos no aceptará nada que altere
ese poder. Tendrías que convencer a los magos de la sala capitular...
Ysbeta dejó de hablar cuando el ritmo de muchos pasos resonó en el
muelle de madera. Los hombres se dirigieron hacia el barco y el pulso de
Beatrice se aceleró. Su padre y Danton Maisonette caminaban detrás de
Bard Sheldon y los padres de Ianthe e Ysbeta, y juntos se detuvieron ante el
barco.
Padre se movió para pisar la pasarela, pero el señor Lavan lo detuvo
con una mano en su brazo.
—Capitán, le pido permiso para subir al Pelican.
—Permiso denegado —dijo Ysbeta.
—Ysbeta Mirelda Lavan. —Su madre caminó directamente hacia la
tabla, pero el señor Lavan la agarró del codo para evitar que pusiera un
pie—. Dejarás de hacer esta tontería infantil de inmediato.
—Madre, no lo haré —dijo Ysbeta—. Te lo dije. Te dije una docena de
veces que no quería casarme, te lo supliqué y lo único que veías eran
ganancias en lugar de una hija.
—¡Cómo te atreves! ¡Qué impertinencia! Obedecerás a tu madre...
—Y ahora no puedo, Madre. Mi espíritu vinculado es Hilviathras, el
espíritu mayor de conocimiento.
La señora Lavan miró a Ysbeta con la boca abierta y horrorizada.
—¿Qué has hecho?
—Es demasiado tarde —dijo Ysbeta—. Madre, ya es demasiado tarde
para eso. Te dije que no podía. Te lo dije.
La señora Lavan miró fijamente a su hija, sin habla.
—Tú estuviste feliz de estar casada —dijo Ysbeta—. Tú amas a Padre.
Me lo dijiste tantas veces cuando era pequeña que supiste que era amor
desde el principio. Lo tenías todo. Tenías a Padre. Tenías el oficio que
amabas. Y cuando tuvimos la edad suficiente, volviste a la magia. Pero no
me ves. Soy una persona, no un acuerdo comercial.
—Esta unión cosechará mucho...
—¡Mucho para él! —Ysbeta señaló a Ianthe—. ¡Mucho que no
necesitamos! ¡Madre, mírame! Nunca quise lo que querías para mí. Ianthe
está contento con lo que tenemos. No necesitamos más.
—Eres una niña. No sabes lo que quieres.
—Soy solo una niña cuando quiero lo que tú no quieres, Madre. Pero
por favor. Esto es lo que quiero. Quiero ser una maestra maga. Quiero ser
una erudita. No quiero nada más. Por favor…
—No más —dijo la señora Lavan—. He trabajado muy duro. Me he
sacrificado tanto. Y tú... Baja de ahí.
Ysbeta dio un paso atrás.
—No.
Bard se acercó a la pasarela.
—Ysbeta.
La voz de Ysbeta sonaba espesa por las lágrimas no derramadas.
—Señorita Lavan.
Bard se mordió el labio pero asintió ante la corrección.
—Señorita Lavan. ¿Es esto por la ley de Chasland? Sé que hubo un
desacuerdo sobre su propiedad… si nos casáramos en Llanandras, ¿eso la
satisfaría?
—No.
Bard se incorporó un poco más.
—¿Es por nuestras costumbres? Sé que las mujeres Llanandari no
tienen tantos bebés como las mujeres de Chaslander...
—No —dijo Ysbeta, su voz cansada.
—Sé que he sido presuntuoso. No la cortejé como debería haberlo
hecho. Sé que he sido desconsiderado. No la traté con respeto. Asumí que
era mía cuando nunca fue tal cosa. Pero puedo cambiar...
—No, señor Sheldon —dijo Ysbeta—. Podría haber sido el hombre más
guapo, el más romántico, el más considerado del mundo. No importaría.
—¿Entonces qué importa?
—Mi trabajo —dijo Ysbeta—. Deseo registrar la magia que ignora la
sala capitular. Quiero descubrir tradiciones perdidas y encontrar la verdad
de la hechicería y los espíritus. Quiero aprender algo nuevo todos los días y
enseñar a otro algo que podría haberse perdido. Encontraré ciudades
perdidas por la leyenda y preservaré la sabiduría de las tradiciones
moribundas. Pero primero quiero aprender la magia que hará que mi
hermano y mi nueva hermana estén a salvo de tener un hijo nacido del
espíritu.
