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Narek
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UN DÍA PARA ACABAR CON TODO

Gustavo de Paredes
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Índice:

Pag.

Viaje en un tren de sueños 4

Un mórbido cuerpo de laboratorio 10

Fuimos Fatmata Bangura 18

Promesas entre la vida y la muerte 25

Pájaros separados 33

Un día para acabar con todo 38


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Viaje en un tren de sueños

Durga y Ranjiv, padres de Narek, aseguraban con falsa modestia que la primera palabra
salida de la boca de su vástago, dos años después de nacido, fue “tren”. El niño abría sus
enormes ojos negros, rodeados por pestañas de aletas largas y gruesas, como suelen ser las
pestañas de los indios, y asentía con un vivaz movimiento de cabeza y una sonrisa de auras
musicales mientras repetía: “Tren”, “tren”, “tren”. La hilaridad del crío solía contagiar a sus
papás, que reían mostrando la cimera gradación de su felicidad.
En Narek habitaba un apego especial por los ferrocarriles; amaba su silbato lleno de
poderío, tanto como su andar elefantiásico, tremolante, calmo, majestuoso. En esto pudo
haber influido que la familia, perteneciente a la modesta casta Vaishya y dedicada al tejido
de prendas, residiera a pocos metros de la estación férrea de Kolkata, equiparable a un
inmenso hormiguero de atmósferas tornadizas. En su interior transitaba, agitada, frenética,
una cantidad inconcebible de viajantes nativos y foráneos. Desde ese punto se desplazaban
a recónditos lugares del gigantesco país, estrado de portentos y gravedades inagotables.
El parador rebosaba de mandriles rendidos a sus propios apetitos. Hurtaban mendrugos y
objetos brillantes a los pasajeros y burlaban a los guardias, avituallados con varas delgadas
y largas, que agitaban por los aires para ahuyentarlos. También abundaban los mendigos.
Su mirar era apagado, ausente de vibras esperanzadoras. Se sentaban a las puertas del
edificio y colocaban en el suelo cuencos sucios, de barro y madera, con la fe puesta en que
alguien dejase caer en ellos una moneda.
No todos resistían los rigores de la indigencia y caían desfallecidos. Entonces otros
menesterosos, solidarios, reunían dinero para incinerarlos. Su tarea era aciaga pues casi
nunca recopilaban los recursos en un breve lapso, de modo que los cuerpos, expuestos a los
insanos estragos de la intemperie, entraban en descomposición bajo el asedio de moscas y
ratas contentas.
Alguna vez, Durga, con las mejillas embellecidas por un par de hoyuelos, a manera de
confesión, le platicó a su hijo, cuando éste contaba sus primeros años de edad, que durante
el embarazo era usual que le pateara el vientre al escuchar el arribo o la partida del tren.
Narek no comprendió a su madre pero la observó concentrado, como si hubiera entendido
cada vocablo. Después intentó imitar el profundo resoplido y convulsivo traqueteo de una
locomotora al andar.
No fue extrañó que el primer juguete del pequeño haya sido un flamante tren. Se trataba
de un mini expreso de pilas, compuesto por una locomotora de vapor y media docena de
vagones grises y negros, que circulaba sobre un sistema de dos vías de cuatro metros de
longitud. A Ranjiv y a su mujer les llevó un año de sacrificios económicos y horas de
trabajo extraordinarias ahorrar las rupias necesarias para adquirir el juguete. Pero al ver el
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mohín de estupefacción y alegría dibujados en la faz del pequeño se sintieron pagados. En


adelante, el tren se convirtió en la posesión de mayor valor para el niño.
Cuando Narek tuvo edad suficiente, su padre lo llevó a emprender un periplo a la remota
Siliguri, a bordo del crepitante y humoso Kamrup Express. Durante las veinte horas que
duró el viaje de ida y vuelta, ocuparon cabinas estrechas, sin ventilación y saturadas de
gente, que se alternaba para descansar en literas de madera, angostas y duras, y para usar
los baños, más hediondos que una cloaca cuajada de moscardones.
Pero el niño no reparó en las incomodidades ni en la falta de asepsia. Maravillado con la
experiencia de viajar en las retumbantes entrañas de un coloso de hierro y acero, comenzó a
albergar la certidumbre de que semejante amor jamás mutaría.
Con el transcurso de los años sus elementales certezas se transformaron en un destino
inamovible. A espaldas de sus padres, Narek renunció a la escuela secundaria y, con ello, al
detestable uniforme integrado por una camisa de manga larga, corbatín a rayas y suéter
bermellón que, so riesgo de una severa represalia de sus padres, estaba impedido de
quitarse. Existía el antecedente de que había extraviado dos prendas similares.
Con esta irrevocable decisión, Narek también dejó atrás la carreta atiborrada de
escolapios en la que se transportaba todos los días para ir y venir del colegio, el pesado
maletín lleno de libros y cuadernos, y a sus volubles maestros, a veces compresivos y a
veces rábidos, respecto sus calificaciones.
Igualmente se olvidó de los insufribles exámenes. Para evitar que reprobara Ranjiv solía
auxiliarlo. Escalaba la fachada de la escuela hasta alcanzar la ventana abierta del salón.
Entonces le entregaba hojas con posibles respuestas, soslayando las miradas, estupefactas y
encolerizadas, de los maestros. Y sintió un alivio de terciopelo y alabastro cuando dejó de
ver a Jaafar, Kapil y Nitish, sus acérrimos enemigos. Con ellos solía trenzarse a golpes
durante la clase de hockey. Sobre el ocre terreno de juego, alanceados por el sol o envueltos
en tolvaneras que los cubrían por completo, dirimían sus diferencias azuzados por los otros
jugadores.
Fue durante una noche cerrada, de nubarrones oscos como ogros, cuando Narek
comunicó a Ranjiv y Durga su renuncia a los estudios. Intentaron convencerlo por las
buenas de que siguiera estudiando hasta alcanzar un cargo en la estación de trenes o en
alguna empresa ferroviaria. Narek fue inflexible y defendió a capa y espada su propósito de
ser maquinista. La plática se tornó en una discusión de flamas inmoderadas. Encontró fin
cuando los padres, llorosos, derrotados, lo expulsaron de casa. Con el protector Ganesh
como compañero, se alejó dispuesto a cristalizar su ideal.
A pesar del enorme tamaño de su fe, el chico estuvo a punto de claudicar. Repetidas
veces se estrelló con las miradas graníticas del administrador general de la estación
ferrocarrilera, reacio a darle trabajo. Tozudo, supino como el mismo Narek, cada vez que lo
veía aparecer en la oficina, hasta el techo de resmas y cosas sin ordenar, le decía:
―No te puedo dar empleo porque te hace falta fuerza física para cargar herramientas,
piezas mecánicas, carbón. Eres delgado cual árbol de mirra, apenas tienes follaje y tu
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tronco es frágil. Si fueras como un baniano, grueso y fuerte por naturaleza, sería distinto; tu
presencia sería de gran utilidad.
Narek retornaba cabizbajo, meditabundo y hambriento, a su morada: un puente de piedra
mohosa bajo el cual vivía con una decena de desamparados. En ocasiones, también hallaba
a un nervioso montón de ratas. Él no hacía distingos y respetaba a unos y otros por igual.
Ranjiv y Durga, azotados por la preocupación, depusieron su actitud e intentaron
persuadir al adolescente para que regresara e iniciase una nueva vida a su lado. Debajo del
puente, envueltos por la fetidez del lugar, o en plena calle, entre los gritos, claxonazos,
barritos y mugidos circundantes, le dijeron a Narek:
―Tú, por ambos costados, vienes de una familia de tejedores; abuelos, bisabuelos,
tatarabuelos, todos desarrollaron la misma actividad. Nosotros pretendimos un horizonte
distinto para ti. Como no ha sido posible, te ofrecemos continuar la tradición. No tendrás
una vida holgada, pero tampoco te faltará nada. Podrás, llegado el momento, formar una
familia y mantenerla dignamente.
Pese a que semejante futuro no satisfacía al chico, las precariedades hicieron que de sus
labios brotara la promesa de cavilar la propuesta. Al final, desmadejado y con expresión de
amargura, falló en favor del retorno a casa.
La simple circunstancia de verse rodeado por una montaña de hilos, encajes y agujas,
tijeras, telas y máquinas tejedoras, con los que la pequeña fábrica producía saris, kurtas,
kaftanes y muchas otras prendas, generó en Narek la sensación de ser uno más de los
retazos que empleaba para aprender el oficio. El resquebrajamiento de sus expectativas lo
sumió en la apatía más absoluta. Su actitud incrementó el abatimiento de Ranjiv y Durga.
Pasados unos días, con el sigilo de un tigre de Bengala, Narek volvió a huir. Se negaba a
prolongar el sufrimiento que compartía con sus padres. Envuelto en una tormenta de barros
denticulados regresó al puente. Debajo de él encontró a sus depauperados amigos. Les
hacían compañía algunos perros y gatos esqueléticos. Las ratas no estaban.
Cuando el fiero temporal se disipó, Narek fue a la estación ferroviaria. Tenía la firme
intención de entrevistarse de nuevo con el administrador general. Esta vez le suplicaría que
le diera trabajo, le lloraría incluso, si no lograba ablandarlo. Mas el encuentro no pudo
llevarse a cabo. Narek encontró al hombre en una junta de grave carácter. Con otras
personas discutía cómo dar solución a los problemas causados por una roca de proporciones
meteóricas. Tras despeñarse de un monte, cayó en la vía que conectaba a Kolkata con
Allahabad.
Entre ese episodio y la dinamitación del imponente pedrusco, cercano a las noventa
toneladas, transcurrieron cinco lentas, interminables semanas. Fueron necesarias decenas de
trabajadores para completar la tarea, que incluyó la reparación del terreno y el renuevo de
señales, rieles y durmientes dañados.
En uno de esos días Ranjiv y Durga fueron en busca de Narek. Lo encontraron de mal
humor, sentado en una banqueta de adoquín tan gris y llena de máculas como él. Roía un
pedazo de manzana rescatado de un montón de basura. La reunión fue áspera, violenta. La
desafiante actitud del chico sacó a Ranjiv de sus cabales. Cual mico enfurecido se lanzó
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contra su hijo. Lo atenazó con mano de gigante turbulento y con la otra lo abofeteó sin
pausa ni misericordia… cuatro, cinco, seis veces. Luego lo arrojó al piso. A coro con su
esposa, chilló que no estaba dispuesto a seguir consintiendo su “estúpido egoísmo”.
―O regresas a casa y aprendes el oficio de tejedor, única opción que ahora tienes para
salir adelante, o te las verás con...
Las palabras del encolerizado paterfamilias se quedaron suspendidas en el aire.
Súbitamente recibió una lluvia de piedras que lo hizo caer conmocionado. Durga, con un
ojo puesto en su marido y otro en los atacantes ―la pandilla de granujas con que Narek
vivía bajo el puente―, sufrió un ataque de nervios.
Sus expresiones patéticas capturaron la atención de transeúntes, automovilistas y
policías. Intentaron ayudar a la pareja y atrapar a los bribones. Pero el esfuerzo fracasó
debido a que huyeron a galope, con largas zancadas de flamencos cubiertos de fuego rosa.
Además, los perseguidores se toparon con un obstáculo insalvable: una miríada de gansos.
Graznando y caminando con lentitud, acapararon la calle. Seguían a su amo, un anciano
ciego que los guiaba marcándoles el paso con un carrizo, utensilio que manipulaba con la
destreza de un pastor de ojos precisos y agudos.
Narek pasó varios días desanimado, ensombrecido como el cielo de la urbe, sintiéndose
culpable por lo que había provocado y sin saber cómo suavizar la situación. Su rostro, sin
embargo, pronto fue alumbrado por la flama de una sonrisa inocultable, producto, tal vez,
de la conmiseración de Ganesh. El administrador general, necesitado de alguien que
sustituyera a un auxiliar de fogonero despedido por acumular varias faltas disciplinarias, le
abrió el portón de entrada al mundo de sus ilusiones.
—Estaré atento a lo que hagas —le advirtió con severidad de piedra basáltica el
administrador general, luego de explicarle sus responsabilidades—. Un error y regresas a la
calle.
Con temple, el chico respondió:
—Me esforzaré al máximo para hacer bien mi trabajo, señor.
La rigurosa disciplina que se impuso Narek, le permitió afianzarse en el puesto. Amén
de ser el primero en llegar y el último en retirarse del taller de reparaciones, y de aprender
con pasmosa rapidez los nombres de las partes y la jerga del oficio, comprendió el
funcionamiento de las máquinas y, lo que es mejor, las dominó.
Su pericia pronto se equiparó con la de sus colegas más experimentados. Esto, en otras
palabras, significó que en menos de un año escaló los tres peldaños que lo separaban de la
categoría más elevada: fogonero de primera clase. Entonces comenzó a viajar. A punta de
paladas, sudoroso y exhausto, se adentró en la contrastante magnificencia de su nación.
El ascenso de Narek en el escalafón laboral no estuvo ausente de obstáculos. Sus
maestros, al principio inclinados a jugarle bromas pesadas y darle órdenes absurdas para
ponerlo en ridículo, pasaron del escepticismo al estupor y de éste al celo. Cierto día le
retiraron la palabra y lo abandonarlo a su suerte.
Aparte del ambiente hostil, el joven se esforzaba por sobreponerse a la desorganización
reinante en la estación. El material de trabajo era escaso, las medidas de seguridad
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deficientes y los programas para mantener en óptimas condiciones el equipo y la


