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CrisCras

Sofía Belikov dydy Eli Hart


Mel Wentworth Nora Maddox Dey Kastély
Pachi Reed15 Jasiel Odair becky_abc2
francisca Abdo Issel Kote
florbarbero Jadasa Ann Farrow
Jane Annie D Andreeapaz
Tolola Jeyly Carstairs Adriana Tate
Alessandra Wilde Mire
Julie Fany Stgo.

Miry GPE Adriana Tate Sandry


Eli Mirced Beatrix Mire
Amélie. Mary SammyD
Helena Blake Josmary Laurita PI
Dannygonzal itxi Val_17
Sofía Belikov AriannysG
Vane hearts Daniela Agrafojo

Julie Aria
Índice
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Sobre la Autora
Sinopsis
Max tendrá que dejar la escuela si no puede encontrar a alguien
que le ayude a cuidar de su hija de dos años. Él nunca esperó
encontrar a Savannah, y definitivamente no esperó enamorarse de ella.
Max se convirtió en la metedura de pata de la familia cuando dejó
embarazada a su novia de la escuela secundaria, y sus padres nunca le
han perdonado. Justo cuando casi ha terminado su segundo año de
universidad, su madre le dice que es hora de que se mude —y tiene que
llevarse a su hija de dos años, Chloe, con él. Conseguir un apartamento
no será un problema demasiado grande, pero cuando la madre de Max
también le dice que no cuidará de Chloe más, él podría tener que dejar
la escuela.
Sin otra alternativa, Max publica un anuncio online ofreciendo su
tercera habitación y un cheque de pago semanal a cambio de una
niñera para Chloe. No espera que responda nadie, y definitivamente no
espera a una mujer con una manga de tatuajes de calaveras.
Desesperado, Max acepta entrevistar a Savannah, y está sorprendido de
descubrir que ella es genial con Chloe. Mientras llega a conocer a
Savannah incluso más, empieza a pensar que podría tener una
oportunidad en el amor otra vez.
Antes de que pueda siquiera intentarlo, la madre de Chloe se abre
camino a la fuerza de regreso en su vida y en la de Chloe —y ella está
determinada a arrastrarlos por el barro una vez más.
1
Traducido por Sofía Belikov & Mel Wentworth
Corregido por Miry

El aroma glacial de la escarcha flotaba a través de la ventana. Se


encontraba un centímetro abierta para que saliera el aire abrasador del
horno. Max detuvo la composición que mezclaba en su computadora e
inhaló. El aire olía a nieve; un olor limpio y frío que quemaba sus fosas
nasales. Levantando la vista al calendario por encima de su escritorio,
iluminado por la luz tenue de una bombilla vieja, Max contó los días
hasta el final del semestre de otoño. Solo quedaban un poco más de dos
semanas. Tenía que apresurarse y terminar sus proyectos finales.
Inclinándose contra la silla chirriante que le pertenecía desde que
tenía doce, Max alargó los brazos hacia el techo. Los bajó y luego movió
el cuello de lado a lado, estirando los músculos tensos. Mezclar era lo
que menos le gustaba. Le encantaba la música; hasta que comenzó a
estudiarla. No lo haría si no fuera por su carrera principal: Educación
básica. El estado de Connecticut exigía que todo educador potencial
tuviera dos títulos.
Un gemido desde la cima de las escaleras detuvo su rutina de
estiramiento. —Papi —lloró su hija, Chloe.
Max se rio. Casi quiso ignorarla. Ya sabía lo que quería. Pero sería
malo ignorarla. Solo tenía dos años. —¿Sí? —preguntó, su voz haciendo
eco por el piso encima de él.
Por un momento, ella no dijo nada. Negando con la cabeza, Max
regresó al escritorio. Justo cuando se ponía los audífonos de nuevo, le
gritó una vez más. —Quiero ver a George —dijo.
Miró el monitor digital del reloj junto a su cama. Pasaron justo
veinte minutos desde la última vez que lo llamó desde la cima de las
escaleras. Necesitaba comprar DVD’s más largos.
—Ya voy —dijo. Bostezó, preguntándose dónde se encontraba su
madre. Por lo general, Betty Batista cuidaba de su hija todo el día,
incluso si él se encontraba en el trabajo y pasaba el día haciendo la
tarea. Le dijo que iba a ir a la tienda de compras, pero de eso hacía tres
horas.
Suspirando, se levantó. La silla rodó hacia atrás, chocando contra
el escritorio. Negó con la cabeza. Quienquiera que haya terminado el
sótano, en realidad no sabía lo que hacía.
Subiendo las escaleras de dos en dos, extendió los brazos hacia
su hija. A pesar de los círculos oscuros debajo de sus ojos y su cabello
desordenado, ella chilló de risa y retrocedió hacia la cocina. Él rugió.
—Voy a hacerte cosquillas —gritó detrás de ella. Chloe se fue
corriendo a la sala de estar, sus pies desnudos resonando contra el
suelo de madera. Se lanzó al sofá, haciéndose una bola, enterrando su
rostro en los cojines.
Max sonrió. La siguió y la levantó del sofá, lanzándola en el aire.
Cuando la atrapó, movió los dedos contra su estómago. Ella gritaba de
risa. Girándola, la puso de regreso en el sofá. Ella rio, dando patadas.
—¡Hazme cosquillas! —le exigió. Dos coletas pequeñas y castañas
bailaban en la parte superior de su cabeza. Sus ojos azules brillaban.
Por un momento, se veía igual que su madre. Max se volteó y arrodilló
frente al reproductor de DVD’s, poniendo una vez más los episodios de
George El Curioso—. Hazme cosquillas —dijo Chloe de nuevo. Se giró. Lo
observaba con la cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Papi?
Le dio una sonrisa, reprimiendo un bostezo. —Lo siento, cariño.
Papi tiene que regresar al trabajo. Tú ve a George, ¿sí? —Se levantó y
besó su suave mejilla.
Chloe frunció el ceño. —Quiero que lo veas conmigo. —Su labio
inferior temblaba.
Max miró por la ventana, hacia la entrada aún vacía. —¿Dónde
está la abuela? —Dio un paso lejos del sofá.
Chloe chilló, el sonido perforando sus oídos y haciendo eco en las
paredes de la casa.
Haciendo una mueca, Max miró fijamente a su hija. —¿De dónde
saliste? —preguntó, más para sí mismo. Chloe siguió gritando. El dolor
explotó en su sien. Encogiéndose, se frotó la cabeza—. Mira, George ya
está comenzando. —Señaló la televisión y se alejó otro paso. Chloe le
echó un vistazo a la pantalla, sus chillidos alcanzaron un nuevo nivel—.
¡Ya déjalo! —le gritó, pero el volumen de sus gritos empeoró. Apretando
los dientes, Max se volteó y salió de la sala de estar. Mientras entraba a
la cocina, oyó algo duro resonando contra la mesita de café. Se detuvo
en seco y se giró—. Si rompes eso, la abuela va a enojarse contigo.
Chloe gritó más fuerte.
Se paseó por la cocina, con los puños apretados. Cualquier otro
día, podría haber ignorado la rabieta. Pero últimamente, todo lo que
hacía Chloe era chillar y golpear el suelo cuando no se salía con la
suya. Max se quedaba sin ideas para tratar con eso. Por lo general, su
madre manejaba las pataletas dándole una nalgada a Chloe. Max no
sabía con certeza cómo se sentía sobre eso. Nunca golpeaba a Chloe, y
no quería empezar a hacerlo. Por lo general, su padre, Alexander, podía
callar a Chloe con unas cuantas palabras en voz baja. Ella le hacía cada
vez menos caso a Max. A veces, se preguntaba si incluso comprendía
que era su padre.
Luchando contra la urgencia de regresar al sótano, volvió a la sala
de estar. Chloe estaba en el suelo, los cojines del sofá desparramados a
su alrededor. Cuando vio a Max, lloró más fuerte, su rostro manchado
con lágrimas y sus mejillas ardiendo.
—Si no dejas de llorar —le dijo—, voy a apagar la televisión.
Ella gritó, y un dolor de cabeza palpitó en el espacio entre los ojos
de Max.
—Bien —dijo. Caminando furiosamente hacia el otro lado de la
habitación, apagó el reproductor.
Con los ojos abiertos de par en par, Chloe pateó la mesa de
centro. Velas y otras chucherías cayeron al suelo.
—Vamos, hija —gruñó Max. Se pasó una mano por el cabello—.
¿Por qué te comportas así? —Mientras seguía gritando, se sentó en el
brazo del sofá. Chloe tomó una siesta más temprano esa tarde, durante
cuarenta y cinco minutos, y durmió hasta las diez. No podía estar
cansada. Tampoco podía tener hambre, porque comieron hacía una
hora, cuando vio el DVD con ella por primera vez. Suspiró.
Justo cuando pensó que ya no podría soportarlo, la puerta del
frente se abrió. Su madre entró, una sonrisa en el rostro. Comenzó a
decir algo. Su expresión decayó al segundo en que oyó a Chloe. Puso las
manos en las caderas, mirando furiosamente a Max.
—No quiere parar —dijo, levantando la voz por encima de la de su
hija—. No sé qué le sucede.
Betty negó con la cabeza, su cabello corto y gris brillando a la
tenue luz del atardecer. A través de la puerta abierta, Max vio que el
cielo se oscureció, amenazando con nevar. Su madre entró, cerrando la
puerta detrás de ella. Levantando a Chloe, puso a la bebé en su cadera.
—Lo sé. —La tranquilizó, acariciando su cabello.
Con lentitud, Chloe se calmó.
Max la miró con la boca abierta. Quería decirle a su madre que no
consintiera a su hija. En su lugar, tiró de su cabello. —¿Cómo hiciste
eso? —le preguntó.
—Solo necesitaba algo de atención —dijo Betty. Besó las mejillas
de su nieta—. Cierto, ¿cariño? —Chloe se acurrucó contra su abuela,
hundiendo el rostro en el hombro de Betty.
—Tengo un montón de tarea —dijo Max, regresando a la cocina—.
Te veré más tarde. —Rodeó la esquina, dirigiéndose al sótano.
—Detente allí —gritó su madre detrás de él.
Le echó un vistazo por encima del hombro. —Tengo trabajo,
mamá.
—Necesitamos hablar —dijo.
Max se congeló, con una mano en la barandilla de las escaleras.
—¿Sobre qué?
—Ven aquí y siéntate —le dijo su madre.
Frunciendo el ceño, Max se volteó y caminó hacia la sala de estar.
Su madre se hallaba sentada en el sofá, Chloe en sus brazos. En la tele,
el primer episodio de George El Curioso comenzaba. —¿Qué sucede? —
preguntó, sentándose en el sillón frente a Betty. Por primera vez, se dio
cuenta que su madre no traía bolsas de la tienda—. ¿Qué pasa? ¿Papá
está bien?
Betty movió una mano. —Tu padre está bien. Está en la oficina,
volviendo locos a tus hermanos. —Meció a Chloe en sus brazos.
—Entonces, ¿qué sucede? —Max buscó en su rostro, pero su
expresión no decía nada.
—Bueno —empezó lentamente. Movió a Chloe hacia el otro lado—.
Tu padre y yo hemos hablado. —Mirando la televisión, observó la
caricatura por unos cuantos segundos.
—¿Sobre qué? —preguntó Max. Se limpió sus palmas de repente
húmedas en los vaqueros.
—Los amamos a Chloe y a ti muchísimo —dijo su madre—, pero
creemos que ya es hora.
Max se inclinó hacia adelante. Su corazón palpitaba acelerado en
su pecho. —¿Hora de qué?
Betty le disparó una mirada, sus labios retorciéndose en una
sonrisa irónica. —No te hagas el tonto, Max. Hemos sido más que
generosos. Pero no puedo criar a Chloe por ti. No puedo.
Frunció el ceño. —Pero no la estás criando. —Incluso mientras las
palabras dejaban sus labios, sabía que no eran ciertas.
—Max —dijo su madre, peligrosamente cerca de usar su nombre
completo—. La cuido todo el día, a veces desde las siete de la mañana.
No soy niñera de tiempo completo. Tengo mi propia vida, ¿sabes?
Parpadeando, Max se frotó la parte trasera del cuello. —Bien —
contestó con lentitud—. Bueno, el semestre está a punto de terminar.
No saldré ningún día durante las vacaciones de invierno.
—Max —dijo su madre con dureza—. No estás escuchándome. Es
hora de que te mudes, solo. Y necesitas llevarte a Chloe contigo. —El
bebé en cuestión se bajó de sus brazos y deslizó hacia el suelo, sus ojos
fijos en el mono de la televisión.
Mirando a su madre con la boca abierta, Max se hundió en el
sofá. —¿Mudarme? —repitió.
Betty asintió. —Ya es hora.
—¿Por qué? —Se pasó una mano por el pelo—. Dijiste que podía
quedarme aquí mientras fuera a la universidad.
Su madre suspiró. —Las cosas cambian. Así es la vida. —Cruzó
las piernas—. No me hago más joven, niño. Estoy retirada, pero todavía
no muero. Quiero trabajar en mis propios sueños mientras aún tenga
tiempo.
—¿Sueños? —repitió—. Mamá, tienes sesenta y siete. Pensé que
querías dejar de trabajar. Pensé que odiabas trabajar. —Se levantó y
comenzó a caminar de un lado a otro.
—Odiaba trabajar en la oficina —dijo—. Amo a tu padre, pero es
todo un dolor en el culo en lo que respecta al trabajo. —Sonrió, con sus
ojos brillando—. Discutimos respecto al dinero, y decidimos que puedo
comenzar ese negocio de diseño de interiores del que he hablado. —Se
levantó, alisando sus pantalones—. No puedo trabajar en casa con un
bebé aquí, y tienes que independizarte. No puedo tenerlos viviendo en el
sótano hasta que cumplas los cuarenta. Aparte, será bueno para los
dos, para unirse. —Pasando por encima de Chloe, su madre salió de la
sala—. Tienes hasta final de mes —dijo sobre su hombro.
Max miró fijamente su espalda, con la mandíbula abierta. Por
primera vez en su vida, no tenía idea de qué decirle a su madre.

Max dejó a Chloe en la sala de estar, regresó a su habitación en el


sótano. La caldera ardía aún más, y él se encogió mientras cerraba la
puerta. Eso era algo que no iba a extrañar. Echándole un vistazo a su
habitación, comenzó a asimilar la situación. Su madre lo echó. Se jaló el
cabello en un esfuerzo por despertarse. Tenía que ser un sueño. Con los
ojos abiertos, respiró profundo, sacándolo por sus fosas nasales. Luego,
contó hasta diez.
Mientras se calmaba, confirmó que, de hecho, no soñaba. Soltó
otro largo aliento. Tenía que pensar.
Deseaba poder desestimar la discusión como una broma. Betty
sabía cómo hacer un montón de cosas, pero bromear no era una de
ellas. Tenía que hallar un lugar para Chloe y él lo más pronto posible.
Cruzando la habitación, arrebató el teléfono del escritorio. Navegó por
sus contactos, con su cabeza dando vueltas. Tenía que haber alguien
con quien Chloe y él pudieran quedarse por un tiempo.
Sus dos hermanos mayores ya estaban casados y con hijos
pequeños. Como el más joven, Max pensó que podría vivir con sus
padres por un poco más que el mayor de sus hermanos. Tener una hija
a una edad tan temprana debió haberle ganado ese derecho. Seleccionó
a Xavier, el hermano que nació antes que él, de sus contactos.
Su hermano contestó en el segundo timbre. —Maxi Pad —le
exclamó.
—Eggs —dijo Max con tono plano. Claro que Xavier iba a recordar
el apodo de su niñez.
—¿Qué pasa, hermanito? —preguntó Xavier.
—No hay tiempo para ponernos al día —dijo Max, haciendo a un
lado la indagación anterior—. Mamá y papá me echaron. Necesito un
lugar lo más pronto posible. ¿Chloe y yo podemos quedarnos contigo?
Xavier dudó. —Eh —contestó, extendiendo la palabra.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Max—. Ya tienes dos compañeros.
¿Qué te hacen dos más?
—Lo siento —dijo Xavier—. No hay forma de que podamos tener
un bebé aquí.
Max frunció el ceño. —Chloe no es un bebé. Tiene dos, casi tres
años.
—Sí, amigo —respondió—, ese es mi punto. Escucha, todos aquí
somos residentes de cirujanos. Trabajamos en horarios locos.
—Está bien —aseguró Max, paseándose—. Ni siquiera se darán
cuenta que estamos allí. Chloe puede ser muy silenciosa.
—Sí —dijo Xavier de nuevo, extendiendo la palabra—. Bebemos
demasiado por aquí. Bebés y alcohol, no se mezclan, hombre. No me
puedo despertar a media resaca porque tu hija llora.
Tensando los dedos alrededor del teléfono en frustración, Max se
forzó a respirar para serenarse. —Vamos, Eggs. Me estás matando.
—Imposible, José —dijo Xavier y colgó.
Max miró fijamente la oscura pantalla de su teléfono, su corazón
golpeteando en su pecho. Pensó que sería seguro que Xavier dijera que
sí. De todos sus hermanos, eran los más unidos. —Supongo que ya no
—dijo en voz alta. Navegó por sus contactos de nuevo.
Levi, el tercer chico Batista nacido, siembre fue amable con Max.
Él era nueve años mayor, pero no actuaba como un adulto normal. Levi
ayudaría. Max presionó el teléfono en su oído.
—Levi Batista —respondió su hermano.
—Ahora que tienes el estatus de más vendidos del New York
Times eres todo formal —dijo Max.
Levi se rio, avergonzado. —Hola, amigo —dijo—. ¿Qué ocurre?
—Me encuentro en una situación que espero puedas ayudarme —
contó Max. Le explicó lo que ocurrió—. Eggs dijo que no. Sé que acaban
de casarse, pero ¿crees que Chloe y yo podemos quedarnos con
ustedes?
Levi tomó aliento entre sus dientes. —Voy a tener que preguntarle
a mi esposa —dijo.
—Vamos —pidió Max—. Solo por un tiempo. Al menos hasta que
mamá cambie de parecer. Sabes que no va a ir a ningún lado con este
negocio. —Sus cejas se juntaron mientras pensaba en los últimos veinte
años de experiencia con su madre. Nunca supo que ella tenía sueños.
La madre que conocía, disfrutaba de cuidar de sus hijos y relajarse con
revistas y vino.
—Cariño —le gritó Levi a su nueva esposa—. ¿Crees que mi
hermanito podría venir a quedarse con nosotros por un tiempo?
Max sintió vergüenza. —Amigo, no le preguntes de esa forma. Yo
ni siquiera estoy casado y lo sé.
En el fondo, pudo oír a la esposa de Levi preguntarle si se refería
al hermano pequeño con la niña.
—Sí, Max y Chloe —dijo Levi.
Max contuvo el aliento. Incluso aunque Levi acababa de casarse,
tal vez su esposa estaba en uno de esos ánimos de hacer bebés en los
que se meten las mujeres. Tener a Chloe allí curaría esa fiebre por los
bebés, al menos temporalmente.
—Rayos, no —dijo su cuñada—. ¿Está loco? Quiero tener sexo en
mi propia casa. Quiero caminar desnuda. No quiero tener niños por
aquí.
Aclarándose la garganta, Levi dijo: —Lo siento, amigo. —Colgó.
Max miró su teléfono sin creérselo. Lo rechazaron dos veces
seguidas. Lamiéndose los labios, siguió navegando por sus contactos.
Tenía que haber alguien. No podía pedirle a sus hermanos mayores ir a
vivir con ellos, pero tal vez podía pedirle ayuda a Tristan para encontrar
un departamento. Por lo menos, cuando llegara fin de mes, no estaría
sin hogar. Iba a decidir qué hacer con la renta, las cuentas y esas cosas
más tarde. Tal vez podía pedirle prestado dinero a Levi y Xavier.
Antes de llamar a Tristan y repetir la conversación, le escribió un
mensaje al mayor de sus hermanos: Necesito el número de tu amigo,
el agente de bienes raíces, lo más pronto posible.
Presionó enviar y esperó, lanzando el teléfono sobre su cama. Se
dejó caer en la silla con ruedas y giró en un círculo lento.
Junto a él, su teléfono sonó.
Se lanzó hacia él, saltando sobre la cama. En la pantalla —solo
números, sin letras pidiendo una explicación o diciéndole que no— se
hallaba el número del tipo.
Max levantó un puño en el aire y presionó marcar. Le mostraría a
su madre, decidió, que podía solucionar las cosas sin su ayuda. Incluso
si tenía que conseguir el departamento más barato y decrépito de la
ciudad, le probaría que no la necesitaba a ella o a su padre. Se sentiría
estúpida cuando se diera cuenta que su hijo más chico podía sobrevivir
por su cuenta, y lo haría sin sus padres o hermanos.
—Sí —dijo el tipo de bienes raíces, respondiendo al primer tono.
—Um —contestó Max, con su cabeza revuelta. Entrecerró los ojos,
torciendo los labios. No pensó en lo que debería decir. Aclarándose la
garganta, decidió soltar el nombre de su hermano primero. Si el tipo
sabía quién era Max, tal vez le daría un descanso con el depósito de
seguridad—. Soy el hermano de Tristan Batista, Max. Necesito un
departamento lo más pronto posible.
—¿Cuál es tu presupuesto? —preguntó el tipo de bienes raíces,
sonando aburrido.
Max miró a su alrededor por inspiración. —Um —dijo de nuevo—.
¿Barato?
—¿Qué te parece uno con tres habitaciones en Brooklyn, al pie
del Congreso, por seiscientos? —preguntó el tipo de bienes raíces.
—Dije “barato” no “has que me disparen” —dijo Max—. ¿Qué más
tienes?
—Tengo una habitación en Bradley Gardens —añadió el de bienes
raíces—. Vale setecientos cincuenta. Con cámaras de seguridad. Bla,
bla, bla. Tiene una habitación de almacenamiento que puede servir de
habitación para un niño si no quieres que el DFN te respire en el cuello.
Lo consideró. Levi vivió en un departamento similar, en la época
que estudiaba en la universidad comunitaria. Max no tuvo que lidiar
con su ex novia y sus abogados durante años, y nunca involucraron al
Departamento de Familias y Niños. Ganar la custodia de Chloe fue fácil.
De todas formas, quería que su hija tuviera una habitación verdadera.
Se mordió el nudillo. —¿Qué más tienes? —preguntó.
—Detrás de Target. Tres habitaciones. Setecientos setenta y cinco.
Esa es mi oferta final —dijo el tipo de bienes raíces.
—Lo tomaré —contestó Max de inmediato. Esperaba que no fuera
a lamentarlo luego—. ¿Qué necesitas?
—Depósito. Los primeros meses de la renta. Quitaré el depósito si
me lo das en efectivo. —El tipo sonaba un poquito más emocionado que
antes.
Max miró el frasco de billetes que se apoyaba sobre la cima de su
cómoda. Seguramente tenía al menos esa cantidad allí. Aunque, estuvo
ahorrando para un mezclador de audio.
Suspiró. No era como si planeara tener una carrera en música.
Ese camino, como sus padres le recordaban seguido, llevaba a ningún
lado. Si iba a lograrlo por su cuenta, tenía que empezar a hacer más
sacrificios por Chloe. Además, no era lo suficiente bueno en la música
como para hacer algo más allá de lo necesario para la escuela. Era hora
de dejar atrás los sueños imposibles de la infancia. De todas formas,
solo estudiaba música para completar lo que el título en Educación
Primaria requería. —De acuerdo —dijo.
—Bien. —El tipo de bienes raíces le dio la dirección y la hora para
encontrarse, y colgaron.
Se acostó de espaldas en la cama. Se echó hacia atrás, mirando al
techo. La caldera se volvió a encender, bañando al sótano en un calor
ardiente. Limpiándose la ceja, sonrió con satisfacción. Siempre que
trabajara treinta horas o más en la tienda de música y no lo gastara en
nada estúpido, Chloe y él estarían bien.
Se sentó de prisa. Su madre también había dicho que ya no
podría cuidar a su hija.
Gruñendo, se jaló el cabello de nuevo. Necesitaba encontrar a
alguien que cuidara a Chloe mientras él trabajaba e iba a clases, o no
iba a tener trabajo —o un futuro— para nada.
2
Traducido por Pachi Reed15
Corregido por Eli Mirced

Tres días después de que su madre le dijo que ya era hora, Max
empacó sus pocas pertenencias y las de Chloe en su viejo y destartalado
Taurus, sujetó a su hija en su asiento de coche y salió de su casa de la
infancia. Su niña pateó el asiento detrás de él todo el camino, y condujo
con una caja en su regazo, pero era libre. En una manera algo extraña,
se sentía bien mudarse.
Cuando soltó la última caja en lo que eventualmente sería el piso
de la sala, Max se volvió hacia Chloe. Ella se sentó en el suelo junto a
las ventanas dobles, un juguete en una de sus manos. —Bueno, Chloe,
aquí estamos. Hogar, dulce hogar. —Miró la sala casi vacía, con el ceño
fruncido. Su madre le dejó llevarse su escritorio, su cama doble y todos
los muebles de Chloe, pero no tenía nada más—. Solitario hogar —se
corrigió.
—Papi —dijo Chloe, y se alejó de él.
Encogiéndose de hombros, se encaminó a la cocina para empezar
a desempacar. Tardó tres minutos. Pasó dos minutos tratando de abrir
la caja, y un minuto más para poner la comida de bebé de su hija en un
armario. Con su estómago gruñendo, sacó el teléfono de su bolsillo.
—Supongo que voy a pedir un poco de pizza —dijo—. Chloe, ¿vas
a comer algo de pizza?
Su hija no dio ninguna respuesta, balbuceando felizmente para sí
misma mientras estrellaba dos figuras de acción de plástico una contra
otra en la sala de estar.
Llamó a su lugar favorito de pizza, ordenó una pizza grande de
pepperoni, y regresó a la sala para ver a Chloe. Luego, con su teléfono
todavía en la mano, se desplazó a través de sus contactos. —Creo que
sé quién va a ocupar ese tercer dormitorio —le dijo a Chloe.
—Oye, idiota —respondió su mejor amiga, Riley, con su mejor
acento británico falso.
—Oye, tú —le respondió—. Acabo de pedir una enorme pizza de
pepperoni. ¿Quieres?
Resopló. —¿Corto de efectivo de nuevo?
—No —dijo—. Tenía la esperanza de que vinieras a mantener mi
cama caliente. Estoy solo en mi nuevo apartamento y me da miedo estar
por mi cuenta.
—Tal vez en otro momento —contestó, riendo—. Espera, ¿qué?
¿Acabas de decir que tienes tu propio apartamento?
—Si traes cerveza, voy a dejar que te emborraches y duermas en
mi piso. —Estiró las piernas, apuntando la punta de sus desgastadas
zapatillas Nike hacia el techo.
—Me gustaría tener mi propio lugar —dijo Riley—. Mis padres me
están matando.
Sonriendo, Max le dio a Chloe los pulgares arriba. —Bueno —dijo,
arrastrando la palabra—. Resulta que tengo un tercer dormitorio, vacío
y listo para ti.
—Vaya —expresó Riley—. No sé qué decir. Es tan... repentino.
Max se rio. —Sin embargo, lo digo en serio. —Deseaba que ella
estuviera sentada justo frente a él. Sería más fácil leer su rostro.
—¿En serio? —preguntó.
—¿Por qué no? —Riley era su única amiga de la secundaria que
se quedó con él después de que Nicole quedó embarazada—. Tú, yo,
esta bebita. Seríamos una familia feliz. Y podrías ayudarme a llenar este
lugar con muebles. ¿No te dan un descuento en Kohl?
—Apenas —dijo Riley—. No vendemos muchos muebles, de todos
modos. ¿Cuándo te mudaste de la casa de tus padres?
Max levantó sus cejas. —Supongo que no te lo dije. —La puso al
día, sintiéndose un poco mal por no llamarla primero. Por suerte, Riley
nunca había sido del tipo de amiga necesitada que exigía cada detalle
de su vida. Simplemente funcionaban bien.
—¡Eso es una locura! ¿Tu madre te echó como si nada? ¿Qué es
lo que va a hacer, usar tu habitación como oficina?
—Si ese fuera el caso —contestó—, podría haber utilizado uno de
los dormitorios de invitados, o la habitación de invitados que están
usando para almacenamiento.
—Decoraciones de Navidad y catálogos de Martha Stewart —dijo
Riley—. Sería el frente de la tienda perfecta.
—Hablando en serio —le informó Max—. Puedes mudarte en
cualquier momento.
Por un momento, Riley no dijo nada. —Sí —dijo lentamente—. No
sé si puedo.
—¿Por qué no? —Se levantó de un salto y se acercó a la ventana
del frente. Se asomó a la calle oscura viendo un vehículo en marcha,
pero el coche no redujo la velocidad—. Te quejas de vivir con tus padres
todo el tiempo.
—Obvio —declaró—, pero no puedo pagar exactamente alquiler
con mi comisión vendiendo maquillaje.
—Creí que habías dicho que las cosas que vendes son caras. —
Observó otro coche acercarse, esperando que fuera su pizza.
—Todavía no me pagan tanto. Es un asco.
Frunció el ceño. —Maldita sea, creí que estarías a bordo con todo
esto. Necesito a alguien que me ayude con Chloe.
—Lo haría si pudiera, guapo. Puedo ayudarte cuando no esté
trabajando —ofreció Riley.
—Gracias, Riles. Pero también necesito a alguien en el medio.
Puedo conseguir horas extras en la tienda de música y obtener el dinero
para la renta sin ningún problema, pero Chloe no puede quedarse aquí
sola, y mi mamá no va a volver a cuidarla. —Un coche se detuvo delante
de la casa, y un chico que llevaba una gorra de los New York Yankees
salió del asiento del conductor. Corrió hacia el lado del pasajero y sacó
una caja de pizza. Mientras éste caminaba hacia la casa, Max abrió la
puerta. Sacó su billetera, y le entregó el repartidor un billete de veinte.
—¿Por qué no publicas un anuncio en línea? —le sugirió Riley,
riendo.
Cuando Max cerró la puerta, sosteniendo la caja de pizza en una
mano y el teléfono con la otra, se quedó paralizado. —Eso en realidad
no es una mala idea. —Se dirigió hacia la cocina.
Riley resopló. —Estaba bromeando, tonto, tonto.
—Sí, pero como que es una buena idea. —Max abrió la caja de
pizza y se quedó mirando la humeante pizza caliente. Queso burbujeaba
alrededor de desbordantes rebanadas de pepperoni. Inhaló y suspiró,
sonriendo. Luego hizo una mueca. No tenía platos.
—Por favor, no hagas eso —dijo Riley.
—¿Por qué no? —preguntó, levantando una rebanada de pizza. El
queso manaba de esta. El calor quemó sus dedos. La dejó caer sobre la
tapa de cartón.
—Debido a que vas a terminar con un asesino en serie o algo así
—le dijo a su mejor amigo—. No me importa si te matan, pero me gusta
Chloe.
—Gracias —contestó secamente, levantando la porción de pizza
de nuevo. Seguía caliente, pero probó un bocado de ella, soplando—. Te
estás perdiendo una pizza muy buena.
—¿Por qué no la pones en una especie guardería o algo así? —
preguntó Riley—. Mi hermana usa Easter Seals. Tienen acreditaciones y
esa mierda, así que tu hijo también recibe una educación.
—No trabajo de nueve a cinco —dijo Max, dando otro mordisco—.
Además de que no estoy listo para que ella vaya a la escuela.
—Bruto —dijo Riley—. Por favor, no seas el padre espeluznante
con problemas de apego.
—No tengo problemas de apego —le afirmó Max, bajando su
rebanada—. Ella solo tiene dos años. Todavía es pequeña. Quiero que
disfrute su niñez.
—¿Por qué no haces que uno de tus hermanos la cuide? ¿Qué
pasa con el periodista? ¿Los escritores no trabajan desde casa? —le
preguntó Riley.
Max sacó un trozo de pepperoni de la pizza y se lo metió en la
boca. —Todavía tiene que trabajar en el periódico —le respondió,
masticando—. Y el resto están demasiado ocupados. Voy a publicar un
anuncio.
—No —dijo Riley. El tono que usó le recordó a su madre.
—¿Vas a ser mi niñera con cama dentro? —preguntó Max.
Ella suspiró. —No.
—Entonces me tengo que ir. Necesito mi teléfono —dijo, y colgó
antes de que pudiera sugerir otra cosa. Señaló con el dedo a Chloe—.
Todavía no vas a ir la escuela, señorita. —Abriendo su aplicación de
navegación, se fue a un sitio web de anuncios gratis. Desplazándose,
pasó la lista de muebles gratis y baratos. Vendrían útiles más adelante.
Se dirigió a la sección de puestos de trabajo y comenzó un nuevo tema:
“NIÑERA A TIEMPO COMPLETO, DORMITORIO DISPONIBLE”.
Volvió a postear el mismo anuncio en la sección de apartamentos,
y a continuación, cogió otro pedazo de pizza.

La nieve caía del cielo, cubriendo el exterior de su Taurus y el


asfalto del estacionamiento. Max se quedó mirando la pantalla de su
ordenador portátil, totalmente ajeno. Su dedo se movió hacia el botón
de actualización, haciendo clic en él por décima vez en el último minuto.
Cuando volvió a cargar, sin embargo, todavía no aparecieron respuestas
nuevas.
Apretando los dientes, tamborileó el teclado con los dedos. Habían
pasado dos semanas desde que se publicó originalmente el anuncio, y
ni una sola persona había respondido. A su lado tenía una pila de libros
de texto y notas de exámenes finales. Actualizó la página de nuevo.
Todavía nada.
Saltando desde el escritorio, salió de la sala de estar y caminó
hacia la habitación de Chloe. Se acercó a la puerta abierta y se asomó
al interior. Ella yacía de espaldas dentro de su cuna, un brazo colgaba
sobre su cabeza, su codo doblado. Un rizo oscuro se posaba contra su
frente. Tenía los ojos cerrados, pestañas negras marcadas contra su tez
cremosa. Max suspiró. Si no encontraba a alguien que cuidara de ella
pronto, no tenía ni idea de lo que iba a hacer.
Cerrando la puerta, caminó de nuevo a la sala de estar. Se dejó
caer en la silla del escritorio de nuevo y golpeó actualizar tres veces.
Nada.
Tragó saliva. Frotándose las sienes, siguió mirando a la pantalla.
Riley le ayudaba cuando podía, pero si no hallaba a alguien permanente
antes de que acabara el semestre, iba a tener que abandonar la escuela.
Trató de imaginar sus días trabajando en una fábrica, de pie en una
línea de montaje, con la espalda dolorida. Su abuelo había trabajado en
el tercer turno hasta mucho después de su retiro. Él suspiró. Lo último
que quería hacer era terminar como el abuelo Batista.
Echando un vistazo a la hora, frunció el ceño. Eran más de las
dos de la mañana, y tenía un examen final a las nueve. Bostezando,
cerró su laptop, entonces se levantó de su escritorio.
Al alcanzar su teléfono, la pantalla se iluminó y apareció un
nuevo mensaje de texto.
Llámame si estás despierto, había escrito Riley.
Max frunció el ceño. Desbloqueó el teléfono y la llamó.
—Hola —dijo ella, con la voz ronca.
—Sabes que son las dos de la mañana, ¿verdad, Riles? —bromeó.
—Lo siento —contestó, con la voz quebrada.
Vaciló, la broma sucia que había estado a punto de soltar murió
en sus labios. —¿Estás bien?
—No —gimió—. Siento como que alguien trató de estrangularme.
Mi garganta me está matando. Tampoco puedo tragar.
Max hizo una mueca. —¿Alergias?
—Idiota —dijo—. Creo que es un resfriado, quizá estreptococo. —
Suspiró—. Así que no voy a ser capaz de cuidar a Chloe en la mañana.
El estómago de Max se apretó. —Tengo un examen final —dijo.
—Cielos —dijo Riley—. Lamento no sentirme bien.
La culpa se extendió en su interior. Tragó saliva. —Lo siento, Rie.
¿Puedo ofrecerte algo?
Ella suspiró de nuevo. —No. Voy a ir a la cama. —Sin decir una
palabra, colgó.
Max bajó su teléfono y se quedó mirando la pantalla mientras se
oscurecía. Sin nadie que cuidara a Chloe, iba a tener que quedarse en
casa y perderse su examen. Respirando hondo, se pasó las manos por el
cabello. Si él perdía el examen, su promedio de notas no se vería muy
afectado, pero definitivamente tendría que repetir el curso. El profesor
Lee había puesto, en negrita en el programa de estudios, que el examen
intermedio y final contaba para el setenta y cinco por ciento de su
calificación total. Las náuseas invadieron su estómago, y se inclinó,
apoyando su mejilla en la madera fresca del escritorio.
Peor aún, se suponía que debía trabajar por la tarde. No podía
permitirse el lujo de faltar al trabajo, en especial con su primer mes de
renta venciendo tan pronto. Él deseaba que sus padres pudieran ser
personas normales y razonables. Se preguntaba qué clase de madre y
padre echaban a su hijo y a su nieta. Si su madre le hubiera pedido que
contribuyera con la comida o incluso con el alquiler, lo habría hecho
con mucho gusto. No era justo.
Lentamente, levantó la cabeza del escritorio. Si enviaba un correo
electrónico a su profesor de inmediato, y decía que estaba enfermo,
seguro podría recuperar el examen. Podría fingir que era él quien tenía
estreptococos o lo que fuera. Tal vez incluso podría enviarle un correo a
su jefe en la tienda de música con la misma excusa. Nunca faltó a una
clase o a un día de trabajo. Eso tenía que contar para algo.
Girándose hacia su ordenador de nuevo, dejó escapar un lento
suspiro. Todo estaría bien. Seguramente Riley se sentiría mejor para
mañana, cuando se suponía que debía cuidar a Chloe mientras él hacía
otro examen final.
Abrió su correo electrónico y se puso a trabajar. Sin embargo,
cuando empezó a escribir, otro texto llegó a su teléfono.
Voy a tener que cancelar para el martes, también, le envió
Riley. Me olvidé que tengo que trabajar.
Apretando su teléfono en la mano, frunció los labios. —Tienes que
estar bromeando —dijo. Se preguntaba cómo pudo haber olvidado que
tenía que trabajar. Tal vez estaba enojada con él por ser tan insensible
a que ella estuviera enferma. Suspiró. Las chicas eran tan complicadas,
incluso la que conocía desde hace años.
Masajeando sus sienes, respiró profundamente. Al menos tenía
una buena excusa para faltar dos días seguidos. Podía fingir que seguía
enfermo.
Aun así, supuso que fingir estar enfermo no le llevaría muy lejos
por mucho tiempo. No podía permitirse faltar al trabajo, y sin duda no
podía suspender la escuela. Algo tenía que ceder... y pronto.
3
Traducido por Francisca Abdo & florbarbero
Corregido por Amélie.

Abriendo la puerta principal de su apartamento, Max gritó: —¡Ya


estoy en casa, cariño! —Entró lentamente, trayendo nieve consigo.
Riley asomó la cabeza por la cocina, con una Chloe retorciéndose
en sus brazos. —No soy tu cariño —dijo levantando a la bebé para que
él la viera. La salsa le cubría el rostro, cuello y las manos de su hija—.
Por favor, llévatela.
Max se rió y dejó las bolsas de comida que llevaba. —Te ves bien
con un bebé, Riles —dijo.
—Jódete —respondió Riley sonriendo. Empujó a Chloe en sus
brazos, derramando salsa en su abrigo—. Llegaste tarde y tengo que ir a
trabajar. —Cogió su chaqueta.
Metiendo a Chloe bajo un brazo, se movió para detener a Riley.
—Mi último final se pasó un poco. Tuve que parar para hacer la
compra. No te enojes.
Lo pasó por delante, agachando la cabeza. La nieve se arremolinó
dentro de la puerta todavía abierta. Sin decir una palabra más, salió.
Max suspiró. Llevando a Chloe a la cocina, silbó “Jingle Bells”. Su
hija se rió. La sentó en la encimera, tomó una toalla de papel y comenzó
a limpiarla. —Se supone que los bebés se ensucian —murmuró—. Pero
esta vez sí que lo has hecho. —Mientras mojaba otra toalla de papel, se
escuchó un sonido desde su ordenador, anunciando un nuevo correo
electrónico.
Parpadeando a Chloe con ojeras bajo sus ojos, bostezó. —Creo
que tomaremos una siesta en nuestro nuevo sofá —le dijo a su hija. La
levantó de nuevo, la llevó junto a las bolsas de la compra en el suelo y
se dejó caer en el sofá. La sentó en su regazo y, tomando sus manos en
las suyas, levantó sus brazos en el aire—. ¡Wiii! —le arrulló. Ella se rió,
pero apartó las manos. Bajando del regazo de él, se fue al suelo.
—Como quieras —dijo él, tumbado. Miró como ella se acercaba al
escritorio y se puso un brazo detrás de la cabeza—. Papá va a descansar
—bostezó. Los párpados se le cayeron y el cansancio lo arrastró. En
tanto se dormía, su hija murmuró una palabrita.
—¡Ding!
Abriendo un ojo, la miró. Ella se sentó en la silla de su escritorio,
y sus manos golpeaban el teclado de su portátil. —Oh, no, no lo hagas
—dijo, luchando con sus pies.
La pantalla se iluminó y el ordenador cobró vida. Su programa de
correo electrónico se abrió en la pantalla. Cruzó la habitación, apartó a
Chloe de la silla y la puso en el suelo. —Nada de computadoras para ti
—le dijo. Cuando se inclinó hacia adelante para cerrar la computadora,
notó que tenía un nuevo correo. Leyendo el asunto, se acomodó en su
silla, y su fatiga desapareció por sorpresa. Sus ojos se abrieron de par
en par.
—Parece que alguien ha respondido a nuestro anuncio —dijo,
pulsando para abrirlo.
Dentro del correo electrónico, un enlace lo llevó al currículum de
la que respondió. —Savannah Santos —leyó en voz alta mientras se
cargaba. Escaneó sus credenciales. Había cuidado a otros tres niños,
todos menores de seis años. Asintiendo con la cabeza, Max leyó el resto.
Era estudiante en la universidad comunitaria Naugatuck Valley, o se
había graduado recientemente. El currículum no especificaba.
Su carta de presentación decía que estaba disponible enseguida,
y que por favor llamara para concertar una entrevista. Frotando el ligero
rastrojo en su cara, Max leyó su currículum de nuevo. Parecía perfecta.
Incluso mencionó algo acerca de proporcionar actividades educativas.
Sacando su teléfono del bolsillo, marcó su número. La sangre le golpeó
en la cabeza mientras se llevaba el teléfono a la oreja.
Sonó. Tragó con fuerza. Volvió a sonar. Enroscó su mano libre en
un puño flojo, el sudor mojó sus palmas. Si esta chica estaba disponible
de inmediato, él podría llamar a la tienda de música y hacer algunas
horas extras. Durante la temporada de vacaciones, siempre necesitaban
ayuda extra.
En el tercer timbrazo, atendió. —Savannah Santos —respondió.
Su voz era suave, pero imponente de una manera profesional. Sonaba
como si fuera probablemente de la zona de Waterbury. La mayoría de la
gente de la ciudad tenía una combinación de acento neoyorquino y de
Connecticut. Sin embargo, no había rastros de acento hispano en su
voz, a pesar de su apellido puertorriqueño.
—Uh, hola —dijo Max, su mente se aceleró. Luchó por reunir sus
pensamientos—. Soy Max Batista. Llamo por tu correo electrónico para
el puesto de niñera —terminó, haciendo que sonara más como una
pregunta. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo hablar con
ella. Probablemente tenía más o menos la misma edad que él. No estaba
seguro de si debía tratar de sonar como su jefe, o si debía tratar de ser
amigable. No podía hablarle como le hablaba a Riley, meditó con una
sonrisa.
—Hola —dijo brillantemente, su voz aún profesional—. ¿Recibiste
mi currículum?
—Sí —dijo. Tamborileó sus dedos en el escritorio, tratando de
pensar en lo que debía decir a continuación—. Me gustaría... organizar
una entrevista. —Listo. Eso sonó bien. Echó un vistazo al momento en
su computadora. Eran más de las dos de la tarde—. ¿Estás libre para
reunirte esta tarde?
—Por supuesto —contestó, de inmediato—. ¿Dónde quieres que
nos reunamos?
Max se lamió los labios. No debería hacerla venir al departamento
de inmediato. Era un desastre en ese momento. Además, si resultaba
ser una loca, no quería que supiera dónde vivía. —La cafetería —soltó—
. Ya sabes, la que está justo en la línea de Cheshire.
—¿La cafetería Cheshire? Claro —dijo—. Puedo estar allí a las dos
y media. ¿Está bien así?
—Sí —respondió, mirando a Chloe. Su hija había sacado todas las
verduras enlatadas de una de las bolsas de la compra y las había
apilado en una torre. Al menos, la niña era definitivamente creativa—.
Nos vemos pronto.
—Genial —dijo Savannah—. Estoy deseando que llegue.
Colgando, Max bostezó de nuevo. A pesar de su excitación, aún se
sentía cansado. El café ayudaría a despertarlo, aunque Savannah
resultara ser un desastre. Cerrando el portátil, se levantó del escritorio.
Si tenía suerte, Savannah sería exactamente lo que necesitaba.

