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Diario de un morfinómano

Roberto Arlt

[Primera edición: La Novela de Córdoba. Argentina. 1920.]


Un día de agosto. Paso frío durante el invierno. Pero todavía falta
para el verano. Espero que el clima mejore un poco. Buenos Aires es demasiado húmeda. Tendría
que viajar, ¿pero a dónde? No puedo dejar el trabajo en la librería. Nadie me daría empleo en otra
parte. Septiembre, octubre, noviembre. Todavía falta para el verano. Hay que resignarse.
Septiembre. La primavera viene y se va. Una mujer de la pensión me prestó un brasero. “No duerma
con esto y todo cerrado” me dijo. Pensé en responderle: “Sería la solución” pero me reprimí a
tiempo. Mismo día, más tarde . Vino un hombre a la librería y preguntó por un libro que no existe.
Pensé que me estaba cargando. “¿Está seguro que le dijeron bien?” Me respondió que sí. Insistía.
Después me di cuenta que estaba loco, se quedaba mirando la pared, los estantes, como ido. No
miraba los libros. Pero quizás el libro existe y el loco, el que alucinaba, era yo. Septiembre. Viernes.
Voy a comprar el material para pasar un fin de semana encerrado. Solo. Encerrado. Sin contacto con
nadie. Eso es lo que quiero. Septiembre. Miércoles. El trabajo en la librería, tan incómodo, me
salva. Es lo que me une al mundo, como una soga engrasada. Sábado. Hay una nena en la pensión
que va al colegio. Pero es grande. Tendrá unos trece años. La madre, que cose para afuera, la cuida.
Dice que la va a mandar a estudiar piano. Ayer entró en la pieza. Yo estaba durmiendo la siesta.
Cuando abrí los ojos la vi, parada, al lado de una pila de diarios. “Falopero” me dijo y se fue.
Domingo. Siempre camisa de mangas largas abrochadas. Si me echan, se acabó, me muero o me
mato, que es lo mismo. El verano pasado fue un incordio. Este verano va a ser peor. ¿Por qué?
Porque todo va empeorando de a poco. Lunes. La calle Corrientes es una alcantarilla humana. Todo
fascinante. La gente que entra a la librería a pedir precios y libros siempre parece rara. “Los lectores
son raros, Fabián” me dice el dueño. Tiene cara de cosaco, de comisario. Martes. La morfina es una
borrachera de la que cuesta salir y a la que cuesta mucho mantener. Gano bien y soy pobre. Pero no
es solo el dinero. El cuerpo pierde el miedo y pide más. Por eso los adictos se mueren. El cuerpo
pide más y ellos se lo dan. Inyectarse la cosa es también inyectarse algo muerto, que te come, que te
pudre. Los días de semana no uso.
Miércoles. Leí que hay lugares en las sierras de Córdoba donde curan a los adictos. ¿Será con los
tuberculosos? Sábado. A veces cuando me estoy despertando me pongo a leer. Pero no entiendo lo
que leo. Igual sigo leyendo, como si fuera un indio o un mono que imitan a los hombres que leen.
Jueves. Un problema. El boticario de la calle Libertad, polvoriento, corrupto, se niega a venderme la
cosa. “Múdese –le dije–. ¿No le da vergüenza vivir en esta calle?” Me dijo que iba a llamar a la
policía. “Llame, llame, nomás” le respondí. No llamó. Me tiene miedo. Yo me reía. Hoy me vio
venir y me cerró la puerta con llave en la cara. Después se metió para adentro. ¿Y ahora qué hago?
Viernes. Un viernes complicado. No sé si aguanto. Lunes. En la librería, empiezo a sentir la
abstinencia. La sangre hace un ruido sordo, grave, corriendo. Las venas me laten. Los nervios se me
astillan como un vidrio. Entra una mujer. Miro el reloj. Son las cuatro de la tarde. La mujer me
señala que estoy transpirando. “Los primeros calores de la primavera, este verano va a ser
importante” le digo. Miro el mercurio de la pared. Marca dieciséis grados. La mujer compra algo y
se va. Martes. Tomo café. Nuez moscada disuelta en agua. No duermo. Miércoles. “Usted, un tipo
elegante, con esa facha” me dijo alguien en la calle. No creo que haya sido una mujer. Pero por ahí
era una mujer. Jueves. Fui a la calle Libertad ya muy entrada la noche. Estaba pensando en la cara
de mendigo que iba a poner cuando me di cuenta que era absurdo. Estaba todo oscuro, cerrado. Pasó
un carro de policía por la esquina y me asusté. Me escondí en un zaguán. Dos milicos bajaron un
tipo y lo dejarón tirado ahí, en la calle. Le había roto la cara a bastonazos. Volver con las manos
vacías es terrible. Viernes. En librería hoy, deliré todo el día. Hace tres días que no duermo. En dos
o tres días más se me van a empezar a poner duras las piernas. Viernes, más tarde. Me voy al puerto.