infraestructura brillaban por su ausencia, al igual que los cursos para capacitar al personal
técnico, operativo y administrativo.
Narek continuaba viviendo debajo del puente. A pesar de esto comenzó gozar los
beneficios de su minúsculo sueldo: un par de zapatos, un pantalón y una camisa, todos
nuevos. Con él también pudo aliviar un poco la situación de sus amigos y de los animales,
siempre ávidos de alimento y enfermos.
La condición económica del chico mejoró algo más cuando, pasado un tiempo, el
administrador general lo ascendió al puesto de maquinista de última clase. Entonces se
sintió con el vigor necesario para buscar a sus padres, enterarlos de cuánto estaba logrando
y hacer las paces con ellos. Previamente enfiló hacia un riachuelo cercano y, haciendo
equilibrios, se duchó en sus aguas de enredados hilos cafés.
Ranjiv y Durga lo escucharon con gesto agrio mientras comían un modesto plato de
rasgulla, preparado con queso chhena, pasta de sémola y almíbar. No le ofrecieron un solo
bocado ni lo felicitaron por sus éxitos ni mucho menos se esforzaron por retenerlo cuando
llegó la hora de que partiera. Se limitaron a observarlo con fijeza, como si se tratara de un
pariente lejano y enfadoso. Si antes Narek se culpó por no visitar a sus padres, ahora lo hizo
por estar ahí, con ellos, mudos, indiferentes. Apenas había avanzado unos metros cuando el
peso del llanto lo venció. Aceleró el pasó para no ser visto ni escuchado. Fue cuando a sus
oídos llegaron las voces de Ranjiv y Durga, parados en el quicio de la puerta:
—¡Qué Ganesh esté contigo, hijo!
Narek evitó mirarlos. Estremecido, levantó la mano en señal de despedida y se esfumó
en la distancia cual ferrocarril de otro mundo. Al siguiente día, liviano y tranquilizado,
corrió al trabajo. Fiel a su costumbre, puso manos a la obra sin esperar indicación alguna.
«Después de todo, la vida es hermosa. Ganesh es grande y está conmigo» —pensó.
Meses después, las rupias que guardó en el pantalón permitieron a Narek decir adiós a
sus amigos y mudar a un cuarto. El lugar era reducido, lúgubre, despedía un fantasmal olor
a humedad y de las paredes se desprendían costras de pintura verde y roja. Carecía de
ventanas y, salvo por una letrina y un foco de escasa luminosidad, no contaba con nada. A
veces, en las noches, se colaban ratas y gatos, chorros de lluvia y ráfagas de viento, y
durante el día, cuando no estaba nublado, los rayos del sol, suaves y límpidos.
Era muy común la presencia de escarabajos despistados y cucarachas siniestras.
Entraban con la brisa, alborotada y fría, que con soplos abiertos pregonaba la proximidad
de las tormentas monzónicas. En ocasiones recibía a los limosneros del puente. Les daba
algo de comer y les hablaba, tirado en el piso o recargado en algún muro, de sus planes para
llegar a ser primer maquinista.
Después de un tiempo este objetivo se cumplió. Aunque no como hubiera deseado. Al
unísono con otros maquinistas de segunda, tercera y última clases, fue requerido para suplir
a un grupo de primeros maquinistas, enfermos de tuberculosis. Antes de enviar a los
sustitutos con el capacitador, el administrador general, con el tiempo recortado, les recordó
la responsabilidad inherente a la conducción de trenes.
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Luego de algunas lecciones breves y pruebas poco exhaustivas, el capacitador les dio las
licencias correspondientes. Narek cogió la suya y la guardó en el bolsillo. Deseó jamás
haberla recibido. Amaba los trenes con todo su ser y quería ser maquinista a como diera
lugar, pero comprendía que aún le faltaban los peldaños más complejos por subir. Se sintió
aplastado por el pesado yunque de sus propias ilusiones. Decidió acudir al templo y rezarle
a Ganesh.
Al salir del recinto, la alegría que embargaba al muchacho había desplazado su
preocupación. Corrió y saltó entre charcos, ignorando el monzón que ya azotaba a la ciudad
con látigo de tirano; abría la boca, reía, hacía buches de agua y los escupía al suelo. A la
mañana siguiente, con aire resuelto, abordó la locomotora WDM-2, de dos mil 600 caballos
de vapor, que lo llevaría a cubrir, en algo más de seis horas, el trayecto hacia la ciudad de
Bhopal, capital del estado de Madhya Pradesh, donde semanas atrás una fuga de isocianato
de metilo, producido en una fábrica de pesticidas, acabó con la vida de ocho mil personas.
Narek se encomendó a Ganesh e inició el trayecto dando indicaciones al fogonero,
otrora su maestro, para que mantuviera en niveles óptimos el fuego, el agua y la presión del
tren. El hombre, cercano a los 30 años, lo obedeció con antipatía y recelo. Después
comenzó criticarlo y a mofarse de él, justo como lo haría un cazador maldito que se
aproxima en silencio con el filoso talwar de hoja curva entre los dientes, impaciente por
ejecutar su tarea asesina.
Esta actitud turbó a Narek, que acumulaba retazos de odio en la garganta. El monzón
arreció y el chico perdió visibilidad. Las vías férreas sobre las cuales conducía a la sonora
bestia de metal, ocupada por novecientos pasajeros, a 110 kilómetros por hora,
desaparecieron de pronto. Como la tormenta, el fogonero acentuó sus críticas. Luego pasó a
los insultos. “Conduces muy rápido, imbécil”. A Narek se le agotó la paciencia. Rompió en
un llanto rabioso y se abalanzó sobre el hombre descuidando la conducción del tren. La
consecuencia fue el descarrilamiento y la muerte de un centenar de personas, incluido el
propio chico.
Durante su larga agonía Narek observó, a través del cristal roto de la locomotora, el
interminable desplome del cielo acerado, los fierros retorcidos y las columnas de humo y
fuego que, impermeables al agua, envolvían los restos del tren. Vio cuerpos desperdigados,
algunos hechos en girones, oyó los gritos mortecinos de la gente herida y los aullidos de las
sirenas, avisando la presencia de equipos de auxilio.
Sin proponérselo, Narek cerró los ojos y su respiración se volvió pausada, al igual que el
pulso del corazón. Sintió que una fuerza extraña se apoderó de él. Con suavidad y lentitud
extremas, lo trasladó hasta el lugar donde se encontraban Durga y Ranjiv, enterados ya del
accidente. En sus rostros habitaba una triste serenidad. Hecho esto, lo llevó al puente.
Vislumbró, callados, encerrados en sí mismos, a sus amigos vagabundos. Estaban al tanto
de la desgracia. Después, a mayor velocidad, esa fuerza lo hizo recorrer un túnel iluminado
por una luz crepuscular. En el extremo final lo esperaba, monumental, refulgente, bello, el
dios Ganesh. Le extendió la trompa de elefante y abrió sus cuatro brazos para recibirlo en
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su regazo. Seguidamente, con voz quimérica, le dijo: “Bienvenido, hijo mío, prepárate para
tener el mejor de los viajes”.

Un mórbido cuerpo de laboratorio

Kuro Hisamatsu, director ejecutivo y presidente del consejo de administración de la


empresa Shourai Robotics, de la cual detenta el 72 % de las acciones, observa, desde el
penthouse ubicado en el piso 54 de la Midtown Tower, el edificio corporativo más alto de
Tokio, la llegada de la noche incorpórea y brumosa. Desciende acompañada por las tensas
cuerdas de una contrastante luminosidad, expresada en un vasto conjunto de pantallas,
señales y paneles diseminados por cada punto de la metrópoli.
Kuro apenas nota mi presencia. Reposa en su cómodo y ancho sillón de piel como si
fuera un bonsái de raíces curvadas hundido en tierras benignas. Tiene la corbata de seda
desanudada y la camisa, también de seda, abierta a la altura del cuello. De manera distraída
mece el Johny Walker, etiqueta azul, contenido en un vaso de cristal de ley, que sostiene en
la mano, blanca y delgada cual madeja de satín.
Es el quinto whisky que ha bebido en apenas cuarenta y cinco minutos, algo que no
hacía ―lo recuerdo como si fuera ayer―, desde la crisis económica de los años 90, que
puso a prueba sus habilidades gerenciales para evitar la quiebra de la empresa, severamente
golpeada por la errática política económica del gobierno.
De nuevo Kuro evade comunicarse con Rin, su esposa, para informarla de la hora en
que regresará a casa. Las cosas entre ambos ―soy testigo fiel― no marchan por los
estables caminos de la realización conyugal y su matrimonio de seis años, casi siete, parece
estar en punto muerto. Rin, álgida, le reprocha que cesó de prodigarle amor.
―Te has olvidado de mí totalmente. Hace meses que ni siquiera me acaricias. Eres
amable, pero nada más. En lugar de esposos parecemos amigos.
Muy a su pesar, el hombre de negocios revive la ocasión en que pescó a Rin
revisando los bolsillos de su saco, segura de que le era infiel. Con bochorno similar
recuerda el episodio en que, para captar su atención, le gritó al salir del concurrido
restaurante de un amigo común. Y no sin disgusto repara en la pésima costumbre que,
desde hace unos meses, tiene de telefonearle sólo para distraerlo con tonterías que nada más
le competen a ella.
El empresario ha intentado desvanecer los cielos de zozobra que hay sobre ellos al
obsequiarle a Rin flores, chocolates, perfumes, atavíos de todo tipo, incluso le compró
―guiado por mi consejo― un Mercedes Benz “Gran edición”. No obstante, reconoce que
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su cónyuge tiene razón. El prolongado lapso que ha pasado sin que entre ellos haya un
mínimo contacto real, incrementa las suspicacias de su esposa sobre la existencia de una
amante.
Kuro Hisamatsu mueve negativamente la cabeza, suelta una de sus acostumbradas
sonrisas de desierto agrietado, apura el whisky y abandona el vaso vacío en el extremo de
su escritorio de cristal y mármol de Carrara, cuyas venas tienen la apariencia de los lienzos
indescifrables.
Acto seguido, se concentra en examinar las especificaciones del producto que Shourai
Robotics ha comenzado a producir y distribuir recientemente en tiendas departamentales
del país, y que en dos días más presentará a los medios de comunicación.
Se trata de una chica androide hiperreal hecha con piel humana cultivada en
laboratorios a partir de células troncales, dueña de autonomía absoluta, inteligencia
cognitiva, memoria análoga y un motor emocional que le permite desarrollar sentimientos
controlados.
Además, es apta para conversar de manera fluida, con hipnotizadora voz sintética,
gracias al trabajo de un modulador de sonidos, un ordenador lógico de lenguaje, y de
sostener relaciones íntimas con su interlocutor mientras reproduce, con fidelidad inapelable,
los gemidos, jadeos, gritos de la mujer al instante de experimentar un orgasmo. Esto,
debido a una serie de sensores de alta receptividad colocados a lo largo y ancho de su
cuerpo y de una elevada cantidad de articulaciones que le permiten moverse de manera
natural y adoptar las poses que la ocasión demande.
Kuro y yo esperamos ―hemos escudriñado el tema con amplitud― que el proyecto
genere importantes ganancias y revolucione el sentido de convivencia más íntimo entre los
japoneses.
A decir del estudio sociológico y de mercado denominado “Tendencias de las
relaciones de pareja en las sociedades occidentales desarrolladas”, realizado por
investigadores de Shourai Robotics a efecto de determinar la viabilidad del proyecto, arrojó
conclusiones que consideramos reveladoras:

 En las ciudades del mundo con alto nivel de desarrollo, el índice de hombres que viven
solos va en aumento.
 Debido a la dinámica impuesta por la vida moderna (v.g. constante movilidad laboral,
lejanía entre el lugar de vivienda y el centro de trabajo, alargamiento de la jornada
laboral), los hombres de entre 20 y 45 años de edad que sostenían relaciones de largo
plazo con mujeres, las finiquitaron en lapsos de tres a siete años.
 En los últimos tiempos se ha acentuado la preferencia de los hombres, mayoritariamente
divorciados y viudos, por nuevas relaciones de pareja de corto plazo, que les permiten
cubrir necesidades afectivas y sexuales, sin compromisos mayores.
 El segmento masculino de la población ve con buenos ojos la venta de androides
femeninos, al considerar que serán útiles para cubrir huecos emocionales y carnales, a un
bajo costo y sin desgaste anímico…
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Una llamada rompe nuestra concentración, puesta en el documento ejecutivo. Kuro