Sacando a Chloe de su asiento del coche, Max se giró hacia el


edificio. La cafetería Cheshire estaba ubicada en una plaza bastante
nueva, en medio de un spa diurno y una tienda de yogures congelados.
El aparcamiento estaba lleno durante una tarde entre semana. Lo más
probable es que la mayoría de la gente allí se encontraba en su hora de
almuerzo. Haciendo equilibrio con su hija en los brazos, cerró la puerta
del coche y se dirigió hacia el edificio. El viento frío bajó del cielo y
Chloe se metió en su pecho. Max aceleró su ritmo.
Dentro, fueron recibidos con una ráfaga de aire caliente y una
barista sonriente.
—¿Qué puedo hacer para calentarte? —exclamó sobre la ligera
charla de la gente. Las mesas estaban llenas, especialmente las
ubicadas frente a la chimenea. Max se mordió el labio, escudriñando las
caras. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo era Savannah.
—Leche con chocolate y una galleta para ella —dijo—, y medio
café, medio chocolate caliente para mí.
—Enseguida —dijo la barista.
Mientras esperaba, se puso de lado al otro lado del mostrador.
Volvió a mirar las caras en la cafetería. Los hombres de negocios se
sentaron encorvados sobre los portátiles. Un grupo de gente en edad
universitaria, charlaba animadamente, sin libros de texto. Dos mujeres
que parecían ser hermanas ocupaban otra mesa, con niños pequeños
metidos entre ellas. En el rincón de atrás, sentada en una mesa sola,
una joven de pelo oscuro y piel marrón dorada lo observaba. Un abrigo
negro estaba colgado en el respaldo de su silla. Llevaba vaqueros con
botas y una camiseta de manga corta, dejando al descubierto un brazo
de brillantes tatuajes. Lo miraba con ojos curiosos y luminosos. Él miró
hacia otro lado, volviéndose hacia la barista, que le dio su orden.
—Gracias —dijo, equilibrando las bebidas y a Chloe.
—Permíteme —murmuró una voz suave a su lado. Manos
marrones se extendieron alcanzar sus bebidas, arrancándoselas.
Se volvió para encontrar a la chica de la mesa de atrás a su lado.
Sus ojos oscuros brillaron. Levantando la cabeza, sacó los ojos de la
manga de tatuajes. De cerca, pudo ver que eran cráneos de colores.
Frunció el ceño.
—Soy Savannah —dijo ella, dándose la vuelta y guiándolo a la
mesa—. Supongo que ustedes son Max y Chloe.
La siguió, demasiado aturdido para hablar. Todo lo que veía eran
los tatuajes que cubrían cada centímetro de su brazo. Se enrollaron
alrededor de la parte posterior de su bíceps y antebrazo, una sólida
corriente de cráneos en una variedad de colores. Sus ojos se abrieron de
par en par.
Savannah dejó las bebidas en la mesa y volvió a su asiento.
Sonriendo, saludó a Chloe. —Hola, niña bonita —le arrulló. Aparecieron
hoyuelos en sus mejillas.
Chloe le devolvió el saludo.
—¿Hace frío afuera? —le preguntó Savannah a Chloe.
Su hija sacudió la cabeza. Cada vez que nevaba, prácticamente
rogaba para salir.
Max se sentó en la silla frente a ella, balanceando a Chloe en su
regazo. Arrastró sus ojos desde el brazo de Savannah hasta su cara.
—Entonces —dijo Savannah, dirigiendo su atención hacia él—.
¿Tiene dos años? —La sonrisa permaneció en su rostro. Aparte de los
tatuajes, era bastante bonita.
—¿Qué? —preguntó Max, apartando la mirada. Miró a Chloe, que
sostenía su botella de leche con chocolate.
—¿Qué edad tiene? —repitió Savannah.
—Oh —dijo, abriendo la botella y devolviéndosela a Chloe—. Casi
tres.
—Perfecto —contestó Savannah—. Solía cuidar a una niña de dos
años.
Recuperándose, Max asintió. Sus pensamientos dejaron de girar y
recordó lo que se suponía que debía hacer. —¿Alguna vez has vivido con
las familias de los niños que has cuidado? —Allí. Eso sonó como una
buena pregunta de un jefe.
—Pasé un verano en Florida con la última familia para la que
trabajé —dijo. Agarró una gran taza de lo que Max asumió que era café.
Su contenido estaba escondido en la taza de cartón para llevar. La
envolvió con los dedos y los ojos de Max volvieron a mirar sus tatuajes.
—¿Qué pasó con la última familia? —preguntó, tomando un sorbo
de su propio café—. ¿Por qué dejaste de cuidar a sus hijos?
—Empezaron la escuela —dijo Savannah, sacudiendo una mano.
No parecía darse cuenta de que estaba mirando sus tatuajes. Aparte del
brazo, ella no parecía tener otros tatuajes o perforaciones. Se preguntó
cuándo se los había hecho, si los tenía cuando trabajaba con las otras
familias, o si el del brazo era nuevo. No la imaginaba haciéndose todo el
brazo de una sola vez. Él no tenía ningún tatuaje, pero Levi sí tenía
uno, un fénix en su espalda, justo en la parte trasera del cuello. Si
necesitaba cubrirlo, podía usar una camisa. Max se preguntó como ella
escondía sus tatuajes. Parecía no importarle. Le levantó sus cejas, una
expresión agradable pero desconcertada cruzando su rostro.
—¿Qué? —preguntó él, devolviendo su atención a la conversación.
—Te pregunté si está entrenada para dejar el pañal —repitió—. Lo
he hecho antes, pero siempre es más fácil si ya lo están.
—No —respondió—. No lo está.
—Está bien. No hay problema. —Savannah le sonrió a Chloe, y su
hija también sonrió. Estiró una manito hacia la galleta que estaba en
medio de la mesa. Savannah la desenvolvió y se la pasó. La niña la
rompió en dos mitades y se la ofreció—. Oh, gracias —dijo—. Pero es
tuya. Cómela.
Riendo, Chloe dio un gran mordisco a una mitad.
Max sonrió a su hija. Ella parecía estar totalmente imperturbable
por la apariencia de Savannah. Tal vez él era ridículo. Los tatuajes no
eran exactamente algo nuevo. Savannah no parecía estar en una banda
de motoristas ni nada. Aun así, los cráneos eran inquietantes, a pesar
del rímel enmarcando sus ojos y los labios brillantes. Gruesas filigranas
negras, puntos y flores brillantes decoraban el rostro de cada cráneo. Se
preguntó qué clase de niñera pondría algo tan siniestro en su cuerpo de
forma permanente.
—Por lo tanto —siguió Savannah, juntando las manos delante de
ella—. Sé que dijiste en tu mensaje que necesitabas a alguien pronto. ¿Y
es un puesto con convivencia?
Él asintió. —Tengo un tercer dormitorio —respondió rápidamente,
tratando de no parecer demasiado ansioso—. El pago incluye los gastos
básicos. —Sus ojos se posaron de nuevo en el brazo de Savannah. Uno
de los cráneos parecía el de un gato. Una bola nerviosa se formó en la
boca de su estómago. Se alegró de no tener ninguna mascota. Tomó la
taza de café, su calor lo mantenía en el presente.
—Genial —dijo—. En realidad funciona perfecto, porque he estado
buscando una casa. —Corrió su pelo largo y oscuro sobre un hombro.
Cuando se movió, el aroma suave y picante de su perfume flotó en el
aire. Inhaló y por un momento, su cerebro se nubló. La miró fijamente,
paralizado. Si no era una especie de coleccionista de cráneos de bebé,
era intrigante. Y lo que era más importante, a Chloe parecía gustarle—.
¿Qué tan pronto necesitas que empiece? —preguntó, sacándolo de sus
pensamientos una vez más.
—Esta noche, si puedes —contestó, mirándola. Nadie era capaz
de empezar un trabajo el mismo día. Podría usar eso como una excusa
para no contratarla. Seguro, alguien más respondería. Podría seguir
usando a Riley como respaldo, y tal vez podría convencer a su padre de
que se lleve a Chloe un par de veces a la semana. No importa lo bonita
que fuera Savannah o lo amable que pareciera, ninguna niñera debería
tener tatuajes de cráneo.
—Suena bien —comentó Savannah. Tomó otro sorbo de su café.
Max permaneció con el rostro neutro en un esfuerzo por ocultar
su decepción. —Impresionante —dijo. Se agarró con fuerza a Chloe—.
Compré algunas cosas en el supermercado antes, pero probablemente
deberíamos recoger otras.
—Puedo ir contigo, vigilar a la señorita Chloe mientras haces lo
que tienes que hacer —sugirió Savannah. Sin esperar a que contestara,
se levantó de su asiento. En un movimiento fluido, levantó su abrigo del
respaldo de la silla y se lo puso. Llegaba casi hasta sus rodillas, pero no
parecía algo que un asesino en serie llevaría puesto.
Respirando profundo, Max se puso de pie también. Necesitaba
trabajar tanto como sea posible antes de que empezara el semestre de
primavera. No podía permitirse el lujo de esperar a nadie más. Además,
por mucho que su padre amara a su nieta, sabía que no la cuidaría. Su
madre lo interceptaría, diciéndole que tenían que dejar que su hijo
resolviera las cosas por sí mismo.
Con la llegada de las vacaciones, necesitaría más ayuda con
Chloe. Suspiró. —Vamos a hacer esto —dijo, más para sí mismo.
Savannah recogió la galleta de Chloe y el resto de su leche con
chocolate, metiéndolo en un bolso de cuero que Max no había notado.
El logo dorado saltó a la vista, claro como el día: Versace. Levantó las
cejas sorprendido. Como si ver el bolso hubiera abierto un tercer ojo, se
dio cuenta por primera vez de que llevaba botas Ugg y que su abrigo
también era Versace. —¿Listo? —le preguntó.
Asintiendo con la cabeza, le guió a la salida de la cafetería, con la
mente dando vueltas. No eran solo nombres de marca. Eran de alta
costura. No tenía hermanas, pero las esposas y novias de sus hermanos
se volvían locas por esas cosas. Sus hermanos mayores se quejaban
todo el tiempo de los hábitos de gasto de sus esposas, y de cómo se
alegraban de haber entrado en el negocio de derecho de familia.
—Que tengan un gran día —dijo la barista. Max abrió la puerta y
salió, Chloe se acurrucó en sus brazos. El viento frío se abalanzó sobre
ellos, y él inclinó su cabeza contra ella, avanzando. No comprobó si
Savannah le seguía, pero oyó que la puerta se cerraba detrás de ellos.
—Estoy estacionada allí —comentó Savannah. Se volvió y la vio
señalar con el pulgar hacia el resto del estacionamiento—. ¿Dónde estás
tú?
Asintió hacia el Taurus, con las mejillas ardiendo a pesar del frío.
Se preguntó qué tipo de coche conducía ella. Sería irónico si, después
de haber juzgado sus tatuajes, él terminara pareciendo basura. Con los
dedos entumecidos, sacó las llaves del coche de su bolsillo.
—Iré detrás de ti y te seguiré —gritó, girando y caminando en la
dirección opuesta.
Gruñó y abrió la puerta del asiento trasero. Amarrando a Chloe
en la mayor brevedad posible, plantó un beso en la frente de su hija.
Luego corrió hacia el otro lado del coche. Se subió de un salto y lo
arrancó. El aire frío salió de los conductos de ventilación del calentador.
Se estremeció y bajó la perilla, preguntándose cuánto tiempo tardaría el
auto de Savannah en calentarse. Probablemente tenía un Lexus o un
BMW, con asientos de cuero con calefacción.
Le sirvió bien. Aun así, se preguntaba qué hacía alguien con tanto
dinero, básicamente cuidando niños para vivir. Aunque viviera con él,
no le pagaría lo suficiente para financiar un coche de lujo. Aferrándose
al volante, hizo una mueca cuando un pensamiento espeluznante entró
en su mente. Tal vez ella vendía órganos de niños en el mercado negro.
Había oído que los riñones eran en realidad bastante caros.
Cerrando los ojos, ignoró los pensamientos. Tenía que detenerse.
Actuaba como una vieja abuela preocupada. Sus hermanos le llamaban
marica sobreprotector, y Riley decía que su preocupación por su hija
era asquerosa. Tenía que dejar de serlo, especialmente si una mujer que
usaba Versace iba a vivir con él.
Un coche oscuro se detuvo detrás de él y encendió sus luces. En
el espejo retrovisor, no podía decir qué marca o modelo era, pero sin
duda era Savannah. El aire que salía de las rejillas de ventilación de su
coche aún no estaba caliente, pero no quería que pensara que su coche
era una mierda, aunque lo fuera.
Salió de su lugar de estacionamiento y se dirigió a la salida.
Savannah se quedó justo detrás de él. Seguro no tendría problemas
para seguirlo.
Se le ocurrió una idea. Podría acelerar y perderla. Así nunca
tendría que volver a verla. No importaría quién era o por qué tenía
tantos tatuajes. Podría dejar la escuela, encontrar un trabajo de nueve
a cinco en un banco o algo así, y poner a Chloe en una guardería.
Pero no quería ser ese tipo de padre, aunque mucha gente pone a
sus hijos en la escuela a una edad temprana. Desde el día en que nació,
le prometió que la cuidaría. Incluso si tenía una niñera, él pasaría más
tiempo con ella que si estuviera en la escuela todo el día.
Saliendo a la calle, se dirigió a la tienda de comestibles. Mantuvo
la velocidad ocho kilómetros por hora por debajo del límite, para así
asegurarse de que Savannah se mantuviera al día. El coche oscuro se
quedó detrás de él, aunque a una distancia segura. Al menos era una
buena conductora.
Unos minutos después, se detuvo en un estacionamiento frente a
la tienda de comestibles. Savannah se deslizó hacia el lugar junto a él.
Apagando el motor, abrió la puerta y salió. Ella también salió. Cuando
se dirigió a la puerta de Chloe, vio a Savannah siguiéndolo por el rabillo
del ojo. Su mano se dirigió hacia el picaporte.
—Yo me ocupo —dijo, levantando una mano.
—No hay problema —contestó ella, alejándose.
Abrió la puerta de Chloe y la desató. Levantándola en sus brazos,
apoyó la mejilla en la cabeza por un momento. Luego, recordando su
misión, se dirigió hacia la tienda de comestibles.
En el interior, eligió un carro y la deslizó en el asiento. Acomodó
sus piernas contra el metal, donde sus zapatos resonaron. Max cerró
los dedos alrededor de la barra y comenzó a empujarla hacia la sección
de productos.
—¿Cómo se supone que me pondrás a prueba —le preguntó
Savannah detrás de él—, si tú la llevas?
Hizo una pausa, el calor arrastrándose hasta la parte posterior de
su cuello. Era un poco sobre-protector. —Hábito —dijo, dando un paso
lejos del carrito. Tragando saliva, vio como Savannah tomaba el control.
Ella movió el carro lentamente, dejándolo liderar el camino. Cuando se
acercaron a las frutas y verduras, rezó por no haber cometido un gran
error. Los niños consumían todo el tiempo.
—Entonces, ¿qué necesitas comprar? —le preguntó, suavemente
alejando el brazo de Chloe de un estante de las manzanas.
Él parpadeó. No tenía exactamente una lista. Se aclaró la
garganta. —Bueno —dijo—, ¿qué te gusta?
Los labios de ella se separaron formando una O, y se dio cuenta
de que lucían llenos, rosas y suaves. Por un segundo, se preguntó cómo
sería besar esos labios. El calor enrojeció sus mejillas, y miró hacia otro
lado, ocupándose de seleccionar manzanas.
—¿Las manzanas están bien? —le preguntó, agachando la cabeza.
—Claro —respondió. El olor de su perfume flotaba nuevamente en
su dirección, y se sintió un poco mareado. Grandioso. Además de
preocuparse por sus tatuajes y su posible participación en un culto de
niñeras o el mercado negro, se sentía atraído por ella.
Llenó una bolsa con algunas manzanas y la arrojó en el carro, ya
entrando en el siguiente pasillo. —A Chloe le encantan los plátanos —
comentó, recogiendo dos racimos—. Los comerá todo el día si le dejas.
—Anotado —dijo Savannah, girando a Chloe detrás de él—. ¿Qué
no le gusta?
—Los ravioles grandes —dijo, volviéndose hacia ellos. Savannah
ladeó la cabeza, levantando una ceja—. Le gustan los mini ravioles —
explicó.
Resoplando, Savannah golpeó la nariz de Chloe ligeramente. —Así
que los grandes no —repitió ella—. Entendido.
Max vaciló, y se frotó la nuca. La conversación de alguna manera
sonaba sugerente, aunque todo era inocente. Se aclaró la garganta,
alejándose del pasillo de productos, en dirección al resto de la tienda.
—Solo necesito pan y leche —dijo, visualizando el refrigerador—
. Si hay algo que desees, simplemente agárralo.
—Está bien —respondió detrás de él. Oyó el chirrido del carro y a
Chloe balbuceando. Entonces, Savannah comenzó a cantar. Su voz era
suave y dulce, y aunque no entendía las palabras, el calor se dispersó a
través de su cuerpo. Sus hombros se relajaron un poco.
El resto del viaje de compras se realizó sin problemas. Savannah
no permitió que Chloe agarrara cosas de los estantes y las lanzara al
suelo. Solo seleccionó algunas cosas para sí misma: una bolsa de arroz,
dos latas de frijoles negros, un paquete de carne de cerdo deshuesada, y
algunos adobos.
—Me gusta cocinar —dijo con un encogimiento de hombros.
Para el momento en que cargaron todo en el auto de Max, Chloe
se había quedado dormida. La colocó en su asiento, su cabeza inclinada
contra la tela de la almohada. Luego se volvió hacia Savannah, con la
dirección de su apartamento danzando en sus labios. Sabía que era
estúpido juzgar a una persona solo por un viaje de compras, pero hasta
ahora, parecía que encajaban bien. También a Chloe le gustaba.
Solo esperaba que todos pudieran vivir juntos.
4
Traducido por Jane & Tolola
Corregido por Helena Blake

La luz del sol se filtró a través de las persianas abiertas. Afuera, la


calle estaba fría y tranquila. La nieve no cubría el suelo, pero el frío del
aire prometía más. Max se paseaba por la sala de estar. Chloe miraba
desde su lugar en el suelo, con un juguete en la mano. Cada vez que él
llegaba a su escritorio, miraba la hora. Savannah llegaría en cualquier
momento. Se apartó de su escritorio y se dirigió a las ventanas, mirando
a la calle para ver si había alguna señal de su coche. No tenía ni idea de
si ella llegaría con un camión de alquiler o si vendría con tan poco como
él.
Deseaba haber limpiado un poco más. Todavía no tenía ningún
material de limpieza, y ninguna aspiradora. El lugar parecía estar bien
cuando se mudó, pero ahora que venía una mujer que no era Riley,
sentía que cada mota de polvo y suciedad sobresalía.
Pasándose las manos por el pelo, se dio la vuelta y comenzó otro
recorrido de la habitación. Unos días después de su paseo de prueba en
el supermercado, Savannah vigiló a Chloe durante unas horas en tanto
él hacía un turno extra. Cuando Max llegó a casa, su hija se encontraba
sentada junto a Savannah en el sofá, escuchando atentamente mientras
ésta le leía un cuento. Sus labios se levantaron al recordar.
Cuando se acercó a su escritorio, su teléfono sonó. Acelerando su
ritmo, levantó el teléfono, presionando el botón de respuesta sin mirar
la pantalla.
—Hola —dijo, su corazón golpeteando en su garganta. Se esforzó
por mantener la voz tranquila—. ¿Estás perdida?
Riley resopló. —No estoy perdida, imbécil.
La mandíbula de Max se apretó. —Pensé que eras Savannah —le
dijo.
—¿Tu niñera de anuncio de Internet? —Se echó a reír—. ¿Cómo te
va con ella?
—Ya basta —le dijo, sentándose en la silla del escritorio. Se volvió
hacia la ventana. Un auto oscuro pasó, pero no desaceleró—. Parece
muy agradable.
—Todavía no puedo creer que estés haciendo esto —le comentó
Riley—. ¿Has perdido la cabeza?
Suspiró. —Podrías haberte mudado. ¿Qué otra cosa se supone
que debía hacer?
—Um, no lo sé —respondió Riley—, ponerla en la guardería, como
cualquier otro padre moderno. ¿Quién diablos le permite a una extraña
mudarse y cuidar de su hija? ¿Qué es esto, los días medievales?
—A Chloe le agrada —dijo, mirando a su hija—. Vio a Savannah
más veces esta semana de lo que su propia madre la ha visto. —Miró
por la ventana de nuevo. Un camión de reparto retumbó por la calle. El
logotipo a su costado decía Panadería. Él apartó la vista de la ventana, y
se limpió las manos sudorosas en los vaqueros.
—Bueno, obvio —contestó Riley—. Todo el mundo ve a Chloe más
que Nikki. Hablando de tu historial, ¿no te parece que Chloe es un poco
joven para esto?
Max frunció el ceño. —¿A dónde quieres llegar, Riley?
—Vamos, Max. No soy estúpida. ¿Por qué más contratarías a una
niñera mujer y hacer que se mude?
Apretando la mandíbula, se levantó de su asiento. —No es así.
—¿Y qué clase de chica se va a vivir con un extraño? —continuó
Riley—. ¿No dijiste que tiene un montón de tatuajes de cráneos? Parece
un poco extraña para mí.
Llamaron suavemente a su puerta. Los ojos de Max se posaron en
la ventana. El BMW de Savannah se encontraba en frente. Sus ojos se
abrieron. —Me tengo que ir, Riley —dijo.
Resopló. —¿Por qué?, ¿está ahí?
Él puso los ojos en blanco. —Sí —respondió—. Dale un descanso.
—Max, sé que estás en una posición de mierda, pero deberías
reconsiderar esto. ¿En serio quieres que una extraña viva en tu casa?
No sabes nada de ella.
Sonó el timbre. Chloe se puso de pie, un dedo regordete apuntó
en dirección a la puerta. —Papi —le avisó.
—¿Qué quieres que haga, Riley? Mis hermanos no van a ayudar.
Mis padres no la cuidarán. No vas a vivir conmigo. No tengo otra opción
aquí. —Cruzó la habitación hasta la puerta. Envolvió la perilla con sus
dedos—. Hablaré contigo más tarde —dijo, y colgó antes de que pudiera
decir algo más. Girando la perilla, abrió la puerta.
Una ráfaga de aire frío se precipitó. La bufanda de Savannah le
golpeó la mejilla. Llevaba una sola caja grande y las llaves del auto en
una mano enguantada. Sonrió, sus mejillas sonrosadas por el frío.
—No tienes que tocar el timbre. Ahora esta es tu casa también —
le dijo, tratando de alcanzar la caja.
—Yo puedo —aseguró ella, apretando su agarre.
Max se pasó una mano por el cabello. —Vale —dijo, haciéndose a
un lado para dejarla entrar. Le pasó por delante, y él cerró la puerta—.
Entonces, bienvenida. —Abrió los brazos—. No es mucho.
Una suave sonrisa apareció en los labios llenos de Savannah.
—Es un hogar —declaró, levantando un hombro. Sus ojos eran
un profundo pozo de marrón cálido, atrayéndolo.
Aclarando su garganta, miró hacia otro lado. Haciendo un gesto
hacia el pasillo, dijo: —Te voy a enseñar tu habitación. —La llevó por el
pasillo corto a una puerta a la derecha. Girando el pomo, la abrió. Un
cuadrado de luz solar decoraba la alfombra. Haciéndose a un lado para
dejarla entrar, Max le hizo un gesto para que se adelantara.
Ella pasó junto a él, el aroma de su perfume le hacía cosquillas en
la nariz. Dejó la caja en un rincón. —Gracias —dijo.
—¿Vas a traer algo más? —le preguntó, mirando la caja. Ninguna
etiqueta marcaba su contenido. La cinta de embalaje la mantuvo
cerrada. Sus esquinas estaban abolladas, y un raspón estropeó un lado.
Savannah negó con la cabeza. —Solo esto por ahora.
—¿No tienes una cama? —le preguntó. Abriendo los ojos, levantó
una mano—. No es que esté sugiriendo que compartamos, ni nada —
aclaró, pensando en lo que Riley había dicho.
Savannah arqueó una ceja. —No pensé que lo hicieras —dijo ella,
levantando la comisura de su boca—. Voy a conseguir una en algún
momento.
A pesar del frío del exterior, el sudor le cubrió la nuca. Él asintió y
salió de la habitación para darle un poco de privacidad. —Pensaba pedir
una pizza para la cena —le avisó por encima de su hombro—. ¿Quieres
algún ingrediente específico?
—¿Pizza? —repitió con recelo.
Se dio la vuelta. Savannah se puso de pie con una mano en una
cadera, una ceja levantada hacia él. —Sí —contestó lentamente—. ¿Por
qué no?
—¿Tienes una bebé, y vas a darle de comer pizza? —Chasqueó la
lengua. Alejándose de él, caminó hacia la cocina. Desconcertado, Max la
siguió, con el olor de su perfume cosquilleando en sus fosas nasales. La
encontró encorvada frente a su refrigerador, sosteniendo la puerta con
una pierna. Empezó a sacar provisiones, murmurando para sí misma.
Max levantó un dedo, luego dejó caer el brazo a su lado. Tal vez
Riley tenía razón. No sabía nada acerca de Savannah. Se había mudado
sin hacer preguntas, y no se trajo ningún mueble. —Sí, es así, escucha
—comenzó.
Se retiró del refrigerador, balanceando una pila de comida. Max
vio un paquete de pollo, cuadrados de queso americano y un galón de
leche. Savannah llevó todo a la encimera y lo dejó. Metiendo una mano
en su bolsillo, sacó un billete de veinte dólares. Sus labios se movieron,
y su voz se desvaneció, pero él no entendió ni una palabra de lo que ella
dijo.
Entrecerró los ojos y se frotó las orejas, preguntándose si se había
golpeado la cabeza de alguna manera. —¿Qué?
Savannah parpadeó. —¿No hablas español? —Tenía las manos
plantadas firmemente en sus caderas. Frunció el ceño, pero los hoyos
en sus mejillas aún eran visibles.
—No —contestó Max—. ¿Por qué lo haría?
Ella se golpeó la frente ligeramente y soltó algo que sonó como un
cruce entre amonestación y compasión. Caminando de un lado a otro,
las palabras continuaron saliendo de su boca. Max no tenía ni idea de
lo que decía, pero empezaba a parecer que Riley tenía razón.
—¿Estás bien? —le preguntó, mirando a la puerta de entrada a la
cocina. Chloe todavía jugaba en la sala de estar.
Savannah puso los ojos en blanco. —¿Me estás tomando el pelo?
¿Tu apellido no es Batista?
—Sí. ¿Y qué? —Se cruzó de brazos.
—¿Y no hablas español? —Levantó las manos en el aire—. ¿Cómo
puede ser?
Max se frotó la nuca y se movió. —No sé —dijo—. Nunca aprendí.
—¿Tus padres no te hablaron en español? —Puso sus manos en
las caderas de nuevo, frunciéndole el ceño.
—No —respondió lentamente—. ¿Por qué tendrían que hacerlo?
Savannah frunció el ceño. —¿Estás bromeando? —Lo señaló con
el dedo—. ¿De dónde es tu familia?
Max levantó una ceja. —Waterbury —dijo.
—No, tonto. ¿De dónde son? Quiero decir, ¿de dónde vinieron tus
abuelos? —Se apoyó en la encimera, con los brazos cruzados. Cabello
negro oscuro y sedoso colgaba sobre sus hombros.
Se lamió los labios, tratando de pensar. Sus cuatro abuelos
habían fallecido años antes. No sabía mucho sobre ellos. Nunca había
pensado mucho en ello antes. El último recuerdo real que tenía de ellos
era ir a la iglesia en Navidad. Sucedió mucho antes de que Chloe
naciera, antes de que él empezara el instituto. —De Nueva York, creo —
dijo finalmente.
—¿Todos procedían de Nueva York? —preguntó Savannah, con
una ceja levantada. Puso los ojos en blanco—. Solo aparecieron allí un
día, ¿verdad?
—No —dijo, cruzando sus propios brazos—. Murieron cuando era
niño. ¿Qué tiene eso que ver con algo?
Sopló su largo flequillo en el aire, haciendo un sonido de moto con
sus labios. Murmurando algo en voz baja, sacudió la cabeza. —¿Dónde
vivían antes de venir a los Estados Unidos?
Max le frunció el ceño. —Puerto Rico —contestó encogiéndose de
hombros.
—Así que —dijo, dando un paso hacia él—. ¿Eres puertorriqueño
y ni siquiera hablas español?
Mirando a la puerta de nuevo, dio un paso atrás. —Nop —dijo.
—¿Estás bromeando? —preguntó otra vez, levantando las manos.
Dio otro paso hacia él—. ¿Nunca has querido aprender?
—Cielos —exclamó, manteniendo las manos en alto—. No es para
tanto.
Sus grandes ojos marrones se abrieron de par en par. Su boca se
abrió. Luego, hizo erupción. —¿No es para tanto? ¿Hablas en serio? —
Hablando en español, disparó una serie de lo que él solo podía suponer
que eran maldiciones. En lugar de sentirse aterrorizado, como debería,
solo se sintió ligeramente excitado.
Sonrió.
—¿Por qué me sonríes? —preguntó ella.
—Porque —le respondió— eres muy linda cuando me estás
maldiciendo en español.
Aullando de frustración, ella lo pasó pisoteando, con el billete de
veinte dólares todavía en su mano. Él vio como irrumpió en la sala de
estar. Un momento después, la puerta se cerró de golpe detrás de ella.
Parpadeando, la miró fijamente. Esperaba que volviera. Tal vez
eso fue una locura. Debería llamar a la policía, o al menos llamar a sus
padres para ver qué pensaban que debía hacer. —Al diablo con eso —le
dijo a la cocina vacía. La última persona a la que iba a llamar era a su
madre. Saliendo de la cocina, trotó hacia la sala de estar. Chloe se paró
contra la ventana, mirando a la calle.
—Nana —dijo, volviéndose hacia Max y señalando por la ventana.
La recogió y le alisó el pelo. —Sí, lo sé. Volverá. —La llevó al sofá.
El aroma del perfume de Savannah se mantuvo en la habitación. Él
esperaba que ella lo usara todos los días. Sacudiendo la cabeza hacia sí
mismo, abrazó a Chloe en su pecho. Lo último de lo que necesitaba
preocuparse era por una mujer. Savannah era su compañera de cuarto
y la niñera de su hija. Necesitaba recordar eso y mantener las cosas de
manera profesional. Plantando un beso en la frente de Chloe, vio como
una sonrisa se abría paso por su cara.
Miró a la ventana. —¿Viste a Savannah? —le preguntó a la niña.
Ella sacudió la cabeza. Max se encogió de hombros. A veces, los niños
eran simplemente raros. Luego, cuando el olor de los huevos podridos le
llegó a la nariz, se atragantó. Sacando a Chloe de su pecho, la puso en
el sofá. Luego se levantó y prácticamente corrió a su habitación a
buscar toallitas y pañales, con su fantasía interrumpida.
Justo cuando terminó de vestir a Chloe, la puerta principal se
abrió. Savannah entró, y el aire frío se arremolinó tras ella. Agarraba
dos bolsas de plástico en sus manos. Una sonrisa se dibujó en su cara.
Max le levantó una ceja.
—¿Qué es todo eso? —preguntó.
—La cena —respondió, entrando. Cerró la puerta tras ella y volvió
a la cocina.
Max permaneció en el suelo junto a Chloe, con su pañal sucio
enrollado en un fajo con forma de pelota de fútbol. Poniéndose de pie,
sostuvo el pañal frente a él. Entró en la cocina después de Savannah.
Tiró el pañal en la caja vacía que servía de basura y observó como ella
bailaba alrededor de la cocina. Su abrigo estaba en una piscina en el
suelo. Sacó un cuchillo del cajón. Dando vuelta una de las bolsas de
plástico, sacó un paquete de cheddar rallado, un tomate, una cebolla,
pimientos verdes y amarillos, y lo que parecía un jalapeño.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, cuando ella comenzó a cortar
en cubitos el tomate.
—Enchiladas suizas de pollo —respondió. La hoja en sus manos
era borrosa mientras cortaba rápido. Max miró, los ojos muy abiertos
por el temor. Nunca había visto a nadie cortar algo tan rápido, además
de un programa del canal de cocina.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Savannah se congeló, con el cuchillo a medio cortar. —¿Nunca
has comido enchiladas?
Él negó con la cabeza.
Ella puso la mano libre en su cadera. —¿Has probado al menos
un taco?
—Por supuesto —le respondió—. Siempre teníamos que comprar
como cuatro de los kits. Mi mamá decía que mis hermanos eran como
langostas.
Savannah palideció. Se apoyó en la encimera, dejando el cuchillo
ruidosamente en el fregadero. —¿Kits de tacos? —repitió con voz débil.
—Sí —replicó Max—. ¿Como los que vienen con las conchas y la
salsa? Solo tienes que comprar la carne y el queso.
—Ay, dios mío —dijo en español. Respirando hondo, se recogió el
pelo largo en un moño en la parte superior de su cabeza. Max observó
cómo la luz del techo brillaba sobre su pelo—: Siéntate y deja que yo me
ocupe de esto.
Encogiéndose de hombros, Max se apoyó contra la pared frente a
ella, mientras regresaba al trabajo, cortando en cubitos el resto de las
verduras. —¿De dónde sacaste todo esto? —preguntó él, mientras ella
se giraba para bajar la temperatura de los fuegos.
Murmurando en voz baja algo en español, le negó con la cabeza.
—La bodega cruzando la calle. ¿Estás ciego?
Él se sonrojó, y cruzó los brazos sobre el pecho. —¿No es frituras
y caramelos lo único que tiene?
—No, amigo, tienen todo un mercado allí. ¿Eres un extraterrestre?
—Se subió las mangas de la camisa, dejando al descubierto los tatuajes
en su brazo. Los cráneos bailaban sobre su piel mientras sus músculos
se movían. Max miró. Poniendo los ojos en blanco, Savannah se apartó
de él. Roció aceite en el sartén.
—¿Cómo sabes cocinar? —preguntó. Había asumido que tenía la
misma edad que él, sin embargo, ella parecía saber mucho más.
—Vas a darme un ataque al corazón —le dijo ella, lanzando las
cebollas picadas a la sartén.
—Es solo una pregunta —murmuró, dándose la vuelta. Todas las
chicas eran raras y propensas a arrebatos, se recordó. Salió de la cocina
y entró en la sala de estar. Chloe se acostó boca abajo, pateando sus
piernitas en el aire. Agarraba sus Tortugas Ninja Adolescentes Mutantes
y las arrastraba por la alfombra. Sus pies hicieron pequeñas líneas en
las fibras—. ¿Quieres dibujar, Chloe? —preguntó. Ella se giró sobre su
espalda y su rostro se iluminó con una sonrisa al verlo. Al menos una
de las mujeres de su casa estaba feliz de tenerlo cerca.
Cruzó la sala y abrió uno de los cajones del escritorio, sacando
papeles y lápices de colores. Luego se unió a Chloe en el suelo, tirado
sobre su estómago en la misma posición en la que ella había estado.
Con el papel desplegado delante de ellos, esparció los lápices de
colores. —¿Qué quieres que dibuje? —le preguntó a su hija.
—Tortugas —contestó con voz cantarina.
Él cogió un lápiz de color verde y se puso a trabajar. Los minutos
transcurrían. Antes de que se diera cuenta, el cielo se oscureció fuera.
Los círculos verdes y púrpuras que se parecían vagamente a tortugas
salpicaban el papel, con Vs actuando como aves, y garabatos azules a
través del cielo. Chloe le sonrió y golpeó sus tortugas con un dedo.
—Haz algunos dinosaurios —dijo.
—Lo siento, hija —contestó Max, dejando el lápiz morado—. Hasta
ahí llegan las habilidades de dibujo de papá.
—Yo puedo dibujar un dinosaurio —dijo Savannah detrás de él.
Miró por encima del hombro. Ella se paró en el pasillo, apoyada
en la pared. Chloe aplaudió. Savannah se apartó de la pared y se dirigió
hacia ellas. Se acostó junto a Chloe y recogió un lápiz de color gris.
Guiñándole el ojo a Max, dibujó el contorno de un dinosaurio de cuatro
patas y cuello largo. Sostuvo el lápiz ligeramente, y fue tomando formas
lentamente. Usando el rosa, comenzó a sombrear al dinosaurio.
Max la miró dibujar, embelesado. El aroma de los tomates y las
especias le llegaban flotando de la cocina, y su estómago gruñía. Sus
ojos permanecieron pegados al papel, viendo como Savannah usaba un
crayón verde lima para añadir más detalles. Lentamente, el dinosaurio
cobró vida.
—Esa es la dinosaurio mamá —dijo Chloe—. ¿Dónde está el bebé?
Savannah le echó un vistazo a Max. Sus ojos se encontraron, y
ella sonrió, mostrando sus hoyuelos. Luego agachó la cabeza y regresó a
la página, moviendo su mano de un lado a otro mientras añadía un
dinosaurio más pequeño. Chloe observó cada uno de sus movimientos,
con la barbilla metida en sus manos y los ojos bien abiertos y redondos.
El corazón de Max latía en su pecho. Tragó con fuerza. Cerrando
los ojos, respiró profundamente. Necesitaba recordar que Savannah era
técnicamente su empleada. Se suponía que ella fuera buena con su
hija. Necesitaba recordar eso. Además, era rara, y un poco loca.
Savannah dejó el lápiz de color, revelando una madre dinosaurio
con su bebé. Los dedos de Chloe trazaron el dibujo, y una sonrisa se
dibujó en su cara.
—¿Te gusta? —preguntó Savannah.
Chloe asintió.
—Genial —dijo Max—. Dile gracias a Savannah.
—Gracias, Nana —dijo Chloe.
—De nada. —Savannah se levantó del suelo—. La cena está lista.
Vamos a comer. —Flotó hacia la cocina tan ágil como un bailarín. Chloe
la siguió, como si estuviera en trance. Max se puso de pie y fue detrás
de ellas, con su corazón todavía golpeándole el pecho.
Cuando entró en la cocina, el olor de queso caliente y picante se
hizo más fuerte. Aspiró, haciéndosele la boca agua. Savannah colocó a
Chloe en su sillita para comer, y deslizó un plato de pollo en la bandeja
delante de ella. Entonces le hizo un gesto a Max para que se sentara.
Sintiendo como si su cabeza se le hubiera desconectado de su
cuerpo, él también se sentó. Savannah puso un plato de enchiladas
delante de él. Pollo cubierto de salsa blanca al vapor y envuelto en una
suave tortilla. Una pila de arroz naranja y frijoles rojos rodeaba las
enchiladas.
—Guau —suspiró, cogiendo su tenedor—. Esto huele muy bien.
—Espero que sepa bien —dijo Savannah—. Me gasté mis últimos
veinte dólares en esto. —Sonrió y le hizo señas para que lo probara.
Él se metió un bocado de arroz en la boca, el sabor explotó en una
lluvia de sal, especias y dulce. Los párpados de sus ojos bajaron, y
sonrió mientras masticaba. El calor lo asaltó, y la sensación de flotación
se intensificó. —Esto está muy, muy bueno —murmuró.
Abrió los ojos. Los ojos de Savannah estaban fijos en los suyos.
Los suyos eran grandes y luminosos, una sonrisa que iluminaba desde
su interior. Él tragó con fuerza. Bajando la mirada, dio un mordisco a la
enchilada. Agachando la cabeza para no parecer un rarito, vio como ella
dejaba la mesa y se preparaba un plato. Se sentó frente a él. Tosiendo,
él bajó el tenedor.
—¿Estás bien? —preguntó ella, levantándole una ceja.
Asintió y se lanzó al lavamanos. Abriendo el agua, tosió sobre el
acero inoxidable. Esperando no vomitar ni hacer otra cosa vergonzosa,
puso su cara bajo el chorro de agua. Tomó sorbitos, forzando la comida
atascada en su garganta. Salpicó agua sobre su cara ardiente. Cerrando
el agua, se giró del lavabo, limpiándose las manos en sus vaqueros.
—¿Cómo está tu pollo? —le preguntó a Chloe, tratando de parecer
indiferente. Su voz ronca lo delataba. Suspiró para sus adentros. Nunca
iba a ser lo suficiente genial para impresionar a Savannah. Bajando la
mirada, se pasó una mano por el pelo. Lo que ella pensaba de él no
debería importar, de todos modos. La había contratado para ayudar a
cuidar de Chloe, no para poder salir con ella.
Su hija levantó las manos en el aire. —¡Rico! —exclamó.
Los labios de Savannah se curvaron en una sonrisa.
Con las orejas ardiendo, Max se sentó de nuevo. Levantando su
tenedor, se obligó a comer más lento. Fue suficiente casi asfixiarse una
vez.
—¿Así que en serio nunca comiste esto antes? —preguntó ella, al
parecer ajena a su lucha.
Negó con la cabeza. —Mi madre era alérgica a cocinar —replicó,
tomando otro bocado de arroz.
Savannah sacudió la cabeza con tristeza. —¿Una puertorriqueña
que no sabe cocinar? Ahora lo he visto todo. —Se echó el sedoso pelo
negro por encima del hombro. Max vio cómo los mechones reflejaban la
luz. Sus dedos se movieron con las ganas de pasar los dedos por el
pelo—. ¿Y nadie habla español en tu casa? —preguntó, trayéndolo de
vuelta.
—No que yo sepa —respondió, encogiéndose de hombros. Cortó
otro trozo de enchilada—. Esto está muy, muy bueno. ¿Quién te enseñó
a cocinar?
—Mi madre y mi abuela —dijo, estudiándolo—. Entonces, ¿cómo
se supone que Chloe aprenda algo sobre su historia?
Frunció el ceño. —¿Su historia? Le encantan las hamburguesas
con queso. Solo tienes que cortar la hamburguesa, sin pan. —Se metió
más arroz en la boca.
—No hablo de su historia americana, loquillo. La puertorriqueña.
—Savannah se inclinó sobre la mesa y le tocó la mano. Él saltó, el lugar
donde los dedos de ella se encontraron con su piel hormigueaba—.
Todos somos americanos, porque somos ciudadanos, pero hay más
para nosotros.
Frunciendo las cejas, Max alejó la mano. Su corazón retumbaba
en su pecho. Se obligó a respirar lentamente.
—¿No quieres saber de dónde vienes? —preguntó Savannah.
Levantó un hombro. —Nací aquí, en Waterbury.
—Sigues siendo boricua —comentó.
—¿Y ahora qué? —Bajó su tenedor.
Sus hombros se hundieron. Alejó su plato. —Eres puertorriqueño.
¿No quieres al menos aprender a hablar español?
Max resopló. —Todo el mundo habla inglés. ¿Cuál es el punto?
—El punto es —explicó— continuar con tu herencia. Transmitir
tu cultura.
—No me di cuenta de que íbamos a tener una lección de historia
esta noche. —Suspiró y se puso de pie, empujando la silla hacia atrás.
—¿Estás lleno? —preguntó ella, señalando con el dedo delgado su
plato, aún con montones de comida.
—Quiero empezar a leer para el próximo semestre, adelantarme al
juego —dijo, alejándose de la mesa—. ¿Te parece bien cuidar a Chloe?
Savannah se puso rígida, sus ojos se volvieron hacia abajo en las
esquinas. —Por supuesto —dijo, y una sonrisa se dibujó rápidamente
en su rostro.
Sin embargo, Max vio el dolor en sus ojos. Salió de la cocina, con
sus propios hombros tensos. Ella era demasiado entrometida para su
propio bien, supuso él mientras se sentaba en su escritorio. Tomó su
libro de texto para el curso de Mejores Prácticas en la Gestión de Aula y
lo abrió.
Nunca fue un gran estudiante, comparado con sus hermanos.
Cada prueba le agotaba la energía. Sería un milagro si se graduara y
fuera capaz de obtener un certificado de enseñanza, pensó. Respirando
profundamente, forzó su atención a las palabras de la página, pero su
mente corría con furia.
Apretando los dientes, se frotó las sienes con los dedos, ya que le
palpitaba la cabeza. Savannah no tenía derecho a interrogarlo sobre su
vida personal. La había contratado para ayudar con su hija, no para
sermonearle sobre cosas que no tenían nada que ver con él. La única
forma de que le fuera bien en la vida era que estudiara duro y saliera de
Waterbury.
Arrastró sus ojos al libro de texto, y comenzó a leer, forzando a
que los pensamientos de Savannah salieran de su mente.
5
Traducido por Alessandra Wilde
Corregido por Dannygonzal

