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Chichita, la trabajadora del sanitario

Chichita: este no es un mal trabajo. Parece a la primera mirada un mal trabajo. A la


segunda mirada ya hay un convencimiento de que es indigno. A la tercera mirada; se
duda si hay gente que lo hace, tan malo no será. Todo el día ahí sentada, sin hacer
nada…A la cuarta mirada, uno ya se imaginó a uno mismo ahí, con la gente entrando y
saliendo, que puerta de por medio orinan o hacen…vaya a saber qué.
Acá la imaginación puede jugar una mala pasada. Yo siempre tuve muchísima
imaginación. Es cosa de familia. Y en el tiempo muerto que paso acá, alcanzando el
papel higiénico, repasando los baños cada dos horas, tirando lavandina a los inodoros,
aprendí a usar la imaginación al máximo. He llegado a tal maestría en el uso de mi
imaginación, que hay días en los que ni se quién entra. Como un piloto automático
pongo la cara y me traslado a localidades que ni sabía que existían. No creo que nadie
que me vea, así, “la señora del baño”, pueda suponer nada.
Una sola vez, hace cuatro años, tuve una desgracia. Los visigodos me atacaban, mientras
yo arrojaba el lastre de mi globo aerostático, para elevarme de una vez. Ya había tirado
todo lo que estaba a la vista, y subía muy lentamente. De repente, siento una mano
helada y húmeda sobre el hombro izquierdo. ¡Un maldito visigodo había logrado subir a
bordo! Giro y veo una señora, con un traje sastre color celeste, una media corrida con
un agujero así. Se arrodilla a mis pies, llorando desencajada, murmurando: “señora, por
favor, yo nada más quiero un poquito de papel”.
¡Se me había colado una usuaria del baño en mi asunto de la imaginación! Qué
calamidad. Le alcanzo el zapato que se le había salido. Tiro el bulto con los últimos
víveres. El globo se eleva con una salvaje sacudida. Le grito que me ayude. A la señora
del baño, la del traje celeste. La arrastro hasta el borde de la canasta, le pongo un
espadón en la mano y entre las dos, porque yo esgrimía una terrible cimitarra,
intentamos deshacernos de varios visigodos que trepan por las cuerdas del ancla.
Sin fuerzas. Yo, porque vengo luchando desde antes del almuerzo, y la señora del traje
celeste porque pasar del escusado a un aerostato infectado de visigodos, que son
realmente repulsivos y espeluznantes individuos, abatata. Entonces imagino dos
carabinas automáticas, que no se si existen, pero nos vienen de perillas. En un
periquete, ¡pin, pan, pun!, liquidamos a los visigodos de unos cuantos tiros.
Ahí caigo en la cuenta de que mi señora del traje celeste está herida; un maldito
visigodo le ha retorcido los huesos, quebrándole la muñeca! Mi compañera está muda,
aterrorizada, empapada en transpiración.
Trato de explicarle algo, que es mi asunto de la imaginación, que ella no tiene nada que
ver, que mi trabajo no solo está mal pago, sino que también es aburrido y asqueroso,
que me disculpe. Que intente ella también, a ver si se imagina algo, no sé, la muñeca
arreglada. Alguna solución...
Pero la pobre señora llorando, me dice: “Ay, me duele, yo no más quería un poquito de
papel. Ya debe haber empezado la película. Ay, ay, me duele”. Pobre… Ante la
emergencia aterrizamos en un hospital en Suiza, donde la atienden y le enyesan la
muñeca.
De vuelta al baño, veo que todo está en orden; una chica se peina, la otra mira, cruzada
de brazos. Charlan de algo muy serias, de un Juan Carlos que llama o no llama, no
recuerdo bien. En la última canilla encuentro a mi señora del traje celeste, pálida,
mojándose la cara con una mano. En la otra tiene un yeso a la altura de la muñeca,
recogido el brazo contra el busto con un pañuelito.
Le alcanzo una toalla de papel para que se seque. La recibe, me mira a los ojos, largo… y
sale, en silencio, con una carterita Chanel colgada del hombro izquierdo. Toda sucia,
como si la hubieran revolcado en un barrial, las medias corridas, que digo corridas,
destrozadas. Pobre mujer.
Después de ese mal rato estuve casi un año sin imaginar nada, por temor a que volviera
a pasar. Pero no me aguante, y a los once meses exactos del asunto, empecé otra vez.
Ahora tomo muchos recaudos, y no se me volvió a colar nadie en mi asunto de la
imaginación.
En ocasiones me tiento de hacer ciertas cosas, pero me digo: “Chichita, pará, no es ético
eso que estás pensando” y al instante desisto. Siempre he sido una gran moralista,
aunque mi trabajo no sea gran cosa.

Canta” nieblas del riachuelo”

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