toma el auricular y, con voz grave y algo golpeada, le pregunta a su secretaria:
—¿Qué sucede, Yumi?
A lo que ella responde:
—Señor, su esposa está en la línea. Desea hablar con usted.
El ejecutivo guarda un silencio de cementerio sin resonancias. Luego suelta:
—¿Sabe qué quiere?
Cohibida, la empleada responde:
—No, señor, no me dijo. ¿Le pregunto?
El hombre sonríe como un pedrusco de tierras áridas.
—Dígale que estoy en una reunión y que no puede interrumpirme.
Cuando regresa el auricular a su lugar, vislumbra la inescrutable nebulosa que se
abre frente a él; presiente que a ese punto, indefinido, denso, irá a parar su matrimonio.
Luego de un largo rato y dos vasos de whisky más, salimos de la oficina. Son las
22:00, en punto. Pasamos frente al escritorio de Yumi, desocupado desde hace una hora y
media, continuamos hasta el elevador, descendemos al sótano y abordamos el Aston Martin
“Lagonda Taraf”, que nos espera.
Kuro enciende el estéreo. Primero Natsumi Abe, y luego Ayaka Hirahara y Rika
Ishikawa, inundan el interior del auto con la grafítica sonoridad de sus voces. Pero después
de tres cuartos de hora, cansado de esta producción pop de finales del siglo veinte, me pide
consejo para cambiarla.
Le sugiero hacerlo por algo en lo que no ha reparado gran cosa: Hatsune Miku y
Megurine Luka, cantantes virtuales de luengas coletas azules y rosas, blusas ombligueras,
minifaldas y medias largas. Sus pícaras y bien entonadas voces nacen de vocaloids, es
decir, de programas de software que, al ser alimentados con letras y melodías de canciones,
las sintetizan y articulan dándoles un tono desparpajado y moderno. Ellas son sólo dos de
las nuevas, candentes divas de la música electrónica japonesa de la vigésima primera
centuria, desarrolladas por empresas niponas para entretención de la gente.
La fama de estas ficticias artistas es a tal punto extensa que realizan frecuentes
conciertos masivos a los que acuden, hipnotizados, ausentes de sí, riadas de fans, algo que
es posible en virtud de los avanzados sistemas de video que las proyectan, dinámicas,
primorosas, en enormes pantallas de última generación.
Mi recomendación le agrada tanto a Kuro, que se entrega a la tarea de maquinar una
iniciativa que permita a Shourai Robotics incursionar en la producción de cantantes
virtuales, que plante cara a las ya existentes. Promete someter el proyecto a consideración
del consejo antes de fin de año.
Gracias a esta idea, se distrae lo suficiente como para resistir el espeso tránsito, entre
el cual conduce con paso de caracol atrofiado, para llegar al lujoso barrio de Azabu, en
pleno corazón de la megalópolis, donde reside. Durante el trayecto, sin caer en la cuenta de
cuándo y dónde, se desprende de mi presencia.
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Ya en casa, luego de paladear un Windsor Premier elaborado por Diageo, sin ningún
afán carnal ni paradisiaco, se convence de hacerle el amor a Rin. Pero las cosas no salen
bien: al final del acto, mientras derrama su cálida savia seminal en las entrañas de su
esposa, resentida, insatisfecha, helada, recuerda a la chica androide y decide bautizarla
como Kumiko. Infortunadamente el nombre, que detenta las virtudes del encanto y la eterna
belleza, se le escapa de la boca provocando el surgimiento del celo y la ira de su cónyuge,
quien le quita la mordaza a sus lágrimas y luego lo arroja de la cama a empujones.
—Sabía que me ocultabas algo, Kuro. Desde que dejamos de intimar lo sospeché.
Sólo necesitaba una confirmación y me la acabas de dar, eres insensible, mentiroso, insano.
Kuro intenta aclarar el malentendido, mas su mujer pone oídos de campanera sorda.
Entonces, movido por el enfado y un denso fastidio, recurre a mí. “Necesito que me ayudes
a remediar esta situación, ahora”. Hago lo que puedo, pero la verdad es que me pesa
intervenir. Mis alegatos carecen de brío, es tarde e imploro descanso. Al cabo de un rato,
convencido de que Rin no cederá, persuado a Kuro de dimitir e irse a otra habitación.
Al siguiente día, muy temprano, partimos hacia el trabajo. Sus ojeras son dos gruesas
nubes negras y elípticas que ocultan su mirada, a la manera de los gatos orientales cuando
no han dormido. Está tirante y enfadado.
Más tarde, Rin empaca sus cosas y se refugia como una gaviota desterrada, en casa de
su madre. Cavilará el divorcio.
En la sede de Shourai Robotics, Kuro Hisamatsu, absorbido por las ocupaciones,
relega a un segundo plano el amargo episodio con su mujer y se enfoca en la presentación
de la esplendorosa Kumiko a la prensa. Revisa el escenario, en el vestíbulo de la empresa.
Con el coordinador de medios de comunicación afina detalles relativos a las acreditaciones
de reporteros y camarógrafos, y con el escenógrafo, el reacomodo del templete y las
pantallas de plasma.
Algo después, en sesión especial de consejo, echa una ojeada a los reportes
relacionados con la distribución de la chica androide en el país, y analiza, por enésima
ocasión, los sobresalientes ingresos que, a partir de su puesta en venta, la empresa prevé
obtener.
La reunión se prolonga porque en la orden del día figuran otros temas en los que está
involucrada la compañía, como las licitaciones en que participará para construir autopistas
inteligentes en Honshu y Kyushu, la remodelación de una centena de planteles de
educación tecnológica en el sur del territorio nacional y el agradamiento del Centro
Espacial de Tsukuba. A todo esto se suma la absorción de Unmei-Games, prometedora
empresa de videojuegos y visores de realidad virtual en el campo del entretenimiento, y la
cada vez más próxima inauguración del primer centro de mensajería internacional, entre
países del sudeste asiático, por medio de drones.
Luego nos quedamos solos, en silencio, acompañados por el pausado renacer de la
noche turbia y el espumante resplandor de los anuncios electrónicos. Por la pulida desnudez
de su silencio, sé lo que este hombre medita: «Ganaremos esos contratos, para eso nos
hemos roto los huesos».
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Cuando Kuro regresa a casa, nota que Rin está ausente. Toma el celular y le marca.
Mas cuando escucha su voz, convertida en un altivo mar de espinas heladas, finaliza la
llamada. Entonces es ella quien lo llama. Pero él, de pronto silenciado por los correajes del
hastío, se niega a responder. El timbre del celular suena con la insistencia de un perro al
ladrar. Luego nada.
Kuro se pone en mangas de camisa, se sirve un Minskaya Kristall y lo bebe
acompañándolo de angulas y langostinos, que encuentra en el refrigerador. Después ingiere
un somnífero y va a la sala. Se sienta en el mullido sillón de piel, toma el control del
televisor y sintoniza la repetición del noticiario nocturno de la NHK. Apenas capta algo de
lo que informa. Una compacta fumarola lo encierra en un profundo sueño.
Por la mañana, en el momento en que el reloj indica las 06.15 y el telediario ha dado
inicio, me desgañito intentando despertar a Kuro, reticente a hacerme caso. Cuando por fin
abre los ojos, suspira con la hondura de un cetáceo de aguas turbias y se levanta del sillón.
En lugar de realizar su acostumbrada sesión de ejercicios camina hacia el baño, toma una
ducha breve, se afeita y muda de ropa. Como fondo oye las voces de los comentaristas,
lejanas y rumorosas. Poco más tarde, apaga el aparato y sale rumbo al trabajo. No ve el
reporte que informa acerca de la próxima demolición del legendario hotel New Otany, en
cuyo lugar se erigirá uno de los centros comerciales más modernos del mundo, ni la nota
informativa que consigna el inminente lanzamiento de Kumiko y las consecuencias
morales, religiosas, ideológicas, legales, que supondrá su comercialización masiva.
Por su parte, Rin, que ya adoptó una determinación sobre el futuro de su matrimonio,
se comunica con el abogado Hachiro Kuwata para hacer una cita.  
Son las 9.00, hora en que Kuro Hisamatsu, frente a un cúmulo de medios, lee un
discurso que pone de relieve la valiosa interacción que habrá entre seres humanos y
androides, una vez que Kumiko ingrese de lleno al mercado.
…los beneficios de contar con una androide hiperrealista, siempre dispuesta a
proporcionar horas de placer sensorial, son variados: será el humano quien dicte las
reglas sin más límites que la imaginación propia, existirá la posibilidad de sostener
tantos encuentros íntimos como se deseen sin que haya de por medio una invitación a
cenar o el obsequio de artículos de alto valor; la recreación de toda clase de fantasías,
aun las más osadas, estará al alcance de todo hombre en Japón, al costo más bajo y con
una sonrisa imperecedera en la faz de…
Después de la presentación hay un coctel de oropeles corteses en el que Kuro,
satisfecho, intercambia puntos de vista con clientes potenciales: figuras de la política, el
empresariado y el Jet Set. Sin embargo, se desliga del evento tras recibir la llamada del
señor Kuwata y escucharlo presentarse como el abogado de Rin. Será el encargado de
promover la disolución del vínculo matrimonial en tribunales y de cuidar los intereses
legales de su clienta.
El avezado empresario no da crédito a las palabras del jurista y exige hablar con Rin,
a lo que ella, que escucha la conversación en altavoz, se niega de manera terminante. La
mujer mantiene esta posición aun cuando Kuro ―empujado por mí― abandona el evento
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para ir a buscarla. Cuando da con ella, su mala disposición le confirma que está decidida a
romper con él.
Con un sordo sentimiento de dolor, Kuro da vueltas por la ciudad, a sus ojos
convertida en un lugar humoso e impreciso. Tiempo después regresa a su centro de trabajo,
toma el elevador y escala hasta su oficina. Se refugia dentro sin más compañía que la mía,
una botella de Chivas Regal Mizunara, edición especial, y las memorias de todo aquello,
dulce y agrio, que compartió con Rin.
No obstante, el espacio que abre para entregarse al desconsuelo es limitado. Hombre
acostumbrado a tomar decisiones, pone el tema en manos de sus asesores jurídicos y les
ordena negociar las condiciones con Rin y Kuwata. “Es lo mejor para ambos” ―me
solidarizo con él.
Pasado un tiempo, los litigantes le informan que Rin se descubrió encinta y rehúsa
conciliar intereses. Peor todavía, la mujer instruyó a su abogado para que reclame, no una
porción de la cuantiosa fortuna de Kuro, sino toda, y con ella la patria potestad del hijo en
gestación. Una descarnada guerra legal está en puerta.
El horizonte de Kuro, por fortuna, tiene colores más luminosos. Uno de ellos está en
la espléndida aceptación de Kumiko por el mercado consumidor. Sobrepasa por tres puntos
porcentuales las expectativas trazadas por Shourai Robotics. En tal virtud, la compañía
diseña un nuevo plan para lanzar otra cautivadora remesa de Kumiko para el mercado local
y otra más para cubrir el Globo.
La nueva línea de chicas androides tendrá una morfología distinta a la del modelo
original. Las habrá rubias, pelirrojas, trigueñas, mulatas y negras, con ojos avellana, ámbar,
violetas, azules, verde esmeralda y verde oro, y recibirán ―así lo decidimos luego de
estudiar detenidamente una gran cantidad de opciones― los nombres de Marilyn,
Anastasia, Alizée, Aishwarya y Taís, Britney, Liqiu, Megan, Mónica y Rihanna. Por otra
parte, la empresa decide, por sugerencia de Kuro, emprender un estudio para determinar si
una versión masculina del androide tendría éxito entre el mercado femenino.
En algún momento Kuro, desnudo de todo artificio, desea saber qué opino sobre la
posibilidad de tener como compañera a una chica androide. Aunque ha llevado en los
hombros el peso del proyecto Kumiko, jamás cruzó por su cabeza la idea de verse solo,
necesitado de disipar las tupidas brumas de su propio interior. Su turbación aumenta cuando
adivina mi respuesta. Entonces lanza una de sus acostumbradas risas de páramo
intransitable, se sirve otro ron Myers’s Platinum White y permite que lo absorba una
aglomeración de documentos.
Requiere más de media botella y un par de horas de trabajo adicionales concluir la
tarea. Abandona la oficina abrazado por la media flama de cuanto ha bebido. Al abordar el
Aston Martin ―que insiste en manejar pese a mi recomendación de activar el piloto
automático―, la claroscura imagen de una androide orbita en su mente.
Tres semanas después ―mientras exploramos con detalle las especificaciones
morfológicas propuestas por el equipo de diseñadores para la nueva camada de androides―
Kuro toma una llamada de Rin.
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―Debemos reunirnos ―le ordena la mujer―. Hay ciertos temas que deseo discutir
contigo, sin abogados de por medio.
Tras consultarme brevemente y saber que lo respaldo, acepta. Se reunirán en la
noche, en el suntuoso restaurante Uoriki, ubicado en el vanguardista distrito comercial de
Ikebukuro. Cuando la mira, plantada frente a él, la descubre con sobrepeso a raíz del
embarazo y endurecida, pese a sus escasos 25 años de edad y el elegante abrigo gris de
Seraphine Maternity, con vivos negros al frente, que combina con unos guantes Chanel,
igualmente negros, y un delicado juego de arracadas de platino, elaboradas en México por
la casa Torres-Kurczyn. «Rin no se ve bien, apenas la reconozco», piensa Kuro, mientras
recibe de ella una tóxica vaharada de recriminaciones y exigencias que él, fastidiado y con
ojos opacos, en algún momento deja de atender. Al poco, se levanta de la silla con
brusquedad y espeta terminante:
―No verás un solo yen mío, Rin, ni tampoco a nuestro hijo, una vez que lo tengas,
porque reclamaré la patria potestad y no descansaré hasta obtenerla.
―Lo mismo te digo, Kuro ―la escucha responder crecida, resuelta―. Yo también
tengo armas y con ellas te dejaré en la calle. Ni siquiera tu amante, cuando vea que lo has
perdido todo, querrá seguir a tu lado.
Después de deambular, como un arácnido sin rincón, a lo largo y ancho de la ciudad,
a la que observa como una inexpugnable columna de humo a pesar de su ardiente viveza,
Kuro regresa a casa en el Aston Martin. Es media noche y la luna es un círculo
emborronado sin estrellas que la protejan.
Kuro prende la TV para mirar en el canal de la NHK la repetición del noticiario
nocturno, interrumpido por decenas de cortes comerciales, entre los que se encuentra uno
de Shourai Robotics, que promociona a la hermosa Kumiko.
Pese a estar conturbado, mira con interés y deleite a la chica androide de largo pelo
castaño, fabricado con finas y resistentes fibras de carbono, y dotada de enormes ojos cafés,
ligeramente alargados, que en realidad son cámaras de alta resolución programadas para
reconocer objetos al enviar las imágenes a una microcomputadora que las procesa con
insólita rapidez. Repasa su rostro angelical, inmarcesible, creado con silicón, resina y piel
humana, y las delicadas e incitantes líneas que se dibujan debajo de un seductor vestido
negro de escotes pronunciados.
Una grata sensación, equiparable a paladear una de las muchas bebidas de
importación que posee, remueve sus oscuros adentros a la manera de un agitador. Quiere
descansar y toma un somnífero. Al poco, el demoledor efecto lo tira en cama. Kuro duerme
hasta el mediodía con la irreversible persistencia de un oso cuando hiberna. De pronto, al
modo de un cardumen agitado por una corriente imprevista, se incorpora.
―¡Por qué no me despertaste! ―me grita, intemperante.
Por fortuna la ducha y el estudiado procedimiento que sigue para rasurarse y vestirse
atenúan su enojo, de forma que al salir rumbo al trabajo luce tranquilo.
En la oficina lo aguarda Yumi. Mudó su tradicional y desabrido peinado castaño en
favor de otro más arriesgado, asimétrico y azul. Lo informa que un funcionario del tribunal
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judicial, en horas tempranas, se apersonó preguntando por él para notificarlo y entregarle


una demanda civil.
―Fue promovida por su esposa ―le advierte, vacilante―. Los documentos están en
su escritorio, señor.
Dominado por las puñetadas del hartazgo, Kuro Hisamatsu ingresa al despacho, coge
los papeles judiciales y los lee con detenimiento. Toma nota de las pretensiones y los
regresa de un golpe a la mesa de trabajo. Caen entre el retrato de Rin, medio sonriente y
enfundada en un kimono negro con vivos grises, y un altero de fotos de Kumiko,
chispeante, divertida, sexy.
Mientras le doy a conocer mi opinión acerca de la exigencia de divorcio, Kuro toma
el retrato de su esposa y lo mira con detenimiento. “Ambos hemos cambiado con los años
―me interrumpe―. Para mí es una fiera embravecida que trata de proteger sus intereses a
mi costa. En cambio ella piensa que soy un monstruo, desquiciado, ambicioso, dispuesto a
destruirla”.
Deja escapar un suspiro corto y deposita el retrato en la cesta de basura, contigua a su
escritorio. Seguidamente coge las fotos de Kumiko y las baraja con lentitud. Desliza su
mirada oblicua y de burbujas revueltas sobre ellas. La chica androide en sus diversas
presentaciones: colegiala, azafata, enfermera, porrista, recamarera. “¿Qué opinas?” ―ahora
una chispa extraña llamea en el fondo de sus ojos fuliginosos―. “Si te sientas en el camino
―suelto en voz alta un proverbio bastante conocido― ponte frente a lo que aún has de
andar y de espaldas a lo andado”.
Kuro asiente con una inclinación de cabeza apenas perceptible, ase el teléfono y pulsa
un botón.
—A sus órdenes, señor —contesta Yumi.
—Hable al almacén y pida que envíen a mi casa un ejemplar de Kumiko —pausa
brevemente, y agrega—: usted escoja el modelo.
—¿A su casa, señor?
—Sí, a mi casa, eso dije. Y una cosa más, tomaré el resto del día para dedicarlo a
otros menesteres. Si alguien me busca, limítese a tomar el mensaje… por favor.
—Muy bien, como usted ordene.
Kuro cuelga, camina hacia su baño, abre el grifo y se moja la cara. Cierra la llave y se
seca. Frente al espejo se alisa el cabello, cortado con pulcritud. Cuando sale, coge el saco.
En ese momento se pregunta si debo acompañarlo. Dirige el dedo índice justo a la zona
detrás de su oreja izquierda y la palpa con suavidad. “Vendrás conmigo” ―determina en
suave tono de orden.
Al pasar frente a Yumi, le regala una sonrisa claridosa, de dunas fértiles, y se pierde
en el elevador. El boyante empresario tiene la expectativa de sostener un placentero
encuentro íntimo con una hermosa y dócil chica creada en un laboratorio, y eso —¿cómo
no lo voy a saber?—, alumbra sus adentros y lo hace sentir un hombre distinto; decidido,
como nunca antes, a engullir al mundo.
18