La nieve helada se filtró en la lona de las zapatillas de Max. Saltó,


aullando, y salió de su coche aparcado. Cada paso que daba traía más
agua helada a sus zapatos. Maldijo mientras pisoteaba por los charcos
fangosos de nieve medio derretida. Inclinando la cabeza hacia atrás, le
sacó el dedo corazón al cielo gris de diciembre. Con sus dedos del pie
entumecidos, subió hacia el pórtico, luego abrió la puerta de entrada a
su apartamento, agradeciendo haber conseguido el primer piso.
El calor lo atacó al entrar, y sus hombros se hundieron de alivio.
Pateando sus zapatos, abrió la cremallera de su abrigo.
—¿Papá? —llamó Chloe desde algún lugar de la casa.
—Hola, hijita —le respondió, colgando su abrigo sobre el antiguo
calentador de gas. Extendió sus dedos sobre las barras dobladas y su
calidez envió un hormigueo por sus nervios. Se acercó más y puso sus
pies debajo. Bajando la mano, se quitó los calcetines empapados y las
colocó sobre el calentador para secarlos.
—Papi, ven aquí —dijo su hija.
Palmeando el calentador, se encaminó hacia la parte posterior de
la vivienda. Las puertas de su habitación y la de Savannah estaban
cerradas, pero la luz se filtraba en el pasillo desde la habitación de
Chloe. Los pies descalzos de Max presionaban la alfombra mientras se
acercaba a la puerta abierta, disfrutando de la calidez rezumando por
su cuerpo. Asomando la cabeza, miró hacia la habitación, en busca de
su hija.
Estaba sentada sobre una pila de papel de seda de color rosa y
morado. Savannah se encontraba junto a ella, con sus dedos morenos y
delgados manchados. Max parpadeó, apoyado en el marco de la puerta.
Flores de color rosa y púrpura de papel tisú adornaban las paredes de
la habitación una vez sencilla, brotando de la pared y decorando las
barras superiores de la cuna de Chloe.
Savannah le sonrió, encogiéndose de hombros. —¿Qué opinas?
Chloe chilló, sumergió sus manitos en la pila de papel de seda, y
arrojó algunos al aire como si fuera confeti. Pataleando, se echó a reír.
Max sintió que el hielo restante se derretía de su rostro mientras
sus labios se curvaban en una sonrisa. —¿Cómo hiciste esto? —le
preguntó, entrando en la habitación. Recogió a Chloe, el papel de seda
flotando de sus piernitas. Girándola, la arrojó en el aire, sujetándola
justo antes de que cayera al suelo. Ella chilló de risa.
—La tienda de todo a un dólar —replicó Savannah, observando
mientras de nuevo lanzaba a Chloe al aire. Llevó las rodillas hasta el
pecho—. ¿Tienes hambre?
—Sí, mucha —dijo Max, levantando otra vez a Chloe. Su pelo ralo
se fue volando en todas las direcciones, sus miembros se separaron. La
agarró de nuevo y la acurrucó contra su pecho, presionando un beso en
su frente—. Te extrañé.
Savannah se puso de pie. —Vamos —animó—. La cena está lista.
Él la siguió a la cocina, su nariz notó el olor a ajo por primera vez.
Un plato de espaguetis y albóndigas se ubicaba en la mesa junto a un
montón de pan de ajo. —Ni siquiera sabía que teníamos estas cosas en
la casa —comentó.
Savannah cogió una rebanada del pan. —Eran panes para perros
calientes —dijo, entregándoselo—. Y usé el resto de los pimientos rojos
en la salsa.
—¿Hay algo que no sepas cocinar? —le preguntó al mismo tiempo
que aseguraba a Chloe en su silla alta.
—Pruébalo primero —dijo ella—. Mi ex siempre decía que mis
albóndigas eran demasiado aguadas.
Max se quedó helado. —¿Tu ex? —Hizo una mueca al chirrido de
su voz. Los celos se asentaron en su estómago. Se pasó una mano por
el pelo y se le ruborizó la nuca. Fue una estupidez de su parte pensar
que Savannah estaría retirada del mercado. Por supuesto que salía. Era
hermosa, descarada y sabía cocinar. El hecho de que siempre tenía la
cena en la mesa para él y decoraba la habitación de su hija no quería
decir que era su novia. Tragó saliva. Los chicos con los que salía seguro
hablaban tres idiomas y vivían en Puerto Rico a tiempo parcial.
El sonido de una silla raspando el suelo lo devolvió al presente.
—Sí, él ni siquiera sabía hacer panqueques —dijo, sentándose.
Amontonó un plato con espaguetis y tres albóndigas, luego se lo ofreció
a Max.
—Gracias —dijo, tomándolo y colocándolo delante de él. Se sentó
frente a ella, su corazón martilleando en su pecho—. Entonces, ¿qué
piensa tu novio de todo esto? —preguntó, tratando de mantener su voz
casual.
—¿Mi novio? —Resopló—. Si tuviera uno, estaría ridículamente
celoso, reventándome el teléfono con sus llamadas. Siempre termino en
relaciones con idiotas inseguros.
—Sí, claro —dijo—, conduces un BMW. —Las palabras salieron
de su boca antes de darse cuenta de lo que decía. Se ruborizó.
—¿Y qué? —preguntó ella.
—Quiero decir que los semejantes se atraen. —Llevó un bocado de
albóndigas a su boca antes de poder hacer más daño.
Le frunció el ceño. —Claro —contestó, mirándolo.
—Buenas albóndigas —dijo él con la boca llena.
—Gracias —le respondió Savannah, llenando su propio plato.
Enrolló espaguetis en su tenedor. El silencio se instaló a su alrededor.
Max se aclaró la garganta. —Lamento lo de la otra noche —le dijo.
A pesar del calor en el apartamento, un sudor frío salpicó su cuero
cabelludo—. Fui un poco idiota.
—¿Un poco? —preguntó ella, pero sus hoyuelos aparecieron y sus
labios se curvaron en una sonrisa—. También lo siento. No es asunto
mío. Solo quiero ayudar.
—Lo sé —dijo rápidamente—. Y eres genial. Esto es muy bueno.
—Hizo un gesto hacia la comida esparcida en la mesa y a Chloe, cuyo
rostro se hallaba cubierto de salsa y espagueti. Sus ojos se abrieron—.
¡Chloe, no!
Savannah se rió. —Está bien. De todas formas necesita un baño
esta noche. No hay problema. Solo céntrate en tu trabajo. —Agarró una
rebanada de pan de ajo—. Entonces, ¿qué estás estudiando?
A pesar de que se encontraba sentado, las rodillas de Max se
debilitaron. —Ehh, Educación Primaria —dijo, tomando otro bocado de
albóndigas.
Las cejas de Savannah se alzaron. —¿Vas a ser maestro? ¡Eso es
genial!
Se encogió de hombros. —Supongo.
—No, realmente lo es. Yo nunca podría hacer nada de eso. —La
sonrisa se evaporó de su rostro, una expresión de anhelo ardió en sus
ojos. Su mirada se alejó de la mesa, hacia la sala de estar. Sus cejas se
inclinaron hacia abajo.
Max frunció el ceño. —No es gran cosa. O sea, mis hermanos son
abogados, autores y médicos. Tendré suerte si me gradúo. —Forzó una
risa, a pesar de que su corazón le golpeaba en el pecho.
—Te graduarás —dijo Savannah, encontrándolo con sus ojos. Ella
sonrió. Él resopló.
—No, de verdad, apenas estoy aprobando. Tienes que tener un
promedio muy alto. Mi padre quería que me uniera a mis hermanos
mayores al negocio de abogados de la familia. —Se mordió el labio
inferior, preguntándose por qué estaba diciendo todo esto. Debería estar
motivándose a sí mismo, no rebajándose. Las chicas como Savannah
querían hombres seguros, no los chicos jodidos de la familia como él.
Ella murmuró algo en español y agitaba para todos lados sus
manos mientras hablaba.
Él la miró, parpadeando. —¿En inglés?
Poniendo los ojos en blanco, resopló. —Mi papá es contratista de
encimeras de granito, y mi madre es diseñadora de casas.
Max resopló, riéndose. —Mi mamá también está haciendo eso. Es
por eso que me echó, para poder utilizar como oficina el espacio que
aparentemente estaba ocupando.
Savannah torció los labios. —Este, me refería a que ella, como
que diseña las casas. Elabora los planos en un programa de ordenador.
—Oh —dijo Max, pasándose una mano por el pelo.
—Me echaron cuando dejé la universidad —dijo rápidamente.
Él la miró, parpadeando. —¿Dejaste la universidad?
Asintió y le mostró sus pulgares en alto. —Ajá. Iba a Naugatuck
Valley por bellas artes.
Con el ceño fruncido, Max cortó una albóndiga por la mitad.
—¿Por qué lo dejaste?
Sus ojos brillaron. —Reprobé matemáticas.
—¿No pudiste retomarla? —preguntó, dejando caer su tenedor.
—También reprobé inglés.
Él la miró fijamente. —O sea, ¿composición?
Asintió. —Y psicología. Básicamente, cada clase que no era arte.
Incluso reprobé historia del arte. —Se encogió de hombros—. Lo único
que quería es pintar.
—Lo siento —dijo—, pero ¿cómo diablos reprobaste todas esas
clases?
Lo señaló con un dedo. —Cuidado, pendejo.
Él metió espaguetis en su boca, encorvando sus hombros.
—La escuela es difícil —explicó—. Me dieron ese BMW cuando
terminé la secundaria, pero enloquecieron cuando les dije que quería
estudiar arte. Es decir, ¿qué diablos? Supongo que es porque soy hija
única. Querían que me hiciera cargo del negocio familiar. —Se enrolló
las mangas, exponiendo sus tatuajes—. ¿Me imaginas diseñando casas
para gente rica? A la mierda eso.
El corazón de Max le golpeó en su pecho. Se dio cuenta de que
Savannah y él no eran muy diferentes. A pesar de sus suposiciones
iniciales, podría tener una oportunidad con ella. —Así que no tienes
novio —afirmó, tratando de mantener su voz casual.
Ella levantó una ceja. —¿Y eso qué tiene que ver con esto?
Aclarándose la garganta, le mostró lo que esperaba fuera una
expresión inocente. —Solo quiero decir que lo entiendo totalmente. Mi
ex es una loca. Ni siquiera quiere ver a Chloe.
Los ojos de Savannah se lanzaron hacia su hija, y su mirada se
suavizó. —Bendita —dijo ella, frunciendo el ceño—. ¿Por qué no?
Max negó. —No lo sé. Salimos durante dos años en el instituto, y
la dejé embarazada en nuestro último año. Supongo que sus padres no
quisieron que tuviera el bebé, y ella quería tener… Bueno, yo pedí la
custodia completa, y tuvimos que pelear en la corte. Por suerte tengo
muchos abogados en la familia. —Forzó una sonrisa, pero su corazón le
dolía por los recuerdos. Tragó con fuerza, recordando la mirada en la
cara de Nicole cuando le dijo lo que planeaba hacer con su bebé no
nacido. Las lágrimas saltaron a sus ojos.
—Vale, necesitamos una conversación más feliz —dijo Savannah,
empujando otra pieza de pan de ajo hacia él—. ¿Qué tan malas son mis
albóndigas? —Sonrió, pero le apretó la mano.
—Son muy buenas —contestó, tomando un bocado de pan de ajo
con su mano libre. Suspiró y le apretó la mano también, con el corazón
acelerado—. Cualquier hombre que critique tu comida es un idiota. Me
moriría completamente de hambre sin ti. —Sonrió.
—Ya verás —afirmó—. Voy a tenerte hablando español y haciendo
sofrito verde para cuando Chloe tenga tres años. —Le sonrió.
—Sí, ni siquiera sé hervir el agua —dijo, sonriendo de nuevo—. Te
ahorraré el trabajo.
—Deja de decir que no puedes —regañó—. Cada vez que lo dices,
te derribas un poco. Tienes que mantener una actitud positiva. No me
ves diciendo que no puedo, solo porque abandoné la universidad. Puedo
hacer lo que quiero. —Sus ojos ardían. Max tragó saliva. Se dio cuenta
de que seguían tomados de la mano. Se alejó suavemente, moviéndose
en su asiento. Sus pantalones se apretaron. La sangre rugía en sus
oídos. Respirando profundo, se recordó a sí mismo que debía mantener
las cosas profesionales entre ellos.
Savannah se puso de pie y se dirigió al fregadero de la cocina.
Humedeció una toalla y volvió a la mesa. —Es decir, piensa en esto. No
tengo ninguna experiencia como niñera. Pero me gustan los niños, y sé
cocinar. Y aquí estoy. —Puso el plato vacío de Chloe sobre la mesa y
comenzó a limpiar las manos y la cara de su hija.
—Espera, ¿qué quieres decir con “ninguna experiencia”? —le
preguntó Max, con los ojos muy abiertos.
—Significa que he cuidado a mis primitos —le respondió con un
encogimiento de hombros—. Mi punto es que, si no te centras en tus
buenas cualidades y solo en tus defectos, no llegarás a ningún lugar. —
Tocando la nariz de Chloe con su dedo, sonrió. Chloe se rió. Savannah
levantó a la niña de su silla alta.
—¿Así que me mentiste? —preguntó él, frunciendo el ceño.
—Más bien resalté mi buena experiencia —dijo con un guiño—.
¿Confías menos en mí?
Max apoyó la barbilla en una mano. Hasta ahora, no había hecho
nada para hacerle creer que era una amenaza para su hija o para él.
Sacudió la cabeza. —Tal vez soy estúpido, pero no. Confío en ti.
—No eres estúpido, Max. —Acurrucó a Chloe—. La gente como
nosotros solo tiene que trabajar un poco más duro. Pero tenemos el
conocimiento callejero. Quiero decir, mírate. Te echaron de la casa de
tus padres, sin embargo, fuiste lo suficiente capaz de encontrar una
casa para ti y para tu hija. No sabes cocinar, pero fuiste lo suficiente
inteligente como para encontrar a alguien que puede hacerlo. —Le sacó
la lengua, sus ojos bailando mientras se burlaba.
Su piel se estremeció. Respiró hondo. —Sí —dijo, con su cabeza
hecha un lío. Parecía que coqueteaba con él. Tragó saliva—. Tienes
razón.
—Por supuesto que la tengo —dijo—. Sé más que tú. Soy mayor y
sé hablar español. —Con un guiño, se giró y salió de la cocina, llevando
a Chloe al cuarto de baño.
Sintiéndose un poco mareado, Max permaneció sentado. Se quedó
mirando los espaguetis y las albóndigas, la toalla descartada sobre la
mesa. Desde el baño, oyó el agua corriendo y a Chloe riéndose. La dulce
voz de Savannah lo alcanzó, una canción en español que nunca había
oído. No tenía ni idea de dónde vino ni por qué decidió a trabajar para
él, pero estaba contento. Tenían más cosas en común de lo que pensó
inicialmente. La vergüenza se apoderó de él por juzgarla tan rápido,
pero fue breve.
Dijo que no tenía novio. Hacía la cena para él todas las noches, a
pesar de que solamente la contrató para cuidar a Chloe. Incluso decoró
la habitación de su hija, por su propia voluntad. Su corazón latía con
fuerza en el pecho. Se burlaba de él cada vez que podía. A veces, la
forma en que lo miraba le recordaba a la manera en que lo hacía Nicole,
en la época que empezaron a salir, cuando las cosas eran buenas.
Tal vez estaba loco, pero empezaba a preguntarse si tenía una
oportunidad con Savannah y si debería aprovecharla. Tal vez la locura
sería ignorar lo que sentía en su corazón.
6
Traducido por Julie
Corregido por Sofía Belikov

Max rodó sobre su estómago, con un brazo enganchado alrededor


de la almohada. Una luz tenue de la calle brillaba por su ventana. Ni un
solo coche se movía por la calle oscura, y sin embargo, no podía dormir.
Miró la hora en su reloj de alarma y gimió. Tenía que trabajar en dos
horas.
Sentía fatiga, pero cuando cerró los ojos nuevamente, el sueño
seguía sin llegar. Se giró sobre su espalda y se quedó mirando el techo
oscuro. Su mente daba vueltas, sus pensamientos saltaban del trabajo
a la escuela, y de su hija a Savannah. Al pensar en su nombre, su
corazón latió incluso más rápido en su pecho.
A pesar de que sintió una conexión con ella, dejó que pasaran los
días sin hacer un movimiento. Al principio, no estaba seguro de por
qué. Ella continuaba poniendo la comida en la mesa para él todas las
noches, y le encantaba verla con Chloe. Al tiempo que pasaban los días,
sin embargo, y el principio de diciembre se convertía en mediados de
ese mes, comenzó a pensar que sus dudas no tenían mucho que ver con
los nervios.
Con el próximo semestre a punto de comenzar, y la navidad a la
vuelta de la esquina, no le quedaba tiempo para las citas. Tenía que
concentrarse para poder trabajar tantas horas como le fuera posible y
cuidar de su hija. Tenía que concentrarse en la escuela para poder darle
una vida mejor a Chloe. Lo último que necesitaba era preocuparse por
citas.
Además, con las vacaciones a solo una semana, se obligó a tomar
tantas horas en el trabajo como era posible. Chloe merecía una mañana
de Navidad fantástica. Como ya no podía contar con la ayuda de sus
padres, tenía que ahorrar tanto dinero como pudiera. La culpa aleteaba
en su estómago. Debió haber comenzado con las compras hacía unas
semanas. Al paso que iba, tendría que comprar en tiendas casi vacías
en la víspera de Navidad, luchando contra los otros compradores de
último minuto y eligiendo entre las sobras.
Suspiró. No tenía idea de cómo pasó de ser un universitario que
vivía en casa y padre soltero a totalmente quebrado y jodido. Peor aún,
ninguno de sus padres se molestó en preguntar cómo se encontraba.
Asumió que su madre se hallaba ocupada con su nuevo negocio, y su
padre, probablemente, acosaba a sus hermanos con respecto a la firma
de abogados. Al menos Max había esquivado esa bala.
Hacía un tiempo ya que tampoco sabía nada de Riley, solo que
trabajaba muchas horas en el almacén grande, pero aun así. Ni siquiera
se molestaba en responder a ninguna de sus llamadas o mensajes.
Definitivamente no podía confiar en Nicole. A pesar de que ella
demostró una y otra vez que no quería tener nada que ver con Chloe, él
seguía esperando, en el fondo, que fuera a cambiar de opinión y que al
menos deseara pasar un tiempo con su hija.
Si arruinaba la relación con Savannah, la única persona que lo
ayudaba con Chloe, Max supuso que tendría que abandonar la escuela
para siempre. Sin la escuela, no podía prever mucho de la vida de
Chloe. Su propia vida social no importaba, aunque apenas existiera. En
el instante en que decidió luchar por la custodia, había renunciado a
cualquier oportunidad de tener una vida.
Se frotó el rostro con las manos y gimió. Odiaba lo quejumbrosos
que sonaban sus propios pensamientos. Se imaginó el rostro de su hija.
A pesar de que tenía dos años, se comportaba bastante bien. No podía
pedir una mejor hija. Otras personas con las que había ido al instituto,
eran niños malcriados y descontrolados. Si se tenía en cuenta sus
circunstancias, era bastante afortunado.
Solo necesitaba mantener sus ojos en el premio, o, en su caso,
sus libros de texto. Tenía que olvidarse de sus sentimientos hacia
Savannah. De todos modos, esos sentimientos apenas contaban como
más que un flechazo. Era completamente normal sentirse atraído por
ella. Era hermosa, y él se sentía solo. Tenía que dejar de estar tan
desesperado.
Max rodó hacia un lado, manteniendo los ojos cerrados. Si no se
daba prisa y se dormía, el día siguiente iba a ser brutal. Aun así, no
podía dejar de pensar en Savannah y en cómo decoró la habitación de
Chloe. Aquel pequeño gesto significaba más para él que cualquier otra
cosa. Tal vez era una estupidez. Por lo menos, él estaba privado de sexo.
Resopló. La última vez que tuvo relaciones sexuales con alguien
fue antes de que se enterara de que iba a ser padre. Lo que fue hace
más de dos años. El calor ardió en sus mejillas. Dos años era mucho
tiempo.
—Escúchate, amigo —dijo en voz alta. Rodó sobre su estómago y
agarró su teléfono en la mesilla de noche. Abriendo un juego de Plantas
vs Zombis, se dio por vencido en tratar de dormir.
Max cerró los dedos alrededor del metal caliente del termo de
café. Lo llevó hacia sus labios y tomó un largo trago, cerrando los ojos
brevemente. Arrugó la nariz debido al sabor. Al parecer, comprar el café
instantáneo con la marca de la casa no fue la decisión correcta. Hizo
una nota mental para preguntarle a su padre lo que bebían ellos o,
mejor aún, preguntarle a Savannah qué le recomendaba.
Se forzó a tragar un poco más y empujó el termo en el fondo de su
armario. Ninguna cantidad de cafeína valía ese sabor. Le recordaba a
pies sucios, a pesar de que nunca lamió los pies de nadie; por lo que
sabía. Cerrando su casillero, se volvió y arrastró su cuerpo exhausto
hacia la sala de descanso.
El dueño de la tienda de música se encontraba de pie en medio de
la sala, rodeado por los empleados. —Buenos días, gente —dijo Bill,
pasándose una mano por el pelo canoso. Un punto calvo marcaba la
parte posterior de su cabeza como una diana.
—Buenos días —murmuraron varias personas.
Max se unió al círculo. Una mirada a los rostros de sus colegas le
dijo que él no era el único que se encontraba cansado. Varios tenían
bolsas bajo sus ojos. No quería saber cómo se veía su propio rostro. Esa
mañana no se había molestado en afeitarse, no es que lo necesitara. En
casi veintiún años, apenas le crecía el suficiente vello facial como para
justificar el afeitarse, pero una jungla de vello negro y erizado cubría
sus piernas. Tal vez necesitaba dejar de beber café por completo.
—Tengo malas y buenas noticias, gente —dijo Bill. Suspiró—. La
mala noticia es, que perdimos un camión de reparto. Ha habido muchos
informes en las noticias acerca de asaltos de camiones y robos de su
mercancía. Por lo que puedo decir, parece que eso es lo que nos pasó.
Un jadeo recorrió la sala. Las personas arrastraban los pies, y
gritos conmocionados salían de sus labios.
—Esperen —dijo Bill—, se pone peor. Verán, las matemáticas
básicas son así: mientras más mercancía tenemos, más vendemos, y
más dinero hacemos. Es la última semana antes de Navidad, y esta es
nuestra semana de mayor actividad. Parece que no vamos a tener stock
suficiente para mantenernos al día con la demanda. —Se aclaró la
garganta y tomó un sorbo de café de un vaso de papel.
—¿Qué significa eso? —preguntó con voz temblorosa Joe, un
hombre escuálido de setenta años.
Max se pasó una mano por el pelo, poniéndose tenso. Él sabía
que la esposa de Joe tenía cáncer y el viejo siempre se preocupaba por
el dinero. Tal vez no había necesidad de preocuparse.
—Significa, gente —dijo Bill—, que para ahorrar dinero y pagar
las cuentas de la tienda, vamos a tener que reducir algunas horas.
Otro jadeo atravesó la sala, más fuerte. El pánico se desató.
—¿Reducir horas? —preguntó Joe.
Al mismo tiempo, una mujer de unos cuarenta años, dijo: —Tengo
cuatro hijos en casa.
Max tragó saliva.
—Esperen, esperen —dijo Bill—. Sé que muchos de ustedes están
preocupados. Todos son muy trabajadores, y no fue fácil para mí tomar
esta decisión. Traté de ser lo más justo posible, pero al final del día,
tenemos que ahorrar un poco de dinero ahora para que todos podamos
mantener nuestros puestos de trabajo. ¿Lo entienden?
El ambiente se calmó. Sin embargo, los hombros de Max seguían
tensos. Se metió las manos sudorosas en los bolsillos de sus pantalones
vaqueros.
—Lo que hice fue revisar quién ha estado aquí por más tiempo. A
esas personas les he dado prioridad. —Señaló con el pulgar a un trozo
de papel pegado en la pared, que Max no notó—. He hecho algunos
cambios en el horario, pero esas personas tienen al menos diez horas
esta semana. —Antes de que pudiera decir nada más, todos corrieron
hacia la pared. Max se arrastró detrás de ellos; su corazón palpitaba
con fuerza en su pecho. Había estado trabajando en la tienda de música
desde la escuela secundaria, durante un total de cuatro años. Eso tenía
que contar como antigüedad.
Varias personas suspiraron de alivio al mismo tiempo que otros
maldijeron.
—¿Tengo cuatro horas la próxima semana? —dijo la mujer con los
cuatro niños. Se acercó al dueño de la tienda dando pisotones—. ¡Bill,
he estado aquí durante seis años!
El corazón de Max se hundió. La zona en frente del nuevo horario
se despejó lo suficiente como para aproximarse. Sus ojos recorrieron la
página, en busca de su nombre. No fue difícil encontrarlo. Bill siempre
ordenaba el horario en orden alfabético. En la fila de Max Batista, los
siete días de esa semana se hallaban vacíos, incluido el turno que se
suponía que debía estar trabajando esa mañana.
—Lo siento, gente —decía Bill—, pero voy a tener que pedirles a
todos los que no están previstos para hoy que se vayan a casa, por
favor.
Con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, Max continuó
mirando el horario.
—Genial —respiró una adolescente junto a él—. No tengo horas
esta semana. —Gritó—: ¡Me vuelvo a dormir!
Mientras se vaciaba la habitación, Max sintió que sus rodillas se
ponían débiles. Miró el calendario de nuevo, parpadeando rápidamente.
No era posible.
—Pensé que cuatro horas era malo —dijo a su lado la madre de
los cuatro hijos. Puso una mano en su hombro—. Supongo que mejor
agradezco lo que me tocó, ¿verdad? —Le apretó el hombro y se alejó.
Max escuchó sus pasos en tanto se alejaban cada vez más. La puerta
del salón de ventas se abrió con un chirrido, y entonces él era la única
persona que quedaba en la sala de descanso.
—Mierda —dijo, sin dejar de mirar al horario.
Condujo a casa con villancicos que apenas oía de fondo; su mente
daba vueltas. Al menos ya había pagado su alquiler y otras cuentas,
conjeturó. Por lo menos, había un lado bueno. Incluso así, sus dedos
agarraron el volante con fuerza y su corazón latía rápidamente en su
pecho. Savannah y él acordaron un sueldo mensual para ella, por lo
que se hacía más fácil para él. Planeaba pagarle con su último cheque
del mes y usar lo que le quedara para comprar los regalos de Navidad
para Chloe.
Su pie pisó el pedal del freno y el Taurus se deslizó en la calle
resbaladiza. El coche se detuvo a centímetros del parachoques de un
Hyundai. Apenas lo notó. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Parpadeó
para alejarlas y frunció el ceño.
Sin ese último cheque, Chloe no tendría una Navidad.
7
Traducido por Dydy & Nora Maddox
Corregido por Vane Black

Max cerró los ojos contra la fría luz gris de la mañana y se puso la
almohada sobre la cara. Debería estar durmiendo y disfrutando de su
inesperado día libre, pero lo último que deseaba hacer era salir de la
cama. Gimió, presionando la almohada más fuerte contra su cara, como
si no respirar le permitiera viajar atrás en el tiempo. Debería haber
ahorrado más dinero, supuso, o incluso haberse apuntado a la ayuda
del Ejército de Salvación. Caray, meditó con un suspiro, incluso podría
haber empezado a ir a la iglesia. Varios de sus amigos del instituto
habían recibido regalos de Navidad donados en el pasado para sus
hijos. Dejó que su tonto orgullo se interpusiera en el camino, decidió, y
en lugar de planear con antelación, confió en su estúpido trabajo.
Gimió de nuevo. No quería culpar a Bill. Nadie podía predecir que
uno de sus camiones de reparto sería robado. Su jefe solo hacía lo que
tenía que hacer para mantener su tienda abierta. Aun así, Max deseaba
que las cosas fueran diferentes.
Si tuviera más tiempo y fuera uno de los elfos de Santa, podría
haber construido los regalos de Navidad de Chloe con sus dos manos.
Sin embargo, su cuenta bancaria estaba totalmente vacía, y se negó a
pedir ayuda a sus padres. Probablemente le dirían que era demasiado
tarde o, peor aún, le darían un sermón sobre cómo ahorrar dinero. A
menos que ocurriera un milagro de Navidad, era demasiado tarde, de
todos modos. Se le había acabado el tiempo.
Al menos Chloe recibiría regalos de su familia. Probablemente no
recordaría su segunda Navidad, de todos modos. Cuando fuera mayor,
sin embargo, probablemente le preguntaría sobre la falta de fotos de la
mañana de Navidad.
Max se arrancó la almohada de su cara y la lanzó al otro lado del
dormitorio. Se golpeó contra la pared y cayó al suelo. Cogió su teléfono
de la mesa y miró la hora. Ya eran casi las ocho de la mañana. Chloe se
despertaría pronto, si no lo hizo ya, y era Nochebuena. No podía esperar
que Savannah trabajara cuando probablemente tenía planes propios.
Obligándose a sentarse, se deslizó de la cama. El aire frío se
arremolinó sobre sus pies descalzos desde la ventana con corriente de
aire, y tembló. Todavía no había lavado la ropa, y no tenía calcetines
limpios. Con un poco de suerte, podría colarse en casa de sus padres
durante la cena del día de Navidad.
Acomodando la habitación, sacó su almohada del suelo y la tiró
de nuevo a la cama. Luego, respirando profundo, salió de su habitación.
Encontró a Chloe y Savannah en el sofá de la sala de estar,
viendo una película navideña en su portátil. —¿Estás transmitiendo eso
ilegalmente? —preguntó.
Savannah se volvió para mirarlo, levantando una ceja. —¿Vas a
entregarme? —preguntó, mostrando sus hoyuelos.
—Solo quiero un aviso, en caso de que tengamos que contratar a
un abogado —explicó, sonriendo.
—Feliz Navidad a ti también, Scrooge —dijo, sentándose. Señaló
con el pulgar hacia la cocina—. Pensé hacer panqueques esta mañana.
Ahora que estás despierto, empezaré.
Max levantó una mano. —No te preocupes por eso —le aseguró—.
Estoy seguro de que tienes algún lugar mejor para estar hoy. —Levantó
a Chloe desde el sofá y le besó las mejillas. Ella se rió y empujó su cara,
retorciéndose en sus brazos para ver la pantalla del ordenador.
Savannah frunció el ceño. —¿No quieres ninguno de mis famosos
panqueques?
—Está bien, de verdad —dijo—. Puedes tener hoy y mañana libre.
Sus hombros se hundieron. —Tratas de deshacerte de mí, ¿eh?
—No es eso. Es decir, ¿no quieres estar con tu familia? —Soltó a
Chloe. Ella gateó hacia atrás hasta el sofá, sin apartar sus ojos de la
pantalla.
Savannah resopló. —Sí, ¿para que así pueda ir a la iglesia con
ellos? Estoy bien, gracias.
—Es Navidad —le recordó.
—¿Y? —Se puso las manos en las caderas—. ¿Vas a estar con tu
familia hoy?
—No —contestó Max. Suspiró—. Mi día está abierto de par en par.
—Entonces vas a necesitar un buen desayuno —dijo, pasando
junto a él hacia la cocina.
Sacudiendo la cabeza, la siguió. Últimamente, sus conversaciones
parecían suceder en la cocina. Cada día, ella se parecía más y más a
una novia. Se aclaró la garganta. —¿Y mañana?
—¿Qué hay con ello? —preguntó mientras sacaba la harina, la
leche y los huevos.
—¿Tienes algún plan con tu familia para mañana? —Mantuvo
abierta la puerta del refrigerador para ella. Cuando Savannah se movió
a la barra, él arrebató la lata de café de la estantería.
—Estoy en una especie de parón de las cosas familiares —dijo,
enrollando sus mangas.
—No sería por tu encantadora personalidad, ¿verdad? —bromeó.
—Oh, papi, puedo mostrarte lo que es encantador. —Agarró dos
huevos en la mano, arqueando una ceja.
El calor ardió en las mejillas de Max. Se aclaró la garganta.
—Hablando en serio —dijo, mientras medía el café molido con
una cuchara. Le temblaban las manos—. ¿Por qué no vas a estar con tu
familia mañana?
—No vemos las cosas del mismo modo exactamente. —Savannah
le dio la espalda. Partió un huevo y lo abrió. Le salió la yema. Vertió el
huevo en el recipiente.
Max encendió la cafetera. Cuando gorgoteó a la vida, se apoyó en
la encimera. —¿Y qué? Es Navidad.
Ella se encogió de hombros. —Es solo otro día. —Agarrando una
cuchara del cajón, empezó a mezclar los ingredientes en el recipiente—.
Entonces —dijo en un tono que sugería que estaba a punto de cambiar
de tema, y que debía dejarlo pasar—, ¿está todo listo para mañana por
la mañana?
El líquido marrón goteaba en el vaso de la cafetera y el quemador
chisporroteaba. Max se pasó una mano por el pelo. —¿Mañana por la
mañana? —repitió.
—Ya sabes —contestó ella, bajando la voz—, Santa.
—Oh —dijo él con una sonrisa forzada—. Sí, eso. Totalmente. —
Se cruzó de brazos.
—¿Necesitas ayuda para envolver algo? —le preguntó mientras
ponía una sartén en la estufa.
—¿Por qué necesitaría ayuda para envolver? —preguntó Max—.
¿Crees que no puedo envolver, solo porque soy un hombre?
Savannah se rio. —Sé que no puedes, papi.
—Bueno, estarías totalmente en lo cierto —dijo—, si tuviera algo
que envolver. —Suspiró.
A medida que la sartén en la estufa se calentaba, Savannah se
giró hacia él. —¿No le compraste nada? —Sus ojos castaños estaban
grandes y redondos.
Negó con la cabeza. —Pagué todas las facturas y todo eso, pero no
aparté nada de dinero.
Frunció el ceño. —Bendito —contestó—. Eres un buen padre. —
Volviendo a la estufa, agregó—: Voy a ayudarte.
Max se rio. —Oh, ¿en serio? ¿En víspera de Navidad? ¿Con todos
tus millones?
Se dio la vuelta, agitando una espátula hacia él. —No subestimes
el poder de compras de una mujer —dijo.
—Oh, nunca haría nada tan estúpido —aseguró—. Pero no puedo
dejar que lo hagas.
Resoplando, le dio un manotazo con la espátula. —No me dices
qué hacer con mi dinero. Voy a ayudarte.
Max suspiró. —Me siento muy mal por el chico con el que te cases
—murmuró.
—¿Qué? —Se giró a mirarlo de nuevo, la espátula conectando
ligeramente con su brazo.
Levantando las manos, saltó hacia atrás. —Nada —dijo—. Solo es
un comentario. —La cafetera crepitaba, hizo clic por última vez, y luego
se quedó en silencio. Agarró dos tazas de la rejilla de secado y las llenó.
—Es de Folgers1, ¿verdad? —preguntó, ambas cejas levantadas.
Max asintió. —Aprendí mi lección. —Le entregó una taza, y ella la
hizo tintinear contra la de él.
—Entonces, este es el plan. Después del desayuno, voy a ir de
compras. Más tarde, cuando Chloe vaya a la cama, podemos envolver y
preparar todo. ¿Suena bien? —Tomó un sorbo de su café.
—En serio no tienes que hacer esto —le aclaró él.
—Quiero hacerlo. —Savannah bajó la taza y regresó con los
panqueques.
—¿No tienes que hacer compras para tu propia familia? —le
preguntó, estudiándola.
Negó con la cabeza. —Ustedes son lo más parecido que tengo a
una familia en este momento.
Colocando su café sobre la mesa, Max sacó una silla. —Estoy
seguro de que tu familia realmente quiere verte.
—Por favor, no hagas suposiciones acerca de mí —le pidió.
Levantó las manos. —Mira, como el jodido de la familia Batista, sé
un poco sobre estas cosas. Solo porque dejaste la escuela, no significa
que no te quieran. A veces los padres piensan que sus hijos necesitan
amor duro. —Tomó otro sorbo de café—. Chloe solía andar cerca de la
estufa todo el tiempo. Le decía que se alejara, pero nunca me hacía
caso. Así que la siguiente vez que intentó tocar la puerta del horno, la
dejé. No se lastimó, pero estaba tan caliente que recordó la siguiente vez
que le dije que se alejara.
Vertiendo un poco de la mezcla para panqueques en la sartén,
Savannah negó con la cabeza. —No es eso, Max. Sé que mis padres me
aman, pero no me entienden. Vivimos en dos planetas completamente
diferentes.

1 Marca de café, muy popular en Estados Unidos.


—Todo el mundo siente lo mismo acerca de sus padres —dijo
Max.
—Créeme, es diferente.
El silencio cayó sobre la cocina; los únicos sonidos salían de la
estufa cuando Savannah volteaba panqueques y la caricatura que Chloe
miraba en la sala. Max miró fijamente su taza de café. Cada vez que
pensaba que entendía a Savannah, estaba totalmente equivocado. Era
una prueba más de que necesitaba dejar atrás su tonto enamoramiento
y centrarse en la vida real.
—Estos dos están listos —le comentó Savannah, volteando dos
panqueques en un plato—. ¿Los quieres?
—Los voy a compartir con Chloe —dijo Max, de pie al lado de la
mesa.
—Le estoy haciendo unos más pequeños —anunció, empujando el
plato hacia él—. Come.
Tomando el plato, Max fingió un saludo militar. —Está bien, jefa.
—Puso el plato en la mesa y se fue a la nevera a buscar el jarabe de
arce. Abriendo la puerta, se asomó al interior. Los únicos condimentos
en la puerta eran el Kétchup y un paquete de salsa de pato de la última
vez que había ordenado comida china—. Mierda —dijo—. No hay jarabe
de arce.
—¿Estás bromeando? —preguntó Savannah. Cruzó la cocina y se
puso de pie hombro con hombro. El olor de su perfume, aunque débil
desde el día anterior, lo envolvió. Él tragó con fuerza, muy consciente de
lo caliente que estaba su piel. Ella miró dentro de la nevera y maldijo en
español.
—Está bien —dijo Max, enderezándose—. Son igual de buenos
con mantequilla.
Resopló. —Gracias, pero no puedes comer panqueques sin jarabe.
—Señaló con el pulgar hacia su dormitorio—. Cajón de arriba, hay un
poco de dinero en efectivo. Corre al otro lado de la calle y fíjate si hay en
la bodega.
—Ay, Savannah, no puedo aceptar nada más de tu dinero —dijo,
retrocediendo.
—Quiero jarabe tanto como tú. Iría yo misma, pero alguien tiene
que atender estos panqueques. —Regresó a la cocina y volteó los mini
panqueques de Chloe—. Todos sabemos que no puedes cocinar ni para
salvar tu vida.
—Oye —exclamó, pero salió trotando de la cocina. Se movió por el
pasillo hacia su habitación, con el corazón acelerado. No había estado
en esa habitación desde la noche en que ella se mudó. El sudor cubría
las palmas de sus manos cuando alcanzó el pomo de la puerta.
Sintiéndose ridículo, le dio vuelta y abrió la puerta lentamente.
Puede que el dormitorio sea de Savannah, pero el apartamento era
suyo. Además, ella le dio permiso. Se detuvo en la puerta, dejando que
sus ojos se acostumbraran a la luz brillante del invierno que entraba
por la ventana. Un colchón de aire se hallaba en el centro del cuarto,
cubierto por una sola manta fina. Ni siquiera la escuchó inflarlo. En
algún momento, había traído dos cajas más y una cesta de plástico de
cajones. Desde donde estaba en la puerta, todas las cajas parecían
vacías. En la esquina de la habitación, sin embargo, se encontraba un
caballete. Un lienzo secándose descansaba en él, y Max se quedó sin
aliento en reconocimiento. Pintada en el lienzo había una copia perfecta
de la cara de su hija.
Sacudiendo la cabeza, se obligó a dar un paso hacia los cajones
de plástico. Al entrar en la habitación, sin embargo, se dio cuenta de
que había más lienzos alineados en las paredes, todos en varias etapas.
Algunos estaban en blanco, tan puros como la nieve recién caída. Otros
eran retratos a medio terminar de personas que no había conocido. La
mayoría de ellos, sin embargo, eran cráneos de colores idénticos a los
del brazo de Savannah.
Silbando por la sorpresa, dio otro paso hacia el carrito. No quería
que Savannah pensara que husmeaba. Abrió el cajón de arriba y miró.
Un fajo de billetes descansaba entre una pila de ropa cuidadosamente
doblada. Silbó, preguntándose cuánto dinero había allí. Mirando a los
billetes enrollados, trató de recordar si Savannah alguna vez mencionó
que tuviera un segundo trabajo. Luego se dio cuenta de la ropa interior
de seda y sostenes que rodeaban su reserva.
Max sintió un barrido de calor en sus mejillas y la parte posterior
de su cuello. Preguntándose si ella le había hecho buscar en el cajón de
su ropa interior a propósito, arrancó un billete de cinco dólares y cerró
la gaveta. Saliendo de prisa de la habitación, gritó por encima de su
hombro: —Vuelvo enseguida. —Entonces, agarrando su abrigo, se lanzó
afuera.
El aire invernal refrescó sus mejillas ardientes, y él aspiró una
ráfaga de aire helado. Mirando a la izquierda y luego a la derecha, cruzó
la calle, metiendo las manos en los bolsillos. El frío ya se había
adentrado en sus huesos. Hizo una cara. Nueva Inglaterra, sobre todo
Connecticut, no solía tener ese frío tan ventoso y profundo hasta casi
enero o febrero. Parecía que iban a pasar un invierno brutal.
Sin embargo, la idea no le molestaba demasiado. Se metió a la
bodega. Con Savannah aquí, el tiempo afuera no importaba. Sus labios
se enroscaron en una amplia sonrisa. A pesar de que era muy malo
tener un flechazo con ella, empezaba a acostumbrarse a la idea.
Anduvo por los pasillos, buscando con los ojos el jarabe de arce.
Sus mejillas se calentaron mientras recordaba su conversación en la
cocina. No hablaba español, pero había captado el papi que le lanzó, el
apodo que las mujeres puertorriqueñas reservan para sus hombres. Su
madre nunca lo usó con su padre, pero algunas de las chicas con las
que fue a la escuela secundaria lo habían usado con sus novios.
Al ver el jarabe, lo sacó de la estantería y se trasladó a la parte
delantera de la tienda. Un hombre calvo, bigote grueso y piel de oliva lo
vio desde detrás del mostrador. Dijo algo en un español rudo. Rollos de
billetes de lotería y estanterías de cigarrillos encajonaban el mostrador,
creando una pequeña abertura en forma de ventana por la que el
hombre se asomaba. Más estantes tenían cigarros y condones detrás de
él.
Max hizo una mueca. Puso el jarabe en el mostrador y buscó en
su bolsillo el billete de cinco dólares que Savannah le dio. Lo deslizó por
el mostrador hasta el hombre, que le levantó una ceja y le dijo algo más.
Sonaba como una pregunta.
El aroma de la comida llegó a su nariz, y sus párpados se hicieron
pesados. Su estómago rugió.
—¿Eso huele bien? —preguntó el hombre. No había rastro de un
acento entrelazado a sus palabras.
Max abrió los ojos, su boca abierta por la sorpresa. —¿Habla
inglés?
—Por supuesto que hablo inglés, pendejo —contestó el hombre—.
Sin embargo, no hablas español. —Se cruzó de brazos y miró a Max—.
¿Por qué?
Max empujó el jarabe más cerca. —Solo quiero el jarabe, hombre
—dijo.
Ladeando la cabeza, el hombre soltó un bufido. —¿No puedes
responder a la pregunta?
Max suspiró. —Simplemente no lo hablo, ¿de acuerdo? —Golpeó
el billete de cinco dólares en el mostrador.
El hombre, que Max empezaba a pensar que era también el dueño
de la tienda, se acarició el bigote con un dedo. —¿Por qué? —preguntó
de nuevo—. ¿Tu madre no te enseñó?
—Ni siquiera creo que mi madre hable español —respondió Max,
dejando caer su brazo en el mostrador. Echó un vistazo a la puerta. No
había movimiento en las calles afuera. En ese momento de la mañana,
la mayoría de las personas ya estaban en el trabajo. Con el clima tan
frío, aquellos que no trabajaron se encontraban metidos en sus casas.
El hombre frunció el ceño, sacudiendo la cabeza. —¿Qué hay de
tu padre?
Max también frunció el ceño. —Señor —comenzó—, solo necesito
el jarabe. —Señaló con el dedo pulgar hacia la puerta—. Mi hija aún no
ha desayunado.
—¿Hija? —El hombre se animó, sus ojos marrones de repente le
brillaron—. ¿La linda bebé al otro lado de la calle? ¿Esa es tu hija? —
Las patas de gallo se profundizaron alrededor de sus ojos, y las líneas
de sonrisa se grabaron alrededor de su boca. Sus brazos cayeron a los
lados, y de repente pareció menos alto detrás del mostrador.
—Sí —contestó Max, todavía con el ceño fruncido.
—Ella viene todo el tiempo con esa joven —continuó el hombre—.
¿Es tu esposa? —Sin esperar una respuesta, dijo—: Ella habla español.
¿Por qué tú no?
Max frunció el ceño. Palmeando el dinero, se alejó del mostrador.
—Espera —llamó el hombre—, tu jarabe.
Max giró sobre sus pies y vio como el hombre escaneaba el jarabe
y presionaba un botón en una caja registradora que no podía ver. El
dueño de la tienda anunció el precio y sacó una bolsa de plástico negra
de debajo del mostrador. Con cautela, Max se adelantó y sacó el billete
de cinco dólares. El hombre lo tomó y contó el cambio.
—Qué tengas un buen día, hijo —dijo.
—Igualmente —respondió Max por encima del hombro. Salió de la
tienda de la esquina lo más rápido posible. Agachando la cabeza contra
el viento, corrió por la calle vacía y entró en su apartamento, cerrando
la puerta detrás de él.
—Ya era hora —dijo Savannah desde la cocina—. ¿A dónde fuiste,
hasta Stop&Shop?
Rodando los ojos, se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo
del sofá. —Lo haré la próxima vez —murmuró en voz baja. Se dirigió a
la cocina, balanceando la bolsa de jarabe a su lado.
Chloe estaba sentada en la encimera, la cuchara de la mezcla
para panqueques en una mano. Un plato de panqueques cocidos estaba
junto a ella, el vapor se elevaba en el aire. Savannah se puso de pie con
una mano en la cadera.
—Vamos a comer —anunció, dejando caer su brazo, con una ceja
levantada hacia él.
—Tu amigo de enfrente no me tiene mucho cariño —contó Max,
dejando caer el jarabe sobre la mesa.
Savannah bajó a Chloe del mostrador y puso a la niña en su silla
alta. —¿Qué quieres decir?
Sacudiendo la cabeza, Max abrió la botella de plástico de jarabe.
Trajo el plato de panqueques a la mesa y preparó uno para Chloe.
Exprimiendo jarabe en los mini panqueques, dibujó una cara feliz. Le
pasó el plato a su hija. Preparándose un plato para sí mismo, comió un
poco antes de que Savannah pudiera insistir aún más. —Están buenos
—le alagó con la boca llena, con la esperanza de que ella no presionara
con el tema. Ya estaba harto de que la gente lo acosara por su herencia
últimamente.
—Gracias —dijo, bajando los ojos y uniéndose a él en la mesa.
Max frunció el ceño. No quería que ella se enfadara con él. —Oye
—dijo—. Voy a ir a hacer las compras. Ya has hecho suficiente.
Se encogió de hombros. —Si quieres.
Tenía que aligerar el ambiente. —Además —añadió, sonriendo—,
alguien tiene que hacerle el almuerzo a Chloe que no sea perros
calientes o macarrones con queso.
Savannah resopló. —Cierto.