Bard miró a Ysbeta, la emoción se agitó en sus ojos.
—Yo iría con usted.
—No.
—¡Pero qué aventura sería! —Bard abrió los brazos—. Usted y yo, en
todo el mundo, buscando conocimiento y secretos perdidos, para siempre, es
lo más romántico que he escuchado. Que espere el Ministerio. Tendremos el
mar...
—¡No! —gritó Ysbeta—. Bard, no puedes venir conmigo.
—¡Pero la amo!
—Pero yo no le amo —dijo Ysbeta—. Y lo siento, señor Sheldon, pero no
creo que usted tampoco me quiera.
—Sí —dijo Bard—. ¿No lo ve? Daría todo por su felicidad.
—¿Y si eso no me hace feliz? —preguntó Ysbeta—. ¿Entonces qué? No
quiero que renuncie a todo, señor Sheldon. No quiero su sacrificio. No quiero
casarme con usted.
Bard se quedó pálido y silencioso. Observó a Ysbeta, con los ojos muy
abiertos, suplicando, pero la luz en ellos se atenuó cuando la escuchó por fin.
—No quiero casarme con usted —dijo Ysbeta—. Señor Sheldon, lo
siento mucho. Pero es la verdad.
—Lo sé. —Bard inclinó la cabeza. Suspiró y el dolor se apoderó de su
rostro mientras miraba al señor Lavan—. Retiro mi reclamo. El acuerdo se
anula.
Se volvió hacia Ysbeta, se quitó el sombrero, se lo puso sobre el corazón
y se inclinó.
—Adiós, Ysbeta Lavan. Que el Skyborn la bendiga.
Se volvió y caminó por el muelle, colocando su sombrero en su lugar.
—Qué tontería —dijo Danton—. Beatrice, baja de ese barco de
inmediato.
Ysbeta puso su mano sobre el hombro de Beatrice.
—Beatrice Clayborn tiene derecho a la hospitalidad en mi barco. No se
la puede obligar a dejarlo, según la ley.
—Esa ley también requiere que ella esté al servicio de la embarcación
—dijo Lavan, en el tono completamente razonable que uno usa para
apaciguar a las hijas precoces—. ¿Qué posición ocupa?
—Ella es la maga de la nave —dijo Ysbeta—. Su espíritu vinculado es
Nadidamarus, el espíritu superior de la fortuna...
—Qué absurdo —resopló Danton Maisonette con burla—. Las mujeres
no atan espíritus superiores.
—Esta mujer lo ha hecho, señor Maisonette —dijo Beatrice—. Rechazo
su oferta de matrimonio y lo acuso de mal uso de la hechicería al infligir
daño e intento de asesinato. Renuncie a su derecho a mi mano y no lo llevaré
a la corte.
Danton resopló.
—¿Con el dinero de quién para la demanda?
—Con el mío —dijeron Ysbeta e Ianthe al unísono.
—¿De ustedes? Pero no puede casarse con ella, no después de lo que ha
hecho...
—Intentó matarla, Maisonette —dijo Ianthe—. Me complacerá
explicarle a los tribunales y a los periódicos exactamente por qué lo hizo. ¿Le
hará eso a su hermana?
Danton dio un paso atrás.
—No se atrevería.
—Ya me comuniqué con un abogado —dijo Ianthe—. Le invito a que me
pruebe.
—Piensa en tu hermana, Beatrice —dijo Padre—. ¿Cómo pudiste
hacerle esto a Harriet?
Se retorció en su pecho. Harriet no merecía sufrir. Ella no. Pero
tampoco Beatrice.
—Lo intenté, Padre. Traté de hacer que mi ambición fuera pequeña.
Traté de honrar mi talento y mi familia. Me hubiera contentado con ser tu
asistente.
—Entonces lo haremos ahora —dijo Padre—. No hay otra opción.
—Es demasiado tarde, Padre. Soy una maga. Conduciré mi vida al aire
libre en lugar de encogerme en las sombras. En cuanto a Harriet, puede que
sea mejor para ella viajar al extranjero y alojarse en una universidad.
—Cualquier universidad que elija —dijo Ianthe Lavan.
—Ella tendrá la mejor —dijo Ysbeta—. Puede que asista a mi
universidad. Ella irá a la Universidad de Mujeres Highpath. La patrocinaré
yo misma.