Fuimos Fatmata Bangura

Bajo la cornisa de un local comercial derruido, nosotras, que en vida fuimos Fatmata
Bangura, como también fuimos otras adolescentes y niñas heridas o muertas por la guerra,
saludamos a nuestro primo Yusuf, de tan sólo nueve años. Puesto que no lo habíamos visto
en semanas, le sonreímos moviendo nuestro brazo derecho, unido por la muñeca a una
prótesis de plástico dura y con forma de mano. Pero se negó a regresarnos el saludo. Tan
sólo nos miró de forma extraña, como de plaga dañina, desde la parte trasera del
destartalado Jeep en el cual viajaba, quién sabe a dónde; tal vez a ninguna parte.
Alcanzamos a ver que bajo sus pies había un montón de armas. Unos eran garrotes,
hachas y machetes, y otros, pistolas, fusiles y lanzagranadas; y brillaban horriblemente,
como sólo brilla la maldad. Nos sentimos tristes. De pronto el vehículo, manejado por un
joven escondido detrás de unos lentes negros, dio un volantazo en dirección contraria al sol
y se alejó por otro camino, también de lodo y piedras. De esos hay muchos en Koidu,
nuestra aldea.
Nosotras nos acuclillamos ocultando la cara entre las piernas y comenzamos a llorar,
justo como lloran las flores al ver el desastre del mundo. Nos daba pena que nuestro primo
fuera un soldado, pero más que nuestros familiares y conocidos, todos habitantes de la
aldea, nos rechazaran. Eso era lo que en realidad nos hacía llorar. A ellos les horrorizaba el
color de nuestra piel, que era albina como la de ciertos hongos, y de nuestros ojos, tan rojos
como los de algunos conejos. Tontamente creían que éramos hijas de Mandinga, o sea del
diablo, y no de nuestros padres; y nos tenían miedo y odio, sentimientos de médula negra
que los hacían atacarnos.
Cuando nos veían asomar la cara o caminar por ahí, se nos quedaban viendo con ojos de
buitres devoradores de serafines caídos y nos gritaban “¡Hija del demonio!”, “¡Hija del
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demonio!”. Y es que los sierraleoneses siempre han sido supersticiosos. Todos creen en el
chamanismo y la magia, blanca y negra.
Pero la gente de Koidu no nos quería sólo por eso. Ella creía que la habíamos
traicionado. ¿Cómo era eso? Bueno, hace tres años el Frente Revolucionario Unido de
Sierra Leona, al que todos llamaban FRU y que es una organización paramilitar en la que
sólo hay miembros de la etnia temné, nos secuestró. Llegaron así, de pronto, al modo de los
vientos llenos de trampas, y se echaron sobre la aldea. Y entre que unos corrían y otros
gritaban y disparaban armas, fuimos atrapadas por él. Para los aldeanos, desde ese
momento, nos convertimos en parte de esa bestia agresiva e intocable, que era el FRU.
Con todo y que hubo algunos heridos, en un principio el FRU quiso convencer a los
aldeanos de que sólo él podía defender a la democracia y proteger al pueblo del gobierno,
dirigido por la etnia de los mendes y al que acusaba de malo y corrupto. Después fue a más
y comenzó a atacar a la gente para obligarla a huir. A la manera de los espíritus insaciables
de ánimas, el FRU quiso quedarse con las tierras de los aldeanos. Lo que más le interesaba
eran las zonas donde hay diamantes; las controlaba y explotaba y el dinero que recibía lo
empleaba para comprar armas y seguir peleando contra el gobierno. Aunque todos
sabíamos que entre uno y otro no había diferencias.
Para los pobladores de Koidu, no era importante que nosotras, durante el tiempo que el
FRU nos mantuvo presas, fuimos sometidas a cosas horribles que nos convirtieron en
sombras desgajadas, como combatir armadas con una hoz sin filo contra las tropas del
gobierno o cuidar a los combatientes del FRU cuando eran heridos y sus almas, también
lastimadas, parecían querer abandonarlos saliendo por las llagas. Nos fue impuesta la tarea
de limpiar las lesiones y conseguir vendajes y antisépticos, analgésicos y desinflamantes, y
cuando no los había, hierbas y plantas medicinales que, a veces, debíamos robarle al bando
contrario. Eso nos llenaba de terror porque podíamos ser descubiertas y asesinadas.
También teníamos la obligación de limpiar las asquerosas letrinas y las bacinicas y
soportar, normalmente sin una razón de por medio, azotes de perro desamparado. Usaban
varas largas y delgadas como látigos que dejaban nuestra piel abierta en dolorosos ramos de
hilos rojos. Había ocasiones en que la situación estaba en calma. Pero eso casi nunca
sucedía. Entonces los soldados organizaban rifas y el ganador tenía derecho a abusar de
nosotras. Lo hacían mientras se drogaban y embriagaban con bebidas adulteradas y
creyendo que el ganador, en realidad, se acostaría con Mandinga. Para ellos era como
sobrevivir a un reto mayor.
A los habitantes de Koidu tampoco les importaba que sufrimos la amputación de nuestra
mano, ni que fue por haber sido acusadas mentirosamente de robar un montón de diamantes
en bruto, que el FRU pretendía cambiar en el mercado negro por armas hechas en países de
los que apenas habíamos oído hablar: China, la Unión Soviética, Alemania, Bélgica y otros.
Los aldeanos sabían que el verdadero responsable era el FRU, pues entre sus miembros
se robaban, engañaban y hacían trampas para quedarse con lo que podían. Como el Frente
necesitaba a alguien a quién culpar, nosotras resultamos ideales. Un miliciano, sudoroso y
borracho como un tonel de poyo, nos mutiló con un machete que mostraba una pavorosa
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sonrisa de óxido y mellas, frente a un pelotón igualmente embriagado por aquel popular
vino de palma.
Aunque los soldados también nos rechazaban por ser albinas, aseguraban que los tiernos
huesos de nuestra mano cercenada eran valiosos. Según ellos, servían para preparar
pócimas y brebajes curativos o como talismanes infalibles para vencer a la muerte. Por eso
un grupo se peleó por los huesos. Los ganadores corrieron a venderlos a quien más dinero
les ofreciera.
Los aldeanos también sabían que el horror, el dolor y la hemorragia de río sin cauce nos
provocaron una conmoción, y que luego los milicianos nos arrojaron a una vereda por la
que casi nadie pasaba. Lo que querían era que los animales salvajes nos devoraran. No fue
así gracias a que, por casualidad, apareció un equipo de emergencias de la Cruz Roja;
extraviado, buscaba cómo regresar a su base, que afortunadamente para nosotras estaba a
poca distancia de Koidu. Al descubrirnos, tiradas como un costal de algodón en el camino,
se detuvo a atendernos. Luego nos llevó a un pobre hospital donde tardamos seis semanas
en recuperarnos de la infección de vidrios purulentos que nos causó la amputación.
En ese tiempo recibimos los cuidados de varios médicos y enfermeras, y de Ibrahim y
Ferme, nuestros padres. Ellos, tras recibir noticias de nosotras, fueron al centro médico. Su
presencia, sin embargo, no fue bonita. Nosotras absorbimos sus muecas de repulsión con
ojos irritados, como de esponjas llenas de sufrimiento, y ellos atraparon nuestras miradas
con las redes de sus ojos negros, en los que había tristeza, enfado y muy poco amor.
Parecían preguntarse porqué habían tenido la lamentable suerte de traer al mundo a una
niña maldecida.
Cuando me puse mejor me llevaron de regreso a casa. Además de atenderme, su mayor
ocupación era el pobre puesto de verduras y legumbres del cual vivíamos. Papá y mamá
decidieron que se turnarían para cuidarnos. En esa determinación también incluyeron a
nuestros hermanos, Sama, Siaka y Kelfala, algo mayores que nosotras. La idea era
asistirnos y, al mismo tiempo, no abandonar el mísero negocio, ya que a veces los aldeanos
intentaban hacer de las suyas y robarlo.
La tarea fue un fastidio para los seis y acabamos hundidos en un pesado cansancio, algo
parecido a un ataúd de plomo sólido. Las discusiones familiares ni siquiera pararon con la
donación, que nos hizo una ONG francesa, de las cremas, prendas de vestir, sombreros y
lentes para evitar que nos dieran los malignos rayos del sol, y de la prótesis, cosa muy cara
y que mis padres no podían comprar.
Papá y mamá se estancaron en la oscura ciénaga de un pleito que duró varios días, sobre
lo bueno y lo malo de enviarnos a uno de los alberges de la ONU que ayudaban a las
víctimas de la guerra. Nosotras, acostadas sobre una cobija de fibras naturales llena de
hoyos, horriblemente mordidas por moscas y moscos ofensivos, escuchamos lo que uno y
otro decían. Mamá era la más decidida a entregarnos a la ONU. “Esa niña estará mejor en
otras manos, lo sabes bien”. Pero papá, sacudido, dudaba. Por momentos decía que sí:
“¡Está bien, está bien, será lo que tú digas!”. Y enseguida decía que no: “Darle a nuestra
hija a la ONU significará perderla para siempre”.
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Enfadadas con todos ellos y con nosotras mismas, lastimadas por dentro, nos
prometimos huir cuando nos sintiéramos un poco mejor. Procuramos acelerar nuestra
recuperación obligándonos a ponernos de pie y a caminar por los rincones de nuestra
casucha. Después nos animamos a salir y andar por los alrededores, cuidándonos de los
bichos venenosos, sobre todo de aquellos que transitaban a ras de suelo como demontres
del inframundo. Fue cuando probamos en la tierra nuestra prótesis. Escarbábamos hoyos y
al poco los volvíamos a rellenar, como si se tratara de tumbas. Con el transcurso de los días
nuestras salidas se volvieron algo común y cada vez eran más lejanas. Cada excursión, por
breve que fuera, nos permitió ir dominando la mano de plástico hasta que logramos hacerlo
totalmente.
Una noche, cuando nuestros padres y hermanos dormían como grutas profundas,
escapamos. Llevamos con nosotras un pequeño maletín de aluminio. En el frente tenía una
placa de metal con la palabra “Halliburton”, que a nuestros ojos era como el anuncio de una
terrible maldición. Lo hallamos cerca de la casa, entre un montón de cacharros
abandonados a saber por quién. En él pusimos agua, fruta y un poco de comida que
tomamos de la cocina.
Aunque avanzamos con rapidez ignorábamos a dónde dirigirnos. Eso nos hizo sentir
muy desanimadas. Para colmo, los estambres dorados del alba descubrieron el sitio sobre el
cual arrastrábamos nuestras desgatadas sandalias. Había chozas y casas baleadas,
convertidas en carbón o derribadas como pájaros de sacrificio. La hierba, el pasto y las
palmeras eran grandes y desordenados y los matorrales, espinosos. Pululaban las abejas y
los abejorros, las moscas y los moscos en veloz vuelo de metralla. El panorama era similar
a un camposanto en el que florecían las ruinas.
Vimos una palmera alta, flaca y triste, y nos sentamos bajo su sombra transparente para
desayunar un poco de arroz bañado en salsa de mandioca, benchi, plátanos fritos y
cacahuates asados. Comimos desganadas, sintiendo que la comida se nos atoraba en la
garganta, como las lágrimas en nuestros ojos sin consuelo.
A nosotras llegaron muchos ruidos que nos dieron miedo. Gritos, balazos, detonaciones,
ladridos… Nos pusimos nerviosas y terminamos arrojándonos al suelo y deslizándonos
como cocodrilos esquivos hasta un sitio donde había escombros. Allí nos quedamos el resto
del día, pensando en muertos y tumbas y otras cosas horribles. Cuando llegó la noche, con
su rostro de burla cruel, nos sentimos aún más angustiadas. No había luna y teníamos la
seguridad de que en cualquier momento habrían de aparecer animalejos, bestias o
combatientes rebeldes que podían hacernos daño.
Aplicamos algo de lo que aprendimos mientras el FRU nos tuvo cautivas y encendimos
una fogata. Y cuando estuvimos seguras de que la flama duraría un largo rato, intentamos
dormir. Aunque la verdad es que apenas lo logramos, pues el irritable zumbido de los
mosquitos, el graznido de algún ave al cruzar la oscuridad, el movimiento de la vegetación
empujada por el aire, el ruido de las hormigas y las termitas que podaban y hacían hoyos en
plantas y troncos caídos, y el crepitar de la madera al ser consumida por el fuego, nos
obligaban a despertar a cada rato.
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La fogata aún ardía y el amanecer se acercaba con tranco lento cuando abrimos los ojos.
Cansadas, volvimos a preguntarnos hacia dónde debíamos continuar. Mientras lo
meditábamos, apagamos el fuego y las brasas humeantes echándoles encima algo del
cascajo amontonado alrededor.
En eso estábamos cuando, de pronto, topamos con un pequeño saco de fibra. Estaba
medio oculto entre trozos de tabiques y cemento y arena y tierra. Nos aproximamos a él y
lo cogimos con la prótesis para verlo de cerca. Apenas pesaba. Lo suficiente para despertar
nuestra curiosidad y abrirlo. Nos llevamos una enorme sorpresa cuando vimos que,
amontonadas como abejas en un panal, en el interior había varias piedras calizas revueltas
con diamantes que brillaban como los sueños buenos.
Agitadas y sin saber qué hacer, nos sentamos en el suelo. Estuvimos así un rato,
observando las joyas casi sin respirar. Luego decidimos, ignoramos por qué, regresar a
casa. Marchamos con gran lentitud, sintiendo los rápidos latidos de nuestro corazón e
imaginando la enorme cantidad de cosas que nuestra familia y nosotras podríamos hacer
con esos diamantes.
Nuestros padres y hermanos nos recibieron horriblemente, como si nos hubieran dado a
beber, obligadas y de un golpe, un jarrón de jugo hecho con manzanas podridas y gusanos
para la ocasión. Mamá nos dijo de todo por restarle comida a la familia. Nuestros hermanos
hicieron comentarios que nos lastimaron profundamente. “Lisiada” ―rumiaron como
vacas―, “larva tonta” ―chillaron como cerdos―. Y papá, primero severo y luego
conciliador, nos dijo que temió que los rebeldes nos hubieran secuestrado otra vez.
En respuesta, nosotras nos prohibimos hablarles de las piedras encantadoras, ya no
digamos mostrárselas. Después buscamos un momento para cavar una fosa al pie del corral,
en el que había media docena de gallos y gallinas enclenques, y las enterramos con la
intención de olvidarnos de ellas para siempre. Sin embargo, al cabo de unos días, nuestro
resentimiento disminuyó y regresamos al sitio para sacarlas.
Durante el almuerzo, consistente en pequeñas raciones de yebeh con ñame, pimiento
verde, cebolla asada, aceite de palma y sal, nos animamos a mostrarlas a la familia. Mamá,
enloquecida como un remolino de polvo seco, quiso saber de dónde saqué las gemas.
Nosotras le contestamos intimidadas, pero evitando mirarla. Papá, nervioso y con gotas de
sudor helado en la frente, quiso conocer qué pensaba hacer con ellas. Nosotras no supimos
qué decir y nos quedamos cruzadas de brazos y en silencio, como si un animal de fieros
humores nos hubiese arrancado la lengua. Entonces intervino Sama, alto y de mirada
brumosa.
―Les diré qué haremos: venderemos esos diamantes poco a poco en el mercado negro e
iremos comprando armas para vengarnos del FRU.
La respuesta disgustó a papá.
―No, lo que haremos será venderlos todos e irnos a vivir a Freetown, la mejor ciudad
del país. Allá compraremos un terreno y construiremos una casa. También nos haremos de
fertilizantes, material para trabajar la tierra, uno o dos tractores y una camioneta para
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movernos sin problemas. Y ustedes irán a la escuela. Su mamá y yo queremos que estudien
y sean hombres de bien.
Las palabras de papá no nos causaron ningún entusiasmo y tanto menos a mis hermanos.
Más interés teníamos en mirar a unas moscas gordas y humosas, iguales a las que hay en
los cementerios y las fosas comunes, que se perseguían por el suelo con velocidad de balas
errantes. Siaka y Kelfala, atraídos por la idea de usar armas de fuego y probar su poder
mortal sin dar cuentas a nadie ―como hacían casi todos los aldeanos, el FRU y el
gobierno―, dirigieron sus miradas huecas hacia Sama y le sonrieron.
―No entiendo qué quieres decir, padre ―Sama abanicó con la mano para ahuyentar a
unos moscos que lo estaban rondando con lanzas de hierro―. Si lo único que podemos
hacer es matar para no morir, no importa dónde vivamos. No hay más. Tienes que entender
una cosa, padre ―soltó un viejo refrán―: “Los tambores de guerra son tambores de
hambre”.
Papá resopló como un elefante apagado. Se llevó una mano a la frente y se limpió el
sudor.
―Dame los diamantes, Fatmata, yo decidiré qué hacer con ellos.
Nosotras lo vimos de arriba abajo y de abajo arriba. En su cara había hartazgo, duda y
temor. Quizás por eso le entregamos el saco a Sama y echamos a correr fuera de casa.
Papá y mamá hicieron todo lo que se les ocurrió para evitar que sus tres hijos varones
cambiaran las joyas por armas, pero no lo lograron. Entonces, frustrados y enojados, la
emprendieron contra nosotras. Nos trataban con frialdad o, de plano, evitaban hablarnos.
Mientras, Sama, Siaka y Kelfala se burlaban de nuestra ingenuidad.
―Tú no eres como Mandinga, sagaz y maléfico, más bien tienes la inteligencia y el
valor de una oruga ―nos mostraban sus dentaduras grandes y cuadradas, como de burros.
La tensión creció el día en que los chicos se fugaron de casa para aparecer, más tarde,
con fusiles y lanzagranadas.
―A partir de hoy los soldados del FRU y los aldeanos de Koidu sabrán cuál es el
verdadero espíritu de los hijos varones de Ibrahim y Ferme Bangura ―les dijeron a ambos.
Con sólo echar un vistazo a las armas, papá, mamá ―y nosotras mismas―, sentimos el
aplastante peso de una roca en nuestros estómagos. Supimos que la muerte se había posado
sobre todos nosotros. Y así fue. Los chicos apenas estaban aprendiendo el empleo de los
fusiles y ya corrían desesperados por ayuda para Kelfala, víctima de un disparo accidental.
Ni fue posible salvarlo ni hubo consuelo para papá y mamá, que nos dejaron caer con más
fuerza su rabia e impotencia.
―Si no hubieras traído los diamantes a casa, Fatmata, esta tragedia jamás habría pasado
―nos apuntó él. Sus ojos eran dos fieras bolas de fuego.
―¿Para qué regresaste? ―nos contempló ella, transformada en un manojo de ira y
nervios quebrados―. Debiste permanecer en el FRU. Para nosotros, entiéndelo bien, eres
una traidora y un problema diabólico que no queremos.
Esas palabras nos llegaron al alma como dardos venenosos. Casi nos volvimos locas
por la culpa que sentíamos. Tras el funeral de nuestro hermano, nos las arreglamos para
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recuperar el costal con los diamantes que sobraron y fugarnos. Anduvimos horas enteras sin
mirar otra cosa que no fuera un territorio desbaratado a causa de la guerra.
¿Qué podíamos hacer nosotros, los Bangura, ahora que estábamos hechos trozos y que
nuestra única solución, los diamantes, se habían convertido en un alud de pesadilla? Esta
pregunta giraba una y otra vez dentro de nosotras mientras arrojamos a cualquier parte las
malditas piedras. Las aventamos espaciadamente y tan lejos como pudimos, mientras
marcábamos el suelo con pisadas dudosas y sin rumbo que, luego de un rato, nos llevaron a
toparnos de frente con unos combatientes del FRU. En menos de lo que demora un gallo en
cantar nos rodearon y apuntaron con fusiles y pistolas.
―Escucha, hija de Mandinga ―nos dijeron con seriedad de peñascos grises― tu familia
tiene unos diamantes que nos pertenecen y los queremos de vuelta.
Esa orden aceleró nuestros latidos. El saco ya no tenía una sola piedra de valor. No había
nada que entregarles. De pronto, un joven miliciano con un horripilante tatuaje en el cuello
nos arrebató el saco de un tirón. Era nuestro primo Yusuf. Al ver que en el interior sólo
había piedrecillas calizas abrió la boca, rematada por colmillos largos y puntiagudos y, cual
babuino enojado, lanzó una serie de rugidos que en realidad eran insultos. Si algún lazo
familiar nos unió, ya no existía. Nos dijo de todo y más, haciéndonos temblar y llorar y
pensar que la aterradora experiencia del secuestro se repetiría.
De pronto un disparo lo acalló. Desconcertado, Yusuf abrió los ojos de manera excesiva,
dio dos, tres pasos hacia atrás y nos miró caer a sus pies. La bala nos deshizo el cráneo con
la facilidad que un viento de aguijones negros rasga un lago de flores blancas.
Un instante después nos invadió una sensación de ligereza. Con un zumbido penetrante,
parecido a un enjambre de insectos voladores, cruzamos frente a los ojos opacos de los
combatientes del FRU y nos alejamos con rapidez. Frente a nosotras se abrió el cielo,
rociado por la grisácea luz del sol, apenas visible entre las nubes que cubrían su resplandor.
El astro tenía la apariencia de un diamante deslucido e inalcanzable. Tal como la necesaria
paz que desde hace mucho tiempo clama nuestra tierra, asolada por la avaricia, la estupidez,
el desamor, la furia.
25