Para cuando Max llegó a casa de las compras, Savannah ya había


acostado a Chloe. Llegó a casa y la encontró acurrucada en el sofá, con
una borrosa película navideña en su portátil. Tenía la palma de la mano
apoyada en su barbilla, con los ojos cerrados. La luz de la pantalla le
parpadeaba en la cara. Max sonrió, bajando las bolsas. La vio dormir
durante un largo segundo, y luego se sacudió de su trance. Ver a la
gente dormir era escalofriante, no romántico. Tratando de moverse lo
más silenciosamente posible, pasó junto a ella hacia su dormitorio.
—¿Quieres ayuda para envolver? —murmuró, con la voz espesa
por el sueño.
Él se congeló en su camino. Mirando por encima del hombro, dijo:
—No, está bien. Duerme un poco. —No necesitaba mirar la hora para
saber que era más de medianoche. Seguro que los trabajadores de las
tiendas no se alegraban de quedarse hasta tan tarde en Nochebuena,
pero Max estaba agradecido de que siguieran abiertas tanto tiempo.
Savannah se deslizó del sofá y cerró el navegador. —Te dije que te
ayudaría, papi. —En la oscuridad, no le veía la cara, pero se dio cuenta
por el tono de su voz que ella ponía los ojos en blanco. A su lado en la
sala, tomó algunas de las bolsas y se puso delante de él. Sin decir una
palabra, ella abrió la puerta de su dormitorio. Sus cejas se alzaron.
Negó con la cabeza para sí mismo. Entonces, la siguió.
Con el corazón acelerado, dejó la puerta abierta detrás de él.
Tragó con fuerza. La luz que había en el techo se encendió y Savannah
apareció a su lado. Saltó. En la oscuridad, apenas la había visto. De
repente, consciente de lo cerca que estaba de él, dio un paso más hacia
la habitación.
—Entonces —dijo él, poniendo las bolsas en el suelo—, compré
un rollo de papel para envolver. ¿Crees que tendremos suficiente?
Ella miró a su alrededor a todas las bolsas y se mordió el labio.
—Espero que sí. —Sentada con las piernas cruzadas en el suelo,
comenzó a vaciar las bolsas.
A los pocos minutos, estaban rodeados de juguetes. Siguiendo el
consejo de Savannah, Max había comprado en la tienda de todo por un
dólar y un par de otros lugares, evitando las tiendas caras como Toys
“R” Us.
—Has hecho un buen trabajo —dijo ella mientras desplegó el rollo
de papel. Organizó los juguetes en una sección, entrecerrando los ojos
para concentrarse.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Trato de conservar nuestro único rollo. —Le guiñó un ojo y,
arrancando un par de tijeras del suelo, empezó a cortar.
Entre los dos, solo tardaron una hora en tener todo envuelto. Por
algún milagro, tuvieron suficiente papel. Max se puso de pie, con los
brazos repletos de los regalos envueltos. —Gracias —dijo, ofreciéndole
una mano. Suavemente la puso de pie. Ella mantuvo la mano en la de
él. Su piel era cálida y suave. Tragó de nuevo.
—Ya vuelvo —dijo ella, mostrando sus hoyuelos. Bailando, dejó
su dormitorio. Él parpadeó, preguntándose si la debía seguir. Cuando
no regresó, se metió en la sala de estar. Miró fijamente a la habitación,
frunciendo el ceño. No había pensado en comprar un árbol de Navidad.
Los falsos más baratos costaban unos veinte dólares, así que no podía
permitirse uno, de todas formas.
Suspiró. Los regalos tendrían que ser suficientes. A Chloe no le
importaría que no tuvieran un árbol cuando tenía dos años. Max asintió
con la cabeza. Los árboles estaban sobrevalorados, de todos modos.
Cruzó la habitación y comenzó a apilar los regalos contra la pared.
—Espera —susurró Savannah desde el pasillo.
Se giró, equilibrándose sobre una rodilla y un pie. Levantando
una ceja, hizo un gesto con la barbilla en su dirección. —¿Qué es eso?
Le llevó un lienzo alto, con la espalda hacia él. Sus ojos brillaban
en la oscuridad. En la tenue luz de la calle, él podía ver la sonrisa
encantada en su rostro. Girando el lienzo, ella dijo: —¡Ta-da!
Encendió la luz, revelando un árbol pintado en tres o cuatro tonos
de verde. Incluso le añadió adornos. Dejó caer el regalo envuelto que
estaba sosteniendo y se levantó para acercarse. Algunos de los adornos
eran los básicos, como Rodolfo, un trineo y Santa. Savannah había
pintado princesas de Disney en algunos de los adornos de las bolas, sin
embargo, y agregó algunos personajes de los dibujos animados favoritos
de Chloe. Uno de los adornos era, por supuesto, una de las coloridas
calaveras que decoraban su brazo. Tres de los adornos llevaban sus
nombres en cursiva.
El calor se apoderó de Max, y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Parpadeando, su aliento se quedó atrapado en su garganta. —No sé qué
decir, Savannah. Esto es perfecto. —Cruzó la habitación y le dio un
abrazo—. Gracias —le susurró al oído. Ella soltó el lienzo y envolvió sus
brazos alrededor de su cuello.
—De nada —susurró ella, rozándole la oreja con los labios. Lo
abrazó, y él cerró los ojos por un momento. Su pulso latía en sus oídos.
Su oportunidad había llegado. Si alguna vez iba a hacer un algo,
nunca habría un mejor momento. Respirando hondo, se apartó apenas
del abrazo, volviendo su cara hacia la de ella. Su corazón era un tambor
que retumbaba en sus oídos, su sangre corría por sus venas. Con los
labios temblorosos, se inclinó hacia delante.
Sus labios rozaron el aire vacío cuando los brazos de ella se
separaron de los suyos y se inclinó para recuperar el lienzo. Moviéndose
por la habitación, colocó la pintura del árbol de Navidad detrás de la
pila de regalos, contra la pared.
Se quedó paralizado en el otro lado de la habitación, el miedo
corriendo por su sistema. Tal vez ella no quería besarlo. Tal vez lo había
estropeado. Cerrando sus ojos, bloqueó las lágrimas. Por supuesto que
ella no quería besarlo. Él era su jefe. Necesitaba empezar a actuar como
tal.
Abriendo los ojos de nuevo, la encontró de pie delante de él, otro
lienzo en sus brazos. Se lo tendió, con sus ojos oscuros y vulnerables.
—¿Qué es esto? —preguntó, con la voz ronca. Envuelto en papel
arrugado, agarró los lados del lienzo.
—Es para ti —dijo—. No tuve la oportunidad de comprarte algo, y
no sabía lo que te gustaría, pero, bueno, solo míralo. —Se mordió el
labio, con las manos colgadas sin fuerzas a los costados.
Quitó el papel. Sosteniendo el lienzo frente a él, lo estudió. La
cara de su hija le sonrió con todo detalle. Él jadeó, recordando haberlo
visto en su habitación. —Es hermoso —dijo—. Gracias.
Ella parpadeó, mirándolo desde debajo de sus pestañas. —¿Te
gusta?
—Me encanta, Savannah. Eres increíble. ¿Cuánto tiempo llevas
pintando? —Quería abrazarla de nuevo, intentar besarla otra vez. Ella
no lo había rechazado exactamente, pero tampoco parecía interesada en
dejar que la besara. Las chicas eran tan confusas. Suavemente bajó el
lienzo, apoyándolo contra el sofá. Metió las manos en los bolsillos y
presionó los pies contra el suelo.
Ella se encogió de hombros. —Desde antes de que abandonara la
escuela de arte. —Guiñando un ojo, dio un paso hacia él—. No estaba
segura de si iba a poder terminarla a tiempo, y luego te ofreciste a ir de
compras. Eres tan fácil. —Empujó suavemente su brazo, sonriendo.
Se echó a reír. —Diría que tienes que invitarme a cenar primero,
pero cocinas para mí todo el tiempo. —En el segundo que las palabras
salieron de su boca, se arrepintió. El calor pintó sus mejillas y la punta
de su nariz—. Eso fue una estupidez. Lo siento... —Ella presionó sus
labios contra los suyos, interrumpiéndolo. Sus manos le acariciaron la
nuca. Con los ojos abiertos por la sorpresa, se quedó paralizado por un
segundo. Luego, mientras el beso continuaba, él envolvió los brazos
alrededor de su cintura.
Sabía a menta y a algo dulce que no podía nombrar. Su cuerpo se
apretó contra el suyo, cálido y suave. Sus dedos se entrelazaron en su
sedoso y largo cabello y ella se acercó a él, con los pechos presionados
en su pecho. Su lengua bailaba contra la de él, su boca caliente, sus
labios aplastados contra los de él. Antes de que pudiera pensar en lo
que estaba haciendo, sus manos bajaron más, acariciando su trasero.
Ella apoyó su pelvis contra la de él, y lo empujó hasta que su espalda se
encontró con la pared. Sus manos corrían por su pelo, acariciaban sus
mejillas, rozaban sus hombros. Él entrelazó su lengua con la de ella,
empujando más profundamente en su boca. Gimió contra sus labios.
Con el corazón en el pecho, él rompió el beso. Con los ojos
abiertos, empezó a desenredarse de ella. —Lo siento —dijo.
—Shh, papi —susurró ella, y volvió a aplastar los labios con los
suyos.
El calor se disparó por su cuerpo. Sintió cómo se le apretaba la
entrepierna del pantalón. Ella sumergió sus manos hasta la cintura de
sus vaqueros, pasando sus dedos a lo largo de la piel de su estómago.
Él se estremeció. Burlándose de su lengua con la suya, puso las manos
en su cintura. Despacio, las metió debajo de su blusa. Su piel se sentía
caliente contra sus dedos. Ella gimió de nuevo, empujando su pelvis
contra la suya. Él pasó sus dedos por su caja torácica y le agarró los
pechos. Ella gritó y apartó sus labios. Los dientes le rozaron el cuello
mientras ella le daba besos húmedos y calientes en la mandíbula.
Sus dedos tocaron el botón de sus jeans y se metieron en sus
pantalones. Manos suaves ahuecaron su pene, y él arqueó su espalda
contra la pared. Con la sangre rugiendo por sus oídos, le levantó su
sostén y pasó los dedos a lo largo de sus pezones, pellizcándolos. Ella
sacó su mano de sus pantalones y, retorciéndose las manos con las
suyas, lo sacó de la sala de estar y lo llevó al pasillo.
Savannah susurró algo en español y abrió la puerta de su cuarto.
Una vez que entraron, él la agarró de nuevo, metiéndole la lengua en la
boca. Cerró la puerta con llave tras ellos. Empujándola hacia la cama,
le quitó la blusa por encima de la cabeza. Ella le arrancó la camisa y la
tiró al suelo. Por un momento, se miraron fijamente. Sus ojos estaban
muy abiertos y húmedos, llenos de lujuria y algo más. Él se inclinó y le
besó las mejillas, llegando a sus labios. Ella le bajó los vaqueros y le
hizo un gesto para que se los quitara. Luego, desabrochó los suyos.
Su corazón se aceleró en su pecho a la vez que la empujaba
suavemente sobre la cama. Inclinándose para besarla de nuevo, le
agarró un puñado de su pelo. Los dedos de ella volvieron a rodearle el
pene. Su espalda se arqueó y gimió.
—¿Tienes un condón? —susurró.
Él sacudió la cabeza. Su corazón se estrelló en su pecho. No había
necesitado comprar ninguno en tanto tiempo.
Sosteniendo un dedo en alto, ella se deslizó por debajo de él.
Poniéndose su camiseta, se deslizó hasta la puerta. Entró en el pasillo,
cerrando la puerta tras ella. Max se echó de espaldas, con el corazón
acelerado. Debería haber estado preparado. Cerró los ojos. El momento
probablemente se arruinó. Puso un brazo sobre sus ojos y suspiró.
La puerta de su habitación se abrió de golpe y él se sentó sobre
sus codos. Savannah se acercó, sosteniendo un condón entre los dos
dedos. Se quitó la camiseta y se subió a la cama. Se arrastró hacia él
sobre las manos y las rodillas, con una sonrisa en sus labios. Abriendo
el paquete de papel de aluminio, deslizó el condón sobre él, moviendo
sus manos lentamente. Su espalda se arqueó de nuevo y él apretó los
dientes. Luego, subiendo por encima de él, lo guió dentro de ella.
Las estrellas atravesaron su cerebro y él gimió al entrar en su
interior. Había pasado tanto, tanto tiempo. Por un instante, tuvo miedo
de terminar pronto y arruinarlo todo. Entonces ella comenzó a empujar
contra él. Encontró su ritmo, con sus manos alrededor de su cuello, y
dejó de pensar. Mientras sus cuerpos se retorcían en la oscuridad, sus
pechos se apretaban corazón a corazón, ella susurró algo en español
una y otra vez.
8
Traducido por Jasiel Odair
Corregido por Adriana Tate

La sala se convirtió en un mar de papeles en varios minutos luego


de que Chloe despertara. Al principio, Max y Savannah tuvieron que
ayudarla a empezar. Ella se quedó viendo el primer regalo que Max le
entregó, sus ojos marrones lo miraron con escepticismo. Savannah se
acercó y arrancó una esquina de papel, luego puso la mano de Chloe en
el lugar en el que ella había iniciado.
—Adelante, pequeña —le dijo a la niña.
No pasó mucho tiempo para que Chloe se diera cuenta de que
todo lo envuelto con el papel rojo y verde brillante era un juguete para
ella.
Max y Savannah se sentaron en el suelo, apoyados contra el sofá.
Vieron cómo Chloe jugaba con su nueva muñeca. Max miró a Savannah
por el rabillo del ojo. Abrió la boca para decirle algo, pero la cerró. El
sudor humedeció las palmas de sus manos. Apenas se habían hablado
durante toda la mañana. Cuando se despertó, se encontró con su cama
vacía. Savannah escapó de su habitación en algún momento durante la
noche y se fue a la suya.
Junto a él, Savannah se puso en pie. —Voy a hacer un poco de
cremita de maíz para el desayuno, ¿de acuerdo?
Max levantó la vista. Sus ojos lo evitaron. Frunció el ceño. —¿Qué
es eso? —preguntó, decidiendo no intentar siquiera pronunciarlo.
—Es como la avena —contestó, dándose la vuelta y dirigiéndose a
la cocina.
Se puso de pie, apoyándose del sofá y fue tras ella. —¿Quieres
ayuda? —preguntó a la vez que entraba en la cocina.
Negó con la cabeza, de espaldas a él mientras tomaba la harina
común y la harina de maíz de los gabinetes. —Estoy bien.
Él se frotó la barba. —¿Estamos bien? —Su nariz y mejillas se
sonrojaron.
Ella se giró, parpadeándole. —Por supuesto —dijo, pero apartó la
mirada rápidamente.
Max respiró hondo. —Lamento no haberte comprado nada para
Navidad —dijo.
—No tenías que hacerlo. —Comenzó a mezclar los ingredientes en
un tazón grande. Max se preguntó cuándo consiguió tantos artículos de
cocina.
—Sin embargo, me regalaste algo. —Se le unió en la encimera—.
Me siento como un idiota.
Resopló. —No te preocupes.
Él tamborileó con los dedos sobre la encimera, frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa, entonces?
Savannah negó con la cabeza, pero agitó la mezcla más rápido.
—¿Es por lo de anoche? ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño? —Tragó
saliva, el corazón le palpitaba en el pecho.
Lamiéndose los labios, ella dejó de revolver. Puso una mano en su
hombro. —No me has hecho daño, Max. Relájate. —Ante su toque, los
hombros de Max se relajaron, pero solo un poco. Volviéndose hacia el
desayuno, terminó de batir y vertió los ingredientes en una cacerola.
Abriendo el cajón, sacó una batidora.
Él silbó. —¿Te mudaste con todas estas cosas de lujo? —Recordó
el fajo de dinero en el cajón de su ropa interior. Si tenía tanto dinero, no
tenía necesidad de trabajar. Se cruzó de brazos.
—Algo así —dijo, todavía dándole la espalda—. Esto debería estar
listo pronto.
Suspirando, se apartó. —Voy a buscar a Chloe. —Caminó hacia la
sala, con la mente acelerada. No tenía idea de lo que había hecho mal,
pero ella actuaba de forma diferente. Negó con la cabeza para sí. Tener
sexo podría haber sido un gran error. Haciendo una pausa en la sala, se
frotó las sienes. La noche se repitió en su mente, la forma en que ella se
retorció y gimió debajo de él, con los brazos alrededor de su cuello todo
el tiempo. Rompió el contacto visual solo cuando lo besó, y mientras él
pasaba los dedos por su brazo con los tatuajes de cráneos.
No creía que hubiese estado borracha anoche. Era posible que
lamentara todo el asunto. Las cosas podrían volverse incómodas entre
ellos, o puede que ella lo ignore por completo. Cerró los ojos y apoyó la
frente contra la fría pared blanca. Otra vez arruinaba algo bueno.
Despegándose de la pared, levantó la cabeza. Se dirigió a la sala
de estar. Recogió a Chloe del suelo. Decidido comportarse como si todo
estuviera normal, llevando a su hija a la cocina y asegurándola en su
sillita. Savannah llevó un tazón humeante de desayuno puertorriqueño
y lo puso delante de Chloe.
—Feliz Navidad, pequeña —dijo, tocando la nariz de Chloe con la
yema del dedo. Chloe se rió. Volviendo a la encimera, Savannah tomó
dos tazones más. Trajo ambos a la mesa y se sentó.
Max se sentó frente a ella. Levantó la cuchara, moviéndola en la
mezcla. Le recordó al pudín y a la avena.
—No es veneno —dijo Savannah, llevándose una cucharada a la
boca.
Max se quedó helado. —No creí que lo fuera —tartamudeó, con su
nuca sonrojada. Se metió una cucharada en la boca y le ardió la lengua.
Tragó rápidamente—. Está muy bueno —dijo, a pesar de que apenas la
probó al tragar.
Savannah no dijo nada.
Comieron el desayuno en silencio. Max miraba su tazón, viendo
como el nivel de las avenas bajaba cada vez más. En el momento en que
terminó, saltó y llevó su tazón al fregadero. Luego se volvió hacia Chloe.
Su hija estaba embarrada con la mayor parte de su desayuno. Se
chupó dos dedos, tarareando para sí misma.
—Chloe —gimió él. Levantándola de la silla de comer, la sostuvo
delante de él y la llevó al baño.
No tuvo tiempo de pensar en Savannah mientras limpiaba a su
hija. A pesar de lo divertido que fue para Chloe abrir sus regalos, de
repente se puso de mal humor. Antes de meter un dedo del pie en el
agua, empezó a gritar y golpear. Meterla en la bañera requirió de mucha
persuasión. Con la cara roja y los ojos llorosos, Chloe lo miró con una
expresión que solo podía ser de traición. Mientras ella se empapaba en
el agua caliente, él le restregó las avenas secas de la cara y las manos.
Algunas incluso se habían deslizado por debajo de su camiseta, bajando
por su pecho.
Después de un rato, su llanto se redujo a suaves sollozos. Cuando
empezó a enjuagarla, se calmó por completo. Sin embargo, cuando el
agua tocó su cabeza, ella gritó. El agua se escurrió por el borde de la
bañera, empapando a Max cuando la metió. Apretando los dientes,
terminó de enjuagarla lo más rápido posible, luego la sacó de la bañera.
Envolviéndola en una toalla, la llevó a su dormitorio, abrazándola a su
pecho.
—Ya pasó —la tranquilizó, pero ella solo lloró con más fuerza.
Cuando empezó a secarla con la toalla, soltó un grito ensordecedor—.
¿Qué sucede? —le preguntó por encima del ruido.
—Tengo frío —gritó.
La miró boquiabierto. En general, Chloe era bastante tranquila.
Anoche la llevó a la cama a una hora normal. Recordando su rabieta
cuando él todavía vivía con sus padres, esperaba que ella no estuviese
entrando en los terribles dos años… o tres. Con la boca abierta ante la
idea, la secó, luego comenzó a vestirla. Su madre le compró a Chloe un
vestido para el día de Navidad, pero algo le dijo que no lograría ponerle
esas medias sin perder un ojo o el oído, por lo menos. La vistió con una
sudadera de felpa suave y su camiseta de manga larga favorita.
El sudor le humedeció las axilas y unos mechones en el comienzo
del cabello, pero no tenía tiempo para una ducha. Se vistió rápidamente
en pantalones vaqueros y una camiseta, haciendo una mueca ante los
comentarios inminentes de su familia. Sus padres no hablaban español,
pero aun así eran católicos estrictos y se tomaban la Navidad muy en
serio.
Sacando a Chloe del suelo en la sala de estar, trotó hacia la
cocina. Savannah estaba parada junto el fregadero, lavando la cacerola.
—Oye —dijo, en voz baja.
Ella lo miró por encima del hombro, con una ceja levantada. El
vapor salía del agua. Llevaba el cabello recogido en un moño en la cima
de su cabeza.
—Voy a la casa de mis padres —le contó.
Ella se encogió de hombros. —Vale. —Se volvió hacia el fregadero.
—¿Te veré más tarde? —preguntó, cambiando a Chloe a la otra
cadera.
—Nos vemos —dijo Savannah, sus palabras casi ahogadas por el
agua corriendo.
La culpa se le metió en el fondo del estómago. Él sabía que ella no
tenía ningún plan. Abrió la boca para preguntarle si quería venir con él,
y luego la cerró. Su familia tendría demasiadas preguntas, y ni siquiera
sabía cuál era su situación con Savannah. No quería hacerla pasar por
eso. Aun así, se sentía mal de que ella pasara el día sola.
Chloe soltó un chillido que le atravesó las orejas. Lo sostuvo,
como un cantante sosteniendo una nota. Max hizo un gesto de dolor.
Gritando una disculpa a Savannah por el ruido, salió corriendo de la
casa antes de que Chloe rompiera las ventanas.

La culpa lo persiguió mientras conducía a casa de sus padres,


con los hombros levantados hasta las orejas. Solo debió haber invitado
a Savannah. No importaba lo que sus padres pensaran o le dijeran.
Además, pensó mientras giraba hacia su calle, que no eran la clase de
gente que decía cosas groseras a las personas que no conocían. Podían
molestarlo más tarde, cuando Savannah no estuviera allí, pero delante
de ella serían amables y acogedores. La vergüenza hizo que sus mejillas
se sonrojaran. No solo dejó sola el día de Navidad a la chica que le
gustaba, sino que también asumió que sus padres no se comportarían.
Suspiró y se detuvo en la entrada, detrás de uno de los BMW de
sus hermanos. Por primera vez en su vida, fue el último en llegar a la
cena. Comparado con los otros coches de la entrada, su Taurus parecía
que se iba a desmoronar si alguien estornudaba sobre él. Deseaba que
sus padres le hubieran comprado un buen coche, en lugar de obligarle
a comprarse el suyo propio. Todos sus hermanos habían recibido
coches como sus regalos de graduación del instituto. Él recibió un
sermón, una caja de condones y un baby shower.
Max suspiró de nuevo. Era hora de dejar el pasado en el pasado.
Mientras apagaba el motor y abría la puerta, se prometió a sí mismo
que llevaría a Savannah a la siguiente función familiar. Normalmente,
se reunían para comer las sobras el día después de Navidad, de todos
modos. Se detendría en una gasolinera de camino a casa y le llevaría
flores para disculparse, luego encontraría la manera de convertir su
extraño arreglo de vida en una relación real.
Su estómago se volvió loco cuando desabrochó a Chloe de su
asiento del coche. No era tan ingenuo como para pensar que ellos se
casarían, tendrían más bebés y vivirían felices para siempre, pero tal
vez podrían ser felices mientras tanto. Caminando hacia la puerta, silbó
una canción de un viejo álbum de Megadeth. No recordaba la última vez
que se había puesto los auriculares y se había relajado con la música.
Por primera vez, Max empezaba a sentir que organizaba su vida.
Dudó en la puerta de entrada, levantando el puño. Nunca había
llamado cuando vivía en casa. Miró el timbre. Tal vez lo más formal
sería tocar el timbre. Antes de que pudiera seguir debatiendo, Chloe
extendió la mano y apretó el botón, una sonrisa cruzando su cara. Con
los ojos abiertos, Max empujó la puerta delantera para abrirla.
—Feliz Navidad —exclamó, lanzando sus zapatillas al montón de
zapatos junto a la puerta. Por costumbre, empezó a meter los pies en
las chanclas, y luego recordó que ya no tenía ninguna. La casa de sus
padres ya no era su hogar.
Mordiéndose el labio, le bajó la cremallera al abrigo de Chloe y le
quitó los zapatos. Luego, bajándola al suelo, la dejó en la casa de sus
padres. Salió corriendo del vestíbulo hacia la sala de estar. La música
instrumental navideña sonaba a través de los altavoces. Max puso los
ojos en blanco. Arrastrando los calcetines sucios de caminar por su
apartamento, se dirigió a la sala de estar. La risa fuerte ahogó la música
por un momento. Max se estremeció, esperando que Chloe no causara
ningún problema. No había visto a sus padres desde que se mudó, y
parte de él quería probar que podía hacerlo bien por su cuenta.
Entró en la sala de estar con la cabeza bien alta. Sus hermanos
se sentaron alrededor de la habitación, sosteniendo vasos de ponche.
Aunque no estaba lejos de los veintiuno, sabía que su madre no le
dejaba tomar ninguno. No es que eso importara. Necesitaba conducir a
casa sin que lo detuvieran. Le hizo a sus hermanos un gesto con la
cabeza y un saludo, pero no parecieron notarlo. Su atención estaba
centrada en el otro lado de la habitación. Max siguió sus miradas, y se
congeló cuando vio quien también se sentaba en la sala.
Sus padres ocuparon el sofá, su madre se recostó en los cojines.
Sostenía un vaso de vino en su mano, su pelo rizado enmarcando su
cara. A pesar de lo mucho que apestaba que lo echaran, Max tuvo que
admitir que parecía más feliz. La luz del árbol de Navidad y el sol de
afuera bailaban sobre su cara, haciéndola parecer años más joven. Tal
vez ayudar con Chloe había sido demasiado para ella.
Incluso su padre parecía más relajado. La conversación en la sala
se centró en el fútbol en lugar de en el bufete de abogados, una primicia
para la familia Batista. Tener su casa para ellos solos estaba haciendo
maravillas para sus padres. Aun así, no era suficiente para excusar lo
que habían hecho.
Max miró fijamente a la joven que estaba sentada entre ellos.
Tenía en su mano un vaso de lo que probablemente no era ponche.
Llevaba un vestido de suéter negro y brazaletes que tintineaban uno
contra el otro mientras se movía. Su pelo rubio estaba enredado en un
moño en la nuca. Sus ojos azules captaron los ojos marrones de Max
cuando estaba de pie en la entrada de la sala de estar, y ella sonrió.
Nicole le sonrió, como si lo que pasó entre ellos hace más de dos
años no hubiera sido nada.
Max se quedó boquiabierto, con los puños enroscados a los lados.
Su madre le dio un golpecito en el hombro a Nicole, riéndose de
algo. Hasta ahora, solo Nicole había notado que él estaba en la
habitación. La sangre le golpeaba en los oídos. Su respiración se hizo
más lenta, se le quedó trabada en la garganta. Sentía que no podía
tomar suficiente aire. El suelo de la sala de estar se inclinó hacia él, con
los oídos zumbando.
Nicole movió sus dedos hacia él en un saludo, y su corazón cayó
en su estómago. Su madre echó un vistazo a la puerta arqueada y sus
ojos se abrieron de par en par, sorprendida. Sonrió y se puso de pie,
con los tacones en el suelo de madera. Se acercó a él trotando, con un
brazo abierto mientras se inclinaba hacia delante para abrazarlo. Él se
hizo a un lado.
—¿Qué —preguntó, con el corazón palpitándole en el pecho— está
haciendo ella aquí?
La conversación en la sala murió. Sus hermanos se movieron
incómodos en sus asientos. La esposa de Tristan, Heather, se levantó y
salió de puntillas de la habitación, murmurando algo sobre comprobar
a sus hijas en la otra habitación. La esposa de Isaiah, Crystal, dio un
salto y se unió a ella.
El padre de Max siguió en el sofá al lado de Nicole. Alexander
Batista pasó una mano por su blanco y fino cabello. —Feliz Navidad,
Max —dijo en voz baja.
Max no le hizo caso. Miró a su madre, sintiendo sus ojos como si
estuvieran envueltos en hielo. —¿Qué hace Nikki aquí? —repitió.
Los labios de su madre dieron paso a una sonrisa. —Está aquí
para celebrar el nacimiento de Jesús con nosotros, Max —contó, como
si hubiera preguntado por qué sus hermanos estaban allí.
Tragando saliva, Max se obligó a seguir mirando a los ojos de su
madre. —No se supone que esté cerca de Chloe —dijo.
Su madre se echó a reír, agitando su mano libre con desdén. —De
acuerdo a los tribunales, puede visitarla mientras las cosas entre
ustedes dos estén bien. No es que tengas una orden de restricción
contra ella, Max.
—No ha visto a su hija desde que nació —espetó, apretando los
dientes—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Te dije que era una mala idea, mamá —dijo Levi, sentado junto
a su novia Brianna. Le disparó a Max una mirada de simpatía.
Su madre bajó su copa de vino y se llevó las manos a las caderas.
—¿Qué tiene de malo juntar a la familia el día más importante del año?
—¿Qué? —preguntó Max, sintiendo el calor en sus mejillas y en
su nuca incrementarse—. No somos una familia. —Miró a su ex novia,
quien se encontraba sentada inmóvil en el sofá, agarrando su copa de
ponche—. No la quiero aquí.
9
Traducido por Issel
Corregido por Beatrix

Chloe entró corriendo a la sala. Las sobrinas de Max, Aubrey y


Layla venían persiguiéndola. Las niñas chillaron con risas, rodearon a
Max y su madre, luego se encaminaron de vuelta hacia el comedor.
Chloe titubeó, sus ojos cayendo sobre Nicole. Sus cejitas se arrugaron,
y miró a Nicole.
—Hola, niña linda —saludó Nicole, bajando una copa de ponche.
Extendió sus brazos hacia ella—. Ven a ver a tu mamá.
Chloe movió la cabeza hacia Max, con los ojos bien abiertos.
Inclinó la cabeza hacia él, y luego corrió detrás de sus piernas. Sus
brazos gorditos se enrollaron alrededor de sus pantorrillas, y presionó
la cara en sus rodillas.
Max cruzó los brazos. —Detén esto, Nikki.
—Voy a ir a revisar el asado —anunció la mamá de Max, dando
un paso hacia atrás.
—¿Que, el pre-cocinado que compraste en Costco? —dijo Max,
desquitándose con ella. Detrás de él, Chloe se tropezó. Él se inclinó y la
recogió, apretándola contra su pecho.
Sus sobrinas entraron sigilosamente de nuevo en la sala, con sus
caras inclinadas hacia los adultos.
—Es suficiente —dijo Alexander, levantándose del sofá. Apretó su
mandíbula y miró con furia a Max—. Discúlpate con tu madre.
Resopló. —¡Ella debería disculparse conmigo! Ustedes conocen la
situación. Estuvieron ahí cuando Chloe nació.
Sus cuñadas entraron en la sala de estar. Crystal recogió a Chloe
de sus brazos, expresando simpatía con sus grandes ojos marrones.
Heather guió a las otras chicas hacia afuera, y Crystal las siguió. La
novia de Levi, Brianna se puso de pie y también fue tras ellas, con sus
labios apretados.
—Voy a revisar la cena —repitió la mamá de Max, y abandonó la
habitación. Su padre le lanzó otra desagradable mirada, luego la siguió.
Solo se quedaron Max, sus hermanos y Nicole.
Max permaneció de pie, con los brazos cruzados tan fuertemente
que sus músculos comenzaron a doler. Miró con furia a sus hermanos.
Levi levantó las manos. —No tengo nada que ver con esto.
—Hemos estado en la oficina toda la semana —dijo Isaiah. Tristan
asintió de acuerdo.
Max observó a su último hermano, el más cercano a su edad.
Estrechó los ojos. —¿Eggs?
Xavier se encogió de hombros hasta que estos tocaron sus orejas.
—Puede que mamá haya mencionado algo.
—¡Eggs! —exclamó Max, acercándose a él. Sus otros hermanos
saltaron, creando una barrera humana entre ellos. Levi tomó sus brazos
e Isaiah colocó una mano en su pecho—. ¡Vamos! —maldijo Max, pero
retrocedió.
—¿Nada cambia, eh? —indicó Nicole.
Max le miró con furia. Aún se encontraba sentada en el sofá, con
una pierna cruzada sobre la otra, aunque la tensión puso rígidos sus
hombros, y mordía el interior de sus mejillas. Puso los ojos en blanco.
No iba a sentirse mal por ella. Le causó más dolores de cabeza en su
vida de los que alguna vez podía imaginarse. No podía creer que tuviese
el coraje de aparecer, incluso aunque su madre la hubiese invitado.
Debía haberse mantenido alejada. No le hizo a Chloe otros favores. Sus
puños se cerraron. Nunca la golpearía, pero quería golpear algo. —¿Qué
tal si no te metes en esto? —le espetó él.
Ella no dijo nada.
—Mira, amigo —dijo Xavier, sosteniendo sus manos en alto—. Es
la madre de tu hija. Deberías escucharla.
—La escuché, alto y claro, la primera vez que me dijo que estaba
embarazada y quería abortar —dijo Max entre sus dientes apretados—.
¡Como si ni siquiera tuviese derecho a opinar! —Las lágrimas quemaban
detrás de sus ojos y parpadeó para alejarlas. Temblando, se sentó en
una silla. No hubo un momento, en todos esos años, para preocuparse
por cómo se sentía él. Tan solo necesitaba preocuparse porque su hija
tuviese una oportunidad de vivir. La consternación y angustia en su
interior era como si alguien hubiese arrancado una tirita de un arañazo
en carne viva.
—Sabes cómo eran mis padres Max —se excusó Nicole, mirando
al suelo—. ¿Cómo crees que me sentía?
—¿Cómo crees que se siente Chloe —contraatacó Max—, sin tener
una mamá? —Pensó en el momento en que Chloe tenía poco menos de
un año y Nicole había prometido recogerla y visitarla por un tiempo.
Cuando, horas más tarde, todavía no había aparecido, Chloe se quedó
de pie en la puerta, con lágrimas rodando por sus mejillas mientras
lloraba por su madre. Max se tragó el nudo de su garganta, apartando
el recuerdo. Quedó grabado en su corazón. Parpadeó para contener más
lágrimas.
—Nikki está en la escuela de enfermería —comentó Xavier—. Me
encontré con ella en el hospital.
—No te metas en esto, Eggs —le advirtió Max, mientras la sangre
le golpeaba en sus oídos. La idea de su hermano hablando con su ex-
novia en el trabajo le hizo hervir la sangre. Los imaginó almorzando
juntos, intercambiando asquerosas historias médicas y hablando de él a
sus espaldas. Se suponía que sus hermanos estaban de su lado, sobre
todo Xavier, a quien Max había cubierto toda su vida. Ser el más joven
empezaba a sentirse como una gran estafa.
—Nunca tuve una oportunidad —siguió Nicole. Elevó la barbilla,
sus brillantes ojos azules encontrándose con los de Max. Esos ojos lo
trajeron de vuelta a las noches en su Taurus, estacionado detrás de la
escuela secundaria Crosby bajo una farola quemada, con las ventanas
humeantes por el aire caliente del interior reuniéndose con el aire frío
del otoño en el exterior—. Solo quiero conocerla —confesó, arrancando a
Max de su trance.
Los recuerdos se arremolinaron. Max suspiró, sus hombros se
desinflaron.
—Le compré un regalo —dijo Nicole. Se puso en pie de un salto y
caminó hasta el gran árbol de la esquina de la habitación. Las luces
blancas parpadeaban, reflejándose en los adornos de bolas de cristal
transparente. A su madre siempre le habían disgustado los árboles de
Navidad mal combinados. Una pila de regalos se hallaba enterrada en el
fondo del árbol. Nicole arrancó uno de la parte superior. Volviendo a él,
se lo ofreció—. Dáselo por mí —le pidió—. Ni siquiera tienes que decirle
quién soy. —Se lo dejó en sus manos.
—¿Te vas? —preguntó Xavier. Ella asintió—. Déjame acompañarte
a la salida. —Extendió su brazo hacia el vestíbulo.
Max frunció el ceño. Sus pensamientos se agitaron en su cabeza.
El dolor del pasado permanecía grabado en su corazón, pero también
era Navidad. Inhalando por la nariz, levantó una mano. Exhaló.
—Espera —exclamó.
Tanto Nicole como Xavier lo miraron. La esperanza bailó en sus
ojos.
—Puedes dárselo tú misma después de la cena —concedió Max.
Sacudiendo la cabeza, se retiró hacia el vestíbulo, sus pensamientos
arremolinados necesitando desesperadamente aire fresco.
—Gracias —le respondió Nicole. Él siguió moviéndose, esperando
no arrepentirse de dejarla quedarse.
Max se quejó, inclinándose hacia atrás en su asiento. Se agarró el
estómago con una mano y equilibró a Chloe en su regazo con la otra.
Bostezando, ella se acurrucó contra su pecho. —Oh no, hija —le dijo él,
moviéndola—. Si yo no puedo dormir una siesta, tú tampoco. —Aunque
su madre nunca cocinó nada desde cero como lo hacía Savannah, las
cenas de las fiestas siempre fueron buenas. Como siempre, comió tanto
que apenas podía moverse. Se alegró de que todos hayan emigrado del
comedor a la cómoda sala de estar.
—Eres tan malo con ella —dijo una de las esposas o novias de sus
hermanos. Cuando hablaban, no podía distinguir a ninguno de ellas.
Todos pensaban que sabían más sobre todo. Probablemente era así,
considerando que todos eran mayores que él, pero aun así. Max estaba
harto de tener tantos hermanos mayores diciéndole lo que tenía que
hacer.
Inclinándose hacia atrás en su lado del sofá, acarició el pelo de
Chloe. —Estoy bromeando —dijo—. Pero si se duerme, va a perder abrir
todos sus regalos.
Chloe se enderezó en sus brazos. Con los ojos bien abiertos, la
barbilla levantada y alerta, bajó de su regazo y corrió hacia el árbol.
A su lado, Nicole se rió. Se sentó en medio del sofá, con su muslo
casi rozando el suyo. Max puso los ojos en blanco. Debería haberse
sentado en el sillón. Pero era demasiado tarde para moverse. Su padre
tenía la vieja silla inclinada tan atrás que parecía que se iba a volcar.
Suaves ronquidos resonaban desde la nariz de Alexander.
—Creo que abriremos los regalos ahora, ¿eh? —preguntó la mamá
de Max desde el pasillo. Levantó un dedo—. Esperen que busco mi
cámara. No se muevan —los instruyó a los niños alrededor del árbol.
Desapareció de la vista y subió dando saltos las escaleras.
Max la miró, maravillado.
—Nunca he visto a tu madre moverse tan rápido —dijo Nicole.
—Yo tampoco —respondió, aún evitando mirarla. Mientras más
rápido terminaran con la cena, más rápido podría ir a casa y alejarse de
su pasado.
—Tu mama dijo que ibas a ser maestro —dijo ella, torciéndose
para verlo. Su rodilla le rozó el muslo, y sus cejas se fruncieron.
Despacio, se sentó derecho en su asiento. El metal gimió dejado
de él, vibrando a través del sofá. Max alejó su pierna de ella, alejando
sus ojos para mirar a su hija mientras Chloe exploraba el montón de
regalos. —Sí —contestó, manteniendo su voz tan poco conversacional
como fuera posible.
—Yo estoy en la escuela de enfermería —le contó—. Ahí fue donde
me encontré con Eggs.
Max le echó una mirada de furia por usar el viejo sobrenombre.
—¿Y?
Sus hombros se hundieron. Estiró una mano hacia él. —En serio
lo estoy intentando, Max. —Se acercó aún más—. ¿No puedes tan solo
escucharme?
Bajando las cejas, Max sintió que su cuerpo completo se tensó.
Su pierna se sentía caliente contra la suya. La repugnancia se retorció a
través de él. —¿Que tratas de hacer?
Le pegó en el hombro. —¿Delante de todo el mundo? —Sonrió—.
En serio, Max. Estuvimos juntos por tres años.
—Dos —corrigió él.
—Lo que sea. —Puso una mano en su muslo—. Tenemos una
hija.
Él giró la cabeza, mirándola completamente a los ojos. —No, yo
tengo una hija. Tú solo tienes un historial de no molestar.
Resopló. —Eres imposible. En verdad estoy tratando de recuperar
mi vida, cariño.
Se estremeció ante la palabra de cariño. —No empieces —le pidió,
mirándola de mala manera.
Nicole levantó una mano hacia Chloe, quien iba tambaleándose
hacia ellos con una caja envuelta acunada en sus bracitos. —Mírala.
¿No merece tener a sus dos padres? —Tomó el regalo de los brazos de
Chloe, lo equilibró en una rodilla, y levantó a su hija del suelo. Sentó a
la pequeña entre ella y Max. Inclinándose hacia delante para leer la
etiqueta en el regalo, su cabello rubio cayó como una cortina sobre su
cara. Por un momento, Max creyó leer arrepentimiento en sus ojos.
Tal vez era demasiado duro con ella. El cansancio de los últimos
años probablemente lo afectaba, endureciéndolo. —Tal vez podamos
organizar algún tipo de visita —cedió él, mirando a su hija. Chloe miró a
Nicole con ojos muy abiertos, llenos de curiosidad y adoración.
—Mira, cariño —canturreó Nicole—. Este es tuyo. —Lo puso sobre
el regazo de Chloe. Antes de que Max o nadie más pudiesen detenerla,
Chloe tiró de un pedazo del papel.
—Mamá quería fotos —gruñó Max.
Nicole golpeó su hombro con el de él. —Lo siento. Lo olvidé. —
Sonrió.
—No pasa nada —dijo su madre desde el pasillo. Bajó la cámara
desde su cara—. Saqué algunas.
—¿Puedes enviarme una copia de eso? —dijo Nicole, animándose
aún más.
Max miró de una mujer a otra, preguntándose desde cuándo su
madre y su ex-novia se habían vuelto tan unidas. El malestar se agolpó
en él, levantando los pelitos de la nuca y los de los brazos. Tragó con
fuerza e intentó centrar su atención en Chloe. Ella había desenvuelto
un juego de té, pintado con princesas de Disney. Lo sostuvo para que lo
abriera.
—Tenemos más, cariño —dijo Nicole, arrancando la caja de las
manos de Chloe. La boca de la niña empezó a abrirse, un largo lamento
amenazando con salir de los huecos escondidos donde guardaba sus
gritos. La madre de Max puso otro regalo en su lugar. Chloe parpadeó,
con las manos en el aire y los dedos separados. Luego se zambulló. El
papel de regalo voló sobre la alfombra. Una sonrisa se extendió por sus
labios mientras revelaba un camisón de princesa de Disney.
Max sabía que debía agradecer a su madre y hacer un gran
alboroto por los regalos, lo que aumentaba la emoción de su hija. Sin
embargo, las cosas que sucedían a su alrededor se sentían como si
estuvieran en la vida de otra persona, y el miedo se le metió en el fondo
del estómago.
—Te las enviaré todas por Facebook —le avisó su madre a Nicole,
y el desenvolvimiento del regalo comenzó en pleno apogeo. A su lado,
Nicole abrió sus propios regalos. Max apenas tuvo un segundo para
asimilar eso. Su madre había sabido que su ex venía antes de tiempo.
Luego alguien le dio una bolsa de regalo. Con las manos entumecidas,
agarró la bolsa, el frenético latido de su corazón ahogando todo el ruido
de la sala. Sentía el sofá debajo de su cuerpo, veía a sus hermanos, sus
esposas y sus hijos desenvolviendo regalos también, pero se sentía más
como un fantasma presenciando un asesinato, completamente incapaz
de evitar que ocurriera.
Sus dedos se desplomaron sobre el papel de seda, sacándola de la
bolsa en piloto automático. Sus pensamientos chocaron entre sí. Sin su
consentimiento, la madre de Chloe estaba de repente en sus vidas de
nuevo. Sacó un par de vaqueros de la bolsa de regalos con los dedos
entumecidos, sosteniéndolos.
—¿Es la talla correcta? —preguntó su madre. Él asintió de forma
automática—. Bien —agregó, tomando otra foto.
Una ráfaga de papel envoltorio se arremolinó a su alrededor,
enterrando la sala de estar. Su hermano mayor, Tristan, dio vueltas por
la sala medio agachado, metiendo el papel desechado en una enorme
bolsa de basura negra. Max observó a Chloe para ver qué más estaba
abriendo, pero alguien le dejó otro regalo en su regazo.
—Ese es de Nikki —dijo su madre, moviéndose para tomar fotos
de sus nietos en el suelo.
El corazón de Max le dio un golpe en el pecho. Se preguntaba
cuándo había abordado un cohete y se fue a un nuevo planeta. Nicole le
dio un golpecito en el hombro con el suyo, su largo pelo rubio le golpeó
en el rostro. El aroma de su champú envolvió sus fosas nasales, la
misma miel y vainilla que ella había estado usando desde el instituto.
Los recuerdos lo invadieron, dejándolo inmóvil. Ya no sentía el sofá
debajo de él ni escuchaba el caos a su alrededor. Solo vio a Nicole en el
asiento trasero de su Taurus, con las manos sobre sus hombros. Sus
manos en los pechos de ella. No quedaba ni una pizca de ropa entre
ellos. Nicole prácticamente se sentó en su regazo, con sus ojos azules
ardiendo en los suyos.
—Vamos, cariño —dijo Nicole de diecisiete años.
—Ábrelo —instó la veinteañera Nicole desde su lado. Labial rojo
pintaba sus labios, y además del viejo champú, olía un perfume fresco y
femenino, probablemente Calvin Klein.
Sus dedos se retorcieron y parpadeó para apartar los recuerdos.
La escuela fue hace bastante tiempo.
Chloe se movió en su asiento, colocando una mano pequeña en
su muslo. —¿Que te dieron, papi? —Tiró de la esquina del envoltorio de
papel.
Max removió la tira de papel. Esta se enrolló, rodó, y cayó en el
suelo. La vio posarse allí.
—Te ayudaré, papi —dijo Chloe. Agarró los bordes rasgados y tiró.
El papel chirrió al rasgarse. La luz se reflejó en el celofán de plástico.
Por un momento, no pudo advertir lo que era. Luego su hija y Nicole se
inclinaron sobre él, borrando la luz del techo. Sus dedos se enroscaron
en los gruesos bordes de la caja mientras leía las palabras.
—Es la edición de coleccionistas —informó Nicole—. Incluso tiene
un control de edición limitada. —Golpeteó en la caja con los dedos de
manicura, con las puntas francesas brillando bajo la luz.
Miró al videojuego. Probablemente le costó cien dólares. Tragó con
fuerza.
—¿Todavía juegas, cierto? —preguntó ella, posando la cabeza en
su hombro.
Chloe golpeó la caja que estaba salpicada de sangre falsa y una
serie de armas con sus manos como un tambor. —¿Qué es esto, papi?
Max apartó un mechón de cabello de la cara de su hija. —Nada —
le contestó—. Gracias —dijo a Nicole.
—Sonrían —canturreó su madre, levantando la cámara a su cara.
El flash iluminó brillantemente, encandilándolo. Cuando terminó,
Max parpadeó, con manchas bailando delante de sus ojos, obstruyendo
el resto de la sala de estar de su vista.
10
Traducido por Jadasa
Corregido por Mary