—Entonces eso está decidido —dijo Ianthe—. Puedo incluirlo en el
contrato de matrimonio.
—Si ha hecho lo que dice, eso es imposible. —La boca del señor Lavan
se estiró en una línea triste—. No puede casarse, hijo. No con ella. Ella no
puede ser su esposa.
—Ella puede serlo —dijo Ysbeta—. Hilviathras conoce una manera de
que una hechicera cargue con seguridad a un niño sin un collar de
protección, e Hilviathras me informa que el conocimiento es muy antiguo.
No hay nada que los detenga.
—Nadie en Chasland los casará —dijo Padre, con la cara enrojecida.
El señor Lavan levantó la mano.
—Eso no es un problema para ellos, Henry. Mi hija obstinada pero
inteligente es la capitana de récord del Pelican. Todo lo que necesitan hacer
es navegar tres millas más allá de la costa de Chasland, y ella tiene el poder
de casarlos legalmente.
—¡Pero tengo el contrato para Beatrice! Me opongo y reclamo los
derechos de mi contrato —declaró Danton—. Mueva ese barco unos
centímetros y los demandaré.
—No soy suya —gritó Beatrice. Nadidamarus se levantó
silenciosamente de su cuerpo, extendiéndose a su máximo tamaño. El rostro
de Danton se puso pálido. La boca del señor Lavan se quedó abierta. Padre
no podía ver lo que estaba haciendo y continuó mirándola con el ceño
fruncido—. Nunca seré suya, Danton Maisonette. Soy una maestra de la
fortuna y puedo hacer de su futuro una maldición de la que suplicará ser
liberado. No puede poseerme ni a mí ni a ninguna otra mujer. No somos
objetos que se puedan encerrar y usar. Ahora bájese de este muelle y no
vuelva a molestarme.
El terror en el rostro de Danton Maisonette se hizo más profundo.
—Retiro mi reclamo. Ella es su problema, Clayborn. He terminado con
ella. —Las palabras fueron atrevidas, pero su voz tembló. Danton giró sobre
el tacón de su bota y se alejó apresuradamente sin mirar atrás.
El señor Lavan miró hacia arriba pensativo. Padre vio a Danton
marcharse y luego se volvió hacia Beatrice.
—Parece que ustedes tres tienen una respuesta para todo. El señor
Maisonette se ha retirado. Protegerás a Harriet llevándola a una escuela
cara. ¿Qué más exiges?
—No lo exijo, Padre. Lo pido... —Beatrice se quedó sin aliento—.
Zarpamos por la mañana. ¿Traerás a Madre y a Harriet hasta aquí para que
puedan verme casada?
—Tú... —Padre dejó de hablar—. No puedes esperar...
—Nos han engañado, Henry. Mi hija no dejará ese barco hasta que esté
a millas de aquí. La conozco demasiado bien.
—Lo siento, Padre. Pero esto es lo que quiero. —Ysbeta se unió al lado
de Beatrice—. Voy a viajar por el mundo. Voy a escribir mis libros. Nunca
me casaré, Padre. No quiero. Madre, por favor, compréndelo.
—¿No ves lo que estás haciendo por el futuro de esta familia, Ysbeta?
—preguntó la señora Lavan—. He hecho mucho para que Lavan
International sea la firma más grande del mundo.
—Pero si hiciera lo que tú quieres, sería miserable. Me rompería —dijo
Ysbeta—. Yo sé lo que quiero, Madre. Y es esto. Quiero explorar el mundo.
Quiero descubrir conocimientos. Quiero escribir libros y preservar la magia
que está desapareciendo bajo el sistema de la sala capitular. Lamento que
no sea lo que quieres para mí, pero no seré un sacrificio para tus ambiciones.
—No acepto esto —dijo la señora Lavan—. Lo que has hecho…
—Lo aplaudirías si fuera otra mujer —dijo Ysbeta—. La llamarías
ambiciosa, audaz y valiente. ¿Por qué esa mujer no puedo ser yo?
La señora Lavan se quedó en silencio. Miró a su hija y meneó
suavemente la cabeza.
—No puedo negar eso. Pero lo que quieres es peligroso.
—Tendré a mi tripulación —dijo Ysbeta—. Contrataré asistentes y
guardias. Y volveré a casa todos los años, si así lo deseas.
La señora Lavan miró a su esposo.
—La complaciste. A los dos.