Promesas entre la vida y la muerte

A mediados de 2016, pocos meses después de concluir un doctorado en Historia Militar del
Sudeste Asiático, en la Universidad de Asuntos Internacionales de China, el señor Gao
Zhiyang, de 30 años de edad, asumió la dirigencia del Instituto de Estudios Internacionales
de Pekín. En su sonrisa de ondas graves había un dejo de suficiencia, un gesto de cielos
superiores que se reflejaba también en el profundo negro de sus ojos rasgados y el cabello,
también oscuro, pulcramente corto y bañado en fijador.
Como los demás aspirantes al cargo, Gao Zhiyang empleó todos los elementos que tuvo
a la mano para llegar a él. Ciertamente, presentó al consejo académico los documentos que
avalaban su trayectoria escolar y laboral, caracterizada por la ausencia de máculas y el alto
valor de sus notas. No obstante, las aspas que lo impulsaron a la meta deseada fueron las
recomendaciones de altos funcionarios gubernamentales y miembros del Partido Comunista
Chino, del que era, pese a su corta edad, veterano militante.
Las nuevas responsabilidades del bien calificado Gao Zhiyang eran demandantes,
delicadas. Una de ellas, tal vez la más significativa, radicaba en brindar asesoría en materia
de geoestrategia y seguridad territorial a las autoridades militares de mayor rango en China,
considerada por la inmensa mayoría de los expertos como la nación llamada a desplazar al
imperio estadounidense.
26

Gao Zhiyang comenzaba a familiarizarse con su nuevo entorno de trabajo y las tareas
que debía acometer, cuando recibió una llamada del ministro de la Armada. Breve, ayuno
de adornos pero cortés, lo invitó a participar, a las 15.00 de ese mismo día, en una reunión
de secretos cautivos destinada a analizar las distintas fases de un proyecto para construir
una base militar en el codiciado archipiélago de Nanji, provincia de Zhejiang.
Sumaban más de medio centenar los eslabones de ese hatajo de islotes, considerado por
la ONU reserva de la biosfera. Cada uno de ellos daba cabida a montañas de un verde
hirviente y peñascos de piel oxidada, y constituían una lozana cadena vital. Bajo la
superficie del agua, entre los bancos de arena y los afloramientos rocosos, se esparcían
quebradizos arrecifes, algunos de ostras y otros de corales, y moraba una amplia gama de
algas y crustáceos, moluscos y peces, fuente de alimento de multiplicidad de aves que
también habitaban el conjunto.
El gigante asiático jamás le quitó el ojo a ese atomizado punto del océano Pacífico.
Amén de representar un atractivo laboratorio para desarrollar investigaciones marítimas, se
ubicaba a sólo 300 kilómetros de las estratégicas ínsulas Diaoyutai/Senkaku, materia de una
intensa contienda jurídica y diplomática con Taiwán y Japón. Ambas naciones también
reclamaban soberanía sobre ellas. De hecho, desde 1971, el país del Sol naciente las
administraba con el aval de los Estados Unidos. La cohorte insular era importante,
asimismo, porque en sus entrañas bullían ricos yacimientos de hidrocarburos. Por su
incalculable vastedad destacaba el dinosáurico pozo Chunxiao/Shirakaba.
En cualquier caso habría que subrayar que el principal interés de la patria del martillo y
la hoz sobre las islas radicaba en erigir la base militar. Ceder en eso era punto menos que
imposible. Esto explica por qué, callada, subrepticiamente, instaló en una de ellas ocho
pistas de aterrizaje para aviones y helicópteros y una línea de radares.
Todo lo que pudieron hacer las naciones rivales, en respuesta a tan sorpresiva y
desafiante maniobra, fue emitir gritonas notas de condena. Nada más. Pero los chinos, que
actuaban con sigilo de estrellas bajo un cielo rojo, ni siquiera se inmutaron. Habían dado un
paso de gran trascendencia para mantener vigilados, desde una posición prominente, los
movimientos de sus rivales en esa zona del acerado y nervioso Pacífico.
Antes de entrar en materia, el ministro de la Armada, movido por un indeclinable fervor
nacionalista, felicitó a Gao Zhiyang por arribar a la cabeza del connotado Instituto de
Estudios Internacionales de Pekín. Dueño de una ecuanimidad a toda prueba y sin embargo
cordial, le habló de lo necesaria que resultaba para China, para el presidente mismo, la
incorporación de jóvenes y pujantes talentos, de individuos comprometidos con el futuro de
la patria, decidida a ocupar el sitial más alto en el órfico concierto de las naciones.
Henchido con aquellas palabras de miel, Gao Zhiyang regresó a la época cuando era un
párvulo de pantalones cortos y jugaba con sus amigos, avituallados con todo tipo de
juguetes bélicos, desde jeeps, tanques y soldados de plástico, hasta aviones, helicópteros y
pistolas de dardos. También jugaba béisbol con ellos, deporte rey al que en algún momento
pensó entregar su existencia. No lo hizo porque un chispazo, una flama alojada en el fondo
27