—Vamos a abrir el regalo de mamá para ti —la animó Nicole a


Chloe—. Eggs, pásame ese regalo. —Señaló el último regalo debajo del
árbol. Por enésima vez esa noche, Max puso los ojos en blanco. Xavier
se sentó en el suelo junto a él con sus piernas cruzadas y las sobrinas
de Max. Evitando la mirada de Max, le entregó la caja envuelta para
Nicole. Ella lo deslizó en el regazo de Chloe.
Los párpados de la niña se cerraron y su cabeza cayó sobre el
hombro de Max.
—Vamos, Chloe —alentó Nicole, dándole un empujoncito en un
codo.
—Creo que está fuera de combate, Nikki —dijo Max, apartando de
las piernas de Chloe el papel de regalo desechado.
—Es el último —dijo Nicole, enlazando un lloriqueo en su voz.
Sacudió el hombro de Chloe—. Vamos, niña. Abre tu regalo.
Los párpados de Chloe se agitaron hasta abrirse. Dio un vistazo a
su alrededor, parpadeando. Agitando sus manos en el aire, arqueó su
espalda. La caja envuelta se deslizó al suelo. Su rostro se arrugó, y los
ojos de Max se expandieron.
—Déjala en paz, Nicole —advirtió.
—Es Navidad —dijo Nicole, recogiendo el regalo de la alfombra. De
nuevo, lo dejó caer despreocupadamente en el regazo de Chloe.
Llorando, Chloe se retorció.
—Déjame, te ayudaré —dijo ella. Removió una esquina del papel
de regalo, luego golpeó la caja—. Vamos, Chloe. Mami te trajo un regalo
genial.
La niña gritó y tiró la caja nuevamente al suelo. Con sus brazos
hacia arriba, se bajó del sofá, su grito irrumpiendo las conversaciones
que zumbaban alrededor del salón. La familia de Max giró al unísono y
la miraron boquiabiertos. El rostro de ella se enrojeció y gritó contra la
alfombra.
—Está cansada —explicó Max, parándose del sofá. La recogió del
suelo y la abrazó. Ella pateó sus muslos, sus gritos le perforaban los
oídos. Haciendo una mueca, frotó círculos en su espalda.
Nicole suspiró y arrancó el resto del papel de regalo. Lo alzó para
que quedara a la vista de Chloe. —Mira, Chloe —dijo sobre el llanto de
la niña—. Mira lo que mami te trajo.
Chloe gritó aún más fuerte. Max se dio vuelta para ver cuál era el
regalo y frunció el ceño. Cinco esqueléticas muñecas de moda posaban
detrás de una ventana de plástico. Los colores de su piel variaban del
púrpura al celeste. El del centro al parecer era hombre, pero parecía
algo que fue encerrado en un congelador más que cualquier otra cosa
humana. La única muñeca con un tono de piel humana tenía extrañas
protuberancias en el rostro, como si tuviera algún tipo de modificación
corporal. Max arqueó sus cejas.
—Son monstruitos lindos —canturreó Nicole. Abrió la caja y sacó
una de las muñecas de su embalaje. Un brazo se desprendió cuando lo
hizo. Haciendo una mueca, recogió el brazo desde el piso e intentó
unirla de nuevo en su articulación de plástico. Lo giró. El plástico hizo
clic pero el brazo no quedó fijo. Encogiéndose de hombros, sostuvo la
muñeca hacia Chloe. A medida que avanzaba a través del aire, uno de
los zapatos de la muñeca se cayó.
—Sí, eso no es un peligro para asfixiarse —murmuró Max en voz
baja. Chloe dejó de llorar, frunciendo sus cejas mientras examinaba la
muñeca desde lejos. Luego, convirtiendo su rostro en un ceño fruncido,
retorció su boca y soltó un largo gemido. Golpeando la muñeca de la
mano de Nicole, presionó su rostro contra el hombro de Max.
—Da miedo —sollozó.
—Es genial —insistió Nicole, recogiendo la muñeca del suelo. La
acercó al rostro de Chloe—. ¿Ves? Tiene un bolsito. Mira su ropa.
Max suspiró. —No le gusta, Nikki.
—Dale una oportunidad —dijo Nicole, ignorándolo.
—Déjalo pasar —espetó Max, endureciendo su voz.
Nicole lo fulminó con la mirada. —¿Qué le diste? Esta noche, no
la vi abrir nada de tu parte.
Frotando la espalda de Chloe, Max comenzó a caminar de un lado
al otro por la longitud del sofá. —Santa llegó anoche —dijo—. ¿Verdad,
Chloe? —Ella asintió contra su hombro, sus sollozos disminuyendo en
tanto su fatiga aumentaba.
—Quiero a Nana —susurró Chloe, frotándole la nariz contra el
hueco de su cuello.
—¿Qué? —preguntó Nicole, inclinándose más cerca—. ¿Quieres la
muñeca, pequeña?
—No quiere, Nicole —gruñó Max, alejándose de ella. Frunció el
ceño—. ¿Por qué no lo entiendes?
—Oigan, chicos, es Navidad —dijo una de las cuñadas de Max. Al
darle la espalda al resto del salón, no pudo ver cuál.
—Así que no voy a tener hijos hasta que haya un anillo en mi
dedo —murmuró otra. Max supuso que era la novia de Levi, Brianna.
Abrió la boca para decirle que se callara, pero antes de que pudiera, su
hermano interrumpió:
—Hablando de anillos y bebés —comentó Isaiah—, tenemos un
anuncio.
Max se dio vuelta. Isaiah y su esposa Crystal, se pusieron de pie
frente a la sala, con idénticas sonrisas en sus rostros.
—Estamos embarazados —confesó Crystal antes de que nadie
pudiera adivinar.
La sala estalló. El resto de su familia se reunió a su alrededor.
Incluso Nicole se unió al círculo.
—Felicidades, Izzy —dijo Nicole, usando otro apodo familiar. Max
apretó sus dientes. Pateando la monstruosa muñeca a un lado, volvió a
sentarse en el sofá y meció a Chloe para que durmiera.

Finalmente, terminó la reunión. Max se levantó del sofá con una


Chloe dormida junto a él. Respirando profundo, se armó de valor para
lo que se hallaba a punto de decir. —Te llevaré a casa, Nicole —le dijo
por encima de su hombro. Caminó hacia el vestíbulo, ya luchando por
sacar de su bolsillo con una mano las llaves del coche. Metió sus pies
en sus deportivas, le colocó el abrigo a Chloe brazo por brazo y se puso
su sudadera con capucha—. Buenas noches —le exclamó a su familia.
Luego, se preparó contra el frío, abrió la puerta y salió.
La noche oscura se asentó sobre él. El cielo azul marino tenía una
tonalidad de color naranja, la promesa de nieve en el aire. Se estremeció
y se apresuró hacia el Taurus, cada paso solidificando su resolución.
Miró por encima de su hombro para asegurarse de que Nicole le seguía.
Ella corría a toda velocidad de la casa, con bolsas llenas de los regalos
que había recibido colgando de sus brazos.
Max sujetó a Chloe en su asiento del coche y se metió del lado del
conductor. Encendió el coche y puso al máximo la calefacción. Algún
día, se prometió, se compraría un coche que se caliente al instante; o al
menos uno que viniera con un motor de arranque a distancia.
Nicole se deslizó en el asiento del pasajero, metiendo las bolsas en
el suelo a sus pies. —Bueno, eso fue interesante —dijo, riéndose.
—¿En dónde vives? —le preguntó, alejándose de la casa de sus
padres.
—Alguien está cascarrabias —comentó, pero le dio la dirección. Se
dirigió hacia el barrio de la zona norte, preguntándose si Nicole vivía
sola o si tenía novio. Sacudiendo la cabeza, se reprendió a sí mismo. No
importaba. No la deseaba, y necesitaba asegurarse de que estaba claro
que no le interesaba. Junto a él, Nicole se aclaró garganta.
—¿Qué? —preguntó él.
—Lamento que esta noche no fuera tan bien —dijo.
Se encogió de hombros en la oscuridad. —Típica reunión familiar.
—Sin embargo, son geniales. —Nicole colocó su mano sobre su
muslo. Él se quedó inmóvil, sus manos apretando el volante para evitar
alejar con un golpe su mano.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó entre dientes.
—Los extraño —dijo ella—. Te extraño.
Decidió que no tenía novio. Poniendo sus ojos en blanco, apretó
con más fuerza el pedal del acelerador. Cuanto más rápido llegara a su
casa, más rápido podría librarse de ella. —Lo hecho, hecho está, Nikki
—dijo.
—¿En serio tiene que ser así? Quiero decir, he estado trabajando
mucho para recomponerme. —Su agarre en su muslo se intensificó.
Incluso a través de sus pantalones gruesos, podía sentir el calor de su
mano.
—¿Puedes no hacer eso, sobre todo mientras estoy conduciendo?
—gruñó.
Suspiró y retiró su mano. —¿No me extrañas?
—Nicole, no te he extrañado desde que salí de la sala del tribunal
—afirmó, con su corazón acelerándose en su pecho.
—Auch —dijo—. ¿Por qué tienes que ser tan imbécil?
Max resopló. —Por supuesto. Yo soy el imbécil. Soy el único que
ha estado criando a nuestra hija. —Se detuvo frente a una luz roja—.
¿Incluso sabes algo de ella, Nicole?
—Por supuesto que sí —contestó—. Es mi bebé.
—¿Sí? —Giró la cabeza para mirarla—. ¿Cuál es su programa de
televisión favorito?
—Eso no es importante —eludió Nicole.
—¿No? ¿Entonces por qué le trajiste esas muñecas extrañas? ¿Ni
siquiera te fijaste a qué grupo de edad se aconsejaba? —El semáforo se
puso verde y apretó a fondo el pedal del acelerador.
—Me pareció que eran geniales —dijo Nicole—. Por Dios, deja de
molestar.
—¿Por qué viniste esta noche? —preguntó mientras giraba en su
calle.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Quería ver a mi hija.
Había coches estacionados torcidamente a lo largo de la calle, con
orientación a diferentes direcciones. La basura relucía en las aceras
destrozadas como oropel. Mientras conducía por la calle, pensó que vio
el reflejo de una aguja hipodérmica en los faros. Pequeñas bolsas vacías
y pañales desechados congelados formaban muñecos de nieve en los
bordillos. Su barrio hacía parecer al suyo como un palacio.
—¿Cuántas veces la has visto desde que nació? —preguntó Max,
reduciendo la velocidad mientras examinaba los números de las casas.
Nicole suspiró. Se movió en su asiento y no dijo nada.
—A eso me refiero, Nicole. —Se detuvo frente a una casa familiar
de tres pisos. Echó un vistazo a las empinadas escaleras que conducían
hasta el porche—. ¿Es esta? —preguntó.
—Es un poco más abajo —dijo. Él movió el coche hacia adelante.
Ella colocó la mano sobre su muslo de nuevo—. ¿Quieres acompañarme
arriba?
Pisando los frenos, sacudió su pierna alejándola. —¿Estás loca?
¿Por qué querría acompañarte arriba? —La sangre se estrelló en sus
oídos. El calor estalló a través de sus pómulos. Apretó los dientes.
—Para hablar —dijo, desabrochándose el cinturón de seguridad.
Se inclinó hacia él, bajando su voz—. Para resolver las cosas. —Rozó su
oreja con los labios.
Él levantó sus manos, no apartándola exactamente, pero evitando
que lo tocara de nuevo. —Nicole, sal de mi coche.
—¿Qué hice? —le preguntó, su cuerpo congelándose a medio
movimiento.
Max resopló. —Permíteme dejártelo claro, ¿de acuerdo? No quiero
volver a estar contigo. —Se detuvo y estacionó el coche, al encender su
luz de señal. Iluminó la calle, intermitente a través de los parabrisas de
los coches estacionados y oscuros.
—¿Por qué no? —preguntó—. Tenemos una hija juntos.
—Nicole, incluso si por alguna posibilidad demencial siguiera
enamorado de ti, incluso si las cosas no hubieran terminado como lo
hicieron, ni siquiera la conoces. No la has visto desde que era pequeña,
sin embargo, apareciste esta noche como si todo estuviera bien entre
nosotros. —Sus manos apretaron el volante—. Sigues rompiendo su
corazón, una y otra vez.
—Dame otra oportunidad, Max —dijo, pasándole los dedos por su
cabello.
Atrapó su muñeca con una mano y alejó su brazo. —No me
toques.
—Eres un imbécil —lloriqueó—. Solo estoy intentando arreglar las
cosas.
—¿Conmigo o con Chloe? —preguntó, fulminándola con los ojos.
Su garganta se cerró, la angustia reemplazaba su indignación.
—Con ambos —contestó—. ¿No puedo recuperar a mi familia?
—Podríamos haber sido una familia —dijo, con la voz quebrada—.
Arruinaste eso. Si deseas alguna oportunidad de tener una relación con
nuestra hija, si vas en serio con eso, vas a tener que hacerlo mejor que
presentándote el día de Navidad con un juguete con el que ni siquiera
puede jugar.
—Te odio —le escupió en la cara. Abriendo la puerta, arrojó las
bolsas llenas de regalos en la acera. Adornos y ropa, nuevos y de marca
se deslizaron a través del hormigón, uniéndose al resto de la basura.
Nicole salió apresuradamente del coche. Serpenteando entre los regalos
esparcidos, fue pisoteando hacia las escaleras.
En el asiento trasero, Chloe se movió. —¿Mami? —gritó, con su
vocecita ronca por el cansancio.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Max en tanto que Nicole
pisoteaba por las escaleras. Abrió la puerta, entró y cerró de golpe sin
siquiera darse la vuelta.
—¡Mami! —gritaba Chloe. Pateó contra el respaldo del asiento de
Max—. Mamá, mami, mamá —decía en voz alta.
Su corazón golpeaba contra su pecho, Max observaba la puerta de
entrada, conteniendo la respiración. Los segundos pasaron. El aire frío
se arremolinaba en el coche a través de la puerta abierta, a pesar del
calentador. Los segundos se convirtieron en minutos, y Nicole no volvía
a salir.
—¿Mami? —dijo Chloe en voz alta por última vez.
Cuando el porche delante permaneció inmóvil durante unos cinco
minutos, Max se rindió. Nicole ni siquiera iba a decirle buenas noches a
su hija.
11
Traducido por Annie D
Corregido por Josmary

Metiendo a Chloe en su edredón, Max se inclinó y la besó en la


frente. Su piel estaba cálida y suave. Ella suspiró medio dormida, y se
enderezó. La observó mientras se movía, poniéndose más cómoda. Los
dedos de sus pies casi le llegaban al otro extremo de la cuna. Pronto
tendría que comprarle una cama de niña. Su corazón se retorció ante la
idea de que su hija fuera demasiado grande para la cuna. Los labios de
ella se movieron y su cabeza cayó hacia un lado. Su pecho subía y
bajaba. Una punzada atravesó a Max, y se estremeció.
No era justo que su madre tuviera que ser un desastre. Se apoyó
en la barandilla, observando como Chloe se hundía en un sueño más
profundo. Nicole sí tenía razón en una cosa. Podían haber sido una
familia. Tragó saliva. Chloe merecía tener a su padre y su madre. No era
justo. Deseaba que Nicole creciera o saliera de sus vidas por completo.
Se preguntó si había tomado la decisión correcta. Tal vez debería
haber dejado que Nicole la pusiera en adopción. Entonces, al menos,
Chloe habría tenido toda una familia que la quisiera. No estaría viviendo
en un barrio de porquería frente a una bodega, con un padre que no
podía poner su propia vida en orden.
La culpa raspó la boca de su estómago. Max bajó la cabeza. Le
había fallado a Chloe, de muchas maneras. Tal vez debió acceder a
volver con Nicole, conjeturó. Una familia rota era mejor que ninguna en
absoluto.
Se alejó de la cuna de Chloe y salió en puntillas de la habitación.
Dejando la puerta entreabierta, entró a la sala. El suelo crujía bajo sus
pies. Sus ojos se dirigieron a la puerta del dormitorio de Savannah. La
casa se hallaba oscura cuando llegó. Ninguna luz brillaba debajo de su
puerta, pero su coche estaba fuera. Probablemente se había ido a la
cama temprano.
La barba en su rostro le picaba. Se alegró de haber decidido no
invitar a Savannah a casa de sus padres. La noche habría sido aún más
incómoda. Sin embargo, esperaba que no estuviera enojada con él.
Tendría que asegurarse de pasar algo de tiempo con ella al día
siguiente. Se las había arreglado para hacer un lío total de su vida en
menos de seis horas en la casa de sus padres. Necesitaba enfocarse en
las cosas buenas y olvidarse de Nicole.
Sin embargo, se preocupaba. Mientras caminaba a su habitación,
se preguntó qué era lo mejor para Chloe. A los dos años, no tenía edad
para entender, pero sabía que Nicole era su madre. Cada interacción
haría las cosas peor si Nicole continuaba entrando y saliendo de su
vida. Max suspiró y cerró la puerta del dormitorio. Debería haberse
esforzado más en resolver las cosas con Nicole. No quería salir con ella,
pero podía haberse tomado el tiempo para hablarle un poco más.
Después de todo, ella tomó algo de iniciativa, viniendo a casa de sus
padres.
Se estremeció al pensar en otras maneras en que había sido
proactiva. Se preguntó qué habría pasado si él y Savannah no hubieran
tenido sexo anoche. Si todavía estuviera sin sexo, seguramente habría
subido con Nicole. Los recuerdos le llegaron de nuevo, cortando a través
de su mente como un cuchillo a través del agua. La primera vez que
tuvieron sexo, ninguno tenía idea alguna de lo que estaban haciendo. Él
solo se guió por el instinto, la lujuria conduciendo sus movimientos.
Abrió los ojos, parpadeando para alejar los recuerdos. Quitándose
los vaqueros, se vistió para ir a dormir. Mientras se acomodaba debajo
de las sábanas, apartó todo pensamiento de Nicole. Tenía una nueva
vida, y no formaba parte de ella. Tal vez podrían solucionar algo —si
Nicole hablaba realmente en serio acerca de ver a Chloe— y establecer
algún tipo de visitas. Años más tarde, aún podía oler la humedad de la
sala del tribunal si cerraba los ojos.
Bostezando, sacudió los recuerdos una vez más. El sueño cayó
sobre él, y se olvidó de Nicole; hasta que los sueños empezaron.
Los minutos rugieron mientras caía sin remedio en un abismo
negro. Sus miembros flotaban a su alrededor. La inquietud surgió por
su sistema. El viento corrió por sus mejillas. Estiró los dedos, buscando
agarrar algo para sostenerse. El aire vacío lo cruzó. Cayó más rápido.
Un grito vibró a través de su garganta.
Aterrizó con fuerza en un montón de algo suave. Le invadió el
alivio, luego se detuvo. Su cuerpo se sentía entumecido, y sus brazos y
piernas no se movían. Las mantas en las que aterrizó cubrieron su
rostro, presionándole en la nariz y boca. Sus pulmones dolían por aire,
pero cuando respiraba, no pasaba nada. Su pecho se agitó y la cabeza
le daba vueltas. Si no respiraba pronto, moriría.
Le ordenó a sus brazos que se movieran, aunque fuera un dedo.
Ni siquiera un espasmo. Gritando, usó todas sus fuerzas para moverse,
para salvarse de la asfixia.
Se despertó, agitándose en la cama. Jadeó, aspirando una larga
bocanada de aire. Tragando aliento tras aliento como si fuera agua y
acabara de salir del desierto, Max abrió los ojos. Su corazón se aceleró
en el pecho. La oscuridad lo rodeaba; pero era una oscuridad familiar.
Desde la luz del poste que se filtraba por la ventana, podía distinguir las
formas de sus muebles y cajas medio vacías.
Suspirando, se puso boca arriba. Se frotó el rostro con las manos.
Sus dedos se movieron con normalidad, sin el entumecimiento que los
encarcelaba. Respiró lentamente por la nariz, inhalando y exhalando. El
sueño se aferró a él como una tela de araña, pero cada aliento lo llevaba
más y más lejos de él.
Max tragó saliva. Lanzando las mantas a un lado, se bajó de la
cama. Caminó por el pasillo hacia la habitación de Chloe. Empujando la
puerta, se asomó.
Ella estaba en su cuna, boca arriba, con los brazos levantados
por encima de su cabeza. Oscuras pestañas descansaban contra sus
mejillas. Sus labios cerrados, relajados, apenas curvados en los bordes.
Lo que sea que estuviera soñando era pacífico. Max volvió a inhalar por
la nariz, lenta y deliberadamente aspirando el aire como si fuera una
pajita. Luego lo soltó, tomándose su tiempo con la exhalación. Cruzó la
habitación, presionó los labios en la frente de Chloe, y luego se retiró a
su propia habitación.
De vuelta en su cama, rodó sobre su costado. El pánico helado
todavía se aferraba a él. Se quedó contemplando la oscuridad.

La noche transcurrió lentamente a la mañana, el cielo afuera se


iluminaba gradualmente. A las siete de la mañana, Max dejó de intentar
dormir. Salió de la cama, peinando su cabello. No necesitaba un espejo
para saber que sobresalía en todas direcciones. Colocándose un par de
pantalones deportivos, arrastró los pies por el suelo. Al acercarse a la
puerta, se estremeció ante la luz brumosa.
Abriendo la puerta, fue por el pasillo hasta la cocina. Olfateando
el aire, frunció el ceño. Usualmente, Savannah se levantaba antes que
él y preparaba café. Frunció los labios y siguió adelante. El apartamento
estaba tranquilo y frío. Chloe todavía dormía, ofreciéndole al menos un
poco de respiro. Ella no solía levantarse hasta alrededor de las ocho.
Caminó hacia la cocina. Savannah estaba sentada en la mesa,
sus manos alrededor del teléfono. Cuando entró, ella lo miró. Mechones
de cabello negro caían alrededor de su rostro. Llevaba una camiseta y
una desgastada bata de baño, el cinturón medio atado alrededor de su
cintura.
—Buenos… —Las palabras quedaron atrapadas en su garganta
cuando la expresión en el rostro de Savannah se registró en su mente.
Ella lo miró, ojos marrones firmes y duros. Sus labios temblaban.
Max tragó saliva. —O malos días —se corrigió. Dio otro paso hacia
la cocina, sus ojos parpadeando hacia la cafetera. Con un movimiento
rápido, se hizo cargo de la escena. La lata de café molido reposaba en la
encimera, aún abierta. El paquete de filtros estaba junto a ella—. ¿No
funciona? —preguntó, señalando con el pulgar hacia la máquina.
Los ojos de Savannah se llenaron de lágrimas. Sin decir una
palabra, envolvió los dedos alrededor de su teléfono. Llevando el brazo
hacia atrás, movió la muñeca, lanzando el teléfono hacia adelante. Se
curvó en el aire, dando vueltas, girando mientras se precipitaba hacia
Max. Sus ojos se abrieron. Nunca había sido bueno en los deportes. Sin
embargo, si no lo atrapaba, se rompería. Se lanzó hacia delante, sus
pies descalzos deslizándose en el suelo frío. Extendió las dos manos, las
juntó, y se las llevó al pecho.
La esquina del teléfono pinchó en su piel. Él gruñó. Subiendo la
vista, vio como la mirada de Savannah se profundizaba. Despacio, alejó
el teléfono de su pecho. Lo sostuvo en alto. Sus labios se abrieron para
preguntarle por qué se lo había tirado. Sin embargo, cuando lo levantó
en el aire, la pantalla llamó su atención. Una foto de él, Chloe, y Nicole
sentados en el sofá apareció cuando volteó el teléfono. Su hija estaba
acurrucada entre ellos, y Nicole con la cabeza apoyada en su hombro.
Sus cejas se arrugaron. Se desplazó por el resto de las fotos.
Había varias de ellos tres, e incluso una de Nicole metiéndose en el
coche de Max. Cerró los ojos por un momento, el corazón le latía con
fuerza. No tenía idea de cómo Savannah podría haber conseguido esas
fotos. Nicole no podía saber acerca de Savannah, y no podría habérselas
enviado. Su madre tampoco sabía nada de ella.
Abriendo los ojos, se desplazó a través de la pequeña colección de
fotos de nuevo. Una notificación apareció a la vista en la pantalla. Uno
de los amigos de Savannah comentó en uno de sus estados. El aliento
de Max quedó atascado en su garganta. Por supuesto que su madre
había publicado las fotos y lo etiquetó. Savannah y él se habían añadido
como amigos casi de inmediato, aunque solo para compartir fotos de
Chloe mientras él estaba en el trabajo.
Gimió. Sosteniendo el teléfono de nuevo, miró a Savannah a los
ojos. —¿Es por esto que estás molesta?
Le gruñó algo en español, y él se estremeció. Los dedos de ella
agarraron el borde de la mesa. Los músculos de su brazo se crisparon,
amenazando con lanzarle la mesa.
—Tranquila —dijo—. Puedo explicarlo.
Ella le lanzó algo más, palabras que no podía entender. Palabras
que cortaron su piel de todas formas.
Dejando caer sus brazos, él se hundió contra la encimera. Respiró
hondo. —Estás sacando conclusiones precipitadas.
—¿Por eso no me invitaste a la casa de tus padres? —escupió en
inglés. Su pecho le pesaba. La bata de baño colgaba abierta, exponiendo
la camisa de dormir térmica que llegaba hasta la mitad de sus muslos.
Ella la tiró para cerrarla, cruzando los brazos sobre el pecho.
Max se estremeció de nuevo. —No, creí que no era necesario que
sufrieras toda la cena.
—¿Quién es ella? —preguntó Savannah. A pesar del peso enojado
en sus palabras, las lágrimas corrían por sus mejillas.
Tragando saliva, Max dejó el teléfono sobre la mesa. Levantó las
manos, como mostrándole a un policía que no estaba armado. —Es la
madre de Chloe —respondió.
Savannah frunció el ceño. —Por supuesto que lo es.
—Vamos, Savannah. ¿Qué crees que está pasando?
Le escupió algo en español, sus palabras saliendo aceleradas.
Incluso si él pudiera entender español, nunca habría sido capaz de
seguirle el ritmo. Sentía como si un tornado soplara contra él. Se retiró,
dando un paso atrás, encogiéndose mientras la tormenta continuaba.
Sus palabras se arremolinaban a través de la cocina, golpeándolo justo
en el pecho.
Cuando terminó, dejó que el silencio se asentara por un instante.
Entonces, levantó las manos de nuevo. —Estás molesta. Lo entiendo.
Ella cerró los puños sobre la mesa. —Eres un infiel hijo puta —
gritó.
Sus hombros se hundieron. —¿Eso es lo que piensas?
Pisoteó más allá de él, arrebatando su teléfono de la mesa al salir
de la cocina. Abrió la puerta de su dormitorio. Max estuvo de pie junto a
la encimera por un momento, preguntándose si debería seguir adelante
con su mañana y hacer un poco de café, o si debería tratar de hacer
más control de daños. Tragó saliva. No se le ocurría un solo momento
en que Savannah se había enfadado; con él o con alguien más. No tenía
idea de qué decir para apaciguarla.
Las pocas veces que sus padres discutían, recordó, su padre le
compraba a su madre un nuevo par de lentes de sol Dolce o un bolso
de Michael Kors. Max se mordió el labio inferior. En la ruina, ni siquiera
podía comprarle un anillo de una máquina de dulces. Suspirando, salió
de la cocina y se dirigió hacia su habitación.
Sin embargo, antes de que pudiera decir algo más, ella pasó junto
a él. Usaba sus botas y abrigo, y solo llevaba su bolso. Con las llaves del
coche en su mano, cruzó pisoteando la sala. Abrió la puerta, dejando
entrar el aire frío a la habitación, y salió disparada, cerrando la puerta
detrás de ella.
Max corrió hacia la puerta y la abrió. Savannah saltó en su coche
y lo encendió. —Espera —gritó en la mañana helada.
El motor aceleró, ahogando sus palabras. Ella salió de su lugar de
estacionamiento y, sin siquiera mirar atrás, se alejó a toda velocidad.
Max vio cómo su coche desapareció de la vista. Se apoyó en el
marco de la puerta, con el corazón retorciéndose en su pecho.
12
Traducido por Jeyly Carstairs & Mire
Corregido por Itxi