Sábado. En la recova encontré un marinero. Pensé que era turco pero no, era inglés. Venía en un
barco de bandera catalana. Hablaba español. Me dijo que había estado en Malasia. “¿Y qué tal?” le
pregunté. “Un buen pedazo de mierda” respondió. Me vendió, caro, un pedazo de opio. Me dijo que
tenga cuidado, que es fuerte, que puro es otra cosa. “¿Otra cosa cómo?” quise saber. No me
respondió. Me fui. Lunes. El fin de semana fue un viva la pepa. Me enamoré de una mujer y unas
horas después casi la mato. Terminamos tomando un
café a las siete de la mañana en un bar de Corrientes. Martes. Me pasó a buscar por la pensión.
Anduvimos dando vueltas. “Bueno, vamos a mi casa” dijo. “Yo mañana trabajo” le avisé, pero no le
importó. Agarramos un taxímetro. Nos bajamos en Belgrano. Pagó ella. La casa era enorme, sucia,
llena de oscuridad. Había un peón en la entrada, barriendo hojas. Nos abrió la puerta y no lo vi más.
Fuimos a un jardín de invierno. El amanecer nos agarró ahí. “Somos trágicos” me dijo ella. Es
lectora de Victor Hugo. Pobrecita. Me preguntó si había leído Los miserables. Le dije que no. Pero
qué título, qué título. Jean Valjean corriendo como un alcahuete por las cloacas de París. Jueves. A
la librería llegan libros de España. “Los bolcheviques, Fabián, esos sí que son unos bandidos” me
dice el dueño de la librería. La Prensa avisa que el Partido Obrero Alemán cambió de nombre.
Agosto, septiembre, octubre. Septiembre terminó con lluvia. Octubre. Una pantera caminando por
la pared. Una pantera lenta, dulce. Jueves. Ya estoy en cero otra vez. Volví al puerto pero no
encontré nada. Viernes. ¿Huir? ¿A dónde? La solución infantil de la huída.

Lunes. No creo en el hombre. No puedo creer en el hombre. Y no se trata de


la guerra en Europa. La guerra en Europa es una anécdota, un accidente. Martes. La droga. ¡Qué va
a ser interesante! Es muy poco interesante. Todos esos monstruos vulgares que son la nada misma.
Los poetas escribieron mucho, demasiado sobre la droga. Se pasan de distraídos.

Miércoles. La mujer que conocí me recomienda a un griego que vive en el sur. Hay que tomarse el
tren. Es una locura. Igual voy. Cerca de La Plata, ciudad a la que me cuesta bastante llega, lo busco
por calles de tierra, en lo que ya es un pueblo que no tiene nombre. Hay cascos de viejas estancias a
lo lejos. Me hago llevar en sulki. Tengo fiebre. Finalmente encuentro al griego en un almacén. Es un
tipo joven, con algunas canas. Cuando me ve, se ríe. Me vende un pan de opio. Me dice: “Coma un
pedazo, mastiquelo bien, lo otro lo guarda”. Le hago caso. Me dice que me puedo tirar al sol, en un
baldío, a descansar. Me prepara una silla que es un lujo, me tapa los pies con una frazada como si
estuviera en la cubierta de un barco. Me duermo mirando unas gallinas. Sábado. Me despierto en mi
pieza. Un pibe trae un suelto de mi jefe. Escrita con su letra de comerciante semialfabetizado me
pide explicaciones. Hace dos días que no voy a trabajar. Le mando un parte de que estuve enfermo,
hospitalizado. No está tan lejos de ser la verdad. Domingo. Ella me dice que se va a Tandil a
desintoxicarse. Pienso
en robar la recaudación de la librería y escaparme con ella. Pero necesito más plata. Otro problema:
si consigo más plata lo que me tienta es gastarme todo en material. Qué difícil. Noviembre. Me vine
a Tandil. Renuncié a la librería. No robé nada. Me arrepiento. “Volvé cuando quieras, Fabián” me
dijo el dueño. Ojalá lo pise un carro. Ahora estoy en el campo, a unos veinte minutos del pueblo.