de su ser, lo llevó a percatarse de que, por encima de todo, imperaba su inclinación por el
estudio de la esfera castrense y los ámbitos internacionales.
En ese entonces Pekín anunciaba con trompetas flamantes el despegue económico y
militar que, con el paso de los años, transformó su ajado y romo rostro en uno lleno de
vivacidad y cautivador. Tal fenómeno también se presentó en otras regiones del país, en
particular las más cercanas al golfo de Bohai y los ríos Yangtsé y Cantón. El desarrollo de
China se dio a la velocidad de un rayo de pupilas luminosas y los Estados más poderosos
del Globo comenzaron a mirarla como una amenaza para el orden internacional, por ellas
instaurado.
Después de la entrevista, Gao Zhiyang, mostrando finas costuras de satisfacción en la
faz, extrajo el teléfono celular de su saco y le habló a Su Yanliang, su novia. Le dijo que
iría a visitarla, que lo esperara para cenar. Pero no llegó a tiempo. A decir verdad desvió el
camino para dirigirse a una joyería Enzo, en el centro de Pekín, donde adquirió un anillo de
compromiso. Era de oro blanco y tenía dos hileras entrelazadas de zafiros y un diamante de
gran pureza engastado justo en el centro. Nada más verlo hacía pensar en la radiante luna
llena que satura con su luz de sortilegio los cielos nocturnos de Pekín, durante las primeras
noches de cada de febrero.
El costo de la sortija rondó los veinte mil yuanes. Nada barato. Al llegar al departamento
de su novia, con quien mantenía una relación de dieciocho años, le pidió matrimonio sin
atender los reclamos que ella le dirigía por llegar con dilación a la cena. Su Yanliang
demoró unos segundos en comprender la proposición de Gao Zhiyang. Luego, avivada por
la reverberación de sus emociones, lo coronó con una algodonosa hilera de abrazos y besos
en el cuello y los labios.
―Desde que te conocí, he esperado este momento, amado Gao Zhiyang. Te amaré lo
que me resta de vida, y más allá.
―No hay persona en el mundo, en el sistema solar, en la galaxia, en el universo, que me
importe más que tú, amada Su Yanliang.
Los prometidos, dulces, ávidos, en lugar de cenar entrelazaron sus miradas soñadoras y
sus risas de nácar marino, sus bocas jadeantes y sus cuerpos de olas concéntricas, y se las
arreglaron para amarse en un sillón individual, tapizado con las suaves escamas de
pececitos mandarines plenos de color.
Al siguiente día, Gao Zhiyang marchó a la oficina y Su Yanliang a la Escuela de
Economía y Administración de Empresas de la Universidad Normal de Pekín, donde
impartía clases de finanzas a alumnos de primero y segundo semestres.
Durante el curso del mediodía, la pareja intercambió azucarados, melifluos mensajes que
se enviaban desde sus teléfonos celulares. Como sucedió el día anterior, Gao Zhiyang le
prometió ir a cenar. Ella bromeó con él pidiéndole un nuevo anillo de compromiso cada vez
que la visitara. “Es una buena forma de irme asegurando para la vejez”. Él rio de buen
grado. “Te he amado, te amo y te seguiré amando por los siglos de los siglos” ―la breve
línea iba adornada por una hilera de emoticonos que se besaban con alborozo de burbujas
minerales.
28

Gao Zhiyang, sonriente, agitó la cabeza y volvió a sus graves ocupaciones. En la


luminosa pantalla de la computadora aparecieron los laberínticos planos de la base militar
en las islas Diaoyutai/Senkaku, que el ministro le hizo llegar de manera confidencial, con la
petición de que los estudiara a conciencia. Gao Zhiyang examinaba el material concentrado
cuando una llamada, 00000000, entró a su teléfono móvil. Extrañado, excitado inclusive,
pensando que podía tratarse de un telefonema secreto del ministro de la Armada o de algún
otro cimero funcionario gubernamental, tal vez de inteligencia, que requiriera de sus
servicios, contestó. En contra de sus expectativas, lo que escuchó fue una voz oscura,
metálica, como salida de ultratumba, amenazándolo de muerte.
―¿Qué clase de broma es esta? ―dejó escapar una sonrisa de ribetes descreídos y
altaneros―. ¿Sabe usted con quién habla?
―No es broma, pronto lo constatará ―la voz cortó.
La expresión de Gao Zhiyang no era de desconcierto y mucho menos de temor. En su
rostro, contraído, lleno de diminutas estrías alrededor de la boca y los ojos, había
indignación y rabia. ¿Quién habría tenido los arrestos para hablarle de esa manera?
El súbito ingreso de Xiao Xiuwen, la secretaria, desvío su atención. De estatura breve,
filiforme cual fideo y dueña de una voz tan chillona y destemplada como un silbato, le
informó que el ministro de la Armada deseaba hablar con él. Gao Zhiyang asintió con un
helado movimiento de cabeza, infló sus pulmones de árbol lozano y espiró con holgura
mientras esperaba a que la asistente retornara a su lugar e hiciera el enlace.
Los dos funcionarios intercambiaron saludos secos y cordiales. Luego Gao Zhiyang
escuchó al ministro decirle que se había reunido con el presidente. Del encuentro derivó la
decisión de que una flotilla de tres destructores y tres fragatas realizaran patrullajes
permanentes en los alrededores de las islas Diaoyutai/Senkaku. El mandatario estuvo de
acuerdo en enviar una señal a los vecinos, en particular a Japón, de que no desistirían, ni
por un segundo, de quedarse con las islas. Como esa recomendación de predador oceánico
en realidad había sido iniciativa de Gao Zhiyang, el ministro quiso felicitarlo de viva voz.
Él le dio las gracias, evitando ser vehemente. Su tono, más bien, era el de la ceniza. Al
punto de atraer la atención del alto funcionario.
―¿Le sucede algo, señor director?
Gao Zhiyang cerró los ojos un instante y recordó con nitidez el penetrante timbre de la
malintencionada voz. Al abrirlos de nuevo, dijo:
―A decir verdad, señor ministro, he recibido una amenaza de muerte. Podría ser algo
serio ―procedió a hablarle del tema al funcionario. Luego le solicitó interponer sus buenos
oficios para conseguir una pistola.
―No la quiero para mí, sino para mi futura esposa. En unas semanas más contraeremos
matrimonio.
El titular de la Armada respondió:
―Veré qué puedo hacer, usted sabe perfectamente que en China los civiles no pueden
tener armas en sus casas sólo porque sí.
29

―Conozco la ley y no pretendo quebrantarla, señor ministro. Pero dadas las


circunstancias…
Aunque la plática no diluyó por completo el enfado de Gao Zhiyang, lo hizo sentir más
sereno. Lo suficiente para seguir trabajando con normalidad. Pero al dar 17:30, su irritación
se reactivó y salió apresurado, taconeando el piso sin misericordia mientras oteaba por
encima del hombro, alerta, como lo haría un animal de presa que se sabe perseguido otro, al
que no logra ver por ningún lado. Tras abordar su camioneta roja Haval, cerró las puertas
accionando un botón, se colocó el cinturón de seguridad, encendió la marcha y condujo
hacia el departamento de su prometida. Ella daba los últimos toques a la mesa. Había
colocado una ensalada de espinacas y champiñones bañados en salsa de ostiones y se
aprestaba a poner un platón con arroz cocido, tazones con soya líquida y ciruelas, una
botella de vino blanco y un par de copas de cristal cortado.
Gao Zhiyang llegó a su destino una hora más tarde. No lo pensó demasiado y dejó que
Yanliang hablara. Ésta, risueña y gesticulando más de lo usual, le platicó cómo se las había
ingeniado para enviarle, durante la clase, un mensaje tras otro sin que sus alumnos se
percataran.
―Has de saber que estuve escribiéndote mientras exponía un tema relacionado con
criterios de evaluación empresarial y respondía a las complejas preguntas de mis alumnos
―el anillo de compromiso refulgía como astro desmesurado en el dedo anular de su mano
izquierda―. Tuve que emplearme a fondo para evitar ser descubierta por ellos.
De manera superficial, muy poco detallada, Gao Zhiyang también le habló de su día en
la oficina. Fue especialmente cuidadoso en no comentar la amenaza de muerte. De ninguna
manera deseaba robar la tranquilidad a su futura consorte.
Al día siguiente, temprano, se despidieron. Las horas de reposo y la compañía de Su
Yanliang regresaron la confianza a Gao Zhiyang. Se escuchaba fuerte y entero cuando al
decir adiós a su amada le murmuró al oído que la telefonearía más tarde. Ella lo retribuyó
con un guiño encendido y una sonrisa de latidos sensuales. Horas después, el ministro de la
Armada mandó llamar a Gao Zhiyang. Lo recibiría a las 15:45.
Poco antes del encuentro, mientras esperaba a que el semáforo cambiara del rojo al
verde, Gao Zhiyang le habló a Su Yanliang:
―Te invito a cenar al restaurante Lost Heaven, que tanto te gusta. En un rato sostendré
una junta con el ministro de la Armada. Calculo que durará dos horas cuando mucho. No
más. Tan pronto me desocupe, iré por ti al departamento.
Su Yanliang prometió esperarlo. Pero lo cierto es que Gao Zhiyang no asistió a la
reunión de trabajo, ni se hizo presente en la morada de su prometida, ni volvió a aparecer
en escena aun cuando las corporaciones policiacas, los órganos de seguridad e inteligencia,
y los medios de comunicación, dedicaron largas horas a buscarlo. Las pesquisas no fueron
concluyentes, con lo cual las autoridades lo declararon oficialmente desaparecido y
remitieron el expediente al archivo, donde permaneció en un limbo de sombras flotantes. El
ministro de la Armada, circunspecto, telefoneó a Su Yanliang. Le aseguró que le enviaría
un arma.
30

―La mantendrá resguardada, señora. Es lo menos que puedo hacer para retribuir el buen
servicio que el patriota Gao Zhiyang prestó a nuestra nación, convertida ahora, no sé cómo
ni a partir de cuándo, en un lugar desapacible y no pocas veces peligroso.
Su Yanliang, con ojos humedecidos y un nudo en la garganta, recibió la pistola. En su
mano, frágil, menuda, transparente cual cristal, lucía como un insecto venenoso dispuesto a
atacarla. Sólo ella supo cuánto luchó contra sus propios recelos de mujer pacífica antes de
animarse a guardar la pistola en el bolso.
Convencida del regreso de su prometido, se dedicó a esperarlo aun a costa de que un
recio oleaje de años perdidos se le viniera encima. Evitó caer en los acantilados de la
depresión y la locura y convertirse en una piltrafa de acentos discordantes, al concentrarse
en sus actividades académicas. En la escuela donde daba clases echó a andar mesas
redondas y coloquios, desató tantos debates como pudo y no cejó en alentar a sus pupilos a
fijarse metas elevadas y alcanzarlas. Emprendió un postgrado en la Universidad Central de
Finanzas y Economía y perfeccionó su inglés en la Universidad de Lenguas Extranjeras. No
conforme, pese a sentirse extenuada por momentos, tomó un curso de poesía budista
heredada por remotos patriarcas zen.
Mientras tanto la nación continuó su cambiante marcha: el Instituto de Estudios
Internacionales de Pekín, aun cuando conservaba fresca la memoria de Gao Zhiyang, abrió
un nuevo concurso para llenar la plaza que dejó vacante; y en la Universidad de Wuhan,
ubicada en la capital de la provincia central de Hubei, el escritor chino Mo Yan, premio
Nobel de Literatura 2012, reafirmó que sus mayores enemigos seguían siendo los
escritores, particularmente los poetas; y los experimentos genéticos realizados por
investigadores de la Universidad SunYat-sen, de Guanzhou, generaron un ríspido debate
entre la comunidad científica internacional, en torno a los límites de la manipulación del
genoma humano; y las importaciones de carne de cerdo, res y cordero alcanzaron un índice
récord de 135 mil millones de dólares, reflejo de la indubitable fortaleza de la economía
nacional; y el Ministerio de Cultura emitió una circular dirigida a las empresas dedicadas a
organizar funerales para informarlas que serían sancionadas si insistían en contratar
strippers para amenizar velatorios; y para poner punto final a la construcción de un
radiotelescopio que se había ido levantando a lo largo de cinco años en las montañas de
Guizhou, con el propósito de escudriñar los cielos en busca de vida inteligente, fue
reubicada una colonia de 10 mil personas que residían en los alrededores de la instalación;
y un grupo de artesanos de Pekín impulsó una iniciativa en favor del medio ambiente,
encaminada a enseñar a la población, en particular a la universitaria, a construir bicicletas
de bambú; y el gobierno chino lamentó la infausta muerte de quince ciudadanos que se
encontraban en Nepal al momento del terremoto de 7.9 grados en escala Richter, que
sacudió al minúsculo enclave; y con la intención de aminorar el descontento de la población
de Hong Kong, a raíz del creciente incremento de pobladores originarios de China
continental, el gobierno fijó un límite al número de visitas que estos podían realizar a la
antigua colonia inglesa. Pese al deterioro de la economía planetaria y los ajustes a que debía
someterse el yuan, las autoridades económicas y financieras de China destacaron que el PIB
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de su nación continuará creciendo muy por encima de la media internacional. Con el apoyo
inicial de medio centenar de naciones, el gobierno central anunció la creación del Banco
Asiático de Inversiones en Infraestructura, entidad a la cual se adhirieron, sorpresivamente,
varios aliados de los Estados Unidos, como el Reino Unido, Francia y Alemania. La
máxima instancia judicial de China informó que la periodista Gao Yu fue sentenciada a
cumplir siete años de prisión, tras ser encontrada culpable de revelar secretos de Estado al
extranjero. El gobierno chino, preocupado por las emisiones de internet provenientes del
extranjero, impulsó la construcción la Gran Cibermuralla, proyecto en el que empresas
como Baidu, Weibo, Renren, Youku jugaron un papel clave. Los dos titanes, China y
Rusia, firmaron un acuerdo para estrechar la cooperación e impulsar el intercambio de
tecnología en el ámbito de la seguridad territorial, trato que implicó el desvanecimiento de
la preminencia rusa en esta materia. Asimismo, ambos países firmaron una declaración
conjunta para construir la “Nueva Ruta de la Seda”, que contempla la puesta en marcha de
grandes proyectos de infraestructura para conectarse por tierra y mar con Asia Central,
Europa y reforzar la cooperación con Asia y África. Tras ser vetado por la Casa Blanca, que
lo acuso de espionaje, el gigante empresarial Huawei anunció la firma de más de cincuenta
contratos comerciales de telefonía 5G en el mundo, veintiocho de ellos con Europa. Entre
2017 y 2019, China y los Estados Unidos impusieron aranceles mutuos a una larga cadena
de productos, por un valor que supera los 360 mil millones de dólares. El gobierno chino
realizó una callada labor diplomática para persuadir a la Unión Europea de que retirara el
embargo de armas que le impuso a raíz de los incidentes en la Plaza de Tian’anmen, en
1989. La Agencia Nacional de Aeronáutica China liberó imágenes de la primera misión que
envío a la luna. Los protagonistas fueron la sonda no tripulada Chang’e 3 y el Yutu rover,
vehículo diseñado para escudriñar la rocosa y arenisca superficie del satélite. Las
autoridades chinas elevaron el presupuesto militar para el año corriente fiscal, de 198 mil
millones de dólares a 235 mil millones, cifra sin precedentes aunque todavía lejana a la
aprobada por el gobierno estadounidense para el mismo fin, de 525 mil millones. Luego de
abandonar, casi por completo, la venta de armas convencionales a países en vías de
desarrollo, los chinos se situaron como el quinto proveedor de armas no convencionales en
el mundo, abasteciendo a naciones como Bangladesh, Sierra Leona, Ecuador y Bolivia,
Zambia, Arabia Saudita e Irán. En el marco de una investigación por espionaje las
autoridades chinas condenaron a un hombre, identificado con el apelativo de “Zhang”, a
purgar una condena de ocho años en prisión por vender a una revista de circulación
nacional, especializada en armamento bélico, quinientas fotos de Liaoning, primer
portaaviones de la Armada. Tras guardar infructuosamente el secreto, fuentes oficiales
admitieron la construcción de un segundo portaviones, diseñado para añadir potencia al
despegue de los aviones y provisto de un sistema de lanzamiento por catapulta. Medios
estatales de comunicación revelaron que los diez submarinos nucleares de China estaban
preparados para atacar con misiles ciudades de los Estados Unidos. El gobierno chino
anunció, sin ganas, su disposición a dialogar con Japón y Taiwán, enfadados por el
diferendo en torno a las islas Diaoyutai/Senkaku. Esto, visto de otra manera, reafirmó la
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intención del coloso para construir la base militar en el archipiélago de Nanji. Alarmados,
con fotografías satelitales como prueba, Estados Unidos y Taiwán denunciaron la
instalación de misiles tierra-aire chinos en las islas Spratly, versión que el ministro de
relaciones exteriores de la enorme nación ni confirmó ni desmintió. Luego de que Corea del
Norte detonara su primera bomba de hidrógeno, provocando un sismo de 5.1 grados en
escala Richter y graves daños al medio ambiente, China, Japón y los Estados Unidos,
decidieron sancionarla en el terreno económico.
Las empresas constructoras hacían labores de excavación en las Diaoyutai/Senkaku,
cuando unos obreros encontraron, enterrado en la arena, el cuerpo de Gao Zhiyang.
Ciertamente había transcurrido el tiempo, pero él no lo resintió. Por el contrario, lucía
rejuvenecido, como si las condiciones de la arena, húmeda y suave, lo hubieran regresado a
los años adolescentes. Su vestimenta tampoco estaba deteriorada. Corbata, mancuernillas,
botones, cinturón, zapatos, calcetines, todo intacto.
La airosa apariencia del cadáver contrastaba con la de Su Yanliang, prematuramente
encanecida y arrugada. Ahora usaba gafas graduadas, indispensables para sus ojos cansados
de mantenerla ocupada y lejos del intenso recuerdo de Gao Zhiyang; fastidiados,
igualmente, de saltar de un libro a otro, de un portal electrónico a otro, de un examen a otro,
de leer poesía, de repasar ensayos; exhaustos de guiarla por el denso, desesperante tránsito
de Pekín, y de esforzarse para que pudiera ver a través de la espesa nata de contaminantes
que envolvía a la megalópolis.
Su Yanliang había cambiado, pero no su amor por Gao Zhiyang. A petición del
ministerio de la Armada, acudió a reconocer el cuerpo, al pie de la fosa. Con el anillo de
compromiso en el anular, afligida pero serena, observó el rostro de su amado y le sonrió
como si estuviera vivo. Ni siquiera prestó atención a la insistente mirada de los medios de
comunicación, que a la distancia la seguían con el afán en informar a la conmovida nación.
―Amado Gao Zhiyang, alguna vez un sabio poeta preguntó: “¿Cuándo será el fin del
mundo? ―meditó un rato y contestó―: El día en que muera”. Ahora que has vuelto a mí,
amado mío, mi mundo llegará a su fin. Moriré y rejuveneceré contigo y seremos vida y
muerte y de nuevo vida, siempre―. Su Yanliang extrajo del bolso de mano la pistola, la
colocó en su boca y apretó el gatillo. Cayó como un crisantemo rasgado sobre Gao
Zhiyang, en cuyo rostro pareció emerger una sonrisa de velas felices.
Pero los medios no trasmitieron el desenlace de esta historia. Robó su atención una
súbita, urgente conferencia de prensa convocada por el ministro de la Armada. Daría
respuesta a las amenazadoras declaraciones de Japón, Taiwán y los Estados Unidos, de
acuerdo en formar un frente común armado para impedir la expansión militar de China en
el Sudeste de Asia. En ese momento, todo se detuvo para la población del Globo y nada
importó más que eso. Atronadores, inconfundibles, se hacían escuchar los tambores de la
guerra.
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Pájaros separados