—No puedes comprar ese —dijo Riley, sujetando la muñeca de


Max. El video juego bruscamente regresó a su posición, asegurado por
una cadena metálica.
—¿Por qué no? —preguntó, alejando su muñeca. Se frotó la piel
roja e irritada—. ¿Y por qué los métodos extremos?
—Porque es la última copia —contestó, haciéndole una seña a un
empleado con una camisa polo azul—, y voy a comprarla yo.
Max puso los ojos en blanco. —Si te hubieras ido a vivir conmigo
cuando te lo pedí, podríamos jugarlo juntos.
—Todavía podemos jugar juntos —comentó Riley. El empleado
introdujo una llave en la cerradura en el otro extremo de la caja y la
abrió. Señaló el juego, y Riley chilló.
—Como quieras. De todos modos, mi tarjeta de regalo es solo por
veinticinco dólares. —Max frunció el ceño y empujó el cochecito en el
que Chloe estaba enganchada. Avanzó más en el pasillo hacia donde su
hermano Levi examinaba los videojuegos en liquidación—. Ella se está
volviendo violenta —dijo, fingiendo una mirada con los ojos abiertos de
horror.
Levi levantó una ceja. —Traté de advertirte sobre las mujeres. —
Se puso en cuclillas y leyó algunos de los títulos en voz alta—. ¿Has
oído hablar de estos?
—¿Tengo un bebé? —preguntó Max.
—Vale. —Levi se enderezó—. ¿Alguna vez sentiste que tu vida está
totalmente terminada ya?
Max suspiró. —No era tan malo con Savannah aquí.
—Oh, basta —exclamó su amiga, agitando una bolsa de plástico
estampada con el logo de la tienda. A través del delgado plástico, Max
podía ver el juego en el interior—. Apenas la conocías. Probablemente
era una asesina en serie.
—¿Vas a dejarlo estar? —preguntó, apretando los dientes—. No es
una asesina en serie. Es increíble, y lo arruiné por completó. —Miró a
Chloe. Abrazaba un osito de peluche contra su pecho. Una etiqueta
colgaba de su oreja como un pendiente. Hizo una nota mental para
cortarla cuando llegaran a casa.
Levi apretó su hombro. —Mamá no habría invitado a Nikki si lo
hubiera sabido —dijo.
—No debería haberla invitado, de todos modos —añadió Riley,
poniendo las manos en sus caderas. Su flequillo rubio miel cayó sobre
sus ojos, y movió la cabeza para apartarlo. Max no sabía cuándo había
arreglado su cabello, pero le parecía raro. Estaba acostumbrado a ver a
Riley con una coleta o un moño desordenado. Incluso iba vestida de
manera diferente, con unos vaqueros y un suéter ajustado.
Se encogió de hombros. —Ahora no importa. Savannah cree que
estamos juntos de nuevo.
Riley sacó la lengua por la boca, fingiendo vomitar. —No tocaría
su tonto culo ni con un palo de tres metros.
—Cuidado —dijo Max, mirando a Chloe.
—¿Qué? —Riley se encogió de hombros y salió de la tienda.
Caminaron uno al lado del otro de regreso al centro comercial.
Levi le golpeó el hombro de Max. —Relájate, hermanito. —Levantó
una mano, señalando el centro comercial—. Hoy es el día después de
Navidad. Tenemos tarjetas de regalo y un centro comercial lleno de
rebajas. No hay nada mejor que esto.
—Tengo que recuperarla —dijo Max—. Si es que alguna vez la
tuve.
—Hombre, eres un idiota. —Riley le dio un manotazo en la parte
de atrás de la cabeza—. Si estaba tan enojada, la tenías. Créeme.
Max inclinó la cabeza hacia atrás mientras caminaba, con sus
hombros caídos y sus rodillas débiles. —Soy un idiota.
—Más bien como que Nicole es una puta. —Riley se chocó a sí
misma los cinco.
—Cuidado —espetó Max, enderezándose—. Sigue siendo la madre
de Chloe. Solo tiene dos años, pero aún puede oírte.
—Bien —contestó Riley—, es una puta, puta, puta. —Tomó un
sombrero de Santa de un kiosco y lo puso sobre su cabeza. El hombre
que atendía se estiró para alcanzarlo, con sus ojos muy abiertos. Ella lo
lanzó de nuevo hacia él—. Relájate, Sayid.
Lo atrapó pero le lanzó una mirada asesina.
Max la miró. —¿Qué pasa contigo hoy?
Riley se encogió de hombros. —Solo estoy envuelta en el espíritu
navideño. Entonces, ¿qué vas a hacer para recuperar a tu asesina en
serie?
—Creo que deberías llamarla —dijo Levi—. Incluso si no contesta,
déjale un mensaje y explícale. Luego déjalo en su campo.
—Va a volver a casa con el tiempo —agregó Riley, deambulando
hacia Victoria Secret.
—No vamos a ir allí —dijo Max.
—¿Por qué no? —preguntó Riley—. Además, tengo una tarjeta de
regalo. —Entró, ignorando a una chica vestida toda de negro.
—Hola, ¿cómo están? —saludó la chica a Max y Chloe mientras
caminaban detrás de Riley.
—Bueno, ¿cómo estás tú? —preguntó Levi, parándose a su lado.
—Tienes novia, Lee —le recordó Max.
Ignorándolo, Levi continuó charlando con la dependienta de la
tienda. Max puso los ojos en blanco y lo dejó. Empujó a Chloe por la
tienda, siguiendo a Riley mientras escogía sujetadores y revolvía las
mesas de la ropa interior.
—¿Cuándo empezaste a usar lencería? —le preguntó, con una
sonrisa bailando en sus labios.
Arrojó una tanga hacia él. —No actúes tan sorprendido —dijo—.
Además…
—Lo sé —respondió—. Tienes una tarjeta de regalo. —Pensó en su
propia colección de tarjetas. La mayoría eran para tiendas de ropa para
niños, para Chloe, pero tenía un par que podía usar para sí mismo. No
recordaba la última vez que se compró algo aparte de libros de texto o
comestibles. Sería bueno poder comprar una camisa o unos pantalones
vaqueros en el centro comercial, o tal vez incluso un DVD. No todo era
transmitido en línea; todavía no.
Se preguntó cómo se sentían sus hermanos mayores. Al crecer,
tenían VHS y tiendas de video de alquiler. Siendo el más joven, también
era el más experimentado con la tecnología y el que más la usaba. Se
encogió de hombros. Escogería una biblioteca digital de música sobre
una pila de polvo de CDs cualquier día.
Riley levantó un sedoso y ceñido camisón. —¿Qué opinas de esto?
—preguntó, pestañeándole.
—Creo que verías tus pezones a través de la tela —comentó Max,
arrugando la nariz.
—¿Y eso es algo malo? —Examinó la etiqueta del precio—. Tal vez
voy a usarlo la próxima vez que duerma en tu casa.
Max resopló. —Sí, eso es lo que necesito. Más razones para que
Savannah se enoje conmigo.
—Actúas como si fuera tu novia —dijo Riley, rodando lo ojos—. Es
solo tu niñera.
—No lo es —insistió Max. Movió el cochecito así un trio de chicas
de secundaria podía pasarlos—. Había algo allí.
Riley arrojó otro par de bragas hacia él. —Sí, tu deseo sexual.
Inclinándose, evadió la ropa interior. Se deslizó por el suelo. La
chica de pie en la entrada frunció el ceño en su dirección. Las mejillas
de Levi se iluminaron y se escabulló, retrocediendo dentro del centro
comercial.
—Estaré afuera —dijo Levi en voz alta por encima de su hombro,
recuperando un paquete de cigarrillos de su bolsillo.
Max deseaba ir con él. —Rie, en serio necesito tu ayuda. Tengo
que recuperarla. —Sus dedos apretaron las manijas del cochecito de
Chloe—. Cree que la he estado engañando con Nicole. —Hizo una
mueca.
Riley hizo un sonido de arcadas. —Ni siquiera he conocido a tu
niñera todavía —dijo—, pero la escojo a ella sobre ese completo desastre
cualquier día.
Max asintió. —Nicole dijo que quería que volviéramos a estar
juntos, que fuéramos una familia. Cuando le dije que no, pero que aun
así quería que fuera parte de la vida de Chloe, se alejó. Ni siquiera le dio
las buenas noches a la hija con la que supuestamente quiere pasar
tiempo. —Se frotó la barba en su rostro—. A veces, Rie, me pregunto si
he cometido un gran error.
Levantando una ceja, Riley detuvo su búsqueda en la mesa de la
ropa interior y lo miró. —¿Qué quieres decir?
—Me refiero a que mi vida está tan jodida. Cada vez que doy un
paso hacia adelante, retrocedo diez pasos hacia atrás. No puedo hacer
esto solo, Rie. Voy a tener que dejar la escuela y trabajar de vendedor o
en una fábrica por el resto de mi vida. —Miró a Chloe. Tenía los ojos
cerrados y su cabeza descansaba contra un lado del cochecito. El alivio
lo invadió. Al menos ella no podía oír a su padre lloriquear—. Tal vez
debería haber dejado que Nikki la diera en adopción.
Riley le dio un puñetazo en el brazo. Sus nudillos golpearon el
área sensible entre sus músculos.
—¿Por qué demonios fue eso? —exclamó él, frotándose el lugar
donde lo golpeó. Probablemente tendría un calambre. Ya podía sentir el
espasmo muscular.
—Eres patético, amigo. Deja de auto compadecerte. —Riley colocó
varios conjuntos de ropa interior en su brazo y se dirigió hacia la caja
registradora—. Recupera a tu niñera cuando regreses a casa. Si no
quiere escucharte, haz que lo haga. —Le dio a la cajera una sonrisa
brillante—. Por favor, no me pidas que abra una tarjeta de crédito.
La chica detrás de la registradora inclinó su cabeza. —¿Quieres
conseguir quince dólares de descuento en tus compras?
Los ojos de Riley se estrecharon, sus labios torciéndose hacia un
lado. Miró hacia la parte de atrás de la tienda, sus ojos vagando sobre
la ropa y la lencería. —Espera, ¿en serio?
Max le dio un codazo. —Pensé que no querías una.
—Sí, pero eso es como una camiseta gratis. —Riley se giró a la
cajera—. ¡Suscríbeme!
—Es por eso que no puedes permitirte mudarte de la casa de tus
padres —murmuró Max.
—Estás celoso porque nunca me verás en esta ropa interior. —
Riley le entregó a la cajera su licencia de conducir.
Varios minutos después, salieron de la tienda. Él empujó a una
dormida Chloe hacia Macy, observando a Riley por el rabillo del ojo.
Llevaba varias bolsas llenas de ropa y sostenes. —Sabes que tienes que
pagarlos, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, pero no hasta más tarde —le respondió—. Ahora tengo la
oportunidad de holgazanear con cómodos pantalones deportivos en mis
raros días libres. Estoy tan contenta de que me arrastraras hasta aquí.
Sacudiendo la cabeza, empujó el cochecito de Chloe dentro de
Macy. Pasaron el mostrador de cosméticos, dirigiéndose a las escaleras
mecánicas hacia la sección de hombres. Cuando se acercaron a las
escaleras, pasaron el mostrador de joyas. Los diamantes y las gemas
brillaban en la iluminación de las cajas.
—¿No tienes una tarjeta de regalo? —preguntó Riley, inclinándose
sobre el mostrador.
—Sí —dijo Max—. ¿Por qué?
—Deberías comprarle a Savannah algunas joyas. Si estuviera
enojada contigo, y me compraras algo bonito, te follaría. Así que tenlo
en cuenta si las cosas no salen bien con ella —añadió con un guiño.
—Eso sería extraño —contestó Max, estudiando los elementos en
los estuches. Los diamantes superaban su presupuesto. Sus padres le
dieron una tarjeta de regalo de cien dólares, pero eso ni siquiera iba a
comprar un par de aretes para Savannah—. ¿Qué sugieres? Es decir,
desde que ahora eres una verdadera chica y todo eso. —Asintió con la
cabeza hacia las bolsas de Victoria Secret que llevaba en sus brazos
como pulseras.
—Siempre he sido una verdadera chica —le aclaró, dándole un
empujón en el brazo con su codo—. Y, ¿por qué sería raro tener sexo
conmigo?
La mujer detrás del mostrador de la joyería les lanzó una mirada
asesina.
—Oh, supéralo —le dijo Riley—. Estas personas son siempre tan
esnob. Debes comprarle a tu novia algo en otro lugar, como en una de
esas sombrías joyerías del centro.
La cara de la vendedora de joyas se tensó y plantó una sonrisa.
Las pulseras tintineaban en sus brazos. Max estudió las patas de gallo
alrededor de sus ojos y las arrugas alrededor de su boca. Tenía que ser
de la edad de su madre. —¿Qué le gusta a tu novia? —le preguntó ella.
—No es mi novia —contestó—. Quiero decir, podría serlo. No lo sé.
Tengo que comprarle algo para disculparme.
—Si no es tu novia —dijo Riley, con una sonrisa pícara bailando
en su cara—, entonces, ¿por qué no me llevas a que probemos toda esta
lencería nueva?
Max fingió que se atragantaba. —Eso sería como hacerlo con mi
hermana.
Riley le dio un puñetazo en el brazo nuevamente. Los ojos de la
vendedora se agrandaron y dio un paso atrás del mostrador. —No soy
tu hermana —espetó Riley.
—Relájate con la violencia doméstica —dijo. Dándose la vuelta al
mostrador de la joyería, miró las etiquetas de precios unidas a las
diferentes piezas—. Ni siquiera sé lo que le gusta.
—Tatuajes —dijo Riley—. Tiene muchos, ¿verdad? Puedes saltarte
la joyería y comprarle una pistola de tatuaje. Eso podría ahorrarle algo
de dinero.
—¿Podrías parar? —La miró—. Ella es muy agradable. Te gustará.
Es una artista y es genial con Chloe.
La empleada detrás del mostrador de la joyería se aclaró la
garganta. —¿Qué tal un anillo de infinito?
Riley resopló. —Solamente se han acostado. Eso sería adelantarse
demasiado. Este es un regalo de disculpa, señora.
El calor se extendió por las mejillas de Max, pero no dijo nada.
Riley tenía razón, a pesar de que ofreció tanta información sobre su vida
personal.
—Vale, entonces —dijo la mujer—, ¿qué tal este colgante de hoja
de plata esterlina? —Abrió un estuche, y sacó un collar de cuarenta
centímetros. Estirándolo en su propio cuello, mostró donde le quedaría
a Savannah. La hoja descansaba horizontalmente entre sus clavículas.
Bajó la voz a un susurro—: Es lindo pero no tan romántico. También es
diferente, y parece que tu chica es única. —Sus palabras acariciaron el
cerebro de Max, calmándolo. Se preguntó si las personas que trabajan
en las ventas tomaban una clase especial de hipnosis. Sea lo que sea lo
que hacía, funcionaba.
Max asintió. —¿Qué opinas, Riley?
Se encogió de hombros. —Es genial.
—Vamos, ¿eso es todo lo que vas a darme? —Se pasó una mano
por su pelo. Riley no dijo nada—. ¿Cuánto cuesta? —preguntó, con las
mejillas ruborizadas.
—En realidad, hoy hay un sesenta por ciento de descuento —dijo
la mujer detrás del mostrador—. Sería veinte dólares, antes de los
impuestos.
Los ojos de Max se abrieron. Una sonrisa se extendió por sus
labios. Con una compra como esa, aún podía conseguirse ropa nueva, o
incluso un par de zapatos. Asintió. —Me lo llevaré —dijo.
Riley resopló. —Eres tan fácil.
—Lo dice la que acaba de abrir una tarjeta de crédito en Victoria
Secret —le respondió.
—¿Quiere ahorrar otro treinta por ciento de descuento de su
compra hoy? —preguntó la mujer detrás del mostrador.
Max sacudió la cabeza. —Solo el collar, por favor.
A los pocos minutos, la vendedora de joyas envolvió el collar y se
lo entregó. Le dio las gracias, entonces se dirigieron a la sección de
hombres. Después de navegar por una media hora, se compró un par
de vaqueros y un par de camisas. Ojalá supiera qué perfume Versace
usaba Savannah, pero el collar tendría que ser suficiente. Una vez que
le contara toda la historia, tendría que perdonarlo. Caminando con un
ligero rebote a su paso, se reunieron con Levi en el garaje, Chloe seguía
durmiendo en su coche.
Después de dejar a su hermano y a Riley, Max se dirigió directo a
casa. Cuanto más se acercaba al apartamento, más rápido revoloteaban
las mariposas en su estómago. Aparcó en su lugar de siempre en frente
de la casa de tres pisos, apagó el coche, y saltó del lado del conductor.
Abriendo la puerta de Chloe, suavemente la levantó de su asiento de
coche. La cabeza de ella cayó sobre su hombro y la llevó hasta el pórtico
delantero. Acurrucando a Chloe contra su pecho con un brazo, la caja
conteniendo el collar escondida entre su codo y costillas, abrió la puerta
principal.
—Hola, estoy en casa —gritó, llevando a Chloe a su dormitorio. La
metió suavemente en su cuna. Luego, plantando un beso en su frente,
salió de la habitación. Con un poco de suerte, dormiría una bonita y
larga siesta, dándole un montón de tiempo para hablar con Savannah.
Respirando profundo, se dio vuelta hacia la puerta del dormitorio
de Savannah. Estaba un poco abierta. Deseó haber ensayado lo que iba
a decir. A pesar de que no había hecho nada malo, se sentía horrible. Lo
último que quería era que pensara que deliberadamente le haría daño.
La ira estalló a través de él. Su madre no tenía que meter la nariz en su
vida personal. Cuando volviera a verlos, les iba a decir unas cuantas
cosas a sus padres y a su hermano Xavier.
Respiró hondo una vez más, quitándose el enojo. Necesitaba estar
calmado y comprensivo. La mirada en los ojos de Savannah cuando le
mostró las fotos de él y Nicole lo decía todo. Se merecía paciencia y una
explicación.
Levantando su mano, golpeó con sus nudillos en la puerta de su
dormitorio. —Hola, soy yo. ¿Puedo entrar?
Su corazón golpeaba contra su pecho. Inhaló lentamente por la
nariz, intentando calmar sus nervios. Ella tenía que perdonarle, una vez
que se enterara de la verdad. No tenía ninguna razón para estar
nervioso.
Llamando a su puerta otra vez, la abrió. —Lamento entrar así —le
dijo—, pero necesito hablar contigo. —Tragó saliva—. Me siento muy
mal por esta mañana. No debí dejar que te fueras, Savannah. —Levantó
su vista del suelo, intentando mirar a sus ojos. Se quedó paralizado.
La sangre se drenó de su rostro. Sus rodillas se doblaron, y se
apoyó en el marco de la puerta.
—Imposible —dijo, barriendo con los ojos la habitación de nuevo.
Su estómago se retorció, y parpadeó las lágrimas.
Mientras que se había pasado el día comprando con Riley y Levi,
pasando el mejor momento de su vida, Savannah volvió al apartamento
y eliminó todo rastro de evidencia de que había estado allí.
Se quedó mirando la habitación vacía. La agonía lo atravesó.
Agarrando el marco de la puerta con una mano, se estabilizó. Luego, un
grito resonó, haciendo eco en el pasillo y en la habitación vacía de
Savannah.
—Nana —lloró Chloe—. Nana.
Tragando con fuerza, Max se obligó a enderezarse. Dando un paso
a la vez, sintiendo sus piernas como si estuvieran llenas de cemento, se
acercó a la habitación de Chloe.
Se encontraba de pie en su cuna, las lágrimas corriendo por su
rostro. —Nana —llamó de nuevo.
Con su corazón roto en mil pedazos, Max levantó a su hija de la
cuna y la sostuvo contra su pecho, las lágrimas de los dos empapando
su camiseta.
13
Traducido por Fany Stgo. & Eli Hart
Corregido por AriannysG

¿Puedes llamarme, por favor? Leía el mensaje de Nicole. Max


miró su teléfono y lo apartó. Se forzó a mirar el programa que Chloe
veía en el ordenador. Caricaturas rebotaban en la pantalla, discutiendo
quién será el líder de la expedición. Max suspiró.
Su teléfono se alumbró nuevamente. Solo quiero que volvamos
a ser una familia. Escribió Nicole.
Max se hundió en el sofá. Ella nunca va a darse por vencida. No
tenía ni idea de que la hizo querer ser la madre del año de repente, pero
le estuvo enviando mensajes de texto sin parar durante las últimas dos
semanas.
¿Podemos al menos intentarlo? Las palabras en la pantalla le
quemaron el cerebro, y Max apretó los dientes.
En una semana más, estaría de vuelta en la escuela y trabajando.
Con la crisis post-Navidad, Riley tenía más tiempo para ayudarlo con
Chloe, pero sus horas aumentarían de nuevo, pronto. Tenía que hacer
algo y rápido. Su hermano Levi sugirió que publicara otro anuncio en
línea, pero Max no tuvo mucha suerte la primera vez. Savannah fue la
única en responder. Una punzada de dolor corrió por su pecho. Todavía
dolía pensar en ella.
Suspiró. Era momento de seguir adelante. Tenía que hacer lo que
fuera mejor para Chloe. Lo que quisiera para su propia vida no tenía
importancia.
Sus entrañas se sentían como si estuvieran cubiertas de llagas
crudas. Cerrando los ojos, respiró profundo. Luego los abrió y buscó su
teléfono. Todavía no tenía idea de cómo Nicole consiguió su número de
teléfono. Seguro también podría agradecerle a su madre o a Xavier por
eso. Sin embargo, ya no importaba. Abrió el último mensaje de texto
que recibió de ella y pulsó en botón en la pantalla para llamar.
—¿Max? —contestó Nicole—. ¿En serio eres tú?
Se tragó su respuesta sarcástica. —Hola —dijo.
—Estoy tan contenta de que me hayas llamado —respondió ella—.
Pensé que nunca lo harías.
Se aclaró la garganta, se levantó del sofá y dejó a Chloe en la sala
de estar. Caminó hacia el pasillo, pasando la habitación vacía que fue
de Savannah. La puerta se mantuvo cerrada. No se encontraba seguro
de que la volvería a abrir. —Sí —dijo—. Entonces, ¿qué hay de nuevo?
—Me siento muy mal por como resultó todo en Navidad y, bueno,
ya sabes. —Ella respiró en el teléfono y un cosquilleo recorrió la espalda
de Max. Hizo una mueca, forzándose a alejar la sensación, sin importar
lo que pasó, no iba a enamorarse de ella otra vez. Había aprendido esa
lección de la manera difícil.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
Nicole suspiró. —¿No es obvio? —Hizo una pausa, y su corazón se
le aceleró en la garganta. Tal vez no debió llamarla. Tal vez dejarla
entrar nuevamente a su vida y la de Chloe sería un gran error—. Quiero
estar en la vida de Chloe —dijo—, pero también quiero estar en la tuya.
Te extraño.
Respirando profundo, Max caminó hasta la cocina. Se apoyó en la
encimera. —Regresaré a la escuela en un par de días —dijo—. ¿Qué hay
de ti?
—Igual —dijo—. He estado tomado clases nocturnas, tratando de
buscar un trabajo de día. No he tenido suerte hasta ahora. Estoy a
punto de perder mi departamento.
Cerrando los ojos, tragó saliva. Su corazón se estrelló contra su
pecho. Sus entrañas se retorcieron. Ni siquiera dos meses atrás, él
estuvo en la misma posición. No podía dejar a la madre de su hija sin
hogar. Además, tan terrible como sonaba, podría tomar ventaja de la
situación. Respiró profundo. —Este es el trato —dijo—. Si me ayudas a
cuidar a Chloe durante el día mientras me encuentro en la escuela y en
el trabajo, puedes quedarte aquí. ¿Bien?
—Max, cariño, no te defraudaré —aseguró—. Lo digo en serio. Te
demostraré que lo digo en serio. Durante el resto de mi vida, voy a
enmendar lo que te hice.
—Sí —dijo Max—. Vamos a concentrarnos en Chloe.
Al día siguiente, Nicole se mudó. Trajo varias bolsas plásticas
grandes llenas de ropa, zapatos, toallas y otros artículos para el hogar.
También tajo una cama de matrimonio y un marco. Xavier la ayudó a
mover todo mientras Max llevó a Chloe a dar una siesta. Cuando salió
de la habitación de su hija, encontró la puerta de la tercera habitación
abierta.
—¿Qué están haciendo? —le preguntó a su hermano y a Nicole.
Se encontraban de pie en el medio de la habitación. La cama doble de
Max a un lado contra la pared. El resto de la habitación se hallaba llena
de bolsas y cajas de cosas de Nicole.
—Colocamos la cama grande en tu habitación —contestó Xavier,
resoplando. Se sentó en la cama pequeña y se limpió el sudor de su
frente con el dorso de la mano.
—¿Quién dijo que vamos a dormir en la misma cama? —Max se
cruzó de brazos.
—Oh, vamos, Max —dijo Nicole—. Será confuso para Chloe si
dormimos en habitaciones separadas.
Max de repente deseó poder hablar en español, aunque solo sea
para poder murmurar algo en voz baja de la forma en que Savannah lo
hacía cuando se frustraba. —Mira —empezó—, esto será un periodo de
adaptación para todos. No nos adelantem…
—¡Mi bebé! —exclamó Nicole. Max se giró. Chloe se encontraba de
pie en el pasillo detrás suyo, con su pulgar en la boca. Su cabello hacia
diferentes direcciones.
—¿Cómo te saliste de tu cuna? —preguntó, con sus ojos muy
abiertos.
Xavier resopló. —Creo que ahora le encontraste uso a esa cama
pequeña. —Se deslizó por delante de ellos y se colocó su chaqueta—.
Los dejaré solos, tortolitos.
—De nuevo, gracias por todo, Eggs —dijo Nicole.
Xavier asintió y se fue.
Max recogió a Chloe y la acurrucó en sus brazos. Ella observó a
Nicole, con ojos curiosos pero cautelosos.
—¿Puedes saludar a mami? —preguntó Nicole, extendiendo sus
brazos.
Chloe hundió su rostro en el pecho de Max.
—Necesita su siesta —dijo, dándose la vuelta, dirigiéndose hacia
su habitación.
Nicole lo siguió. —Entonces, déjame llevarla a la cama —pidió.
—¿Al menos sabes cómo le gusta ir a dormir? —le preguntó,
girándose para verla.
Ella se quedó boquiabierta, con los ojos muy abiertos. —Aún no
—respondió en voz baja.
Suspirando, le pasó a Chloe. La niña se retorció, deslizándose de
su agarre. Las cejas de Nicole se dispararon. Apretó sus brazos y Chloe
se quejó.
—No es una bolsa de supermercado —dijo Max. Volvió a colocar a
Chloe en sus brazos—. Sostenla por su trasero. Sí, así. Deja que su
cabeza descanse en tu hombro. Bien. —Se movió a un lado para que
Nicole pudiera llevarla a la habitación. Siguiéndola, miró la cuna. La
barandilla todavía se encontraba arriba—. Parece que tenemos una
escaladora.
Nicole vaciló al lado de la cuna. —¿Deberíamos ponerla en la
cama?
Max hizo una mueca. Si Chloe dormía en la cama pequeña, no
tendría a donde escapar de Nicole. Supuso que podría dormir en el sofá,
pero la sala no tenía exactamente una puerta para detener a Nicole.
—Veamos como duerme en la cuna esta tarde. —Le enseñó cómo
bajar la barandilla y la ayudó a colocar a su hija en la cama. Mientras
Nicole se inclinó y besó la frente de Chloe, el corazón de Max dio una
voltereta.
Si Nicole hablaba en serio, Chloe tendría una familia completa. Él
podría estudiar y buscar un trabajo, todo estaría bien. Con dos trabajos
buenos, podrían ser capaces de mudarse de barrio. Por lo que él sabía,
las enfermeras hacían un dinero decente.
Más tarde esa noche, Max vaciló en la puerta de su habitación.
Desde que se mudó, su habitación fue su propio espacio personal. No
obstante, con Nicole esperando en el otro lado, no tenía idea de qué
esperar. Ansiaba tener la relación que una vez pensó que tenían, algo
dulce y lleno de adoración el uno por el otro. Sin embargo, pasaron más
de dos años desde que él la consideró su novia. Nada era lo mismo.
Todo lo que necesitaba era una camiseta y una sudadera, se dijo.
Podía dormir en la otra habitación en la cama pequeña. Incluso cuando
Chloe se saliera de la cuna, podía dormir con él. No era como si no
hubiera compartido la cama con su hija anteriormente. Todavía era lo
suficiente pequeña.
Armándose de valor, empujó la puerta de su habitación y entró.
Nicole yacía en la cama de matrimonio en tan solo una camiseta;
una de sus camisetas. Ella sonrió cuando él miró sus largas piernas, la
manera en que su cabello rubio caía por sus hombros. Sus ojos azules
brillaron. Max tragó saliva.
—¿Qué haces? —Cerró la puerta detrás de él, los oídos atentos
ante cualquier señal de que Chloe dejara su cuna.
—Preparándome para dormir —replicó, encogiéndose de hombros.
Una sonrisa danzaba en sus labios—. ¿Qué haces tú?
—Me pregunto por qué te encuentras medio vestida y usando una
de mis camisetas. —Se cruzó de brazos.
Ella se encogió de hombros una vez más. —Olvidé mi pijama.
Max se pasó una mano por el cabello. —Nicole, escucha, aprecio
que le pongas esfuerzo en ayudarme con Chloe. Aunque, no sé si estoy
listo para algo más.
—¿Estás seguro? —preguntó. Se bajó de la cama, la camiseta se
le subió hasta la cintura, dejando al descubierto la tanga sedosa color
púrpura. Se acercó a él, sus pechos rebotando con cada movimiento.
Sus pezones se asomaban contra la tela de algodón de la camisa.
Max tragó saliva con fuerza. —Nikki —advirtió, pero ella colocó los
brazos en los hombros de él y presionó sus labios con los suyos. Sus
pechos se presionaron contra su pecho, sus pezones rozando su piel a
través de la tela. Él se quedó sin aliento. Las manos de ella se movieron
hasta su cinturón y dos dedos se colaron bajo su pantalón, tocando su
piel. Metió la lengua en la boca de él y lo empujó contra la puerta. Sus
manos fueron hacia sus hombros, acercándola. Su cerebro se apagó y
por un momento, se hallaba de regreso en la secundaria, besándola en
su antigua habitación. Los segundos pasaron mientras se olvidaba de
sus preocupaciones. Los dedos de Nicole bajaron su cremallera, metió
la mano en sus bóxers y la envolvió alrededor de su pene. La sangre le
bombeó por su cuerpo y se endureció inmediatamente.
Las manos de él se dirigieron hasta sus pechos, apretándolos, la
memoria celular tomando el control. Ella lo sacó de la puerta y lo llevó a
la cama, quitándole la camiseta mientras tanto. Sus ojos se dirigieron a
su trasero, perfectamente acentuado por la tanga. Ella se dio la vuelta y
se subió de nuevo a la cama. Sus pechos colgaban sobre su vientre
plano, con un aro en su ombligo. Parecía que nunca había dado a luz.
Metiendo los dedos en sus bragas, fijó sus ojos azules en los
suyos. El calor lo atravesó y él se acercó a la cama involuntariamente.
—Ven, Max —susurró ella, sus ojos aún en los de él.
Él se detuvo justo a su lado. Agitó la cabeza. —Nicole, en serio no
deberíamos hacer esto.
Ella metió la mano en sus pantalones de nuevo, acunando sus
testículos. —Ven. —Suspiró.
Hasta la última pizca de lógica voló de su cerebro mientras sus
uñas le rozaban la piel sensible. Quitándose la ropa, se unió a ella en la
cama.
Después, se acostó de espaldas en la oscuridad, con la cabeza de
ella apoyada en su hombro. Ella roncaba suavemente a su lado, con un
brazo colgado sobre su estómago. Sus pensamientos se agitaban, su
mente y su cuerpo estaban despiertos. El arrepentimiento lo invadió. No
debería habérselo hecho tan fácil a ella. No debería haber dejado que su
libido lo venciera. Por otra parte, con Nicole, nunca había tenido mucha
resistencia.
Sin embargo, la ansiedad lo arrastraba, su mente insistía en que
había cometido un error. Tarde o temprano, Nicole se cansaría de jugar
a las casitas. Le rompería el corazón a Chloe, y el suyo también.

—No puedo creer que dejaras que su culo de trinquete se mudara


contigo —dijo Riley, sosteniendo un café. Sostuvo la mano de Chloe con
la suya libre. Pasearon por el centro comercial hacia lo que consideraba
la plaza de las joyerías. La multitud del viernes por la mañana era
escasa.
Max le disparó una mirada sobre la cabeza de Chloe mientras se
acercaban a la tienda donde había comprado el collar para Savannah.
La música navideña flotaba a través de los altavoces, a pesar de que las
fiestas habían terminado. —Por favor no hables así de ella —le dijo a
Riley—. Al menos, ahora no.
—¿En serio? —Riley se detuvo, dejando caer la mano de Chloe. Se
puso la mano en la cadera—. ¿Es en serio?
Max alcanzó la mano de su hija, haciendo otra mueca hacia Riley.
—Ya sabes que entre más tiempo paso contigo, menos me agradas.
—Cállate, Maxi Pad. —Riley volvió a caminar, mirando a Max por
encima del hombro—. Sabes que tengo razón. ¿Te estás acostando con
ella? Apuesto a que sí. Ahora eres tan asqueroso como ella.
Suspirando, Max se acercó al mostrador de la joyería. —No es de
tu incumbencia. —Le hizo señas a la mujer detrás del mostrador—. Me
gustaría devolver algo.
—Qué asco —dijo Riley—. ¿Regresaron?
Girando los labios hacia un lado, Max pensó cuidadosamente en
su respuesta. Él y Nicole dormían en la misma cama. Se daban un beso
de saludo y buenas noches. Ella había intentado hacer la cena un par
de veces en las últimas dos semanas, y él había pedido pizza las dos
veces. —Supongo que sí —contestó. Sacó la caja que contenía el collar
de su bolsillo y lo deslizó sobre el mostrador a la vendedora.
La mujer lo levantó. —¿Tiene el recibo?
Palpando sus bolsillos, Max sacó el arrugado pedazo de papel. Se
lo dio a la mujer.
Riley colgó la cabeza exageradamente. Sus brazos se desplomaron
y su café cayó al piso. —¿En serio? —murmuró—. ¿Estás bromeando?
—No, Riles, no. Ya déjalo, ¿sí? —Max cargó a Chloe en sus brazos.
Le apoyó la cabeza en su pecho. Ahogó un bostezo. Los viernes eran sus
únicos días libres en la escuela, pero aun así trabajaba todas las
noches. Normalmente llegaba a casa alrededor de las seis de la tarde, y
luego Nicole iba a clase. Si llegaba a casa más tarde, Riley pasaba a
cubrirlo para que ella pudiera irse.
—¿En serio regresaste con Nicole? —Su voz hizo eco en el centro
comercial. Un par de mujeres mayores detuvieron su paso y miraron—.
¿Qué miran? —espetó Riley.
La vendedora de la joyería engrapó su recibo de retorno con el
original y se lo dio con una tarjeta de crédito de mercadería plástica.
—Qué tengan un buen día —dijo, dándole una mirada a Riley.
Max sacó a Riley de la tienda. —Chloe necesita a su mamá —se
explicó. Asintió hacia la comida—. ¿Quieres comer algo?
—¿Qué tal si eres sincero conmigo por un minuto? —sugirió Riley.
Lanzó su café terminado en un bote de basura y se giró para mirarlo—.
¿Cómo duermes por la noche?
Rodando los ojos, Max abrió la boca para decirle que se callara.
Pero su teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó y lo llevó a su oído. —Hola,
Nikki —dijo.
Le sollozó en el oído. —Max —esnifó.
Dándole una mirada nerviosa a Riley, se sentó en la banca
cercana. —¿Qué pasa?
—No sé cómo decirte —balbuceó, todas sus palabras juntándose.
A penas podía entenderla.
—Vale, cálmate —la instó, abriendo los ojos con preocupación—.
¿Estás herida?
Riley se sentó a su lado y le quitó a Chloe de los brazos.
Murmuró: —¿Qué pasa? —Max se encogió de hombros.
—No —gimió Nicole—. Son dos líneas —sollozó en el teléfono, sus
chillidos perforando su corazón.
Frunció el ceño. —Nicole, no tengo idea de lo que hablas. —Miró a
Riley con preocupación. Su estómago se revolvió, su pulso se desplomó.
El teléfono se deslizó de su agarre, ya que tenía las manos sudorosas.
—Estoy embarazada —gritó Nicole, y su chillido se escuchó por
todo el mundo.
Max miraba el resto del centro comercial, sin ver las tiendas y las
personas que pasaban. La sangre le golpeaba en los oídos, y el mundo
empezó a ponerse gris a su alrededor. Sintió que se le debilitaban los
brazos.
Riley lo golpeó con fuerza. —¿Qué pasa? —siseó.
Tragando, puso el teléfono de regreso a su oído otra vez. —Nicole,
¿estás segura?
Sollozó algo que sonó como: —Sí —y su corazón se hundió.
—Llegaré a casa tan pronto como pueda —dijo, y colgó. Miró su
teléfono en sus manos hasta que la pantalla se oscureció.
—¿De qué rayos iba todo eso? —preguntó Riley.
Su mente daba vueltas. Habían estado juntos dos semanas. No
podía ser posible. Las náuseas se establecieron en su estómago. La bilis
se elevó en su garganta. Se inclinó hacia adelante, acunando la cabeza
en sus manos.
—Max —exclamó Riley sacudiéndolo con fuerza—. Habla conmigo.
¿Qué pasó? ¿Qué dijo?
No podría ser posible. Su mente repetía las palabras una y otra
vez. Trató de recordar si habían usado condones, o si Nicole mencionó
alguna vez que estaba tomando anticonceptivos. La bilis le quemó la
garganta y se le derramó por los labios. Salió disparado del banco y
vomitó en el cubo de la basura. Sus manos se agarraron a los lados y
vomitó de nuevo, sus rodillas se debilitaron.
Una mujer pasó por allí, empujando a un bebé en un cochecito.
Le lanzó una mirada de preocupación. —¿Estás bien, muchacho?
Asintió débilmente, sintiendo su cabeza tambalearse en su cuello.
Riley apareció a su lado. Sostuvo a Chloe en su cadera y le frotó
círculos en la espalda.
—Maxi Pad —dijo—. Me estás asustando.
Se dio vuelta para mirarla, con los ojos nublados. —Nicole está
embarazada.
La boca de Riley se abrió. —Mierda —respondió.
Se dio la vuelta y se inclinó sobre el cubo de basura otra vez. Su
estómago se agitó pero no pasó nada. Cerró los ojos, respirando hondo
por la nariz. Dispuesto a despertarse, apretó los ojos con más fuerza.
Tenía que estar soñando. La historia no podía repetirse.
Tragó con fuerza. Apenas podía ocuparse de los tres, y mucho
menos de cuatro, sobre todo si Nicole se iba a desmoronar de nuevo.
Los recuerdos del día en que le dijo que estaba embarazada de Chloe le
pasaron por la cabeza. Amenazó con suicidarse. Luego, después de
decírselo a sus padres, los amenazó con abortar. Sus padres la habían
convencido de que diera el bebé en adopción, y el padre y los hermanos
de Max los habían convencido a todos, en un tribunal, de que dieran la
custodia completa a Max y a sus padres.
Con los brazos temblorosos, Max permaneció encorvado sobre el
cubo de basura.
—Mierda —repitió Riley—. ¿Estás seguro? ¿Está segura?
Respiró profundo. Intentó recordar si Nicole tuvo el período desde
que volvieron a estar juntos. Normalmente no prestaba atención a esas
cosas, pero necesitaba hacer las cuentas. Sin embargo, no lo recordaba.
Si no lo había tenido, el momento era el adecuado. Maldijo y cerró los
ojos de golpe otra vez.
—Max —le dijo Riley, agarrándole los brazos—, tenemos que
apurarnos. La seguridad viene hacia acá.
Levantó la mirada. El sudor le llegaba a la frente. Dos guardias de
seguridad se dirigían hacia ellos, con la mirada fija. Empujando su pelo
hacia atrás, se enderezó.
—¿Estás bien? —preguntó Riley.
Negó, pero le quitó a Chloe de los brazos. —Tengo que ir a casa —
dijo.
14
Traducido por Dey Kastély
Corregido por Daniela Agrafojo

—Ma, ma, ma —dijo Chloe mientras se tambaleaba hacia el sofá.


Nicole se encontraba de costado, un brazo cubriendo su vientre. Chloe
le palmeó la mano—. Mamá. —Nicole miraba por encima de su cabeza
una película en la computadora.
Max se quedó de pie en el pasillo, observándolas a ambas. Desde
su ubicación, Nicole no podía verlo. Vio cómo Chloe palmeaba su brazo
nuevamente, diciendo su nombre una y otra vez como si estuviera
cantando una canción.
Nicole gimió y apartó la mano, con los ojos todavía en la pantalla
de la computadora.
Su hija puso una pierna sobre el sofá y una sonrisa se abrió paso
en su rostro mientras trepaba. Nicole levantó una mano.
—Bájate —dijo, manteniendo la voz baja, asumió Max, para que él
no la escuchara desde la cocina, donde se suponía que debía estar
estudiando.
Esa mañana, la había dejado a ella y a Chloe en el consultorio del
ginecólogo de camino al trabajo con un beso y dinero para el viaje a
casa en autobús. Ella le había devuelto el beso y tomado su dinero, pero
sus ojos eran planos y distantes. Cuando salieron del coche con Chloe
hacia la puerta, Nicole había mantenido ambas manos en los bolsillos
de su abrigo.
El pliegue entre sus cejas se profundizó. Cruzó los brazos.
Chloe permanecía de pie junto al sofá, con los ojos fijos en Nicole.
—Ma, ma, ma —intentó de nuevo.
—Vete —dijo Nicole.
Max apretó los dientes. La paz y la tranquilidad de estudiar sin
un niño sobre sus talones no valía la pena el precio de tener a su hija
con los sentimientos heridos. Apartándose de la pared, se dirigió a la
sala. Estiró los brazos para Chloe.
—Hola, bebé —canturreó—. ¿Quieres merendar con papá?
Chloe le permitió alzarla, pero su rostro permaneció solemne. Sus
ojos siguieron la cara de Nicole mientras Max se la llevaba.
—¿Me das una sonrisa? —le preguntó, haciéndole cosquillas en la
axila. Ella se retorció y chilló.
—Mami —dijo por encima de su hombro.
Max sintió que su corazón se hundía. La aseguró en su silla de
bebé y colocó un libro para colorear y crayones sobre la bandeja frente a
ella.
—Ayuda a papá a estudiar un rato, bebé —dijo suavemente. Miró
por el pasillo hacia la sala. Nicole seguía inmóvil en el sofá.
Sentándose en una silla, trató de concentrarse en la lectura de su
clase de gestión de aula. Sin embargo, sus ojos se desviaron al rostro de
su hija. Se inclinaba en su silla con su cuerpo inmóvil. Tenía la mirada
fija en el pasillo, sus ojos azules ardiendo en el sofá. Con la mirada tan
intensa, se parecía más a su madre. Frunció la frente.
Max tragó saliva. Con la mente dándole vueltas, se enderezó en su
asiento. En las casi dos semanas desde que Nicole le dijo que estaba
embarazada, una tensión pendía sobre su pequeña familia. Cuando ella
se mudó por primera vez, pensó que las cosas podrían funcionar. Se
veía feliz, y a Chloe parecía gustarle tenerla cerca. No obstante, en tanto
observaba los ojos de su hija llenos de abandono sin esperanza, empezó
a pensar que había cometido un gran error. Respirando hondo, se paró.
Sus piernas se sentían como si fueran de duro concreto a medida que
se obligaba a entrar en la sala.
Nicole seguía en el sofá. Sus dedos volaban por el teclado de su
teléfono mientras le enviaba a alguien un mensaje de texto. Metiéndolo
debajo de sus costillas, volvió a mirar la película. Un segundo después,
el teléfono vibró debajo de ella. Lo tomó, leyó el mensaje, y comenzó a
responder.
—¿Quién es ese? —preguntó Max, con el corazón latiéndole en el
pecho.
Ella saltó. Volviendo a meter el teléfono debajo de ella, se giró
para mirarlo.
—Hola, cariño. —Una sonrisa se dibujó en sus labios—. ¿Quieres
recostarte conmigo?
Lo consideró por un momento. Tal vez era ridículo. Los niños eran
caprichosos todo el tiempo. Frecuentemente, las mujeres embarazadas
se sentían muy mareadas para hacer algo más que acostarse. Pero su
mente volvió a antes de que le anunciara su embarazo, y se encogió. A
menos que participara activamente, Nicole había pasado la mayor parte
de su tiempo en el sofá o la cama.
—Nicole —dijo, con la voz ronca. Tragó con fuerza, apartando sus
emociones—. ¿Qué está pasando?
Parpadeó hacia él, sus grandes ojos azules vidriosos. Sus pupilas
eran puntos en la luz gris de la tarde.
Él se quedó paralizado. El letargo y su lento tiempo de reacción
tenían sentido.
—¿Estás drogada? —preguntó, endureciendo su mirada.
Una lenta sonrisa se extendió por su rostro. —Ven a recostarte
conmigo —dijo ella, con voz ronca. Rodó sobre su espalda. El teléfono
cayó al suelo.
Max lo miró. —¿A quién le mandabas mensajes?
La sonrisa desapareció de su rostro. —A nadie —contestó—. Nene
—agregó. Sus ojos azules ardían en los suyos.
Max la miró por un momento, fijando la vista en sus ojos azules.
Luego ella pestañeó, sus párpados bajando perezosamente, quedándose
cerrados por más tiempo de lo habitual. Él se abalanzó hacia el sofá.
Deslizándose por la alfombra, la piel de su brazo le ardió contra la tela
pero alcanzó el teléfono. Sus dedos se cerraron alrededor del plástico
frío, y lo acercó.
—No —gritó ella, alcanzando su mano. Cerró los dedos alrededor
de su muñeca, clavándole las uñas en su piel.
—Suéltame —dijo él.
Ella flexionó los dedos, enterrando más las uñas en su piel.
—¿Qué demonios haces? —preguntó él, apartando el brazo de un
tirón. La sangre salpicaba su brazo.
—Dame mi teléfono —exigió ella, abalanzándose sobre él desde el
sofá. Su mano voló por el aire, la palma conectando con su mejilla. Un
fuerte slap resonó en las paredes del apartamento.
En la cocina, Chloe chillaba.
Max se arrastró lejos de Nicole, poniendo espacio entre ellos.
Levantándose de un salto, desbloqueó el teléfono con un golpe de su
pulgar. Con el cuerpo temblando y la piel ardiendo, se desplazó por los
mensajes. Sus ojos recorrieron el contenido de su último mensaje.
—¿Quién carajos es Jayden? —le preguntó, parpadeando hacia el
rostro de Nicole.
Ella jadeó, sus labios ligeramente entreabiertos. Sus ojos azules
se encontraban rojos. Lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¿Quién es él? —preguntó Max de nuevo, sosteniendo en alto el
teléfono—. ¿Por qué te está preguntando sobre el bebé? —Su mano se
sacudió en el aire.
Nicole se le quedó mirando, con los labios temblorosos.
—Respóndeme, Nicole —exigió. Lágrimas ardían en sus ojos. Leyó
el último mensaje en voz alta—: “¿Cómo está el bebé?” ¿Por qué te está
preguntando eso?
—Cariño —dijo, alzando una mano—, solo dame el teléfono.
Max apretó los dedos alrededor del aparato. —Lo romperé, Nicole.
Respóndeme.
—No eres mi jodido padre —escupió. Saltando desde su posición
en el suelo, ella se le lanzó encima.
Él se hizo a un lado como un corredor de la NFL, alejándose al
último minuto y corriendo en la dirección opuesta. No había jugado
fútbol en la calle con sus amigos desde antes de que comenzara a salir
con ella, pero ese movimiento seguía arraigado en cada átomo de sus
músculos. Ella se estrelló contra la silla del escritorio.
—Tienes razón. No soy tu padre —dijo él, frenando rápidamente
antes de chocar con la pared. Jadeaba. Respiró, pero sus pulmones se
sentían como si alguien se hubiera sentado sobre su pecho—. No te
amenacé con echarte a los diecisiete años si no te hacías un aborto.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Ella se hundió en la silla.
—No te pongas cómoda —le espetó Max, levantando el teléfono de
nuevo—. ¿Quién es Jayden?
Ella apretó los labios y envolvió los brazos alrededor de su vientre.
—Te dejé mudarte conmigo —le recriminó—. Te permití tener otra
oportunidad con mi hija. —Apretó el teléfono en su mano—. ¿Quién es,
Nicole?
Su garganta se movió cuando tragó saliva. Sus manos cayeron a
su regazo, sin fuerzas. Lágrimas continuaron rodando por sus mejillas.
Lo miró fijamente, con los ojos azules vidriosos, el cabello rubio cayendo
alrededor de su rostro.
—Es mi novio —dijo.
Max se estremeció. Sus brazos cayeron a los costados. —¿Tu qué?
—Me dejó justo antes de Navidad —explicó—. Justo después de
decirle que estaba embarazada.
El estómago de Max dio un vuelco. Sus piernas se volvieron de
gelatina. Tambaleándose hacia atrás, se dejó caer en el sofá.
—¿Qué? —repitió, observando su rostro. El teléfono se le cayó de
las manos. Parpadeó para alejar las lágrimas—. ¿Estabas embarazada
ya? —Con la mente hecha un lío, repasó las últimas semanas. Entre el
trabajo, las clases y Chloe, apenas notó lo que Nicole hacía durante el
día. Por la noche, ella iba a clase; o al menos eso pensó. Se enderezó en
el sofá, una descarga bajando por su columna—. Ni siquiera estás en la
escuela, ¿no es cierto? —Se puso de pie, agachándose para recoger el
teléfono. Se lo arrojó.
Ella gritó. Agachándose, esquivó el teléfono. Se estrelló contra la
pared y cayó al suelo. Se lanzó en esa dirección, ahuecándolo en las
manos y sosteniéndolo contra su pecho.
—Tuve que irme cuando él me echó del departamento.
Max se obligó a respirar profundo. Sus manos se aferraron a su
cabeza. Se apartó de ella, caminando por la sala.
—Entonces, ¿por qué fuiste a cenar? —Creyó saber la respuesta,
pero quería oírla decirlo. Necesitaba la confirmación.
—Me encontré con Xavier en el trabajo —dijo, dejando finalmente
el apodo de su hermano—. Al principio, lo evité, pero luego Jayden me
echó. Necesitaba un lugar donde quedarme.
Náuseas le revolvieron el estómago. Tragó saliva, luchando contra
el vómito.
—¿Así que no querías otra oportunidad con Chloe?
Sacudió la cabeza. —En realidad no. O sea, es linda y todo, pero
quería este bebé con Jayden. Quería que él lo quisiera. —Más lágrimas
cayeron por su rostro—. Sabía que tú lo querrías. Quisiste a Chloe. No
me querías a mí, pero la querías a ella. —Con los labios temblando, sus
ojos se clavaron en los de él—. Sabía que cuidarías de éste.
Su mandíbula se tensó. Sus labios se curvaron en una mueca.
Una amargura que jamás había probado le llenó la boca.
—Nunca podría quererte —admitió.
Nicole se sacudió hacia atrás como si la hubiera golpeado. Sus
labios se entreabrieron y temblaron. Levantó las manos hacia su rostro,
los dedos tocando sus mejillas. Parecía una damisela en apuros en una
película de terror. El regocijo se apoderó de Max. Finalmente, después
de todo el daño que había causado, se las había arreglado para dañarla
en respuesta.
—Sigues arruinando mi vida —gritó, acechándola—. ¿Qué te he
hecho? —Las emociones explotaron en su interior, impulsando las
siguientes palabras de su boca—. Crié a nuestra hija cuando tú no la
quisiste. Te la quité de las manos para que pudieras, ¿qué? ¿Abrir las
piernas y hacerle lo mismo a otro niño?
Sus ojos se agrandaron y sus hombros se hundieron. Las manos
acunaron su rostro.
Max la agarró de la muñeca y la obligó a ponerse de pie. —Quiero
que te vayas —dijo, arrastrándola hacia la puerta principal.
Ella clavó los talones en la alfombra. —Me estás lastimando —
chilló.
—¿Cómo se siente? —preguntó, girándose hacia ella. Soltando su
muñeca, retrocedió un par de pasos. El corazón le golpeaba en el pecho.
La palma de la mano de ella le golpeó en la mejilla. Ella llevó sus
manos hacia la cara de él. Uñas afiladas rozaron su piel. Nicole lo hirió
una y otra vez, con golpes salvajes. Él levantó un brazo para bloquearla.
Se encogió cuando la palma de su mano hizo contacto con su hombro.
—Te odio —gritó ella, alejándose. Aterrizó en el sofá, lágrimas y
mocos bajando por su rostro.
Max tragó saliva. —Vete —le exigió, con la voz retumbándole en
su garganta. Miró a la cocina, contento de que Chloe no pudiera salir de
su sillita y ver a sus padres. La vergüenza lo atravesó. Debió haber
mantenido la calma todo el tiempo.
Nicole se frotó la muñeca. Levantando la barbilla, lo miró. —No —
resopló.
Plantando los pies, se le acercó de nuevo. —Vete —repitió. Los
dedos rozaron su suéter, pero ella se apartó de su alcance. Se desplomó
del sofá al suelo. Levantó la mirada hacia él, recordándole a un niño
con una rabieta. Por un momento, se preguntó si debía llamar a la
policía. Ella necesitaba ayuda. Su piel picaba donde lo había arañado y
golpeado. Podría haber sido mucho peor—. Tienes que irte —le dijo.
Los ojos de ella se estrecharon y se hizo un ovillo. —No puedes
obligarme.
Max apretó los dientes. Se palmeó los bolsillos en busca de su
teléfono. Frunciendo el ceño, miró alrededor de la sala. No lo vio. El
pánico revoloteó en su pecho. Regresó su vista a Nicole. Manteniendo la
voz en calma, dio un paso hacia ella.
—Quiero que largues de aquí —dijo.
Ella sollozó. Su cabello rubio se le cayó sobre su cara. Sus brazos
acunaron su estómago. Con ojos azules implorantes, lo miró fijamente.
—Por favor —rogó.
Max sacudió la cabeza. —Recoge tu mierda y lárgate. —La dejó en
la sala y fue a la cocina. Chloe se encontraba sentada en su silla, con
los ojos muy abiertos.
—¿Papi? —Extendió la mano hacia él.
—Está bien, bebé —dijo, empujando la silla a un rincón. Se colocó
frente a ella de forma protectora. Miró alrededor de la cocina buscando
su teléfono, pero no lo veía por ningún lado. Imagínense. La única vez
que realmente necesitaba la maldita cosa, ni rastro de dónde estaba. Se
preguntó si Nicole lo habría tomado de alguna manera, pero desechó la
idea. Había estado más preocupada en esconder su propio teléfono.
La voz de ella flotó desde la sala, sus palabras silenciosas, pero
desesperadas. Los hombros de Max cayeron un poco. Seguro hablaba
por teléfono con su ex novio o quien sea que fuera Jayden para ella,
rogándole que viniera a buscarla. Obligándose a calmar su respiración,
Max le dio la espalda al pasillo y se inclinó, besando la frente de Chloe.
—Buena niña —dijo—. Papi está aquí.
Sus palmas golpearon la bandeja. Crayones rebotaron. Uno saltó
al suelo. Suspirando, Max se agachó para recogerlo. Al inclinarse, vio
un par de pies entrando a la cocina. Enderezándose, se giró para ver a
Nicole de pie en la puerta.
—Solo quiero despedirme —anunció, alzando las manos.
Su garganta hizo un ruido cuando tragó saliva. Por mucho que
quisiera darle su madre a Chloe, no quería entregarla a alguien cuyo
estado de ánimo cambiaba con el giro de un interruptor. Cruzó los
brazos, bloqueándole la vista de su hija.
—No lo creo —dijo.
—Por favor —rogó Nicole, con el labio inferior temblándole.
—No te importaba una mierda hace cinco minutos —dijo Max—.
¿Qué es tan diferente ahora?
Se mordió el labio. Sus ojos se estrecharon. Su mirada se desvió
de Max a un lado. Se agachó, los músculos en sus piernas tensándose.
La boca de Max se abrió. —¿Vas a hacer esto, aquí, enfrente de
ella? —Levantó las manos, listo para apartarla. Sus ojos se encontraron
con los de ella—. Si realmente te importa Chloe, Nicole, apártate. Date
la vuelta. Sal por esa puerta. No hagas esto. —El corazón le retumbaba
en el pecho. Había sido criado para nunca golpear a una mujer. No
estaba seguro de que pudiera golpear a Nicole, incluso si eso significaba
defender a su hija.
Le echó un vistazo a la habitación buscando su teléfono de nuevo,
la desesperación arañándole el estómago.
Nicole se quedó congelada en la puerta, lista para saltar.
—Nikki —dijo, bajando la voz—. Déjalo ir. Se acabó.
Sus hombros se hundieron. Sus brazos cayeron a sus costados.
Asintió. —Eso es. —Sin embargo, no relajó su postura—. ¿Está en
camino? —preguntó, con la garganta apretada.
Ella asintió. Lágrimas cayeron de sus ojos.
—Bien. Ve a buscar tus cosas en el dormitorio —le dijo—. Lo
esperaré y te avisaré cuando llegue.
Todavía asintiendo, Nicole se dio vuelta y fue hacia el dormitorio
arrastrando los pies.
Max soltó un suspiro entrecortado. Su cuerpo se estremeció. Besó
las mejillas de Chloe, la acción probablemente más relajante para él que
para ella.
—Papi no dejará que algo te pase, ¿me oyes? —le susurró.
Ella le palmeó la cara con las manos. —Auchis —dijo suavemente.
Se adelantó, con los labios fruncidos y le besó los rasguños en la cara.
Las lágrimas le quemaron sus ojos. Había sido estúpido. Permitió
que sus propias fantasías y deseos se interpusieran en mantener a su
hija a salvo. Tragando con fuerza, Max pasó una mano por su cabello.
Nunca más, se prometió. Desabrochándola, alzó a su hija de la sillita.
Pasando un brazo protector a su alrededor, caminó hacia el vestíbulo.
Una bocina sonó afuera. Sin mirar por la ventana, le gritó a Nicole
en el dormitorio: —Está aquí.
Ella apareció, con una bolsa colgando de su hombro. Sin girarse,
se dirigió hacia la puerta principal. La abrió, salió, y desapareció en el
día gris de enero.
Cruzando el vestíbulo, Max bloqueó la puerta. Hundiéndose en el
suelo, acurrucó a Chloe contra su pecho.
15
Traducido por becky_abc2
Corregido por Sandry