—¿Yo lo hice? Creo que lo hicimos bien —dijo Lavan—. Criamos a
nuestros dos hijos para que fueran independientes, para que conocieran sus
propias mentes. No me quejaré de que les enseñé demasiado bien. ¿Permiso
para subir a bordo, Capitán? Escuché que mi hijo se va a casar.
Ysbeta dejó escapar un suspiro de alivio.
—Permiso concedido, Padre. ¿Madre?
La señora Lavan miró a Beatrice.
—Bien, entonces. ¿Estás lista para aprender a ser la esposa que mi hijo
necesita?
El corazón de Beatrice se aceleró. Trató de sonreír, pero se rindió.
—Me temo que primero tenemos algo que hacer.
—¿Y qué sería eso?
—Tenemos que encontrar el secreto para proteger a nuestros hijos —
dijo Beatrice—. Y luego tenemos que contárselo al mundo.
La señora Lavan reflexionó sobre eso.
—¿Por qué? Quiero escuchar tus razones.
—Porque las brujas no son libres —dijo Beatrice—. En todo el mundo,
las hechiceras enfrentan la misma elección: pueden perseguir su magia,
como las sacerdotisas de Sanchi, o pueden tener hijos. ¿Cómo podría
aprender este secreto por mí misma y luego esconderlo? El mundo tiene que
saberlo.
—Espera —dijo la señora Lavan—. Me canso de discutir con usted
gritándole al barco. ¿Permiso para subir a bordo, Ysbeta? Necesito
asegurarme de que sus planes funcionen.
—¿Madre?
—Si esto es lo que quieres, es mi deber como tu madre ayudarte.
El rostro de Ysbeta se iluminó. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
—¿De verdad?
—De verdad. Déjame subir a bordo, pajarito. Tenemos una gran
cantidad de planificación por hacer.
—Permiso otorgado —jadeó Ysbeta, y corrió hacia la cubierta para
abrazar a su madre, el sombrero de capitán cayó a las tablas mientras se
abrazaban entre sí.
Padre estaba de pie junto al señor Lavan en la terraza, con el rostro
tenso por la ansiedad.
—¿Padre? —preguntó Beatrice—. Entiendo si no puedes, pero…
Padre se quedó de pie durante un largo rato, sopesando su decisión.
Beatrice luchó contra el impulso de contener la respiración. Mantuvo la boca
cerrada y no discutió, no engatusó, no le suplicó. Ella ahora era una maga.
Padre tenía derecho a decidir si podía aceptarlo.
Él levantó la cabeza y la miró.
—¿Qué dirá la gente?
—Lo que quieran —dijo Beatrice—. ¿Son sus opiniones más poderosas
que el amor de un padre por su hija?
Padre inclinó la cabeza.
—Quería que tuvieras más, mientras crecías. Traté de expandir
nuestras fortunas, pero entonces eras la única esperanza que me quedaba.
Quería que tuvieras mucho más de lo que pude darte.
El señor Lavan puso su mano sobre el hombro de Padre.
—Todos queremos eso para nuestros hijos. Pero a veces, lo que
necesitan no es lo que imaginamos para ellos.
—Vas a alterar todo, Beatrice. Tu objetivo es poner al mundo patas
arriba.
—Quiero hacer exactamente eso, Padre. Si eso significa que ya no
puedes aceptarme como tu hija...
—No. No digas eso. No pienses eso. —Los hombros de Padre se
levantaron y luego suspiró—. Seremos un escándalo perfecto, pero eres mi
hija. No cambia nada. Si puede prestarme su carruaje, Kalman, me gustaría
traer a mi esposa y a mi hija menor a una boda.
Epílogo
Beatrice estaba de pie en la antesala del corazón de la Gran Sala de
Reuniones en Gravesford y revisó su lista mental una vez más. Ella conocía
su discurso. Tenía su folleto. A ocho kilómetros de distancia, el Redjay
esperaba para llevar a su familia a la bahía para encontrarse con el barco
del tesoro Triunfo de Azjat para que pudieran dejar Chasland atrás.
El Pequeño Clayborn-Lavan Desconocido se había cansado de bailar
dentro de ella por el momento. Fandariathras se enroscaba protectoramente
alrededor de la hija de Beatrice, siempre alerta. Un nuevo pasaje de su libro
flotaba en su mente, distrayéndola de escuchar al director general de la
logia. Dejó el pensamiento a un lado y escuchó.