The Prisioners era un bar humoso, de luces a medio morir, ubicado en la Costa de Oro del
estado de Queensland, fronterizo con Sidney, Australia. En sus paredes flotaban, como
nubes pasajeras, elementos alusivos a la añeja monarquía inglesa: caricaturas, fotografías,
reproducciones de escudos y copias de documentos lacrados con sellos nobiliarios que,
silentes y estáticos, observaban a las meseras desplazarse con la rapidez del viento entre un
sillas y mesas, sobre las cuales descansaban platos, tazas, garrafas, escudillas, cubiertos,
copas, botellas.
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La rockola, que en épocas distintas solía reproducir a todo volumen las voces de
cantantes como John Missing, Keith Solitude, Zac Dark, Slim Empty y Jeremy Dust,
permanecía callada.
Sin que nadie lo esperara, Sol, una chica de piel tostada, gafas oscuras y pelo largo y
ensortijado, armada con un bastón y una guitarra acústica, subió vacilante a la tarima. Los
intentos que hizo para encender el micrófono, después de poner el cayado en el suelo,
fueron torpes. Como no logró que funcionara, comenzó a cantar a capela Black Holes In
Your Heart. Tenía acento extranjero y voz desbalanceada.
Isla, sola como sombra de atardecer, con un tarro cervecero vacío frente a sus ojos,
humosos y revueltos, escuchaba la melodía que interpretaba Sol. Se trataba de una pieza
que Linda Alone había popularizado una década atrás y contaba la historia de un alma en
pena, perteneciente a una mujer que nunca había nacido, aun cuando ella aseguraba haber
visto la luz y haberlo tenido todo ―reconocimiento, dinero, viajes, lujos―, salvo el amor
de un hombre. Esa falta la hacía sentir desolada y miserable.
Cuando Sol acabó, Isla levantó las manos para aplaudirle. No obstante, en el último
momento desistió y permaneció inmóvil, callada como las modeladas colinas de Bungle
Bungle. La intérprete, descorazonada por la ausencia de palmas y el lúgubre silencio,
colocó la guitarra sobre el tablado y descendió. Cogió nuevamente el bastón y, víctima de
la desesperación se dirigió a la barra, al otro extremo del lugar. Durante el corto trayecto se
trompicó un par de veces. Mantuvo el equilibro casi de milagro, apoyando una parte del
cuerpo en las paredes. Se sentía perseguida por una multitud de ojos mudos y censores.
Con la garganta hecha arena, seca como el Gran Desierto de Victoria, pidió un tequila al
bartender. Lo bebió de un trago segura de que su fuerte gusto y rasposa textura de conchas
oceánicas la harían olvidar el ridículo que había hecho en escena. Pero no fue así. La bebida
carecía de fogosidad, de vida. «¡Qué me han dado aire!», pensó torciendo la boca. Pidió
otro, aunque esta vez doble. El bartender, silencioso, imperceptible, atendió la petición y
volvió a esfumarse, justo en el momento que el escandaloso timbre de la rockola se activó
como por arte de magia y comenzó a reproducir las voces de aquellos cantantes, populares
en su tiempo, aunque ahora sepultados bajo las cenizas del olvido. Sol se sumió en sus
propias cavilaciones, ignorante de los fumantes ojos de Isla, que la observaban con fijeza.
Al cabo de un rato, Isla, con voz encapotada, se presentó con Sol, extrañada de que
alguien deseara intercambiar algunas palabras con ella. La conversación fue superficial,
nebulosa por momentos. Sol encontraba difícil platicar en el idioma de Isla, muy apartado
del suyo. Como fuera, la conversación giró en torno a la asfixiante atmósfera del bar, al
duro hedor a azufre esparcido entre sus cuatro paredes y al exánime espíritu que lo invadía.
El acercamiento entre las dos mujeres hubiera quedado sólo en esa breve y anodina
plática, de no haber sido porque Isla se empeñó en invitarle otro trago a Sol. Luego ambas
abandonaron el local, que las miró alejarse poco a poco.
Mientras avanzaban sobre la oscurecida arenisca de la bahía, Isla se enteró de que el
verdadero nombre de Sol era Soledad. Tenía 33 años y era oriunda de Lanzarote, España,
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ínsula seca, de vientos perennes y atmósfera turbia resultado de las estelas de arena que, de
manera cotidiana, arrojaba sobre ella el lejano Sahara.
Caminaban con pasos breves, parsimoniosos. Como un par de seres desvalidos. Sol,
ligeramente a la saga, seguía la voz lluviosa de Isla, de lágrimas que se desprenden del
oscuro firmamento.
―De tu país sólo conozco el rumor del flamenco y la fiesta de los toros, y no logro
imaginar siquiera el olor de eso que llaman paella o el sabor de los tacos, a que son afectos
―aseguró Isla, que parecía levitar sobre la bahía―. Tampoco puedo entender por qué
visten esos enormes y absurdos sombreros, debajo de los cuales se ocultan. Al final es
como si tu país deseara esconder algo de lo que se arrepiente.
Sol dejó escapar una risa sólida, pero abatida.
―Los españoles no comemos tacos ni usamos sombreros enormes ―acotó dudando si
había comprendido las palabras de su interlocutora―. Creo que son otros. Tal vez los
mexicanos. No sé. Aunque viéndolo bien, la verdad es que tampoco sé nada de mi nación,
cosa que me tiene sin cuidado.
El blanco vapor que despedía la mirada de Isla pareció congelarse por un instante.
―Australia es parecida ―aseveró―. Está extraviada. Un inmenso buque fantasma en
medio del mar.
El oleaje lanzó un bramido y Sol tropezó; si bien logró recuperar el equilibrio y evitar la
caída.
―¿Estás bien? ¿Te lastimaste?
―Pisé mal. Siempre lo hago. Es la historia de mi vida.
Una serie de ladridos feroces y un grito gélido, punzante, se oyeron a la distancia.
―Escucha ―Sol hizo alto―. Creo que alguien necesita auxilio.
―Todos lo necesitamos ―aseguró Isla. Su voz mantenía ese tono plomizo, de nubes
que se vacían con pesadez. Pero del ladrido y los gritos, si los hubo, nada.
Isla prosiguió.
―¿Y qué haces aquí, además de cantar?
Sol puso gesto de orfandad.
―Eso mismo quisiera saber yo.
La australiana permaneció unos segundos sin decir palabra, ausente. Era una silueta que
flotaba sobre la templada arena de la bahía.
―Está oscureciendo, Sol, y no es bueno que teniendo alcohol en la sangre… ―dejó la
frase en el aire y fue al grano―: ¿Vienes conmigo, a mi departamento? Te invitó a
quedarte. Podemos llegar andando.
―Sí ―respondió la española. Se sentía tan sobria y despierta como el que más―. Si me
invitan, voy a dónde sea.
Pero enseguida se arrepintió de sus palabras. Recordó a León, el gilipollas que la llevó a
Australia sólo para decirle, extraviado y sin sutilezas, que no la amaba, que nunca la había
amado. ¿Por qué no lo hizo en Lanzarote? Cuando menos le habría ahorrado las penurias
que ahora debía enfrentar. Ciega, extranjera, mala cantante, sin un duro en la bolsa. En
36

España había vivido con él unos cuantos meses. Nunca supo quién era o a qué se dedicaba.
El tipo actuaba como perseguido, como alguien que, después de obrar mal, busca ocultarse
con desesperación, aunque sin saber dónde. Sobre todo cuando el teléfono sonaba.
Respondía rápido, huidizo. Y cortaba de golpe antes de desaparecer durante días.
―¿Dónde has estado?
―Por ahí.
―¿Haciendo qué?
―Trabajando, qué más.
―¿En qué?
―¡Qué coño es esto!, ¿un puto interrogatorio policial?
Pese a todo, en la víspera del viaje, Sol pensó: «Seguro que durante el viaje a Australia
me propondrá matrimonio». Pronto cayó en la cuenta de que su ceguera no sólo era visual,
su corazón también la padecía. León ―elusivo e irascible―, le desgarró el alma. Luego
escapó.
Sol debió despojarse de sus pocas pertenencias para saldar la cuenta del hotel y empleó
el escaso dinero que le restó para refugiarse en un motel de quinta. Las llamadas que hizo a
sus padres para solicitar su ayuda no sirvieron de mucho.
―¿Tienes a la mano el número de tu cuenta bancaria? Te haremos un depósito para que
puedas regresar.
―No.
―¿Puedes pedirle a alguien que te preste dinero?
―Tampoco.
―¿Qué sugieres hacer, hija?
―¡No lo sé, joder!
¿Cómo llegó a ese punto? Por la música, por el canto, por no seguir el consejo de sus
progenitores, que eran comerciantes y estaban dispuestos a encaminarla a esa actividad.
―Yo estoy hecha para otra cosa, ¿no lo comprenden? ―les dijo antes de fugarse con
León.
Ahora tenía que hacer frente a la adversidad y emplear su voz y la música, únicas
herramientas que tenía para salir del hosco arrecife en el que había encallado. Escogió el
nombre artístico de Sol porque estaba conformado por las tres primeras letras de su nombre
verdadero. Pero también porque simbolizaba al calcinante astro bajo el cual caminaba
mientras iba de bar en bar o de restaurante en restaurante, en busca de trabajo.
Hubo quienes le dieron una oportunidad. Le pidieron que regresara en la noche y le
proporcionaron una guitarra y un micrófono. Sin embargo, al percatarse de la mala reacción
de la clientela, repelente a su acento foráneo y dudosa técnica vocal, le pagaban el día, le
regalaban algo de comer y la despedían abandonándola a su suerte.
Otros la miraban con suspicacia. “¿Qué hace una española, ciega como tú, buscando
trabajo de cantante en un país tan alejado?” ―escuchó decir, tantas como seis o siete veces,
a los jefes de personal―. Ese tipo de preguntas, incompresibles e inquisitivas, hacían que
Sol se encerrara en sí misma como ostra, creyendo que así estaría mejor resguardada.
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En ese ir y venir se topó con The Prisioners. No le cabía duda de que sus dueños también
la echarían. Por eso aceptó la propuesta de Isla, uno de los nombres más comunes en
Australia. Soledad sintió escalofríos, como los que experimentaba cuando de niña se paraba
a la orilla de la playa para recibir el soplo del umbrío e intranquilo mar de Lanzarote.
El apartamento estaba en el tercer piso de un condominio feo y sucio, y hacía pensar en
el naufragio de una navegación sin fama. La puerta principal, medio vencida, estaba
abierta. No había cristales en las ventanas y la estancia acumulaba el polvo de los años. La
zona donde el edificio fue levantado despedía una tensa calma. Con frecuencia cada vez
mayor se escuchaban disparos, ambulancias, patrullas que pasaban raudas y trepidantes.
Pero esto no lo sabía Sol. Como ignoraba también la apariencia de Isla; su cara translúcida,
salpicada de cicatrices profundas, anchurosas, semejantes a los surcos donde germinaban,
en temporada de lluvias, los trigales que pueblan una enorme porción de la superficie
australiana.
Con su voz acerada, de millones de gotas al golpear la tierra, Isla invitó a Soledad a
sentarse en una silla. Al sentir el peso de la mujer, el mueble lanzó un quejido.
―¿Vives sola, Isla?
―Desde hace años.
―¿Divorciada?
―Viuda.
―¡Joder!
―¿Qué has dicho?
―Nada, qué pena.
―Sí, una pena.
―¿Hijos?
―No. Bueno, sí; tuve dos. Murieron.
―¡Mierda!
―¿Perdón?
―¿Cómo ha sido eso?
―Un accidente, un terrible accidente.
―Lo lamento.
―No importa, ya pasó.
Isla quiso abrir un cajón para sacar una botella de whisky y un par de vasos. Pero no lo
hizo y se quedó mirando a la nada. Luego dijo:
―Si yo pudiera me iría a vivir fuera de este país... A la Gran Bretaña, por ejemplo.
―¿En serio, a otra isla?
Las dos rieron y convinieron que no era buena idea. Entonces Sol le pidió a su
anfitriona que se describiera a sí misma.
― ¿Cómo son tus ojos, tu rostro? ¿Concuerdan con tu voz?
Al no recibir respuesta, Sol comprendió que le había tocado una fibra sensible. No
desistió y dirigió la mano izquierda hasta su cara, muda, paralizada. Pero no palpó nada. Se
preguntó si Isla se había hecho a un lado para que no la tocara.
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―También fuiste víctima de ese accidente, ¿verdad?