Una taza de café fría esperaba intacta frente a Max en la mesa de


la cocina. Una luz gris más fría se filtraba por la ventana. La nieve se
desprendía de las ramas de los árboles. Los copos bailaban y se
arremolinaban en el viento, como consecuencia de la tormenta de la
noche anterior. Max se subió la cremallera de su sudadera y encorvó los
hombros. Su casero juró que no había nada malo con la caldera, pero
todo el apartamento parecía una hielera. Mirando la hora en su
teléfono, Max frunció el ceño.
Nicole se retrasaba quince minutos para recoger a Chloe, lo que
significó que incluso si llegaba en los siguientes cinco minutos, seguiría
llegando tarde a clase. Enterró la cabeza en sus brazos, encorvándose
sobre la mesa. Suspirando en el estrecho y oscuro espacio, cerró los
ojos. No importaba lo que hiciera, todo siempre le explotaba en la cara.
La última vez que Nicole recogió a Chloe, llegó diez minutos tarde, y
juró que no dejaría que volviera a suceder. Empezaba a pensar que lo
hacía a propósito, para fastidiarlo.
Él estaba a su merced. Riley ayudaba a cuidarla cuando podía,
pero solo estaba disponible un par de días a la semana. Parece que no
podía encontrar una niñera en la que pudiera confiar. La razón y la
experiencia le decían que, técnicamente, no podía confiar en Nicole. Ella
había jurado que estaba en terapia y tomando medicamentos, pero ni
todos los remedios del mundo la hacían llegar a tiempo. Su siguiente
paso era probar uno de esos sitios web de niñeras, pero no podría
encontrar a nadie lo suficientemente rápido para cubrirla.
Max dejó que su frente descansara en la mesa pegajosa. Sus
hombros se desplomaron en la derrota. Tal vez no estaba hecho para
ser padre. Quizás debería haber dejado que Nicole diera a Chloe en
adopción. Sin embargo, trató de imaginar la vida sin su hija y no pudo.
Ninguno de sus problemas fue culpa de ella. Se merecía una vida mejor.
Necesitaba dejar de pensar en lo que podría pasar y concentrar su
energía en resolver las cosas.
Respirando profundo, levantó la cabeza de la mesa. Frotando el
punto pegajoso de su cara, consideró sus opciones de nuevo. Con Nicole
veinte minutos tarde, no había forma de que llegara a tiempo. Tampoco
tuvo tiempo de hallar a nadie más. No podía permitirse faltar a clase.
Los parciales estaban a la vuelta de la esquina, y Max necesitaba todo
el tiempo de clase que pudiera conseguir. Bajó las manos de su cara,
presionando sus dedos y separándolos. Algo pegajoso y marrón, tal vez
jarabe de arce viejo, cubrió las puntas de sus dedos.
Gimió. Si llegaba tarde a alguno de sus exámenes, sus profesores
probablemente no le dejarían hacerlos. Reprobaría o tendría que buscar
una fecha de recuperación. Parándose, fue al lavabo. Enjabonándose,
se lavó las manos y la cara. Si aún viviera con su madre, no habría
manchas pegajosas en su mesa. Por su cuenta, todo se desmoronaba.
Alejándose del fregadero, Max sonrió. Saltó de la cocina y se lanzó
a la sala de estar. De camino a la puerta, recogió a Chloe, todavía
vestida con su traje de nieve. Salió corriendo, con las llaves en la mano.
Cerró la puerta con llave, llevó a su hija al Taurus y la acomodó en su
sillita. Luego corrió a su lado y encendió el coche.
Las carreteras continuaban resbaladizas por la tormenta, las
temperaturas profundas convirtiendo la nieve de la noche anterior en
hielo. El Taurus resbaló, y Max redujo su velocidad. De vez en cuando,
miraba el momento en el tablero de mandos. Apretaba los dientes en
cada luz en la que se detenía. Cada segundo le hacía llegar más tarde y
más tarde a la clase.
Por fin, se detuvo frente a la casa de sus padres. Dejó el motor en
marcha, saltó y desató a Chloe de su asiento en el coche. Sus zapatillas
de deporte lucharon para mantenerse en la acera resbaladiza. Aunque
su padre había empujado, lijado y salado el hielo, se aferraba a las
partes inferiores de las zapatillas de Max. Deseaba poder permitirse las
botas. Sin aliento, tocó el timbre. Entonces, abrió la puerta y asomó la
cabeza.
—Ma —llamó, bajando a Chloe al suelo. Besó sus mejillas frías—.
Llego tarde a clase. Nicole se ha ido. Chloe está aquí. ¡Te amo! —
Besando a su hija de nuevo, le susurró—: Sé buena con la abuela, ¿de
acuerdo? —Entonces salió por la puerta antes de que su madre pudiera
objetar algo.
La adrenalina bombeaba través de él mientras corría al campus.
La ruta Sesenta y nueve parecía que había sido limpiada varias veces, y
consideró que valía la pena el riesgo. Empujó el Taurus a cada colina, a
toda velocidad por Prospect, Betania, y Woodbridge. En tanto el Taurus
llegaba a New Haven, Max comenzó a relajarse un poco.
Entonces alcanzó el tráfico.
Golpeando las palmas de sus manos en el volante, Max maldijo.
Claro que sí. Incluso con las carreteras heladas, los coches seguían
abarrotando las carreteras de New Haven. No importaba que la hora
punta hubiera terminado dos horas antes. La gente seguía inundando
la ciudad, la mayoría estudiantes o trabajadores con horas extras.
Muchos estaban en camino a la ciudad de Nueva York. Apretando los
dientes, facilitó el avance del Taurus mientras la luz cambiaba a verde.
Pasó la rampa de la ruta Quince y se desvió cuando un todoterreno
saltó delante de él.
—¡Vagabundo! —le gritó a través de su ventana. La camioneta se
alejó a toda velocidad hacia la ciudad, con los neumáticos chillando. El
aire caliente de los calentadores ahogó su voz. Max frunció el ceño y
avanzó el Taurus hacia delante, rumbo a la universidad. Llegaba media
hora tarde a clase.

Cuando salió de clase, tenía cinco llamadas perdidas y diez


mensajes, todos de su madre. Sonriendo, se dirigió al estacionamiento
donde dejó el Taurus. A pesar de que no estaba lejos del edificio, el
paseo fue frígido. Mirando al cielo, el sol se ocultaba detrás de capas y
capas de nubes grises, Max supuso que el día ya no se calentaría.
Sus zapatillas chirriaban contra el hormigón, mojadas por cientos
de estudiantes y las llantas arrastradas por la nieve y el hielo. Al llegar
al Taurus, su teléfono vibró en su bolsillo. Sacándolo, se deslizó dentro
del coche y se llevó el teléfono a la oreja.
—Hola, mamá —dijo.
—No te atrevas a volver a hacerme algo así. ¿Oíste, muchacho?
Me encontraba arriba con la aspiradora encendida. No tenía ni idea de
que Chloe incluso estaba aquí hasta que bajé y la encontré de pie en mi
sala de estar, todavía con ese traje de nieve. ¿Sabes que casi estamos a
treinta grados? Tu padre siempre tiene el termostato alto por sus
anticoagulantes. ¿Estás escuchándome, Max?
Presionando los labios para no estallar en carcajadas, Max salió
del lugar donde aparcó y abandonó el estacionamiento. —Sí, mamá —
logró decir después de un momento—. Gracias por cuidar a Chloe.
—No puedes hacerme esto, Max. Es de mala educación, es una
falta de respeto, y no es justo ni para mí ni para Chloe. No tiene
juguetes aquí, no tenía nada en casa que ella pudiera comer. Tuve que
ir de compras, Max. ¡De compras!
—Realmente aprecio que cuidaras de tu nieta mientras yo iba a
clase, mamá —dijo, dando vuelta a la carretera principal que conducía
de la Universidad Estatal del Sur de Connecticut a la ruta Sesenta y
nueve.
—No hagas eso —advirtió su madre.
—¿Qué cosa? —preguntó Max, pasando el Taurus a lado de una
fila de coches aparcados frente a las tiendas en el carril de la derecha.
Algún día, pensó, la ciudad de New Haven iba a añadir un letrero de
prohibido estacionarse o convertiría el carril en verdaderos lugares de
estacionamiento.
Prácticamente podía oír el vapor que salía de las orejas de su
madre. —Max Alexander Batista —lo regañó, su voz cayendo en un
gruñido—. Ven directamente a esta casa y recoge a mi nieta.
—Oh, lo siento —contestó Max—. No me di cuenta de que dejarla
sin preguntarte sería tal inconveniente. —Agarró el volante con una
mano, sus nudillos se pusieron blancos.
—Ya déjalo —dijo su madre—. ¿Cómo iba a saber que Nicole tenía
novio?
—¡Estaba embarazada y trató de hacerlo pasar como mío! —Max
prácticamente gritó en el teléfono—. Lo menos que puedes hacer es
cuidar a Chloe por mí de vez en cuando. Es tu nieta.
Betty suspiró. —Max, algún día me agradecerás por esto. No es
mi responsabilidad cuidar de tu hija. Asumiste esta obligación en el
momento en que aceptaste la custodia total de Chloe. ¿En serio creías
que íbamos a criarla por ti?
Max negó con la cabeza. —No lo puedo creer. No te estoy pidiendo
que hagas eso. Te estoy pidiendo ayuda. Todos mis hermanos vivieron
en tu casa mientras estaban en sus programas de pregrado. ¿Qué es lo
que me hace tan diferente? —Parpadeó las lágrimas que se formaban en
sus ojos. Odiaba sentirse como un bebé. El resentimiento lo invadió
—Max, tengo sesenta y siete años. He criado a cinco hijos, a la vez
que ayudé a tu padre a construir el bufete de abogados. Estoy cansada.
¿Es tan malo que quiera hacer algo para mí misma?
—Lo que sea —contestó—. Voy a estar allí pronto. —Colgó y tiró el
teléfono en el asiento del pasajero. Frunciendo el ceño, apretó con más
fuerza el acelerador, preguntándose cuándo empezarían a salir por fin
las cosas a su manera.

Max cerró la puerta de la casa de sus padres detrás de él, con


Chloe metida bajo un brazo. Pisoteó hacia el Taurus, su aliento saliendo
en pequeñas bocanadas, visibles en el aire helado. No esperaba que su
padre estuviera en casa, o que Alexander Batista apoyara a su madre.
No era justo. No les importaba que estuviera luchando por terminar la
escuela mientras trabajaba y criaba a Chloe. No les importaba que sus
hermanos tuvieran prácticamente todo en sus manos al crecer. Se
preguntaba qué lo hacía tan diferente. Tal vez, supuso, si no hubiera
tenido a Chloe, sus padres lo tratarían diferente.
Aun así, pensó mientras la ataba al asiento del coche, no la
cambiaría por nada. Ella puso una manito en su mejilla, sus suaves
dedos corriendo sobre el rastrojo de su cara.
—Papi —preguntó con voz cantarina—, ¿puedo comer una galleta
y leche con chocolate?
Max sonrió. Desde que llevó a Chloe para entrevistar a Savannah,
ella pidió más leche con chocolate de la cafetería. Pensar en Savannah
le dio un fuerte golpe en el pecho. Suspirando, la sacó de su mente. Lo
hecho, hecho estaba. —Sí, podemos ir a la cafetería —dijo, cerrando la
puerta. Necesitaba estudiar un poco, de todos modos, y la idea de
sentarse en su frío y vacío apartamento era demasiado deprimente.
Necesitaba estar rodeado de gente... gente que no eran sus padres.
Deseaba que Riley pudiera ir con él, pero ella trabajaba un doble
turno en la tienda departamental. Se preguntó cuándo empezó a perder
su amistad con ella. Trabajaba suficientes horas para mudarse de la
casa de sus padres, pero aun así se negaba a mudarse con él. Sabía
que la gente eventualmente se separaba, especialmente a medida que
envejecía, pero aun así le dolía. Tal vez fue porque ella había sido su
mayor animadora cuando Nicole quedó embarazada de Chloe, pero Max
siempre había asumido que serían los mejores amigos para siempre.
Sacudió la cabeza y se puso en el asiento del conductor. Hasta
ahora, empezaba a sentir que nada duraba.
Suspirando, se dirigió hacia la cafetería. Necesitaba dejar de ser
tan pesimista. Pagó el alquiler del mes, aunque vivía de fideos ramen y
Chloe comía cereales y perritos calientes todos los días. El semestre
estaba casi a la mitad, y entonces tendría todo el verano libre. Podía
trabajar tantas horas como fuera posible y llevar a Chloe a todo tipo de
aventuras.
Cuando se acercó a la cafetería, decidió probar uno de los sitios
web de niñeras. La mayoría de las niñeras estaban certificadas en RCP
o al menos habían tomado algún tipo de curso de niñera. Según sus
anuncios, había cientos de niñeras disponibles. Tenía que haber al
menos una que a él y a Chloe les gustara.
Se detuvo en el estacionamiento y apagó el motor. Agarrando su
mochila y levantando a Chloe de su asiento del coche, Max se dirigió al
interior. Lo primero que iba a hacer después de pedir su café y la leche
con chocolate, decidió, era revisar uno de los sitios web de las niñeras
desde su teléfono. Luego tenía que volver a los libros, especialmente si
iba a pasar los exámenes.
—Nana —anunció Chloe, señalando.
—Sí, voy a traerte una banana —dijo, escaneando con los ojos el
menú. Necesitaba cafeína, pero nada tan fuerte para que lo mantuviera
toda la noche despierto. Tenía que dormir un poco.
—No, Nana —repitió Chloe. Ella se retorció en sus brazos.
—Tranquila —dijo él, cambiándola a la otra cadera.
Se retorció y se deslizó de sus brazos, aterrizando en dos pies.
Extendiendo los brazos, empezó a alejarse. —¡Nana!
Con los ojos abiertos, Max dejó caer su mochila al suelo y se lanzó
tras ella. —¡Chloe, no, vuelve aquí! —El corazón le latía en su pecho en
tanto ella corría más lejos de él. Ojos juiciosos lo siguieron mientras la
perseguía por la cafetería, los espectadores chasqueando la lengua en
señal de desaprobación. Alcanzó a Chloe y la levantó del suelo—. Tienes
que quedarte con papá —dijo, abrazándola contra su pecho—. Alguien
podría robarte. —Respiró profundo, la adrenalina todavía corriendo por
su cuerpo.
—Nana —dijo Chloe en respuesta y señaló de nuevo.
Max se dio cuenta de que estaba parado frente a la mesa de
alguien. Abrió la boca para disculparse, entonces la pila de cuadernos
de dibujo y lápices de colores le llamaron la atención. Calaveras de
azúcar decoraban las páginas, colores brillantes salían de los papeles
blancos. Savannah se sentó a la mesa, con un lápiz entre sus dedos, su
mano sobre la página.
Su corazón se clavó en su pecho. —Lo siento —murmuró, y tragó
saliva. Se giró para irse, con la parte trasera de su cuello ardiendo. No
necesitaba gastar el dinero en bebidas demasiado caras, de todos
modos. Chloe tendría que vivir sin su recompensa. Además, era casi la
hora de la cena.
—Hola —saludó Savannah—. Hola, Chloe.
—¡Nana! —Chloe intentó acercarse a Savannah.
—No, Chloe, está ocupada —regañó—. Lo siento —se disculpó de
nuevo.
—Está bien —dijo Savannah. Sus ojos no se encontraron con los
de él—. La he echado de menos. ¿Cómo estás, caralinda?
Retorciéndose, Chloe estiró los brazos de nuevo. Cediendo, Max le
dejó bajarse. Corrió hacia Savannah y se lanzó a los brazos de la joven.
La calidez surgió a través de Max, seguida por una punzada de tristeza.
Savannah la levantó del suelo y la abrazó al pecho, cubriéndole la cara
con besos. Chloe se rió, devolviéndole los besos. Siguieron abrazadas,
los ojos de Savannah se cerraron mientras mecía a Chloe. Max bajó los
ojos al suelo, parpadeando las lágrimas. Lo arruinó por completo.
—Escucha —dijo él lentamente—, tengo que explicártelo.
Savannah abrió los ojos, y finalmente se encontró con su mirada.
—¿Explicarme?
—Odio la forma en que todo se fue al traste —dijo—. No quería
que te vayas.
Sus labios se torcieron. Las negras y rizadas pestañas le
parpadearon. Lo miró desde su asiento. —Lo que quieras no importa —
dijo ella.
—Nicole y yo no volvimos a estar juntos —afirmó Max, tomando
asiento a su lado. Se limpió las manos sudorosas en los vaqueros—. Mi
madre y mi hermano la invitaron a cenar a mis espaldas. No tenía ni
idea de que iba a estar allí. No la había visto en un buen par de años. —
Su enojo hacia Betty y Xavier se encendió de nuevo. Respiró hondo,
estabilizándose.
—¿Se supone que debo creer eso? —preguntó Savannah. Puso los
ojos en blanco.
Él asintió con la cabeza. —¿Por qué no?
—Porque esas fotos suyas se veían muy acogedoras —espetó.
Se estremeció. —¿Qué se supone que debía hacer, empujarla del
sofá? Chloe estaba sentada justo ahí.
El labio de Savannah se curvó. —Así que esto fue solo un gran
malentendido, ¿eh? Tu madre solo quería que volvieras con la madre de
tu bebé, y no la soportas. ¿Es eso cierto?
—Sí —contestó Max. La esperanza brotó en su pecho. Sonrió con
alivio—. Vuelve a casa. —Su sonrisa se ensanchó. Su apartamento era
el hogar de Savannah, tanto como lo era suyo—. No es lo mismo sin ti.
Ella resopló. —¡De verdad crees que eres bueno! —Mantuvo su
voz baja—. No soy tan tonta. Sé que tú y Nicole han vuelto. Se fue a
vivir contigo justo después de que me mudara. No pierdes el tiempo,
¿no?
La boca de Max se abrió. —¿Cómo lo supiste? —balbuceó—. No
quería volver con ella. Solo necesitaba ayuda con Chloe. Quería que mi
hija tuviera a su madre.
Reuniendo sus cuadernos de dibujo y lápices, Savannah los metió
en su bolso. Se levantó de su asiento y bajó a Chloe. —Sé una buena
chica, ¿vale? —Le dio un golpecito en la nariz a Chloe. Colocando su
bolso sobre su hombro, le lanzó una mirada a Max—. Hemos terminado
—dijo.
—Espera. —Max se puso de pie, cogiendo a Chloe del suelo—.
Chloe te extraña mucho. Y yo también te echo de menos. —Su voz se
apagó. Se preguntaba si había algo que pudiera decirle para arreglar las
cosas. Su mente dio vueltas mientras buscaba a tientas las palabras
correctas. Con los hombros caídos en la derrota, levantó sus ojos y se
encontró con los de ella—. Lo siento.
Ella vaciló, inclinando la cabeza hacia un lado. —¿De verdad has
vuelto con ella? —Sus palabras eran tranquilas, pero sus ojos lo decían
todo.
Max tragó saliva. —No —contestó—. Lo intenté, por Chloe...
—No quiero oír hablar de eso, de verdad —dijo Savannah—. Solo
quiero saber si realmente se ha terminado entre ustedes dos.
Max asintió. Respirando profundamente, hizo la pregunta que se
moría por hacerla desde el día en que se fue. —¿Podrías volver a casa,
por favor?
16
Traducido por Andreeapaz
Corregido por Mire

La luz brillante del sol entraba a la cocina. Max levantó la ventana


dejándola entreabierta. El aire fresco se filtró. Lo respiró, inhalándolo
por su nariz y cerrando sus ojos. Por un momento, prácticamente olía la
primavera. El aire estaba fresco y limpio, como la lavandería sacada de
la secadora. Sus cejas se fruncieron. Abriendo los ojos, se dio vuelta.
Savannah se hallaba en la cocina, con Chloe en un lado de su cadera y
una cesta de ropa sucia en el otro lado. Reconoció un par de sus
camisetas, cuidadosamente dobladas junto a la ropa de Chloe.
Levantó una ceja. —¿Qué es esto? Pensé que habían ido al
parque.
Savannah puso los ojos en blanco y dejó la cesta en la mesa. —De
nada. —Se alejó, girando sobre sus talones. Lanzando a Chloe por el
aire, agarró a la niña. Chloe se rió y le rogó que lo hiciera de nuevo.
Acercándose a la cesta de ropa, Max miró dentro. —¿Lavaste toda
nuestra ropa?
—No te preocupes, no mezclo mis cosas extrañas de chica con las
tuyas —dijo, haciendo un guiño por encima del hombro.
Un dolor se extendió a través de su vientre. Antes de que pudiera
detenerse, las palabras salieron de su boca. —¿Y si me gustan tus cosas
de encaje?
Ella sonrió, dejando a Chloe en el piso. La niña se tambaleó hacia
la sala de estar, rumbo a su caja de juguetes. Savannah bordeó la
mesa, dirigiéndose hacia él. Sus oscuros ojos ardían en los suyos. Max
tragó saliva. Ella se detuvo justo en frente. Una cabeza más baja que él,
inclinó la cabeza para mirarlo. —¿Quieres ir al cine esta noche? —le
ronroneó.
Max parpadeó. Su boca se abrió, una respuesta afirmativa bailó
en su lengua. Sin embargo, los libros de texto y cuadernos apilados en
la mesa al lado de la cesta de ropa atraparon su mirada. Dio un paso
atrás. —¿Quién va a cuidar a Chloe? —preguntó.
Savannah exhaló por la nariz. —Bien —dijo, girando sobre sus
talones, saliendo de la cocina a la sala de estar. Los hombros de Max se
desplomaron. Podría convencer a Riley para que cuidara a su hija por
un par de horas. Aun así, necesitaba estudiar. A pesar de que no fue
por la rama más difícil en la escuela de educación, educación especial,
seguía siendo el programa más duro de Southern. Sinceramente le
sorprendió llegar a su tercer año y pensó que a sus profesores también,
a pesar de que probablemente nunca lo admitirían en voz alta.
Suspirando, trasladó la cesta de ropa a una silla, y regresó al
asiento que había ocupado todo el día.
—¡Qué manera de pasar un sábado! —refunfuñó para sí mismo.
Lo que era peor, era un día inusualmente cálido para febrero. Tendría
que estar en el parque con Savannah y Chloe, aunque solo fuera para
un poco de aire fresco y ejercicio. Correr a la tienda de música no
contaba.
Deseaba haberse especializado en música, pero sus padres nunca
habrían pagado su matrícula. Su padre dijo que era una carrera inútil,
y su madre afirmó que era imposible entrar a la industria. Sin embargo,
algunos de sus amigos del instituto lo hicieron. Se mudaron a Boston o
Austin, o incluso a Los Ángeles. Sus bandas no encabezaban las listas,
pero tampoco eran nadie.
Max pensó en su polvoriento teclado y en el ordenador que no
utilizaba para nada más que para redactar planes hipotéticos y
documentos para la clase. Suspiró de nuevo. Tal vez, si tenía suerte,
terminaría siendo profesor de música. A pesar de trabajar a tiempo
parcial, y con una hija, técnicamente terminó su título de música. Sin
embargo, si no se concentraba, nunca podría terminar el programa de
educación.
Tomando un sorbo de su taza de café, Max abrió la carpeta que
también servía como su portafolio y currículum una vez que se graduó.
Ojeando las primeras páginas, extrajo la carta de recomendación de su
trabajo de campo de estudiante de primer año y la carta anunciando su
ingreso en la escuela de educación. Apenas recordaba los dos primeros
semestres, pero lo hizo, a pesar de las probabilidades que trabajaron en
contra.
Se echó atrás en su silla, tamborileando sus dedos sobre la mesa.
Sus dedos picaban por pasar sobre las teclas de un piano, componer.
Trató de imaginarse sentado detrás de un escritorio, enseñando a los
niños a leer y multiplicar. Una carrera como maestro sería algo seguro,
aunque lejos de ser tan provechosa como ser un abogado. Aun así, era
algo por lo que su familia estaría orgullosa. Sin embargo, observó su
carpeta abierta y se preguntó si algina vez volvería a sentirse orgulloso
de sí mismo. Si se esforzaba para ser maestro, incluso si conseguía un
trabajo como profesor de música, probablemente todavía desearía haber
perseguido la música. Una vez, estuvo en una banda que practicaba en
un garaje y tocaron en los recitales para los veteranos de guerra. Luego
Nicole quedó embarazada y le dijo que iba a hacerse un aborto.
No se lamentaba por Chloe. Esperaba que su hija nunca pasara
por lo que él pasó. No obstante, se preguntó si moriría mirando hacia
atrás a una vida llena de remordimientos.
Savannah entró a la cocina detrás de él. Abrió los armarios,
sacando los ingredientes. Tarareando, agarró una lata de frijoles.
—¿Qué es eso? —preguntó, asintiendo hacia ella.
—Voy a empezar a preparar la cena —replicó, arrugando sus ojos
cuando sonrió.
Se aclaró la garganta, cerró la carpeta de ocho centímetros y tiró
uno de sus libros con ella. —No tienes que cocinar —dijo—. Puedo pedir
una pizza.
—Pero es tu favorito. —Movió la lata en cada mano, sacudiendo
los hombros. Sus calcetines se deslizaban por el piso mientras bailaba,
con una sonrisa en los labios—. Carne de cerdo, arroz y frijoles.
Le devolvió la sonrisa. —Está bien, de verdad. ¿No tienes planes
para esta noche de todos modos? Es fin de semana. —Golpeó el lápiz en
su cuaderno—. Yo cuido a Chloe. No tienes que quedarte.
—¿Tu madre nunca te enseñó a asentir, sonreír y decir gracias
cuando alguien se ofrece a cocinar para ti? —Le arrojó un paño de
cocina.
Lo cogió y lo tiró de vuelta. Ella lo esquivó, atrapándolo con una
mano. —En serio —aseguró—, la cocina no es parte de nuestro, um,
acuerdo. —Sus cejas se levantaron tratando de recordarle exactamente
cuál era el acuerdo original. Deseaba haber escrito un contrato. Sus
hermanos y su padre probablemente lo matarían si se enteraban que
contrató a alguien sin un contrato firmado y pasado por el notario.
Savannah sacudió la cabeza. —Lo sé, muñeco. Lo hago porque
quiero. Además, siempre pides pizza cuando no estoy aquí. ¿Cómo
sobreviviste?
Bajó la mirada a sus manos. Eran marrones y para nada el color
de la pizza. —No sé —dijo—. Definitivamente era mucho más tranquilo
por aquí.
Ella levantó las manos. —Vale, te dejaré en paz —dijo, volviéndose
a una esquina.
—Demasiado tranquilo —dijo, abriendo su libro de texto.
Ella se mantuvo de espaldas a él, pero se rio entre dientes, un
pequeño “Mmn” salió desde sus labios.
Volviéndose a su lectura, Max se sumergió en la gestión del aula
de nuevo.
No pasó mucho tiempo para que el olor de la carne de cerdo en
cocción lo sacara de su burbuja de estudio. Levantó la mirada para ver
a Savannah inclinándose sobre la cocina, friendo chuletas de cerdo en
un sartén. El aroma de las especias derivó a donde se encontraba y
suspiró. —Me estás matando aquí —dijo.
Sonriendo, Savannah miró por encima del hombro. Agitó una olla
de arroz y frijoles. —Oh, pero pensé que no querías que cocinara.
—Está bien, tú ganas —dijo—, pero realmente no quiero que te
sientas obligada.
—¿Obligada? —resopló—. Es mi trabajo asegurarme de que estés
lindo y gordo, así otra chica no te va a querer robar. —Guiñó un ojo.
Él apoyo una mano sobre su estómago. —Ten cuidado conmigo —
dijo—. No tengo tiempo para construir un paquete de seis.
Ella bajó su mirada, agitando las pestañas. —Sí, eso llevaría una
eternidad. Tienes un largo camino por recorrer.
—Oye —gruñó, y le lanzó el lápiz. Voló al suelo delante de ella,
girando por el aire y rebotando en la parte delantera del horno.
—Definitivamente tampoco eres atlético —comentó—. Ay Dios mío.
Sí que sé cómo elegirlos.
Cuando la cena estaba lista, lo obligó a quedarse en la mesa y fue
a la sala a buscar a Chloe. Aseguró a la niña en su silla alta y le dio un
tazón de arroz con judías y media chuleta de cerdo cortada en trocitos.
Max vio como su hija se llevaba una cuchara de arroz a la boca y se la
comía.
—Rico —dijo Chloe, con la boca llena.
Savannah le sirvió después, colocando un plato lleno de comida
delante de él. Sus ojos se abrieron.
—No puedo comerme todo esto —aseguró.
Le dio una palmadita en el hombro. —Trato de engordarte, ¿lo
recuerdas? —Se sentó frente a él con su plato igual de lleno.
—¿Estás tratando de matarnos a todos? —Sin embargo, tomó una
cucharada llena de arroz y frijoles, el sabor salado y ligeramente picante
bailando en su lengua. Suspiró contento.
Cuando terminaron de comer, Savannah se llevó su plato y limpió
la mesa. Levantó a Chloe de su silla alta. —Es hora del baño, bebé —
dijo, llevándola al cuarto de baño.
—Espera, puedo hacerlo —indicó Max, empujando su silla hacia
atrás.
Savannah se dio vuelta. —No, quédate y estudia —dijo—. Yo me
ocupo.
Antes de que pudiera objetar, ella desapareció en el baño. Un
momento después, el agua empezó a correr y cerró la puerta. El silencio
cayó sobre la cocina. Max volvió a sus libros, pero con el estómago tan
lleno, que solo quería dormir en el sofá. Sin embargo, necesitaba acabar
de leer. Ya llevaba un par de capítulos atrasados.
Cuando terminó de leer un capítulo, con la cabeza golpeándole
con fuerza, Savannah salió del baño. Llevó a Chloe a la cocina. Ésta se
acurrucó con su niñera, sus bracitos le rodearon el cuello.
—Dale las buenas noches a papi —dijo Savannah.
Al ver a Chloe vestida con su pijama de búho y lista para ir a la
cama, Max le levantó una ceja a Savannah. —¿Qué he hecho para
merecer este trato especial esta noche? —Besó la frente de su hija—.
Buenas noches —le dijo a su hija.
Sonriendo misteriosamente, Savannah la llevó a su dormitorio.
—¿Quieres una historia? —La escuchó murmurar al tiempo que
desaparecían en su habitación.
Max dejó sus resaltadores, mirándolos fijamente. Dejando de lado
el tratamiento especial, Savannah siempre hizo más de lo necesario
para él y Chloe desde el principio. Se pasó una mano por el pelo. Había
sido un estúpido al dejarla ir. Sería una gran novia y, algún día, una
madre increíble. Si él seguía tratando de fingir que no había nada entre
ellos, ella finalmente encontraría a alguien más. La idea de que saliera
con otro tipo le enviaba una onda de dolor a través de su pecho. Se dio
cuenta, de repente, de que así se había sentido Savannah cuando vio
las fotos de él con Nicole.
Se frotó las sienes. En la semana desde que Savannah se mudó,
las cosas volvieron a la normalidad. Ninguno de ellos mencionó a Nicole
o su aventura de una noche. Se preguntaba si era solo eso: una noche
de su vida que nunca podría revivir. Trató de imaginar una vida sin ella.
Supuso que si seguía por el camino que estaba siguiendo, se convertiría
en una realidad.
No quería eso. Aun así, necesitaba concentrarse en la escuela. No
sería capaz de cuidarse a sí mismo y a Chloe, por no mencionar a los
tres, si no conseguía un buen trabajo. Se tiró del pelo. Necesitaba
desesperadamente un viaje al barbero. También necesitaba decidirse.
No era justo para él, ni para Savannah. Volvió a centrarse en su libro.
Podía pensar en su vida amorosa o en la falta de ella, después de leer
un capítulo más, decidió.
El cielo se había oscurecido durante la cena, y ya podía sentir la
fatiga tirando de él. No tardaría mucho en tener que irse a la cama,
sobre todo porque tenía que trabajar por la mañana temprano y luego ir
directamente a clase.
Se enderezó en su asiento. Golpeándose la frente con la palma de
la mano, sacudió la cabeza contra sí mismo. Ya se ocupaba de los tres.
Técnicamente, le pagó a Savannah para que cuidara a Chloe, pero si
fuera su novia, su situación financiera no sería diferente. Aún seguiría
comprando la misma cantidad de comida y pagando el mismo alquiler.
Lo único que cambiaría, se dio cuenta, es que sería más feliz.
Resopló. —Soy tan idiota —murmuró a la cocina vacía.
—Sí, lo eres —dijo Savannah detrás de él.
Saltó. Dándose vuelta en su asiento, la vio inclinada en la puerta
de la cocina. —¿Cuánto tiempo has estado allí?
—Lo suficiente para verte preocuparte demasiado —dijo—. ¿Qué
demonios te pasa?
Dudó, buscando las palabras. De repente se sintió estúpido.
Asumió que ella quería ser su novia. Tal vez ella estaba siendo extra
amable con él porque quería un aumento.
Savannah le levantó una ceja. —Tierra a Max —dijo.
—Estoy aquí —contestó, suspirando.
—Escucha —empezó ella, caminando hacia él. Se apoyó en el
mostrador, cruzando los brazos—. Tenemos que hablar.
Max se humedeció los labios. —Esto no puede ser bueno —dijo.
Ella puso los ojos en blanco. —Solo escucha. —Se mordió el labio
inferior, sus parpados cerrándose un momento. Frotándose las manos,
abrió los ojos—. Está bien, esto va a sonar muy estúpido. —Se echó el
pelo sobre el hombro—. Solo quiero saber, o sea, necesito saber, qué
estamos haciendo aquí. Quiero decir, ¿tenemos algo? ¿Estoy trabajando
para ti? —Se pasó una mano por el pelo, evitándole la mirada.
Max dudó, preguntándose si ella había leído su mente. Tragó con
fuerza. Necesitaba más tiempo para pensar en las cosas. —No lo sé —
respondió, decidiendo ser honesto.
—¿En serio? —preguntó, poniendo las manos en las caderas—.
Porque estoy bastante segura de que no me pediste que volviera solo
para que sea tu niñera otra vez. Quiero decir, no me importa cuidar de
Chloe. La adoro. Es que solo… —Sus labios se torcieron, y sus ojos se
encontraron, amplios y tristes—. Quiero saber. ¿Qué estamos haciendo?
Max se limpió sus palmas sudorosas en los vaqueros. Apartó su
tarea. —Me gustas mucho, Savannah —dijo—, pero realmente no…
—Oh, no me vengas con esa mierda de “me gustas pero no lo sé”
—pidió, caminando a la mesa. Se sentó en la silla de al lado—. Quiero
decir, en serio. No finjamos que nunca ha pasado nada entre nosotros.
—Se sacudió el pelo, sus trenzas oscuras cayendo por la espalda.
—No sé si puedo darte lo que quieres —dijo—. Tengo la escuela,
exámenes parciales viniendo, y…
Ella le frunció el ceño. —Ya basta. Quieres estar conmigo o no.
¿Entonces?
Su corazón le martillaba en el pecho. Con la mente acelerada,
trató de armar el montón de piezas de rompecabezas que eran sus
pensamientos. Deseaba poder darle la respuesta que ella quería. Sin
embargo, necesitaba más tiempo para pensarlo. Abrió la boca para
decírselo.
Ella apretó los puños. —Te quiero, Max. Ni siquiera sé por qué,
porque me vuelves loca, pero es así. Te quiero. —Se inclinó hacia él—.
¿Por lo menos sabes qué día es hoy? —Los ojos de ella ardían en los de
él, suplicándole.
Él levantó las cejas y negó con la cabeza. —¿Tu cumpleaños? —
supuso.
Savannah puso los ojos en blanco. —¿Hablas en serio? —Empujó
su silla y se puso de pie, paseando de un lado a otro—. Te invité a salir
al cine. Te preparé la cena. Incluso bañé a Chloe y la acosté. ¿En serio
crees que haría todo eso por ti si fuera mi cumpleaños?
Max levantó los hombros. —Estoy agotado. ¿No podemos parar la
hora de los acertijos?
Frunció el ceño. Deteniéndose frente a él, se inclinó hacia abajo.
—Es el día de San Valentín —explicó. Inclinándose adelante, presionó
sus labios contra los suyos. Tomado por sorpresa, él cerró los ojos. Sus
manos acariciaron su cara, y su estómago revoloteó. Ella se apartó, con
los ojos brillantes—. No me hagas rogar aquí. ¿Vas a ser mi maldito San
Valentín o qué?
17
Traducido por Koté
Corregido por SammyD