Me recibieron muy bien. Y el viaje, largo, no fue tan malo. Pensé que el lugar iba a estar lleno de
curas, pero no. Hay mucho parque, bien cuidado. El edificio es imponente, como un gran hotel sin
lujos. En la recepción dos tipos hablaban en francés. O eso creí entender. “Estoy entregado” pensé
cuando me dieron una habitación que parece una celda de clausura. Pero después no era tan terrible.
Como buen alucinado, me gusta dramatizar. Lo peor es saber que dependo de gente que no conozco.
Y lo artificial. Hasta la luz es artificial en un sentido aséptico. Como si fuera una luz muerta. Me
traje algunos libros. No sé si los voy a leer. “Ahora todo es silencio, azar y oportunidad" me dice un
médico alto, buen mozo, que se viste bien. Es el único con el que hablo. Los demás son todos
gusanos. Lunes. Los internos tienen todos los dientes podridos. La piel despellejada. Los ojos
blancos. Se lastiman solos, se quedan duros, babeando. Eso no ayuda. Algunos están locos. Otros le
tienen tanto miedo a la abstinencia, al dolor, que se cortan la panza con los tenedores del comedor.
Martes. El doctor se percató de que salgo a caminar. “¿Y qué quiere que haga acá encerrado con
esos animales?” le dije por los demás internos. A la noche dos tipos, visiblemente lastimados por la
falta de droga, tanto en el físico como en la mente, discutían. Se peleaban por cuál era la mejor
forma de comer puré de papa. El más alto decía que estando de pie se podía comer más y se hacía
mejor la digestión. La discusión llegó a los gritos y tuvieron que intervenir los enfermeros. Más
tarde. “Esa mujer, la que vino con usted...” No sabían cómo avisarme. Aguantó poco. Se escapó
ayer del pabellón femenino. Me trajeron sus cosas. Dos pares de zapatos. Una cartera vieja. No
había dinero. Jueves o viernes. Me agarra primero “la patada” y después “la fresca”. Con la patada
empezás a zapatear. Te tirás en la cama y te retorcés. Los órganos internos duelen mucho. Los
músculos se tensan solos. La fresca es transpiración, frío y calor al mismo tiempo. El médico me
dijo que deliraba por la fiebre. Me preguntó si había estado en la guerra. “Pero no, qué guerra,
doctor.” La Argentina no tiene guerras. Las guerras son siempre de los gringos. Esa misma noche
empecé a soñar. Y al otro día el médico me pidió que le contara. Lunes. Acá quieren saber qué me
gustaría hacer cuando me cure. “Robar unos tres o cuatro bancos” respondí. El médico me preguntó
si sabía andar a caballo. Le dije que no, pero que los bancos se podía robar en automóvil o incluso a
pie. A la tarde hizo ensillar dos
alazanes y salimos a dar una vuelta. Sin el guardapolvo gris el médico no parece el médico.
Anduvimos como una hora. “¿Se anima al galope?” me preguntó en un momento. “Me animo” le
respondí. Hoy me duele todo. Me lo crucé al jinete hace un rato: “Cuando se aburra, sale a dar una
vuelta”. Hizo el gesto de agarrar las riendas. Le pregunté si no tenía miedo de que me matara. Me
dijo que me tenía confianza. Otro día de noviembre. A la noche vomité. No había comido nada.
Pero vomité. Hace como cinco días que no duermo. Martes. Los internos parecen insectos. Van por
todas partes como buscando miel. Cuando no los ven se ponen a chupar la cal de las paredes.
Sábado. No se ve a nadie. Me siento mal. Con fiebre. Pero no tan mal como los últimos días. Otro
día. Duermo y tengo pesadillas. En esos sueños horribles aparecen el farmacéutico de la calle
Liberta, la mujer de los zapatos, los parroquianos que entraban a preguntar a la librería, hasta el
griego que me vendió el opio, todos con la misma cara desfigurada. El griego se ríe, como si supiera
qué me está pasando. Es un sueño recurrente. Cuando me despierto, me doy cuenta de que me oriné
encima. La mayoría de las veces sigo durmiendo sin limpiarme. Lunes. Amanezco mejor. El médico
es francés. Se llama Pinel. Hizo que desayunáramos juntos, en otro lugar, no con los demás
internos. Después me llevó a un parte vieja del edificio. Salimos por la puerta principal, rodeamos
toda la construcción y entramos en una especie de capilla. “Mire” señaló el médico. Había moho en
las paredes y caían como unas sogas verdes. “Son cadenas” me explicó. Parece que las usaban en el
siglo pasado para atar a los locos. Martes. “Lo peor ya pasó” me dijo Pinel. Hizo que me sirvieran
una sopa de vegetales, un pedazo de carne, queso y una naranja. Comí todo. Miércoles. Hace calor.