—Hemos verificado a la niña, basándonos en cada hechizo de
determinación que tenemos. La niña está completamente almado. Tenemos
el testimonio del Mago Maestro Ianthe Lavan, quien diligentemente registró
todos los días del embarazo de su esposa. Hemos cuestionado y verificado
minuciosamente todo lo que nos dijo. De hecho, han tenido éxito en llevar a
un bebé desde la concepción hasta el nacimiento dentro de una hechicera
desprotegida. La mujer está aquí para hablar sobre... —Consultó sus notas y
frunció el ceño—. El Método Clayborn de Protección Fetal.
El director general de la logia se apartó del atril colocado al final del
decágono y Beatrice suspiró. Esa, aparentemente, era toda la presentación
que iba a recibir.
Un hombre con una chaqueta verde oliva se puso de pie y las cabezas
se giraron para mirarlo mientras hablaba.
—Esto es ridículo. Deberíamos escuchar al mago, no a su esposa. ¿Por
qué no está aquí para responder a nuestras preguntas?
—Porque está cuidando a nuestra hija —murmuró Beatrice,
exasperada.
Reprimió la cosa poco amable que iba a decir cuando la habitación se
llenó con el roce de abrigos de terciopelo y el deslizamiento de espadas
ceremoniales. Todas las cabezas se giraron para mirarla. Beatrice miró al
techo y agradeció en voz baja a los Hadfield por la habilidad acústica que
entraba en esa cúpula. Ella no sabía que su voz lo atravesaría por completo.
Bueno, no se podía hacer nada. Salió de las sombras y vio a su
audiencia mirarla boquiabierta. Navegó por el pasillo, vestida con un vestido
de terciopelo gris oscuro que se fruncía justo debajo de su pecho para cubrir
con gracia la redondez de su vientre.
—Está embarazada de nuevo —murmuró alguien—. Skyborn, no puedo
creerlo.
Ella sonrió y dijo:
—Estamos muy felices. Estoy de ocho meses. —Como si hubiese
querido decírselo a la cara. Caminó el resto del pasillo en silencio, con la
barbilla en alto y aceptó la mano del director general de la logia mientras
subía las escaleras. Se acomodó en el atril y sacó un folleto de las
profundidades de su bolsillo.
Ella hizo una pausa. Ninguno de estos hombres la miraba con interés,
curiosidad o respeto. Tenía la esperanza de ver a algunas personas que
quisieran saber qué habían hecho Ianthe y ellla.
—Puedo hacer que derramen tinta sobre sus ropas —dijo Nadidamarus,
y Beatrice sonrió.
—Soy Beatrice Clayborn-Lavan, la mujer que ha reclamado el derecho
a ser admitida entre los miembros de la sala de reuniones por derecho de
título de una igual. He hecho el Gran Trato con Nadidamarus, Gran
Espíritu de la Fortuna.
Hizo una pausa cuando Nadi se estiró más allá de los límites de su
cuerpo, formándose en la aproximación de un enorme par de alas. Los gritos
surgieron de los espectadores. Miraron con asombro mientras la forma
oscura y reluciente crecía en tamaño, mostrando el poder voluntariamente
unido a su alma.
Fandariathras se movió, y Nadidamarus se deslizó dentro de su cuerpo,
siempre alerta.
—Pero hoy estoy aquí para hablarles del Método Clayborn —dijo
Beatrice—. Este simple ritual asegura la protección de los espíritus
superiores de los padres que protegen al niño por nacer que crece dentro de
una hechicera sin la necesidad de un collar de protección, lo que le impide
cruelmente ejercer los dones que le dio Skyborn. Se necesita toda la atención
de los espíritus más grandes que observan incansablemente para garantizar
que la protección nunca falle.
—Pero acaba de mostrar al espíritu atado a usted —dijo un hombre,
levantándose para dirigirse a la habitación—. ¿No está su hijo ahora en
riesgo?
—En absoluto —respondió Beatrice—. Los espíritus atados que vigilan
al Pequeño Clayborn-Lavan Desconocido deben ser míos y de Ianthe, como
dije antes. Protegen al bebé y evitan que otro se apodere del feto por nacer.
Ella guardó silencio sobre el problema que la molestaba. No había
tiempo para descubrir si los espíritus debían estar vinculados a los magos
involucrados en la concepción antes de esta unión. Ysbeta todavía estaba
buscando; tal vez sabría más cuando se encontraran más adelante en el año.