Max se sentó en el sofá, un resorte de adentro le dio un empujón


en el trasero. Se movió, pero el movimiento solo lo empeoró. Savannah
se sentó a su lado, lo suficientemente cerca como para que pudiera
sentir el calor de su cuerpo y pudiera poner su brazo alrededor de sus
hombros si quería. Sin embargo, sus cuerpos no se tocaban realmente.
La miró por el rabillo del ojo. Su corazón golpeaba en su pecho. Ella se
sentó con las rodillas pegadas al pecho, su cara suave y tranquila. Sus
ojos se clavaron en la pantalla del ordenador. Max no podía recordar
qué película había elegido. Era una especie de película de chicas. Tragó
con fuerza.
Sus dedos se movieron. Tal vez debería poner su brazo alrededor
de ella. Eso sería comportamiento de cita, sobre todo en el día de San
Valentín. Quizá ella quería que lo hiciera, pero después de su confesión
en la cocina, dudó que se lo pidiera. Por otra parte, podría ser bastante
mandona, de la mejor manera posible. Él sonrió. Savannah era la mujer
más luchadora, apasionada y cariñosa que había conocido.
Su corazón se agitó en su pecho. La calidez se apoderó de él.
Acarició la barba que crecía en su barbilla, inclinando la cabeza hacia
un lado. Ella era bastante asombrosa, reflexionó. Chloe la adoraba. Su
mente se dirigió a la víspera de Navidad cuando, demasiado quebrado
para comprar un árbol, ella había pintado uno para ellos. Una sonrisa
se extendió por su rostro.
—¿Por qué sonríes? —preguntó, empujándolo suavemente con el
codo.
Se volvió hacia ella, y la sonrisa permaneció en su rostro. Su
corazón galopó en su pecho, pero antes de que pudiera perder el valor,
se obligó a decirlo. —Eres increíble. —Levantó su brazo y lo puso sobre
sus hombros, acercándola. Aguantando la respiración, esperó a que ella
le dijera que no se agarrara demasiado o algo propio de Savannah, pero
solo le apoyó la cabeza en el hombro. Su corazón latía aún más rápido,
algo que no creía posible. Tragó con fuerza, esperando que ella no
pudiera oírlo bombear tan fuerte por su brazo. Había arterias y venas
ahí, esperando a traicionarlo. Quería estar tan relajado como ella en la
cocina, totalmente genial y ni siquiera remotamente nervioso.
Exhaló, y su pecho cayó rápidamente. Nunca iba a ser relajado.
Sacudió la cabeza hacia sí mismo en la oscuridad. Tratar de ser otra
cosa que no sea él mismo solo arruinaría todo. Necesitaba relajarse y
dejar que las cosas fluyeran. Volvió a mirarla por el rabillo del ojo. Ella
veía la película, ajena a los molestos borbotones de su cabeza. Cerró los
ojos por un segundo y envió un silencioso agradecimiento a cualquier
poder que impidiera a los humanos leer la mente de los demás.
—Entonces —dijo, con la voz entrecortada. Se aclaró la garganta.
Necesitaba hacer una introducción más suave. La próxima vez que viera
a Levi, tenía que acordarse de pedirle más consejos.
—Entonces, ¿qué? —preguntó ella, levantando la cabeza de su
hombro para mirarlo. La luz se reflejaba en sus ojos, haciéndolos
grandes y luminosos.
—Nunca respondí exactamente tu pregunta —aclaró. Ella ladeó
su cabeza hacia él, con ojos curiosos. Resistió el impulso de darse una
bofetada en la cabeza. Sonaba como un chico de secundaria. Aclarando
su garganta de nuevo, se obligó a ser más directo—. Me preguntaste si
quería ser tu, um, San Valentín. —Tragó saliva, preguntándose por qué
todo sonaba tan cursi saliendo de su boca, pero cuando se movían los
labios de ella, todo sonaba sexy.
—¿Y? —Ronroneó, parpadeando hacia él.
—Bueno, creo que es seguro decir que la respuesta es sí, pero…
Lo empujó con su codo de nuevo, retorciéndose en su asiento. Sin
embargo, no se alejó de su brazo. Él respiró un suspiro silencioso de
alivio. —¿Así que es un sí?
—Aunque no tengo ninguna joya elegante —finalizó.
Puso los ojos en blanco. —Max, espero que ya sepas que no soy
una princesa.
—Bueno, conduces un BMW —dijo, sonriendo para hacerle saber
que bromeaba.
Ella le pinchó las costillas. Apartándose para proteger la zona
cosquillosa, él se acercó y le hizo cosquillas a los lados, moviendo los
dedos en las costillas bajo sus pechos. Ella chilló e intentó alejarse,
pero él todavía la rodeaba con su otro brazo. Envolviéndola en un
abrazo de oso, la acercó, los dedos trabajando en la piel bajo sus axilas.
Ella se rió, floja en sus brazos, incapaz de escapar. La miró, a punto de
decirle que no podía ganarle a alguien que tenía una hija de dos años,
cuando ella presionó sus labios contra los de él.
Todo su cuerpo se derritió, sus labios sobre los de ella la única
sensación que quedó. Él flotó hacia el techo, sus cálidos labios se
movieron contra los suyos como mantequilla untada en pan caliente. La
lengua de ella se lanzó dentro de su boca. Sabía a menta fresca y a algo
dulce que él no podía nombrar. Las manos de ella se desprendieron de
su abrazo y se fueron a un lado de su cara. Sus dedos trazaron la suave
piel de la pequeña espalda de ella. No podía recordar haberle levantado
la camisa.
Ella rompió el beso, arrastrando besos calientes a lo largo de su
cuello. Mordisqueó la piel sensible, y él se derritió más en sus brazos.
Gimiendo, se sintió endurecer. Se arqueó contra ella mientras sus
labios le rozaron la oreja.
—Max —respiró.
—Ajá —le respondió. Se sentía mareado, como si hubiera bebido
demasiado y tomado demasiada medicina para la tos. Luchando por
salir a la superficie, tembló mientras sus manos le acariciaban el pelo.
—No te asustes —susurró ella.
—Bien —dijo. Pasó sus dedos a lo largo de la piel de su espalda.
Las yemas de sus dedos tocaron su sostén, y, como si estuviera en
piloto automático, lo desabrochó.
—Te amo, Max —confesó en su oído, moviendo sus labios contra
la piel sensible.
Él se quedó inmóvil, con las manos a ambos lados de su caja
torácica. Su corazón le golpeó en el pecho.
—Te dije que no te asustaras —repitió ella, enderezándose en su
regazo. Se quitó la camisa y la tiró al suelo. Tomando las manos de él
en las suyas, se las llevó a sus pechos. La piel de sus palmas se deslizó
sobre sus pezones. Él tomó sus pechos y su espalda se arqueó. Ella
empujó sus caderas, y él gimió. Sus dedos fueron a la cintura de sus
vaqueros. Pasando sus manos a lo largo de la banda, trazando con sus
dedos la piel debajo, ella presionó sus labios contra los de él otra vez.
Max se inclinó hacia ella, con el corazón golpeando sus oídos.
Intentó pensar a través de la marea roja de lujuria que le bañaba.
Savannah le bajó la cremallera de los pantalones. Su mano se sumergió
en sus calzoncillos, los dedos suaves y sedosos se enroscaron a su
alrededor. Tragó con fuerza, cerrando los ojos mientras su mano se
deslizaba de arriba abajo. Sus manos cayeron sin fuerzas, rozando sus
muslos. Ella apretó sus dedos y su aliento quedó atascado en su
garganta. El mundo se redujo a ella en su regazo en el sofá. Su sangre
hervía a través de sus venas.
Con las manos ahuecando su trasero, la levantó y la dejó en el
sofá. Arrastrándose sobre ella, desabrochó sus vaqueros. Ella lo miró
con ojos oscuros y húmedos. Sus brazos se extendieron hacia él. Con
prisa, se deslizó de sus propios jeans, y luego le quitó los de ella. La
ropa cayó al suelo, un charco de tela en la oscuridad.
Max inclinó la cabeza, sus brazos lo suspendieron sobre ella. Se
miraron a los ojos, una ceja se movió en cuestión. Ella asintió y él entró
en su interior.
Se sentía diferente a la primera vez. Esta vez, se conocían. Las
palabras de ella giraron en su cabeza, y él cerró los ojos, bloqueándolos.
Él podría preocuparse por eso más tarde. Ella le envolvió las piernas
alrededor de la cintura y él la abrazó. Sus empujes eran lentos y
profundos, más seguros del ritmo que a ella le gustaba. Savannah gimió
en su oído, animándolo. Se preguntaba qué tan genial lo consideraría
ella si supiera que era la segunda chica con la que había estado.
Apartando el pensamiento, forzando a su mente a cerrarse, dejó
que su cuerpo tomara el control. Los dedos de ella se entrelazaron en su
cabello, y sus labios susurraron las palabras de nuevo.
—Te amo.
El pánico se apoderó de él. Recordó la vez que Nicole le dijo que lo
amaba. Nicole se enojó cuando él no le respondió. Esperaba que lo
dijera, y que lo dijera en serio. Le preocupaba que Savannah esperara
que le correspondiera. No quería mentirle, pero tampoco quería hacerla
sentir mal. Su corazón se retorció ante la idea de volver a hacerle daño.
Si ella hubiera esperado, tal vez unas semanas, las cosas podrían ser
diferentes. Podría ser capaz de decirle que también la amaba. Tal como
estaba, no sabía lo que sentía.
Tragó con fuerza. Supuso que era una basura. Estaba teniendo
sexo con una chica a la que no amaba. Todos los tipos que conocía lo
hacían, todo el tiempo, pero se sentía mal con Savannah. Se merecía
algo mejor, alguien que pudiera devolverle la forma en que se entregaba
a sí misma.
—Max —le susurró al oído.
Su garganta se apretó. Sus músculos se cerraron. Se preparó
para su indignación. Se preguntó cómo iba a explicarle a Chloe cuando
Savannah se fuera de nuevo.
—Max —susurró con más urgencia.
Parpadeó. —¿Sí? —Se ahogó.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, pasando los dedos a lo largo de la
línea de su mandíbula—. ¿Te encuentras bien?
Tragó saliva mientras buscaba las palabras. Esto era todo. Ella le
estaba incitando a que se lo dijera. Necesitaba ser honesto.
—Max —repitió, inclinando la cabeza hacia él. Sus ojos oscuros
buscaron los suyos. Frunció la frente—. ¿Qué pasa?
Se dio cuenta de que se había detenido. Sus brazos temblaban en
tanto apoyaban su peso encima de ella. Gimió mientras se deslizaba
fuera. Se apartó, al otro lado del sofá.
Ella se sentó sobre los codos, una ceja levantada hacia él. —¿Por
qué te detienes?
Max se pasó una mano por el cabello. Abrió la boca, pero las
palabras no salieron. Exhaló, inclinando la cabeza hacia atrás. Su
mano le tocó la rodilla. Miró hacia abajo. Se sentó frente a él, a su lado
en el sofá.
—Me asustas —dijo. Las comisuras de sus labios se torcieron en
un intento de sonreír, pero la preocupación en sus ojos mató cualquier
intento de frivolidad.
Se preguntó si tenía un ataque de pánico. Con cada respiración,
su pecho se sentía más apretado. Su cuerpo se sentía congelado, y su
corazón se estrelló en su pecho. Sabía lo que tenía que decir. No sabía
cómo decirlo.
Apoyando su cabeza contra el sofá, cerró los ojos por un instante.
Necesitaba poner en orden sus pensamientos. Cada movimiento que
hacía empeoraba las cosas. Cuanto más tiempo esperaba para decir
algo, más iba a lastimarla.
—Lo siento —respiró.
Le pasó los dedos por el pelo. —Bien —lo calmó—. Dime que pasa.
Un cálido cosquilleo le recorría por su columna vertebral. Sus
párpados se cayeron aún más. Su cuello y hombros se relajaron más,
su cabeza descansó completamente en la parte posterior acolchada del
sofá. Savannah le acarició el pelo, tarareando. No reconoció la canción,
pero lo relajó más. Respiró profundamente y abrió los ojos. Lentamente,
se sentó.
—Lo siento —repitió.
Ella sonrió. —Todo está bien. Sé que tienes mucho que afrontar,
desde la última vez. —Sus ojos bailaban, y sus dedos trazaron bajo su
muslo.
Max aspiró de forma desigual. Su corazón golpeó en su pecho. Su
mano atrapó la de ella, con suavidad. Entrelazó sus dedos con los
suyos. —Simplemente no quiero apresurar las cosas —explicó.
Savannah resopló. —¿No es un poco tarde para eso, papi? —Se
acercó más a él. Usando su mano libre, trazó sus labios con un dedo—.
Ahora, ¿dónde estábamos? —Se agachó, rodeándolo con sus dedos otra
vez. Sintió como se endurecía, la sangre le llegaba a la ingle.
—Savannah —dijo con los dientes apretados—. No puedo pensar
cuando haces eso.
Se rio. —Ese es el punto. Deja de pensar tanto. —Aflojando la
mano de su agarre, rozó sus uñas a lo largo de la sensible piel de sus
testículos.
Él se arqueó ante su toque, su cerebro se tambaleó en una
estática borrosa.
—Eres peor que una mujer —comentó—. ¿Ves lo que pasa cuando
dejas de pensar? —Subió a su regazo y lo guió dentro de ella otra vez.
Empujando contra él con sus caderas, puso las manos sobre sus
hombros. Su largo cabello negro cayó sobre su espalda. Sus manos se
agarraron a su cintura y él aspiró otro aliento inestable. Su respiración
hacía juego con la de él. La pelvis de él se movió para adaptarse a los
empujes de ella.
—¿Tratas de distraerme? —preguntó, forzando cada palabra, una
a la vez.
Sacudió la cabeza. —Solo trato de hacer que te relajes por una
vez.
Por un momento, pensó que lo haría. Sintió que se relajaba, que
sus pensamientos se desvanecían entre sí. Tal vez podría dejarlo ir. Tal
vez no importaba que no sintiera lo mismo todavía. No había empezado
a gritarle exactamente. Tal vez no le importaba.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó.
Abrió los ojos. —En nada —contestó—. ¿Por qué lo preguntas?
Ella resopló. —Tu rostro se ve como si te doliera.
Max se burló. —¿Cómo sabes que esa no es solo mi cara sexual?
—Porque —dijo—, la última vez, estuviste conmigo todo el tiempo.
Esta noche sigues en otro lugar. ¿Qué haces, una lista de las facturas
que debes pagar? —Trató de sonreír, pero la preocupación ensombreció
su rostro.
Él disminuyó la velocidad, los hombros se desplomaron. Tal vez él
no podía dejarlo pasar, después de todo. —No es gran cosa.
Savannah lo miró como si le hubiese dicho que el cielo se había
vuelto verde. —Eso es una mierda, y lo sabes. Vamos, Max. ¿Qué pasa?
Suspiró. No importaba lo que hiciera, seguía encontrando formas
de lastimarla. —Creo que deberíamos ir un poco más despacio.
Parpadeando hacia él, se detuvo por completo. —¿Qué significa
eso?
Se lamió los labios. Respirando profundamente, mantuvo sus
manos en la cintura de ella. Necesitaba dejar claro que la quería. No
quería arruinar nada otra vez. —Creo que tal vez nos estamos moviendo
demasiado rápido.
Ladeando la cabeza, lo estudió. —Una vez más, en mi dioma, por
favor.
La ansiedad lo atravesó. Se movió en su asiento, sintiéndose tan
agitado como un niño con trastorno de déficit de atención. Supuso que
tal vez necesitaba medicación. Tal vez no era bueno para las citas.
Respiró profundo otra vez. —Es solo que no puedo darte exactamente lo
que quieres aquí.
Ella apretó los labios. Todavía lo miraba con las cejas fruncidas.
—¿Qué, exactamente, es lo que crees que quiero?
Sus hombros se cayeron. Aquí estaba. El momento que había
estado tratando de evitar. En un instante, pudo ver cómo se alejaba,
entrando en su habitación para hacer las maletas y dejarlo de nuevo,
para siempre. Apretó los dientes. Tal vez merecía estar solo. Claramente
no podía hacer feliz a ninguna mujer, ni siquiera a una tan maravillosa
como Savannah.
Ella puso las manos en sus caderas. Incluso sentada en su
regazo, desnuda, seguía pareciendo feroz. Sus ojos se clavaban en los
suyos. —¿Bien? ¿Qué demonios crees que quiero?
—¿Por qué lo dijiste? —le espetó—. ¿Por qué ahora, por qué esta
noche?
Savannah lo miró fijamente. Sus labios formaban una pequeña O.
Parpadeando lentamente, se alejó de su regazo. Una lágrima resbaló por
su mejilla.
—Espera —dijo—. No quise decir eso. Sólo quería decir que no
puedo corresponderte. Todo está tan bien ahora mismo.
Se paró del sofá, agachándose para recoger su ropa.
—Savannah —susurró, saltando del sofá. Se acercó a ella—.
Escúchame.
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia el pasillo. Con la mente
en blanco, la persiguió. —Preguntaste. Querías que te dijera en lo que
pensaba. ¿Y ahora vas a alejarte? —Mantuvo la voz baja, consciente de
su hija durmiendo en la otra habitación.
Ella cerró los dedos alrededor de la perilla de la puerta.
—Vamos —rogó—, déjame explicarlo.
Torciendo el pomo, abrió la puerta y desapareció en el interior,
dejándolo en el pasillo. Un segundo después, oyó el clic de la cerradura.
Max apoyó la cabeza contra el marco de la puerta, derrotado.
18
Traducido por Ann Farrow
Corregido por Laurita PI

Con las piernas enredadas en las sábanas, y el pecho pintado por


la luz de la luna entrando por la ventana, Max yacía de espaldas. Se
quedó mirando el techo, observando como las luces de los coches que
pasaban manchaban la pintura astillada. Se le movió el pecho cuando
suspiró. Rodó sobre su costado, quitándose las sábanas. Cayeron al
suelo. Se acurrucó, acomodando la almohada debajo de su cabeza y
hombro. Aun así, el sueño no llegaba.
Su estómago se retorció al recordar sus últimos minutos con
Savannah. Permaneció durante veinte minutos después de que ella se
fue a su habitación, despierto en la cama, oyendo. Su puerta nunca
chirrió al abrirse, y nunca escuchó la puerta principal. A menos que
hubiera salido por la ventana, aún no se había ido.
Si se fuera otra vez, pensó, todo estaba acabado. Lo que tenían o
habían estado construyendo se perdería para siempre. Nunca lo sabría.
Sacando la almohada de debajo de la cabeza, la arrojó al otro lado
de la habitación. Rodó sobre su estómago, cerrando los ojos. Arruinó
todo. Si Savannah se iba, perdería más que una niñera. Perdería a la
mujer más asombrosa, hermosa, graciosa y dolor-en-el-culo que había
conocido. El campus de la universidad se encontraba lleno de miles de
chicas, pero ninguna se comparaba a Savannah.
Se volvió sobre su costado de nuevo. A pesar de lo mucho que
quería llevar las cosas con calma, la idea de perderla era pura agonía.
Su corazón se sacudió, se dio cuenta de que fácilmente podía haberle
dicho las palabras y decirlas en serio, y ya habría salido de esto. Tenía
que decirle, y tenía que hacerlo inmediatamente.
Saliendo de la cama, puso los pies descalzos en el suelo. Incluso a
través de la alfombra, podía sentir el frío de la casa. Si iba a tener una
familia, una verdadera familia; Savannah, Chloe y él, necesitaba hallar
un mejor apartamento. Caminó hacia el vestíbulo. Bostezando, tomó el
pomo de la puerta y la abrió.
Bañado en sombras oscuras, el pasillo se extendía hacia la cocina
y sala de estar. La casa se asentaba alrededor de él, pero ningún otro
sonido llegó a sus oídos. Todo lo que podía oír era su corazón latiendo
en su pecho, un ruido sordo lo suficientemente fuerte que juraba que
nadie más podía oír. Cruzó el pasillo hasta la puerta del dormitorio de
Savannah.
Cuadrando sus hombros, se armó de valor. Tenía que ir a decirle
exactamente cómo se sentía, sin contenerse. Levantó el puño para
golpear.
—¿Papi?
La palabra lo hizo saltar, al menos un metro en el aire. Jadeó. Se
dio la vuelta, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio.
Luego de tambalearse, agarró el marco de la puerta para estabilizarse.
Su corazón le latía con fuerza en el pecho. El aire entraba y salía de sus
pulmones mientras trataba de calmar su sistema.
—Papi —repitió Chloe. Se hallaba de pie frente a él, sosteniendo
un oso azul que era casi tan grande como ella. Sus ojos azules eran
grandes y redondos. Rastros de lágrimas teñían sus mejillas.
La levantó del suelo, acunándola entre sus brazos. —¿Qué pasa,
cariño? —susurró. La llevó de vuelta a su habitación, pero ella plantó
dos manitos en su pecho.
—No entres ahí —le pidió, levantando la voz. Su labio inferior
temblaba.
Max suspiró. —¿Por qué no? —La exasperación vibraba a través
de él. Se esforzó por mantener su voz a un apropiado nivel calmado de
padre.
Ella agarró su oreja con las dos manos. —Monstruos —susurró.
Max se apartó, con los ojos entrecerrados. Una parte de él se
preguntaba si jugaba con él. Sin embargo, sus ojos eran solemnes, y
agarró el oso con más fuerza. —¿Monstruos? —repitió.
Chloe asintió.
Preguntándose si era concursante en un enfermo reality show, la
llevó hacia el baño. Encendiendo la luz, la sentó en el mostrador. Llenó
la taza que usaba para enjuagarse los dientes después de cepillárselos y
se la dio. —Esta es agua mágica —explicó.
Lo miró con recelo, con un brazo alrededor de su oso. Sus dedos
apretaron la taza.
—Te hace muy valiente, incluso los monstruos te tendrán miedo.
—Asintió hacia la taza—. Vamos. Pruébala.
Chloe pateó los pies contra el armario debajo del fregadero. Vertió
el agua por el desagüe y tiró la taza en el fregadero.
—Vamos, hija —dijo, frotándose la cara—. ¿Por qué ahora? ¿Por
qué esta noche? Nunca tienes pesadillas.
Inclinó la cabeza hacia él. —Monstruos —le corrigió. Sus ojos se
clavaron en los suyos. Estaba tan seria como nunca lo había sido en
sus casi tres años de vida.
Devanándose los sesos, trató de recordar todos los trucos que
sabía para hacer desaparecer los monstruos. No podía recordar haber
tenido pesadillas, y sus hermanos habían sido demasiado viejos para
esas cosas para el momento en que tuvo edad suficiente para prestar
atención. Deseaba aún vivir en casa. Podría simplemente pedirle ayuda
a su madre. Necesitaba calmar a Chloe, solo, o admitir que no podía
hacerse cargo de su propia familia.
Un viejo anuncio de televisión flotó a la cima de sus recuerdos.
Inspirado, Max extendió los brazos a Chloe. —Vamos a comprobar —
dijo.
Abrazó el oso con más fuerza. Negó con la cabeza una y otra vez
rápidamente.
—Vamos —la alentó suavemente—. Papá hará que desaparezcan.
Muéstrame dónde están.
Saltó del mostrador a sus brazos, casi sacándole el aire del pecho.
La llevó de vuelta al pasillo y luego a su dormitorio. Encendió la luz y
entró en la habitación.
—Cuidado —susurró Chloe.
Max hizo una nota mental para prestar más atención a las
caricaturas que Chloe veía. Mientras aprendía un vocabulario más
extenso, también veía cosas que al parecer la asustaban. Abrazándola
contra su pecho, exageró la revisión de todos los lugares usuales: su
armario, debajo de su cama, y en el interior de su caja de juguetes.
Satisfecho, se dejó caer en su cama.
Ella rebotó en el firme colchón, saltando de nuevo a sus brazos.
Sus pequeños brazos y piernas lo envolvieron. Aferrándose a Max, negó
con la cabeza. —Monstruos —siseó.
Con los hombros caídos, resistió la tentación de suspirar. No era
su culpa. No debería haber perdido tanto tiempo esperando para decirle
a Savannah cómo se sentía. Acunando a Chloe en sus brazos, se sentó
en su cama nueva de niña. Crujía debajo de él, porque tenía el plástico.
La cara de Hello Kitty le devolvió la mirada desde la cabecera.
—Papá está aquí —le aseguró, meciéndola con poco entusiasmo.
Si alguno de los chicos que eran sus amigos en la secundaria pudieran
verlo, se reirían. No obstante, nada de eso importaba ya. Era, ante todo,
el caballero de brillante armadura de Chloe. Incluso si las cosas no
funcionaban con Savannah, todavía tenía a su chica número uno.
Su cabeza cayó sobre su hombro. Por un momento, pensó que se
había quedado dormida. Incapaz de creer su suerte, inclinó el cuello,
estirándose para verle la cara. Ella lo miró. —Papá —susurró, ahogando
un bostezo—. ¿Me puedes cantar la canción del monstruo?
Sus cejas se fruncieron. —¿Canción del monstruo? Lo siento,
cariño, no sé de qué hablas.
Le palmeó el hombro. —¡Puedes hacer una!
Las palabras no sonaban bien, viniendo de sus dos años, pero lo
entendió. Era como si, a lo largo de estos últimos dos años, hubiera
desarrollado una especie de rara telepatía. Abrió la boca para decirle
que no cantaba, cuando ella se estiró en sus brazos. Dobló los codos,
extendió los dedos, e imitó el tocar un piano. Una sonrisa burbujeó en
el rostro de la niña. Rodando lejos de él, se acurrucó en la cama, con su
osito aferrado al pecho.
La miró. No había utilizado su teclado desde su clase de música
al final el semestre pasado. Eso era cuando aún vivía en casa, cuando
Chloe apenas lo vio trabajando. Ni siquiera debería recordarlo. Sin
embargo, no importaba. En fin, no podía inventar una melodía en el
lugar. Escribir canciones le tomaba horas de concentración, sobre todo
después de estar fuera de juego durante tanto tiempo. Por más que le
gustara la música, lo máximo que podía esperar era enseñar canciones
de otras personas a niños de otras personas.
—Papi, canta —dijo Chloe, trayéndolo de vuelta al presente.
Se preguntó cuándo su niña de dos años se volvió tan mandona.
—Vale —aceptó, encogiéndose de hombros. De todos modos, no
notaría la diferencia. Usó la melodía de “Estrellita donde estás”, y se
lanzó en ello.

Estúpido, estúpido monstruo, amigo,


deja de asustar a Chloe y ser grosero.
Estás muy lejos de tu casa monstruo,
así que vete y deja a Chloe en paz.
Estúpido, estúpido monstruo, amigo,
deja de asustar a Chloe y ser grosero.

Esperó que Chloe lo hiciera cantar de nuevo, o insistiera en


dormir en su cama con él. En cambio, repitió la canción. Se perdió unas
pocas palabras, pero por lo demás memorizó la melodía y las letras
básicas.
Él gimió para sus adentros. Algunos padres de otros niños le
dirían que enseñarle a su niña de dos años la palabra “estúpido” era
irresponsable. No podía esperar para recibir una llamada telefónica de
su madre la próxima vez que viera a Chloe; si la veía nuevamente. Con
Savannah aquí, no necesitaba a nadie más.
Se enderezó. Todavía tenía que hablar con ella.
Inclinándose sobre Chloe, la metió en la cama. —¿Todo mejor? —
preguntó.
Bostezando, dijo: —Necesitas un piano —Pero sus párpados se
cerraron, y se acurrucó más con su oso azul.
—Cariño, solo canta la canción del monstruo cada vez que te
molesten, ¿vale? —Se fue de la habitación. Mientras salía al pasillo,
apagó el interruptor de la luz. Cerrando la puerta detrás de él, se apoyó
contra la pared opuesta a su habitación. Inclinó la cabeza hacia atrás y
cerró los ojos por un momento. No tenía idea de cómo acababa de hacer
eso, pero el orgullo vibraba a través de él. Tal vez no era un compositor
principal, pero al menos podía calmar a una niña que le temía a los
monstruos. Tal vez, algún día, podría dedicarse más a la música. Por el
momento, sería feliz si pudiera mantener a Chloe sonriendo.
Se sentía demasiado cansado para hacer un baile de la victoria,
en su lugar, se dirigió a la habitación de Savannah. Su puerta estaba a
solo un par de pasos, pero sus rodillas cedían al caminar. Se detuvo
afuera, con los hombros y pecho subiendo al respirar profundamente.
Se preguntó si debería ensayar un poco más. No tenía idea de qué hora
era, pero estaba bastante seguro de que cualquier cosa que dijera iba a
sonar poco convincente. Tal vez debería esperar hasta la mañana.
Se volvió, asintiendo para sí. Sin embargo, mientras empezaba a
volver a su habitación, pensó en la mirada de dolor en su rostro. Seguro
se encontraba tan desvelada como él. Esperar hasta la mañana era
inútil. Hablar al respecto les aliviaría a ambos su angustia. Además, si
esperaba, no había forma de evitar que ella se fuera antes de que él se
despertara. Se había mudado sin que lo supiera. Podía hacerlo otra vez.
Frotándose la cara con las manos, suspiró. —Ahora o nunca —se
susurró a sí mismo en el pasillo oscuro. Luchando contra otro bostezo,
se volteó de nuevo a su puerta. Con un toque ligero, llamó a la puerta
con dos nudillos. Tragó saliva, con el corazón resonando en el pecho. Si
ella aparecía con un bate de béisbol, conjeturó, probablemente se lo
merecía.
Los segundos pasaron. Se mordió un nudillo. Sus músculos se
tensaron, la adrenalina fluía a través de él. En cuanto abriera la puerta,
decidió, que la besaría. Luego le diría.
Sin embargo, la puerta permaneció cerrada. Su valor empezó a
desvanecerse. Tal vez, dormía. Entonces, una idea aún peor lo golpeó y
se agarró al marco de la puerta para sostenerse. Tal vez ella se fue sin
que se diera cuenta, mientras se encargaba de Chloe. Al pensar en eso,
el dolor lo abrasó, un dolor que nunca había experimentado. Se sentía
como quemarse vivo mientras se ahogaba. Se preguntó si eso era lo que
se sentía al estar realmente enamorado.
Sus dedos agarraron el pomo de la puerta. Girándolo, entreabrió
la puerta. Luego, se asomó al interior.
La oscuridad lo saludó. A medida que sus ojos se adaptaban, se
dio cuenta de que Savannah instaló cortinas gruesas en sus ventanas.
En la oscuridad, pudo distinguir las formas de sus pertenencias. Su
caballete colocado en un rincón. Una carretilla plástica de tres cajones
ocupaba la otra esquina. En el centro de la habitación, cerca del suelo,
Savannah se encontraba acurrucada en su colchón de aire. Envuelta en
una sola manta, dormía con el cabello fluyendo sobre sus hombros y la
espalda. Parecía un ángel, reflexionó, apoyado en el marco de la puerta.
La miró unos instantes. Entonces, preguntándose si sería espeluznante
hacer eso, salió, cerrando la puerta detrás de él.
Era demasiado tarde en la noche para decirle, pero tal vez aún no
habían terminado.
Retirándose a su habitación, miró su teclado con el rabillo del ojo.
La luz de la calle brillaba a través de las persianas. Se quedó mirándolo,
frotándose la barbilla. Deseaba poder impresionar a Savannah con una
canción de la forma en que impresionó a Chloe. Algún día, escribiría
una para ella, aunque le tomara toda su vida hacer las cosas bien. Eso
era, por supuesto, asumiendo que se quedara el tiempo suficiente.
Eso era asumiendo también, que tuviera tiempo para juguetear
con el teclado de nuevo. Suspiró. Sus amigos de la secundaria tuvieron
suerte. Era demasiado tarde para él, pero ellos podían comer, dormir y
respirar música todos los días. Se preguntó si las cosas hubieran sido
diferentes si alguien hubiera creído en él y lo hubiera alentado a
dedicarse a la música de la manera que Chloe y Savannah creían en él.
Su fe era inquebrantable. Incluso cuando Savannah se enojaba con él,
todavía lo hacía sentir confiado.
Se quedó mirando el teclado, con su mente acelerada. Tal vez no
era demasiado tarde. Quizá, cuando Chloe fuera un poco mayor, podría
mudarse a Boston. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Se imaginó
viviendo en un barrio un poco más bonito en el histórico distrito de
arte. Estuvo allí, una vez, para una de las firmas de libros de Levi. Sus
padres lo odiaron, pero él quería explorar las galerías y otras tiendas de
libros que bordeaban las calles. Sin embargo, Chloe había sido muy
pequeña, y la idea de vagar con un bebé en una zona desconocida lo
asustó demasiado.
Ahora, tenía casi tres años, y era fuerte. Probablemente amaría
Boston, y habría todo tipo de actividades en la comunidad en las que
podía participar.
La sonrisa de Max se ensanchó. Podía mudar completamente a su
familia a Boston, por supuesto, después de que terminara la escuela.
Solo esperaba que Savannah fuera parte de esa familia.
19
Traducido por Adriana Tate
Corregido por Val_17

Max pasó el resto de la noche despierto, con los oídos atentos al


sonido de puertas abriéndose y botas alejándose. Sin embargo, la casa
permaneció en silencio. En un momento dado se quedó dormido unos
minutos para levantar la cabeza de golpe al darse cuenta. Su corazón
latía con fuerza en su pecho. Oyendo atentamente, intentó determinar
si Savannah se había ido.
—Esto es una locura —murmuró para sí. Sin darse cuenta, se
convirtió en uno de esos hombres súper posesivos y escalofriantes. Se
dio la vuelta hacia su costado, abrazando una almohada adicional en su
pecho. Deseó nunca haber abierto la boca. Ella podría estar durmiendo
a su lado, acurrucada junto a él en su cama individual.
Cuando el sol por fin salió, renunció a dormir. Sus ojos se sentían
como si estuvieran llenos de arena. A tropezones, entró en el baño. En
tanto se salpicaba agua fría en el rostro, se obligó a trazar un plan. No
tenía idea de lo que iba a pasar cuando Savannah se despertara. Por
todo lo que sabía, planeaba irse para siempre. Se secó la cara y caminó
hacia la cocina.
Deambulando hacia la cafetera, bostezó. El sonido hizo eco en las
paredes de la cocina. Mientras medía el café molido en la canastita, se
le ocurrió una idea. Podía preparar el desayuno y café para ella. Cuando
saliera de su habitación, si bien planeaba dejarlo o no, vería el esfuerzo
que puso en cocinarle.
Sonriendo, Max encendió la cafetera y fue hacia la sala de estar.
Luego de prender su computadora, tamborileó los dedos sobre la mesa.
Necesitaba una receta para algo que a ella le encantaría. En el instante
que su fondo de pantalla apareció, abrió el navegador. Luego miró fijo la
pantalla. No tenía idea de dónde buscar recetas.
Savannah nunca utilizaba recetas. O tenía un libro de recetas
escondido, o tenía una gran memoria, supuso. Rascándose la barba en
su rostro, abrió el buscador y escribió: “Recetas de desayunos”. Casi un
millón de resultados aparecieron en la página.
Miró boquiabierto la pantalla. Anuncios de cereales y pasteles
tostados aparecían encajados en los resultados de la búsqueda. Deseó
que fuera así de simple. Apretando los dientes, escribió: “Recetas de
desayunos puertorriqueños” en su lugar. Le echó un vistazo a la lista,
entonces se decidió por avena. Se veía fácil, y tenía la certeza de que era
la misma que ella generalmente hacía para él y Chloe.
No tenía impresora, así que la memorizó. Apagó la computadora y
corrió de regreso a la cocina. Era solo cuestión de tiempo antes de que
Savannah se despertara.
De acuerdo con las fotos de la receta en la página, preparar avena
era básicamente hojuelas de avena con leche. Abriendo los gabinetes y
la nevera, reunió los ingredientes. Colocó todo en la encimera y se puso
a trabajar.
Sacando una sartén, vertió avena, midiendo a ojo. Luego añadió
leche y encendió el quemador a fuego medio. La avena flotaba en la
parte superior, arremolinándose en la leche. Encogiéndose de hombros,
Max agitó la canela y el azúcar, luego lo mezcló todo. En general, hacía
avena para él y Chloe usando la que venía en paquetes. A medida que
se enfriaba, se espesaba. Pensó que era el mismo método para la avena.
Después de agitar una vez más, bajó la cuchara y fue hacia la cafetera.
Sirvió dos tazas y las llevó a la mesa. Luego fue hacia la nevera, retiró el
cartón del jugo de naranja, y vertió tres vasos, uno en un vaso para
bebés.
Puso la mesa con tazones y cucharas mientras la avena seguía
cocinándose a fuego lento. De pie detrás de la mesa, se acarició la barba
en su mentón. Algo faltaba. Agarró su sudadera desde el respaldo de la
silla, se puso sus zapatos deportivos, y fue al otro lado de la calle.
Nunca notó si vendían flores en la bodega, pero tenían de todo. Si
no tenían ramos, meditó a medida que cruzaba la tranquila calle, estaría
sorprendido.
El dueño de la bodega abrió la puerta de acordeón con la que
cerraba la tienda por las noches. Lo saludó con un asentimiento en
tanto se acercaba. —Buenos días, amigo —dijo.
—Buenos días —lo saludó Max. Metió las manos en los bolsillos
de la sudadera, temblando por el aire frío—. ¿Tiene flores?
El hombre le hizo señas para que entrara. —Lo siento —contestó
mientras entraban en la tiendita. Extendió la mano hacia el termostato
y encendió la calefacción—. Es demasiado temprano. Generalmente el
camión las entrega alrededor de las nueve.
Los hombros de Max se encorvaron. —¿No tiene ningún sobrante
de ayer?
Negando con la cabeza, el dueño de la bodega se movió detrás del
mostrador. —Las vendí todas —dijo. Arrancó una rosa artificial pegada
dentro de un tubo de vidrio en una cartulina en exhibición—. Todo lo
que tengo son estas.
Max hizo una mueca. —No puedo comprarle un tubo roto —dijo.
El dueño de la bodega resopló. Luego levantó un dedo. —¿Estás
buscando algo para tu mujer?
Asintiendo, le echó un rápido vistazo al resto de los artículos en el
mostrador. Ninguno era exactamente material para una confesión de
amor. Supuso que podía comprarle algún chocolate, pero no tenía idea
de cuáles eran sus dulces favoritos. Suspiró. —Gracias de todos modos
—dijo, dirigiéndose hacia la salida.
—Espera.
Se giró. El dueño de la bodega levantó un dedo y desapareció en
una habitación detrás del mostrador. Regresó y se encaminó hacia los
refrigeradores. Pasó estantes de helados y cerveza. Deseó saber qué tipo
de helado le gustaba y si le gustaba beber. No la recordaba bebiendo
alguna vez. Pero por otro lado, generalmente cuidaba a Chloe.
Deteniéndose al final de una góndola, tomó un osito de peluche
sosteniendo una caja de chocolate en forma de corazón. Se veía como si
fuera lo último que quedaba del día de San Valentín. Suspirando, lo
colocó de regreso. Era demasiado cursi, decidió.
Deseó poder comprarle joyas o algo más significativo. Deseó no
haber regresado el collar. No era del día de San Valentín, pero era algo,
al menos. Caminó de regreso al frente de la tienda. —Gracias por todo
—gritó, dirigiéndose hacia la puerta.
—Espera, amigo —gritó el dueño de la bodega desde la habitación
de la parte trasera.
Se detuvo. El hombre volvió a la tienda. Llevaba una gran carpeta
maltrecha. Dejándola en el mostrador, la abrió. Max le echó un vistazo
a las páginas arrugadas. Algunas se hallaban en folios de plástico. Una
caligrafía grande y redonda vagaba por encima de las líneas de las
páginas. Entrecerrando los ojos, intentó leerlas. Se dio cuenta que las
palabras estaban escritas en español. —¿Qué es esto? —preguntó.
—El libro de recetas de mi esposa —dijo el dueño de la bodega. Le
dio unos golpecitos a la página—. Íbamos a abrir un restaurante, pero
luego ella se enfermó. Pensamos en hacer nuestra propia comida para
vender aquí en la tienda, pero antes de que pudiéramos comenzar, la
perdí. —Sonrió con tristeza.
—Lo siento —lamentó Max.
El dueño de la bodega cerró el libro. —Todas estas son recetas
boricuas. No puedo cocinar ni para salvar mi vida. Dale esto a tu chica.
—Empujó la carpeta hacia él.
—¿Está seguro? —preguntó Max—. No puedo aceptar esto.
El hombre lo desestimó con la mano. —Por favor. Solo acumula
polvo. Esa chica siempre está aquí todo el tiempo, comprando todo lo
que tengo. Le encanta cocinar. Me recuerda a mi Marielis.
Max le tendió la mano. El hombre la estrechó. —Gracias —dijo—.
Le va a encantar esto.
Asintiendo, el dueño de la bodega sonrió.
—¿Cuál es su nombre, por cierto? —le preguntó. Había vivido al
otro lado de la calle de la bodega durante casi tres meses y todavía tenía
que preguntarle al hombre cuál era su nombre.
—Javier. —Se estrecharon las manos nuevamente. Luego Javier
empujó el libro de recetas hacia él—. Ve, hijo. Disfruta cada minuto de
cada día con ella. La vida es corta. —Sonrió. Max salió de la bodega, con
el libro de recetas aferrado a su pecho.
Cruzó la calle trotando y sintió una sonrisa cruzar por sus labios.
Subió las escaleras del pórtico y entró de prisa en el apartamento.
Frunciendo el ceño, hizo una pausa en la sala de estar. El olor a comida
quemada picó en sus fosas nasales. Con los ojos abiertos, corrió hacia
la cocina.
Savannah se encontraba de pie delante de la estufa. Sostenía una
espátula en una mano y raspaba la olla donde Max estaba cocinando la
avena.
Gimió. Se olvidó completamente de la comida. Colocó la carpeta
sobre la mesa y metió las manos en los bolsillos, con la cabeza gacha.
Savannah se dio vuelta, con una ceja levantada. —¿Qué rayos
intentabas hacer? —le preguntó.
Levantando la cabeza, se encogió de hombros. —Avena —dijo.
Ella suspiró. Agarrando la espátula, continuó raspando la olla. El
sonido rechinó en sus oídos. Se estremeció. —Sabes —empezó ella—,
cuando cocinas, se supone que debes vigilar lo que estás preparando. —
Sin embargo, una sonrisa bailó en sus labios.
—Quería preparar el desayuno —confesó, inclinándose contra la
encimera.
Savannah se echó a reír. —Por favor, no vuelvas a cocinar.
Sonriendo, él le señaló una sartén de huevos revueltos que
chisporroteaba en la hornilla trasera. —¿Qué es eso?
—El desayuno —contestó Savannah. Se rió de nuevo—. Esta niña
no iba a comer avena quemada. —Señaló a Chloe. La pequeña estaba
sentada en su silla. Apretaba un crayón en una mano y garabateaba en
un pedazo de papel grueso de un cuaderno de bocetos.
—Gracias —dijo. Fue hacia Chloe y la besó en la frente.
—¿Cómo sobreviviste antes de que me mudara? —le preguntó,
sacudiendo la cabeza.
Girándose hacia ella de nuevo, se limpió las manos sudorosas en
su sudadera. —No lo sé —dijo—, y no tengo idea de lo que haría sin ti.
—Dio un paso hacia adelante. Sus ojos encontraron los de ella—. Lo
siento por lo de anoche.
Ella se encogió de hombros. Bajando la espátula, apagó la sartén
con los huevos. —No es para tanto. —Revolvió los huevos con otra
espátula, con la mirada hacia la estufa.
—Sin embargo, sí lo es —dijo Max. Se unió a ella en la estufa.
Suavemente, giró su rostro hacia el suyo—. Fui un cobarde. —La miró a
los ojos. Ella le devolvió la mirada, con los ojos muy abiertos—. Debí
haberme dado cuenta mucho antes.
—¿Darte cuenta de qué? —preguntó. Dejó caer la espátula en la
sartén con huevos.
—Lo mucho que te amo y que no puedo vivir sin ti. —La colocó
entre sus brazos.
Las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Su cuerpo se sintió
suave y cálido contra el suyo. El corazón de Max latió con fuerza en su
pecho. Envolvió los brazos a su alrededor.
—Te amo —repitió. Tragó saliva visiblemente, lágrimas llenaron
sus propios ojos.
Savannah le dio un beso en el pecho. —Joder, ya era hora —dijo.
Se alejó, con una sonrisa bailando en sus labios—. Yo también te amo,
Max.
Le devolvió la sonrisa. —Te traje algo. —Se giró hacia la mesa y
tomó el libro de recetas—. Bueno, técnicamente Javier me lo dio.
Savannah le frunció el ceño. —¿Quién es Javier?
—El tipo al otro lado de la calle, de la tienda. —Señaló con el
pulgar en dirección a la bodega.
—Oh. ¿Ese es su nombre? —Se encogió de hombros.
Le entregó la carpeta. —Esto era de su esposa. Son un montón de
recetas.
—¿Estás intentando decirme que quieres que me encargue de
cocinar todas nuestras comidas? —le preguntó, colocando una mano en
su cadera. Sin embargo, sus ojos brillaban.
—No es como si ya no nos alimentaras —dijo Max—. ¿Quieres que
intente cocinar de nuevo?
Ella negó con la cabeza, levantando las manos. —No —contestó
con firmeza. Tomó el libro de recetas de sus manos y lo abrió. Hojeando,
le echó un rápido vistazo a las recetas—. Son increíbles. —Suspiró—. Mi
abuela solía preparar un montón de estas, pero no podía recordar cómo
prepararlas. —Una sonrisa pasó por su rostro—. Gracias, Max, muchas
gracias. —Poniéndose de puntillas, le plantó un beso en los labios.
Luego colocó la carpeta en la encimera. —Vamos a comer —le
dijo.
Sonrió. Miró de ella hacia su hija, luego de regreso a Savannah.
Con las dos, su mundo estaba completo.
Fin
Sobre la Autora
Elizabeth Barone escribe libros
protagonizados por badass belles que
eligieron el otro camino porque su vida
es igual de poco convencional. Antes de
publicar su primera novela, fue chef,
diseñadora de páginas web, maestra
aprendiz y soldado de ventas al por
menor, pero escribir es su primer amor.
Se necesitó una debilitante enfermedad
autoinmune para que se diera cuenta
de que era hora de perseguir su sueño.
Elizabeth es la autora de más de una docena de novelas de
romance y suspenso contemporáneas. Vive en (y odia) Connecticut,
junto con su novio (marido) Mike, que es un escritor de la vida real, y su
pequeño gato peleón Squirt.
Elizabeth escribe libros porque le encanta leerlos. Cuando no está
trabajando en su próximo lanzamiento, está devorando libros de Tarryn
Fisher, Staci Hart y Tess Sharpe.

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