A la noche no tanto. Pero con el sol de la tarde sí. Jueves. Hoy a la mañana me sentía bastante mejor
y como me aburría salí a caballo. Estuve como tres horas. Volví todo transpirado, lleno de polvo.
Viernes. Otra vez con el caballo. A la noche duermo, sin pesadillas, sin transpiración, sin monstruos.
Sábado. Otra vez desayunando con el doctor Pinel. Quiere saber si tengo ganas de volver a la
ciudad. “Sí, no sé” le respondo. En realidad me pregunta si quiero volver a la droga, a la madre
droga. Domingo. Salimos con Pinel a caballo. Un vuelta larga. “Le está
tomando el gusto” me comenta. “De a poco” le respondo. Lunes. Estaba en la puerta del edificio
fumando y a unos cien metros vi cómo tres enfermeros corrían a un loco desnudo. El loco corría
como una liebre. Cuando sus gritos me hicieron levantar la vista tenía puesta una de las camisas con
la que los atan, pero no estaba abrochada y se la sacó enseguida. Por un momento dudé y pensé que
no lo agarraban. ¿A dónde se iba a ir corriendo? Los enfermeros eran lentos. El loco se dio vuelta
para gritarles, se tropezó y el más rápido de los enfermeros, que pesaría unos noventa kilos, le cayó
encima. Llegaron los otros dos. Los molieron a golpes. Se la dieron bastante bien. Pensé en entrar.
Pero no lo hice. Me quedé ahí, viendo como lo traían a la rastra. A medida que se acercaban se me
hacía más nítida la cara, toda ensangrentada. Martes. Pinel se enteró de la paliza de ayer. Me mandó
llamar. “¿Usted lo vio todo?”. Le dije que sí. Estaba enojado. Parece que le rompieron tres costillas
y un brazo al loco. Miércoles. Salí solo, a caballo. Volví cuando era de noche. Jueves. Hay un
interno encargado de limpiar los lugares comunes. Cada vez que agarra a alguien le pregunta qué
forma tiene la basura. Hoy me preguntó a mí. Le dije que no sabía y me insultó. Viernes. Salgo con
Pinel a caballo, ya tarde. “Una vuelta corta” me dice. Vamos para un lado que no conozco. Hay una
estancia a lo lejos. Pinel me señala un molino de viento y me cuenta que lo tuvieron que cerrar
porque una vez un paciente se colgó de ahí y después la gente del pueblo empezó a decir que de esa
tierra en vez de agua salía sangre negra. Sábado. Nada. Camino un poco. Duermo la siesta.
Domingo a la tarde. Un interno cazó un pato vivo, lo metió en el comedor y lo empezó a clavar con
el tenedor del almuerzo hasta que entraron los enfermeros que estaban de guardia. El animal, que al
principio chillaba, quedó hecho un amasijo de plumas y tripas calientes arriba de una mesa. Al loco
se lo llevaron. Lunes. Salí temprano a caballo. Fui hasta el casco del molino. Me acerqué. No sé
bien por qué. Había un indio con una escoba casi en la puerta de la casa. Me miró como si nunca
hubiera visto a otra persona. No estaba barriendo porque tenía la escoba agarrada al revés, con la
paja para arriba. De hecho, pensé que tenía una carabina y estaba montando guardia. Nos miramos.
Se escuchó la voz de un viejo: “Pase, pase”. Toqué al alazán y entré al patio. Me recibió un hombre
grande. “Desensille, no más” dijo y me ofreció unos mates. Estuvimos hablando un rato. Nada
importante. Del clima, del pueblo. (Un pueblo que no conozco y no me importa.) El hombre,
pelado, vestido de paisano, monologaba un poco, se perdía. Tenía la cara redonda, muy blanca.
Cuando me aburrí, monté, le agradecí y me fui.
