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JESUS COBO

Nombre: Zoe Villavicencio

Aproximarse a la obra escultórica de Jesús


Cobo es aventurarse en un inquietante
universo de formas, cuya geometría y
significado han venido variando a lo largo
del tiempo, desde que el artista comenzara a
trabajar con las tres dimensiones, hace más
de 25 años, hasta hoy, cuando nos ofrece en
esta muestra sus creaciones más recientes,
de un depurado abstraccionismo.

Estas obras son el resultado de un complejo proceso de búsquedas experimentadas en


las diversas etapas que registra la trayectoria de Cobo, a partir de lo que él ha llamado
“organicismo”, para definir unas formas que tendrían que ver con lo orgánico: esto es,
con  lo zoo, fito o antropomorfo. Tal evolución se ha producido eslabonando cada fase
con la precedente y con la que le sucede. De modo que no hay propiamente una ruptura
entre unas y otras, sino un cambio secuencial, con una lógica interna que explica el
punto al que el escultor ha llegado. Tanto es así, que él destruyó en los años 80 una
muestra a la cual había dedicado mucho tiempo, porque entendió que esas piezas, de
aluminio fundido y ensamblado con mármol, no encajaban precisamente en la secuencia
de su discurso plástico. Lo cual revela también el rigor con que trabaja, y su gran
sentido de responsabilidad frente al arte que ha adoptado, en sus propias palabras, como
su “forma de ser feliz”; así como su conciencia de la íntima relación entre la estética y
la ética. Porque la una es a lo bello lo que la otra es al bien.

Las suaves curvas del comienzo, que, como se ha repetido demasiadas veces, nos
remitían especialmente a Henry Moore (“el último escultor del Renacimiento”,
según Anthony Caro), pero también a Arp y Brancusi, van mutando en otras formas,
cada vez más personales, y responden al naciente interés del artista por su entorno
geográfico. Los Andes, el río, la cascada, el precipicio; pero también la nube y el
viento de la montaña, impalpables, aparecen sin embargo en el escenario escultórico
de Cobo. Este último (1987) en un mármol que nos hace imaginar, casi sentir el paso
de la brisa sobre una cima. Y Pueblo andino (1988), un juego de cortes en el bloque,
que nos traslada a una aldea dormida a la sombra de la montaña. Y Río (1987), que
apela también a la imaginación del espectador, quien percibe la líquida corriente
entre las rocas

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