Al principio Isla declinó hablar del tema. Pero después cedió y se animó a contarle a la
española algunos detalles de la noche en que nada quedó de su familia ni de ella. Sol la
escuchó desencajada y sin comprender del todo la historia. El domino que tenía sobre la
lengua de Isla dejaba mucho a desear. Cuando la sinuosa conversación cesó, el alba
anunciaba el nuevo día. Sol, extenuada, pretendió despedirse. No obstante, su adiós fue
rechazado por la australiana.
―De ninguna manera te dejaré ir, antes debes descansar.
Más tardó en decir esto, que la extranjera en quedarse dormida en la silla. Isla se retiró
con sigilo, poseída por sus tétricos recuerdos.
Ninguna de las dos mujeres advirtieron el tiroteo que, pasadas unas horas, se desató en
las calles aledañas al condominio. No se percataron de nada. Ni de los rechinidos de las
patrullas, ni de los enérgicos altavoces, ni del bullicioso helicóptero que perseguía a dos
delincuentes, a la postre abatidos, ni de los reporteros gráficos, ansiosos por obtener las
mejores notas y fotografías. Sol e Isla se reencontraron más tarde. Para ellas, hundidas en
su propia circunstancia, todo seguía igual, inamovible.
Y si no captaron la persecución tampoco repararon, luego de abandonar el apartamento,
en el par de siluetas humanas dibujadas con tiza blanca sobre una banqueta, ni en los rastros
de sangre seca, ni en la cinta, amarilla, larga, ancha, que cercaba como un cepo de mal
agüero el paso a la escena.
No trascurrió mucho tiempo para que, al pie de la escalera del departamento, Isla y Sol
se separaran. La australiana convenció a las española para que abordara un taxi. ¿Volverían
a encontrarse? Tal vez, después de todo en una jaula, por grande que sea, lo único que hay
alrededor son barrotes.
39

Un día para acabar con todo

La mañana del 9/11, cuando tuvo lugar el atentado contra el World Trade Center de Nueva
York, yo salía con un neceser estropeado de la capilla ardiente del Good Shepherd Cemetery,
en Chicago, rumbo a la fosa, situada a escasa distancia, donde un grupo de sepultureros en
irreversible estado de grisura depositaría el ataúd de mi madre, asesinada días antes.
Debido a las largas horas que durante el curso de las investigaciones estuve declarando
ante el fiscal para Homicidios de la Policía Metropolitana ―quien me arrojaba una mirada de
inquisidor dispuesto a enviarme a la hoguera―, mis ojos estaban inyectados, sentía el rostro
ajado y los músculos tiesos y doloridos.
Por mi testimonio, el investigador conoció que la relación entre mi madre y yo fue una
borrasca de temporada perpetua. Supo, además, que el día del crimen tuvimos una pelea nacida
de un ataque de celos; ella, intoxicada por los etéreos polvos de la cocaína, me atacó con saña
tras enterarse de que había seducido a alguien, una escuálida chica con apariencia de piraña
amazónica, tirada a la heroína y el crack. Repelí las agresiones de mi progenitora con todas mis
fuerzas; pero a la postre, nuestros cuerpos, mordidos, rasguñados, golpeados, acabaron en la
cama transformados en brasas pasionales, como había sucedido muchas veces antes.
Aunque las pesquisas continuaron y el incompetente fiscal me pidió no abandonar
Chicago aduciendo que en cualquier momento podría citarme de nuevo para ampliar mi
declaración inicial, la verdad es que un impulso de bicho huidizo me empujó a desobedecerlo.
Decidí fugarme de la gélida y hostil “Ciudad de los vientos” tan pronto finalizara el sepelio;
tierras distintas en California, Texas, Nuevo México o Arizona, representaban escapes
asequibles.
Los escasos concurrentes al entierro avanzamos a través del pasto quemado por el frío
con la acentuada lentitud de las almas condenadas a la hoguera eterna, mientras un puñado de
grajos emitía graznidos tenebrosos desde las ramas gruesas y agrietadas de los árboles, que el
aire movía con tétrica cadencia.
Al arribar al sepulcro mi ánimo estaba, como la atmósfera circundante, en el punto de
congelación. Permanecí a la orilla del foso, silente e inmóvil cual tapia de lajas mudas, sin
soltar el pequeño y rígido estuche; intentaba evitar que el dique contenedor de mis lágrimas se
viniera abajo. De ahí que ni siquiera atendí al obtuso pastor cuando me pidió pronunciar unas
palabras póstumas.
Mi estatismo de reloj sin marcha generó desconcierto y molestia entre los asistentes. Sólo
dejaron de cuchichear y señalarme cuando el reverendo elevó un manojo de oraciones, tan
piadosas como absurdas, por el alma de mi madre, antes de dar paso a la tarea de los ásperos
enterradores, cuyas caras, lijadas malamente por el viento de esmeril, delataban sus ganas de
acabar el trabajo a la brevedad y largarse.
Con el rostro cubierto por anchas gafas negras y el gesto seco, observé el féretro de
madera deslizarse por las paredes de la cavidad hasta posarse en el subsuelo y a los sepultureros
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poner manos a la obra para cubrirlo de tierra, cemento y pasto perennes, labor que desarrollaron
con velocidad inusitada.
Justo cuando terminaron, un fuerte espasmo me dobló con la facilidad que se arquea una
brizna y solté el neceser. Éste cayó a mis pies produciendo un sonido aplanado, romo. Mis
latidos alcanzaron la velocidad de un galgo en decidida aceleración y de mis lacrimales,
abiertos como flores de penoso atardecer, brotaron sendas gotas de sal que se transformaron en
cuentas de hielo con sólo recibir el soplo de la intemperie.
Lloraba sincera y hondamente por mi madre, aun cuando tenía sobrados motivos para
insultarla y escupir sobre su memoria. Desde que nací me hizo la vida miserable y, al tiempo,
adquirió la dimensión de una deidad. No me había apartado de su tumba y ya añoraba la fuerza
del amor y odio ciegos que, día con día, me profesó.
Al percatarse de mi malestar, los jodidos asistentes, desconocedores de los términos
incestuosos en que mi progenitora y yo vivimos durante años, relajaron sus formas severas y se
acercaron para cobijarme con abrazos. Luego, a pesar de resistirme a las manos que me tendían
ayuda, hubo quien me llevó a la terminal de ferrocarriles, lugar desde el cual salí a bordo del
California Zephyr rumbo a Emeryville, Oakland, destino que seleccioné en el último momento,
frente a la ventanilla de pago, víctima de la turbación y una urgencia inexplicable, y sin saber
bien a bien porqué esa ciudad y no otra.
El súbito e intenso operativo de seguridad montado por las autoridades a raíz del
atentado, tuvo como efecto el aumento inmediato de las restricciones en el tránsito de personas;
las calles, como las terminales para pasajeros, estaban atestadas de implacables soldados y
policías que, alterados por igual, revisaban a cuanto viajante cruzaba frente a sus rapaces ojos.
Un incidente inesperado propició que yo evadiera la inspección: a un sujeto, al parecer un
turista latino, enfurecido con las limitativas medidas, le dio por insultar a los guardias. Estos
desviaron su atención y se concentraron en someterlo, arrestarlo y trasladarlo a un cubículo
donde, supongo, lo confinaron hasta que recobró la calma. Así, abordé el tren sin problemas.
No obstante, el episodio elevó mi crispación y pasé del tenue llanto, que acusaba con
intermitencia, a un ataque de nervios. Transcurrieron varios minutos antes de que lograra
retomar algo del control perdido. Lo hice al refugiarme en el baño, donde abrí el estuche, del
que se desprendió un olor metálico, duro, vomitivo, causado por el corazón de mi madre en
estado descomposición. El músculo yacía envuelto en una capa de papel higiénico, al lado de
unos libros deshojados, casi desechos, de Ryu Murakami, Irvine Welsh y Bret Easton Ellis,
Michel Houellebecq, Roger Wolfe y Ray Loriga, una cajita de cerillos y un carrujo de
marihuana, que cogí y encendí con dedos temblorosos. Fumarlo tuvo, hasta cierto punto, un
efecto anestésico. Luego apagué lo poco que restaba de él moliéndolo contra el piso como si se
tratara de un insecto ponzoñoso a punto de atacarme, con la desgastada bota izquierda de
plataforma alta y gruesas correas rematadas con estoperoles niquelados.
Cuando salí, más de un pasajero me siguió con mirada de lechuza incómoda. Tal vez se
debía a la fétida estela que se esparció de pronto por el pasillo del vagón, mezcla del putrefacto
hedor del órgano cardiaco y el amargo tufo de la hierba quemada, o bien, a mi vestimenta raída,
a mi peinado punk, de crocante color rojo, y a los jeroglíficos tatuajes que me adornaban el
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cuello y las manos, haciendo juego con montones de argollas de metal negro, aferradas a la
manera de las sanguijuelas a los cartílagos de mi nariz y mis orejas. Como sea, no hubo quién
se atreviera a dirigirme un solo reclamo.
El resto del viaje fue un ir y venir de recuerdos exaltados en torno a mi madre, que bordé
con llanto inaudible y persistente; suave llovizna que apenas contuve absorbiéndola con
pañuelos desechables mientras el paisaje, como espectro borroso e insípido, flotaba en la
distancia a través de mis lentes obscuras.
El énfasis de cada memoria estaba en los momentos de mayor intensidad que viví con
ella: la ocasión en que me abofeteó por escupirle a la cara, luego de que constató mi expulsión
de la escuela debido a un problema relacionado con armas; la noche en que, frente a una pared
pintarrajeada, mohosa, casi a punto de venirse abajo, en la que se leía: “Si un hombre o una
mujer no saben qué contestar, entonces son un océano seco”, casi matamos, con feroz metralla
de puñetazos y puntapiés, a un transeúnte al que despojamos de unos cuantos dólares, bastante
útiles para comprar víveres, alcohol y drogas; las veces en que nos inyectamos heroína, justo en
el cuello, y en un chasquido nos transformamos en insectos dóciles que volamos entre las flores
de un campo apacible y alejado de todo; la primera noche en que nos entregamos en cuerpo y
alma, en una ruinosa habitación del motel King’s, alumbrada desde fuera por un parpadeante
haz de neón, que intermitía con la lentitud del perezoso ojo de un cíclope, del verde al rojo y
viceversa; el momento en que, luego de encontrarla sin vida, baleada por no sé quién,
determiné abrirle el tórax para extraerle el corazón y apoderarme de él. Hecho que el imbécil
fiscal, pese a las sospechas que albergaba en mi contra, no había podido comprobar.
Al llegar a la estación final, un par de súbitos alfilerazos me hicieron tomar el autobús a
San Francisco y luego un taxi hacia el puente Golden Gate. Para pagar el traslado le di al jodido
chofer ―cuya insistente mirada de desconfianza y horror soporté todo el camino―, hasta el
último de mis dólares. Al descender del auto, en la acera Oeste del puente, extrañamente limpio
de infectos policías y soldados, recibí el húmedo aliento del estrecho Golden Gate, extendido
mucho más allá de mi vista.
Puse el neceser sobre el cemento gris y lo abrí liberando, otra vez, el séptico olor a metal
acumulado en el interior. Cogí el corazón de mi madre y lo descubrí retirando con minucia su
improvisada envoltura. Lo observé con arrobo y un doloroso nudo en la garganta. Las horas
transcurridas hicieron que adquiriera un inmundo color grisáceo, carecía de consistencia y lucía
deforme y encogido. Tuve la certeza plena de que en el interior aún habitaba ella. Pasado un
rato, con todo pesar, estiré la mano por encima de la valla de seguridad y lo dejé caer en las
inestables, profundas entrañas del distendido canal marítimo, donde se perdió.
Permanecí un largo rato llorando en silencio y escuchando el correr del agua, grave y
poderoso. En algún momento, ese rumor trajo hasta mis oídos la voz de mi madre diciéndome:
“Ven conmigo, hija”. No dudé un instante en seguirla. Aspiré tanto aire como pude, retrocedí
unos pasos para tomar impulso y me arrojé en pos de ella, maldiciendo su nombre.
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