Martes. Si la llanura no hubiera sido tan monótona, si el país no hubiese sido tan plano, ¿dónde
andaría ya? Leo unos diarios viejos en la recepción. Estoy solo y en silencio. Los diarios cuenta
atrocidades. Todos los días el mundo se pudre un poco más. Miércoles. Hace calor. Me levanto
temprano. Pinel me lleva a dar un vuelta, me pregunta cómo estoy. Le digo que bien. Cuando se
hace el mediodía hay que entrar. Prefiero no almorzar y me voy a dormir la siesta. En mi ventana
hay un panal de avispas. Jueves. Volví al casco del viejo. Otra vez la escena con el indio, otra vez
los mates. El viejo hizo pasar de la cocina al salón. Un lugar muy grande y vacío. Encendió la
chimenea y me preguntó por Buenos Aires. “Yo nunca fui” me dijo. “Siempre estuve por ir, siempre
y nunca, nunca, ya voy a tener tiempo, pensaba, y me quedaba trabajando”. Quería que le cuente
pero se hacía de noche. “Se queda acá, si lugar es lo que sobra”. Después sacó un botella de
aguardiente y sirvió dos vasos. Hacía mucho que no tomaba. Le hablé de la ciudad. Le describí todo
mucho más grande, las avenidas más densas, las calles más llenas de gente. Lo sorprendí con los
tranvías. El me contó de su familia. Cuando empezó a clarear me volví. Viernes. El peón que cuida
los caballos me mira con recelo. Desconfía. Sábado. Sueño con el indio de la escoba. Abre la boca y
me muestra que está todo podrido por adentro, lleno de gusanos blancos. Después, aparece un
caballo al que le cuelgan los intestinos y me despierto. Domingo. Dos internos entraron en la botica
del hospital y se robaron la mitad de los fármacos que había guardados ahí. Los encontraron en el
monte, vomitando, medio muertos. Parece que Pinel pidió que no les permitan reingresar pero no
tienen a dónde ir. Me dijo uno de los locos que anda suelto por el jardín que ahora los tienen
acostados y atados con correas de cuero a la cama. “Igual se mueren seguro” agrego antes de irse.
El loco estaba rastrillando unas hojas y después vi cómo las prendía fuego. Eran hojas verdes y
dieron un humo muy espeso. Lunes. El cielo se nubla. No hago nada. Martes. Monté y volví a la
casa del molino. El viejo me saludó con sorpresa y artificioso aprecio campero: “¿Otra vez por
acá?”. Me hizo pasar. Esta vez la chimenea ya estaba encendida. Tomamos unos mates fríos.
Hablamos de cualquier cosa. Le pedí que sacara el agua ardiente. Tomamos media botella. Se
empezó a dar cuenta de que me aburría. Se lo hice saber con alguna mueca. Entonces se vendió
solo. “No se lo tendría que decir, pero si no se lo digo a usted, ¿a quién se lo digo? Acá guardo toda
la plata. ¿Entiende? La plata está acá. Conmigo. La platita, en casa.” No le di tiempo a reaccionar.
Le pregunté dónde. Se sorprendió. “¿Dónde está la plata?” volví a preguntar. Me señaló un armario
viejo. Le pedí que me la mostrara.
Dudó un poco. Pero obedeció. No tenía muchas chances de otra cosa. Un viejo solo, triste, aburrido.
¿Qué se perdía? Nada. Tampoco le importaba quién era yo, le importaba hablar, contarle a alguien
que él existía, tratar de llenar de alguna manera ese vacío que se lo estaba comiendo. Me mostró los
billetes. Los guardaba en una caja de cartón. Un buen par de fajos húmedos. “Antes los sacaba al
sol para que estuvieran sequitos y limpios, pero ahora ya no, estoy cansado y aparte le desconfío al
indio” me explicó. Cuando se dio vuelta para volver a guardarlos, agarré el atizador de bronce. El
viejo me vio. No hizo ningún gesto. Me pareció ver que se entregaba, casi con resignación. Le
pegué en la frente, de costado. Cayó y empezó a hacer un ruido sordo, como un rebuzno largo. Le
volví a pegar. Dos golpes bárbaros en el cráneo y cerca del cuello. Sentí el ruido de algo que se
quebraba, como una tabla de madera. Se quedó seco ahí. Le di un golpe más, de goloso. Pensé en
prender fuego la casa, pero era una buena casa y me dio pena. Agarré la caja con el dinero. Salí.
Monté y ahí estaba el indio mirándome desde abajo, parado, mudo, con su escoba. “Esto sí que es la
conquista del desierto” le dije y me fui. Pasé la noche sin desmontar, como un gaucho. Cada tanto
sentía que se movía la tierra y abría los ojos en la oscuridad. Cuando amaneció llegué a un pueblo.
En un baldío solté el caballo. Fui hasta la estación, un rancho con techo de chapa, y pregunté
cuándo pasaba el próximo tren a Buenos Aires. Tuve suerte. Dormí todo el viaje. Un mujer me miró
mal seguramente porque tenía la cara manchada de polvo y tierra. Viernes. Vuelvo a la ciudad. Los
edificios me parecen sucios y hermosos. La gente en lo cafés me resulta agradable en su picardía.
Hay vida, ruido, movimiento. De ahora en más todo es silencio, azar y oportunidad.

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