El rostro del hombre se aflojó con consternación.
—Pero eso significa que el mago Ianthe Lavan no puede lanzar magia
superior. No tiene poderes.
Un grito de horror salió de los magos.
—Ianthe todavía puede realizar hechizos menores —dijo Beatrice—,
pero tiene razón. Mi esposo y yo no podemos usar magia superior hasta que
nuestro hijo nazca con seguridad, su alma se desarrolle y resida
completamente dentro de su cuerpo. Pero una vez hecho esto, será capaz de
trabajar con Fandariathras una vez más.
Todos los hombres de la cámara de diez lados la miraban horrorizados.
—No podemos hacer eso —declaró uno de ellos—. ¿Renunciar a la
magia mientras mi esposa cumple con su deber? Es inaceptable. Es
indignante.
—Esta información debe ser suprimida —dijo otro hombre—. No se
puede esperar que hagamos tales sacrificios. Y esta mujer debe ponerse un
collar de protección inmediatamente. ¿Pensar que un mago maestro se ha
visto reducido a rimas infantiles durante meses? Es horrible.
Bien. Reaccionaron tal como Beatrice sabía que lo harían. Ianthe había
creído que había magos que al menos considerarían la idea. Pero ella vino
aquí para convencerlos. Esto era solo una distracción para sacarlos de sus
casas.
—Agriar su leche. Romper los ejes de sus carruajes. Esparcir una
epidemia de tropiezos —dijo Nadidamarus—. Puedo hacerlo ahora mismo, si
quieres.
—Por muy divertido que sea, creo que deberíamos ser prudentes.
—¿Ni siquiera un tropiezo?
—Nadi.
Beatrice esperó a que el director de la logia calmara a los magos.
—Propongo que votemos, pero primero, dejemos que la señora Lavan
tenga la oportunidad de concluir su presentación. ¿Señora Lavan?
Beatrice le dio su mejor y más brillante sonrisa.
—Gracias, director. Sabía que hoy no asistiría ninguna mujer con
talentos. Es una pena. Las mujeres deben tener voz en su futuro y sus
decisiones, y solo sus decisiones importan cuando se trata de cómo usarán
sus propios cuerpos.
Miradas aburridas de los magos. Beatrice siguió sonriendo y levantó el
papel que llevaba en el bolsillo.
—Este es un folleto que describe el ritual y el proceso exacto del
Método Clayborn de Protección Fetal. Dado que las listas de los miembros
de la sala capitular son un asunto de dominio público y los datos del censo
están disponibles con solicitudes razonables, compilé una lista de todas sus
direcciones.
La habitación murmuró. Algunos la miraron perplejos, pero Beatrice
observó los rostros horrorizados de los miembros más astutos al darse
cuenta de lo que había hecho. Su sonrisa se ensanchó.
—Se les ha enviado por correo a cada casa una copia de este folleto
dirigida a sus esposas e hijas mayores de dieciséis años. Todos deberían
estar entregados a estas alturas. Buenas noches, señores.
Cada mago en la habitación se puso de pie. Todos gritaron, sus voces
superponiéndose entre sí, gritando aún más fuerte, tratando de ser
escuchados por encima de los demás.
Beatrice dejó el panfleto en el atril, asintió al director de la logia y bajó
sola las escaleras. Caminó por el pasillo central y salió del decágono,
volviendo sobre sus pasos hacia la pequeña habitación donde había dejado
su capa, su esposo y…
—¡Mamá!
Su hija Ysbeta golpeó con sus pequeños pies mientras se deslizaba del
regazo de Bard Sheldon y se precipitaba para chocar con la pierna de
Beatrice.
Clara se rio.
—Ella solo tiene una velocidad, señora Beatrice.
—Ella necesita que todos la persigamos. —Beatrice se inclinó para
sonreír al ver el rostro radiante y girado hacia arriba de su hija—. Hola,
pequeña candelilla.
—Sí, Beta, mamá ha vuelto —dijo Ianthe—. Mamá causó un alboroto
en la sala de reuniones.
—Eso hice —dijo Beatrice—. Será mejor que nos vayamos, antes de que
se den cuenta de que me he ido.
Bard tenía uno de los folletos en la mano.
—No suenan felices.
Detrás de ella, los magos se gritaban indignados. Ianthe levantó a la
niña y sonrió tristemente a Beatrice.
