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Benito de Palermo, Santo

Religioso Franciscano, 4 de abril


Para comenzar, quiero agradecer la invitación del Padre Pedro Terán, mi hermano en el
Sacerdocio, a celebrar en este día la Eucaristía en honor a San Benito de Palermo.
Asimismo, saludo a todos los devotos de este santo negro, para el que pido un fuerte
aplauso. ¡Qué viva san Benito! ¡Qué viva el Pueblo de Pampán!

La fiesta de hoy es una fiesta familiar: porque celebrar y reflexionar sobre la vida de un santo,
es ver reflejada en ella nuestra propia vida. Los Santos son hermanos nuestros. De nuestra
raza. De nuestra familia. No ángeles o héroes de otro planeta. Han seguido el mismo camino
que nosotros y ahora triunfan por haber sido fieles a su fe.

Esto fue lo que hizo Benito, ser fiel a su fe. Es lo que nosotros también debemos ser. A
saber, no permitir que nuestra fe se tergiverse, se mezcle con costumbres paganas, del
mundo. Nuestra fe debe purificarse de todo esas cosas que no agradan a Dios. Por tanto,
hacemos bien en repasar por encima la vida de San Benito y que ella nos ilumine el caminar
por este mundo.

San Benito el Moro nació en 1526 en San Fratello, antes llamado San Filadelfo, provincia de
Sicilia, de padres cristianos, Cristóbal Manassari y Diana Larcari, descendientes de esclavos
negros. De adolescente Benito cuidaba el rebaño del patrón y desde entonces, por sus
virtudes, fue llamado el «santo negro». 

A este San Benito se le llama de Palermo, por la ciudad en que murió, o de San Fratello o
San Filadelfo por el lugar en que nació, o también el Moro o el Negro por el color de su piel y
su ascendencia africana. De joven abrazó la vida eremítica, pero más tarde pasó a la Orden
franciscana. No tenía estudios, pero sus dotes naturales y espirituales de consejo y
prudencia atraían a multitud de gente. Aunque hermano lego, fue, no sólo cocinero, sino
también guardián de su convento y maestro de novicios.

Al principio ejerció el oficio de cocinero con gran espíritu de sacrificio y de caridad


sobrenatural. Se le atribuyeron muchos milagros.

Se le tenía en tal aprecio que en 1578, siendo religioso no sacerdote, fue nombrado superior
del convento. Por tres años guió a su comunidad con sabiduría, prudencia y gran caridad.
Con ocasión del Capítulo provincial se trasladó a Agrigento, donde, por la fama de su
santidad, que se había difundido rápidamente, fue acogido con calurosas manifestaciones
del pueblo.

Nombrado maestro de novicios, atendió a este delicado oficio de la formación de los jóvenes
con tanta santidad, que se creyó que tenía el don de escrutar los corazones. Finalmente
volvió a su primitivo oficio de cocinero. 

Un gran número de devotos iba a él a consultarlo, entre los cuales también sacerdotes y
teólogos, y finalmente el Virrey de Sicilia. Para todos tenía una palabra sabia, iluminadora,
que animaba siempre al bien. Humilde y devoto, redoblaba las penitencias, ayunando y
flagelándose hasta derramar sangre. Realizó numerosas curaciones. Cuando salía del
convento la gente lo rodeaba para besarle la mano, tocarle el hábito, los que tenían algún
tipo de vicios acudían a Él para encomendarse a sus oraciones. Dócil instrumento de la
bondad divina, hacía inmenso bien a favor de las almas.

En 1589 enfermó gravemente y por revelación conoció el día y hora de su muerte. Recibió
los últimos sacramentos, y el 4 de abril de 1589 expiró dulcemente a la edad de 63 años,
pronunciando las palabras de Jesús moribundo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi
espíritu». Su culto se difundió ampliamente y vino a ser el protector de los pueblos negros. 

Fue canonizado el 24 de mayo de 1807 por el Papa Pío VII.

La fiesta de hoy es una LLAMADA A LA SANTIDAD para todos nosotros. Ser santos no es
hacer necesariamente milagros, ni dejar obras sorprendentes para la historia. Es difícil definir
lo que es la santidad, pero todos esos santos de nuestra devoción, nos demuestran que
seguir a Cristo es posible, y que eso es la santidad. Tuvieron defectos. No eran perfectos.
Cometieron pecados. Fueron "normales". Pero creyeron en el Evangelio y lo cumplieron.
Algunos han dejado huella profunda. Otros han pasado desapercibidos. Hoy honramos a uno
de ellos, San Benito de Palermo. Y aceptamos su invitación a seguir su camino.

Nosotros también debemos tener a Dios como anhelo fundamental. Nosotros, al celebrar
esta fiesta, deberíamos sentir una llamada muy honda a ser como Benito, a hacer como los
santos. DEBERÍAMOS SENTIR UNA LLAMADA MUY HONDA A TENER DE VERDAD, MUY
DE VERDAD, A DIOS COMO EL ANHELO FUNDAMENTAL, DECISIVO, DETERMINANTE,
DE NUESTRAS VIDAS. Porque si lo hacemos así, si en verdad lo tenemos, lo tendremos ya
todo, porque en Dios está todo. DIOS ES LA GRACIA QUE SALVA, la promesa que nunca
falla, la paz cuando todo se tambalea, el futuro gratuito, bondadoso y sorprendente, que está
más allá de lo que nosotros trabajamos y construimos, la roca firme en la que podemos
edificar sin miedo nuestras vidas, el perdón ofrecido constantemente y que permite en cada
instante empezar de nuevo.

Celebremos, pues, con gozo y acción de gracias, la fiesta de este Santo. Y que el Dios que a
Él le llenó tan plenamente, nos llene también a nosotros y llegue a ser -de verdad- el sentido
y el anhelo más hondo de nuestras vidas. Amén.

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