—Bueno, mi amanecer, tú ganas la apuesta.
—Sabía que tenías la esperanza.
—¿Ni siquiera uno? —preguntó Clara—. Tenía la esperanza de que al
menos uno cedería.
—Yo también —dijo Beatrice.
—Obtuvo uno —dijo Bard, levantando el papel doblado—. Yo cuento,
¿no?
—Sí —dijo Beatrice, y Bard se metió el folleto dentro de la chaqueta—.
Pero hice lo que dije que haría. Todo Chasland sabrá de esto al final de la
semana.
Ianthe hizo rebotar a su hija en su cadera.
—Chasland está hecho. Siguiente parada, Llanandras. Estoy seguro de
que tendrás una mejor recepción allí.
Clara echó la capa de Beatrice sobre sus hombros y abrochó el cuello.
—Lo veremos muy pronto, ¿verdad? No todos pueden ser como los de
Chasland.
Ianthe bajó a la pequeña Ysbeta y se puso su propia capa. Clara se
arrodilló para abrochar a Ysbeta en un abrigo con mangas de terciopelo.
Ianthe la levantó de nuevo y juntos salieron de la sala de reuniones y se
adentraron en la noche. Un carruaje conducido por un hombre con librea
turquesa los esperaba a un lado del camino.
Bard soltó un suspiro helado.
—Ojalá le hubiera ido mejor allí.
—Nunca esperé convencerlos. —Beatrice se acercó y palmeó el brazo de
Bard.
—Es valiente lo que hizo. Y es inteligente de su parte subir al siguiente
barco y huir del país antes de que descubran cómo demandarla.
Beatrice agarró a Bard por el codo y él la miró por encima de una zona
helada.
—Anímese.
—Entonces cambiaré de tema. Sabrina Weldon me ha invitado a una
salida con ella y su padre.
Beatrice se rio.
—¡Sabía que lo haría! La forma en que ustedes dos bailaron juntos en
el Baile de Invierno… llévela a Jy después de la boda, ¿sí? Un buen viaje
antes de que siente la cabeza.
—Me encantaría. Y luego escandalizaré al país adoptando el Método
Clayborn.
Llegaron al carruaje, donde un lacayo les abrió la puerta.
—Será mejor que te vayas. La marea no espera a nadie. —Bard puso
una mano en el hombro de Ianthe—. Y dondequiera que esté Ysbeta la
Anciana, espero que esté feliz.
—Probablemente esté desenterrando una ciudad perdida —dijo
Ianthe—, y eso significa que está muy feliz.
—Deberíamos irnos —dijo Beatrice—. Bard tiene razón sobre la marea.
—Adiós —dijo Bard, y cuando tomó la mano de Beatrice, la agarró por
la muñeca de la misma manera que saludaría a un hermano de la sala de
reuniones.
Ianthe la dejó subir primero, fingiendo hacer volar a la pequeña
Ysbeta, y luego metió a su hija en el asiento junto a Clara.
—Entonces, está hecho. ¿Estás preocupada?
—Un poco —admitió Beatrice—. Pero no podemos detenernos aquí.
—No nos detendremos hasta que lleguemos a Sanchi —prometió
Ianthe—. Llevaremos el Método Clayborn a todos. Y la Pequeña Desconocido
nacerá en el mar, al igual que su tía.
Beatrice se apoyó en el respaldo del banco.
—Podría ser un él.
Ianthe sonrió.
—Fandariathras me lo dijo.
—¡Oh! Entonces, ¿cómo deberíamos llamarla?
—Pensaba en… Harriet.
Beatrice puso su mano sobre su vientre.
—Hola, Harriet. ¿Eres Harriet?
Dentro de ella, Harriet pateó.

Fin.
SOBRE LA AUTORA.

C. L. Polk escribió su primer relato en la


escuela primaria y todavía no ha
aprendido algo mejor. Tras pasar años en
extrañas ocupaciones y vagando por el
oeste de Canadá, se estableció en el sur de
Alberta y está allí para quedarse. Es
aficionada a tejer, a las bicicletas y al café
exclusivo de huerta. C. L. ha publicado
relatos cortos en Baen's UNIVERSE y
Gothic.net, y ha contribuido a la web serie
Shadow Unit. Dedica demasiado tiempo a
su cuenta de twitter @clopolk.
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con una excelente calidad, buscanos…

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